La violencia y sus huellas: Una mirada desde la narrativa colombiana 9783865278319

Una mirada sobre relatos que, en Colombia, se ocupan de las violencias que azotan al país desde inicios del siglo XX, y

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Spanish; Castilian Pages 200 [198] Year 2011

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Índice
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I. La vorágine y sus rupturas
CAPÍTULO II. La Violencia: ¿Qué hay en un nombre?
CAPÍTULO III. Violencia, olvido y justicia en Gabriel García Márquez
CAPÍTULO IV. La violencia “real” de los relatos testimoniales
CAPÍTULO V. Los varios sentidos del desarraigo
BIBLIOGRAFÍA
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La violencia y sus huellas: Una mirada desde la narrativa colombiana
 9783865278319

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LA VIOLENCIA Y SUS HUELLAS Una mirada desde la narrativa colombiana

María Helena Rueda

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Colección Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campociudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.

Directores Fernando Aínsa Santiago Castro-Gómez Lucia Costigan Luis Duno Gottberg Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González Stephan

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Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalia Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz J. Rizk Friedhelm Schmidt-Welle

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Nexos y Diferencias

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© De esta edición: Iberoamericana, 2011 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © De esta edición: Vervuert, 2011 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 9788484896173 (Iberoamericana) ISBN 9783865276711 (Vervuert) Depósito legal: Diseño de cubierta: Carlos Zamora Diseño de interiores: Carlos del Castillo Imagen de cubierta: Debora Arango, El tren de la muerte (1948) Acuarela, 77 x 56 cm Colección Museo de Arte Moderno de Medellín © Cecilia Londoño de Estrada Fotografía: Carlos Tobón The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Índice

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Agradecimientos Introducción

Capítulo  La vorágine y sus rupturas

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Capítulo  La Violencia: ¿Qué hay en un nombre? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Capítulo  Violencia, olvido y justicia en Gabriel García Márquez

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Capítulo  La violencia “real” de los relatos testimoniales

Capítulo  Los varios sentidos del desarraigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185

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AGRADECIMIENTOS

Es larga la lista de personas que de una u otra manera contribuyeron al trabajo que aparece en estas páginas. El respaldo de Smith College fue en general fundamental para el desarrollo del proyecto. Agradezco en especial a mis colegas del Departamento de Español y Portugués, por su constante apoyo, y por la lectura cuidadosa de versiones anteriores de este texto. Gracias también al Programa de Estudios Latinoamericanos y a mis estudiantes, principalmente las del seminario sobre ética y violencia. La primera inquietud sobre el tema de este libro surgió de una conversación hace muchos años con Montserrat Ordóñez, a quien debo gran parte de mi interés por interrogar la literatura y la violencia en ella. Esa conversación me acompañó durante el doctorado en Stanford, donde comencé a explorar algunos de los conceptos que aquí se expresan. La guía y el aliento que recibí allí por parte de mis profesores y de otros estudiantes graduados fueron fundamentales para mi trabajo. Gracias especialmente a Mary Louise Pratt, Richard Rosa, Lucia Sá, Alicia Ríos, Gordon Brotherson y Jorge Rufinelli. Tanto en aquella época como en otros momentos, han sido muchas las personas cuyo diálogo ha orientado mi reflexión, entre ellos María Victoria Uribe, Hermann Herlinghaus, Ana María Ochoa, Alfredo Molano, Jesús Martín-Barbero, Elvira Maldonado, Mary Roldán, Juan Manuel Echavarría, Nicolás Wey Gómez, Socorro Tabuenca, Víctor Vich y Cristian Alarcón. Un lugar especial para Gabriela Polit-Dueñas, quien en años más recientes se ha convertido en interlocutora fundamental del trabajo sobre temas de violencia en América Latina. Agradezco también a la lectora o lector de Iberoamericana, cuyas sugerencias anónimas me ayudaron a trabajar tantos aspectos de este texto. Final-

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mente, no hay cómo agradecer bastante a la gente que ha estado ahí desde hace años, amigos como Hugo Chaparro Valderrama y Carolina Alzate, mi mamá y mis hermanos, Andrés, y en especial Adelaida y Emilia, quienes han sido mi base más firme. A ellas está dedicado este trabajo, porque quizás alcancen a ver un tiempo en el que hablar de violencia en Colombia sea referirse tan sólo a una memoria.

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INTRODUCCIÓN

Este libro surge de una pregunta sobre los vínculos que existen entre la práctica de la violencia y los relatos en los cuales se narra dicha violencia, en un contexto nacional preciso, el de Colombia. Se basa en una visión sobre la narrativa de la violencia como algo que suscita reacciones y respuestas, y al hacerlo se convierte en parte del mundo donde ocurre la violencia, promoviendo reflexiones, opiniones, juicios y formas de acción. Esta mirada sobre la violencia en la narrativa colombiana se sitúa pues en un punto de permeabilidad constante entre los hechos violentos y la forma como éstos han sido entendidos y narrados. Asume la violencia como un continuum, en el que cada acto de agresión deriva de las circunstancias que lo hacen posible, y a la vez tiene múltiples derivaciones en las vidas de las personas y la configuración general de la sociedad.1 Los relatos de la violencia se entienden aquí como una parte de dicho continuum, procurando acceso a hechos de violencia ocurridos en la sociedad colombiana que rebasan y a la vez reclaman nuestra comprensión. Además de una situación devastadora y de larga data, con secuelas traumáticas para millones de personas, la violencia en Colombia es una realidad que circula en múltiples relatos que se refieren a ella, en diversos formatos y lenguajes, configurando al respecto no sólo un conjunto de conocimientos, sino también emociones, ansiedades y deseos, que marcan la vida social en el país. Las imágenes, discursos, saberes e histo-

1. La idea de la violencia como un continuum es desarrollada por Scheper-Hughes y Bourgois en la introducción de su libro Violence in War and Peace (2004).

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rias de la violencia colombiana son parte fundamental de los actos asociados a dicha violencia, y en cuanto tal ofrecen no sólo recursos para entenderla sino también alternativas de participación social en el contexto de la misma. Si la práctica de la violencia se sustenta en patrones de comportamiento asociados con un discurso que la justifica, en el seno de ese mismo discurso surgen también expresiones culturales que la cuestionan y la problematizan. Por esta razón, existe en años recientes un gran interés por entender cómo dichas expresiones ofrecen vías de intervención que erosionan las bases mismas de las prácticas violentas.2 Con similar orientación, mi mirada sobre los relatos que se ocupan de la violencia en Colombia busca indagar hasta qué punto la perspectiva que ofrecen es propicia para una reflexión ética, no con un propósito normativo, por el cual se buscaría la prescripción de conductas aceptables en una comunidad, sino con el sentido más filosófico que recientemente le otorgan a la ética pensadores como Alain Badiou, refiriéndose con ella a una indagación móvil y adaptativa sobre el origen, los fundamentos y las finalidades del comportamiento humano.3 La lectura de un libro es una experiencia sensorial que nos involucra afectiva e intelectualmente, y sus efectos no se agotan en el momento

2. Entre los autores que recientemente han centrado su atención en la circulación de discursos e imágenes sobre la violencia se encuentran Rojas (2001), Jaramillo Morales (2006), Posada Carbó (2006), Uribe de Hincapié y López Lopera (2006), López Castaño (2008), Suárez (2010), y el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2009). 3. En el libro L’éthique: Essai sur la conscience du mal (Ética, un ensayo sobre la conciencia del mal), de 1993, Alain Badiou señala que en el contexto de finales del siglo xx y comienzos del xxi, la palabra “ética” se ha entendido principalmente en dos sentidos, ambos centrados en el aspecto normativo del término. Por un lado están las nociones de ética profesional, desarrolladas en la tradición del concepto kantiano del “imperativo categórico”, en tanto que se dirigen a definir los principios que deben guiar las acciones de los seres humanos en campos laborales específicos. Por otro lado, está la idea del respeto por los derechos humanos, que enfatiza la vigilancia sobre el accionar de Gobiernos o grupos sociales que ejercen poder sobre poblaciones subalternas. Badiou lleva a cabo una de las más radicales e influyentes críticas a estas dos formas de la ética, cuestionando principalmente su poco potencial emancipatorio. Para un panorama más general sobre diferentes facetas de la discusión ética en nuestro tiempo, ver por ejemplo la edición de Garber, Hanssen y Walkowitz (2000).

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Introducción

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en que se cierra la última página. Las situaciones que se describen en un texto se entrelazan con las emociones, ideas, eventos y juicios que ocurren fuera de él, mediando nuestra comprensión de las acciones humanas, a nivel individual y colectivo. Esto es particularmente cierto cuando los textos se refieren a la violencia. Acercarse a un texto en el que se narra una historia de violencia es aproximarse a la violencia misma. Es sin lugar a dudas enorme y muy significativa la diferencia entre leer sobre la violencia y vivirla, tanto en Colombia como en otros escenarios de agresión, pero la mayor parte de las veces es a través de historias narradas como conocemos la violencia. Cuando dichas historias aparecen en un texto, su lectura procura un acercamiento indirecto a la violencia que es estremecedor, y conduce a preguntas muy profundas sobre el origen y el sentido de las acciones de los seres humanos, como individuos y como miembros de una sociedad. Es precisamente en referencia a una sociedad específica, y a los problemas concretos que ésta enfrenta, como la reflexión ética propiciada por el texto adquiere una significación que llega a tener incidencia efectiva sobre la práctica de la violencia. No hay lugar para falsos optimismos con respecto al poder transformativo que puedan tener los textos donde se narran las historias de injusticia que circulan en una sociedad, como advierte Francine Masiello (2007) en un ensayo reciente sobre la fetichización cultural de la marginalidad en Argentina. El estremecimiento que produce la lectura muchas veces se agota en sí mismo, provocando si acaso una ilusión de compromiso. En la lectura es posible mitificar las violencias, convertirlas en un fenómeno misterioso, temible pero fascinante, algo que invoca la culpa y a la vez la aplaca. Planteo aquí que el difícil paso hacia la reflexión ética se da tan sólo en una mirada que observa críticamente los vínculos del texto con las circunstancias específicas en las que ocurre la violencia. Por esto mi análisis se centra en la lectura de textos de un contexto nacional preciso, que marca de forma definitiva el contenido de los mismos.

Situación de violencia Hablar de la violencia en Colombia es referirse a una situación catastrófica que ha dejado una larga estela de desolación y desarraigo en

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muchas comunidades del país, y que se extiende también como una sombra sobre la comunidad nacional en general. Gonzalo Sánchez, quien ha realizado algunos de los más completos y penetrantes análisis al respecto, la ha caracterizado como una situación de guerra endémica y permanente, que ha marcado profundamente la vida de la nación desde la época de la Independencia, y que tuvo su punto crítico en la larga secuencia de violencias que ocurrieron desde mediados de la década de 1940 hasta comienzos de la de 1960, cuando tuvo lugar el brutal enfrentamiento entre miembros de los partidos liberal y conservador conocido con el ambiguo y problemático nombre de “la Violencia”.4 Sánchez (1991) señala que fue ésta una época en la cual se verificó una supresión de lo social político por la vía del sectarismo, llevando a una confrontación en la que el terror invadió todas las dimensiones de la vida. Los horrores de este período quedaron firmemente marcados en la memoria de los colombianos, y sus secuelas aún marcan el conflicto armado que se libra en el país. En referencia a esta situación concreta, a los traumatismos, dislocaciones y problemas éticos que plantea, la turbación que produce un texto toma un sentido que va más allá de la simple fascinación acrítica.

4. Tal como se discutirá más adelante, principalmente en el segundo capítulo de este libro, existe una larga y conocida controversia con respecto tanto al nombre como a las fechas de la época conocida como “la Violencia”. En general al hablar de ella se hace referencia a los años situados entre finales de la década de 1940 y comienzos de la de 1960, durante los cuales se llevaron a cabo actos extremos de agresión entre miembros de los partidos conservador y liberal. Las peores atrocidades de este período (incluyendo la sofisticación perversa de los métodos para asesinar, con el desarrollo de diversos “cortes” que cercenaban o mutilaban el cuerpo de manera ritualista, antes o después de matar a la persona) ocurrieron en una etapa situada entre dos fechas significativas: el asesinato del popular líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948, y la declaración de una amnistía por parte del Gobierno de Gustavo Rojas Pinilla en 1953. La agresión entre liberales y conservadores se extendió sin embargo por varios años después de esa fecha. En 1957 se firmó el pacto entre dirigentes de los dos partidos conocido como el Frente Nacional, que abriría el paso a una progresiva reducción de las hostilidades, con un acuerdo para compartir el poder durante cuatro períodos presidenciales de cuatro años cada uno.

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El tema de la ética ha permanecido en general bastante ausente de las reflexiones al respecto, quizás por un temor muy fundado a caer en planteamientos moralizantes que en el pasado promovieron y justificaron la perpetración de actos atroces. Como lo señalara Gonzalo Sánchez, y como lo ha analizado más recientemente Camilo García (2003), gran parte de los horrores que tuvieron lugar durante “la Violencia” fueron precedidos de arengas morales en las que el enemigo, liberal o conservador, era caracterizado como la representación de un mal monstruoso e irredimible, cuyo exterminio (por métodos igualmente brutales) aparecía como única vía aceptable de acción.5 Desde esa perspectiva el sólo hecho de vestir de rojo o de azul (los dos colores que servían como símbolo a los partidos enfrentados), podía ser considerado una afrenta moral por los miembros del otro bando, y justificación suficiente para cometer torturas, violaciones, masacres, cruentos asesinatos y execraciones de cadáveres. El giro hacia la reflexión de tipo sociológico y político sobre el tema, que se dio hacia la década de 1960, ha sido productiva y saludable, permitiendo una mirada muy esclarecedora sobre las estructuras sociales y estrategias de poder que han rodeado las prácticas de la violencia en el país desde hace años. Enfrentamos ahora, sin embargo, un nuevo escenario en el que los parámetros antes usados para entender estas prácticas no necesariamente se aplican. Por un lado, algunos trabajos recientes señalan en Colombia una actitud “melancólica” en la producción artística e intelectual que se refiere a la violencia, marcada por una suerte de desesperanza e inconformidad generalizada en las referencias a la situación actual de la violencia en el país.6 Por otro, las líneas que antes parecían demarcar claramente el ejercicio legítimo o ilegítimo de la violencia se han vuelto borrosas, por la cada vez mayor vinculación del estado en

5. Camilo García analiza específicamente los discursos del presidente conservador Laureano Gómez, quien en sus campañas contra los liberales llegó a justificar con planteamientos religiosos el exterminio de cualquier miembro de ese partido. 6. Para un análisis de la actitud melancólica en la producción literaria y cinematográfica, ver Jaramillo Morales (2006). Con respecto a este mismo fenómeno entre quienes estudiaran la violencia desde las ciencias sociales, ver Villaveces Izquierdo (2006).

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prácticas clandestinas e ilícitas de la misma.7 Se multiplican los entrecruzamientos y las estructuras paralelas de poder. Las violencias son en general representadas como riesgos omnipresentes que pueden sin aviso asaltar a cualquiera, como la delincuencia o el terrorismo —dos categorías que denominan formas de violencia drásticamente distintas, pero que en el nuevo contexto tienden a utilizarse de manera intercambiable—, con el énfasis situado en el peligro que implican y el miedo que generan. A este panorama se suma una radicalización de la polarización ideológica que deriva en lo que Mauricio García Villegas (2009) ha denominado una “lógica de vengadores”, en cuyo marco se dificulta cualquier debate social o político. Paradójicamente, en medio de esta aparente imposibilidad de alcanzar consenso, participamos también de un contexto global donde desde hace algunos años, y como lo indicara Alain Badiou (1993), se habla con frecuencia de un “retorno a la ética”. Algunas columnas de opinión recientes en Colombia hacen eco de esta tendencia, refiriéndose a la existencia en el país de una “crisis de valores”, o al “desafío ético” que representa aquello que se conoce con el elusivo nombre de “cultura de la violencia”.8 Se trata de un llamado cuyos términos sin embargo no son claros. ¿Por qué hablar de crisis en una situación de tan larga duración? ¿En qué manera puede la ética ser “un desafío”? En términos de Badiou, podríamos decir que se trata de una ética en la cual la apelación a la moral se define tan sólo en términos negativos, es decir, como reacción contra un mal nunca especificado, pero siempre presupuesto. Así entendida, la ética se define tan sólo en términos de prescripción y restricción, con lo cual se excluye el aspecto liberador de la misma, aquel que implica la promesa de una vida mejor. En el contexto latinoamericano, la época que comienza hacia mediados de los años noventa se caracteriza por una sensación generalizada de miedo al presente, e incertidumbre con respecto al futuro, principalmente entre los habitantes de las ciudades, como bien lo señalaran los ensayos incluidos en el importante libro de Susana Rotker

7. Ver al respecto el análisis de Camacho Guizado (2001). 8. Ver por ejemplo los textos de Yarce (2009) y Zorro Sánchez (2009).

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Introducción

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Ciudadanías del miedo (2000). Es una época en la cual la violencia se ha convertido en amenaza constante, de tal manera que la realidad cotidiana se ve marcada por el miedo a ser asaltado en cualquier momento. Las difusas referencias a la ética aparecen centradas en nociones del mal, bajo la forma de múltiples peligros que están al acecho, y de los cuales es preciso protegerse, mientras que con las reformas neoliberales se desvanece la noción del estado como marco general de protección. Se enfrenta una situación en la que por una parte cualquiera puede ser víctima o victimario, y por otra se diluyen las responsabilidades, mientras se refuerza la codificación de la agresión en torno a figuras vagamente asociadas con la idea de un peligro latente, definido tan sólo por contraposición a un supuesto consenso sobre la necesidad de defenderse.

Un caso significativo: los falsos positivos En este panorama no sólo se justifica hasta el extremo toda violencia ejercida contra quienes se identifican con la idea vaga de la amenaza latente, sino que dicha amenaza acaba por volverse necesaria, porque llega a convertirse en la orientación principal de cualquier acto social. Esta actitud tiene consecuencias muy perceptibles sobre el incremento de las prácticas violentas, como bien lo revela en Colombia el caso de los llamados “falsos positivos”, al que me referiré en algún detalle, por considerarlo paradigmático y revelador con respecto a los peligros que involucra esta tendencia a definir el accionar social en torno a la idea del mal. A finales del año 2008 se dio a conocer en Colombia el aterrador hecho de que miembros de las fuerzas armadas del país asesinaban a jóvenes de barrios marginales, para hacerlos aparecer como guerrilleros caídos en combate. Esto ayudaba a que los militares recibieran una serie de beneficios (ascensos, tiempo libre, bonificaciones), por un problemático esquema del ejército colombiano en el que se mide el buen desempeño según el número de bajas reportadas. Conocido como el escándalo de los “falsos positivos”, este hecho reveló entre otras cosas una serie de problemas inherentes a las políticas de seguri-

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dad del Gobierno, que al promover el exterminio del enemigo crearon incentivos para acabar con vidas humanas inocentes. Las presiones de organizaciones humanitarias llevaron a que se retirara del ejército a algunos militares involucrados, pero se sabe que se trataba de una práctica extendida y aceptada, por una lógica en la cual termina siendo necesario producir cuerpos que simbolicen el mal que se combate. En el contexto actual, una violencia como ésta aún perturba y aterra, pero resulta difícil situarse en el límite donde a la vez inquieta y plantea preguntas profundas, que puedan conducir a un planteamiento ético constructivo. Las explicaciones ante el horror que causaron estas muertes las relacionaban con búsquedas de beneficios por parte de algunos individuos vinculados con las fuerzas armadas, sobre quienes cayó todo el peso de las acusaciones, pero lo que estaba en juego era toda una manera de concebir aquello que es aceptable en términos sociales.9 Badiou diría que se trata de una ética basada en la idea del mal, que niega en el ser humano la capacidad para avanzar en busca del bien, entendido no como una noción abstracta y presupuesta, sino como la fidelidad a una verdad que señala el mejor curso de acción en situaciones concretas Cuando la ética es determinada únicamente por reacción contra el mal, la acción moral se define tan sólo en términos destructivos, es decir como represión de ese mal, en este caso representado por la guerrilla. De ahí que la presión por exterminar la guerrilla que se vivía en los años anteriores a la época en que estalló este escándalo llevara a estos extremos. En ese sentido resulta muy apropiada la expresión “falsos positivos”, que se le otorgó al fenómeno: en dicho contexto no existe

9. Un análisis del investigador estadounidense Michael Evans (2009), afiliado al National Security Archive de EE UU, muestra claramente las fallas de este sistema en cuanto estrategia militar, porque conduce a darle prioridad al inflamiento de las estadísticas de muertos en combate, por encima del mejoramiento de las tácticas de debilitamiento del enemigo. Es decir, que incluso sin tener en cuenta los múltiples problemas morales que plantea la práctica de buscar “bajas” del contrincante, se puede decir que el método no funciona en simples términos militares. Evans señala que se trata de una práctica que se ha dado desde hace años en el ejército colombiano. El artículo fue publicado en la revista colombiana Semana.

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Introducción

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la acción positiva real, tan sólo acciones “falsamente positivas”, como lo son los esfuerzos de exterminio, sean éstos dirigidos a representantes reales o simbólicos del enemigo. La única forma de acción moral “positiva” a la que parece tenerse acceso es la compasión por las “víctimas”. Muchas veces, sin embargo, y como se evidenció en este caso, las “víctimas” se confunden hasta tal punto con el enemigo, que terminan por ser intercambiables. En los imaginarios culturales de nuestro tiempo, tanto quienes representan el mal que se combate como sus víctimas aparecen en general vinculados a sectores sociales definidos como marginales, como lo ha analizado en detalle Rossana Reguillo (2000) en sus estudios sobre la dinámica de los miedos en las ciudades. En los sectores marginales se sitúa el límite de un orden social que se asume consensuado. Los habitantes de dichos sectores representan el límite que define dicho orden, a la vez como protector y como urgido de protección, de ahí que sean definidos a la vez como víctimas y como victimarios sociales. En el libro Violence Without Guilt: Ethical Narratives from the Global South (2009) Hermann Herlinghaus reflexiona sobre las posibilidades de una ética de resistencia en narrativas latinoamericanas que hablan desde y sobre los conflictos que se viven en dichas zonas marginales, asociadas a la práctica del narcotráfico. Su análisis comienza haciendo referencia a la forma como el mundo actual construye marginalidades afectivas, las cuales se tornan en mecanismo de regulación y control social por parte de los sectores hegemónicos. Mediante la proyección de los miedos hacia dichas marginalidades, en el mundo globalizado se diluye la ética en una función de manejo de la culpa, mediante una creación de afectos con respecto a la marginalidad social, que tiene connotaciones religiosas. En una especie de cruzada, cuya función última sería la contención del orden social mediante la consolidación de sus límites en el miedo, los habitantes de la esfera imaginaria de lo marginal son percibidos a la vez como mártires y delincuentes, amenazados y amenazantes.10

10. En su brillante análisis, Herlinghaus observa en narrativas cinematográficas, literarias y musicales que se producen en esos espacios marginales la afirmación de

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Los muchachos involucrados en el caso de los “falsos positivos” pasaron de hecho muy rápidamente del papel de delincuentes al de mártires, transformados primero en representaciones del enemigo que se busca exterminar y luego en víctimas inocentes del sistema que los situó en esa posición. Después de que se dio a conocer públicamente la larga secuencia de matanzas, lo que siguió fue una referencia reiterada en los medios a las historias de los jóvenes asesinados, en la que se reforzaba una mirada afectiva sobre las circunstancias que habían conducido a sus asesinatos. Paradójicamente se enfatizaba tanto el hecho de que habían pasado toda su vida en condiciones de pobreza y desamparo, como su potencial criminalidad, con constantes alusiones a que fueron atraídos a su destino fatal con promesas de dinero fácil en negocios ilegales.11 Las historias de las víctimas tienen una importancia política y judicial que no puede desconocerse. En el caso de estos muchachos, por ejemplo, fue a través de las denuncias presentadas por los familiares de un grupo de ellos como salió a la luz esta secuencia de crímenes.12 Sus historias tuvieron, por cierto, una clara incidencia política sobre las acciones del Gobierno de Álvaro Uribe Vélez y las de la institución

una ética que resiste los paradigmas hegemónicos, desde un afianzamiento en experiencias de supervivencia y excepcionalidad en las vidas precarias de sus personajes. 11. No todos estos jóvenes tenían algún antecedente criminal en su historial, pero todos pertenecían a sectores sociales asociados con la delincuencia y el crimen. El carácter de víctimas sí es algo que se resaltaba en todas las historias. Con respecto a algunos de los muchachos se señalaba que presentaban deficiencias mentales o problemas psicológicos serios. Todos ellos, en resumen, aparecían como pertenecientes a algún tipo de “margen” social. 12. El caso es bien conocido en Colombia. Durante el año 2008 se divulgaron las historias de varios muchachos de Soacha, un municipio cercano a Bogotá, que habían salido de sus casas con destino desconocido, para nunca regresar. En los días anteriores a la desaparición se sabía que todos ellos habían conversado con alguien que les ofrecía oportunidades de trabajar o de obtener dinero. Las indagaciones comenzaron, y pronto los muchachos comenzaron a aparecer en las morgues del ejército, clasificados como ex-guerrilleros muertos en combate. Las familias declararon que sus hijos nunca habían sido guerrilleros, y a partir de sus denuncias comenzó la investigación que daría lugar al escándalo.

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militar, precedida por el ministro de defensa de la época, Juan Manuel Santos, quien se convirtió en presidente de Colombia en 2010. El problema reside en que el énfasis en la victimización, tanto de los familiares como de los jóvenes asesinados, refuerza su marginación y una visión sobre ellos como personas sin capacidad real para actuar en tanto agentes sociales, como no sea conformándose a un patrón definido de antemano, y en el cual no tienen ninguna opción real de bienestar. Tal como lo señala de forma muy elocuente la filósofa brasileña Marilena Chauí (1999), en un ensayo sobre ética y violencia: “La victimización hace que la acción se concentre en las manos de quienes no sufren, de quienes no son víctimas y que deben traer, desde afuera, la justicia para los que no la tienen. Estos, por lo tanto, pierden su condición de sujetos éticos propiamente dichos” (34). La opción, discutida tanto por Chauí como por Badiou, reside en replantear las presunciones éticas que subyacen a este tipo de comportamientos, y principalmente reforzar la idea de todo ser humano como agente ético, es decir, como ser racional, libre y responsable, capaz de actuar de forma autónoma, guiado por nociones de justicia y virtud que le beneficiarán como individuo y como miembro de una sociedad. Pero no se trata aquí de plantear una revisión de categorías filosóficas, sino de resaltar hasta qué punto detrás de un acto de violencia hay siempre una compleja estructura moral, política e ideológica que lo hace posible, y de cómo otro tipo de estructura podría llevar a un desarrollo totalmente distinto de los hechos. No basta con señalar culpables, pues aunque sea importante hallarlos y buscar justicia, resulta necesario ir más allá de estos juicios, para entender la lógica que conduce al crimen. Los militares involucrados en ese horror, por ejemplo, se encontraban inmersos en un entramado social que justificaba sus acciones, aunque terminara condenándolas. Dicho entramado implicaba múltiples factores. Para empezar, se basaba en una combinación de presiones generadas tanto por la obsesión con el triunfo sobre el enemigo, como por un deseo de acceder a ciertos bienes de consumo, que promovía en los soldados el afán por reportar cifras altas de guerrilleros muertos. El inflamiento de estas cifras, por otra parte, le otorgaba al ejército colombiano la admira-

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ción de varios sectores de la opinión pública nacional e internacional. Dicha respuesta se originaba en parte, además, en una reacción muy comprensible ante el crecimiento de las amenazas y los miedos asociados con la actividad guerrillera. Si a ello le sumamos las condiciones de desamparo y miseria en la que vivían los jóvenes que fueron asesinados, y su situación de extrema vulnerabilidad, vemos que la violencia de este episodio se relaciona con una compleja red de factores ideológicos, políticos, económicos, afectivos y morales, todos ellos con un efecto muy concreto sobre el curso de los hechos.13 Sólo tomando en cuenta este panorama general se puede interrogar la dimensión ética de lo ocurrido, entendiendo el curso de acción tomado como uno entre muchos posibles, dentro de un contexto social específico.

Lo que ofrece la literatura Mi interés en la lectura de autores que han narrado la violencia en Colombia se dirige a la forma como sus historias observan esas estructuras que subyacen a la violencia, desde una perspectiva que es ética porque nos confronta con preguntas generales sobre las motivaciones y las consecuencias de los actos violentos en una sociedad particular. Así como la historia de los “falsos positivos” plantea una serie de problemas relacionados con un contexto temporal y geográfico preciso, las historias de violencia narradas en los libros que comprenden mi análisis ponen en contacto con dilemas éticos referidos a circunstancias y personajes concretos. Busco plantear que la narrativa literaria o testimonial sobre hechos de violencia recrea aquello que Alain Badiou llamara “la situación”, es decir esa instancia donde se define lo que constituye una acción ética. En su muy conocido libro L’éthique: Essai sur la conscience du mal

13. Entre los factores involucrados en este episodio se podrían mencionar también la corrupción que existe en el ejército, o su cuestionable récord en la protección de los derechos humanos.

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(1993), Badiou señala: “No hay una ética en general. Sólo hay —eventualmente— una ética de procesos en los cuales se manejan las posibilidades de una situación” (2002: 16; traducción mía).14 Cuando una obra literaria presenta dilemas de tipo ético, lo hace en referencia a las situaciones específicas en las que están involucrados sus personajes. Si dichas situaciones implican violencia, ésta aparece en general vinculada a una serie de procesos sociales que están más allá del texto. El contacto con ese texto puede procurar una mirada sobre dichos procesos y plantear preguntas con respecto al comportamiento de los seres humanos involucrados en los mismos. Con esta mirada se busca en los textos literarios algo más que una aproximación de tipo sociológico o antropológico a la violencia y sus manifestaciones. Ese tipo de acercamiento, que resulta provechoso en algunos casos, tiene sin embargo el problema de asumir una cierta transparencia del texto, es decir, una capacidad del mismo para presentar los problemas sociales tal como se dan en la realidad. Dicha perspectiva no siempre tiene en cuenta las trampas que tiende el texto literario a sus lectores, la forma como los seduce o los engaña, con estrategias que aumentan el placer de la lectura. Tampoco se trata de pensar en los textos como paradigmas morales, que promueven comportamientos nobles o reprobables. Este tipo de lectura, común en ciertas escuelas literarias decimonónicas, llevó al muy conocido juicio contra Gustave Flaubert, acusado de promover la inmoralidad entre las mujeres de Francia con Madame Bovary. Una lógica similar ha justificado en algunos momentos históricos la censura o la quema de libros, y en otros la promoción oficial de obras literarias que se presume ayudan a mejorar el comportamiento de la gente. Ecos de estos debates se escuchan aún en esfuerzos más recientes por explorar las posibilidades de la literatura como espacio de indagación moral, entre ellos los de Martha C. Nussbaum (1990), quien en novelas del canon occidental, como La copa dorada (1909) de Henry James, explora búsquedas sobre los sentidos y la significación del buen

14. La referencia de página se refiere a la edición en inglés del libro de Badiou, publicada con el título Ethics. An Essay on the Understanding of Evil (2002).

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vivir aristotélico, ejemplificados en los dilemas y acciones de los personajes. Mi perspectiva no se orienta hacia la búsqueda sociológica o moralizante. Me interesa la posición en la que el texto narrativo coloca al lector con respecto a sus propios límites. La lectura es un enfrentamiento con las opciones que se les presentan a los personajes en una situación, y también con el hecho de que cuando algo ha ocurrido, ya no puede cambiarse. Ante un asesinato, por ejemplo, el texto literario plantea a la vez que podría no haber ocurrido y que se trata de un acto que no puede deshacerse. El lector se involucra en los motivos por los que ocurre, los cuestiona, observa sus consecuencias y entiende que es un acto inalterable, pero puede plantearse lo deseable que sería que los hechos hubieran seguido un curso distinto. En medio de estos procesos, se enfrenta también con su propia decisión de seguir o no leyendo, asumiendo la lectura como un proceso en el que intervienen su voluntad y su juicio. Esto está favorecido por la capacidad que tiene la literatura de involucrar afectivamente al lector en la narración. En un ensayo de 1930 llamado “La supersticiosa ética del lector”, Jorge Luis Borges habla de la literatura como un arte cuya virtud no reside en la búsqueda de la perfección sino en la capacidad para dejar espacios en blanco y elementos no totalmente ajustados, pues dicha imperfección permite que el lector se separe del texto, se apropie de él, y pueda pensar en otras opciones para lo que éste presenta. Ese ensayo concluye con la frase muchas veces citada: “La literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse con la propia disolución y cortejar su fin” (1980: 44). Los textos literarios aparecen aquí como obras conscientes de su potencial disolución, es decir, del hecho de que existen sólo para ser negados y transformados en la lectura. Dicha transformación invoca la libertad y el juicio del lector, en cuyas manos el texto enmudece. Borges plantea que rara vez la buena literatura hace propuestas trascendentales, se empeña en la perfección formal, o propone patrones ejemplares, y más bien se dedica a explorar su finitud. Esto confronta al lector con la precariedad y los límites de su propia existencia, apela a su voluntad interpretativa, y lo lleva a asumir una actitud re-

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flexiva e indagatoria que se refiere no sólo a lo que relata el libro sino también a la realidad que está más allá de él. Es por la imperfección del texto literario como el lector se involucra en la historia, y consigue que el contenido de las páginas tenga una extensión en la vida real. En este sentido, la intrascendencia del texto literario es sólo relativa. La literatura crea un mundo incompleto y limitado, pero lo extiende más allá de las páginas del libro en la mirada de un lector que se ve interpelado por el lenguaje a traspasar sus límites, para reaccionar, reflexionar, seguir o no leyendo. Esta aparente paradoja del ensayo de Borges tiene un paralelo en la forma como se acerca a la literatura el filósofo lituano-francés Emmanuel Lévinas, uno de los pensadores más influyentes en los debates éticos de las últimas décadas. Los estudios sobre la posición de Lévinas con respecto a la literatura se refieren con frecuencia al ensayo “La realidad y su sombra”, publicado en la revista Les Temps Modernes en 1948. Se trata de un ensayo que fue controversial en su momento porque en él Lévinas lleva a cabo una crítica simultánea a la idea romántica del arte como experiencia trascendente, y a la noción sartreana de la literatura comprometida, concluyendo que el arte y la literatura procuran una “evasión” de la realidad, en lugar de un lente de acercamiento a niveles profundos de la misma, o un instrumento para cambiarla. Lévinas se refería allí a la lectura literaria como un acto limitado y marcado por la irresponsabilidad, pues implica una parálisis de la voluntad en la que no tiene cabida ese encuentro con el rostro de otro ser humano que en su pensamiento constituye la base de una relación ética con el mundo. Refiriéndose a los personajes de una novela como seres encerrados en sus páginas, prisioneros de un destino que repiten incesantemente, Lévinas plantea que no representan personas reales, sino imágenes de éstas, componentes de “la sombra” de lo real, como denomina Lévinas al dominio de las obras artísticas. Esa sombra nos interpela desde un espacio donde la libertad no opera sino como potencialidad. Al igual que en el ensayo de Borges, las obras literarias en el texto de Lévinas son construcciones imperfectas que hablan en enigmas, sugerencias, alusiones y equívocos. El mejor escritor es descrito por Lévinas como alguien que derrama la mitad del agua que nos ofrece. Según el filóso-

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fo, el encuentro con la sombra de la realidad nos enfrenta a nuestros límites, la dimensión de la muerte como destino inalterable, que acecha sin la promesa de un nuevo presente, algo que nos sitúa en el terreno de la reflexión ética. En su libro Altered Reading. Levinas and Literature (1999), Jill Robbins señala que pese a su actitud crítica frente a la literatura y el arte en general, el pensamiento de Lévinas contiene numerosas referencias a la literatura, muchas de ellas relacionadas específicamente con la forma como ésta se acerca a la experiencia de la muerte violenta. En De l’Existence à l’Existant (1947), un libro escrito en parte mientras se hallaba en prisión, Lévinas incluye un comentario particularmente relevante al respecto, en referencia a un fragmento del Macbeth de Shakespeare. Dice: “Matar, al igual que morir, es buscar una salida del ser, ir allí donde operan la libertad y la negación. El horror es el evento de ser que regresa al centro de esta negación, como si nada hubiera pasado.”15 La obra literaria procura un acercamiento a esa potencialidad del evento violento, la cual aterra precisamente al sugerir que todo podría haber sido de otra manera, extendiendo la mirada sobre esas posibilidades alternas de la acción. Ese asombro resulta paralelo a aquella conmoción que suscita el encuentro con el rostro del “otro”, la cual constituye la base de la reflexión ética, en otros momentos del pensamiento de Lévinas. Cuando la literatura se acerca a la violencia la describe como un evento o una serie de eventos traumáticos, decisivos, que se expanden como una estela sobre el desarrollo de la historia, determinando su curso, pero que a la vez habrían podido no ocurrir. La inalterabilidad y la gravedad de los hechos definen la narración, pero el texto deja abierta ante el lector la opción de imaginar que todo habría podido ser distinto, y por supuesto también la de cerrar la página.16 Eso im-

15. “Tuer, comme mourir, c’est chercher une sortie de l’être, aller là où la liberté et la négation opèrent. L’horreur est l’événement d’être qui retourne au sein de cette négation, comme si rien n’avait bougé” (Lévinas 1947: 100; la traducción es mía). 16. En un cuento de Jorge Luis Borges, “El jardín de los senderos que se bifurcan”, se relata la historia de un autor chino que buscó escribir un libro en el cual en cada momento se relataran todos los posibles cursos de la historia narrada. Esta narración, por supuesto infinita, es contrastada por Borges con la historia de un des-

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plica pensar la violencia como un curso de acción entre otros posibles, y no como un destino fatal o como una situación naturalizada. La literatura permitiría desnaturalizar ese panorama, y relacionarlo con las circunstancias que conducen a la violencia y que podrían no estar presentes, o haber tenido otro desarrollo.

La violencia en los textos y en la realidad de Colombia Quizás el mejor ejemplo de la forma en que la literatura presenta la violencia como una opción entre otras posibles, se encuentra en la primera frase de La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, texto que analizo en el primer capítulo, como principal antecedente de la narrativa sobre la violencia en Colombia. Cuando el narrador, Arturo Cova, declara allí que jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia, despliega desde el comienzo ante el lector la posibilidad de que su vida hubiera tomado otros rumbos, no cumplidos en los eventos que se relatan en la novela, o en la realidad a la que se refieren, pero sí imaginables por el lenguaje. El hecho de que la historia de Cova haya seguido el curso que siguió se refiere así a circunstancias históricas muy precisas, hacia las cuales la novela dirige la atención del lector. Rivera habla en detalle sobre horrores muy reales, plenamente documentados, relacionados con el abuso de los trabajadores y los recursos naturales que tuvo lugar durante los años de auge de la extracción del caucho en la cuenca del Amazonas. Muestra estos horrores como resultado de la forma en que los seres humanos explotan y maltratan a sus semejantes y a la naturaleza en la búsqueda de riquezas, y alude todo el tiempo a que las cosas podrían seguir otro rumbo, involucrando con ello al lector de forma decisiva. En tiempos de Rivera esta estrategia tuvo consecuencias con-

cendiente de ese autor, quien está decidido a asesinar a un sinólogo que ha dedicado su vida a descifrar el manuscrito, consiguiendo su propósito al final del cuento. Esta segunda historia, finita y limitada, es más cercana a las que se cuentan en la literatura tal como la conocemos, pero la sombra de la primera está siempre presente en ella. En el libro Abusos y admoniciones (2001), Aníbal González hace un excelente análisis de este cuento en tanto reflexión de Borges sobre la ética en la literatura.

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cretas, algunas de ellas insólitas, como cuando se organizaron comisiones para buscar a Arturo Cova y su comitiva en la selva, acaso respondiendo a un deseo de reparar en la realidad al menos uno de los efectos dolorosos de la violencia inmutable que aparece en el texto.17 La escritura de Rivera se sitúa en la tensión entre el universo limitado e irreparable de la novela, y un modelo en el que ese mismo universo busca su opuesto: el mundo potencialmente modificable de la realidad. Esta tensión es presentada como algo difícil, doloroso, violento en sí mismo. Acaso porque lo es, la lectura de La vorágine aún nos golpea, y constituye un lente privilegiado hacia una situación de explotación cuyas secuelas se sienten quizás hoy más que nunca. En la violencia que observara Arturo Cova en su viaje por los llanos y las selvas colombianas, se perciben los antecedentes de la guerra y la devastación que hoy se ensañan con esos mismos territorios. Los problemas que aparecen en ese texto siguen dirigiéndonos a una realidad en la que se reproducen las condiciones que antes llevaron a la violencia, regresando como una sombra que plantea una y otra vez reflexiones muy profundas sobre el sentido de tanta agresión y sufrimiento. Al observar en el mapa los espacios donde se desarrolla La vorágine, se reconocen lugares tristemente célebres por su larga historia de violencias: el Casanare, el Putumayo, territorios del llano y de la cuenca amazónica donde se desdibujan las fronteras nacionales, y donde la práctica de la violencia parece superar lo que puede contarse con palabras. Es sin embargo principalmente a través de las palabras como la mayor parte de la gente conoce esa violencia, como bien lo indicara el antropólogo Michael Taussig al comenzar su libro Chamanismo, colonialismo y el hombre salvaje (1987), un estudio fundamental sobre los vínculos entre terror, colonización y escritura, basado en investigaciones realizadas precisamente en las zonas donde se desarrolla la novela de Rivera. Por

17. Tal como lo señalo en el primer capítulo, La vorágine apareció en un momento en el que existía ya una indignación pública sobre lo que estaba ocurriendo en el Putumayo, la cual tomó fuertes tintes nacionalistas. La referencia a las expediciones que se organizaron para rescatar a Cova son del propio Rivera, quien lo menciona en su conocida respuesta a Luis Trigueros (Ordóñez Vila 1987: 63-76), a las cuales me refiero en el primer capítulo.

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esta razón, y como lo señala el propio Taussig, la reflexión sobre cómo los relatos determinan cuanto sabemos acerca de la violencia resulta ser un paso importante en la búsqueda de alternativas a la misma. Taussig se basa en un extenso análisis de los textos que dieron a conocer las atrocidades que tenían lugar durante la explotación cauchera en el Putumayo, los cuales revelan la huella del colonialismo y la lucha por conciliar lo que se veía como una empresa necesaria —porque sólo a través de ella se podía acceder a un material (el caucho) que se volvió esencial para el mercado de capital en la era posterior a la Revolución Industrial—, con la brutal explotación que se usó para llevarla a cabo. Como la novela de Rivera, el estudio de Taussig se ocupa de indagar sobre los orígenes y consecuencias de la violencia, centrándose en la capacidad que tienen las palabras para evocar el antes y el después de la misma. Las palabras permiten rastrear las redes que hicieron posible un hecho violento, en cuyo diseño muchas veces participaron las palabras mismas. De ahí que en la lectura de obras como La vorágine sea posible encontrar la huella de horrores que hoy se siguen ensañando con grandes grupos de personas y verlos como parte de un proceso que tiene múltiples implicaciones. En una novela cuyas estrategias estilísticas y narrativas han seducido a los lectores durante años, como veremos, Rivera nos pone en contacto con la compleja red de circunstancias económicas, políticas y culturales, nacionales y transnacionales, que determinaron el abuso de los recursos naturales y de los trabajadores que se dio en la cuenca del Amazonas durante aquella época. Todo ello contado a través de episodios que nos involucran afectivamente en el destino de las personas implicadas en estos hechos. Además de esto, y allí reside el aspecto más significativo de esta novela, La vorágine dirige la atención hacia problemas implícitos en el acto de nombrar la violencia. Las implicaciones de ese acto, que en Rivera constituye el motor de la narración, serían también centrales en relatos que vinieron más adelante.

