Literatura de inmigrantes árabes y judíos en Chile y México 9783954871490

Examina un corpus de alrededor de 60 obras de autores pertenecientes a ambas minorías profundamente contextualizadas en

140 94 1MB

Spanish; Castilian Pages 295 [300] Year 2011

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Table of contents :
Agradecimientos
Índice
Prólogo
I. De los judíos en Latinoamérica: México y Chile
II. De los árabes en latinoamérica: méxico y chile
III. Diálogo americano
Epílogo
Bibliografía
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Literatura de inmigrantes árabes y judíos en Chile y México
 9783954871490

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Rodrigo Cánovas Literatura de inmigrantes árabes y judíos en Chile y México

NUEVOS HISPANISMOS director Julio Ortega (Brown University) comité editorial Anke Birkenmaier (Columbia University, New York) Beatriz Colombi (Universidad de Buenos Aires) Cecilia Garcia Huidobro (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile) Ángel Gómez Moreno (Universidad Complutense de Madrid) Dieter Ingenschay (Humboldt Universität Berlin) Efraín Kristal (University of California, Los Angeles) Esperanza López Parada (Universidad Complutense de Madrid) Rafael Olea Franco (El Colegio de México) Fernando Rodríguez de la Flor (Universidad de Salamanca) William Rowe (University of London) Carmen Ruiz Barrionuevo (Universidad de Salamanca) Víctor Vich (Universidad Católica del Perú, Lima) Edwin Williamson (Oxford University)

Dedicada a la producción crítica hispanista a ambos lados del Atlántico, esta serie se propone:

·

Acoger prioritariamente a la nueva promoción de hispanistas que, a comienzos del siglo xxi, hereda y renueva las tradiciones académicas y críticas, y empieza a forjar, gracias a su vocación dialógica, un horizonte disciplinario menos autoritario y más democrático.

·

Favorecer el espacio plural e inclusivo de trabajos que, además de calidad analítica, documental y conceptual, demuestren voluntad innovadora y exploratoria.

· Proponer una biblioteca del pensar literario actual dedicada

al ensayo reflexivo, las lenguas transfronterizas, los estudios interdisciplinarios y atlánticos, al debate y a la interpretación, donde una generación de relevo crítico despliegue su teoría y práctica de la lectura.

Rodrigo Cánovas

Literatura de inmigrantes árabes y judíos en Chile y México

I be roa m e r i ca na - Ve rv u e r t - 2 0 1 1 Pon tific ia U ni v e r s i da d Catól i ca d e C h i l e - 2 0 1 1

Derechos reservados © Rodrigo Cánovas, 2011 © Pontificia Universidad Católica de Chile – Facultad de Letras Avenida Libertador Bernardo O’Higgins 340, Santiago de Chile © Iberoamericana, 2011 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2011 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-593-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-644-5 (Vervuert) Depósito Legal: Diseño de cubierta: Carlos Zamora Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

A Julio Ortega, maestro de nuestra América

Agradecimientos

Esta investigación se ha realizado gracias a la beca de la Fundación John Simon Guggenheim, que obtuve con el proyecto Voces migrantes: escritores chilenos y mexicanos de origen judío y árabe (agosto 2006julio 2007), que me permitió una estadía de investigación en México durante un año. Previamente, había obtenido un proyecto Fondecyt, de la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología de Chile, referido a las voces migrantes de origen judío y árabe en Chile, valioso antecedente de la investigación de carácter comparado que conforma este libro. La recopilación y estudio de los materiales mexicanos fue realizado en El Colegio de México, donde me integré en calidad de investigador invitado en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios en el año 2007. Agradezco aquí a los académicos Aurelio González y María Méndez, directivos de ese Centro, por su acogida e igualmente al académico Rafael Olea, amigo a quien acudí para esa fructífera visita. Mi estadía en México pudo llevarse a cabo gracias a un permiso sabático anual otorgado por la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile, mi Casa de Estudios. Un sentido agradecimiento a su Decano, José Luis Samaniego y a todos sus académicos, por su incondicional apoyo. Envío aquí un saludo muy especial a queridos amigos que conocieron este proyecto, tuvieron fe en él y lo apoyaron de modo irrestricto: a la escritora Diamela Eltit, a la académica Gwen Kirkpatrick y a Jaime Concha (mi profesor, forjador del diálogo americano). Este trabajo está dedicado a Julio Ortega, quien me ha acompañado como afectuoso lector y guía en los derroteros de la crítica literaria, ejercicio espiritual privilegiado de nuestro tiempo.

Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

  I .  D e lo s j u d í o s en lati n o a m é ri ca : Méxi c o y Ch i le 1. Migraciones: ashkenazis, sefarditas y judíos árabes . . . . . . Judíos en Latinoamérica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Judíos en México: la segunda opción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Judíos en Chile: entre mar y cordillera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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2.  Letras mexicanas: el relato de los orígenes mosaicos . . . . 61 Sabina Berman, Gloria Gervitz, Margo Glantz, Gerardo Kleinburg, Salomón Laiter, Angelina Muñiz-Huberman, Myriam Moscona, Rosa Nissán, Vicky Nizri, Jacobo Sefamí, Sara Sefchovich, Esther Seligson, Ilan Stavans, José Woldenberg Sefarad, aquella morada… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62 Holocausto: nuevas ciudades del pecado, antiguas orfandades . . . 69 Memoria: escribiendo en los bordes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74 Kibutz: con nombre de mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84 Casa patriarcal: hijas casaderas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 Nuevas generaciones: tradición y bastardía . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 In Other Words: No Suffering, No Return . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96 Hacer memoria, escribir, hablar a Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98

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3.  Letras chilenas: los pliegues de la memoria judía . . . . . . . 101 Marjorie Agosín, Guillermo Blanco, Roberto Brodsky, Ariel Dorfman, Andrea Jeftanovic, Sonia Guralnik, Rudi Haymann, Alejandro Jodorowsky, Gertrudis de Moses, Beinish Peliowski, Milan Platovsky, Cynthia Rimsky, Jorge Scherman, Efraím Szmulewicz, Ana Vásquez-Bronfman, Operaciones de la memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104 Lo natal: el allá entonces . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113 Nuevas y antiguas cartografías de la migrancia . . . . . . . . . . . . . . 118 Redes alternas de la existencia judía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 El desgaste del daño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 Una comunidad de voces . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130 4. Judíos / latinoamericanos / escritores . . . . . . . . . . . . . . . . . 133

 II .  D e los á r abes en l ati n o a m é r i ca : méxic o y c h ile 1. Migraciones: palestinos, sirios y libaneses . . . . . . . . . . . . . . Árabes en Latinoamérica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Libaneses en México: los rojos pasos migrantes . . . . . . . . . . . . . Árabes en Chile: paisanos andinos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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2.  Letras mexicanas: bosquejando el cedro americano . . . . . Héctor Azar, Carlos Martínez Assad, Bárbara Jacobs La fiesta mexicana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La restauración del aura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Raíces migrantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nuevas señas de identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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3.  Letras chilenas: la saga paisana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . José Auil, Benedicto Chuaqui, Edith Chahín, Walter Garib, Jaime Hales, Alicia Jacob, Roberto Sarah Del origen: el iliblad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Del destino: nueva casa, antiguas novedades del sujeto . . . . . . . Los turcos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Familia, nación, sexualidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . De las mujeres: una hija, una sobrina, una familia . . . . . . . . . . . . Letras arábigas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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196 203 208 214 219 222

4.  Caligrafía árabe en latinoamérica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225

Índice

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III .  D iá l o g o ame r i can o 1. Migraciones: las otras opciones de América . . . . . . . . . . . . Antisemitismo y turcofobia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Integración y alteridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Una comunidad de comunidades y la colmena árabe . . . . . . . . .

233 235 238 241

2.  Letras americanas: nuevas y antiguas constelaciones . . . . Sagas familiares y genealogías diaspóricas . . . . . . . . . . . . . . . . . . La fe del recuerdo, los cobijos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Orfandades y utopías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Coda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

245 246 257 268 274

E PÍ L OGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275 BIB L IOG R A FÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 281

Prólogo

En estas páginas iniciales abordaremos las inquietudes que forjaron este libro, de cómo surgió y se ramificó, de sus contenidos centrados en la pregunta sobre la identidad de los pueblos, de su formato abierto y de su convocatoria a un lector que intuye que en lo más remoto está la cercanía con uno mismo. De cómo surge este libro Toda experiencia límite de una sociedad deja un blanco, una pantalla sobre la cual se puede dibujar una existencia más plena, como en esos dibujos infantiles sobre la casa con los habitantes asomados a unas pequeñas ventanas mirando un sendero. En el caso de Chile, después de la dictadura (1973-1989) se abre un espacio no sólo político y cultural (los sistemas democráticos de representación ciudadana); sino también se inaugura un orden existencial que trasciende los discursos pragmáticos. Es la pregunta por la convivencia con el otro (el cual no necesariamente es un semejante), por los nuevos límites que surgen en torno a las minorías (que pueden ser entendidas también como lo relegado de nuestras propias existencias), por la necesidad de refundar nuestras creencias, volviendo a mirar en redondo todo el espacio nacional, privilegiando la mirada periférica. Indagando sobre un material letrado chileno que se saliera de imágenes nacionales instaladas en la certidumbre de lo propio, inquirimos por las voces inmigrantes, descubriendo dos series de relatos –una ­judía y una árabe– que borronean el país desde otras geografías, lenguas y religiones, otorgándonos de paso un testimonio de la experiencia de vernos a nosotros mismos desde fuera, como en aquellos sue-

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ños cuando observamos los extraños movimientos de nuestros seres queridos sin que ellos se percaten. En el caso de las voces judías, su irrupción ocurre en estos años recientes de la postdictadura chilena: voces de distintas generaciones enuncian sus testimonios justo en la apertura de un nuevo tiempo, supuestamente más tolerante para la exposición de sensibilidades particulares, es decir, para el ensayo del reconocimiento de la existencia legítima de la diversidad. Las voces árabes chilenas aparecen de modo más continuo en el tiempo; con la novedad de que en este nuevo siglo, aparece el testimonio letrado de la mujer sobre la inmigración, una primera persona en clave femenina que inquiere sobre los órdenes familiares y del país. El encuentro con los materiales mexicanos está conectado a un registro especulativo de los mapas estelares. Interesados en romper el ghetto de lo nacional chileno (aunque ya distorsionado por nosotros por la elección de voces inmigrantes), mirando nuestra América, decidimos trazar una línea vertical en ese espacio y establecer una figura que reuniera el Sur y el Norte. Es allí donde aparece México, tierra amiga del exilio político chileno, nación que hacia fines del siglo xx vive también tiempos de incertidumbre que permiten el surgimiento de acciones, discursos y representaciones más dialógicas. Estamos pensando en el levantamiento zapatista (1994) y en los intentos de redemocratización de su institucionalidad política. Mirar la identidad nacional mexicana desde sus voces inmigrantes árabes (mayoritariamente, libanesas) y judías –ambas, insignificantes en número y marginales en la constitución de una identidad basada en la fusión de lo hispano y lo indígena–, constituye un ejercicio necesario para enunciar formas menos rotundas de identidad nacional y comunitaria. En su matriz, el corpus judío mexicano se da en otra lengua (el idish); pero luego transita en español desde voces (individuales y comunitarias) enunciadas sostenidamente durante el último tercio del siglo xx por mujeres; a las cuales se agregan recientemente los testimonios, preferentemente en clave masculina, de las nuevas generaciones. Las voces libanesas –de data muy reciente–, vuelven su mirada hacia la zona del Levante como un espacio existencial complementario, a la vez que remarcan la sensación de extrañeza y orfandad que cruza todos los discursos semitas mexicanos. Unir mediante una línea imaginaria en la constelación americana los conjuntos celestes de Chile y México; y en ellos, fijarse en sus puntos menos nítidos (pero posiblemente más antiguos en el tiempo

Prólogo

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estelar), conectarlos y exponer un nuevo dibujo, que altere nuestro presente o le otorgue otra profundidad, incluyendo otros nombres y categorías conceptuales. De las materias y provechos de este libro Los materiales centrales se refieren a la experiencia de árabes y judíos en Chile y en México (las voces de sus inmigrantes y de su descendencia), exhibida en diversos formatos (cuentos, novelas, biografías, poemas, diarios de viaje). Es el registro de una memoria personal y comunitaria, en textos adscritos en su mayoría a las denominadas escrituras del yo, por constituirse desde la primera persona, en un ejercicio libre de hibridación de ficción y realidad. Literatura de inmigrantes, que aparece emparentada con la denominada literatura menor (pro­puesta por Deleuze y Guattari para la lectura de Kafka): escritura de una minoría dentro de una literatura mayor –en este caso, la enunciación de las historias menores de árabes y judíos que interfieren las sagas nacionales con otros registros lingüísticos, étnicos y religiosos1. Siendo nuestra preocupación los nuevos y antiguos cobijos, hemos establecido marcos históricos y culturales sobre la inmigración de árabes y judíos –flujos migracionales, leyes de extranjería, inserción laboral, tolerancia y prejuicio–, acudiendo a valiosos registros bibliográficos, que esperamos sean de provecho para el lector. Aun cuando la información contextual converge con los materiales literarios; en realidad están hechos de distinta madera. La serie de textos literarios atraviesa los discursos de las ciencias sociales de carácter positivista, enunciando un relato que desenvuelve la memoria de una comunidad. Nuestro interés es reflexionar sobre la identidad cultural desde esta literatura, reconociéndola como el vector privilegiado para la enunciación de nuevas sensibilidades en las colectividades latinoamericanas. Revisemos brevemente el “Índice” del libro. Éste consta de tres partes: la primera está dedicada a la experiencia judaica; la segunda, a la experiencia árabe y finalmente, en la tercera parte, se realiza un ejercicio de sinergia, un juego de convergencias y divergencias entre todas

1 Esta investigación cubre un amplio espectro de obras literarias, el cual deberá continuar expandiéndose en una supuesta segunda edición, con el estudio de la poesía y de los textos dramáticos (en el material chileno) y también del teatro y del cine mexicanos.

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las voces culturales involucradas, siendo sus referentes nacionales México y Chile. En un epílogo se comenta la actualidad cultural chilena, teniendo presente diversas posiciones en torno a la identidad nacional. El apartado bibliográfico final debe ser considerado como una base de datos especializada sobre la experiencia de inmigración judía y árabe a dos países latinoamericanos2. Tanto la presentación de los materiales judíos (parte I) como la de los árabes (parte II) reconocen una misma disposición: en cada caso, un capítulo dedicado a las migraciones (que opera como un marco sociohistórico y cultural) y luego, en el centro de la investigación, los capítulos dedicados a la literatura (teniendo como referencia México y Chile); y finalmente, un brevísimo capítulo (a modo de colofón) que describe el impacto y situación de estos corpus (el judío, el árabe) en la literatura latinoamericana y en la conceptualización de sus estudios. La parte III, de carácter comparativo, hace converger las diversas materias y perspectivas que fueron tratadas antes por separado. Distingue un capítulo menor, donde se comparan la experiencia de migración de judíos y árabes hacia tierras mexicanas y chilenas (es el panorama sociohistórico y cultural); y un capítulo mayor, en el cual se hacen circular las voces literarias que conforman una nueva cartografía americana, teniendo como ejes las comunidades de México y Chile. Unidad y pluralidad En el estudio de estas comunidades (la árabe, la judía), hemos aprendido de los rasgos que cohesionan a cada una; pero simultáneamente, hemos descubierto el sistema de diferencias que las habitan, según credo religioso, lengua y lugar natal. Palestinos, sirios y libaneses provenientes de la Gran Siria, en su gran mayoría cristianos (ortodoxos o maronitas), que hablan la lengua de Mahoma. Y judíos árabes (también provenientes del Levante), sefarditas de Macedonia y Estambul (de habla ladina) y ashkenazis rusos, polacos y lituanos (en cuyo hogar

2  Algunos de estos capítulos han sido publicados en revistas especializadas durante el transcurso de la investigación. Anoto los artículos por orden de aparición. En 2006, en una versión sintética, “Voces inmigrantes en los confines del mundo: de los árabes”. En: Anales de Literatura Chilena, 7, 122-139. En 2009, “Los relatos del origen: judíos en México”. En: Nueva Revista de Filología Hispánica, 57, 1, 157-197; y “Letras mexicanas libanesas: bosquejando el cedro americano”. En: Acta literaria, 38, 9-26.

Prólogo

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hablaban idish) y posteriormente también, alemanes, huyendo de la Alemania nazi. Es la exhibición de dos comunidades articuladas en complejos tinglados culturales; que nos permite recrear la identidad nacional (chilena, mexicana) como una unidad abierta a lo plural. El examen de los materiales sociohistóricos de las migraciones árabe y judía a Chile y a México nos ha permitido acceder a las experiencias del prejuicio y de la alteridad, en el marco de la integración o inserción de estos grupos en las culturas nacionales. Aunque en distintos grados y con diferente duración en el tiempo, el prejuicio (religioso, étnico y lingüístico) es incluido y elaborado en ambos cuerpos migrantes desde el humor, la rabia y la melancolía. Siendo la literatura el eje sensible de nuestra investigación, reconocemos groseramente dos modelos: la saga familiar y comunitaria arábiga (que celebra una difícil integración a la nación) y las genealogías diaspóricas judías (marcadas por la alteridad). A nivel mítico, el héroe árabe emprende el viaje de ida, al precio de abandonar el lugar natal. Lo recuperará, por cierto, desde un recuerdo sublime o culposo y recreando y descubriendo elementos comunes entre el origen y el lugar de destino. El héroe judío, por otro lado, se concibe desde la errancia, recreando su ser judío desde una práctica (oral y de escritura) memoriosa. Notemos de inmediato que en cada serie literaria estudiada, estos modelos aparecen en diversas versiones y en algunas de ellas, es revertido. Un caso especial es la serie libanesa mexicana, que distingue tanto relatos de voraz asimilación lingüística (la celebración de la lengua española, en clave mexicana), como regresos literales y míticos a las tierras del iliblad (lugar natal), y el forasterismo de los inmigrantes, que se desplazan por todo el orbe. En fin, en los relatos judíos chilenos, la constitución de la memoria no está adscrita a la teología, que sí es relevante en el corpus mexicano. En este sentido, el examen de cada una de las series y de sus elementos y los cruces entre ellas constituye un caleidoscopio que a cada sacudida nos dibuja una nueva imagen americana. Afinidades críticas En el ámbito global, si alguien preguntara por las raíces de este trabajo, la respuesta es simple: enunciar los prejuicios de la condición humana, los límites de la otredad. Desde el examen de las voces judías y árabes, es posible releer y resituar diversos discursos teóricos y culturales enunciados desde la condición postmoderna; estamos pen-

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sando, por ejemplo, en el reconocimiento de la igualdad valórica de diferentes culturas (según propuestas de Charles Taylor), la aceptación de una noción de identidad nacional alejada de exclusiones étnicas y religiosas (los ensayos del escritor libanés Amin Maalouf), el rechazo de las identidades predatorias, fundadas en el derecho de las mayorías de eliminar las minorías, con la excusa de superar la angustia de lo incompleto (Arjun Appadurai), la constatación de formas históricas de hibridación cultural (Néstor García Canclini) y la puesta en cuestión de una noción universal utópica de la cultura, que nos remite a la imposibilidad de reconocernos desde la diferencia (Homi Bhabha). En el epílogo de este libro realizamos un libre diálogo con estos enunciados críticos, ensayando una mirada translocal, en la medida que nuestros materiales literarios (las voces judaicas y árabes) intervienen y disponen nuevas órbitas a esos discursos culturales, muchas veces utilizados erróneamente como megacódigos interpretativos. De los amigos en esta travesía Este libro ha sido escrito por un gentil (no judío), sin marca árabe (no paisano). Durante el transcurso de la investigación tuve la oportunidad de interactuar con otros intelectuales que escribían desde una experiencia comunitaria. Sus escritos y su conversación me permitieron despejar y aclarar mis puntos de vista. Amigos de travesía, sin la compañía de Gilda Waldman (para el material judío) y de Carlos Martínez Assad (para el material libanés), mi viaje por la escucha de las voces mexicanas hubiera sido más penoso y, de seguro, menos trascendente. En el caso chileno, gracias a una feliz coincidencia, he cumplido con el espíritu comunitario que sustenta esta investigación, publicando en coautoría con el escritor y crítico Jorge Scherman Filer el libro Voces judías en la literatura chilena (2010). De más está decir que, entonces, los materiales judíos chilenos que presento en este nuevo libro, contienen un alto grado de hibridez. He contado con la generosidad de mi amigo Jorge, para reacomodarlos aquí. Todos los caminos Propuesto como un estudio comparado sobre las voces inmigrantes judías y árabes en Chile y en México, pretendemos que sus tópicos y perspectivas de análisis generen nuevas aperturas en la discusión cultural en torno al exilio, el bilingüismo, los pueblos originarios, las

Prólogo

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minorías, la familia y la nación, y en un ámbito existencial, la situación del sujeto contemporáneo. No se concibe, entonces, como un trabajo huérfano, sino formando parte de una red de discursos y acciones que dialogan en torno a los nuevos límites de una modernidad latinoamericana contrahecha. Así, desde la experiencia inmigrante bosquejamos nuevos márgenes culturales identitarios; ojalá más apocalípticos, en el sentido de una revelación. Ciudad de México, año 2007. Santiago de Chile, años 2008-2010.

I. De los judíos en Latinoamérica: México y Chile

I.1. Migraciones: ashkenazis, sefarditas y judíos árabes

Judíos en Latinoamérica En el calendario occidental el año 1492 de nuestra era cristiana marca el inicio de la Modernidad a través de dos hechos históricos: el descubrimiento y la conquista de América, y la expulsión de los judíos de su amada Sefarad (llamada Hispania por los romanos y Al Ándalus por los árabes). Ambos hechos se hermanan desde el rechazo a la experiencia humana como un encuentro con la alteridad; en un caso, los indígenas (cuerpos externos al orden occidental) y en el otro, los judíos (cuerpos internos, considerados no asimilables dentro del orden imperial español). El edicto de expulsión de los Reyes Católicos (doña Isabel de Castilla y don Fernando de Aragón), del 31 de marzo de 1492, sitúa a los sefarditas en la dramática disyuntiva de convertirse al catolicismo o emprender el exilio forzado, cumpliendo así una vez más su sino diaspórico, único modo de preservar su identidad como pueblo. El antecedente más inmediato de este edicto es el surgimiento, un siglo antes, de la figura del cristiano nuevo o converso, por la persecución clerical y las matanzas acaecidas en Sevilla en 1391, que ante el lema de “Bautismo o Muerte”, implicó una conversión masiva de judíos –el movimiento se extendió luego por diversas regiones de la España cristiana. La ordenanza de doña Catalina, de 1412, obliga a los sefarditas de Castilla a vivir sólo en juderías, negándoles el derecho a llamarse don y a portar armas, a comerciar con ciertos productos, a trabajar como artesanos o como profesionales libres, amén de regimentar su vesti-

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menta y apariencia física. Culminando el círculo antisemita, en 1481 se crea el Consejo Supremo de la Inquisición –nombrándose a Tomás de Torquemada como su Inspector General–, cuya tarea consistía en inquirir sobre la fe de los conversos1. Alrededor de 200.000 sefarditas abandonaron Hispania durante el siglo xv, trasladándose a Portugal y distribuyéndose en las costas del Mediterráneo: Francia, Italia, el Norte de Africa y lo que constituiría luego por cuatro siglos los dominios del Imperio turco otomano: ­Macedonia, los Balcanes, Turquía y la Gran Siria. De seguro, la primera destinación fue Portugal, donde todavía no existía una prohibición contra el pueblo judío. Sin embargo, en 1497 se promulga el bautizo forzado de la población, convirtiéndose al catolicismo un quinto de la población portuguesa. La gran mayoría de los judíos que pasaron a América eran portugueses, quienes fueron considerados aquí como sospechosos de practicar la ley de Moisés. El santo oficio en nuestros reinos Hay escasa información sobre los judíos que pasaron a América y de sus prácticas religiosas; salvo la foliada en los juicios del Santo Oficio. En estos reinos los tribunales de la Inquisición se crean en 1569, esta­ bleciéndose en México y Perú; aun cuando ya desde 1559, a través de una cédula real se exigiera, en el caso de Chile (específicamente, al obispo de Concepción) que si se encontraren luteranos o de castas de moros o judíos, se procediera a castigarlos. A quienes continuaron practicando su fe se les conoció como marranos (antigua denominación injuriosa usada desde el siglo xiii) y también se les llamó aquí portugueses; siendo el nombre acaso más neutro (y misterioso) el de criptojudíos. En estos nuevos reinos, según su comportamiento religioso, se distinguirán pusilánimes (que confiesan y purgan con penas) y pertinaces (mártires, que mueren en la hoguera).

Este brevísimo primer acápite, dedicado en términos panorámicos a los judíos en Latinoamérica, está basado en el texto de Judith Elkin The Jews of Latin America (1998). Constituye un resumen de la presentación ensayada sobre este tópico en el libro de Rodrigo Cánovas y Jorge Scherman, Voces judías en la literatura chilena (2010). Para los antecedentes sobre la expulsión de los sefarditas de España y para la recreación del mundo colonial, también se ha acudido a otras fuentes, especialmente a los libros Tradición y adaptación: vivencia de los sefaradíes en Chile (1993) de Mario Matus y La herencia de Sefarad (1997) de Isaac Mordoh. 1 

Migraciones: ashkenazis, sefarditas y judíos árabes

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Hay acuerdo en indicar que existen pocas trazas judías en las comunidades y gentes americanas en el periodo colonial. El control ejercido por la Inquisición (siempre dispuesta a aumentar sus arcas con la expropiación de las propiedades de los hábiles mercaderes portu­ gueses), apoyado culturalmente por la antigua noción de pureza de sangre, deja, ligado al catolicismo (tanto en España como en América), sólo el ejercicio de la sospecha. En efecto, junto a la censura explícita del ser judaico, se instala la censura implícita del converso (que no es aceptado como católico); todo lo cual conlleva a una situación de aislamiento, autocensura, asimilación y borradura de la alteridad colonial de modo amplio. Que los juicios inquisitoriales constituían un buen negocio comercial lo demuestra la acción legal que investiga y sanciona la denominada Gran Conspiración en 1635, en Lima, que significó el arresto de casi un centenar de personas, la mayoría acusada de practicar la fe mosaica, y su condena a diversas penas, incluida la quema en la hoguera para once de ellos. En este conglomerado de marranos, conversos y portugueses, había un conspicuo grupo de ricos mercaderes, cuyos dineros y propiedades convirtieron a la Inquisición limense en la institución más solvente de su género en todas las tierras americanas. Una de las comunidades judías más visibles en el periodo colonial americano surge en el grupo de colonos holandeses de habla alemana instalados en las costas de Brasil hacia 1642. De los aproximadamente 3.000 colonos, se supone que la mitad eran sefarditas, quienes no tuvieron inconvenientes legales para construir sinagogas y practicar libremente su fe allí y en sus casas. Bajo el amparo alemán, comerciantes sefarditas se establecieron también en el Caribe, incluida el área de las Antillas Británicas, especialmente en Jamaica. En breve, judíos y conversos tendieron a identificarse con los códigos culturales y religiosos de la época, quedando escasas trazas del espíritu del pueblo hebreo en nuestras tierras americanas. Las nuevas repúblicas latinoamericanas heredarán prejuicios cristianos enraizados en el llamado Viejo Continente desde la época medieval. Así, palabras injuriosas (el judío miserable, el hebreo usurero, la sinagoga como sinónimo de conspiración), y refranes y leyendas (los judíos mataron a Cristo, el diablo semita) serán monedas de cambio que todavía hoy circulan sin grandes cortapisas en estos reinos.

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Las repúblicas latinoamericanas: olas migratorias Una vez constituidas las repúblicas latinoamericanas, es posible distinguir –siguiendo a Judith Elkin– tres momentos en la inmigración judía: el primero abarca desde 1830 hasta 1889 y está marcado por un débil flujo migracional y una mínima impronta religiosa, especial­ mente de los ashkenazis, cuya identidad es validada por su nacionalidad. El segundo momento, el más significativo, abarca el periodo 1889-1918, en el cual se forja una comunidad judía (es decir, un grupo que se identifica con un orden religioso, educativo, legal y de beneficio social ligado a las tradiciones del pueblo hebreo) y que coincide con grandes flujos migracionales judíos desde Europa del Este y de áreas pertenecientes al Imperio otomano. El tercer momento migracional se inicia con el fin de la Gran Guerra y culmina con la creación del Estado de Israel en 1948; periodo marcado en los años veinte por el resurgimiento del espíritu nacionalista, que desemboca en la Era Nazi en la siguiente década. Durante la segunda mitad del siglo xix, las nuevas repúblicas promueven la inmigración, especialmente desde los países de Europa Central, siguiendo una política de modernización capitalista, apoyada por constituciones liberales que delimitan el poder de la Iglesia Católica. Poblar, educar y blanquear, constituye el lema de las nuevas élites civilizadoras, para lo cual la venida de extranjeros, con una nueva ética del trabajo (pensando en los alemanes e ingleses, no importando su protestantismo) y una sana continuidad del espíritu latino (iberos y franceses), permitiría una mayor explotación del campo e incorporaría también mano de obra cualificada en la industria, debilitando así la barbarie (racial indígena y feudal colonial), un dato latinoamericano irrefutable en ese tiempo. Obviamente, en este sueño de mejorar la raza, no estaban contemplados chinos, sirios, palestinos o judíos de habla árabe, considerados inferiores; quienes llegaron en números limi­tados y se incluyeron normalmente en el flujo de la modernidad. Hacia 1889 había unos pocos miles de judíos en estas tierras, distinguiéndose los ashkenazis provenientes de diversas naciones de Europa Central (que se instalan en las grandes ciudades latinoamericanas), los sefardíes de habla ladina del Norte de África (instalados en las zonas amazónicas de Brasil y Perú) y los de habla árabe –conocidos como judíos orientales–, que viven en pequeños poblados de Argentina y México y en los márgenes del Amazonas.

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Notemos que estos grupos judíos son muy disímiles en tradición, lengua y religión, no produciéndose una hibridación entre ellos. Así, los ash­kenazis, como hijos de la Ilustración, se consideran ciudadanos (son franceses, alemanes, ingleses), quedando subordinada su pertenencia a una comunidad judía de tradición milenaria, a los principios de la Revolución Francesa, de igualdad, libertad y fraternidad, válidos para toda la Humanidad. En el ámbito del judaísmo, surge el pensamiento de la Haskalá, que pretende una convergencia o fusión de valores ilustrados y del pueblo hebreo2. Siendo bien recibidos en tierras americanas, su aculturación continúa naturalmente a través de matrimonios mixtos. Ahora bien, los sefardíes, que provienen del Imperio otomano, no aparecen muy contaminados con la emancipación judía occidental, manteniendo sus tradiciones de modo más estricto, incluidos los ritos religiosos. El segundo momento de la inmigración judía –y central para la conformación de la identidad judaica en estas latitudes– ocurre entre 1889 y 1918, cuando un gran flujo migracional llega desde Europa del Este, especialmente desde la Rusia zarista, donde los semitas constituían la minoría más despreciada y oprimida. Y también, el desplome del gran Imperio turco otomano (denominado El Gran Enfermo desde la segunda mitad del siglo xix) conlleva una ola migratoria desde la Gran Siria; en concomitancia con esta crisis, las Guerras Balcánicas, justo antes de la Gran Guerra, continúan este flujo migracional desde el este del Mediterráneo, abarcando la antigua Macedonia y Turquía. El grupo ash­kenazi (de habla idish) es el mayoritario y proviene de Europa Oriental, instalándose principalmente en Brasil y en Argentina. Notemos que hacia 1850 el 75% de la judería mundial vivía en esta zona, alcanzando la población de los Ostjuden la cifra de tres millones. Los sefarditas de habla árabe provienen de la zona del Levante –Palestina, Líbano y Siria, incluidas en la antigua Gran Siria– y los sefarditas de habla ladina, de Macedonia y Turquía; los cuales se asientan principalmente en México y Cuba. Hacia 1917 había alrededor de 150.000 judíos en esta región, un 80% de ellos en Argentina.

Haskalá. “Nombre que se le dio al movimiento judío de Ilustración en Alemania y en el este europeo durante los siglos xviii y xix. La Haskalá partió de las aspiraciones occidentales a la completa asimilación de los judíos a la civilización europea, no dejando de lado la conservación de los judíos como unidad nacional”. En Gojman de Backal, “Glosario”, Generaciones judías, II: 197. 2 

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Procedentes de diversas culturas y lenguas; no es extraño que en América crearan sus propios centros comunitarios y sinagogas, y tuvieran diferencias en sus ritos; lo cual no impidió que existiera un espí­ ritu de pueblo3. Ahora bien, desde las comunidades nacionales, esta heterogeneidad es poco visible, pues desde la cristiandad habrá sólo un sustantivo: judío (hebreo, semita, practicante de la ley mosaica), con sus equivalentes denostativos. En fin, rusos, orientales, Ostjuden, judíos maskilim (es decir, partidarios de la Haskalá, sintiéndose parte del movimiento de emancipación ilustrada) e incluso, desde el periodo colonial, marranos, constituyen una comunidad judía latinoamericana marcada tempranamente en el siglo xx por su gran diversidad de orígenes, lenguas y culturas. La siguiente ola inmigratoria abarca desde 1919 hasta la creación del Estado de Israel, en 1948. El desplome de los imperios (el turco otomano, que duró cuatro siglos en la zona del Levante y el austro-­ húngaro) y la Primera Guerra Mundial, generan nuevas crisis económicas y políticas, nuevas cartografías y nuevos espíritus nacionales. Siendo los Estados Unidos de América la Tierra Prometida (no importando credo ni condición social), ante las continuas masas inmigratorias provenientes de Europa y el Levante; este país dicta leyes (la Quota Act en 1921 y la Johnson Act en 1924) que restringen drásticamente la entrada de inmigrantes: cuotas de un 3% y luego de un 2% del total de extranjeros de cada nacionalidad establecidos previamente en el territorio. Como la Quota Act permitía la solicitud de acceso a quienes residieran temporalmente en países vecinos, México y Cuba constituyen sitios de espera; sin embargo, como la ley de 1924 anula ese acápite de excepcionalidad, los inmigrantes terminan por acomodarse en esas vecindades. La Era Nazi –desde el advenimiento de Adolf Hitler al poder hasta el término de la Segunda Guerra Mundial– desata una gran ola inmigratoria de judíos ashkenazis desde Alemania y regiones adyacentes. Durante la década de los años treinta, se estima que alrededor de medio millón de judíos emigran desde el continente europeo, llegando a América Latina 92.351, estableciéndose la mayoría en Argentina.

Para una introducción sobre la cohesión relativa de las comunidades judías latinoamericanas y su actual sentido, consúltese el artículo de Haim Avni “Presentación de las comunidades judías de América Latina”. 3 

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­Debido a las crisis económicas y a cierto prejuicio latente por razones históricas y culturales (amén de la germanofilia imperante en muchos de nuestros países), hubo una entrada muy vigilada y una bienvenida más bien renuente. Lo cierto es que el espíritu de las naciones latino­ americanas exige implícitamente al recién llegado el compromiso de una asimilación cultural y en el caso del grupo judío, no reconoce su alteridad. Estas censuras generan una atmósfera propicia para complejos procesos de hibridación. Junto con mencionar el proceso de emigración judía desde estas latitudes hacia Israel durante la segunda mitad del siglo xx (con condiciones particulares según cada país y región de Latinoamérica); señalemos que los últimos flujos de inmigración ocurren hacia 1956, a raíz de la Guerra del Sinaí entre Egipto e Israel y de la rebelión antisoviética en Hungría. Un breve acápite merece la formación de colonias agrícolas, espe­ cialmente en Argentina, gracias al proyecto filantrópico del barón Maurice de Hirsch, implementado hacia fines del siglo xix por la Jewish Colonization Association (JCA, fundada en 1891), que pretendía la autoemancipación judía a través de la vuelta a la naturaleza. Los continuos pogroms sufridos por los Ostjuden, generaron en el barón Hirsch esta inmigración dirigida, que constituyó una empresa económica y moral de vastas proporciones, con resultados contradictorios. Por el tipo de contrato comercial que los obligaba la JCA y la débil infraestructura del país (colegios, hospitales, carreteras), los campesinos inmigrantes tuvieron escasas posibilidades de prosperar y sus hijos se incorporaron a la ciudad como obreros, artesanos o comerciantes menores. En todo caso, como lo plantea Judith Elkin, se dio la paradoja de que la integración relativamente exitosa de los judíos a la nación argentina se debió en alguna medida a que provenían de la tierra, cumpliendo el mito de una nación fundada en el encuentro con la naturaleza. A nivel económico, los inmigrantes judíos se incluyeron en la gran masa proletaria y en el comercio menor, siendo obreros, artesanos y vendedores ambulantes. En la línea comercial, gracias a su esfuerzo y su experiencia y sabiendo interpretar las necesidades de una modernización crecientes; pronto generan pequeñas industrias familiares y más adelante realizan inversiones en el ámbito financiero. Logran así, junto a otros grupos inmigrantes –como los árabes, con una historia

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comercial similar en nuestros países– convertirse en actores económicos privilegiados en el lapso de cuatro o cinco décadas. A nivel demográfico, la población judía en América Latina es alrededor de medio millón, concentrándose en Argentina (46%) y en Brasil (23%). Número exiguo comparado con los seis millones de ­Estados Unidos. Identidad judía Para concluir esta breve presentación, acudamos al trabajo reciente de Sergio DellaPergola “Asimilación / Continuidad judía: tres enfoques”, que demuestra que la identidad judía ha evolucionado desde una marca estrictamente religiosa a otra de carácter más laico, lo cual no significa, por cierto, la anulación del espíritu de un pueblo, sino más bien su transformación a la luz de los procesos de modernización y secularización crecientes. Esta investigación distingue cuatro categorías de identidad: la religiosa (que conlleva la práctica de normas y conductas, y que reconoce una comunidad exclusiva de referencia); la étnica o comunitaria (donde se mantienen las redes judías, sin sanción en caso de incumplimiento de normas); residuo cultural (definido por un genuino interés por la historia y la tradición judaica); y finalmente una cuarta categoría marcada por la dualidad judío / no judío. Mencionemos los casos latinoamericanos donde hay mayor concentración de población judía o que ofrecen alguna singularidad dentro de la muestra mundial. En Argentina, este informe arroja el siguiente resultado: 10%, identidad religiosa; 57%, étnica o comunitaria; 28% residual y 5% dual. En el caso de Brasil, un 15% de marca religiosa, un 60% comunitaria, un 20% residual y un 5% dual. El caso excepcional es México, que presenta un 38% de identificación religiosa (el más alto porcentaje en el mundo), un 50% comunitaria, un 12% residual y no registra dualidad4. De la comunidad judía latinoamericana se ha predicado su gran diversidad (de orígenes, lenguas, culturas), el constante peligro de su

Según esta investigación, realizada en 1990, del total de trece millones de judíos en el mundo, dos millones tendrían una participación religiosa activa; alrededor de seis millones, un modo identificacional de comunidad, algo más de cuatro millones mantienen elementos residuales con el judaísmo y cerca de un millón son portadores de una identidad dual. 4 

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asimilación como respuesta a un entorno poco amable al multiculturalismo y la pluralidad religiosa, y su particular persistencia en el tiempo como un grupo que elabora una memoria que hace suya la experiencia nacional, continental y de la Humanidad en el marco de un espíritu judío milenario.

Judíos en México: la segunda opción Hay escasa documentación sobre la cultura criptojudía de la Nueva España. Por los dictámenes del Santo Oficio, sabemos que se la prohibió muy tempranamente, siendo el juicio y condena a la hoguera del poeta Luis de Carvajal el Mozo en 1595 (junto a su madre y dos hermanas) acaso el acto que inaugura una vida de silenciamiento extremo y un constante peregrinaje de los sefarditas que se habían avecindado en este virreinato5. La inmigración más notoria de judíos a México ocurre desde fines del siglo xix hasta mediados del siglo xx, en el marco de los grandes movimientos migratorios producidos por las crisis sistémicas del capitalismo (y las consecuentes guerras entre los poderes imperiales). Así, se indica que sólo desde Europa emigraron sesenta millones en el periodo 1890-1930. Los judíos en México constituyen una comunidad de comunidades, por cuanto conforman diversos grupos, según su procedencia de origen: los judíos orientales (del Imperio otomano) y los ash­kenazis (principalmente, de Europa del Este). Y entre los judíos orientales, están los de habla árabe y los sefarditas, que conservaron el ladino. Por su parte, los ashkenazis venían hablando en idish en sus pueblos y barrios desde el siglo xi. No es extraño, entonces, que cada grupo haya formado con el tiempo sus propias instituciones y que incluso no coincidan plenamente en la práctica de sus ritos. La primera gran ola migratoria, a fines del siglo xix e inicios del siglo xx, proviene de la zona del Levante y de Grecia, Turquía y Los Balcanes, dominios otomanos. Un grupo de judíos orientales proviene de Alepo (los alebis) y otro, de Damasco (los shamis). Habiendo

5  Para una información más detallada sobre la familia Carvajal, remitimos a Babani y Weinfeld (eds.), Enciclopedia judaica castellana II: 571-579.

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vivido en ciudades que constituían comunidades autónomas (divididas por barrios según credo religioso y con una legalidad interna) que respondían ante Estambul principalmente a través de impuestos y con el servicio militar obligatorio; mantienen en su nueva casa mexicana fuertes lazos de diferenciación local, a pesar de compartir el mismo idioma, el árabe. A su vez, los sefarditas vienen principalmente de Grecia y Turquía, y hablan el ladino. La segunda ola migratoria, de origen ashkenazi, ocurre en los años veinte desde Europa del Este y continúa en la llamada Era Nazi (aunque ya mucho antes había una población ashkenazi, que venía huyendo de los pogroms zaristas). Su lengua era el idish, que hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, contaba con once millones de hablantes. A continuación y aprovechando los valiosos relatos y testimonios históricos y culturales sobre la inmigración judía a México, generados especialmente durante la última década del siglo xx por sus voces comunitarias (que incluye la recreación cultural y religiosa de sus usos y costumbres en sus lugares de origen), realizaremos un recuento más pormenorizado de esta experiencia de fundación de una nueva casa en tierras remotas 6. Noticias del Levante: sefarditas y judíos árabes Los judíos expulsados de su Sefarad (denominación hebrea para España) fundan comunidades en torno a las costas del Mar Mediterráneo, manteniendo generalmente su idioma (el ladino, castellano en su forma arcaica, con agregados lexicales portugueses y árabes), sus nombres propios, comidas, canciones y hábitos de la vida cotidiana; amén de sus ritos religiosos. Sus comunidades se asientan en los dominios del Imperio otomano, que mantiene el control de la península balcánica y de Turquía; y del Norte de África, Siria, Palestina y la península arábiga, desde los inicios de la Era Moderna hasta la Gran Guerra de 1916.

Este recuento está basado principalmente en dos libros publicados en la última década del siglo xx, que recrean la memoria judaica mexicana: Imágenes de un encuentro. La presencia judía en México durante la primera mitad del siglo xx (1992), dirigido por Judit Bokser y Generaciones judías en México. La kehilá ashkenazi (1922-1992) (1993), de 7 vols., coordinada por Alicia Gojman. En el caso de Generaciones, cada volumen, de autoría individual, constituye una entrada privilegiada al mundo judío. Siendo libros que otorgan identidad, también le dedicamos más adelante un apartado en la configuración actual del sujeto judío en México. 6 

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Hacia 1668 viven en los territorios de la Sublime Puerta (denominación espiritual del Imperio) alrededor de un millón de judíos. Desde estas zonas de asentamiento, llegará la primera oleada de inmigrantes judíos a México durante el último tercio del siglo xix e inicios del siglo xx. Los judíos del Levante, provenientes de la Gran Siria, hablan árabe; mientras que los de Turquía, Grecia y Los Balcanes mantienen la lengua ladina, denominándose entonces sefardíes. Acaso la causa central de la inmigración judía fue el desplome del Imperio otomano (que mostraba señales de agotamiento ya en el siglo xix, cuando fue bautizado como El Hombre Enfermo), que conllevó el reclutamiento de la población nativa especialmente al inicio del siglo xx, siendo los cristianos ortodoxos y judíos utilizados como carne de cañón por los turcos. Además, durante esta época surge un movimiento nacionalista musulmán –Los Jóvenes Turcos–, que derroca al sultán Abdul Hamid, que si bien podría significar un progreso en cuanto a la emancipación de un orden caduco y tiránico, implicaba una mayor apertura al prejuicio sobre grupos religiosos minoritarios. En fin, las Guerras Balcánicas (1912-1913) devuelven a Salónica al dominio griego, activando aún más la emigración de los judíos de esa zona (de habla ladina). Estos judíos de habla árabe (del Levante) y ladina (de Grecia y Turquía) crearon la primera institución judía en México: la comunidad Monte Sinaí, en 1912, que reunió a todos los judíos, hasta la creación de Nidjei Israel, en 1922, por los ashkenazis, quienes provenían principalmente de las regiones de Europa del Este y cuya venida a México es numéricamente representativa a partir de la década de los años veinte. Recalquemos, nuevamente, que los ashkenazis, sefarditas y judíos de habla árabe son grupos con identidad propia, marcados culturalmente por sus lugares de proveniencia (idioma, costumbres, marco socio­ histórico e, incluso, modos de practicar la religión); a tal punto que entre los mismos judíos árabes, se distinguen los alebis (de Alepo) y los shamis (de Damasco), acaso por la microidentidad del mellah (barrio de cada ciudad en tiempos otomanos) y el apego al iliblad (tierra nativa), no habiendo noción de una nación-­estado y sólo un orden imperial en decadencia. Los judíos alsacianos Quienes sí tenían una clara noción de ciudadanía eran los judíos alsacianos (de Francia, Bélgica, Dinamarca y Alemania), que se establecen

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en México en tiempos del Porfiriato (Porfirio Díaz gobierna entre 1876 y 1880 y luego entre 1884 y 1910). Hacia 1879 se cuentan 20 familias en Ciudad de México formadas por estos extranjeros, representantes de casas comerciales europeas que responden a la invitación del régimen mexicano para invertir en el proceso de modernización capitalista de esta nueva república7. Haciéndose partícipes del proyecto ilustrado y considerándose ciudadanos con igualdad de derechos ante la ley, su impronta judía se reduce a nivel simbólico, no sintiendo la necesidad de generar una comunidad religiosa en este nuevo reducto ni de marcar lo judío como alteridad. No obstante, apoyan financieramente la fundación de Monte Sinaí, como es el caso del banquero Lawrence Speyer, hombre de gran prestigio y poder económico. Agreguemos que durante el periodo del Porfiriato, hubo una política de puertas abiertas para la inmigración. Siendo el país tan rico en recursos naturales y teniendo poca población (la mayoría, indígena), se alienta la idea de la venida de extranjeros. Además, una Constitución de corte liberal en materia religiosa (la separación de Estado e Iglesia y la libertad de culto) aseguraba una migración protestante, deseada para el blanqueo colonizador, concordante con el proyecto de una sociedad moderna industrial. Por esta brecha pasan los judíos árabes y ladinos, incluyéndose pintorescamente en el paisaje mexicano (y en las otras repúblicas latinoamericanas) en calidad de vendedores ambulantes y mercaderes en pequeños locales, junto a otros inmigrantes, algunos también del Levante, como los libaneses. Noticias de los Ostjuden: de los ashkenazis y los shtetls A la primera ola de inmigrantes de judíos orientales (provenientes del Imperio otomano), de fines del siglo xix hasta los inicios de la Gran Guerra; le sigue una segunda ola de inmigrantes judíos ash­kenazis de Europa del Este (los Ostjuden), que llegan a México en los primeros decenios del siglo xx. Provienen de shtetls, pequeños pueblos donde vivían desde hace más de seiscientos años, girando sus vidas en torno

Para un detallado estudio sobre los denominados judíos alsacianos, su participación en la vida industrial y de negocios en México, remitimos al libro de Corinne Krause Los judíos en México, 65-98. En su totalidad, este texto es uno de los trabajos más documentados sobre los orígenes de la comunidad judía en México del siglo xix y principios del siglo xx. 7 

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a la sinagoga, la casa de estudios y el hogar. Modestos artesanos, vivían en un tiempo judaico donde el pasado era lo vivido y el futuro se concentraba en el día sábado, shabbat, dedicado a la meditación y la alegría. Los ashkenazis crearon el idioma idish, que surge como un dialecto del alemán hacia el siglo xi y que luego fue incluyendo elementos del hebreo y de las lenguas eslavas y romances. Las razones de la emigración de los ash­kenazis son la hambruna, el servicio militar obligatorio y la intensificación de las persecuciones religiosas en el último tercio del siglo xix. En el caso de Rusia hacia comienzos del siglo xx viven relegados en los márgenes del imperio zarista (el denominado Palio de Residencia, en la zona occidental), alrededor de cinco millones de judíos. Al asesinato del zar en 1881, le siguen ese mismo año los pogroms en Ucrania y Kiev. Previamente, la situación de los ashkenazis bajo el Imperio ya era muy desmedrada; así en 1827, se enuncia el acta cartonista, que obligaba a la comunidad judía a entregar cuotas de niños de doce años para un servicio militar de veinticinco años; durante su adolescencia, los reclutas vivían con familias cristianas ortodoxas. En fin, según datos otorgados por Gloria Carreño (autora del volumen I de Generaciones judías en México), dos millones y medio de judíos de habla idish emigran a América entre 1900 y 1930. El número de inmigrantes ashkenazis a México durante la primera mitad del siglo es de 7.994, siendo en su mayoría polacos (49,62%), rusos (20%), alemanes (12,25%) y lituanos (7,40%); además, en cifras ya menores, se cuentan rumanos (el mayor número de emigrados desde Europa Oriental; pero mínimo a México), húngaros y checoeslovacos. Siendo el shtetl la matriz ashkenazi (así como el mellah judío, circunscrito en el orden del millet en el Levante), hay una serie de discursos que lo animan marcándolo con un sello occidental (diverso de los llamados judíos orientales). Así, surgen los maskilim, seguidores del Iluminismo judío o Haskalá, que se proponen establecer un diálogo entre el judaísmo y la Ilustración, la cual proclama –como es ­sabido– que la razón es un común denominador de los seres humanos (lo cual queda plasmado legalmente ya a partir de 1791, cuando se otorga igualdad de derechos a los judíos en Francia). En un mundo espiritual dinámico, es muy relevante también el movimiento jasídico, corriente mística fundada en el siglo xviii, que propone la unión con Dios mediante la alegría, privilegiando el rezo sobre el estudio. Fue un movimiento popular que rescata el gusto por

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el goce de la vida, teniendo como principios la fe, la esperanza y el fervor. Según Martin Buber, sus virtudes son el entusiasmo, la humildad y la alegría. El jasidismo fue virulentamente enfrentado por los mitnag dim, que consideraban que sólo la enseñanza del Talmud otorgaba validez y trascendencia al judaísmo. Ahora bien, este movimiento popular también opera durante el periodo de la Emancipación como un discurso alterno o dique de contención a la Haskalá, cuyo objetivo era “ilustrar al pueblo”. Del espíritu de la Haskalá y acaso modificándolo, surgen hacia fines del siglo xix, el bundismo y el sionismo y también el comunismo con militantes judíos. El bundismo aparece en sus inicios como una organización obrera rusa cuyo objetivo era crear conciencia social y difundir la cultura judía en idish. Y en el caso del sionismo, más conocido por cierto, es un movimiento político fundado por Theodor ­Herzl que propone la creación de un Estado con territorio propio, Israel, única salida a la diáspora que condenaba a los judíos a la desa­ parición. El tiempo religioso del shtetl (con su sinagoga, rabino y cantor litúrgico, comida kasher, el calendario de celebraciones y cementerio para sus muertos), la Haskalá, el fervor jasídico, las escuelas talmúdicas de los mitnag dim, los planes del bundismo y el sionismo (y aquí, el idish y el hebreo enfrentados), el comunismo internacional; todo ello trae en sí el judío ashkenazi cuando desembarca en el puerto de Veracruz o en Tampico. Y este espíritu será revivido en esta América en diálogo con las realidades de la revolución mexicana y sus efectos en el ámbito cultural e ideológico: el nacionalismo, el mestizaje, el nuevo cortocircuito entre laicismo y catolicismo con los cristeros, y el americanismo asimilacionista. Leyes de inmigración: antisemitismo Siendo Estados Unidos la tierra ideal de oportunidades para los inmigrantes, los flujos de inmigración hacia el país del norte se ven coartados por leyes migratorias dictadas en 1921 (Quota Act) y en 1924 (John­son Act), que limitan drásticamente la entrada de extranjeros: cuotas de un 3% y luego de un 2% del total de extranjeros de cada nacionalidad establecidos previamente en el país. Así, el resto de los países americanos aparece como una segunda opción y, especialmente México, tanto por su cercanía como porque en un comienzo, si un extranjero había residido un año (luego fueron cinco), podría solici-

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tar su ingreso a Estados Unidos. Con la crisis de 1929, las restricciones fueron más severas, aumentando la repatriación de los braceros ­mexicanos. Durante la década de los años veinte se produce el primer gran flujo de inmigrantes ashkenazis: 3.270 judíos de Europa del Este, la gran mayoría polacos y rusos. En México no hubo restricciones legales para la entrada de extranjeros, sino hasta fines de esa década, por la crisis económica mundial. En el periodo 1926-1931 se puso trabas a los trabajadores de origen sirio, libanés, armenio, palestino, árabe, turco, ruso y polaco, por sus actividades económicas (“el comercio ínfimo, ejercido con capitales raquíticos”, según documento oficial de la ­época) y su amenazante aglomeración en los centros urbanos. El siguiente flujo (1934-1944) corresponde a la llamada Era Nazi y la Segunda Guerra Mundial, arribando a México 2.525 judíos ash­ kenazis, en su mayoría polacos y alemanes. No habiendo sido un puerto de refugio tan abierto para los judíos (como sí lo fue ejemplarmente para los refugiados de la Guerra Civil Española), vale la pena detenerse en las disposiciones legales del periodo y enunciar ciertos rasgos de la identidad nacional mexicana, que se proyectan con claridad durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940). En este periodo, se considera que los extranjeros deben tener una afinidad cultural y racial con el pueblo mexicano. Así, en las Tablas Diferenciales de 1938 se estipula que no habrá restricción alguna para españoles, norteamericanos e hispanoamericanos; fijándose cuotas de 5.000 para cada país europeo y restringiéndose a 100 la entrada de polacos y rusos (y sólo si tienen comprobados contactos familiares). Por supuesto, la política mexicana de inmigración atendía también a factores económicos (extranjeros con capitales) y a normas de protección a la libertad (refugiados y perseguidos; aunque aquí, por ejemplo, en el caso de los judíos, la contención fue la norma). La revolución mexicana (1910-1916) había forjado un espíritu nacional mestizo, en que convergían lo hispano y lo indígena. Bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas se recuperan las riquezas naturales del capital extranjero (la nacionalización del petróleo), las clases modestas tienen acceso a la educación y existe un proyecto de unidad nacional más justo e igualitario. A nivel económico y cultural, la sociedad se protege, apareciendo ante el mundo como una sociedad nacional homogénea, de espíritu americanista. Es posible que esta conformación de la identidad, que exige la asimilación, genere una distorsión o ex-

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travío en la mirada hacia los judíos, centralizados en ciertas actividades comerciales, conformando comunidades particulares y agrupándose en los mismos barrios e incluso hablando en otros idiomas, o muy semejantes (el ladino) o radicalmente distintos (el idish y el árabe). Sea como fuere, en documentos de la Secretaría de Gobierno de los años 1933 y 1934, se enuncia la prohibición de la entrada de judíos al país. En un documento foliado como “estrictamente confidencial”, se dictamina: Esta Secretaría ha creído conveniente atacar el problema creado con la inmigración judía, que más que ninguna otra, por sus características sicológicas y morales, por la clase de actividades a las que se dedica y procedimientos que sigue en los negocios de índole comercial que invariable­ mente emprende, resulta indeseable; y en consecuencia no podrá inmigrar al país, ni como inversionista ni como agentes viajeros, directores, gerentes o representantes de negociaciones establecidas en la República, empleados de confianza, rentistas, estudiantes, los individuos de raza semítica (citado en Gojman [coord.], Generaciones I: 73).

Se agregaba también que para poder detectarlos, debían declarar en la solicitud su religión, evitándose así que pasaran inadvertidos en calidad de polacos, rusos, alemanes u otros; puesto que el judío –se informaba en esta Declaración o Boletín–, no importando su nacionalidad, profesaba casi sin excepción como religión, la hebrea, judía, israelita o mosaica. No sabemos estrictamente cómo se aplicaron estas ordenanzas o cómo se morigeraban con otras. Lo cierto es que México no está ajeno en los años treinta al prejuicio contra los judíos, surgiendo muchas organizaciones nacionalistas (de corte fascista) que hostilizan las actividades de estos inmigrantes. En 1930 se funda la Liga Nacional Anti­ china y Antijudía (los chinos eran los extranjeros más repudiados; es sintomático que aquí se los una a los judíos) y en 1934 surge la Acción Revolucionaria Mexicanista (ARM), muy activa en manifestaciones públicas, impresos y acciones judiciales. En este ámbito aparecen Los Dorados, fundado por Nicolás Rodríguez, grupos populares vestidos con camisas doradas que se exhibían en grandes desfiles8.

8  Para un estudio acabado sobre los orígenes, alcances y disyuntivas de la acción de los Camisas Doradas en México y su conexión con otros grupos nazifascistas; todos ín-

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Habiendo prejuicio, había también una denuncia constante de muchos sectores políticos y culturales en torno a las persecuciones nazis. Junto a las instituciones judías mexicanas –como el Comité Pro Refugiados, que estaba enlazado con otras instituciones judías internacionales–, surge en 1943 el Comité Mexicano contra el Racismo y ese mismo año el mismo presidente, Manuel Ávila Camacho, patrocina el texto de circulación mundial El libro negro del terror nazi en Europa, testimonio de artistas e intelectuales de dieciséis naciones sobre las atrocidades, incluyéndose un registro de imágenes fotográficas. Previamente, el 2 de diciembre de 1942, el comercio judío cerró por dos horas para llamar la atención sobre los actos nazis, lo cual fue respetado y valorado por la sociedad mexicana. Aun así, para el mundo judío mexicano fue decepcionante la tibia respuesta de las autoridades para aceptar altas cuotas de judíos inmigrantes en el periodo álgido de 1938-1943. Incluso, el informe mexi­cano que surge de la segunda Reunión Internacional sobre Refugiados, celebrada en Londres en 1938 (reunión derivada de la Conferencia de Evión, celebrada en Francia con la participación de 32 países) fue bastante negativo para los judíos. En su parte central, este informe de G. Lourdes de Negri indica lo siguiente: Haciendo a un lado los sentimientos humanitarios y generosos que impulsarán a nuestro país a dar asilo a los perseguidos de los regímenes tota­ litarios, es necesario que se tenga en cuenta el interés nacional. Es bien sabido que los elementos que buscan refugio integran grupos que no son asimilables y que la experiencia de otros países ha demostrado que a la larga, cuando el número de judíos es importante, llegan éstos a constituirse en una casta exclusiva, dominante y poderosa, que no tiene ningún vínculo con el país donde se establecen y muy a menudo son la causa de problemas interiores. Si hemos de admitirlos, que sea el menor número posible, seleccionados con el mayor cuidado, y siempre que económica y étnicamente no vayan a constituir un problema para el país (citado en Carreño y López, 25).

timamente ligados al Partido Nacionalsocialista alemán, remitimos al libro, ya clásico, de Alicia Gojman, Camisas y escudos y desfiles militares. Los dorados y el antisemitismo en México (1934-1940) (2000). Aprovechamos de citar aquí también una compilación reciente de trabajos sobre el prejuicio en México, Xenofobia y xenofilia en la historia de México, siglos xix y xx, coordinada por Delia Salazar (2006).

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En fin, México no fue un buen puerto de refugio para los judíos en la Era Nazi; no se implementaron acuerdos internacionales que proponían una mayor protección para ellos y no fueron considerados bajo el estatuto de refugiados políticos. En cuanto a cifras de la población judía inmigrante durante el siglo xx, se puede concluir que durante el periodo 1900-1920 el número de inmigrantes fue reducido, aumentando significativamente durante la década de los años veinte. Según informe de Maurice Hexter, enviado del Comité de Emergencia para Refugiados Judíos, hacia 1926 había entre 12.000 y 15.000 judíos en el país. En el estudio sobre la población judía realizado por DellaPergola y Lerner, corrigiéndose datos anteriores, se proponen las siguientes cifras para las décadas siguientes: en 1940 había 18.500 judíos; en 1950, 23.500; en 1960, 28.000; en 1970, 32.000 y en 1980, 37.000. Y según encuesta, para 1990, 40.000, dato aceptado como válido por la comunidad judía local e internacional. Kehilás: comunidades judías en México

Los judíos que llegaron a México se agruparon en kehilás, organizaciones locales cuyos orígenes se remontan a los asentamientos en Tierra Santa durante la época del Segundo Templo, cuyo objetivo era ocuparse de todos los aspectos del ciclo vital. En el caso mexicano, estas kehilás se fundan teniendo presentes usos y costumbres de los lugares de origen. La primera comunidad, como ya lo indicamos, fue la Alianza Monte Sinaí (1912), formada preferentemente por sefardíes y judíos árabes, incluyendo también a los ashkenazis (menores en número en esos años) e incluso a los llamados judíos alsacianos. Desde 1938, esta comunidad sólo fue conformada por los judíos damasquinos, los shamis. La comunidad ashkenazi Nidjei Israel (nidjei, en hebreo, ‘los desterrados’, ‘los rechazados’), fue creada en 1922, ante la evidencia de fuertes diferencias con la tradición de los judíos árabes, incluyendo aspectos rituales –como la forma de leer la Meguilá de Ester en la fiesta de Purim, que sirvió de excusa o de prueba para que los ash­kenazis buscaran su propio local, consiguieran un panteón y dos décadas después inauguraran una sinagoga. Los judíos de Alepo (los alebis), se mantienen en Monte de Sinaí hasta 1938, cuando crean la comunidad Sedaká Umarpé (en hebreo, ‘caridad y curación’), la cual cambia de nombre en 1984 a Maguén

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David. Y los sefardíes (originarios de Turquía, Grecia y Los Balcanes) también forman grupo aparte, fundando en 1942 La Fraternidad. En cuanto a qué grupo judío es más numeroso, según investigación de campo de DellaPergola y Lerner de 1991, ante la pregunta sobre su filiación o procedencia antes de su unión marital, se declararon ash­ kenazis un 44%, sefarditas, 15%; de Maguén David, 20% y de Monte Sinaí, 18%. En esa investigación se preguntaba también sobre Israel: un 80% se identifica o siente cercanía con este Estado9. Un mismo espíritu manifestado en su diversidad lingüística y cultural (idiomas árabe, idish y hebreo, y ladino) y en sus distintos modos de vivir la tradición, según su procedencia. La solidaridad económica grupal se manifiesta en la creación de una Caja de Préstamos en 1928, antecedente del Banco Mercantil de México, el cual permitió a los comerciantes judíos realizar inversiones con un menor riesgo, siendo pioneros en muchas actividades económicas del país, como por ejemplo en la industria del vestido10. Y a nivel nacional se erige el comité Central Israelita de México en 1938. Ligado al mundo ashkenazi, hubo una institución marcada por una gran impronta de camaradería social, la Young Men’s Hebrew Association (YMHA), que surge hacia 1920 gracias a la iniciativa de judíos

Constatemos aquí que el gobierno mexicano se abstuvo en la votación sobre el proyecto de partición de Palestina en dos Estados, realizada en el seno de las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1947. Un testimonio de interés es el de Jaime Torres Bodet, quien escribe en sus Memorias: “La simpatía personal me inclinaba a entender la causa de los judíos. Pero la razón histórica, y el recuerdo del caso de Texas, me obligaron a imaginar –como mexicano– la reacción que tendrían por fuerza los pueblos árabes. Consulté el caso con el presidente de la República y me cercioré de que compartía mis dudas. No hubiera sido honorable pronunciarse contra las aspiraciones de los judíos ni era sensato ignorar los derechos del mundo árabe. Por mucho que nos desagraden las abstenciones, habríamos de abstenernos y así lo comuniqué a nuestros delegados en Lake Success” (citado en Judit Bokser Liwerant [dir.], Imágenes de un encuentro, 270). 10  En relación a las actividades comerciales, y teniendo en consideración los trabajos como mercaderes ambulantes que emprenden los recién llegados en las primeras décadas, es de interés consignar la preferencia de ser abonero por resultar más lucrativa, permitiendo así un mínimo ahorro. En Imágenes de un encuentro, libro coordinado por Judit Bokser, se informa sobre los dineros percibidos por los sectores más modestos, otorgándose los siguientes datos: “Se estima que el abonero llegaba a ganar de tres a cuatro pesos diarios, en tanto que el salario de un obrero a principios de los años veinte, era de cincuenta centavos al día” (124). 9 

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norteamericanos que habían huido del servicio militar. Aquí se realizaban veladas literarias, conferencias y cenas bailables, hablándose primero el inglés y muy pronto el idish y el español. La YMHA, en realidad una institución fundada en Estados Unidos a mediados del siglo xix y trasplantada a México, fue semilla de otras instituciones judías posteriores como el Macabi (en los años treinta) y el Centro Depor­tivo Israelí, creado en 1950 y que actualmente es la entidad donde se integra socialmente toda la comunidad judía mexicana. A nivel cultural, uno de los aportes significativos del grupo ash­ kenazi a la comunidad latinoamericana y mundial, ha sido su vivencia comunitaria y proyección del idioma idish, el cual –hay que recordar– contaba hasta antes de la Segunda Guerra Mundial con once millones de hablantes. Textos poéticos, revistas, periódicos, manifiestos políticos y grupos teatrales animan la escena mexicana judía; sin mencionar la instrucción escolar, donde compite con el hebreo y, pasando el tiempo (con las nuevas generaciones), con el español y el inglés. El bundismo mexicano pretende crear conciencia socialista en idish, proponiendo una lucha del pueblo judío junto con los demás pueblos para lograr un mundo mejor; en oposición al sionismo, que fomentaba una conciencia pionera para hacer aliyá (migrar a Tierra Santa para fundar allí un hogar judío nacional) y establecía el hebreo como único idioma posible, de carácter sagrado. De más está recordar que había diversas posturas al interior de estas organizaciones, que se manifestaban en diálogos polémicos en diversas publicaciones. Un mundo vasto y ramificado, un cuerpo abierto a la situación histórica y a las contradicciones de lo humano; aunque siempre convergente en su relación trascendental con sus semejantes y con Dios. En el ámbito de la fraternidad entre instituciones mexicanas y judías, se debe destacar la relación de diálogo entre los judíos inmigrantes y los masones. Así, antes del Monte Sinaí, los masones accedieron a que los judíos sirios ocuparan sus locales para sus prácticas religiosas. En realidad, uno de los antecedentes de este diálogo es la organización B’nai B’rith, creada en Estados Unidos en 1843, que combina la ense­ ñanza del judaísmo con ritos masónicos. Hubo logias masónicas en México durante los años treinta, como la Logia Maimónides y desde estos espacios se resistió activamente el antisemitismo, el cual tenía una voz pública y muchas veces popular, por las dificultades económicas de empleo y también por cierta ideología nacionalista que ponía

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en entredicho la aceptación de grupos extraños a lo definido como americano. Celebración de la memoria judaica El relato de la inmigración judía a México es posible en la medida en que una comunidad la exhibe ante nosotros recreando una memoria iluminada por letras e imágenes, la cual es donada a los lectores del futuro. La gran cohesión espiritual de la comunidad judía mexicana se plasma ejemplarmente en la publicación de dos textos hacia fines del siglo xx que enuncian la experiencia migrante. Me refiero a Imágenes de un encuentro. La presencia judía en México durante la primera mitad del siglo xx, coordinado por Judit Bokser y Generaciones judías en México. La kehilá ashkenazi (1922-1992), coordinado por Alicia ­Gojman; los cuales nos han servido de guía y sostén en esta presentación. Son textos celebratorios, realizados por equipos interdisciplinarios de estudio, que logran fijar una imagen judía en el gran mural mexicano o, mejor, disponen un álbum (pues el componente visual y fotográfico es trascendental) donde se dan señales de otros paisajes, lenguas, creencias y sensibilidades11. Imágenes de un encuentro es un artefacto memorioso, un cuerpo sensible que incluye la letra, la imagen, la escucha y el sabor de la vida (y de su pérdida), en la medida que está compuesto por cartas, poemas, entrevistas, testimonios, un archivo fotográfico que desborda el discurso escrito, artículos de diarios y revistas, documentos oficiales y, por supuesto, un relato histórico marcado por la subjetividad, lúdico, festivo, afectuoso y melancólico. Se nos dota, entonces, de un breviario o manual sentimental, de un libro-­arte que en color sepia exhibe las ilusiones de los primeros inmigrantes, sus poses ante la cámara en ­Xochimilco, con sus vestimentas ultramexicanas; pero también tra-

Un gran antecedente y, por cierto, una de las matrices de estas investigaciones actuales, es la magna Enciclopedia judaica castellana dirigida por Eduardo Weinfeld y editada por Isaac Babani, de diez tomos, publicada en México a mediados de siglo. Es una obra monumental, que contó con la participación de la comunidad judía internacional y también con la valiosa colaboración de no judíos (gentiles), como Jesús Silva, Alfonso Reyes y Alfonso Caso. En el tomo vii está el apartado dedicado a México, hasta hoy citado activamente como fuente ineludible en las investigaciones sobre la inmigración judía. 11 

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yendo en sus cajas de latas unas fotos antiguas de lugares traspapelados, siempre presentes en sus miradas atentas y llenas de extrañeza12. Generaciones judías en México es un maravilloso libro de consulta sobre la comunidad ashkenazi, presentada desde la perspectiva de la creación de su kehilá, Nidjei Israel. Son siete volúmenes, en formato de revista, que van otorgando acceso a los diversos discursos que recrean la memoria colectiva, interrelacionados entre sí: la religión, la instrucción escolar, la kehilá, la supervivencia, ser parte de México, soñar en otras lenguas, sentir el mundo bifurcado del shtetl y el zócalo mexicano; todo lo cual aparece también acompañado por un registro fotográfico que abre otros accesos a la experiencia migrante. Indiquemos de paso, que cada tomo contiene un glosario de términos, que en su conjunto funciona como un pequeño diccionario con más de 1.200 expresiones. Textos que para las nuevas generaciones constituyen una incitación a un viaje hacia los orígenes, sin desprenderse del presente. Una experiencia de inserción en la comunidad mexicana, como un grupo con una identidad particular, que demanda también una mirada de los gentiles americanos más atenta a sus márgenes y que exige una nueva cartografía conceptual y sensible sobre la nación. La proyección de este espíritu judío local a un ámbito más global se da, a nuestro parecer, en una publicación coordinada por Judit Bokser y Alicia Gojman de Backal, Encuentro y alteridad. Vida y cultura judía en América Latina (1999)13. Nos interesa puntualizar aquí la visión de las naciones como mosaicos variados de diversos grupos humanos, es decir, la concepción de identidades nacionales como plurales y entre­veradas. La concepción de nación como una unidad

12  Además de incluir una serie de fotos (que funciona como una serie alterna a la letra escrita, la cual parece ilustrar y colorear las imágenes más que a la inversa), este libro dedica especial atención al acto mismo de los inmigrantes de autorrepresentarse ante el lente óptico. “La cámara fue captando al inmigrante en su proceso de adaptación al nuevo medio: el ojo los ve y él se deja apresar, quiere verse en el espejo que le devuelve en imagen la certeza de sí mismo, tal cual es ahora, tal como vive y se divierte” (Bokser Liwerant, Imágenes de un encuentro, 129). Y se nos señala, en un comentario que registra el inconsciente óptico (como constataría Walter Benjamin, otro migrante) que frente a las fotos del shtetl, fijas e inconmovibles, se anteponen las fotos mexicanas, donde descubrimos en la mirada de estos extranjeros un nuevo horizonte. 13  Esta publicación surge de la VIII Conferencia de la Latin American Jewish Association (LAJSA), celebrada en Ciudad de México en noviembre de 1995.

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s­ ingularmente homogénea, no proclive al reconocimiento de identidades particulares en su seno, normal en muchos países latinoamericanos durante el siglo xx (y por supuesto, en México), tiende a alterarse hacia la vuelta del siglo, otorgándose a la diversidad un valor positivo; incluso de carácter ético, por la ampliación de lo humano y la necesidad del otro, por el descubrimiento de la otredad en la experiencia contemporánea del yo como una salida del narcisismo. No siendo ya la diversidad una amenaza, queda el desafío para estas identidades particulares de crear dispositivos para orbitar en esas constelaciones transformadas. Ghettos protegidos abiertos al mundo. Mencionemos, a modo de colofón, algunas cifras actuales que remarcan la gran cohesión comunitaria que muestran los judíos en México y su singular inserción en el puzzle identitario mexicano. Según estudio de Deborah Roitman, teniendo presente su encuesta realizada en 2003, en esta comunidad 16% se declara judío; 40% judío-­ mexicano; y 28% mexicano-­judío (en este ítem, en 1990, el registro era de 13%). Y las estadísticas sobre matrimonios mixtos son de un 7%; a diferencia de Argentina (40%) y de Estados Unidos (60%), países donde se concentra la mayor población judía en América. Es muy probable que el nacionalismo mexicano haya potenciado la cohesión de una comunidad a un grado máximo. También es notable la gran diferenciación que existe en su interior –una comunidad de comunidades, se le ha llamado. Bien defendida de una asimilación cultural que conlleva a la parálisis de la memoria; es obvio también que una comunidad concebida como un ghetto pleno debiera recrear salidas orbitales que le permitan recorrer nuevamente de modo creativo sus genealogías. Pienso que la literatura de los judíos mexicanos moviliza y conmueve a esta comunidad, insertando huellas memoriosas no contempladas en los discursos científicos y de la vida cotidiana. Así, en poemas, cuentos, novelas, biografías, viñetas, retratos y aguafuertes, se exhibe la revuelta de la mujer contra el rabinato, la búsqueda del reconocimiento por parte del bastardo (hijo de padre judío y de madre gentil), el ejercicio familiar del yudesmo (ladino) la inquietud de las nuevas generaciones por regenerar la tradición, las versiones contradictorias de la Bobe (que hablan de una memoria crítica afectiva), la identidad forjada en otros lugares y lenguas (el testimonio en inglés desde Nueva York), en fin, la necesidad de reinventar la memoria.

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Judíos en Chile: entre mar y cordillera En el Reino de Chile, al igual que en la Nueva España, hubo sin duda una asimilación continua de la gente judía a las prácticas, usos y costumbres católicas, por razones de dispersión, aislamiento y, por supuesto, censura explícita y persecución. Las únicas noticias sobre las prácticas del judaísmo nos llegan a través de los juicios del Santo Oficio, los cuales nos otorgan un dramático testimonio sobre identidad y fe. Entre los relajados (quemados en la hoguera por practicar la ley muerta de Moisés), el caso más emblemático para nuestro Reino de Chile es el de Francisco Maldonado da Silva, médico que fue apresado en Concepción –reconocido reducto de la época de portugueses– en 1626, remitido a Santiago y luego a Lima, donde estuvo 13 años preso, no cediendo ante los inquisidores, terminando en la hoguera. Habrá que recordar que era, a su vez, hijo de un reconciliado (un judío que durante el juicio reniega de su fe); habiendo sido su familia intervenida muy tempranamente14. Noticias judaicas no existen en Chile hasta la segunda mitad del siglo xix 15. Sí hay noticias de un grupo asentado en la zona de la Arau-

14  Hacia fines del siglo xx, se escriben dos novelas sobre este emblemático personaje, teniendo presentes las actas de los juicios inquisitoriales, compiladas por el historiador José Toribio Medina, más otros documentos de la época. Son Camisa limpia (cuya primera edición es de 1989), del católico chileno Guillermo Blanco y La gesta del marrano (primera edición de 1991), del judío argentino Marcos Aguinis. Para un análisis comparativo de estas obras, cf. el trabajo escrito en conjunto por Rodrigo Cánovas y Jorge Scherman, “Camisa limpia y La gesta del marrano: releer la Biblia como desafío a la sociedad colonial hispanoamericana”, publicado en la revista Taller de Letras, 39 (2006), 25-46. 15  Para el recuento de la inmigración judía a Chile, hemos privilegiado dos investigaciones. Una es la de Moisés Senderey (nacido en Rusia y radicado en Argentina), que escribió la primera historia sobre la colectividad israelita en Chile –Historia de la colectividad israelita de Chile (1956). Y más recientemente, el trabajo de Mario Matus: Tradición y adaptación: vivencia de los sefaradíes en Chile (1993). Señalemos que hay una temprana y valiosa información sobre Chile en pp. 301-324 del tomo III de la Enciclopedia judaica castellana (1948-1951) editado por I. Babani y E. Weinfeld. También resultan muy provechosos los trabajos de Moshé Nes-El recopilados en sus Estudios sobre el judaísmo latinoamericano (1987). Nuestro recuento es complementado con otros aportes bibliográficos de relevancia, en especial dedicados a la inmigración sefardita. Anotemos que este breve acápite sobre los judíos en Chile constituye un resumen de la presentación ensayada sobre el mismo tópico en el libro de Rodrigo Cánovas y Jorge Scherman, Voces judías en la literatura chilena (2010).