De la Violencia al desplazamiento La novela de Rivera sirvió como antecedente de la literatura de la violencia por haberse ocupado de los vínculos entre economía, política y

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literatura, desde una perspectiva que involucraba tanto al autor como al lector en un compromiso con el bienestar de seres humanos en contextos de violencia. Es también una novela que trasciende el ámbito nacional y que mezcla ficción con testimonio, anunciando tendencias que prevalecerían en la novelística posterior del continente. Sin embargo, y pese al uso de la palabra “violencia” en la primera frase, no es una novela de “la Violencia” tal como se entiende en el contexto colombiano, donde dicha denominación se refiere principalmente a obras que narraban los hechos de extrema violencia que tuvieron lugar en el país alrededor de la década de 1950. Al análisis de dichas novelas está dedicado el segundo capítulo de este libro. La denominación misma de ese período —conocido, como lo dije más arriba, con el precario nombre de “la Violencia”— y del ciclo literario que se refiere a él, resulta problemática y ha sido cuestionada muchas veces. El conflicto que rodeó la producción de estas novelas tuvo su paralelo en las discusiones que acompañaron su recepción, como lo mostrará el análisis de algunas obras de autores hoy poco estudiados, como Eduardo Caballero Calderón, Daniel Caicedo y Hernando Téllez. Es sin embargo precisamente en ese momento, y a través de ese ciclo de novelas, cuando la violencia empieza a ser tematizada como tal, convirtiéndose en un objeto de fabulación y de estudio que dominaría gran parte del imaginario nacional colombiano durante años. Fue en gran parte a través de las llamadas “novelas de la Violencia”, publicadas en esos tiempos y haciendo referencia directa a los hechos sangrientos que tenían lugar entonces, como los habitantes de Colombia comenzaron a tomar conciencia del drama que trajeron consigo los enfrentamientos partidistas que durante aquellos años causaron numerosas masacres, desplazamientos y traumatismos en todo el territorio nacional.18 La mayor parte de la literatura perteneciente a dicho ciclo pasó al olvido, pero en su momento ocupó un papel relativamente importan-

18. La bibliografía sobre este período es extensa y se harán mayores referencias a ella en el segundo capítulo. Para una exhaustiva revisión reciente de la misma, véase la introducción al libro de Suárez (2010).

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te en el curso de los hechos de violencia que tenían lugar en el territorio colombiano. A través de ella el público lector se relacionó con la cruel guerra que se desarrollaba en el país, en la que se revelaron los extremos a los que podían llevar los antagonismos partidistas. Los enfrentamientos tenían un cariz fuertemente moralista, por el que ambos extremos combatían en nombre de una “verdad” que se consideraba trascendente e irrefutable, y que justificaba todos los horrores.19 A la vez, dichos horrores conducían a apropiaciones territoriales y muchas formas de abuso, que enrarecieron el panorama político durante años, llevando también a una relativización de categorías morales que habían sustentado varios intentos de definición de los paradigmas de la nación. La literatura captaría los dilemas que presentaba esta situación, desde las novelas publicadas poco después del emblemático 9 de abril de 1948 —fecha del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, que para muchos marca el inicio de la peor época de la Violencia20—, hasta las obras tempranas de Gabriel García Márquez, a las cuales está dedicado el tercer capítulo. En novelas como El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962) el entonces joven escritor colombiano se ocuparía principalmente de narrar lo que deja tras de sí dicha violencia: una sociedad atravesada por el miedo y la costumbre del horror. Fue un cambio importante de perspectiva, con respecto a las obras de autores anteriores, cuya atención se centraba en la larga secuencia de asesinatos, violaciones, heridas, amenazas y miedos que acompañaron “la Violencia”, en cuanto fenómeno social y humano atravesado por intereses económicos y políticos. Las diferencias que existen entre el ciclo de la “Novela de la Violencia”, que llega hasta finales de la década de 1950, y aquella representada por la obra de García Márquez, que se inicia en esa misma época, son consecuencia de importantes cambios que tuvieron lugar

19. Para un análisis de la forma como se definieron los partidos políticos en Colombia durante el siglo xix, y el proceso por el cual el antagonismo adquirió matices violentos, véase el libro de Rojas (2001). 20. Véase nota 4.

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en aquellos años, tanto en el contexto nacional como en el hemisférico. Fue ésta la época en la que en Colombia se dio una significativa reducción de los horrores de la violencia, tras la firma del acuerdo de pacificación entre líderes liberales y conservadores, conocido como Frente Nacional, en 1957.21 Por esos mismos años, se comenzó a fraguar en América Latina el proceso que daría lugar a la Revolución Cubana de 1959, y ocurrieron importantes reconfiguraciones sociales, impulsadas por el crecimiento de las ciudades, el fortalecimiento de la educación superior, la expansión de los medios de comunicación y muchos otros factores —entre ellos el clima de la Guerra Fría, que como bien lo analizara Jean Franco (2002) marcó de manera decisiva el papel de los escritores en la vida política de la región—, que definirían la rápida internacionalización y transformación de las sociedades latinoamericanas El paso de la primera etapa de la “Novela de la Violencia”, a aquella representada por la literatura de García Márquez, está marcado por estos cambios, y plantea una mirada narrativa que va más allá del contexto nacional, sobrepasando también la circunstancia específica de la violencia partidista, aunque mantiene una mirada tangencial sobre ella. La escritura de García Márquez, como veremos, explora un lenguaje que rebasó como el de ningún autor antes que él la circunstancia específica en la que había surgido, un lenguaje que involucraba al lector en indagaciones éticas generales sobre temas como el sentido de la justicia, el entrelazamiento de lo público y lo privado, y los vínculos entre economía, política y moral. Se trata de una literatura que, sin embargo, es inseparable de lo que representa García Márquez: una figura monumental y controvertida, cuya obra está hoy marcada por la sombra de las muchas lecturas que ha tenido, en múltiples idiomas y momentos. Su literatura habla así no sólo de lo que contienen sus páginas sino también de lo que ella misma simboliza como fenómeno

21. La periodización de las distintas etapas de “la Violencia” y la intensidad de cada una de ellas, en términos de número de muertes y hechos sangrientos, modalidades de la agresión y enfrentamientos en general, ha sido analizada principalmente por el historiador Gonzalo Sánchez. Al respecto véase su libro Guerra y política en la sociedad colombiana (1991).

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cultural, y de las preguntas que esto plantea en tanto escritura que se concibe como inquisidora y contestataria, pero es asumida e incorporada fácilmente por el modelo que parece cuestionar. La obra de García Márquez presenta un ejemplo de cómo la literatura, en tanto conversación ética con su entorno social, enfrenta muchas veces el dilema de querer ser a la vez crítica de ese entorno y aceptada por él. En algunos casos el impulso estético que lleva a seducir al público lector se convierte en una fuerza que prevalece sobre cualquier otro afán en el que se inscriba el discurso literario. Por esta razón, aquellos textos que procuran hacer un cuestionamiento político activo y una intervención palpable acuden en ocasiones al género testimonial, buscando en él un lenguaje que señale problemas concretos y apele directamente a la solidaridad del lector en la búsqueda de soluciones reales a los mismos. A este tipo de textos está dedicado el cuarto capítulo. Prácticamente todas las obras literarias analizadas en este libro presentan algún componente testimonial, en tanto que incorporan historias de violencias que realmente ocurrieron y que fueron escuchadas o leídas por los autores, en versiones luego llevadas a las obras literarias. Rivera incorporó en La vorágine testimonios reales sobre los abusos a los caucheros, los novelistas de “la Violencia” escribían sus textos basados en los horrores partidistas que habían visto o escuchado, el propio García Márquez señaló varias veces que todo lo que estaba incluido en sus novelas partía de historias reales que le habían contado parientes o conocidos. La incorporación de lo “real” en la literatura vincula dicha literatura a su entorno, y le otorga veracidad a su propuesta, acercándola a los lectores. Sin embargo, todo testimonio incluido en la literatura es en cierta forma absorbido por ella, de tal forma que sólo cuando un texto se presenta como “testimonial” consigue apelar al lector con un efecto de realidad que conmueve y procura tener impacto palpable sobre el entorno al que se refiere. El capítulo cuarto de este libro está dedicado a obras que se han publicado específicamente en un formato testimonial, concebidas por sus autores a partir de relatos recogidos entre sobrevivientes de hechos violentos, en los cuales se promete ofrecerle al lector una visión de primera mano sobre una situación particular de violencia, cuya trascen-

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dencia social es considerable. Son volúmenes que interpelan a su audiencia en forma aparentemente más directa, llamando su atención sobre las circunstancias que llevan a la violencia y sobre las consecuencias de la misma. En ellos es visible ante todo un esfuerzo por encontrar palabras para narrar hechos terriblemente dolorosos, que se sitúan más allá del lenguaje, y que es sin embargo preciso nombrar, para que se entienda así su impacto sobre el entorno social, con la esperanza de que dicho entorno reaccione al respecto. En un contexto en el que las violencias descritas no han encontrado resolución, como lo es el colombiano, estos relatos testimoniales están marcados por el encubrimiento y el silencio, ocultando los nombres de los hablantes y cambiando las referencias a lugares y fechas de los actos descritos. Este hecho es en sí mismo significativo y forma parte de la interpelación que con respecto a la situación de violencia llevan a cabo estos relatos, como veremos. Los relatos testimoniales tienen su mayor impacto en el contexto local al que se refieren y en el que son recibidos. Con frecuencia su trascendencia es también temporal, circunscrita al momento en el cual las historias de violencia están aún frescas en la memoria de los lectores. Muchas veces, sin embargo, estos libros contribuyen a configurar la memoria de un período histórico particularmente traumático, como ocurre con el libro Los años del tropel (1985), de Alfredo Molano, en el que se recogen relatos narrados por sobrevivientes de “la Violencia” que dan testimonio sobre los efectos perdurables de los horrores vividos. Ocasionalmente pueden también trascender el contexto nacional colombiano en el que surgieron, para referirse a situaciones en las que se entrelaza lo local con lo global, como lo es el narcotráfico. Es la razón que llevó a que se hicieran varias traducciones de otro libro analizado en el cuarto capítulo, No nacimos pa’ semilla (1990), de Alonso Salazar Jaramillo, una influyente compilación testimonial que dio a conocer algunas de las dramáticas derivaciones del tráfico de droga, en la vida de los barrios marginales de Medellín. El capítulo final de este libro se refiere a la circulación transnacional de las historias de violencia, volviendo a la literatura, y específicamente a aquella que circula en el mercado global del libro en la actualidad. Se refiere a un momento en el cual las obras narrativas han

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entrado en una dinámica global que marca su carácter y sus propuestas, planteando nuevos retos éticos para autores, lectores y críticos. Es un panorama en el que las violencias también han cambiado. Su sentido, su funcionamiento y sus actores se encuentran cada vez más involucrados en el entramado transnacional de la globalización, y para observarlas resulta particularmente necesario extender la mirada más allá de las fronteras nacionales. Las circunstancias locales siguen siendo sin embargo determinantes, tanto en el origen como en el efecto de dichas violencias. Es aún en la situación específica dentro de la cual se manifiesta la violencia donde se entiende la complejidad de los factores que la provocan y los desajustes que genera. La literatura reciente, que dialoga con los circuitos del mercado transnacional del libro, sigue narrando historias de violencias locales, en tanto situación específica en la cual se evidencia la atrocidad. Autores como Fernando Vallejo, Laura Restrepo y Darío Jaramillo reflexionan sobre los desajustes generados por dichas violencias, en narraciones donde el tema del desarraigo ocupa un papel predominante, porque el desplazamiento parece haberse convertido en la única forma posible de situarse en el mundo. También los libros y las historias que narran viven en esta realidad desplazada, sujetos a lecturas y apropiaciones múltiples, en muy diversos contextos y circuitos globales. Las novelas publicadas en Colombia a partir de la última década del siglo xx proveen claves de acceso a esa realidad, en la cual las fronteras se diluyen y a la vez se convierten en una presencia protuberante. En el diálogo entre lo local y lo global se exploran nuevos caminos para transmitir los retos éticos que plantean las recientes formas de violencia, en una difícil tensión con las fuerzas del mercado global, que alientan la construcción de relatos literarios que se acerquen por vías alternas a las historias de violencia, pero a la vez sobre-determinan su sentido. En dicha tensión resulta sin embargo aún audible aquel afán de convertirse en espacio de reflexión que ha caracterizado desde hace tiempos la relación de la literatura colombiana con las violencias que la rodean y la alimentan, dejando huellas indelebles en sus páginas. A su vez, dichas páginas han marcado con sus huellas la práctica de la violencia y sus efectos sociales. Sobre esta doble dinámica se sitúa la mirada de este libro.

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CAPÍTULO I La vorágine y sus rupturas

En su conocida respuesta a Luis Trigueros,1 un crítico temprano de La vorágine (1924) que pretendió descalificar la novela, principalmente por cuestiones formales, José Eustasio Rivera publicó en un periódico bogotano una carta abierta en la que defendía airadamente su libro, con numerosos argumentos. Hay en esa carta un pasaje en el cual Rivera parece hacer sin embargo una autocrítica, pero no para darle la razón a Trigueros sino para aludir a un dilema relativo a la forma como su escritura quiso asumir un compromiso ético con la sociedad. Tras recriminar a su crítico, dice: “Dios sabe que al componer mi libro no obedecí a otro móvil que el de buscar la redención de esos infelices que tienen la selva por cárcel. Sin embargo, lejos de conseguirlo, les agravé la situación, pues sólo he logrado hacer mitológicos sus padecimientos y novelescas las torturas que los aniquilan” (Ordóñez Vila 1987: 69).2

1. Luis Trigueros era el seudónimo de un intelectual bogotano que publicaba reseñas literarias en los periódicos de su tiempo. Algunas publicaciones lo identifican con el nombre de Ricardo Ramírez Sánchez (véase por ejemplo el prólogo de Juan Loveluck a la edición de la novela en Biblioteca Ayacucho), un autor de quien se tienen pocos datos. 2. La cita completa dice: “Mas lo que no puedo perdonarte nunca es el silencio que guardas con respecto a la trascendencia sociológica de La vorágine, que es el mejor aspecto de la obra, según lo declara el doctor Gil Fortoul. ¿Cómo no darte cuenta del fin patriótico y humanitario que la tonifica y no hacer coro a mi grito a favor de tantas gentes esclavizadas en su propia patria? ¿Cómo no mover la acción oficial para romperles sus cadenas? Dios sabe que al componer mi libro no obedecí a otro

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La paradoja que percibe Rivera se relaciona con una preocupación mayor, que aparece en forma prominente en La vorágine, por los vínculos entre escritura, ética y violencia. Por una parte, Rivera declara que su intención en la novela era denunciar la violencia que tenía lugar en las caucherías del Amazonas, con un interés “patriótico y humanitario” (ibíd.: 69). Por otra, sospecha que consiguió el propósito opuesto, agravándoles la situación a quienes pretendía redimir. Esta apreciación es la de un escritor que percibe el efecto social de la literatura, pero le inquieta entender que quizás sea más dañino que benéfico. La carta a Trigueros revela así en Rivera un autor que se plantea la escritura desde una posición que es ética, en tanto que la entiende como un acto capaz de involucrar al lector y suscitar en él reacciones que tendrán consecuencias. Esta consciencia ética de la escritura es visible en la novela y se plantea como un reto para el lector, quien se ve arrastrado en sus páginas por la constante tensión entre la belleza de la prosa y la brutalidad de las escenas descritas. Rivera percibe además en ello una especie de violencia implícita en la escritura, pues la prosa no sólo seduce al lector agrediéndolo, sino que además puede involucrarlo en una forma simbólica de la agresión, como lo sería la mitificación de violencias reales, una reacción que por vía indirecta podría agravar dichas violencias. Rivera presentaría así una manifestación de aquello que Aníbal González denominara “grafofobia”, es decir, “una actitud ante la palabra escrita en la que se mezclan el respeto, la precaución y el temor con la revulsión y el desprecio” (2001: 15). Para González, quien remite este fenómeno a los tiempos en que Platón aconsejara expulsar a los poetas de la República, es éste un componente necesario de la escritura y no implica su rechazo, sino lo contrario, hay en ello una mezcla de fascinación y

móvil que al de buscar la redención de esos infelices que tienen la selva por cárcel. Sin embargo, lejos de conseguirlo, les agravé la situación, pues sólo he logrado hacer mitológicos sus padecimientos y novelescas las torturas que los aniquilan. ‘Cosas de La vorágine’, dicen los magnates cuando se trata de la vida horrible de nuestros caucheros y colonos en la hoya amazónica. Y nadie me cree, aunque poseo y exhibo documentos que comprueban la más inicua bestialidad humana” (Ordóñez Vila 1987: 69).

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temor, de respeto y precaución ante los efectos de la escritura frente a la sensibilidad del mundo.3 Cuando Rivera dice que con su novela quizás sólo ha conseguido agravarles la situación a los caucheros, se estaría refiriendo a un riesgo muy real, que él ya habría percibido, y que implicaría no sólo a La vorágine, sino a los otros textos que ya se habían escrito sobre los abusos que ocurrían en la cuenca del Amazonas. Su novela es ante todo un esfuerzo por mostrar las terribles consecuencias que tenía la explotación de los recursos naturales y de los trabajadores, cuando era guiada tan sólo por la ambición y las fuerzas del capital, sin ningún tipo de regulación o medidas de protección —algo que se extiende más allá del contexto del caucho—, para referirse a todos los procesos extractivos que caracterizaron la modernización en América Latina. Pero La vorágine es también una indagación sobre la posible complicidad de la literatura y del discurso intelectual en este proceso, explorando las opciones de una escritura que pretende hacer una intervención en su contexto. Se trata de un proyecto complejo, que involucra activamente al lector, y que de hecho lo ha involucrado durante años, sin perder su actualidad.

Sujetos a la Violencia en la selva del caucho La vorágine se inicia con una de las primeras frases más conocidas e impactantes de la literatura latinoamericana. En ella, el narrador, Arturo Cova, comienza el relato de sus aventuras y desventuras por los llanos colombianos y las selvas del Amazonas diciendo: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia” (41). La Violencia con mayúscula de esa primera frase, que ha triunfado sobre la pasión en el corazón del prota-

3. Al hablar de la “grafofobia”, Aníbal González se refiere en su libro específicamente a autores del modernismo hispanoamericano. González señala también que “entre los muchos temas del siglo xx que los modernistas inauguraron en Hispanoamérica estaba precisamente el de las implicaciones éticas del arte y la literatura” (2001: 19).

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gonista, marca la novela desde el comienzo. Determina tanto la huida de Cova y Alicia de Bogotá hacia el Casanare, huyendo de la familia de ella (que quería casarla a la fuerza), como su paso por los llanos y el posterior viaje de Cova a la selva en busca de Alicia, quien decide seguir a un reclutador de trabajadores caucheros, para huir de Cova y su temperamento explosivo. La novela presenta un episodio de violencia tras otro, y la narración se guía en gran parte por los retos que implica enfrentar esa violencia, una fuerza que desde el corazón del narrador-protagonista marca la prosa, los actos de todas las personas que aparecen en la novela, y también los eventos de la naturaleza, que tiene aquí un corazón y un espíritu propios. Se refiere a la selva como espacio geográfico que agrede a los seres humanos, mientras éstos a su vez ejercen violencia contra ella y entre sí. Todos los corazones de este relato se encuentran invadidos por la vulnerabilidad, el abuso y la necesidad de defenderse de las agresiones ajenas. Están dominados por ambiciones, traumas y deseos de venganza. Es además una violencia que al surgir de la voz narrativa misma, agrede también al lector, llamándole a reaccionar con respecto a las situaciones narradas. Pero esa evidente y declarada Violencia de la primera frase incluye en realidad varias violencias, que entran en La vorágine, atravesándola y dejando huellas. La más conocida y comentada se relaciona con el mencionado proceso extractivo del caucho, una de las formas de extracción más agresivas y destructoras de la vida humana y de los recursos naturales de las que se tenga noticia en la historia reciente de América Latina. Se sitúa por lo general entre dos fechas claves: la invención del proceso de vulcanización por Charles Goodyear en 1839 y el desarrollo de las plantaciones de caucho en Asia en 1912, cuando la demanda del producto empieza a decaer. En los años situados entre esas dos fechas tienen lugar el auge de las bicicletas y los comienzos de la industria del automóvil, hechos que llevan a un aumento exponencial en la demanda de caucho en el mundo.4

4. La demanda mundial del caucho creció exponencialmente durante el siglo xix, y puesto que inicialmente la única fuente para obtenerlo eran los árboles de Hevea

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Cuando Rivera publica su novela, existía ya un debate público sobre la situación de los caucheros a ambos lados del Atlántico, porque muchas de las empresas extractoras tenían participación inglesa.5 Gran parte del debate, como bien lo analizara Michael Taussig (1987), se llevó a cabo a través de textos que atravesaban el Atlántico marcados por el cruce entre lo económico y lo racial, lo político y lo discursivo. Para Rivera fue también parte de una realidad que vivió como miembro de la comisión de límites con Venezuela, en un viaje que emprendió en 1922 y lo llevó a las zonas selváticas del Orinoco y el Amazonas. Existen versiones diversas sobre qué tanto contacto tuvo Rivera con los caucheros mismos, pero resulta obvio que como parte de ese viaje se documentó ampliamente sobre la situación, y redactó varios informes al respecto. Inicialmente la única fuente para la obtención del caucho eran los árboles que crecían naturalmente en la cuenca del Amazonas, y para extraerlo se requería de una enorme cantidad de trabajadores que recorrieran la selva en largas jornadas, buscando los árboles y tajándolos para obtener la materia prima del caucho. Este sistema de extracción, unido a la abrumadora demanda del mercado, llevó a que se dieran muchas formas de abuso y explotación de los trabajadores. En el caso de la frontera entre Perú y Colombia (cuya demarcación exacta era disputada) las mayores víctimas de este abuso fueron los indígenas, a quienes la Casa Arana peruana sometía a brutales maltratos, que diezmaron su población en la zona.

Brasiliensis que crecían naturalmente en la cuenca amazónica (para una descripción detallada del proceso, véanse Weinstein, (1983) y Pineda Camacho (2003). 5. El debate sobre el tema del caucho involucraba intereses económicos, políticos y culturales ligados a los procesos de modernización y expansión de la economía de mercado en América Latina. Se definían en él temas cruciales de su tiempo, como el control sobre los recursos naturales, la importancia de las leyes laborales, la regulación de los mercados internacionales, las fronteras entre los países (Colombia, Perú y Venezuela, en este caso), y la integración de los indígenas en los proyectos nacionales, pues fueron los indígenas quienes sufrieron la peor explotación en aquella empresa extractora. En estas cruciales discusiones se entrecruzaba la violencia física con la de la palabra, y la acción de hecho con la de derecho.

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Rivera incluye la mayor parte de su denuncia y acusación sobre las violencias de la explotación cauchera en dos relatos inscritos dentro del texto de la novela, primero el del cauchero Clemente Silva, y más adelante el de Ramiro Estévanez, un amigo bogotano de Cova que lleva tiempos viviendo en las zonas caucheras, y a quien éste encuentra en las barracas del Guaracú, a donde llega buscando a Alicia. Es en el relato de Silva donde se describen más minuciosamente los mecanismos por los que se abusa de los trabajadores caucheros, un tema sobre el cual Rivera se documentó bastante durante su viaje como miembro de la comisión de límites con Venezuela, y para la escritura de la novela. Voy a citar un fragmento más o menos extenso de La vorágine donde Silva describe el método usado por los empresarios del caucho para la explotación de los caucheros, pues en él se incluyen de manera muy clara estrategias que están bien documentadas en otras fuentes: El personal de trabajadores está compuesto, en su mayor parte, de indígenas y enganchados, quienes, según las leyes de la región, no pueden cambiar de dueño antes de dos años. Cada individuo tiene una cuenta en la que se le cargan las baratijas que le avanzan, las herramientas, los alimentos, y se le abona el caucho a un precio irrisorio que el amo señala. Jamás cauchero alguno sabe cuánto le cuesta lo que recibe ni cuánto le abonan por lo que entrega, pues la mira del empresario está en guardar el modo de ser siempre acreedor. Esta nueva especie de esclavitud vence la vida de los hombres y es transmisible a sus herederos. Por otro lado, los capataces inventan diversas formas de expoliación: les roban el caucho a los siringueros, arrebátanles hijas y esposas, los mandan a trabajar a caños pobrísimos, donde no pueden sacar la goma exigida, y esto da motivo a insultos y a latigazos, cuando no a balas de Winchester (223-224).

En otros pasajes de su relato, Silva se extiende aún más sobre los abusos, describiendo con detalles tomados de otras fuentes las torturas a las que eran sometidos los caucheros, y las muy frecuentes ocasiones en que perdían la vida a causa del maltrato. Se trata de una incorporación de textos ajenos que, además de dar a conocer su contenido y divulgar las denuncias que realizan, los recontextualiza en el marco de una ficción novelesca que a la vez potencia y problematiza dichas denuncias.

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Aunque La vorágine es quizás hoy el documento más conocido sobre este horror —y conocido como novela, no como documento—, existieron antes de él muchos otros textos que denunciaban lo que estaba pasando en el Amazonas, textos cargados ellos mismos de una gran violencia. Rivera tuvo de hecho a su disposición gran cantidad de material para documentarse sobre las situaciones de abuso que presenta en su novela.6 Si hubo a finales del siglo xix una fiebre del caucho, se puede decir que a comienzos del siglo xx hubo también una relativa “fiebre” de escritos procedentes de los varios países involucrados en el intercambio (Brasil, Colombia y Perú, entre los productores, Inglaterra y EE UU entre los compradores), donde se revelaba la cruel explotación de los trabajadores de las empresas caucheras. En lo que se refiere a las fuentes de La vorágine, resultan particularmente relevantes los textos que denunciaban lo ocurrido en la región conocida como el Putumayo, un territorio que posteriormente adquiriría un carácter mítico en la imaginación global, con asociaciones ya no de crueldad sino de magia y exotismo —conocidas empresas transnacionales de ropa y música “exóticas” utilizan hoy este nombre—, lo cual confirmaría las sospechas de Rivera sobre la forma en que la escritura puede mitificar las violencias que denuncia.7 Era una región disputada por Colombia y Perú, y muchos de los informes se realizaron

6. Entre los libros que consultó Rivera está el ya mencionado Libro rojo del Putumayo (1913). En una de sus cartas públicas menciona que leyó también el libro de Euclides da Cunha al respecto, À margem da história (1909). Existen también muchos testimonios de caucheros conservados hoy en el Archivo General de la Nación en Colombia y en otros archivos del país, que pudieron ser fácilmente consultados por Rivera en su momento. Eduardo Neale-Silva traza las fuentes de La vorágine en un importante artículo temprano: “The Factual Bases of La vorágine” (1939). 7. En tiempos de globalización el nombre Putumayo efectivamente se asocia aún con exotismo y aventura. Entre los productos globales que lo han adoptado están una línea de ropa inspirada en diseños tropicales (www.putumayoclothing.com) y una casa productora de discos, Putumayo World Music, con compilaciones de música “exótica” procedente de varios países (www.putumayo.com). Sobra decir que las huellas de la violencia experimentada en el Putumayo se han borrado por completo en estos casos.

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en el contexto de dicha disputa, que culminaría en una guerra entre los dos países en 1932. Particularmente importantes fueron el informe del irlandés Roger Casement al Gobierno británico en 1911, y aquel conocido como El libro rojo del Putumayo, de 1913, firmado por un supuesto ciudadano inglés, Norman Thomson.8 Todos estos reportes tuvieron considerable difusión y causaron conmoción por la brutalidad de los abusos que en ellos se divulgaban. Las reformas que se promovieron a raíz de ello encajaban, por otra parte, tanto en el marco de los esfuerzos británicos por promover la producción del caucho en las plantaciones que desarrollaron en Asia, las cuales resultaban mucho más eficientes, requerían menor mano de obra y no implicaban las dosis de crueldad que se dieron en el Putumayo, como en el contexto regional de los fervores nacionalistas que despertaban los conflictos relacionados con la extracción de recursos naturales en la América Latina de la época. El escritor Eduardo Castillo, uno de los críticos que tuvo La vorágine en Colombia, escribió en 1924 una reseña sobre la novela en la cual señalaba despectivamente que ésta había nacido predestinada al éxito, porque encajaba en el sentimiento nacionalista que se había agitado en Colombia en torno a la cuestión del caucho. Dice Castillo:

8. Roger Casement es una figura que en sí misma ha despertado inmenso interés. Irlandés de nacimiento, muy joven viajó al Congo, donde se asoció con el grupo de Joseph Conrad, y en comisión para el Foreign Office británico elaboró un informe denunciando los abusos del Gobierno contra la población nativa. Posteriormente fue cónsul en Brasil, desde donde viajó a hacer el informe del Putumayo. Al final de sus días se separó del Foreign Office para unirse a la resistencia nacionalista irlandesa. Fue capturado y condenado a muerte, en un juicio donde salió a la luz su vida personal como homosexual, lo cual fue usado como parte de las pruebas en su contra. Michael Taussig (1987) analiza detalladamente su historia. En cuanto a El libro rojo del Putumayo, de Norman Thompson, tuvo gran impacto, según Roberto Pineda (prologuista de una edición del libro publicada en 1995), por no haberse publicado como un informe oficial, sino como el fruto de observaciones realizadas por un ciudadano británico imparcial. De acuerdo con Pineda se desconoce quién fue el autor real de este libro, pero se sabe que tuvo enorme importancia en el contexto del conflicto con el Perú, con una visión claramente favorable a la posición colombiana.

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“Los oradores de plaza pública y los periodistas patrioteros han metido tanto ruido en torno a los desafueros y tropelías que se cometen en el misterio y la penumbra cómplice de la selva amazónica, que las gentes anhelan saber la verdad en esta escabrosa cuestión. Rivera nos la dice” (Ordóñez Vila 1987: 41). Más que la ironía que percibe Castillo en la forma como Rivera responde a las expectativas de la gente, interesa aquí su referencia al hecho de que la situación de los caucheros era ya bien conocida entre el público lector de su tiempo, y a los ánimos nacionalistas que despertaba el tema. La Casa Arana, empresa peruana de explotación cauchera que estuvo a cargo de prácticamente toda la extracción del material en la región del Putumayo, había penetrado ampliamente en el territorio de Colombia, sin que el Gobierno de este país hubiera ejercido inicialmente mayor oposición al respecto. Tanto la brutal explotación que sufrían los trabajadores colombianos que allí trabajaban como la amenaza a la soberanía generaron al divulgarse mucha oposición entre la población del país —se acusó incluso al ex-presidente Rafael Reyes de “traición a la patria” por haber favorecido esta apropiación de los territorios nacionales.9 La vorágine les hablaba pues a unos lectores relativamente informados, de tal modo que no es en la revelación de una situación antes desconocida donde radica su innovación.

Tiempos de crisis En cuanto denuncia de una situación específica de explotación, la propuesta de Rivera es en realidad tardía, escrita incluso cuando la explotación del caucho en la cuenca amazónica ya había cedido, trasladándose la mayor parte de la producción a las plantaciones desarrolladas por los ingleses en Asia. Su interés radica en que sus observaciones

9. El libro Caucherías y conflicto colombo-peruano. Testimonios 1904-1934 (1995), editado por Augusto Gómez, Ana Cristina Lesmes y Claudia Rocha, recoge buena parte de los documentos y testimonios que alimentarían dichas denuncias, las cuales llevarían en últimas a la guerra entre Colombia y Perú de 1932.

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se extienden más allá de lo que tenía lugar en las caucherías, para referirse en general a los mecanismos por los cuales se desarrollaba la explotación de los recursos naturales en América Latina, orientada por las demandas del capital transnacional, y llevada a cabo por empresarios que actuaban sin ninguna vigilancia o regulación.10 Era un proceso en el que los abusos ocurrían, además, entrecruzados por patrones de raza y de género, afectando en forma desproporcionada a los grupos más vulnerables en la configuración social. Se sabe por ejemplo que durante la época de la explotación cauchera la población indígena de la región fue diezmada exponencialmente, a causa de los abusos que sufrían en las empresas extractoras. La innovación de Rivera consiste no sólo en haber adoptado una forma novelística para emitir la denuncia, sino principalmente en la forma autoconsciente en que ésta se lleva a cabo. Es como novela, más que como documento de denuncia, que La vorágine alcanza su mayor reconocimiento e impacto. Rivera escribe no sólo un documento sobre la explotación cauchera, sino también una obra literaria importante, que se transforma en una especie de “best-seller” de su tiempo y que es más adelante canonizada en América Latina, despertando el interés de la crítica especializada durante años, y a la vez convertida en patrimonio nacional de Colombia. Esta preeminencia de lo literario sobre lo documental acusatorio determina que en la recepción posterior de la novela su aspecto de “denuncia” se señala, pero en general se minimiza, para destacar aspectos como su innovación estética y su posición entre las novelas regionalistas, sin embargo, la indagación sobre la posibilidad de intervenir por la escritura en contextos de abuso es central a su propuesta. Rivera se muestra en su novela consciente de las implicaciones y la significación que tiene el estar adoptando el medio literario para ha-

10. Eduardo Neale-Silva (1960: 407; n. 15: 425) cuenta que en el momento de su muerte, Rivera se encontraba preparando una novela sobre la explotación petrolera, otra situación de extracción desregulada y marcada por las demandas del capital transnacional. Rivera de hecho formó parte en 1925 de la comisión encargada de investigar los casos de corrupción y abuso que marcaron la entrada al país de la Andean Oil Company y la Tropical Oil Company, subsidiarias de la Standard Oil Company.

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cer una intervención política, y a lo largo del texto entrega al lector varias claves sobre esto. Pese a la inquietud que aparece en la carta a Luis Trigueros que cité al comienzo, con respecto a la efectividad de su denuncia, el autor revela en la novela una relativa confianza en las capacidades del texto literario para promover cambios favorables a la situación de los caucheros. En un momento en el que están planeando cómo le tenderán una celada a Barrera, el enganchador de caucheros que se ha llevado a Alicia, Arturo Cova le sugiere a Clemente Silva que lo hagan a través de una ficción, y le dice: “Cuente usted con que la novela tendrá más éxito que la historia” (222). Lo que quizás se revela en esta frase es una confianza en la capacidad de seducción que tiene lo novelístico (en sentido amplio) sobre lo meramente documental. Es una frase que no sorprende en boca de Cova, quien desde el comienzo de la narración se presenta como un poeta reconocido, es decir, como alguien que sabe seducir con la literatura. La autoridad de Cova como narrador es sin embargo relativizada y cuestionada en la novela de varias maneras, como lo muestran, entre otros, los estudios al respecto de Sylvia Molloy (1987) y Montserrat Ordóñez Vila (1987, 1999) (a los que volveré más adelante), lo cual podría revelar en Rivera su pertenencia a una generación de intelectuales colombianos, y latinoamericanos, que empieza a mirarse a sí misma de manera crítica, en tiempos de grandes cambios para la región en varios sentidos. Las primeras décadas del siglo xx en América Latina están caracterizadas por procesos muy dinámicos de modernización, urbanización, expansión de los medios de comunicación, liberalización de las sociedades, fortalecimiento de la economía de mercado y desarrollo de los sistemas educativos nacionales. Es también el tiempo en que comienzan a consolidarse los ejércitos nacionales, en un contexto tanto de guerras internas como de conflictos internacionales por delimitación de fronteras y por el control de recursos de exportación.11 La compe-

11. La organización de los ejércitos en América Latina está estrechamente ligada a la entrada de las naciones en los escenarios internacionales, que se vincularía a la expansión de la economía de mercado en el mundo. Por ello las metrópolis europeas, y posteriormente los EE UU, buscarían expandir su respectiva influencia en

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tencia por entrar en los mercados internacionales originó varias confrontaciones entre naciones sudamericanas. Algunas de ellas, como el conflicto del Acre entre Brasil y Bolivia, y la ya mencionada guerra entre Colombia y Perú, se originaron específicamente en la cuestión del caucho. En ese escenario se definen más o menos todas las naciones en sus fronteras actuales, sus formas de gobierno y su uso de los recursos. A todo esto es preciso sumarle la importancia tomada por los movimientos indigenistas y de reivindicación de derechos laborales, que por esos tiempos se extendían por el continente. En 1914 se había dado en Colombia, en el departamento del Cauca, el primer gran levantamiento indígena que por su importancia se haya registrado de manera prominente en la historia nacional, dirigido por Manuel Quintín Lame Chantre, quien publicaría su libro Los pensamientos del indio que se educó dentro las selvas colombianas en 1924, es decir el mismo año en que apareció la primera edición de La vorágine. También en ese año tuvo lugar la primera de las grandes huelgas que se dieron en el país, organizada por los trabajadores de la Tropical Oil Company. En la década de 1910 se habían organizado los principales sindicatos colombianos y en la de 1920 el auge sindical puso sobre el tapete la discusión sobre las condiciones de trabajo en el país. Estos movimientos enfrentaron mucha persecución, a veces violenta, por la forma como cuestionaban algunas de las premisas más problemáticas de los proyectos nacionales del xix. En el campo cultural, nos encontramos por estos años con la entrada de nuevos sectores sociales en el discurso intelectual, con lo cual se inicia una relativa auto-consciencia sobre la violencia implícita en ese discurso. La “Ciudad Letrada” de Ángel Rama empieza a observarse críticamente a sí misma y a cuestionar sus posiciones, en una sociedad cambiante. En obras como La vorágine y aquellas novelas de Ró-

el ámbito militar en los distintos países. Las primeras décadas del siglo xx ven en América Latina varias visitas de misiones militares de distintos países, principalmente Francia, Prusia e Inglaterra, contratadas para consolidar los ejércitos nacionales de la región. Para un recuento del proceso, véase el Capítulo 5 del libro de Alain Rouquié (1989).

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mulo Gallegos que introducen personajes intelectuales,12 se inquiere sobre las limitaciones y posibilidades de los letrados en sociedades que se politizan cada vez más. En la literatura es por eso el tiempo de la “novela social”, representada por autores como Mariano Azuela, Ciro Alegría y el propio Gallegos, cuyas temáticas ya no están centradas en la idea de la nación como vínculo que une a todos los miembros de la misma, sino en los conflictos existentes dentro de esa nación, uno de los cuales es el de una clase letrada cuyo discurso contribuyó a construir esquemas sociales excluyentes, que ahora entran en crisis, revelándose inadecuados para la movilidad que promueve la modernización. Emerge en este escenario una literatura que se observa críticamente a sí misma en el proceso de formar su propio discurso, sus denuncias y sus proyectos.13

Arturo Cova: un intelectual en la selva Gran parte de la discusión sobre la crítica que estaría dirigiendo Rivera hacia los autores e intelectuales de su tiempo se basa en la perspectiva que ofrece sobre Arturo Cova, el protagonista y narrador principal de la novela, quien al igual que Rivera es un intelectual, reconocido

12. Entre las novelas de Gallegos que incluyen intelectuales, enfrentados al mundo irregulado de la naturaleza, me refiero principalmente a Doña Bárbara (1929) y Canaima (1935). 13. En este escenario la novela de Rivera tiene un impacto literario inusitado en todo el continente. Muchas voces señalaron la importancia de la obra en su momento, en particular fuera de Colombia. Especialmente significativa es la respuesta temprana de Horacio Quiroga, otro escritor representativo de esta época crítica en la literatura latinoamericana, quien revela una gran fascinación por la novela de Rivera. Dice que es “el libro más trascendental que se ha publicado en el continente” (Ordóñez Vila 1987: 77). Quiroga no se limitó, sin embargo, a una apreciación sobre el interés que tiene la novela en cuanto obra de literatura. A la muerte de Rivera, el autor uruguayo escribió otro texto, donde resalta de manera extensa la importancia que tiene La vorágine en tanto obra de denuncia: “Un toque de rebato sobre aquellas denuncias de lo que pasaba en el Putumayo fue, sin duda, el objetivo que tuvo Rivera por delante al escribir su novela” ( ibíd.: 79).

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como poeta de importancia en Colombia. Paradójicamente, el lector sólo se entera de esto a través de Barrera, el personaje que actúa como antagonista de Cova, por ser un reclutador de caucheros que someterá luego a Alicia, y a todos los trabajadores enganchados, a mil padecimientos en la selva. La forma como Barrera se refiere a esto es irónica, y no hace más que despertar suspicacias, tanto con respecto a este personaje, como con respecto a la figura del poeta y su fama. Al encontrarse con Cova, lo saluda besando su mano y le dice: “Alabada sea la diestra que ha esculpido tan bellas estrofas. Regalo de mi espíritu fueron en el Brasil, y me producían suspirante nostalgia, porque es privilegio de los poetas encadenar al corazón de la patria los hijos dispersos” (75). El enganchador busca convertir así al poeta en una especie de cómplice en su empresa, y en la explotación que representa, justamente a través de la exaltación de un patriotismo superficial y riesgoso, pues en él se ocultan los daños que sufren los caucheros. Cova se confiesa “sensible a la adulación” (75), con lo cual acepta en forma indirecta la complicidad. A lo largo de la novela, sin embargo, Cova no sólo comprende la criminalidad de Barrera, sino que además va abandonando su caracterización de poeta, en cuanto escultor de “bellas estrofas”, para entregarse a una escritura de denuncia que culminará en el manuscrito que Rivera le presenta al lector como La vorágine. En ese sentido, Cova representaría la trayectoria del propio autor, quien comienza su carrera literaria con un volumen de sonetos parnasianos, Tierra de promisión (1921), que le traería bastante notoriedad en Colombia. Sería sólo tras su viaje a los territorios de los llanos y la selva que Rivera empezaría a interesarse por la escritura de denuncia, al igual que su personaje, quien sufre una transformación de este tipo en la novela. La identificación entre José Eustasio Rivera y Arturo Cova es sin embargo engañosa, aunque fue fomentada por el propio autor, quien llegó a publicar en la primera edición de La vorágine una fotografía de sí mismo, colocando como pie de foto el nombre del protagonista de su novela. Por una parte, esta estrategia le sirve a Rivera para dar veracidad a su novela, pero por otra le permite dirigir, a través de la figura de Arturo Cova, una mirada crítica hacia el hombre de letras latinoamericano, que en su excesiva atención al patriotismo y la perfección

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de las formas poéticas habría actuado indirectamente en complicidad con quienes abusan de la naturaleza y de los trabajadores de la nación, causando daños irreparables en ambos casos. En la novela no se ofrece claridad con respecto a qué tan cierta es la identificación entre autor y personaje. Pero es precisamente esa ambigüedad la que promueve la participación del lector, que le lleva a una mirada crítica sobre Cova y sus paralelos reales. Algunos estudiosos de La vorágine, entre ellos Eduardo Neale-Silva (1960), su biógrafo más conocido, señalan que Cova podría representar una etapa superada de Rivera, la del poeta cercano al modernismo que escribe Tierra de promisión, con lo cual se dirigiría una crítica al formalismo de esa tendencia literaria, en la que el propio autor habría participado. También Sylvia Molloy (1987) menciona esta cercanía al modernismo en el poeta de La vorágine, pero para ella constituye una performance del protagonista, quien en su contacto con la selva viviría la transición a una forma distinta de vida y escritura, a la manera como lo hizo el propio Rivera. Jean Franco (1987), en cambio, caracteriza a Cova como un héroe romántico, señalando la importancia que otorga en su narración al “destino”, en el sentido clásico del término, es decir, como un fatum que maneja a los personajes sin que puedan hacer nada al respecto. Otros autores afirman en cambio que Cova podría ser en realidad la antítesis literaria de Rivera, representando un estilo vanguardista que el autor rechazaba. Carlos Alonso (1990), por ejemplo, señala que Rivera en realidad hace un retrato irónico de Cova, mostrando que en él recurren varios rasgos asociados al grupo vanguardista colombiano de “Los Nuevos”, opuestos a los poetas de tendencia clásica de la “Generación del Centenario”, con la cual se asocia al propio Rivera — cuyo Tierra de promisión podría considerarse un libro antivanguardista, constituido por 55 sonetos perfectos. Alonso relaciona esto con la denuncia que hace Rivera sobre el tema del caucho, planteando que el horror del autor ante la forma como se extrae el caucho en el Amazonas no es rechazo de la extracción en sí, sino de la falta de regulación sobre la misma, que lleva a la devastación de la selva y al abuso de los trabajadores. Rivera podría estar evocando las plantaciones de caucho desarrolladas por los ingle-

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ses en Asia como una mejor opción. Dichas plantaciones, hechas con semillas importadas de América, fueron planificadas para maximizar la producción y desarrollarla sin que se destruyeran los árboles, algo de lo cual Rivera se mostró partidario. Su posición al respecto está sin embargo llena de ambigüedades, lo que podría explicar la divergencia de las opiniones críticas sobre los planteamientos de Rivera frente a los procesos de modernización.14 Montserrat Ordóñez Vila (1987) caracteriza a Arturo Cova como una “voz rota”, señalando que se da en él una crisis en los paradigmas de autoridad de la modernidad. Ordóñez Vila señala que la voz de Rivera se confunde y entrelaza todo el tiempo con la de Cova, pero siempre en ansiosa imposibilidad para ocupar una posición autoritaria, frente a una realidad que rebasa los cánones perceptivos que podrían contenerla. Señala Ordóñez Vila que en La vorágine no existen líneas claras entre opresores y oprimidos, narradores y narrados, devoradores y devorados, etc. También son fluidos los límites entre la realidad y la ficción, lo masculino y lo femenino, lo metafórico y lo factual, en una dinámica que transforma a esta novela en una indagación, además, sobre la violencia de las categorías y de la escritura que las registra. La permeabilidad que existe entre la voz de Rivera y la de Cova revela un autor que observa críticamente su escritura, en la voz de ese personaje narrador que también se observa críticamente a sí mismo, mientras redacta el texto que luego José Eustasio Rivera, en cuanto autor que firma la carta introductoria del mismo en la novela, presenta como un ma-

14. Un texto poco conocido del autor resulta sugerente en este sentido. Se trata de una nota que Rivera escribió durante su estadía en Nueva York, y que fue publicada muchos años después como “Carta a Henry Ford” (Pachón-Farías 1991: 105109). En ella el autor se refiere a un supuesto plan del magnate estadounidense de establecer plantaciones caucheras en la Amazonia. Por una parte, Rivera parece referirse a este proyecto como una empresa imposible, destinada a fracasar, tanto por las condiciones geográficas de la selva como por la forma como en ella se han desarrollado las condiciones de trabajo, pero por otra, muestra confianza en que si la empresa es ejecutada acertadamente, con suficiente dinero, atención al sostenimiento de los recursos naturales, y cuidado por los trabajadores, podría ofrecer una interesante posibilidad de bienestar.