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canía (que corresponde al territorio habitado por los mapuches, llamados por el poeta Alonso de Ercilla, araucanos), desde los tiempos coloniales, que se les ha denominado semijudíos, que ha practicado el culto judío, unido a genuinas obediencias cristianas. Grupo, entonces, híbrido, donde se yuxtaponen credos indígenas, cristianos y judíos, en una zona geográfica y cultural considerada de frontera hasta inicios del siglo xx. Se considera que los primeros grupos de inmigrantes de diversas naciones y credos llegan a Chile, en muy reducido número, a partir de la segunda mitad del siglo xix. Hay que mencionar, como un dato esencial, la promulgación de la ley de Colonización Chilena en 1845, que autoriza el establecimiento de colonias de naturales y de extranjeros en tierras baldías del Estado; nombrándose a Bernardo ­Phillippi como agente de colonización en Alemania, iniciándose así la gran colonización de las regiones sureñas de Valdivia, Osorno y Llanquihue, realizada por ciudadanos de origen germano. En las dos décadas siguientes, se continúa el plan de colonización en la Araucanía, con el objeto de activar la economía nacional mediante la explotación agrícola de extensos territorios deshabitados o no cultivados de modo sistemático. El Estado chileno instaló una Agencia General de Colonización en Europa entre los años 1882 y 1904, que se encargó de la difusión de este plan de colonización y de la selección de los inmigrantes. Las franquicias que obtuvieron los elegidos incluyeron apoyo financiero para el viaje y el primer hospedaje, reglamentación especial para títulos y dominios, y préstamos para infraestructura. Esta inmigración planificada pretende, como en otras repúblicas hispanoamericanas, modernizar el país, mediante la inclusión de contingentes del Viejo Mundo que constituyan un ejemplo de una ética del trabajo y de paso contribuyan al blanqueamiento de la población. Junto a la llegada de estos grupos, se produce también una inmigración espontánea, por cuenta propia, de otras gentes del viejo continente –ingleses, franceses, italianos, españoles y croatas–, de la denominada Gran Siria –árabes, es decir, palestinos, sirios y libaneses–, del Palio de Residencia ruso, donde vivía la población judía en tiempos del imperio de los zares y, como veremos, de otras zonas del Imperio otomano –Macedonia, Estambul,

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Monastir y Salónica–, de donde provienen los judíos sefarditas. Sin apoyo estatal, su llegada e instalación fue, seguramente, más difícil16. La inmigración proveniente de países de credos no católicos (estamos pensando fundamentalmente en las iglesias protestantes) tiene su fundamento en el establecimiento de un Estado laico, que permite la libertad religiosa. Aunque en una primera época las varias constituciones de la joven república chilena la declaren como católica, apostólica y romana; hacia 1865 se entrega permiso para que los ciudadanos se dediquen a cultos que no sean católicos (pero en forma privada) y más adelante, mediante sucesivas reformas constitucionales, se promulga la ley de Cementerios Laicos (1883) y la ley de Matrimonio Civil (1884). Indiquemos de paso que la masonería, que sigue la orden escocesa, ocupa tempranamente un sitial de importancia en la pugna cultural e ideológica sobre la identidad chilena; no es extraño, entonces, que muchos intelectuales judíos hayan tenido una participación de cierta notoriedad en las logias durante el transcurso del siglo xx –institución de amparo ante viejos prejuicios religiosos. Olas migratorias La primera ola migratoria judía a Chile abarca desde 1890 a 1920, e incluye la llegada de ashkenazis provenientes de Europa Oriental (principalmente, de la Rusia zarista, desde los ghettos establecidos en la región de Ucrania, y también de Polonia y de Lituania), por razones de pobreza y constantes y brutales persecuciones. Lo común es que lleguen por barco a Buenos Aires y allí se establezcan por un periodo y que posteriormente algunas familias, buscando mejor fortuna, crucen la cordillera de los Andes ayudadas por baqueanos o, más adelante, en el tren trasandino, llegando a Valparaíso, instalándose allí o siguiendo viaje a Santiago y ciudades sureñas. Chile se constituye, entonces, como un destino azaroso, una segunda opción (luego de Argentina), al otro lado de la cordillera. Habrá que recordar aquí el gran proyecto de instalación de familias judías en la pampa argentina en calidad de granjeros, realizado por la Jewish Colonization Association, fundada

Es el caso de los primeros inmigrantes judíos. Sin embargo, también se registran algunos casos de la llegada a Chile de familias judías con la ayuda directa del Gobierno, hacia comienzos del siglo xx (cf. Senderey, Historia de la colectividad israelita de Chile, 112). 16 

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en 1890 en Londres por el barón Maurice de Hirsch, para mejorar la situación judaica en el mundo. En este mismo periodo arriban grupos sefarditas, en una inmigración familiar en cadena proveniente de las ciudades de Monastir, Esmirna, Salónica y Estambul –del Imperio otomano en crisis–, instalándose de preferencia en Valparaíso y en la ciudad-­fortaleza de Temuco (a 675 km al sur de la capital), creada como un fuerte en 1881, un enclave en zona mapuche. Se ha indicado que esta primera inmigración no lleva muy marcado el sello del espíritu judío en materia de prescripciones religiosas y que las dificultades de inserción dieron fácil pie a matrimonios mixtos; en el caso sefardita, las lealtades estaban adscritas a compartir un mismo lugar local de origen. Por cierto, lo judío no desapareció; pero sufrió los embates del prejuicio y de la necesidad. Habrá que esperar hasta la Declaración Balfour de 1917, del gobierno inglés, que señala el derecho de los judíos de reconocer a Israel como su patria e instalarse en él, de gran impacto en la comunidad judía chilena, para que la identidad judaica obtenga una expresión pública y espiritual en nuestro país. La segunda gran ola migratoria se corresponde con la Era Nazi (1933-1945), incluyéndose aquí a judíos ashkenazis, en su mayoría alemanes (viniendo también de Austria, Checoslovaquia y Hungría). En este periodo hay un fuerte aumento de la población judía en ­Chile, contabilizándose en total alrededor de 15.000 inmigrantes de ese origen17. Llegan por barco, directamente desde los puertos europeos, siendo el arribo del transatlántico Augustus el 28 de diciembre de 1939 a Valparaíso, con varios centenares de judíos a bordo, noticia nacional18. Un indicio de la receptividad chilena (aunque, como se verá, bastante delimitada) hacia el pueblo judío, que se hace más explícito

Las cifras de población que se dan para cualquier grupo de inmigrantes en Chile son muy variables. Para el caso de los judíos, el Censo del Gobierno de 1940 arroja la cifra de 8.333 judíos de un total poblacional de 5.023.539. Cifras más cercanas a la realidad son las otorgadas por el Jewish Joint Distribution Committee, que calcula 13.000 judíos en Chile entre 1933 y 1943. Para una presentación de la población judía en la Era Nazi, cf. Matus, Tradición y adaptación, 60-61. 18  En el testimonio familiar El camino arduo, de la familia Haymann, que llegó en el Augustus, se señala que viajaron a lo menos 800 judíos, indicándose que en ese año zarparon de Génova –cuando Italia aún no entraba en guerra– además del Augustus, el Orduña y el Virginio, con cerca de 1.200 judíos, que desembarcaron en el puerto de Valparaíso (3). 17 

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con la elección del Frente Popular, en 1938, una alianza de sectores de izquierda y de centro que altera la composición normal del poder político en Chile, adscrito a antiguas oligarquías. No corresponde hablar de olas inmigratorias durante la segunda mitad del siglo xx; y sí, acaso, de un fenómeno inverso: del abandono del país de alrededor de 8.000 judíos durante el Gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende (1970-1973), por razones políticas, económicas y culturales (siendo el miedo al comunismo un factor, de carácter histórico, de relevancia). En la actualidad, según cifras del año 2000 del Jewish Year Book, se estima que la población judía en Chile es de 21.000, siendo la población chilena total de poco más de quince millones (15.000.000). Noticias del imperio otomano: los sefarditas La inmigración sefardí, como grupo integrado en una inmigración en cadena, se produce en los inicios del siglo xx19. Provienen principalmente de Esmirna, Salónica, Estambul (Constantinopla) y Monastir, antiguos asentamientos judíos del Imperio otomano20. Las razones de su partida se explican por el desmembramiento de ese Imperio, que genera inestabilidad política y enfrentamientos armados. En efecto, la Revolución de los Jóvenes Turcos (1908), que pretende modernizar el Imperio, impone el servicio militar obligatorio a cristianos y judíos –antes, era sólo para los musulmanes–, generando una amplia ola migratoria, la cual continúa en los años siguientes por la cesión de Salónica a Grecia en 1912 –el nacionalismo griego restringiendo dere-

Hay bastante material reciente sobre la historia sefardita en Chile, gracias al espíritu de su comunidad y de los individuos que la conforman. Anotamos cuatro valiosos textos, complementarios entre sí: Historia de la comunidad israelita sefaradí de Chile (1984), de Moshé Nes-El; Tradición y adaptación: vivencia de los sefaradíes en Chile (1993), de Mario Matus González; La herencia de Sefarad (1997), de Isaac Mordoh Najum, y Los judíos en Temuco (2002), de Jacob Cohen Ventura. Aquí encontramos una vasta información histórica y cultural de la diáspora sefardí; además de otorgarse, por supuesto, datos sobre la inmigración ashkenazi y de los centros y relaciones sociales que agrupan a todos los judíos. Las líneas que siguen constituyen una brevísima mención de esa historia sefardí, que espero sirvan de aliciente para la lectura del corpus crítico mencionado. 20  Matus indica que más adelante también llegan de Jerusalén, Damasco y Beirut, zonas de la Gran Siria, también del Imperio otomano (el cual llega a su fin en 1918, con el término de la Gran Guerra). Cf. Matus, Tradición y adaptación, 84. 19 

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chos a los grupos religiosos minoritarios– y la Primera Guerra de los Balcanes (1912-1913). Los primeros grupos sefardíes que llegan a Chile se establecen principalmente en el puerto de Valparaíso –paso comercial obligado entre el Atlántico y el Pacífico hasta la construcción del canal de Panamá en 1904– y en Temuco, fundada en 1881 como un fuerte o fortaleza en zona indígena de mapuches. Un hecho muy singular en esta inmigración es la llegada de fami­ liares, vecinos y amigos directamente desde la lejana y legendaria Monastir a Temuco. No es extraño, entonces, que ya hacia 1916 exista un Centro Macedónico en esa ciudad y que en ese año se registre la venida de 25 familias desde allá. Recordemos que poco tiempo después, durante la Era Nazi, la entera población sefardí de Monastir –­denominada Bitolj por los serbocroatas y conocida como Bitola por los macedonios– fue víctima del Holocausto: con la anuencia de las autoridades búlgaras, fue trasladada a Treblinka y allí aniquilada el 5 de abril de 1943. El espíritu de Monastir se mantiene incólume en la memoria de los judíos inmigrantes y sus descendientes21. Los temuquenses de Monastir realizaron una intensa vida comunitaria durante el primer tercio del siglo xx, que incluyó la temprana fundación de un centro comunitario, en 1916, una serie de iniciativas educacionales y una revista cultural que alcanza notoriedad nacional, Alma Hebrea (1931-1935), donde escriben los poetas Pablo Neruda y Juvencio Valle. Y su labor comercial en Temuco fue muy relevante. Indiquemos, finalmente, que por variadas razones –de trabajo y educación: cambio de giro en los negocios, escolaridad de los hijos–, las familias que primero se habían instalado en provincias, con el tiempo, van emigrando a la capital, situándose allí, entonces, la mayor concentración de población sefardita y sus principales actividades comunitarias.

21  “La deportación de la población judía de Bitolj por las autoridades búlgaras de ocupación fue de 3.269 personas; 250 de ellas consiguieron pasaporte del gobierno español, 6 lograron escapar y 3.013 de ellas fueron asesinadas por los nazis, en sólo un día, el 5 de abril de 1943, en el campo de concentración de Treblinka” (Cohen, Los judíos en Temuco, 32). En el libro de Jacob Cohen, se incluye en un anexo, la lista de personas sepultadas en el cementerio israelita de Temuco (141 personas) y a continuación, el listado de los judíos asesinados en Treblinka.

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Hitos identitarios: la Declaración Balfour ¿Cómo vivieron el judaísmo los primeros inmigrantes llegados a Chile? Según Moisés Senderey, las prescripciones religiosas –el kaschrut, conjunto de observancias que atañen a la comida y a la vida cotidiana–, amén del calendario de festividades, es seguido de un modo laxo. En realidad, en los primeros años, primaron la resolución de necesidades económicas. Ahora bien, no hay que olvidar el prejuicio sobre los hebreos, ya sentido por muchos de estos inmigrantes en su paso por Argentina, que tenía clara manifestación en festividades nacionales y católicas, como en la carrera a caballo de la Pascua de los Negros del 6 de enero, sustentada en la curiosa idea medieval de que los judíos mataron a Cristo (con el agravante que el traidor Judas tiene gran simi­ litud fonética con la palabra judío)22. Por ello, estos nuevos residentes mantenían un bajo perfil como pueblo o comunidad, a tal punto de privilegiar en la nominación de sus Centros sus lugares de origen, silen­ciando su rasgo hebreo: Filarmónica Rusa en Santiago (1911), y el ya mencionado Centro Macedónico (1916). El primer hito de una marca identitaria ostensible es la constitución del primer minyán en 1906 en Santiago, donde vivían alrededor de 40 judíos, la mayoría en la calle de San Diego, en un barrio en que se irán instalando muchos negocios de inmigrantes judíos y también españoles23. El segundo gran hito y decisivo es la Declaración Balfour del 2 de noviembre de 1917, por la cual Inglaterra se compromete a colaborar en la reconstrucción del Hogar Nacional Judío en Eretz Israel. Esta Declaración constituye el sustento espiritual del Primer Congreso Judío de Chile, celebrado en 1919 justo en los días de las Festividades Patrias (18-20 de septiembre). En este congreso se acuerda la obliga-

22  “En Chile todavía se festejaba entonces [a comienzos del siglo xx] ‘la carrera de la Pascua de los negros’, el 6 de enero, cuando jinetes negros sobre corceles de azabache, que representaban los demonios, perseguían a un jinete rojo de igual color, que simbolizaba a Judas, el traidor a Cristo, lo apresaban y le daban muerte simbólicamente como venganza por haber entregado al Señor. El nombre judío tiene un nombre muy similar a Judas y por lo tanto era bastante arriesgado figurar abiertamente con semejante apelativo” (Senderey, Historia de la colectividad israelita, 56-57). 23  Minyán: “Designación del quórum indispensable para ciertas ceremonias religiosas en común, que es de diez varones mayores de trece años no habiendo necesidad de que hubiera un rabino” (Gojman [coord.], Generaciones judías I, 173).

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ción de las organizaciones judías de agregar el vocablo israelita a sus nombres legales, lo cual se cumplió. Así, en el caso de nuestro país, el sionismo otorga identidad al judaísmo, incluso confundiéndose en su origen comunitario, pues en este mismo congreso se funda la Federación Sionista de Chile como instancia central única de los círculos judíos, lo cual se mantuvo incólume hasta 1940, para luego compartir esta función con otros comités. Si había cierta vergüenza, miedo y autocensura, estos sentimientos de inseguridad comienzan a despejarse durante los años 1917-1920, los Años decisivos para la identidad del judaísmo chileno, según Moisés Senderey. Así, en 1919 la nueva revista judaica Renacimiento publica una serie de artículos titulados “No negar”, “La vergüenza de ser judío” o “El honor de ser judío”. En el primero de ellos, un texto de Salomón Margulis, se lee: “¡No niegues! ¿Por qué has de negar? ¿Te avergüenza ser judío? ¿O te parece que no es una honra justificada decir que eres un judío? ¿Acaso no sabes que negar significa morir y afirmar, sólo afirmar, es un principio vital? Pues di: ¡Sí!” (citado en Senderey, Historia de la colectividad, 73). Leyes de inmigración: antisemitismo larvado Las iniciativas legales de inmigración de la segunda mitad del siglo xix e inicios del siglo xx, sin necesariamente coartar la venida de otros extranjeros, privilegia a vascos, escandinavos, suizos y alemanes. En general, la legalidad chilena no presentó grandes dificultades para la inmigración hasta los años treinta; e, incluso, había poco control fronterizo, lo cual facilitaba la entrada libre al país desde Argentina por los pasos cordilleranos. En los años veinte existe, eso sí, una cierta preocupación por la llegada de rusos y polacos desde Argentina, considerados peligrosos para la seguridad pública por su ideario anarquista, comunista o socialista, estableciéndose así un parentesco entre ser judío y ser conspirador bolchevique. Lo cierto es que hubo muchos judíos que tuvieron activa participación en el movimiento obrero en Buenos Aires; por ejemplo, en la huelga obrera de enero de 1919, conocida como la Semana Trágica; que de paso desató el primer pogrom en estas latitudes24. Pues bien,

24  Se detuvo y torturó al periodista judío Pedro Wald, acusándolo de ser el virtual primer presidente del soviet argentino. La persecución al movimiento obrero se entre-

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varios de estos activistas se refugiaron en nuestro país, teniendo activa participación en los movimientos populares25. Durante la presidencia de Arturo Alessandri Palma (1933-1938) y ante restricciones legales para la entrada de extranjeros de ciertas nacionalidades, la comunidad judía negoció con el gobierno la entrada de 60 familias por año, seleccionadas por el Comité de Protección al Inmigrante Israelita26. Con la llegada al gobierno en 1938 del Frente Popular, una coalición de centro-­izquierda que interpreta los intereses de las capas medias y de los sectores más modestos de la población, la inmigración judía –en plena razzia nazi– se hace más expedita, contando con las simpatías públicas del nuevo gobierno. Ocurre, sin embargo, un hecho desgraciado: se comprueban serias irregularidades en las acciones del Comité judío a cargo de la traída de sus congéneres; lo cual conlleva una investigación en el parlamento chileno (el Caso Visados) y más adelante, una paralización del proceso de visados, que afecta dramáticamente la inmigración judía a Chile entre los años 1941 y 1945, en medio de la guerra27.

cruzó con el antisemitismo, surgiendo una poderosa organización terrorista denominada La Liga Patriótica Argentina, que denunciaba una conspiración judeo-­maximalista, para disolver la nacionalidad argentina. Es muy probable que en este primer pogrom esté presente el deseo de venganza por el atentado por bomba del judío anarquista Simón Radowitzky que mató el jefe de policía Ramón Falcón, responsable de la represión de la llamada Semana Trágica, diez años antes, en 1909. Cf. “El primer pogrom” en http://www.pagina12.com.ar/1999/99-01/99-0/-03/pag.16htm (4 de julio de 2011). Los disturbios obreros y el atentado al coronel Falcón son exhibidos en un lenguaje grotesco y a través de escenas espeluznantes y apocalípticas en la novela Donde mejor canta un pájaro (2005) de Alejandro Jodorowsky. 25  En cuanto a la suerte corrida por los activistas argentinos en Chile, la ley de Residencia de 1918, promulgada para la expulsión de extranjeros indeseables, fue usada en 1927 en contra de Natán Cohen, quien fue devuelto a la Argentina. 26  Una circular confidencial del Ministerio de Relaciones Exteriores, del 3 de julio de 1937, quita el derecho a dar los visados a los cónsules (exigiendo que se pasen las solicitudes directamente a ese ministerio) a los solicitantes rusos, estonios, lituanos, letones, polacos, rumanos, búlgaros, albaneses, griegos, turcos, sirios, palestinos y libaneses; es decir, a los de Europa del Este y a los habitantes de las zonas de Macedonia, Turquía y la antigua Gran Siria, que pertenecían hasta 1918 al Imperio turco-­otomano. En cuanto a los judíos, sólo podían visar los pasaportes los cónsules de Hamburgo, París y Génova. Esta última disposición, que atañe a una identidad religiosa, violaba la Carta Constitucional chilena que regía desde 1925, que garantizaba la igualdad para los individuos, independientemente de su sexo y creencia religiosa (Nes-El, Estudios, 113). 27  En su ensayo “El arte de ser judío en Chile”, el escritor Roberto Brodsky realiza comentarios muy valiosos sobre legalidad y censura en los años treinta y, por supuesto,

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Indiquemos, finalmente, que hacia 1939 se reglamenta que los inmigrantes sólo pueden establecerse desde el río Bío-Bío al sur (frontera indígena con la República durante el siglo xix y tierras de colonos principalmente alemanes). Así, entre enero y abril de 1940, a los 879 judíos recién llegados se les impuso esa condición28. A la luz de la legalidad chilena y de la convivencia nacional durante la primera mitad del siglo xx, se podría postular que el antisemi­tismo es una constante, ejercida con moderación. Más allá de que hayan matado a Cristo (como todavía rezan algunas canciones de los boy scouts), era común leer en la prensa y escuchar en la vida diaria que los judíos no se asimilaban y que sus actividades económicas tendían a ser improductivas y que su función de intermediarios generaba una constante alza del costo de la vida; acusación que se repetía sin mayores variantes en otros países latinoamericanos. Y junto a las tempranas ediciones en 1921 de los libros clásicos antisemitas como Los protocolos de los sabios de Sión y El judío internacional; a nivel local y haciendo eco a teorías sociales positivistas basadas en la raza, surge el ensayo Raza chilena (1918), de Nicolás Palacios, cuyos conceptos sobre los judíos adelantan los del nazismo. Y ya muy tempranamente el prestigioso escritor Joaquín Edwards Bello en su primera novela El inútil (1910), achacaba a los comerciantes judíos chilenos el arte del robo a los desposeídos, proyectándolo a escala planetaria incluso en plena Era Nazi, en sus escritos de 194029. Es entendible, entonces, la actitud no confrontacional de sus instituciones y, en general, el bajo perfil de sus gentes: cartas de agradecimiento a don Arturo Alessandri Palma y su gobierno por su actitud ante la inmigración judía desde Alemania (a pesar de la cuota limitada obtenida) y recomendaciones de gente importante para apurar visados

sobre la identidad judaica chilena en el siglo xx. Ensayo incluido en El asilo contra la opresión: cinco judíos del Holocausto en Chile (2007). 28  Un testimonio dramático de la llegada en el Augusto al puerto de Valparaíso y posterior transporte de un grupo de judíos a la ciudad de Valdivia y de la germanofilia allí reinante, aparece en El camino arduo (2002) de la familia Haymann. 29  Un testimonio biográfico familiar del antisemitismo es exhibido en el texto Sagrada memoria (1994) de Marjorie Agosín, que registra el refranero prejuicioso chilensis, sufrido por una niña a fines de los años treinta en la ciudad sureña de Osorno: decires, canciones y epítetos como que los judíos tienen cachos, se bañan en la sangre de Cristo y por ello merecen ser llamados perros judíos y judíos de mierda. En este texto el prejuicio se extiende a toda la familia y no tiene límites espaciales ni temporales.

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(que se estancaban sin motivo aparente). En todo caso, en los años veinte Chile fue considerado un país con un ambiente favorable para venida de judíos, según visitas oficiales de instituciones judaicas internacionales (Nes-El, Estudios, 112). El antisemitismo larvado cobró mayor vigencia en la siguiente década, teniendo su expresión sociopolítica en el Movimiento Nacional Socialista (1933), fundado por González von Marées. En vísperas de las elecciones presidenciales en que se impondría el Frente Popular, ocurre la denominada Matanza del Seguro Obrero por las fuerzas del orden, donde fueron asesinadas en masa las juventudes de este movimiento, en un edificio que habían tomado (el Seguro Obrero), situado en esquina con La Moneda, la casa de la presidencia –desde allí mismo, se dice, el presidente Alessandri Palma habría dado la orden. El hecho causó conmoción, por la barbarie cometida (no estaban armados). Siniestramente, muchos han indicado, años después, que lo único positivo de esa matanza fue la eliminación de un movimiento que estaba conquistando muchos adeptos en la juventud chilena. Frente al antisemitismo, hay que señalar que también hubo viva simpatía por las gentes judías en los años treinta y solidaridad sostenida de grupos políticos y asociaciones. Como ejemplo de un discurso nacional asumido públicamente, se debe señalar la firme condena que realiza la Cámara de Diputados en su sesión del 4 de abril de 1933, ante la violación de los derechos de los judíos emprendida por el gobierno alemán30. Y como ya se indicó, hubo también una gran apertura en los visados para los judíos que escapaban del nazismo en los años 1939 y 1940, que fue interrumpida e interferida por el Caso Visados. Indiquemos, finalmente, que el pensamiento laico, muy relevante en la sociedad chilena, otorga un sostén valórico a la comunidad judaica y siendo las logias masónicas una de las expresiones ideológicas del

Citemos el acuerdo: “Ante la persecución decretada en Alemania contra los judíos, que los excluye de los puestos públicos y los priva en absoluto de los medios para subsistir y considerando que el derecho a la vida es sagrado para todos los seres racionales de la tierra, la Cámara de Diputados de Chile, sin pretender mezclarse en la política de ese país y en nombre de la humanidad, acuerda condenar esos hechos, que significan un retroceso en la civilización y que violan los derechos de las minorías raciales, reconocidas por todas las naciones del mundo” (cit. en Babani y Weinfeld [eds.], Enciclopedia III, 322). 30 

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laicismo, no es extraño que muchos judíos hayan tenido una destacada participación en ellas. Una comunidad judía diversa y dinámica En el ámbito judío, es necesario distinguir a sefarditas y ash­kenazis. Los sefarditas son un grupo más pequeño, alrededor de 3.000 personas, constituyendo entre un 10% y un 15% de los judíos en Chile. Proviniendo en general de los mismos lugares de origen y aumentando su número a través de la inmigración en cadena (traída de familiares y vecinos), su composición interna es estrecha (pocos apellidos agrupan a muchos sefarditas) y sus organizaciones comunitarias tienden a la fusión. A la inversa, los ashkenazis tienen una procedencia más diversificada y sus relaciones de parentesco son menos estrechas. Más allá de los indisolubles lazos de unión entre ambos grupos y de la relativa independencia de sus organizaciones y de ciertas tradiciones particulares; acaso la única divergencia seria fue la del uso de la lengua idish en la educación de la colectividad judía, lo cual fue resistido por los sefarditas, que formaron sus propias escuelas para la enseñanza del Talmud y la Tora. Finalmente, durante la década de los años sesenta, se impone el hebreo como lengua de enseñanza, lo cual resuelve el impasse. El idish fue relevante para la comunidad judía ashkenazi durante al menos los dos primeros tercios del siglo xx, sucediéndose muchas publicaciones, especialmente durante la década de los años treinta. Incluso, el libro de Moisés Senderey sobre la historia de la colectividad, de 1956, fue realizado bajo el sello de la editorial Dos Ydische Wort y en su misma imprenta. Poco nos hemos referido a la situación de los judíos en Chile en los últimos años. Sus aportes en el siglo xx en todos los ámbitos de la vida chilena son invaluables. Guzmán Sinkovich menciona sintéticamente su creativa inclusión, a nivel práctico y teórico, en la tradición de justicia social: “[aportan] intelectuales al movimiento obrero, a la masonería, al impulso a la educación laica, a los partidos políticos laicos y de izquierda” (11). A nivel económico, luego de incursionar por cuenta propia en negocios muy variados y modestos, que van desde la venta de pañuelos y medias hasta muebles –siendo el primer trabajo el del semanal, la venta puerta a puerta de objetos diversos, pagaderos a plazo según convenio con los dueños de casa–; se instalan en los años cuarenta en negocios

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más prósperos de plásticos y vestimentas, para luego invertir en seguros y en la banca. La bonanza económica de muchos (pero también, su dramática experiencia de persecuciones) explican la emigración de alrededor de 8.000 judíos, principalmente a Israel y a Estados Unidos, durante el Gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, de los años 1970-1973. Habrá que indicar, sin embargo, que hubo también muchos judíos que desde el comunismo, el socialismo y los grupos de la socialdemocracia, se incluyeron en el proyecto de revolución y cambio social, no ajeno a sus tradiciones31. Como lo indica muy bien Roberto Brodsky en su ensayo “El arte de ser judío en Chile”: “Apurar cielos a través de la revolución redentora ha sido siempre un camino transitado por los judíos laicos –no observantes ni sionistas pero culturalmente tan judíos como sus pares religiosos– y en esto el caso chileno no fue una excepción” (251) 32. La comunidad judía, diversa y dinámica, tiene muchos centros, organizaciones sociales e instituciones de servicio público, entre los cuales destacamos sus tres colegios hebreos, su policlínico, dos hogares de ancianos y una compañía de bomberos. Se ha indicado que las diferencias socioeconómicas han generado recelos y distanciamientos en esta comunidad. Junto a una asimilación innegable (más de un 50% de matrimonios mixtos) y a una débil participación religiosa y comunitaria; aparece en el horizonte un nuevo dato: la constitución de movimientos ortodoxos con gran participación juvenil, lo cual otorga

31  La literatura judía en Chile presenta miradas frontales y laterales sobre el Gobierno de la Unidad Popular y la Dictadura. Frente al anticomunismo de Milan Pla­tovsky (en Sobre vivir: memorias, 2000) está la militancia de por vida de Beinish Peliowski (en Amores congruentes. El inmigrante integrado, 2005), unida a la honda reflexión sobre las utopías de Ariel Dorfman (en Rumbo al Sur, deseando el Norte. Un romance en dos lenguas, 1998), otorgándose también, desde las generaciones más recientes, una mirada crítica y desencantada sobre la transición chilena a la democracia de los años noventa, en las novelas de Jorge Scherman (Por el ojo de la cerradura, 1999) y de Cinthya ­Rimsky (Poste restante, 2000). Es notable también observar en algunos textos escritos en los últimos veinte años, el silenciamiento de ese periodo, aun cuando opera como ausencia, generándose una escritura iceberg, como en el caso de los testimonios de Rudi Haymann, especialmente en El tren partió a las 20:30, memorias de un migrante: d ­ esde Berlín hasta Chile. 1938-1948 (2005). 32  Roberto Brodsky publica Bosque quemado en 2007, novela (auto)biográfica, centrada en la figura de su padre exiliado: un rescate de las figuras migrantes que constituyen nuestros sueños.

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señas de identidad en una sociedad global, con marcados signos de anomia en nuestro país. Hemos realizado un brevísimo recorrido sobre la historia de la inmigración judía a nuestro país, con énfasis en la primera mitad del siglo xx, donde ocurren las dos olas migratorias, poniendo especial atención a las posibles inclusiones y exclusiones en que se ven envueltos. La pregunta por el antisemitismo en Chile, por los grados de tolerancia que exhibe la nación chilena hacia otras razas y religiones que son las supuestamente mayoritarias; la pregunta por la identidad judaica en este confín del mundo y las relaciones comunitarias entre judíos y gois; el impacto del conflicto árabe-­israelí en Latinoamérica, y las relaciones entre los miembros de esas colonias en Chile; el sentido del Holocausto para la historia humana, la pregunta sobre Israel en el marco geopolítico y religioso; son todas interrogantes que conviene discutir ampliamente en nuestra sociedad, para hacerla más plural y más dialógica.

I.2. Letras mexicanas: el relato de los orígenes mosaicos

En la apertura de un nuevo siglo, el mundo americano se concibe desde la pluralidad de sus discursos y el registro de sensibilidades particulares. Cada nación tiende a ser entendida como un mosaico de culturas, donde conviven diversas lenguas y actitudes sociales, en el marco de un diálogo muchas veces fracturado. Desde este escenario y como una reflexión sobre el pensamiento de la otredad, haremos una presentación de los relatos y textos poéticos de los judíos en México; específicamente, de los hijos y nietos de los inmigrantes judíos, que escriben en español. Los inmigrantes escribieron en su lengua materna y principal­ mente, en el caso de la literatura, en idish. Tempranamente, en 1927, aparece la antología poética Drai Vegn (Tres Caminos), que reunía textos de Itzjok Berliner, Jacobo Glantz y Moishe Glikovsky. En 1931 surge, desde el espíritu idish, la Unión de Literatos y Artistas Judíos. Y en el ámbito del diálogo americano, Moishe Glikovsky traduce la novela Los de abajo, de Mariano Azuela (emblemática de la revolución mexicana) e Isaías Austri-Dunn, los poemarios España en el corazón y Cantos a Stalingrado, de Pablo Neruda (que estuvo en México a comienzos de los años cuarenta y publicó aquí la primera edición de su Canto general, con ilustraciones de David Alfaro Siqueiros). El material poético y narrativo idish ha estado siendo traducido y ha merecido valiosos estudios críticos33. En nuestro caso, queremos

Destacamos el trabajo de Becky Rubinstein (antóloga y traductora), Tres caminos (una selección de Drai Vegn), de 1997. Y en materia de relatos, las memorias del judío-­ 33 

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comentar el material judaico escrito en español (y excepcionalmente, en inglés) durante el último tercio del siglo xx y el inicio de este nuevo siglo –al menos catorce autores y veinticinco textos–, menos estudiado como un corpus singular y bastante ignorado en las letras mexicanas y americanas34. Siendo una primera aproximación, sus diversos acápites o entradas de lectura –Sefarad, Holocausto, Memoria, Casa Patriarcal– no se excluyen necesariamente entre sí; más aún, están concebidas como variantes o versiones de una misma forma, lo judaico, exhibida en diver­ sos registros conceptuales.

Sefarad: aquella morada… Angelina Muñiz-Huberman es, sin duda, la figura literaria más relevante en el concierto de las letras judaicas en México35. Su vasta obra es un círculo que regresa (desde diversos tiempos, voces y modos lite­ rarios) sobre el Sefarad, espacio espiritual desde el cual es posible reinventar un mundo contemporáneo sentido como caótico y autodes-

polaco Jaime Dorenbaum, De Polonia a Cajeme [traducción del idish de A. Gojman, C. Zack y M. Finkelman], de 1998. 34  En primer lugar, mencionemos el valioso trabajo crítico de Gilda Waldman, “La literatura de la inmigración judía a México: dos momentos” (Judaica Latinoamericana,  4 (2001), 429-449); que incluye tanto el material idish como el español, estableciendo relaciones de continuidad entre ellos. En sus palabras, la literatura de los hijos y nietos de inmigrantes “recuperaba la experiencia de la inmigración desde su amplia inserción en la sociedad mexicana, pero con una nostalgia cultural, histórica y familiar tan profunda en búsqueda de su identidad y a una recuperación de su trayectoria histórica, que llevaba a una escritora como Margo Glantz a aseverar: ‘Todos, seamos nobles o no, tenemos nuestras genealogía’” (441). Para un panorama sobre las escritoras judías mexicanas, consúltense Marjorie Agosín (ed.), Passion, Memory and Identity. Twentieth-­Century Latin American Jewish Women Writers (1999). 35  Hija de republicanos españoles exiliados, nace en Hyéres, Francia, el 29 de diciembre de 1936, llegando a México a los 5 años de edad. Poeta, narradora y ensayista, su obra ha obtenido importantes reconocimientos. Actualmente es profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM.

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tructivo36. Expondremos sus postulados desde la breve presentación de cuatro de sus relatos37. Morada interior (1972) se presenta como una autobiografía de una monja del siglo xvi, proveniente de una familia de conversos. Cara oculta de Santa Teresa, pretende fundar una nueva orden (de conversas), que le permita transitar desde el convento a la sinagoga: “Mi convento era pequeño, pero agradable y recogido… Pero todo era triste. Pensar que la muerte acechaba. Y el dolor. Pensar que no podía ir a la sinagoga. Que no podía cumplir ninguno de los ritos” (98). Voz que revela una confusión de dioses, se articula desde la experiencia mística del trance: “cada vez que yo recordaba algo del mundo que me daba placer, trocábalo en penitencia y mayor placer me daba ésta” (18). Sujeto que inquiere por sus ancestros y que sitúa la tortura como centro de la constitución de un cuerpo históricamente autocensurado: la tortura física (“exceso de vida, que no acaba, que se prolonga grotescamente”), por la palabra (“que envuelve, que atrapa, que enreda”) y el ejercicio de ella por parte de los recién convertidos, como Torquemada: “todo en nombre de una fe mía, de una idea de salvación íntima e incomprensible, en busca de una extrema pureza, de la absoluta seve­ ridad, de la intransigencia redentora” (28-29). Voz religiosa que vive un tercer espacio, utópico, lo que no fue España, donde en ese tiempo –nos dice otra voz, cercana a la autoría– “veíamos las cosas al revés” (102). Maravillosamente, con esta monja conversa regresamos a una sensibilidad judía contemporánea, de ausencias, olvidos y reproches: “Nada, nada. Saber que de todos los vacíos que pudimos elegir el elegido tampoco satisfizo” (99). ¿Estamos aquí ante una mimesis de esos antiguos Diarios de Vida sólo escritos para los confesores, en su variante utópica criptojudía en el siglo xvi? En realidad, no es tan así. Está el tono, el gozoso dolor de aquellos cuerpos barrocos, la voz enrevesada de la marrana, su encierro

Sefarad o Sefard es una voz hebrea que designa a los antiguos judíos de España y Portugal: “así como los iberos llamaban a estas tierras Hesperia, los romanos Hispania, y los árabes Al Ándalus, los hebreos desde los tiempos remotos le llamaban Sefarad. Es así que, por extensión, a los judíos que vivieron en la península se les denominó sefaradíes o sefarditas” (Matus, Tradición y adaptación, 22). 37  De Angelina Muñiz-­Huberman, Morada interior (1972), Dulcinea encantada (1992) y El sefardí romántico. La azarosa vida de Mateo Alemán II (primera edición de 2002) y El mercader de Tudela (1998). 36 

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y también su ser inexpugnable, nunca entregado a sus confesores. Pero esa voz aparece intervenida, desviada y conjugada por otra, la de una mujer contemporánea, que establece una línea de continuidad entre esos lejanos tiempos y los actuales: “Donde hay un hombre hay una tortura” (31). Y de modo privilegiado, tras esa mujer aparece la voz de una niña refugiada española en tierras mexicanas, una desterrada a temprana edad, “sin más fuerza que una muñeca abandonada” (89). Tras la vestidura monjil en tiempos de fanatismo religioso, se revela la figura de una huérfana aparecida en medio de la Guerra Civil Española, enclaustrada en un país ajeno. Y aunando ambos mundos, de sueños rotos, se exhibe (sin nosotros verla) la voz de la escritora en la actualidad, que en su cuarto (celda, pieza de juegos infantiles con muñecas de trapo) se reinventa imaginando mundos alternos: “y sigo viva, y fundo conventos y escribo libros” (98). Es el despliegue de un sentimiento, el Sefarad, antiguo y sagrado, que se superpone a la España de los Reyes Católicos: “No es que me despañolice, sino que busco las raíces, las verdaderas y profundas” (62-63). Es la reinvención del Sefarad como utopía, ocupando y desfondando sus espacios (claustros, calles, estilos y retóricas) y la proclamación también de un retorno a la tierra prometida, Israel: “el verdadero retorno… sin más que ofrecer que unas manos para amar y unos pies para pisar una tierra propia” (64). Dulcinea encantada (1992) nos sitúa de pleno en el D.F. actual: una mujer que va como pasajera en un auto que circula por el Periférico de la ciudad (seguramente en el asiento de atrás), nos abre su mente. Hacia fuera, un paisaje feo y hostil: “Las paredes son grises, los hombres son grises… Ella ha visto esas paredes. Esas figuras de paja. Esa violación del color. Lo desvaído. Lo arrojado. Lo reventado” (108). La única región transparente es su mente, donde escenificará historias que la muevan de un punto muerto, a pesar del cinetismo del automóvil y los ruidos y olores nauseabundos de la urbe (más, sospechamos, la cháchara de sus acompañantes). Cual feto celosamente guardado, cumpliendo un viaje sin destino (salvo el de circular infinitamente en torno a un vacío de vida), nuestra heroína esboza sus novelas mentales, que ocupan y hacen creativo el silencio letal que la habita. Así cobra vida a través de su personaje Dulcinea, la cual transita por lugares exóticos, siendo dama de compañía de una marquesa en el México afrancesado de 1839, o idílicos, acompañando al joven Amadís en los tiempos (literarios) de la caba-

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llería andante. Sin embargo, hay una tercera historia, a la cual parece estar unida a través de un cordón umbilical y que la ha llevado a ser transeúnte solitario dentro de un huevo que circula en redondo por la carretera: Dulcinea es también una niña refugiada (un doble de aquella que habita en la Morada interior), que llega en esta ocasión a México en 1948, a los 14 años. Es esta situación existencial de una refugiada (que no logra encontrar refugio), la que soporta la voz central del texto y le otorga un movimiento regresivo, de trascendencia letal. Es el reclamo de un sujeto sellado, comido por la historia de sus padres exiliados: “Su crueldad fue transmitirte su fracaso y su desengaño” (60). Niña sin futuro, que no logra asirse a la nueva patria y que elige el mutismo: “Somos ambiguos, somos conciliadores: amamos a México y amamos a España. Yo no. Yo me instalé en el odio. Aquí en el impenetrable laberinto de mi cerebro, puedo pensar lo que quiero y nadie se enterará” (59). Alguien que no ha nacido (a la vida), alguien que cierra todos sus orificios para protegerse y procrearse (¿cual espora?)38. ¿Es una salida falsa escribir novelas mentales? Del silencio, ella expresará: “es la imaginación desatada. Cuando no oyes nada, todo lo sacas de ti” (32). Poética surreal y reflejo de un mundo sellado, estas novelas siguen varios caminos al unísono (a la manera del jardín de los senderos que se bifurcan de Borges), sin limitaciones materiales: “Nunca definitivas. Propicias a cualquier cambio. Adaptadas. Renovadas. Siempre empezando” (56). Liberación enajenada, misticismo letal, separación del cuerpo y la mente (el torturado desfalleciente, en imágenes de la Morada). Ante la imposibilidad de entrar en el carrusel de la vida, el silencio acoge mortuoriamente. ¿Es la herida infectada que consumirá el cuerpo? Pero, ¿y si todavía no se ha nacido, si no ha habido vida? Salida por involución, Dulcinea no sabe que su poética se entronca con una ligada a los orígenes, la de la Cábala, donde la escritura

38  Como se sabe, diáspora proviene de un término griego que significa espora, que en términos biológicos es entendida como una célula que produce una membrana que la autoprotege y dentro de este quiste se divide por sí misma. Copiemos la acepción primera que otorga la RAE: “Célula de vegetales criptógamos que, sin tener forma ni estructura de gameto y sin necesidad de unirse con otro elemento análogo para formar un cigoto, se separa de la planta y se divide reiteradamente hasta construir un nuevo individuo” (Diccionario de la Real Academia Española I, 984).

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sólo tiene sentido en la medida que descubrimos su pantalla en blanco, cuando entendemos que las letras son signos que no se llenan y que el sentido nunca es nombrable, como lo sagrado. Ahora bien, ese silencio debe ir acompañado del goce de la interpretación y del juego sensorial con los signos. Pero eso es situarse en el centro de una circunferencia que siempre está cambiando de lugar y nuestra Dulcinea sólo da cuenta por un perímetro fijo en un tiempo anodino, en un punto muerto. El ostracismo y quietud de Dulcinea tiene su revés en la apertura humorística del mundo expuesta en las correrías de un pícaro durante la primera mitad del siglo xx por la convulsionada Europa. Nos referimos a la novela El sefardí romántico (2002), cuyo inicio, provocativo y jocoso, da la pauta del tono y espíritu del relato: “Desde que nació, Mateo Alemán tuvo culillo de mal asiento. Y digo culillo de mal asiento porque Mateo Alemán era sefardí de pura cepa, que si hubiera sido ash­kenazi también de pura cepa, hubiera dicho que tenía shpilkes in der tujes” (9). Ser judío, como el mismo hecho de vivir, según propuesta de un filósofo, conlleva mucha amargura; pero también dulzura. Lo dulce está al lado del espíritu sefardí, inquieto y optimista ante la adversidad. Este Mateo sale a recorrer el camino de la vida desde su pueblo natal Los Villares (en la provincia de Jaén) justo en 1898, fecha emblemática del derrumbe irreversible de los sueños imperiales de España. Acompañados del pícaro –un alma que sobrevive por su ingenio callejero– recorremos Toscana, Florencia, Berlín y París en los convulsionados años treinta; para luego volver a la España de 1936 (año donde estalla la guerra civil) y desembocar finalmente en México, con nuestro héroe entreverado entre los refugiados de esa guerra. Mateo Alemán II le debe su nombre al autor del Guzmán de Alfarache y realiza un periplo semejante al original por las ciudades italianas. Sin embargo, está alejado del cinismo y la desesperanza de aquel pícaro de inicios del siglo xvii. Por el contrario, lo anima la sefardí vida: “la alegría de vivir de su sefardí madre. Dios aprieta pero no ahoga” (57). Al igual que en otros textos de la autora, el pícaro (como antes la monja y Dulcinea) es una máscara que permite comentar el presente y el pasado, intercambiarlos, generando nuevas entradas para recrear la memoria colectiva. Tras este Mateo, vislumbramos una figura contemporánea que guía sus pasos y pensamientos, convirtiéndolo en un paseante, un observador del periodo de entreguerras y especialmente

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de la Era Nazi y de la República Española. Siniestramente, se nos habla desde un presente, ya sabiendo lo que ocurrió, incorporándose así una experiencia vivida de todo un siglo. La picaresca es aquí más un escenario y una máscara que un modelo estilizado y transformado estructuralmente. El contraste central con el género picaresco es la actitud lúdica ante la vida, la cual es conju­gada por un refranero digno de Sancho, ese cristiano viejo que de seguro repetía muchas frases sefarditas: “Más vale pajarito en mano que ciento volando” (17); “que los extremitos se tocan” (34). En todas las citas, la madre del pícaro es la que transmite el sabor del lenguaje: “El día en que Mateo terminaba de coser una camisa y aún le sobró hilo, recordó el refrán de su madre refiriéndose a la hebra de Marimoco que cosió cuatro camisas y le sobró un poco” (64). Notemos que la novela sale de su normal curso narrativo, fundado en la exhibición distanciada de hechos ya conocidos (aunque aquí, con la variante de presentarlos desde un lenguaje paródico y a través de personajes parásitos, que se mantienen a distancia de las manipula­ ciones del poder), cuando nuestro héroe vuelve a España. De golpe, la realidad es presentada a través de reportajes de investigación periodística que rastrean la verdad de los hechos (atentados, secuestros y asesinatos), desafiando incluso las versiones que más adelante se darían. Aquí también vemos al héroe sentir la amargura de la vida, como si la autoría hubiera escogido este momento para meterlo en la Historia e hibridizarse con su figura. En México viene un segundo descuadre narrativo. Es como si en la medida que nos acercamos al presente, la voz en sordina disminuya su distancia de los hechos, se descontrole y entre en el terreno de la polémica pública. Escuchamos entonces una voz comunitaria, la de los refu­giados (los padres de Dulcinea), que lanzan un testimonio hiriente y melancólico: “Nunca se les permitió ocupar un puesto de importancia ni asimilarse. Migajas recibieron como gran manjar. La consigna, por parte de los refugiados, fue de prudencia y de mantenerse al margen. Un pacto establecido. Claro que no pudieron amar al país receptor, aunque dijeran lo contrario” (220). No extraña entonces que el final de nuestro Mateo Alemán II sea grotesco: buscando señas del primer Mateo Alemán (que pasó los últimos años de su vida en Nueva España), es acuchillado en un bar en el poblado de Chalco: “Pinche gachupín, güerejo judío, ¿crees que no te reconocí?” (228).

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Lo que no se reconoce es la curiosidad innata de conocer la condición humana, propia de un espíritu alegre, muy alejado del impulso de muerte que anima la Historia que le toca vivir. Un culillo de mal asiento, traducción popular y humorística de aquel mobile perpetuum que define al judío de todos los tiempos: un fluir continuo39. O como dice esa mamá sefardí: “Cuando el infierno está cerrado, el paraíso está abierto” (19). Finalmente, haremos una breve mención al texto El mercader de Tudela (1998), relato basado en un antiguo libro de viajes, que nuestra autora retoma, respetando ahora la distancia temporal40. Lo novedoso consiste en el rescate de una cartografía judía del mundo del Mediterráneo, que incluye Constantinopla, Antioquia, Jerusalén y Bagdad, más los más extraños y lejanos lugares como India, Adén y Abisinia. El rabí Benjamín bar Yoná emprende un viaje por las comunidades judías en calidad de mercader, portando unos manuscritos que deben ser entregados a ciertos elegidos en cada punto de este itinerario, para su sustitución e interpretación (siempre diferida). Moneda de cambio sagrada, letra cuyo sentido Benjamín ignora, aun cuando sea parte de esa escritura, como lo indica la inicial de su nombre (b de beta, la segunda letra). Texto alegórico, constituye un detallado recuento memo­rialístico de las comunidades judías diseminadas en el orbe hasta entonces conocido, de sus usos y costumbres, sectas, de su origen e historia y de sus lenguas. Es la reapropiación de un espacio cultural, otorgado a través de registros geográficos y filológicos, en la medida que se restituyen los nombres hebreos originales de esas regiones. Así, la ciudad de Dan (en la frontera con Israel) es así llamada por una cueva dedicada al dios griego Pan; pero en su origen fue Laish (como consta en el Libro de los Jueces), habiendo sido fundada junto a las

En el exilio mexicano, Máximo José Kahn escribe Apocalipsis hispánica. Uno de los párrafos que le lee a su amigo Mateo reza así: “Sólo el Dios del más allá del todo y de la nada, el Dios inaccesible para el hombre, es perfecto, sin principio ni fin. Todo lo demás, toda obra, toda idea e incluso la de Dios, ha de ser un fluir perpetuo y sempiterno, como la vida. Es por eso por lo que el judío es, según la interpretación antijudía, el Judío Errante, el hombre que no puede encontrar reposo. En realidad, el mobile perpetuum es el reposo del judío, porque éste es capaz de consumar su existencia” (201). Ante lo cual, Mateo exclama: “El mobile perpetuum, eso es, claro. Lo que yo siempre he llamado el culillo de mal asiento” (202). 40  Según se nos indica en un aparte, es un texto basado en The Itinerary of Benjamin Tudela (1907) y Libro de viajes de Benjamín Tudela (1982). 39 

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fuentes del río Jordán: “afán inútil de convocar el olvido: al fin el nombre verdadero recupera su espacio” (198). Pequeña enciclopedia, es un texto que diagrama en su anécdota el sentido de la letra hebraica. Escuchemos a Azaría, jefe de la Academia de Israel en Damasco en tiempos ya lejanos: “Recuerda que la lengua es atributo divino: nunca conocerás la mente de Dios. Por eso, en los manuscritos que portas, sin saber lo que llevas, tampoco entiendes lo que dice. Porque lo que dice es lo que no aparece escrito” (204). Desde Tudela recuperamos la lectura cabalística de Borges y de Kafka; inscribiendo así lo sagrado en el mundo contemporáneo, vinculado al misterio de los blancos de nuestra mente. O como lo expresa Abraham de Narbora, rabino de Salerno: “Mi tarea más difícil es atrapar el vuelo de las letras: lo que veo ante mí son las veintidós letras volando. ¿En qué orden colocarlas para no destruir el mundo? ¿En qué papel escribirlas y con qué tinta? ¿Qué colores usar? ¿Cómo salpicar el polvo de oro?” (74). ¿Acaso no es esta travesía por la página en blanco, por la invención del silencio, lo que habría permitido a Dulcinea apartar de su vista la mugrosa vida e incluirse en el mundo de los signos y no de los síntomas compensatorios? ¿No es éste el viaje contra la muerte, contra la censura, el refugio último y, siendo sefardita, gozoso? El Sefarad, mundo explorado desde la tradición literaria hispánica en sus diversas vertientes y visto desde las fronteras del destierro (geográfico) y de la experiencia contemporánea de la autocensura, que inaugura una escritura marcada por voces en sordina, ansiosas de ser amparadas en la región de la otredad de la lectura.

Holocausto: nuevas ciudades del pecado, antiguas orfandades La experiencia del Holocausto está muy presente en el entramado de estos relatos. Hemos privilegiado aquí dos textos, uno de carácter más bien filosófico y otro grotesco, donde la marca de la Shoá (en hebreo, ‘desastre’, ‘ruina’, ‘catástrofe’) constituye sustancialmente a la voz narrativa, cargándola de un espíritu nostálgico y apocalíptico. La morada en el tiempo (1981), de Esther Seligson (1941) se nos presenta más bien como un ensayo, un registro de pensamientos a modo de invectivas y plegarias, en convergencia con retazos de vida

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actuales confundidos o abrochados a antiguas escenas bíblicas41. No hay una anécdota que tenga un principio, un medio y un fin (al modo aristotélico); sino un lenguaje circular que gira en torno a los fundamentos, un sordo reclamo a la divinidad, un borbotón continuo, que va acompañado de retratos poéticos que muestran la desazón acumulada en el tiempo, que se torna regresivo: “Negra, un punto de luz negra, se desplaza Raquel por las plazuelas y corredoras fatigando a las piedras con su ancestral congoja, con ese lamento que ya se extiende, musgo fino y lanoso, tras su andar” (44). Son el pesimismo y la recriminación retrotraídos al origen; es volver a situar la duda allí, iluminada por la Shoá. Grandes parrafadas, como rompiendo exclusas, se lanzan contra un Dios distante e implacable: “contigo o sin ti, ¿en qué radica la ventaja? Tu divino pedestal: pesada en verdad es la huella de tu pie sobre nuestras espaldas… Y hubo una noche, Noche de Cristal, ¿dónde estabas?, ¿lo recuerdas?” (60-61). Una voz personal (que aúna las voces de un tiempo vivido como una dolencia larga) va sitiando a esta divinidad, intentando empequeñecerla42. Se trata de bajar a Dios al espacio por Él construido y allí hacerlo infrahumano. Él no está absuelto del Mal: “Ser deseado sin

41  Esther Seligson nace el 25 de octubre de 1941. Es una narradora que se destaca por su entonación filosófica y poética, al servicio de la pregunta por el ser judaico. De La morada, A. Muñiz-­Huberman (gran comentadora de sus escritos) dice: “Es una obra inclasificable, una especie de celebración de las diásporas, del lenguaje y de la congoja. Abarca la historia del pueblo judío en sus manifestaciones místicas. Los personajes son arquetipos como Jacob y Raquel, el Artífice, que es una mezcla de alquimista y cabalista, o la Anciana, que no es sino la Shejiná o sombra protectora de la divinidad. Podríamos decir que se trata de un largo poema de la historia judía” (Muñiz-­ Huberman, El siglo del desencanto, 163). Además de personajes bíblicos, esta obra de Seligson también hace alusión a voces familiares (inmigrantes ucranianos a América). Consideramos que el sostén enunciativo del texto (su disparador subjetivo) es la experiencia del Holocausto; lo cual inaugura un nuevo camino de desandar los orígenes. 42  La dolencia larga del tiempo. El texto incluye dos epígrafes que enmarcan la diferencia abismal entre el espacio del cielo (la escalera, también el tiempo incluido en ella) y el tiempo de los humanos. Una cita es del Génesis: “Luego tuve un sueño y he aquí una escala que se apoyaba en la tierra y cuyo remate tocaba los cielos…”. La otra es de Rilke: “[…] pero una vez en el tiempo, el tiempo es largo. Y el tiempo pasa, y crece, y es como una recaída de una dolencia larga”. La morada en el tiempo: ¿cómo congeniar el pesar humano y el ser divino? Para un examen de la relación entre tiempo y tradición en la obra de Seligson, remitimos al recién citado ensayo de Muñiz-­Huberman, El siglo del desencanto, 169-175.

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límite: ese es en realidad tu deseo. No fue para anularte mejor que te apartaste, sino para significar con mayor énfasis tu voluntad de ser buscado, tu apremiante necesidad de participación. Mas no eres inocente, no, el silencio no te absuelve del mal, que extiende sus pliegues sobre el mundo” (99). Clamor ante el abandono, torrente de rabia melancólica, voz poética que se desborda ante la mudez terrible de esa otra Voz; deseos de libertad, ansia de abandono: “Tú el misericordioso inmisericorde, el que nos teje cepos y enlaberinta: olvidarte, por piedad déjanos olvidarte y que se sostenga erguida el alma sin tu luz y exhalemos el último suspiro sin tantas ceremonias y preámbulos” (110). Y sin embargo, ansia mística de Dios, necesidad irrenunciable de acogimiento: “Pero una oscura certeza sin edad ninguna mantiene mis sangres al acecho… ¿Qué habremos de hacer para que respondas ‘heme aquí’?” (108). Texto de impronta mística, voz que reclama un lugar en el mundo con una plegaria denostativa, señalando los límites de la condición divina. Experiencia contemporánea de sentirse huérfana de Dios. Con la novela David (1976), de Salomón Laiter, nos situamos en el día después de la Shoá, el cual siniestramente es su continuación y justamente en los parajes del paraíso: Nueva York, América, lugares donde van a parar los cuerpos diaspóricos de la Era Nazi43. Alegoría barroca de la sociedad contemporánea alienada por el capital y la técnica, que despojan a los cuerpos de su sello sagrado, nos presenta viñetas grotescas sobre la vida de los inmigrantes en Ciudad de México y en los barrios de Brooklyn y Manhattan, exponiendo las miserias de una comunidad judía apartada de sí misma, pasiva, que no respeta los deberes religiosos básicos del cuidado de los débiles y los enfermos, y que apenas se sostiene en un tronco familiar ya de por sí debilitado por la muerte y la dispersión geográfica. El niño David, nacido en estas tierras, es hijo los inmigrantes ­Oscar Sherer (que escapó de la Alemania nazi a bordo del Bremen y es detenido en Cuba dos meses, para arribar finalmente a Veracruz; en la actualidad es sastre y tiene la ciudadanía mexicana) y de Sonia. De la madre se nos indica en una viñeta expresionista: “Sonia había ­nacido

43  Salomón Laiter ha incursionado en la pintura, como director de cine y en la literatura. Además de esta novela, ha escrito La mujer de Lot (1986), conjunto de narraciones breves, una de las cuales, “El rabino de Praga”, discute la condición culposa, de encierro y de autocensura impuesta por una tradición fundada en el sacrificio.

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una noche de invierno de la guerra del catorce en una estepa, a la intemperie; sus padres huían a ninguna parte. Poco después su sola calle. Población total: ochenta familias y una vaca, Maluska, primera víctima del bombardeo nazi al minúsculo país báltico. Impacto directo al establo” (16). Sus padres son destazados en Alytus, siendo recibida por su hermano Misha en las tierras lejanas de México, donde se había instalado hace ya mucho tiempo. La línea (genealógica horizontal) de los hermanos de Sonia ex­hibe las hebras diaspóricas: Misha el poblano recibe también a Grisha, sobreviviente de Dachau (cuya esposa rusa es detenida en su país natal). Itamar está en Palestina y Carlos viaja a Moscú y luego vuelve con un cargo oficial a Vilna (Lituania); pero desaparece en una de las purgas estalinistas. Las vidas se fragmentan, exhibiéndose también en fragmentos de escrituras, párrafos discontinuos que hacen aparecer y desaparecer estos cuerpos migrantes, marcados por la Era Nazi y luego envueltos por el estalinismo y, como se verá, el macartismo y finalmente consumidos (cuerpo comido) y sacrificados (cuerpo sagrado castrado) en la ciudad del pecado, Nueva York, siendo México una tenue estación de desamparados. La anécdota central gira en torno a una operación regenerativa que sufre el niño David en una de sus manos, debido a un accidente (causado de modo consciente por un amigo de juegos). Una traición, un sino, una marca. La madre se traslada con el hijo a Nueva York, arrienda un sucucho a una familia judía (mezquina e inmisericorde) y luego se procede a la operación en un hospital judío de renombre, donde David permanece un tiempo. El hospital es una alegoría del espíritu nazi, ahora estilizado por la alta tecnología, que incluye el hongo nuclear. Cámara de tortura, laboratorio experimental, banco usurero y de altas finanzas, es un espacio aséptico regido por un idioma inglés lacónico y práctico: “You are a man” (al niño), “He is dead” (por un gangrenado), el doctor Pearson cobrando una sobrecuota (por una cirugía fallida), los empleados muy diligentes: “funciones mecánicas: inyecciones y alimentos” (56), “un recién nacido agónico, en una incubadora” y “una mujer lanzando alaridos aterradores” (en pág. 52). El niño, sin entender mucho, lee un cómic con el lanzamiento de la bomba atómica por parte de pilotos justicieros.

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Las secuencias grotescas se suceden de modo implacable44. Es la monstruosidad de la técnica que deforma lo humano natural; el sarcasmo de borrar un estigma (los números en la muñeca, el paño de la estrella de David, el simple hecho de ser judío) al precio de eterni­ zarlo. La solución médica es un guante ortopédico (una garra artificial), una prótesis; lo cual rompe la armonía de ese cuerpo sagrado. Habrá que anotar que David no se siente afectado por estas manipulaciones. ­Texto alegórico, que condensa la rabia de sufrir una castración simbólica, transforma una parte del cuerpo en una cartografía de los espacios de origen abolidos e intervenidos: “Nacía una piel rojiza, todavía primaria y débil. Quedaban residuos de sutura. La herida recorría la mano; un acantilado, la costa en el invierno. Materiales óseos estallados” (113). Es la caída, la exhibición del presente histórico (en clave norteamericana, iluminada por el hongo de Hiroshima) como la celebración de las ruinas de lo que alguna vez fue sagrado45. El pequeño hongo venenoso del hospital (que aloja y esconde los cuerpos mutilados de la guerra) forma parte de un entorno vital, la ciudad del pecado (el sueño americano al revés), que es necesario borrar de la faz de la tierra. Así, a través de imágenes apocalípticas de destrucción que aparecen fantasmáticamente en los paseos cotidianos de Sonia y su hijo por la ciudad (que incluyen bestias bíblicas, gigantes devoradores y ángeles con la espada desenvainada) se van contaminando los lugares emblemáticos de este templo divino que es Nueva York: el ferry, el mirador

44  El grotesco propone imágenes que tienden a anular el orden natural: lo monstruoso se plasma desde una confusión de dominios, ya sea entre lo animal y lo vegetal, lo animado y lo inerte, lo sexuado y lo no sexuado. Aquí, la confusión ocurre entre el cuerpo y la técnica (cargada de maldad): la mano y la garra artificial, la piel y su injerto. En el estudio ya clásico de Wolfgang Kayser (Lo Grotesco. Su configuración en pintura y literatura), éste propone leer el grotesco contemporáneo como la irrupción de lo reprimido en el escenario de la vida cotidiana. 45  Evocamos aquí la noción de alegoría de Walter Benjamin, de carácter teológico, que plantea que la Historia del Hombre ocurre en el tiempo de la caída, cuando ése aparece desconectado de la divinidad. En el presente histórico, personas, cosas y signos son exhibidos como ruinas o reminiscencias de un tiempo primigenio; mundo caído que sólo podría ser cambiado de modo violento: por la ira de Dios (de allí las ceremonias de exterminio que irrumpen en la novela cuando la madre y el niño visitan Manhattan). Para una lectura de la noción de alegoría teológica según Benjamin, consúltese con provecho el trabajo de Rainer Rochlitz, “The Aesthetic of the Sublime”.

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del Empire State, Coney Island, el Subway, Central Park, Carnegie Hall, Macy’s. Los parientes de Sonia y David viven en N.Y. en un barrio sórdido, de fealdad inconmensurable. ¿El paraíso buscado? El pobre tío de ­David se nos presenta como un actor pasivo de su desgracia, repartiendo fardos de ropa en hoteluchos de prostitutas en un barrio negro. Ciudad inmunda, de estiércol, cloaca: “El mundo era una mierda” (138). Lenguaje procaz para un espacio irredento, donde la solidaridad judía casi no existe, por diferencias de dinero (nótese que el hospital es judío, que opera con los doctores Mengele), manteniéndose las redes de parentesco como único parapeto. ¿Y qué hay del espacio mexicano? Más tranquilo (aun cuando allí es donde David es traicionado por ­Juanito), es un lugar enmascarado del prejuicio, con una comunidad judía dividida por el estatuto social y la ideología. Novela inquietante, a contracorriente del optimismo mostrado en la postguerra desde el escenario de EE.UU., supuesto nuevo espíritu de época. La réplica de la escritura, un hondazo al gigante Goliat, una piedra cargada de ira divina.

Memoria: escribiendo en los bordes Hacer memoria, tener memoria, recrearla; hacer memoria de la escritura, vincularse al origen mediante la palabra. Reconstituir una genealogía que ilumine nuestro linaje y el de todo un pueblo. Conocer el pasado para entender el presente (como lo dice Ernst Bloch) y también estudiar el presente para iluminar nuevamente ese pasado (segunda parte de la frase de Bloch, que se le recorta). Recordar, lo cual implica olvidar; escribir, lo cual conlleva el acto de silenciar. Los relatos judíos se constituyen como actas de protocolo del pasado, de la tradición familiar y colectiva, enunciadas en el presente por una tenue voz singular, que reclama su espacio en el universo simbólico del judaísmo. En este apartado, nos interesa privilegiar aquellos textos que suponen un imperio de la forma para inaugurar esa pantalla virtual que es la memoria. Hay hechos, personas y sentimientos; falta el relato que confirme su trascendencia sagrada y humana. Acaso el relato sea esa escalera que conecte la tierra con el cielo (el sueño de ­Jacob) y los escribas, aquellos que deban no sólo escalarla sino también imaginarla en su construcción. En realidad, todos los textos reali-

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zan estas operaciones; pero hay algunos donde los recuerdos constituyen más bien una pregunta y la memoria, una elaboración; sin que ello borre las imágenes de lo ya vivido. Las genealogías de Margo Glantz es uno de los ejercicios americanos mejor logrados sobre la reinvención de la memoria desde el taller de la escritura46. Una indagación sobre la vida de sus padres rusos, emigrados de Ucrania (escribir una biografía familiar), único modo de reinventarse a sí misma: una autobiografía que aparece ya diagramada en las mismas letras de las genealogías (g-l-a-n-s/z). ¿Cómo reconstituir el pasado de los padres? La hija privilegia la entrevista, convirtiéndola en una ceremonia familiar: periódicamente se instala en la casa de los padres con su grabadora y (con un cuestionario mínimo) conversa con ellos. Es como un juego, donde los padres –Jacob y Lucia– se sienten protagonistas de un relato por venir, cuyo guión en parte les pertenece. Margo escucha, transcribe, vuelve sobre algunas anotaciones de mamá y papá escritas para aclarar ciertos hechos y situaciones, revisa álbumes de fotos, y con todo ello, despacha gacetillas, las cuales con el tiempo van a conformar una serie armónica, aunadas por el afecto y la oralidad que la sostienen. Al escuchar las voces de estos inmigrantes judíos, ya muy mayores, recuperamos su patria chica, la pequeña historia ajena a lo monu­ mental, en la cual los datos sobre sucesos cotidianos y trágicos se personalizan: Lucia lavándole las manos ensangrentadas a los cosacos (a propósito de los pogroms en el pueblo natal), Jacob recibiendo la asistencia de un bombero, luego de ser asaltado cobardemente por un grupo de las Camisas Doradas en enero de 1939 (“No llores judío, venimos a salvarte”, 118). Se recupera una cartografía desde testigos de vista, que ponen nombres y medidas al mundo: “Estamos en Ucrania, en un pueblo llamado Krivoy Rog, a 150 verstas de Novo Vitebsk, su

46  Margo Glantz (Ciudad de México, 1930) es una destacada intelectual mexicana, escritora y ensayista. Sus textos sobre la obra de sor Juana Inés de la Cruz y la Nueva España son ya clásicos. Es profesora emérita de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus genealogías aparecen por primera vez compiladas como libro en 1981 (previamente, sus acápites aparecieron por entregas periodísticas), con addenda y correcciones en 1987, y con un post scriptum en 1990 (más un suplemento de 1997). Mane­ jamos la edición del suplemento. La fecha de este suplemento es la del deceso de su madre: “La lloro, la admiro, me lleno de culpas, vuelvo a llorarla, a admirarla, a llenarme de culpas y escribo estas precarias palabras totalmente insuficientes para recordarla y para ponerle punto final, ahora sí, a mis genealogías” (240).

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aldea natal [del padre]” (43). La ciudad de Cremenchug, en Ucrania, no es sólo un nuevo punto aparecido en el mapa; sino que es donde nació la abuela Sheme, lo cual retrotrae la información al espacio de lo sensible. La hija es la gran mediadora cultural entre el mundo judío-­ruso de los padres y el mexicano. Su relato va otorgando al lector americano imágenes no consideradas en el gran álbum histórico, como los mismos orígenes de estos inmigrantes, el teatro idish que solía animar sus veladas comunitarias en el nuevo país y, en general, la mirada de extrañeza sobre el paisaje mexicano, sus visiones sobre la vida cultural y literaria del D.F. en las décadas de los años treinta y cuarenta. Hacer legible a los padres es hacerse legible a sí misma, lo cual le dará más libertad para imaginar y escribir ese otro México que es el suyo, soñado en el idioma español (y en calidad de hija de inmigrantes). Pero no sólo las materias le preocupan a nuestra escritora (los hechos plenos, la versión marginal de estos testigos); sino también sus sinuosidades, los pequeños descalces de la memoria. Los hechos se bifurcan en las voces de los padres, que no siempre se ponen de acuerdo, y de nuevo se desvían en la escritura de la hija, quien no esconde la hibridación de los cuerpos y sus entonaciones. Cuando leemos una frase, muchas veces no tenemos la certeza de quién habla –“Mi abuelo Osher era ‘un poco más que chaparro, ¿importa?’” (30)–; lo cual es una cualidad pues nos devuelve el fluir de la vida, que se retroalimenta y avanza en muchas direcciones a la vez: “Vivir contagia: mi padre corrige la infancia de mi madre y ella oye con impaciencia ciertas versiones de la infancia de mi padre” (119). Es que, como dice la autora, “los recuerdos son colectivos, de dos” (52). Incluso, algunos de los sobrenombres de la pareja tienden a confundirse, al menos para un oído español: Lucia y Nucia. Y a decir verdad, aquí los recuerdos son al menos de tres (por los desarreglos de la hija)47. Estas genealogías mantienen su vitalidad porque son caseras, regresan libremente a los juegos comunicativos de la infancia, resolviéndose

Uno de los rasgos más originales de esta (auto)biografía es su dimensión intertextual. Cualquier discurso aparece doblado, en un gesto paródico, de estilización o de hibridación, convirtiendo su escritura en un doble de la vida (social), de la conversación cotidiana. El espíritu de nuestra lectura encuentra su natural apoyo en el principio dialógico. Véase Mikhail Bakhtin, Problems of Dostoevsky’s Poetics (1984). 47 

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en el placer de la conversación en el hogar. El pasado no es aquí algo coleccionable, sino una performance donde se improvisa el recuerdo y se lo celebra en un lenguaje lúdico y coloquial. Una celebración de la oralidad y que, cual oximoron, aparece formalmente vigilada por la retórica, que genera un distanciamiento que nos permite inquirir sobre el descalce entre los sentimientos y el lenguaje. Parte de la anécdota sobre estas memorias es gozar con sus pleonasmos, preámbulos, paréntesis, enumeraciones, repeticiones, comillas, resúmenes, citas corregidas y demás. Me atrevo a postular que en esta escritura existe el imperio de la forma; y es este cuerpo formal el que regresa a nosotros en la lectura con la fuerza de lo trascendente. La voz inmigrante de papá y mamá (Nucia y Lucia) es sostenida por una escritora que tiene un peculiar sentido del espectáculo. Evitando todo gesto intimista o de sublimación, hace actuar humorísticamente a sus padres (y a sí misma), en una parodia afectiva de la vida. Presentándose como alguien fuera de lugar (judía extraña a la comunidad: se casa con goi, no sabe preparar golubzes), salda la deuda simbólica escenificando una serie libre de recuerdos de sus padres. Lo notable es que esos recuerdos señalan en ella series inéditas: se acuerda de películas y libros olvidados (que ahora los reubica en el paisaje sentimental de la migrancia), recorre antiguas calles de la ciudad (borrándole sus nombres nuevos), ensaya un viaje a los orígenes (apropiándose así de la nostalgia ancestral). El único modo de ser la inventora de su futuro es procrear nuevamente a sus padres en una escritura híbrida magníficamente conjugada en español, lengua inserta con propiedad en una genealogía ahora plenamente asumida. Esa pequeña joya en miniatura que es La bobe (1990) de Sabina Berman, constituye otro modo de hacer memoria: la recolección de gestos, objetos y ceremonias privadas de los mayores, atesorados por una infante y actualizadas en un retrato poético que mima esas sensaciones infantiles de lo diminuto y lo abultado48. Escuchemos: “­estoy en la cama grande, mullida como una nube. Es una camisa larga, ­blanca” (35).

48  Sabina Berman (Ciudad de México, 1955) ha incursionado en todos los géneros del arte; siendo más conocida como dramaturga. De profesión sicóloga, ha tenido un rol privilegiado en el movimiento feminista y de las mujeres en su país. Aquí presentamos de Sabina Berman, La bobe, cuya primera edición es de 1990.

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La nieta ensaya una mimesis de los gestos de los personajes de su infancia, las autoridades de la casa (los abuelos maternos y la mamá), otorgándonos un delicado dibujo de esos cuerpos ya idos, especialmente de la Bobe, fuente transmisora del Ein sof (en hebreo, sin fin), el sentir placentero de la luz, la devoción del sentir. La memoria es un cofre de cosas y gestos robados al olvido, una escasez de imágenes que envuelven lo inconmensurable: “Imágenes que de niña fui coleccionando, recogiendo aquí y allá, en casa de mis tíos, de mis padres, con la perseverancia con que otros niños coleccionaban estampas o mi hermano mayor timbres postales” (26). Atesoramiento de objetos en la ceremonia del té (“tacitas de porcelana blanca, una línea azul cobalto en el borde, la tetera de plata, la azucarera de ­plata”, 11); de las hablas trabajosas de amigos y parientes lejanos, donde se combinan acentos polacos, del idish y del español (sobrepuestos a la dificultad de la dentadura postiza). En fin, rescate de gestos y señas que tornan sensible un recuerdo que amenaza con apagarse: “Y lo peor es esto, dice mi madre: la guerra se le metió aquí, se toca la frente. Aquí, dice otra vez, pone los dedos sobre su corazón” (85). Si la Bobe ya era un personaje fuera de época (su espíritu parecía estar en otro lugar), aquí se la vuelve a exhibir en la pantalla de la memoria como un preciado objeto sagrado, una foto en sepia, una miniatura divina: “La abuela es una mujer menuda. Sube la palma de una mano a su mejilla y sigue meneando la cabeza, cantando suave. Canta: oy bai boi, oy bai bei bai boy” (23). Habiendo muerto en vísperas del shabbat, deja preparada la comida para la celebración, lo cual hace que su memoria se perpetúe en esa fiesta, donándose: “Nos estamos comiendo a la abuela y ya está dentro de sus nietos. Esa rareza: los abuelos dentro de los nietos” (100). La memoria sensible a modo de las cajas chinas, la nieta engullendo a la abuela (“ese remanso de sangre vieja”, 101), el relato autobiográfico como un efecto programado de la biografía familiar. Texto risueñamente humorístico, que muestra las pequeñas debilidades de los seres queridos, también exhibe las novedades de una nueva generación poco proclive a atender al patriarcalismo que reina en la sinagoga, ni menos a la subordinación en el matrimonio (las siete vueltas en silencio alrededor del esposo en la ceremonia de la boda). De la Bobe (ente pasivo ante el marido) queda, eso sí, lo inasible, la luz de los elegidos. Por ello, su cuerpo (sacado de la tina de baño) es santo, fijándose en la memoria como una imagen que corresponde a las de

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Chagall, pero en su reverso, en su variante escabrosa: “En la plancha está el cuerpo. Como el de una niña flaca. Tan pequeña, enjuta. Casi sin senos. Como el cuerpo de una púber. La carne verdosa. El cabello púbico muy negro, seguramente como los ojos tras los párpados cerra­ dos” (91). Ein sof, lo numinoso en Berman. Quien realiza un ejercicio lúdico sobre los desafíos que implica escribir una historia de inmigrantes (de religión judía y cultura idish, y provenientes de regiones remotas) es José Woldenberg en su relato Las ausencias presentes (1992)49. ¿Cómo escribir una historia genuina, que incluya penas y alegrías, en un formato libre de todo cientificismo, y alejado también de cierto lenguaje melancólico (la marca del dolor exacerbado); cómo comunicar un judaísmo abierto al goce de la vida? La situación anecdótica de base es la siguiente: una joven universitaria (quien llega a México como niña refugiada española) entrevista a un inmigrante judío de Europa del Este en el marco de su trabajo de tesis realizado con métodos tradicionales: el informante debe responder oralmente a un cuestionario previamente organizado según tópicos específicos (Holocausto, shock cultural de la llegada, festividades religiosas, etc.). La incomodidad y decepción son mutuas. El inmigrante, un alter ego de la autoría, resiste el envión metodológico y la joven queda sin datos duros para su tarea. Escuchemos las descargas del informante: “Me preguntó sobre los pogroms, Hitler y su infamia, y por ahí nos fuimos. No se le ocurría preguntarme sobre las películas que veo, la música que me gusta, los paseos que suelo dar con mi familia, todas las cosas que realmente arman una vida y no una pasión o una novela” (23). ¿Con qué opciones se cuenta para exponer esa experiencia? Una opción es el informe científico (descartado, por su imposibilidad de rescatar una sensibilidad); otra es una novela, la cual en materias culturales puede derivar fácilmente en un cómic: “Ya le había contado la forma en que velamos a nuestros muertos y ella imaginaba una historia de vampiros” (81). Y está también la enciclopedia, que no es un relato de vidas sino un corpus de datos: “Ahí se encuentra el conocimiento congelado, es una especie de morgue de la sabiduría” (99). A la autoría

49  José Woldenberg ha escrito sobre ciudadanía y política. Ha ocupado cargos de relevancia pública, como el de presidente del Instituto Federal Electoral, que supervisó las elecciones presidenciales en el año 2000. Es académico de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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le interesa la búsqueda lúdica de la otredad desde un relato que esté libre de los supuestos del positivismo. Por supuesto, exagera. Habrá que tener en cuenta que el tono de este texto es humorístico, siendo acaso su objetivo central provocar a los sabiondos y alertar a los ingenuos respecto de las numerosas obras que lidian con sujetos de la antropología cultural (indígenas, judíos, libaneses, campesinos) de manera muy disímil. ¿Qué propone este inmigrante, dueño de una tlapatería y residente en el país por 30 años? Escribir desde las expresiones propiamente judaicas, ligadas al ejercicio del ingenio y la contradicción, como por ejemplo las bobe maintzes (cuentos de abuelitas, maliciosos y crueles) y las leyendas jasídicas (vitales en su humor sagrado). Su “método” sería semejante al del Talmud, que privilegia un proceso de conocimiento placentero y sencillo: “No se trata de todo el Talmud sino de la Hagadá, la que por encima de toda la parte legal combina todo: epigramas, fábulas, biografías, sermones, dichos, relatos, que en conjunto van conformando una visión de mundo” (68). Pero otra cosa es con guitarra, como dice el refranero popular. El collage de pequeñas anécdotas y cuentos, unido a agudos comentarios sobre la migrancia que conforman este relato judaico; no logran transgredir las normas criticadas –en algo tiene razón la joven escolar cuando comenta los escritos como una serie de estampitas, de airecillos didácticos. Eso sí, es un texto irreverente y gracioso, que reclamaba una nueva escritura en el horizonte de las ciencias humanas50.

50  En la misma fecha, 1992, se publica un libro, ya citado, sobre la inmigración judía en México, Imágenes de un encuentro (bajo la dirección de Judit Bokser) que rebasa ampliamente los límites positivistas de hacer historia. Aquí, el discurso de los investigadores aparece animado e interrumpido por epistolarios, poemas, citas de entrevistas y especialmente por una secuencia continua de imágenes fotográficas provenientes de muy diversas fuentes. Lo prodigioso es que estos materiales no ilustran el texto central (el relato histórico sobre la migración, poéticamente dispuesto, por lo demás); sino que permiten desbordarlo. Y hacia 1993 aparecen siete pequeños volúmenes (en formato de revista gruesa) sobre la inmigración ashkenazi, Generaciones judías en México, también ya citado en este trabajo. Coordinados por Alicia Gojman de Backal, constituyen una mirada lúcida sobre la comunidad judía, que reconstituye de modo sensible la mentalidad y espíritu de los primeros inmigrantes y su legado. Aquí el modelo que se sobrepasa es el de la enciclopedia, pues la información siempre está sostenida por un relato y por una voz que aúna presente y pasado. El álbum de fotos también se disemina en sus páginas. De seguro, Woldenberg habrá gozado con la sencillez y júbilo sagrado de estas páginas.

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Ejercicio de tono menor, rescata lo cotidiano y el goce por el mismo relato, marcando distancias con tonos neutrales o demasiado desgarradores de otras historias. El recuerdo se relaciona con atraer al presente sentimientos e imágenes que están alojados en otros cuerpos y tiempos. Por lo demás, el sujeto es discontinuo, se va desenvolviendo de distintas formas; aunque existe una trama oculta, muy difícil de transparentar, que define la vida de un ser humano. El libro de poemas Yiskor (de la raíz hebrea zajor, que quiere decir ‘recuerda’), de Gloria Gervitz –texto mayor en las letras poéticas– se concibe desde la dificultad de recordar y de las incertidumbres que amarran este proceso, situado en el límite de la vida y de la muerte51. Desde los subtítulos de este libro (Fragmento de ventana, Del libro de Yiskor), entendemos que el recuerdo nos priva de la unidad (ser uno con la madre, consigo mismo), otorgando imágenes intermitentes, fracturadas. En esta escena poética, la voz de la hija (ya mayor), intenta alcanzar a la madre muerta (y a la genealogía de mujeres que la soporta) en un rezo, Yiskor, una plegaria que le permita un acogimiento: dormirse allí junto a esa alma ya ida; yacer para recordar: “Apoyo mi cabeza de niña / Toca tu corazón / Cierro los ojos / Estoy atada a ti como el ahogado a la piedra anudada a su cuello / Ya no tengo miedo / No puedo hundirme más debajo de tu corazón” (38). Simbiosis, hibridez: la madre muerta, la hija que en ese entonces la vio morir, la hija ahora, voces del yacer: “La muchacha que lloraba abrazada a su madre muerta sigue llorando dentro de mí. Y sí, soy yo la que habita este cuerpo” (42). “Yo regreso a casa” (53). Y esa casa, escurridiza, es su madre (junto a las voces de muchas mujeres idas en el recuerdo), cuerpo lejano posando en fotos junto a una muchacha, imágenes huidizas, que apenas una oración puede sostenerlas un momento. Es que el sujeto experimenta un sentimiento de pérdida y de disgregación: Yo y Ella, separadas; y también la hija contenida en dos: una muchacha en el muelle y la mujer deteriorada que es ahora, como lo fue su madre. ¿Cómo corregir los sentimientos y anular las culpas, de qué modo

51  Gloria Gervitz nace en 1943. Es poeta, y también traductora y ensayista. En cuanto al título del poemario, Yiskor, en una nota final la autora indica: “Viene de la raíz hebrea zajor que quiere decir ‘recuerda’ y la oración se inicia con las palabras: ‘Recuerda Dios el alma que pasó a la vida eterna’. Yiskor sólo se reza cuatro veces al año” (102).

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tenerla ­nuevamente a su lado, ahora, como gemela, para no despegarse jamás? “Ahora ha quedado absuelta en la trama que fue su vida. ¿Hubiéramos sido amigas?” (69). La memoria es otro sujeto, una voz desconocida, un momento que se desplaza sin nunca colmarse: “memoria ¿me oyes? / Creces como lo que se olvida” (59). Memoria desolada: “En los jardines de arena lo único que se mueve es el viento” (79). ¿Cuál es la dificultad del recordar? Es que hay un término ausente: no hay una respuesta del recordado. Es allí donde se aloja el reproche. La que recuerda teme ser rechazada, no sabe si ese otro cuerpo la acogerá, teme de sí misma: “Ella no quiere que yo la recuerde” (77). “¿Qué recuerdan los muertos?” (93). Quizás sea un error pensar que sean los vivos quienes recuerden, que sea el presente el espacio donde se articule la memoria desde imágenes dislocadas en el tiempo. La memoria está en el recordado, en ese silencio que va configurando el deseo y la angustia de la que está aquí, junto a nosotros, como implorando a Dios. Yiskor: un rezo para yacer junto a la madre, la necesidad de por fin tocar el origen, lo cual no sabemos si está prohibido: “Acaso somos la misma oscuridad las mismas palabras los mismos gritos / Nunca lo sabrás. Los muertos no entienden a los vivos” (93). Poemario mayor, que anuda el recuerdo a una genealogía centrada en el deseo de reunir todas las voces femeninas queridas y quedarse allí, purificada. Abordemos, finalmente en este acápite sobre la urgencia de la memoria, otro texto poético, Las visitantes (1989), de Myriam Moscona52. Cierta poesía funciona por condensación, a manera de esos fragmentos de sueños cuyos elementos son inagotables y sólo en una más amplia constelación (la de una vida entera o bien la minúscula, incluida en un punto de nuestra historia) cobran su sentido pleno. Texto sensorial, que gira en torno a una mirada sobre lo extraño, misterioso y silenciado de la mujer (sus desplazamientos, desenvolturas y la deseante nostalgia que la sostiene), exhibe la inquietud de inquirir por los parajes del exilio, aquellos sagrados y los actuales.

Myriam Moscona, nacida en 1955, de familia sefardita, obtuvo por este poemario el Premio de Poesía Aguascalientes. Además de otros textos poéticos, ha publicado ejercicios críticos (semblanzas) sobre otros poetas. 52 

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En la sección “Mitos”, se centra primero en la figura de Eva expulsada del paraíso (“Eva la espiga, la firme, la loca”, 19) y luego en la mujer de Lot (“duna, mujer, reverso”, 23), para otorgar la versión obliterada, la que nos mantiene acaso en actitud de ausencia en relación a un pasado conectado a lo humano como dolencia. Son los rescoldos del mito, el reverso deseante de la memoria. Es la vuelta de lo reprimido como nostalgia, el reconocimiento de una pérdida. Sí, Lot volverá: “Te arrancará el pezón / le bastará la sola orilla / para sazonar el pan de diez generaciones” (20). Es el reclamo ante el abandono, la falta inhumana de borrar, de resistirse a recordar, de abstenerse de mirar hacia atrás: “Alguna vez mujeres como tú, / vuelven la mirada para llevarse lo perdido” (23). Por ello se hace volver a Lot al mismo lugar, al único no marchito: “No vengo a molestarte. Hay un gusto a sal que me retiene. / Un gusto a marisma, / al celo aparecido en la vejez” (25). Abandonar un lugar, el exilio: cargar sus raíces sintiendo el peso en sus espaldas. En las dos secciones nominadas con el término “Las Visitantes”, la escribiente escenifica la sensación de habitar en los bordes del desarraigo migrante: “Mosconas de nacimiento / desde Bulgaria / llegaron a depositarme en la ciudad / para después rendirle honor al apellido. El más lento / crepúsculo se avecina. Ay, ¿qué hacer con este vértigo?” (65). Los paisajes y voces del exilio familiar se posan en la página como visitantes a la deriva, tragados por el abandono natal: “Las bocas / asoman caries cubiertas de tesoros. / Andan las mujeres sin nostalgia. / el mar Atlántico / busca abrirle paso a los que nunca volverán” (41). El libro se cierra con el poema “Carta de naturalización”, donde la escribiente se integra a una voz rescatada del olvido, que se asienta en la escritura: “Permanecemos a perpetuidad. / Nos debatimos entre las estancias y partidas. / Deseamos dar a luz a la intemperie / para que la sangre caiga en tierra firme / hasta que las raíces se pierdan en la historia” (70). La escribiente retoca en el papel escenas bíblicas, esboza figuras femeninas contorneadas en su silencio en lugares próximos o remotos (Tánger, Tetuán, San Juan Chamela) y vuelve su mirada hacia atrás, cual mujer de Lot, para descubrir el abandono de su familia inmi­ grante. Es ese gesto de la mujer reverso, el que nos permite recuperar el futuro. Con ella (con Eva, con la mujer de sal, con las exiliadas),

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con las voces de las visitantes: “No habrá árbol genealógico capaz de marchitarse” (22). A modo de colofón, para exhibir los bordes de una memoria tan precaria como lo humano, haremos mención del poemario Vilano al viento (1982), de Angelina Muñiz-­Huberman, que recrea el exilio, ­teniendo como referente privilegiado –como ya hemos visto– la situación de los refugiados españoles. ¿Existirá una memoria acerca del olvido, una memoria de la resta? En el poema que lleva el mismo título del libro, una voz exiliada proclama en voz baja: “Pude escoger alguna tierra / y decir que era la mía, / pero no pude aprender a mentir. / Pude haber olvidado / lo que ya era un olvido / para sólo despertar mi memoria. / Me esforcé porque no muriera / lo que no había nacido. / Tuve entre mis manos / criatura sin forma / de sangre que yo perdía” (35). “Pude haber olvidado / lo que ya era un olvido”: quedarse con la letra muerta, sentir el olvido, dormirse en la memoria. “Me esforcé porque no muriera / lo que no había nacido”: memoria fetal, tejido inerme y sin embargo sostén del presente. El vaciamiento; de cómo se nos chupa la vida y en ese blanco de la memoria (vivido como derrame, sanguinolento) nos constituimos desde una pérdida. (No) renunciar a ser: memoria residual, la marca del exilio.

Kibutz: con nombre de mujer Israel es otro referente obligado en estos textos migrantes, ya sea que ilumine el camino –como en la novela Tierra adentro de Muñiz-­ Huberman, que relata las aventuras de una pareja de jóvenes en su viaje desde el Sefarad hasta la Tierra de Promisión, en el siglo xvi– o que, desde la actualidad, genere una crónica sobre las tensiones subjetivas del reencuentro con las raíces y el deseo de reconocerse en la diversidad, como en las crónicas de un viaje a Israel, de Rosa Nissán53. En efecto, en estas crónicas, ante los mandatos de la tradición, proclama de modo desafiante: “El mundo es sólo uno si veo únicamente desde el balcón de mi casa” (55). Y hay también escenas situadas en los tiempos

53  Véanse Angelina Muñiz-­Huberman, Tierra adentro (1977) y Rosa Nissán, Las tierras prometidas. Crónica de un viaje a Israel (1997).

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bíblicos donde experimentamos la extrañeza de lo sagrado –el andar de Raquel por las calles empedradas, con su ancestral congoja, en La morada en el tiempo, de Esther Seligson. Y sin embargo, no hay textos que de modo explícito focalicen su anécdota estrictamente en esa región espiritual. Por ello, es relevante comentar el relato “Del Señor son la tierra y sus frutos”, referido a la vida de los kibutz (en el espíritu del Eretz Israel), incluido en la novela La señora de los sueños (1994), de Sara Sefchovich54. Relato condensado, que se presenta como una pequeña épica sostenida por la línea femenina de la genealogía (inaugurada por la bisabuela matriarca, de nombre Sara), ensaya un registro menos transitado ­sobre la historia judaica contemporánea: un pueblo visto aquí desde las cosas de la tierra y no desde los grandes pensadores. La fundación de Eretz Israel desde los asentamientos de los kibutz es exhibida a través de un árbol genealógico donde cada nombre es portador emblemático de un relato histórico (diversos grupos migratorios, enfrentamientos fronterizos, cambios generacionales en materia del sentir religioso), que tiene ecos en el ámbito de lo sagrado. El hilo conductor es Sara, quien a lo largo de su vida procrea doce hijos con cinco judíos de diversa condición: ashkenazis y sefarditas, soldados y campesinos, pioneros y sobrevivientes del Holocausto. La genealogía, a través de hijas y nietas, incluye judíos de los kibutz que emigran a América, uruguayos que llegan a estas tierras después de la guerra de 1967 y jóvenes folkloristas que salen a recorrer el mundo con sus canciones. Muy joven, Sara engendra con Dovidl una hija y un hijo. El padre, un judío polaco, abandona un buen día el kibutz avecindándose en la ciudad. Es en esta rama donde se concentrará el relato, privilegiando a las mujeres, ejemplos de liberalidad y c­ ontinuidad

54  Sara Sefchovich, socióloga e historiadora, es una prestigiosa escritora en el ámbito latinoamericano. Esta novela constituye una exploración sobre el mundo de la mujer en distintos tiempos y sistemas culturales. Geografía del deseo diseminada en distintos escenarios, nos muestra a una joven árabe en su peregrinación por Medina y Granada, a una mujer burguesa gozando el mundo en los tiempos de la Rusia zarista, una naturalista (disfrazada de hombre) que ejerce presión sobre Darwin en las Islas Galápagos, una cubana amiga de Fidel que deconstruye sus ilusiones y una occidental que se inscribe en el círculo de Gandhi, más una muchacha mesera que deambula por Nueva York en busca de su destino. Y además, la historia que comentamos, referida a las pequeñas grandes mujeres, los pequeños grandes relatos de la Historia contenidos en los kibutz.

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de una estirpe que en su generación más joven aparece más ligada a la fe y al goce de la vida espiritual. Con Menajen, campesino que muere de malaria, Sara engendra tres hijos. Shlomo, tercer marido de nuestra fundadora, es un soldado sefar­dita que muere en los enfrentamientos de la guerra de independencia, al igual que su hijo. Shaul, gran diversificador de los cultivos de esas tierras (siembra habas, frijoles, guisantes y ejotes), va a América a comprar tractores y allí se queda. Finalmente, Sara se desposa con Jaim, sobreviviente del Holocausto, con quien tiene cinco hijos, un nuevo génesis. Árbol emblemático de la vida, exhibe lateralmente la ruta de destrucción y muerte: la voz central de la historia, Keren, es huérfana de madre desde los seis años, quien muere destrozada por la explosión de una bomba (y recordemos que Sara enviuda por las pestes y las guerras). No obstante, el relato central gira en torno a la agricultura, a los cultivos y los avances tecnológicos; así, dos de los hijos menores de Sara son los responsables de la plantación de girasoles y de la producción de lácteos. Desde las faenas cotidianas de los primeros pioneros y de “los pioneros de hoy” (pues el proceso es continuo), contemplamos de soslayo el espectáculo de orfandad y estados constantes de alerta, aprendiendo de cultivos y muy especialmente, a sobrevivir con tenacidad y esperanza: del Señor son la tierra y sus frutos (como reza el título) y a ella hay que dedicarse. Árbol dañado y sin embargo inconmovible, que se va regenerando al recibir sus términos las mismas nominaciones; así, la abuela Java (destrozada por una bomba) reaparece en la nieta Java (haciendo aparecer nuevamente a Sara a través de sus vocales, letras encantadas). La historia de los kibutz constituye la matriz de Israel, su materialidad espiritual. Lo notable es que se privilegia el ímpetu de vida, que arrasa los preceptos religiosos sobre el matrimonio, la sexualidad y las relaciones de subordinación entre los géneros. Keren, la heredera del legado de Sara, engendra un hijo a los 17 años con un joven de paso por el kibutz (quien nunca se enteró que fue padre) y a los 20 con un violinista ruso, para más adelante juntarse con Yacoob, hombre de gran espíritu religioso que la reconecta con Dios de modo trascendente. Más allá de la posible veracidad sobre la vida en estas comunidades, es clara la intención de la autoría de bajarle el moño, de un modo humorístico, a la tradición patriarcal judía y al rabinato. Esposos en fuga, mujeres que se embarazan con los recién llegados, convivientes; y todo

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ello bajo la mirada permisiva del enclave del kibutz. Una muestra (el último casamiento de Sara): Todos en el kibutz recuerdan con emoción a esa extraña pareja que eran Jaim y Sara, él tan flaco y pequeño, completamente calvo, ella alta y gorda, con su mata de cabello rubio enredado en una trenza, los dos parados debajo de la jupá con todos los niños y con el embarazo tan avanzado, mientras el rabino decía las plegarias del matrimonio (324).

Kibutz, tierra bendita. El relato culmina con el reencantamiento en la fe de las nuevas generaciones, lo cual aúna el futuro con el pasado: “En este lugar [nos confiesa la nieta] he sentido otra vez el espíritu original que animó a nuestra gente a venir a Palestina” (333). Un relato que pone en el centro terrenal y cósmico a la estirpe de las Saras.

Casa patriarcal: hijas casaderas Rosa Nissán, con su Novia que te vea (1992) nos introduce de lleno en la vida cotidiana de una casa judía (donde se habla el yudesmo por parte de la madre), exhibiendo las expectativas que se tienen para las hijas: verlas novias y luego con hishos55. Novela con guiños autobiográficos –que se continúa en Hisho que te nazca en 1996–, nos abre con irreverencia y espontaneidad el mundo convencional del ghetto judío (ritos familiares, barrios, colegios, disidencias entre los idish, los turcos y los árabes, y, naturalmente, los casamientos y las platas), desde la mirada de una niña que crece alegremente, sin mayores traumas. Oshinica (apelativo familiar para Eugenia) nos va contando su vida desde la edad de siete años, cuando asistía a un colegio católico, hasta convertirse en novia, a los diecisiete. La autoría genera una voz ingeniosa y paródica, que se mueve con naturalidad por las cosas nimias de la vida, logrando una impronta coloquial humorística en su habla. Del rezo católico en las mañanas colegiales la niña (impostada por la voz narrativa mayor) nos confiesa: “juntamos las palmas de las manos cer-

55  Rosa Nissán surge como escritora desde el taller de escritura de Elena Poniatowska. Esta primera novela –que sirvió de base para una película del mismo nombre (con guión de Hugo Hiriart), con gran éxito de público y de crítica–, tiene su continuación en Hisho que te nazca (1996). Ha publicado, además, cuentos y crónicas de viaje.

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ca de la boca, cerramos los ojos y decimos la oración al mismo tiempo; se oye padrísimo” (9). Es una voz que goza con los giros cómicos de la lengua, jugando siempre a captar la atención del lector: “[Errol Flynn] es mi artista favorito; anda vestido de verde con pantalones bien pega­ ditos, su bigote negro delgado y se ríe divino (chin ya dije otra vez divino. Divino sólo es Dios)” (49). Sabemos de sus amistades (siempre en el círculo judío y dentro de él, en el semicírculo sefardita) y de sus estudios de periodismo en la Universidad Femenina en horario de tarde (que no pone en riesgo su condición de convertirse en novia) y de su posible carrera como laboratorista médica (que no emprenderá). Es el retrato de toda una generación de mujeres; aquí, en clave judía, donde su lugar en la sociedad y en el templo es secundario. Y en el caso del matrimonio, la tradición de que el destino de una joven sea decidido por la gente mayor y dentro de los círculos conocidos. El ejemplo extremo es el caso del aparejamiento del tío Marcos con su sobrina, aceptado con jolgorio en el seno familiar: Marcos tuvo miedo de probar otra familia; con esta niña no podía equivocarse, puesto que la vio nacer y crecer; es de las pocas mujeres que no perdió su apellido. Su hermano se convirtió en suegro. Todo era una garantía. Son muy felices, se quieren mucho –me dijo [mi cuñada]; mira este bebé güerito, es su hijo, es igual a ella (167).

Uno de los logros mayores de este relato es la serie de parrafadas en yudesmo (el ladino, hablado por la mamá y sus parientes, provenientes de Turquía y Bulgaria), textos que tienen la virtud de ser intransitivos, es decir, que no pueden sustituirse por una traducción sin una pérdida sustancial de su sentido (tono, subjetividad, sintaxis, vida). Demos un ejemplo, en el cual –como en muchos casos– quedamos entre paréntesis: “De vedrá [Raquel] no faltan postemas; me veo a dar un bañico me vo a echar a durmir; mañana te mando un poco de taramá y unas quifticas de poro; me salieron muy ricas, y ¿qué javer con tu hisho, cuándo viene?” (64). Texto dispar en sus logros retóricos y compositivos, pone voz a la experiencia de muchas mujeres hijas de inmigrantes (Oshinica nace

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a­ lrededor de 1939), que emprenderán más adelante en sus vidas caminos más independientes56. Vida propia (2000), de Vicky Nizri, es otro texto centrado en la cárcel del matrimonio; en este caso, estrictamente concertado y realizado con engaño57. Novela escrita en la tradición del realismo sicológico, con retratos que constituyen amplios pórticos de entrada a la cruda intimidad, exhibe junto a la marca de subordinación de la mujer, la del extrañamiento. Los padres de Esther salen expulsados de Monastir, pequeño pueblo serbocroata a raíz de la Guerra Greco-­Turca, arribando a Chile con su hija de apenas un año, e instalándose en la sureña ciudad de Temuco alrededor de 1911. Otros familiares emprenden rumbo a América del Norte y para evitar el enlistamiento de la Gran Guerra, pasan a México. Es el caso del tío Beny (por parte de madre), que espera a su sobrina Esther, ya adolescente, en el puerto de Manzanillo, para continuar viaje a la Cuidad de México. Y está Max, el futuro marido y dieciséis años mayor que la muchacha, búlgaro que emigra a Nueva York y luego se instala en el país. Recorridos migrantes, llevados por la necesidad. Moshon, judío pobre, lleva engañada a su hija Esther en un viaje de ultramar, supuestamente a Nueva York (como premio por su mayoría de edad), pero junto con el tío Beny (brazo materno), la entregan a un judío mayor ya establecido. Es el comienzo y fin de la aventura de esta niña-­mujer: “Es una trampa, una astucia urdida por expertos mercaderes. Zurcido invisible” (109). Nos hemos demorado en el inicio de la trama de la novela, puesto que el lector también es engañado (en un juego

Hisho que te nazca (1996), ya citado, narra la vida de casada de la niña Oshinica y su rebelión: contra la mediocre vida de casada y su apertura hacia un erotismo más pleno. Este texto resulta de menor interés literario que el primero. Más extenso y sin grandes quiebres narrativos, pareciera que hubo laxitud en la corrección. Casi al final, habiendo la protagonista terminado un manuscrito de novela en un taller literario (lo que correspondería en clave autobiográfica, al texto Novia que te vea, primer ejercicio que le otorga una identidad singular), uno de sus amigos escritores llama alarmado a la directora del taller Elena Poniatowska, para que obligue a la alumna a pulir el manuscrito. Elena lo tranquiliza: “Ella es así. Así escribe. Es su primera novela. Ya hará otras. Que pruebe lo que es publicar” (289). Acaso el éxito de la primera hizo que se puliera menos la segunda. Por cierto, Rosa Nissán fue alumna de Poniatowska y Novia que te vea está dedicada a ella. 57  Vicky Nizri (Ciudad de México, 1954), ha publicado cuentos infantiles, cuentos cortos y poemas. Vida propia es su primera novela. 56 

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­ arrativo muy bien dispuesto) pensando que el viaje será una apertura n en el horizonte de la heroína del relato. Nuestra heroína aparece aquí encerrada en un antiguo corro patriarcal, del cual sus guardianas son las mujeres mayores: “Mamá [hija de rabino] iba atada de pies a cabeza con los hilos infinitos de su tradición, anudada en los miedos, en las culpas, lista para repetir una y otra vez el mismo, el profundo insomnio, la eterna vigilia y así reproducir los gestos, las de ellas, las guardianas” (34). Amarga reflexión autorial, que deja a las mujeres fuera del círculo divino: “Los hijos son de Dios, las hijas de los hombres, es varón y no hembra quien inaugura la historia humana y Dios es Él y no Ella” (178). En la anécdota de la novela, a la esposa se le priva incluso de la posibilidad de ser la reina de su hogar, pues aparecen las mujeres del esposo (la madre y más de lejos, la hermana) como realidades esperpénticas (unidas a la primera esposa de Max, viudo), que ocupan la casa. Madre abnegada, que se hace cargo naturalmente de los hijos del primer matrimonio de Max, debe soportar el sino de las mujeres condenadas –y aquí el texto se torna violento y letal: “Incubadoras de un solo anhelo: ser poseídas, denotando así su condición de esclavas. Mujeres cuyo contenido es llenar y rellenarse las entrañas; hacedoras de hijos, transmisoras del germen” (108). Relato más de puertas adentro, con descripciones intimistas del espacio natural, exhibe su seducción desde la violencia de sus retratos y de sus metáforas sensibles: “me dolió ese hombre enconchado, lejano, incomunicado, responsable, mesurado” (215). Ser lejano y en el fondo melancólico, un niño serio, “la voz de Max retumbaba en mi interior, cucharón de metal adentro de olla hueca” (150). La marca judía aparece en la debilidad del tronco masculino, adscrito a pequeñas tiranías dictadas por ellos mismos, que recaen sobre la mujer (como lo dicta la tradición). La identidad comunitaria adquiere aquí de modo notable un sesgo lingüístico, al ofrecer un repertorio íntimo de frases y dichos en judesmo (o yudesmo). Todos los epígrafes bíblicos que inauguran cada capítulo están en lengua ladina: “E serésh komo el uerto ke no tener agua, e será el forte ídolo fetcho estopa. Isaías 30, 31” (199). Hay refranes “–Isha krezisda, ansia doblada– y en tono serio y amenazante concluía [la nona]: –prohibido todo modo de avladero kon cristianos” (57); amén de canciones infantiles y hasta recetas caseras para enfermedades en el lluvioso Temuco, acaso en una mixtura mapuche-­sefardí: “Para la tos ventosa: remosha en alcohol un

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troso de algodón. Préndelo adentro de un vaso chico. Usamos dedal para no quemarnos. Siete basos de birdio abastan… Cataplasmas con semilla felinaza deunflaman los bronkios” (49). Novela que hace transitar a su protagonista desde Temuco, un espacio más ligado a lo natural (pero circunscrito a los ritos de la pobreza) a Ciudad de México, espacio latinoamericano de la modernidad, donde junto a la escasez aparece la riqueza, exhibida en la casa la Magdalena, único trofeo de Esther –cuya compra coincide con la muerte de su suegra Victoria.

Nuevas generaciones: tradición y bastardía Es normal que los escritores algo más jóvenes centren su atención en las generaciones a las que ellos pertenecen, estableciendo un diálogo con la tradición de sus padres, tíos y abuelos. Uno de los ejercicios más originales y bien logrados sobre las componendas de la familia judía (en este caso, de procedencia árabe: los shamis, originarios de Damasco) es Los dolientes (2004), de Jacobo Sefamí 58. Esta novela celebra el espíritu vital de una comunidad, que a pesar del paso del tiempo y de los cambios de valores de una generación a otra, se esmera por “respetar las costumbres legendarias de la comunidad” (56). El relato se abre con la muerte de Simón Galante, el padre de la fa­mi­lia, justo el viernes 13 de septiembre de 1996, en vísperas de shabbat: últimos minutos de 29 Elul 5756 (Yom Shishí) / 1 Tishrei 5757 (Shabbat) Rosh Hashaná. Cada capítulo despacha cada uno de los diez días de duelo, donde desfila toda la parentela, imponiéndonos humorísticamente de chismes, rivalidades, pequeñas traiciones familiares, conjuntamente con todos los protocolos del luto y su performance, siguiendo las instrucciones de los rabinos. Gran cuadro visual de costumbres, enmarcado en el reglamento judaico del duelo, seguido por respeto y cariño a la figura paterna, a la familia y a la comunidad. Es el ejercicio libre de la tradición y en el caso de los hijos, una tarea obligada que por unos días los hace convivir con rezos y e­ nseñanzas

Jacobo Sefamí (Ciudad de México, 1957), es actualmente profesor de la Universidad de California, Irvine. Crítico literario, antólogo y ensayista, entre su variada producción mencionamos su libro El espejo trizado: la poesía de Gonzalo Rojas. 58 

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que no les son muy familiares. A su vez, el narrador, que asume una voz coral (la de los hermanos, acomodándose a cada agente), cual maestro de ceremonias, va haciendo entrar y salir personajes de la escena, coloreando el duelo con información sagrada y profana. La autoría nos integra en el mundo privado judío (de procedencia árabe), mostrándonos sus ritos y chistes, su habla y su modo de convivencia familiar. Es la necesidad de compartir un mundo, acaso de abrirlo hacia la mirada ajena y también de sentirse orgulloso de él e incluso de intentar enseñar sus primeras letras. El despliegue léxico de palabras en árabe (incluidas en el habla de los mayores) y en hebreo ocurre en todas las páginas del libro, colocándose al final un glosario de 160 términos (para los gentiles o gois, y también, suponemos, para los judíos poco asiduos al hablar salpicado y a las referencias lingüísticas). Durante diez días los hijos (cuyas edades fluctúan entre los 28 y los 40 años) se incluyen como pueden en la tradición del luto. También podría decirse que es el discurso de la tradición el que cede lugar a esta ralea de no practicantes. Uno de los mayores goces en la lectura consiste en la fricción que ocurre entre las reglas religiosas y el mundo cotidiano. Así, vemos sufrir a Saqui por no poder aliviarse de sus almorranas con un baño de tina de agua caliente, puesto que produciría placer (y eso está prohibido en el luto). Hay situaciones chistosas, que exhiben la humana complejidad de ritos y costumbres. Así, el caso de Isaac Helfón, que exhibe una aleación heterodoxa: su trabajo es el de rezar de casa en casa por el alma de los muertos, que le ha sido conseguido por los amigos de la comunidad para que pueda pagar sus deudas de juego (es un vicioso del casino y de la hípica). Las visitas de los rabíes a los parientes son de máxima importancia; constituyen una autoridad respetada, lo cual no implica que también se realicen algunas bromillas en sordina. Así, gracias a la intervención del rabí, los hijos aceptan que el tío León (que se portó mal en vida con su hermano David, ahora fallecido) sea invitado a la casa para los protocolos de rigor. Hay unos rabís más queridos y sabios que otros y no siempre hay acuerdo entre ellos en la interpretación de los preceptos. Con uno de ellos –el rabí Asher Zelig del grupo Or– aprendemos sobre las letras sagradas (padre se dice aba en hebreo, es decir, alef y bet, la fundación del mundo), la disciplina del padre y las enseñanzas de la madre. Y hay, por supuesto, una parodia alegre sobre sus figuras, como santos varones: “A los pocos minutos llegó el rabí Mizrahi; con toda parsimonia puso el tefilín y rezó durante un rato por su cuenta.

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Cuando llegamos al shemá, nos dimos cuenta que el rabí se había recuperado y ya estaba en la misma página que nosotros” (114). Un rabí argentino, invitado por la tía del difunto, refiriéndose a los diez días de arrepentimiento, en un arranque retórico expone ante el corro: “ahora es importante ponerse las nuevas ropas, cambiarse de casa y habitar la casa de hazme. ¡Cambio de casa, señores, y no casa de cambio! Helfón [el vicioso de los juegos de azar, que dirige los rezos] celebró la frase con risas, pero el rabino lo miró con reprobación” (134). Gestos, señas festivas, en medio de un luto llevado con solemnidad en la casa familiar. Es notable que en ningún momento en el relato se mencione (ni menos se escuche) el famoso “Grito libertario” dado por el cura Hidalgo, que ocurre ritualmente en el Zócalo, en la celebración del día Patrio el 16 de septiembre. Es que se vive otro tiempo (estamos en el calendario judío), habiendo la nación sido puesta entre paréntesis por la comunidad judía (de estirpe damasquina), sus tradiciones y su marca migrante. Examinemos este árbol genealógico que parte con Simón Galante (el difunto) y Rebeca. Es una genealogía conformada por al menos cincuenta nombres (todos relatos vivientes), de procedencia judío-­ árabe intervenida lateralmente por ramas goi (vía mujeres) y también sobreexpuesto por relaciones simbióticas (casamiento entre primos hermanos). El relato se centra en los hijos, todos hombres (hubo una hermana, que murió en un accidente cuando pequeña). Los lazos familiares constituyen un valor no transable por intereses materiales individuales. Por ello, el tío León (hermano mayor del difunto) es censurado: no favoreció a su hermano en los negocios y éste muere pobre. Además, este tío, en calidad de viudo, no respeta el tiempo del luto, casándose con una goi (en una ceremonia judía en una sinagoga reformista en un barrio adinerado). Desde los hijos, la identidad judaica presenta algunas modificaciones. Jaime, el mayor, sigue la tradición, casándose con una shami y dedicándose de pleno a los negocios (incluyendo a parientes) y a su familia. Pero hay otros, como Abram y Musa, que no saben qué ruta seguir, cómo integrarse armónicamente a la sociedad mexicana y qué lazo entablar con sus ancestros. Emprenden viajes iniciáticos que los dejan aún más perdidos (sus estadías en los kibutz, que en vez de enraizarlos, los sume en una mayor orfandad), se enamoran y se casan con niñas goi (Abram luego se separa) y ensayan circuitos bohemios

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de realización (la música, alejada de los deberes del comercio). Búsqueda errática, que no logra dibujar un nuevo horizonte. La autoría intercala algunos relatos de vida de estos jóvenes (que amenazan con tardarse en crecer) que se abren a la dispersión, apoyándolos en la búsqueda; pero también señalándonos que la tradición es acaso el camino de los caminos. El libro quizás haya sido escrito para que las nuevas generaciones asuman una impronta más religiosa, modo rotundo de incorporarse a la nación. Por de pronto, todos los de esa casa pasaron por alto el Grito y de seguro salieron fortalecidos. Junto a la celebración de una comunidad (un nosotros) que se redescubre y renueva desde la práctica de sus tradiciones; aparece el acto melancólico y obsesivo de un individuo singular, el judío guacho, aquel no reconocido por el padre judío, por haber sido concebido con una mujer gentil. Es la situación planteada en la novela No honrarás a tu padre (2004), de Gerardo Kleinburg59. Aquí se sitúa al protagonista Alejandro en la esfera de los judíos parias: “judíos periféricos, acaso involuntarios: esos que son sin serlo, que han sido elegidos sin haber elegido: los más verdaderos porque dudan a cada instante” (81). Versión judaica del guacherío, una de las matrices del relato latinoamericano (las tierras movedizas del jardín calcinado de Juan Preciado), es una historia construida a través de situaciones circulares que pretenden modificar no sólo la negativa paterna sino una ley que pareciera instalarse en el origen; de allí, la composición ceremonial del texto, las acciones que pretenden conjurar un sino, sin nunca despejarlo del todo. Las acciones circulan en torno a un vacío que no logra ser colmado. Una tarde de un viernes de 1964 (fecha que coincide con la del nacimiento del mismo autor), en vísperas del shabbat, la tía Fedora le muestra la foto del hijo recién nacido a Pedro Roth, judío ash­kenazi, quien se retira sin emitir palabra. Diecisiete años más tarde, Alejandro hace una llamada telefónica a su padre biológico justo un sábado al atardecer y éste lo escucha y no le responde. Este acto fallido tiene su compensación ese mismo día en el acto sexual del joven con su maestra, con la escucha del Tannhauser en versión de Karajan.

Gerardo Kleinburg (Ciudad de México, 1964), es narrador (cuentista y novelista), crítico y promotor musical. Fue director artístico de la Compañía Nacional de Ópera de México durante diez años. 59 

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En el año 2000 (y nos acercamos a nuestro tiempo real), un hombre de 36 años se reúne con sus medio-­hermanos en el Parque Polanco a las seis de la tarde de un sábado. Hay fotos y abrazos. ¿Sustituirá este contacto aquél otro fallido? ¿Será el anuncio de un encuentro? Dos sema­nas después (suponemos que es un sábado), este agente de cantantes de ópera, de visita de trabajo en Valencia, decide otorgar al grupo de ocho hombres mayores sentados en semicírculo en la Basílica de los Desamparados (quienes deciden la distribución de las aguas) la función de miembros de un minián que conforman un tribunal hebreo y expone a ellos su caso. El anticlímax ocurre cuando un grupo de turistas, convocados por una guía sexy, les toma una foto, rompiendo la atmósfera sagrada. Como compensación (o mejor, como un acto denigratorio que confirma la imposibilidad de romper el hechizo de la paternidad negada), tiene una relación sexual con una prostituta de origen oriental en el hotel. Cópulas que escenifican la necesidad de reconocerse desde la procreación; simulaciones de un contacto pleno. El rito de conversión al judaísmo (negado por el padre) que tiene más trascendencia es realizado de modo comunitario, el día antes de la celebración de la circuncisión de uno de los nietos de Roth. Ocurre en Cuernavaca, con la presencia activa de cuatro de sus amigos: un judío puro, un gentil, y entre estos dos extremos, un nieto de un judío que silenció su condición, y un hijo de judía norteamericana y de gentil mexicano. ¿Tienen todos ellos el mismo derecho a formar parte de la comunidad judía? La autoría, con medio cuerpo dentro de un personaje atormentado, intenta diversas interpretaciones teológicas que reintegren al bastardo al espacio judaico. Así, se argumentará que la Tora promueve la suma de lo humano: “de que probablemente el carácter profético y divino de esos viejísimos rollos de papiro estriba en que fueron escritos con las vidas de todos los hombres que habían nacido y que nacerían” (26). En una casa de recreo destartalada (nominada Casa de la Justicia) y acompañados de sones operáticos, proceden al rito de circuncisión de Alejandro, con las adaptaciones del caso: siete cocacolas diet sustituyen al candelabro de siete brazos, un gorrito de los Yankees a la kipá, una Biblia rajada en dos (de la sirvienta, con la Virgen de Guadalupe estampada) y así. Son reapropiaciones, reencantamientos, resemantizaciones de una tradición patriarcal que tiende a sepultar el espíritu de las nuevas generaciones. ¿Un nuevo simulacro? ¿Una transgresión que

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inaugura un discurso alterno al sacrificio que está dispuesto a realizar Abraham de su hijo? ¿Quién legitima la marca judía? En realidad, otros judíos y este caso, los medio-­hermanos de Alejandro (en realidad, una hermana, que opera como mamá que arrulla), que permiten que sus hijas tengan primas y celebren fiestas. ¿Se puede aspirar a más? Alejandro procrea sólo hijas, síntoma de una orfandad como marca de identidad. Texto circular, obsesivo, letal, que en su misma composición formal revela su angustia: se comienza en el punto final de la historia, con el personaje no logrando congeniar sus dos voces: un Él (de su infancia y juventud) y un Yo (adulto); en fin, su figura aparece encerrada en un círculo y no en el vuelo de la espiral. Quizás la escritura sea el espacio que colme el vacío y aúne los espíritus. Lo humano trascendiendo a través de los signos, en busca de la otredad.

In other words: no suffering, no return Si las primeras letras de los inmigrantes ashkenazis en México fueron en idish (el acogimiento de la nostalgia, la mirada del shtetl), las de sus nietos en la actualidad bien pueden pronunciarse en inglés: un nuevo nacimiento, la mirada neoyorquina60. On Borrowed Words (2001), de Ilan Stavans, es una temprana autobiografía, escrita a los 40 años, que legitima un modo de estar en el mundo: “I have made the conscious decisión to find my voice in a language and habitat not my own. The wandering Jew” (7). Nacido en 1961 en México lindo (como titula el primer capítulo del libro), parte a Nueva York a los 24 años de edad, para ser escritor, llevándose consigo El Aleph y Otras inquisiciones, de Jorge Luis Borges (el niño Georgie). Allí seguirá estudios judaicos y luego obtendrá un doctorado en Español. Instalarse en Nueva York, escribir en inglés, adquirir la ciudadanía norteamericana: el viejo anhelo de cualquier inmigrante, el sueño americano. Ahora bien, como estamos frente a un escritor, los hechos de vida no bastan; es necesario incluirlos en un

60  Ilan Stavans (Ciudad de México, 1961) es narrador, ensayista y editor; actualmente se desempeña como profesor de Literatura Latinoamericana (incluida la denominada Latino) en Amherst College. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, la Beca Guggenheim.

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relato que, siendo autobiográfico, conlleva la reinvención de un Yo, un quiebre con otras posibles alternativas que pudieran surgir del pasado (familiar y mexicano); de allí, la radicalidad de la propuesta y el tono ególatra e irreverente del escribiente. Stavans, un judío que no sufre la expulsión de su lugar natal, sino que la busca: “My emigration was carefully planned”. Alguien que parte queriendo cortar de raíz el cordón umbílico, que goza con no echar de menos: “I feel no need to return… I did not suffer” (22). Un ser sin nostalgia. México no es su lugar. Allí la comunidad judía se solaza en el aislamiento, apartándose de la vida cotidiana mexicana: “Why didn’t they ever truly assimilate ?” (23). Incluso, la escolaridad judía ni siquiera los forma en la fe: “I became convinced that my Jewish-­Mexican education had been an exercise in deception. Not only had it kept me away from Mexico’s native population, but it had failed to initiate me into faith as an essential component of Jewish life” (194). En busca de su destino, da la vuelta a la manzana (del mundo), viajando a Israel, a Cuba y a España, señuelos identitarios. Sin embargo, acaso su mirada estuvo siempre en el Norte (a la vuelta de la esquina). Nueva York, ciudad judía, ciudad letrada: “a place where my Jewishness was valued. I wanted to have inexhaustible, labyrinthine libraries around me, where I could get lost” (22). Una ciudad utó­pica, hecha para el goce de la lectura: “Everyone reads –bums, secretaries, subway conductors, nannies– a far cry from my illiterate Mexico, where the written word has always felt like an imposition, a foreign import” (18). Stavans domina varias lenguas. Se crió con el idish y el español, a los cuales agregó en EE.UU. el hebreo y, a modo de paraguas, el inglés. Habiendo tenido que aprenderlo con bastante trabajo (según su propio testimonio), ¿por qué privilegiarlo por sobre la lengua de Cervantes? De paso, su uso léxico y sintáctico del inglés permite que cualquier latinoamericano (pueblo letrado monolingüe) lo lea fluidamente, sin acudir al diccionario. ¿Es que es mejor? Para Stavans, “English is almost mathematical”; al contrario del español, “an imprecise language”. Más aún, de su lengua postula: “it is somewhat undeserving of the literature it has created”. Y culmina en la misma página (en el capítulo titulado “Amerika, America”) con la postulación del inglés como una escalera al cielo (siendo el español el círculo terrenal): “For me, mastering English was, as I convinced myself, a ticket to salvation.

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­Spanish, in spite of being the third-­most-­important language on the globe, after Chinese and English, is peripheral. It is a language that flourishes in the outskirts of culture, more reactive than active” (223). Es notable la resistencia de Stavans a la literatura latinoamericana (salvo la mención de Borges, que puede volverse en su contra, en cuanto éste combina el código del coraje con el de los signos, los compadritos y las mil y una noches, y todo en español). Desde Nueva York, esa literatura es sentida como “remote and unappealing” (19). Por simple asociación, recordamos los gestos cosmopolitas de antaño de escribir en francés (cuando París era la Ciudad Luz), pero también a ese sujeto bifronte que es Oliveira caminando distraídamente por los puentes de París (fumando Gauloises, el cigarro de los latinos) y las barriadas periféricas, venidas a menos, de Buenos Aires, protagonista de Rayuela, la novela vanguardista latinoamericana por excelencia y obra de culto de los jóvenes. ¿Qué decir ante los dichos de Stavans? Una necesidad absoluta de enraizarse nuevamente, una conversión rotunda, fundada no sólo en actos de vida sino en una perfomance lingüística. La voz de un escritor, cubriendo todos los espacios de la carencia, un ajuste de cuentas con una vida anterior desafectada (familia, comunidad, nación) que no pudo ser apapachada completamente por el español. Otra forma de incluirse en el círculo literario judío-­mexicano.

Hacer memoria, escribir, hablar a dios Hacer memoria es recordar: ante la madre, en una oración. Hacer memoria es también recrearla desde la celebración de una escritura genealógica, de descubrimiento e invención. Escribir es dibujar el árbol de la vida e imaginar espacios alternos de realización. Escritura nostálgica, que se enraiza en la concepción de un Dios distante y mudo, al que se le exigen cuentas; al que se le conmina a una revelación, de gran violencia o de pasiva quietud armónica. Lenguajes del fundamento: plegarias, invectivas, visiones apocalípticas, pensamientos crepusculares. Genealogías: biografías familiares, (intra)históricas, retratos en miniatura y festivos cuadros de costumbres; escrituras del Yo, resueltas desde la descendencia y desde los modelos culturales otorgados por la tradición (los textos sagrados, la lite-

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ratura del Sefarad), y por la actualidad: el collage, el fragmentarismo, la hibridez, signos de un ansia de infinito. Sujetos judaicos. La huérfana (y colmada) de Dios, la extravagante (judía que no se reconoce por sus actos cotidianos), la doble exiliada (refugiada sólo en sí misma) y la rebelde pasiva (enroscada en las voces patriarcales). El guacho y el padre protector, el excluido y los apapachados por la familia judía, y el que cambia de domicilio: the one who left (by his own). Verbos conjugados en diversos registros y lenguas. El español deja en el olvido al idish, pero aloja en sus marginales voces caseras el yudesmo (generalmente hablado por las mujeres en el hogar). Lengua española que regresa al Sefarad visitando antiguos modelos culturales: el relato de viajes, la autobiografía de monjas, la picaresca. Escritura de melodía íntima, de registro oral, de cita bíblica, de rezos y actos profanos. Voces híbridas, que conforman un relato que siempre se retoma, como volviendo a los orígenes para despejar su sentido, para no volverlo a extraviar. Escrituras que convergen en un espacio actual, el tiempo presente mexicano, para enunciar lo judaico como aquel espacio privilegiado para lidiar con nuestras creencias, prejuicios e ­ilusiones.

I.3. Letras chilenas: los pliegues de la memoria judía

Si alguien hubiera querido emprender una investigación sobre las ­letras judaicas chilenas hacia fines de los años ochenta del siglo xx –es decir, hace alrededor de veinte años atrás–; se hubiera tenido que conformar con dos novelas escritas en un trabajoso español por dos inmigrantes Ostjuden: Paradojas (1932), de Natalio Berman, quien llega de niño en los albores de la Gran Guerra y Un niño nació judío (1940), de Efraím Szmulewicz, quien arriba muy joven, en los inicios de la Era Nazi; más algunos materiales menores en idish. Sorpresivamente, coincidiendo con el fin de la dictadura militar (1973-1989), irrumpe en la escena chilena una amplia serie de textos sobre el ser judaico en este confín del mundo, de muy diversos formatos: novelas biográficas, alegorías, memorias, bitácoras de viaje, sicodramas y cuentos populares. Y si bien algunos corresponden a la experiencia diaspórica del exilio político de los padres y sus hijos –como en los relatos autobiográficos de Ariel Dorfman, Marjorie Agosín y Roberto Brodsky–; y si las generaciones más jóvenes se hacen cargo de una orfandad que cruza la familia, la nación y los credos religiosos –como en las novelas de corte experimental de Cynthia Rimsky y Andrea Jeftanovic–; aparecen también voces muy mayores que en el ocaso de sus vidas escriben sobre sus lejanos sitios de origen y de su arraigo en el remoto Chile. Así, Gertrudis de Moses (1901-1996), Beinish Peliowski (1915-2009) y Sonia Guralnik (1923-2007) dan señas de una existencia individual y comunitaria en testimonios literarios escritos hacia el fin del siglo xx. Todas las generaciones mosaicas chilenas se proyectan en el presente, como si el fin del exilio interior

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y de la ­autocensura hubieran generado la exhibición de sensibilidades particulares en nuestro país, ahora más abierto a un diálogo cultural amplio. Así, no es extraño que en un clima de apertura ideológica, Guillermo Blanco, escritor vinculado al pensamiento del humanismo cristiano, escriba Camisa limpia (1989), una novela histórica sobre el juicio seguido por la Santa Inquisición al cirujano Francisco Maldonado, que es condenado a la hoguera en 1639 en Lima (habiendo sido apresado trece años antes en la ciudad de Concepción, de nuestro Reino), por no querer renegar de su creencia judía. En el epílogo de la novela, el autor establece una correlación entre los tiempos del ayer y las persecuciones políticas del presente (que estaban llegando a su fin). En breve, hay a lo menos diecinueve relatos escritos a la vuelta de este siglo, de distintas generaciones y formas discursivas, que están centrados en la experiencia judaica chilena. Algunos textos han sido concebidos desde lugares extranjeros de acogida (por ejemplo, los de Ana Vásquez-­Bronfman y Alejandro Jodorowsky desde Francia), desde el bilingüismo (las memorias de Ariel Dorfman, escritas en inglés y en español) o la traducción (el testimonio de Marjorie Agosín sobre su padre, escrito por ella en español; pero publicado sólo en su traducción inglesa). Algunos parecieran escritos por un sujeto siempre en tránsito; mientras que otros se aferran al paisaje chileno, como caracol a su concha –y lo común es que ambos movimientos coexistan en una misma experiencia, como en el caso de los escritores de la última generación: Brodsky, Rimsky, Jeftanovic. Obrando como un regreso de lo reprimido, junto a estas voces judaicas, se modulan también en la actualidad voces étnicas –relatos y poemas mapuches, escritos en español y en mapudungun–, signos de un vasto movimiento indígena social y político, de carácter reivindicativo, que ha generado una crisis en torno a la noción hegemónica de nación61. En estos años de crisis (es decir, de cambio social y cultural, de una reflexión sobre la identidad nacional), irrumpen también desde

61  En el ámbito de la poesía nacional y mapuche, mencionemos los nombres ya consagrados de Elicura Chihualaf, Leonel Lienlaf y Jaime Huenún. Anotemos también una antología fundacional sobre las voces de mujer: Hilando en la memoria. Antología de siete mujeres poetas mapuches (2006), que recoge textos de Graciela Hunao, Faumelisa Manquellipan, Maribel Mora Curricio, M. Teresa Panchillo, Roxana Miranda Rupailaf, M. Isabel Lara Millapán y Adriana Paredes Pinda.

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relatos históricos y literarios una serie de textos sobre las imágenes de mujer, sorprendiendo el grupo de cinco novelas dedicadas a doña Catalina de los Ríos y Lisperguer (1604-1665), alias la Quintrala, modelo femenino chileno de perversidad y barbarie que en estos relatos recientes es deconstruido, a la luz de nuevas categorías culturales en torno a las identidades de género62. En fin, en el ámbito teatral, voces muy jóvenes pasan revista a los padres de la patria –como la dramaturga Manuela Infante con su obra Prat (2002)–, desvirtuando los ­discursos míticos que los sustentan; como exigiendo una regeneración simbólica de la noción de autoridad. Una sociedad chilena iluminando sus malestares desde sus discursos literarios, los cuales escenifican posibles sujetos y sensibilidades que reinventan la tradición: ese es el marco de inscripción nacional de nuestras voces judaicas63. En las páginas siguientes, realizaremos un panorama de la literatura judía chilena, a partir de varias entradas de lectura que se van combinando entre sí, conformando una espiral en la cual la memoria se sustenta en las rutas de viajes del Judío Errante64.

Existe una trilogía, escrita por Gustavo Frías, más una novela histórica de Juanita Gallardo y, para nosotros la más llamativa, la escrita por Mercedes Valdivieso, Maldita yo entre las mujeres (1991). 63  Destacamos aquí el trabajo de investigación de Gilda Waldman “The Literary Construction of Jewish Identity in Chile. A Cartography of Recent Memories” (en Eliezer Ben-­Rafael, Judit Bokser, Yossi Gorny y Raanan Rein [eds.], Identities in an Era of Globalization and Multiculturalism, 231-251). De su amplia reflexión, anotemos algunas marcas de identidad de los protagonistas de estos relatos: identidades exiliadas (en Vásquez-­Bronfman); identidades “fuera de lugar”, que luego modifican su curso, mediante una fusión afectiva con el nuevo destino (Guralnik); duelo por una identidad unívoca esfumada y nueva morada en el diálogo y cruce de culturas (Dorfman); identidades móviles, en proceso de construcción más que de ser (Rimsky); Chile como lugar perdido (Agosín) y en los más jóvenes, como morada provisional (Scherman, Rimsky, Jeftanovic). 64  Como ya quedó establecido en el “Prólogo” de este libro, indico aquí que este capítulo panorámico sobre las letras judaicas en Chile es deudor y aparece imbricado con aquel dedicado en el libro escrito en coautoría con Jorge Scherman Filer, amigo escritor y ensayista con quien despejamos en un diálogo inédito los avatares mosaicos. Para el pleno despliegue de las voces judías en Chile y sus muy diversos circuitos comunicativos, remitimos entonces a Voces judías en la literatura chilena (2010). 62 

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Operaciones de la memoria La escritura judaica es un ejercicio ritual de reafirmación de los orígenes. La memoria es permanencia, una voz colectiva que va formando series de relatos en el tiempo, que se van aunando, más allá de la dispersión diaspórica de sus cuerpos. Siendo un pueblo que vive para el recuerdo; vive también la inminencia de su desaparición. ¿Qué imágenes pueden sostener una experiencia milenaria que se retrotrae al Génesis? ¿Cómo resguardar un cuerpo sagrado que ha sufrido constantes mutilaciones, qué formas constituyen marcas imperecederas de sobrevivencia? De la Biblia, el árbol genealógico, que cubre la distancia que va del cielo a la tierra; de los recuerdos (la mente como un set fotográfico), los álbumes, pedazos de vida (ramitas); y de las borraduras, las escenografías, instalaciones artísticas que señalan un supuesto vacío o una represión original (raíces al aire). Operaciones de la memoria, acciones de trascendencia. Hay árboles genealógicos que desafían el tiempo. Es el caso de la novela Donde mejor canta un pájaro, de Alejandro Jodorowsky, cuya genealogía se remonta a los inicios de la Modernidad, marcada por la expulsión que sufren los judíos de su Sefarad, extendiéndose por todo el orbe65. Este árbol familiar de los Jodorowsky (cuyo apellido, se nos explica, fue un canje bienvenido por necesidad de sobrevivencia en la Rusia zarista) es alegórico, pues está concebido para que coincida con el de la diáspora, adquiriendo entonces un sesgo barroco, en cuanto tapa el horroroso vacío de una descendencia cruzada por cortes, olvidos, censuras y estrangulamientos.

65  Alejandro Jodorowsky (Iquique, 1929) es un artista consagrado mundial­mente, que ha incursionado en muy diversos géneros: la pantomima (habiéndose incluido cuando muy joven en la compañía de Marcel Marceau), el film (con películas de culto como El topo, de 1969, La montaña sagrada, de 1972 y Santa sangre, de 1989), el cómic de ciencia-­ficción con elementos esotéricos, la novela, el ensayo y el cuento. Abandona Chile en 1953, rumbo a París, para estudiar pantomima; más adelante vive en México donde monta obras teatrales y vuelve a París, donde actualmente reside. Especialista del tarot, es creador de lenguajes y experiencias de sanación (la psicomagia), expuestos en libros de autoayuda. Su novela autobiográfica ha sido publicada primero en su primera parte y luego en su primera parte y su continuación, bajo el mismo título. Nosotros nos guiamos por la edición más reciente y de mayor extensión: Donde mejor canta un pájaro (Santiago: Random House Mondadori, 2005).

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En este relato cada personaje es una rara condensación de vidas insertas en el tablado histórico, y de cuentos fabulosos (horrorosos, de hadas, hagiográficos, variantes bíblicas) en que están transcritas. Las situaciones son las consabidas: las quemas en Valencia en tiempos del edicto de los Reyes Católicos; los sitios posteriores de enclave en Italia, Grecia, Sicilia, Egipto y Turquía; el ghetto de Varsovia, las carnicerías de los cosacos en Ucrania; y ya en tierras sudamericanas, la pampa prometida argentina gracias a las platas del barón de Hirsch. Y por último, el peregrinaje familiar por los conventillos santiaguinos y la pampa salitrera en el Chile del primer tercio del siglo xx. Marionetas escabrosas, los personajes son rellenados por discursos culturales que los llevan al despeñadero. Así, el sadismo es uno de los dispositivos para cercenar las raíces de la dignidad humana. Lo común es que la sexualidad –en cuadros reiterados en diversos tiempos y espacios– aparezca de modo dislocado: penetraciones por el ano (y no vaginales), mutilación, asesinato y luego violación de viejas e infantes, como cuerpos santos, caderazos diabólicos (y no caricias); en fin, destrucción y muerte y no creación y vida; todo lo cual remarca la violencia ejercida hacia el pueblo judío, humillado y castrado por creencias, imperios y prejuicios. Junto a esta sensación de desposesión, aparece la invisible continuidad de la especie (judía), que se convierte en el revés de la Historia y que vive su experiencia desde la parodia de la vida a la luz de sus libros sagrados, que incluyen en sí la autoparodia y la posibilidad de una interpretación y transfiguración infinita del mundo. A nivel de la enunciación, esta genealogía está patas para arriba. Si lo normal es que los padres fantaseen con el destino de sus progenitores, inventándoles una biografía antes de que nazcan; aquí es el hijo (el último eslabón de la cadena, una rama al aire) el que logra juntar los destinos de sus padres para que lo procreen y de seguro reelabora la genealogía otorgándole un sesgo distinto a los cuentos familiares escuchados. Porque él escribe para reinsertar una anécdota familiar en el árbol sagrado, que incluye a todas las familias judías. Es la inserción en una tradición y su trascendencia, lograda a través de un coro desaforado de voces y discursos que, sin embargo, como con los mariachis mexicanos y sus desiguales instrumentos, logra una melodía que perdura y puede ser retomada desde cualquier lugar del planeta. Si la genealogía de Jodorowsky es de carácter universal (la versión judaica de la historia de la Modernidad); la expuesta en la novela Las jaulas invisibles, de Ana Vásquez-­Bronfman, es americana: un

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discurso armónico de un mestizaje soñado en el Reino de Chile entre la rama judía inmigrante y la rama chilena (sostenida por una matriarca mapuche)66. Son los sueños de encuentro y fusión de marginalidades primas: cuerpos migrantes, saberes antiguos, voces femeninas que transgreden la prohibición del cruce cultural. Así, se nos presentan dos genealogías: la de la joven Mariana ­Vershenko Freudenstein, cuyos padres emigraron de los pogroms de Kichinev a comienzos del siglo xx, siendo unos niños; y la de su amiga Verucci Araneda Guerra, cuyas familias provienen de la zona del valle central del mismo Chile. La amistad de Mariana (con nombre cris­ tiano, siendo judía) con Verucci (con nombre ruso, siendo más chilena que los porotos), está fundada en un diálogo cultural: en ambas hay una descendencia irrenunciable, que otorga identidad: ancestros judíos y ancestros mapuches. Y también, son todas familias migrantes; en el caso de los chilenos, del campo a la ciudad, lo cual los ha empobrecido, dejándolos al margen de las élites. Como en los folletines sociales, Vásquez-­Bronfman bosqueja aquí un proyecto de país, donde las contradicciones sociales y culturales se superan, gracias al predominio de los rasgos positivos de estos actores vernáculos67. Anotemos también que en esta novela la fortaleza del árbol está depositada en las bisabuelas, que contienen una voluntad transgresiva ligada al goce (la libertad sexual de la mujer) y la sobrevivencia (su vitalidad y constancia). Así, por el lado mapuche está la Poto de Oro, meica descendiente de cacica, que embruja a los hombres, pero no acepta casarse con ellos. Por el lado judío, se erige Bobha Birka, una niña pobre y bonita del ghetto de Kichinev, casada con Schlomo, que tiene un modesto taller de peletería. Pues bien, ella se ve obligada por las circunstancias a tener relaciones con un oficial del ejército del zar, engendrando un hijo que será el que vendrá a América. Se anudan aquí

66  Ana Vásquez-­Bronfman es una conocida investigadora en el área de la psicología social. Luego de trabajar como académica en la Universidad de Chile, partió al exilio a Francia, donde continuó sus labores en el Centro Nacional de Investigación Científica de París. Fallece en el año 2009. Ensayista y escritora de ficción, publica en Chile su novela Las jaulas invisibles (2002). 67  Como es evidente, esta novela puede leerse, siguiendo la propuesta de Doris Sommer, como un romance nacional, donde las uniones amorosas tienen un marcado carácter alegórico, en el ámbito de la fundación de una nación, mostrando aquí los problemas religiosos, ideológicos, económicos y culturales de un país. Cf. su Foundational Fictions. Romances of Latin America (1991).

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la obligación y el goce, la necesidad y el sacrificio. Es la sobrevivencia, el acto simbólico que marca los orígenes con elementos foráneos, con subordinaciones odiosas. Notemos, sin embargo, que esta muchacha pobre, sin dote, fue ofrecida según la costumbre por una casamentera a esta familia de peleteros. El legado de Birka es la vida misma, una vitalidad que genera nuevos límites y gran independencia en el mundo privado. Si hay árboles alegóricos (de la Humanidad, de la Nación); también los hay más circunscritos a una historia familiar de inmigrantes, como en la novela Por el ojo de la cerradura, de Jorge Scherman, quien diseña una línea, una singular matriushka con cuatro figuras: Brana, la abuela Viera (figura central), la madre (innominada) y la hija Mariana, una dentro de la otra68. Es una historia familiar, sintonizada por cierto con el relato histórico del siglo xx; pero delimitada al espacio privado de una casa móvil judía que se desplaza por una superficie colmada de pequeños nudos de silenciamiento. Adoptando una perspectiva muy original, el autor les da la palabra a las mujeres, para que den cuenta de sus vidas de un modo personal. Serán ellas las que hablen, se recriminen y se hagan cargo de los repliegues masculinos, en una familia donde los hombres se comportan como niños alegres y traviesos, o como entes rencorosos y desesperanzados. Viera, la abuela, es la que fecunda a la estirpe, generando un vínculo sagrado que supuestamente puede reparar en el futuro el daño que han producido los males del siglo xx: en este caso particular, las persecuciones estalinistas (que conllevan la desaparición de Grisha, querido hermano de Viera), el Holocausto (que daña sicológicamente a Bernardo, futuro esposo de la hija de Viera, quien dañará a su grupo familiar), golpes de estado y dictaduras (se reviven en Chile las desapariciones de antaño) y atentados terroristas –el libro se cierra con la trágica muerte de la misma Viera, que emprendía el viaje de regreso a los orígenes.

68  Jorge Scherman Filer (Santiago, 1955) es escritor y ensayista. Ha publicado cuentos, novelas, textos de crítica literaria y tiene un valioso manuscrito sobre Marlon Brando. Además, en su calidad de economista, ha publicado trabajos sobre economía social. Actualmente está elaborando su tesis doctoral sobre las voces literarias judías en Chile y en EE.UU., en el programa de postgrado de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Por el ojo de la cerradura (1999) corresponde a la segunda de sus tres novelas publicadas.

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La imagen del árbol genealógico genera un efecto de continuidad en el tiempo, más allá de sus injertos e interrupciones. Ahora bien, existe también otra figura que sostiene la memoria judaica, más espacial que temporal, más fragmentaria que de unidad total: el álbum familiar, a manera de estampas (recuerdos, pensamientos, reflexiones, fijación en objetos en un diario de vida judaico) o de boletines (telegramas diagramados en un diario mural sobre la sobrevivencia)69. Los relatos de Marjorie Agosín semejan estampas, por cuanto funcionan como imágenes trasladadas al papel, a partir de una memoria comunitaria transmitida por las voces femeninas. Así, en Sagrada memoria, en un ejercicio de hibridación, la voz de la abuela Helena (la dama de Viena, que logró escapar del nazismo) es acogida en el Yo de la mamá Frida (niña que en la pequeña localidad chilena de Osorno era llamada normalmente “perra judía”), que a su vez es acogida en un Nosotros (Tú y Yo, madre e hija), en un relato que recupera en círculos concéntricos los fragmentos de una historia familiar y comunitaria 70. Lo que la última voz agrega (la de Marjorie, la hija) es el acogimiento presente en un lenguaje poético que resguarda pensamientos, objetos y seres de la destrucción total71. En vez de un árbol, sus pequeñas ramas sostenidas por una tradición que se recupera a pedazos, a pequeños borbotones, por minicapítulos. Las personas son abiertas como cofres, atesorando gestos, objetos y escenas de la niñez. Arman la memoria de mamá Frida las impresiones de los años 1936-1938 en la ciudad sureña de Osorno –­signo del Mal, que esconde en su nombre los hornos del porvenir– cuando asistía a un colegio fiscal y acompañaba a su padre Joseph a la

La oposición entre árbol genealógico (la ordenación temporal) y álbum de familia (la yuxtaposición) ha sido planteada para un conjunto de relatos judaicos chilenos por Stefanie Massman en su texto “Árbol genealógico y álbum de familia: dos figuras de la memoria en relatos de inmigrantes judíos”. Nosotros continuamos trabajando en esa oposición, estableciendo otras relaciones. 70  Marjorie Agosín Halpern (Santiago, 1955) parte a EE.UU. junto a su grupo familiar siendo una adolescente. Poeta y ensayista, ha escrito sobre la mujer, la identidad judía latinoamericana y los derechos humanos. Sagrada memoria (1994) nos revela la voz de su madre; mientras que Always from Somewhere Else (1998), relata la biografía de su padre. Es profesora de Literatura Hispanoamericana en Wellesley College. 71  En la analogía con el álbum fotográfico, Massmann sugestivamente propone: “En su intento por rescatar los recuerdos de su madre, la autora engarza visiones repentinas de pequeños sucesos o breves escorzos de personas y lugares: estamos, pues, frente a un álbum compuesto de retazos, de fotos desteñidas y maltratadas” (134). 69 

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estación de trenes a recibir a algunos refugiados que habían logrado escapar del nazismo. Los hechos venideros –el Holocausto, las continuas separaciones– aparecen incorporados retroactivamente en esas impresiones tempranas, siendo Osorno el hueco que la memoria tiene que hurgar, volviendo a pasar por su maldición, su escarnio –allí su nombre era “perra judía”, “judía de mierda”– para incorporarlo como una herida viva. Desde el Holocausto, Osorno es su cifra adelantada en los años treinta y un testimonio del porvenir: en los años noventa, las fotos de Hitler siguen allí, ofrecidas ahora en las tiendas de antigüedades para adornar la casa familiar. Marjorie Agosín ensaya una poética de las cosas que le permite ejercer una sublimación del mundo maligno, una conversión del mal en una armonía plástica. Es un texto compuesto por viñetas, que estampan lo cotidiano (la casa, el jardín, el samovar, la visita al pueblo al cabo de los años), las voces refraneras del prejuicio (los judíos tienen cachos y se bañan en la sangre de Cristo en los días de resurrección), conjuntamente con escenas de horror (incendios, asesinatos, persecuciones), y con reflexiones sobre el ser judaico a partir de la orfandad sentida por una familia errante. Remiendos poéticos, fragmentos; lo cual no significa que el paño sagrado esté rasgado; por el contrario, estas voces e imágenes discontinuas constituyen reminiscencias, testimonio de un discurso trascendente. La estampa, otro modo de recordar, pequeños mundos atesorados, invisible serie que conforma la tradición72. A diferencia de estas estampas –que figuran una memoria circular, en la cual una voz son todas las voces–, también se da una memoria registrada como un manojo de cartas rescatadas en un boletín que una familia judía compone para sí misma, como testimonio de su sobrevivencia. Considerada “una obra maestra familiar”, El camino arduo

72  Una interesante aclaración sobre el sentido que adquiere la fragmentación en este relato, es otorgada por Magdalena Valdés en el documento de trabajo “Marjorie Agosín y Cynthia Rimsky: construcción de la identidad inmigrante. Un análisis comparativo”. Allí se indica: “[Figura] fragmentada porque no importa la cronología ni el orden de los sucesos narrados, sino los hechos mismos y sus significaciones. El pasado, la memoria histórica, se presenta de manera instantánea como un todo, como un gran símbolo, más que como una sucesión. Una memoria que se encuentra atravesada por una infinidad de voces, por el peso de la deuda con la tradición y por el deber con la herencia. Esta estructura dispersa le permite, además, caer en una serie de reiteraciones de historias, objetos y personas, perfilándose una especie de memoria circular” (40).

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está compuesto por una selección del paquete de cartas celosamente atesoradas, que fueron recibidas por Rodolfo Haymann (Rudi) entre los años 1939 y 1948; mientras estaba lejos de su familia73. Huellas migrantes, esas cartas corresponden a sus padres (Vati y Muti) y a su hermana Hilla, judíos alemanes que lograron salir de Berlín y llegar al lejano país de Chile. El hijo había emigrado meses antes a Palestina, donde vive en un kibutz, para luego incorporarse a una brigada judía del ejército británico y participar en la guerra en el Norte de Africa y en Europa, para finalmente reunirse con su grupo familiar en Chile hacia 1948, luego de resolver engorrosos problemas de visa. Obra de factura familiar que genera un artefacto cultural; una especie de diario informativo que registra diversas secciones en cada hoja, constantemente intervenido por un registro fotográfico que incluye retratos, papeles de desalojo de domicilio (en Berlín), documentos de emigración (con la J de Jude), sobres con timbres de la censura y de cambio de domicilio del soldado (postes restantes de la brigada a la que pertenece, cuerpo migrante pronto a difuminarse en la cartografía de guerra); amén de algunas vistas antiguas de Berlín y de Valdivia. Texto colmado de huellas dispersas finalmente reunidas, dispuestas en columnas, con distintos tipos de letras, que contiene una selección del registro escrito de las angustias y afectos de una familia judía alemana emigrada a nuestro país. Relato condensado, de frases telegráficas, que se baraja con los elementos que se han salvado (las cartas) y de ellos, con lo traducible (conocemos pedazos, puestos ahora en español); un puñado de enseres (palabras) que encierran muchos años de humillación, de miedo y de incertidumbre: la horrorosa muerte de muchos miembros de la familia en Alemania, la complacencia chilena hacia el nazismo (“Yo odiaba Valdivia con toda mi alma”, confiesa desde el presente Hilla), los trabajos insignificantes y la consiguiente estrechez y pobreza.

Rudi Haymann (Berlín, 1921) emigra a Chile en 1948, para reunirse con su familia, que había llegado a nuestro país una década antes, huyendo de los nazis. El camino arduo (2000) corresponde más bien a una autoría familiar (aunque la portada lleva el nombre de Rudi); mientras que El tren partió a las 20:30, memorias de un migrante: desde Berlín hasta Chile. 1938-1948 (2005) es un texto autobiográfico sobre la odisea del joven Rudi para llegar a reunirse nuevamente con los suyos en Chile, tierra nueva y extraña. Durante su vida, nuestro autor se ha dedicado al diseño de mobiliario mo­ derno. Como memorialista, tuvo como mentor al escritor Carlos Cerdá. 73 

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Más documental que el testimonio poético de Agosín; más frágil y menos ligado al espacio sagrado de la tradición (a pesar de que se soportan los mismos horrores); es, en realidad, un álbum de guerra, donde lo más privado (las cartas) circula en clave, incluso hasta el presente, pues nos llegan en traducciones y a pedazos. Memoria esquiva de lo reprimido, que se manifiesta en un diario mural, un pequeño regalo de una familia inmigrante para los lectores, un álbum con fotos a medio velar (correspondiente a un rollo no revelado por completo). Los árboles y los álbumes están sostenidos por los discursos de la tradición y por la impronta familiar. Existe un núcleo de pertenencia, desde el cual surge una voz en plural. No es el caso de aquellos relatos que se conforman como escenografías, que soportan sujetos individuales, que sólo se proyectan desde la realización de un proyecto artístico. Así, Poste restante, de Cynthia Rimsky, se constituye como una instalación artística, que resuelve los actos de un viaje emprendido por Cynthia hacia Israel, Chipre y una serie de puntos diseminados en el cambiante mapa de Europa del Este74. Si lo común es contar con un álbum familiar, el cual quiere completarse a través de un viaje a los orígenes; aquí la situación de la autobiógrafa es inversa: no hay interés familiar por formar un álbum (los padres se guardan sus recuerdos); ante lo cual hay que simular uno para emprender una travesía que registre los blancos de la memoria, sin necesariamente llenarlos. Cynthia encuentra un álbum en una feria de antigüedades, con fotos de una familia cuyo apellido es casi idéntico al suyo, se apropia de él y lo usa como guía en un viaje circular en busca de un centro interior, en el cual lo judaico se cruza con una pregunta por el género y por la literatura y sus procedimientos. Viaje postmoderno, de un sujeto que se constituye en los márgenes de las utopías teológicas y políticas. Esta protagonista-­escritora no busca esencias ni restos arqueológicos; ni tampoco tiene la obsesión por identificar a sus ancestros, acaso porque esté convencida de que hay represiones originarias y prefiera trabajar desde el olvido puro. Finalmente, la aventura cobra sentido en un artefacto donde la experiencia existencial y la anécdota importan casi menos que sus soportes:

74  Cynthia Rimsky Mitnik (Santiago, 1962) ha publicado tres novelas, centradas en una reflexión sobre la identidad personal en estos tiempos postmodernos. En dos de sus novelas, la pregunta por el ser judío es crucial: Poste restante (2001) y en una seña directa a Maimónides, Los perplejos (2009). Es profesora de Guión Cinematográfico.

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un cuaderno, una agenda, un computador, un álbum de 11,5 por 9 cm, con fotos de 6 por 8,5 cm, fotos de cajón (en fotocopias) y todo tipo de mapas: del metro de Londres, de Chipre (comprado en Limassol), de Ucrania, uno recortado de un periódico de Cracovia, mapas a mano con flechas, cruces y nombres (en hoja cuadriculada), cartas, postales y sus respectivos sobres, una carta al editor de una revista chilena (foto­ copiada en reducción), un correo electrónico y de paso esquemas de posibles relatos literarios. Ansias de pertenencia, pero deceptivas; álbumes de familia con sus referentes extraviados; afanes de coleccionista memoriosa, al servicio de una resolución artística, que exhibe un sujeto postmoderno: contra-­ utópico, que piensa en fragmentos, que desafía la tradición, que la lee desde su revés, exigiéndole nuevos horizontes. Si la letra de los cuadernos de Agosín aparece amparada por las historias escuchadas; hay otras caligrafías que tienden a ser intransitivas e incluso, están diseñadas como compensación personal ante el caos circundante. Escenario de guerra, de Andrea Jeftanovic, es la historia de la fragmentación familiar –separación matrimonial, medios hermanos, constantes cambios de casa, crisis económicas, actitudes esquizoides de los padres– contada desde una mirada infantil infartada en la ­adulta75. El sentimiento de orfandad es reduplicado por la marca silenciada de lo judío, que no es traspasado a las siguientes generaciones. La pequeña heroína revela esta marca de modo tangencial en el relato, como si tuviera vergüenza ajena o lo quisiera mantener en secreto o sólo para cierto público. La única salida para esta abandonada es la construcción de un espacio propio, la escritura, su cuaderno azul, donde puede ensayar un nuevo guión para reparar los roles de la madre y del padre y, de paso, impedir la repetición de la historia individual y comunitaria, ligada a la constante pérdida (de vidas, de cosas, del mismo sentido). La hija crea su soporte en un libro: “Fundé mi patria en un cuaderno azul, donde

75  Andrea Jeftanovic (Santiago, 1970) es socióloga (Pontificia Universidad Católica de Chile) y Ph. D. en Literatura Hispanoamericana (The University of California, Berkeley). Escenario de guerra (2000), su primera novela, obtuvo el Primer Lugar en los Juegos Literarios Gabriela Mistral. Ha publicado cuentos, ensayos y novelas, y participado en la edición de proyectos literarios latinoamericanos. Actualmente, es académica de la Universidad de Santiago de Chile.