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nuscrito que declara haber “arreglado para la publicidad” (37). La gran divergencia de opiniones que despierta la figura de Cova, que es y no es la de Rivera, muestra hasta qué punto la novela abre puertas al lector para que forme parte activa de su propuesta. Esto proviene también en parte del cruce constante entre las voces narradoras de la novela, que ya fue señalado por Sylvia Molloy (1987), y que muestra un nivel muy alto de auto-consciencia en la escritura de La vorágine. No sólo se confunden la voz de Rivera con la de Cova, sino que a lo largo de la novela se introducen varias voces alternas que se entremezclan con la del narrador principal. Esto ocurre por ejemplo con el extenso relato del cauchero Clemente Silva, y con los de otros narradores ocasionales: Helí Mesa, el trabajador que encuentran en la selva porque ha huido de Barrera, y que es el primero en dar noticias sobre Alicia; el Pipa de Ávila, que cuenta la historia de la indiecita Mapiripana; o Ramiro Estévanez, quien es descrito también como una especie de alter ego de Cova, y que cuenta la masacre perpetrada por Funes contra los caucheros. En todos los casos, los relatos incorporados se entremezclan con la narración principal, en eso que Sylvia Molloy ha caracterizado como “contagio narrativo” y que según la propia Molloy es señal de un momento de crisis discursiva, algo que se relaciona con esa otra serie de “crisis” que tienen lugar en el contexto de la novela, como hemos visto. De esto surge precisamente la mirada “crítica” que promueve la novela, involucrando activamente al lector en una propuesta inquisitiva y exploratoria.

Amor, heroísmo y violencia A las “crisis” que traería consigo el acelerado avance de la modernización, en los aspectos económicos, políticos y discursivos, corresponde una crisis en la imaginación de las narrativas nacionales y sus parámetros moralizantes, que en el siglo xix latinoamericano se habían desarrollado principalmente en las novelas nacionales y en el discurso historiográfico, en torno a dos conceptos centrales: el amor y el heroísmo. Estos dos conceptos serían cuestionados en La vorágine, donde resultan desmitificados tanto por los actos del protagonista como

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por la realidad que enfrenta y principalmente por las violencias que prevalecen en ella. Las novelas sentimentales decimonónicas, centradas en el amor-pasión como motor del relato, buscaron en el siglo xix promover vínculos afectivos que consolidaran a las poblaciones disgregadas y enfrentadas entre sí que dejaron las guerras de independencia, como bien lo señaló Doris Sommer en su conocido y controvertido libro Foundational Fictions (1991). Por otra parte, los textos de historia se ocuparon de narrar historias de héroes nacionales, inspirados en parte en las ideas del escritor victoriano Thomas Carlyle, quien en el libro On Heroes, Hero-Worship, and the Heroic in History (1846), señalaba que los grandes personajes históricos podían servir de modelo y de guía moral para la vida en sociedad. Por la difusión de figuras heroicas de este tipo se buscó en la América Hispana decimonónica inculcar un deseo de pertenencia a la nación, una identificación con los paradigmas de la misma, y una voluntad de “sacrificarse” por ella, como bien lo analizara Germán Colmenares (1986). A comienzos del siglo xx, y como resultado de los múltiples procesos asociados con la modernización, tanto la noción heroica como la del amor-pasión resultan insuficientes para contener sociedades cambiantes, en las que se evidencian los conflictos latentes en el tejido social de las naciones y se desarrollan nuevos parámetros de comportamiento social. Con respecto a los procesos de formación nacional, la literatura latinoamericana empezó en este contexto a hablar cada vez más de violencia.15 La vorágine es una de las novelas que reflejan estas crisis del heroísmo y de la pareja sentimental, en tanto paradigmas morales de los proyectos nacionales decimonónicos y abren camino a un cuestionamiento de los mismos. 15. Dorfman (1972) señala que con las novelas de corte naturalista, entre las cuales clasifica a La vorágine, la violencia comienza a ocupar un lugar central en la imaginación literaria latinoamericana. Carlos Alonso (1990) señala que el interés por la violencia que caracteriza a las novelas de esta época se relaciona con una serie de crisis en los paradigmas nacionales, característicos de las primeras décadas del siglo xx en América Latina. Sin mencionar específicamente a La vorágine, González (2001), señala que por esos años se inicia en la literatura latinoamericana un notorio interés por la violencia en la escritura y la escritura como violencia. Se puede decir así que en este aspecto la novela de Rivera participa en una tendencia regional.

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Arturo Cova, quien a lo largo de la novela busca asumir el papel de héroe conquistador, es un personaje desequilibrado y delirante. El amor que sostiene con Alicia, por su parte, es fallido desde el comienzo. “Alicia me estorbaba como un grillete” (43), declara Cova al inicio de su viaje. “¡Vete, déjame! ¡Ni tú ni Casanare merecen la pena!” (44), le dice a él Alicia. Todo en su historia apunta a la separación, más que a la unión entre los dos. Dicha unión sólo se realiza tras la culminación del viaje de Cova hacia el interior de la selva, motivado no por el deseo de estar con Alicia, sino por otro impulso disociador: su afán de vengarse de Barrera, con quien ella se había marchado a buscar espejismos de riqueza en las caucherías de la selva. El proceso vivido por los personajes durante dicha búsqueda implica un choque constante con la violencia y el sufrimiento que ésta produce, algo que continuamente pone a prueba la solidez de las relaciones humanas, no sólo las de amor o pasión, sino también las de amistad o solidaridad, como las que se establecen entre Fidel Franco y Cova, o entre Alicia y la niña Griselda. La idea de la nación como comunidad sustentada por lazos afectivos resulta cuestionada en su fundamento, pues los impulsos disociadores y los enfrentamientos corren siempre paralelos a ellos. Hay momentos de la novela en los que la nacionalidad se anuncia como un posible vínculo de afecto y apoyo mutuo, pero sólo para ser luego revelado como algo superficial y carente de fundamento real. Cuando Clemente Silva se encuentra con Cova y su comitiva en la selva, por ejemplo, muestra emoción al enterarse de que comparten la nacionalidad: “¡Sois colombianos! ¡Sois colombianos!” (219), exclama al enterarse de esto. Su testimonio sin embargo revela hasta qué punto esa nacionalidad por sí misma no le ha traído mayor beneficio, pues ha vivido en situación de total desamparo, sujeto a todo tipo de abusos y humillaciones. También ha entrado en crisis la idea del héroe como paradigma masculino de la nación, un fenómeno cultural que marca el avance de la modernización en Hispanoamérica, como lo ha analizado Beatriz González-Stephan (1998). Arturo Cova y sus compañeros representan en cierta forma el derrumbe del paradigma heroico del macho conquistador, que se impone ante los otros y ante la naturaleza. Sus accio-

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nes revelan una violencia implícita en la forma como asumen su posición de género, mostrándose posesivos, obsesivos con la idea de ser conquistadores, y con tendencia a asumir actitudes violentas. Las mujeres de La vorágine desarrollan estrategias que contestan esa posición masculina, tal como lo analizara Montserrat Ordóñez Vila.16 La anécdota misma que da origen a la novela muestra a una Alicia independiente y rebelde, que utilizó a Cova para poder huir de los parientes que querían casarla por la fuerza. Más adelante ella establece una alianza con la niña Griselda, para huir de sus hombres hacia la selva. La madona Zoraida Ayram, por su parte, es una mujer que manipula a los hombres y no teme asumir sus funciones, para saciar sus ansias de dinero y poder. Todas estas mujeres representan un reto al paradigma de masculinidad que sustenta la idea del héroe civilizador, como también lo hace la representación misma de la selva, que aparece feminizada varias veces en la novela. Es bien conocida, por ejemplo, esta frase al comienzo de la segunda parte: “¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina!” (155). La crisis en el paradigma moral ligado al concepto heroico está implícita en esta reconfiguración de los patrones de género inscritos en la novela. Como lo señala en un análisis reciente Alejandro Mejías López (2006), la denuncia de Rivera se refiere en general a las estructuras de explotación colonial, y está atravesada por referencias a la sexualidad como patrón de dominio, que alcanza a hombres y mujeres. En La vorágine, la violencia y el abuso aparecen como algo implícito en la idea del héroe civilizador, cuyo comportamiento causa daños irreparables a las personas y a la selva. Dice en algún punto el narrador: “Es el hombre civilizado el paladín de la destrucción. Hay un valor magnífico en la epopeya de estos piratas que esclavizan a sus peones, explotan al indio y se debaten contra la selva” (277). Dicha epopeya civilizadora, rodeada de un valor simbólico que la magnifica, es descrita como una empresa que conduce al fracaso, por la devastación que deja tras de sí, un esfuerzo en el que tanto los “hé-

16. Véase la introducción a la edición de la novela coordinada por Ordóñez Vila (1998).

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roes” civilizadores, como los trabajadores explotados, y como la selva misma, terminan destruidos: “No saben a quién combatir, y se arremeten unos a otros y se sojuzgan en su denuedo contra el bosque. Y es de verse en algunos lugares cómo sus huellas son semejantes a los aludes (...). De esta suerte ejercen el fraude contra las generaciones del porvenir” (278). En La vorágine, el fracaso del héroe en su enfrentamiento con la selva, como el de la convulsionada historia de amor central —que ha conducido gran parte la trama—, se verifican en una frase final: “¡Los devoró la selva!” (381), que está también entre las más recordadas de la literatura en español. Tras haber finalmente encontrado a Alicia, Cova y su comitiva se pierden en la selva, como nos informa el supuesto cable del cónsul de Colombia en Manaos, que Rivera incluye para cerrar el libro. Llevan consigo al hijo de la pareja, quien contrariamente a lo que ocurre en muchas novelas fundacionales, no crecerá para divulgar un mensaje civilizador. Este fracaso general es sin embargo relativo en varios sentidos, como veremos. Por una parte, la desaparición de Cova constituye un punto de fuga para el lector, que se preguntará por el destino de esos personajes, en un entrecruzamiento de la realidad textual con la metatextual. Es algo propiciado por la presentación de la novela como manuscrito encontrado, con una carta introductoria firmada por José Eustasio Rivera, y un epílogo que incluye el cable del cónsul. Por otra parte, aunque los personajes desaparecen, queda el texto que cuenta su historia, un texto lleno de violencia, tanto por la que ejerce sobre el lector, al involucrarlo en la historia, como por las que ocurren en la historia narrada y en la realidad que documenta. Estas violencias dejan huellas, una de las cuales es el texto mismo. En dicha huella se sustentan el compromiso ético y político de La vorágine, que se entrecruza con el proyecto estético.

Ética, política, testimonio y literatura José Eustasio Rivera fue diputado en el Congreso y ocupó varias posiciones oficiales, pero en él, el literato predominó siempre sobre el político. En una entrevista en la que le preguntaron cuál de las dos carre-

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ras le interesaba más, contestó: “La literatura, sin duda. De la política no he sacado sino el conocimiento de los hombres, de sus miserias, que me suministrará elementos para mi obra futura en alguna forma” (Pachón-Farías 1991: 102) Sin embargo, su producción literaria tiene un contenido político evidente, sobre el cual se pueden buscar claves, por ejemplo, en los informes que presentó al Gobierno en su viaje con la comisión de límites con Venezuela, en 1923. 17 En dicho informe Rivera aparece como propulsor no sólo de que el Gobierno garantice que la nacionalidad sea una forma de protección, sino también de la necesidad de que se fortalezca la presencia del Estado en el territorio de la nación. Propone para ello medidas como el cobro de impuestos, el desarrollo de vías de comunicación, el control sobre la ocupación territorial, el nombramiento de nuevos funcionarios gubernamentales y mayor vigilancia sobre los ya existentes, la difusión de la legislación existente sobre aprovechamientos de recursos naturales y el establecimiento de nuevas regulaciones, tanto en este sentido como en el de los derechos laborales (Pachón-Farías 1991: 41-55). 18 Algunas de las denuncias de Rivera tienen aún hoy una relevancia sorprendente, cuando uno vuelve sobre ellas, desde posiciones ecologistas sobre la devastación del Amazonas, y también tomando en consideración los procesos sociales que han vivido las zonas geográficas donde tiene lugar la trama de La vorágine. Si ésta era antes una zona de caucherías, o de reclutamiento de trabajadores para las caucherías, hoy es zona de plantaciones de coca y amapola destinadas al narcotrá-

17. El informe fue presentado por Rivera y Manuel Escobar Landazábal, tras su expedición en la comisión de límites con Venezuela. Dicho informe fue en general criticado por los representantes del Gobierno en Bogotá, y Rivera debió escribir diversas notas públicas defendiendo su posición y reiterando sus denuncias sobre los problemas de la extracción cauchera. Todos estos documentos se encuentran en el libro editado por Hilda Pachón-Farías (1991). 18. Dice por ejemplo Rivera en su informe: “Mucho nos sorprendió, al conocer de cerca la industria cauchera, el modo anticuado y destructor como se practica, sin tener en cuenta el porvenir de las plantaciones, así como también la anomalía jurídica de las relaciones de los caucheros con los indígenas y demás trabajadores” (Pachón Farías 1991: 47).

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fico, una región donde la violencia que presenció Rivera ha continuado y se ha exacerbado, guiada por procesos que tienen también que ver con los mercados internacionales, como ocurrió con el caucho. Rivera observó y quiso transmitir a sus lectores un proceso que era terriblemente dañino para los seres humanos y para la naturaleza, algo que en su opinión tendría efectos devastadores, y efectivamente los tuvo y los sigue teniendo.19 En Rivera, sin embargo, el proyecto de “denuncia” tiene un desarrollo más filosófico que panfletario o pedagógico. La vorágine no parece haber sido concebida para señalar culpables (aunque sí menciona a algunos con nombre propio), ni para avanzar una causa política o para ofrecerle una enseñanza moral a su audiencia. Podemos decir que en Rivera se dio el salto que señala Walter Benjamin, del narrador al novelista. En su texto de 1936, “El narrador”, Benjamin planteaba que los contadores de historias ofrecían consejo a la comunidad, mientras que los novelistas se ocupaban de reflexionar sobre la inconmensurabilidad de la experiencia humana, algo generado por la incapacidad para dar o recibir consejo que trae la modernidad. Esto resulta visible en el proyecto que desarrolla esta novela. Si algo llama la atención en La vorágine es precisamente que no ofrece ningún tipo de “consejo”. Rivera no propone ningún plan de acción, ninguno de sus personajes se redime o se plantea como posible redentor. Por esta razón, al contrario de otras novelas regionalistas, que presentaban proyectos civilizadores o personajes que ofrecían una esperanza de redención, La vorágine no deja esta sensación de “promesa incumplida”, que nos hace ver hoy las propuestas de otras novelas

19. Es sorprendente leer las compilaciones de testimonios que hizo Alfredo Molano en esa misma zona hacia finales de los ochenta, publicadas en sus libros Selva adentro (1987) y Siguiendo al corte (1989). Los personajes y la forma como se relacionan entre sí, y con la naturaleza, recuerdan a La vorágine. Si en esta zona antes se reclutaban y retenían trabajadores para las caucherías, aprovechando su vulnerabilidad y su afán de conseguir bienestar, hoy la coca y la amapola proveen el nuevo espejismo para ello. La ausencia de protección del Estado a la población sigue siendo la norma, y la violencia está en el corazón de todas las transacciones sociales y económicas.

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como utopías irrealizables. Pero hay otro aspecto más sutil en el que la novela de Rivera nos remite al ensayo de Walter Benjamin, y tiene que ver con la Violencia de la primera frase de La vorágine. Al incluir esa palabra en la apertura misma de su relato, Arturo Cova advertiría al lector que la prosa que está a punto de leer está marcada por dificultades implícitas en el hecho mismo de narrar una historia marcada por la violencia. Benjamin observaba al principio de “El narrador” que la gente al volver de las guerras sentía una “molestia” o “vergüenza” (Verlegenheit) que se manifestaba en inhabilidad para relatar sus experiencias. El contexto desde el cual escribió Benjamin, marcado por la zozobra que sembraron en Europa las dos guerras mundiales, le habría ofrecido muchas oportunidades para observar ese efecto de la violencia sobre la capacidad de contar historias, algo que constituye un filtro siempre presente en el acercamiento a la violencia. También Rivera lo habría experimentado, en sus contactos con testimonios de víctimas de la explotación cauchera, que aparecerían recreados en el relato del cauchero Clemente Silva. Cuando en La vorágine se introduce el testimonio de Silva, en el cual se encuentran gran parte de las denuncias sobre abusos contra los trabajadores del caucho, se hace justamente una referencia al efecto que tiene la violencia en la capacidad para relatar la propia historia de supervivencia. Dice Silva en la novela: “Para poder contarles mi historia (...) tendría que perder el pudor de mis desventuras” (225). Marcado por ese “pudor” (que podemos relacionar con la “vergüenza” del texto de Benjamin), Silva comienza a relatar sus padecimientos, y cuando en un punto determinado, el dolor del recuerdo empieza a enmudecerlo, Cova le sugiere: “Procure omitir de su narración todo lo sagrado y lo sentimental” (227). Es un consejo que alude a dejar fuera del relato aquellas emociones que constituían el centro de la novela sentimental, aunque éstas no desaparecen del todo, permaneciendo en el texto como un vacío que el lector asume al dejarse llevar por la narración. El vínculo afectivo entre Clemente Silva y su hijo Luciano, o el que existió entre este último y la madona Zoraida Ayram, constituyen el sustento silencioso de ese drama cuyo motor es la violencia. Clemente Silva no es, sin embargo, el único que ofrece su relato hablando como sobreviviente de la violencia. También el propio Cova

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ofrece su narración desde esa posición, ya que según nos indica la novela empieza a escribir sus aventuras (o desventuras) en un momento que cronológicamente se sitúa hacia el final de las mismas, mientras se encuentra en la barracas del Guaracú, es decir, después de haber pasado por todas las violencias que aparecen a lo largo de la narración. Dice Cova: “Va para seis semanas que, por insinuación de Ramiro Estévanez, distraigo mi ociosidad escribiendo las notas de mi odisea (...). Páginas truculentas forman la red precaria de mi narración, y la voy exponiendo con pesadumbre” (330). El relato mismo de Arturo Cova es entonces así el testimonio de alguien cuya narración está marcada por “el pudor de sus desventuras”, alguien que incorpora en el texto esa “incomunicabilidad de la experiencia” propia de la modernidad, de la que hablaba Benjamin en “El narrador”. De esta manera, se funden en La vorágine los rasgos del relato testimonial y de la novela en el sentido moderno, según la describe Benjamin, es decir, como narración sobre la inconmensurabilidad y el desconcierto de la vida en el mundo. Se presenta así en la novela una reflexión filosófica sobre la existencia humana, sustentada en la experiencia de sobrevivir a la violencia, a partir de la cual se desarrolla la propuesta ética de la novela.

La vorágine: los hombres y la naturaleza Los planteamientos éticos y filosóficos de La vorágine se refieren a una situación concreta, en una determinada región geográfica, donde existen problemas igualmente concretos, vinculados a la forma como unos seres humanos se relacionan entre sí y con la naturaleza, pero no como entidades abstractas, sino como seres ligados a un espacio y un sistema de interacciones muy específicos. Este carácter situacional de la propuesta narrativa de Rivera es lo que permite su constante actualización en la realidad de cada época que retoma la lectura de la novela. Esta observación puede parecer paradójica, puesto que La vorágine desarrolla una de las más grandes metaforizaciones de la selva, es decir, que la maneja desde un constructo cultural que sobre la selva se desarrolló a ambos lados del Atlántico, en una larga línea que involucra

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muchos autores de la tradición occidental, desde Joseph Conrad hasta Horacio Quiroga, pasando por Euclides da Cunha, Alberto Rangel y tantos otros.20 La denuncia de Rivera, sin embargo, se verifica a través de esa metáfora y no a pesar de ella. Se trata de una metáfora que sólo puede funcionar en contacto con una realidad concreta, y por ello sirve como medio que permite la “denuncia” en la literatura, pues desde ella se dirige la atención a la violencia, y a situaciones concretas de violencia. Una de esas situaciones es la devastación de la Amazonia, un problema cuyas implicaciones éticas son hoy evidentes —a partir del desarrollo de la ética del medio ambiente, que comienza aproximadamente en la década de 1970—, pero que surgió como tema de discusión justamente durante el auge de la explotación del caucho, aunque en esa época en general la discusión se enfocaba más en el esfuerzo civilizatorio. Otros autores que escribieron sobre esto, como Euclides da Cunha, Alberto Rangel y Rómulo Gallegos, entendían los problemas relativos a la extracción del caucho como un enfrentamiento del hombre y la naturaleza, en el cual el hombre tendría que salir vencedor, y planteaban la necesidad de desarrollar estrategias para ello.21

20. Algunos comentarios sobre la obra de Rivera, entre ellos los imprescindibles textos de Eduardo Neale-Silva, señalaban en él una especie de antintelectualismo, que le habría llevado a desdeñar las corrientes literarias de su tiempo. Esta idea pudo ser promovida por el propio Rivera, quien en entrevistas y cartas públicas afirmaba el carácter naturalista de su novela, insistiendo que estaba basada en su experiencia de la selva y que incluso había sido escrita allí. El descubrimiento reciente de la biblioteca personal de Rivera, como bien lo señala Carmen Millán de Benavides (quien ha estado a cargo de su recuperación y cuidado) en el artículo “Baquianas colombianas. Una visita a la biblioteca de José Eustasio Rivera” (2007), revelan en Rivera a un lector activo, cosmopolita, viajero, en contacto con otros escritores e intelectuales, y muy al tanto de la producción intelectual y literaria de su momento. Especialmente significativo resulta el conocimiento que tenía Rivera de los autores brasileños que escribieron también sobre la explotación cauchera. A los vínculos de La vorágine con estos autores, cuyas obras se inscriben en el llamado ciclo da borracha, me he referido con anterioridad en el ensayo “La selva en las novelas de la selva” (2003). 21. Las obras de estos autores que se ocupan de la explotación del caucho en la Amazonía son: Euclides da Cunha, À margem da história (1909); Alberto Rangel, In-

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También esos autores vieron el conflicto implícito en esto, pero la diferencia en Rivera es que para él el hombre no podía salir vencedor en ese combate: tanto la selva como los seres humanos saldrían vencidos. En muchos episodios de La vorágine, la personificación de la naturaleza sirve como medio para mostrar este conflicto. Es frecuente que los árboles hablen o se muevan a voluntad, y muchas veces las personas se transforman en parte de la naturaleza, como en aquel sugerente episodio en el cual Cova sueña que Alicia se ha convertido en una planta parásita. Las visiones de Yagé que tiene el Pipa de Ávila, por su parte, le hacen ver a los árboles como gigantes que juran invadir la tierra y borrar de ella el rastro del hombre, en venganza por la forma como los han herido y derribado. Esta personificación de la selva serviría como contraparte al antropocentrismo de la modernización, que llevaría a justificar cualquier tipo de explotación de los recursos naturales y en ella es perceptible un cuestionamiento ético a los impulsos modernizadores.22 Hay de hecho un sentido de justicia en la forma como la selva de La vorágine se lamenta y se defiende del maltrato del que ha sido objeto por parte de los seres humanos. En una de sus alucinaciones, Cova escucha a una caoba que al agredirlo dice: “¡Picadlo, picadlo con vuestro hierro para que experimente lo que es el hacha en la carne viva! ¡Picadlo aunque esté indefenso, pues él también destruyó los árboles y es justo que conozca nuestro martirio!” (196). Se trata sin embargo de

ferno verde (1908); y Rómulo Gallegos, Canaima (1935). Muchas otras novelas se ocuparon de este tema, tanto entre autores brasileños como hispanoamericanos. Al respecto véanse los libros de Maligo (1998) y Sá (2004). 22. Uno de los debates más movidos en el campo de la ética ecológica en la actualidad se centra en definir si la defensa del medio ambiente debe emprenderse sustentada en los derechos humanos, en tanto el daño ambiental es pernicioso para la humanidad en general, o en términos de unos derechos que ostentaría el medio ambiente en sí mismo. Los defensores de la segunda posición ponen en cuestión el antropocentrismo de la ética occidental en general. Se trata de un debate muy posterior a los tiempos de Rivera, pero en su novela podemos percibir una reflexión relacionada con el mismo. Al respecto véase el volumen de Schmidtz y Willott (2002).

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una justicia destructora, en la cual también se sustenta la violencia que prevalece en el texto. La selva de La vorágine es hostil a la presencia del hombre civilizador, no un lugar dispuesto a ofrecerle las riquezas que busca en ella, sino lo contrario. Al responder con violencia a este impulso, revela la violencia implícita en él. La personificación de la naturaleza se relaciona también con la presencia en La vorágine de elementos ajenos a la epistemología occidental, entre los cuales está la idea de la selva como entidad con vida, sensibilidad e impulsos propios. Nociones paralelas a esta idea permitieron durante siglos el aprovechamiento sostenible de los recursos del Amazonas, por parte de las tribus nativas que allí vivían.23 Entre los relatos y las perspectivas que incorpora Arturo Cova en su narración se encuentran algunas instancias de esta sabiduría, proveniente de los habitantes nativos del Amazonas, con quienes Cova convive varios días en la novela, y a quienes observa con interés y respeto, como lo hizo también Rivera en su propio viaje. Esta perspectiva que ofrece Rivera sobre los indígenas pudo ser en parte una reacción a los testimonios sobre el extremo maltrato del que eran objeto por parte de las empresas caucheras, el cual estaba bastante documentado en tiempos de la escritura de La vorágine. La otra situación de violencia que encara la novela se refiere justamente a las dinámicas de trabajo que se desarrollaban en la zona que recorrió Rivera —y en la que luego se moverían los personajes de La vorágine—, donde los trabajadores eran reclutados con toda suerte de promesas, pero sin ningún tipo de garantías, tal como se revela en el testimonio de Clemente Silva citado al comienzo de este capítulo. Todo el proceso estaba caracterizado por la ausencia de regulación estatal, guiado sólo por las fuerzas del mercado, con un total desdén por la protección de los trabajadores y la conservación de los recursos naturales.

23. Para un análisis sobre la forma como los relatos, la filosofía y la visión general del mundo de los habitantes nativos del Amazonas fue incorporada por narrativas occidentales de Latinoamérica, véase Sá (2004).

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Escritura y violencia en la prosa de Rivera La vorágine integra escritura y violencia, hablando de una como el reverso de la otra. Hay numerosas referencias a esto en el texto. Para empezar, el relato de Cova se escribe en las barracas del Guaracú, es decir, en el epicentro de la explotación cauchera. Además, Cova escribe en el reverso del libro de cuentas del Cayeno, donde están registradas las deudas que someten a los trabajadores caucheros: de tal manera que en el reverso de una escritura de explotación se sitúa una escritura de denuncia, ofreciendo una esperanza de redención. Esta última, por su parte, retiene así la huella de la violencia que ejercen los números mismos, en tanto escritura de los procesos económicos en los que se sustentan los abusos. Aunque en un comienzo Cova asume la escritura de sus aventuras con cierto desdén, diciendo que lo hace por sugerencia de Ramiro Estévanez y sólo para distraer su ociosidad en las barracas del Guaracú, hacia el final de la novela el manuscrito ha adquirido para él el carácter de un objeto que es preciso preservar. Cuando todos se preparan para huir de las barracas, ante la inminente llegada del temible Cayeno, al ser preguntado si tiene algo para llevar, Cova dice: “Señalando difícilmente el libro desplegado en la mesa, el libro de esta historia fútil y montaraz, sobre cuyos folios tiembla mi mano, acerté a decir: —¡Eso! ¡Eso!” (365). Ha comprendido en ese momento el valor que tiene la escritura, en cuanto huella de la violencia que denuncia. No es por ello gratuito que la escritura del manuscrito se inicie justamente en el escenario donde Cova entra en contacto con aquella violencia de la que antes sólo había escuchado, y donde recibe por boca de Ramiro Estévanez la crónica sobre las matanzas efectuadas por Tomás Funes, un personaje histórico que efectivamente dirigió una masacre en San Fernando de Atapabo en 1903. La escritura continúa y se hace fragmentaria cuando huyen de las barracas, en los días que anteceden al asesinato de Barrera a manos de Cova. Cuando este último alude a ello, establece un nuevo vínculo entre escritura y violencia, así, un párrafo se inicia diciendo: “Hoy escribo estas páginas en el Río Negro, río sugestivo que los naturales llaman Guainía” (360) y se cierra con una alusión al “rastro de sangre” que dejará Cova en su huida.

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Hay en la novela muchas otras referencias al paralelo entre escritura y violencia, ligadas a la materialidad de las dos. Con respecto a los árboles y su explotación, se presenta también un caso en el que los trazos, que se ejercen con violencia sobre los troncos de los siringales, representan a la vez la explotación y la resistencia a la misma. Así, los caucheros tajan los árboles para sacar el caucho y Clemente Silva los taja para escribir en ellos su llamado al hijo que ha perdido en la selva. Uno de los capataces de la empresa cauchera se burla de Clemente Silva aludiendo a esto, mientras lo describe como un viejo “que en lugar de picar los árboles [para extraer el caucho], grababa letreros en las cortezas con la punta del cuchillo” (233). Las huellas que dejan los latigazos sobre los cuerpos de los caucheros son descritas también como una forma de escritura, usada para documentar la explotación. Esto sucede durante la visita del explorador francés, que toma fotografías de los árboles y de las cicatrices, con el objeto enviarlas al Gobierno de su país, en busca de solidaridad con los caucheros. Clemente Silva, quien relata este episodio, se refiere de hecho al momento en que la cámara registra las cicatrices como una inscripción que implica violencia: “el árbol y yo perpetuamos en la Kodak nuestras heridas, que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre” (241). Este episodio, por cierto, alude al caso real del naturalista Eugenio Robuchon, un francés que fue inicialmente contratado por la Casa Arana para documentar sus actividades, pero que luego se volvió contra ellos y fue desaparecido, al parecer para que no pudiera dar a conocer las fotografías que había tomado. Este caso aludiría así a una escritura de violencia en tres niveles: los látigos dejan su trazo sobre los cuerpos de los caucheros, éstos lo dejan sobre el papel fotográfico y la novela recoge el testimonio de toda la secuencia, incluida la muerte del explorador. Se trata de una escritura surgida de aquella violencia que había ganado el corazón de Cova, pero es el reverso de esa violencia. Su relato, que agrede, atrapa y devora a los lectores, representaría una faceta de la “violencia” que busca redimir a los seres humanos, de la misma manera como las cicatrices que deja la agresión del látigo humanizan a las víctimas, al transformarse en evidencia de la victimización. Tanto esas cicatrices, como las fotografías que de ellas se registran, como el tajo escritural que se reali-

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za sobre los árboles, y como la novela misma, adquieren un significado en su materialidad, que les permite ser huella y permanencia. De hecho si la selva se traga a Cova, no se traga a su libro, cuyo manuscrito deja él abandonado, para que lo encuentre Clemente Silva, antes de internarse en la espesura vegetal con Alicia, su hijo recién nacido y el grupo que los acompaña. El libro termina siendo un trazo equivalente a los cortes en los árboles y los latigazos en la espalda: huella de la violencia. El propósito de Cova al dejar tras de sí el manuscrito es que Clemente Silva lo haga llegar al cónsul de Colombia en Manaos, para que así se conozca la situación de los caucheros. Es un texto, sin embargo, sobre el cual Cova exclama: “¡Cuánta página en blanco, cuánta cosa que no se dijo!” (378). Dichos espacios en blanco, al igual que el final abierto, constituyen los puntos de fuga a partir de los cuales la novela abre una puerta a la libertad del lector, para que emprenda su propia indagación sobre lo narrado en el texto. La escritura como huella remite a aquellas situaciones que dejaron dicha huella impresa sobre las páginas que contienen la historia, y también sobre la mirada del lector que las acoge. En La vorágine, la referencia específica es a los horrores que había generado la extracción desmesurada del caucho en la cuenca del Amazonas, pero la novela va mucho más allá de esto, para plantear reflexiones profundas sobre los mecanismos de la violencia y sobre lo que implica escribir y leer acerca de ella. Por esta razón esta novela puede considerarse el antecedente más significativo de la narrativa de la violencia en Colombia, que se iniciaría durante la década de 1950, cuando ocurrieron en el país algunos de los episodios de violencia más dramáticos de los que se tenga noticia, en una época en la que fueron tantas las atrocidades que se la conoce apenas, como lo señalé anteriormente, con el elusivo nombre de “la Violencia”.

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CAPÍTULO II La Violencia: ¿Qué hay en un nombre?

Años después de que Rivera incluyera la palabra Violencia en la primera frase de La vorágine, la mayúscula inicial en la misma pasaría a ser de nuevo en Colombia señal de una violencia específica, percibida como más intensa y problemática que cualquier otra, en una historia llena de violencias: aquella que ensangrentó buena parte del país desde finales de la década de 1940 hasta comienzos de la de 1960.1 Hablar de “la Violencia” en el contexto colombiano es referirse a ese período, asociado con horrores extremos cuyas secuelas siguen vivas más de seis décadas después. Aunque la denominación de esa época como “la Violencia” está ya difundida y aceptada, el término se usa siempre con cierta incomodidad, por su indefinición implícita, y acaso también por su referencia tan directa a la brutalidad de lo ocurrido en aquellos años, más que a las causas o los efectos de esos hechos tan traumáticos y decisorios en la historia de Colombia.

1. Tal como se señaló en la introducción (véase la nota 4), y como se discutirá más adelante en este capítulo (véase la nota 50), tanto las fechas como el número de muertos de la Violencia son debatidos por los estudiosos del período.

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La violencia, como lo señalaran Nancy Scheper-Hughes y Philippe I. Bourgois, es siempre un “concepto escurridizo” (2004: 1).2 Darle nombre a una forma de violencia, o a un período particularmente violento, contribuye a “fijarlo” conceptualmente, para definir así las agresiones allí suscitadas, otorgarles un sentido histórico-social, y también señalar responsabilidades, uno de los aspectos más contenciosos e importantes en la mirada sobre cualquier violencia. ¿Qué ocurre entonces cuando un conjunto específico de agresiones y traumas recibe simplemente el nombre de “la Violencia”? Quiero iniciar el capítulo con esta pregunta, que se refiere a las implicaciones de nombrar la violencia, para observar algunas claves de respuesta en aquel ciclo de la literatura colombiana que se conoce como “Novela de la Violencia”, por su referencia a los actos extremos de agresión que tuvieron lugar durante los años que rodearon el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, en un enfrentamiento entre liberales y conservadores que dejó tras de sí cientos de miles de muertos, y numerosas secuelas de desarraigo y terror en la sociedad colombiana. Según Gonzalo Sánchez (1986), quien ha llevado a cabo algunos de los más importantes estudios sobre este período, los enfrentamientos más intensos de la Violencia comenzaron cuando el conservador Mariano Ospina Pérez fue elegido presidente en 1946, por una división interna del partido liberal, que había estado en el poder desde 1930 y que perdió las elecciones por haberse presentado con dos candidatos, Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán. Este último se había convertido en un líder popular por su defensa de la redistribución económica y la participación política, y por un carisma personal que llevó a que se desarrollara en torno suyo una movilización social nunca antes vista. Su asesinato en 1948 suscitó actos de rebeldía en toda Colombia, y marcó el inicio de los peores años de la Violencia,3 que se

2. El término usado por Scheper-Hughes y Bourgois en inglés es “slippery”, que significa resbaloso o escurridizo: “Violence is a slippery concept —non linear, productive, destructive, and reproductive” (2004: 1). [La violencia es un concepto escurridizo —no linear, productivo, destructivo y reproductivo.] 3. Dentro de la controversia que rodea la definición de las fechas de la Violencia, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, ocurrido el 9 de abril de 1948, es siempre con-

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extendieron hasta la salida del poder en 1953 del conservador Laureano Gómez, quien desde su ascenso a la presidencia en 1950 impulsó una campaña de represión y exterminio contra los liberales, a la cual estos últimos respondieron formando grupos guerrilleros de resistencia armada. Gómez fue sucedido en el poder por Gustavo Rojas Pinilla, quien impulsó una amnistía con la cual se logró una relativa pacificación inicial, de corta duración. En mayo de 1957 Rojas fue reemplazado por una junta militar que gobernaría hasta agosto de 1958, cuando comenzaron los Gobiernos del llamado Frente Nacional, un acuerdo entre líderes liberales y conservadores con el que se logró en gran parte el fin de los enfrentamientos, aunque en algunas regiones continuaron grupos guerrilleros activos, entre ellos el que más adelante se convertiría en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Más que los hechos políticos mismos, ha quedado en la memoria el catálogo de atrocidades cometidas en los años de la Violencia. No sólo se violaba y se asesinaba a quienes pertenecían al partido contrario, sino que además se realizaron prácticas exhibicionistas y elaboradas de la agresión, que incluyeron el uso de diversos tipos de “cortes” utilizados para desmembrar y reconfigurar los cuerpos de los muertos, que luego eran exhibidos públicamente.4 Fue también común la conversión de los ríos

siderado como un hito importante. La noticia del magnicidio dio lugar al “Bogotazo”, una insurrección popular en Bogotá que dejó miles de muertos e incontables daños materiales, y fue difundida rápidamente por la radio a todas las regiones del país, desatando grandes olas de violencia, tanto por parte de los liberales que protestaban por la pérdida de su líder popular, como de los conservadores que buscaron exterminarlos. Fue durante esos años que tuvieron lugar las atrocidades extremas que hoy se relacionan con los peores años de la Violencia, entre ellas masacres, violaciones masivas, y mutilaciones ritualizadas de cuerpos vivos y muertos. 4. Por “corte” se entendía el tipo de herida que se propinaba a la víctima para quitarle la vida o para descuartizarlo después de morir. El catálogo de los que fueron utilizados durante la Violencia es macabro y recuerda los castigos medievales por su uso del cuerpo victimizado como espectáculo ejemplarizante. Particularmente recordado es el llamado “corte de corbata”, por el cual se abría un agujero en el cuello de la víctima para sacar por él la lengua, que quedaba colgando como una corbata.

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en vertederos de cadáveres, todo lo cual contribuyó a difundir una estela de terror por todo el territorio nacional de Colombia. La literatura escrita durante ese período en el país se ve profundamente marcada por esta serie de eventos. Laura Restrepo, quien en el libro Once ensayos sobre la violencia (1985) publicó uno de los primeros análisis retrospectivos sobre la Novela de la Violencia,5 comienza su estudio refiriéndose a ese carácter problemático de la denominación adoptada para la época como tal. Señala que al darle el nombre de “la Violencia” al período, se ensombrecen en él las responsabilidades sobre los actos atroces y se borran sus connotaciones políticas. Dicho nombre implica también que esos años aparezcan en la historia colombiana como un período indefinido, traumático, nebuloso, sobre el cual no existe una versión definitiva, pues aunque ha habido numerosos e importantes estudios al respecto, sigue la controversia sobre datos tan importantes como las fechas precisas y el número de muertos.6 A todo esto se le añade que nunca tuvo lugar una resolución real de aquellos conflictos, en los cuales se sitúa el origen de los que se siguen combatiendo a comienzos del siglo xxi. La Violencia aparece así entonces como una época caracterizada, en múltiples sentidos, por la confrontación y la indefinición implícitas en su nombre. Algo similar ocurre con la literatura de la Violencia.

Nominación conflictiva El nacimiento de la denominación para el ciclo novelístico que surge de este período se origina probablemente en la publicación en 1959

5. Antes de la publicación del artículo de Laura Restrepo, habían aparecido ya en Colombia otros estudios sobre la Novela de la Violencia, entre ellos el recuento temprano de Suárez Rondón (1966); la reseña bibliográfica de Mena (1978); la tesis de grado de Álvarez Gardeazábal (1970), que nunca fue publicada pero sigue siendo consultada hasta hoy día, e informando el análisis al respecto; y el libro de Arango (1985). Para un detallado análisis reciente de estos y otros estudios generales sobre la Novela de la Violencia en Colombia, véase el artículo de Osorio (2006). 6. Las fechas que mencionan los distintos autores para el comienzo y fin de la Violencia son las siguientes: Oquist (1978): 1946-1966; Sánchez (1986): 1945-1966; Palacios (1995): 1945-1964, en cuatro etapas; Roldán (2002), en Antioquia, 1946-1953.