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no soy minoría” (30). Un gesto individual e irrepetible, una letra pequeña salvadora, un deseo de reunión familiar sin estridencias76. Las genealogías otorgan certezas (árboles y álbumes); los guiones e instalaciones, especies de sicodramas y teatro de objetos, generan incertidumbre (escenografías). Los textos de Rimsky y Jeftanovic, las escritoras más jóvenes de la serie, tienen en común su factura más bien experimental, con un sujeto protagonista en busca de un soporte existencial, que en parte es remediado por el ejercicio de la escritura del mismo libro. Así, la pregunta por el origen tiene su respuesta en el destino de ser escritora.

Lo natal: el allá entonces La primera generación de escritores inmigrantes judíos exhibe el lugar natal desde el formato de la novela autobiográfica; algunos de ellos, a pocos años de haberlo abandonado (como Szmulewicz) y otros a modo de gozosa regresión, tardíamente (como Peliowski). Es la mirada a los shtetl (en idish, “pueblo pequeño”), esas aldeas o barrios donde habitaban las comunidades judías, en Europa Oriental desde el siglo xiv, girando sus vidas en torno a la sinagoga, la casa de estudios y el hogar. Amores congruentes: Vilna, de B. Peliowski, nos permite situarnos en un barrio judío pobre de Vilna, centro citadino polaco de cierta relevancia en el primer tercio del siglo xx, que contaba con varios liceos hebreos y en idish77. El relato de la historia de Rubén, hijo del

76  Mencionemos una lectura muy pertinente sobre esta novela, de Margarita DaBove, en su documento de trabajo “Las guerras del eterno migrante”. Esta lectura está centrada en la noción de guerra: “Todos los personajes de la novela viven una guerra. Una guerra que busca encontrar su identidad y darle sentido a su existencia. Sus identidades se establecen sólo en el enfrentamiento, pueden encontrarse pero sólo en contraposición a los demás. Las guerras que viven consisten en enfrentarse siempre al ‘otro’ para crear una historia individual. La condición migrante de los personajes dificulta la tarea, les proporciona aún más conflictos” (60). El escenario (de guerra) genera un espacio donde la diferencia los une y los libera. 77  Beinish Peliowski (Vilna, 1915-Santiago, 2009) llega joven a nuestro país procedente de Polonia, integrándose con gran facilidad a nuestro medio social. Agrónomo de profesión, militó durante toda su vida en el Partido Comunista. Durante la reciente dictadura chilena, partió exiliado a Canadá en 1975 y retornó a comienzos de los años

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rabino, todo un granuja, es un animado cuadro de costumbres de ese barrio pobre, sus gentes (obreros, artesanos, vendedores ambulantes), del hogar de Rubén (donde hay libros en hebreo, idish, ruso y polaco), de su vida en el colegio y luego en la Universidad Técnica. Este libro (que luego continúa en una segunda parte con la experiencia del héroe en Chile) culmina con su huida a Lituania por razones políticas y reli­ giosas y su arribo al puerto de Valparaíso (Chile), como inmigrante, en los albores de la Segunda Guerra, donde es esperado por tres de sus hermanos ya instalados en el país. Noticias de los shtetl dadas en español, espacios actualmente desaparecidos desde la razzia del nazismo. Acompañamos a Rubén en sus juegos infantiles, escuchamos los chismes del barrio, nos vemos envueltos en historietas y pitanzas, nos enteramos de la rutina del rabino (casamientos en la sinagoga, con el contrato o ksuve, procedimientos de mediación en pleitos entre particulares y otros protocolos) y celebramos las fiestas religiosas, aprendiendo de su sentido –por ejemplo, podemos reunir Jánuca, Pesaj y Purim en cuanto son una celebración de la libertad del pueblo judío. Relato nutricio, que evoca sabores y nombres ya idos: una rebanada de jalé (pan de trigo, enriquecido con huevos, azúcar y aceite), un sorbo de med (licor de lúpula, de color miel, dulce-­amarguito, según reza una nota a pie de página) o un plato de tzimes (guiso dulce de zanahorias). Novela de costumbres, rescata discusiones ideológicas de relevancia para el judaísmo del siglo xx, planteadas de modo contingente durante la estadía de Rubén en el Technikum: nación y judaísmo (¿qué significa ser un judío pobre en Polonia?); lengua, política y sociedad (¿traducir materiales de historia política al idish o al hebreo?); marxismo, sionismo y antisemitismo (nuestro héroe es comunista y judío, amores congruentes de toda su vida). Otra experiencia del shtetl, marcada esta vez por la carencia espiritual de una patria es la de Un niño nació judío, de E. Szmulewicz, que relata la niñez y adolescencia de Josef Grinberg en un poblado inno-

ochenta. A su primera novela autobiográfica Amores congruentes: Vilna (1994), referida a su lugar natal, le sigue Amores congruentes: el inmigrante integrado (2005), que corresponde a su larga vida en Chile.

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minado de Polonia, antes de su llegada a Chile78. Siendo el personaje un doble del autor, se narra desde el recuerdo79. Aunque esta novela hace un acopio documental sobre los términos de uso común en la tradición judía a través de un gran número de notas a pie de página; más que un texto de carácter sociológico, es un relato intimista, incluso melancólico, que exhibe un lenguaje de ensoñación que capta la conciencia infantil y su poeticidad (por estampas alegóricas y juegos de personificación). Desde esta impronta subjetiva –y en ello radica su interés cultural– enseña el aislamiento y la autocensura que sufre la comunidad judía: sin patria, situados en un aparte en la ciudad, mirados en menos por el resto. Josef se define como huésped eterno de una ciudad innominada, en que compiten diversas lenguas y tradiciones. Así, existe una calle que abre esa villa al mundo que es nombrada de tres maneras: Neve-Welt Strasse, Ulica Poniatowskiego y Ciudad Judía (en este caso, porque allí está la sinagoga, situada en un ángulo privilegiado, siendo vista por quienes entran y salen de ese espacio). Relato oblicuo, señala un puente que al parecer separa el barrio judío del espacio mayor (convirtiéndolo en ghetto), presentando en una ensoñación diurna del niño Josef a un Mesías montado en un caballo blanco y con acero en diestra, atravesando un puente para liberar una ciudad, descubriendo así un Mundo Nuevo. ¿Qué hacer ante el prejuicio? Desde la tradición judía se incluye al Holgazán, un sabio disfrazado de vagabundo, que desde los ojos cristianos es visto como el Hombre del Saco, que se roba a los niños.

78  Efraím Szmulewicz (Polonia, 1911-Santiago, 2000) llega a Chile siendo adolescente. Realizó una gran actividad intelectual, haciendo trabajos sobre los poetas mayores chilenos, además de concebir un Diccionario de la literatura chilena, muy consultado. Adscribió las ideas del marxismo. 79  Aquí, como en Vilna, aunque los nombres de los protagonistas no coinciden con las de los autores, hay múltiples coincidencias, que nos obligan a asumir la equivalencia: pertenencia a los mismos lugares remotos, actividad rabínica de sus padres, su llegada a Chile en las mismas fechas, el mismo credo político. A nivel conceptual, acudimos aquí a Philippe Lejeune: “[Denominamos novelas autobiográficas] a todos los textos de ficción en los cuales el lector puede tener razones para sospechar, a partir de parecidos que cree percibir, que se da una identidad entre el autor y el personaje, mientras que el autor ha preferido negar esa identidad o, al menos, no afirmarla… A diferencia de la autobiografía, implica gradaciones. El ‘parecido’ supuesto por el lector puede ir desde un vago ‘aire de familia’ entre el personaje y el autor, hasta la casi transparencia que le lleva a concluir que se trata del autor ‘clavado’” (52).

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Este personaje proclama la siguiente regla: “se puede tener opinión de sí mismo, pero sin demostrarlo a los demás. Los hombres aman a los que son modestos, porque dan oportunidad a sus semejantes de no considerarse inferiores” (113). La recomendación para los judíos es hacerse los chiquititos, lo cual no implica que no sean superiores. La otra alternativa es ser un pioneer, antecedente de la militancia comunista. No habiendo hogar, la salida al extranjero puede significar una entrada a un mundo más justo; más aún si se pertenece al Partido, casa ubicua que no necesita de una nación. El shtetl: acogimiento y expulsión. Al espacio del allá entonces le corresponde el refugio en el fin del mundo, Chile, el cual dibuja dos espacios: el ghetto (espacio comunitario de protección, donde se vive la tradición mosaica) y la célula íntima familiar (un punto del mapa que da precario refugio). La novela Para siempre en mi memoria, de Sonia Guralnik, tiene una rara y laxa composición80. Todo ocurre en una pensión judía de un barrio pobretón de Santiago (Recoleta), donde va a parar una ralea de judíos proveniente principalmente de la antigua Rusia y de Polonia. Allí los recibe la señora Gitl, originaria de Kiev que llegó con su esposo Samuel al mismo fin del mundo hacia el año 1929, por temor de las razzias bolcheviques. Así aparece en escena una procesión de seres de edad ya avanzada, todos muy tristes, decaídos y pobres. En realidad, son restos de seres, provenientes de muy diversos tiempos y espacios, que se instalan por una temporada en esta estación de desamparados. La pensión, ese bolsón afectivo resguardado y nutrido por la se­ ñora Gitl, experta hacedora de compota de manzanas, constituye un bastión donde la comunidad judía se empeña en vivir su tradición desde su continuidad y su transformación. Existe una complicidad comunitaria en la voz que recibimos: son historias amonedadas por el humor, desde las variantes del ridículo, el absurdo o el sinsentido. La potestad masculina, de padres y hermanos mayores, es resentida y parodiada en la anécdota, desde su inicio, por el matrimonio de la joven Gitl: sus dos hermanos descubren a un joven devoto y nece-

Sonia Guralnik (Rusia, 1923-Santiago, 2007) llega de niña a Chile. Comienza a publicar en los años ochenta, gracias al apoyo y guía de Pía Barros, quien la acoge en su taller literario. Autora de cuatro libros de cuentos, su relato Para siempre en la memoria (2000) acoge una serie de historias ocurridas en una pensión judía en un barrio popular santiaguino. 80 

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sitado de dote en un tren en la convulsionada Rusia de 1918 y se lo endilgan como esposo. Acaso lo que más esté en juego es cómo ejercer el principio de autoridad. Así, un rabino de viejo cuño será expulsado junto con su hijo Beñi, por su falta de sensibilidad y excesiva estrictez, siendo reemplazado al final del relato por un joven tímido e ingenuo, que enseña religión tocando la katerinca. Aunque la pensión sea un refugio de las persecuciones sufridas en el Viejo Mundo; paradójicamente funciona también como una borradura en relación al espacio chileno que lo contiene. Es una matriz sin futuro. La señora Gitl aparece como la cuidadora de un cuarto de juegos para niños abandonados o para senecentes. Y ella misma vive sumida en la nostalgia, soñando con los parajes nevados de su natal Kiev y las piezas de Tchaikovsky que ejecutaba (aquí sus manos se ejercitan en el refriegue de ollas). La pensión habitada por doce judíos (como las doce tribus): protección y aislamiento. Sorprendentemente, será por el lado del denostado hombrecito de la casa, el esposo Samuel, aquél que ha salido diariamente durante veinte años a ofrecer sus mercancías puerta a puerta, por el cual se abrirá finalmente un boquete en la pensión y en el mismo corazón de la esposa. Luego de décadas de esfuerzo, él logra instalar un negocio y Gitl decide acompañarlo en esa aventura, renunciando a realizar un viaje nostálgico de vacaciones a su querido Kiev. Y será ella quien le pondrá nombre a ese boliche. Lo llamará “El fin del mundo”, justo por lo contrario; porque desde ese momento la historia y la vida entera entrarán en la pensión, en un nuevo Génesis, en Chile. No es extraño que gentes que vivían en shtetl en sus lugares de origen, se replieguen en sus lugares de destino. Ahora bien, además del ghetto comunitario, acaso el refugio más íntimo y privado sea el de la célula familiar: si la familia logra coincidir en un lugar, entonces allí está su destino. Es lo que ocurre con la familia Haymann, que logra nuclearse nuevamente en Chile. Notemos que en 1938, mientras los padres y la hija salen de Berlín hacia tierras andinas (instalándose en Valdivia y luego en Santiago); el hijo mayor Rudi parte hacia Israel y luego participa en la guerra como soldado judío (On His Majesty Service). Y sólo diez años después, en 1948, logran reunirse, con la llegada de Rudi a Chile. Así, El camino arduo, boletín familiar hecho en la actualidad (que rescata el intercambio de cartas de esa época de guerras y persecuciones, con las marcas implosivas de la censura) será seguido ­ eroico de por El tren partió a las 20:30, versión límpida del relato h

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Rudi (soldado judío que humilla a los nazis y fascistas italianos) que compensa las miserias económicas y morales de toda la familia. El nido familiar encuentra su acogida en un lugar hosco y lejano, Chile, donde se debe seguir soportando humillaciones. Sin su idioma (el alemán, otro acunamiento) y al parecer, sin una comunidad judaica firmemente afianzada, y a merced del prejuicio; esta familia ha terminado su periplo: entre Berlín e Israel, un tercer espacio para las nuevas generaciones.

Nuevas y antiguas cartografías de la migrancia Todos los relatos giran en torno a los constantes e intempestivos desplazamientos de almas migrantes por un mapa global deformado. Seres centrífugos en una macabra Historia que gira en redondo, los judíos se aferran a sus tradiciones en un tránsito siempre incierto. Sus azarosas rutas de viaje dibujan diversas cartografías, como por ejemplo: el mapa bélico (que todo lo trastoca), la América desde la perspectiva Norte/Sur y en el caso de las generaciones recientes, los mapas del inconsciente. La novela autobiográfica Paradojas, de N. Berman –que data de 1932, la más antigua de nuestro corpus– sitúa al hombre contemporáneo del primer tercio del siglo xx en un mapa bélico, que trastoca fronteras, repartiendo azarosamente a los seres humanos por el mundo y más aún, si son seres mosaicos81. En una cómica semblanza, se nos informa de que la familia Waisman, proveniente de Podolia, emigra a Turquía por razones económicas y luego continúa su desplazamiento a América (primero parte don Isaías, quien se queda atrapado en Chile, al contraer una enfermedad en el puerto de Talcahuano). El niño Rubén asiste en Turquía a un kindergarten francés y en su paso por Germania, junto a su madre y hermanos, en los albores de la Gran Guerra, no puede comunicarse en su idioma nativo ruso, puesto que estaba prohibido hablarlo. Instalados en Chile, logra la ciudadanía

Natalio Berman (Podolia, 1908-Santiago, 1957) llega siendo niño a Chile, realizando sus estudios secundarios en Valparaíso. Médico, fue muy activo en política, siendo elegido diputado en dos periodos (primero como socialista y luego como comunista) y también tuvo una activa participación en las organizaciones sionistas. Destaquemos que escribe muy joven su novela Paradojas (1932). 81 

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(­viniendo de la remota Podolia). Es el desarreglo del mundo, un mapa trastocado, donde los individuos cambian de lugar y de función por razones azarosas: los peligros del volcán balcánico, buenos o malos negocios, enfermedades y más globalmente, las guerras, los intereses económicos y las pequeñas corruptelas (que cruzan credos). Texto antibélico, que rebate el concepto de frontera nacional, exhibe las monstruosas paradojas de este mundo en un lenguaje en chanza, que ridiculiza un orden mundial forjado militarmente. En la clase de Historia, el profesor pide a los alumnos dibujar el nuevo mapa europeo de las naciones, consiguiéndose una gran variedad cartográfica. El niño Rubén, recién llegado a estos confines, dibuja un mapa físico, borrando así toda especulación sobre la validez y duración del nuevo orden mundial. No es el único que se resiste: el trazado de los mapas es motivo de risa para todos, incluido el profesor. Mofa y carnaval, entonces para el nuevo “Archivo de las naciones” (título del correspondiente capítulo). Sólo sirven las cartas geológicas. Rubén, convertido luego en un joven estudiante de Medicina, será un chistoso observador de la sociedad chilena, cuyos avatares políticos de los años veinte, quizás le hagan pensar que su nueva residencia no esté libre del caos. El mapa americano como escenario de viaje de los inmigrantes nacidos en este continente, aparece en el testimonio memorialístico Rumbo al Sur, deseando el Norte. Un romance en dos lenguas, de Ariel Dorfman82. Teniendo como antecedente la errancia judía desde los poblados de Europa de Este, esta familia va y viene desde Buenos Aires a Manhattan, desde aquí a Santiago de Chile y a partir de 1973, nuevamente al Norte, por persecuciones políticas peronistas y el macartismo (en el caso del padre) y la dictadura chilena (en el caso del hijo). La ruta de viaje del protagonista se configura desde la tensión Norte/Sur, que conlleva una oposición en el plano de la lengua (inglés/ español) y de la nación (gringo/chileno). ¿Quién es Ariel Dorfman?

82  Ariel Dorfman (Buenos Aires, 1942) es un intelectual muy destacado, que ha incursionado en diversos géneros, incluidos la novela, el ensayo y la pieza teatral; además de ser una figura pública en la defensa de los derechos humanos. Su texto dramático La muerte y la doncella fue llevado al cine por Roman Polanski. Parte exiliado de Chile a raíz del Golpe Militar de 1973 y desde la década de los años ochenta vive en EE.UU. Actualmente es profesor en Duke University. Aquí comentamos Rumbo al Sur, deseando el Norte. Un romance en dos lenguas (1998).

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Muchos años después de ocurrido el Golpe de Estado, éste indica retroactivamente: “era un híbrido, una parte gringo, otra parte chileno, una pizca de judío, un mestizo en busca de su centro de operaciones” (298). Ante la necesidad de justificar sus acciones y emociones en esos días aciagos que siguen al 11 de septiembre de 1973, el sujeto redescubre la dualidad de su existencia: a dos bandas en el lenguaje (inglés y español) y a dos bandas en la cartografía (norte y sur) y, ¡sorpresa para muchos!, también a nivel nacional: es un gringo. Más aún, en la competencia entre dos códigos lingüísticos (es decir, culturales), gana lejos el inglés: es declarado el hermano mayor, la primera lengua en que se ensayó la ficción (con un seudónimo: Eddie) y la primera en que se redactó este testimonio. Y en cuanto a la lucha por la sobrevivencia individual y a la defensa pública de los derechos de los pueblos, también el inglés se erige como el arma más poderosa. Dorfman se asila y sale (expulsado) del país, en calidad de sobreviviente. La pizca de judío es sentida cuando entiende que debe huir, cual Judío Errante, renunciando así a un país que lo había elegido. Ruta hacia el Norte deseada y culposa, pues se aleja de la destrucción y la muerte. Movimientos de sobrevivencia, que lo hacen renunciar al martirologio, para realizar otra función, la de contar la historia, para no olvidar. Biografía de un intelectual de izquierda sobre el primer tercio de su vida, es una reflexión sobre los límites del pensamiento utópico. Dorfman remodela la noción del intelectual, apartándola un poco del compromiso político y acercándola a un Yo creador: la imagen de un artista elegido para una misión trascendente, alguien lúcido, egocéntrico y marginal. La figura del Judío Errante –actor de todas las rutas migrantes mosaicas– es invocada de modo privilegiado en Always from Somewhere Else. A Memoir of my Chilean Jewish Father, de M. Agosín; biografía escrita en español por la autora y que, sin embargo, nosotros recibimos a través de una traducción en inglés, acaso como un descalce natural en torno al sujeto enunciado: la figura del padre, un judío chileno en constante migración desde espacios siniestramente pasivos (la provinciana Quillota en sus años de colegio), hacia lugares amenazantes donde es expulsado (Santiago y la universidad chilena minada por el prejuicio de la aristocracia criolla y también por el discurso ideológico en los años sesenta) y a una posible tierra prometida (Georgia,

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EE.UU.), donde el sentimiento de extrañeza permanece, instalándose allí como alguien de paso, a la manera de un exiliado. La biografía de Moisés es la del que debe partir, expulsado por la mediocridad de un entorno prejuicioso, que se mantiene inalterable en el tiempo: “In Chile, anti-­Semitism remained resilient through pe­riods of cultural change and political upheaval; it endured” (169). Judío Errante, se constituye desde los márgenes de la censura cató­ lica (en Chile), la cultura anglosajona (el pragmatismo comercial y el prejuicio contra el ser latino en EE.UU.) y también desde las propias censuras dentro de la comunidad judaica: “For the Israelis, we are ­Sephardim because we speak Spanish. It is interesting how even the land of Israel transfigures our identity” (204). Lo notable de este relato es que propone una biografía familiar emblemática, legible sólo desde un relato mayor: el del Judío Errante, inscrito en una Historia que se constituye desde el eje continuo de las repeticiones en torno a un prejuicio. Así, el Chile germanófilo de fines de los años treinta se corresponde con el Chile fascista de 1973 y la tortura de judíos en la dictadura argentina se realiza ante una audiencia complaciente, tal como en los autos de fe de la Inquisición. La Historia gira en redondo, jugando a expulsar a los judíos, no importando tiempo ni lugar. Una variante del Judío Errante es presentada en la reciente novela de Roberto Brodsky, Bosque quemado (2007), texto (auto)biográfico en que el personaje reconstituye su historia desde el bosquejo de la figura paterna, haciéndose cargo de un abandono acogido en el linaje, que lo define como sujeto en tránsito en un mundo esquivo y precario83. Un rizo de la diáspora judía, que reaparece en el exilio político chileno, mezclado con otras pérdidas y nostalgias: una casa, una familia, un país, una utopía vigente, un dios que haga señas visibles. Rara y singular composición la de este libro, pues quien enuncia los hechos mantiene un constante vaivén temporal y, además, no logra estabilizarse en ningún espacio. Los datos con que cuenta la biografía son los siguientes: luego del golpe militar de 1973, Moisés Brodsky (de linaje judío-­ruso y padre del personaje), prestigioso cardiólogo

83  Roberto Brodsky (Santiago, 1957) es un artista que ha incursionado en el teatro (como actor y gestor de textos colectivos), es guionista de cine –en los films Machuca (2004) y El brindis (2007)–, cuentista y autor de cuatro novelas, habiendo Bosque quemado (2007) obtenido el Premio Jaén de Novela.

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y ­militante comunista, inicia solo su doloroso exilio, que lo lleva de vuelta a Buenos Aires y desde aquí –en medio del terror cotidiano desatado en el país vecino– se traslada a Caracas y, más adelante, a Lechería, poblado costero venezolano. Muere en 1998 en Chile, producto de un alzhéimer que lo desconecta de su entorno vital, que ya era muy frágil. Biografía del padre (mi padre), es sobre todo una autobiografía centrada en la identidad filial. El exilio del padre contamina al hijo menor, que lo sigue por la cartografía latinoamericana y más adelante, continúa por sí mismo su errancia, ensayando la ruta ibérica, transitando Barcelona. En esta novela se siente la nostalgia por el hogar, existiendo la voluntad irrevocable de reconstituirlo en el tiempo, aunque sea por fragmentos. El “deshuese familiar” (129), producto de la separación matrimonial de los padres y del exilio político –que reinscribe al hijo en la ruta del Judío Errante–, no logra romper una alianza filial, familiar y comunitaria, que se retrotrae por cierto a la trascendencia del tronco judaico. Ese gesto no anula, sin embargo, una incertidumbre y una inseguridad radicales que acompañan a este hijo de las diásporas latinoamericanas del último tercio del siglo xx, y que se presenta ante nosotros absorto y ensimismado en el tiempo de la migrancia. Migrantes del alma, las protagonistas más jóvenes organizan sus viajes fuera de su natal Chile en busca de la otredad, como en Poste restante, de C. Rimsky. El espacio de allá (los antiguos lugares, traumáticos y huidizos en la pantalla de la memoria), aparece vacío de trascendencia, a tal punto que no existe un nicho (sólo anónimos postes restantes). Las vivencias de ese viaje programado, a manera de una exploración con un tiempo delimitado, sólo cobran sentido en el taller de la escritura: están allí para dibujar un mapa conceptual que coincida con un libro. En el caso de Escenario de guerra, de A. Jeftanovic, el viaje a la región de los Balcanes tiene como función tocar el lado oscu­ro de la vida (entender el dolor paterno); lo cual le permitirá con­ trarrestarlo desde la creación de una pieza teatral, donde se desprograma la fatalidad familiar. Escritura, entonces, que opera como una hoja de ruta en un nuevo mapa mental de estas mujeres.

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Redes alternas de la existencia judía El nido que aprisiona. Junto con el sentimiento de ser uno con el origen, existe la pulsión de alejarse de él, de delimitarlo. El título de la novela de Vásquez-­Bronfman grafica la idea de un ser mosaico estrechado por ciertas tradiciones odiosas: Las jaulas invisibles. En este relato, la identidad de las nuevas generaciones se constituye no sólo desde la herencia sino también desde un proyecto actual que necesariamente debe alterarla y corregirla84. Hay cansancio de ciertas recurrencias de la tradición, que se retroalimenta de los errores y la debilidades humanas, como es el caso de la familia Goldman (que llega huyendo de la Alemania nazi), que estima que su hijo no debe casarse con una mujer no judía (aunque sea conversa); más aún si es hija de una empleada. El amor, las luchas sociales y el mestizaje cultural deben imponerse por sobre ciertas prohibiciones judaicas antiguas, ligadas a prejuicios y miedos ancestrales; siendo las mujeres las que deben transgredir esos órdenes. Es común la proposición de redes alternas, que van modificando o dando nuevo cauce a un impulso original; sin que necesariamente éste pierda (en última instancia) su carácter teleológico. Adscrito al mestizaje americano se enuncian relaciones de parentesco de lo judaico con lo popular y su folklore, como en el texto de Jodorow­sky, que sitúa la transfiguración de su madre en las fiestas nortinas de la Virgen de Andacollo. En muchos textos escritos por mujeres –los de Guralnik, Agosín y Vásquez-­Bronfman–, lo chileno genuino está adscrito al mundo popular a través de las empleadas, cuyos afectos y caricias otorgan paz y alegría a quienes sirven. Es cierto también que en algunos casos se tiende aquí a construir figuras subalternas, objetos

Las reflexiones sobre la identidad en esta novela social son convergentes con la concepción de identidad nacional del sociólogo Jorge Larraín –cf. Identidad chilena (2001)–, quien enfatiza la capacidad retroactiva que tiene una comunidad para modificar la tradición, a la luz de nuevos proyectos culturales: “si la identidad nacional no se define como una esencia incambiable, sino más bien como un proceso histórico permanente de construcción y reconstrucción de la comunidad nacional, entonces las alteraciones ocurridas en sus elementos constituyentes no implican una pérdida de identidad, sino más bien un cambio identitario normal” (272). 84 

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recipientes más que sujetos activos que disputen un espacio cultural y subjetivo en estas historias sobre la marginalidad85. En las obras de los escritores más antiguos –Szmulewicz y Peliow­ ski– el judaísmo coexiste con el comunismo, que amplía el horizonte geográfico de los habitantes de los shtetl, conminándolos a abandonar su lugar natal y cambiar el mundo. En el caso de la novela autobiográfica de B. Peliowski, nos enteramos de la existencia en Vilna de células comunistas formadas únicamente por judíos; lo cual ocurre también más adelante en Chile, con materiales políticos redactados tanto en castellano como en idish. En las nuevas generaciones –nos referimos a los escritos de C. Rimsky y de A. Jeftanovic–, existe un germen de fuga del círculo judaico, sostenido por voces personales itinerantes que tienden a fragmentar un espacio comunitario sagrado. En vez del Yo colectivo (un Nosotros), existe un Yo en vías de formación o de disolución, que no siempre coincide consigo mismo. En esos casos, la memoria judaica no está adscrita necesariamente a un pueblo, sino a una memoria actual de un mundo globalizado donde se han perdido los referentes utópicos y en el cual los cuerpos no están en su lugar (en Rimsky), puesto que la cartografía aparece trastrocada. O bien, la memoria se presenta como un espejo roto, por el cual entendemos que la Historia se ha trizado en algún lugar del mapa donde aún se aprisiona nuestra mente (en Jeftanovic). Memorias privadas, que aunque aparezcan conectadas con el ámbito familiar y de la sociedad, siempre lo hacen desde una individualidad casi irreductible, que impone relaciones uno a uno. Sólo rearmando el puzzle personal se podrá predicar sobre el mundo y el ser judaico: de allí, el sostén de una instalación plástica (visualizada por una artista viajera) y de un cuaderno azul (álbum secreto, sólo traducible por su autora).

85  Un exhaustivo trabajo sobre el sujeto femenino y la marginalidad social en la obra de Marjorie Agosín, es presentado por Romina Rojas en “Marjorie Agosín: el proceso de construcción del sujeto femenino y de la identidad judía inmigrante”, quien señala el carácter subversivo que adquiere lo doméstico en sus textos. En cuanto a las redes de parentesco entre niñas y patronas (judías) y mujeres (populares), expone: “La presencia de la empleada en los textos de Agosín es también la inserción del código de lo chileno y de lo popular. Con ella se entrelaza la historia trágica de ambos sujetos marginados de la sociedad. Se incluye lo chileno pero desde el hecho de que se comparte un pasado doloroso, fuertemente marcado por la discriminación y la pobreza, y al margen de la historia oficial del país” (38).

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El desgaste del daño En nuestro corpus, la memoria judaica gira en torno a la diáspora y al Holocausto, incluyendo en algunos casos, como réplica de esos concatenados epicentros, a la dictadura chilena. Ante el olvido, la dispersión y la muerte, el testimonio surge como una misión teológica: contar la historia de lo que sucedió; con la variante, en las escritoras más jóvenes, que la historia personal aparece algo descalzada de las voces familiares y de la tradición. Se escribe para reparar un daño o más bien, para inscribirlo en una Historia que lo elabore y lo consuma, despejando el origen y el provenir. ¿A qué formas se acude para hacer memoria? ¿Cómo se trabaja el daño? La parodia (que deriva muchas veces en danza macabra), la viñeta (que opera como un recorte melancólico) y las historietas (al modo de escenas cómicas del teatro idish) constituyen disposiciones del espíritu mosaico para otorgar su visión de la vida, siempre dislo­ cado por un ingenio que escenifica el prejuicio propio y ajeno. La saga diaspórica escrita por Jodorowsky es la celebración paródica de la cultura judaica, con un dejo jocoso y amargo86. Salen aquí a borbotones todos los dichos de la tradición, sus estridencias, logros y disparates. Así, desde el linaje paterno, el libro se inaugura con el enojo de Teresa Groismann con Dios, por la muerte de su hijo mayor en una inundación causada por el río Dniéper: el armario en que se encaramó no logró flotar por contener 37 tratados del Talmud. Ella reniega del judaísmo: “¡Eres un monstruo! ¡Creaste un pueblo elegido sólo para torturarlo! ¡Llevas siglos riéndote a costa de nosotros!” (14). Por su parte su marido, Alejandro Levi, pretende ser un Justo, uno de los elegidos, que está habitado por el Rebe, un espíritu ancestral que lo aconseja. En medio de las persecuciones contra los judíos, parten de

86  Nos atenemos aquí a la noción de parodia de Mikhail Bakhtin propuesta en su Problems of Dostoevsky’s Poetics (1984). Hay parodia cuando el autor introduce en el discurso de un personaje una intención semántica que le es opuesta; por lo cual, el discurso es concebido desde el enfrentamiento de dos voces divergentes. Especificando más esta noción, Bakhtin indica: “Parodistic discourse can be extremely diverse. One can parody another person’s style, one can parody another’s socially typical or individually characterological manner of seeing, thinking, and speaking. The depth of the parody may also vary: one can parody merely superficial verbal forms, but one can also parody the very deepest principles governing another’s discourse”(194).

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Odessa en 1909, gracias a la pirueta de un cambio de apellido: Alejandro Jodorowsky. Teresa apura a su esposo en la salida: El país entero está afilando los cuchillos del sacrificio. ¿Y qué es lo que defiendes? ¿Un traje negro? ¿Un gorro de pieles? ¿Una barba y unas patillas? ¿Un descanso sabático? ¿Unas cuantas fiestas basadas en cuentos de hadas? ¿Unos rezos en lengua muerta? ¿Un prepucio cortado? ¿Es eso ser judío? ¡Bah, somos tan asquerosos como los otros! ¿Por qué no mezclarse entonces? Nos iremos a Estados Unidos (29).

Parodia interminable: parodia de la ley mosaica, parodia de las miserias que ha tenido que soportar el pueblo judío y en este acto, danza macabra de cuerpos: degüello, mutilaciones, cuerpos transformados en antorchas vivientes. Estos textos judaicos aparecen también ocupados por viñetas, miradas melancólicas sobre un espacio natal colmado de carencias (como en el muchacho Josef Grinberg de la novela de Szmulewicz); y letales recortes poéticos, como la visión del entierro de una niñita envuelta en papel de diario, en la memoria de Frida Agosín: “Mi madre miraba esa carrocita blanca, esos papeles de diario y el cementerio judío en el altiplano: un abismo imaginario” (26). Junto a la parodia (cima y sima del acontecer humano) y a las reminiscencias melancólicas; surgen también las escenas que registran cómicamente las disidencias y cambios en el seno de una comunidad. Así por ejemplo, el sentimiento de rechazo hacia una ley mosaica dema­ siado severa e inmisericorde, aparece representado en la novela de ­Guralnik en la siguiente escena idish: la señora Gitl, con ciertos indicios de menopausia, provoca en la sobremesa al serio y adusto rabino Osías Piltnik, frotándolo contra su cuerpo. Este hombre invulnerable, gran predicador contra la lascivia, se queda en posición firme, lívido, con las manos arriba. Justo en ese momento, se escucha una “débil tosesita” (27), la del marido Samuel, irrumpiendo en el comedor. Los hechos se precipitan. El humilde Samuel, considerado por todos como “el trapero de la señora Gitl” (29), cuya actividad es la de “semanero a crédito” (29), le comunica a Osías que debe abandonar la pensión (lo cual implica abandonar el país). Cual nuevo Moisés, éste organiza a la comunidad, la cual le financia el viaje de vuelta a Rusia al terrible y latoso rabino. Así este marido, a quien su esposa le recuerda diariamente que está dedicado a las Marías (puesto que vende al fiado a las

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sirvientas y empleadillas del barrio), escolta al terrible Osías al puerto de Valparaíso desde donde éste regresa al mapa antiguo. De vuelta, la plebe inquiere detalles al héroe: “que si había dado las gracias por los pasajes” (30), que cuáles habían sido sus últimas palabras, “que si gritó de nuevo que este país era Sodoma y Gomorra” (30), como efectivamente lo hizo. Y así, al cierre de este pequeño cuento, celebramos humorísticamente la venida de un nuevo orden. El humor es un formidable amparo para el espíritu humano, ya sea para reírse de las propias limitaciones como para responder ante situaciones límites. En el caso del humor judío, su manejo de la lógica del lenguaje y su comprensión de la palabra intersubjetiva son un resultado de la gran tradición de interpretación de textos cimentada en las escuelas talmúdicas. Habrá que indicar, además, que un pueblo asediado agudiza su ingenio, sobreviviendo en él. Vilna, de B. Peliowski, texto sobre las vivencias de un hijo de un modesto rabino en un poblado de Polonia, contiene pequeñas historias del shtetl, que revelan los dobleces de la pobreza. Resumamos una anécdota, que como cuento de raíz folklórica podría titularse “Un ­perro gratis”. Rubén y su amigo Jaimke (alguien muchísimo más pobre que él) encuentran de vuelta de un partido de fútbol un quiltro. Jaimke le silba y éste los sigue. Jaimke concluye que el perrito les pertenece, le pone precio y le vende su parte a Rubén. Este se resiste, puesto que el rabino no acepta perros en la casa; pero finalmente accede. Al día siguiente, Rubén (el potentado) le lleva el quiltro a su amigo, pues no lo puede tener en su hogar. Y más adelante le pregunta por el animalito; Jaimke le responde: “Lo solté”. Así, de la nada, el más pobretón se las ingenió para obtener algunos pesitos. Y todos tan amigos como antes. Pruebas de ingenio, los artilugios de los saltimbanquis, una comunidad reflexionando festivamente en sus relatos sobre las relaciones sociales y el dinero. El prejuicio antisemita es cómicamente dispuesto en escenas coti­ dianas, que revelan la lábil condición humana, como en Caminatas, autobiografía de la fotógrafa Gertrudis de Moses87. Aquí se mencionan escenas antológicas, seguramente acudiendo a un repertorio cultural:

87  Gertrudis de Moses (Brandeburgo, 1901-Santiago, 1996) llega a Chile a fines de los años treinta, ya casada. En nuestro país se dedicó a la fotografía, habiendo expuesto sus obras en galerías de arte. Caminatas. Memoria de una fotógrafa (1989) incluye un singular álbum fotográfico de la artista.

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“En el coche comedor del tren, un viajero le dijo a su vecino que reconocía a los judíos por el puro olor, a lo que el otro respondió: ‘Parece que usted está resfriado’” (49). Alma curiosa, Gertrudis observa también pícaramente los acomodos del prejuicioso. Así, en una ocasión, ella compra un diario donde se presentaba a los judíos matando a niños y chupándoles la sangre: “Compré un ejemplar como recuerdo y la suplementera me dijo: ‘Está muy bien que la gente sepa cómo son los judíos’. A lo que respondí: ‘Yo soy judía y quiero saber lo que se escribe sobre nosotros’. La mujer agregó: ‘Encuentro que es horrible que los judíos sean perseguidos de esta manera’” (35). ¿Cómo exhibir las marcas de un cuerpo agredido? ¿Cómo forzar a los lectores a hacerse cargo del horror, cómo dotarnos de imágenes imborrables? Agosín recurre a situaciones humorísticamente escabrosas que han quedado fijadas en el recuerdo de su madre (y por ende, de toda una genealogía y de paso, en nuestra memoria lectora): aquel maniquí de la vitrina del tío Isaak que tiene un solo pie, la sonrisa brillante de la Schpirman bajándose del tren con una inmensa dentadura de oro, los juegos sexuales dentro de los catafalcos con los únicos amiguitos de la infancia cuyos padres eran dueños de una funeraria; en fin, la convivencia del estudiante de Medicina Moisés con un cadáver –Luchito–, colgado detrás de la puerta del cuarto de pensión, del cual se sirve para repasar sus lecciones. Son anclas de la memoria, objetos y situaciones que recortan humorísticamente una situación humillante, la de constituir un cuerpo agredido, marcado por una etiqueta verbal: “perra judía” (43), “judía de mierda, asesina de Cristo” (48). Finalmente, el humor es usado para hacer mofa del catolicismo, carnavalizando sus sacramentos y su discurso popular antisemita (la agüita tibia semejante al orín sentida por la niña Frida, llevada por la empleada Carmencha a bautizarse para que no le salieran cachos en la frente); o realizando una parodia del Crucificado, en el texto de Jodorowsky. Aquí, supuestamente el padre del autor recorre los caseríos y pueblos del sur de Chile en calidad de santo penitente, comiendo y fornicando por doquier. Es como si desde la picaresca nacional (y de una interpretación popular de la religiosidad) se pusiera en duda a Cristo mismo. Así, comentando esta marcha hacia el calvario, escuchamos el siguiente razonamiento: “Es, después de todo, una posición cómoda. El apoyo de la base en la tierra ayuda bastante. Si uno se mantiene con la columna vertebral derecha no hay de qué hacer tanto drama” (265). Una broma: “Se dio cuenta de que andar rapado,

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vestido con una sotana y cargando un Cristo crucificado, era un buen negocio” (267). Y otra, ya en desate total: “Su situación era como un chiste: lo han condenado a muerte a él, que es inmortal. Allá arriba, el Padre, el Espíritu Santo y los ángeles ríen a carcajadas. Después de la comedia de morir, apenas tres días más tarde, surgirá otra vez, en plena majestad…” (269; el párrafo sigue). Humor satírico, escabroso, juegos ingeniosos con la palabra del otro, autoparodia de la comunidad: aventuras lingüísticas para la constitución de un ser judaico desde la marginalidad en una cultura latinoamericana violenta y culposa, aunque siempre abierta a la otredad. Contar lo que sucedió. Cerremos este acápite con la breve presentación del texto autobiográfico Sobre vivir: memorias, de Milan Platovsky88, de origen checo, quien de joven estuvo en varios campos de concentración y que luego de la guerra, llega junto a su esposa al puerto de Valparaíso a bordo del Reina del Pacífico, realizando aquí una exitosa carrera empresarial. De su experiencia del nazismo, anotemos que a los 20 años, el joven Milan realiza trabajos forzados en el pueblo de Panenské Brezany en una residencia denominada el Cas­ tillo (se queda allí de lunes a viernes, volviendo a su casa en Praga los fines de semana), luego es derivado a Terezín, ghetto judío modelo, donde ha sido ubicada su madre (la Cruz Roja visita el lugar y considera que las condiciones son aceptables) y sobrevive en los campos de exterminio de Birkenau (vecino a Auschwitz) y en los de Goleschov y Sachsenhausen (este último aglutina a judíos, gitanos, comunistas, homosexuales y delincuentes, entre otros). Teniendo en cuenta especialmente las circunstancias del Holocausto, me ha llamado la atención la necesidad que tiene el autobiógrafo de documentar vidas, algunas bastante laterales al autor. Hay un cuida­ doso (cariñoso) rescate de nombres y fechas, un rastreo de genealogías, una curiosidad por informarse qué fue de los hijos y nietos, un recorte de múltiples historias anónimas, de gentes que apenas conoció o que le hubiera gustado conocerlas más. Es el álbum de la memoria

Milan Platovsky (Praga, 1922) es un sobreviviente de los campos de concentración nazis que llega a Chile junto a su esposa Jana Turek luego de finalizada la guerra. Es un reconocido empresario en el ámbito nacional. Su autobiografía, publicada primero en 1997, consta de varias ediciones; nosotros consultamos la undécima edición: Sobre vivir: memorias (Buenos Aires / Santiago: Andrés Bello, 2002). 88 

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sobre la patria, que está fijado en ciertos lugares y anotado en múltiples caras y gestos. Nos interesa destacar dos aspectos de este testimonio: primero, el optimismo vital (las ganas de vivir, que mantienen a raya los sentimientos autodestructivos del sujeto); y segundo, una mirada no tan severa sobre el victimario, acaso reconociendo la flaqueza humana. En realidad, su relato es sostenido por un ritmo interior, el de los signos vitales, de cierta exhibición gratuita de la energía de vivir. Es esa luz la que guía a Milan en su relación con otros sujetos, esa luz la que extrae de las víctimas y de los miserables. No es compasión (el sentimiento piadoso es ajeno a él), no es fraternidad (no hay un deber hacia el otro) y tampoco amor y sacrificio (es afectuoso en la medida de lo racional); sólo el ímpetu de vivir, lo cual milagrosamente lo despoja de los grandes discursos (y aquí estamos pensando especialmente en su sobrevivencia en los campos de detención) y lo deja mirando de frente a personas de carne y hueso, a simples individuos a los cuales no hay que pedirles mucho. Notablemente, Milan distingue entre el individuo y su ideología; lo cual le permite tener buenos recuerdos del nazi Klaus, respetar al comunista checo Antonin Zapotocky e, incluso, hacer padrino de uno de sus hijos a un soldado del ejército alemán residente en Chile. Se nos parece, entonces, como un mediador cultural, en cuanto tiende a incluir a los victimarios en el ruedo de la Fortuna. ¿Gestos permisivos, propios de un espíritu pragmático, que le permitieron la sobrevivencia y el éxito; o también, gestos mínimos de humanidad ante la flaqueza de los hombres? Queda como un misterio a resolver su total ceguera para ver lo que aconteció en la dictadura chilena, donde él tiene una óptica en blanco y negro.

Una comunidad de voces En las obras judías, los parajes del Yo son familiares y comunitarios89. Las genealogías constituyen a los sujetos, siendo sus biografías ver-

89  Una buena referencia para los estudios teóricos sobre la autobiografía es el dossier preparado por Ángel Loureiro, publicado en la serie Suplementos de la revista Anthropos, ya señalado por nosotros. De los trabajos incluidos en ese dossier, son de singular interés para nuestro estudio los que se refieren a la experiencia (Gusdorf), la

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siones libres de un discurso mayor enraizado en la tradición mosaica. Escrituras modernas, en cuanto dialogan con un origen sin eclipsarlo. Voces del Yo intervenidas, que resurgen desde una enunciación plural que registra diversas lenguas y sensibilidades culturales. Estas escrituras judaicas proponen una variada y compleja tipología discursiva. Hay biografías en las cuales escuchamos al unísono a la madre y a la hija (a Frida y a Marjorie), en un registro tanto poético como ensayístico; y las hay familiares (los Haymann), dispuestas en una correspondencia privada, editada para nosotros en una especie de boletín de noticias. Hay autobiografías que se nominan romances –el caso de Ariel Dorfman–, proponiendo así al autor como un personaje alegórico y su vida, como el argumento de un folletín social. Y hay voces individuales, donde el nombre propio (Cynthia Rimsky) aúna muy diversas perspectivas: mi vida, la escritora, la viajera, quien escribe estos ejercicios; todo reunido en un libro que semeja una bitácora. O a la inversa, voces-­témpanos, refractarias al afecto familiar, registradas en momentos de vida (las instantáneas fotográficas de Gertrudis de Moses). Y de modo más clásico, las novelas autobiográficas (Berman, Peliowski, Szmulewicz), que recrean la niñez y adolescencia judías en los shtetl y los avatares de la integración en el Nuevo Mundo, según esquemas narrativos realistas. Está la biografía familiar de Jodorowsky, que coincide con una brevísima historia de la diáspora judía desde su expulsión del Sefarad, en su versión alegórica y surreal latinoamericana; y el romance nacional de Vásquez-­Bronfman, que dibuja un árbol genealógico mestizo. En el diario vivir de los primeros inmigrantes, aparecen los cuentos del ghetto chilensis (la pensión de la señora Gitl) y como biografía familiar más estricta, el relato de Scherman, en clave matriushka. Y en el espacio más reducido de la orfandad, el sicodrama –la actuación que restaura los roles primarios dentro del núcleo familiar, en el texto de Jeftanovic. ­ esde Por último, se enuncia la voz marrana, la otredad, presente d los inicios del Reino de Chile, en la novela histórica escrita por Guillermo Blanco, escritor vinculado al pensamiento del humanismo cristiano. En Francisco Maldonado da Silva, que muere en la hoguera

conciencia histórica (Weintraub) y el pacto narrativo (Lejeune) –este último, ya citado con anterioridad en este capítulo.

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transfigurado en Elí Nazareno, reconocemos el espíritu de una nueva época, marcado por un compromiso interior. Más allá de las normas externas, el hombre se debe a una ley interna absoluta: la de no renun­ ciar a sus ideales. La acomodación al discurso del poder conlleva humillación (la pérdida de la dignidad), una asimilación a un mandato espúreo. “¡Cómo divide la unidad, cómo separa!” (30), se nos dice en Camisa limpia. Dictaduras políticas y religiosas, el mercado acomodaticio de valores, sujetos sin ideales, personas intrascendentes, miedo a la verdad; estos son los fantasmas que este texto pretende deslumbrar. Hay aquí una exigencia ética de ser fiel a sí mismo, de no vivir en fuga, de liberarse de prisiones interiores y de hacerse cargo pacíficamente de la humanidad. Hemos realizado un primer vistazo a un material contingente, un cuerpo escritural que sigue creciendo y cruzándose con otras realidad diversas –discursos vernáculos de resistencia, discursos de género, culturas juveniles, media–; conformando un puzzle complejo, imposible de resolver con categorías antinómicas y que obliga a los lectores y ciudadanos de la aldea global a ampliar aún más sus horizontes ­existenciales.

I.4. Judíos / latinoamericanos / escritores

Siendo la identidad uno de los núcleos de la literatura judaica escrita por latinoamericanos –una reflexión sobre el individuo, la nación y sobre el pueblo judío–; también sus textos suponen una inquisición sobre el lugar que ocupan en las clasificaciones y discursos culturales sobre lo latinoamericano. Aún cuando hay textos con marcas judías desde inicios del siglo xx –siendo Los gauchos judíos (1910), del Alberto Gerchunoff el que funda la serie–, sólo a partir de la segunda mitad del siglo un grupo de escri­tores logra visibilidad desde este corpus particular90. Y será a partir del último tercio, desde la vivencia de la caída de los grandes discursos sociales redentores y de la irrupción de movimientos vinculados a sensibilidades particulares (ligados a la etnia, el género y la religión), que surge la pregunta sobre la nominación de una literatura

90  Desde su primer texto, esta literatura exhibe la compleja relación entre nación e inmigrancia. En el año del Centenario de la República Argentina, Gerchunoff presenta a los recién llegados de la Rusia zarista como verdaderos gauchos argentinos que trabajan para el progreso del país. Su necesidad de filiación y su incorporación a un proyecto letrado, ligado a una Argentina liberal, son comentados por Fernando Degiovanni, quien recorta una frase de este relato literario: “Yo [Alberto Gerchunoff] no aspiro a cantar únicamente la vida judía: soy ante todo argentino y mi carácter de tal orienta mi existencia de hombre de letras”. La cita da cuenta de los límites que impone el discurso nacional, donde aparecen imbricados el rechazo a los extranjeros de los sectores tradicionales y los nuevos discursos sociales y políticos en los cuales se insertan las masas inmigrantes. Cf. Degiovanni, “Inmigración, nacionalismo cultural, campo intelectual: el proyecto creador de Alberto Gerchunoff”, 367-380.

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vinculada al ser judaico91. En este sentido, nuestro trabajo se inserta en la directriz crítica que insiste en confrontar una experiencia identitaria latinoamericana sentida como estrecha (por las censuras extremas que impone a nuestras colectividades), que ha conllevado exilios, inxilios, migraciones y autocensuras que dañan los pactos mínimos de convivencia de una comunidad. El material judío constituye, entonces, un paso de frontera que difumina los márgenes instituidos. ¿Cuán latinoamericanos son estos escritos judíos? ¿Cuán judíos son esos escritos en lengua española? Y conste que en estas preguntas no estamos tomando en cuenta los textos escritos en otras lenguas –­esencialmente, el idish; pero también el hebreo e incluso esa lengua sacada de la Sefardía que es el ladino, judesmo o yudesmo, que incluye las incrustaciones lexicales y entonaciones idiomáticas de los lugares de la diáspora en el mapa mediterráneo. Insistiendo en la singularidad judía, se ha propuesto que estos escritos –que incluyen la memoria diaspórica– refuerzan en la literatura latinoamericana su ímpetu de apertura plural: son parte de los ejes que la descentran, sin que la desraícen –como lo propone el testimonio de Edna Aizenberg. Y situando de lleno estos textos y a sus autores en el mapa latinoamericano, se ha mostrado que sus referentes privilegiados se adscriben a la vida nacional y regional, y que los hechos del Holocausto y de la fundación del Estado de Israel (no así de la historia posterior de este Estado) adquieren un sentido simbólico pleno desde la traducción y enunciación latinoamericanas. Aquí, hay que puntualizar que a la luz de las vivencias de las dictaduras recientes, la experiencia del Holocausto es una matriz identitaria en muchos textos literarios actuales, en los cuales los personajes (y sus autores) toman conciencia de un sentimiento de rechazo y extranjería que les era supuestamente ajeno hasta ese momento y que les permite reinterpretar una historia familiar y nacional –en el caso chileno estamos pensando, por ejemplo, en autores como Marjorie Agosín, Roberto Brodsky y Ariel Dorfman.

91  Para una presentación de interés (aunque muy escéptica) sobre los nuevos discursos sobre historia y literatura en relación a la identidad judía, mencionemos el ­texto de Edward Friedman, “Theory in the Margin: Latin American Literature and the Jewish Subject”, que comenta las delimitaciones conceptuales para la redefinición de los márgenes propuestos por ciertos pensadores del postestructuralismo y del nuevo historicismo.

Judíos / latinoamericanos / escritores

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¿Cómo se integran (y aquí, en el término integración, se refuerza la pregunta) estos escritos al flujo latinoamericano, de sus literaturas nacionales y regionales y a sus tradiciones vernáculas y europeas? Por un lado, estos escritos lo enriquecen, dotándolo de una exégesis emparentada con las lecturas bíblicas y talmúdicas; y en el espacio contemporáneo, lo contamina con la tradición judía escrita en hebreo, alemán, ruso y especialmente en inglés92. Y por otro, expulsa de sí una audiencia exclusiva (sólo judaica), abriéndose al espacio americano como raíz (aun si éstas se imaginen como raíces al aire). Como bien lo expresa Saúl Sosnowski en una entrevista que gira en torno a la delimitación de un corpus genuino, las letras judaicas en Latinoamérica deben trascender su espacio: Lo que no interesa es la literatura gética, aquella que está hecha para el consumo exclusivo de la comunidad o que habla muy ceñidamente en términos comunitarios. A quienes trabajamos en el estudio de la literatura lo que nos interesa es una escritura que se integra al corpus latinoamericano o a sus variantes nacionales, no necesariamente una literatura que sólo habla de varias cuadras a la redonda93.

Nosotros compartimos la propuesta de una literatura judía-­ latinoamericana (enunciada así, con un guión), definida más por las complejas relaciones que establecen sus términos que por la suma pasiva de sus componentes: es la teoría del guión, que pone énfasis en los cruces (hibridaciones y resistencias) que conforman una identidad en crisis, en vías de cambio y de transformación94. En consonancia con

Stephen Sadow considera que los actuales escritores judíos latinoamericanos aparecen inmersos en tres tradiciones: la escritura judía del siglo xx en estas latitudes, la tradición latinoamericana adscrita al denominado boom y la tradición judía. De ésta, realiza el siguiente recorte: “Jewish [tradition] (biblical, Talmudic; Yiddish –Sholem Aleichem, I.L. Peretz German, Mendel Mocher Sforim, Isaac Beshevis Singer– ; ­Hebrew –Chaim Nachman Bialik, A.J. Yehoshua; German –Franz Kafka; Russian –Isaac Babel; American –Bernard Malamud, Woody Allen)” (Sadow, Introduction, ­XXVII). 93  “Lo judío como dato adicional en la literatura latinoamericana”. Entrevista de Jacqueline Goldberg a Saúl Sosnowski, en http://www.analitica.com/bitblio/jgosd berg/sosnowski.asp (4 de julio de 2011). 94  La dificultad de catalogar esta literatura se hace evidente cuando se la debe etiquetar bajo un título en monografías y compilaciones. Como bien lo nota Sosnowski (enunciador de la teoría del guión): “El título de la reciente antología compilada y pro92 

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esta enunciación teórica, citamos aquí el testimonio del escritor argentino Ricardo Feierstein: “el reconocimiento de las distintas arterias y la lucha por no renunciar a ninguna, ya que todas forman parte de la vida cotidiana constituyen el eje dramático en donde circula una cuestionada identidad” (citado en Florinda Goldberg 2000: 315). En cuanto a las materias, vivencias y obsesiones de esta literatura, éstas giran en torno a la experiencia diaspórica del pueblo judío (exilios y errancias), las genealogías como actos anamnésicos (el trabajo con el olvido), la lengua y la fe como territorios, la escritura como origen memorioso, y la pregunta recurrente por una identidad en sí: por la pureza, el bastardaje y la hibridación. Letras judaicas que diseñan los reveses de la Ilustración desde (auto)biografías que fracturan los discursos culturales narcisísticos del Yo moderno; voces judías que se hacen oír, más allá de las censuras que la delimitan, y que trascienden y perduran más allá del daño recibido95. Tejido de la memoria, en el cual la escritura de la mujer es trascendental –la escritora Marjorie Agosín habla de la obsesión por recordar, de la fascinación por recrear una genealogía entrañable96. En la compilación de trabajos críticos (sobre escritoras judías latinoamericanas) realizada por esta escritora, se pasa revista al trabajo creativo de a lo menos veinticinco voces, entre ellas las de Margo Glantz, Angelina Muñiz-­Huberman y Esther Seligson (de México); de Liliana Heker,

logada por Gisela Heffes registra gráficamente la conjunción de elementos: ‘Judíos / Argentinos / Escritores’” (Sosnowski, “Fronteras en las letras judías-­latinoamericanas”, 271). Para expresar la discontinuidad de este corpus literario y la territorialidad móvil de sus actores (personajes y autores), hemos titulado este acápite de nuestro libro, siguiendo el modelo de la antología argentina: “Judíos / Latinoamericanos / Escritores”. 95  Para este mínimo recuento, hemos acudido al diálogo efectuado en el Simposio Múltiples Identidades: Literatura Judeo-Latinoamericana en los Siglos xx y xxi (organizado por la Universidad de Giessen y la Universidad Libre de Berlín, que se realizó en el Instituto Ibero-Americano de Berlín entre el 26 y el 28 de noviembre del año 2009). Participaron allí María Ximena Álvarez, Rodrigo Cánovas, Katja Carrillo Zeiter, Verena Dolle (organizadora), Liliana Feierstein, Florinda Goldberg, Eduardo Hopkins Rodríguez, Regina Igel, Karl Kohut, Christoph Müller, Amalia Ran, la escritora Ana María Shua, Saúl Sosnowski, Nelson Vieira y Susanne Zepp. Memorable encuentro, justo a veinte años de la caída del muro de Berlín. Actualmente se prepara una publicación, con las ponencias y el diálogo generado en torno a ellas. 96  “I am interested in exploring the writings of Jewish women writers in the Americas because of their fascination and obsession with the recordings and the reorganizations of memory as well as the interplay of the personal with the collective” (Agosín, ed., Passion, Memory and Identity, XXI-XXII).

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Alicia Steimberg y Ana María Shua (de Argentina), Elisa Lispector, Frida Alexander y Clarice Lispector (de Brasil); Sonia Chocrón, Jacque­line Goldberg y Alicia Freilich de Segal (de Venezuela); Ruth Behar y Ester Shapiro Rok (de Cuba); Sonia Guralnik y Marjorie Agosín (de Chile) y Teresa Porzecanski de Uruguay. Miradas de mujer que comparten con las demás voces femeninas continentales su rebeldía (pasiva, paródica o frontal) hacia los principios patriarcales (en el caso judío, representados por el rabinato) y su reinvención de los lazos amorosos y familiares; proclamando una sagrada memoria adscrita al corro de las hijas de la Miriam bíblica. En su compilación de voces judías latinoamericanas, Stephen Sadow selecciona breves ensayos autobiográficos de quince autores latinoamericanos. En la ficha de presentación de cada uno de ellos, se nos indica no sólo su lugar de nacimiento sino también sus desplazamientos, haciéndose cargo de sus rutas errantes Así, al menos en esta antología descubrimos que la mayoría ha migrado hacia EE.UU. (la América de Promisión). Anotemos su lista: Alberto Gerchunoff (Argentina, 1884-1950), Margo Glantz (México), Marcos Aguinis (Argentina), Angelina Muñiz-­Huberman (México), Moacyr Scliar (Brasil), Alica Freilich de Segal (Venezuela), José Kozer (Cuba / EE.UU. / España), Isaac Goldemberg (Perú / EE.UU.), Mario Szichman (Argentina / Venezuela / EE.UU.), Alcina Lubitch Domecq (Guatemala / Israel), Marjorie Agosín (Chile / EE.UU.), Ruth Behar (Cuba / EE.UU.) e Ilan Stavans (México / EE.UU.). Indiquemos finalmente –last but not least– que el interés reciente por establecer un discurso crítico y cultural sobre las letras judaicas latinoamericanas aparece sustentado en antologías, traducciones y trabajos críticos (como las ya mencionadas de Agosín y Sadow, en inglés); además de congresos y cátedras y tesis doctorales, especialmente desde la academia de EE.UU.97. En el ámbito de las letras nacionales y

En el ámbito anglosajón, entre las antologías de cuentos destacamos la de Ilan Stavans (Tropical Synagogues: Short Stories by Jewish Latin-­American Authors, 1994). Existe una antología de textos poéticos que incluye los poemas originales en español y su correspondiente traducción al inglés, editado por Marjorie Agosín, ella misma poeta (Miriam’s Daughters: Jewish Latin American Women Poets, 2001). Y entre las compilaciones críticas, mencionemos las de Nora Glickman y Robert Di Antonio (Tradition and Innovation: Reflections on Latin American Jewish Writing, 1993) y la de David Sheinin y Lois Baer (The Jewish Diaspora in Latin America: New Studies of History and Literature, 1997); además del diccionario preparado por Darrell Lockhart: Jewish 97 

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regionales, la comunidad judía argentina (Asociación Mutual Israelita Argentina, AMIA), contando con el auspicio de centros universitarios, ha iniciado una serie de encuentros sobre literatura, arte y cultura; y también existen valiosas antologías98. En el inicio del siglo xxi, las letras judaicas latinoamericanas amplían el espectro dialógico de nuestra cultura, reorganizando nuestras imágenes sobre lo local y lo global y proponiendo una identidad más plural o si se quiere, más discordante con una imagen cultural en una sola dimensión.

Writers in Latin America: A dictionary (1997). Al inicio de un nuevo siglo, la prestigiosa Revista Iberoamericana le dedica un número monográfico –el número 191, de abril-­ junio del 2000, bajo el título Literatura judía en Latinoamérica. Mencionemos además la asociación Latin American Jewish Studies Association (LAJSA), creada en 1982, que mantiene un boletín informativo y realiza congresos periódicamente. 98  Nos referimos a los recientes encuentros sobre la cultura judeoargentina con una audiencia no menor a las mil personas, con sus respectivas actas publicadas como libros. En cuanto a compilaciones, recordemos la ya mencionada de Gisela Heffes, Judíos/ Argentinos/ Escritores. En Chile, el interés por el material literario judaico queda de manifiesto en la academia chilena por el trabajo doctoral de Juana Campos titulado La errancia judía en la literatura contemporánea hispanoamericana (2009).

II. De los árabes en latinoamérica: méxico y chile

II.1. Migraciones: palestinos, sirios y libaneses

Árabes en latinoamérica La impronta árabe aparece con las naves de Cristóbal Colón, trayendo su influjo de una España musulmana, que a nivel cultural tuvo un visible apogeo en el siglo xiii durante el reinado de Alfonso X, cuando florecieron las escuelas de traductores (del árabe al latín) de Toledo y Sevilla, difundiendo el legado científico y filosófico del mundo árabe1. Ahora bien, teniendo presente la expulsión del Turco (el sitio de Granada en 1492) y de los moriscos en 1609 (exhibida ésta magistralmente en el Quijote, con el caso de Ricote), y muy especialmente la actuación del Santo Oficio en el periodo colonial americano, hay pocos indicios de la influencia arábiga en estos nuevos reinos católicos. La presencia árabe en América cobra visibilidad y relevancia en el marco de las migraciones que ocurren a partir del último tercio del siglo xix desde la región del Levante –la Gran Siria– que estuvo bajo el control del Imperio otomano desde 1516 hasta fines de la Gran ­Guerra, cuatro siglos más tarde, cuando los actuales territorios de

1  Acudimos aquí a la tradicional cronología de una España árabe, demarcada arbi­ trariamente entre los años 711 (cuando Tarik, general berebere y musulmán, vence a don Rodrigo, el último rey visigodo) y 1492 (la pérdida de Granada, que coincide con el edicto de expulsión de los judíos de su Sefarad y el avistamiento de un Nuevo Mundo). En cuanto al diálogo cultural con el mundo árabe durante el siglo xiii, también hay que mencionar la actuación de Federico II, rey de Sicilia y Alemania, que funda la Universidad de Nápoles, que contiene un programa de estudios orientales.

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­Siria y Líbano quedan bajo el protectorado francés y Palestina, bajo el inglés2. De la Sublime Puerta y su derrumbe La Sublime Puerta (denominación espiritual del Imperio) reconocía provincias imperiales divididas en millet, comunidades autónomas dirigidas por un jefe religioso (musulmán, cristiano ortodoxo, católico maronita o judío), quien respondía ante la gran autoridad. Estambul delegaba en el millet funciones civiles como la educación, la salud y la justicia, siendo su interés central el cobro del tributo imperial. Durante el siglo xix y a medida que el Imperio se debilitaba –recordemos que fue llamado El Hombre Enfermo–, fue muy relevante la presencia de capitales ingleses, franceses y norteamericanos3. Siendo el Imperio otomano de credo musulmán, no era en principio intolerante con cristianos y judíos, por cuanto el islam los reconoce como pueblos del libro, relacionados con el Antiguo Testamento. No obstante, históricamente el credo religioso fue fuente de hostilidad en el Cercano Oriente y en el caso de la emigración árabe a nuestras latitudes, una razón poderosa. Indiquemos también que durante la dominación turca otomana, la Gran Siria mantuvo su agrupación en aldeas, donde predominaba la actividad agrícola, recreándose la estructura del campamento beduino, donde se compartían normas bajo la supremacía de un jefe. Las causas de una masiva emigración de los nativos de la Gran ­Siria –palestinos y sirios, en su mayoría de credo cristiano ortodoxo; y libaneses, de credo católico maronita– están íntimamente vinculadas al desmembramiento del Imperio otomano, que agudiza las pésimas

Para esta presentación de los árabes en Latinoamérica hemos acudido a muy diversas fuentes, privilegiando los estudios incluidos en el libro coordinado por Raimundo Kabchi, El mundo árabe y América Latina (1997). Indiquemos, de paso, que en la vasta bibliografía existente sobre el tema, se echan de menos estudios integrativos –que presenten un panorama general y comparativo– sobre la inmigración árabe a Latinoamérica. 3  Este brevísimo acápite sobre el Levante está basado principalmente en los panoramas presentados por Myriam Olguín y Patricia Peña en La inmigración árabe en Chile (1990) y Antonia Rebolledo en su tesis universitaria “La integración de los inmigrantes árabes a la vida nacional. Los sirios en Santiago” (1991), en sus respectivos capítulos iniciales, sobre el mundo de origen de los inmigrantes árabes. 2 

Migraciones: palestinos, sirios y libaneses

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condiciones económicas en que viven (en general, campesinos pobres, dedicados también a la artesanía y al pequeño comercio) y crea gran inestabilidad política, instaurándose hacia 1908 el servicio militar obligatorio para resolver guerras internas, poniéndose a cristianos y judíos en los puestos más peligrosos. Es verdad que la discriminación hacia las minorías cristianas en la Gran Siria generó un clima favorable para la emigración hacia ­América –había una amplia mayoría musulmana; la cual, habrá que recordar, también estaba subsumida bajo el Imperio. No obstante, es necesario aclarar que estas minorías iban a colegios que dependían de órdenes religiosas cristianas cuyas sedes estaban en Rusia, Francia e Inglaterra. Hubo, entonces, una élite que tuvo acceso a una mejor educación (y en el caso de nuestros inmigrantes, principalmente libaneses y sirios) y, en general, los cristianos tuvieron un contacto cultural mayor con Occidente; lo cual contribuyó a su partida4. Por lo demás, no había apego al Imperio (no se renunciaba a una nación); aunque sí las nociones de aldea, familia y credo religioso constituían el centro de su identidad de patria. Así, la primera y acaso más relevante ola migratoria se produce desde fines del siglo xix hasta el inicio de la Gran Guerra. Entre 1915 y 1920 el flujo migratorio disminuye drásticamente, debido a este conflicto bélico mundial; pero entre 1920 y 1930 muestra un alza relevante, debido a que las condiciones económicas siguieron siendo difíciles, a pesar del desmembramiento definitivo del Imperio turco. Recordemos que desde 1917 Palestina queda bajo la administración inglesa y desde 1920, Siria y El Líbano, bajo tutela francesa. En el caso pales­tino, la Declaración de Balfour de 1917, hecha por el gobierno británico, alienta la creación de un Hogar Nacional Judío en Palestina.

Recogemos aquí la tesis de Myriam Olguín y Patricia Peña, que marca la relevancia de la cercanía a Occidente de los cristianos árabes como una razón poderosa para emigrar (por sobre la hostilidad musulmana): “este grupo era el con mayores posibilidades de partir, no porque estuviese en desmedro frente a la mayoría musulmana, sino porque estaba en una situación de privilegio educacional-­económico en relación al resto de la sociedad” (66). Una puesta en escena literaria de una aldea siria donde se reconocen barrios y colegios según órdenes religiosas y colonias extranjeras se da en el conjunto de relatos La aldea blanca (1977), de José Auil, inmigrante sirio en ­Chile. También se otorga una visión sobre las disputas entre cristianos y musulmanes en Homs en otro testimonio de un inmigrante sirio en Chile, el de Benedicto Chuaqui en su Memorias de un emigrante, cuya primera edición es de 1942. 4 

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El Líbano se convierte en Estado independiente en 1943 y Siria, en 1946, integrándose ambos a la Liga Árabe (creada el mismo año 1946, junto a Egipto, Iraq, Arabia Saudita, Yemen y Transjordania). Junto con el término del mandato inglés en los territorios palestinos, se crea el Estado de Israel en 1948, causa de conflictos bélicos y del éxodo masivo de los palestinos, principalmente hacia los países vecinos, hasta hoy. Olas migratorias Los pueblos árabes se suman a las corrientes migratorias mundiales, emigrando desde 1860 a 1925, aproximadamente un millón y medio de personas, a distintas partes del orbe. Hacia 1920, hay 200.000 s­ irios fuera del mapa del Levante, la mayoría en las Américas (69,2% en América del Sur, 7,2% en América del Norte y 4,2% en América Central). Y hacia 1932, han emigrado alrededor de un cuarto de millón de libaneses, preferentemente a América del Sur (especialmente Brasil) y América del Norte. En el caso de los palestinos, la cifra de emigrantes hacia inicios del siglo xx es de 40.000 (siendo su destino natural las Américas). Los flujos migratorios tienden a concluir hacia mediados del siglo xx; aunque no en el caso de los palestinos y libaneses (Olguín y Peña, 59-63, citando varias fuentes). En cuanto a datos de la inmigración árabe a América del Sur durante las primeras décadas del siglo xx, los flujos migratorios se dirigieron especialmente a Brasil y a Argentina. Entre 1908 y 1924, la cifra de árabes en Brasil es de 60.294; y entre 1921 y 1924, los árabes en Argentina son 103.672. Siendo Buenos Aires un puerto terminal en la costa Atlántica, se constituyó también en un lugar de paso para otros destinos (por ejemplo, Chile). Por ello, además de la cifra ya registrada de más de cien mil, hay que agregar para ese periodo alrededor de cincuenta mil como población flotante, que entra y luego vuelve a emigrar (Rebolledo, “La integración de los inmigrantes árabes”, 49‑54, citando varias fuentes). En fin, según datos de Lorenzo Agar señalados en “El comportamiento urbano de los migrantes”, la población árabe residente en América hacia 1982 sería de aproximadamente 8 millones, distribuida en porcentajes por países o zonas del siguiente modo: Brasil (50%),

Migraciones: palestinos, sirios y libaneses

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EE.UU. (25%), Argentina (15%), Centro y Sur América (10%). En Chile se concentraría el 1% de esa población, es decir, 80.000 árabes5. Las actividades económicas de los árabes siguen un patrón similar en los diversos países latinoamericanos: sin gran capital inicial, se inician como vendedores ambulantes, causando muchas veces rechazo en las aristocracias criollas, que no veían mayor ventaja en este comercio. Así, en El Diario de Buenos Aires, del 18 de noviembre de 1889, leemos lo siguiente: “Nuestros vecinos de la República de Uruguay acaban de rechazar como inmigrantes a 300 turcos por perjudiciales. Allí andan por las calles de Buenos Aires, hombres y mujeres, desgreñados y sucios, pidiendo limosna o expidiendo objetos tan inútiles como ellos”6. En realidad, pusieron a disposición muchos productos hogareños y prendas de lucir a las gentes más modestas, quienes les compraban a crédito. Varilleros en Huejutla (en México), mercachifles en Antuco (Chile), matracas en Rio Grande do Sul, van tocando puerta a puerta y anotando en su libreta el haber y el deber en un balance artesanal que les permite a muchos, luego de grandes esfuerzos, acumular un mínimo capital para instalar una tienda. La inmigración árabe se produce por viajes aislados de grupos de hombres jóvenes o de padres de familia. Ya instalados con una tienda, lo común es que manden a llamar a parientes y gentes del lugar natal, para que ayuden en la actividad comercial, produciéndose una inmigración en cadena. Se genera así un solidario espíritu comunitario, reforzado por lazos de parentesco y confesionales. A la tienda establecida le sigue la inversión industrial, especialmente en el área textil (Madariaga, 48). La gran mayoría de estos inmigrantes eran cristianos ortodoxos (en el caso de sirios y palestinos) o católicos maronitas (los provenientes del Monte Líbano); lo cual facilitó su integración a estas repúblicas de cultura católica. También ha habido una inmigración musulmana, aunque menor, cuyos antecedentes datan de la época colonial, con la

5  El puzzle estadístico en relación a las cifras sobre la emigración árabe (en el mundo, en las Américas y en Chile) es difícil de resolver. Remitimos al lector a los textos de Lorenzo Agar, Myriam Olguín y Patricia Peña, Antonia Rebolledo y de Andrés Sanfuentes, que discuten criterios para realizar estimaciones válidas científicamente. 6  Citado en Abdeluahed Akmir, “La inserción de los inmigrantes árabes en Argentina (1880-1980): Implicaciones sociales”. En: http:// revistas.ucm.es/fli/11303964/ articulos/ANQE91911120237A.PDF (18 de mayo 2008).

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forzada venida de africanos de credo musulmán traídos como esclavos a Brasil, Venezuela, Colombia y a algunas islas del Caribe –un hito histórico es la rebelión de los esclavos de Bahía en 1835, grupo musulmán todavía existente en los inicios del siglo xx. En la actualidad, los grupos islamistas son minoritarios; a diferencia de los árabes cristianos, ellos tienden a mantener más la lengua árabe, por ser la lengua del Corán7. En sus registros de entrada, estos inmigrantes provenientes de la región del Levante aparecieron primero como árabes (por su lengua), turcos (por su pasaporte, otorgado por el Imperio otomano) o asiáticos (por mapa geográfico); pero después de la Gran Guerra los censos nacionales incorporaron las nominaciones de sirio-­libaneses y palestinos, que correspondían al nuevo mapa político. Los destinos privilegiados de estos árabes del Levante hacia América –Amrik, según su propia pronunciación– fueron EE.UU., Brasil y Argentina. Brasil y Argentina, destinos privilegiados Del total de 186 millones de habitantes de Brasil, 9 millones reconocen sus orígenes en el Medio Oriente (un 5% del total de la población brasileña), siendo la gran mayoría de credo cristiano y de ascendencia libanesa, siria o palestina (habiendo también minorías judías y musulmanas). En número, hay aquí más sirios que en Damasco y más libaneses que en todo Líbano8. Se instalaron primero en la región amazónica, zona cauchera, recorriendo sus cuencas en pequeñas embarcaciones ofreciendo todo tipo de productos, incluidos objetos religiosos traídos de sus tierras –se les conoció así como regataos, por sus botes–, comerciando luego alimentos preservados. Durante la primera década del siglo xx, muchos se trasladan hacia las provincias sureñas, instalándose en Río de Janeiro, Minas Gerais y São Paulo, donde desplazan en el comercio a los portugueses, dedicándose en los años veinte a los textiles, logrando prosperidad9.

7  Según datos de la Organización Islámica de América Latina (OIAL), la población musulmana latinoamericana es de alrededor de seis millones. Consideramos la cifra bastante abultada. 8  Larry Luxner, “The Arabs of Brazil”. En http://www.saudiaramcoworld.com/ isuue/200505/the.arabs.of.brazil.htm (18 de mayo de 2009). Otras fuentes indican doce millones. En cuanto a los musulmanes, líderes de la comunidad cuentan 700.000 practicantes; pero el censo gubernamental del año 2000 anota sólo 27.239. 9  Ernesto Capello, “Carrying the past: the Syrio-­Lebanese Emigration to Brazil”. En: http://thestudyofracialism.org/about175.html (18 de mayo de 2009).

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En São Paulo y Río de Janeiro se desarrolla una amplia vida cultural, cultivada a través de periódicos (se cuentan alrededor de ciento cuarenta órganos de prensa entre 1895 y 1940) y la creación de círculos literarios, animados por inmigrantes que escriben en árabe, que tuvo repercusiones en toda la diáspora árabe10. Durante los años sesenta se instaura la enseñanza del árabe como lengua optativa en los colegios privados y en 1993 la Universidad de São Paulo inaugura sus cursos sobre lengua, literatura y cultura árabe (Nabhan, 226). La comunidad sirio-­libanesa es la tercera corriente inmigrante más importante en Argentina, después de la italiana y la española. Desde Medio Oriente, durante los años 1921, 1923 y 1924 llegan a este país alrededor de 65.000 personas; y según estadísticas de los años 1920-1945, su procedencia es principalmente siria (77,98%), libanesa (16,43%) y palestina o de otras regiones vecinas (5,58%). Al igual que en otros países, se inician como buhoneros y luego se instalan en tiendas y más adelante invierten en la industria textil, logrando durante la década de los años treinta controlar el 50% de su producción mercantil, en conjunto con los armenios y judíos orientales (Akmir, “La inmigración árabe”, 63 ss.). Los inmigrantes árabes se sitúan primero en las provincias del noroeste argentino (Tucumán, Santiago del Estero, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy), donde prosperan, logrando una integración social armoniosa, a diferencia de su aceptación en la sociedad bonaerense, más estratificada y aristocrática11. Acaso por esta resistencia de una aristocracia criolla que estos inmigrantes árabes hayan sido desde siempre peronistas, pues este movimiento les permitía lograr reconocimiento social –además del sesgo nacionalista del justicialismo argentino, que lo asemeja a los discursos nacionalistas árabes (Madariaga, 52).

10  “La producción literaria de estos poetas y escritores, considerada de buen nivel, repercutió en el mundo árabe donde se la conoce como Adab al-­Mahyar (‘literatura de la emigración’). Este movimiento literario no sólo se produjo en Brasil, sino también en los Estados Unidos, país donde surgió primero, y en Argentina, pues la presencia árabe se dio en todo el continente americano” (Nabhan, 222). Más adelante, en el capítulo que versa sobre las letras arábigas en Latinoamérica, nos referiremos más extensamente sobre la creación de estas ligas o círculos literarios. 11  Abdeluahed Akmir, “La inserción de los inmigrantes árabes en Argentina (18801980): Implicaciones sociales”. En: http://revistas.ucm.es/fli/11303964/articulos/AN QE91911120237A.PDF (18 de mayo de 2009).

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Como en otras latitudes, los inmigrantes árabes instalados en Argentina siguen de cerca todos los acontecimientos políticos de sus lugares de origen. No obstante aquí, al parecer, hubo mayor animosidad entre los diversos bandos, en especial durante la Gran Guerra y en la década siguiente. Se reconocieron como antagónicos el grupo pro­ otomano (que apoyaba a Turquía en la guerra) y el grupo nacionalista que aspiraba a un Califato árabe, generándose fuertes disputas en los periódicos árabes e incluso actos de violencia en el “barrio turco” de Buenos Aires, de los otomanos contra los cristianos que estaban a favor de otros aliados. Terminada la Primera Guerra Mundial, se da la pugna entre quienes aspiran a la formación de un reino árabe y los que apoyan la intervención de una potencia extranjera (la corriente profrancesa, sustentada por los libaneses, de credo maronita). Una vez proclamadas las nuevas naciones, en los años cuarenta, los inmigrantes árabes –como en los demás países latinoamericanos– las han apoyado económicamente mediante diversas formas (Akmir, “La inmigración árabe”, 102-109). Como en otras partes de América Latina, los argentinos de la ter­ cera generación (nietos de inmigrantes árabes) muestran una alta integración, lo cual queda reflejado en los matrimonios mixtos: un 82,75% (Akmir, “La inmigración árabe”, 89-97). Tierras de adopción En cuanto ­a nuevos flujos de inmigración, hay que mencionar una población árabe instalada desde hace cuarenta años en pueblos de la triple frontera de Argentina, Paraguay y Brasil, que tuvo un auge en los años setenta por la construcción de la represa hidroeléctrica de Itaipú12. Sin embargo, lo más destacable es la llegada de refugiados palestinos durante la segunda mitad del siglo xx hasta hoy, especialmente a Chile y a Honduras, países con las comunidades de inmigrantes palestinos más numerosas y activas en el ámbito político y cultural13. Y la

12  “Árabes y musulmanes en América Latina”. En http://news.bbc.co.uk/hi/spa nish/specials/newsid_4294000/4294241.stm (18 de mayo de 2009). 13  Según Lorenzo Agar, en “El comportamiento urbano de los migrantes árabes”, el aumento significativo de la población palestina en Santiago de Chile en el censo de 1979 (60,24% del total de árabes, siendo que hacia 1941 constituía el 42,13%) está conectado directamente con el carácter expulsivo de esa inmigración. Según Marín-­Guzmán, hay un flujo continuo de inmigrantes palestinos a Honduras luego de la denominada Inti-

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diáspora libanesa, agravada por la guerra civil de 1975 (que se extiende hasta 1989) junto al conflicto palestino-­israelí. Las gentes del Levante han sido un ejemplo de esfuerzo y hospitalidad para los pueblos americanos; como lo indica Nabhan: “la perseverancia, el espíritu emprendedor y la laboriosidad de la comunidad árabe son un modelo a imitar” (231). Estos inmigrantes tuvieron que enfrentar prejuicios por su aspecto, sus costumbres, su dedicación al comercio ambulante y más adelante, por el éxito económico obtenido14. Una concesión lingüística –además de abandonar la lengua árabe, grave pérdida simbólica– fue el cambio de apellido, que les permitía una comunicación más fluida: en portugués, Soares y no Saad, Sales y no Said; aunque en muchas ocasiones, ocurría una traducción: Ferreira por Haddad (en árabe, ‘herrero’); Juan Lobo por Hana Dib (dib, ‘lobo’). Una gesta inmigrante. Los árabes llegaron a América, logrando gracias a sus talentos un espacio de acogida; en la actualidad, mantienen vínculos comunitarios con sus lugares de origen, demostrando solidaridad con las nuevas repúblicas del Medio Oriente. Es posible también, como lo propone Said Bahajin en un estudio reciente, que las sociedades latinoamericanas –a diferencia de las del Mercado Común Europeo– tengan una mayor capacidad de adopción de grupos considerados como extranjeros: “Adoptar al inmigrante es aceptarle como es y no ponerle la etiqueta de ilegal desde el primer día de su llegada, porque ningún ser humano es ilegal” (768). Ojalá así sea y que siga siendo en el siglo xxi.

fada. Agrega que existe un gran apoyo a la causa palestina, desde la misma institución religiosa: “La Iglesia Ortodoxa en Honduras ha tenido también una destacada participación política en defensa de los derechos del pueblo palestino, efectuando grandes colectas de dinero para ayudar a los refugiados palestinos, oficiando con frecuencia misas para los militantes de la Intifada y pagando páginas en los periódicos locales en defensa de los palestinos” (175). 14  Said Bahajin propone que la integración de los árabes se debe al despliegue de su esfuerzo, yihad: “Utilizo la palabra yihad que significa ‘esfuerzo’, porque no me gusta que la empleen solamente en contexto de terrorismo, también creo que es la palabra árabe más adecuada para entender la realidad del esfuerzo que tenían que realizar los árabes, hasta llegar a desempeñar cargos políticos y económicos relevantes en las sociedades de acogida” (757).

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Libaneses en México: los rojos pasos migrantes La inmigración árabe a América se inicia en el último tercio del siglo xix, siendo sus destinos más frecuentes Estados Unidos (donde ya muy tempranamente, en 1870, existe el barrio Nueva Siria en Nueva York), Brasil y Argentina. En México, la gran mayoría de los inmigrantes de la región del Levante es de origen libanés, de credo católico maronita. Según información del Directorio libanés, del primero que se tiene noticias es el reverendo Boutrous Raffaul, que desembarcó en Veracruz en 1878. Entre 1882 y 1889, ya se contaban 30 libaneses en suelo mexicano15. ¿Qué motivó a estos libaneses, conectados espiritualmente con los fenicios –grandes navegantes, que tiñeron el Mediterráneo con la púrpura de Tiro y crearon un alfabeto–, hacer una travesía tan inmensa, trasladándose en carreta desde sus villas hasta el puerto de Beirut, para llegar a Marsella y luego emprender la ruta hacia el Golfo de México? ¿Cuáles sus credos y costumbres? La inmigración libanesa está delimitada por serios conflictos de carácter político y religioso, en el marco de la dominación imperial moderna –primero, otomana y luego, de las potencias europeas–, que ha generado flujos constantes de migración desde hace un siglo y medio, cambiando el componente étnico y religioso de la región, y en determinados periodos, contándose más libaneses viviendo como pobla­ción flotante en el exterior que dentro de sus fronteras. Por ello, es imprescindible un breve recuento histórico sobre este país, que primero formaba parte del Imperio otomano (hasta la Gran Guerra de 1914-1918), luego estuvo bajo el mandato francés y sólo desde 1943 es una república independiente.

Para esta breve introducción sobre la inmigración libanesa a México hemos privilegiado las siguientes investigaciones (las cuales se citan cuando corresponde): el trabajo pionero de Carmen Páez sobre el proceso de asimilación de los libaneses; el estudio panorámico sobre la inmigración árabe, que incluye a todos los pueblos del Levante, de Roberto Marín-­Guzmán y Zidane Zéraoui; la crónica histórica de Martha Díaz de Kuri y Lourdes Macluf; y el invaluable archivo onomástico y de materias de Patricia Jacobs Barquet. También, más lateralmente, hemos acudido al estudio sobre los libaneses en Yucatán de Luis Ramírez y consultado con provecho la tesis universitaria de Daniela Zárate sobre las voces literarias. Todos ellos trabajan con el Directorio libanés. Censo general de las colonias libanesa, palestina y siria, residentes en la República Mexicana (1948), una de las fuentes capitales sobre la población del Levante. 15 

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Recuento histórico de Líbano La región de Líbano se incluye en los dominios del Imperio otomano desde 1516, el cual abarca Asia Menor, Egipto, Siria, Palestina, Jordania, Líbano, Grecia, Macedonia y toda la costa africana, hasta Argelia. Es importante también señalar que existe un temprano vínculo económico entre la región libanesa y Francia –amén de las Cruzadas–, por las capitulaciones de 1536, que otorgaban a ese país europeo el derecho a transacciones comerciales. Durante el siglo xix y a medida que el Imperio se debilitaba, también fue importante la presencia de capitales ingleses y norteamericanos16. Acaso el punto de inicio más pertinente para la historia migratoria libanesa sea la instalación del Mutassarifat o Pequeño Líbano (18611915). A raíz de las severas pugnas entre drusos y maronitas, el gobierno otomano (de acuerdo con las potencias europeas) creó el Pequeño Líbano, una roca encajada entre el mar y Siria, donde se concentró a la población cristiana (maronita)17. Estaba constituido por un reducido territorio de 5.740 kilómetros cuadrados, de 296.000 habitantes; teniendo el Gran Líbano anterior más de 10.000 kilómetros cuadrados y una población de alrededor de medio millón. Era una zona muy árida, que contrastaba con las tierras fértiles y los puertos donde quedó instalada la mayoría musulmana. Desde el Mutassarifat se registran flujos migratorios constantes, por las precarias condiciones económicas, instalándose colonias cristianas libanesas en Egipto, Nigeria y Liberia, e iniciándose el flujo migratorio hacia América. Uno de los pocos factores de cohesión de los diversos credos surge a inicios del siglo xx, en torno a ideales libertarios, en tiempos del surgimiento del movimiento de los Jóvenes Turcos en Macedonia, hacia 1908. El Pequeño Líbano fue abolido en 1915 por el gobierno turco, aliado de los alemanes en la guerra, sucediéndose una catástrofe en materia de enfermedades y persecuciones políticas. Fue el periodo

16  Para esta presentación histórica nos guiamos principalmente por el panorama otorgado en Páez, 49-122. 17  Luego de dos décadas de constantes fricciones entre drusos y maronitas, de triste recuerdo es la matanza realizada por los drusos. En Memoria de Líbano (2003), Carlos Martínez Assad anota: “Se dice que en no más de cuatro semanas fueron asesinados unos once mil cristianos y entonces de sólo cinco poblados salieron más de cinco mil personas que se convirtieron en emigrantes” (128).

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en que los otomanos realizaron una cruenta represión contra los patriotas libaneses cristianos, que colaboraban con Francia. El Gran Líbano resurge como territorio luego de la Gran Guerra, bajo el mandato francés entre 1920 y 1943, volviendo a incluir ahora ciudades como Trípoli, Aka, Djebel y Beeka, entre muchas otras. Hacia 1926 es declarada una república; pero en su Constitución se otorga a Francia el derecho a intervenir en el orden legal creado. Hacia fines de los años veinte, alrededor de 15.000 libaneses emigran de su país por la crisis económica y política. En 1932 estalla una revuelta nacionalista, que es sofocada, suspendiéndose las garantías constitucionales a la población. Finalmente, el 22 de noviembre de 1943, Líbano es república independiente (las tropas francesas no se retirarán hasta 1945). La emigración libanesa ocurre en gran medida entre 1900 y 1930. En 1932, se cuentan libaneses en 41 países, siendo de credo maronita (48%), griego ortodoxo (22%), melquita (11%), metuali (4%), druso (3%) y de otros credos (12%). Es interesante notar que las migraciones desde Líbano generan un cambio en su composición religiosa. Así, si tradicionalmente la población maronita era mayoritaria en relación a la musulmana, hacia 1932, del total de 793.426 ciudadanos, casi la mitad es de credo musulmán (Páez, 112). Las olas migratorias libanesas cristianas (maronitas) a América ocurren mayoritariamente entre 1914 y 1932. Por las leyes restrictivas de Estados Unidos, las principales opciones son Brasil, Argentina y Uruguay. Actualmente, alrededor de medio millón de origen libanés vive en Estados Unidos y la misma cifra es otorgada para Brasil y Argentina. Durante la segunda mitad del siglo xx, las oleadas migratorias continuaron. Entre los años 1960 y 1974, se anota un promedio anual de emigración de 8.500 personas, principalmente a los países vecinos, productores de petróleo (Marín-Guzmán y Zéraoui, 42). Y se calcula que desde 1974 hasta 1989, por la guerra civil, alrededor de 990.000 personas abandonaron el país, que equivale al 40% de la población18.

18  “Labaki asserts that during the years of the civil war 990.000 people left Lebanon from 1975 to 1989. This means 40 per cent of the total population of the country. Many of them were workers with technical qualifications, besides medical doctors, engineers, architects, lawyers, and other professionals” (Marín-­Guzmán y Zéraoui, 123).

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Leyes migratorias ¿Qué marcos legales de inmigración delimitaron la entrada de los libaneses a México? Durante el Porfiriato (1876-1910), ante la relativa escasez de recursos humanos y de recursos tecnológicos, se fomentó la inversión extranjera y se aceptó sin restricciones a los inmigrantes, quienes supuestamente se incorporarían a la agricultura. Había, por supuesto, preferencias: los latinos (es decir, españoles, franceses e italianos) eran considerados buenos campesinos y de fácil asimilación; al contrario de chinos y negros, y también en cierto grado, de norteamericanos y alemanes. Paradójicamente, los extranjeros se dedicaron mayoritariamente al comercio: en 1910, sólo el 9% aparecía comprometido en el cultivo de la tierra (Díaz y Macluf, 43-44). El mayor flujo migracional árabe hacia México se produce en los años veinte –un promedio de 362 por año–, en gran medida por las restricciones legales impuestas en Estados Unidos para la entrada de extranjeros. En efecto, la Quota Act (1921) y la Johnson Act (1924) fijan cuotas de un 3% y luego de un 2% del total de extranjeros de cada nacionalidad establecidos previamente en el país. México aparece como una antesala privilegiada, por cuanto si un extranjero había residido un año allí (luego fueron cinco), podría solicitar su ingreso al país del norte. Fue común que en el tiempo de espera y ante las restricciones cada vez más severas para pasar la frontera, se establecieran de modo definitivo, mandando a buscar luego a familiares, según una temprana tradición de emigración en cadena. Sin embargo, también en México se comienzan a implementar ­leyes restrictivas para defender la mano de obra nacional, ante una crisis económica y social inminente. Así, en su discurso ante el Congreso en 1925, el presidente Plutarco Elías Calles indica: “El Ejecutivo estima igualmente evitar, hasta donde sea posible, la inmigración de individuos que vienen a hacer una competencia ruinosa a nuestros ­trabajadores y a invadir las ramas de actividades suplantando a los nacionales que tienen que abandonar el territorio y se dirigen a los Estados Unidos en busca de trabajo” (citado en Marín-­Guzmán y Zéraoui, 37). Leyes mexicanas migratorias de 1926 elevan requisitos sanitarios y fijan una cuota adicional en dinero para la entrada de extranjeros. Y en 1927, respondiendo de modo directo a las presiones de obreros, artesanos y comerciantes mexicanos, se prohíbe la entrada de negros, sirios, árabes, turcos, palestinos, chinos, indobritánicos y libaneses,

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por su dedicación a actividades de escasa relevancia para la economía nacional (Páez, 140-141). Indiquemos de paso que a nivel estadístico, según cifras del Archivo General de la Nación (AGN), hacia 1929 los extranjeros se distribuían, según procedencia, proporcionalmente así: 29% de españoles, 26% de norteamericanos, 6% chinos, 4,5% alemanes, 3,2% fran­ceses, 2% libaneses, 1,3% sirios, 1% palestinos, 0,3% árabes, 0,1% israelitas, 0,01% iraníes y 0,01% iraquíes (Díaz y Macluf, 71-72). Durante el transcurso de los años treinta, se promulgan tablas diferenciales, según criterios nacionalistas; así en el inciso IX de la ley de 1936, se define una política migratoria que otorgue “oportunidades a aquellos extranjeros que sean fácilmente asimilables, cuya incorporación sería la más apropiada para las razas del país” (citado en MarínGuzmán y Zéraoui, 53). Habiendo un discurso social bastante prejuicioso en contra de los judíos (que se manifiesta en grupos organizados, documentos confidenciales de migración que prohibían su entrada e, incluso, declaraciones gubernamentales en reuniones internacionales sobre refugiados), los libaneses sufren lateralmente esta censura, al ser confundidos con los judíos árabes (provenientes de Damasco y de Alepo), pues realizan actividades comerciales muy semejantes e incluso comparten la lengua materna. En términos generales, la inmigración libanesa a México disminuye drásticamente desde la proclamación de la República de Líbano en 1943. Según el Directorio libanés, hacia 1948 se contabilizaban 19.892 personas originarias de los países árabes, con la siguiente procedencia: Líbano, 82,46%; Palestina, 8,92%; Siria, 7,35%; Iraq, 0,96%; Trans­ jordania, 0,22% y Egipto, 0,09%. Hacia 1975 se calculaba la población de origen libanés en México en un número aproximado de 50.000; aunque en realidad no existan censos19.

19  Carmen Páez propone para 1975 la cifra de 51.900, incluidos los descendientes libaneses hasta la cuarta generación. Esta cifra la obtiene de una proyección estadística de los datos de 1948 del Directorio libanés. Por su parte, Marín-­Guzmán y Zéraoui, en un estudio muy reciente, otorgan para el mismo año 1975 la cifra de 100.000: “According to the calculations of Lebanese consular authorities, the population of Libanese origin in Mexico rose by 1975 to 100,000, thirty-­thousand of whom lived in Mexico City” (44).

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El grupo inmigrante más antiguo y mayoritario fue el libanés maronita20. Ahora bien, si tomamos como universo a todos los inmigrantes árabes, según datos de la AGN de 1950, su composición religiosa era la siguiente: 60% católicos (subentendido, maronitas), 20% judíos (de habla árabe), 6,2% ortodoxos, 4,6% musulmanes y 2,1% drusos. Aun cuando desde la perspectiva de los inmigrantes, sus identidades aparecen claramente delimitadas; suponemos que no lo fue así para los mexicanos. En todo caso, y dejando de lado al grupo judío, la presencia libanesa maronita es la más significativa en México, constituyendo un grupo vivo que se manifiesta en sus varias organizaciones sociales, religiosas y culturales; amén de sus redes familiares amplias. Ascenso y prosperidad Trabajando en células familiares e incluyendo a los recién llegados, los inmigrantes libaneses comenzaron como buhoneros –también llamados varilleros o gringos baratieri–, vendiendo su mercadería mediante abonos, es decir, un sistema artesanal de crédito a domicilio. Los aboneros ofrecían artículos de bonetería (botones, alfileres, agujas, cintas, hilos), colchas, relojes, joyas de fantasía y ropa. Los había de la ciudad y los que recorrían poblados, aldeas y ranchos. Ya teniendo un mínimo capital acumulado y contando con una creciente demanda, contrataban a un cargador en los alrededores de los mercados y salían a recorrer los barrios de la ciudad, vestidos para la ocasión: “Para dar una buena impresión, procuraba vestir lo mejor posible: traje con chaleco, sombrero y un bastón para defenderse del ataque de los perros. La contabilidad se llevaba en una pequeña libreta o en tarjeta que se sujetaban con ligas” (Díaz y Macluf, 77). De buhonero a tendero, estableciéndose, en el caso de la ciudad capital, en las calles de Capuchinas, Correo Mayor y Porta Coello, compartiendo esa zona comercial con sirios y judíos árabes. Gente esforzada y solidaria, que incluía en el trabajo al núcleo familiar, logra

20  “Los maronitas tomaron su nombre del anacoreta san Marón, quien vivió en el siglo V. La Iglesia maronita usa en su liturgia la lengua siriaca, la cual es una antigua lengua semita procedente del arameo, y fue adoptada como lengua eclesiástica. Fue hasta 1736 que se logró la completa unión de esta Iglesia con la Católica, Apostólica y Romana” (Zárate, 24). Para una información sobre la historia de los maronitas, remitimos a Jacobs, Diccionario enciclopédico, 263-266. En este diccionario se otorga también invaluable información sobre las demás iglesias de los pueblos del Levante.

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una acumulación originaria del capital gracias a su austeridad y gran espíritu de sacrificio. Con el tiempo, esta capacidad de emprendimiento es reconocida como un valor agregado de estos inmigrantes dentro la sociedad mexicana. Así, haciendo recuerdos sobre la tienda de su padre en Huachinango, Puebla, en los difíciles tiempos de la revolución, don Elías Sahab Haddad cuenta lo siguiente: Había hecho un sótano en donde escondía a mi hermana cuando sentía la llegada de grupos armados. Por fortuna nunca le hicieron nada a ninguno de los dos, pero varias veces saquearon su tienda y mi padre tenía que volver a empezar. Me contaba que en una ocasión los revolucionarios le dijeron: “a ustedes no les hacemos nada porque pronto se reponen y vuelven a hacer dinero, y entonces regresamos otra vez” (en Díaz y Macluf, 93).

Y en los años veinte y treinta, de la tienda a pequeños talleres artesanales, con empleados paisanos (algunos recién llegados del Levante) y en un paso natural, a la industria textil en gran escala. Indiquemos que la crisis económica de los años 1929-1932 afectó poco a las ramas del cuero, el tabaco y los textiles, que involucraban a los empresarios libaneses. Más adelante, se invirtió en hoteles, cines, bienes raíces y la banca. No es necesario mencionar que, en la actualidad, la comunidad libanesa se distingue por un sólido prestigio empresarial, formando parte de la élite económica del país. Querencia libanesa

Los libaneses de México han mantenido su espíritu del iliblad, a través de una serie de asociaciones, periódicos y de la creación de templos para el oficio de sus credos (dos maronitas, uno ortodoxo y uno melquita). Ya en 1902, surge en Mérida una Sociedad de Jóvenes ­Libaneses. Recordemos que la región de Yucatán tuvo una temprana y numerosa inmigración libanesa: hacia 1910, un censo oficial anotaba la presencia de 568 turcos, número que según testimonios de época se elevaba a 2.000. Entre los primeros periódicos más destacados y de mayor duración están Al Jawater (‘las ideas’, de 1908) y Al Gurbal (‘la criba’, de 1922 y todavía en circulación). Hacia 1965, circulaban, Al Faraed, Al Kustas (en árabe), Al Gurbal (bilingüe), Emir y Líbano en México. En 1940 había 21 organizaciones en Ciudad de México y 12 en Mérida. En 1960 surge la Unión Libanesa Mundial y en 1989, el Co-

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mité Mexicano Libanés para la Salvación del Líbano, institución de gran relevancia que lucha por la pacificación del Líbano y ha sido muy activa en la ayuda humanitaria hacia la población de ese país. En fin, más recientemente, se ha creado la Agrupación Al Fan’am, integrada por artistas e intelectuales mexicanos de origen libanés, presidida en la actualidad por Carlos Martínez Assad, prestigioso sociólogo que tiene dos inolvidables textos literarios sobre la experiencia migrante21. Habrá que mencionar, también, en un ámbito político árabe de un radio de acción amplio, la apertura oficial de una oficina en México de la Organización de Liberación de Palestina (en inglés, PLO) en 1975 y la cita oficial en Cairo del presidente mexicano Luis Echeverría con Yassir Arafat en julio de 1975. Como testimonios culturales de la recreación del espíritu libanés en México, hay que nombrar el Diccionario arábigo español (1934), de Miguel Sabbagh, una Historia del Líbano (1946), de Alfonso Aued y el Directorio libanés (1948), de J. Nasr y S. Abud, censo que registra nombre, ocupación, lugar y fecha de nacimiento, además de una presentación histórica de los pueblos del Levante. En fecha más reciente, demostrándose la querencia libanesa, existen dos textos notables que proyectan los orígenes. El primero, De Líbano a México (1997), de Martha Díaz de Kuri y Lourdes Macluf, es una crónica sobre la experiencia migrante; relato histórico que aúna al dato de archivo las voces testimoniales de la primera generación y de sus hijos y nietos, texto que aparece ilustrado por numerosos álbumes familiares, fotos de tiendas y de celebraciones en centros sociales, más esos misteriosos pasaportes (otomanos y franceses; en árabe, francés y español, incluidos permisos para transitar por el interior del país, dados por la legación alemana en Ciudad de México); materiales dispuestos para la celebración de una identidad mestiza, libanesa y mexicana. Testimonios sobre la travesía por los mares, los avatares de los turcos varilleros, la asistencia hacia los recién llegados, la vida cotidiana de la trastienda, las tragicómicas anécdotas con los líderes de la revolución mexicana, de cómo se vivió el cambio de nombre propio; muestran un friso social del alegre drama de la vida de estos recién llegados.

Nos referimos a su novela En el verano, la tierra (1994) y a su crónica de viaje Memoria de Líbano (2003), que serán comentados más adelante, en el capítulo dedicado a las letras libanesas. 21 

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El otro libro, inaugurando un nuevo siglo, es un Diccionario enciclopédico (2000), de Patricia Jacobs Barquet, junto a un grupo de colaboradores, que incluye un amplio registro de términos vinculados a las costumbres, la gastronomía, la historia, la lengua árabe, la presencia del Levante en México y la religión, además de una ficha biográfica de más de 700 nombres de la comunidad. Ambos libros, junto a un conjunto de investigaciones que surgen de la academia universitaria (trabajos de tesis), nos otorgan una amplia puerta de entrada a este México extranjero. En el comentario de la vida cotidiana, rescatamos la espontánea solidaridad entre los emigrados del Levante, que convivían en los mismos barrios. Así, Said Asam cuenta: “[Donde yo vivía y transitaba] había libaneses, palestinos, judíos, sirios y armenios que tenían diferentes religiones: maronitas, ortodoxos, drusos, judíos. Todos éramos como hermanos” (Díaz y Macluf, 103). Comentario sublime y contrastante con las circunstancias actuales. Aparecen también cuentos y leyendas que escenifican el gran deseo de los inmigrantes libaneses de ser aceptados y queridos por el pueblo mexicano. Es una posible explicación para ese rumor popular que decía que Zapata había mandado a un impostor a Chinameca y que gozaba de buena salud en el Líbano, junto a su amigo Aureliano Azar. Y rescatamos aquí también la salutación a la madre libanesa, más abierta que la mexicana, según testimonio del escritor Héctor Azar: Mi madre manifestaba sus emociones con lágrimas. Lloraba cuando algo le gustaba mucho y también cuando algo le disgustaba. Era, como toda madre mediterránea, un ser hipersensible… La mexicana es parecida, hay mucha afinidad entre ambas, pero la madre mexicana es más reprimida: La libanesa llora para afuera, mientras que la mexicana lo hace para adentro (en Díaz y Macluf, 255).

Culminando este acápite sobre los avatares de los primeros libaneses avecindados en el país, nombremos el singular texto Crónicas de un inmigrante libanés en México (1995), testimonio biográfico de Jorge Nacif Elías, escrito por uno de sus hijos (en primera persona, como si fuera una autobiografía), teniendo como referencia las pláticas paisanas del padre. Libro valioso, a nivel social y cultural, pues presenta la vida de un modesto emigrante, que sufrió una doble orfandad (sin familia y lejos de su patria), que fue suplida por sus lazos afectivos con la

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comunidad paisana y su vocación por el comercio. Hombre modesto y esforzado, sin educación formal (y, al parecer, analfabeto), exhibe su forasterismo, su seguridad familiar paisana y su individualismo fundado en el ejercicio del trabajo por cuenta propia (sin patrón), que le otorga libertad. En su moto (y luego en su auto Hillman modelo 1953 de color rojo), recorremos las barriadas de Mérida y del D.F., visitando clientes y acompañándolo a los cafés de reunión con sus amigos de la comunidad. Es la vida de un comerciante ambulante, que luego montó un taller artesanal de ropa en su casa, donde su esposa –­muchísimo más joven que él y de ascendencia libanesa– trabajaba en el corte y confección de las piezas. En los tiempos de la compra del Hillman, la mercadería, que era puesta por Jorge Nacif en los mercados, era de ropa interior: “consistía en calzones para niñas forrados de hule y con olanes; y para niños, también forrados, pero con broches, denominado calzón pañal, ambos fueron creaciones mías y mi mujer los perfeccionó” (100). Homenaje filial mexicano-­libanés, para una vida digna, esforzada y solitaria, no siempre coronada con el éxito económico. Antiguas filiaciones No hay gran seguimiento en las investigaciones antropológicas sobre el virtual prejuicio sufrido por estos turcos (denominación que cubría a todos los venidos del Levante), considerados sucios y pordioseros al inicio del siglo xx, sin hacerse distinciones de credos ni costumbres22. En las siguientes décadas se sumó el término árabe, incluyéndose por cierto en esta denominación a los judíos de habla árabe; lo cual adjuntaba los libaneses a los hebreos, que sufrieron un duro y abierto prejuicio en los años treinta en México –baste recordar la Liga Nacional

Como lo indican Marín-­Guzmán y Zéraoui, el término más apropiado (y por cierto, más neutro) sería el de otomano, pues ése era el nombre del Imperio (cf. su discusión en 51-52). Una señal de esto es que el reloj donado por la comunidad libanesa a la Ciudad de México en 1910 (situado en la calle Isabel la Católica) es presentado en su placa como una “donación otomana”. El Turco, como amenaza en el ámbito hispánico cristiano, y los estereotipos culturales adscritos a él en la Modernidad –creados por el arte, los libros de viaje y los relatos históricos– otorga una pátina de exotismo marginal, que acompañó a todos los inmigrantes árabes en América durante todo el siglo xx. 22 

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Antichina y Antijudía y la acción de Los Dorados, grupos populares vestidos con camisas doradas que se exhibían en grandes desfiles23. Es posible que el firme deseo de integración de los inmigrantes libaneses de la primera generación, apoyado por su credo católico (en su variante maronita) les haya permitido soportar y soslayar el prejuicio, a tal punto de no dejar huellas evidentes en su descendencia. Aun así, se recogen algunos testimonios, los cuales se presentan de modo atenuado. Demos la palabra a Jorge Zacarías: “En las escuelas se burlaban de nosotros diciéndonos ‘árabes ensabanados’ o ‘turcos’, pero nosotros nos defendíamos diciéndoles ‘indios bajados del cerro a tamborazos’. Estas broncas a veces terminaban en moquete, pero las más de las veces nos hacíamos amigos” (en Díaz y Macluf, 129). En la actualidad, el término turco tiene una connotación ofensiva; lo normal es que se hable de los árabes y de modo específico, de los libaneses, originarios del país del cedro, maderas sagradas con la cual fueron construidos los templos y palacios de Salomón. Uno de los rasgos identitarios de los libaneses es su filiación fenicia, comerciantes fundadores de ciudades milenarias, que colonizaron el Mediterráneo, previo a su virtual desaparición como entidad rectora, con la destrucción de Cartago. Lo cierto es que poco se sabe del origen de los fenicios y por ello esta filiación resulta aún más misteriosa y trascendente24. Por ello, Patricia Jacobs, en el acápite fenicios de su Diccionario enciclopédico, luego de presentar su historia, señala: “Difícilmente puede decirse que hubiera fenicios a comienzos de la era cristiana e, históricamente, no puede tomarse sino en un sentido

23  Para una compilación sobre el prejuicio en México, consúltese con provecho Xenofobia y xenofilia en la historia de México, siglos xix y xx (2006), coordinado por Delia Salazar. Y para una mirada sobre los extranjeros en las regiones, véase el valioso muestrario que le dedicara la revista mexicana Eslabones en sus dos números de 1995 (dedicados a “Extranjeros en las Regiones”). 24  Citemos una presentación de los fenicios: “El primer problema que se plantea es el de determinar qué se entiende por fenicio. La tesis más aceptada identifica a fenicios y cananeos, un solo pueblo de lengua semítica occidental, que apareció 3.000 años a.­ C., ocupando el actual territorio de Israel, Líbano y la costa de Siria. El término fenicio sería la traducción griega de canaani o cananeo que significa rojo o púrpura y más exactamente comerciante de púrpura, alusión al tinte que extraían del caracol mures y con el cual se teñirían durante siglos los mantos imperiales romanos y bizantinos” (Jacobs, Diccionario, 159-160).

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espiritual o cultural la supuesta identidad o continuidad entre fenicios y libaneses” (162). Ahora bien, indicar que esta filiación es una simple mitificación sería no entender cómo se recrea el espíritu de los pueblos y cómo la génesis es siempre una elaboración recreada por la imaginación histórica. Así, para los inmigrantes llegados a México, esta marca fenicia les permite incluirse en nuevos mundos a través del ejercicio milenario del comercio y soñar con prosperar allí (como efectivamente lo lograrían). Es el fundamento del discurso de don Antonio Letayf en la ceremonia de la donación del Reloj Otomano en las celebraciones del Centenario: Por atavismo y por herencia de raza, ejercemos en lo general la industria comercial, porque en nuestras venas circula la sangre de aquellos sublimes aventureros que llevaron su industria y cultivaron el comercio por todo el mundo conocido entonces, a través de Asia y de los desiertos de Africa y en la culta Europa; siendo también ellos los primeros emigrantes que dejaron su país para fundar en extranjero suelo colonias tan florecientes como la rica y floreciente Cartago (en Díaz y Macluf, 87).

Este espíritu migrante, que traslada su cultura por todo el orbe, dispuesto a un intercambio cultural que no hará desaparecer sus orígenes (después de la destrucción de Cartago por los romanos, el legado fenicio siguió presente en sus indestructibles presencias portuarias: Biblos, Beirut, Tiro y Sidón); está presente, por ejemplo, también en el editorial del primer número de la revista Emir, de 1937, donde se hace una loa de la misión colonizadora de los fenicios. De un modo paradójico, este linaje hace concordar el origen con la migrancia, la integración con el ímpetu colonizador, el fundamento (los hombres rojos) con el pragmatismo del recién llegado, adecuándose a una lengua extraña y encontrando su lugar en las redes de intercambio comercial. La migrante transitividad fenicia, esa capacidad de conjugar otras culturas sin evitar el riesgo de la contaminación; tiene su réplica en la recreación del Líbano como un crisol de culturas. Como lo plantea Patricia Jacobs: “A la sombra de un cedro milenario se forjó un crisol de culturas que es hoy la nación libanesa. Oleadas sucesivas de pueblos extranjeros que se fundieron en fuego original desde el quinto milenio a. C. han dejado huellas en el desarrollo histórico del Líbano y han forjado su carácter actual” (246-247). No importa que esta imagen haya sido desmentida en múltiples ocasiones (apareciendo en la

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actualidad como un discurso utópico); sí es notable que sustente el deseo de asimilación de los inmigrantes libaneses en un país extraño: las sinergias constituyen el espíritu de los pueblos. Por lo demás, este crisol (siempre en tono a un centro; en el caso libanés, en torno al cedro, árbol bíblico) está en concordancia con el mestizaje integracionista mexicano, eje de su nacionalismo y que adquiere un signo actual bajo la denominación de simbiosis de culturas. En un aparte y al margen, anotemos que esta nación crisol tiende a ser divergente de aquella que la diseña como un mosaico de culturas, siempre descentrada y donde el fragmento se antepone al todo –un posible modelo para la inserción de lo judaico en países demasiado marcados por un discurso hegemónico de lo nacional, como es común en muchas regiones de Latinoamérica. En resumen, fenicios; los cuales si bien es cierto son considerados mexicanos desde la segunda generación y demuestran un grado de asimilación muy marcado a la sociedad mexicana global; siguen navegando en aguas antiguas. Quisiéramos abordar, finalmente, las posibles modificaciones que durante el transcurso del siglo xx haya podido sufrir la identidad libanesa, a raíz de las diferencias de estatuto social y económico entre sus miembros. Hay quienes proponen que la vieja identidad étnica ha sido sustituida por redes familiares siempre adscritas a relaciones económicas25. Incluso, otros añaden que la marca de identidad funciona más bien como un logo publicitario para un sector privilegiado26. Más allá

25  “La movilidad social ha implicado un proceso de integración selectiva, en el que la adscripción familiar de clase es superior y opera con mayor fuerza que la vieja identidad étnica, disolviendo el etnogrupo que existió en las primeras décadas de la colonia e integrándose los descendientes a campos sociales diferenciados, en los que se desenvuelven grupos estratificados jerárquicamente en función de su acceso a recursos materiales y a poder social” (Ramírez, 194). 26  “Se concluye que el grupo étnico libanés, inicialmente bastante homogéneo no sólo en cuanto al oficio que desempeñaban sino también en relación a su estatuto dentro de la estratificación social mexicana, generó en el desarrollo económico seguido en el país, una estratificación interna que ocasionó la expulsión de los individuos que permanecieron en las capas ‘bajas’ dándose un proceso de ‘selección’ que concentró a los sectores de mayor relevancia económica que… le imprimieron a las organizaciones comunitarias un carácter clasista apoyado o sustentado en la ‘etnicidad’” (Páez, 195). El excelente estudio de Carmen Páez Oropeza sobre la inmigración libanesa a México incurre aquí, a nuestro entender, en una tergiversación, en cuanto ejerce una mirada orto­ doxa sobre las relaciones entre cultura y base económica en una formación histórica.

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de la estratificación social interna producida en cualquier endogrupo (libanés, español, judío u otro) por el factor económico; consideramos que existe una conciencia mexicana-­libanesa sobre la cultura americana, que se exhibe con claridad en las relaciones de solidaridad entre sus miembros y en una atenta, afectuosa y vigilante mirada hacia Djibel Lubnam, la montaña blanca, velando porque vuelva a ser un crisol de culturas. Hemos realizado una brevísima presentación de los avatares de los libaneses en México, acudiendo a materiales históricos y antropológicos. Hay, sin embargo, otra serie de discursos –como los textos literarios, incluidos poemas, relatos de viaje y novelas– que nos permite acceder a las sensibilidades particulares de este grupo, a la recreación de la memoria ancestral por sus descendientes mexicanos. Surgen aquí la telemaquia (la búsqueda de ese pasado en las ruinas presentes del Próximo Oriente, en los relatos de Carlos Martínez Assad), la orfandad migrante del padre, que vive entre dos fronteras (el rescate de su imagen por las hijas y su reinserción en la Historia, en los escritos de Bárbara Jacobs) y también el juego con la lengua mexicana para captar las misteriosas figuras de los primeros migrantes (las voces conceptuosas y barrocas del Centenario mexicano escenificadas en Puebla, por Héctor Azar). A ello nos abocaremos en un capítulo especial dedicado a las letras mexicanas libanesas.

Árabes en chile: paisanos andinos Los árabes que emigran a Chile a fines del siglo xix y durante las primeras dos décadas del siglo xx provenían del Levante o Gran Siria, que se mantuvo bajo el control del Imperio otomano desde 1516 hasta fines de la Gran Guerra. Este territorio abarca hoy los países del Líbano, Israel, Palestina, Siria y Jordania. Puede distinguirse un primer flujo migratorio árabe a Chile entre 1885 y 1915 (el más relevante, según las estadísticas), debido a las condiciones inaceptables de vida bajo el Imperio, denominado el Gran Enfermo por la debilidad estructural que demostraba, y las hostilidades políticas y religiosas que todo ello conllevaba. América es el destino natural de estos emigrantes (y de los que abandonan Europa), por ser un continente menos poblado y que ofrecía oportunidades de un

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futuro mejor, lo cual reactivaba el mito inaugurado por Hernán Cortés de “hacerse la América” 27. Datos de población Según datos de 1941, de la Guía social de la colonia árabe en Chile –comentados por Lorenzo Agar en su trabajo “El comportamiento urbano de los migrantes árabes en Chile”–, la mayoría de los árabes que vinieron eran palestinos (51,1%), quienes provenían principalmente de dos lugares, ambos de credo cristiano: Bet-­Yala –poblado de 5.000 habitantes– y Belén (de 20.000 habitantes), separados sólo por 3 kilómetros y cercanos a Jerusalén. Quienes emigran son félah, campesinos pobres, propietarios de un predio familiar, que realizaban tareas agrícolas y trabajaban en las canteras (en Bet-­Yala), o eran pastores y también artesanos que se dedicaban a fabricar artículos en nácar, conchaperla y mármol (en Belén), para venderlo en las cercanías (especialmente en Jerusalén, donde siempre había un flujo turístico) 28. Los sirios constituyen, según los datos de esa Guía, el 29,92% de los árabes que llegaron a Chile, con la particularidad de que casi la mitad provenía de un mismo lugar: Homs, ciudad aldeana de 80.000 habitantes, donde las familias se dedicaban a la actividad textil en sus propias casas, recibiendo poquísimos dividendos, pues no comercializaban directamente sus productos. Homs era una ciudad de poca monta, no pudiéndose comparar en su actividad comercial, importancia política y trascendencia cultural con otros espacios urbanos, como Damasco, de 300.000 habitantes 29.

Existe una serie de investigaciones de real valía sobre la inmigración árabe a Chile, que abarca aspectos históricos, demográficos, económicos y psicosociales. Este acápite pretende ser un resumen de esa bibliografía, que nos permite otorgar un marco amplio para el análisis y comentario de la serie de textos literarios que recrean esa experiencia. Los estudios aquí privilegiados son los de Lorenzo Agar, Teresa Daher, Myriam Olguín y Patricia Peña, Antonia Rebolledo y de Andrés Sanfuentes (Cf. “Bibliografía”). 28  Estos lugares de origen y las actividades de sus habitantes son recreados literariamente en los primeros capítulos de la novela Los turcos (1961), de Roberto Sarah, chileno descendiente de palestinos. 29  Quien ha otorgado un inolvidable testimonio de Homs (sus calles, sus casas, sus gentes, sus costumbres) es el inmigrante sirio Benedicto Chuaqui en sus Memorias de un emigrante. Imágenes y confidencias, de 1942. Por su parte, José Auil, otro inmigrante de la zona del Levante, recrea la aldea siria y su entorno (incluido Damasco) desde un conjunto de cuadros de costumbres en su libro Aldea blanca (1977). 27 

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Por último, los libaneses constituyen el 18,98% de la población árabe en Chile. Provenían de diversos lugares del interior del Líbano, siendo cristianos maronitas. En cuanto al número de árabes que llegaron a Chile durante el último tercio del siglo xix y en las primeras décadas del siglo xx, sólo se cuenta con cifras del censo nacional, que para 1895 contabiliza 105 extranjeros considerados todos como turcos (seguramente, por su pasaporte), para 1907 contaba 1.745 y para 1920, a 5.537 árabes (marcándose ahora las nacionalidades, más fáciles de establecer con el fin de la Gran Guerra, que conlleva el desplome del Imperio turco otomano). Se estima que hacia 1940, el número de árabes inmigrantes en Chile era de alrededor de 5.000 30. ¿Qué causas impulsaron a estas gentes de la Gran Siria para emigrar a América (y dentro de esta gran aldea, como era concebida por ellos a la distancia, a esa aldea de nombre Chile)? La opresión turca fue un factor trascendental en la decisión de salir del iliblad. La situación económica de estos campesinos, dedicados también a la artesanía y al pequeño comercio, era muy precaria. Y siendo cristianos, sufrían con mayor rigor el gobierno turco; además de la constante hostilidad de la mayoría musulmana (también sumida en la pobreza y subyugada bajo el Imperio). A nivel político, desde fines del siglo xix hasta 1908, gobierna el sultán Abdul Hamid, apodado el Rojo, tirano que suprime una serie de libertades ya incorporadas en el Imperio; siendo derrocado por la denominada Revolución de los Jóvenes Turcos, quienes intentan modernizar el Imperio instalando un régimen constitucional. Sin embargo, los conflictos bélicos de 1910 a 1914 (la Guerra Ítalo-­Turca y luego, la Guerra de los Balcanes, precursora de la Gran Guerra), provocan el enlistamiento obligatorio de los cristianos en el ejército, donde eran muy mal considerados, disponiéndolos en los frentes más peligrosos (Rebolledo, “La integración de los inmigrantes árabes”, 19). El mayor flujo migratorio a Chile ocurre entre 1900 y 1920, manteniéndose una corriente inmigratoria masiva durante las dos décadas siguientes. Los árabes que emigraron a Chile eran en su mayoría jó-

30  Para una discusión sobre el número de inmigrantes árabes y la interpretación de las cifras de los censos nacionales, de los datos de la Guía de la colonia árabe y de otras fuentes, remitimos a los trabajos de Andrés Sanfuentes, de Lorenzo Agar y de Olguín y Peña.

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venes solteros. Una vez instalados con una mínima seguridad, traían a su grupo familiar y también a sus futuras esposas. Así, la inmigración se retroalimentó en el tiempo de la migración en cadena; no siendo extraño que estos extranjeros se agruparan según su aldea de procedencia (se da el ejemplo de los 10 sirios de Alepo, todos asentados en el reducidísimo poblado de Antuco). En fin, la corriente inmigratoria árabe comienza a descender hacia 1940 y hay registros mínimos desde 1960 (Agar, “El comportamiento urbano de los migrantes árabes en Chile”, 78). Según Sanfuentes, los árabes que habrían llegado a Chile desde 1880 hasta 1960 serían entre 8.000 y 10.000. En fin, como ya hemos indicado anteriormente, según datos de Agar, la población árabe residente en Chile hacia 1982 sería de 80.000, equivalente al 1% del total que reside en América. Distribución económica y espacial La partida desde la Gran Siria ocurría en los puertos de embarque de Beirut, Trípoli o Haifa. Había un desembarco en Génova o Marsella y desde estos puntos, se continuaba el viaje por mar hacia América. Arribado al puerto de Buenos Aires, nuestros inmigrantes proseguían su viaje hacia Mendoza, atravesaban la cordillera a lomo de mula, llegando finalmente al pueblito de Los Andes, que estaba conectado con Santiago y Valparaíso por la red ferroviaria. Si desde la partida se tenía claro que Chile era el exacto destino, todo el viaje podría durar entre 30 y 60 días (Rebolledo, “La integración de los inmigrantes árabes”, 51-57). A diferencia de otros grupos de inmigrantes, los árabes no se concentran en unos pocos lugares, sino que se dispersan por todo el territorio nacional, situándose en pueblos y localidades urbanas intermedias donde ejercen el comercio ambulante (internándose desde estos centros marginales a los lugares aledaños) y abren pequeñas tiendas. Por cierto, se instalan también en Santiago realizando las mismas acti­ vidades: hacia 1941, un 37,68% de ellos vivía allí, cifra significativa, por cuanto todavía la población chilena no se concentraba en la capital (sólo un 19,08% residía en ese espacio), por un temprano desarrollo urbano del país, que presentaba otras ciudades como espacios promisorios. La Guía social de la colonia árabe elaborada en 1941, muestra que la mayoría de las familias árabes que viven en Santiago son sirias, seguramente porque provienen de Homs, una aldea con características

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urbanas. Por su parte, las familias palestinas (de origen más campe­ sino) se distribuyen mayoritariamente a lo largo del país31. Siguiendo su espíritu de trabajadores independientes, que ejercían el comercio ambulante en sus aldeas de origen, y adecuándose a un medio adverso donde no había muchos espacios libres en el comercio tradicional, los inmigrantes (muchos de ellos, campesinos iletrados) se dedican, en los comienzos, a la venta ambulante, prefiriendo lugares menos poblados o secundarios en los mapas urbanos de las provincias. Así, proporcionalmente, se localizan más en Quillota y en La Calera que en Viña del Mar y Valparaíso, y más en Tomé que en Concepción. La migración en cadena, que implica que el inmigrante trae a sus parientes de su lugar natal al nuevo lugar de destino, consolida la concentración de gentes de las mismas aldeas de origen en determinados pueblos chilenos. Gente de esfuerzo, dedicada fundamentalmente al comercio, en el lapso de cuarenta años se va trasladando desde la venta ambulante a la tienda (la paquetería) y a la especialización en textiles (actividad practicada de modo artesanal en algunos lugares de origen, como Homs). Sin que se elimine la itinerancia o la tienda (consolidándose aquí, en el negocio de tienda, el núcleo central de las capas medias, en el ámbito árabe), ya desde 1930 se reconoce el aporte de estos inmigrantes en la industria textil. Hacia 1981-1982, el área textil es cubierta en Chile en un 29,59% por chilenos de origen árabe. Extranjerías diversas ¿Qué grupos inmigrantes extranjeros forman parte de la comunidad chilena a comienzos del siglo xx y qué porcentaje de la población representan durante el transcurso del siglo? Como sabemos, la cifra de inmigrantes en Chile es muy menor, más aún si la comparamos con la de otros países sudamericanos. Así, hacia 1907 el censo chileno contabiliza 134.524 extranjeros, que correspondían al 4,14% de la población. En ese mismo año, había 1.004.527 extranjeros en Argentina, nada menos que alrededor de un cuarto de la toda la población. En

31  Para referirnos a la distribución económica y espacial de los árabes en Chile, hemos resumido los aportes de Lorenzo Agar en su texto “El comportamiento urbano de los migrantes árabes en Chile”, quien realiza un valioso análisis de los datos dispuestos en la Guía social de la colonia árabe de 1941.

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Brasil, país de mayor densidad poblacional, había 2.428.000, correspondiendo a cerca de un 17% del total nacional (Sanfuentes, 29-30). En el escenario chileno, los árabes constituyen un grupo estadísticamente menos representativo que los provenientes de Europa, aun cuando tiende a aumentar a través de los años. Según cifras de los censos, dispuestas en el trabajo de Andrés Sanfuentes, hacia 1907, había 1.729 “turcos” en esta nación, siendo un 1,3% del total de extranjeros. Los más numerosos eran los españoles (se cuentan 18.755, que da un 13,2%), los italianos (son 13.023), los ingleses y los franceses (9.845 y 9.800 respectivamente). Sin embargo, hacia 1930, la inmigración desde el Próximo Oriente ha aumentado significativamente, contándose 6.650 árabes, que corresponde a un 6,4% del total de extranjeros. También la inmigración española se incrementa estadísticamente, habiendo ahora 23.439, siendo un 22,2% de los inmigrantes. Hay 11.070 italianos, 10.861 alemanes, 5.292 ingleses, 5.007 franceses y 4.974 yugoeslavos (estos últimos comienzan a aparecer en el censo desde 1920). En fin, hacia 1960, de un total de 128.202 extranjeros, el grupo de españoles, alemanes, italianos y yugoeslavos constituye un 50,1%; mientras que los árabes, un 4,4% (se otorga una cifra estimativa de 5.700)32. ¿Cómo se enmarcan estos procesos inmigratorios en el ámbito legal, económico y sociocultural del país? Señalemos, primero, que existe una ley de Colonización Chilena de 1845 que dispone la dación de tierras para naturales e inmigrantes, para impulsar el desarrollo agrícola. Así, se produce la colonización alemana en el sur de Chile y luego de la Araucanía. Durante la segunda mitad del siglo xix existe una política de Estado para implementar una inmigración selectiva desde Europa, abriéndose allí una agencia general que dirigió este proceso,

32  Más allá de esta cifra del censo, recordemos que Sanfuentes estima que hacia 1960 habría entre 8.000 y 10.000 personas de origen árabe en Chile. No hay datos estadísticos muy precisos para estos últimos cincuenta años. Y ya hemos mencionado reiteradamente el cálculo mundial de 1980, que supone que de los 80 millones de árabes distribuidos en otras tierras, un 1% estaba en Chile. En otro registro, la Colonia árabe en Chile indica que hacia 1978 había 350.000 descendientes de palestinos, siendo un 70% del grupo árabe en este país. Sería de mucho provecho realizar un trabajo estadístico en la actualidad, a 150 años de la llegada de los primeros inmigrantes árabes a Chile y a un siglo de los primeros grupos ya instalados, que iniciaban el proceso de migración en cadena, trayendo a sus parientes de aldeas y ciudades remotas.

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mediante la traída de gentes dedicadas al agro y más adelante, a técnicos y obreros especializados en el ámbito industrial33. Frente a esta inmigración dirigida, provocada artificialmente, existe la inmigración espontánea, de gentes que llegan por sus propios medios (sin apoyo estatal) a estas tierras y aquí se instalan partiendo desde cero. Además de los árabes, es el caso de españoles, italianos, ingleses, franceses, yugoeslavos y otros. Y así como algunos grupos inmigrantes se dedicaron a un rubro comercial específico (panadería, ferretería, almacén), así también los árabes instalaron bazares (amén de la venta particular ambulatoria). Ahora bien, nuestros árabes provenientes de la Gran Siria (y luego, de los protectorados franceses e ingleses) tenían grandes desventajas comparativas en el medio nacional. No sólo eran menos numerosos que otros grupos inmigrantes, teniendo que conformarse con los espacios “libres” (en el comercio y en el territorio nacional); sino que muy especialmente provenían de una cultura radicalmente distinta (lengua y tradiciones), desconocida para los chilenos, lo cual los hacía blanco fácil del escarnio34. Lejos del prestigio cultural que otorgaban, por ejemplo, la Ciudad Luz y la Ciudad Eterna y, más aún, sin gozar del respaldo de una nación de origen (recién en 1958 se instala en Chile la embajada de la República Árabe Unida y en 1962, la de Siria), los árabes vivieron el prejuicio y el c­ hoque cultural de modo intenso y sostenido hasta la década de los años sesenta, como lo recrean muchos testimonios y relatos literarios35.

33  “Todo ello seguido de una serie de disposiciones que completaban y atendían a aspectos específicos de la inmigración: financiamiento para la construcción de galpones de hospedaje, franquicias para los barcos que conducían inmigrantes a la región, especificación de trámites para la naturalización de colonos, prescripciones relativas al otorgamiento de títulos de propiedad, etc.” (Rebolledo, “La integración de los inmigrantes árabes”, 63-64). Para este acápite sobre las leyes de colonización y tipos de inmigración, y el proceso de integración de los árabes a la sociedad chilena, resumimos la información y comentarios dados en la brillante memoria de licenciatura de Antonia Rebolledo, citada en esta nota, capítulos cuarto al séptimo. 34  Según el testimonio de una mujer libanesa de 82 años, que llegó a Chile siendo niña hacia 1911, que creció y reside en Santiago, recapitulando nos dice: “Creían que los árabes venían del desierto, por las películas; no sabían que éramos más adelantados que ellos. En el Líbano hasta el lustrabotas habla inglés y francés” (en Daher, 121). 35  El testimonio más dramático, desde la ficción, es la novela Los turcos (1961), de Roberto Sarah, de gran impacto nacional en su época.

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La turcofobia ¿Cuán discriminados fueron los inmigrantes árabes y cuáles las supuestas causas o motivaciones de esta discriminación? Aun cuando hay resistencia en algunos trabajos de investigación para hablar de una xenofobia desatada, los estereotipos sobre los palestinos, sirios y libaneses (todos “turcos”, imagen sobresimplificada y de escarnio, que restó privilegio, respeto y prestigio a estas gentes), perturbaron severamente su vida cotidiana durante al menos medio siglo36. Sin embargo, su gran capacidad de trabajo, sus dones comunicativos, sus redes de protección familiares e institucionales y, además, su gran deseo de adaptación a un país que les ofrecía libertades ciudadanas y un porvenir para sus hijos, les permitió sobrellevar con relativo éxito esta carga de prejuicio. El menoscabo de su imagen provenía en parte de la actividad a la que se dedicaban y del modo como la ejercían. El comercio no tenía mayor prestigio social (y menos aún para aquellos pioneros que iban puerta a puerta ofreciendo todo tipo de objetos), con el agravante, en el caso de estos inmigrantes, de que vendían muy barato, desbarajustando las supuestas reglas sobre la tasa de ganancia en el comercio establecido (se les acusaba de ejercer una competencia desleal). A nivel económico, se daba también el argumento de que los inmigrantes dedicados al comercio hacían un pobre aporte al desarrollo de la nación; a diferencia de quienes se integraban a la agricultura, la pesca y la minería, cuyo impacto en el valor agregado de los productos (y de la riqueza de las naciones) era evidente y significativo (recuérdese la

36  Olguín y Peña matizan bastante esta relación de odiosidad, insistiendo en la espontánea relación afectiva de los chilenos (la “gente común y corriente”) hacia los árabes: “El ‘odio al extranjero’ como lo define Gonzalo Vial, y específicamente al árabe, existió en un reducido grupo, esencialmente de intelectuales u hombres cultos, con innegables rasgos racistas, pero no fue de modo alguno generalizado. Nunca hubo persecuciones o campañas para expulsarlos del país, todo lo contrario, la gente acogió prontamente al árabe, que sin mayores dificultades se integró a la sociedad chilena” (112). Por su parte, Teresa Daher en su trabajo sobre los inmigrantes libaneses, enfatiza el daño síquico sufrido por la persistencia de esta imagen estereotípica amonedada en el término “turco”, que atenta contra su dignidad, afectando gravemente su identidad social como descendientes de culturas milenarias. Ahora bien, las mejores páginas sobre la turcofobia han sido escritas por Antonia Rebolledo y específicamente en un artículo dedicado a este tema: “La ‘turcofobia’. Discriminación antiárabe en Chile, 1900-1950”.

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inmigración alemana y las políticas de Estado implementadas para el trabajo industrial). Junto a ello, aparece el factor étnico. Hacia comienzos del siglo xx, a la sombra del centenario de la independencia de Chile, surge una serie de ensayos en torno a la raza chilena, proclamándose un tipo humano, “el roto chileno”, que en palabras de Nicolás Palacios, era alguien dotado de grandes aptitudes militares, por provenir de godos y araucanos37. Estos discursos descalificaban a muchos grupos étnicos y gentes de diversas nacionalidades y, por supuesto, a los turcos, a quienes se les acusó hasta de tratantes de blancas38. Lo cierto es que, dejando de lado la corriente nacionalista, los chilenos consideraban a árabes y judíos como razas inferiores; siendo lo común en el ámbito intelectual letrado la preferencia por la inmigración de europeos39. Viviendo en la misma tienda donde trabajaban, algo desastrados, expresándose en jerigonza y voceando sus productos por barrios ­periféricos; eran muchas veces mirados cómicamente, quedando situados en los márgenes de la convivencia social. Así lo atestigua, por ejemplo, un testimonio recogido en un número del periódico Aschabibat. La Juventud, de 1917, publicado bajo la dirección del inmigran-

37  Para un comentario sobre la versión racial de la identidad chilena, vinculada a la versión militar, cf. la obra de Jorge Larraín. Identidad chilena (2001). Citemos un brevísimo acápite: “A principios del siglo xx, autores como Nicolás Palacios, Roberto Hernández y Alberto Cabero, todavía muy influidos por la victoria militar chilena en la guerra del Pacífico y por las ideas racistas europeas de Spencer, Gobineau, Taine y, sobre todo, Gustave Le Bon, destacan la idea de la raza chilena como un elemento central de identidad. Para Palacios la identidad chilena está representada por un tipo humano, el ‘roto chileno’ [mezcla de godo y araucano], cuyo rasgo más decisivo es su aptitud militar reconocida por el mundo entero… Fuera de su amor por el combate y la guerra los godos tenían también un desprecio por los oficios manuales, por el comercio y por los letrados” (148). 38  Para un comentario acotado sobre los juicios de Nicolás Palacios sobre los inmigrantes, remitimos al artículo de Rebolledo sobre la turcofobia. Citemos un acápite: “No trepidó en denunciar a los ‘turcos’ como tratantes blancos, que disimulaban su oficio tras la fachada de buhoneros y mercachifles ambulantes; ya los inmigrantes de origen latino de monopolizar el comercio y la industria utilizando prácticas deshonestas. Con exageración indicó que el 90% de los incendios de las casas comerciales de extranjeros eran intencionales, para el cobro de seguros” (Rebolledo, “La ‘turcofobia’”, 263). 39  “Vicuña Mackenna, por ejemplo, planteaba que a su juicio, los alemanes, los italianos (lombardos) y suizos; los vascos y belgas; los irlandeses, escoceses e ingleses; los franceses, y finalmente los españoles constituirían las prioridades [para la inmigración]” (Rebolledo, “La ‘turcofobia’”, 258).

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te sirio Benedicto Chuaqui: “En el momento que marchaba el carro fúnebre, que conducía los restos de nuestro compatriota don Miguel Saba tres militares que viajaban en la Imperial de un tranvía que pasaba por allí, empezaron a gritar alegres: ‘¡todo a cuarenta!, ¡todo a cuarenta!’, al darse cuenta que éramos sirios” (en Rebolledo, “La ‘turcofobia’”, 255). Discriminados por su oficio de buhoneros y tenderos, y muchas veces por sus rasgos físicos, igualmente circulan de modo fluido por los espacios urbanos y suburbanos chilenos, imponiéndose por su afabilidad y, lo que hoy llamaríamos, su gran inteligencia emocional40. ¿Cuál fue el costo de esta integración? Los avatares de la integración En términos sicológicos, se habla de la migración como un nacimiento depresivo, en cuanto los que emigran dejan atrás personas, objetos, sensaciones, paisajes y experiencias que les son muy significativos41. Lo común en el caso de la emigración árabe es el shock cultural sufrido, especialmente por la primera generación, es decir, la imposibilidad que se tiene de establecer un diálogo mínimo entre dos tradiciones. Aun así, la opinión generalizada es que los árabes privilegiaron la asimilación cultural (la adopción de pautas del país de acogida), teniendo en cuenta las posibilidades reales de iniciar una nueva vida en Chile que implicaba una mejoría económica, amén de libertades ciudadanas. Recuérdese, además, que no había una nación independiente que los respaldara; contando sólo con sus parientes en el suelo natal.

40  En cuanto a la apreciación estética de la impronta árabe, un hijo de inmigrante otorga el siguiente comentario: “Yo creo que para la concepción estética de los chilenos la apariencia de ‘cierto tipo de árabe’, con rasgos muy exagerados, con la nariz demasiado grande, las cejas demasiado espesas… les debe haber parecido como fea. No así el tipo más refinado” (citado en Rebolledo, “La integración de los inmigrantes árabes”, 223). 41  Siguiendo a L. Gringberg y R. Gringberg, Teresa Daher presenta la migración como una situación traumática, que puede resultar catastrófica si el sujeto no tiene un sentimiento de identidad sólido: “la migración significa nacimiento, pero se trata de un nacimiento depresivo debido al desprendimiento sufrido por el individuo de partes de sí mismo. En otras palabras, el sujeto comienza una vida nueva pero teniendo en sí vínculos afectivos significativos con los objetos dejados atrás. La pérdida masiva de estos objetos y, muchas veces, incluso de sus vínculos, hace que la persona junto con emprender una nueva vida deba elaborar múltiples duelos a consecuencia de las pérdidas ya señaladas” (9).

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Los inmigrantes árabes se distinguen como sujetos particulares en el colectivo chileno a través de la creación de instituciones y periódicos, desde inicios del siglo xx, que les permiten establecer redes solidarias de comunicación entre ellos, además de crear puentes con los chilenos. Así, un grupo que provenía de Homs funda la Juventud Homsiense en Santiago en 1913, el padre Pablo Jury saca el periódico Al-­Murched (1912-1917), escrito en árabe, y Benedicto Chuaqui hace Aschabibat (La Juventud, 1917-1920). También hubo periódicos en regiones, como El Oriente, semanario de Los Ángeles, que circuló desde octubre de 1919 hasta junio de 1920. Estos espacios eran precarios, pero muy significativos, por cuanto permitían contrarrestar –­aunque fuera mínimamente– las resistencias y prejuicios sobre estos extranjeros. Más adelante se crean el Club Sirio Palestino (1926), que incluía a libaneses y egipcios, el Club Sirio (1934), el Centro Libanés (1934) y el Club Palestino (1938); agrupaciones de gran relevancia para la colectividad árabe y para la sociedad chilena42. ¿Cómo viven su tradición estos inmigrantes en los ámbitos de la familia, la etnia, la religión y la lengua? Lo común fue, primero, el matrimonio endogámico. Se seguían las mismas reglas que en las aldeas y ciudades de origen, donde las familias, presididas por las figuras patriarcales, concertaban los matrimonios; en el caso de estos inmigrantes, se casaban con una hija de una familia migrante, o iban a buscar esposa a su tierra natal o también los familiares se las mandaban. Dando testimonio de la tradición, Salua Nasar, que llegó desde Siria en 1966 para casarse, dice: “Mi papá habló conmigo y me dijo que si no me gustaba, volvía. Yo no opiné, vine no más, y no me arrepiento. A una la educan para aceptar lo que dicen los padres, porque ningún padre va a hacer algo que sea dañino para un hijo, todo lo contrario” (en Rebolledo, “La integración de los inmigrantes árabes”, 281). La mujer chilena era vista, por lo demás, como alguien demasiado liberal y la estructura de la familia chilena, más bien laxa, puesto que no siempre se respetaba la palabra de los mayores. No obstante, la marcada tendencia del casamiento entre paisanos va cambiando gradualmente, mo-

Para una exhaustiva presentación de las instituciones y periódicos de la colectividad árabe en el siglo xx, remitimos al capítulo V del estudio de Olguín y Peña. Consúltese con gran provecho y deleite, también el testimonio de Benedicto Chuaqui sobre la Juventud Homsiense y su singular aventura periodística en calidad de benefactor y letrado. 42 

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dificándose de modo drástico a partir de la segunda mitad del siglo xx. Según información dada por Antonia Rebolledo, entre 1910 y 1950 se celebraron alrededor de un 30% de matrimonios mixtos, y entre 1950 y 1958, el porcentaje es aproximadamente un 70%. Siendo en su mayoría cristianos ortodoxos, se crea la Corporación Cristiana-­Ortodoxa hacia 1917 y posteriormente se construye la Iglesia San Jorge en el barrio Recoleta (también se crea una Unión Musulmana en 1926). Ahora bien, pareciera que sólo las más antiguas generaciones mantienen su credo; mientras que las más recientes optan por la religión católica, sin necesariamente renunciar al credo ortodoxo. En el ámbito cultural, el cambio más dramático es vivido a través del despojo de la lengua árabe. Ya sea por vergüenza e inhibición (a los chilenos les causaba mucha risa escuchar hablar esta lengua en la calle), por la poca utilidad de la lengua árabe en el ámbito laboral y social, o por no haberse instaurado con mayor fuerza la idea de mantener colegios donde se enseñara el árabe; lo cierto es que el idioma árabe se silenció, habiendo muy pocos que en la actualidad lo hablen y lo lean, y tengan una biblioteca sobre letras árabes, aunque fuese en traducción43. Los inmigrantes árabes y sus descendientes se adaptan e integran a la sociedad chilena durante el transcurso del siglo xx. Incluso, se habla de una adaptación plena, situándose ahora la reflexión no en el ámbito negativo de las censuras y prejuicios de la cultura chilena (seguir mirando en menos a los “turcos”) o de los mismos prejuicios heredados de los inmigrantes (por ejemplo, su exacerbado machismo, que apa­ rece mencionado en encuestas y entrevistas en estudios especializados); sino en el ámbito positivo de las proyecciones de una identidad chilena con una impronta singular, que permite una conexión cultural, vivencial y política con los países del Medio Oriente y que reafirma

43  En un trabajo de varias autoras dedicado a la sobrevivencia de la tradición árabe en los inmigrantes, se incluye una encuesta con un ítem específico para la lengua (cf.  Ley­la Chahuán, Gabriela Feliú, Mariela Morales, M. Antonieta Rabi y Ximena Tapia. “La sobrevivencia de la tradición emigrante entre los chilenos de ascendencia árabe. Un estudio exploratorio y clasificatorio”). Esta encuesta distingue a hombres árabes casados con chilenas, mujeres árabes casadas con chilenos y a paisanos y paisanas casados entre sí. La encuesta abarca preguntas sobre comidas, costumbres (visiones que se tienen del hombre y de la mujer) y lecturas (libros e intereses culturales). Aun cuando la muestra es mínima, los resultados ofrecen precisos puntos de partida para nuevas investigaciones.

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las relaciones afectivas de solidaridad en el ámbito de las relaciones familiares. No obstante, hay estudios como el de M. Teresa Daher, dedicado a la exploración psico-­social de la inmigración libanesa en Chile, que concluye que en el caso del proceso de aculturación de los libaneses, habría una acomodación o adaptación parcial, definiéndose su inmigración como conservadora, en cuanto se conserva en gran medida el estilo de vida del lugar de procedencia. En resumen, en el caso libanés, se estaría lejos de una integración total; ahora bien, como los referentes originales se han debilitado o sufrido transformaciones, se observaría también cierta anomia. Notemos que el grupo libanés es el menos numeroso (y el más letrado); acaso esto haya implicado un proceso de protección mayor como grupo y un apego a la conservación de cierto status. En todo caso, Daher le otorga gran importancia al prejuicio que tuvo que enfrentar el inmigrante árabe, que habría dañado profundamente el diálogo afectivo de libaneses y chilenos, en el ámbito de las amistades y de las relaciones de pareja. ¿Cómo celebran el iliblad los inmigrantes árabes y sus descendientes? ¿Qué tradiciones perduran, de cuáles hay nostalgia? De lo antiguo, queda el espíritu emprendedor de esas gentes, que fundaron un estilo de hacer comercio en nuevas tierras. Queda también una impronta familiar, de lazos extendidos, que incluye de modo activo la amistad y la hospitalidad. En el ámbito de la casa, aparece el repertorio de comidas y bebidas, y también, la conversación, que da pábulo a las minihistorias y pequeñas epopeyas contadas sobre la venida a Chile, para el conocimiento de los nietos. Paradójicamente, los árabes son plenamente chilenos, justo en la medida en que han sabido recrear su memoria, no olvidando de dónde vienen, las dificultades que enfrentaron y los desafíos que como chilenos tienen a nivel nacional e internacional. La saga de los inmigrantes La experiencia de los inmigrantes árabes ha sido recreada subjetivamente a través de textos de diversa factura, a saber: memorias o autobiografías (Memorias de un emigrante, de Benedicto Chuaqui, de 1942), novelas (Los turcos, de Roberto Sarah, de 1961; Peregrino de ojos brillantes, de Jaime Hales, de 1995; El viajero de la alfombra mágica, de Walter Garib, de 1991), cuentos (Aldea blanca, de José Auil, de 1977) y biografías noveladas (Mahima, de Edith Chahín, de 2001),

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entre otros44. Estos textos contienen una amplia documentación sobre lugares, tradiciones y perspectivas generacionales, siendo una fuente histórica de inestable valor, en especial, aquellos relatos de testigos de vista (como el caso de los testimonios de Chuaqui y de Auil); pero también los demás textos, cuyos autores son testigos de oídas o han emprendido minuciosas investigaciones. Así, aprendemos de la vida en los millet (en Auil), de las tiendas beduinas (en Chahín), los usos y costumbres del poblado urbano de Homs, de sus calles, colegios y mercados (en Chuaqui), de cartografías migrantes que incluyen caseríos remotos andinos (en Garib), de los distintos pasos cordilleranos (en todos ellos), de los barrios santiaguinos durante el Centenario, de estaciones chilenas de trenes ya sepultadas en nuestra memoria y, también, de las modificaciones que ha sufrido actualmente el iliblad, desde las visitas que estos testigos (unos reales, otros ficticios) hacen en el presente. Más allá de su valor documental y del repertorio de temas sobre la inmigración, de innegable utilidad para historiadores y sociólogos; estos textos se constituyen como la matriz subjetiva y antropológica de una experiencia singular (la inmigración árabe a Chile), siendo su registro cultural, funcionando como una memoria fundacional de un grupo45. Es como si algunos miembros de esta comunidad hayan sido señalados para diseñar un espejo que los constituya como sujetos de una saga o pequeña epopeya, transformando sus vidas en el relato de sus vidas y así, inmortalizándose. Más allá de su incorporación a los flujos económicos, políticos y sociales de un país, aparecen instalados también en el escenario de la escritura, conformado un signo dentro de la cadena de signos que nomina a Chile.

Para una lectura de estos materiales literarios y paraliterarios, remitimos a los valiosos trabajos de M. Olga Samamé. También nosotros nos hemos referido a algunos de estos materiales en el marco de los relatos chilenos de inmigrantes (cf. “Bibliografía”). 45  En este marco de referencias, citamos el artículo panorámico “Presencia árabe en Chile”, de Eugenio Chahuán, donde se nos recuerda la deuda simbólica que España y nuestra América tienen con la cultura árabe y se sitúa la creación del Centro de Estudios Árabes (bajo el alero de la Universidad de Chile, en 1965) en el ámbito de la proyección de un espíritu milenario en nuestra cultura nacional. 44 

II.2. Letras mexicanas: bosquejando el cedro americano

Libaneses en México, pueblo milenario que se remonta a los fenicios, cuyas barcas colonizaron el Mediterráneo, otorgando además un alfabeto y un grupo de mitos que anteceden y se imbrican con el legado griego y romano. ¿Qué caligrafía han dibujado sobre el vasto territorio mexicano? Es notable que la figura literaria de mayor prestigio de origen libanés, el poeta Jaime Sabines (1926-1999), quien en vida siempre celebró su proveniencia del poblado de Saghbine (del cual se deriva su apellido), no haya escrito algún poema alusivo a sus orígenes46. La única huella aparece en “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines”, que data de 1973, texto sobre su padre (conocido por su participación en la Revolución, en las filas carrancitas), que en un verso y entre guiones, leemos: “–cedro del Líbano, robledal de Chiapas–”; para luego continuar: “te ocultas en la tierra, te remontas / a tu raíz oscura y desolada” (Sabines, 259). Acaso este verso único (punta de iceberg) sintetice el sentimiento de un alma colectiva que hace imbricarse raíces que señalan un nuevo génesis. Alma sumativa del padre inmigrante, que yuxtapone dos orígenes, para fundar una nueva estirpe, de cedro americano.

46  Otro ejemplo similar es el de Gabriel Zaid (1934), de origen palestino. Ensayista, poeta, crítico y traductor; su obra no ofrece marcas explícitas de carácter árabe. No obstante, al igual que Sabines, en su vida pública es clara su identidad mexicana libanesa. ¿Seducidos por la lengua mexicana?

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Siendo la asimilación el rasgo distintivo de este grupo, resulta extraño que sus materias literarias sigan un movimiento más bien divergente a ese rasgo. Así, lo que se constata es el sentimiento de forasterismo del padre libanés, raíz al aire (en el relato de Bárbara Jacobs) y el acto de reminiscencia, por el cual el presente cobra su sentido en un gesto de regresión fundado en la memoria histórica (tanto en la novela como en el diario de viajes de Carlos Martínez Assad). Quizá el texto que más se detiene en la integración mexicana (vasto cuerpo que acoge sin medida a estos andantes que buscan una segunda oportunidad en estas vidas) es el de Héctor Azar, en cuanto muestra la lengua mexicana como una matriz sensorial desde la cual el inmigrante aparece travestido y lanzado nuevamente a un mundo local junto a su descendencia, compartiendo la sensorialidad y las ganas de vivir propias de libaneses y mexicanos. Corpus reducido, pero suficiente para desplegar un capítulo suplementario en la literatura mexicana, la letra en falta, puesto que descentra al sujeto americano al obligarlo a remontar las escalas del Levante.