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de un corto artículo llamado “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia”, donde se valoraban dichas novelas en términos radicalmente negativos, firmado por un joven reportero que llevaba ya algunos años seduciendo a los lectores de El Espectador con sus crónicas sobre temas diversos, y que empezaba a ser conocido como escritor de cuentos y novelas. Era Gabriel García Márquez y en opinión de Marino Troncoso (1989), el rótulo otorgado a este grupo de novelas nació en parte de la polémica desatada por el mencionado artículo, al cual respondió un intelectual muy respetado de su tiempo, Hernando Téllez, quien unos años antes había publicado el libro de relatos Cenizas para el viento (1950), donde incluía algunos cuentos que representan unas de las más interesantes aproximaciones literarias a los hechos de la Violencia. En 1954, Téllez había hecho ya uno de los primeros comentarios sobre las novelas que se ocupaban de esta temática —sin darles aún el nombre de “Novela de la Violencia”— en un artículo titulado “Literatura y testimonio”. El autor señalaba allí que la mayor parte de las obras narrativas que se ocupaban de los que denominaba aquellos “miserables años de iniquidad” (1995: 74), se quedaban en el simple recuento de hechos violentos, arguyendo que les hacía falta un manejo estético del arte literario para convertirse en algo más que testimonios conmovedores. 7 Algunas de las ideas que aparecen en el corto artículo de García Márquez presentan una notoria semejanza con las expresadas de manera mucho más elaborada por Téllez cinco años antes, especialmente en lo relativo a la distinción entre testimonio y literatura, basada en resaltar las virtudes artísticas de la segunda. La diferencia entre los dos textos reside por una parte en que García Márquez centra esas virtudes en un manejo de la técnica literaria por parte del escritor, mientras

7. Marino Troncoso señala que Hernando Téllez respondió al artículo de Gabriel García Márquez con una nota publicada en el suplemento Lecturas Dominicales del periódico bogotano El Tiempo, el 15 de noviembre de 1959. El texto “Literatura y testimonio”, de Téllez, había aparecido en el suplemento literario del mismo periódico el 27 de junio de 1954. El artículo de García Márquez, “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia”, fue publicado originalmente en el periódico La Calle (del Movimiento Revolucionario Liberal) el 9 de octubre de 1959.

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que Téllez las relaciona con una combinación de cualidades inherentes a la obra. García Márquez, por otra parte, lleva a cabo una condena general y sin matices de toda la novelística de ese período, sin mencionar ningún escritor concreto, mientras que Téllez se refiere a algunos autores que habrían escrito obras de muy buena calidad, como Jorge Zalamea, Eduardo Caballero Calderón y José Antonio Osorio Lizarazo, y los distingue de otros como Daniel Caicedo, cuyo mérito residiría no en haber escrito obras con valor estético, sino en haber ofrecido un “servicio a la historia nacional y a la causa de la justicia y de la dignidad de la criatura humana” (Téllez 1995: 77). Tanto Marino Troncoso, en un estudio de 1989, como Héctor Hoyos, en un artículo de 2006, se refieren a la polémica que se dio entre estos dos autores como algo que marcó la posterior valoración de la Novela de la Violencia. Para Troncoso, estaba en juego una pregunta de los colombianos por la significación de su propia historia. Hoyos, por su parte, plantea que se trataba de definir los caminos por los cuales la población del país procesaría el traumatismo de la Violencia. La conciencia de estar ante un momento literario determinante, tanto por la magnitud de la tragedia que narraban estas obras, como por la apertura a nuevas prácticas de la escritura, era en todo caso evidente, y la diferencia entre la perspectiva adoptada por cada autor es significativa. Téllez buscaba definir lo que sería valioso en dichas novelas a nivel “humano” y “nacional”, con la mirada puesta en la construcción y valoración de una tradición literaria nacional. La mirada de García Márquez se orientaba en cambio por la idea de invalidar dicha tradición, para iniciar una nueva era en la literatura, por ello su interés se situaba principalmente en el olvido de lo anterior y la orientación de la mirada hacia el futuro.8 Era una visión acorde con los propósitos del Frente Nacional, y también con el ánimo reno-

8. La valoración negativa de estas novelas es prácticamente generalizada. De todos los autores que representan esta época, sólo Hernando Téllez ha logrado una relativa valoración posterior. El propio García Márquez no es por lo general incluido entre los autores de este ciclo, aunque al menos dos de sus novelas, La mala hora (1962) y El coronel no tiene quien le escriba (1961) siguen esta temática. El capítulo siguiente se ocupará en detalle de estas obras.

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vador que se vivía en general en América Latina en los años que rodearon el triunfo de la Revolución Cubana. Esto resulta aún más evidente en su artículo de 1960, “La literatura colombiana: un fraude a la nación”, al que me referiré en el próximo capítulo. Por ahora baste señalar que tanto la denominación del ciclo novelístico de la Violencia como su valoración estuvieron rodeados de una gran polémica, en la cual estaba en juego mucho más que la significación de esos textos en la historia literaria nacional. También la designación de la época de la Violencia como tal está marcada por la polémica y la confrontación. Gonzalo Sánchez califica como “elusivo” el uso de este término para referirse a lo ocurrido durante aquellos años de matanzas y terror (1986: 11). En la comunidad académica parece haber consenso con respecto a la ambigüedad del término, el hecho de que en lugar de revelar oculta, y más que ayudar a entender el período contribuye a hacerlo confuso. El uso de la mayúscula inicial, para distinguir la violencia de aquella época de las otras múltiples formas de violencia que han tenido lugar en Colombia, no parece bastante para darle algún tipo de especificidad. Esto más bien sugiere que dicha violencia se asume como un conflicto irresuelto, que pese a haber tenido varias clausuras simbólicas —la primera sería el Frente Nacional— continúa como herida abierta, a través de la cual resultan visibles múltiples desajustes sociales. En torno a las reflexiones sobre la Violencia se inicia de hecho en Colombia una mirada crítica sobre el tejido social del país, que no se había dado hasta entonces. En la introducción al libro La violencia en Colombia. Estudio de un proceso social (1963, 1964), obra de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna que en cierta forma institucionalizó la denominación de la época como “la Violencia”, se sugiere que el uso de este nombre comenzó con la conformación de la “Comisión Investigadora de las Causas Actuales de la Violencia”, instaurada en 1958 por la Junta Militar que siguió al Gobierno de Gustavo Rojas Pinilla, tras la firma del pacto entre conservadores y liberales que daría lugar al Frente Nacional en 1957. Los autores de este libro, en el que aún no se usaba la mayúscula inicial para referirse a la Violencia, basaron gran parte de su investigación en material recogido por dicha

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comisión, y adoptaron el mismo nombre “elusivo” para referirse al período estudiado. Tanto el trabajo de la Comisión como el que llevó al libro, desarrollado tras la apertura de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, se dieron cuando en muchas partes del territorio colombiano continuaban ocurriendo hechos de violencia, aunque con el Frente Nacional se buscara situar esa violencia en el pasado.9 Al igual que las “Novelas de la Violencia”, el libro de Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna estuvo marcado por el hecho de haber sido escrito y publicado en un contexto de conflicto y trauma, donde los odios y los miedos seguían vigentes, y donde además no se llevaba a cabo ningún proceso judicial significativo con respecto a las violencias allí registradas. Gran parte de los antagonismos que llevaron a la Violencia, y los odios derivados de ella, hicieron que este libro fuera recibido con violencia, como lo señala Gonzalo Sánchez (2002) en la reseña de una reedición reciente. Se debatió airadamente en el Congreso y en los medios de comunicación, hubo fuertes respuestas por parte de sectores que se veían implicados en las denuncias que allí aparecían, sus autores recibieron amenazas de muerte y hubo intentos de retirar su edición, motivados principalmente por las protestas del partido conservador, que se consideraba injustamente culpado de la mayor parte de las agresiones de la Violencia. Lo cierto es que con su revelación de los horrores cometidos, el libro quebraba el pacto de olvido del Frente Nacional, de tal modo que tanto en su publicación, como en la reacción a la misma, se revelaba la persistencia de los conflictos que llevaron a la Violencia. También algunas de las “Novelas de la Violencia” fueron recibidas de esa manera, en especial las publicadas durante la época de mayo9. La percepción más común al respecto es hoy que aunque el acuerdo del Frente Nacional constituyó la conclusión “oficial” de la Violencia, los conflictos que le dieron origen no terminaron con ese pacto, el cual fue una mera alianza entre las clases dirigentes de ambos partidos para mantenerse en el poder. Los problemas que dieron origen a la Violencia, como la precariedad de las instituciones del Estado en gran parte del territorio nacional, la ausencia de opciones de participación política, las injusticias en la repartición de la tierra y la aceptación generalizada del enfrentamiento armado como método válido para saldar conflictos, quedaron sin solución e incluso se intensificaron con la firma del Frente Nacional.

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res enfrentamientos, como Viento Seco (1952), de Daniel Caicedo, y El Monstruo (1955), de Carlos H. Pareja, que denunciaban atropellos cometidos por los conservadores contra los liberales. Se trataba en general de libros que acusaban de crímenes atroces a los miembros del partido contrario al que pertenecía el autor, de tal manera que los del partido opuesto reaccionaban condenando la publicación, llegando hasta amenazar a su autor. Se dio incluso el caso de libros que eran publicados por miembros de un partido en respuesta a acusaciones realizadas por los miembros del otro en publicaciones anteriores. El libro El basilisco en acción o los crímenes del bandolerismo (1953), por ejemplo, escrito por un autor conservador que firma como Testis Fidelis, hace un largo recuento de las barbaries cometidas por los liberales, para desmentir acusaciones recibidas por los conservadores de haber sido ellos los únicos promotores de la Violencia. Estas obras, mezcla de literatura y testimonio, fueron así parte de la contienda, sustentando las rivalidades entre conservadores y liberales que alentaban matanzas en los campos, y configurando de manera decisiva la memoria histórica sobre el período en Colombia.

La violencia en las Novelas de la Violencia Como lo señalara Augusto Escobar (1997: 114), la literatura de la Violencia se caracteriza, entre otras cosas, por haber empezado a aparecer durante los años mismos del conflicto. La primera narración que se clasifica en esta categoría es Los olvidados, de Lara Santos, que fue publicada por la Editorial Santafé en 1949. Esta misma editorial, y otras como Iqueima y A. B. C., publicaron muchas otras obras durante los tiempos de más intensa agresión entre liberales y conservadores. Gerardo Suárez Rondón, quien realizó el primer estudio al respecto en La novela sobre la violencia en Colombia (1966), se refería a cuarenta novelas con esta temática, publicadas desde 1949 hasta 1965. Augusto Escobar (1997: 149-153) extiende el número a 70 entre 1949 y 1967. La mayor parte de estas novelas han sido olvidadas, pero algunos autores clasificados en este ciclo son bien conocidos, entre ellos Ga-

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briel García Márquez. Otros son menos famosos fuera de Colombia, pero en este país sus obras se siguen publicando, como Eduardo Caballero Calderón, Hernando Téllez, Manuel Mejía Vallejo y Manuel Zapata Olivella. Algunos han dejado ya de ser editados, pero en su momento gozaron de mucha popularidad y publicaron varias ediciones de sus libros, entre ellos Daniel Caicedo, Fernando Ponce de León, Eduardo Santa y Jorge Zalamea. Existía en ese tiempo sin duda un público ávido para estos libros. Luis Iván Bedoya y Augusto Escobar (1980) indican, por ejemplo, que en sólo dos años se vendieron 50000 ejemplares de Viento seco (1953) de Daniel Caicedo, una cifra que resulta exorbitante para esta época (1980: 7). La avidez del público lector por estas novelas podía responder en parte a una cierta morbosidad hacia las escenas de violencia que se describían en ellas, de forma gráfica y extremada. Un fragmento de Viento seco, por ejemplo, describe la escena de un hombre que tortura a otro de esta manera: “Le cortó los dedos de las manos y de los pies, le mutiló la nariz y las orejas, le extrajo la lengua, le enucleó los ojos y a tiras, en lonchas de grasa, músculos y nervios, le quitó la piel” (1955: 37-38) Pero el interés por la narración sin duda iba más allá de estas descripciones, que podían en realidad producir repulsión en los lectores. En Viento Seco, que es particularmente crudo en su lenguaje, el autor liberal condena la violencia precisamente mediante el uso de ese lenguaje gráfico y descarnado, que tiene la obvia intención de perturbar al lector. A la vez, ese mismo lenguaje en cierta modo justifica la violencia como represalia, pues los horrores descritos parecen inducir en forma natural un deseo de venganza. Si bien gran parte de los actos de crueldad que aparecen en la novela son realizados por agentes del Gobierno, como la masacre del pueblo de Ceilán y las matanzas de la Casa Liberal de Cali a manos de los conservadores (hechos reales ocurridos en 1947), la pareja liberal que protagoniza el libro realiza también numerosas agresiones horrendas, explicadas por la sed de venganza que despertaron en ellos las atrocidades de las que fueron víctima, en una indirecta invocación de la Lex Talionis. Para los lectores de estas obras, acaso estos textos ofrecían una justificación, o al menos una explicación, para los actos atroces que

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tenían lugar en su contexto durante la época en la que fueron publicados estos libros. Esto resulta aún más evidente en El basilisco en acción (1953), que se inicia con un prefacio que lleva por título “La pena de muerte: una necesidad nacional” (6), donde el autor sostiene que la única forma de castigar los crímenes allí relatados es según el principio de venganza implícito en la Lex Talionis, es decir infringiéndoles la muerte a quienes la han provocado. Para sustentar esta tesis, el autor invoca también aquí incansablemente la violencia, comenzado con varias páginas de fotografías de cuerpos mutilados y sangrientos, a las que se adjuntan pies de fotos con descripciones igualmente tenebrosas. Una de ellas, por ejemplo, se refiere a una imagen que contiene varios cadáveres numerados de esta manera: “1. A este le cortaron la cabeza que está puesta sobre el tronco (...). 3. A éste le cortaron los brazos que están puestos sobre el cadáver. (...). 5. Rayado a puñal y macheteado en los brazos, cadera y pecho” (Fidelis 1953: XIX). El libro en sí está plagado de descripciones minuciosas sobre la forma como fueron ejecutados los crímenes y el sufrimiento que causaron. Son escenas que producen rechazo, pero a la vez justifican una respuesta agresiva: en ellas se condena la violencia y a la vez se la invoca. Al tomar en cuenta el ambiente de confrontación partidista que se vivía en esos años, resulta evidente que el morbosismo no es bastante para explicar el afán por consumir esta literatura que existía entre los sectores cultos de la población, quienes constituían su principal público.10 Lo que estos libros ofrecían a dichos lectores podían ser maneras de entender y justificar una violencia definida como lo “otro” de la cultura letrada, desde esa misma cultura. En ese sentido la pregunta por la “justicia” era central, conectando a los lectores con una cierta “lógica” de la violencia, es decir, con una manera de comprenderla según patrones de comportamiento humano que no serían del todo incompatibles con la vida social.

10. El público lector estaba creciendo considerablemente en Colombia, con la progresiva urbanización de la población y el crecimiento de los centros de educación superior, que durante los años cincuenta fue exponencial en Colombia, como en otros lugares de América Latina. Al respecto véase mi artículo “En busca del lector en la literatura latinoamericana” (2001).

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En algunos libros, dicha lógica se basaba en un principio de venganza, pero otros se preguntaban por el sentido mismo de la justicia, añadiéndole a la reflexión una dimensión ética que no estaba necesariamente presente en las otras obras, que eran de carácter moralizante. Entre los autores que tomaron este camino se encuentra Hernando Téllez. Otros autores pusieron el énfasis en el tema de la justicia social, como Eduardo Caballero Calderón. En lo que sigue me referiré en algún detalle a los proyectos literarios de estos dos escritores.

Hernando Téllez: matices de la violencia El volumen Cenizas para el viento podría muy bien representar la irrupción de la época de la Violencia como tema de reflexión ética en la literatura colombiana. Se trata de un volumen de relatos publicado por Hernando Téllez en 1950. Sólo algunos de ellos, los más conocidos y citados, se refieren a lo ocurrido en Colombia durante aquellos años. Muchas de las inquietudes presentes en los otros relatos, situados en distintos escenarios del mundo, y relacionados de una manera más abstracta con nociones filosóficas sobre el sentido de la muerte y la justicia, reaparecen en estos cuentos. Téllez lleva a cabo una sofisticada reflexión sobre los mecanismos de la violencia y la crueldad, que se ve claramente marcada por los hechos horrendos de los que se tenía noticia en Colombia mientras el autor escribía estos relatos. Los que se refieren específicamente a esa situación son los cinco primeros del volumen: “Espuma y nada más”, “Cenizas para el viento”, “Lección de domingo”, “Sangre en los jazmines”, “El regalo” y “Preludio”. Dichos cuentos describen algunos de los actos extremos de agresión que son bien conocidos con respecto a lo ocurrido durante los años de la Violencia, pero exponiendo, en la recreación literaria de Téllez, una reflexión sobre la violencia que plantea al lector dilemas éticos con respecto al accionar de la misma. Más que señalar culpabilidades, invocar la necesidad de establecer una justicia basada en la venganza, o apuntar hacia las fallas sociales que habrían suscitado la violencia, Téllez observa el funcionamiento de la misma, mostrándola como una fuerza guiada en gran parte por su propia dinámica.

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En “Espuma y nada más”, quizás el relato más conocido y comentado de Téllez, un barbero recibe en su local al jefe de las tropas del “orden”, que han ido exterminando cruelmente a los miembros de un grupo de rebeldes, al cual pertenece el propio barbero.11 Su dilema, que conduce la narración, consiste en debatir si debe cortarle el cuello al militar con su cuchilla de afeitar, para otorgarle así una victoria al grupo revolucionario y vengar la muerte de sus camaradas, o si debe limitarse a rasurarlo como a cualquier cliente. Se trata de un dilema entre el ejercicio de un oficio según los parámetros de la normalidad o el cruce de una frontera hacia los patrones de comportamiento de la violencia, entre el uso de una herramienta como medio para ejercer una profesión o como arma de guerra. Es un dilema que refleja la división entre la vida corriente que quieren vivir los personajes de Téllez, no sólo en éste sino también en otros cuentos, y aquella que ha sido alterada por la irrupción de lo atroz. El personaje se dice a sí mismo en algún momento: “Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio” (Cenizas para el viento 11). Es la expresión de un profundo deseo de ser simplemente un barbero, el cual termina triunfando cuando al final no asesina al militar. Éste, que en cambio ya ha dado hace tiempo el paso hacia la violencia y sabe de sus mecanismos, le dice: “Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo” (ibíd.: 15). En otros cuentos de Téllez, se muestra en cambio el proceso por el cual matar termina resultando fácil, para personajes que han dado el paso hacia la violencia, y que de estar situados en otro contexto, actuarían de manera pacífica. Esos cuentos en general recuerdan aquello que muchos años después diría Hannah Arendt en Eichmann in Jerusalem (1963), con respecto a como cualquier ser humano puede llegar a cometer actos atro-

11. El cuento de Téllez “Espumas nada más” fue luego reescrito por Gabriel García Márquez, quien lo publicó con el título “Un día de estos” y luego lo incorporó a su novela La mala hora (1962). Hoyos (2006) analiza las diferencias introducidas por García Márquez como señal de su deseo de distanciarse de la literatura de la Violencia y su énfasis en la barbarie.

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ces, si es ubicado en un contexto donde éstos resultan validados y aceptables.12 En el cuento llamado “Preludio”, que ha sido leído como una recreación de los hechos del 9 de abril de 1948, un hombre se convierte en un ser capaz de matar cuando alguien le da un machete, en un lugar donde se ha organizado una revolución. Al igual que el barbero de “Espumas nada más”, este hombre busca afirmar su carácter pacífico, aunque la herramienta que tiene en las manos lo convierta en potencial asesino: “Con él [el machete] en las manos yo debía parecer un revolucionario de verdad. Pero yo no era un revolucionario. Yo era un pobre diablo que andaba por ahí sin rumbo fijo” (Cenizas para el viento 53). No es la adhesión a una ideología o un imperativo moral lo que lleva a este personaje a la violencia —al menos no directamente—, sino el contexto en el que se encuentra, dentro del cual se valida el crimen. El personaje dice luego: “La revolución no se equivoca, pensé, pues si están repartiendo machetes algo habrá que cortar, algo habrá que defender, y a alguien habrá que matar” (ibíd.: 53). Así, la revolución, convertida en ente abstracto e incuestionable (“no se equivoca”), valida una violencia que luego se extiende miméticamente, y crece de manera exponencial. En este cuento el personaje sí termina matando a alguien, por la única razón de que es posible hacerlo. También hay en estos cuentos varios ejemplos de lo que Arendt llamaría “la banalidad del mal”, es decir la forma como la crueldad y el

12. El libro Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil (traducido al español como Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal) fue publicado en 1963 por la filósofa judía Hannah Arendt, quien debió huir de Alemania cuando Hitler subió al poder. Se trata de un reporte sobre los juicios que se llevaron a cabo en Jerusalén contra el comandante de las SS Adolf Eichmann, quien coordinó las atrocidades del Holocausto. Arendt señala que la fuerza que impulsó a Eichmann era en gran parte un simple deseo de ser exitoso en su carrera, mostrando que no presentaba mayor trazo de antisemitismo o perturbaciones psicológicas. La frase “banalidad del mal”, incluida en el subtítulo, se refiere precisamente a la forma rutinaria como Eichmann llevó a cabo su aterradora labor, y a su comportamiento durante el juicio, en el cual no mostró odio ni culpabilidad, señalando que al dirigir el sistema de exterminio estaba simplemente haciendo su trabajo y cumpliendo con su deber.

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exterminio llegan a ser ejercidos con una naturalidad metódica o incluso lúdica. Uno de los cuentos más conmovedores es “Sangre en los jazmines”, donde una mujer es forzada a ver como torturan a su hijo, colgándolo de un árbol, desgarrándole la piel y azotándolo cruelmente, hasta que ella recuerda que hay un arma en la casa y la dispara contra él desde lejos, para matarlo y acabar así con su dolor. El verdadero drama del cuento no reside, sin embargo, en ese momento final, sino en la forma como madre e hijo van anticipando lo que vendrá, porque han escuchado en el pueblo muchas historias sobre aquellos mismos horrores, que infringen dolor de manera sistemática y predecible. Cuando el hijo escucha que los “hombres de la guardia” vienen por él, se repite a sí mismo todo lo que le va a ocurrir, porque es igual a lo que les ha pasado a los otros: “le cortarían los dedos de los pies (...), lo colgarían de las manos para azotarlo desnudo (...), se divertirían abriéndole surcos en la carne” (Cenizas para el viento 35-36). También la madre lo sabe, y sabe que ella también será torturada, no sólo al ser obligada a presenciar la victimización de su hijo, sino también al ser ella misma golpeada. Cuando la tortura efectivamente llega, curiosamente, la mujer no recuerda tan sólo a otras madres que han corrido la misma suerte, sino a los animales del campo, que son tratados igual: “El prodigioso dolor no le impidió recordar que así había visto maltratar muchas veces, por los gañanes de la comarca, a los cerdos y a los perros” (ibíd.: 39). Esta evocación recuerda, por una parte, que el carácter mimético de la violencia no se detiene en la agresión contra los seres humanos, y por otra, que su ejercicio resulta aquí tan banalizado como la agresión contra los animales de granja, considerada parte de la cotidianeidad en el campo. Dicha normalización o banalización de lo violento no le quita sin embargo su carácter atroz. En “El regalo”, la muerte anunciada de un niño que corre para llevarle un canasto con comida a su padre preso, insistiendo en atravesar corriendo una plaza vedada, aunque se encuentra vigilada por guardias que tienen instrucciones de disparar contra cualquiera que se mueva, es descrita al final del cuento de esta manera: “El niño Diomedes se desploma (...). Y la detonación del fusil repercute maravillosamente en el silencio que llena la plaza. El canasto ha rodado un poco y ha dejado so-

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bre el polvo seis miserables bollos de maíz, un trozo de cerdo y un proyecto de hombre” (Cenizas para el viento 49). Lo que en la normalidad de la violencia podría ser entendido como una muerte buscada, porque el niño realizó una transgresión y recibió el castigo previsto, es en la narración una tragedia, la ruptura de un proyecto, un acto sublime en el sentido del término donde lo atroz se acerca a lo estético, aquel que le otorgara originalmente el filósofo inglés Edmund Burke. 13 Un aspecto que parece interesarle especialmente a Téllez en su escritura literaria es justamente la capacidad que tiene lo estético de ponernos en contacto con lo atroz. El esteticismo, del que algunas veces se acusó a Téllez, puede muy bien tomarse como un medio que permite ver la atrocidad de la violencia, aquello que no se puede percibir en situaciones en las cuales ésta se encuentra normalizada o banalizada, como ocurrió durante los años de la Violencia. Ese período con denominación confusa, nebulosa, queda en los cuentos de Téllez delineado en toda su agresividad y traumatismo, pero sin producir la repulsión que emerge de otros relatos de este período, y que lleva al lector a alejarse de ellos. Téllez realiza un trabajo de acercamiento a la Violencia por la vía literaria para ofrecer al lector un contacto con ella que no implique la invisibilidad de la banalización, ni el deseo de cerrar la página de la descripción grotesca. También se aleja de la mirada sociológica, eludiendo la caracterización de sus personajes por su posición en la sociedad. En sus cuentos todos los seres humanos parecerían ser capaces de los mismos dolores y presas de los mismos delirios, que cuando la situación es propicia conducen a la violencia.

Eduardo Caballero Calderón: escritura y justicia social El influjo que tienen el medio y la posición socio-económica sobre el carácter de los personajes, y sobre la forma como asumen la violencia,

13. El libro de Edmund Burke donde aparecen desarrolladas sus ideas sobre lo sublime es: Philosophical Inquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful (1756), traducido al español como Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1807).

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es en cambio central en las novelas de Eduardo Caballero Calderón (1910-1993), uno de los escritores que más directamente se asocia en Colombia con el ciclo de la Violencia. Autor de varias novelas, ensayos, relatos infantiles y crónicas de viaje, y conocido también por sus columnas de opinión en periódicos bogotanos, Caballero Calderón fue, al igual que Hernando Téllez, una figura pública en Colombia, no sólo como escritor y columnista, sino también como diplomático y político. Su obra literaria difiere sin embargo bastante de la de Téllez. Si este último observa la violencia como situación límite, en la cual salen a flote conflictos inherentes del ser humano, que podrían expresarse en cualquier lugar o momento, Caballero Calderón tiene en mira una sociedad específica y sus problemas. No es gratuito que mientras los cuentos de Hernando Téllez transcurren en escenarios diversos de Europa y América, casi todas las novelas de Caballero Calderón ubican su trama en Colombia, y más específicamente en su zona andina, que el autor conocía bien. Asume además que sus lectores estarán relativamente familiarizados con las situaciones que describe, entre ellas las rivalidades entre liberales y conservadores, los cambios en la configuración política del país durante el período de la Violencia, e incluso los “tipos” regionales colombianos. Su perspectiva “sociológica” incluye sin embargo una visión crítica de sí misma. Uno de los grandes temas de su obra es la distancia entre los habitantes del campo y los de la ciudad, y aunque por lo general se traduce en una visión de los primeros como atrasados, ignorantes y dados a la brutalidad, los segundos (entre quienes se situaría el propio autor) aparecen como arrogantes e ineptos, además de hipócritas o ingenuos cuando muestran buenas intenciones. Algunas de sus novelas han sido criticadas por ser benevolentes con los liberales, revelando la preferencia partidista del autor, o por mostrarse desdeñosas con los campesinos, pero lo cierto es que en ellas ninguno de los grupos de personajes sale bien librado. Todos aparecen caracterizados principalmente en sus carencias, incluso aquellos que serían más cercanos al propio autor, como los liberales pertenecientes a las clases doctas de las ciudades. La visión supuestamente despectiva hacia los campesinos de Caballero Calderón se ve matizada por el carác-

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ter igualmente condenatorio de su mirada sobre los habitantes de las ciudades.14 Más que una crítica expresada en términos de orientación política o de clase social, Caballero Calderón se interesa por el funcionamiento general de una sociedad en la que se presentan procesos de modernización desiguales, y por la forma como dentro de ella se debaten distintas pericias, mentalidades y formas de poder, en una confrontación que por lo general termina siempre en el sostenimiento de esquemas opresivos, que dejan sin protección a los sectores más vulnerables. En ese sentido, su obra gira en gran parte en torno a una pregunta sobre las posibilidades de justicia social en un entorno de desigualdad y violencia. Específicamente se ocupa de la forma como conviven las leyes, las letras, la fuerza bruta y la moral cristiana, dentro de un sistema de clases sociales inamovible, donde cualquier iniciativa individual por cambiar los destinos prefijados resulta en un fracaso. Así, en El Cristo de espaldas (1952), un cura joven que intenta modificar los patrones de violencia en un pueblo fracasa en su intento, para terminar rechazado por todos y trasladado a la ciudad; en Siervo sin tierra (1954), el campesino Siervo Joya muere sin nunca ver realizado su sueño de poseer un pedazo de tierra; y en Manuel Pacho (1962), el personaje principal termina en situación de errancia y miseria tras realizar el único acto heroico de su vida: cargar por varios días el cadáver de su padre asesinado, para que sea enterrado por la Iglesia en el pueblo. En El Cristo de espaldas (1952), novela escrita y publicada durante los peores años de la Violencia, el tema del fracaso personal es vinculado directamente con problemas relacionados con el sentido de la

14. En la novela Manuel Pacho (1962), por ejemplo, el personaje principal, un campesino que hace un viaje a pie cargando los restos de su padre asesinado, para que sean enterrados en el pueblo, evoca su paso por un colegio de la ciudad, con desdén hacia los compañeros, que no lo aceptaban, defendiendo las habilidades adquiridas en el campo, frente a aquellas que quieren imponérsele en la ciudad: “Ustedes no son capaces de domar potros, castrar novillos, herrar vacas en el anca (...). Muchos latines, muchas reglas de tres, muchos triángulos y circunferencias, muchos trabalenguas de gramática; pero de cazar babillas en los esteros, o torcazas y patos en el pantano, o tigrillos y dantas en el monte, ¡nada!” (64).

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moral en una sociedad violenta. Su protagonista es un sacerdote que tras haber cumplido con honores la formación eclesiástica en el seminario de la ciudad, pide ser trasladado a un pueblo remoto de Colombia porque quiere vivir en la doctrina cristiana de humildad y servicio, contra los consejos de sus superiores, que le recomiendan dedicarse al estudio de la teología. Asume para sí mismo la función de redimir a los habitantes del pueblo, que se encuentran envueltos en una red de ignorancia, agresión mutua y abusos de todo tipo. La experiencia se convierte para el sacerdote en un constante choque entre la realidad que lo rodea y las ideas aprendidas en libros, con las cuales pretende ejecutar su proyecto de redención, basado no sólo en conceptos de moral cristiana, como la compasión y el perdón a los enemigos, sino también en nociones legales seculares, como el derecho a un juicio justo, o la ilegitimidad de la tortura. Sus feligreses no lo perciben como un redentor sino como alguien que alteraría los patrones de comportamiento establecidos, y que por ello resulta confuso o incluso peligroso. Por esta razón terminan rechazándolo y expulsándolo del pueblo, con lo cual fracasa su proyecto de imponer otras normas de comportamiento social. En el primer sermón que el cura ofrece en el pueblo busca presentarse como alguien que llevará a los habitantes a construir un sentido de comunidad, más allá de las rivalidades y la desigualdad, articulando su sermón en torno a la metáfora cristiana del rebaño conducido por un pastor benévolo. El sermón concluye así: “Ante el Buen Pastor que está en los cielos todos hacemos parte del rebaño, y seamos blancos o negros, todos somos ovejas” (El cristo de espaldas 41). Después de decir esto mira exaltado hacia el altar, sintiéndose, como Jesucristo, pastor de un rebaño conformado por sus feligreses, a quienes da la espalda al hablar. Nos dice la narración: “No pudo ver, por eso, que entre los rostros de la concurrencia, en su mayoría estólidos, feos, inexpresivos, algunos se ensombrecieron y otros se iluminaron con una sonrisa irónica” (ibíd.: 41). Resulta obvio desde ese primer momento que los parámetros morales del cura tienen poco que ver con la realidad de lo que ocurre en el pueblo. Como en otras novelas de Caballero Calderón, los personajes tienen aquí algo del esperpento de Valle-Inclán, expresando en su fealdad física

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sus múltiples imperfecciones y las del sistema social en el que viven. La imagen del personaje que está de espaldas a la gente —que aparece también en el título del libro, con el cura asumiendo el papel de Cristo— se dirige no necesariamente a la Iglesia sino a toda una clase social letrada, que desde las ciudades le da la espalda a la realidad de los campos, una clase a la cual pertenecen también el autor y sus lectores. Caballero Calderón llevaría a esos lectores a pensar hasta qué punto los conceptos que manejan con respecto a la forma como se deben hacer las cosas en la comunidad están alejados de como se hacen realmente, y resultan impracticables. Se trata de un dilema ético con evidentes dimensiones pragmáticas. Lo que nos deja la historia del cura en El Cristo de espaldas es una visión crítica sobre algunos de los parámetros utilizados por esas clases dominantes para enfrentar los problemas de los sectores vulnerables en Colombia. Uno de ellos es la compasión cristiana, otro es la defensa de las instituciones del Estado moderno y los derechos del ciudadano.15 Lentamente el cura va descubriendo que ninguna de las dos vías se cumplen en el pueblo, pero inicialmente insiste en defenderlas. Así, en el segundo día de su estancia en el lugar se enfrenta con el alcalde, porque sus guardias han golpeado a un joven liberal a quien se culpa de haber asesinado a su padre conservador, y le dice: Digo, señor alcalde, que sea o no culpable este muchacho que acaba de volver en sí, no hay ley divina ni humana que permita que se le juzgue y se le torture sin oírlo, como usted acaba de hacerlo. No hay ley divina, porque la primera de todas es la caridad que usted está pisoteando como si no fuera un cristiano. Ante Dios nuestro señor, en cuya casa estuvo usted esta misma mañana, porque yo lo vi en misa, usted ha pecado gravemente. Ante las leyes

15. Desde la Constitución de 1886, en Colombia se instituyó un tipo peculiar de legislación en el cual, en lugar de declararse la separación entre Iglesia y Estado, como se había hecho en otros países de América Latina y como se intentó hacer en la misma Colombia en el siglo xix, se supeditaban las leyes colombianas a los mandatos del Vaticano, por medio de un concordato con la Santa Sede que formaba parte de la Carta Constitucional. El mismo estuvo en vigencia hasta 1991, cuando se proclamó una nueva Constitución.

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naturales y las leyes de la nación, yo quisiera que el señor notario y el señor juez me dijeran si en este pueblo tienen fuero especial los guardias para azotar a los presos, y los alcaldes autoridad para presenciar semejantes abominaciones sin levantar un dedo (78).

Lo que el cura sugiere es que el alcalde debe actuar de acuerdo con su fe religiosa y su posición civil, cumpliendo con una moral y unas leyes en las que se respalda para ejercer ciertas funciones públicas, pero que no acata, porque las acciones se rigen en realidad por otras reglas no escritas, que el cura simplemente desconoce o rechaza. Por esta misma razón, en lugar de lograr que la situación mejore, sólo consigue suscitar desconfianza. Hacia el final, cuando el cura va renunciando a su empeño redentor y se acerca ese retorno a la ciudad al que le fuerzan las autoridades del pueblo, desvía la reflexión hacia el terreno moral, y es allí donde se revela la falla fundamental de su esquema: “Lo asaltaba el pensamiento atroz de si la moral no sería una abstracción descarnada de toda realidad, del mismo modo que las matemáticas lo son con respecto de las cosas (...). La moral cristiana sólo puede operar en hombres ideales que se identifiquen totalmente con el Cristo, pero esos hombres no existen” (156). Desvía entonces su mirada hacia una falla esencial de la condición humana, en lugar de observar las circunstancias específicas que llevan al predominio de la violencia en el pueblo. Desde esta percepción, la moral deja de ser algo que se define por su contacto con la realidad, como correspondería en cierta forma a la tradición aristotélica, y se transforma en un simple modelo que funciona por sí mismo, pero sin tener ni requerir ninguna aplicación práctica. Un resultado es la conformación de esquemas morales y legales que han renunciado a buscar el bienestar, pero aún así sustentan el ejercicio del poder. Para el cura de esta novela se trata de una frustración que le lleva a pensar que “los hombres le volvieron las espaldas al Cristo” (164). Pero para el lector resulta obvio que también Cristo, o mejor el cura que quiso asumir su papel, le volvió desde un comienzo las espaldas a los hombres. Las obras de Caballero Calderón que se ocupan de los campos colombianos muestran con frecuencia la forma como las ciudades, y en especial las clases letradas en ellas, viven de espaldas a la realidad de

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los campesinos. En Siervo sin tierra, aparecen encarnadas en la figura de un candidato a diputado que llega de la ciudad cargado de promesas, y de quien se dice que emitía discursos en los que se revelaba su total desconexión con los problemas reales que los campesinos enfrentan diariamente: “Palabras desconocidas salían de su boca: ‘constitución, revolución agraria, reforma tributaria, reacción cavernaria, legitimidad, cedulación, redención del pueblo, antialcoholismo, plan vial, proletariado, etc.’” (93). El lenguaje mismo se convierte en un medio para el distanciamiento con respecto a los habitantes del campo por parte de las élites de las ciudades Resulta además evidente que las palabras no son sólo desconocidas sino vacías, o más bien, que al ser emitidas sólo buscan la defensa de un proyecto político (liberal) que aglutinará a los campesinos para actuar en contra del proyecto representado por el partido opuesto (conservador), para con ello fomentar la violencia y empeorar la situación en el campo. De ahí que se dé este diálogo entre dos campesinos que escuchan las palabras del candidato: “—¿Y qué es lo que dice el doctor, si puede saberse? —¿No lo oye? ¡Palo a los godos [conservadores]!” (93). Las palabras “desconocidas” que pronunciaba el diputado terminan convirtiéndose, para los campesinos, en una forma de alentar el ejercicio de la violencia. El problema no es sólo entonces que la ciudad viva a espaldas del campo, estaría planteando Caballero Calderón, sino que sus proyectos con respecto a éste tan sólo consiguen impulsar a los campesinos a defender por la fuerza uno u otro esquema ideológico, que genera lealtades. Esto es en gran parte porque la fuerza retórica se mantiene sólo en cuanto se trata de alcanzar el poder, y después de que este ha sido alcanzado no se procede a buscar la implementación de la justicia prometida. Un campesino liberal afirma: “—No hay quien entienda a los jefes. Primero lo mandan a uno que grite y alborote y mantenga a raya a los godos, y después, cuando se arma la grande, ellos se lavan las manos y nos vuelven la espalda” (Siervo sin tierra 105). Es pues de nuevo la imagen de una clase privilegiada que le da la espalda a las necesidades de las clases populares, que parecen sin embargo depender de ella para suplir sus carencias. La visión de Caballero Calderón en este sentido es muy clara, y ha recibido algunas críticas por su esquematismo, al considerar a los cam-

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pesinos de manera paternalista, como seres simples y fácilmente manipulables. Laura Restrepo, por ejemplo, afirma que “Siervo no sólo es un personaje plano, unívoco, sino que además carece por completo de vida interior y de libertad para actuar; está totalmente predeterminado por la sociedad que lo encierra” (1985: 147). En la novela vemos que Siervo en realidad sí tiene ambiciones y sueños, entre ellos el de poseer el pedazo de tierra en el que creció y en el que vive como arrendatario durante gran parte de la novela, poniéndolo a producir y convirtiéndolo en su hogar, pero las circunstancias le impiden alcanzarlos. Es indudable, sin embargo, que el sistema social en el que vive lo restringe casi por completo. Menos limitado resulta el personaje de su mujer, Tránsito, quien sostiene la casa mientras Siervo pasa un tiempo en la cárcel, cuidando el campo, los animales, las siembras y los hijos, y consiguiendo siempre salir adelante en medio de las limitaciones. Tránsito se muestra siempre recursiva y pragmática, sacando el mejor partido de la situación en la que viven. Su papel viene a ser el de otras mujeres en contextos de violencia, encargadas de sostener el orden social mientras se libran los combates, y en ese sentido ejerce la agencia de la cual carece Siervo, aunque los dos sufran una calamidad tras otra. Al igual que en El Cristo de espaldas, gran parte de estas calamidades se relacionan aquí con la incapacidad para llevar a cabo proyectos que se consideran justos, por la violencia del medio en el que viven los personajes. El supuesto esquematismo de las novelas de Caballero Calderón resulta matizado por la introducción de numerosos momentos en los que los personajes se muestran conscientes de la forma como esos esquemas condicionan sus vidas, buscando medios de sobrevivir dentro de ellos y también ocasionalmente de superarlos, aunque sin mucho éxito. Se trata de esquemas sociales que generan violencia precisamente por ser inamovibles, y por estar respaldados en estructuras de poder que perpetúan la injusticia. La mirada de Caballero Calderón es innovadora porque abandona la condena moralista de los hechos violentos, buscando una mirada más objetiva y realista, acercándose a ellos desde el punto de vista de los más afectados por los mismos. Sus novelas en cierta forma anuncian la llegada de la que a partir de los años sesenta sería la tendencia predominante en la reflexión sobre la violencia

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en Colombia, centrada en sus aspectos estructurales, y con atención a su costo social, desde la perspectiva de las ciencias sociales.

Sistematizar la mirada sobre la Violencia Después de ser “novelada”, la Violencia comienza a ser estudiada como fenómeno social con causas y consecuencias que podrían ser descubiertas usando los métodos de las ciencias sociales. Las Novelas de la Violencia ejercen una influencia determinante sobre el pensamiento que empieza a surgir desde esta perspectiva, aunque su orientación cambia radicalmente. Este giro está vinculado por una parte con la creación de la ya mencionada “Comisión Investigadora de las Causas Actuales de la Violencia”, erigida como ya vimos en 1958, para dar paso a los Gobiernos del Frente Nacional que subirían al poder ese año, y por otra parte con la apertura de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, que comenzó a funcionar en 1959. Fueron unos años en los cuales estaba muy reciente la memoria de la Violencia y las rivalidades partidistas aún no quedaban atrás, pero a la vez entraban en el panorama nuevas fuerzas políticas, principalmente el socialismo, que en el contexto de la Guerra Fría adquiriría gran relevancia tras el triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959. La proliferación de estudios sobre la Violencia desde las ciencias sociales comienza a mediados de la década de 1960. Esto coincide con la aparición en la escena intelectual de los primeros profesionales graduados en la Facultad de Sociología, pero responde también a un deseo generalizado entre la población de saber más sobre los sucesos de aquella época. El dolor y los resentimientos heredados de la Violencia marcaban la vida de prácticamente todos los colombianos. El acuerdo entre dirigentes conservadores y liberales fue acompañado de un pacto de silencio y olvido sobre lo ocurrido, el cual era contradicho por las escenas de horror que narraban las novelas y las historias que circulaban oralmente sobre los actos violentos realizados. Los estudios sociológicos sobre la violencia se iniciaron en un clima que buscaba rebatir ese silencio, y también la impunidad al respecto, pero en el que a la vez no existía la opción de hacer procesos de justicia, o señalamiento de responsabilidades a nivel de los líderes de los partidos.

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El primer estudio extenso que se publicó en Colombia sobre aquella etapa, La violencia en Colombia. Estudio de un proceso social (1963, 1964), de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna se basó principalmente en el trabajo de la Comisión Investigadora, de la cual había formado parte Guzmán Campos, un sacerdote católico. Este libro impactó profundamente a sus lectores desde el primer momento, provocó reacciones extremas (principalmente en los sectores conservadores), y señaló un cambio fundamental en la mirada sobre el tema, al igual que el inicio de una percepción de la Violencia como “drama nacional”, cuya superación se consideraba paso fundamental para la consolidación de la sociedad.16 Pero aunque el libro ofrecía elementos para la elaboración de un duelo colectivo y para la conducción de procesos de justicia que contribuyeran a emprender un proceso de reconstrucción, el tiempo ha mostrado que la Violencia aún no había quedado atrás. Los combates en el campo habían cambiado de forma pero continuaban, y los partidos gobernantes seguían siendo los mismos que habían impulsado los enfrentamientos, de tal forma que había mucho interés político en que no se llevaran a cabo juicios o señalamiento de responsables.17

16. En su reseña a una reedición reciente del libro, Sánchez (2002) hace un análisis bastante completo e informado sobre las razones de su importancia, hablando también sobre su valoración posterior. Sánchez describe en detalle el contexto en que surgió, el impacto que tuvo al ser publicado y su repercusión posterior. Lo destaca como: testimonio, memoria, intuición, premonición e imagen de la Violencia en Colombia. Con respecto a su importancia en el contexto académico, señala que “con él se inicia también en buena medida la historia contemporánea de las ciencias sociales en Colombia” (2002: 198). 17. En la primera mitad de la década de 1960 comenzaron a surgir en el campo las llamadas “repúblicas independientes”, conformadas por campesinos ex integrantes de las guerrillas liberales, que ahora abrazaban la ideología comunista y no permitían la entrada del ejército en sus regiones. La más conocida fue la República de Marquetalia, cuyo bombardeo por parte del ejército en mayo de 1964 marca el origen de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, un grupo armado irregular cuya beligerancia y pervivencia son bien conocidas. El fundador de Marquetalia fue Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo, comandante de las FARC hasta su muerte en 2008.