La fiesta mexicana El primer ejercicio literario sobre la inmigración libanesa en México es realizado por Héctor Azar, en su novela biográfica Las tres primeras personas (1977)47. Siendo eminentemente un hombre de teatro, no es extraño que componga su relato a través de cuadros o escenas fijas, que aparentan ser costumbristas pero que son intervenidas por un lenguaje celebratorio (una abigarrada escenografía) que atraviesa a los cuerpos migrantes dotándolos de visibilidad. La obra se abre con los testimonios de la partida del bled y de las penurias del viaje de las tres personas migrantes, un gajo familiar compuesto por la hija mayor (Perla, de 11 años), Brillante (de 9 años) y Musa, el padre, hacia el año 1907. A continuación viene el cuadro dedicado a Veracruz (espacio de acogida nutricio, donde se les agasaja

Héctor Azar (1930-2000) fue un distinguido dramaturgo, que fundó y dirigió el Centro de Arte Dramático, CADAC. Con su obra dramática Juegos de azar obtuvo en 1973 el Premio Xavier Villaurrutia. Se suponía que su primera novela Las tres primeras personas (1977) formaba parte de una trilogía sobre la experiencia de la inmigración libanesa, que no se continuó. 47 

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con cazuelas en pote de barro) y al Interoceánico (nombre del tren que lleva al grupo hacia el interior). Hasta aquí, el lector entiende que está leyendo un relato documental (incluso aparece una foto del padre y las dos niñas; supuestamente del abuelo y las tías del escribiente), que cubre el desvío migrante de EE.UU. a México (se les rechaza la entrada a las hijas), los contactos espontáneos con los libaneses del puerto veracruzano y las primera imágenes del paisaje campestre mexicano a través de las ventanas del tren. No obstante, ya en este viaje el mundo comienza a desordenarse en la conciencia de los personajes, apareciendo también cierto desparpajo lingüístico de una voz comunitaria: “La calle principal del pueblo que acabamos de dejar era un atajo de burros entre montañas de mierda, pedazos de carne pegados a una mesa plagada de moscas con un marco de madera y ondas de longaniza enteca haciéndose la payasa, la muy cabrona” (40). Por supuesto que este parlamento no puede estar pronunciado por los recién llegados; siendo una acomodación hecha por una voz familiar actual (dispuesta por el nieto, nacido en este país) que va envolviendo a estos primeros paisanos en el habla coloquial mexicana. Ya en el siguiente cuadro, entendemos que el formato documental (de registro realista) es un débil tinglado, acaso un esqueleto, sólo necesario para ser rellenado por una experiencia de extravío y asimilación, en la cual el espíritu de la lengua ilumina y traga a esos cuerpos migrantes. El capítulo se denomina “La Gare Saint-­Lazare”. Sin más, alguien evoca desde el presente su encuentro con un obrero español en París, quien vive con una mujer pronta a ser deportada a América. Desde la noción de distanciamiento, escuchamos la voz de la autoría –“el que esto escribe” (45)–, quien exhibe las dificultades de su proyecto: cómo rescatar a sus parientes, cómo figurarlos, cómo apropiarse de ellos. Escuchemos: “¡Taca! ¡Taca! ¡Ta cabrón! ¡Pariente prójimo del Oriente Medio! ¡Deja que yo te ame como a mí mismo, pero taca!” (51). Y más adelante continúa: “¡Deja que te corone con las tunas cardonas desde tupida nopalera altiplano y rejega y que te aguantes con el chichicaste de las rosas guadalupanas, únicas que tenemos, por ahora, en las venas y en las arterias que van a dar a nuestro corazón mezcalero y tlachicotón! ¡Salud!” (51). De cómo los descendientes (la tercera generación) se colocan en el lugar de los mexicanos que vieron por primera vez a esos abuelos inmigrantes, de los albures, de las risotadas, de un país que de inmediato

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los incluye desde la celebración lingüística de esos nombres extraños, tergiversándolos, por cierto; pero también haciéndolos transitar libremente por la primera década del siglo xx, en vísperas del Centenario. Así, frente al nombre propio de Musa, ya comienza el ingenio mexicano a ejercer la herida de la asimilación; único remedio a la orfandad de estos hablantes árabes (con el francés como lengua franca): “–¿Cómo Musa? Ese será nombre de hembra, no de hombre / –Oui, Musa / – Ponle Moisés y que muera el cuento / […] / –¿Musa? O manso / –O menso. Tiene cara de pensil” (48). Los siguientes capítulos se presentan como grandes frisos lingüísticos, en los cuales se exhiben discursos sociales en sus variantes políticas y populares, de un modo festivamente paródico. Así se habla de los destinos de la nación en un lenguaje positivista altisonante (haciéndose un símil con los rasgos físicos del hombre mexicano en “Dibujando la cabeza”) y se presenta a las damas de la caridad en los jardines de la Tabacalera Mexicana en un lenguaje farsesco y vociferante (en “El reparto de ropa”). Son pastiches, la mimesis de la mexicanidad de hace un siglo, ejercicios que abarcan también la escritura de una carta de don Moisés a su esposa Zaide Zenorina. ¿Qué decir, en qué formato, con qué remitente? Leemos una carta escrita en español, dictada al amanuense don José Loreto Trejo (que, de seguro, intervino el texto a nivel lexical y sintáctico), a quien le parece que la misiva es muy sentimentaloide (una interpretación local para la sensibilidad del bled). Más allá de la información del barrio donde viven (en la azotea de la casa del callejón de Manzanares) y del trabajo que ejerce (empleado en una lavandería de unos chinos); es evidente que los datos constituyen aquí un mero decorado ante la pregunta y el desafío sobre cómo escribir una historia familiar, habiendo extraviado la lengua de origen y, además, siendo ya –en el caso del escritor– un mexicano de tomo y lomo. Y aparece también la atracción y la repulsión por el testimonio (de allí los constantes descalces entre vidas y actuaciones, entre espacios reales y decorados, entre el presente y el pasado; en fin entre el nieto y el abuelo) y el deseo de construir un texto vanguardista, que sólo se sostenga en el concierto abigarrado de voces híbridas (letradas y populares), que sostendrían y acunarían a estos seres llegados tan de lejos. Es como si la autoría los sintiera muy remotos y, sin embargo, fueran parte de su memoria íntima; entonces, lo que tiene que hacer es traducir esa experiencia interior en un lenguaje propio que sea capaz

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de contener las voces anteriores y del futuro. No es posible rescatarlos en su ser –de allí que presente a estas tres primeras personas de modo lateral y casi silentes–; pero sí desde su descendencia y hacerlos vibrar al ritmo del habla mexicana. Sólo el aprendizaje lingüístico rescata (y funda) el espíritu mexicano-­libanés: “Sobre cada curul, un velo de tul; sobre cada hogar hay un holgazán; en los bancos de salitre, los propietarios buitres; para los trabajadores, los explotadores; lo que tenemos y no apreciamos, don Moisés; para la patria que añora, jugar carretas con la locomotora” (89). El relato toma un vuelco con la presentación de Anna Gould, condesa de Castellane, acaso el único personaje más delineado y acabado de toda la obra. Estamos en Pachuca, donde las tres primeras personas aparecen bajo el amparo de su pariente Slaimei, un libanés tórrido, mantenido de la condesa, con quien comparte los rasgos del oportunismo, despilfarro, sensorialidad y una vena privilegiada para los negocios. Los cuadros que se exhiben hasta la conclusión del texto recrean el espacio institucional provinciano de Pachuca. En “El simulacro” asistimos a los juegos de guerra realizados en el Colegio Militar ante las autoridades, incluida Ana la Chabacana, escuchando la cháchara sobre los planes del Centenario. Luego en “La antigua frontera” aparece la condesa con don Rómulo Luna, dueño del negocio de ese nombre, dialogando allí sobre el acontecer nacional (aquí Ana deja conectado a Musa, para pedir mercadería y venderla en las calles como varillero y juglar, junto a su hija mayor). La siguiente escena (son cuadros sociales, exhibidos desde un lenguaje abigarrado que convierte a los personajes en actores de opereta) se denomina “Malgré tout”, donde se escenifica la disputa de Ana con la mère Jacqueline (del Colegio del Sagrado Corazón), quien se niega a aceptar a la hija de un inmigrante como pupila. En sordina, escuchamos una ralea de frases que van retorciendo la figura de la madre superiora: “Jacqueline cangrina, purgativa, molina, repelina, tuberculina, prostatina que jamás osó ponerme [a mí, Ana, exalumna de este colegio] corona de laureles en mis premios de excelencia por no sé qué rescoldo vivo” (118). La conexión francesa con lo libanés, el parentesco de credo (la cristiandad) y la educación religiosa que asegura el blanqueo, son dispuestos aquí en diálogos hipócritas y juegos lingüísticos churrigerescos que desarman el entarimado ideológico previo a la Revolución.

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Siguiendo como hilo conductor a la condesa (Musa y sus hijas aparecen apenas en el reparto), entramos en “El salón fumador”, una pieza de estar de la condesa –especie de pastiche orientalista–, donde se relaja la élite empresarial de la ciudad, contando entre sus asiduos miembros a Mr. Guifford. Como si lo mexicano se travistiera de cierta indolencia y eroticidad provista por elementos extraños y que, sin embargo, se incluyen naturalmente en el escenario local. Teniendo como telón de fondo “El volcán Popocatépetl”, se presentan dos tipos de discursos: un informe sobre la inmigración libanesa a México, escrito en francés (como sacado de un libro de historia) y una voz en off, personal (como si fuera la del nieto), que insta al abuelo a ser un peregrino en el ancho mundo mexicano, bajo la imagen de mestizarse con su paisaje. Voz mexicana actual que pugna por vencer las resistencias de un Musa tradicional, apegado a códigos ancestrales y sólo con el referente francés: “Cuando regreses a tu hogar original lo encontrarás deshabitado y entonces tú serás el verdadero árbol de la noche triste” (141). Aunque en este texto nunca se es muy conclusivo en cuanto a qué aspectos hay que renunciar para la marca mexicana-­libanesa. El cierre es cómico, pintoresco, contradictorio y vital. En un gesto de carnavalización, por cuanto aparece revuelto lo que a nivel normativo se debiera separar, escuchamos al general Marín Ochoa –cuyo nombre original es Tuntún Schuare– inaugurar una nueva cárcel en una edificación que fuera un antiguo convento de las Carmelitas, que tiene como apéndice el negocito de Musa Barba, denominado El Puerto Libanés. Es como si lo libanés instituyera el orden del bazar, descubriendo un rasgo caótico en la sociedad edilicia previa a los sucesos de 1910. Libro experimental, donde compiten formas antiguas y nuevas de representación: el documento y la vanguardia, el realismo y su desfiguración farsesca, las personas y sus impostaciones. Libro biográfico, con marcas escondidas, que revela ciertas fracturas culturales en el diálogo intergeneracional. Libro migrante, que se desliza por distintos registros de habla y que tiene su centro en el festejo de la lengua mexicana, matriz que acoge el alma extranjera. Sin ella, pareciera indicarnos Héctor Azar, no es posible el viaje hacia los otros orígenes.

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La restauración del aura Si ya constituye un desafío contar la historia de la llegada al mundo mexicano (un nuevo nacimiento), el despegue del bled; resulta más enigmático referir el regreso a la matriz original, más aún si quien lo hace nunca estuvo allí y sólo conoce esos paisajes a través de los relatos de sus padres y de la lectura de los textos de historia. Es el inquietante movimiento hacia otras coordenadas mentales, en busca de realizar un sueño: ser uno con todo lo procreado; en suma, ser feliz. Es el caso de Carlos Martínez Assad, cuyos escritos nos devuelven a Líbano, cartografía desdoblada en un espacio desolado actual y uno prístino del pasado48. Tanto su novela como luego su diario de viaje (mosaicos equivalentes, maderas del mismo cedro, árbol del Génesis), juegan a diseñar un punto mágico de convergencia entre lo antiguo y lo nuevo, sin por ello borrar el abismo entre mito e historia, deseo y realidad49. En el verano, la tierra (Martínez Assad 1994) es una novela alegórica, el relato de un viaje a Líbano de una pareja en el verano de 1975 justo en los prolegómenos de la guerra civil. José (mexicano, de linaje libanés) y Alina (hija de libanesa y de francés) parten desde París, la Ciudad Luz, hacia Damasco, para seguir viaje por tierra hacia el país

Carlos Martínez Assad es un distinguido sociólogo, académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), conocido por sus investigaciones sobre historia política y regional, que le han valido reconocimientos nacionales e internacionales. En la actualidad, es el actor cultural más relevante de la comunidad libanesa en México, por sus escritos y su labor de difusión del espíritu mexicano-­libanés. Dirige Al Fannán, Asociación de Artistas e Intelectuales de Ascendencia Libanesa, que cuenta con una Gaceta Cultural. En el ámbito de la creación literaria, ha escrito la novela En el verano, la tierra (1994) y la crónica de viajes Memoria de Líbano (2003). 49  Una valiosa lectura de estas dos obras es emprendida por Daniela Zárate en su trabajo “Voces mexicanas libanesas: Carlos Martínez Assad, Héctor Azar y Jaime Sabines”. Entre otros aspectos, se destaca el parentesco que existe entre los espacios populares citadinos de México y Líbano, que permiten el deambular simbiótico del personaje. Es como si se estuviera en el mismo lugar (un doble origen): “El bullicio de los mercados… invitan a la gente a que los visite. Los locales de frutas, carnes y hierbas pintan los colores el ambiente del lugar. Los gritos de los vendedores invitan a su clientela a conocer su mercancía” (74). Escenarios, entonces, intercambiables, a pesar de todo. Indicamos, de paso, que esta tesis revisa también materiales literarios escritos por Héctor Azar (aunque no Las tres primeras personas) y los textos poéticos de Jaime Sabines (proponiendo en su caso una integración sin escisiones). Sobre la novela En el verano, la tierra, hay una nota reciente publicada por mí: “Sobre En el verano, la tierra”. 48 

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natal (pasando por las ciudades sirias de Homs, Palmira, Hama y Alepo) y allí, en Líbano, visitar Trípoli, Mina, Beirut, Biblos y Baalbeck; para finalmente volver a Damasco vía Jordania. Pareja incestuosa, se asemeja a la de los hermanos viajeros de los relatos bizantinos que realizaban un recorrido circular por las costas del Mediterráneo siguiendo un destino prefijado. Alina es misteriosa y alada (una idea, un fantasma), como aquellas figuras rioplatenses de aires parisinos que son Alejandra (la destruida por el dragón, de Sábato) y la Maga (la de los puentes de París, de Cortázar). José es un ser que deambula sin rumbo por el casco antiguo de la ciudad (alguien que busca un centro) y que es arrastrado por Alina a una aventura subli­ me y riesgosa. La partida es desde Francia, padre adoptivo libanés, su marca colonial, su lejanía (el padre de Alina se aleja de ella, una vez muerta la madre libanesa). La composición del relato es un montaje de tiempos y actores que van y vienen de Oriente a Occidente. En la primera parte, la historia de José y Alina en el París otoñal (que comparten con un grupo de estu­diantes libaneses) se alterna con el relato de la experiencia migrante de un libanés (el abuelo de José) en tierras mexicanas. De un modo sucinto, se recubre la pequeña gesta de un libanés (cifra de una gesta colectiva), señalándose sus principales estancias: la partida, Veracruz, la peregrinación por diversos pueblos como buhonero, su instalación (en Huejutla) y las vicisitudes durante el largo periodo revolucionario. Mirada extranjera para un paisaje local, versión marginal de los inmigrantes sobre sucesos y costumbres (a manera de suplemento a la historia mexicana); pequeñas tragedias que no aparecen en la página pública (muerte cruel de su mujer en vías de parir, por ser víctimas de la persecución a los cristeros) y también pequeños logros económicos, gracias al comercio con las tropas revolucionarias. En fin, la esforzada vida de los primeros migrantes, cuyo relato en este caso culmina cuando la hija se casa con un funcionario público mexicano, que señala la entrada por la puerta ancha al país. Es, entonces, la palabra del abuelo (y de esa hija), la que impulsa a José a rastrear el tesoro perdido y devolverlo a los suyos. Así se inaugura el viaje de regreso, de Occidente (del viejo París, de la Nueva España) a Oriente (las escalas del Levante, los sitios sagrados nombrados en la Biblia). La segunda parte, la más amplia, constituye el pasaje por las tierras del Levante, en estado de guerra virtual. Ahora bien, este viaje aparece interrumpido (iluminado) por una serie de apartados que incluyen le-

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yendas, mitos y recuentos históricos y maravillosos sobre Líbano. Es como si la devastación del presente no lograra borrar las huellas prístinas del pasado. El desconcierto y desasosiego de José se hacen evidentes ante la contemplación de poblados abandonados, el lenguaje soez y agresivo en camiones (no hay maneras, se ha perdido la civilidad), la miseria de Chatila y Sabra, el tiroteo en las calles (Alina morirá en un siguiente viaje por una bala perdida, eclipsando cualquier utopía sobre una convivencia armónica). En este origen, el héroe aparece incómodo e incluso huérfano; no se reconoce allí: “Los cuartos que nos muestran son imposibles, apestan y la suciedad aparece por todas partes” (62). Sólo de un modo intermitente, en su deambular por mezquitas, zocos, mercados y ruinas, la mirada del deseo transita; pero no logra instalarse en el corazón. Es el sentimiento de lo siniestro –unheimlich, lo no familiar, según el principio freudiano–, la molestia por estar viendo algo inesperadamente desagradable. Es el regreso de lo reprimido, lo que en el relato del abuelo y de la madre aparecía suprimido; acaso la causa del abandono de ese lugar. ¿Un lugar, entonces, de la condena y de la culpa, la cara feroz del padre, como en los espacios rulfianos? No obstante, el viaje es otro. Detrás del viajero aparece una conciencia espiritual atemporal, que abre el espacio derruido al espacio de lo sublime, mediante la celebración de la historia milenaria de un pueblo a través de su repertorio oral y literario, que se irá intercalando para soportar la caída actual. Estos relatos originarios constituyen anclas, que permiten que la historia (occidental) regrese a sus inicios: de Roma a Biblos (donde se genera el alfabeto fenicio) y en la matriz, el cedro, árbol sagrado: “‘El cedro de Líbano estaba en el Paraíso’, dice Ezequiel, y con sus maderas Noé construyó el Arca y en el monte Hermón vivieron Adán y Eva cuando, por desacatar la autoridad de Dios, buscaron refugio para ocultar su culpa” (78). A cada ciudad se le restaura su aura: Palmira es la novia del desierto, retratada en la reina Zenobia que extendió su imperio desde el Bósforo hasta el Nilo; Baalbeck es el sitio de la voluptuosa Astarté (antecedente de Artemisa) y Trípoli cristiano guarda en su seno a la bella Faride, cuyo sacrificio impidió que la ciudad fuese asolada por los mahometanos. La novela va acumulando, cual pequeños tesoros, historias de los comienzos de los tiempos, que siempre hemos anhelado escuchar: de la ninfa Tyrus y el color púrpura de sus ropas, teñidas con el molusco múrice; del abuelo de Mahoma y su descendencia; del

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joven Bata, cuyo corazón está resguardado en el milagroso árbol del cedro. Esta memoria de los orígenes aparece aunada a una memoria más reciente, que escenifica los dolores provocados por las persecuciones en la Modernidad, en testimonios bellos y tristes: una madre relatando los sucesos de 1860 (los drusos aniquilando impíamente a los maronitas), una refugiada kurda en Siria, luego de la matanza de los turcos en Anatolia en 1930. En un epílogo, luego de concluido este viaje veraniego –que señala una entrada a la madera, como anotaría Pablo Neruda, yendo a lo recóndito–, nos enteramos de la desgraciada muerte de Alina, quien formaba parte de una organización que luchaba por la paz en Líbano. Fin, entonces, a la utopía de la tolerancia religiosa y una sombra para el aura desplegada. Escrita en 1994, los años que separan la escritura de los hechos narrados (1975) cubren los años de la guerra civil en Líbano. Novela alegórica (de la nación de orígenes fenicios), es también una novela biográfica, en cuanto está basada en los apuntes de viaje del autor en su visita a ese país en aquel verano. Si en la vivencia de ese viaje se experimentó la desazón (melancólica), por haberse extraviado una imagen incontaminada; en la escritura de esta novela se reinstala el deseo de seguir habitando en fronteras sin límites. Este autor vuelve nuevamente a habitar esos parajes áuricos (semiderruidos) en Memoria de Líbano (2003), diario que une dos viajes: el ya referido en la novela, del verano de 1975 y otro más reciente, en el otoño de 1998. Ahora es Carlos quien toma la palabra, primero como un doble de José y volviendo a sentir las dos caro de Jano de ese primer abordaje, y luego, en tiempos de mayor optimismo, sin otra sombra que la suya. El texto consta de tres partes. “El camino a Líbano”, que sigue la ruta ya conocida por nosotros, manteniéndose la desazón del protagonista: “Madre, salgo entristecido de Beirut” (91). Como se observa, ahora el interlocutor manifiesto es la figura materna, espacio más personalizado; pero existe también otro lector apelado: aquél ávido por la Historia no contada, por quien ansía una puesta al día de sus sueños, que ocurren en otro lugar. El segundo viaje ocupa las dos siguientes partes: “Viaje en el tiempo” (donde aparece la voz de un historiador involucrado, que otorga su versión histórica sobre Líbano) y en especial, “Del eclipse al nuevo día”, relato de su estancia, esta vez más ordenada y armónica (sin

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que el dejo de lo siniestro llegue a desaparecer del todo). Llega al bled el día del cumpleaños de su madre (como viéndola nacer o viéndose nacer en ella), en un gesto edípico que señala la insistencia del legado libanés en este mexicano. Si en 1975, el sujeto se constituye desde la desesperanza (en los dos libros: en la novela como melancolía y en el diario como un duelo), en el viaje de 1998 el sujeto siente que puede haber un nuevo despertar; de allí el título del capítulo. Esta vez, existe una agenda, que reordena el sinsentido anterior: tiene acceso a los planos de la reconstrucción de Beirut, conversa con poetas, historiadores y sacerdotes maronitas, visita la casa de Gibrán Khalil Gibrán (en ­Becharre), el santuario de Nuestra Señora de Líbano en Hadissa y los monasterios de San Elisée (en Hasrum) y de San Antonio de Goshaya. Y finalmente, se encuentra con familiares –aunque esto, que podría haber sido un momento de iluminación, no tiene más brillo que los sucesos anteriores50. Libro visual, cada paso está acompañado por un registro de fotos, huellas de un pasado que persiste como dato irrevocable, y también por un rosario de citas de viajeros, en que destacan Gérard de Nerval y Alphonse de Lamartine; miradas occidentales que rescatan la otredad desde el exotismo. Compartiendo los mismos materiales nobles que la novela –la celebración del Levante desde un repertorio de mitos y leyendas–, surge aquí con mayor énfasis la pasión del historiador por escribir otro tipo de relato histórico, un maravilloso libro de historia ilustrada, que logre animar el cuerpo derruido presente. Las fichas del conocimiento histórico (reseñas de las ciudades, los recuentos de las Cruzadas, el corpus de relatos folklóricos, la misma

Ensayando un libre diálogo con categorías freudianas –así como antes con la noción Unheimlichkeit, lo siniestro, sentimiento de extrañeza ante la aparición en la pantalla de la conciencia de elementos reprimidos: pobreza y desamparo en el lugar del origen–; postulamos que en ambos textos existe una tensión entre la melancolía (la fijación a un objeto perdido, su búsqueda infructuosa en el presente) y el duelo (es decir, el desprendimiento del sujeto de esa fijación). El segundo libro y en él, el segundo viaje, de 1998, constituiría un trabajo de duelo: matar al muerto. ¿Cuál es el objeto perdido? Un país donde conviven armónicamente diversos credos, un país actual espejo del pasado. Aun así, y aquí está el misterio y la maravilla del relato, sobre la melancolía y el duelo, y sobre el retorno de lo reprimido (que le señala al sujeto la miseria que subyace en la matriz) resurge el sentimiento de lo sublime, es decir, la capacidad del hombre para recrear una imagen prístina de su origen y su destino. Para las categorías freudianas (lo siniestro, la melancolía, el trabajo del duelo y el regreso de lo reprimido), cf. Laplanche y Pontalis, Diccionario de psicoanálisis (1996). 50 

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historia actual de Líbano) son dispuestas en una pequeña enciclopedia para ser gozada y releída (como cuando éramos niños y Cortázar aprendía de El tesoro de la juventud y Borges de la Enciclopedia británica, entendidas como ventanas al mundo). Cada página de esta Memoria de Líbano es un levantamiento arqueológico de las escalas del Levante, que desplaza nuestras coordenadas, inclinándonos hacia la regresión festiva que nos devuelve un mundo lejano, sobre el cual se funda nuestra cultura, la escritura e, incluso, el impulso (fenicio) por arribar a puertos desconocidos. En este diario se hace explícita la pregunta por nuestro lugar en la historia de la Humanidad. Un mexicano de origen libanés nos señala: “porque necesitamos los recuerdos para saber quiénes somos” (17). Nuestra identidad es entendida como una suma, un espacio virtual que es necesario ensanchar: “parte de esta historia [libanesa], madre, nos resulta cercana, y amplía nuestras identidades” (151). En fin, no cabemos en un solo espacio, una sola lengua, un solo credo: “Hay que tener cuando menos dos mundos, porque, de lo contrario, se corre el riesgo de quedar encarcelado en uno de ellos” (151). Es la recreación del espíritu mexicano-­libanés, que bien puede ser un modelo para el espíritu americano, fundado en el diálogo cultural51. Quizás ahora entendamos mejor ese divagar del protagonista de la novela por parajes desconocidos, queriendo allí encontrar su sombra: “¿Acaso no puedo inventar y construir una vida no vivida?” (114). La reinvención del Yo. Para eso escribimos, para eso leemos, para eso viajamos. Y ha sido así desde los comienzos de la Humanidad, comienzos migrantes.

51  En el debate de las identidades culturales en una sociedad global, en el ámbito libanés es necesario tener presente el pensamiento de Amin Maalouf (melquita, hablante nativo árabe, que vive en Francia y escribe en francés), expresado por ejemplo en sus Identidades asesinas, donde rechaza la intolerancia religiosa como base de la identidad, proponiendo un sujeto abierto a sus diversos orígenes culturales, teniendo como centro rector una condición humana universal: “Una identidad que se percibiría como la suma de todas nuestras pertenencias, y en cuyo seno la pertenencia a la comunidad humana iría adquiriendo cada vez más importancia hasta convertirse un día en la principal, aunque sin anular por ello todas las demás particularidades” (109). Martínez Assad ha escri­to un ensayo sobre este escritor, cuyo título hace clara mención a un espíritu menos estrecho de un sujeto adscrito a una nación y falsamente delimitado por su geografía y su lengua; ese título es: “Amin Maalouf, el forjador de leyendas. Su patria: el mundo”.

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Raíces migrantes Si alguien considera que la familia libanesa es una unidad afectiva y cultural indivisible, no importando el espacio geográfico ni la lengua; está en lo cierto. No obstante, al trasluz, es posible entrever la orfandad que conlleva cualquier proceso de migración; más aún si ocurre en un mundo donde los actores migrantes luchan por cambiar la historia de la Humanidad. Las hojas muertas (1987), de Bárbara Jacobs, es la recreación otoñal, desde el borde de la vida, de un paraíso perdido, en torno a la figura del padre y de la casa libanesa52. Paraíso que es retrotraído a la infancia, para situarlo en los inicios de toda ilusión; y que finalmente se cumple sólo en el acto de la rememoración escrita, pues en la vida nunca se dio. El relato comienza así: “Ésta es la historia de papá, papá de todos nosotros” (9). Quien habla es un coro infantil, los hijos e hijas, quienes buscan reivindicar la figura del padre para así colmar el vacío que siempre sintieron ante su pasiva presencia. ¿Desde qué tiempo hablan? ¿Por qué aparecen todos pegoteados, reunidos en un nosotros regresivo, voces adultas parapeteadas en gestos infantiles de búsqueda de reconocimiento, incluso, de infinito cariño? Escriben porque son huérfanos existenciales: no saben quién es su padre o por qué actúa como un sonámbulo. Y por ello, cual detectives en casa, comienzan la aventura de juntar las señas de ese personaje querible, que nació en Manhattan en 1909, se entusiasmó por el comunismo en el país equivocado, fue a Moscú en los años treinta y luego participó en la Guerra Civil Española, para volver a su país y pasar la Segunda Guerra Mundial encerrado en un campamento militar en Oklahoma en calidad de soldado raso (por sospechoso y rojillo). Y luego, en la gesta libanesa familiar, conocer a la mamá de nosotros, de vuelta de todos esos viajes, su prima segunda, y con su viejo Ford cruzar la frontera para instalarse en Ciudad de México en calidad de hotelero.

Bárbara Jacobs, prestigiosa escritora mexicana, es autora de cuentos, novelas, ensayos y antologías literarias. Su libro Las hojas muertas, Premio Xavier Urrutia (en 1987, cuando aparece en su primera edición), ha tenido varias reediciones, habiendo sido traducido al inglés, al portugués y al italiano. Usamos aquí la edición de Alfaguara, de 1996. 52 

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Vida para ser filmada, héroe de vuelta de mil batallas, ser utópico con mil historias que contar. Y sin embargo, ante nosotros, papá ­deambula por la casa como un fantasma, matando las horas con lecturas de almanaque. Esto, a nivel de los enunciados, es decir, de los hechos que ocurren; pero el libro adquiere su dimensión poética por su enunciación: la tarea de contar una historia a través de la creación de una voz comunitaria, que irá imbricando los tiempos, distinguiendo cortes (un antes, un después), para finalmente hacer converger el inicio con el final: se narra desde la madurez, los niños que fuimos, que seguimos siendo hasta que demos una versión afectuosamente verosímil del papá de nosotros. El relato distingue tres partes. La primera tiene como escenario la casa en México, cuando eran niños: es el triste después, de papá, cuando casi no hablaba. Son los tiempos del hotel “El hogar lejos del hogar”, cuando supuestamente nosotros éramos felices. La parte dos es la reconstrucción de la biografía de papá, desde los pocos datos que nosotros ha logrado acumular, a través de la conversación familiar y de la escucha infantil: es el tiempo de antes, feliz, de papá, cuando era joven y viajaba (así lo desea nosotros). La última parte nos presenta a papá desde cuando deja la actividad del hotel (una jubilación temprana), trasladándose a vivir a la casa de sus suegros y su temprana vejez. Descubrimos que desde este tiempo subjetivo (la senectud) se enuncia la voz del relato. Desde el final de los días se vuelve a las preguntas e incertidumbres de la infancia, renaciendo el inmenso amor a papá, la nostalgia por los cuidados a medias recibidos, la culpa por no haberlo acogido, pero también el resentimiento por haber sufrido una ausencia presente. Más que nunca, aquí el texto es su entonación, la mimesis de una voz infantil afianzada en convenciones coloquiales y en una lógica de la contradicción que palpa el misterio paterno. Así, de una excursión de los padres a Europa, nosotros rescata el siguiente mensaje: “y mamá nos escribió que papá era un escéptico y que igual que Greta Garbo lo único que quería en el mundo era que lo dejaran en paz, en el caso de papá para poder leer en paz y recordar su vida de antes en paz aunque él antes fuera la guerra” (39; cursiva nuestra). Frases coloquiales (que me dejen en paz), antagonismo léxico que deja entrever que algo anda mal: la guerra de antes, la paz actual… En este hilván sostenido por la repetición, se bosqueja a papá, una figura esquiva y misteriosa.

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La biografía de papá, en el tiempo de antes, cuando era feliz es un ejercicio lúdico, nostálgico y obsesivo para hacer visible a papá ante sus hijos, la familia y el mundo. Contando con escasos datos (los olvidos y aprehensiones de la memoria migrante) y con el silencio del padre (no hay un testimonio ni historias al lado del fuego), esta biografía rodea los espacios de vida con palabras: “Entre esto y lo otro [¿!] el nuevo tiempo empezó a pasar [¿!] y papá leía y se entretenía en Manhattan” (65). ¿Cómo hablar de alguien marginado por la Historia oficial, y recluido en su casa, que sólo de vez en cuando se comunica con otra gente (tan extraña como él, viejos camaradas de la Brigada Lincoln que luchó en España) y que culmina enclaustrado en una pieza de la casa de sus suegros? Nosotros ensaya un retrato afectivamente paródico de papá. Está el ímpetu infantil del escribiente colectivo, que lo hace aparecer como un héroe, que comparte naturalmente con los hombres que cambiaron la Historia. Conoció a Paul Robeson y a Waldo Frank, y Arthur Rubinstein disfrutó mucho de su compañía; fue novio de la sobrina de Eisenstein y hubo un tiempo en que jugaba bridge con un general correligionario de Chiang-­Kai-­Chek. El cuento es ambiguo. ¿Los habrá conocido? Lo cierto es que nosotros nos indica que tenía amigos que le presentaron alguna vez a estos personajes (un amigo de un amigo), o que papá se topó con ellos fortuitamente (con Rubinstein en un tren). Ante la adversidad (sin trabajo y sin visa en Moscú, simple soldado raso privado de defender a su patria), la biografía recrea un personaje lleno de optimismo, locuaz –“en ese tiempo hablaba” (69)–, dispuesto a soportar cualquier calamidad con buen talante: “pero papá no tomó nada de esto a mal porque todavía era joven y todo todavía era aprendizaje” (78). El ser abandonado por la Historia, marginal y paria, aparece agigantado ante nuestros ojos, como los dibujos que hacen los niños de sus seres queridos, que son felices y que siempre nos protegerán. Esta imagen emotiva transparenta también la mirada paródica sobre el personaje, su doble faz: era alguien sin contactos importantes en este mundo, cuyas acciones pasaron inadvertidas a nivel público y que sufrió el desprecio de su país, por un idealismo acaso ingenuo y ­desmedido. Un acápite final para enfocar a la familia, espacio de acogida natural de papá, que le permite un mínimo refugio ante el rechazo que sufre del mundo. Y sin embargo, es también un espacio feble para él,

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por su marca migrante. El menor de tres hermanos, huérfano de padre a los siete años de edad (don Rashid se vuelve a su tierra, quedando Mamá Salima, veinte años menor, a cargo del negocio de tapices en Manhattan), se casa con su prima luego de volver de España. Familia muy unida, mantiene sus vínculos afectivos a pesar de una cartografía migrante, que en el caso de Emile (nombre de papá, cuya voz directa sólo aparece en los epígrafes de los capítulos) lo tiende a alejar del nido familiar, como si éste fuera demasiado redondo. Los hermanos mayores viven en ciudades cercanas, Flint y Saginaw situadas en Michigan (ciudades hermanas) y Mamá Salima se cambia a Flint (donde está la hija) para seguir reunidos y viaja a Ciudad de México en fechas de festejos. Para nosotros, el espacio familiar se reparte en un aquí y un allá –se habla de los “primos hermanos de allá”–, incluyéndose en el código familiar al menos dos lenguas (el inglés y el español y para la abuela, además, el árabe y el francés). Aun cuando existe cierta sinergia en materia de integración cultural, hay cortes evidentes en el ámbito de la nacionalidad (norteamericano / mexicano, de orígenes libaneses) y del idioma (inglés / español). Papá habla en inglés y vive en un país foráneo, mientras que nosotros habla en español y va de visita donde sus tíos paternos al extranjero. Familia libanesa extensa. Las hijas instaladas desde temprana edad en casa de sus abuelos maternos libaneses (¿por problemas económicos?), y luego papá refugiado en esa misma casa, como un niño. Familia trizada por los desplazamientos (una cartografía móvil) y seres que transitan por el mundo (como lo hicieran sus antepasados fenicios) y que vuelven a la casa libanesa, no importando el territorio. Y en el caso de Emile, con el agregado de que es un hogar para las almas migrantes: los parias, los olvidados, los soñadores. Luces y sombras: en la cuna del cedro, tronco patriarcal (madera sagrada), está el germen de la carencia y de la orfandad, que nos hace migrar.

Nuevas señas de identidad Ya sea desde el cuadro abultado de voces (el bazar mexicano-­libanés de Azar), los apuntes de un viajero que se vuelve hacia los orígenes (las alegorías de la memoria en Martínez Assad) o del coro de voces infantiles ensayado desde la madurez (la biografía familiar en Jacobs);

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todas estas escrituras señalan una querencia antigua, diseñando para nosotros un horizonte cultural mexicano-­libanés. Son las ansias de otredad americana, con vista al Levante. La asimilación cultural es celebrada desde la lengua mexicana, sostén nutricio de los recién llegados en Las tres primeras personas. La otredad americana encuentra su forma en el eterno regreso hacia el Levante en los relatos En el verano, la tierra (donde el nieto deshace los pasos del abuelo inmigrante) y Memoria de Líbano (donde se viaja dos veces hacia el mismo lugar, en busca de lo perdido). En fin, la sensación de pérdida, la orfandad y el olvido del alma migrante, aparecen en Las hojas muertas, cuya escritura señala el tronco familiar como el refugio sagrado de una comunidad dispersa.

II.3. Letras chilenas: la saga paisana

¿Cuáles son las marcas culturales de la inmigración en Chile? Como ya hemos visto, hay valiosísimos estudios sobre los flujos de migración, la actividad económica y el prejuicio (la turcofobia); los cuales han tenido escasa circulación en el mundo académico y cultural chileno53. Además de esta documentación, existe una decena de relatos centrados en esta experiencia de la partida (del lugar natal), el viaje y la instalación en este confín del mundo. Son testimonios, biografías, novelas y cuentos, que constituyen una pequeña saga que instala a este grupo en la historia chilena, como un actor singular54. En este capítulo queremos delinear la experiencia migrante desde la revisión de estos relatos, que no sólo otorgan información sobre sucesos y personajes; sino que dotan a una colectividad de las primeras palabras escritas sobre los nuevos orígenes. Es la apropiación de la vida en el acto de contar una historia personal y comunitaria.

53  La gran parte del material corresponde a tesis universitarias, realizadas desde el ámbito del urbanismo (Lorenzo Agar), la economía (Andrés Sanfuentes), la sicología (María Teresa Daher), la historia (Antonia Rebolledo 1991) y los estudios culturales árabes (Myriam Olguín y Patricia Peña, más el otro texto en conjunto de L. Chahuán, G. Feliz, M. Morales, M.A. Rabi y X. Tapia), ya citados anteriormente. 54  En el ámbito de la crítica literaria, M. Olga Samamé ha realizado un trabajo invaluable sobre este grupo de relatos y sobre novelas particulares. Consúltese, entre otros, su texto panorámico “Transculturación, identidad y alteridad en novelas de la inmigración árabe hacia Chile”. Nuestra lectura continúa esta apertura de un nuevo campo en el área de los estudios literarios y de la discusión sobre el canon.

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Nuestra exposición consiste en la distinción de tres grandes unidades semánticas de lectura: la casa (origen y destino), el sujeto cultural (familia, nación, sexualidad) y la escritura. Estas unidades han surgido del estudio de un grupo de relatos, los cuales irán siendo presentados parcialmente para iluminar una experiencia comunitaria. Esperamos, sin embargo, que hacia el final de la lectura, además del panorama general, quede registrada una visión unitaria y singular de cada una de estas obras.

Del origen: el iliblad Todo relato de inmigrante conlleva la orden de volver sobre sus pasos, deseando reconstituir la travesía (los puertos de embarque, América, los pasos cordilleranos, la precaria instalación) y, en especial, volver a tocar el origen: en el caso de los árabes, sus aldeas y pequeñas ciudades: Belén, Homs, Aldea Blanca, Beit Yala, Beit Sahur e incluso, los campamentos beduinos. Paradójicamente, sus destinos cobran un sentido pleno en la medida que se despeje el punto de partida. Se escribe para memorizar una génesis comunitaria, para instalarla como un foco de atracción regresivo, un imán que aún contiene parte de su ser. Es cierto que estas novelas, cuentos, biografías y testimonios tienen una pretensión documental, otorgando información sobre usos y costumbres, lugares y fechas, ya sea desde la experiencia vivida (haber sido testigo de vista, como el caso de Benedicto Chuaqui y José Auil) o desde la escucha en la tertulia familiar (testigo de oídas, de las historias contadas por tíos y abuelos, como en Roberto Sarah y Walter Garib) y también desde la revisión de documentos, escritos literarios y tratados históricos (lectores de libros sobre el Imperio turco otomano e incluso de relatos bizantinos, como Edith Chahín). Sin embargo, esta información aparece subordinada a un plan que consiste en implantar un relato donde se fije un origen que nunca nos traicionará: no es verdadero ni falso, ni menos verosímil; sólo está allí para darle un sentido a nuestras vidas, que fueron a dar a otro lado. No se escribe para recordar; se escribe para instalar en el destino del presente (América), la marca indeleble del destino del pasado, la Gran Siria (que incluía hacia fines del siglo xix los territorios de Palestina, Israel, Libia, Siria y Jordania).

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Ahora bien, estas escrituras consolidan un Yo individual de sesgo comunitario (provengo de tal lugar, mis ancestros son árabes, como los de mis paisanos), sólo al precio de acomodarse y seducir a una segunda persona, la cual puede ser cercana (nietos, parientes, amigos), pero sobre todo bastante lejana con la experiencia de la inmigración árabe: los chilenos a secas (o los que así se consideran), los nacidos en esta República, que hablan español y en muchos de los casos, se casan con la vecina y no se han aventurado más allá de su barrio, de su ciudad, su región o su país. Son ellos los que deben dar el pase a un origen remoto, los que deben grabarse una imagen en la memoria y hacer la conexión entre los “turcos” y una historia ancestral que ilumina sus existencias. El texto fundacional de esta serie, Memorias de un emigrante (1942) de Benedicto Chuaqui, reconoce ejemplarmente dos partes: primero nos cuenta su niñez en la ciudad de Homs junto a su familia (nace en 1895 y emigra a América en 1908, a los 13 años de edad) y luego, narra sus avatares adolescentes como vendedor ambulante y negociante mínimamente establecido en la barriada popular de la ­Estación Central, en Santiago de Chile, desde 1908 hasta 1922, fecha en que se considera integrado a la sociedad chilena al ser aceptado como miembro del Cuerpo de Bomberos en este enclave citadino55. Como se aprecia, este testimonio ha sido escrito muchos años después de ocurridos los hechos. ¿Cómo diseñó Chuaqui su lugar natal para los chilenos, qué aspectos privilegió para bien informar a estas gentes que lo han adoptado? De modo ameno y didáctico, nos describe la vida cotidiana familiar y pública de Homs. Es una especie de manual afectivo, que nos informa de comidas y bebidas; de viviendas, negocios, educación, trabajo y oficios (de zapatero, tejedor e hilandero); de calles, colegios y mercados; del matrimonio, las vestimentas religiosas, los baños, la moral, la familia y la historia política; amén de las escasas noticias de América gracias a las cartas de parientes y amigos de la comunidad. Sin embargo, lo singular y notable es que esta información es el resultado

Benedicto Chuaqui Kellun (Homs 1895-Santiago 1970) es el escritor árabe más relevante de las letras de inmigración en Chile. Fue un gran divulgador de la cultura árabe a través de traducciones, ensayos y conferencias públicas. Con Memorias de un emigrante, obtuvo el Premio Municipal de Novela en 1942 –nosotros manejamos una edición reciente. 55 

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de una traducción: aquí la cultura no es tanto un conjunto de experiencias sino un conglomerado de palabras que configuran una imagen. La alteridad es la lengua (árabe), que es posible traducir a otra lengua (el español de Chile), exhibiendo así su encanto. Así, no hay página que no aparezca intervenida por una definición, una glosa, una traducción literal o alguna precisión sobre ciertos protocolos del lenguaje: pícaro se dice jahiz, baño es drubi, el juego de basra es una especie de sweep o casino, zamuc es una callejuela corta y estrecha, mayusucar es un jarabe aromático de guindas, grosellas y otras frutas (nótese que en estos últimos ejemplos, un término árabe no tiene un término que le corresponda en castellano y que es necesario otorgar una definición). En varias ocasiones se nos otorga una traducción comentada, que destaca la originalidad de la lengua nativa; así, a los ciegos se les llama afectuosamente darira, que significa literalmente “dañada”; mientras que la epidemia de cólera es denominada aua astar, “viento amarillo”. Chuaqui goza con la traducción literal de los apellidos árabes, dejando que los lectores saquen sus propias conclusiones: un profesor se llama Recaselguiarra, que significa Baila con un Cántaro, Attal es Cargador, Aref es Sabio, su tía Soraya es Lámpara y el tío Kamel, Perfecto (paradójicamente, éste escapa a América por tener amoríos con una menor de edad). Cuando pasamos a Chile, el autor no hace comentario alguno sobre el significado de los nombres; sin embargo, Virginia es una casquivana, Pilar una estirada y Cordero (Jaruf en árabe, palabra muy insultante) es una maravillosa señora que atiende a un hermano suyo que llega enfermo de Siria. En fin, cual antropólogo estructural, describe el matrimonio desde la serie de términos que componen su estructura, haciendo para cada uno de ellos una glosa; en nuestro propio resumen, tamuschi (encantamiento), taunne (esperanzar), mubaraqui (bendición), alami (señal), chofi (“Los parientes del novio están obligados también a visitar la casa de la novia, para llevar algún regalo que, comúnmente, consiste en alhajas que le colocan personalmente”, 45), nach u amman (ornato y baño), nadami (arrepentimiento). Origen y destino corresponden a dos códigos que son traducibles, gracias a la creencia en los universales del lenguaje. Chuaqui nos devuelve su origen en nuestra propia lengua, obligándonos a comprender el alma inmigrante desde la consulta de un diccionario mágico de bolsillo. Como diría J.L. Borges, que estos mercachifles venidos del lejano oriente aprendan a hablar y vestirse bien es una cosa; pero que

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sean ellos los que nos enseñen el mapamundi, es algo insólito. Ese sería el plan de este inmigrante, calificarse como lingüista y letrado en ambos mundos, para así no renunciar a ninguno de ellos. ¿Qué escribir, para qué, para quién? Estas preguntas pueden vincularse al compromiso cultural que adquieren los primeros inmigrantes con las generaciones venideras, como en el texto Aldea blanca (1977), de José Auil56. La “Dedicatoria” del libro reza así: “A mis nietos: escribí estas páginas para vosotros, pues sois la continuidad de mis recuerdos y de mi amor”. Son “cuentos de aldea”, la mayoría de ellos con un marcado sesgo folklórico, incluyéndose también tibias evocaciones de la niñez en ese lugar remoto (para los lectores chilenos, nietos de inmigrantes) y noticias actuales sobre la vida cotidiana de esas gentes ya establecidas en esta América. Es un regalo, muy preciado para quien lo da, un arte­ facto (una foto, una película, un cuaderno diseñados para fijar una imagen allí donde hay un blanco), el cual debe atesorarse en un rincón especial de la casa. En suma, un objeto arqueológico otorgado por alguien casi ausente, que acude a antiguas formas de contar que incluyen la treta, la adivinanza y la prueba de ingenio. Repasando estas estampas, hemos evocado la noción propuesta desde la semiótica de la cultura, por la cual la memoria de una colectividad se expresa en un sistema determinado de prohibiciones y restricciones57. Las estampas van registrando los rasgos singulares de esta aldea, sistema donde reconocemos una organización social (de corte patriarcal), un orden cultural campesino (opuesto al orden letrado de la ciudad), un discurso religioso como base de la identidad, una patria local y en cada situación, la discusión sobre las fronteras (lingüísticas, geográficas, religiosas y de género) que definen esa isla suspendida en la historia y en la memoria: una aldea no muy lejos de Damasco (bajo el Imperio otomano) y las historias cotidianas de sus gentes, marcadas

José Auil Hanna (Deir Atiye 1900-Santiago 1982). Inmigrante sirio que llega a Chile a los veinte años de edad, instalándose en la región sureña denominada Chile ­Chico. Ya muy mayor, se establece en la capital, Santiago. Además de Aldea blanca (1977), escribió una serie de cuentos ambientados en la región patagónica. 57  “Nosotros entendemos la cultura como memoria no hereditaria de la colectividad, expresada en un sistema determinado de prohibiciones y prescripciones”. En Lotman y Uspenskij, “Sobre el mecanismo semiótico de la cultura”, 71. Así la cultura es un fenómeno social (memoria no hereditaria), que se define como un sistema de signos. 56 

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por un rasgo comunitario. El molinero, el juez de aguas, el jefe del barrio cristiano, el padre que sólo tenía hijas mujeres, el señor que cumple mañosamente con una promesa hecha a san Jorge gracias al ingenio de su esposa, las batallas de musulmanes y ortodoxos protagonizadas por los niños de los dos barrios, las asambleas del pueblo y las bodas del pastorcito. Son los recuerdos fabricados por los mayores como un abecedario, que disimulan el olvido y la culpa de quienes los han diseñado y reparan el silencio. Si en la matriz se recrea lúdicamente el lenguaje (Chuaqui) y se deposita un objeto arqueológico, cual tesoro (Auil), también puede ocurrir que se la conciba como un espacio sagrado derruido. La novela Los turcos (1961), de Roberto Sarah, se abre levantando una mínima cartografía del iliblad palestino, marcándolo como un espacio áurico58. Estamos en Belén, cercano a Jerusalén (o AlQuds) y a otras aldeas aledañas como Ramal-­ah, Beit-­Yala y Beit-­Sahur, lugares sagrados señalados por el Estanque de Salomón, la Basílica de Santa María de Proesepio, la Gruta de la Natividad, el Huerto de Getsemaní, el Monte de los Olivos, el Santo Sepulcro y la Vía Dolorosa. Estos espacios santos, sin embargo, no logran disimular la precariedad material e incluso cierta falta de luces en las familias campesinas (los felahs) que allí viven ganándose duramente la vida como artesanos de la conchaperla, en las canteras o en pequeñas faenas agrícolas y ganaderas. Incluso, la autoría ya comienza a solazarse en señalar algunas deficiencias en los rasgos físicos de estos lugareños. Así, la madre del protagonista ostenta un párpado caído y la hermana se casa con un mocetón que es sordo y tiene la nariz chata. Aquí, ya no será un solo individuo el que se aventura hacia otros mares; sino un grupo de jóvenes (un colectivo) que se lanza a la conquista de nuevos mundos. Hanna, el más espiritual de ellos, le confiesa a su madre: “Deseo conocer otras [tierras] y ver gentes distintas” (36); ante lo cual su padre, apesadumbrado, reconoce que ha llegado el tiempo de la aventura: “que se haga hombre” (35). Es el llamado de la Modernidad, “hacer fortuna” (41), hacerse la América, señalado por

58  Roberto Sarah Comandari (Parral, 1916). De descendencia palestina, este médico psiquiatra es un escritor prolífico, destacándose como novelista, cuentista y especialmente, dramaturgo. Su novela Los turcos (1961) causó gran impacto en la sociedad chilena durante el primer lustro de la década de los años sesenta.

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un espíritu individualista, que sacrifica el origen (la tierra, la lengua, los lazos familiares) por un misterioso futuro. El periplo de la migración está marcado por dos caminos que tienden a bifurcarse y que aparecen ambiguamente enlazados en los corazones de los personajes. El ímpetu materialista estaría regido por un Yo egoísta que traiciona a su comunidad sagrada y se aleja de ella para siempre, convirtiéndose en un explotador y conquistador (será el destino de Mitri, exitoso y despectivo). Pero también está presente en esta partida el ímpetu espiritual, de aquel que abandona un espacio ruinoso para fundar en otro lugar la Natividad (es Hanna, melancólico, preocupado del prójimo y culposo por el abandono del iliblad). No es extraño de que los retratos de Hanna (portador de los valores de la novela) se asemejen a los retratos de un Cristo ortodoxo, como si el Nazareno volviera a renovar el mundo. Es posible que América traiga prosperidad económica, especialmente para las almas engreídas (los árabes ya no serán unos felahs); pero ¿encontrarán aquí el Paraíso? Por de pronto, Valparaíso (Al-­paíso, según la pronunciación de estos errantes) los recibe con un terremoto, sumiendo al bueno de Hanna en una terrible desolación. ¿Cuál es el precio que deben pagar estos inmigrantes por abandonar un lugar sagrado? ¿Es el escarnio y el prejuicio de la mirada americana que los hace verse feos y desgarbados, el castigo por esa partida? No obstante, si esos lugares primarios del iliblad se tornaban regresivos (igualando a los seres con las piedras de sus canteras), entonces, ¿cómo quedarse allí? ¿Habrá un espacio digno (espiritual) para el alma árabe en nuestro Chile-­América? Como veremos más adelante, esta novela exhibe de modo grotesco la mirada censuradora de una sociedad sobre un grupo indefenso, que vive un gratuito calvario, siendo aceptados sólo en calidad de monstruos, es decir, como figuras que contradicen lo natural (humano). Hacia 1912, la gente siria es enrolada a la fuerza en el ejército por los otomanos en medio de la descomposición de su Imperio. Muchos huyen a América en busca de nuevos horizontes: es la saga de la emigración. Pero ¿qué ocurre con los que se quedaron para siempre en esas tierras y buscaron allí una libertad esquiva? La escritora Edith Chahín, de padres sirios, escribió primero Nahima (2001), una biografía de su madre, que narra la boda de Nahima y Yussef (que viene desde Chile a buscar esposa), las vicisitudes de la pareja para abordar un barco que los llevara desde Trípoli a Marsella y la travesía marítima

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que concluye en Buenos Aires (la historia continúa con el paso de los Andes y la instalación en Santiago de Chile en el barrio del Club Hípico)59. A esta biografía, redactada como un folletín histórico que incluye gran variedad de datos sobre la inmigración árabe y sobre su cultura, le sigue un texto novelístico (Fadua, 2004), que recrea las vidas de los que forjan un futuro distinto en la misma tierra. En Fadua, entonces, el origen es recreado desde un escenario de emancipación del pueblo árabe, en una historia de carácter alegórico donde los nombres de los personajes exhiben su misión: Alí, que ostenta el nombre del cuñado del Profeta, “a medida que avanzaba por el país, iba dejando una estela de esperanza y resistencia” (174); Fadua, que significa ‘sacrificio’, sigue a su amado Alí (y muere por él). Y a su vez Ámbar, con sus potingues e inciensos aromáticos, es la maga del cuento, que urde planes y cura heridas. La mayor novedad consiste en que esta minisaga sobre la búsqueda de la libertad del pueblo árabe coincide con la búsqueda y experimentación con formas narrativas emparentadas con los antecedentes de la novela española. En efecto, es un relato de aventuras, donde una maga (como la Urganda de los cuatro libros del Amadís) lleva los hilos de la acción; una historia muy semejante en su espíritu a los relatos bizantinos, como los de Clarisa y Floriseo, donde un personaje A busca a B en un viaje circular por una cartografía conocida (el Mediterráno, el Imperio persa), intercalándose múltiples historias que son relatadas por los personajes que aparecen en el camino60. En nuestro caso, los puntos del mapa son las ciudades de Homs y Trípoli (conectadas por Hama y una fortaleza derruida, cita de las Cruzadas), y quienes exploran este espacio cultural son Fadua (en busca de su amado) y Alí (en busca de la libertad de su pueblo), secundados por una ayudante mágica, Ámbar, que sufre constantes transfiguraciones: “¿quién era esa mujer cuyo rostro aparentaba ser el de una anciana en tanto que su cuerpo,

Edith Chahín es chilena, hija de inmigrantes sirios. En 1973 partió exiliada a España, donde actualmente reside. Allí ha trabajado en la realización de guiones radiofónicos. Ha publicado Nahima. La larga historia de mi madre (2001) y Fadua. La impetuosa doncella de Homs (2004). 60  Siguiendo a M. Bakhtin, indiquemos que la matriz de este tipo de relatos (donde los espacios y tiempos son reversibles) es la así denominada “novela griega”, uno de cuyos ejemplos es La historia etíope de Heliodoro (cf. Mikhail Bakhtin, The Dialogic Imagination, 86 ss.). 59 

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el de una joven esbelta, aunque fuerte y aguerrida?” (85). A su paso, se encuentran con diversos actores y actrices que cuentan sus historias (todos los rodean, formando una atenta audiencia y nosotros con ellos), que encapsulan usos y costumbres de esas tierras; por ejemplo (en cuanto a las mujeres), de la ablación, de los velos y burkas, de los matrimonios concertados, los secuestros y violaciones. El desierto se despliega como una sábana iluminada alegremente por situaciones estereotípicas, al servicio de un relato que quiere adscribir el encanto de lo exótico y del goce de la aventura a una matriz originaria árabe. Así, raptos, inmensas hendiduras en la tierra que descubren mazmorras, traficantes de esclavas, jaimas, camellos y ponis, rezos al atardecer, caseríos, aldeas y castillos aparecen en un paisaje animado por el espíritu de la invención; aunque no disparatada (como en las caballerías) y siempre con el objetivo de entretener e informar (según la consabida fórmula horaciana).

Del destino: nueva casa, antiguas novedades del sujeto Revisando estos relatos de inmigrantes, lo primero que salta a la vista es el privilegio de lo local, lo periférico, los micromundos: se marca el barrio, el pueblo, las pequeñas historias, se hacen cartografías de lugares bastante marginales y en el ámbito de guerras y confrontaciones (la Guerra del Chaco, campañas políticas), los conflictos son vividos desde la familia y bajo la atenta mirada del patriarca. Una de las casas americanas fundacionales del inmigrante árabe es la tienda. No importa si este personaje recorra diversos puntos del mapa –Pilcamayo, Cochabamba, Iquique, Valparaíso, Santiago–, siempre estará en un mismo lugar junto a su grupo familiar (que incluye a las esposas de sus hijos y parientes que llegan de ultramar). Así ocurre ejemplarmente en la novela El viajero de la alfombra mágica (1991), de Walter Garib, que narra la historia familiar de los Magdalani a través de cuatro generaciones, siendo el patriarca un palestino de nombre Aziz que desembarca en Buenos Aires hacia 1900 y que recorre las misiones jesuitas de Paraguay vendiendo todo tipo de chucherías, reapareciendo en Cochabamba (donde se instala con una tienda entre 1905 y 1935, con esposa, concubina e hijos) y más adelante en Iqui-

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que, donde es enterrado con grandes exequias hacia 194361. La historia es contada a través de constantes avances y retrocesos en el tiempo, trasladándose también a Valparaíso y Santiago, siguiendo los pasos del hijo mayor Chafik y de toda la descendencia. Escrita hacia fines del siglo xx, esta novela no aparece preocupada por el prejuicio étnico sufrido por los inmigrantes (que se supone ya superado); sino más bien en recrear la primera instalación de los árabes en América (que se supone bastante olvidada). Y aquí, la tríada es: un patriarca, su tienda y su estirpe (y como suplemento, la saga de este grupo, que los incluye en nuestra memoria colectiva). Así, el exitoso empresario de hoy no debe olvidar a ese analfabeto buhonero de antaño; más aún si vive en una fastuosa mansión (y no en una tienda semejante a la beduina) y si, para colmo, pretende renegar de sus orígenes convenciéndose de que sus antepasados sean franceses o italianos (como ocurre con una rama de esta familia Magdalani, que busca fervientemente sus antecedentes en los cruzados de la Galia) y no originarios de Palestina. Habitemos esta primera casa, observemos su localización, visitemos sus aposentos, conversemos con sus actores. Alrededor de la tienda existe un halo creado por la comunidad de paisanos (lo cual es más notable en Cochabamba, donde el negocio de Aziz se ubica en una calle de la plaza, junto a otros negocios de sirios y palestinos). La trastienda es el lugar de la conversación, con café y arak “acompañado de panecillos dulces, galletas de anís con almíbar, pastelillos de sémola y bizcochos de vainilla” (216). Y más hacia adentro, en el círculo más privado, el comedor de la casa, donde se reúne el patriarca con sus hijos (y sus respectivas esposas) y nietos, todos viviendo allí no importa su edad: “[Aziz] se sentó a la cabecera de la mesa como lo hacía siempre y ordenó a sus hijos que se emplazaran a sus costados por orden de edades, dejando a las mujeres a continuación” (82). Más que la conversación, es la comida –código culinario árabe en sabias manos andinas– la que genera el bolo afectivo de los almuerzos cotidianos:

61  Walter Garib Chomalí (Requínoa, 1933) es un prestigioso escritor, con una vasta obra novelística, entre las que se destacan Festín para inválidos (1971), que recibió el Premio Concurso Nicomedes Guzmán (de la Sociedad de Escritores de Chile, SECH) y Travesuras de un pequeño tirano (1986), centrada en la figura del dictador latinoamericano. Su novela El viajero de la alfombra mágica (1991) es un homenaje a la familia árabe andina.

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“La Nativa aún no traía las bolitas de bubbe en caldo de laban, comida que hacía suspirar a Aziz por el olor a menta y leche agria” (213). La así llamada “la Nativa” es una guaraní que vive como concubina del patriarca (a quien se le manda una muchacha esposa desde su aldea natal y con quien engendra hijos, salvo el primero, nativo). Acaso como un modo de recalcar el llamado americano, la autoría hace que la joven esposa (Afife) muera en su tercer parto, pasando la otra (en realidad, la primera, pues Aziz la conoció antes y procreó en ella) a acaparar todos los roles: madre, empleada, amante; además de constituirse como un ser marginal (indiecita, de otro idioma y no de habla materna española). De un modo pintorescamente real, estamos frente a la pareja primordial que funda una estirpe: Aziz, Afife y la guaraní; todos instalados en una amplia carpa árabe, un micromundo afectivo y cultural que siempre deberá estar presente como la primera piedra en la construcción de la identidad de estos inmigrantes. Si la tienda (que es baratillo y salón de estar) es una cita acriollada de lo arábigo y su mostrador, la ventana al nuevo mundo; los barrios populares de la gran ciudad, atiborrados de ímpetu vital, operan como bolsones afectivos para estos inmigrantes. Nos referimos aquí al testimonio de Benedicto Chuaqui, que siendo casi un niño deambula por el barrio San Pablo (y también por la vecina Estación Central), en Santiago de Chile, viviendo en su pequeño negocito, comiendo en picanterías y compartiendo la vida cotidiana con vendedores ambulantes y pensionistas de variados pelajes y empleos. ¿Cómo se nos presenta este espacio periférico de nuestra capital?, ¿cómo recuerda esas calles y gentes del Santiago de 1910? Sorprenden, primero, los individuos que nos presenta Chuaqui. De repente, se nos viene encima una diversidad de voces inmigrantes, especialmente venidas de la Península Ibérica: gallegos, catalanes, vascos, andaluces, castellanos; amén de algunos franceses y, por supuesto, los paisanos árabes que aparecen como telón de fondo. No son etiquetas o nombres; son vidas, pícaros que llevan el mundo en sí mismos; así, el madrileño Patricio Roldana, que estuvo en la cárcel por estafador, aunque él lo niega y que ayuda al turquito a redactar cartas comerciales mientras comen en la cocinería de doña Úrsula, una española vivaracha y hablantina; así el catalán José Jost que vende novelas por entregas y que dice haberse codeado con Pérez Galdós; y así don

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Ansaldo, que la novelería del vecindario dicta que fue juez en su pueblo natal, pero que llegó a estas tierras por penas de amor. A esta familia que sustituye la dejada en el iliblad, el lugar natal, se le une de modo indiferenciado lo que Chuaqui llama “la gente del pueblo” (107), visualizada como gente risueña, chancera, poco rencorosa y con una “exagerada conmiseración para con los bribones” (107). De nuevo, no hay aquí sólo tipos humanos, sino personas que encarnan el flujo vital. Todos entreverados, intercambian sus cachibaches. Leamos: “Por mi baratillo pasaban el tortillero, el vendedor de empanadas o de humitas, el español de los churros. A todos les compraba, convidando a mis amigos. Y ellos me retribuían espléndidamente estas atenciones. Me encargaban ternos, frazadas, zapatos y hasta muebles” (119). Es la celebración de la cofradía popular, regida por dos principios opuestos y complementarios: la fraternidad y el egocentrismo. En su testimonio, redactado desde la madurez y a más de veinte años de distancia subjetiva e histórica, Chuaqui remarca la libertad de desplazamiento e independencia de juicio de los chilenos, es decir, de los seres que conviven con él en un barrio marginal de Santiago: “El hombre vivía como le daba la gana, sin sujeción a ninguna traba en sus derechos ciudadanos” (106). Es claro, él está pensando en su aldea natal de Homs, donde –y continúa la cita– “teníamos la tiranía de los turcos, el fanatismo religioso y la opresión triste en que vivían las mujeres” (106). Es el descubrimiento del Yo, un espacio inexistente en el “allá”, un descubrimiento de nuevos órdenes y reglas sociales. Si Garib privilegia la tienda como modelo reducido del espacio americano, instalando en su centro al visionario comerciante, sustentado en la figura monumental del buhonero, hombre ingenioso y analfabeto; Chuaqui suma a la tienda el barrio popular y al ingenio, las letras. ¿Cómo hacerse querer en el lugar de destino, cómo gozar de las ventajas de una adopción, cómo seducir a quienes pueden prescindir de nosotros? Respuesta: siendo culto, dominando la lengua española a cabalidad. Es la conquista del otro por los signos. Así, el ingenio lingüístico le ayuda tempranamente a comer mejor, cuando en el viaje en barco a América, siendo su ración siete panes diarios, aprende la palabra “ocho” y la pronuncia, lo cual causa gran hilaridad en quien reparte las raciones, obteniendo siempre una más. El deseo de reconocimiento se cristaliza aquí en convertirse en un hombre de letras, alguien que maneje dos lenguas, pudiendo mediar tanto al interior de su comunidad de inmigrantes como entre dos cul-

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turas. Su vocación letrada le hace emprender tareas titánicas en su adolescencia: por ejemplo, tuvo la pretensión de componer un diccionario árabe-­español, alcanzando a traducir un puñado de palabras; pero más adelante tradujo una novela árabe y pagó su publicación; fue asiduo suscriptor de revistas del Próximo Oriente y de periódicos de la colectividad editados en países vecinos, fue columnista para diarios paisanos de Buenos Aires y dueño de una imprenta y director de un periódico local bilingüe. No olvidemos que finalmente es autor de su vida, la cual leemos, situándose en los anales de las letras chilenas. En breve, la tienda árabe incluye también el legado de don Andrés Bello, el reino del espíritu de las letras. Y lo más interesante a nivel de la cultura escri­ ta es que este inmigrante sirio, de formación autodidacta, generará un discurso popular estilizado, festivo y humorístico, a medio camino entre la conversación coloquial y el cuento literario, que legitima voces, actitudes y experiencias propias de los chilenos. Origen y destino: tan lejos y tan cerca. La venida de estos árabes ¿fue sólo motivada por la pobreza y las persecuciones? ¿No hubo más que arrojo para lanzarse a la aventura? ¿No hay también la posibilidad de que el viaje sea un reencuentro con los orígenes? ¿Es posible doblar el origen, cambiarlo de lugar, encontrar en una aldea situada en el confín del mundo (en el valle central de Chile) la aldea natal, las raíces de una genealogía familiar? Estas inquisiciones sustentan la novela Peregrino de ojos brillantes (1995), de Jaime Hales, cada uno de cuyos capítulos tiene como epígrafe la leyenda y figura de una carta del tarot62. Repasemos la anécdota, de marcado carácter esotérico63. Al joven Youssef, habitante de San Juan de Acre (situado a los pies del monte Carmelo) le es revelada su misión por una adivina: en tiempos del Profeta, sus antepasados emigraron desde un lugar remoto hacia Palestina (lo hicieron “volando”); él mismo es una reencarnación de Oman el-­Dib quien algunos siglos atrás cometió la falta de dejar abandonada a una princesa-­niña a su cargo, en el sitio de monte Carmelo. Ahora Youssef debe reparar

62  Jaime Hales Dib (1948) es abogado, muy activo en la defensa de los derechos humanos. Es poeta y novelista y como se puede apreciar en Peregrino de ojos brillantes (1995), lee también las cartas del tarot. 63  El esoterismo “supone la distinción entre un saber vulgar, popular, superficial y poco adentrado en la verdadera naturaleza de lo real, y un saber auténtico, único, que se reserva para el elegido, el sabio, el adivino, el profeta” (Ferrater Mora, 1079).

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la falta de Oman, encontrando a esa niña reencarnada justo en aquel remoto lugar de donde su familia es originaria. El relato se inicia con Youssef, ya adulto, instalado en el tren de Chillán (ciudad a 400 kilómetros al sur de Santiago de Chile), emprendiendo un viaje por los ramales locales, donde intuye que está ese lugar original, según las señas que se le dieron. La autoría realiza aquí una alabanza de aldea de la comarca situada entre los ríos de Malleco y Traiguén: “Hay frutos del tamaño de una cabeza, amarillos, rojos, de cientos de colores; otros negros y pequeños, que sirven para comer y para teñir, dulces como la miel; duros unos, blandos otros, hasta deshacerse en el paladar y la lengua, gratos a los labios y al olfato” (135). Paradójicamente, aquí el viaje no significa un alejamiento del origen (Palestina, el monte Carmelo), sino su reinvención. La emigración dictada por el orden de la Modernidad (razón y capital, pobreza y nuevas posibilidades) es desplazada por un orden sagrado, legible desde las cartas del tarot, donde Youssef es señalado como el elegido. Existe un lugar de destino, un jardín edénico, donde este peregrino de ojos brillantes descubre a Delfina del Carmen y se desposa con ella, uniendo mágicamente un antes y un después. Más allá del saber esotérico que mueve esta obra, también existe el deseo de otorgar un aura a espacios locales (Angol, Traiguén, Renaico), a sus gentes (criollos e inmigrantes europeos que también allí se han instalado: suizos, italianos, franceses y alemanes), ciertas costumbres chilenas (comidas y bebidas, la tertulia) y señalar al vendedor árabe como un agente que anima estos espacios (los ilumina) con su comercio y su conversación, dotándolos de una segunda realidad.

Los turcos Acaso la motivación más profunda de este estudio sea la exigencia de una legitimación del otro en la constitución de una identidad, ya sea individual o colectiva (no importando su condición social, étnica o de género)64. Los sujetos inmigrantes y muy especialmente los árabes,

64  Para un panorama sobre los discursos de identidad cultural en Chile, remitimos al libro compilado por Sonia Montecino, Revisitando Chile. Identidades, mitos e historia (2003), excelente compilación de textos que surge de una serie de encuentros y seminarios realizados recientemente en diversas regiones de Chile.

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que provienen de una cultura desconocida para la sociedad chilena, son discriminados de modo drástico durante la primera mitad del siglo xx. Es lo que se ha denominado la turcofobia, el sentimiento de irrisión y rechazo que sufren estos turcos, vistos como estrafalarios por su físico, sus vestimentas y el comercio que ejercen 65. Como se sabe, a estos inmigrantes de la Gran Siria se les llamó turcos porque portaban pasaporte del Imperio turco otomano, del cual venían huyendo. Paradojas de los (sobre)nombres. ¿Cuáles son las caras del turco? ¿Cómo ocupa éste el lugar desmedrado que se le asigna? ¿Cómo responde ante tales circunstancias, en principio inmodificables? ¿Cuánto dolió? ¿Cuánto de ese dolor ha sido traspasado a las siguientes generaciones? El testimonio de Chuaqui (de 1942) acoge esta condición desmedrada como extranjero con gran sentido del humor, a través de pintorescas historietas que son de reír y de llorar. Considerándose un adoptado por la comunidad chilena, refiere su experiencia de escarnio desde un repertorio interminable de chanzas, chascos, gracias y chistes que van generando gran empatía en el oyente prejuicioso, al cual se dirige su relato. Se trata siempre de reírse de sí mismo antes que lo hagan los demás, de gozar con los prejuicios de la mirada del otro y así transformar la situación dolorosa en tragicómica, en risa de niños. Así nos sonreímos cuando este muchacho va mandado a comprar carbón, pero le han dicho que pregunte en el negocio por el cabrón. Hay clientes que por mucho tiempo entran para preguntarles cuándo va a traer las mangas que le faltan a los chalecos que, por definición, en esa época, no llevaban mangas. El turquito, por supuesto, las reclamaba al proveedor. Hay situaciones tragicómicas, como cuando va pregonando por las calles “Cosa Tenda” y unos colegiales lo imitan con el mismo ritmo gritando a todo pulmón “Turco de m…”. En la cofradía popular de Chuaqui, inmigrantes de diversa procedencia gozan con los malos entendidos y los juegos de palabras donde se teatraliza el lado prejuicioso de la vida. Así escuchamos los diálogos sabrosos de un catalán, dueño de una peluquería y de un sirio, dueño de un bazar, que descalifican los negocios del otro, llamándolos Porquería Barcelona y Basural Siglo xx. La suciedad achacada a los

65  Para una acabada discusión sobre la turcofobia, remitimos a los trabajos de Antonia Rebolledo y específicamente a “La ‘turcofobia’”.

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inmigrantes circula aquí en esta chanza, para esfumarse o disolverse en la limpia carcajada popular. Los pobres aprenden a reírse de los demás riéndose de ellos mismos. Es lo más sano y lo más seguro. Este sirio proveniente de Homs es conocedor de los dobleces del lenguaje en relación al escarnio. Distingue “graciosos” y “chuscos”, las “chanzas” y los “chascos” y da ejemplos del eufemismo lingüístico, como cuando la gente le dice: “La verdad es que usted no parece turco” (144), lo cual lo descarta para ser un buen partido para las casaderas, además de postergar su acceso como voluntario de bomberos. En el caso de este circunloquio, prefiere la “franca desfachatez” de aquellas madres que le espetan en su cara un “¡Lástima que sea turco!” (145). Aun cuando este Benedicto (cuyo nombre árabe es Yamil) lidia con bastante éxito estos impasses, quisiéramos indicar que también su propia forma de expresión se ve amenazada lateralmente por la hipercorrección y la autocensura, como cuando por ejemplo, critica la falta de gusto estético de dos estatuas regaladas por la comunidad árabe para la celebración del Centenario, justificando la remoción que las autoridades chilenas hicieran de ellas tiempo después. Sin ironía, escribe: “Lástima grande que… esos monumentos resultaran unos verdaderos mamarrachos” (149). Sí, acotamos nosotros, lástima que los obsequios fueran turcos; ahora bien, el doctor Merengue agregaría que quién lo hubiera creído, pues no lo parecían. En breve, el humor salva aquí a los árabes, entendiendo que es un lenguaje que escenifica la vida como una comedia de equivocaciones. Si algunos se sienten aguachados y gozan de la vida, aceptando alegremente sus sinsabores; habrá otros que se incluyen en el ruedo nacional como monstruos (o sea, que desafían las leyes de la naturaleza). Así lo plantea la novela de Roberto Sarah, cuyo título –Los turcos– es un claro indicio del daño sufrido en la nominación de estos inmigrantes, que se traspasará dramáticamente a sus cuerpos. Gran mural grotesco sobre el prejuicio, este relato narra la difícil instalación de un grupo de jóvenes palestinos en nuestras tierras, situación que no logra revertirse en la siguiente generación. El espíritu de “colmena árabe” aparece aquí peligrosamente escindido en tres casos: Mitri (el espíritu aventurero y materialista), Hanna (el buen cristiano en busca de la redención) y Yacub, el árabe expulsado de estas tierras, por ser, justamente, árabe. La novela es pesimista, señalando que América no ha sido un espacio sagrado para estos inmigrantes; aunque sí han conseguido riqueza. Existe una addenda (y aquí entra Yacub):

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nuestra América puede llegar a ser un lugar de castigo, donde seamos otros, donde nos veamos como seres repelentes, feos de alma. Aunque no sean los únicos ni los más numerosos, le seguiremos la pista a los feos del relato, pues en ellos se condensa el misterio de un diálogo cultural interdicto. Llegando a Valparaíso, los jóvenes inmigrantes conocen a ­Ibchara Barcuch, un compatriota de Beit-­Yala ya asentado en estas tierras, quien les enseña la visión de los chilenos: Nos tienen ojeriza. Nos insultan cuanto pueden, riéndose a nuestra costa. Si les hacemos caso saldréis perdiendo. Son, además, pendencieros, y cuando menos lo pensáis os pueden dar una zurra. En el fondo, son buenas gentes y gastan todo el dinero que pueden. Los encontraréis a menudo ebrios y entonces hay que evitarlos en lo posible (80).