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La tendencia a trabajar desde la recolección de material auténtico es uno de los grandes aportes de este libro, y se vincula a la expansión en el uso de los métodos de las ciencias sociales, con su énfasis en el trabajo de campo y la compilación de datos en el terreno. Sin embargo, y paradójicamente, junto con la gran cantidad de testimonios —aportados principalmente por monseñor Guzmán Campos— y datos duros, se encuentran en este libro también varias citas tomadas de libros asociados con el ciclo de la Novela de la Violencia.18 Los autores acudieron a ellas como fuente de información precisamente porque la gran mayoría declaraban estar basadas en hechos reales. El resultado es un texto en el que la tendencia a la sistematización que caracteriza a las ciencias sociales resulta matizada por largas citas donde se incluyen fragmentos que usan recursos propios de la literatura, como la metáfora y la narración en primera persona. Esto contribuye a que el libro involucre al lector de manera afectiva, favoreciendo en él una mirada emocional y reflexiva sobre la Violencia, que se convierte en colectiva por sus continuas referencias a la misma como fenómeno que involucró a toda la nación. El tema es planteado desde el prólogo bajo esta perspectiva, con llamados a la necesidad de centrar la atención sobre la Violencia como drama fundamental para la formación de una identidad nacional: Para la sociedad colombiana, el problema de la “violencia” es un hecho protuberante. Muchos lo consideran como el más grave peligro que haya corrido la nacionalidad. Es algo que no puede ignorarse, porque irrumpió con machetes y genocidios, bajo la égida de guerrilleros con sonoros sobrenombres, en la historia que aprenderán nuestros hijos; porque su huella será indeleble en la memoria de los sobrevivientes y sus efectos tangibles en la estructuración, conducta e imagen del pueblo de Colombia (Guzmán Campos et al. I 1963: 12).

Quizás por el afán de superar la división partidista y las muertes que había traído consigo, la “violencia” despersonalizada y despojada

18. Uno de estos libros, citado con frecuencia en la obra de Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna, es el ya nombrado El basilisco en acción o los crímenes del bandolerismo (1953), de Testis Fidelis.

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de agencia es descrita como el nuevo enemigo, y a la vez como el impulso que proyectará la nacionalidad hacia el futuro, algo que se evidencia en las referencias a la “historia que aprenderán nuestros hijos”. Aunque se habla de esos hechos en pasado, se les está actualizando y considerando como parte del presente, como algo que tiene “efectos tangibles en la estructuración, conducta e imagen del pueblo”. Se habla de la “violencia” como un riesgo para “la nacionalidad” y a la vez se afirma que no enfrentar el tema, estudiándolo y agitando la sociedad en torno a él, sería “un acto no pequeño de traición a los intereses de la comunidad” (Guzmán Campos et al. I 1963: 12). La violencia se define así como un elemento amenazador y temible, pero también como un riesgo con respecto al cual la comunidad se congrega, con el propósito común de defenderse de su acecho. La elaboración de un conocimiento al respecto formaría parte de esto. El énfasis del mismo se ha trasladado sin embargo de la discusión “moral” a la política y social, con lo cual la reflexión se vincula principalmente con la noción del Estado y sus instituciones. Entre las fuentes consultadas en el libro de Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna se encuentran reportes policiales, noticias de periódico, panfletos, informes de organismos oficiales, cifras procedentes de los mismos, registros parroquiales, crónicas, declaraciones de campesinos y los fragmentos de relatos novelados. El trabajo de los autores consiste principalmente en ordenar estas fuentes primarias e incorporarlas en el análisis general, cuya intención es indagar en las razones y la mecánica del conflicto, para realizar un diagnóstico acerca del mismo. En línea con el espíritu de las ciencias sociales, el objetivo de los autores es señalar un remedio para el problema de la violencia, definido como el principal “mal” que padece la sociedad en cuanto conjunto. Dicho remedio se sitúa en el mismo ámbito de sistematización que han definido ellos, el cual se asocia con el orden del estado y la nación modernos. A tono con la idea de la sociedad como un “organismo” al que hay que buscarle un “remedio”, las metáforas médicas son utilizadas con frecuencia en este libro. La introducción al segundo tomo de la obra habla de la violencia como un “cáncer” (Guzmán Campos et al. II 1964: 10) que padece la sociedad y que es necesario curar. Los au-

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tores aparecerían como científicos que estudian la sociedad como un cuerpo, descubren su enfermedad e indican un posible remedio para la misma. Al final del libro incluyen una extensa sección titulada “En busca de una terapéutica”, la cual emite una serie de “medidas” que según los autores deben ser tomadas para que Colombia se cure de esa “enfermedad” que padece. Esta idea de la “curación” lleva a plantear la manipulación de mecanismos de configuración social por caminos que sólo son posibles mediante reformas provenientes de la estructura del Estado.19 Este énfasis en la rigurosidad científica mostraría un afán por ofrecer una alternativa a la concepción moralista de lo nacional, que había respaldado muchos actos atroces durante la Violencia. Este giro resultaría fundamental, tanto para los estudios sobre la Violencia como para la producción literaria, que comenzaría a explorar nuevas vías de acercamiento al tema. Por una parte la mirada de los autores no se limitaba ya al ámbito nacional, sino que se expandía más allá de las fronteras del país, en el marco de una creciente internacionalización de la producción cultural que se daría en la década de 1960. Por otra parte, los enfrentamientos partidistas de la Violencia iban efectivamente quedando atrás, mientras se habría paso una nueva polarización ideológica, marcada por la Guerra Fría. Las fuerzas ahora enfrentadas eran el capitalismo y el socialismo, en un mundo donde América Latina comenzaría a ocupar un papel central, tras el triunfo de la Revolución Cubana. En este contexto surge la figura monumental de Gabriel García Márquez, a quien está dedicado el próximo capítulo. Ya vimos cómo este autor participó en las discusiones que surgieron en torno a la Novela de la Violencia en el ámbito intelectual colombiano. Esto marcaría el comienzo de una propuesta literaria original y contundente, que seguiría sin embargo vinculada a la temática de la violencia.

19. Los autores de La violencia en Colombia y quienes más adelante siguieron sus pasos en una corriente de estudios que llegó a ser llamada “violentología”, fueron más tarde buscados por el Gobierno como asesores en proyectos que buscaban la resolución de conflictos violentos.

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CAPÍTULO III Violencia, olvido y justicia en Gabriel García Márquez

En abril de 1964, el crítico uruguayo Ángel Rama publicó en la revista Marcha un artículo titulado “García Márquez: la violencia americana” que aún hoy es considerado como una de las más perceptivas aproximaciones a la obra del autor de Cien años de soledad (1967). Escrito antes de la aparición de esa novela consagratoria, el artículo constituye una mirada a ese momento en el cual un escritor prometedor define sus temas y su lenguaje, de manera aún tentativa. Rama afirma que la violencia era preocupación central en esa etapa de la literatura de García Márquez, señalando que no se trata de una violencia explícita, sino de situaciones en las cuales “la violencia y la opresión están siempre pesando, [pero] se han integrado a la vida como una condición natural, y desde allí operan una sutil transformación de los hombres” (1971: 115). Al referirse así a la violencia en sus obras, comenta Rama, García Márquez la desnaturaliza, y “convoca la libertad del lector” (ibíd.: 112), llevándole a una participación creativa que cuestiona los mecanismos de esa violencia naturalizada y se convierte en un forma de resistencia a la misma.1

1. En la literatura reciente en lengua española, Gabriel García Márquez aparece como una figura monumental en varios sentidos. Su obra ha tenido más difusión global que la de ningún otro autor del continente y define un estilo, el realismo

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Quisiera apoyarme en estas observaciones de Rama para reflexionar sobre una posible propuesta ética en la obra de García Márquez, específicamente en aquella parte de su obra que se refiere a la violencia. Desnaturalizar los actos que están marcados de manera directa por la violencia implica señalarla como un determinante del comportamiento humano y dirigir la atención a las derivaciones que tiene su ejercicio, aún cuando no constituye una presencia evidente y explícita en la vida de las personas. García Márquez la hace explícita al presentarla en su texto, donde incluye además enigmas y líneas de fuga, con los cuales apela a eso que Rama (1964, 1971) denomina la “libertad del lector”, es decir, a su capacidad para preguntarse por las opciones que se le presentan a una persona en un contexto marcado por la violencia. La escritura de García Márquez abre así para el lector la opción de un cuestionamiento ético sobre la violencia, involucrándole además en una suerte de justicia poética, en la cual la literatura provee un medio para recomponer en el terreno simbólico el daño causado por dicha violencia. En las obras de García Márquez con mucha frecuencia se plantea una restitución de aquello que les ha sido arrebatado a los personajes por el abuso y la agresión. Se ofrece con ello al lector una perspectiva que convoca desde esos personajes y la justicia que reclaman, algo que va más allá de la simple perpetración de la violencia, con sus escenas horrendas de crueldad y dolor. La crítica de Rama se refiere a algunos cuentos tempranos, y a las novelas La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962), obras en las que se evidencian los esfuerzos de García Márquez por distanciarse del ciclo de la Novela de la Violenmágico, que cubrió como una sombra buena parte de la reflexión sobre la cultura latinoamericana durante varios años. En el contexto de la literatura colombiana, resulta aún más imponente su presencia icónica. Referirse a García Márquez es siempre enfrentarse con esa monumentalidad. El artículo temprano de Ángel Rama fue uno de los primeros en notar el alcance que tendría la narrativa de este autor, y a su vez contribuyó a darle magnitud. Mis citas se refieren a la reimpresión de este texto que bajo el título “García Márquez: un novelista de la violencia americana” se publicó en versión ampliada, tras la aparición de Cien años de soledad, en el volumen Nueve asedios a García Márquez (1971).

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cia en Colombia, pero en las que a la vez participa de su temática, especialmente en las dos últimas. El cambio de dirección que propone se basa en fijar la atención narrativa no en los actos violentos mismos, sino en sus efectos, aquello con lo cual deben convivir los sobrevivientes. Realidades como el miedo, la incertidumbre, el dolor, el resentimiento, y también por supuesto el afán de justicia. Las manifestaciones de ese estado permanente de zozobra podrían condensarse en una de las frases más citadas de la novelística de García Márquez, expresada por un personaje de La mala hora (1962) que le dice a otro: “Usted no sabe lo que es levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo matarán a uno, y que pasen diez años sin que lo maten” (118). Esta referencia al miedo y la angustia que produce la amenaza de la violencia se aleja radicalmente de las descripciones macabras y de la explicación sociológica, para fijarse en cómo la gente vive con una violencia latente que se ha vuelto parte de la cotidianeidad, y en el tipo de respuestas que esto provoca. Una de ellas es la resistencia, ejercida en distintas formas por muchos de sus personajes, con frecuencia a través de la escritura. En general podríamos decir que la literatura de García Márquez, al menos en su primera época, se plantea como una respuesta de tipo ético a la violencia, planteando opciones no combativas frente a los horrores que implica no sólo la violencia, sino también las prácticas asociadas a ella. Se trata de una propuesta cuyos lineamientos generales, como veremos, se encuentran bastante determinados por la época en la cual el autor comenzó a desarrollar las estrategias literarias que luego lo convertirían en uno de los autores más leídos de América Latina. Era en Colombia la época que daría paso al Frente Nacional, y en el continente la que precedió a la Revolución Cubana, hechos muy determinantes de la forma como se entendía la violencia en ambos contextos.

Moral y política Como otros escritores de su generación, García Márquez revela con frecuencia una actitud de desconfianza con respecto a las discusiones éticas. El debate intelectual de su tiempo en América Latina, marcado

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por la estela de la Revolución Cubana y por la polarización general de la Guerra Fría, se centraba principalmente en el terreno político. En general lo relativo a la moral, especialmente en Colombia, se discutía en el marco de las alianzas entre la religión y el poder.2 Es sabido que durante la época de la Violencia gran parte de las atrocidades que se cometieron venían respaldadas por una concepción combativa de la moral, que justificaba el exterminio de todo aquel a quien se asociara con una idea del mal.3 A las manifestaciones de esa moral represiva y violenta, que siembra miedo y desolación, la narrativa de García Márquez enfrenta comportamientos liberadores, guiados por el deseo, la dignidad, el deber profesional, o la ambición, que puede ser constructiva o destructiva. Prácticamente todas sus obras se refieren al enfrentamiento entre fuerzas represivas y liberadoras, o contenedoras y expansivas, que guían a los personajes y la dinámica de la narración. Quizás la novela donde mejor se relaciona esto con una indagación de tipo ético es La mala hora (1962), obra que constituye la más evidente incursión de García Márquez en la temática de la Novela de la Violencia. Los testimonios del propio autor y de sus biógrafos permiten situar la escritura de esta obra en los últimos años de la década de los cincuenta, una etapa muy activa en la vida de García Márquez, quien desde julio de 1955 hasta diciembre de 1957 vivió unos años en Europa, inicialmente como corresponsal de El Espectador y luego dedicado principalmente a la escritura literaria. Hasta ese entonces había permanecido en Colombia, donde vivió durante los peores años de la Violencia, en contacto con periodistas y escritores altamente politizados. Cuando tenía veinte años, presenció en Bogotá los disturbios que siguieron al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de

2. La Teología de la Liberación cambiaría un poco el panorama en este sentido. Su presencia en el contexto colombiano sólo comenzaría formalmente en 1968, con la Conferencia de Medellín, en la que participarían sectores de la Iglesia católica que promovían la participación de la misma en los procesos de cambio social. 3. Al respecto, véase el muy detallado análisis de Camilo García (2003) sobre las justificaciones morales que esgrimió el partido conservador para impulsar los crímenes de la Violencia.

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1948, durante el llamado “Bogotazo”, una experiencia que lo marcó profundamente. Tras varios años de una brillante carrera como reportero y cronista, comenzaría a explorar escenarios y públicos que trascendían el contexto nacional colombiano. Después de su paso por Europa regresó a América Latina, viviendo primero en Caracas, después en Bogotá y brevemente en La Habana, en 1960, tras el triunfo de la Revolución. Más adelante pasó un tiempo en Nueva York, como corresponsal de Prensa Latina, y en 1961 se estableció en México. Si en América Latina se expandía la politización generalizada que trajo consigo la Revolución Cubana, en Colombia se sentían aún los coletazos de la Violencia, que sólo cederían hacia mediados de la década de 1960. Históricamente La mala hora (1962) puede referirse a lo ocurrido durante el Gobierno de Rojas Pinilla (1953-1957), cuando se declara la pacificación nacional, aunque los hechos de violencia continuaban y no existía una resolución real de los conflictos. Pero en ella hay también alusiones a problemas endémicos que rodean el ejercicio de la violencia, como la corrupción, los abusos de la autoridad, y sobre todo los malos usos de la moral. Entre las novelas de García Márquez, La mala hora (1962) es quizás la que ha tenido menos suerte entre la crítica. El propio autor ha hablado de ella como su obra menos lograda, valiosa más que todo como escritura de aprendizaje, por las dificultades que implicó, lo cual es visible en lo elaborado de su propuesta, y por haberle indicado un camino que no debía seguir: el del realismo y la literatura política. La novela ofrece sin embargo muchas claves sobre cómo comenzaba a entender García Márquez el compromiso político y ético del escritor, realizando en ella una indagación sobre los efectos políticos de la escritura, y sobre la relación de la misma con la violencia y con las distintas concepciones de la moralidad. La historia tiene lugar en un pueblo donde se vive en una situación de paz impuesta por la fuerza, de tal manera que la cárcel permanece vacía y no hay represión abierta, pero siguen vivos los rencores heredados de las violencias pasadas y existe un rechazo tácito de la población hacia el alcalde militar, pues no han olvidado las muertes que causó el Gobierno que él representa, al imponerse por la fuerza. La gente habla todo el tiempo de un pasado represivo en el que los miembros del par-

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tido opositor fueron asesinados o forzados a huir, mientras que el cura párroco hace obsesivos esfuerzos por imponer su versión de la moral entre los habitantes, y el alcalde utiliza los privilegios que le ofrece su cargo para hacer dinero. La trama de la novela se desarrolla en torno a unos pasquines que empiezan a aparecer pegados en las puertas de la gente rica del pueblo, colocando por escrito los chismes que todo el mundo comenta. Aunque el lector nunca sabe exactamente qué dicen los pasquines, los diálogos de los personajes permiten adivinar que se refieren a hechos por los cuales se “quiebra” la moralidad impuesta por el cura entre la gente “decente” del pueblo, o se revela que es encubierta y forzada, al igual que el “orden” que reina en el pueblo. Se sabe que aparecen en ellos historias de infidelidad y trasgresiones sexuales, verdaderas o falsas, que todo el mundo comenta, pero que al estar por escrito se convierten en un elemento desestabilizador: un marido que se cree engañado mata a su supuesto rival, se extienden la desconfianza y la zozobra, y varias familias abandonan el pueblo por temor al escándalo. Hay también alusiones a que algunos pasquines se refieren al origen ilícito de las fortunas del pueblo y otros asuntos oscuros de los que no se ofrecen detalles. La novela cambia de tono cuando a instancias del cura, el alcalde responde al ambiente de inestabilidad que causan los pasquines con medidas represivas, y los miembros de la oposición reactivan la resistencia, desatando nuevamente los enfrentamientos violentos que habían ocurrido en el pasado. Entonces aquello que hasta ese punto era una presencia latente se convierte en algo explícito, y los esfuerzos moralizantes del cura revelan su componente de violencia. El tema de la moral es central en esta novela, pero se trata de una moral cercana a aquélla en la cual Friedrich Nietzsche trazara el origen de las varias formas de represión y opresión ejercidas en la cultura occidental, en nombre del cristianismo. Para Nietzsche, principalmente en la Genealogía de la moral (1887) en los conceptos morales de “bien” y “mal” subyace siempre una estratificación que ha servido como medio de control y dominio en Occidente. Desde esta perspectiva, la idea de lo moral constituye apenas un justificante para el ejercicio del poder. Dice Nietzsche, por ejemplo, que “en las palabras y las raíces

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que designan ‘bueno’ se transparentan todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los nobles se sentían de rango superior” (1983: 34).4 En La mala hora, la campaña del cura por casar a las parejas que viven en concubinato, controlar la sexualidad de sus feligreses, e impedir que la gente asista a las películas de cine censuradas por la Iglesia son una forma de control que complementa en el ámbito privado a aquel orden que ha impuesto por la fuerza en el público el alcalde militar. En su labor, en realidad, se entrecruzan los límites entre lo público y lo privado, y entre la política y la moral. En algún momento le dice a algunas de sus feligresas: “La vida se me ha ido en imponer la moral y las buenas costumbres” (32). Cuando ellas le sugieren que todos sus logros en ese sentido pueden verse amenazados por los pasquines, que han quebrantado la supuesta estabilidad política, él les dice: “Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Hemos atravesado un momento político difícil, pero la moral familiar se ha mantenido intacta” (33). Sin embargo, cuando va a hablar con el alcalde para convencerlo de que recurra de nuevo a la fuerza, le dice: “Se trata, si así puede decirse, de un caso de terrorismo en el orden moral” (88). El alcalde termina cediendo al escuchar este argumento, aunque inicialmente le había dicho: “Hay una vida privada (...). No sé qué podría hacerse” (87). Aunque la violencia aparentemente está relacionada con la actividad política y la orientación ideológica de las personas, es decir con aquello que en la sociedad moderna define la estructuración de la vida pública en la sociedad, en esta novela la política se entrelaza con hechos que pertenecen al ámbito de lo que se considera como “vida privada”, pertenecientes a aquello que se entiende como sujeto al dominio de lo moral. La separación entre los dos campos resulta cuestionada radicalmente en esta novela, puesto que el “orden público” resulta alterado hasta un límite cercano a la revolución a causa de los pasquines, que se refieren exclusivamente a temas de la vida priva-

4. Existen varias ediciones en español del libro de Nietzsche. La referencia de página corresponde a la de Alianza Editorial, de 1983.

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da de la gente. El hecho, por ejemplo, de que los hombres no puedan ya estar seguros de ser los padres de sus hijos, se convierte en un elemento profundamente desestabilizador del orden social. Aunque la novela nunca revela quién es el autor de los pasquines, queda en el lector la impresión de que son los opositores al régimen del alcalde militar quienes han promovido su presencia, puesto que a raíz del caos suscitado por ellos se organiza en el pueblo una resistencia activa, que evidencia la falsedad tanto de la pacificación impuesta por el alcalde, como de la moralidad pregonada por el cura. En ese momento, los pasquines no vuelven a aparecer en las casas, y comienzan a circular en cambio volantes clandestinos invitando a la rebelión. Parecería tratarse del cambio de una escritura de resistencia por otra, en ambos casos de manera efectiva. Al final de la novela queda abierta la posibilidad de que esa resistencia traiga consigo un nuevo orden político y moral, menos violento y más libre. Tanto por este final abierto, que apunta a la promesa de un cambio social importante, como por incluir una indagación sobre los efectos de la escritura, La mala hora se plantea como una mirada sobre la opción de una literatura de resistencia, un tema en el cual García Márquez se interesaba en ese entonces, al igual que muchos otros escritores de su tiempo en América Latina. Las discusiones en torno al compromiso del escritor eran particularmente activas en aquellos tiempos tanto en Colombia como en el resto del continente. En la idea del compromiso, sin embargo, parecían también diluirse las fronteras entre lo ético y lo político, con frecuentes cuestionamientos sobre si se privilegiaba la libertad expresiva, o la lealtad a una ideología. García Márquez incursionó en el tema no sólo en esta novela, sino también en algunos de sus artículos periodísticos.

Ética de la escritura literaria El artículo “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia”, en el que García Márquez expresaba su crítica generalizada a las Novelas de la Violencia, como señalé en el capítulo anterior, fue publicado en octubre de 1959, es decir, durante la época en que se llevaba a cabo la es-

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critura de La mala hora. Al final de la nota, el escritor declara que es de esperarse que pronto aparecerá por fin una novela de calidad sobre la Violencia, en la cual se habrán superado todas las fallas de las novelas anteriores: “La aparición de esa gran novela es inevitable en una segunda vuelta de ganadores” (564).5 Esta afirmación, que funciona en parte como una autopromoción de La mala hora (1962) por parte de García Márquez, es reveladora en otros sentidos. Además de las Novelas de la Violencia, García Márquez critica aquí en general la idea de la escritura comprometida, cuestionando principalmente la forma como la izquierda pretendería imponer en los escritores la obligación de orientar su labor según un determinado propósito político. El comienzo de la nota alude específicamente a esto, cuando García Márquez dice: “Las personas de temperamento político, y tanto más cuanto más a la izquierda se sientan situadas, consideran como un deber doctrinario presionar a los amigos escritores en el sentido de que escriban libros políticos” (“Dos o tres cosas” 561). Tras esa primera frase, resulta evidente que el texto irá más allá del comentario casual sobre las Novelas de la Violencia que anuncia el título. Durante la Violencia colombiana la escritura literaria estuvo marcada por un alto nivel de politización, con novelas cuyo propósito explícito era defender a los miembros de uno de los dos partidos enfrentados. A finales de los años cincuenta, y en el ambiente de la Guerra Fría, sin embargo, el debate en este sentido trascendía ampliamente el contexto nacional de Colombia. Muchos autores latinoamericanos que simpatizaban con la izquierda se debatían entre las demandas por escribir literatura comprometida y su interés por gozar de libertad creativa. Enfrentaban, como bien lo señalara Jean Franco (2002), la presión de dos “universales en conflicto”, por un lado el comunismo con sus promesas de justicia social, y por otro el capitalismo con su defensa de la libertad creativa. Más adelante, cuando ya era un escritor reconocido, García Márquez resolvería la disyuntiva con una muy conocida afirmación, que

5. La referencia de página corresponde a la reproducción del artículo de García Márquez en el volumen 3 de la compilación Obra periodística (1997).

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repitió en varias ocasiones cuando le preguntaban por la responsabilidad social del escritor: “El único deber del escritor es escribir bien”.6 En “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia”, su posición es más elaborada. Con respecto a quienes lo presionaban para que escribiera de forma politizada, dice: “La literatura, suponen sin matices preguntantes y reprochadores, es un arma poderosa que no debe permanecer neutral en la contienda política” (561). Al usar la palabra “arma”, García Márquez alude a los riesgos de plantear que la literatura pueda ejercer una acción de tipo violento sobre lo social, similar a la que ejercería la moral entendida en un sentido represivo, es decir, como controladora de la mentalidad y los comportamientos de las personas. La alternativa que propone García Márquez se basa en defender la escritura honesta, pero de tal manera que se privilegia la lealtad a la libertad expresiva sobre cualquier lealtad política: “Acaso sea más valioso contar honestamente lo que uno se siente capaz de contar (...), que contar con la misma honestidad lo que nuestra posición política nos indica que debe ser contado” (“Dos o tres cosas” 562). Se trata de una afirmación ciertamente más cercana a la concepción liberal/capitalista de la labor creativa, que a la promulgada por la izquierda, basada en los postulados del realismo socialista. Parece ser de hecho una manera de superar las restricciones que implica éste último, sin renunciar al compromiso con la izquierda. García Márquez resolvería en el futuro cualquier posible contradicción en ese sentido declarando una lealtad inquebrantable a la Revolución Cubana y a la idea del socialismo en América Latina.7 En octubre de 1959, sin embargo, sus posiciones al respecto no tenían un matiz ideológico tan claro. 6. Esta frase aparecería con variaciones en diversas entrevistas concedidas por García Márquez y es frecuentemente citada en referencia a su obra. Véase por ejemplo la entrevista “Escribir bien es un deber revolucionario”, realizada por María Esther Glio, del diario Triunfo de Madrid, en 1977. Reproducida en el libro de Rentería Mantilla (1979). 7. Tras un episodio de 1971 en el cual el escritor cubano Heberto Padilla fue encarcelado y luego forzado por Fidel Castro a efectuar una autocrítica, varios intelectuales reconocidos retiraron su apoyo a la Revolución Cubana, pero García Márquez lo mantuvo. Su respaldo a la misma y a su líder continuó por años, re-

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En el mencionado artículo sobre las Novelas de la Violencia, sus argumentos se dirigían contra la idea de la literatura politizada en el sentido combativo de la palabra, que haría de la escritura una cómplice de la violencia. En el contexto colombiano esto se asocia específicamente con un momento en el que se empiezan a conocer las dimensiones de la devastación que ha dejado la Violencia y se discute la necesidad de dejarla atrás, con las muy concretas medidas que en ese sentido surgieron del pacto entre líderes conservadores y liberales conocido como el Frente Nacional, en 1957. La propuesta literaria de García Márquez se ajusta a ese momento, porque se basa principalmente en sacar de los textos la violencia. García Márquez critica el exceso de descripciones macabras en las Novelas de la Violencia, sugiriendo que ejercen una agresión contra el lector, lo cual sería en sí mismo violento. Plantea entonces que la alternativa es concentrarse no en el momento mismo de las heridas y las muertes, sino en sus efectos sobre quienes sobreviven. Con respecto a la literatura de la Violencia afirma que su falla central era su exceso de atención sobre los actos de agresión en sí mismos: “La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (“Dos o tres cosas” 563). Este énfasis en los sobrevivientes corresponde a una etapa en la cual las agresiones han cedido pero no se han terminado, y en la que predomina esa violencia latente a la que se refiriera Rama en el artículo antes citado (1971). En los años del Frente Nacional los rezagos de la Violencia serían particularmente agudos y quizás desconcertantes, por darse en un ambiente en el cual se pregonaba el olvido y el fin de los conflictos. Las descripciones gráficas del horror que aparecían en las Novelas de la Violencia formaban parte de aquello que se quería dejar atrás. Dicho pacto no contemplaba ningún proceso de justicia o señalamiento de

cibiendo duras críticas en algunas ocasiones. Una de las más conocidas es la que le dirigió la escritora Susan Sontag en 2003, por no haber firmado una carta en que se condenaba a Castro por sentenciar a muerte a tres personas que intentaron fugarse de la isla. García Márquez respondió diciendo que aunque se oponía a la pena de muerte, había pesado más en su decisión la fidelidad al proceso revolucionario latinoamericano.

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responsables sobre los hechos de la Violencia. Tan sólo se planteaba la necesidad de superarlos. La literatura de García Márquez por una parte se ajusta a esta idea del olvido, al plantear la invisibilización de la violencia, pero por otra la problematiza. No sólo desvía el énfasis narrativo hacia la persistencia de una violencia latente, sacándola a la luz, sino que además presenta en su literatura frecuentes alusiones a formas de justicia y restitución con respecto a dicha violencia. En general, sin embargo, dicha restitución sólo se plantea en el campo de lo simbólico, a través de la escritura. García Márquez presentaría la literatura como medio por el cual resulta posible restituir simbólicamente a una sociedad aquello que le ha sido arrebatado por la violencia. Esto funcionaría mediante los recursos que involucran al lector en la narrativa, a los que se refiriera Rama (1971) en su artículo. Se trata de un proceso que podría tener implicaciones éticas, llevando al lector a un cuestionamiento profundo. Esto, sin embargo, es quizás más cierto en las novelas tempranas de García Márquez que en aquellas que le darían el mayor reconocimiento más adelante, en las cuales el escritor se revela consciente de una necesidad de trascender ese contexto nacional en el cual la restitución de la Violencia tenía una significación tan específica.

Restitución por la literatura Varios meses después de la publicación de su nota sobre las Novelas de la Violencia, García Márquez escribió en abril de 1960 otro artículo periodístico, en el que volvía sobre el tema, esta vez cuestionando no sólo a los narradores de la Violencia, sino prácticamente a todos los escritores colombianos que le precedieron. Hay en esta nota un cambio de enfoque muy dicente. Con el título “La literatura colombiana: un fraude a la nación”, se refiere a la nación como una comunidad de lectores que ha sido “defraudada” por los autores de literatura que han escrito para ella. El uso de la palabra “fraude” es particularmente significativo, pues combina una noción ética de la escritura, en cuanto compromiso “moral” con la nación, con consideraciones económicas, relativas al mercado del libro, en el cual un autor tendría que responder a las expectativas de sus lectores. Dicho mercado, paradójicamen-

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te, parece ser aquí planteado como una vía para ir más allá de la nación y sus heridas. García Márquez, de hecho, comienza haciendo referencia específica a este mercado. Menciona un reciente festival del libro colombiano, en el que se agotaron rápidamente 250000 volúmenes publicados, como la mejor prueba de que existe en el país un público lector importante. De manera significativa, considera que la literatura nacional no ha respondido a este público porque sólo muy pocos libros de autores colombianos son conocidos fuera del país. Dice García Márquez: “Nuestros escritores han carecido de un auténtico sentido de lo nacional, que era sin duda la condición más segura para que sus obras tuvieran una proyección universal” (“La literatura colombiana” 578).8 Esa idea de la “proyección” combina aspectos estéticos y económicos, en un proceso especular que implica reconocerse para ser reconocido. Significativamente, esa mirada hacia adentro que propone García Márquez se podría dar de manera efectiva, para él, en referencia específica a la violencia. Más adelante, en el mismo artículo, García Márquez vincula la posibilidad de alcanzar esa proyección “universal” con el desarrollo de estrategias literarias para narrar la Violencia de los años cincuenta en Colombia. El autor se refiere a dicha Violencia como “el primer drama nacional de que éramos conscientes” (ibíd.: 578), un horror colectivo que habría podido producir una literatura trascendente. Dice que las Novelas de la Violencia fueron “la única explosión literaria de legítimo carácter nacional que hemos tenido en nuestra historia” (ibíd.: 578). Su valoración de estos libros es sin embargo tan negativa aquí como en la nota anterior, y también acá la relaciona con una inhabilidad de los escritores colombianos anteriores para adoptar un cierto compromiso con la expresión literaria misma, es decir, aquello que más adelante definiría simplemente como “escribir bien”. También aquí ese compromiso tiene tintes éticos, pues es evidente la trascendencia otorgada al oficio del escritor. García Márquez se refe-

8. La referencia de página corresponde a la reproducción del artículo de García Márquez en el volumen 3 de la compilación Obra periodística (1997).

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ría a la escritura de novelas como una labor casi heroica, algo que traería muchas retribuciones a la nación, y cuyo ejercicio implicaba sacrificios y valentía: “Grandes escritores han confesado que escribir cuesta trabajo, que hay una carpintería de la literatura que es preciso afrontar con valor y hasta con cierto entusiasmo muscular” (“La literatura colombiana” 578). En cierta forma se presenta al escritor como un nuevo héroe patrio, que tendría la capacidad de traerle justicia a la comunidad nacional, para ofrecerle una forma de retribución simbólica por los despojos que ha sufrido a causa de la violencia, mediante una proyección de los mismos, trabajados por el escritor, hacia el ámbito universal. Estos planteamientos tienen una base real que es preciso tener en cuenta. García Márquez hablaba desde una confianza ya adquirida en su capacidad para lograr una eficaz comunicación con sus lectores, la cual se relaciona con su trabajo como reportero. Antes de haber publicado prácticamente ninguna de sus obras literarias más conocidas, este autor era ya en cierta forma un best-seller en Colombia, donde varios reportajes por entregas que hizo para El Espectador —incluido el famoso “Relato de un náufrago”— aumentaron en forma considerable las ventas de este diario, como lo menciona Dasso Saldívar (1997: 19), uno de sus más cuidadosos biógrafos. Este dato habla tanto del talento narrativo del escritor como de su receptividad ante las expectativas de un público lector que estaba cambiando rápidamente durante aquellos años de acelerada urbanización, en toda América Latina. En el caso de Colombia, esos nuevos lectores venían de escuchar una multitud de historias aterradoras sobre lo que estaba ocurriendo en los campos, historias que en la mayor parte de los casos involucraban parientes, amigos o conocidos. La necesidad de escuchar y reflexionar al respecto, pasando más allá del horror ante las escenas monstruosas, sería algo muy palpable en su tiempo. En la concepción de García Márquez, responder a esa necesidad constituía una especie de deber del escritor. Esto le llevó a una indagación sobre el efecto social de la escritura que se incluye en sus novelas y que continuaría a lo largo de toda su obra, pero que es particularmente notoria en La mala hora (1962) y El coronel no tiene quien le escriba (1961), las dos novelas en las que se ocupa en forma más evidente del tema de la Violencia.

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Las novelas tempranas y su visión de la violencia El énfasis de la novelística de García Márquez en sus primeras obras está en la violencia latente, aquella que llega a fundirse en la estructura de una sociedad, marcando cada aspecto de ella. Tanto La mala hora (1962) como El coronel no tiene quien le escriba (1961) se ocupan de mostrar una comunidad donde los efectos de la violencia están por todas partes, aunque no se describe en ellas prácticamente ningún episodio de violencia física. Ésta última ocurre antes de los eventos descritos en la novela. Al estar situado en esta posición, fuera de lo que dice el texto, está presente como una ausencia, o un silencio, en el que se origina la necesidad de narrar y por tanto también el relato mismo. El coronel no tiene quien le escriba es particularmente admirada por la virtual ausencia de referencias a hechos violentos, en un relato que sin embargo muestra el efecto sobrecogedor de la violencia sobre la gente. Se trata de una novela que ha recibido múltiples elogios por parte de la crítica y la generalizada aceptación del público. Según declaraciones del propio escritor, surgió como un episodio de La mala hora que tomó vida propia, y realmente puede leerse como una extensión de dicha novela, pues ocurre en un ambiente muy similar al de ésta. Con ella se consolidó la reputación de García Márquez como escritor y es uno de sus libros más leídos y traducidos. Cuenta el drama de un coronel veterano de alguna guerra civil, que vive con su esposa, reducido a la pobreza, tras muchos años de esperar la llegada de una pensión que le había prometido el Gobierno cuando terminó de prestar sus servicios al ejército. El tema de la restitución debida por la sociedad a quienes han sufrido por la violencia es central en esta obra. La vida del coronel y su mujer está marcada en forma definitiva y directa por el hecho de que tras una experiencia de violencia no recibieron la reparación debida, algo que constituye una forma de injusticia. El coronel es sin embargo alguien que ejerce una resistencia pasiva. El tiempo se le va básicamente en sobrevivir, esperando que el Gobierno algún día responda a sus múltiples cartas y demandas, mientras recuerda a su hijo muerto —quien representa otra forma de resistencia, pues fue asesinado cuando repartía hojas clandestinas de oposición al

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Gobierno— y cuida un gallo de pelea que le pertenecía a él. En ese gallo, que ofrece además una posibilidad de ganar dinero por las apuestas en la gallera, proyectan el coronel y su mujer gran parte de su drama, que no es sólo el de haber luchado en la guerra, sino también el de haber perdido un hijo de manera violenta. En este relato el autor habla de la violencia sin mencionar los campos de batalla donde el coronel les disparó a sus enemigos y sin describir cómo fue asesinado su hijo. Sólo muestra los efectos perdurables de esos hechos en la vida de este hombre que, nos dice la novela: “Durante cincuenta y seis años —desde que terminó la última guerra civil— (...) no había hecho nada distinto de esperar” (3). Ese hecho mismo aparece como una manifestación de la violencia, pero hay otras alusiones a ella. Al comienzo de la novela, por ejemplo, una simple referencia a un funeral por la primera persona fallecida de muerte natural en muchos años, ofrece una idea de lo que ha ocurrido en ese lugar antes de que comience la narración. La violencia se encuentra como una presencia con la cual la gente ya se ha acostumbrado a convivir, hasta el punto de no fijarse en ella, aunque sigan viviendo con sus efectos. Dice uno de los personajes: “Siempre se me olvida que estamos en estado de sitio” (El coronel 10). Es una situación en la cual, como lo señalara primero Walter Benjamin en 1937 —en la octava tesis de filosofía de la historia—, y como lo desarrollara luego Giorgio Agamben en el libro Estado de excepción (2004), el estado de sitio no es la excepción sino la norma. En esta novela, se apunta a una dificultad intrínseca a esta situación: cuando el estado de excepción es la norma, la justicia resulta siempre pospuesta, o en últimas inalcanzable, lo cual representa un problema ético. En La mala hora se incluye una escena en la cual se hace referencia explícita a la forma como las consideraciones éticas se suspenden durante el estado de excepción. El alcalde debe nombrar un personero que certificará la validez de un proceso corrupto, por el cual se enriquecerá vendiéndole sus propias tierras al municipio. El juez, en presencia de su secretario, le indica que se encuentra autorizado para esto por el régimen de estado de sitio. La novela señala entonces que: “El secretario tuvo una observación de carácter ético al procedimiento re-

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comendado por su superior (...). [Pero] el juez Arcadio insistió: se trataba de un procedimiento de emergencia bajo un régimen de emergencia” (50). El énfasis tanto de La mala hora como de El coronel no tiene quien le escriba podría situarse justamente en la forma como el estado de excepción pone en suspenso las normas éticas que podrían sostener cualquier proyecto de justicia social. En el caso del coronel, que aún confía en el orden del Estado por el que combatió en la guerra, existe una especie de autosugestión que le lleva a sustituir la ausencia de justicia por una incansable espera de la pensión prometida. Pero la realidad, de la que se dan cuenta el lector y prácticamente todos los otros personajes, es que la pensión no llegará nunca y que no se puede acudir al orden jurídico para hacer un reclamo que resulte efectivo, porque la institucionalidad se encuentra viciada por el estado de “excepción”. Lo que queda es un orden de supervivencia en el que se enriquecen los que no tienen escrúpulos, como don Sabas (un comerciante rico del pueblo), y los otros viven en la pobreza. La mujer del coronel se da cuenta de esta injusticia, y constantemente confronta a su marido al respecto, pero culpándolo a él, no al Gobierno. Para ella el drama ha pasado a ser una cuestión de supervivencia, a la que su marido tendría que haber encontrado otra salida. Cuando él le dice que va a conseguir dinero con las apuestas en la gallera, porque como dueño del gallo tiene derecho al veinte por ciento de las ganancias, ella le dice: “También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el cuero en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada y tú estás muerto de hambre” (70). La idea misma de “tener derecho” a algo es negada en el estado permanente de excepción, y sólo queda la supervivencia. Si lo único que ha hecho el coronel es esperar, lo único que ha hecho ella es vivir al día, rebuscando siempre la manera de conseguir dinero y comida, vendiendo cosas o pidiendo préstamos. Otros personajes en cambio ejercen resistencia, entre ellos el hijo que murió asesinado y cuyos amigos siguen movilizando la oposición clandestina. Existe en general una estela de inconformidad que convierte a la mayoría de las personas del pueblo en conspiradores que desconfían del Gobierno y las fuentes oficiales de información, mani-

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puladas por los censores.9 La gente desarrolla medios para compensar la falta de noticias. Las copias mimeografiadas de un periódico clandestino que distribuye la oposición contienen, como lo señala uno de los personajes: “(...) lo que no decían los periódicos de ayer” (18). Lo que aparece en el relato no son los eventos reportados por los periódicos sino el hecho de que fueron silenciados. Ese silencio que dejan los censores se convierte así paradójicamente en un generador importante de resistencia, y por tanto de una promesa futura de justicia. Es de hecho tan sólo uno de los silencios significativos que aparecen en esta novela, como en La mala hora, y que involucran de forma decisiva al lector. La trama misma de El coronel no tiene quien le escriba se origina en un silencio, el de la carta que no llega. Esa carta ausente es el hilo argumental de la novela, y desde su silencio evoca el daño que causa un Gobierno que no le cumple a sus ciudadanos, que impone la censura de prensa y relega al olvido a los habitantes del campo, quienes sólo son interpelados en tanto víctimas o victimarios de las guerras civiles. También la trama de La mala hora se origina en cierta forma en un silencio, representado por los pasquines. El lector nunca sabe exactamente lo que dicen, aunque los diálogos le permiten intuirlo. Pero en realidad, ni siquiera los personajes conocen su contenido, pues nadie los lee, excepto quien recibe uno, porque son tantos el temor y la vergüenza al respecto, que los papeles son despegados por el dueño de la casa al amanecer, cuando nadie más los ha visto aún. La novela menciona que algunos de ellos ni siquiera tienen algo escrito. Ejercen su efecto sólo por estar expuestos en las puertas. Aunque sabemos más o menos qué dicen, el silencio con respecto a su contenido exacto es un silencio de la historia, como lo es también la identidad de su autor. Ese silencio produce entre la gente una incertidumbre y un miedo que asemeja el efecto de los pasquines al de la violencia. Cuando el juez menciona que la reacción ante los papeles es extraña, porque la

9. Mientras García Márquez trabajó como periodista, primero en la Costa Atlántica y luego en Bogotá, era frecuente la censura oficial y la autocensura en los periódicos. Eran los años de la Violencia y de la dictadura de Rojas Pinilla, cuando el control sobre la información fue particularmente fuerte.