La autoría se solaza en retratos feístas de muchos personajes y como estamos en presencia de un sujeto colectivo, el carácter monstruoso de un individuo afecta al conjunto. Veamos el cuadro resumen de Yacub: “Era feo y tenía joroba; sus vísceras estaban rotas y no tenía instrucción alguna; ignoraba de cuántas partes estaba formada la tierra y cómo nacían y vivían los seres humanos. Solamente poseía algún dinero, pero ahora comprendía que no le serviría de mucho” (137). Es posible interpretar este personaje como una figura alegórica: representa el campesino iletrado, incapaz de adaptarse por ser demasiado vernáculo, un camello paseando por el barrio San Pablo (de Santiago), donde solían estar las tiendas de los árabes. Es lo irredento, lo intransitivo, cierta torpeza regresiva propia de cada pueblo o etnia. No obstante, es un juicio de valor bastante drástico. Además, este personaje no se agota en una alegoría tradicional, sino que pasa a formar parte de una corte de milagros que acompaña a los inmigrantes y se entrevera con ellos, a tal punto que los naturales chilenos (la mirada del otro) los confunde. Lo siniestro es que incluso la autoría se empeña en exhibir este cuerpo colectivo desde un claroscuro, incluyendo la fealdad como un rasgo constitutivo de estos inmigrantes. Es la identidad por estigma, los monstruitos del circo, los allegados a la familia chilena cuya presencia anormal asegura el orden regular de la naturaleza. Extraño también resulta que el feísmo se traslade al iliblad, como si desde el foco de Chile, poses, vestidos y rostros de Palestina se desfiguraran. Así, de una fotografía de la boda celebrada en Palestina,

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c­ olgada muchos años después en la sala de recibo del matrimonio (en el barrio Recoleta de Santiago), el mismo Yacub la describe así: “ella con un grotesco velo que la cubría por delante hasta las cejas y él cómicamente erguido sobre los pies para estar a la altura de su esposa, pues escasamente le llegaba a los hombros” (135). También puede interpretarse el retrato de la familia de Jalil (hermano mayor de Hanna) desde la alegoría. Jalil, el holgazán, es traído a América por su hermano y luego de sufrir múltiples humillaciones, vuelve a su aldea natal. Aunque la pintura que se hace de él no lo descalifica, tampoco impide una virtual monstruosidad: “Jalil, alto y calvo, con los ojos un tanto hundidos bajo las espesas cejas… lleva un espeso bigote y sus brazos son largos, tal vez demasiado largos. Ensortijada pelambrera circunda su calvicie” (128). A los holgazanes no les va bien en ninguna parte; de allí que su presentación física sea ambigua y borrosa. La virtual fealdad de Jalil se desplaza hacia su esposa Mi­ lade, “mujer alta y huesuda, con prematuras arrugas en la cara y la voz estridente” (173) y remata de modo circense en el hijo: “Atalah era un muchachito esmirriado y contaba ya ocho años de edad; tenía una fea nariz un poco ganchuda, como la de su padre. Le habían operado en Jerusalén el labio leporino, y la cicatriz confería a su rostro una actitud ligeramente estúpida” (173). Cuerpo familiar monstruoso, rebasa la figura de la alegoría simple (sobre la ineptitud y la inadecuación en tierra extraña), para plantear el problema de la belleza étnica. Todo molesta aquí: porte, longitud de brazos, distribución y naturaleza de los cabellos, huesos salientes, sonidos, cavidades, prominencias, gestualidad fija. ¿Por qué la autoría nos dibuja un cuadro tan grotesco? ¿Es la simple proyección de cómo los chilenos ven a los inmigrantes árabes? ¿Cómo circula esta mirada prejuiciosa en el texto, qué direcciones le indica la autoría? ¿Existe también en el tejido de esta obra una obsesión por escarbar en el dolor, en registrar en imágenes la mirada del otro y el daño irreparable hecho sobre estos cuerpos abusados? Si estos primeros inmigrantes sufrieron por su desgarbado modo de vestir, sus tatuajes, sus bigotes largos que les daban apariencia de monjes budistas; amén de las dificultades del idioma y, en algunos casos, por sus rasgos físicos (marca étnica); se podría pensar que sus hijos, nacidos y educados en Chile, gozarían de una suerte diferente. Y aquí la novela aprieta el torniquete, presentando un nuevo caso: un hombre apuesto, inteligente y viril, y que se presenta como candidato

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a presidente (en las elecciones de 1958), aparece descalificado en el espacio público cuando su fotografía erigida como propaganda es intervenida con un gorrito turco y un dibujo descomunal de una nariz. Como en un sueño, en un recorrido nocturno por la ciudad adornada de afiches publicitarios de la campaña, de repente Salvador ­Nabal descubre su rostro repetidamente deformado, con una leyenda al pie: “Pareciera como si todos los afiches se hubieran transformado de la noche a la mañana, cientos y miles, uno al lado del otro, miles de fez encarnados, miles de narices ganchudas, repitiendo a través de la ciudad la misma advertencia: ¡No permitas que un turco nos gobierne!” (243). Es la mirada del otro que encapsula a un cuerpo colectivo (la experiencia cultural del inmigrante) en tres signos: una palabra (turco), un objeto (fez rojo) y una nariz ganchuda; ninguno de los cuales constituye un rasgo privativo de estos árabes. Son, entonces, objetos imaginarios, fantasmas que habitan nuestra psiquis, que sin embargo son traspasados a la realidad y allí deambulan y proliferan, hasta ser quizás sustituidos por otros, cual signos errantes borgeanos. A casi medio siglo de la publicación de esta novela grotesca-­ realista, sus imágenes se nos aparecen como remotas. Salvador tendría casi 90 años y estaría rodeado de nietos, acaso algunos viviendo en otros países. Quizás diría que los años sesenta cambiaron el mundo y también a la sociedad chilena y que, por lo vivido por sus hijos, las censuras sobre el matrimonio se relajaron. Además, agregaría que la noción de raza ha cambiado, pues en su tiempo se pensaba que había tipos raciales definidos, con esquemas faciales fijos, y que algunos de ellos llegaron a pensar que no se parecían en nada a los demás y que era normal considerarse federico (es decir, feo); aunque en su caso, era considerado del tipo latino. Como fuere, los signos de los tiempos han cambiado radicalmente, ¿o no?

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Familia, nación, sexualidad Cultura y naturaleza. En cada sociedad se da un recorte de lo que supuestamente es natural y de lo que aparece como un orden humano66. Acaso resulte una inscripción natural (algo establecido antes de toda regla o restricción) que un respetable aldeano de Beit-­Yala tenga “sus manos y antebrazos tatuados con indelebles dibujos de color azul, que representaban animales y árboles” (Sarah, 24). Y acaso todavía resulte una marca de fábrica para el paisano que preside el Círculo Palestino en Santiago de Chile (quien ostenta dedos tatuados, iluminados por un grueso anillo de brillantes, insiste Sarah). Y así también hay normas que deben respetarse en el matrimonio, como por ejemplo, en las aldeas de la antigua Palestina, que profesen el mismo culto religioso y ojalá, sean del mismo lugar –y aquí, hay transgresiones permitidas: que un musulmán rapte a una cristiana, con el consentimiento previo del padre y teniendo como testigo a un sacerdote maronita, como ocurre en Fadua, de Edith Chahín. Siendo la cultura un conjunto de reglas y prohibiciones integradas naturalmente en nuestro diario vivir, cualquier cambio drástico de escenario (del Próximo Oriente bajo mandato otomano al Confín del Mundo, bajo el orden republicano, al inicio del siglo xx) conlleva una fractura del mundo, un verdadero terremoto (los turcos de Sarah son recibidos en Chile con el terremoto de 1906: para que les quede claro el terreno que pisan). En fin, cuáles son las unidades mínimas de la identidad árabe que son conmocionadas en este tránsito, según nuestras narraciones y cómo son exhibidas: ésas son las preguntas que abordaremos en términos panorámicos en este acápite. Aclaremos que no nos interesa tanto obtener una información sobre usos y costumbres (avalados por una tabla de tópicos, que bien puede ser complementada por entrevistas y datos estadísticos); sino interpretar su relato (la enunciación de ese relato), es decir, obtener el registro subjetivo de

66  La oposición naturaleza-­cultura tiene un valor operacional, en cuanto permite definir un universo semántico social (así como vida-­muerte es la oposición que funda el universo semántico del individuo). Ahora bien, no hay que olvidar que el término “naturaleza” se define según contextos culturales específicos: “In this sense nature is not nature in itself but rather what is viewed in a given culture as belonging to nature, by opposition to what is perceived as culture. It is, so to speak, a cultural nature”. (Greimas y Courtés, 66).

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una experiencia cultural inscrita en una saga que marca a los inmigrantes árabes como un subgrupo dentro de la red de relaciones culturales que componen la chilenidad. Familia y nación, etnia y religiosidad; todos términos imbricados de una secuencia que conforma nuestra identidad comunitaria. Pasaremos revista a varios de nuestros textos, siguiendo el orden cronológico de su aparición, otorgándole a cada uno de ellos su singularidad (pues no queremos construir un discurso colmado de generalizaciones, que hurtaría el placer de convivir en la lectura con un puñado de vidas inmigrantes, no importando su grado de artificiosidad). ¿Qué tradiciones árabes mantener y cuáles abandonar? El muchacho Chuaqui, de formación moral muy estricta como cristiano ortodoxo, sufre con la ligereza (a sus ojos) de las mujeres de la barriada. En su testimonio, redactado en su madurez, coexisten dos voces: la censuradora y la picaresca. Desde el presente de la escritura el Benedicto-­ chileno es capaz de comprender sus valores primigenios como un sistema arbitrario: “Jamás podría yo saltar esa llamada muralla de los prejuicios, del dogma religioso, de la rígida moral que conociera durante mi infancia. Los sentía como un peso en la sangre, como un invencible temor en el espíritu” (169). La libertad sexual y la sensualidad desbordante de la barriada, hacen sufrir a este niño adolescente, cuya relación con la mujer está reglada por el matrimonio, de cuyo protocolo se nos da cuenta detalladamente en la primera parte del relato. Además del tabú de la virginidad, de la fidelidad, de la unión arreglada por los padres y familiares; está la firme prohibición de no mezclarse con una mujer que no sea de los suyos, es decir, de origen árabe. En materia moral, este testimonio tiende a ser estricto con las jóvenes livianas, algunas de las cuales pagan caras sus costumbres: son golpeadas, se prostituyen o mueren de una enfermedad venérea. No obstante, la mayoría pasa campante por el mostrador, poniéndolo en ridículo. Nos indica que con el tiempo, su moral fue cambiando, no sólo por la vida, sino también por las lecturas, cumpliendo el sino de que la literatura es por definición degenerada o, a la inversa, aclara los códigos de nuestra vida diaria, realizando una radiografía. Así, en una singular modalidad de chascarros didácticos (emblemas de un relato que yuxtapone signos opuestos), desfilan ante nuestra vista un sinfín de personajes, como la pobre Sabina, que sucumbió ante el demoledor y mujeriego Eusebio, la fogosa Prosperina, que tuvo un mal fin, Bonifacia la fea honesta y Teresa la sensual frescolina, una que aparece sin

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nombre, anónima, que hacía felices a tres hermanos sin inmutarse; Raquel, la profesora libertina; Magda que “no obstante sus treinta años, era muy atrayente y jovial” (141) e, incluso, honesta y, por último, la obrerita Virginia, muy agraciada a pesar de faltarle un diente superior, con quien pierde su virginidad. Al final de su testimonio, el autor nos informa que está felizmente casado y tiene descendencia, pero omite indicar con quién. ¿Habrá sucumbido este turquito a los encantos de la joven popular? ¿No es el matrimonio (o la convivencia) un modo natural de hacerse parte activamente de una comunidad? Siendo un hombre público y muy conocido en los círculos de inmigrantes árabes, es altamente probable que los paisanos lectores supieran que se casó con una joven venida de su lugar natal; pero no los lectores chilenos, que pudieran sentirse aún más extrañados con la noticia de que cuando enviudó, se casó con la hermana de su señora, que la había acompañado en el viaje. Ser chileno para Chuaqui significó, entonces, convertirse en un hombre letrado y en ser aceptado en una institución sin fines de lucro como los bomberos; específicamente, en la 12.ª Compañía, situada cerca de San Pablo con Matucana, lo cual implica acceder a la aristocracia local del barrio. Acaso la tarea del matrimonio con una chilena fuera una transgresión sin límites (que atenta contra lo natural) para un recién llegado. Y sin embargo, hay algunos que se atreven a ello, con trágicas consecuencias, como nos es relatado en Los turcos, de Roberto Sarah, donde uno de los hilos centrales de la trama novelesca gira en torno a las uniones y casamientos entre árabes y chilenas. Recordemos la anécdota. El grupo de jóvenes inmigrantes llega a Valparaíso, pero pronto decide emigrar a Santiago, salvo Hanna, quien se ha enamorado de una muchacha de origen humilde, Carmen Rosales. Hanna oculta este romance a los suyos y se instala junto con su amada con un pequeño boliche en una barriada popular. Pues bien, el terremoto de 1906 significa la muerte de la muchacha, embarazada y pronto a casarse. Notemos que el capítulo sobre el cataclismo, con Hanna deambulando por una ciudad en ruinas, entrando y saliendo de hospitales, tiendas de campaña y barcos, en busca de Carmen, es el más intenso y desolador de la novela. Es como si aquí, a comienzos del siglo xx, se hubiera frustrado una temprana integración, bajo el aura belenita: el Nazareno, venido de tierras santas, con la Virgen morena de los cerros, con Carmen, patrona nacional.

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¿Es el castigo sufrido por el abandono del iliblad y la transgresión de una ley? ¿Es que la naturaleza americana se resiste a esta unión y la sepulta? El ensañamiento pareciera provenir de ambas culturas. En breve, Valparaíso no es, como lo pronuncian los inmigrantes, Al Paíso (el país del paraíso); sino más bien su reverso, un espacio vengativo, ligado a fuerza ancestrales inconmovibles. Lo que no pudo el padre (quien años más tarde se casa con Scandara, una linda muchacha de la colonia palestina), lo puede el hijo, de nombre Salvador, que en 1952 se casa con Ximena Velásquez (de la aristocracia criolla de blasones hispánicos). Tienen un hijo, Juan Carlos, de “rasgos indefinidos” y se separan en 1956. La historia amorosa de Salvador y Ximena (nombres emblemáticos) debe leerse como un romance nacional, es decir, como portador de una proyecto cultural y político en pugna con otros discursos sociales67. El diseño de la novela, en este aspecto, es bastante transparente, lo cual no debe extrañar, puesto que se plantea como un texto polémico, que enrostra los prejuicios étnicos y sociales de la sociedad chilena. Nuevo árabe-­chileno, Salvador se conecta con el iliblad a través de un viaje a los campamentos de refugiados palestinos y en Chile, con la causa socialista, llegando a ser candidato a presidente de la República. Su enlace con Ximena (la del Cid) conlleva la integración hispano-­árabe en el Nuevo Mundo y, en el ámbito económico, la apropiación de los grandes capitales por parte del pueblo. Los personajes son orgullosos, Salvador quiere apropiarse de todo lo perdido: además de sus ideales, quiere recobrar el orgullo de su raza. Por cierto, fracasa. La razón profunda no es tanto su ideario

67  Repasemos la noción de romance nacional, propuesta por Doris Sommer en su Foundational Fictions. The National Romances of Latin America: “By romance here I mean a cross between our contemporary use of the word as a love story and a nineteenth-­century use that distinguished the genre as more boldly allegorical than the novel. The classic examples in Latin America are almost inevitable stories of star-­ crossed lovers who represent particular regions, races, parties, economic interests, and the like. Their passion for conjugal and sexual unions spills over to a sentimental readership in a move that hopes to win partisan minds along with hearts” (5). Aun cuando esta novela esté marcada por el escepticismo, se plantea el desafío de la fundación de una nación que incluya al inmigrante árabe dentro de las élites tanto a nivel económico, como político y social. Como lo señala Sommer: “Whether the plots end happily or not, the romances are invariably about desire in young chaste heroes for equally young and chaste heroines, the nation’s hope for productive unions” (24).

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e­ strictamente político; sino por ser de origen árabe: un turco, alguien caricaturizado con una nariz ganchuda (a pesar de no tenerla) y un fez rojo (no siendo sus ancestros de origen otomano); a pesar de ser un chileno perteneciente a la élite educada de este país. El autor pone como fecha de término del manuscrito 1960 y la novela se publica al año siguiente. Es decir, transcurrida más de la mitad del siglo, la situación existencial de los primeros inmigrantes (campesinos pobres provenientes de aldeas remotas) y de la primera generación de chilenos, hijos de inmigrantes (profesionales de buen vivir) ostentan un parecido monstruoso. El viajero de la alfombra mágica, de Walter Garib, propone un árbol genealógico en abierta polémica con el supuesto beneficio cultural que conllevaría la tradición endogámica para preservar la cultura de origen, incógnita no resuelta en la novela de Sarah. En la trama de esta alfombra árabe (escrita al culminar el siglo xx, cuando el prejuicio ha perdido su visibilidad y los árabes sólo son distinguibles por sus apellidos), se nos cuenta una historia donde los casamientos entre iguales (Chafik y Yamile, de origen palestino y luego, Bachir con Estrella, hija de armenio nacida en Siria) son concertados, están marcados por el desamor y, para colmo, pueden culminar con la deshonra de la estirpe (el supuesto blasón francés de los Magdalani). Y a la inversa, los casamientos entre inmigrantes de distinto origen son voluntarios, apasionados y conllevan una inserción más armónica en la nación, sin menoscabar el origen buhonero. Así, Said, hermano de Chucre, vuelve de Iquique a su natal Cochabamba para estar con Rogelia Vicente (criolla boliviana) y participar en las luchas sindicales y Chucre, hermano de Bachir, se casa a escondidas con Marisol Libermann (de la colonia germana), siendo sus hijos activistas de la causa palestina en los movimientos universitarios chilenos de los años sesenta. Es el mestizaje americano, el espacio de conjunción de diversas etnias y culturas, cruzadas con lo nativo, el cual debe inscribir también la marca arábiga, en este caso, una pareja primordial alterna (en realidad, una tríada) que condensa un espíritu libre y mágico: el buhonero proveniente de aldeas remotas (Aziz), la joven-­madre guaraní (por nombre la Nativa) y la niña Afife, a medias sustituida y presente como virgencita del Próximo Oriente.

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De las mujeres: una hija, una sobrina, una familia En los textos de Chuaqui, Sarah, Auil y Garib, la mujer ocupa un lugar secundario en la anécdota, marcándose ya sea sus rasgos libertinos (para las chilenas) o de adecuación al jefe del hogar (para las árabes). Pícaras o sumisas, se sitúan en los pliegues del relato, sin llegar a determinar el curso de las acciones. No es tan así en los textos de Edith Cha­hín, especialmente en Nahima. La larga historia de mi madre (2001). Es como si se hubiera tenido que esperar el inicio de un nuevo siglo, para sacar a luz una figura silenciosa. La hija escribe una biografía de su madre: su casamiento en Homs con Yussef en 1912, la pronta huida de ambos de sus convulsionadas tierras, su viaje marítimo a Marsella, continuando a Buenos Aires, el paso cordillerano por el tren trasandino (que concluye a pie) y su residencia en Santiago en las cercanías del Club Hípico. Es un texto híbrido, especie de almanaque que otorga información histórica y cultural sobre el Imperio otomano, los conflictos vividos en las aldeas y ciudades de la Gran Siria, los antecedentes de la Gran Guerra; además de informar sobre los adelantos técnicos y los cambios urbanos de Santiago de Chile en tiempos de su primer Centenario. En este marco se relata una historia donde ciertos hechos concretos (la boda, el viaje, la primera estadía en una pensión en nuestra capital) son escenificados en una escritura donde coexisten la realidad y la ficción. La autora trabajó con grabaciones (hechas por su madre), cartas familiares e incluyó registros fotográficos; sin embargo, estos materiales están al servicio de un relato lleno de peripecias, imbuido de situaciones verosímiles que sustituyen la trama de lo real. Pues recordemos que la hija no estuvo allí y además, la voz de su madre no aparece tan marcada en esta saga familiar. ¿Quién fue esa mujer que emigró siendo muchacha, cómo vivió esa experiencia? La hija (la séptima hija mujer de un grupo de diez hermanos) pregunta por la prehistoria de su madre. Quiere hilar esa voz, recontarla, volverla a habitar desde la escritura. Al escribir esa historia (al documentarla y ficcionalizarla), construye suplementariamente un texto autobiográfico, que implica un viaje de retorno: visita Marsella, Homs, saca fotos de los molinos de Hama (los de Homs ya han desaparecido), lee libros sobre la inmigración de los árabes a América, consulta bibliotecas y archivos en diversos continentes, se entrevista

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con cónsules y en el caso de Chile de 1900, acude a revistas y libros de la época. Acaso todo este esfuerzo enciclopédico de la hija tienda a suplir cierta ignorancia de Nahima sobre el mundo contemporáneo, la cual se mantiene incólume durante su larga vida. Así, refiriéndose al mapa geopolítico previo a la Gran Guerra, antecedente de la huida de su familia, Edith Chahín nos dice: “Nahima ignoraba todo eso y mucho más” (85). Hay cierta ambigüedad sobre esta figura cerrada de la madre, que nunca se integró al devenir del Nuevo Mundo y sólo se dedicó a tener hijos (casi todas, hijas, muy a su pesar). El homenaje consiste en contar la historia fijándose en ella (apuntando la cámara hacia ella: en su arrojo para la huida, en su paso por la cordillera, apoyada en un paraguas francés, en su industria para sacar adelante una familia una vez viuda). Junto al tópico de las guerras y persecuciones de los turcos, que fuerzan la huida de los hombres sirios y de sus familias, aparecen las bodas y la constitución familiar y ampliando el círculo, la posición de la mujer en los ámbitos privado y público. Aquí, el mensaje es claro: las costumbres ancestrales atan a la mujer siria, lo cual se ve reflejado en parte en Nahima68. Existe una escena en que discuten la joven Nahima (recién casada), con su madre Mannur, donde la hija le enrostra no haberle hablado sobre la cópula sexual entre un hombre y una mujer, y le exige que lo haga con las otras hijas: “Alguien tiene que empezar a cambiar las costumbres, madre” (152). La paradoja es que Nahima, años despúes (ya en Chile), tampoco lo hace con sus hijas (ni, entonces, con la autora de este libro): “Había triunfado la tradición, el tabú, las costumbres ancestrales, el pasivismo femenino, la cómoda postura materna incapaz de enfrentar sus propios dolores” (152). En realidad, existe una mirada siempre externa sobre Nahima. ­Hacia el final del relato, cuando realiza un balance, luego de indicar

Edith Chahín realiza un magno esfuerzo para otorgar un panorama cultural sobre la Gran Siria, diseñando una anécdota que incluye aldeas y campamentos beduinos y en su siguiente novela Fadua, la gran sábana colmada de raptos y asaltos, con castillos derruidos y caravanas en constante traslación. Desde Edward Said es posible plantear que Chahín a veces aparece imbuida de un espíritu exotista (propio de Loti); amén de compartir un saber bastante modelado por el orientalismo tradicional, basado en la distinción incuestionable entre la superioridad occidental y la inferioridad oriental (cf. Said, 71 ss.). 68 

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que no tuvo escolaridad y que su marido tampoco la incentivó en ello, la hija concluye: “siendo, como era, una mujer siria, su función única estaba dentro del hogar y, como mujer casada, su misión era tener hijos, y los tuvo” (435). Nahima adquiere una dimensión menos etérea y juvenil en Santiago, con la crianza. Aquí Edith Chahín (la hija) ensaya una pequeña sonrisa al contar que para vergüenza familiar, sus padres tuvieron que esperar el cuarto nacimiento para celebrar la venida de un hijo varón (al que, al parecer, no le fue muy bien en la vida, por ser muy mimado). El puzzle familiar árabe se desordena con siete mujeres hijas; paradójicamente, será la última, Edith, la que dotará de voz a la familia. Entonces, todo este texto es también un alegato de la hija hacia la madre, un diálogo a posteriori, donde se le dota de un pasado heroico (amores, huidas, viajes a otro continente) y se le indica de paso que pudo haber estado más en el centro de la foto. En este relato de inmigrantes, es muy importante la cadena solidaria que Nahima y Yussef reciben de diversas gentes ya sea para su escape de Siria, como en sus estadías en Buenos Aires y su residencia en Santiago. Nahima lo traduce así: “El Padre Antoine tenía razón: Hay gente buena en todas partes” (396). Esta buena estrella es entendida por nosotros como el anillo afectuoso de la gran familia árabe, que vincula a gentes no sólo por lazos de sangre sino también por provenir de las mismas aldeas o, simplemente, del Próximo Oriente. Sin grandes aspavientos, en este texto se exhibe el gran sufrimiento de las familias por las guerras y persecuciones (los turcos, la Primera Guerra Mundial, los protectorados franceses e ingleses), su separación (que dura una década), dispersión y precaria reunión final. Así, primero llega a Santiago el padre de Nahima, junto a su primogénito; pero sólo después de diez años, se le reúne la madre con el resto de los hijos. Ahora bien, Nahima viuda, se traslada con siete hijos a vivir a San Antonio, invitada por Chucre, paisano de su aldea natal casado con una de sus hijas. La colmena árabe americana, la patria chica exhibida en la familia extendida. Edith Chahín publica luego la novela Fadua. La impetuosa doncella de Homs (2004), donde ensaya otro viaje, esta vez circular: de Homs y sus alrededores, teniendo como agente a Fadua (su tía), que se ve envuelta en las luchas de liberación del pueblo sirio hacia 1912. La lucha o la huida; las bodas y la huida (Nahima), o el sacrificio por la construcción de una nueva patria (Fadua): estos son los caminos opuestos y complementarios de estos dos relatos. En Fadua, aparece

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una imagen de mujer más activa, tanto en el amor (el amor loco) como en el ingenio (los planes para engañar al enemigo) e, incluso, en la escritura, puesto que aquí la autora se decide por presentar una ficción, en la tradición del relato bizantino, la literatura de aventuras y la literatura de corte exótico. Finalmente, continuando con la versión femenina de esta saga arábiga, la escritora Alicia Jacob nos presenta Raíces de arena y ­olivo (2008), una biografía novelada de su familia, que gira en torno a la abuela, figura bifronte, quien se rebela ante el orden patriarcal al mostrar gran agresividad y arrojo ante la vida, exhibiendo astucia y dominio familiar (nunca usó velo); que elige un marido sumiso y es posesiva en extremo con su primogénito, y que de paso genera relaciones de autodestrucción en la línea familiar de las mujeres (nieta, madre, abuela)69. La matriarca árabe, con sus dones y desdichas, plantando una raíz lateral en tierras americanas.

Letras arábigas Una vez vivida la experiencia, es necesario contarla, para así inscribirla en la historia nacional. Los tonos de la narración son diversos: festivos o grotescos, picarescos o ingenuos y también los tipos de discurso: testimonios, sagas familiares, estampas de aldea, libros de viaje, almanaques y relatos de aventuras al estilo de los antiguos bizantinos. Se escribe para ser aceptado, para comunicarse y para educar a árabes y chilenos, como en Chuaqui, que ensaya un testimonio festivo (cosas de reír y de llorar) que seduce a sus oyentes, quienes celebran a este sujeto como un guachito querido, adoptándolo como uno más de la familia chilena. Y a la inversa, se escribe también para realizar una denuncia violenta, a la manera de ciertos murales grotescos, donde aparecen rostros despavoridos: es Sarah y sus feos melancólicos, marcados por la exclusión. Se escribe para quienes no estuvieron allí y supuestamente tienen otro horizonte en sus mentes, para entretener educando a los nietos

69  Ruth Elsa Jacob Abdelnour (1943) es conocida por su trabajo en dramaturgia. Su libro Raíces de arena y olivo (2008), publicado bajo el nombre de Alicia Jacob, es una biografía novelada de las familias Jacob Bendeck, Abdelnour Salamé y Jacob ­Abdelnour.

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con estampas de aldeas remotas; ejercicio de añoranza que realiza el memorioso Auil, que le permite construir una cita arqueológica del lugar natal, para ser instalada como un recuerdo en la memoria de los inmigrantes. Y a cien años de la primera inmigración, ya sin grandes preocupaciones sobre la adopción o rechazo de este grupo, Garib escribe una saga americana, que obliga a las nuevas generaciones a identificarse con el buhonero, fundador de una estirpe. Si Sarah exhibe el orgullo herido del inmigrante y lo inscribe en su cuerpo (en un complejo gesto cultural de rebelión: vivir con el estigma y enrostrárselo al semejante); Garib dispone ante nosotros un vivaz y egocéntrico cuentero, del cual no se debe renegar, ni siquiera por Margarita Gautier (recordemos que los Magdalani se obstinan en creer que sus antepasados son de la Galia). Y se escribe también, al inicio de un nuevo siglo (¿una nueva era?), para rescatar a la mujer siria inmigrante, para dotar a las nuevas generaciones de un ímpetu libertario, sostenido en la libertad de circulación por el mundo, en su conocimiento letrado y empírico y en su capacidad de mover a los hombres de la familia en torno a un proyecto cultural. Es el caso de Edith Chahín, que junto a su familia reconstituye documentalmente los pasos de la emigración de su madre y, sobre todo, fabula su historia, doblándola con una voz de mujer contemporánea, menos sumisa ante las circunstancias. Es la historiadora que fabula, el cuarto propio de la escritura árabe, abigarrado de datos culturales, en búsqueda de un sector muy amplio de lectoras y lectores del mundo de habla hispana. El trazo árabe. La memoria migrante sigue aquí con minuciosa pasión las cartografías de sus viajes, volviendo a iluminar sus pasos por esta América y retroactivamente, también las localidades del iliblad. Lo común es que se repase el trayecto desde la partida (Beirut, Trípoli, Haifa), con sus puntos intermedios (Marsella y Génova, pero también el Pireo y Barcelona) y su arribo a América (Río de Janeiro, Santos) y desembarco en el puerto de Buenos Aires. El paso cordillerano a lomo de mula y la llegada al poblado de los Andes es memorable, para luego por tren seguir a Valparaíso y Santiago. Existen también rutas locales, reinventadas por estos pioneros, como la travesía en barcaza por el Pilcamayo; o la travesía desde Cochabamba a Iquique, pasando por el salar del Huasco y Pica; y más al sur, el viaje por los ramales que conectan Chillán, con Angol, Los Sauces y Traiguén. A su vez

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las ciudades son también dibujadas según recorridos a pie, viviéndose como espacios particulares: San Pablo, Club Hípico, Estación Central. No creo que sea el olvido lo que impulse a escribir a estas familias inmigrantes. Es compartir con los demás una experiencia inédita, que los hace distintos y queribles. Un deseo de trascendencia, un reconocimiento simbólico que los integre desde una suma de saberes y sensibilidades. Y existe también el placer de los signos, el de inscribir en la cultura chilena un capítulo inédito, con una caligrafía distinta. Y se lo han ganado.

II.4. Caligrafía árabe en Latinoamérica

Hubo en el siglo xx un movimiento literario en América que conmovió al mundo cultural árabe, conocido como adab al-­mahyar, traducido como ‘literatura de emigración’, que se desenvolvió en escuelas poéticas creadas en Nueva York y, más adelante en São Paulo, Río de Janeiro, Buenos Aires y Santiago de Chile70. Teniendo como antecedente histórico y cultural las antiguas escuelas poéticas de Bagdad, Córdoba y Sevilla, grupos de intelectuales inmigrantes formaron ligas literarias, renovando la tradición poética escrita en árabe. Poetas y ensayistas realizan una literatura social incipiente, de gran musicalidad, cargada de nostalgia y con innovaciones métricas, que se irradia a toda la diáspora árabe. Hacia 1920, surge en Nueva York la Liga del Cálamo (al-­Râbita al-­Quala-­miyya), liderada por el celebrado poeta y filósofo libanés Yibrân Jalîl Yîbran, quien llega a EE.UU. hacia 1894, escribiendo allí su obra, en inglés y en árabe71. Entre otros exponentes de esta Liga, nombramos a Mîjâ’il Na’îma y a Ylilla Abû Mâdî.

70  En su artículo sobre estos movimientos, que nos sirve de base para esta presentación, Juan Yaser aclara: “El término Mahyar es substantivo del verbo árabe hayara, ‘emigrar’, ‘abandonar (el terruño)’. Mahyar, entonces, es el lugar donde se radica el emigrante, el ‘Migratorio’, no ‘el lugar de huida’, como a veces se le suele calificar” (333). 71  Kahlil Gibran (como él mismo registró su nombre para el inglés y el francés) nace en Líbano en 1883 y se traslada tempranamente a EE.UU., donde reside hasta su muerte en 1931. Su obra literaria incluye elementos místicos tanto europeos como del Medio Oriente. Su obra maestra, El Profeta, incluye ilustraciones realizadas por el autor (pues era también pintor).

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En 1933 se crea en São Paulo la Liga Andalusí (al-‘Usba al-­ Andalusiyya), presidida por Michel Ma’lûf. De los muchos poetas afiliados, mencionemos a Rashîd Salim al Jûrî, Tawfîq Qurbân y Mûsâ Hadad. Según el escritor argelino Slimane Seghidour, en su obra crítica sobre la poesía árabe en Brasil: “el mahyar brasileño desempeñó un papel incluso a nivel de la poesía árabe dialectal. En Brasil se formó una lengua particular, una especie de aljamía, surgida de la mezcla de dialectos sirios, libaneses y otros, junto con términos indígenas, africanos y portugueses” (citado en Nabhan, 223). En 1947 aparece en Buenos Aires la Liga Literaria (al-­Râbita al-­ Adabiyya), dirigida inicialmente por Husnî Abdul-­Mâlik. Algunos de sus primeros integrantes fueron el poeta Zakî Konsol, el filósofo Yury Sawaya y el traductor Malatios Jûrî. En 1957 el mahyar argentino se reagrupa bajo el nombre de Peña de Literatura Árabe (Nadwa al-­Adab al’-Arabî), que perdura durante el resto del siglo, contando entre sus figuras más relevantes a Yury Saydah –presente desde 1947– y Azîz Kabbâs. Y a modo de réplica de la liga árabe vecina, y en tono menor, surgirá en 1955 en Santiago de Chile la Peña Literaria (Nadwa al-­Adabiyya), convocada por la escritora Mary Yanni’Atallah, que cumplirá una importante labor de difusión de la cultura árabe72. Aunque no toda la intelectualidad de origen árabe residente en estos países estaba adscrita a estas ligas y hubo otros grandes poetas, filósofos y traductores en otras naciones latinoamericanas –como el poeta libanés Amin Mcharreq que residió en Ecuador–; sí ellas constituyen la matriz dialógica del mahyar, poesía social del exilio, recreada en nuevas formas poéticas arábigas –al respecto, se señala: “la creación de metros y formas estróficas nuevas, introduciendo asimismo la prosa poética o poesía prosificada (sh’ ir manthûr) y la ‘poesía susurrada’

72  Hemos mantenido la grafía de los nombres tal como se exponen a lo largo del libro coordinado por Raimundo Kabchi, El mundo árabe y América Latina (1997), que incluye una nota explicatoria previa sobre el sistema de transcripción de los caracteres árabes: “Este sistema facilitará la lectura a los no arabistas, para quienes los signos diacríticos de la transcripción especializada no tienen ningún sentido, mientras que el lector arabista podrá reconstituir sin dificultad, en cada caso, los signos del árabe y sus equivalentes valores fónicos” (19). Una transcripción que se hace cargo de las diferencias de ambas lenguas, que nosotros hemos querido resaltar al menos como una dificultad en el nivel del significante para quienes no entendemos el árabe.

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(sh’ir mahmûs), terminando con el tono anterior declamatorio y discursivo” (Yaser, 358). Dejando de lado el mahyar, la literatura en lengua española escrita por muchos inmigrantes y por las siguientes generaciones, se inscribe naturalmente en el ámbito de la denominada literatura latinoameri­ cana. En este sentido, la poesía escrita en árabe se continúa en una lite­ ratura sobre la experiencia de la inmigración, que permite hacer visibles a estos nuevos ciudadanos venidos del Levante, incorporando sus vivencias como un capítulo de la historia nacional y continental. Gesta de una difícil integración, que conlleva pérdidas simbólicas (como la del mismo idioma árabe); pero que permite la construcción de un sujeto cultural bien adoptado y adaptado a su nueva casa, manteniendo en su mirada las huellas del iliblad. De los escritos dedicados al diálogo de la cultura árabe con la lite­ ratura latinoamericana, destacamos un ensayo del poeta chileno (residente en España) Sergio Macías, que revisa la presencia árabe en nuestra literatura, reconociendo la cita exótica (en Amado Nervo, Rubén Darío, Vicente Huidobro), la alusión lúdica e intelectual (principalmente en Jorge Luis Borges) y la relación vivencial, teniendo presentes los asentamientos inmigrantes (García Márquez y Jorge Amado); además, por cierto, del testimonio de los inmigrantes y sus descendientes. Este último material es, por supuesto, el más pertinente para una discusión sobre una identidad cultural, no sólo porque marca un desplazamiento de origen (señalando la identidad nacional como un juego de diferencias), sino porque también es un corpus que se reconoce inscrito desde la adopción al cuerpo mayor de la literatura latinoamericana. Notemos de paso que hay poca circulación de materiales árabes y latinoamericanos en ambos mundos. Así por ejemplo, hay muy pocas obras literarias árabes traducidas al español y al portugués durante la segunda mitad del siglo xx, correspondiendo un tercio de ellas a cuatro autores: el egipcio Naguîb Mahfûz (24 obras traducidas), el libanés Yibrân Jalîl Yibrân (19 obras), el iraquí Abdelwahab al-­Bayâti (10 obras) y el sirio Nizar Qabbâni (6 obras). Y a la inversa, sólo unos pocos han sido traducidos al árabe: García Márquez (21 obras traducidas), Jorge Amado (8 obras), Carlos Fuentes (4 obras), más Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Pablo Neruda, con dos obras cada uno (Salhi, 404 ss.). Un indicio de la asimilación cultural de los árabes en Latinoamérica –lo cual no implica necesariamente, haber borrado su origen– es la indistinción que muchos críticos literarios y ensayistas hacen entre

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aquellos descendientes de árabes que escriben sobre la experiencia de inmigración y los que escriben sobre diversos tópicos, sin estar presente la huella árabe. Al parecer, lo que interesaría aquí es marcar la exitosa inclusión de los árabes y sus descendientes en las respectivas colectividades nacionales: son escritores chilenos, argentinos o brasileños, que escriben sobre este mundo y el otro (como diría el poeta), sostenidos en nombres propios –Yamil, Suad, Naim– que provienen claramente de la Tierra del Creciente Fértil73. Teniendo presente especialmente el texto crítico del poeta Juan Yaser (y acudiendo también a otras fuentes), otorgaremos una lista de escritores latinoamericanos de ascendencia árabe y de algunas de sus obras74. De Brasil, se destacan Milton Hatoum (1952), con sus Relatos de un cierto oriente (1990), el poeta Salomón Jorge con sus Arabescos y Naim Abu Samra con su Novela de Istambul. De Argentina, nombramos a Jorge Isaías (1946) con su poemario Oficios de Abdul (1975), a la poeta Susana Cabuchi (1948) con su Álbum de familia (2000) y al conocido escritor Jorge Asís (1948), conocido como el Turco Asís, en cuyas narraciones La manifestación (1971) y Don Abdel Zalim (1972) se trabaja sobre la familia inmigrante75. En Chile, el inmigrante sirio y ciudadano chileno Benedicto Chuaqui (1895-1970) es la figura que funda el diálogo cultural chileno-­ árabe, con sus traducciones, ensayos, relatos y trabajos lingüísticos. De la descendencia árabe, quienes relatan la experiencia de la inmigrancia son Roberto Sarah (1916) en Los turcos (1961), Walter Garib (1933) en El viajero de la alfombra mágica (1991) y Edith Chahín con Nahima (2001), entre otros. En el ámbito poético destacan Mahfud

“Siria, nombre genérico de la tierra que se extiende entre le Éufrates y el Nilo antes de su división en 1916 por el pacto de Sykes-­Picot, denominado por los árabes Tierra del ‘Creciente Fértil’” (Yaser, 331). 74  Reconocemos que ha sido difícil distinguir a quienes abordan de modo directo la experiencia de inmigración. Tómense estas referencias como una cartografía que se debe ir enriqueciendo con el análisis pormenorizado de ellas. 75  Mencionamos lo de turco, para recordar ciertos estereotipos que operan natural­ mente hasta hoy. En una entrevista, Jorge Asís otorga el siguiente testimonio: “Lo de turco es inevitable. Yo me acuerdo que era muy chico y los compañeritos míos del colegio me decían ‘el turco’, y mi abuelo les corría indignado. Yo, en ningún momento sentí ese peso, como si fuese una especie de degradación o motivo de subestimación… Una vez quise imponer que no me llamaran turco, que me llamaran sirio, y me decían: está bien turco, te vamos a llamar sirio. Así que pronto capitulé, porque lo de turco es inevitable” (Akmir, “La inserción de los inmigrantes árabes en Argentina”, 259). 73 

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Massís (1916-1990, que vivió exiliado en Caracas en la década de los setenta y ochenta) y Matías Rafide (1929)76. Y desde México, escuchamos las voces libanesas de Héctor Azar, Carlos Martínez Assad y Bárbara Jacobs. Nos hemos referido extensamente a la obra de estos escritores chilenos y mexicanos en los capítulos precedentes. Desplegando el mapa latinoamericano, aparecen las voces femeninas de Olga Chams Eljach (poeta colombiana de origen libanés, nacida en 1921), Suad Marcos French (poeta nicaragüense de origen palestino, nacida en 1946) y Natalie Andel (1969), poeta y dramaturga de Haití, también de origen palestino. Finalmente, mencionemos a Tarek Williams Saab (1963), escritor y político venezolano de origen libanés, y en Cuba a la poeta y pintora Fayad Janis, fallecida en 1988. Mahyar, caligrafía arábiga dibujada desde las tierras de exilio y promisión; y luego, literatura de inmigrantes, con el sello de las repúblicas latinoamericanas en pleno proceso de modernización y en busca de un discurso cultural integrador para los recién llegados.

Al mismo poeta Matías Rafide le debemos la obra Escritores chilenos de origen árabe. Ensayo y antología (1989), donde presenta, comenta y antologa 40 voces literarias (3 de ellas que escriben en árabe). 76 

III. Diálogo americano

III.1. Migraciones: las otras opciones de América

América, América, América, América. Cuatrocientos millones de personas emigran hacia tierras de ultramar entre 1815 y 1914, siendo su destino primordial el continente americano, de baja densidad poblacional, con necesidad de mano de obra y bajo el aura de una tierra de promisión. Desde el Levante, desde fines del siglo xix llegan los turcos, de habla árabe, pertenecientes al Imperio otomano, que mantuvo el control político de esa zona desde 1516 hasta la Gran Guerra. Gentes que viven en la llamada Gran Siria (que incluye a los que después se les llamará palestinos, sirios, libaneses e israelíes), y también en Macedonia y Estambul (los sefarditas, que mantienen el ladino o yudesmo). Gentes de diversos credos –cristianos ortodoxos, católicos maronitas, musulmanes, judíos árabes y sefarditas– emigran por razones políticas, económicas y religiosas: la opresión del Imperio, la pobreza de campesinos y artesanos y al inicio del nuevo siglo, el servicio militar obligatorio para la resolución de los conflictos del convulsionado mapa otomano. Muchas gentes que llegan a América –y en especial, a México y a Chile– son cristianas o judías, que sufren con mayor rigor los conflictos religiosos (conviven conflictivamente junto a la mayoría musulmana, también oprimida por los otomanos) y que están en mayor contacto con Occidente a través de las iglesias y los colegios cristianos, y la actividad comercial con los agentes europeos. En el caso de los judíos ashkenazis, la primera ola migratoria, también desde fines del siglo xix, proviene de Europa del Este y preferentemente de ese gran ghetto de la Rusia zarista que se denomina el Palio de Residencia, en la región de Ucrania; migración causada por condi-

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ciones muy deplorables de vida en el ámbito económico y espiritual (pobreza, persecuciones y matanzas). Centrándonos en Chile y en México, durante el curso del siglo xix se dictaron Constituciones que aseguraban el libre culto y hubo claras políticas de Estado que alentaron la venida de extranjeros para apoyar los procesos de modernización. Obviamente, se estaba pensando en inmigrantes de Europa Central, asociados a ciertos modelos raciales y a una ética (protestante) del trabajo; y no en otros grupos –como los semitas y los asiáticos, puestos en la última escala para el blanqueamiento de la América indígena. Aun así, la legalidad no los perjudicó expresamente hasta después de la Gran Guerra y de modo más dramático en el caso de los judíos, durante la Era Nazi1. Al comparar los procesos de inmigración de árabes y judíos a C ­ hile y a México, se revela que muchos inmigrantes eligen estos países tomando una segunda opción, desplazando o postergando su destino original. En el sur, una vez instalados en Buenos Aires, ese gran puerto colmado de inmigrantes, algunas familias miran hacia el otro lado de la cordillera y se aventuran hacia el confín del mundo, Chile. Y en el norte, al no tener cabida en EE.UU. (especialmente, durante la década de los años veinte, por la dictación de leyes inmigratorias muy restrictivas), derivan a Veracruz, donde luego siguen viaje hacia el interior del país mexicano, para ver qué les depara el destino. Hay muchas similitudes y continuidades en la experiencia de ambos grupos, como por ejemplo en su vida económica. Tanto árabes como judíos se inician como vendedores ambulantes: en Chile, el semanal judío (que vende a crédito, cobrando pequeñas cuotas una vez por semana) y el falte árabe que vocea cosa tenda (que lleva a las casas lo que falta, las cosas de tienda), y en México, el varillero, el gringo baratieri y el turco abonero; todas figuras reconocibles en los paisajes urbanos y campesinos, que fundan el bazar ambulante, que culmina en la tienda. En su inicio, árabes y judíos hacen negocios juntos y prosperan, dedicándose a rubros similares en el ámbito comercial e industrial;

Para un panorama más detallado de la inmigración judía y árabe en Chile y en México, remitimos a los capítulos pertinentes expuestos anteriormente –cf. supra I.1 y II.1. Lo que a continuación ensayamos es una síntesis cuyo valor agregado es su carácter comparativo. Para ello ha resultado de gran utilidad el texto Árabes y judíos en América Latina (2006), compilado por Ignacio Klich. 1 

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así en México, incluso hasta hoy judíos y libaneses dominan y aparecen asociados en la industria de confección de telas y seda artificial2. Sin embargo, hay también marcadas diferencias en ambas experiencias, según cada particular procedencia natal y credo religioso, y según usos y costumbres de cada país de destino, donde se tendió a confundirlos e indiferenciarlos: todos turcos, para los del Levante, los rusos o los polacos (sin marca religiosa) o los semitas. Por ello, despejaremos algunas relaciones históricas y culturales teniendo presentes las concepciones de identidad nacional que han forjado la cultura chilena y la mexicana3.

Antisemitismo y turcofobia Así como en Chile durante la segunda mitad del siglo xix hay grupos de extranjeros a los que se les invita a colonizar tierras (la colonización alemana en el sur) y también a incluirse en la industria como técnicos y obreros en una inmigración selectiva que involucra dación de tierras y recursos económicos de instalación e infraestructura; así también durante ese periodo se produce una inmigración espontánea que incluye a españoles, italianos, ingleses, franceses, yugoeslavos; además de los llamados turcos, de indumentaria estrafalaria y hablando un lenguaje –el árabe– que causa risa. Sin apoyo estatal, con mínimos ahorros se insertan en el flujo del comercio ambulante. Los árabes que llegan a Chile proceden de la Gran Siria, originarios de tierras palestinas, sirias y libanesas. Según el censo de la comunidad árabe de 1941, aproximando cifras, un 50% era de procedencia pales-

2  Judit Bokser, en un estudio comparado sobre los semitas en México, otorga este ejemplo de actividad conjunta, que es mancomunado: “resulta más que anecdótico señalar que, entre las normas de convivencia que han desarrollado ambos grupos, existe un acuerdo tácito de alternancia entre libaneses y judíos en la presidencia de la Cámara de la Industria de la Confección” (Bokser, “Semitas en el espacio mexicano”, 244). 3  Nos guiamos aquí por las propuestas de identidad nacional de Jorge Larraín, que la concibe como algo en constante construcción, que se modifica según nuevos contextos. Así, nuestra identidad cultural es herencia y proyecto: “La identidad no es sólo una especie de herencia inmutable recibida desde un pasado remoto, sino que es también un proyecto a futuro. Además, por su naturaleza misma, una identidad nacional no sólo va cambiando y construyéndose, sino que va creando versiones plurales sobre su propia realidad. No hay un solo discurso o versión pública de identidad que pueda pretender agotar todas sus dimensiones y sus contenidos” (10).

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tina, un 30%, siria y un 20%, libanesa. La gran mayoría era cristiana, siendo ortodoxos (palestinos y sirios) o maronitas (libaneses) y durante las primeras generaciones se mantuvieron en sus credos particulares; pero más adelante, se hacen católicos –constituyendo los matrimonios mixtos un elemento esencial en este desplazamiento. En el proceso de integración a los códigos culturales chilenos, sufren graves pérdidas simbólicas, como la lengua árabe y un daño sicológico, la turcofobia, que se va reparando durante el transcurso del siglo xx, hasta constituirse en la memoria comunitaria inmigrante como un mal recuerdo y según la autopercepción de esa comunidad, felizmente superado. Siendo estos inmigrantes y sus descendientes un grupo asimilado, mantiene marcas singulares de apego a una cultura de origen, desde la recreación de la familia como una amplia red afectiva y solidaria –la colmena árabe–, de carácter local y global. Así, en una encuesta a la población chilena de origen árabe acerca de su autodefinición identitaria, un 65% se consideró chileno-­árabe, un 13% árabe-­ chileno y un 12% chileno a secas (datos consignados en Agar, “Árabes y judíos en Chile”, 169). La primera ola de inmigrantes judíos a Chile proviene desde Europa Oriental –huida ashkenazi, pueblo de habla idish, desde la Rusia zarista, Polonia y Lituania– y desde Macedonia y sitios aledaños del Imperio otomano –partida sefardita, de habla ladina, desde Monastir, Esmirna, Salónica y Estambul. Al igual que los árabes, muchos llegan a la República Argentina y luego se aventuran hacia el otro lado de la cordillera, en una extensión azarosa de su punto de destino. La siguiente ola inmigratoria ocurre en la Era Nazi (1933-1945), la mayoría desde Alemania. Los ashkenazis constituyen alrededor del 85% de los judíos en Chile, teniendo una procedencia más diversificada que la de los sefarditas, grupo de composición interna y de relaciones de parentesco más estrechas. El antisemitismo –sentimiento muy arraigado en las sociedades latinoamericanas, de cultura católica– es un factor relevante en la presentación de este grupo de inmigrantes. En Chile, lo común es que no ostenten su pertenencia al pueblo judío, al menos en sus instituciones, hasta 1919, cuando celebran su Primer Congreso Judío, donde acuerdan agregar el vocablo israelita a sus revistas y corporaciones. Durante los años treinta, la comunidad judía mantuvo una actitud no confrontacional con los gobiernos chilenos, negociando de modo cauteloso cuotas de entrada para los perseguidos en el Viejo Continente. Lo cierto es que el prejuicio antisemita en esta época fue débil si lo

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comparamos con el de otros países (como en México) y hubo amplias demostraciones de solidaridad, especialmente durante el gobierno del Frente Popular (1938-1941). Aun así, la mirada prejuiciosa no desaparece del todo durante el transcurso del siglo xx. Según fuentes bibliográficas mosaicas, existe un fenómeno de asimilación innegable, avalado por el alto número de matrimonios mixtos (más del 50%). Aún cuando durante el siglo pasado se dio una débil participación religiosa y comunitaria; en la actualidad existe un reverdecer de la matriz religiosa judaica, a través de la constitución de movimientos ortodoxos con gran participación juvenil. Siendo la población chilena alrededor de 15 millones de habitantes, se cuentan 20.000 judíos y en una estimación muy conservadora, no menos de 100.000 de descendencia árabe, siendo la colonia palestina la más numerosa fuera del mundo árabe4. Desde su llegada, compartieron actividades económicas muy similares, iniciándose en el comercio de modo muy modesto, para luego continuar en la industria textil y en la banca. Parte de la turcofobia y del antisemitismo se vieron alimentados en tiempos del Centenario de la República hacia 1910 y en las dos siguientes décadas por su dedicación al comercio (y no a la pesca, minería y agricultura), que supuestamente no otorgaba valor agregado al país; además de la acusación de establecer una competencia desleal con el comercio nacional al vender la mercadería a precios más baratos. Ahora bien, el prejuicio tenía también una fuerte base en una tipología sociológica de las razas, en la cual los semitas (los pueblos hebreos y árabes, hijos de Sem según la tradición bíblica) ocupaban los niveles más inferiores. Como ha sido observado, la mirada despectiva de antaño a judíos y árabes parece recaer en el inicio de este siglo xxi en los coreanos y peruanos –rubricados como asiáticos e indígenas–, nuevos inmigrantes que han llegado a Chile en busca de oportuni­ dades5.

Como ya indicamos en el capítulo dedicado a la inmigración árabe a Chile, los datos de su población (inmigrantes y su descendencia) varían mucho. Se ha llegado a señalar la cifra de medio millón, correspondiendo el 70% al grupo palestino. Lorenzo Agar, gran investigador sobre los flujos migracionales árabes a Chile, otorga en su trabajo más reciente una cifra acaso demasiado reducida: entre 60.000 y 75.000 (Agar, “Árabes y judíos en Chile”, 161-162). 5  Observación otorgada por Lorenzo Agar en su trabajo “Árabes y judíos en Chile”. Aunque breve y sucinto es el único que conocemos de carácter comparativo, siendo un aporte valioso para los estudios culturales. 4 

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Si bien en Chile la convivencia de ambos grupos ha sido positiva, es innegable que el conflicto palestino-­israelí ha empezado a horadar la sólida hermandad de la primera mitad del siglo xx, pues ambas comunidades tienen fuertes sentimientos ya sea con Israel (fundamental para la identidad judía chilena desde la Declaración de Balfour en 1917) o con la causa de los palestinos y la situación extrema de los campos de refugiados.

Integración y alteridad En México los judíos conforman una comunidad de comunidades: ash­ kenazis, sefarditas y judíos árabes (los shamis, de Damasco y los alebis de Alepo) son grupos con identidad propia, marcados culturalmente por sus lugares de origen, con idiomas, historias locales e incluso ritos religiosos particulares. Una celebración de la diversidad, en un diálogo no exento de divergencias; aunque siempre gobernado por el espíritu de trascendencia del pueblo judío. Los primeros inmigrantes de fines del siglo xix hasta el inicio de la Gran Guerra son judíos orientales, que provienen del Imperio otomano, tanto de habla árabe (los shamis y los alebis) como de habla ladina (los sefarditas de Macedonia y Estambul). En menor número, en ese mismo periodo, llegan huyendo desde Europa del Este (particularmente, desde la Ucrania segregada, tierras del zar) grupos de ash­ kenazis. Una segunda ola migratoria ocurre durante los años veinte, por la venida de rusos y polacos, que se continúa en los años treinta, especialmente durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940). La dramática disminución de las cuotas de entrada de extranjeros a EE.UU. –según leyes restrictivas de 1921 y 1924– hace de México una estación de espera que se va convirtiendo en una nueva casa. Así es común que muchas familias se desmiembren, quedando sus miembros a uno y otro lado de la frontera, como lo atestiguan muchos testimonios libaneses y judíos, entre otros grupos migrantes. El prejuicio ocupa un lugar central en las discusiones históricas y culturales emprendidas por los intelectuales judíos mexicanos, habiendo exhaustivas investigaciones sobre el antisemitismo mexicano de los años treinta, exhibido en organizaciones sociales y en la legislación de esos años: las manifestaciones del grupo Los Dorados, cuyos desfiles contaban con respaldo popular; los documentos de cancillería foliados

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como “estrictamente confidenciales”, donde se enunciaba la prohibición de la entrada de judíos al país y finalmente, el informe mexicano en la Conferencia Internacional sobre Refugiados, celebrada en Londres en 1938, donde se les define como una casta exclusiva, dominante y poderosa, reduciendo al mínimo su inmigración. En sus trabajos sobre identidad judía Judit Bokser Liwerant ha situado esta discusión en el ámbito de las representaciones de la identidad nacional mexicana, que definen la representación del Otro. La nación mexicana se propone como mestiza, particularmente como una fusión entre la hispanidad católica y el indigenismo. Identidad homogénea y unívoca, valorará a los grupos extranjeros según su semejanza (origen hispanoamericano), capacidad de fusión y asimilación. La representación del judío como un permanente extranjero (y en la Era Nazi, la noción de que es un desecho o sobrante, no querido en los países europeos), lo hace aparecer más bien como una amenaza. A la luz de estos antecedentes y situándose en los años treinta, esta investigadora contrasta la situación de los republicanos españoles en México, que reciben el estatuto legal de refugiados, con la de los judíos que escapan del nazismo, sujetos a cuotas estrictas y sin salvaguardas legales. Esta representación de la identidad como una fusión que conlleva una homogeneidad étnica, religiosa y cultural, bloquea la posibilidad de legitimar la comunidad judía y más aún, si ésta sí está conformada como una comunidad de comunidades. Cuando se habla de los árabes en México hay una mínima confusión, por cuanto en el ámbito judío, muchos de los primeros inmigrantes eran de habla árabe (y al interior de la comunidad, se los suele denominar árabes). Los inmigrantes no judíos de la zona del Levante provienen mayoritariamente del monte Líbano6. De credo católico maronita, abandonan sus tierras cuando se descalabra el Imperio otomano, y luego en una ola migratoria más significativa, entre los

Es necesario situar históricamente la denominación de libanés: “el término ‘liba­ nés’ en este caso [de los inmigrantes entre 1860 y 1920] se refiere a los oriundos del monte Líbano, puesto que el Líbano como Estado independiente no surgiría hasta la década de 1940. Al originario de esta región se le denominó en México ‘turco’ –­debido a que la zona se hallaba, desde 1516, bajo soberanía otomana–, ‘árabe’ –debido a su origen étnico-­cultural-­lingüístico–, o ‘sirio-­libanés’ –desde la iniciación en 1920 del mandato francés sobre aquellas tierras que dos décadas después alcanzarían la independencia como Siria y Líbano” (Bokser, “Semitas en el espacio público mexicano”, 243). 6 

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años 1914 y 1932, siendo en estas fechas muchas familias desviadas desde el país del norte a las costas del golfo de México, por las cuotas inmigratorias. En la actualidad, el pueblo libanés, conformado como república recién en 1943, se está convirtiendo en un pueblo migrante, por sus constantes crisis –entre ellas, la guerra civil desde 1974 hasta 1989, que significó la huida del país de casi la mitad de su población. Los libaneses están fuertemente integrados a la sociedad mexicana. Se ha indicado que un factor clave de su asimilación ha sido su credo maronita, que los arraiga en una misma tradición religiosa con el pueblo mexicano. A pesar de aparecer desfavorecidos en las leyes de inmigración mexicana de los años veinte y treinta, primero por prejuicios contra su actividad comercial como aboneros (supuestamente de poco impacto a nivel económico nacional, además de afectar el comercio local ya establecido) y luego por su condición étnica (árabes del Levante); son aceptados sin grandes reparos (al menos, es la autopercepción que se ha forjado) y por cierto, aparecen identificados y agradecidos con la nación que los acogió. Como dice Anuar Kuri, un representante de la comunidad libanesa en un material fílmico sobre la herencia libanesa en México: “Como agradecimiento a México, le digo a mis hijos que tienen que ser no sólo mexicanos, sino mexicanos de lujo” 7. Junto a este espíritu integracionista –ausente o no visible en la comunidad judía–; aparece también en la actualidad de modo muy marcado un compromiso ético, afectivo y trascendental con Líbano, su historia y sus gentes; todo esto avalado por un trabajo intelectual y comunitario social realizado por los hijos y nietos de inmigrantes. Espíritu que revela la necesidad existencial de incluir en el emblema mexicano del águila y la serpiente, el cedro libanés, con raíces en el Génesis. México, al igual que Chile, no es un país conformado en el siglo xx por inmigrantes (como sí EE.UU., Brasil y Argentina). Ante la cifra de su población (110 millones de habitantes), el número de judíos (40.000) y de descendientes de libaneses (alrededor de 50.000) es ínfimo. Y sin embargo, son comunidades relevantes en el ámbito económico, distinguiéndose además los libaneses en el ámbito político

Testimonio de Anuar Kuri en el videocasete Sabores y sinsabores de México. La herencia libanesa en México, preparado por un grupo de la colectividad libanesa mexicana (2002). 7 

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y los judíos en la cultura. Ambos grupos se insertan desde su llegada en la actividad comercial (los varilleros, todos confundidos) siendo copartícipes más adelante, en otras ramas de la economía nacional, en especial, la construcción, la siderurgia y la producción de plásticos. Al comparar la visión que el mexicano tuvo en el pasado de estos grupos, a la luz de los discursos valóricos de identidad nacional, nos ha llamado la atención el juicio emitido por Judit Bokser Liwerant: El imaginario colectivo los unió, desconociendo las diferencias de condiciones en sus zonas de origen. Sin embargo, mientras que en el caso libanés, a pesar de las restricciones migratorias, la población los recibió con beneplácito y su imagen se convertiría en un clásico del panorama citadino y rural mexicano, el judío, especialmente el europeo central y oriental, fue objeto de cuestionamiento y rechazo (Bokser, “Semitas en el espacio público mexicano”, 228).

La semejanza religiosa y el ímpetu asimilacionista de los libaneses explicarían esta diferencia.

Una comunidad de comunidades y la colmena árabe Judíos en Chile, judíos en México. Hacia inicios de la década de los años noventa, coincidiendo con los quinientos años del descubrimiento de América, la comunidad judía mexicana realizó proyectos culturales de gran envergadura, con la elaboración de dos publicaciones que se constituyen como archivos de la memoria de la experiencia inmigrante judaica a esas tierras. Además de contar con grupos más diversos en cuanto a su procedencia que la comunidad chilena (por ejemplo, los judíos de habla árabe) y de presentarse como una comunidad de comunidades (es decir, como un mundo heterogéneo, de relaciones complejas y discontinuas); ante los ojos de la nación mexicana aparece como un grupo cohesionado en grado máximo. En términos comparativos, la cohesión de la comunidad judía chilena es mucho menor –siendo un signo de ello, el porcentaje significativo de matrimonios exogámicos, cosa que no ocurre en México. Al nacionalismo mexicano le corresponde aquí una tendencia a la formación de una comunidad judía más cerrada, a modo de ghetto

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cultural8. En el caso chileno no hay grandes registros sobre la experiencia de inmigración, ni menos celebraciones y homenajes (como lo constituyen las publicaciones del fin de siglo judaico mexicano). Eso sí, ha habido una mayor visibilidad política de los judíos en la historia chilena del siglo xx, lo cual connota un diálogo más fluido con el Estado-­nación. Señalemos, por último, que en el ámbito de la cultura ash­kenazi, el país azteca es uno de los pilares del idishismo mundial. Antologías poéticas, traducciones literarias al idish de los clásicos hispanoamericanos, compañías de teatro, revistas, periódicos y escuelas avalan esta distinción mexicana. En Chile, el idish tuvo presencia en la comunidad ash­kenazi especialmente durante la primera mitad del siglo xx; pero luego ha pasado al olvido. Palestinos, sirios y libaneses en Chile, de tradición cristiana ortodoxa. Y en México, la gran mayoría, libaneses, de credo maronita católico9. Indudablemente, la religión fue un punto de unión cultural que facilitó la integración de estos grupos a la sociedad latinoamericana. Junto con incluirse activamente en el suceder nacional –con una activa participación política, que aparece ligada al ejercicio de los derechos ciudadanos en nuestras repúblicas, una ciudadanía que en el iliblad estaba ausente–, mantienen fuertes lazos de unión entre sí –es la colmena árabe– y se esmeran por establecer una conexión existencial con su origen árabe. Considero que el conflicto árabe-­israelí y la guerra civil de Líbano han marcado a estos grupos, especialmente a los palestinos y libaneses,

8  En el ámbito literario, en las nuevas generaciones, se escuchan voces críticas y transgresivas sobre el ser judío en México. Gerardo Kleinburg en su novela No honrarás a tu padre (2004) plantea la situación del bastardo judío (aquí, hijo de ash­kenazi y de mujer goi, católica), que sufre la censura de la tradición, quedando fuera del ruedo identitario en el México de hoy. El testimonio más relevante es el de Ilan Stavans, quien escribe una temprana autobiografía en inglés, On Borrowed Words (2001), señalando la nula transitividad de la comunidad judía mexicana: “I felt throughout my childhood that Mexican Jews never made themselves part of the environment” (20). 9  Según datos del Archivo General de la Nación (AGN), hacia 1950 la religión de los árabes en México (incluyendo aquí a los judíos del Levante) era: 60% católicos (probablemente, la gran mayoría, maronita), 20% judíos, 6,2% cristianos ortodoxos, 4,6% musulmanes y 2,1% drusos. Lo común fue que los maronitas, judíos y ortodoxos llegaran a México con la intención de quedarse; mientras que los palestinos musulmanes y drusos siempre pensaron en juntar algún dinero y volver a sus tierras de origen (Marín-­Guzmán y Zéraoui, 89-93).

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generando en ellos una conciencia política y étnica más arraigada. Se supone que a Chile ha llegado un número significativo de palestinos refugiados desde que estalló el conflicto (Agar “El comportamiento urbano de los migrantes árabes en Chile”, 109-110) y en la actualidad ha llegado un grupo de familias palestinas del campamento de refugiados Al-­Tanf, bajo el auspicio del gobierno chileno y con el apoyo de otras instituciones, incluidas las chileno-­árabes10. En fin, las constantes migraciones libanesas causadas por la guerra civil, que continúan hasta ahora, que conllevan grandes flujos migracionales hacia EE.UU., Brasil y Argentina (casi medio millón para cada país; cf. Marín-Guzmán y Zéraoui, 123-124); hacen que la relación identitaria libanesa en Chile y en México se conecte con el presente y futuro de esa nación. La experiencia inmigrante de árabes y judíos en México y en Chile está en directa relación con las configuraciones de identidad nacional en ambos países. Frente a una concepción demasiado homogénea de identidad –singular, unitaria e integral a nivel étnico, religioso y cultural–, surgen a fines del siglo xx actos, discursos y representaciones que permiten una apertura hacia acciones y discursos plurales supuestamente más dialógicos. En México, el levantamiento zapatista (1994) y los intentos de redemocratización de la institucionalidad política, generan nuevas modalidades de reconocimiento para todos los actores sociales. En Chile, la apertura democrática, luego de 17 años de dictadura, ha permitido instalar en la discusión pública la crítica a la supuesta cultura de tolerancia de la tradición chilena. Desde la experiencia del exilio interior durante la dictadura y de los exiliados y retornados, se toma conciencia del alto carácter discriminatorio de nuestra sociedad, y de la urgencia y dificultad de cambiar sensibilidades y actitudes. En palabras de una exiliada retornada: “La tensión está presente en la actualidad frente a la concepción monolítica del chileno como sujeto integrado, con una ascendencia discernible y una filiación

En el mes de abril de 2008 comienzan a llegar 29 familias desde el campamento Al-­Tanf, ubicado en la frontera entre Siria e Irak: 117 refugiados palestinos que se instalarán en Santiago y en las pequeñas ciudades de La Calera y San Felipe, en un viaje coordinado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas (ACNUR), el Gobierno de Chile y la Vicaría de Pastoral Social y de los Trabajadores. Un comité de diferentes sectores de la comunidad palestina chilena está apoyando la inserción e integración exitosa de estos refugiados palestinos, de diversos credos religiosos. Cf. http://www.emol. com/especiales/2008/nacional/palestinoschile (25 de abril de 2009). 10 

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única. La noción de diversidad no está generalizada, pero ha ganado terreno” (Pizarro, 90). Los inmigrantes árabes y judíos y su descendencia nos muestran diversos caminos por los cuales nos podemos reconocer desde un juego de diferencias dentro de un espíritu común. Sin embargo esa comunidad de espíritu no es algo dado, sino que se construye desde la escucha de una alteridad radical.

III.2. Letras americanas: nuevas y antiguas constelaciones

Una vez emprendido el estudio de las letras mexicanas y chilenas sobre la experiencia inmigrante de modo segmentado y particular –­textos judíos mexicanos, textos judíos chilenos, textos libaneses y tex­tos árabes–; presentamos ahora su libre diálogo. Queremos dibujar en el espacio celeste americano una constelación que reúna estos cuerpos celestes, trazando líneas verticales en dirección norte-­sur (México y Chile) y en cada polo imaginar miniconstelaciones. Siendo el eje semántico comparativo la experiencia de la inmigración, hay varios modos de imaginar e instaurar este diálogo: desde la nación, desde cada grupo (los árabes, los judíos) y también, desde poéticas y sensibilidades particulares. No hemos querido sacrificar este ejercicio comparativo a un estricto furor lógico que nos devolvería un esqueleto; más bien, hemos privilegiado la configuración de una descripción didáctica que vaya trenzando los diversos enunciados presentados en los estudios particulares, para conformar una unidad. A nivel expositivo, presentaremos primero los materiales judíos y árabes concebidos en Chile y dibujaremos su diagrama; luego, compararemos los materiales judíos de todo el corpus, para finalmente hacer dialogar el reducido corpus de textos mexicanos libaneses con el resto, privilegiando relaciones entre textos particulares. Desde ya, indiquemos que esta nueva constelación americana exhibe las formas, pensamientos y sensibilidades que nos permiten enunciar un sujeto más creyente de la otredad y una nación definida por fronteras (sicológicas) móviles.

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Sagas familiares y genealogías diaspóricas Recogiendo el mandato ético de la sociedad chilena actual para inquirir sobre las diversas sensibilidades que siempre nos han conformado, ensayaremos un diálogo entre sus voces árabes y judaicas, de las convergencias y divergencias de sus relatos, sus sujetos, sus tradiciones y de las visiones que presentan sobre nuestra nación. Voces inmigrantes que iluminan de un modo melancólico y festivo las mezquindades de la condición humana: la prescindencia del otro, los prejuicios étnicos y religiosos, el daño sicológico; pero también, la búsqueda de una trascendencia ligada al destino de una comunidad –en este caso, a microcomunidades que señalan rutas alternas para el viaje11. Al comparar el corpus de ambas series de textos chilenos, constatamos que comparten el formato biográfico y testimonial en sus diversas variantes (memorias, autobiografías, diarios de viaje); incluyendo aquí normalmente una voz comunitaria, traducida en sagas, cuentos de la tradición y romances nacionales. Existe, por cierto, el ejercicio literario personal; pero nunca es estrictamente intransitivo: está siempre conectado con las certidumbres e incertezas de una filiación comunitaria (la judía, la árabe). Ahora bien, la serie arábiga chilena está constituida por una decena de relatos que desde el presente conforman claramente una unidad, al modo de una teleología (del por qué partieron desde las tierras del Levante, de cómo llegaron a este confín del mundo y de cómo se aguacharon aquí). Estos relatos de la experiencia árabe aparecen de modo intermitente en el tiempo, pero cada texto se eslabona con cierta naturalidad con el siguiente, proponiéndose finalmente como un todo orgánico. Esta serie distingue un texto matriz,

Desde la semiótica de la cultura, rescatamos aquí un planteamiento de Walter Rewar sobre tipologías de la cultura, que subraya la posibilidad de describir grupos humanos que se constituyen desde reglas divergentes de los códigos centrales, marcando así otros límites: “Culture is the arena of interplay between restrictions and transgressions, between the extensión and its limits, between the code and the subcode, all of which emerge from bound areas of differences. A typological description of culture does not imply the description of the dominant culture alone. The notion of the subcode distinguishes the subgroups which have their own codes and coding systems, and which relate to the overall official culture as subsystems relate to systems: they decrease the cultural redundancy created by the reification of either implicit or explicit ­boundaries” (376). 11 

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Memorias de un emigrante (1942), escrito por Benedicto Chuaqui, de origen sirio. La serie judaica es mucho más numerosa: una veintena de textos escritos en su mayoría en los últimos años, coincidentes con la post­ dictadura chilena (es decir, a partir de los años noventa del siglo pasado). Variados relatos de distinta factura irrumpen en estas dos últimas décadas; escritores de diversas edades que hacen memoria al cierre y al inicio de un ciclo: quinientos años del descubrimiento de América (que coincide con el inicio de la diáspora con el edicto de expulsión de los Reyes Católicos); apertura política y cultural en Chile; nuevas posturas del Yo y resurgimiento de microidentidades étnicas y religiosas. Cuatro generaciones convergen en un taller literario de todas las edades: Beinish Peliowski (nacido en 1915 y recientemente fallecido, en 2009), Alejandro Jodorowsky (1929), Marjorie Agosín (1955) y Andrea Jeftanovic (1970), entre otras voces; donde las más jóvenes ensayan una literatura de carácter más experimental. Aun cuando existe un claro hilo conductor en este corpus –la recreación de la memoria judaica que gira en torno a las diásporas y al Holocausto–, su relato no podría representarse como una línea continua (un todo, con principio, medio y fin, según terminología aristotélica); sino como una serie de discontinuidades que bosquejan un paisaje difuminado, sostenido por las voces de una tradición histórica y teológica. No existiendo una causa final evidente (Chile es una casa donde aparecen confundidos el refugio y el desarraigo), el sostén es una causa primera, ligada al acto de recordar y de escribir. ¿Cómo singularizar estos relatos, cómo distinguirlos, cómo titularlos? En el caso árabe, estamos en presencia de una saga familiar y comunitaria, de las increíbles peripecias por las cuales su gente ha debido pasar para conquistar el corazón de los chilenos; una historia de risas y quebrantos que llega a buen fin y que merece ser escuchada por la comunidad nacional, a la cual ahora se pertenece en propiedad. Instalados en el suelo chileno, habiendo logrado prosperar, estos sujetos (inmigrantes, hijos y nietos) aspiran a un reconocimiento simbólico: que su historia sea leída, entendida e integrada como un capítulo (aunque sea menor) de nuestra historia y nuestras letras. Y siendo chilenos en propiedad, también establecen un complejo diálogo con sus tradiciones del suelo natal en el ámbito cultural –y aquí, la voz de la mujer comienza a alzarse en relatos muy recientes, aparecidos en este nuevo siglo xxi.

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Cual grupo de cuentos folclóricos que narran la experiencia del viaje de un héroe comunitario (que en este caso, se contenta con la ruta de ida), esta saga arábiga chilena distingue los siguientes momentos: una Situación Inicial (el iliblad, el terruño: el acogimiento natal); la Partida Marítima (el viaje en barco desde las tierras del Levante, pasando por el estrecho de Gibraltar, para llegar a tierras sudamericanas); el Cruce del Umbral (el heroico paso por la cordillera de los Andes, a lomo de mula y después con el tren trasandino); el Cambio de Nombre (la humillante denominación de turcos); la Tienda (la casa árabe acriollada de estos inmigrantes); los Amores Fieles o Infieles (la difícil elección entre mujeres de origen árabe o chileno: la tradición transgredida); la Adopción (afincarse en el país, único destino); el Regreso Imposible (no hay vuelta atrás) y finalmente, la Escritura de los Nuevos Orígenes (la reflexión sobre las conexiones entre el acá y el allá: las identidades suplementarias). ¿Quiénes son los héroes que animan estos relatos, cuáles sus ansias? Son almas caseras, gentes que anhelan ser bien aceptadas y queridas en la nueva comunidad. En su primer testimonio, el del sirio Benedicto Chuaqui escrito hacia 1942, su autor cuenta sus peripecias en un barrio popular de Santiago de Chile, donde llega a inicios del siglo desde la remota Homs, siendo casi un niño. Son historias del guachito querido, escritas en tono humorístico, que escenifican el prejuicio (cosas de reír y de llorar, como las llama el autor); pero que lo subliman ante la real posibilidad de incluirse en el flujo vital de una sociedad moderna, que otorga una libertad individual difícil de imaginar en las tierras del Imperio otomano. La calle (del precario vendedor ambulante) y luego la tienda son espacios dialógicos y populares, que se abren como miradores hacia un mundo cambiante y variopinto. Chuaqui escribe este relato muchas décadas después de haber llegado al país en señal de agradecimiento. Pero indudablemente, todavía quiere agradar; además de otorgar señas sobre sus orígenes. Quizás ahora, que es un comerciante respetable y un hombre de letras, lo puedan escuchar con más atención. Así, este adoptado por la familia chilena (a pesar de haberse casado con una paisana traída de sus tierras) nos informa sobre su ciudad natal, sus usos y costumbres, y de paso ensaya un amplio repertorio léxico de la lengua árabe. Siendo esta saga celebratoria de la nueva casa; hay sin embargo una novela que descarga toda su rabia sobre la sociedad americana por su espíritu intolerante ante estos extranjeros, que les impide ser felices.

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Los turcos (1961), de Roberto Sarah, narra las vicisitudes de las familias inmigrantes y de sus hijos nacidos en Chile, quienes se presentan como feos melancólicos. Entrarán a la casa chilena en calidad de monstruos, quienes contaminan lazos de sangre, criterios de belleza y también alteran el orden político y social. Si Chuaqui pretende seducir, Sarah agrede a los lectores (chilenos), presentando además la tierra americana como un espacio irredento, donde se sepulta la espiritualidad árabe. Saga del acogimiento árabe que, entonces, presenta aquí una falla en medio de su tejido (falla supuestamente reparada en un tiempo anterior, en el testimonio de Chuaqui); tejido que sin embargo se mantendrá impecable en los textos siguientes, al menos en cuanto a la turcofobia como estigma de estos inmigrantes. Pasadas las primeras pellejerías de la instalación, superada la ola del prejuicio, hacia el final del siglo xx viene la exhibición de un amplio árbol genealógico que muestra las distintas formas de afincamiento en Chile, señalando ahora las rutas de viaje internas americanas –el grupo familiar desplazándose desde Cochabamba a Iquique y las siguientes generaciones, volviendo a zonas andinas o emigrando a la capital y a Valparaíso. Nos estamos refiriendo a la novela El viajero de la alfombra mágica (1991), de Walter Garib, donde se honra al tronco fundador de una estirpe americana mestiza (el buhonero analfabeto que llegó de lejanas tierras y fundó una estirpe criolla). La novela parte el día después de una fastuosa fiesta otorgada por uno de los descendientes de los Magdalani (quien especula sobre el posible ancestro gálico de su apellido palestino), que ha tenido un final desastroso y humillante: los invitados, jóvenes de la aristrocracia criolla, hacen añicos muebles, cuadros y lozas, haciendo mofa del arribismo de esta familia. Desde este escenario se despliega la fascinante historia de la familia Magda­ lani, cuyas ramas más vitales se nutren de historias de amor de descendientes de árabes con gente nativa o proveniente de otras migraciones; sin que ello vaya en desmedro de una raíz plantada en el Levante. Así, a los cuadros pintoresquistas de Chuaqui, que exhiben un muchacho sirio que se gana las simpatías chilenas; le siguen los murales grotescos de Sarah que pintan los rostros desfigurados de los excluidos; para finalmente, en un formato neorrealista con visos mágicos, concluir con un linaje americano, cuyo padre fundador (a la manera de los Buendía) es el esforzado e ingenioso buhonero árabe. Aquí en Garib, se otorga un recordatorio a los lectores paisanos, para que resistan

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la orden de blanqueamiento (ser de orígenes europeos), que cruza por lo demás a la nación chilena desde su fundación. La saga árabe se sigue escribiendo en este nuevo siglo, con la aparición de un nuevo personaje que bien puede dislocar una íntima feliz historia familiar. Ahora la protagonista es una mujer; específicamente, la hija o la nieta, quien vuelve a contar toda la peripecia apuntando ahora la cámara hacia las mujeres de su estirpe. Así, Edith Chahín ha escrito dos textos sobre la identidad de la mujer árabe, de carácter complementario. En Nahima (2001), la autora relata la emigración de su familia siria hacia Chile hacia 1912, fijando la atención en su madre. Desde un formato semejante al folletín histórico, donde se incluye gran variedad de datos sobre la inmigración árabe y su cultura, la autora dota de un pasado heroico a su progenitora. Sin embargo, esta biografía apenas esconde su libre alegato de la hija sobre una generación de madres condenadas al pasivismo femenino, producto de costumbres ancestrales. En la misma fecha en que unos miembros de la familia siria emigran a América, hay otros que se quedan y emprenden las luchas de liberación, contra el opresor otomano. Fadua (2004), de la misma autora, es un relato de aventuras de marcado carácter alegórico animado por una joven loca de amor en busca de la liberación de su amado (líder de la emancipación), que es guiada por una maga en los territorios de la Gran Siria. La pasividad de la mujer es sustituida aquí por el loco amor y la astucia, en un relato de gran inventiva, que se emparienta con las historias maravillosas bizantinas. Constatemos que Fadua (que significa ‘sacrificio’ en árabe) es un personaje montado en la figura de la tía de la autora. Por último, mencionemos el surgimiento de una imagen fuerte (muy poderosa) de mujer, la matriarca árabe –en el Levante y en este confín del mundo–, que es exhibida en la novela biográfica Raíces de arena y olivo (2008), de Alicia Jacob, que gira en torno a una abuela libertaria, posesiva y brutal. Si la saga arábiga se constituye desde su punto de destino, como la celebración de una nueva casa, conformando un relato lineal; los textos judíos siguen una huella, desandando las rutas de su migrancia, en un ejercicio en que se constata la pérdida en medio del deseo de permanencia. Es la persistencia en el origen, sagrada o huérfana, reinventada o denegada. Así, a la saga le corresponde aquí, en la escritura judía, las genealogías diaspóricas, diseñadas en árboles genealógicos y en álbumes de familia.

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Un modelo de árbol genealógico (de raíces diaspóricas) es exhibido en la novela Donde mejor canta un pájaro (1994) de Alejandro Jodorowsky, en la cual la historia familiar se remonta a la expulsión de los judíos de su Sefarad, desandando las rutas de su dispersión en la geografía moderna (los ghettos de Varsovia, el Palio de Residencia en la Rusia zarista, las pampas prometidas argentinas y luego, los conventillos chilenos). Como reza el título de este relato alegórico y surreal, es necesario despejar el origen. Por ello, el personaje autobiográfico (el mismo autor) se esmera en recontar una historia (traumática) comunitaria, la cual le permitirá literalmente nacer hacia el final de la primera parte del libro (esta voz lucha por la unión de sus futuros padres, hasta que los enlaza). Árbol lleno de injertos (el mismo apellido Jodorowsky es un préstamo que le permite a la familia abandonar Ucrania), que expone al lector la faz judía de la Modernidad –persecuciones, destierros–, el daño soportado y su posible reparación desde el pensamiento paródico, anestesia lúdica para una existencia acosada. Novela que compendia la historia de un pueblo, cuyos personajes constituyen no sólo vidas sino también líneas de pensamientos y de emociones encontradas que dialogan con diversas tradiciones judías y que escenifican un sujeto que sólo se alimenta de voces interiores (la conciencia judía), siendo el exterior una especie de cárcel o desierto. Hay libros que presentan sus acciones a la manera de un álbum familiar, coleccionando recuerdos, atesorando pensamientos e imágenes, y rescatando retratos casi esfumados en el tiempo. Es el ejercicio de la memoria desde la recolección de sus fragmentos. Así, en el relato (auto)biográfico Sagrada memoria (1994), de Marjorie Agosín, la hija rescata algunos capítulos de la niñez de su madre Frida, ocupando la primera persona gramatical, como si la acunara (la hiciera volver a nacer, haciendo pública una historia silenciada: el prejuicio sufrido). Una de las páginas centrales de este álbum se centra en la ciudad de Osorno en los años 1936-1938, donde Frida es tratada por las niñas del vecindario como perra judía. Se trata, entonces, de incluir en la memoria el trauma: el estigma constituye la identidad judía, recreándose como una marca sagrada (sagrada memoria). Álbum rescatado del incendio, páginas salvadas que aluden a una historia que se repite (Osorno es un pueblito alemán nazi), retazos robados al espíritu diabólico, al Mal que circunda la condición humana. Indiquemos finalmente que el trascendental apego al origen queda

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revelado en el subtítulo de esta obra: Reminiscencias de una niña judía en Chile. Estos recuerdos de madre e hija (exhibidos en un lenguaje poético que opera como bálsamo de un alma herida) incluyen los recuerdos de muchas generaciones, que repiten tenuemente una matriz original (en clave platónica, el alma judía), la cual nos sostiene iluminando nuestras certezas. Si los árboles genealógicos y los álbumes de familia de estos relatos dan cuenta de un origen trascendental desde una voz comunitaria, los textos de las escritoras más jóvenes se esmeran en crear escenografías que funcionan como sustitutos de los blancos de la memoria y de la imposibilidad de identificarse plenamente con los discursos de la tradición. Existe un sentimiento de orfandad (familiar, existencial, teológica), que hace que el sujeto se conciba como una isla (un individuo) y que busque un soporte existencial desde su destino de artista. Así, ante las supuestas fallas genéticas de las causas naturales, se construyen artefactos que las reparan y sustituyen. Poste restante (2001), de Cynthia Rimsky, es un registro del viaje de Cynthia hacia diversos puntos del mapa mencionados en un álbum familiar que ella compra y lo usa como si fuera el suyo. Premeditado viaje de desencanto, donde se constata la imposibilidad de tocar el origen (se visita también Israel, desde la mirada de una turista mochilera), que le permite, sin embargo, hacer anotaciones y llevar una libreta personal de apuntes, las cuales constituirán la materia prima para la confección de un libro-­objeto a la vuelta del periplo, ya reinstalada en Chile. Hay, por cierto, ansias de infinito, que no son colmadas por los discursos utópicos de carácter teológico o político. Sólo un libro, propuesto como una instalación plástica, que actúa como soporte y remitente. Escenario de guerra (2000), de Andrea Jeftanovic también aparece sustentada por la marca de orfandad, que obliga a la sujeto a inventar juegos que le permitan proyectarse en la vida. Sin sostén afectivo familiar y temiendo repetir situaciones traumáticas (ligadas a guerras y daños sicológicos irreparables, en clave judía), la protagonista de esta novela emprende un viaje hacia tierras paternas marcadas recientemente por el exterminio para despejar parte del puzzle familiar; pero la sanación proviene de otra aventura emprendida, la de actuar un guión y de mantener un cuaderno azul donde se rediseñan roles y personajes. En ambas escritoras, la virtual fragmentación de sus protagonistas logra ser controlada desde el diseño de una obra: la pregunta por el origen es respondida de un modo personal, desde un proyecto artís-

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tico. Respuesta que no es excéntrica a la cultura mosaica –los judíos conformando el pueblo del Libro; aquí, dos textos vanguardistas que dan cuenta de una frágil y evasiva memoria diseñada en tiempos de desencanto. Como hemos señalado, la saga arábiga enuncia a sujetos querendones de la tierra de adopción, salvo excepción: son los caseros, instalados con modesta prestancia en la vecindad. Esta imagen fija contrasta con la del Judío Errante, que acompaña a las genealogías diaspóricas judías; subsumiendo incluso a quienes busquen aquí su acuñamiento final. Las biografías que destacan esta errancia proponen a Chile como un lugar expulsivo, que obliga a los inmigrantes o sus hijos a emprender azarosas rutas de viaje, cumpliendo así con un destino histórico no necesariamente anhelado. Una historia ejemplar es Always from Somewhere Else. A Memoir of my Chilean Jewish Father (1998), de Marjorie Agosín, donde la hija presenta la figura de su padre médico (hijo de inmigrantes ashkenazis), que se ve obligado a renunciar a su trabajo como investigador en la Universidad de Chile por injustas acusaciones políticas en tiempos de las revueltas estudiantiles a fines de los años sesenta, instalándose en Georgia, EE.UU.; habiendo fracasado previamente su posible inserción en Israel. Para los Agosín, la historia de la Humanidad gira en redondo, jugando a desplazar a los judíos, no importando tiempo ni lugar. Relato escrito en español, lengua materna de la autora (que acompaña en su exilio a sus padres), es publicado sólo en su traducción al inglés, como si la errancia censurara también el sitio original de la enunciación lingüística. Texto reivindicativo del padre, que se constituye desde los escasos márgenes que le fijan tanto la cultura católica como la marxista en Chile; y la cultura utilitaria y prejuiciosa contra el latino en EE.UU. (donde se resigna a vivir, enclaustrado en su trabajo y en su célula familiar). De paso, indiquemos que las censuras también ensombrecen la tierra de Israel, donde se le cataloga de sefardita, por hablar español, situándolo en un peldaño inferior en sus derechos para gozar la Tierra Prometida. La figura del Judío Errante adquiere una dimensión singular a través del sujeto exiliado chileno (por la dictadura de 1973 a 1989), como si a través de dramas nacionales y decepciones utópicas, nuevamente estos actores de las utopías sociales se integran a una espiral más amplia de la historia universal, descubriendo su destino de almas migrantes. Un ejemplo de ello es el texto autobiográfico Rumbo al Sur, deseando

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el Norte. Un romance en dos lenguas (1998), de Ariel Dorfman, que exhibe un sujeto dual, tensionado por dos lenguas (inglés y español), y dos sensibilidades (la gringa y la criolla), que se ve obligado a salir exiliado de su querido Chile, al cual había llegado siendo casi un niño. Hijo de una familia inmigrante que transita por el mapa americano con sus ideales a cuestas –sus padres van y vienen de Argentina a EE.UU., alejándose de Perón y desde el Norte al Sur, por el macartismo–, continúa estos viajes verticales, volviendo al Norte. Además de la marca errante, existe otra marca identitaria judía, relacionada con la memoria: nuestro personaje sabe que su destino es contar lo que sucedió (la pequeña catástrofe, eco de las otras). Su acción revolucionaria será la de dar testimonio; así, si no fue elegido para guiar al pueblo (como Moisés), es el testigo que con su palabra restituye las voces marginadas al espacio de lo cotidiano y lo trascendente. Otro rizo de la diáspora en el ámbito del exilio político chileno es presentado en la novela (auto)biográfica Bosque quemado (2007), de Roberto Brodsky. Aquí, un hijo le sigue los pasos a Moisés, un médico comunista exiliado, que parte a Buenos Aires y luego se instala en un poblado perdido venezolano a la espera de la renovación de su título profesional. Solo, abandonado por su mujer, es un desterrado sin grey; aun cuando el corro familiar lo cuide a distancia y el hijo sea el vínculo que entra y sale del país natal, activando también antiguas alianzas al compartir con la rama argentina de la familia (en realidad, con lo que queda de ella, por la llamada Guerra Sucia de fines de los años setenta). Novela también del retorno, que señala el daño que se debe soportar en esta vida en tránsito: el padre muriendo arrasado por el alzheimer (su memoria, un bosque quemado) y el hijo, tomando conciencia de la orfandad existencial de las generaciones más jóvenes –mundos sin utopías sociales y sin amor; con miedos instituidos y donde las cosas no están en su lugar, como en los textos de Rimsky y de Jeftanovic. Paradójicamente, aquí la huella del Judío Errante abre una expectativa de inserción en una tradición, la hebrea, que otorga nuevas esperanzas al escribiente. Uno de los rasgos centrales compartidos en la experiencia de árabes y judíos es el prejuicio hacia ellos, que acarrea un daño simbólico que afecta y conmueve sus identidades. La turcofobia y el antisemitismo marcan estos cuerpos desde su arribo: es la cicatriz del origen, la marca edípica de reconocimiento que a veces se esconde vergonzosa-

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mente; pero en otras se ostenta de modo desafiante, enrostrando así a los otros su ceguera. ¿Cómo es enunciada esta experiencia dolorosa? A modo de broma, Chuaqui el memorioso recuerda las alabanzas que le hacían las vecinas en un barrio popular santiaguino a ese muchacho trabajador y de hermosos ojos venido de Siria: “La verdad es que usted no parece turco” (144). El enunciante expone las provocaciones y menoscabos en chistes, como si todo se debiera a un juego de niños. Lo común es que no dude en ponerse en situaciones tragicómicas, donde sale mal parado. Son los chascarros didácticos, breves cuentos que hacen reír a la audiencia; pero que también contienen una enseñanza: exhiben el ingenio y la entereza de este inmigrante. En Sarah, el humor es sustituido por la crueldad, y las caras alegres y optimistas por la rabia y la melancolía. Los sujetos se tornan feos, exhibiendo voces estridentes y jorobas, y cuando son apuestos y orgullosos, la comunidad chilena raya sus afiches, deformando sus facciones. Existe aquí un gesto de rebeldía, que no puede evitar cierta autocensura. Se denuncia la mirada prejuiciosa de los nativos sobre los árabes, enunciando también la sorpresa y el autocastigo que esto conlleva en los agredidos. Finalmente, en los textos más recientes, el testimonio sobre la turcofobia tiende a desaparecer, como si el cuerpo inmigrante árabe –­luego de un tiempo– haya cambiado de piel, reparándose así el daño. No es el caso judío, en el cual el prejuicio aparece incorporado como un dato que constituye a este pueblo diaspórico. Aquí, los textos paradigmáticos son los de Agosín y de Jodorowsky. Al “turco de m…” (traducción del voceo “cosa tenda” del muchacho ambulante, en un chascarro de Benedicto), le corresponden las frases “judía de mierda” y “judía de mierda, asesina de Cristo”, recibidas por la niña Frida en el tranquilo poblado de Osorno hacia los años treinta. La rabia en Agosín es envuelta en un texto de gran poeticidad, como si la forma expresiva quisiera acunar la agresión sufrida. Siendo el catolicismo una de las fuentes del prejuicio, existe una escenificación humorística de muchas creencias populares enraizadas en nuestro suelo americano: la empleada llevando a bautizar a la niña judía para que no le salgan cachos en la frente y el trasero; la niña sintiendo correr el agua bendita como si fueran orines. Humor supuestamente infantil, que va unido al humor escabroso que alude a las miserias del Holocausto: la visión de la esplendorosa dentadura de oro de la señora Schpirman, que viene escapando de un pueblo de Polonia.

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Jodorowsky presenta el sujeto moderno judío como un cuerpo lleno de injertos: cuerpo quemado, a medias comido, remendado; el cual se reconstituye desde la capacidad lúdica que demuestra la tradición judía para rescatar su ser desde la parodia de la vida humana. Cada personaje constituye un conjunto de pensamientos y emociones sobre cómo vivir la religión y cómo sobrevivir en medio de una Modernidad que juega a destruir al pueblo judío, desde el famoso edicto de 1492. Lo sorprendente en este autor es que todo lo da vuelta y deconstruye (comunismo, anarquismo, catolicismo), incluyendo el mundo judío. En el caso del cristianismo, tal como en Agosín, su discurso opera como un acto de identidad plena de reafirmación judía; en su caso, desde un lenguaje desenfadado que bordea la blasfemia, como en aquellas escenas donde aparece un Jesús penitente que recorre los caseríos sureños chilenos cual pícaro mendicante, enunciándose de paso una serie de chistes sobre la conveniencia del peso de la cruz. Vivir en Chile (en la nación chilena) conlleva en estos inmigrantes un cambio en la vivencia de sus tradiciones antiguas. El espacio simbólico de la nación se abre a la experiencia inmigrante como un juego de identidades en que se amalgaman nuevos deberes que desafían antiguas prohibiciones que desde el aquí, se descubren como lastres. ¿Cómo ser chilenos sin negar su ascendencia arábiga? ¿Cómo mezclarse con la gentilidad sin abolir el sagrado vínculo judío? La novela de Garib se propone como una alabanza del mestizaje americano, enriquecido con las raíces del Levante. Así, paradójicamente, los matrimonios entre los hijos de inmigrantes de distintas proveniencias (alemana, española, chola) son los que garantizan una relación cultural y afectiva con el iliblad; mientras que las uniones forzosas entre los de la misma procedencia levantina, además de infelices, generan ambivalencia –recordemos: se inventa un blasón galo. América seduce al árabe aventurero y éste funda aquí su nuevo hogar, contra la prohibición antigua de no abandonar la tierra natal y procrear con extrañas. En la serie de textos judíos, encontramos también una celebración del mestizaje en la novela Las jaulas invisibles (2002) de Ana Vásquez-­Bronfman, desde el cruce de dos voces culturales marginadas: la indígena mapuche y la ashkenazi, ambas en clave femenina. La utopía de cambio social mueve aquí los hilos de la anécdota, entrándose en polémica con tradiciones que limitan la libertad de la mujer. No en vano ya desde su título, esta novela reclama por otros límites dentro de la tradición judaica.

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La ley patriarcal que asegura la subordinación de la mujer al rabino, al padre y al esposo es afectuosamente parodiada en los relatos de Sonia Guralnik, que presentan de un modo patético y cómico los arreglos de los enlaces matrimoniales (con los enredos de la dote). Ahora bien, en el caso del nuevo hogar chileno, son comunes las rebeliones de las casaderas (que anhelan casarse por amor) e incluso, a nivel moral, se llega a expulsar a un rabino, por su prédica arcaica. Miradas de mujer, miradas alternas. En los escritos judíos, la mujer aparece como la tejedora de una tradición que vuelve sobre sus pasos (la cascada de voces femeninas que aúna a Marjorie con su linaje materno), como su cuidadora pero también como virtual transgresora de prohibiciones patriarcales y también como una artista contemporánea en busca de su identidad personal. En los escritos árabes, la mujer recién comienza su entrada en escena, mostrando sus valores y su vida cotidiana, rasgando la intimidad familiar para dar cuenta de sus rabias y frustraciones. Un comentario final sobre estas voces inmigrantes: en sus diversos registros, rescatan el sesgo popular y local de nuestra sociedad, al atraer a sus gentes desde los márgenes donde naturalmente habitan: los vendedores callejeros, como ciudadanos libérrimos en el Chile del Centenario (en Chuaqui); los andantes de las procesiones religiosas nortinas, creyentes católicos de las vírgenes andinas, confundidos con los anarquistas y comunistas que se comportan como fanáticos religiosos (en Jodorowsky). En la memoria árabe, el buhonero subiendo y bajando los cerros de Valparaíso; en la mosaica, la extrañeza de sentirse hermanado con otros seres marginales, ocupando rincones de mínima seguridad. Para los árabes, una nueva casa; para los judíos, otro antiguo refugio; para ambos, una identidad chilena que se constituye desde la crisis, es decir, desde la posibilidad de su cambio y renovación cíclicos.

La fe del recuerdo, los cobijos En la constelación americana, dibujemos una línea vertical que señale una persistencia áurica entre dos cuerpos sagrados: el judío chileno y el judío mexicano. Ambos aparecen sostenidos desde el acto trascendente de hacer memoria ante la amenaza constante de la desaparición de sus huellas. Es un ejercicio recreado desde la casa americana, es-

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pacio de acogida donde se renuevan las tradiciones judaicas (sentidas muchas veces como una jaula invisible, en especial, en cuanto a la subordinación de la mujer en el hogar y en el templo); pero donde también se alojan y se reproducen orfandades y daños antiguos. Al comparar los dos puntos de esta constelación, el del norte aparece marcado por al menos dos lenguas, con trazas de otras que retoman los idiomas de los orígenes diaspóricos. En México, la primera generación escribe tempranamente en idish –recordemos la antología poética Drai Vegn (Tres caminos), publicada en 1927– y ensaya traducciones de algunos clásicos americanos a ese idioma –la novela Los de abajo, de Azuela, y los poemarios de Neruda sobre la Guerra Civil Espa­ñola. Así, el idish se instala como una primera letra ineludible para los escritores judíos ashkenazis. Por el contrario, en Chile casi no hay registro de una escritura en idish; lo cual no implica que los primeros inmigrantes no hayan evocado sus vivencias de sus tierras natales: lo han hecho en la lengua (de adopción) española12. Algunos han escrito siendo muy jóvenes, pocos años después de arribar a este confín del mundo, demostrando gran sensibilidad lingüística; mientras otros se han demorado toda una vida para finalmente escribir sus memorias, volviendo a visitar en la escritura los enclaves de su niñez. La siguiente generación mexicana está compuesta casi exclusivamente por mujeres escritoras, quienes recrean la memoria mosaica desde el español (que en su caso, ya es la lengua materna). Sus escritos, que aparecen en escena a partir del último tercio del siglo xx, conjugan anhelos comunitarios y sensibilidades particulares, siendo el registro biográfico y testimonial el más frecuente. Estas voces surgen en el fluir de las voces marginadas (en especial, en su versión femenina: recordemos los testimonios americanos de Domitila y Rigoberta y los textos sociales que aluden a la “reina del hogar”) y de la conmoción social y valórica de Tlatelolco, que marca a la sociedad mexicana con un sino de violencia ritual donde se sacrifican sus ímpetus creadores. De esta generación privilegiada de mujeres –que forma parte de la gran tradición letrada mexicana–, consideramos que la obra de Angelina Muñiz-­ Huberman, en su conjunto, más los relatos genealógicos de Margo

12  Una tarea pendiente en el ámbito de los estudios culturales judaicos sobre Chile es la búsqueda y clasificación del material idish producido allí en el siglo xx (y principalmente en su primera mitad); pues existen algunos desperdigados en las bibliotecas. Falta un trabajo exhaustivo que despeje ese mínimo corpus, amén de su traducción.

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Glantz, los rezos poéticos de Gloria Gervitz y las plegarias teológicas de Esther Seligson son, entre otras voces, de gran actualidad y trascendencia en las letras americanas. Si hacia 1990, fecha que marca el fin de diecisiete años de dictadura en Chile, alguien hubiera inquirido por los escritos de los inmigrantes judíos; hubiera encontrado con gran esfuerzo dos o tres textos publicados hace cincuenta años o más. Pero si se hubiera inquirido por una literatura de sesgo étnico, la respuesta sería la misma. En el caso de la literatura que gira en torno a la mujer, había un material publicado a través del siglo; pero su circulación era marginal, no habiendo grandes registros en antologías y estudios. El fin de siglo chileno –periodo de la transición democrática, cuyo inicio coincide con la caída del Muro de Berlín– convoca una serie de voces, discursos y sensibilidades que estaban desplazadas por un orden cultural hegemónico; pero que se mantenían en estado virtual incluso mucho antes del comienzo de la dictadura, en 1973. La vivencia de la alteridad, la fe en las sensibilidades particulares, el ejercicio de la diversidad cultural; en fin, la necesidad de recrear nuevas ciudadanías y de repensar la noción de utopía al margen de la noción de revolución; todo ello respalda y acoge una serie de prácticas culturales que en el caso de la literatura implica la emergencia de un corpus judío, que dialoga con series de textos culturales vinculados con la migrancia, lo vernáculo y la identidad nacional en el ámbito de la denominada aldea global. Así, en este punto sur del cielo americano, descubrimos una pequeña constelación, cuya luminosidad se extenderá por mucho tiempo. Como ya ha sido señalado, todas las generaciones (de todas las edades, hombres y mujeres por igual) coinciden en un mismo ejercicio memorioso sustentado en biografías, memorias, diarios de vida y cuentos comunitarios; desde las novelas biográficas de Beinish Peliowski escritas en los últimos lustros de su vida (1915-2009), pasando por las alegorías surreales de Alejandro Jodorowsky (1929), las voces duales de madre e hija en Marjorie Agosín (1955), hasta las páginas huérfanas de Andrea Jeftanovic (1970) –todo desplegado de una sola vez en el cierre y la apertura de un nuevo siglo. Siendo el grupo judío en México una comunidad de comunidades –que reúne a gentes de diversos orígenes geográficos, étnicos y sociolingüísticos–, los de proveniencia sefardita alojan en sus escritos en español frescas huellas del judesmo (yudesmo o ladino), que circula libremente en los hogares en el habla de los mayores. Así, la casa espa-

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ñola mantiene intacta aposentos antiguos para iluminar lo cotidiano, como ocurre en las novelas de Rosa Nissán y de Vicky Nizri. Y de un modo más débil, aparecen también en la familia de los árabes (judíos del Levante, que hablan esa lengua), muestras lexicales arábigas, que están adscritas como restos de la memoria inmigrante, como en la novela de Jacobo Sefamí donde acompañamos el duelo de diez días por la muerte del patriarca de la casa shami (originarios de Damasco). En el corpus chileno reina el español desde un inicio. Habría que esperar una tercera generación mexicana (nietos de inmigrantes), para escuchar a los escritores hombres –estamos pensando en Jacobo Sefamí, Ilan Stavans y Gerardo Kleinburg–, que escenifican la crisis de identidad judía en la actualidad, proponiendo diversas alternativas. En el caso de Stavans, escribe una temprana autobiografía en inglés, desplazando el origen hacia otros territorios. En el caso chileno, mencionemos que la enunciación de la identidad no conlleva el gesto de desafiar la lengua española como acuñación; ensayándose el bilingüismo –Ariel Dorfman escribe personalmente sus memorias dos veces, en español y en inglés–, o la traducción –Marjorie Agosín escribe una biografía de su padre en español; pero se publica en inglés. Nudos y misterios anglosajones… La literatura judaica mexicana recrea los orígenes desde varios escenarios: se revela como una escritura del fundamento, ligada a un lenguaje sagrado o a una tradición literaria; como memorias diaspóricas, que recolectan pedazos de vida y pensamientos, al modo de Isis con el cuerpo de Osiris, para rescatarlo del Mal; y como vivencias de una nueva casa, en el ámbito familiar y lingüístico. Hay textos de marcado carácter religioso, no sólo porque ligan directamente al sujeto con la divinidad (re-­ligare); sino por su forma cultural: son plegarias, invectivas, rezos, lamentos. En La morada en el tiempo (1981), de Esther Seligson, se nos exhibe la congoja humana ante la mudez divina, presente desde el origen: “Necesidad constante, incansable, de verificar que el espacio no es un vacío sino una plenitud divina” (102). Plegarias denostativas, de recriminación y de ansias de reconocimiento: “¿Qué puede toda la fatiga del hombre frente al orden inmutable del cosmos? ¿Y qué necesidad tiene el Absoluto ni de los esfuerzos ni de los fraudes humanos? Las preguntas se elevan sin respuesta” (33). Gloria Gervitz titula uno de sus poemarios Yiskor (1987), oración por los muertos (viene de la raíz hebrea zajor, que quiere decir ‘recuer-

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da’). Una hija ora ante el cuerpo de su madre, para acogerse en ella y en el corro femenino. Ser una con la madre sagrada, recuperándose para siempre de toda pérdida y disgregación: “Duermo en la memoria” (44). Lenguaje prístino y sin embargo, lleno de resquemores y culpas, que hace que el poema se presente como un fragmento. Dudas ante la morada misteriosa: “¿Qué recuerdan los muertos?” (93). Existe otra dimensión de la escritura del fundamento, ligada a una reapropiación de una morada cultural, Sefarad (la España judía, la raíz de España), mediante la recreación de una tradición literaria; pero ahora en su versión sefardí. Este maravilloso proyecto es realizado en la vasta obra de Angelina Muñiz-­Huberman, que cruza antiguos y nuevos destinos diaspóricos, con cuerpos especulares que transitan por conventos españoles del siglo xvi, por las devastadas calles madrileñas de la Guerra Civil Española y dan vuelta cual feto en un auto por la circunvalación de la actual Ciudad de México, cruzando sus destinos. La España católica es vuelta al revés, al ocupar sus modelos literarios con sujetos que no le corresponden: autobiografías de monjas criptojudías; libros de viajes de mercaderes rabinos que realizan un recuento memorialístico de lugares, lenguas y costumbres semitas en el mapa del Mediterráneo; una pareja de muchachos judíos que parte a Tierra Santa en medio de las persecuciones desatadas por los Reyes Católicos (se incluyen en un grupo de romeros católicos en peregrinación al Santo Sepulcro); un pícaro sefardí recorriendo Europa en plena época nazi. Diáspora, exilio interior, autocensura y trascendencia. Lo sorprendente es que en estos relatos los sujetos se desdoblan, viviendo en distintos tiempos: la voz de una monja criptojudía del siglo xvi (sombra de Santa Teresa) es intervenida por la voz de una niña judía, hija de republicanos refugiados en México; y ambas voces tienen su filiación en la voz escribiente, quien se representa escribiendo en su cuarto, cual si fuera una celda conventual o un cuarto infantil. En fin, una joven huérfana de patria (su español no se asienta en el México nacionalista ni en la España católica franquista) imagina historias que la remontan a los romances caballerescos, mientras viaja en auto por una ciudad fea –el D.F. hostil para el refugio de extranjeros. ¿Cómo se constituye una memoria diaspórica? Más allá de un lenguaje reminiscente de formas religiosas y de la recreación de la tradición cultural hispánica en clave sefardí, están los cotidianos talleres de vida y de escritura donde se aúnan los recuerdos dispersos familiares, signos de una comunidad. Aparece primero la recolectora de gestos,

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objetos y ceremonias, como en La bobe (1990), de Sabina Berman, donde la abuela es rescatada desde imágenes íntimas, alejadas de lo espectacular; así, de sus recuerdos de guerra, surge esta nimia visión, recortada desde la ventana del transiberiano: “el campo está verde, muy verde, el invierno recién se acabó. Y en el campo verde, allá lejos, hay tres vacas blancas. Tres vacas gordas pastando. Como tres bolitas de nieve. Y yo saco mi pañuelo por la ventana y les digo adiós, adiós” (32). Ahora bien, teniendo en cuenta la fragilidad del recuerdo y más aún, en el caso del pueblo judío, cuyas historias de vidas se constituyen de modo fragmentado; el recuerdo de la tierra natal y de las experiencias allí vividas pueden recrearse desde la escena teatral, donde los mayores jueguen a recordar. Es lo que Margo Glantz les pide a sus padres –judíos venidos en los años veinte desde Ucrania–, al entrevistarlos, invitándolos a que improvisen sus recuerdos en una performance que podrá tener todas las variantes que los olvidos y las culpas exijan. En Las genealogías (1981) el pasado se concibe en pedazos (cachitos de papel), algunos de los cuales se rescatarán en pedazos de conversación, conformando un coro de voces reunidas en un texto filial escrito en español y asentado en una casa inmigrante que se quiere dual. Finalmente, habrá textos que se colocan en una instancia de borradura, que antecede y determina la memoria judaica. ¿Cómo luchar contra las censuras que están en el origen de la Humanidad, de las cuales el individuo toma conciencia en situaciones límites de abandono y destrucción? En Las visitantes (1989), Myriam Moscona nos hace volver la cabeza junto con la mujer de Lot para regresar a lo reprimido: es el reclamo ante el abandono, que en el presente nos inunda para abrazar esa imagen (esa vida, esa ciudad, esos sueños): “Un giro a la mitad y asestaste al punto. / Todos han muerto. / Tus hijas partieron sin decir adiós. / Pensaste en tu ciudad / en los campos incendiados / que jamás florecerían” (poema “La mujer de Lot no tiene nombre”, 20). Es el llamado de las mosconas, para volver a cursar los mares para buscar y juntarse con sus antepasados –el poema continúa así: “Nadie te liberó. / Tampoco los ojos encontraron paradero. / No permanecerás sola. / Pájaros nocturnos bajarán / Lot estará llorando. / Volverá después, te lo aseguro” (20). Un anhelo de pertenencia. Al comparar esta serie de textos mexicanos con la serie judía chilena, constatamos que recrean una memoria diaspórica atendiendo a una experiencia comunitaria. En el caso chileno, es más sostenido el es-

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fuerzo de trazar amplios árboles genealógicos y de componer ­álbumes, como un modo de regenerar continuidades y aglutinar vidas dispersas. No hay un ejercicio con formas expresivas ligadas a lo trascendente (al modo de rezos y plegarias, que otorgan un sesgo más teológico al material mexicano); aunque sí hay una escritura –la de Jodorowsky– que se propone recontar la historia de la Modernidad desde la experiencia judía, de menoscabo y trascendencia, en su errancia desde el edicto de expulsión de 1492. Si Muñiz-­Huberman recrea las raíces sefarditas de la cultura hispana, enunciando un nuevo fundamento en el ámbito de los signos; Jodorowsky saca a la luz el reverso del espíritu ilustrado y utópico de la sociedad moderna, grabando una genealogía judía diaspórica que a pesar de los abusos, se sigue sosteniendo gracias a su capacidad de reinvención espiritual, sostenida en sus tradiciones. Con la escritora mexicana releemos la tradición literaria española como una cita sefardita; con el chileno, entendemos el mundo como una historia trágica contada con el humor de los cuentos crueles que animan el folclore judío. Señalemos aquí que en el relato comunitario chileno, el cuerpo comido y abusado semita es transfigurado en un ejercicio de sublimación cultural a través de una escritura paródica, que pone en crisis todo el sistema de signos que nos sustenta. Es la parodia judía, en la cual también se enuncian de modo gracioso y desmedido los límites de sus propias tradiciones, como si todo estuviera fuera de lugar. Personajes huérfanos, mexicanos y chilenos, vuelven su mirada hacia la celebración de una cultura con una entonación particular, la mosaica, constituyéndose en un abigarrado relato sobre los orígenes. En la lectura de ambas series, aparecen las recolectoras de recuerdos, recortadas en pedazos de relatos dispuestos en escenas, viñetas y retratos. Aquí las voces más semejantes son las expuestas por Sabina Berman y Marjorie Agosín, que sitúan su enunciación en el espacio de la infancia, atesorando la imagen de las mujeres mayores (madre, tía, abuela). Los recuerdos se transmiten por vía materna, por lo cual en el relato mexicano, la Bobe prepara una cena de shabbat antes de morir y sus nietos comerán de ella en celebración del luto; mientras que la hija Marjorie encarnará la vida de su madre, como suplantándola, haciéndose una con ella mediante el uso de la primera persona singular (que se torna comunitaria). La memoria como un baúl de recuerdos, una colección poética de gestos y pensamientos; pero también de objetos cotidianos que circulan en el hogar y que han sido traídos y llevados

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como trozos de natalidad. Rasgos que constituyen otros relatos ­judíos, como los de la chilena Sonia Guralnik, cuyo índice de su novela Para siempre en mi memoria (2000) registra invaluables tesoros hogareños: “Vasos de cristal para el té”, “Mantel de granité”, “Como en los antiguos palacios de Rusia”. E incluso, tiene un libro de cuentos titulado El samovar, en torno al cual se cuentan historias lejanas. En la serie judaica chilena las voces comunitarias que recrean un origen trascendente tienden a difuminarse o atenuarse en los escritores más jóvenes, donde surge una voz individual apenas parapetada por una historia familiar, por lo demás muy silenciada. Los escritos de Brodsky, Jeftanovic y Rimsky presentan seres que se constituyen al margen de las utopías sociales y teológicas; seres sin amor de cuna que organizan sus vidas a través del taller artístico. Por cierto, existe una búsqueda (lazos familiares y también judíos); pero es una búsqueda desamparada. En sus casos, descubren una orfandad primigenia en tiempos de la postdictadura, marcada por cierta anomia. La serie mexicana también registra cambios de sensibilidad en el ámbito generacional; pero aquí las búsquedas tienen un sesgo más religioso: se trataría de cómo vivir el ser judío de modo más genuino. Así, se plantean posturas transgresivas, pero dentro de la dinámica de la renovación tanto de la tradición judía como de la nacional. Unos lucharán por entrar al ruedo del judaísmo sin sufrir el estigma de la bastardía (el guacho hijo de judía y de mujer goi en Kleinburg); otros cambian de país y de idioma para gozar sin culpas de la Tierra Prometida (a ticket to salvation, en el paso de la frontera de Stavans); y también habrá quienes vuelvan la mirada hacia los ritos que otorgan identidad a la familia judía del Levante (los nietos celebrando el luto por la muerte de un patriarca de la casa shami en Sefamí). ¿Qué hay de los nuevos lugares de acogida? ¿Concurren allí también antiguos asentamientos? Está la casa mexicana de la hija de inmigrantes ucranianos, de Margo Glantz, quien recorre las calles de la Ciudad de México ensimismada en su palimpsesto: “Yo he vivido varios cambios [de nombres de las calles]: el de San Juan de Letrán y el del Niño Perdido, que se llaman profana y llanamente eje vial Lázaro Cárdenas” (Las genealogías, 165). Y en su casa, junto a un candelabro antiguo de Jerusalén, se alinean unos retablos, monstruos de Michoacán y la pasión de Cristo con sus diablos incluidos. No obstante, su libro tiene otro sustento: la casa de sus padres Lucia y Nucia, quienes la habitan como si estuvieran ensayando una obra teatral en idish, con sus ademanes y dichos típicos.

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La casa sefardita se distingue por el rol subordinado de la mujer, a quien se le pide que sea la reina del hogar. Las novelas autobiográficas de Rosa Nissán se proponen como una parodia afectiva de la familia sefardita, retratando con humor travieso la educación sentimental de las niñas sefarditas: novia que te vea, hisho que te nazca –títulos ­significativos de sus novelas, publicadas en los años noventa. Hogar que mantiene el arrullo del yudesmo, habla que irrumpe naturalmente en la vida cotidiana deslumbrando nuestros oídos. Existe otra novela, de carácter biográfico, Vida propia (2000), de Vicky Nizri, donde la casa yudesma sigue acogiendo a sus huéspedes desde un amplio repertorio de diálogos, cartas, refranes –isha kresida, ansia doblada–, canciones infantiles, amén de breves citas bíblicas que presiden cada capítulo. Aquí el yudesmo acompaña a la familia por sus rutas migratorias, desde Monastir a Temuco y a Ciudad de México, constituyendo la más clara marca identitaria afectiva de este grupo. Este relato es un duro alegato sobre la subordinación de la mujer a la voz de las autoridades masculinas, llegándose a plantear que: “Los hijos son de Dios, las hijas de los hombres” (178). Es que una hija viaja engañada desde el sur de Chile con la ilusión de conocer Nueva York; pero queda estancada en México gracias a un arreglo matrimonial prefijado dentro del hilván de la misma comunidad diaspórica sefardita: “una trampa, una astucia urdida por expertos mercaderes. Zurcido invisible” (109). Texto realista crudo, tiene la singularidad de enunciar la presencia masculina (padre, tío, esposo) como un tronco masculino débil: víctimas de pequeñas tiranías dictadas por ellos mismos que los hacen infelices, condenando de paso a la mujer a la subordinación y el extrañamiento. El testimonio femenino contra las tradiciones patriarcales judaicas es sostenido tanto en la serie chilena como en la mexicana, adquiriendo diversas modalidades y expresiones. Uno de los aspectos valóricos cruciales de La bobe de Sabina Berman es la temprana tensión generacional entre la pareja inmigrante y su descendencia femenina, que se niega al rabinato, a su humillante posición lateral en la sinagoga y a las siete vueltas de la novia en torno al prometido en señal de obediencia. Acaso en contra de la enseñanza de los libros religiosos hebraicos, la Bobe (la abuela ashkenazi) es rescatada por su capacidad de sentir y transmitir la devoción por su sola presencia: ein sof (en hebreo, sin fin), que santifica los espacios cotidianos. A su vez, toda la obra de la chilena Sonia Guralnik está compuesta por un conjunto de historietas sobre el matrimonio y sus graciosos y también dolorosos desenlaces:

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padres mandando fotos trucadas a ultramar para casar a hijas enanas, hermanos eligiendo en un tren de guerra a un joven melancólico, lector de la Torá, como novio para su hermana; hábiles casamenteras, viudos tacaños y contrapartes que exigen contundentes dotes. En un festivo cuadro de costumbres, en Los dolientes (2004) Jacobo Sefamí nos abre la casa shami (originarios de Damasco, de habla árabe) para que presenciemos la ceremonia del duelo familiar, por la muerte del padre, un comerciante hijo de inmigrantes judíos orientales. ­Durante los diez días de luto, vemos desfilar a la numerosa familia shami, sonriéndose con las dificultades que tienen los más jóvenes por seguir los protocolos y poner firme atención a los rabinos. Se exhiben aquí las trayectorias de los hijos (todos varones), que revelan los diversos caminos que las nuevas generaciones toman en la vida: el mayor sigue la tradición (se dedica a los negocios, se casa con una damas­quina y sigue laxamente los ritos); pero los del medio –más insatisfechos con un orden convencional– emprenden nuevas búsquedas tanto en el ámbito nacional como judío: abandonan el comercio y se dedican a la música, se casan con mujeres goi, viven en kibutz. Búsqueda errática, que no logra resolver su inserción en la familia y el país y que –­sospechamos– los sensibiliza para volver a las raíces y retomar ritos que forjan un espíritu singular. Consignemos que el duelo coincide con las celebraciones patrias mexicanas, superponiéndose ambos calendarios: la muerte de Simón Galante ocurre un 16 de septiembre de 1996; sin embargo, para el protocolo judío, su deceso ocurre un viernes, en vísperas del shabbat, el 3 tishrei 5757. Ningún personaje de la novela (que incluye una cincuentena de voces, que se ríen, hacen chistes y son presa de malas habladurías) se acuerda del Grito de Hidalgo, que se ejecuta ritualmente desde el palco presidencial en esta fecha ante una multitud que colma el Zócalo13. Texto que incluye un glosario de palabras en árabe y hebreo, con sus respectivas traducciones, como una invitación a gozar con una tradición renovada: un llamado de atención para no olvidar

13  Grito que nos evoca aquel otro escuchado en la novela mexicana naturalista S­ anta (1903), de Federico Gamboa, que sella de modo rotundo el espíritu mexicano, haciendo incluso estremecerse al Jarameño, el torero inmigrante andaluz enamorado de la joven prostituta Santa. Recordemos que además del espacio del prostíbulo, el otro espacio privilegiado en esta novela es una pensión habitada por inmigrantes españoles, que ya no están sustentados por el Imperio.

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el legado oriental, incluyéndolo como marca indeleble en la identidad mexicana. Es la paidea damasquina, que llama a “respetar las costumbres legendarias de la comunidad” (56). ¿Cómo habitar con propiedad el ruedo judío? En No honrarás a tu padre (2004), Gerardo Kleinburg, tercera generación ash­kenazi, enuncia la casa bastarda, habitada por un hijo de judío y de madre goi. Sujeto no reconocido por la tradición patriarcal (avalada por las voces matriarcas de la estirpe), se constituye desde la vivencia traumática del rechazo paterno en distintos ciclos de su vida y desde una serie de ritos (de simulaciones) que pretenden subvertir esa instancia de negación. Casa que se rearma en parte gracias al reconocimiento que logra el guacho de sus (medias)hermanas judías; pero que queda a la intemperie ante una prohibición ancestral. Novela obsesiva que muestra al judío paria y también novela ensayística que da argumentos teológicos para modificar los márgenes de la cultura del llamado pueblo del Libro. A la casa shami y a la bastarda, se le agrega otra que niega en un solo movimiento el país y sus gentes ashkenazis: the Jewish home at New England. Ilan Stavans, otro escritor de la tercera generación, escribe una provocativa autobiografía en inglés, desautorizando la experiencia judaica mexicana (y de paso, también, la vivida en lengua española). Stavans emigra de su casa mexicana hacia el país vecino; pero a diferencia de sus antepasados, se va del país natal por voluntad propia, para sentirse más judío. English, a ticket to salvation; Nueva York, “a place where my Jewishness was valued” (22). Cual Lot, es alguien que abandona lo natal sin mirar hacia atrás, y sin un sentimiento de pérdida: “I did not suffer” (22). Contra la familia (que reparte mal sus afectos), contra los usos y costumbres de los ashkenazis en México (que viven voluntariamente en ghettos, sin generar ningún diálogo con sus connacionales) y contra el mismo español de la madre patria (Spanish: an imprecise language); se resignifica en otro idioma: On Borrowed Words (reza el título de su testimonio, escrito en 2001). Las casas de la escritura mexicana –en especial la de las últimas generaciones– se inscriben en un discurso trascendental sobre el ser judío. En el caso chileno, el sujeto histórico se ampara en la imagen del Judío Errante y en los más jóvenes, en sus individualidades que tienen un soporte en un proyecto literario. En cuanto a otros acogimientos lingüísticos –en realidad, Stavans ha estudiado idish y hebreo, que conforman su enciclopedia teológica–, quienes son ­bilingües, se ­aferran al

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español como una lengua poética que sublima el Mal (Agosín) o escriben también en él para experimentar una dualidad –­Dorfman, que escribió un mismo testimonio en dos lenguas, reconociendo dos sensibilidades y un hibridismo cultural americano vivido desde la tensión norte-­sur. Queremos referirnos a otra casa judía, el kibutz, expuesto en una pequeña saga en un relato de la mexicana Sara Sefchovich (“Del Señor son la tierra y sus frutos”), que forma parte de una novela que constituye una exploración sobre el mundo de la mujer en distintos tiempos y situaciones culturales –La señora de los sueños (1994). Es un relato condensado que registra un capítulo reciente de la historia del pueblo judío desde las cosas de la tierra y no desde los grandes pensadores. La singularidad de esta pequeña gran historia es que gira en torno a la mujer: es la estirpe de las Saras; de la matriarca, sus cinco esposos y sus 12 nietos, árbol sostenido por la vitalidad e independencia femeninas. Es la otra historia, que opera al margen del rabinato. El texto de Sefchovich nos permite mencionar nuevamente la relevancia que tiene en la escritura judía latinoamericana una mirada de mujer, que resemantiza valores y vivencias del pueblo semita. Como ya lo hemos indicado, se sitúan como tejedoras de la tradición y se perfilan también como sus virtuales transgresores en el ámbito de las leyes patriarcales, ya sea como rebeldes pasivas o como sujetos de cambios sociales y teológicos.

Orfandades y utopías El corpus de textos mexicanos sobre la experiencia de inmigración libanesa es muy reducido. Y sin embargo, es un corpus muy valioso a nivel cultural, pues exhibe la nostalgia y orfandad de estas familias inmigrantes, contraparte de su espíritu asimilacionista. Los relatos alegóricos y biográficos muestran las heridas del desarraigo; a la vez que proponen nuevas formas de identidad en el seno mexicano. El primer texto de esta serie es una novela biográfica escrita por el conocido dramaturgo Héctor Azar en los años setenta, anunciada como la primera de una trilogía sobre la inmigración libanesa. Fue la única escrita y se diría incluso que realizada de modo trunco. Novela extraña, que en un inicio tiene pretensiones documentales –el arribo a Veracruz de un padre y sus hijas pequeñas, y una foto de ellos en

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pose–; pero muy pronto sus personajes y situaciones sufren desfiguraciones farsescas, convirtiendo el asentamiento familiar en el México del Centenario en una serie de abigarrados cuadros sobre la vida pueblerina en Pachuca, expuestos en el lenguaje del albur: “Ya se les quedó esos nombres / No me importa y come torta con tu hermana la gordota / Con tu cuchillito que no corta / Cocol de anís, carne de mi tripota / Par est non est / El landó de Limantour y su criado Passpartour / ¡brr…!” (50). Texto de tintes vanguardistas, escrito por un mexicano descendiente de libaneses, quien se anima a representar las vivencias de los primeros inmigrantes desde un lenguaje festivo (mexicano), que marca la distancia con estos cuerpos extranjeros (árabes), fiesta en español que los desnuda y vuelve a arropar. Es como si a estos sujetos singulares y primigenios –la novela se titula Las tres primeras personas– se les conjugara desde un nosotros (hijos y nietos) ya mexicanos, que los hacen pasar por la lengua mexicana para poder hacerlos visibles. La novela de Azar se nos presenta como una foto movida de la experiencia de los primeros inmigrantes. El testimonio no es directo, sino otorgado desde la pura mexicanidad de sus descendientes, como una prueba tanto de la imposibilidad de hacerlos hablar en su habla original, como de la vorágine que instituye la nueva lengua en estos cuerpos. Se diría que este escrito inaugural incluye ab ovo a los árabes en una experiencia de asimilación, desde su desembarco en las costas del Golfo. Pero los textos venideros están escritos en la dirección opuesta: vidas migrantes (en la novela biográfica de Bárbara Jacobs) y fabulaciones fenicias (en las memorias alegóricas de Carlos Martínez Assad). Las hojas muertas (1987), de Bárbara Jacobs, es un texto que se propone como la reivindicación de la figura paterna en una familia libanesa que se ha asentado en México. A quienes escuchamos es a los hijos que desde la madurez reconstituyen una biografía paterna adoptando una perspectiva infantil, aunada en un genérico nosotros, antes de constituirse en voces individuales. La historia del padre –del cual nunca se nos dice su nombre, como recalcando su invisibilidad a los ojos del mundo– es la de aquellos seres que son dejados al margen y en el olvido, dejándolos fuera del mapa y tan sólo acunados por su entorno nutricio familiar (en este caso, la casa paisana). Hijo de inmigrantes libaneses que llegan a Manhattan a comienzos del siglo xx, este nativo norteamericano cuya lengua materna es el inglés (que

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nunca a­ bandonó) se constituye desde una incongruencia radical con el statu quo. Como si hubiera nacido en un lugar equivocado, se hace comunista y viaja a Moscú, pero pronto debe volver (es un gringo sin los papeles en regla en la URSS); luego participa en la Brigada Lincoln en la Guerra Civil Española y de vuelta a casa, se hace soldado para participar de la guerra, pero su sospechosa hoja biográfica lo conmina a quedar enclaustrado en un campamento militar en Oklahoma; finalmente, casado con una prima (la familia libanesa al rescate), cruza la frontera y se instala en Ciudad de México con un hotel cuyo lema es “el hogar lejos del hogar”. Un ser desplazado, sin ciudadanía y hablando inglés ante sus hijos mexicanos; alguien portador de utopías que son desmentidas a su paso; un sujeto a la deriva (el tronco libanés) que es reivindicado por su prole para tapar una orfandad primigenia, la de las primeras generaciones de inmigrantes, que sueñan con conquistar el mundo. Espíritu incongruente, su cobijo será su familia (la casa libanesa), formada por su madre (comerciante letrada que se comunica y escribe en varias lenguas), hermanos, tíos y en esta colmena árabe, por su esposa que es prima segunda suya. Casa que aparece dividida en un allá y un acá (EE.UU. y México; sin contar con las tierras libanesas), y que también conlleva una dualidad idiomática (inglés y español), que tiende a perturbar a los vástagos; pero que mantiene gran cohesión afectiva y espiritual: hermanas viviendo en Flint y Saginaw, ciudades gemelas cercanas, como un modo de asegurar la convivencia, viajes de la matriarca hacia el otro lado de la frontera y en México, la hibridación de la casa del padre con la de los suegros (también libaneses), por cuanto las nietas viven allí desde pequeñas. Más allá de la indagación sobre las reglas de la casa árabe en el nuevo lugar de destino; no hay muchos puntos de contacto de este texto con los de la serie árabe chilena. Sí existe una relación más bien existencial con textos judíos chilenos que enuncian la errancia desde las circunstancias políticas que la provocaron. Estamos pensando en Bosque quemado, de Roberto Brodsky, en el cual el hijo sigue los pasos de su padre por distintos lugares de su exilio. Aquí el padre aparece también derrotado por las circunstancias crueles de la historia, quedando finalmente a la deriva, incluso a su vuelta en Chile, donde muere de alzheimer. Discursos, entonces, reivindicativos de la figura paterna, marcados por la orfandad y por la nostalgia de pertenencia. En ambos, la ideología se revela débil ante la catástrofe, siendo la fa-

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milia el único cascarón para estos seres desvalidos. En la novela de Brodsky, la familia aparece también a medias resquebrajada (los padres están separados) y la familia judía desperdigada (parientes en Buenos Aires); pero sigue siendo un acogimiento y es posible que el sentirse parte del pueblo errante sea el sostén ulterior esencial. Al igual que otros textos –como los de Sabina Berman y Marjorie Agosín–, se ensaya aquí una voz infantil rescatada de la experiencia de vida adulta. Los personajes que narran vuelven sobre sus pasos para capturar los momentos dolorosos y sublimes de sus progenitores, en una mirada afectiva que los eleva y los saca del anonimato: desempolvando la espiritualidad judía de la Bobe, haciéndose cargo de las marcas del estigma sufrido por la madre haciéndose una con ella y, en el caso de Bárbara Jacobs, sacando a la luz a un verdadero héroe, cuya vida no fue en vano. Miradas infantiles curiosas, de los niños que fuimos, que reinventan nuestros orígenes. La propuesta de una identidad mexicana-­libanesa, de una otredad americana que incluye el registro histórico y mítico de la zona del Levante –cuyas ciudades están presentes desde el Génesis– es diseñada en la obra de Carlos Martínez Assad, donde un sujeto parte en busca de sus orígenes siguiendo el mandato de sus ancestros libaneses. Viaje identitario, que en su primer texto (En el verano, la tierra, una novela biográfica escrita en 1994), hilvana dos voces: la voz del abuelo, que relata la pequeña gran gesta de la inmigración de su familia, y la voz del nieto, ya maduro, que siente el llamado de los orígenes y emprende el regreso al Levante, recorriendo los principales lugares y ciudades de Siria y Líbano, en los inicios de la Guerra Civil Libanesa en 1975. El relato del abuelo presenta de modo sucinto los avatares de los primeros inmigrantes en tierras desconocidas, sus actividades comerciales de aboneros y tenderos, sus penas y dichas durante la revolución mexicana, culminando con una instalación exitosa (en este caso, en el poblado de Huejutla, en la región de Hidalgo) y con el casamiento de la hija con un funcionario fiscal mexicano en años de optimismo y bonanza, ligados al gobierno de Lázaro Cárdenas, en los años cuarenta. Lo que aquí aparece de modo reducido es desplegado ampliamente en la serie arábiga chilena, donde las instancias del viaje, el comercio, los matrimonios mixtos y la inserción en el espacio simbólico nacional conforman una saga, en la cual el prejuicio (la turcofobia) constituye acaso la prueba más dura en esta experiencia. Ahora bien, en esta novela mexicana (y en las demás del acotado corpus libanés) no aparece

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marcado el prejuicio contra lo árabe como pueblo o etnia. Lo que aquí sí persigue a esta familia inmigrante es la guerra y la intransigencia religiosa: vienen huyendo de ellas (son maronitas acosados en su tierra natal) y llegan a remotas tierras sacudidas por la revolución y luego por las persecuciones religiosas (la llamada Guerra de los Cristeros), que dañan gravemente el grupo familiar. Sin embargo, esta novela mexicana (y Memorias de Líbano, diario de viajes del autor, publicado en 2003) se asienta en el viaje del regreso al Levante, emprendido en diversos registros, que permite desdibujar el nacionalismo mexicano al abrir una puerta fenicia situada en los orígenes de las civilizaciones. Existe un viaje desde el presente, que cierra el círculo familiar (el abuelo vuelve a través de su descendencia, borrándose la culpa). Esta vuelta está marcada por la negatividad: pobre­za, destrucción, ruina. Pero existe otro viaje, hacia los orígenes míticos, enunciado desde la escucha y la lectura del mosaico de cuentos, leyendas y mitos que conforman la memoria fenicia que reinstalan el aura en ese presente caótico que niega toda utopía (de comunicación entre distintos pueblos y credos en la zona del Levante). Son voces comunitarias, que tienen su eco en las historias del abuelo y en la voz autorial que se encanta con este repertorio cultural, único sostén para la caída actual. En cada lugar visitado (en cada ruina), se realiza un levantamiento de los discursos culturales que lo sustentan: Palmira y la bella emperatriz Zenobia, que extendió su imperio desde el Bósforo hasta el Nilo; del templo de Jerusalén construido por Salomón con los cedros traídos de los bosques milenarios del Líbano; de los amoríos del dios Melquert y la ninfa Tyrus (que dan origen al color púrpura de los fenicios); del corazón de cedro de Bata, de la familia de Mahoma. Son los registros poéticos, teológicos e históricos que nos hacen retrotraer Roma a Biblos, haciendo dialogar al alma mexicana con una historia occidental mediada por la cultura del Medio Oriente. Es la compulsión del regreso, guiada por un ansia de pertenencia más amplia que sólo la mexicana. Como se nos indica en la novela: “Hay que tener cuando menos dos mundos porque, de lo contrario, se corre el riesgo de quedar encarcelado en uno de ellos” (151). Reflexión sobre la identidad nacional desde los balcones mediterráneos del Levante, que conlleva un descentramiento de la cultura americana; y también una ligazón más estrecha entre los destinos de ambos territorios –para los mexicanos de origen libanés, el mandato ético de no abandonar a quienes en el presente sufren allá la devastación.

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No hay en la serie arábiga chilena tal impulso de regreso al origen, propuesto por los hijos y nietos de inmigrantes, fundado en el recuento mítico y legendario como fundamento de una identidad dual. En Chile, los que tocan el origen son los primeros inmigrantes, que escriben sobre sus poblados para implantar en la memoria chilena y de sus familias visiones antropológicas, siempre pensando en la traductibilidad de su mensaje a una sensibilidad criolla. Uno de estos textos –­Aldea blanca (1977), de José Auil– es un conjunto de estampas que recrean de modo sublime la vida de aldea, recuerdo limpio e imborrable de un inmigrante que abandonó el iliblad. Memoria póstuma culposa sostenida en la pantalla de la escritura para señalar a las generaciones siguientes esos pasos perdidos. En los relatos chilenos sobre la experiencia palestina, sí se plantea una conexión existencial con el presente de este pueblo: hijos que visitan los campos de refugiados, concibiendo desde allí una conciencia social americana y árabe (en la novela de Sarah) y nietos que protestan en Santiago por los abusos cometidos (en Garib); pero no es central a la trama de estas obras –salvo los poemarios de Mahfud Massís, armas de combate14. Un regreso singular al iliblad en la serie chilena, es el planteado en la novela Fadua (2004), de Edith Chahín, donde la anécdota se repliega hacia los levantamientos nacionalistas en tierras sirias hacia 1915, actua­da por personajes que no abandonan su territorio. Aquí, la autoría no sólo sitúa su relato en el origen (y animado por magas y guerreras); sino que utiliza formas antiguas de narrar –historias caballerescas y relatos bizantinos, escenificadas en los vestigios de las fortalezas de las Cruzadas–, en una regresión que mantiene algún parentesco simbólico con las narraciones de Martínez Assad. Por último, en una asociación libre de ideas, si en los textos libaneses de Martínez Assad se rearma la historia occidental desde la imagen del cedro y de los viajes fenicios (desplazando a griegos y romanos o haciéndolos girar hacia el Levante primigenio); en el texto judío El mercader de Tudela (1998), de Angelina Muñiz-­Huberman,

Mahfud Massís (Iquique 1916-Caracas 1990), poeta chileno de padre palestino y madre libanesa, vivió su exilio político (a causa de la dictadura chilena) en Venezuela, donde falleció poco antes de emprender el regreso a su patria. Para el estudio de su vida y gran obra poética, consúltese la investigación de María Olga Samamé, “Muerte y deshumanización en la biografía y poética de Mahfud Massís” (2006). 14 

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se ­modifica la cartografía mediterránea desde el levantamiento antropológico que realiza un rabino sobre todos los poblados judíos existentes en un viaje geográfico y alegórico emprendido en la Edad Media tardía. Su recuento memorialístico (grupos, lugares y lenguas) deconstruye una cultura homogénea en cuanto a legados y raíces. Culminando este breve corpus libanés mexicano, mencionemos el testimonio biográfico de Jorge Nacif Elías, escrito por uno de sus hijos (como si fuera una autobiografía), teniendo como referencia las pláticas paisanas con su padre –Crónicas de un inmigrante libanés en México (1995). Texto valioso, pues muestra el sentimiento de orfandad y forasterismo que arrastra su protagonista desde su llegada a México, colmada por la solidaridad de la comunidad árabe inmigrante y por su actividad comercial. Es la opaca vida de un hombre de trabajo, esforzada y solitaria, alguien que incluso se aísla o se comunica mal con su entorno familiar; una persona que cumplió su sueño de tentar suerte en otras tierras, situándose en los modestos márgenes de la pobreza mexicana. Analfabeto, un hijo saca la voz por él: no hay otro testimonio en todos los relatos de inmigrantes que se mantenga tan distanciado de una retórica letrada.

Coda Saga del Levante, genealogías diaspóricas del pueblo judío, nuevos y antiguos cobijos, orfandades y utopías: es el viaje que todos hemos emprendido, desde el primer recorrido al dar vuelta la manzana cuando niños. La inmigración constituye al hombre: es la entrada a un nuevo mundo, ya sea porque fuimos expulsados o porque partimos a la aventura. Los casos particulares de judíos y árabes y su llegada a América constituyen caminos complementarios que nos enseñan de nuestras limitaciones como dadores de sentido a una experiencia fundacional. El conjunto de novelas, cuentos, memorias, biografías y poemas constituye un testimonio personal y comunitario sobre la vida entendida como un círculo originario del destino –agregamos nosotros, el destino americano, espacio utópico de trascendencia.

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Nuestras voces inmigrantes nos conectan a nivel existencial con las experiencias del exilio político y del retorno a la patria, con los pueblos originarios, con el nuevo destino de las mujeres (su propio destino), con la familia y la nación; en fin, con la vivencia y construcción de identidades (personales y colectivas, locales y transnacionales, primordiales y en tránsito). En estas páginas finales, dialogaremos brevemente sobre la identidad nacional, privilegiando nuestro país, Chile. Exilio y retorno. La mirada del que retorna luego de una o dos décadas del exilio (nos referimos a la experiencia de la dictadura chilena) es la de alguien a quien le han robado un tiempo precioso, que lo transforma en un afuerino. En el testimonio de la ensayista y crítica literaria Ana Pizarro (que residió en Venezuela), se reconocen dos voces: la retornada y dentro de ella, la exiliada: Hay un hiato en la memoria y en la experiencia concreta. Un tiempo en que no estuvo presente y que se pone en evidencia porque no puede participar en el discurso de los demás; hay formas de sensibilidad que no tiene […] Tiene en cambio otros registros, le parecen preciosos otros gestos, aprendió a disfrutar del perfume de otras plantas (89-90).

Cual inmigrante, es señalada con el dedo como diferente, alguien ajeno a la comunidad. Así, la antropóloga Loreto Rebolledo, quien llega desde el vecino Ecuador, escribe: “El que retorna se siente distinto y los otros –los chilenos que nunca se fueron– le hacen sentir su

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diferencia, ya sea a través del asombro o el rechazo a su experiencia externa, a su modo de hablar y comportarse” (291). Exilio y migrancia. Muchos de los que vuelven, parten de nuevo al lugar que los protegió y en el caso de la generación de los hijos –­nacidos en el extranjero–, es común que se elija un tercer lugar, que medie entre los polos: entre Londres y Santiago, Barcelona; entre Austin y Concepción, Miami. Reconocemos aquí a los migrantes invocados por Homi Bhabha, actores que negocian su situación en el mundo, generando espacios híbridos, poniendo en tensión la teleología de un origen y un destino, y la adscripción a una sola raíz, permitiendo de paso destruir visiones demasiado homogéneas (es decir, discriminatorias) sobre un país. En palabras de Ana Pizarro: “La tensión está presente en la actualidad frente a la concepción monolítica del chileno como sujeto integrado, con una ascendencia discernible y una filiación única” (90). Los pueblos originarios. Si antiguamente, en el caso chileno, los mapuches eran hablados (otros eran sus portavoces); en la actualidad, no necesitan representantes e incluso, sus aliados más perturban que ayudan a su causa. Por cierto, siempre hubo organizaciones mapuches; pero su visibilidad y maniobra política es ahora claramente distinguible; además de que el Estado chileno y la colectividad nacional han generado un espacio de diálogo amplio, con algún impacto a nivel legal y sobre todo cultural, en cuanto a su reconocimiento como pueblo o etnia. En un escrito dicho con confianza a los chilenos, el poeta Elicura Chihuailaf afirma: “Durante largo tiempo se consideró la cultura en singular. No se habló de culturas. Para los mapuches se habló de ‘cultura de resistencia’, de ‘subcultura’. Hoy los más criteriosos hablan por fin de diversidad” (49). En contra de una mirada histórica bastante prejuiciosa sobre la comunidad mapuche, resulta pertinente atraer los planteamientos multiculturalistas de Charles Taylor, quien plantea el reconocimiento de la igualdad valórica de diferentes culturas; puesto que existe un potencial humano compartido por todos; en efecto, todas las culturas tienen algo importante que decir a todos los seres humanos: “As a presumption, the claim is that all human cultures that have animated whole societes over some considerable stretch of time, have something important to say to all human beings” (66). Como un modo de eclipsar la mirada etnocéntrica en los estudios comparados, propone una fusión de horizontes, que conlleve la creación de nuevos parámetros

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conceptuales y existenciales: “For real judgments of worth suppose a fused of standards, as we have seen; they suppose that we have been transformed by the study of the other, so that we are not simple judging by our original familiar standards” (70). Para exhibir el pensamiento etnocéntrico occidental, Taylor comenta una frase atribuida al Premio Nobel de Literatura Saul Bellow: “cuando los zulúes produzcan un Tolstoi, entonces comenzaré a leer su literatura”. Primero, se le pide a los zulúes que se atengan a formas conocidas por nosotros y además, se supone que su contribución no existe, salvo en el futuro, si es que llegan a alcanzar nuestra excelencia. Por nuestra parte, recordemos que Bellow es judío, en cuya casa familiar se hablaba el idioma idish, cuya literatura ha logrado un pálido y tardío reconocimiento en el mundo occidental. Atribución paradójica… Este ejemplo nos hace recordar la polémica de José María Arguedas con Julio Cortázar hacia 1969, situada en el marco de lo local (marcado por la literatura de corte regionalista y actores insulares) y lo global (una literatura de vanguardia, animada por el espíritu cosmopolita). Por cierto, la polémica está construida por malos entendidos: ambos son latinoamericanos (sinónimo aquí de provincianos), no importando dónde estén (París o un poblado de la sierra peruana) y ambos conciben nuevas formas de expresión americanas (ni Rayuela es un texto modernista europeo, ni Los ríos profundos, una obra estrictamente regionalista)1. La asociación con el ejemplo de los zulúes se da cuando Cortázar, haciendo una aclaración respecto del espíritu provinciano, desde la revista Life en Español le dice a Arguedas: “existe una diferencia entre ser provinciano como Lezama Lima, que precisamente sabe más de Ulises que la misma Penélope, y los provincianos de obediencia folclórica para quienes la música de este mundo empieza y termina en las cinco notas de una quena” (54). Como se sabe, Arguedas responde que las quenas modernas tienen más de cinco notas y que le compondrá un jaylli quechua. ¿Cuánto vale una quena en la música celestial? ¿Puede compararse a un piano de cola? ¿Valdría algo más si tuviera siete notas? Ahora, pasando del mundo andino (con sus imperios y sus ruinas sagradas) al

1  Para una discusión actual de esta polémica, referimos a los textos de Mario Ostria y Mabel Moraña (cf. “Bibliografía”).

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mundo mapuche situado al sur del río Bío-­Bío (sin obras arquitectónicas comparables con las de otros mundos precolombinos), nos viene a la mente el kultrún, tambor que es tocado por chamanes (machis), en cuyo paño aparece dibujado el cosmos mapuche. Hacia 1999, marcando un cambio de atmósfera en el discurso cultural progresista chileno, en el lanzamiento del libro Sueño con menguante (Biografía de una machi), de la escritora y antropóloga Sonia Montecino, ocurrido en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, la machi de la biografía abrió la sesión tocando el kultrún, por más de veinte minutos. Allí estaba la audiencia, heredera de las enseñanzas de don Andrés Bello, escuchando el sonido monocorde de un tambor que se utiliza en ceremonias sagradas. ¿Qué habrá pasado por la mente de los invitados? ¿Cuántos lo escuchaban por primera vez? ¿Qué malos espíritus se ahuyentaba con esa ejecución? De improviso, Carmela –nuestra machi– paró de tocar. Al parecer, la ceremonia recién se iniciaba, por cuanto el kultrún debe calentarse para obtener el sonido adecuado. Y el auditorio estaba frío y una calefacción cercana hizo a medias su trabajo. Carmela comentó algo en mapudungun con un poeta chileno-­mapuche sentado en la testera. No hubo más música y el acto continuó. De ese encuentro de dos mundos, una cosa me quedó clara: la escucha del kultrún es tan conmovedora y misteriosa como una sonata de Haydn –con la diferencia, como me acotó una joven estudiante de antropología, de que además puede hacer llover; y nunca se ha visto que, por ejemplo, la Novena lo haya siquiera intentado. Identidad nacional. Se ha propuesto que Chile es un caso de interculturalidad abortada, en cuanto su extrema homogeneización –al amparo de la matriz ilustrada– impide que su diversidad cultural, de base étnica o demográfica, circule de modo sostenido. Es la postura de Bernardo Subercaseaux, a la cual adscribimos: “No es que no haya espesor y diversidad cultural, sí lo hay, el problema es que debido a la organización de la sociedad esa diversidad no circula y se mantiene en gran medida aislada” (33). La apertura política y cultural de la postdictadura chilena supone el ejercicio de la diversidad cultural, sin necesariamente glorificarla. Desde la actualidad chilena y teniendo en cuenta nuestras voces inmigrantes y de su escasísima circulación en una sociedad uniforme, resulta provechoso atraer las posturas de Amin Maalouf, libanés de credo melquita, cuya lengua materna es el árabe (lengua sagrada del islam), asentado en Francia. Este escritor y ensayista enuncia una

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identidad formada desde las múltiples pertenencias en las cuales uno se reconoce. Proveniente de la zona del Levante –téngase presente el conflicto árabe-­israelí–, teme la enunciación de una sola pertenencia primordial para los pueblos, por su mandato letal: “En todas las épocas hubo gentes que nos hacen pensar que había entonces una sola pertenencia primordial, tan superior a las demás en todas las circunstancias que estaba justificado denominarla ‘identidad’. La religión para unos, la nación o la clase social para otros” (21). Son las identidades asesinas, definidas desde la exclusión absoluta del otro. Minorías, ¿qué hacer con ellas? Poblaciones flotantes que deambulan en el mercado de trabajo global: bolivianos en Israel, mexicanos al otro lado de la frontera y en el Chile próspero (para quienes llegan), peruanos instalándose en plazas y barrios, ocupando un lugar en el sagrado espacio nativo. En este contexto, es oportuno citar los planteamientos de Arjun Appadurai, nacido en Bombay, en torno al rechazo a las minorías. Teniendo presentes las persecuciones y matanzas religiosas en India, establece una asociación entre etnia y nación, que genera identidades predatorias: “Toda nación, bajo ciertas condiciones, demanda transfusiones totales de sangre y suele exigir que una parte de su sangre sea expulsada” (17). Ahora bien, ¿por qué el rechazo a las minorías y más aún, si éstas son ínfimas? Pensemos por ejemplo, en el paisaje nacional chileno, en nuestros antiguos (árabes, judíos) y nuevos inmigrantes (asiáticos y andinos). En el lenguaje de Appadurai, desde cualquier fundamentalismo (étnico, religioso, político), las comunidades nacionales viven la incertidumbre de lo incompleto: los números pequeños producen la angustia de lo incompleto, desatando una respuesta que él denomina genocida: Los números pequeños representan un obstáculo minúsculo entre la mayoría y la totalidad o la pureza total. En cierto sentido, cuanto más pequeño es el grupo y más débil es la minoría, más profunda es la furia, por la capacidad que aquél tiene para hacer que la mayoría se sienta una mera mayoría y no una etnia total e irrefutable (72).

Un comentario final sobre la identidad nacional, centrado en tiempos de crisis (es decir, de cambio y transición, como en el Chile de la postdictadura). El sociólogo chileno Jorge Larraín plantea una noción de identidad más distanciada de lo primordial, lo cual considero muy positivo para las nuevas generaciones, para que ellas tengan espacio

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para construir nuevos mitos. Es la noción de una identidad concebida como herencia y como proyecto, que enfatiza la capacidad creativa de una comunidad para transformar su entorno según las nuevas circunstancias: “Al concebir la identidad no como un ethos inmutable formado en un pasado remoto, sino como un proyecto abierto al futuro, se puede entender que el desafío presente de los miembros de cualquier nación es definir qué es lo que quieren ser” (47-48). Esta noción de una identidad abierta a la crisis conlleva la creación de proyectos alter­ nativos para una nación descontenta con lo que está consiguiendo. Culminemos con la celebración de la constitución híbrida de nuestras culturas, formulación de García Canclini que –no hay que ­olvidar– significa el reconocimiento de formas históricas de hibridación: “las principales configuraciones culturales identificadas en la modernidad –lo culto, lo popular y lo masivo– son resultado, lo mismo que sus cruces, de procesos de hibridación que suceden en condiciones parcialmente predeterminadas por los órdenes sociales” (XXI). Estamos constituidos históricamente como seres híbridos; lo cual no bloquea la identificación de pertenencias, sometidas a la mudanza del tiempo. ¿Habrá que seguir negándolo?

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nuevos hispanismos Volúmenes publicados

Vol. 1 Ortega, Julio (ed.): Nuevos hispanismos interdisciplinarios y tras­ atlánticos. 2010, 320 p., ISBN 9788484895008 Redefinición del actual panorama del hispanismo como un escenario interdisciplinario de diálogo trasatlántico entre las culturas del mundo hispanofónico. Vol. 2 Casado, Miguel (ed.): Cuestiones de poética en la actual poesía en castellano. 2009, 214 p., ISBN 9788484894575 El presente volumen reflexiona sobre la poesía y profundiza en el conocimiento de aquella que se escribe hoy día en castellano, integrándose en el espacio más amplio de la reflexión estética contemporánea. Vol. 3 Valles Calatrava, José R.: Teoría de la narrativa. Una perspectiva sistemática. 2008, 288 p., ISBN 9788484893868 Analiza la narrativa literaria, los géneros narrativos, el texto narrativo, los elementos del texto narrativo y las especificidades de la comunicación narrativa, con especial atención a los aportes del ámbito hispánico. Vol. 4 Araujo, Kathya: Dignos de su arte. Sujeto y lazo social en el Perú de las primeras décadas del siglo xx. 2009, 258 p., ISBN 9788484893875 Muestra las maneras singulares en que se desarrolló el individuo como sujeto a partir del estudio de textos autobiográficos y desde un enfoque multidisciplinar que combina literatura, historia y psico­ análisis.

Vol. 5 Carreño Bolívar, Rubí (ed.): Diamela Eltit: redes locales, redes globales. 2009, 366 p. ISBN 9788484894056 Dividido en cinco grandes secciones, trata la poética de Eltit de forma global, textos o problemas específicos en su producción, la relación entre testimonio y narrativa en Eltit y su labor docente en talleres literarios. Vol. 6 Carrión, Jorge: Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W. G. ­Sebald. 2009, 188 p., ISBN 9788484894131 Análisis de las obras de ambos autores que busca las coincidencias de sus poéticas en la crítica política y la ambición estética, en la renovación de las formas y en el trabajo con un yo siempre en movimiento. Vol. 7 Estrada, Oswaldo: La imaginación novelesca. Bernal Díaz entre géneros y épocas. 2009, 208 p., ISBN 9788484894322 Analiza la obra del soldado cronista, sus recursos novelísticos y literarios, y describe los ecos intertextuales de la misma en la literatura mexicana contemporánea. Vol. 8 Gómez, Leila: Iluminados y tránsfugas. Relatos de viajeros y ficciones nacionales en Argentina, Paraguay y Perú. 2009, 264  p., ISBN 9788484894148 Aborda el diálogo entre los textos de viajeros extranjeros y los intelectuales locales de cada país (Argentina, Perú, Paraguay) en la conformación de sus ficciones nacionales.

Vol. 9 Rings, Guido: La Conquista desbaratada: Identidad y alteridad en la novela, el cine y el teatro hispánicos contemporáneos. 2010, 300 p., ISBN 9788484894889 Estudio de las imágenes en la novela, el teatro y el cine de España y Latinoamérica sobre la Conquista desde un enfoque comparativo. Vol. 10 Chocano, Magdalena; Rowe, William; Usandizaga, Helena (eds.): Huellas del mito prehispánico en la literatura latinoamericana. 2011, 440 p., ISBN 9788484895473 Estudio de la presencia de los mitos en diferentes textos literarios desde un enfoque no restrictivo que considera a tales mitos en relación con las comogonías, la filosofía y pensamiento y las subjetividades. Vol. 11 Rivera, Fernando: Dar la palabra. Ética, política y poética de la escritura en Arguedas. 2011, 328 p., ISBN 9788484895992 Estudia la obra de Arguedas desde la fuerza epistémica de la «reciprocidad» y el «don andinos», entendidos como conceptos posestructurales. Una lectura diferente desde la ética, la política y la poética narrativa.