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mayoría de ellos no son leídos sino por sus destinatarios, su secretario le contesta: “Lo que quita el sueño no son los pasquines sino el miedo a los pasquines” (La mala hora 73). Ese miedo no surge de lo que está escrito en ellos sino de lo que podría estar escrito, y de las consecuencias que esto podría tener. Se relaciona, además, con un poder intrínseco que se le atribuye a la palabra escrita, y que tiene una larga tradición tanto en la imaginación popular como en el discurso intelectual de Occidente. Las huellas de este poder otorgado a la escritura se pueden trazar desde el diálogo de Platón La República, donde Sócrates discutía la necesidad de regular y censurar rigurosamente toda palabra escrita en la sociedad,10 hasta el libro De la gramatología (1967), donde Jacques Derrida hablaba de la escritura refiriéndose a “la violencia originaria misma” (1998: 144).11 En América Latina esta tradición de profundo respeto por la palabra escrita es particularmente fuerte, como lo señalara Ángel Rama en La ciudad letrada (1984), un libro que se centra en analizar la forma como en el continente la escritura funcionó siempre como una forma efectiva de control, regulación y estratificación social. En el mundo hispanohablante en general, fue ese poder otorgado a la escritura lo que llevó a que durante la Colonia existiera una larga lista de libros que la corona española prohibía distribuir en América, y lo que justificó la censura de periódicos y libros por parte de tantos regímenes dictatoriales en tiempos recientes.12 En La mala hora es donde García Márquez más directamente aborda este tema del poder de la escritura, y su relación con la violencia y los comportamientos sociales en general. Lo hace estableciendo un claro paralelismo entre los pasquines y la literatura, de tal manera que la conmoción social creada por los primeros constituiría una inquisi-

10. La referencia se encuentra en los libros II y III de La República de Platón. También en el libro X se habla de la necesidad de prohibir la poesía imitativa. 11. Véase el capítulo primero de la segunda parte del libro De la gramatología, titulado “La violencia de la letra: de Levi-Strauss a Rousseau”. La edición utilizada es de Siglo XXI (1998). 12. Muchos autores recientes que se han ocupado del tema, entre ellos González (2001), Avelar (2004) y Rabasa (2000).

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ción sobre los posibles efectos sociales de la segunda. Para reforzar el paralelo, a lo largo del libro varios personajes se refieren a la saga de los pasquines como una novela. En una visita del médico a Don Sabas, quien está enfermo de diabetes, éste le dice: “No me quiero morir sin saber como termina esta novela” (99). Cuando el médico le pregunta a cuál novela se refiere, él le contesta: “Los pasquines” (99). En otro fragmento, el secretario le comenta al juez que está tratando de resolver el misterio de quién pone los pasquines, y le dice: “Es un sencillísimo caso de novela policíaca” (23). Esta referencia a los textos policíacos, repetida por el propio juez más adelante, apunta a un tipo de literatura que seduce e involucra al lector a través del enigma y el suspenso, es decir, los silencios y espacios en blanco que incluye. El tema de la seducción por la literatura se encuentra también en la historia, incluida en La mala hora, de un telegrafista que ha conquistado el amor de una telegrafista en otro pueblo enviándole durante meses novelas completas en clave Morse, una escritura que por cierto se basa en el uso apropiado de los espacios en blanco. Pero las referencias a la escritura y sus silencios no sólo están presentes en la “novela de los pasquines” —que es, por cierto, la denominación que usó García Márquez durante muchos años para La mala hora. Se encuentran también en otras manifestaciones de la palabra escrita que aparecen a lo largo del libro, todas ellas marcadas por la misma presencia de silencios y enigmas que caracteriza a los pasquines, y a la novela en general. Hay por ejemplo referencias a unas cartas que el cura escribe a un destinatario desconocido, informándole sobre los sucesos del pueblo. Como con los pasquines, el lector no conoce el contenido de esas cartas. Se trata de otro enigma que la novela deja abierto, además de una alusión a la escritura como medio por el cual se informa y controla lo que hace la gente. Pero en última instancia el destinatario y los contenidos no son tan importantes como el hecho de que el párroco escriba esos textos. Es por el acto de escribir que se obtiene un efecto. En la novela el contenido de esas cartas, al igual que el de los pasquines, es un espacio en blanco que el lector debe llenar, pero la escritura misma es un acto explícito, en su presencia y efectividad. Es lo que ocurre también con los volantes clandestinos que empiezan a circular cuando los miembros

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de la oposición activan un movimiento de resistencia en el pueblo. Dichos volantes circulan profusamente en La mala hora, especialmente a partir del momento en que el alcalde responde con medidas represivas al caos suscitado por la aparición de los pasquines. Entonces ya no vuelven a aparecer papeles con chismes en las puertas de las casas. La incitación encubierta de los pasquines es reemplazada por la invitación directa a la acción que realizan los volantes. El lector, sin embargo, tampoco conoce con exactitud lo que dicen estos papeles. Son otro texto en blanco, no sólo por el necesario silenciamiento de la clandestinidad, sino también porque la narración no revela su contenido, para dar paso a que el lector lo complete. Lo único que sabemos con certeza es que resultan efectivos en la manera como movilizan la resistencia entre la población La novela termina cuando el pueblo ha sido tomado por la violencia explícita suscitada por esta resistencia. La policía persigue a los conspiradores y los hombres se unen a grupos guerrilleros que están en las montañas, mientras el cura se muestra derrotado en su campaña de moralización. Varios enigmas planteados por el relato se quedan sin solución: nunca sabemos quién era el autor de los pasquines y la novela termina con esta frase, que queda explícitamente incompleta: “—Y eso no es nada —dijo Mina—: anoche a pesar del toque de queda y a pesar del plomo... (...) e inició una sonrisa nerviosa antes de terminar la frase” (198). Al rehusarse a entregar una solución para todos los enigmas que ha abierto, el texto narrativo mismo ejerce una cierta violencia sobre el lector. La novela actúa así en forma similar a los pasquines, las cartas del párroco y los volantes clandestinos. Con sus múltiples silencios y vacíos perturba al lector, pero a la vez le lleva a volver una y otra vez sobre la historia que acaba de leer, en la cual se plantearía un campo abierto para la indagación sobre el sentido de realidades críticas para la configuración social. Quizás sea precisamente a través de la violencia que ejerce la escritura como, según la propuesta de García Márquez, es posible dirigir la mirada del lector hacia la violencia social en general, más que por medio de la descripción gráfica de actos violentos. Tanto en La mala hora como en El coronel no tiene quien le escriba, la violencia aparece sin ninguna descripción de aquellos momentos en

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los cuales se lleva a cabo la perpetración física de la misma. Es presentada como una sombra que marca las vidas de las personas y el sentido de la comunidad. Además, se trata de una violencia que no se practica sólo con las armas. La ejercen también el cura con su campaña “moralizadora”, los censores con su manipulación de la información en los periódicos, y el alcalde con sus medidas pacificadoras, que parecen servirle sólo como excusa para enriquecerse por la manipulación de las leyes y los fondos municipales. Incluso la incapacidad del Gobierno central para atender a las necesidades de los ciudadanos aparece como una forma de violencia, como lo expresa un personaje: “El abandono en que nos tienen también es una forma de darnos palo” (La mala hora 52). Todas estas violencias aparecen sin embargo como derivadas de la otra, la que se ejerce con las armas y siembra el miedo como forma de control. La razón por la cual el cura y el alcalde pueden ejercer su poder como lo hacen reside en ese pasado de represión que emerge constantemente en las conversaciones de los personajes, porque es una memoria imborrable. Pero precisamente por ser imborrable, constituye una promesa de justicia, pues estimula una resistencia constante. En una escena de La mala hora el alcalde entra a una casa y sin pedir permiso se sirve un plato de la sopa que está cocinando la mujer que allí vive. Ella no hace nada por detenerlo, pero le dice: “Quiera Dios que se le indigeste” (76). Cuando el alcalde le pregunta por cuánto tiempo van a mantener esa actitud, ella contesta: “Hasta que nos resuciten los muertos que nos mataron” (76). Su referencia a esta condición impracticable alude a la fuerza que estimula la resistencia, una fuerza basada en el hecho de que las consecuencias de la violencia son irreparables, y dejan una estela de dolor y rabia a su paso. Si bien del dolor surge la resistencia, la imposibilidad de resucitar los muertos constituye una evidencia irrefutable, que apunta en últimas al carácter simbólico de toda forma de justicia que pueda surgir de la violencia. El daño no se puede reparar, pero se puede restituir, y con frecuencia son los sobrevivientes de la violencia quienes terminan siendo agentes de la restitución a ellos debida. La falla por la que su esposa recriminaba al coronel era precisamente el seguir confiando en que el Estado algún día le daría la compensación debida, y el no ha-

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berse buscado otra forma de obtener un bienestar al que tendría derecho, como ciudadano y como ser humano. El tema de la restitución que merecen los padecimientos es central a toda la novelística de García Márquez. Tal como lo señalé más arriba, la escritura misma se plantea en su obra como una forma de resistencia y restitución. En las primeras novelas, de trama realista, esto se vinculaba aún con las dinámicas del Estado y de los enfrentamientos ideológicos, en líneas narrativas llenas de alusiones a los conflictos de la ética y la política, entremezclados con los vínculos entre moral privada y vida pública. En obras posteriores, la literatura de este autor volvería sobre el tema, pero centrándose cada vez más en los aspectos míticos y simbólicos de la idea de la restitución.

Nociones de justicia en las novelas posteriores En muchas de las novelas y relatos posteriores de García Márquez retornaría esta idea de la restitución debida tras muchos años de padecimientos. Se trata, como lo indiqué más arriba, de una forma de justicia poética, que toma tintes utópicos en algunas obras, y que otorga un papel trascendente a la literatura con respecto a la violencia. En varias ocasiones esta justicia final es suscitada por un episodio de violencia que en cierta forma desata las fuerzas de resistencia. El caso de Cien años de soledad (1967) resulta particularmente significativo, no sólo por haber sido esta la novela que representa la consagración del autor, sino porque en ella la restitución se encarna en una escritura de carácter mitológico. Al final de la novela, el último Aureliano tiene una crisis delirante, suscitada por la muerte de su amante y tía, Amaranta Úrsula, ocurrida después de que da a luz un hijo con cola de cerdo. Recordemos que en esta pareja se ha cumplido finalmente la amenaza del incesto que acecha a los Buendía, y esa deformación del niño constituye un castigo mítico que culmina y simboliza todas las violencias que ha sufrido la familia a lo largo de los años. Aureliano recorre Macondo buscando amigos ausentes y se entrega a una larga borrachera, que sólo termina cuando recuerda que el recién nacido se ha quedado solo en la casa. Al

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regresar allí, encuentra el cuerpo desangrado de Amaranta Úrsula aún en su cuarto, y el del niño en el proceso de ser devorado por un ejército de hormigas carnívoras. Su reacción ante ese pavoroso cuadro es descrita de la siguiente manera: “Aureliano no pudo moverse. No porque lo hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves definitivas de Melquíades” (1985: 324). Lo que Aureliano hace a continuación es bien conocido: se dirige a los esquivos manuscritos de Melquíades, cuya clave por fin comprende, y comienza a descifrarlos, para leer en ellos la historia de su familia. El proceso de lectura ocurre mientras un viento bíblico arrasa a Macondo, borrando las huellas de una larga historia de padecimientos. De esta manera el último Aureliano, en cuyo hijo se encarnan las violencias de la familia, restituye su historia, encarnada en una obra literaria cuyo autor es Melquíades. En la novela corta La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972), escrita pocos años después, se da una restitución igualmente mítica, aunque no tan evidentemente literaria. Al final del relato, cuando el bello Ulises mata a la abuela desalmada y libera a Eréndira, ella no huye con el galán para formar con él una pareja. La muchacha comprueba primero que su abuela esté realmente muerta, y luego nos dice el narrador que ocurre lo siguiente: “Su rostro adquirió de golpe toda la madurez de persona mayor que no le habían dado sus veinte años de infortunios. Con movimientos rápidos y precisos, cogió el chaleco de oro y salió de la carpa” (162). Después de eso Eréndira huye corriendo, mientras Ulises la llama repetidamente, sin que ella lo escuche. Sólo corre con el chaleco en las manos, hasta perderse en el horizonte del desierto. El relato termina diciendo que “jamás se volvió a tener noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su desgracia” (163). Por lo general, se lee esto como un final imprevisible, pero no lo es. La decisión de Eréndira es una conclusión lógica de la historia: después de la muerte de su abuela, se convierte en una persona adulta, recoge el fruto de sus años de trabajo, contenido en los lingotes de oro que guarda el chaleco, deja atrás al amado fugaz, quien sólo fue un instrumento para ejecutar la sentencia, y se enfrenta a un futuro en el que se habrán

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borrado todas las huellas del origen de ese oro. Así se le restituyen los padecimientos que ha sufrido desde que la abuela la forzó a pagar con la prostitución de su cuerpo la casa que se había incendiado, a causa de un “viento de la desgracia” (similar al que arrasa con Macondo) que se coló por la ventana dejada abierta por la niña y esparció el fuego de un candelabro. Aunque en este caso no se trata explícitamente de una restitución por la literatura, es fácil encontrar los elementos literarios de ese final utópico. En los dos relatos, la conclusión de la historia es suscitada por una epifanía, que ocurre cuando los personajes contemplan los cuerpos violentados de seres ligados a ellos por lazos de parentesco. Este momento de horror sublimado conduce a la recuperación de unos bienes obtenidos a costa de mucho dolor, violencias e injusticia, algo muy evidente en el caso del oro que carga Eréndira en su huida; un poco menos en el de la historia de los Buendía, porque el viento se lleva los manuscritos. En los dos casos, sin embargo, el bien material más palpable, para el lector, es el libro que sostiene entre las manos, y sobre todo la historia que acaba de leer. Dicha historia llena el vacío creado por el propio autor, con las violencias que impulsan la narración y establecen la necesidad de justicia que el lector saldará simbólicamente con la lectura. En las dos novelas tempranas que comenté antes, el vacío creado por la violencia se vincula directamente con prácticas sociales que causan daños y despojos, sentando las bases de la resistencia y el deseo de justicia. En las obras de García Márquez asociadas con el realismo mágico, los elementos mágicos empezarían a ofrecer cada vez con más frecuencia un recurso por el cual dicha necesidad era saldada en el campo de lo mítico y lo legendario. Es en Cien años de soledad donde esto resulta más evidente. Gran parte de los episodios mágicos de esta novela aparecen vinculados con alguna forma de violencia, de tal forma que el vacío creado por ella es saldado en el terreno de un imaginario sobrenatural. La hermosa muchacha que asciende al cielo tras haber causado la muerte de muchos hombres, el amante rodeado de mariposas amarillas que cae asesinado en una de sus visitas clandestinas a la amada, las cruces de ceniza que nunca se borran de la frente de un grupo de hom-

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bres (hijos de Aureliano Buendía) que serán exterminados sin justificación alguna, y por supuesto el olvido mítico con respecto a la matanza de las bananeras, son episodios en los que la fantasía ocupa el lugar del vacío que acompaña a la violencia. La trama ocurre además en un lugar mítico, cuyos vínculos con hechos violentos reales resultan irrelevantes para disfrutar la obra y la forma como crea esos vacíos que luego restituye. No es de extrañar que haya sido esta etapa de la obra garciamarquina la que más aceptación tuvo fuera del contexto colombiano y latinoamericano. En las novelas realistas posteriores también es constante la presencia de silencios y vacíos narrativos, que son sin embargo incorporados en la narración, impulsándola y suscitando la imaginación del lector. Resulta significativo el caso de Crónica de una muerte anunciada (1981), una novela donde García Márquez otorga de nuevo un papel central al tema de la violencia. Aquí vuelven a aparecer los silencios no resueltos, de la misma manera en que lo hicieron en La mala hora, pero en este caso resultan mejor involucrados en la trama de novela policíaca y no son tan perturbadores para el lector. El enigma central de la novela —¿quién le quitó la virginidad a Ángela Vicario?— nunca es resuelto por la narración. Ángela declara que fue Santiago Nasar, con lo cual lo condena a morir a manos de sus hermanos, según las leyes del honor, pero la novela ofrece todo tipo de indicios que hacen pensar que no fue él. Además de esto, sabemos que el sumario del juicio que se le sigue a los hermanos Vicario por el asesinato de Santiago Nasar, queda lleno de espacios en blanco y preguntas sin respuesta. También las numerosas cartas de amor que a lo largo de los años ella le envía a Bayardo San Román, el marido que la rechazó tras la noche de bodas, presentan los visos de una escritura silenciosa, puesto que él le devuelve todos los sobres sin abrir cuando va a buscarla de nuevo, en sus años de madurez. Particularmente significativos, con respecto al vínculo que plantea García Márquez entre justicia y literatura, son los paralelos que establece entre la escritura literaria y el sumario judicial del caso que se abre contra los hermanos Vicario. El narrador, a quien se identifica con García Márquez, cuenta que la información incluida en la novela procede casi en su totalidad de los testimonios recogidos en el sumario, aclaran-

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do que sólo pudo leer una parte de ellos, porque los otros se han perdido. Lo que resulta más dicente, sin embargo, es su descripción de los textos del sumario, que parecerían ellos mismos una obra literaria. Con respecto al juez que redactó los folios dice el narrador que no se conoce su nombre, pero “es evidente que era un hombre abrazado por la fiebre de la literatura. Sin duda había leído a los clásicos españoles y algunos latinos, y conocía muy bien a Nietzsche, que era el autor de moda entre los magistrados de su tiempo” (Crónica 129). No sólo resulta revelador que el juez gustara de la literatura, sino también los autores cuya influencia era notoria, pues revelan la convivencia de varios códigos legales y morales en este caso. Por un lado las leyes del honor asociadas con la tradición española, por otro, las del derecho clásico, asociadas con los autores romanos, y por otro, las de la subversión de los códigos morales que representa Nietzsche. 13 El hecho de que todas estas versiones divergentes de la moral y la ley convivan en un texto jurídico convierte a éste prácticamente en una obra literaria. Así describe el narrador el estilo del juez: “Las notas marginales (...) parecían escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma que le había tocado en suerte, que muchas veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su oficio” (ibíd.: 130). Más que a una “distracción” del juez, el tono literario del sumario parecería sin embargo responder a una necesidad intrínseca del caso en cuestión, tan lleno de enigmas y vicisitudes que sólo por la literatura podría hacérsele justicia. Parece claro que es la única forma de justicia que reciben los personajes implicados en esta historia, de tal forma que nuevamente aquí, como en otras obras de García Márquez, la literatura serviría como restitución simbólica para una violencia que no la recibió en la vida real.14

13. La coexistencia en la novela de las leyes del honor, que dictan el asesinato de Santiago Nasar, con las del derecho, que guían el juicio a los Vicario, merecería por sí mismo un análisis. Resulta dicente que ninguna de las dos sea realmente efectiva para que se ejerza justicia. La narración de los hechos se convierte en una forma de compensar esta falta. 14. La respuesta que da Ángela Vicario al juez, cuando éste le pregunta si conoce a Santiago Nasar, es: “Fue mi autor” (Crónica 131). En el prólogo a una edición de la novela de 1982, titulado “La caza literaria es una altanera fatalidad”, Ángel Rama se basa en esta frase y otros indicios más, para plantear que García Márquez, quien

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Hay de hecho muchas formas de restitución por la escritura en Crónica de una muerte anunciada (1981). Ángela Vicario recupera el amor de San Román, que había perdido tras su noche de bodas, gracias a esa incesante escritura de cartas, que se prolonga por espacio de casi veinte años. Por otra parte, con la escritura de la novela el autor rescata del olvido una historia que realmente ocurrió en un pueblo del departamento colombiano de Sucre, es decir, en una localidad específica de un territorio nacional específico, y lo hace a través de personajes emparentados con grandes paradigmas de la literatura occidental, como las tragedias clásicas y los dramas de honor españoles. Le da así al hecho una trascendencia que no habría tenido de otra manera. Incluso la estructura misma de la novela funciona mediante una forma de restitución. La primera frase nos dice: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30” (9). El narrador anuncia así el asesinato cuya descripción precisa sólo llegará en el último párrafo, en una estructura circular que crea suspenso, al sembrar en el lector el deseo de averiguar más sobre esa muerte anunciada. No es coincidencial, además, que esta línea conductora de la trama se refiera precisamente a una muerte: el anuncio sobre la violencia que se ejercerá contra el personaje establece un deseo de conocer su historia, una historia que es, por cierto, la de una víctima que no pudo defender su inocencia. La novela en sí se presenta como una restitución al lector del vacío creado por esa muerte. La literatura de Gabriel García Márquez fue particularmente exitosa entre los lectores precisamente por su efectivo uso de los silencios narrativos, es decir, por la forma como conseguía crear expectativas que eran luego suplidas por la narración. No es casual que haya hecho su entrada en el panorama literario justamente al plantear la necesidad de escribir novelas en las cuales se hablara de la violencia, pero sin incluir en el texto descripciones explícitas de la misma. El énfasis narrativo de su literatura se trasladaba así a aquellos aspectos de la violencia

se incluye como personaje en el libro, estaría entregando al lector claves para incluirse a sí mismo entre los sospechosos de haberle quitado la virginidad a la muchacha.

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que no están necesariamente expresados, pero que el lector sabrá adivinar en su acercamiento a la obra. La verdadera restitución se realiza entonces en la lectura y los sentidos que ésta le otorga al texto. 15 En general todos los relatos que se refieren a hechos de violencia tienden a apelar a la participación activa del lector, incorporando en la narración hechos sobre los cuales quedan explícitamente muchas cosas sin decir. No se trata de un rasgo exclusivo de la literatura, sino de algo al parecer relacionado con el accionar mismo de la violencia, que deja siempre vacíos y cabos sueltos. Es esto lo que lleva a que en los testimonios de quienes han sobrevivido a episodios violentos haya con tanta frecuencia alusiones a aquello que se queda sin decir, permaneciendo más allá de los límites de la narración, o del lenguaje mismo. Pero como veremos en el capítulo siguiente, dedicado a relatos testimoniales sobre la violencia, muchas veces aquello que los textos no incluyen es tan significativo como lo que pueden describir minuciosamente.

15. En un momento posterior de su carrera, cuando García Márquez se plantea un regreso a sus orígenes periodísticos desde la distancia y la relativa seguridad que le permiten el ser ya plenamente reconocido y exitoso, la Noticia de un secuestro (1996) vuelve sobre el tema de la violencia, pero esta vez se eluden en gran medida los vacíos discursivos y se ofrece al lector una versión en la que el autor actúa como conocedor de la verdad sobre los hechos. Para un análisis de este libro en el contexto de la narrativa de la violencia en Colombia a finales del siglo xx y comienzos del xxi, véase mi artículo, “La violencia desde la palabra” (2001).

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CAPÍTULO IV La violencia “real” de los relatos testimoniales

Hasta ahora me he ocupado de textos que hacen referencia a violencias reales, pero se presentan ante los lectores como ficción. Las agresiones y traumas referidos en sus páginas los interpelan, pero desde el relativo distanciamiento que permite una historia imaginada. En este capítulo voy a ocuparme de textos testimoniales, historias de violencia relatadas desde una voz narrativa que dice contar hechos atroces reales, de los cuales esa voz fue testigo directo o indirecto. Son pues relatos que prometen un contacto más directo con realidades violentas, aunque también en ellos aparecen vacíos discursivos y alteraciones de la verdad —como se verá en este capítulo—, que apelan a la libertad del lector de manera similar a como lo hacen los textos literarios.1 Di-

1. Es bien conocida la polémica que se ha dado en los estudios literarios latinoamericanos con respecto a si los relatos testimoniales pueden ser leídos o no como literatura. El volumen editado por Jara y Vidal, Testimonio y literatura (1986), inicia la reflexión al respecto en términos de los cruces y similitudes entre los dos géneros. Un momento importante del debate es la publicación del libro de Beverley, Against Literature (1993), donde el autor proponía el testimonio como un género más apropiado para referir las experiencias de los grupos subalternos latinoamericanos, por las limitaciones implícitas en las raíces socio-históricas de la práctica literaria. Desde otra perspectiva, el libro de Sklodowska, Testimonio hispanoamericano: historia, teoría, poética (1992), analizaba los relatos testimoniales como una forma literaria, señalando la presencia en ellos de recursos poéticos, ta-

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chos desajustes ofrecen una referencia adicional a la violencia narrada, porque apuntan a las situaciones de vulnerabilidad, injusticia y abuso en que viven los hablantes, como algo que impide revelar toda la verdad en sus narraciones. Aquello que los relatos testimoniales ocultan con respecto a una situación de violencia es con frecuencia tan importante como lo que revelan. Cuando se oculta la identidad de los hablantes, por ejemplo, este hecho es en sí mismo tan significativo como las agresiones y los traumas descritos en la narración. Se refiere a un contexto que ha despojado a la gente de la posibilidad de mostrar sus identidades, algo que indica una extrema vulnerabilidad, y una situación que ubica a algunas personas fuera del alcance de las leyes que garantizarían la protección asociada con el hecho de tener una identidad. En los relatos testimoniales a los que me referiré en este capítulo, publicados en Colombia desde finales de los ochenta, los hablantes se dirigen a los lectores de esa manera. En la mayor parte de ellos se ha cambiado la identidad de quienes ofrecen su testimonio, y se ha ocultado también toda referencia a las circunstancias precisas de los eventos narrados. Analizaré compilaciones de relatos publicados desde mediados de la década de 1980 por Alfredo Molano, Alonso Salazar Jaramillo, Patricia Lara y Guillermo González Uribe. Los libros que he escogido para mi análisis son representativos de la narrativa testimonial en Colombia, pero son apenas una pequeña muestra, dentro de la gran cantidad de relatos de este tipo que se han publicado en el país, principalmente en las últimas décadas. Existe también una considerable cantidad de testimonios, recogidos por investigadores del conflicto colombiano, que no han sido publicados en forma de narrativas testimoniales, pero constituyen la base principal de muchos reportes y estudios que incluyen numerosas citas tomadas directamente de los relatos ofrecidos por los entrevistados, siempre de

les como la paradoja, la ambigüedad, el equívoco y la contradicción, que enmarcaban la denuncia contenida en sus páginas. Remito al lector a estos importantes estudios para una cuidadosa reflexión sobre la relación entre testimonio y literatura, de la cual no me ocuparé en extenso en este capítulo.

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manera anónima. En los últimos años son particularmente importantes los informes del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, creada en 2005. Publicados no sólo como libros sino también como archivos digitales que pueden ser descargados gratuitamente desde la página de Internet de la Comisión, estos libros privilegian la perspectiva de las víctimas y la formulación de propuestas de políticas públicas, a partir del conocimiento de la verdad histórica sobre hechos traumáticos.2 Recientemente han sido publicados también varios libros escritos o narrados por personas que sobrevivieron a la experiencia de ser secuestrados por la guerrilla. En su mayoría fueron muy bien recibidos en el mercado, convirtiéndose rápidamente en best-sellers, a causa del gran despliegue mediático que entre 2007 y 2008 rodeó la liberación de secuestrados como John Frank Pinchao (quien se escapó de sus captores), Clara Rojas, y en especial la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt, cuya historia circuló en forma prominente por el mundo entero.3 Estos libros, que cuentan también experiencias lími-

2. Hasta el momento de publicación de este libro habían salido a la luz los informes sobre las masacres de Trujillo, El Salado, Bojayá, La Rochela, Bahía Portete, Segovia y Remedios, y El Tigre, entre los años 2008 y 2011. Además de ello se han divulgado los textos: Tierra y conflicto, Memorias en tiempo de guerra, Recordar y narrar el conflicto: herramientas para reconstruir memoria histórica, y Memorias y huellas de la guerra: resistencia de las mujeres en el Caribe colombiano (1995-2006). Todos ellos se pueden descargar de la página de Internet del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (www.memoriahistorica-cnrr.org.co) y la mayoría se encuentran además publicados en forma de libro (ver bibliografía). Además de estos reportes, el Grupo de Memoria Histórica ha divulgado varios informes multimedia y documentales sobre hechos recientes de violencia en Colombia, todos ellos basados en la recopilación de testimonios entre las víctimas. 3. Algunos de los libros que se publicaron a raíz de estas liberaciones son: Luis Eladio Pérez y Darío Arizmendi, 7 años secuestrado por las FARC (2008); Clara Rojas, Cautiva (2009); Oscar Tulio Lizcano, Años en silencio (2009); e Ingrid Betancourt, No hay silencio que no termine (2010). Todos estos libros han alcanzado altos niveles de divulgación y ventas en Colombia, y en algunos casos también en otros países. Algunos han sido traducidos a otros idiomas. De hecho, el de Betancourt fue originalmente publicado en francés.

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tes de supervivencia, se diferencian de los relatos analizados en este capítulo principalmente porque en ellos no está presente aquella vulnerabilidad límite que fuerza a las personas a ocultar sus identidades para poder relatar su experiencia. Los ex secuestrados más visibles siempre dicen sus nombres —que por lo general son ya conocidos— y dan muchos detalles sobre su experiencia. Se diferencian en esto de las múltiples víctimas anónimas que aparecen en otros relatos testimoniales, quienes precisamente en este contraste revelan la situación de mayor vulnerabilidad en que han quedado tras la experiencia traumática. En cada uno de los libros donde las identidades de los hablantes permanecen ocultas, el autor de la compilación declara que ese ocultamiento se relaciona con la violencia descrita en los relatos. En la introducción de No nacimos pa’ semilla. La cultura de las bandas juveniles de Medellín (1990), un influyente libro que analizaré más adelante, Salazar Jaramillo indica que: “Los nombres, los lugares y algunas circunstancias se han cambiado por razones obvias” (18). Dichas razones realmente resultan obvias cuando uno lee el texto: para quien vive en ese ambiente, exponerse públicamente es una sentencia de muerte. El silencio sobre la identidad de los hablantes se convierte así en una señal adicional de la violencia descrita en los relatos. A la vez, dicho silencio es derrotado en parte por los relatos mismos. En ellos, los hablantes llevan a cabo un esfuerzo por nombrar no necesariamente a las víctimas y los victimarios, sino la violencia misma. Hablan para definir qué significado tiene, qué rupturas genera, qué daños causa, y lo deseable que sería evitarla. Uno de los narradores del libro de Alfredo Molano Los años del tropel (1985), al que también me referiré en algún detalle en este capítulo, ofrece su propia perspectiva al respecto, hablando de esta manera sobre la actitud que es recomendable asumir ante el encuentro con la violencia: “En estos bochinches la única manera de conservar la vida es no meterse en nada, no ver nada, no oír nada. Callarse todo” (92). La actitud defensiva que implica el tratar de desvanecerse y callar ante el asalto de la violencia, para protegerse de la misma, tiene su paralelo en la necesidad de ocultar la identidad que ocurre en los relatos testimoniales. Éstos últimos representan sin embargo un esfuerzo por utilizar de nuevo la palabra tras una experiencia de la cual ésta se en-

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contraba excluida, ofreciendo así un espacio en el que los sobrevivientes pueden hasta cierto punto reaparecer en el espacio público. En ese sentido, el anonimato brinda una relativa protección para los individuos que emiten su testimonio, quienes lo hacen con la idea de que en el conocimiento de su experiencia se beneficie la comunidad a la que pertenecen, que podría en el futuro protegerse de acciones similares. Como lo sugiere la antropóloga Veena Das, el acto de nombrar la violencia es un proceso en el cual se declara lo que está en juego en la supervivencia de una comunidad. Se trata de un acto performativo del lenguaje, en el que se definen posiciones éticas y políticas fundamentales. En un ensayo titulado “Trauma y testimonio” (“Trauma and Testimony” en su versión original) (2003), Das inicia un análisis sobre las historias personales de violencia sectaria en la India, llamando la atención sobre la importancia que tiene el hecho mismo de describir y dar nombre a los actos violentos: “Nombrar la violencia no refleja tan sólo luchas semánticas, refleja aquel punto en el cual el cuerpo del lenguaje se vuelve indistinguible del cuerpo del mundo, el acto de nombrar se convierte en una locución performativa”4 (293). La elección de las palabras exactas para describir lo ocurrido, y la decisión de contar algunas cosas y ocultar otras, son por esto parte vital de los relatos de supervivencia, y de la forma como éstos intervienen en el contexto que los recibe. La confianza en la capacidad de intervención que tienen los testimonios de violencia es precisamente lo que ha llevado a que se hayan publicado tantos de ellos en Colombia, como en otros contextos de guerra. Cuando José Eustasio Rivera presentó La vorágine como un testimonio dejado por Arturo Cova, quien aparecía como testigo de la violencia que tenía lugar en la selva, lo hizo porque sabía que de esa manera el impacto de su obra podría ser mayor. Su novela, como lo mostró el primer capítulo, se basaba en parte además sobre testimonios ya publicados, que documentaban la violencia descrita en el relato y que tuvieron,

4. En el original en inglés: “Naming the violence does not reflect semantic struggles alone — it reflects the point at which the body of the language becomes indistinguishable from that of the world — the act of naming constitutes a performative utterance” (Das 2003: 293; la traducción es mía).

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como la novela, algún impacto sobre la misma. Tras los años de la Violencia, fue en gran parte por los testimonios de sobrevivientes como se conocieron los horrores a los que se había llegado en los enfrentamientos políticos. Todo esto habla de una tradición testimonial en Colombia que ha ocupado un lugar significativo en el desarrollo de los conflictos.

Relevancia de los testimonios La importancia de los relatos testimoniales con respecto al procesamiento social de hechos traumáticos ha sido motivo de reflexión principalmente a partir de mediados del siglo xx, cuando desde diversos contextos se buscaba entender y procesar los efectos de violencias relacionadas con movimientos como la descolonización del llamado Tercer Mundo, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.5 El recurso al relato testimonial como medio para la denuncia y comprensión de hechos de extrema violencia fue particularmente importante tras el Holocausto, cuando los testimonios de autores como Primo Levi y Ellie Wiesel se convirtieron en textos emblemáticos, tanto porque revelaban los horrores ocurridos en los campos de exterminio nazi como porque daban lugar a reflexiones éticas sobre los límites a los que puede llegar el ser humano. Con el establecimiento de la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Sudáfrica en 1995, por otra parte, los testimonios sobre actos de violencia tomaron importancia no sólo como medio de denuncia o procesamiento de traumas, sino también como vías para la reconciliación social con respecto a historias catastróficas de abuso y atrocidad.6

5. La bibliografía al respecto es extensa, véanse por ejemplo Caruth (1996), Feitlowitz (1998), Douglass y Vogler (2003) y Beverley (2004). 6. El auge de lo testimonial no ha estado exento de críticas. El antropólogo vasco Joseba Zulaika (2003) ha hablado de un exceso de testimonio, que paradójicamente llevaría a una dificultad para escuchar la voz de los testigos. En América Latina, la crítica cultural argentina Beatriz Sarlo criticaba en Tiempo pasado (2005) el énfasis en lo testimonial como fuente de la historia, señalando que las narraciones de memoria inducen una relación afectiva y moral con el pasado, poco compatible con la puesta en distancia al respecto, que hace posible por una parte la epistemología de la verdad y por otra, la discusión y la confrontación crítica.

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En el contexto latinoamericano fueron muy significativos en este sentido los testimonios sobre torturas y desaparición emitidos por los sobrevivientes a la represión de la dictadura argentina, como parte de la investigación que llevó al informe Nunca más, presentado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1984. Con el tiempo la expresión “Nunca más” pasó a ser utilizada en otros contextos latinoamericanos para representar el deseo social de memoria, justicia y reconciliación con respecto a experiencias extremas de violencia, canalizado principalmente a través del testimonio de las víctimas. Fue también ese el propósito que orientó el trabajo de comisiones de la verdad como las de Perú y El Salvador, uno de cuyos más importantes legados es el haber compilado gran cantidad de testimonios de víctimas cuya voz no habría podido ser oída de otra manera. En Colombia la ya nombrada CNRR se guía también por este propósito. A raíz de la publicación del testimonio de Rigoberta Menchú, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, en 1983, lo testimonial tomó una particular relevancia en la discusión académica sobre América Latina. Gran parte de la atención se dirigió a entender cómo estos relatos podrían hacer una intervención en contextos de injusticia social. La reflexión al respecto se ocupó de la forma como los relatos testimoniales interpelaban a sus lectores, y de las implicaciones que esto tendría para la resolución de las situaciones de abuso descritas en esos textos.7 Autores como Beverley (1993) y Yúdice (1991)

7. Entre los testimonios que recibieron mayor atención en aquella época se encuentran el mencionado de Rigoberta Menchú, y el también importante de Domitila Barros de Chungara, Si me permiten hablar (1977). Las reflexiones al respecto fueron centrales en los debates que tuvieron lugar en la academia de EE UU a finales de los años ochenta, durante los años más problemáticos de los conflictos centroamericanos, poco después del escándalo Irán-Contra de la Administración de Ronald Reagan. Este debate tiene varios momentos: el primero se asocia con la conformación del grupo de estudios subalternos latinoamericanos en aquella época y sus argumentos generales quedaron recogidos en 1992 en un número monográfico de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, coordinado por Hugo Achúgar y John Beverley, titulado “La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa”. Un segundo momento de la discusión giró en torno a la

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destacaban la importancia de las revelaciones que ofrecían los testimonios, con referencia a nombres, fechas, lugares y carácter específico de las atrocidades, como un medio por el cual sería posible el empoderamiento de la población subalterna vulnerable y la búsqueda de justicia para los victimarios.8 Los testimonios más conocidos y estudiados a finales de la década de 1980 y comienzos de la de 1990, entre ellos el de Menchú, fueron celebrados en gran parte por darles una voz, una identidad y un rostro a personas que antes habían estado despojadas de ellos en el discurso público.9 La identificación de las víctimas, sin embargo, sólo muy pocas veces ha tenido lugar en los relatos testimoniales compilados en Colombia, y tampoco ocurre en muchas otras narrativas de testigos de violencia recogidas en América Latina, particularmente en tiem-

polémica con respecto a la veracidad del testimonio de Rigoberta Menchú, que surgió tras la publicación del libro de David Stoll, Rigoberta Menchú and the Story of all Poor Guatemalans (1999). Se debatieron entonces los intereses que podrían estar detrás de la defensa o el ataque a la veracidad del testimonio de Menchú. Esto condujo a la publicación del libro The Rigoberta Menchú Controversy (2001), editado por Arturo Arias, quien fuera el más insistente crítico de Stoll. En 2004 Beverley reeditó sus artículos sobre el tema en el volumen Testimonio: On the Politics of Truth, añadiendo una introducción en la que revisaba y ponía al día sus propuestas iniciales sobre el testimonio. 8. Con la publicación del libro de Stoll (1999), y la forma como éste puso en duda la credibilidad de Rigoberta Menchú, partes del debate tomaron un giro hacia la valoración de la denuncia general que se presentaba en su testimonio, más allá de la veracidad de datos precisos. Este giro revela justamente el énfasis que se otorgara anteriormente a la “verdad” de lo que contenían los testimonios, en términos de información identificatoria específica, y el carácter problemático de dicho énfasis. El volumen editado por Arias (2001) recoge algunas de las más lúcidas reflexiones a que dio lugar este cambio de orientación en la discusión. 9. En una valoración temprana sobre la importancia de los testimonios, George Yúdice celebra que los hablantes en dichos relatos: “perform an act of identity-formation which is simultaneously personal and collective”. [Llevan a cabo un acto de formación de identidad que es simultáneamente personal y colectivo] (1991: 15). Muchos otros escritos sobre el tema expresaban un entusiasmo similar sobre la importancia de los testimonios como medio para la formación de identidades individuales y colectivas.

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pos recientes.10 El análisis del discurso testimonial que se realiza desde el anonimato no ha tenido sin embargo lugar prominente en los debates sobre la importancia social del testimonio en Latinoamérica. En lo que sigue me referiré a las implicaciones de este tipo de discurso en Colombia, donde la mayor parte de los relatos testimoniales se emiten de forma anónima.

Los testimonios en Colombia Voy a centrarme aquí en analizar relatos testimoniales publicados en Colombia desde 1985, cuando apareció el primer libro que discutiré, Los años del tropel: Relatos de la violencia, de Alfredo Molano, que en cierta forma inicia la publicación de relatos testimoniales en el formato que prevalece actualmente. Sin embargo, en Colombia se vienen recogiendo testimonios sobre hechos violentos desde los años de la Violencia, cuando se publicaron numerosas novelas sobre actos de violencia que tenían importantes componentes testimoniales, tal como lo señalé en el segundo capítulo. También en esa época la “Comisión Investigadora de las Causas Actuales de la Violencia”, instaurada en 1958, recogió numerosas declaraciones de primera mano sobre los hechos de horror que tenían lugar en los campos, las cuales constituyeron la base de muchos estudios posteriores sobre aquel período, uno de los más traumáticos de la historia de Colombia. La mayor parte de estos testimonios se recogieron cuando los enfrentamientos y las rivalidades seguían vivos, y sin ninguna garantía de que se diera un proceso judicial sobre los hechos narrados, pues no era esta una opción contemplada en el pacto del Frente Nacional de 1957. Por esta razón, las personas que ofrecían sus testimonios de vic-

10. Algunos ejemplos recientes de otros autores latinoamericanos que basan sus libros en relatos testimoniales son: Muñoz y Duque (1995), en Venezuela; Lins (1997), en Brasil; Alarcón (2003 y 2010), en Argentina; y Valenzuela Arce (2007), en México. En todos los casos las identidades reales de quienes ofrecieron su testimonio permanecen ocultas.

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timización fueron incorporadas en el discurso sobre la Violencia en Colombia sin un nombre o un rostro, identificados a menudo apenas con un denominador genérico (campesino, trabajador, esposa), principalmente por temor a represalias. De esa manera anónima es como aparecen por ejemplo los testigos en el libro La violencia en Colombia (1962) de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna. Las mismas razones han llevado a que desde entonces la gran mayoría de las narrativas testimoniales sobre la violencia en Colombia se publiquen sin identificar a los hablantes, o el lugar y la fecha en la que tuvieron lugar los eventos narrados. Esta ausencia de cualquier signo identitario dificulta las discusiones con respecto a si los relatos testimoniales así compilados pueden ser vehículos para buscar justicia, al menos si esta justicia se entiende en términos legales, es decir, en un proceso por el cual los perpetradores serían juzgados por sus crímenes y las víctimas recibirían una reparación apropiada. Aunque deseable, dicha forma de justicia no es viable cuando los testimonios son recogidos en condiciones bajo las cuales hay una amenaza directa a las vidas de los hablantes. El deseo predominante en estos relatos es el de señalar el daño que causa la violencia, describir cómo ocurrió, y por qué fue tan devastadora. Se trata de un proceso complejo, en el que se erigen las bases para pensar en lo que significaría vivir en un orden social más justo, donde la gente no enfrenta la amenaza de perderlo todo por la violencia, incluidas sus identidades sociales. El ocultamiento juega aquí un papel fundamental, en cuanto que ofrece un manto de protección bajo el cual es posible llevar a cabo estas indagaciones con respecto a la violencia, que pueden tener implicaciones éticas y políticas muy importantes. Varios estudios sobre los relatos testimoniales se han referido a la importancia del ocultamiento y los silencios en el mismo. Particularmente influyente en este sentido fue el texto de Doris Sommer (1999) sobre el significado de los “secretos” en el testimonio de Rigoberta Menchú. Sommer propone que el silenciamiento explícito de cierta información, por parte de Menchú, es una estrategia retórica utilizada por ella, en tanto sujeto marginal, para evitar ser apropiada por el “otro” privilegiado que escucha o lee su testimonio. Postula además que la posición ética ante dicho silenciamiento es respetar esa distan-

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cia que establece el hablante con respecto a su oyente. Más recientemente, Ileana Rodríguez (2009) retoma la propuesta de Sommer para referirse a cómo Menchú se apropia de la hegemonía liberal y la subvierte, marcando su diferencia frente a la misma mediante la incorporación en su texto de “secretos”, que le permiten sustentar su autoridad en los fundamentos de saberes milenarios que están fuera del alcance del oyente occidental. En otra reflexión sobre el sentido de los secretos en el discurso público, Michael Taussig (1999) analizaba el desfiguramiento (defacement) de objetos y textos culturales —que implica el encubrimiento y alteración de algunos de sus componentes esenciales—, como un acto de desacralización que acerca a la gente a lo sagrado, una fuerza poderosa que en su perspectiva entrega cohesión y sentido a la sociedad. Taussig proponía por tanto observar dichos ocultamientos y variaciones como silencios que deben permanecer como tales, más o menos en la misma línea de Sommer. En un artículo de 2002, Ben V. Olguín iba aún más allá, estudiando las tácticas de camuflaje utilizadas por los zapatistas como un modelo de agencia contrahegemónica, adoptada conscientemente por estas guerrillas para apropiarse de la lógica del testimonio y subvertirla. Nuevamente, el secreto y el encubrimiento son observados como algo estratégico, ante lo cual el oyente debe detenerse, sin buscar ir más allá. Todas estas importantes reflexiones sobre el significado del secreto y la máscara en el discurso testimonial enfatizan su aspecto estratégico, postulando por tanto que es preciso respetar el silencio y no indagar en aquello que se esconde tras de él. Cuando se observa el origen de los silencios en la mayor parte de los relatos de supervivencia, sin embargo, se revelan tantas formas de violencia, que parece preciso preguntarse por el origen de la misma, y por sus consecuencias, una de las cuales es el silenciamiento parcial de la voz de quienes dan testimonio de dicha violencia. Los hablantes no necesariamente recurren al silencio como un instrumento retórico o performativo, es más bien un componente constitutivo del lenguaje que utilizan para nombrar la violencia, porque es él mismo parte de esa violencia que busca ser nombrada. La antropóloga Veena Das, quien durante años ha estudiado la forma como la violencia y los relatos sobre esa violencia han marcado la

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vida de las comunidades en la India que han sufrido enfrentamientos políticos y religiosos, señala que al nombrar la violencia, los sobrevivientes de la misma buscan darle sentido a aquello que fue despojado del mismo por la intrusión de lo atroz en el tejido de la vida. Para Das, los silencios apuntan a la violencia, y es preciso por ello interrogarlos, porque en ellos se evidencian los esfuerzos de los sobrevivientes por llevar a cabo una intervención en su contexto social. Detrás del silenciamiento de los nombres reales de los hablantes, por ejemplo, podemos adivinar una identidad que busca desplegarse, venciendo el miedo ante la amenaza que pende sobre su vida y a la vez nombrándola, precisamente a través del ocultamiento, para que también éste sea visible. En su libro Life and Words. Violence and the Descent into the Ordinary (2007), Das observa cómo las comunidades y las naciones son transformadas por la violencia y las narrativas que genera, en lo que ella llama el “descenso” de la violencia (lo extraordinario) en lo “ordinario”. Ese descenso no ocurre únicamente en el registro de los eventos catastróficos, o en la descripción de los duelos que generan. Es un proceso por el cual la gente lucha por encontrar nuevos sentidos para la vida y las relaciones que la definen, en el vacío dejado por la violencia. Dicho vacío es por esta razón altamente significativo. En realidad alienta los esfuerzos por darle sentido a lo ocurrido, sustentando sus relatos, y en últimas otorgando la fuerza necesaria para evocar los eventos catastróficos experimentados, y para especular sobre qué podría cambiar en la sociedad donde ocurrieron dichos horrores. En el caso de los testimonios colombianos, diríamos que es precisamente desde el silencio con respecto a las señales identitarias de los hablantes cómo estos pueden nombrar los horrores que vivieron, y por esto dicho silencio es tan significativo.11 En lo que sigue voy a referirme a cuatro libros que recogen relatos testimoniales donde los hablantes se dirigen a los lectores de esa ma-

11. No es gratuito que los escritos de Das hayan tenido tanta resonancia en el contexto colombiano entre quienes estudian la violencia y se interesan principalmente por la perspectiva de las víctimas. Al respecto véase Ortega Martínez (2008).

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nera, haciendo grandes esfuerzos por narrar hechos que son muy dolorosos, tanto para los narradores como para la sociedad en la que viven, a la cual buscan hacer partícipe del drama, muchas veces con el propósito de que esto genere una respuesta al respecto. En la gran mayoría de los relatos se ha cambiado la identidad de las personas que ofrecen su testimonio, y se ha ocultado también toda referencia a las circunstancias precisas de los eventos narrados, como veremos. Analizaré compilaciones de relatos publicados por Alfredo Molano, Alonso Salazar Jaramillo, Patricia Lara y Guillermo González Uribe. Comenzaré refiriéndome al libro de este último autor, el más reciente de los que aquí incluyo, para luego mirar en perspectiva volúmenes publicados desde mediados de la década de 1980.

Relatos, conflicto y el Estado Los niños de la guerra (2002), una compilación de relatos testimoniales de menores de edad que pertenecieron a los grupos armados, publicada en Bogotá por el periodista Guillermo González Uribe, ofrece un buen ejemplo de cómo estos relatos luchan por encontrarle sentido a las situaciones atroces, y en el proceso hacer un llamado que involucre al lector y al contexto social en general. González Uribe recogió los testimonios entre adolescentes que habían pertenecido a la guerrilla o a los paramilitares, y que participaron en un programa gubernamental en el cual recibieron asistencia psicológica y educación, con la idea de que pudieran reincorporarse a la vida civil. Incluyó once relatos, con una introducción en la que explica cómo fueron recogidos. Las historias de este libro son relatadas por jóvenes que al llegar a la adolescencia han experimentado ya numerosas formas del horror. Han matado y han presenciado muchas muertes, sufrido abusos y humillaciones, perdido parientes y amigos de manera violenta, y ahora deben vivir con las secuelas de estas experiencias. Las nociones de inocencia y culpabilidad son por principio borrosas en este libro. Estos muchachos y muchachas cometieron atrocidades terribles mientras formaban parte de los grupos armados ilegales, pero usualmente lo hicieron porque se vieron forzados a ello, con amenazas a sus vidas. Son

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muchos los dilemas éticos que plantean al lector sus relatos, porque sabemos que fueron victimarios, causando daños incalculables con sus actos, pero aparecen también en cierta forma como víctimas de un contexto en el cual el destino que encontraron era casi ineludible. Cada historia deja la sensación de que los hablantes entraron a los grupos ilegales porque no tenían otras opciones de vida. Para empezar, muchos de ellos se unieron a esos grupos cuando eran muy niños, a los ocho o diez años de edad, lo cual legalmente los exoneraría de gran parte de la responsabilidad sobre sus actos. Pero incluso esto resulta relativizado por el hecho de que esos parámetros de legalidad no operan en el orden social que presentan estos relatos. Las reglas del juego, por así decirlo, no son las de un contexto en el que los menores de edad reciben protección y beneficios, de tal forma que no puede ser en esos términos como se plantea la reflexión en estos relatos. Lo que encuentran aquí los hablantes y su audiencia es un medio en el cual por el lenguaje se hace posible volver sobre la violencia implícita en los actos realizados por estos jóvenes, no sólo durante el momento en que ésta fue ejecutada sino también, y principalmente, en las circunstancias que llevaron a ello, las cuales siguen presentes en muchos lugares, conduciendo a otros niños y niñas a destinos parecidos. Los eventos narrados no están en el pasado, no sólo porque estos jóvenes aún viven con sus secuelas, sino también porque siguen presentes los factores que llevaron a esa violencia. Es en ellos que los relatos buscan situar nuestra mirada. Muchos de los hablantes en este libro dicen que se unieron a los grupos armados para huir de situaciones familiares violentas. Paradójicamente, la guerra les ofrecía una estructura a sus vidas. También los forzaba a matar y a presenciar asesinatos, una experiencia que todos describen como terriblemente dolorosa, pero ineludible en dichas organizaciones. Un ex guerrillero lo expresa así: “La verdad es que matar no es algo que a uno le nazca de la cabeza, sino que a uno le dicen: ‘Mate a fulano’, y si uno no lo hace genera desconfianza en el grupo. Lo pueden quebrar [matar] por esas desconfianzas” (Los niños de la guerra 54). Una afirmación como ésta plantea problemas éticos evidentes. Cuando se forma parte de una organización cuyo objetivo es matar al adversario, hacerlo no es una opción sino una obligación cuyo incumplimiento se cobra con la vida. Se trata

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sin embargo de una obligación que los jóvenes combatientes adquirieron sin tener plena conciencia de lo que esto implicaba. Ante la ausencia de protección y espacios pacíficos de pertenencia en la niñez, la estructura que ofrecen los grupos armados es percibida por ellos como algo valioso, pero a la vez difícil y peligroso. Una muchacha que se unió a las FARC a los once años, tras ser abandonada por sus padres y vivir en las calles de Bogotá por un tiempo, evoca su experiencia con la guerrilla de esta manera: “A la guerrilla yo la quiero mucho, porque ellos fueron los que me acabaron de criar. Los quiero como si fueran una familia; pero una familia que porque la embarré, me hubiera matado; una familia que no perdona” (ibíd.: 175). Con la palabra “familia” se evoca una estructura social que ofrece seguridad y atención, un espacio necesario de pertenencia, pero que a la vez impone control y amenazas, implicando fuertes demandas para sus miembros. En este caso el costo de la pertenencia es simplemente demasiado alto. El programa del Gobierno provee otra forma de estructura, que todos describen de manera positiva. Alrededor de 300 muchachos y muchachas, menores de 18 años, participan en él voluntariamente. Todos son antiguos miembros de grupos ilegales armados —como las AUC o las FARC—, que desertaron o fueron capturados por el ejército.12 Viven en edificios del Gobierno, recibiendo asistencia psicológica y entrenamiento laboral, hasta que se consideren listos para ejecutar alguna actividad lucrativa legal. En la introducción, el autor alaba el programa en estos términos: “Al conocer el proyecto, casi recobro la fe en la posibilidad de que el Estado funcione” (17). Esta afirmación es relativizada no sólo por el uso de la palabra “casi”, sino también por los relatos mismos, que describen un estado que no ofrece protección a sus miembros, donde los niños son abandonados a su propia suerte, en situaciones de tanta

12. Las FARC son las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Son un ejército irregular de aproximadamente 60000 combatientes y están activos desde los años sesenta. AUC son las Autodefensas Unidas de Colombia, una agrupación de grupos paramilitares que combate a las guerrillas. Muchos de sus miembros se desmovilizaron en un acuerdo con el Gobierno de Álvaro Uribe en 2005, pero se habla de un resurgimiento de actividades de algunos de ellos. Ambos grupos están en las listas de organizaciones terroristas de EE UU y la Unión Europea.

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vulnerabilidad que buscarán protección donde puedan encontrarla, sin importar el costo. Aunque González Uribe alaba el programa de reincorporación, permite una lectura que muestra cómo el Estado ha fallado en su obligación de proteger a estos jóvenes. Los narradores presentan una actitud similar, reconociendo los efectos positivos del programa, pero a la vez justificando su participación en los grupos armados, en un contexto donde crecer era una lucha permanente. Una muchacha que perteneció a la guerrilla defiende su lucha contra la desigualdad social, pero no los métodos que usan para librarla. Dice: “Yo quisiera que fuera una lucha legal por el pueblo, pero que fuera sin armas, sin fusiles (...). Me gustaría volver a la guerrilla, pero que la guerra fuera sin armas (...), que no mataran gente. O sea, una guerra, pero no una guerra-guerra, sino como diálogo; simplemente con palabras, planteamientos, propuestas y decisiones” (181). Con esta declaración, la muchacha reivindica la necesidad de reformas sociales, y a la vez cuestiona los medios utilizados por todos los grupos enfrentados para alcanzar ese propósito. Un ex paramilitar expresa algo similar cuando comenta lo que ha recibido del programa de reinserción: “He aprendido que por más dificultades que tenga yo no peleo. Trato de solucionar las cosas con palabras, y doy ejemplo” (117). Utilizar palabras en lugar de armas es lo que están haciendo también al ofrecer su testimonio, una opción que se ha abierto para ellos en el recinto protegido del anonimato. 13 Los dos comentarios, y otros como éstos, muestran la influencia de lo que estos adolescentes han recibido en el programa. Apelan además a un lector que se siente más cómodo en el terreno de las palabras que en el de las armas. Lejos de atacar directamente al Estado o demandar la reforma del mismo, estos jóvenes se refieren a él como una estructura social elusiva entre otras. Critican la actual configuración de la sociedad, y las instituciones que la sostienen, en relatos que aparentemente alaban una de esas instituciones. Más que una paradoja, o una estrategia retórica, ésta es una manera de expresar lo que de otra forma no podría expre-

13. Al igual que en otros libros, los nombres reales de los hablantes permanecen aquí ocultos.

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sarse, en una enunciación que podría tener el efecto concreto de facilitar más apoyo para los programas del Estado que sí funcionan. A la vez, se evita cualquier optimismo fácil al respecto, pues se deja claro que hay aún muchas cosas que no funcionan, y que el libro ofrece tan sólo la punta del iceberg. Incluye once relatos, de un programa que ayuda alrededor de trescientos jóvenes, pero la introducción indica que hay aún unos diez mil jóvenes en las filas de los grupos armados ilegales, y que las condiciones de miseria que los llevaron allí siguen presentes, y son extremadamente difíciles y dolorosas. Aunque tiene componentes políticos, el llamado que lleva a cabo este libro es ante todo ético, apelando a una reflexión sobre la guerra como algo provocado por desajustes profundos en el cuerpo social.

La voz de los sobrevivientes de la Violencia El formato adoptado por González Uribe, una compilación de relatos en primera persona unidos por su referencia común a un tema específico, con un prólogo o epílogo del autor, ha sido el más común para la publicación de narrativas testimoniales en Colombia. Alfredo Molano, un sociólogo que ha trabajado como escritor y periodista, fue uno de los primeros en utilizarlo, cuando publicó Los años del tropel (1985), una compilación de historias sobre la Violencia de los años cincuenta. Molano publicó luego muchos otros libros que contenían historias recogidas en áreas remotas de Colombia, donde prevalece la violencia y donde las leyes del Estado nunca han protegido a la población. La perspectiva de estas personas ha estado en gran parte ausente del discurso oficial, y Molano ha presentado sus libros como un medio alterno para darla a conocer. Su propósito era entonces contribuir a la creación de un archivo histórico alterno, un objetivo común en la publicación de testimonios de gente cuyas experiencias de violencia quedaron antes indocumentadas.14

14. Un autor que compartía con Molano este propósito de recuperar memorias históricas por medio del testimonio es Arturo Alape, quien también publicó varios vo-

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Como otros compiladores de relatos testimoniales, Alfredo Molano nunca revela los nombres de sus hablantes, y cambia todas las referencias geográficas y temporales en las historias, para evitar cualquier identificación de las personas que cuentan sus experiencias. Además de eso, combina varias historias en una, un método que ha recibido algunas críticas, precisamente porque despoja a las historias de su carácter identitario. En la introducción a Los años del tropel (1985), Molano explica que ese método surgió casi por necesidad: “al escuchar una y otra vez las mismas experiencias contadas por diversos protagonistas” (30). La versión final de los relatos incorporaba entonces elementos de varias historias, presentadas bajo la perspectiva de un narrador único. Al unir de esa manera distintas historias, el autor rompe hasta cierto punto con el efecto de veracidad que se espera de las narrativas testimoniales, y despoja tanto al hablante como al oyente de elementos que ayudarían a reforzar la identidad del sujeto que está tomando la voz en su relato, pero a la vez llama la atención sobre una situación de vulnerabilidad compartida. Se puede decir que en sus historias se despliegan camufladas las identidades de muchas personas que han sufrido experiencias similares de victimización. De nuevo aquí el ocultamiento se convierte en una forma de nombrar la violencia, pues no sólo apunta hacia aquellas identidades, fechas y lugares que existen tras el camuflaje, sino también hacia las rupturas en el orden social que llevan precisamente a que las experiencias sólo puedan ser contadas de esa manera. Como en tantos otros relatos testimoniales, los hablantes de Los años del tropel describen eventos que desearían no haber presenciado. Con frecuencia reiteran qué difícil es creer que dichos horrores puedan ocurrir, expresando una gran dificultad para describirlos y un deseo de olvidarlos, lo cual contribuye a aumentar los niveles de oculta-

lúmenes sobre hechos de violencia que incluyen relatos testimoniales. En La paz, la violencia: testigos de excepción (1985), por ejemplo, incluyó numerosos testimonios, junto con noticias periodísticas y relatos cortos, para ofrecer un panorama general sobre treinta y cinco años de guerra civil en Colombia; es un formato similar al que utilizó Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco (1971).

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miento que hay en los relatos. Tras narrar una serie de actos atroces, que involucran por ejemplo mujeres embarazadas a las que les era extraído el feto y reemplazado por animales, una mujer dice: “Son cosas que uno no puede creer (...) eso es mejor olvidarlo o creer que son mentiras” (131). Se trata de una declaración que se refiere en realidad a la imposibilidad de olvidar, y refuerza la verdad de lo narrado, pero señalando que se trata de algo demasiado horrendo, algo que muestra los extremos a los que puede llegar un ser humano, mientras plantea la opción de tomar medidas para que ciertos límites no sean rebasados. Muchas veces, hay también referencias a la imposibilidad de encontrar las palabras exactas, lo cual es también una manera de decir que dichos actos son percibidos como inaceptables. La misma mujer lo expresa así: “A uno le faltan palabras para decir lo que vio o lo que le contaron. Uno nunca las encontrará” (132). El lenguaje y sus códigos de representación son aquí usados para incluir aquello que los rebasa, experiencias que agrietan aquello que se percibe como normal. Esto es lo que recibe el nombre de violencia, una fuerza que quiebra lo que la gente siente que tiene (un hogar, un espacio social, afectos, un lenguaje, una identidad), produciendo miedo y la sensación de ser vulnerable. El acto de narrar una historia implica reapropiarse del lenguaje, y luchar para configurar nuevos significados dentro de él, un nuevo sentido de certeza y protección, aún cuando las amenazas siguen presentes en el mundo exterior. Voy a citar un fragmento que es particularmente relevante en este punto. En él es visible la dificultad del hablante para entender la violencia y para nombrarla, un proceso que pasa por definir los sentidos de lo social. La referencia es aquí a los antagonismos entre liberales y conservadores que produjeron la mayor parte de los horrores de la Violencia. Un narrador masculino dice haber visto la violencia de esta manera: Una vez vi llegar 13 cadáveres de unas familias liberales que habían asesinado en la vereda La María. Fue la primera vez que yo vi la violencia: a unos les habían hecho el corte de corbata; yo no sé cómo diablos les sacaban la lengua y les quedaba como una corbata; a otros les habían hecho el corte de franela, y la cabeza les quedaba colgando (...). No era la muerte lo que a uno le daba miedo sino el hecho de que se le hubiera perdido el respeto. ¿Cómo se puede aceptar tanto crimen, tanta maldad? (...). Es cierto que los liberales

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mataban a los conservadores y éstos se tenían que defender, pero destrozarlos así, con tanto irrespeto, me parecía un crimen (...). Otro día bajaron de la vereda como 23 muertos. Todos destrozados (...). Yo no sé si esos muertos eran liberales o conservadores porque eso no se sabía quién era quién, pero producían ganas de gritar ver esos cadáveres. No se conformaban con matarlos, sino que después de muertos los volvían a matar. Alguien me dijo que los destrozaban así para matarlos dos veces, dizque para matar la muerte (95-96).

Quisiera resaltar aquí los esfuerzos del hablante por definir qué es la violencia, y cómo crea una fisura en lo social, dejando a la gente sin un sentido de protección. Esto se expresa, por ejemplo, en la referencia a la falta de diferenciación entre los miembros de uno u otro partido político: la pertenencia a uno de ellos ya no ofrece un sentido de protección. Hay aquí una sensación de profunda vulnerabilidad, una incertidumbre y un miedo que resultan particularmente evidentes cuando este narrador dice que se le ha perdido el respeto a la muerte, algo que parece ser la peor transgresión, aquello que produce el mayor horror y recibe el nombre de violencia. El término “respeto” se refiere a la obediencia de normas sociales cuya transgresión se considera una ofensa muy seria, por los efectos devastadores que puede tener en una comunidad. Con respecto a los muertos, la ausencia de respecto aparece como una ofensa particularmente grave, porque las manipulaciones post mórtem hacen imposible identificar la afiliación política de los cadáveres, e incluso su forma humana. El hecho de que la identidad civil de las víctimas sea indistinguible indica que cualquiera podría haber estado en esa posición, y esto es percibido como algo que causa terror. Durante la Violencia, el proceso de “matar la muerte” era de hecho una manera de aterrorizar a los sobrevivientes de una masacre, para que huyeran de un lugar, y para que no vengaran la muerte de sus parientes muertos. En el libro Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo (2000), el filósofo italiano Giorgio Agamben señala: “La idea de que el cadáver sea merecedor de un respeto especial, de que exista algo como una dignidad de la muerte no es, en rigor, patrimonio de la ética. Hunde más bien sus raíces en el estrato arcaico del derecho” (82). Desde esta perspectiva, el cuidado que se otorga a los muertos deriva de regulaciones sociales cuyo propósito es garantizar la cohesión y el funciona-

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miento de una comunidad, evitando aquello que puede perturbarla gravemente. Agamben menciona que en el mundo antiguo el honor y el cuidado que se les brindaba a los cadáveres tenían como objeto evitar que el espíritu de esa persona (o su imagen) permaneciera en el mundo de los vivos, como una presencia amenazante. La profanación de los cadáveres se consideraba una ofensa horrenda, porque impedía cualquier forma de reconciliación con los muertos, pero era una táctica utilizada con frecuencia como arma de guerra, precisamente por su capacidad para atomizar y debilitar las comunidades. Es éste el carácter que adquieren en los relatos testimoniales de Los años del tropel (1985) los rituales post mórtem, que aparecen también en muchos otros testimonios sobre la Violencia. María Victoria Uribe, quien ha estudiado estos rituales extensamente, menciona en Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpretativo sobre el terror en Colombia (2004) que la lógica de los mismos reside en el intento por destruir cualquier identificación entre los asesinos y sus víctimas, reforzando su “otredad”. Son procesos que buscan uno de los efectos más atroces de la violencia: la disolución de las comunidades, a través de la ruptura de aquellos vínculos que las mantienen unidas, entre ellos, el respeto por los muertos. El proceso de exhibir los cadáveres reconfigurados, de hecho, tuvo durante la Violencia en Colombia el efecto muy concreto de provocar la huida de los habitantes del área donde estos hechos habían ocurrido, por el temor que provocaban entre los sobrevivientes. Estos últimos se convertían así en potenciales víctimas, algo evidenciado en el hecho de no poder revelar su identidad al emitir sus testimonios de supervivencia, algo que ocurre también en los libros de Uribe. En el prólogo de Antropología de la inhumanidad, la autora se refiere a las personas que han ofrecido sus historias de esta manera: “Por respeto a su integridad personal sus testimonios deben permanecer anónimos. Por ello, en este ensayo no hay nombres propios, y los eventos carecen de localización geográfica y temporal precisa” (16). Esta ausencia de referentes localizables es un síntoma más de las fisuras que deja la violencia. En los relatos mismos, esta ausencia se convierte en un vacío que los hablantes buscarán suplir, con su propia búsqueda de aquellos significados que fueron quebrados por la violencia.

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Declarar una presencia en el escándalo de la muerte Una vulnerabilidad aún más compleja aparece en el libro No nacimos pa’ semilla (1990) de Salazar Jaramillo, donde se recogen varios testimonios de habitantes de las llamadas “comunas” de Medellín, durante una época a finales de los ochenta, cuando los narcotraficantes reclutaban a muchachos muy jóvenes para trabajar como asesinos a sueldo. Las historias de este libro se refieren principalmente a la vida de estos “sicarios”, que se volvieron emblemáticos de las temerarias ramificaciones del tráfico transnacional de narcóticos. La abundancia de dinero ilegal y las actividades criminales ligadas a él, llevaron a una situación de extrema violencia en Medellín, centro del conocido Cártel de Pablo Escobar, responsable de los peores asaltos a la población.15 Este libro se diferencia de los otros principalmente porque sus hablantes provienen de un contexto urbano, y porque en sus referencias al narcotráfico sobrepasa el contexto nacional, aunque es la más “localizada” de todas las compilaciones, pues todos los testimonios vienen del mismo barrio. No hay aquí una “guerra nacional”, o un proyecto que justifique las matanzas, sólo jóvenes que matan y son matados en venganzas privadas o en la práctica de crímenes cuya motivación es el lucro. Cualquier mirada sobre los factores que conducen a dicha criminalidad encontrará una red en la que se entrelazan las violencias locales con las que se han dado a nivel nacional desde hace años, y con aquellas circunstancias transnacionales que han hecho del narcotráfico un fenómeno tan rentable y devastador para los sectores marginales globales.

15. Fue esta la época en la que Medellín empezó a ser conocida como la capital internacional del crimen, una reputación que desafortunadamente aún conserva. Los índices de homicidios subieron exponencialmente y la campaña de terror emprendida por Escobar llevó a una situación en la que los estallidos de bombas, los secuestros y los asaltos se volvieron parte de la cotidianeidad para los habitantes de la ciudad. No nacimos pa’ semilla (1990), y las novelas La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo, y Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco Ramos, son algunos de los libros más conocidos sobre este período. Los dos últimos fueron además llevados al cine, en producciones transnacionales.

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A nivel local, el libro parece ofrecer una mirada sobre un mundo regido no por las leyes del estado, sino por un orden alterno de violencia. Presenta una situación en la cual el estado se ha convertido en una presencia hostil, dentro de un orden social autorregulado, con sus propias normas con respecto al uso de la violencia. En un análisis incluido al final del libro —que ha orientado, por cierto, la lectura del mismo—, Salazar Jaramillo escribe: “Los sectores populares ven al estado como algo lejano o enemigo. ‘Llegó la ley’ dicen cuando llega la policía” (190). Esta alienación con respecto a la Ley del Estado llega a justificar la configuración de un régimen alterno para el control de la violencia. Uno de los hablantes, que organizó un grupo de autodefensa para matar a los delincuentes de su barrio, dice: “Si recurrimos a la ley esperando soluciones, y por el contrario veíamos que los tombos [policías] se aliaban con los delincuentes ¿Qué podíamos hacer?” (85). Ese orden alterno implica mucho más que armas. El lenguaje es apropiado para naturalizar comportamientos criminales, y muchas palabras de uso cotidiano son resignificadas para el contexto de violencia. Un glosario que contiene sobre todo palabras relativas al acto de matar o ser matado llena diez páginas al final del libro. El cuerpo asesinado es llamado “el muñeco”, por la tradición de hacer muñecos rellenos de pólvora a final de año, para quemarlos con la llegada del año nuevo. El hecho de matar y morir es así articulado como un ritual lúdico para la despedida de un ciclo natural en la vida. Más de diez verbos que nombran actos cotidianos son usados para referirse al acto de matar, entre ellos “mascar” y “acostar”. Expresiones similares hablan de ser asesinado, o encontrarse bajo amenaza de muerte. Cuando alguien quiere matar a otra persona, se dice que está “enamorado” de ésta, en otra transposición lúdica. La disolución de los tabúes con respecto al acto de matar se expresa profusamente. Un hablante dice: “Uno aprende a matar sin que eso le moleste el sueño” (26). Otro: “Eso de matar es una cuestión que para uno ya es normal” (114). Los relatos dejan claro que también es normal esperar una muerte temprana, por la misma violencia. Un sacerdote católico que ofrece su testimonio al final del libro y que ha trabajado con estos muchachos por mucho tiempo, dice que éstos dejan instrucciones precisas sobre cómo deben ser sus funerales, afirmando

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que son religiosos “a su manera” (171) y cuentan con la perspectiva de una vida después de la muerte. Como en la mayor parte de las compilaciones de testimonios, los nombres de los hablantes y de todos los personajes involucrados en las historias son cambiados en No nacimos pa’ semilla. En este caso, sin embargo, sería problemático pensar que los relatos proveen un medio para el despliegue y el eventual reconocimiento de las identidades ocultas. No parece haber aquí un marco social de referencia para esto. Cuando uno contempla este orden autorregulado en el margen de la nación y el Estado podría preguntarse, como lo hace Jean Franco en su interpretación del libro, si estos relatos promueven una percepción de estos jóvenes, y de todas las personas que los rodean, como gente que está conspirando para alcanzar su propia destrucción (2002: 224). Según Franco, es en las dinámicas de género donde podemos encontrar la lógica de este orden supuestamente autodestructivo. Las mujeres son aquí las sustentadoras de este orden, las que lo facilitan y lo redimen. Estos jóvenes veneran a la Virgen y a sus madres, a quienes siempre aspiran a dejar en buena posición tras su muerte, como lo indica Salazar Jaramillo en el libro: “Si la Virgen es el ídolo del cielo [para los sicarios], la Madre es el ídolo de la tierra” (No nacimos pa’ semilla 198). Señala el autor además que muchos de ellos dicen que no les importa saber que morirán jóvenes, porque su motivación al trabajar como sicarios era conseguir dinero para sus madres. Cita a uno de ellos que dice: “Si mi cucha [madre] queda bien, yo muero tranquilo” (ibíd.: 199) Esta dinámica de género sin duda relativiza la lógica de la destrucción, proveyendo una garantía de preservación y reproducción. Aún con dicha salvaguarda, No nacimos pa’ semilla nos coloca en la peculiar posición de escuchar a personas que mueren mientras leemos. Sus voces, por decirlo de alguna manera, están huyendo siempre (más que ocultarse, nos evaden).16 El texto, sin embargo, describe otros me-

16. En una interesante lectura de este libro, Hylton y Duno-Gottberg (2008) señalan que es el exceso mismo de violencia lo que lleva a que permanezca siempre en estos relatos un aspecto que nos elude. Vinculan esto, además, con la idea desarrollada por Slavoj Zizek (quien a su vez la toma de Lacan) de lo real como algo inalcanzable, que se manifiesta sólo en sus efectos. Desde esta perspectiva, aquello

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dios por los cuales estos sicarios dejan testimonio de la violencia que los rodea, en un lenguaje que no necesariamente involucra el uso de palabras. Sus relatos nos dan acceso a una vía por la cual estos muchachos nos hablan, involucrando sus propios cuerpos como medio para articular una lógica que los sobrepasa. En un contexto con pocas opciones legales para ganar dinero, las demandas de la cultura de consumo los conducen a una vida criminal. Saben que esto les llevará a morir jóvenes, pero se las arreglan para que esa muerte despliegue una voz, definida por su propia negación. Despojada de todo heroísmo, la muerte de los sicarios busca ser escandalosa. El sacerdote que ofrece su testimonio en este libro habla de que estos muchachos dejan instrucciones precisas para sus funerales, y dice que son ruidosos, acompañados por fiestas que a veces duran días. Así describe uno de esos rituales: “El velorio y el entierro fueron un completo carnaval. Los muchachos de la banda tuvieron el cadáver tres días en la casa. Escuchando salsa, soplando y bebiendo” (169). La procesión fúnebre de ese muerto es descrita así: “En cada esquina (...) descargaban el ataúd, le ponían música loca, salsa y rock, y le conversaban” (169). La ceremonia se extiende de manera igualmente ruidosa y altamente visible durante la misa de difuntos, y por varios días después. A través del escándalo de su muerte —es decir, de su muerte planeada como un escándalo—, los sicarios declaran una presencia, articulada en la extrema negación de su identidad, que será reconocida sólo en su propia disolución. Aunque el orden de la vida en las comunas parece funcionar adecuadamente, con las reglas, el lenguaje y los rituales necesarios para perpetuar su ciclo de autodestrucción, las muertes continuas de estos chicos son siempre desafiantes, apuntando a una falla en los órdenes más amplios en los que participan —el Estado, la economía global, etc.—. Salazar Jaramillo ofrece muchas claves sobre cómo se debe buscar la solución a esta situación (de hecho él mismo emprendió luego una carrera política que lo llevó a ser elegido alcalde de Medellín en

que queda fuera de los relatos testimoniales es precisamente lo real como tal, de lo cual podemos conocer sólo sus trazas.

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2006). Pero más allá de las sugerencias que ofrezca el autor sobre lo que debe hacerse, la sola presencia del libro, como cuerpo de evidencia, puede ser considerada una intervención. Desafía el olvido y el silencio, declarando una presencia en el uso de la palabra.

El testimonio y los límites de la no-violencia El último libro que mencionaré, Las mujeres en la guerra (2000), de Patricia Lara, es declaradamente un esfuerzo por intervenir con las palabras en el campo de las armas. En su prólogo, Lara manifiesta que su intención es participar en un proyecto de cambio social definido por la exclusión total del enfrentamiento armado. Todos los hablantes son aquí mujeres que han sido afectadas por la guerra.17 Algunas son víctimas civiles: una campesina desplazada, viudas o madres de personas asesinadas, y una muchacha que fue secuestrada por la guerrilla. Otras son miembros o ex miembros de los grupos armados ilegales: tres de la guerrilla y una de los paramilitares. Sus relatos contienen sobre todo recuerdos de traumas pasados, y la autora expresa una esperanza de que al leer acerca del dolor que producen las acciones violentas, la sociedad reflexionará sobre la necesidad de evitarlas. Lara indica que cambió muy pocas cosas en los testimonios, y que todas las narradoras revisaron y autorizaron los relatos antes de que fueran a la imprenta. Los traumas causados por la guerra aparecen en este libro como una experiencia compartida, con el potencial para reunir a las partes enfrentadas en un conflicto. Tras conocer a algunas viudas de soldados y policías, y ser testigo de su dolor, la viuda de un líder de la izquierda afirma: “Hasta ese momento, yo pensaba que en la guerra solamente habíamos sufrido los civiles y los de izquierda. Pero ese día 17. Antes de Lara, Salazar Jaramillo publicó un libro similar, Mujeres de fuego (1993), en el que incluía relatos sobre experiencias de violencia por boca de varias mujeres: dos combatientes de grupos paramilitares, dos narcotraficantes, la madre de una persona desaparecida, una jueza encargada de casos criminales y una guerrillera. Este libro no fue tan exitoso como Las mujeres en la guerra, que luego fue convertido en una obra de teatro que se representó durante varios meses en Bogotá y otras ciudades.

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sentí el dolor de los otros, ese dolor que no había visto o que no había querido ver. Entonces me di cuenta que el dolor es igual para todos” (207). Esta identificación con el dolor del otro, que está en la base de la concepción de la ética en Emmanuel Lévinas, señala el surgimiento de un sentido de comunidad, más allá de las identidades individuales —definidas en términos de orientación ideológica, ser civil o ser militar, etc.—. En este libro, los relatos aparecen como un medio para expresar y experimentar el dolor causado por la violencia, de una manera en la que sea posible reaccionar a ella sin ejercer ninguna forma de venganza. La selección de hablantes es consistente con este proyecto. En primer lugar está la decisión de incluir sólo testimonios de mujeres, justificada por la autora en el hecho de que los hombres provenientes de frentes opuestos no accedían a narrar sus historias para un libro que incluiría también las de sus enemigos (18). Lara reúne así a representantes de sectores antagonistas de la sociedad: guerrillas, paramilitares, militares, civiles, campesinas, habitantes de las ciudades, miembros de las clases más altas y más bajas. Contrariamente a lo que ocurre en otros libros, muchas narradoras aparecen aquí con sus nombres reales. Las excepciones son las dos guerrilleras, la campesina desplazada, y la mujer que fue secuestrada. Sus nombres, como en otros textos, han sido cambiados aquí por Lara para protegerlas. El proyecto de reunir personas provenientes de diversos sectores de la sociedad incluye entonces integrar a quienes pueden exponer su identidad con quienes deben ocultarla. Los relatos testimoniales no aparecen aquí sólo como un medio para el despliegue de dichas identidades, sino la base sobre la cual sería posible construir un nuevo orden social, basado en el concepto de “paz”. No todos los testimonios aquí incluidos comparten la desaprobación de la guerra que declara la autora. Tanto la comandante guerrillera, quien usa su alias de guerra Olga Lucía Marín, como la combatiente de las fuerzas paramilitares, Isabel Bolaños, defienden el uso de la lucha armada como medio para alcanzar una causa noble. Alias Marín justifica la actividad guerrillera con este argumento: “La oposición armada existe porque no podemos quedarnos manicruzados ante la represión, ante el asesinato de los pequeños propietarios para despojar-

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los de sus tierras, ante el hambre y las desigualdades” (112). Bolaños utiliza un argumento paralelo para justificar su lucha con los paramilitares en contra de la guerrilla, pero citando una causa distinta: “Era legítimo armarse. Pensaba que, a pesar de la corrupción y de todas sus deficiencias, el régimen democrático era el mejor (...) [Yo peleaba] por la defensa de la propiedad privada, de la libertad física, de credo político y religioso” (180). Presenciamos aquí la confrontación de dos imperativos morales que sirven como justificantes de la muerte violenta, en el contexto de una guerra que se percibe como “justa”, por los objetivos que persigue y por estar combatiendo un orden ideológico que se considera “injusto”.18 Cada uno de estos dos imperativos aparece aquí desplegado retóricamente para apoyar el proyecto político de cada una de las narradoras. Si tomáramos por aparte cada uno de sus relatos, tendríamos que van en contra de las intenciones de la autora, y que las narradoras los usan como un medio para defender su uso de la violencia. Cuando aparecen reunidos en el cuerpo del libro, sin embargo, ofrecen en realidad la opción de un encuentro no-violento de posiciones divergentes. Se trata de una posición ética que no se define en la defensa a ultranza de un imperativo moral, sino en consideraciones sobre la necesidad de evitar la violencia y el daño que causa a los individuos y a la sociedad. Hay algunos momentos en estos relatos donde la justificación de la lucha armada parece ser en realidad una narrativa que ayuda a soportar los aspectos traumáticos de la guerra. La comandante guerrillera dice: “Yo tengo claro que estoy en la lucha armada porque es una necesidad para el país. Es que si uno no tiene eso claro, no aguanta: son

18. La idea de la violencia como un medio que puede ser justificado por el fin que persigue tiene una larga tradición en el pensamiento filosófico, religioso y político. Una confrontación violenta es por lo general definida como “guerra justa” cuando persigue una causa noble, en una tradición de pensamiento que puede ser trazada hasta santo Tomás de Aquino. Una importante crítica de esta línea de pensamiento es la que realiza Walter Benjamin en su “Crítica de la violencia” (1927). Hannah Arendt retomaría los argumentos de Benjamin para elaborar su propia reflexión sobre este punto, en el libro Sobre la violencia (1970).

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muchos los compañeros que se mueren, es mucha la gente que uno quiere que desaparece, mucha la falta que le hacen a uno los hijos y la familia” (117-118). La lógica de la violencia como un medio justificado por el fin que persigue se encuentra aquí revertida: el proyecto político se convierte en el “medio” para justificar la guerra, que es ahora una realidad cotidiana con la cual es necesario convivir. La “nación” misma, en cuanto proyecto colectivo, se ha convertido también tan sólo en otra narrativa que media los horrores, sin poder justificarlos. Esto resulta aún más evidente en la historia de Dora Margarita, una ex guerrillera que por no haber estado en una posición de mando tuvo una experiencia de combate más directa y habla muchas veces sobre los dolores y traumas que esto le produjo. Dice: “Lo más duro de la guerra es la muerte, la pérdida de los compañeros. Son dolores que se van acumulando. Uno no es consciente de ello mientras está en la lucha. Pero cuando para, lo devora a uno el dolor de cada muerto, de todos los muertos” (70). El desencanto de esta mujer con la lucha armada proviene de un dolor que la ha llevado a cuestionar la validez de las razones para combatir. Hacia el final de su relato, hace una declaración consistente con el propósito declarado por la autora en el prólogo del libro: “Las armas no son la salida. Lo digo con la información y la experiencia que tengo hoy” (77). Se trata de una interpelación directa al lector, a quien la narradora quiere entregarle una enseñanza autorizada por un aprendizaje recogido en experiencias que la pusieron en contacto con la extrema vulnerabilidad de los seres humanos. En un momento en que Dora Margarita se refiere a un soldado a quien debió vigilar como prisionero de la guerrilla, por ejemplo, dice que desarrolló una amistad con él, sintiéndolo más cercano en ocasiones que sus propios compañeros de lucha, y reflexiona: “Si antes de empezar a matarnos tuviéramos tan sólo la oportunidad de conversar (...). Si fuéramos capaces de ver al ser humano que hay detrás del hombre armado que está enfrente (...). Si al menos pudiéramos comunicarnos, pararíamos la guerra y rescataríamos el país” (64). El uso del tiempo verbal hipotético se refiere a una posibilidad impracticable pero deseable, es decir, a algo que no ocurre pero es posible imaginar por el lenguaje. Ese momento situado “antes de empezar a matarnos” se refiere en realidad a lo que ocurre después de que se han perpetrado

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las muertes, es decir, cuando se ha presenciado el efecto de las mismas y se desea evitarlas, o haberlas evitado. La historia de esta mujer está configurada como un progresivo “despertar” a las realidades de la guerra: va desde la rebeldía de la juventud, cuando se unió a la guerrilla para buscar el cambio social, hasta la desilusión de sus años de madurez, cuando dedica su tiempo a una serie de prácticas espirituales que la ayudan a sobrellevar el trauma de la guerra. Su testimonio podría ser interpretado como un relato ejemplar de desilusión con la lucha armada, si no fuera por la forma como sabemos que fue configurado. Lara nos explica en el prólogo que la narración de Dora Margarita es la única en la que se juntan las experiencias de dos personas distintas. Una de las mujeres cuyo testimonio está incluido en la historia es efectivamente una guerrillera que dejó la lucha armada y que está severamente traumatizada por la experiencia de la guerra, la otra es una guerrillera activa, que luchó a su lado varias veces, y que llena las lagunas en la memoria de la primera con sus propios recuerdos sobre los hechos. Lara explica que esta segunda mujer no está desilusionada con la guerra de guerrillas, un hecho que relativiza el carácter ejemplarizante del relato. Aunque la versión impresa de la historia privilegia una visión pesimista de la guerrilla, quedan en ella los trazos de una visión optimista de la misma. Una vez más, los relatos testimoniales aquí incluidos cuestionan el proyecto del libro, sin invalidarlo. Lo que recibimos es un conjunto de historias, reunidas en el cuerpo del libro, que dan testimonio sobre la posibilidad de reunir versiones divergentes sobre la experiencia de la guerra, en el campo del lenguaje. Ninguna de ellas es totalmente defendida o condenada, ni siquiera la que presenta la propia autora. Esta flexibilidad posibilita una nueva forma de agencia, definida por la confrontación que no implica agresión física. Al igual que los sobrevivientes de la violencia, los relatos testimoniales se mueven en un terreno en el cual los significados se han quebrado por la intrusión de la violencia. Cuando estos relatos son presentados sin identificar a los hablantes, se están refiriendo a la vez a ese nombre ausente, oculto, que lucha por salir a la luz. Al presentarlo de esa manera, en su propia negación, participan en un esfuerzo políti-

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co por llenar los vacíos dejados por la violencia en una comunidad. Es así como los relatos testimoniales declaran su presencia en el mundo, y también como involucran a los lectores y a los oyentes en el acto de testimoniar la violencia. Es un acto que nos confronta con nuestros propios límites, nuestra propia participación en la violencia que aparece en el texto. Se trata de un proceso por el cual nos enfrentamos con nuestra propia necesidad de darle sentido a la violencia, un llamado ético para entender, articular y actuar para minimizar el horror causado por la práctica de la violencia en el mundo.

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CAPÍTULO V Los varios sentidos del desarraigo

Quiero comenzar este último capítulo, dedicado a las violencias recientes y a la forma como han sido narradas por una literatura que cada vez más se incorpora en el mercado cultural de la globalización, evocando un episodio que ocurrió durante el Festival de Cine Latino de San Francisco del año 2001. Yo vivía entonces en esa área y tenía mucho interés por ver en dicho Festival una película realizada el año anterior en Colombia por el director Barbet Schroeder, quien tenía conexiones emocionales con el país por haber vivido allí durante varios años en su niñez. Se trataba de la adaptación cinematográfica de la novela de Fernando Vallejo La virgen de los sicarios (1994), que para ese entonces se había convertido ya en una de las obras literarias latinoamericanas más leídas de los años recientes. La película fue presentada en el teatro Castro, situado en el barrio de San Francisco que lleva ese mismo nombre, y el director estaría presente en la proyección. Yo me encontraba entre el público. La novela de Vallejo no había tenido una gran acogida inicial en Colombia cuando fue publicada en 1994. Su evocación de los años de horror que vivió Medellín en la época de la peor violencia del narcotráfico resultó quizás demasiado brutal en un país que aún no se recobraba del régimen de terror que impuso Pablo Escobar, en su campaña contra el Estado colombiano. La novela presentaba sin embargo muchos puntos de reflexión sobre ese momento crítico, que afectó principalmente a los habitantes de las ciudades, en un país

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donde la mayor cuota de violencia la había llevado siempre el campo, y su importancia fue destacada por varios sectores intelectuales del país. Muy pronto, sin embargo, se comprobó que el libro estaba llamado a trascender con creces la circunstancia local a la cual se refería. La prosa de Vallejo y su estilo provocador lograron cautivar luego a miles de lectores más allá de las fronteras de Colombia, inicialmente en el mercado del libro en español, y luego en el de los muchos otros idiomas al que fue traducida la novela.1 En pocos años la novela se convirtió en una suerte de best-seller global. La presentación de la película en el teatro Castro venía respaldada por ese relativo éxito de ventas y por el prestigio de la novela, que para ese entonces había sido objeto de numerosos análisis críticos en todo el continente, y se había convertido en material de lectura en muchas universidades de América Latina y los Estados Unidos. La adaptación, realizada sobre un guión del propio Fernando Vallejo, prometía desviarse poco de la novela. El Castro estaba en su máxima capacidad, con una audiencia conformada por una interesante mezcla de seguidores del cine gay (que tiene en ese teatro una activa sede), latinoamericanos expatriados y gente interesada en el cine artístico, especialmente aquel que representa las marginalidades globales. La presencia en la sala del emblemático director Barbet Schroeder, quien comentaría la película al final de la proyección y respondería preguntas del público, aumentaba la expectativa.2 Para quienes habíamos leído la novela en

1. En el prólogo al libro El valor de la cultura: Arte, literatura y mercado en América Latina, editado por Cárcamo-Huechante, Fernández-Bravo y Laera (2007), los editores se refieren en detalle a la forma como La virgen de los sicarios se fue expandiendo progresivamente al mercado global, tras haber sido originalmente un libro cuya circulación, incluso en Colombia, fue muy limitada. 2. Barbet Schroeder y su empresa productora, Les Films du Losange, poseen un carácter casi mítico entre el público de los festivales internacionales de cine. Algunas conocidas películas de la “Nouvelle Vague” francesa, entre ellas las del legendario Eric Rohmer, fueron producidas por él. También su labor como director es ampliamente reconocida, con obras que van desde películas artísticas con propuestas bastante radicales, como Maitresse (1975), hasta otras de carácter más comercial, como Single White Female (1992).

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su primera edición de pocos ejemplares, ese momento constituía una mirada a la culminación del periplo seguido por la ficción de Vallejo, desde su nicho local inicial hasta su proyección transnacional. El sentido inicial de la obra se había sin duda alterado y multiplicado en el trayecto. Pero más allá de las implicaciones que tendría aquella proyección en términos de la trayectoria específica de un escritor latinoamericano, interesan aquí las reconfiguraciones y apropiaciones que tienen las violencias locales a las que se refería Vallejo, hasta llegar a ese momento, en el cual la historia relatada en su novela, ahora en formato visual, transitaba el circuito global de los festivales de cine. El trayecto además no culminaría allí, pues actualmente la película sigue circulando en formato DVD, promocionada como film gay y como película sobre la marginalidad del Tercer Mundo, y la novela multiplica sus ediciones en varios idiomas. Su portada, por cierto, no lleva ya el sugerente óleo de Ethel Gilmour incluido en las primeras ediciones, sino un fotograma de la película.3 El libro de Vallejo había seguido así una trayectoria ya recorrida por otras obras latinoamericanas bien conocidas, como Plata Quemada (1997), de Ricardo Piglia, y Cidade de Deus (1997), de Paulo Lins, las cuales se convirtieron también en películas de proyección transnacional, siguiendo un circuito similar al de la novela de Vallejo.4 La trayectoria ha sido parecida para muchas otras novelas latinoamericanas que relatan violencias locales, aunque en versión reducida para aquellas que no son luego trasladadas al cine. Néstor García Canclini (2006) ha descrito la globalización como un “sistema difuso de interdependencias des-localizadas” (130), donde las rupturas y el

3. La pintura de Ethel Gilmour, una artista norteamericana radicada hace años en Medellín, representa en sus ángulos inferiores dos ametralladoras que disparan un humo rojo y amarillo, el cual se convierte en el halo de una virgen situada en la parte superior del cuadro. 4. La película Plata quemada se estrenó en el año 2000, dirigida por Marcelo Piñeyro y coproducida por compañías de Argentina, España y Uruguay. Cidade de Deus se estrenó en el 2002, dirigida por Fernando Meirelles y Kátia Lund, y coproducida por compañías de Francia y Brasil.

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conflicto entre imaginarios desiguales son algo implícito en la definición misma de la vida social. En dicho escenario, y en el contexto latinoamericano, la literatura que se ocupa de la violencia, y que dirige su mirada a los circuitos transnacionales del libro y la lectura, enfrenta su objeto desde un doble desplazamiento: el primero de ellos suscitado por los actos violentos que aparecen en el relato, los cuales provocan (o provocaron) múltiples reconfiguraciones en el contexto local, y el segundo por el posicionamiento del libro en el circuito global, un proceso que implica también una serie de complejas recomposiciones simbólicas. Los muy diversos elementos que entran en juego en la escritura, publicación y recepción de un libro adquieren un peculiar impacto cuando se habla de historias violentas, que por un lado resultan intensamente atractivas para los lectores, pero por otro se adentran en las más profundas heridas de una sociedad, heridas que pueden haber tocado de manera directa o indirecta a algunos de esos lectores. En el circuito local, donde se encontrarían por lo general situadas aquellas personas a quienes la violencia narrada toca más de cerca, el tipo de reacción que ésta suscita tiene un sentido diferente al que tendrá para los lectores globales. Es significativa en este sentido la distancia que separa la reacción provocada por la novela de Vallejo en Colombia desde que hizo su debut en 1994, a la que suscitara su versión cinematográfica en aquel Festival de San Francisco en 2001. En el contexto local, el debate se había centrado en la forma como Vallejo se refería a la situación que vivió Medellín durante los peores años de la violencia del narcotráfico, con admoniciones de algunos críticos sobre los efectos nocivos que podría tener esta novela en un escenario de tanta vulnerabilidad como lo era el de la Colombia de aquellos años.5 En los comentarios

5. Véase por ejemplo la bienintencionada pero algo ingenua nota de Germán Santamaría (2000), quien citando los llamados de Vallejo a bombardear a Colombia, o a enseñarle a todos los jóvenes cómo matar y robar, para acabar pronto con el país, hizo un llamado a boicotear la novela y la película. Como es de suponer, esfuerzos como éste sólo contribuyeron a aumentar la popularidad tanto del libro de Vallejo como de la película de Schroeder.

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que hizo Barbet Schroeder al final de la proyección de la película en San Francisco no hubo ninguna referencia a esta situación específica. Tanto la presentación del director como las preguntas del público hablaban de la película como recreación del drama de un escritor homosexual que pasa por una especie de crisis de la edad madura, y que para enfrentarla se dedica a buscar el amor en un contexto de riesgo y violencia. La historia se había transformado en su trayecto por el circuito transnacional, aunque algunos de sus elementos seguían siendo los mismos. El propósito de este capítulo es reflexionar sobre la forma como se manifiesta en algunas novelas colombianas recientes este proceso, determinado tanto por demandas de mercado como por los retos expresivos que plantean las nuevas formas de violencia que se han dado en los últimos años del siglo xx y los primeros del xxi. Como bien lo señala la reciente compilación de Jorge A. Restrepo y David Aponte (2008) —con investigaciones sobre el tema realizadas por el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (CERAC), de Bogotá—, la violencia asociada al conflicto armado sigue activa en Colombia, aunque se han modificado algunas de sus prácticas. A esto se le suma el aumento y la diversificación de la violencia urbana, involucrando cada vez más a los jóvenes, y acompañada por una sofisticación de las redes de crimen organizado. Cuando estas situaciones de violencia son abordadas por una literatura que busca entrar en el circuito global, son resignificadas en términos transnacionales, pero las huellas de lo local no se borran del todo, pues muchas de las reconfiguraciones que aparecen en el texto vienen de las rupturas que trae consigo la violencia misma.

Literatura, violencia y mercado global Tras unas consideraciones generales sobre el contexto en que funciona actualmente el mercado hispanohablante del libro, haré referencia específica a varias novelas colombianas que circulan en él (o en algunos casos más allá de éste, en traducciones), avaladas por el prestigio de premios literarios, considerable respuesta crítica, y un relativo éxito de

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ventas.6 Me concentraré específicamente en novelas que se refieren a violencias que han tenido secuelas catastróficas en su contexto, y que son recreadas en obras literarias que llegarán tanto a lectores del contexto directamente afectado por los actos atroces, como a otros que sólo habrán oído hablar de ellos en los medios de información. Me interesa, entre otras cosas, observar de qué manera la literatura dialoga justamente con las nuevas dinámicas de circulación de las violencias en los medios globales. He elegido novelas de autores cuyos nombres son fácilmente reconocibles: la ya mencionada novela de Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios (1994); Cartas cruzadas (1995), de Darío Jaramillo Agudelo; Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco Ramos; La multitud errante (2001), de Laura Restrepo; y El síndrome de Ulises (2005), de Santiago Gamboa. He querido centrarme en obras cuya temática se refiere a violencias con componentes tanto globales como locales, pero algunos de los puntos que mencionaré podrían aplicarse a obras de otros autores colombianos que también han tenido una relativamente exitosa proyección internacional, ganando premios literarios y recibiendo atención crítica fuera de Colombia, como Mario Mendoza, Evelio Rosero, William Ospina, Héctor Abad Faciolince y Juan Gabriel Vásquez.7 Todas las novelas que analizaré se ocupan específicamente de la violencia como fenómeno social que provoca rupturas fundamentales en su contexto. En todos los casos esta violencia aparece ligada a reali-

6. Los números de ventas que manejan actualmente las editoriales no son nunca los que se manejaban durante la época del boom, cuyos autores (principalmente Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes) siguen siendo hoy en día los más vendedores de América Latina. 7. Algunas de las obras en las que estos autores se ocupan de la violencia colombiana, y los premios internacionales que han obtenido, son: Mario Mendoza, con Satanás (2002), premio Biblioteca Breve de Seix Barral; Evelio Rosero, con Los ejércitos (2007), premio Tusquets de novela; William Ospina, con El país de la canela (2008), premio internacional de novela Rómulo Gallegos; Héctor Abad Faciolince, con la importante novela Angosta (2004) y las memorias El olvido que seremos (2006), premio Casa de América Latina de Portugal; y finalmente Juan Gabriel Vásquez, con El ruido de las cosas al caer (2011), premio Alfaguara de novela.

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dades de desplazamiento y sentimientos de desarraigo que prevalecen en los tejidos sociales representados, sobre los cuales se invita a una mirada reflexiva, que involucra al lector. Pero esta violencia a la vez se narra con frecuencia en historias cargadas de erotismo y drama, que unidas a esquemas narrativos genéricos, vigorizan la prosa y facilitan el consumo no problemático del relato. Esta última circunstancia daría para señalar en estas novelas una fetichización de las realidades catastróficas descritas, por la cual pasarían a proyectarse en ellas una serie de deseos y temores poco relacionados con las violencias reales que las suscitan. La violencia resultaría así más fácilmente traducible a los códigos del mercado global, lo que a su vez aumentaría la demanda y facilitaría la circulación de esta literatura. Tenemos sin embargo que en estas obras no se han borrado por completo los trazos de una inquietud crítica y reflexiva sobre el contexto social. En la búsqueda de recursos para representar actos atroces se indaga por el sentido de los mismos, su origen, sus consecuencias, y la manera como se vinculan a realidades sociales y humanas más amplias, invitando al lector a una mirada que no deja de ser indagadora, y hasta cierto punto ética, en cuanto se le enfrenta con personajes cuyas vidas han seguido un curso determinado entre otros posibles, el cual ha tenido consecuencias funestas e irreparables.8 En respuesta a las demandas del mercado transnacional, las novelas tienden a presentar los conflictos como hechos acabados, y expuestos para su contemplación, desde una posición en la cual la gratificación que provee la lectura dificultaría, en lugar de favorecer, ese posicionamiento ético que ofrecería la representación de actos violentos. Dentro del mercado editorial, por otra parte, tienden a promoverse estas novelas en sus aspectos más dramáticos y llamativos, de tal forma que circulan como libros con un cierto contenido social, pero ante todo impactantes y de fácil lectura.9 Al respecto, Jill Robbins (2003) ha

8. La forma como de esta manera se involucra éticamente al lector en la narración fue analizada en la introducción a este libro. 9. La más reciente contracubierta de Alfaguara para La virgen de los sicarios, por ejemplo, la describe como la “parábola de una raza a la deriva y en última instancia de la condición humana sin sentido ni posible redención”. La referencia

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señalado que en el contexto editorial español de la globalización, y con la incorporación a conglomerados transnacionales de editoriales que sirvieron como espacio de resistencia a la dictadura franquista, los editores apelan tanto a públicos generales, como a grupos que antes asociaron dicha resistencia con la producción cultural latinoamericana, quienes encuentran en estas obras una ilusión de compromiso con conflictos hacia los cuales proyectan sus propias ansiedades políticas. En dicho panorama, la inclusión de temáticas de violencia en esta literatura se mueve entre dos rutas divergentes, enfrentadas por el texto desde una perspectiva que quisiera clasificar como ansiosa, en la cual se daría más un deseo de ética que la posibilidad real de la misma. Es un hecho que me gustaría vincular tanto con las realidades de violencia a las que se enfrentan estos escritores, y que alimentan sus obras, como con la deslocalización de los referentes que promueve la globalización. Se trata de un proceso en sí mismo violento, que constituye un componente agregado de desarraigo, con respecto a las realidades fracturadas por la violencia que aparecen en el relato. Decir que la deslocalización es el signo de nuestro tiempo es ya casi afirmar lo obvio. El mundo en que vivimos desde hace algunas décadas ha sido calificado como un terreno fractal, a la vez unificado en torno a una movilidad orientada por la lógica del capital, y fragmentado en enclaves localizados de coalición y diferencia (Wilson/ Dissanayake 1996: 1). En las representaciones culturales de este contexto abundan por un lado las referencias al desarraigo, la alienación y la distancia entre individuos y grupos, y por otro las fantasías o pesadillas de proximidad y contagio (Appadurai 2008: 48). Los medios de comunicación transnacionales, por su parte, tienden a crear comunidades sin un sentido de lugar, donde prevalece la homogenización de las identidades (Meyrowitz 1985). En ese contexto conviven siempre en conflicto las fantasías de protagonismo y anonimato, la sensación de tener al alcance una multitud de opciones de participación —facilitadas por el carácter interactivo de los nuevos medios electrónicos—,

precisa de esta novela a la situación vivida en Medellín durante los años noventa queda borrada en esta descripción.

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y la impotencia de no estar nunca en capacidad de acceder al lugar movedizo donde se genera la información que circula por esos medios (Hopenhayn 2000). Las historias de violencia tienden a aparecer en dichos circuitos particularmente desligadas de su contexto local, cuya referencia se reduce a notas marginales, para llegar al público global clasificadas en un puñado de categorías generales, cuyo impacto reside más en el dramatismo de las escenas descritas que en la relación de sus motivaciones o consecuencias. Se invita la identificación con dichas historias y la fantasía de ser parte de ellas, pero a la vez se subraya la distancia de la audiencia con respecto al lugar donde ocurren, y la imposibilidad de tener ningún efecto sobre el curso que puedan tomar. Las novelas publicadas en América Latina desde mediados de la década de los noventa le hablan a lectores habituados a oír en estos términos las historias de violencia que describen las agencias globales de información. En su trabajo con el lenguaje, sin embargo, la literatura no pierde del todo su vínculo con la realidad local de la que procede y a la que se refiere, hasta tal punto que se permite plantearla como una forma de conectar a los lectores globales, habituados a la deslocalización de los medios de información, con el contexto local donde ocurren las violencias. Esto se podría vincular con aquello que George Yúdice (2003) ha llamado “la conveniencia de la cultura”, es decir, el recurso a las expresiones culturales desde una visión utilitaria que las concibe como medio que ayuda a entender y resolver problemas sociales. En el campo cultural de nuestro tiempo se percibe una tendencia a fijarse en la violencia y la marginalidad, y a incorporarlas en los repertorios culturales, como vía en la que se explora el “sentido” de unas violencias que en la realidad (al menos tal como la presentan los medios) parecen ocurrir sin origen ni consecuencias.10 La tendencia actual de los me-

10. En el epílogo de su libro, Yúdice señala por ejemplo una lista elaborada en la página de Internet de American for the Arts, donde describían diez formas en las que los artistas podían ayudar a los estadounidenses a procesar el impacto de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York (2003: 345).

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dios de información es resaltar las noticias de “impacto”, destacando los aspectos dramáticos y conmovedores de aquellas que se refieren a hechos de violencia, por lo general a costa de una profundización sobre el contexto en el que éstos tienen lugar. La literatura, por un lado, se alimentaría de estas formas de circulación de las violencias, pero por otro propone una alternativa a las mismas, ofreciendo una visión más íntima e informada al respecto. Las repercusiones de este panorama general en la producción literaria de Colombia, como en la de otros países de América Latina, van por varios caminos, pues si bien los autores se definen cada vez más por oposición a la idea del “escritor comprometido”, renunciando a la idea de tener cualquier efecto social con su obra, aparecen como observadores con gran credibilidad entre las audiencias cultas transnacionales, que regularmente ofrecen —en congresos, columnas de prensa, blogs y entrevistas— opiniones sobre complejas problemáticas sociales de sus países, ligándolas tanto con la cotidianidad de la práctica de la escritura como con los temas que pasan por los circuitos globales de información.11 Las editoriales dominantes, vinculadas a conglomerados transnacionales, promueven por su parte el gusto por lo violento y lo marginal, temas que resultan atractivos para potenciales lectores de muy diversos contextos. En un artículo reciente sobre el tema, Alejandro Herrero-Olaizola (2007) habla de una tendencia en el mercado del libro en español hacia la comercialización de la marginalidad, analizando específicamente el caso de Colombia, país que con su saga de guerrillas, narcotráfico y sicarios, ha resultado particularmente adepto a encajar en el contexto de una fascinación más general por la violencia y la marginalidad. Dichos textos participan de una propensión cada vez mayor en el mercado latinoamericano del libro hacia la búsqueda de libros best-

11. Cuando a partir del 11 de septiembre de 2001 el terrorismo figura con preeminencia en los medios de comunicación internacionales, despiertan particular interés los conflictos violentos de Colombia y Perú, los dos países latinoamericanos que tienen grupos armados incluidos en las listas de organizaciones terroristas de los EE UU y la Unión Europea. Esta situación se traduce en una también mayor atención del mercado editorial hacia los escritores de estos países.

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seller, con respecto a la cual Francine Masiello (2000) ha señalado que son obras donde las culturas locales se reconfiguran en el marco internacional, creando para los lectores una ilusión de intervención en la agenda global, a partir de una doble fantasía de identificación y desplazamiento, por la cual se enlaza la domesticidad con el flujo transnacional. Estas características situarían el tratamiento de la violencia en dichas novelas en el terreno de la fetichización, donde encajan fácilmente en las demandas del mercado transnacional. Sin embargo, y como lo ha analizado García Canclini (1999), lo que él mismo ha denominado el fenómeno de la bestsellerización, no implica que la literatura se desarraigue totalmente de la cultura local, a la que está ligada por su uso del lenguaje. En esta tensión entre lo local de su lenguaje y lo global de las exigencias del mercado se situaría cualquier propuesta ética en estos libros. En un artículo sobre el neopolicial latinoamericano y su interés por la marginalidad, el escritor cubano Amir Valle (2007) la describe como una respuesta ética por parte de los escritores latinoamericanos a la marginalización generalizada de la población en la región, que ocurriría a partir de la década de los noventa. Esto encajaría con la expansión de fenómenos como el narcotráfico, la inoperancia económica, la corrupción, y la pauperización de sectores cada vez más amplios de la población. Valle observa en esta literatura una reflexión sobre la situación actual de América Latina, que aunque mediatizada por el mercado estaría buscando un lenguaje para las diversas coyunturas del momento en que vive la región, y específicamente para las nuevas formas de violencia que prevalecen en ella. Autores como Ricardo Piglia, Jorge Franco y Elmer Mendoza estarían en su opinión ofreciendo al lector una visión crítica (y ética) de lo que ocurre en las ciudades latinoamericanas a partir de la década de los noventa, cuando se prolifera el fenómeno de la “marginalidad”, entendida ya no como alejamiento de un centro, sino como condición por la que se rige la sociedad en su totalidad.12

12. Aunque el tono optimista de Valle le acerca en ocasiones a un deseo de renovar las posibilidades de redención por la literatura, su análisis bien refleja la persistencia de una “inquietud ética” en la narrativa de los últimos tiempos, y específicamente aquella que se acerca a fenómenos de violencia.

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Con respecto a la literatura latinoamericana publicada en el Cono Sur y en Brasil durante la época posterior a las dictaduras, Idelber Avelar postula en Alegorías de la derrota (2000) que cuando decae el entusiasmo de los autores del boom, con respecto a la posibilidad de llegar a la modernidad por la creación literaria, y tras los desgarramientos sociales producidos por las prácticas represivas de las dictaduras —con las cuales, en la lectura de Avelar, se impuso la globalización a la fuerza—, quedaría una escritura fragmentada, llena de fisuras, que no puede ya dar cuenta de proyecto ninguno. Dice Avelar en la conclusión de su estudio: “Varios de los libros analizados aquí muestran escenas en que se percibe (…) que uno ya no puede escribir, que escribir ya no es posible, y que la única tarea que le queda a la escritura es hacerse cargo de esta imposibilidad” (2000: 315). Quisiera partir de esa observación de Avelar para plantear como hipótesis que en las décadas más recientes —más o menos a partir de mediados de los noventa—, escribir para el mercado se ha convertido para muchos escritores latinoamericanos en una alternativa a ese quiebre de la escritura. El mercado literario es asumido por los autores como reto y como realidad con la cual es preciso establecer un diálogo. Se escribe en parte para los premios literarios que darán a conocer la obra entre la crítica y los lectores, los blogs donde ésta será discutida, y los certámenes literarios en los cuales se les pedirá a estos autores su opinión sobre tal o cual problemática de interés global. En términos de la representación de la violencia, lo que tenemos no es ya ese vaciamiento de las posibilidades de la escritura que observara Avelar, sino una muchas veces difícil negociación en la cual se busca comunicar las dislocaciones de la realidad, sin dislocar el texto hasta el punto en que el lector se aparta de él. Por el contrario, muchas veces se atrapa al lector y se le convierte en cómplice de las rupturas narradas, llevándole a observar críticamente esa complicidad implícita. El mejor ejemplo de ello es quizás la ya mencionada novela de Fernando Vallejo La virgen de los sicarios (1994), que con sus frecuentes apelaciones al lector, lo involucra en el desborde de violencia que se presenta en las páginas. Además de ello, muchas novelas incluyen personajes cultos con los cuales puede identificarse el potencial lector, quien en la era del marketing se encuentra cada vez más codificado,

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aún dentro de su relativa diversidad. En la novela de Vallejo el protagonista es un gramático; en Cartas cruzadas (1995), de Darío Jaramillo Agudelo y en Delirio (2004), de Laura Restrepo, es un profesor de literatura, mientras que en La multitud errante (2001), también de Laura Restrepo, es una activista de derechos humanos; en El síndrome de Ulises (2005), de Santiago Gamboa, es un joven colombiano que estudia literatura en París. Estos personajes recuerdan la figura del “intelectual”, de larga presencia en la literatura latinoamericana, que aparece en estas novelas con otras características. En todos los casos estos personajes “intelectuales” se encuentran de frente con un mundo de violencia que hasta entonces parecía eludirlos, y que se inserta ahora en sus vidas de manera irreparable: ya no se vislumbra la promesa de un proceso (modernizador) que pudiera cambiar las cosas. Lo que queda es encontrar estrategias para ocupar ese mundo, las cuales en muchos casos se dan por la vía de un erotismo que se entrecruza con la violencia, para que los personajes transiten, sin resolverlas, las rupturas creadas por la agresión y el trauma. El mejor ejemplo de ello se encuentra en la novela Rosario Tijeras, que comienza diciendo: “Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte” (Franco Ramos 1999: 9). Los dos muchachos protagonistas de esta novela, estudiantes, lectores de poemas y pertenecientes a la tradicional clase alta de Medellín, encuentran una conexión con los extramuros de la ciudad —y con su mundo de violencia— en la atracción erótica que sienten hacia Rosario, una muchacha venida de los barrios populares, convertida desde muy joven en asesina, y “transplantada” hacia las zonas de las clases más altas gracias al dinero que le dan los narcotraficantes para tenerla a su disposición. En Rosario Tijeras, como en otras novelas que incluyen temáticas relativas al narcotráfico, gran parte de los conflictos surgen de la movilidad social que éste suscita y de la violencia que se genera a raíz de ello, pero no es éste el único tipo de movilidad con el que se enfrentan personajes y lectores en estos libros. La referencia a hechos violentos aparece siempre acompañada de una serie de desplazamientos, orientados en muy diversas direcciones, pues si algo caracteriza a

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la violencia es su capacidad para generar este fenómeno. En Colombia el desplazamiento forzado ha sido utilizado desde hace décadas como una estrategia de guerra, por la cual se expulsa o se reubica a grandes grupos poblacionales, en procesos por los cuales se busca consolidar las lealtades y reorganizar los dominios territoriales.13 Los traumas, transformaciones y cambios que producen estas movilizaciones son parte constitutiva de una realidad tocada por la violencia, y también de las obras literarias que la recrean.

Circuitos del desplazamiento Estas novelas hacen constante referencia a las movilizaciones geográficas provocadas por muy diversas formas de violencia, y a los profundos cambios en el contexto que éstas producen. Los personajes en estas obras sufren alteraciones fundamentales en sus modos de vida a causa de la violencia, y además viven en mundos que se han vuelto irreconocibles, ciudades y espacios que han sufrido radicales transformaciones como consecuencia de los muchos procesos violentos que se han vivido en estas sociedades. El sentimiento de desarraigo es por ello una parte constitutiva de su subjetividad, algo que por un lado marca sus vidas con el signo de la fatalidad, y por otro refiere a realidades catastróficas que se sitúan más allá de las páginas del libro. El desplazamiento como consecuencia directa de la guerra, y como realidad con efectos contundentes para los protagonistas, es tema recurrente en las novelas colombianas de los últimos años. Los conflictos violentos han llevado a que en Colombia la palabra “desplazamiento” esté directamente asociada a la situación de miles de personas que han sido obligadas a abandonar sus hogares y sus formas de vida habituales,

13. La bibliografía sobre el desplazamiento en Colombia es amplia. Al respecto véanse por ejemplo Osorio Pérez (1993; 2009), Giraldo (1997), Suárez Morales (2002) y Salcedo Fidalgo (2006). Para datos estadísticos e información detallada sobre el fenómeno, tanto en sus aspectos generales como en sus manifestaciones específicas, ver la página en Internet de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, CODHES (www.codhes.org).

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por la presión de grupos violentos.14 El fenómeno ha sido clasificado como crítico y alarmante por varias organizaciones humanitarias internacionales, que lo clasifican entre los más dramáticos de nuestro tiempo.15 A lo largo de más de cincuenta años de guerra civil se habla de millones de personas que han tenido que abandonar sus tierras o lugares de residencia para trasladarse a otro espacio, con frecuencia en las grandes ciudades, a donde llegan a engrosar los cinturones de miseria. En la etapa de recrudecimiento del conflicto, que se da a partir de los años noventa, las cifras de desplazados se incrementan de forma dramática. En el origen de todos estos desplazamientos y rupturas se encuentra la violencia como fenómeno con consecuencias catastróficas para la sociedad. Las novelas que menciono en este capítulo se refieren principalmente a la época de recrudecimiento de la violencia interna que se da a partir de los años noventa, quizás la etapa más devastadora del conflicto armado en Colombia, porque en ese momento el narcotráfico se consolidó como factor importante de violencia, tanto porque muchos traficantes de drogas recurrieron al terror para presionar a las autoridades que los perseguían, como porque los grupos armados de derecha, como las AUC, y de izquierda, como las FARC, comenzaron a involucrarse en el tráfico de drogas para financiar sus guerras. Este proceso, combinado con luchas políticas que venían de años atrás, y que se recrudecieron en ese entonces, trajo consigo enormes alteraciones en la vida de los colombianos. En este contexto, se encontrarían desplazados no sólo quienes han sido expulsados de sus tierras por la violencia, sino también las personas que han debido adaptarse a vivir en un mundo profundamente alterado por la misma. Las novelas han recogido esta realidad local, vinculándola con los factores inter14. El significado que tiene la palabra “desplazamiento” en Colombia se aleja así de manera significativa del sentido que adoptara el término en las discusiones sobre el discurso de la postmodernidad. A este tema me he referido con anterioridad en otro texto (Rueda 2004). 15. De acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR): “El problema de los desplazados internos en Colombia es una de las situaciones más graves del mundo. Hacia finales de 2008 el Gobierno de Colombia ya había registrado más de 2,8 millones de desplazados internos en el país” (www.acnur.org/crisis/colombia/desplazamiento.htm).

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nacionales que se entrecruzan en ella, y a la vez poniéndola en diálogo con aquellos imaginarios globales que desde hace algunos años se han configurado sobre dichos factores. Las violencias locales representadas en estas novelas se entrecruzan efectivamente con muy diversos factores de carácter global. Muchos de ellos se relacionan con el narcotráfico, cuyas redes de producción, distribución y consumo son siempre transnacionales. Ligado al tráfico de armas, el narcotráfico implica un constante cruce de fronteras para personas, dinero, mercancías, estrategias políticas, tácticas militares y prácticas culturales. Colombia es uno de los países de América del Sur donde la influencia del tráfico de drogas se ha sentido con más intensidad y violencia, y la mayor parte de los grupos armados se encuentran involucrados en él de varias maneras. Al igual que en otros países, como bien lo señala Gabriela Polit-Dueñas (2006), en Colombia la presencia del narcotráfico ha estado acompañada de un variado repertorio de expresiones culturales, entre las cuales se encuentran varias novelas que de una u otra manera se refieren al fenómeno y sus prácticas.16 Ésta y otras violencias forman parte de un conflictivo panorama hacia el cual se dirige la atención mediática de los circuitos globales de información. La situación atrae a su vez el interés más sofisticado de los públicos cultos, quienes en gran parte alimentan el mercado editorial hispanohablante, suplido hoy de manera creciente por las editoriales españolas y sus filiales latinoamericanas. Las rupturas y desplazamientos que en su contexto han producido las situaciones de violencia vividas en Colombia dan así paso al segundo desplazamiento que implica la circulación de sus libros en dicho mercado. Por una parte, los autores llevan al lenguaje literario situaciones dramáticas

16. Mientras el narcotráfico se extiende por los espacios de la ilegalidad, en otros ámbitos se promueve el intercambio transnacional de mercancías, representaciones e información. Sectores públicos y privados promueven la firma de tratados de libre comercio con otros países y la integración cada vez mayor de la producción local en empresas transnacionales. En un mundo interconectado, las crisis financieras globales se sienten intensamente en el país, dejando su huella también sobre la práctica de la violencia. Todos estos fenómenos impactan significativamente los circuitos de producción y distribución del libro.

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vinculadas con las historias locales de violencia, por otra, estos libros ofrecen a los lectores transnacionales un vehículo para conectar la información que circula en los medios con la mayor domesticidad que ofrece la lectura de la novela. Para los lectores locales, que siguen siendo importantes, estas obras proveen no sólo un lente hacia las rupturas de su propio contexto, sino además una manera de conectarlas con imágenes e historias que circulan en el periplo transnacional. Son textos que resultan atractivos para muy diversos públicos, y por eso no es de extrañar que la atención de los editores se dirija a este tipo de obras, que obtienen premios, son reseñadas en los periódicos, y tienen buena salida de ventas.

Sicarios, deseo y desarraigo La primera obra que comentaré es la novela con la que introduje este capítulo, La virgen de los sicarios, publicada por Fernando Vallejo en 1994, que se refiere a la etapa de mayor recrudecimiento de la violencia del narcotráfico, en la ciudad que fuera su epicentro, Medellín. Es hoy una de las novelas más comentadas y de mejor salida de ventas, entre las publicadas recientemente. Su protagonista es un hombre culto —se define a sí mismo como un gramático—, que ha vivido en el exilio durante años, y regresa a su Medellín natal en la época de mayor violencia, observándola desde una perspectiva distanciada y desarraigada, no sólo por todos los años que ha permanecido fuera del país, sino porque la ciudad se ha transformado totalmente, como consecuencia de la violencia y el narcotráfico. Mientras recorre sus calles, observa que en ellas se han impuesto la muerte y la agresión como única norma de interacción social, y los sicarios, jóvenes asesinos a sueldo que proliferaron en el Medellín de aquellos tiempos, parecen ser el medio que utilizan los narcotraficantes, nuevos dueños de la ciudad, para imponer su dominio.17 El protagonis-

17. Vale la pena anotar que la figura del sicario adquirió a raíz de la publicación de esta obra de Vallejo un estatus casi mítico en el mundo hispanohablante. Las huellas de esta mitificación son muchas, y mencionaré sólo dos ejemplos particu-

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ta, presa de una búsqueda ansiosa por reposicionarse en ese espacio, se asocia con estos sicarios en relaciones eróticas donde la violencia vigoriza el deseo, y la sexualidad se convierte en medio para crear la ilusión de pertenencia en un entorno donde predomina el desarraigo. Los sicarios de esta novela son seres semitransparentes, explicados apenas por la fascinación que ejercen en el protagonista y en los lectores sus actos límites. En el vínculo erótico que establece con ellos, el gramático parece entrar en el mundo de violencia que representan estos sicarios, sin ejercer como agente. Se enorgullece de nunca haber disparado un arma, pero inicia, fomenta y observa varios asesinatos cometidos por los sicarios que le acompañan. El lector es incorporado como cómplice en el relato por las apelaciones de un narrador que constantemente le llama, mostrándole a la vez su distancia y su participación, con respecto a la violencia descrita. Se puede decir que La virgen de los sicarios inaugura una tendencia a la erotización de nuevas formas de violencia, que aparecen aquí centradas en personajes marginales, y que son abordadas desde una posición ansiosa por el intelectual, que a la vez las asume y las rechaza, mientras se adentra en ellas por la vía de una pasión que sólo conduce a su propia satisfacción. Si algo define las relaciones entre el gramático y los sicarios es la imposibilidad de hacer planes: se sabe que van a morir pronto, que el contexto no ofrece opciones para el futuro, y sobre todo, que la distancia que lo separa de ellos es en últimas infranqueable. Los dos sicarios a quienes se une mueren en el curso de la novela, mientras que el personaje central queda vivo, entregado a la misma errancia con la que comenzara el libro, como cerrando un círculo, y se despide del lector-cómplice —“aquí nos separamos, hasta aquí me acompaña usted” (142), le dice—, a quien la novela deja

larmente notorios. Tras la lectura de La virgen de los sicarios, Mario Vargas Llosa visitó en 1999 la iglesia de Sabaneta, en las afueras de Medellín, donde los sicarios expresan su devoción a la virgen, y publicó al respecto una crónica en el diario El País de Madrid (edición del 4 de octubre de 1999), que rápidamente se difundió por Internet, en blogs y correos electrónicos. El legendario cantante panameño Rubén Blades compuso una canción sobre los sicarios colombianos, incluida en el disco Tiempos (Sony Internacional, 1999), de muy amplia circulación.

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con una combinación de sensaciones fuertes y desesperanza difícil de conciliar. Pero en esa dificultad parece radicar precisamente aquello que ha llevado a que la novela tenga tan buena acogida y suscite tantas preguntas entre la crítica especializada.18 La segunda novela que comentaré también tiene como centro el Medellín de aquella época, marcado por tantas transformaciones a causa del torrencial influjo de dinero ilegal, que se vuelve irreconocible para sus habitantes, quienes sin embargo participan directa o indirectamente en todos los cambios que trae consigo el narcotráfico. Se trata de Cartas cruzadas, novela de Darío Jaramillo Agudelo, publicada en 1995. Su ubicación geográfica y temporal es similar a la de la novela de Vallejo. Uno de sus protagonistas es también un intelectual, en este caso un profesor de literatura, nativo de Medellín y empleado en una universidad de Bogotá, que se entrega a sí mismo y entrega a su mujer a una vida de errancia y desarraigo, cuando en busca de dinero fácil entra en el negocio del narcotráfico. La novela se centra en describir la forma como las vidas de dos jóvenes amigos, Esteban y Luis, van siendo transformadas no sólo por su maduración como individuos sino también, y quizás principalmente, por los cambios que se producen en la sociedad por el influjo cada vez mayor del narcotráfico. Esteban, perteneciente a una familia acomodada de Medellín, presencia cómo los negocios familiares van involucrando dineros de procedencia dudosa, mientras se le va la vida en tener relaciones con múltiples mujeres, servir de apoyo a sus amigos y escribir un poema interminable dedicado a la noche. Luis, por su parte, se entrega a sus estudios de literatura, mientras vive un idilio amoroso de complementariedad y entrega totales con Raquel, también amiga de Esteban, con quien luego se casa. Tras completar un doctorado en literatura y trabajar con gran reconocimiento académico en la universidad, comienza a sentir un afán de explorar otros horizontes y un deseo de ganar grandes cantidades de dinero que termina

18. Al respecto, véanse, entre otros: Pobutsky (2010), Goodbody (2008), Mutis (2009), Barros (2006), Camacho Delgado (2006), Polit-Dueñas (2006), Serra (2003), Rueda (2003), Lander (2003), Fernández l’Hoeste (2000), Taborda Sánchez (1998).

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entregándolo al mundo del narcotráfico y destruyendo la vida idílica que había construido con Raquel. Los circuitos transnacionales son aquí medio evidente de movilidad (social, económica) y también de desarraigo. La escritura misma está marcada por el viaje, pues la historia es narrada a través de cartas que se envían sus personajes, desde varias ciudades de Colombia y Estados Unidos. Este último país es punto de referencia, no sólo en cuanto destino de las drogas y origen de los dólares que transforman la ciudad de Medellín, sino también porque es allí, y mientras completa un doctorado en Nueva York, donde el protagonista desarrolla su ambición monetaria, en contacto con la cultura del máximo consumo. Es también ésta una novela con fuertes dosis de erotismo, tanto por parte de la pareja central, como del segundo personaje principal, un joven ejecutivo de la clase alta de Medellín que se ve beneficiado indirectamente por el flujo de dinero del narcotráfico, y que a lo largo de la novela vive mil aventuras eróticas de todo tipo. Paradójicamente, en la novela de Jaramillo Agudelo el único personaje que parece haber encontrado una alternativa de vida satisfactoria es también en cierta forma una desplazada, aunque por otras razones. Se trata de Claudia, la hermana lesbiana de Raquel, que vive en Nueva York y con quien se intercambian muchas de las cartas que configuran la novela. En su caso el desplazamiento no fue provocado por el narcotráfico sino por una violencia de tipo más estructural, que le impidió vivir abiertamente su sexualidad en el Medellín tradicionalista y arraigado en costumbres conservadoras al que pertenece su familia. La forma como esos esquemas represivos fomentarían el desborde de la violencia es aludido en esta novela, como también lo es en la de Vallejo, donde se da a entender que una de las razones por las cuales el protagonista tuvo que abandonar su ciudad natal cuando era joven es que en ella tampoco él pudo llevar una vida acorde con su sexualidad homoerótica. En ambos casos la violencia latente del moralismo represivo, que vulnera a las personas en sus deseos y sentimientos más íntimos, se entrecruza con las contundentes manifestaciones públicas de la violencia que genera el narcotráfico. El siguiente autor que he revisado se ocupa igualmente, en su novela más conocida, de la figura de los sicarios y en general de las trans-

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formaciones que introdujo el narcotráfico en Colombia, centrándose en Medellín y su etapa de mayor violencia. Se trata de Jorge Franco Ramos, y la novela donde más directamente aborda este tema es la ya mencionada Rosario Tijeras, de 1999. Como en ninguna otra, en esta novela la violencia se explora por vía del erotismo, a través de la figura mitificada de Rosario, una muchacha de los barrios más pobres de Medellín que aprende a matar desde muy joven, y que es descrita en la novela como alguien que despierta en los hombres una atracción erótica irrefrenable. Sus amigos y hermano son sicarios que mueren jóvenes, y se sabe que ella misma correrá esa suerte. Ha podido entrar a los espacios de las clases más acomodadas, gracias al dinero del narcotráfico, pero nunca se incorpora realmente a ellos, de tal manera que aparece como un puente en el que la distancia entre los grupos sociales más que salvarse se consolida. Dos jóvenes de la clase “culta” de Medellín se dejan llevar por la atracción que ejerce en ellos esta chica, y por intermedio de ella entran en contacto con el mundo de la delincuencia —aunque al igual que el gramático de La virgen de los sicarios, lo hacen sin llegar a cometer ningún crimen—, en una constante dinámica de búsqueda y rechazo, que se resuelve en la muerte de Rosario, anunciada desde el comienzo de la novela. Aunque no hay aquí las apelaciones directas que le hace Vallejo al lector, éste es igualmente convertido en cómplice de los hechos descritos en el texto, atrapado por la fuerza de la narración. Tanto la violencia como la sexualidad se prolongan a lo largo de toda la narración, hacia un clímax que ocurre en el último capítulo, donde el narrador describe a la vez el único encuentro sexual que tuvo con Rosario, y el momento en el que ella finalmente fallece, a causa de una herida de bala que la había llevado al hospital, en una secuencia cuya descripción ocupaba el primer capítulo del libro. Como lo señalé más arriba, la narración comienza diciendo que a Rosario le dispararon cuando la besaban y desde ahí confundió las sensaciones del amor con las de la muerte.19 En esta novela se con-

19. Este vínculo entre el erotismo y la muerte violenta tiene una larga tradición en la representación artística y literaria occidental, como lo analizara en forma tan

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jugan estas dos emociones en el cuerpo de Rosario, quien por ello mismo suscita el deseo de los protagonistas, pertenecientes a una situación cercana a aquella en la cual se ubica el lector. Se trata de un recurso que seduce a dicho lector hacia el mundo que representa Rosario, cargado de una agresividad y unas fuerzas destructoras que por el erotismo se ligan a impulsos igualmente contundentes, pero más íntimos y reconocibles. El tránsito por ese mundo se verifica en las páginas de la novela, y aparentemente el lector queda impune al cerrar el libro, exorcizando en la muerte de Rosario la violencia representada por ella. Este libro, escrito para un público más masivo que el de Vallejo, se convirtió muy rápidamente en un best-seller en Colombia, y muy pronto se vendió también en otros países, en español y en traducciones a varios idiomas.20

Errancias y exilios Después del éxito de Rosario Tijeras, Jorge Franco Ramos publicó Paraíso Travel (2001), una novela que retoma el tema de la atracción erótica como fuerza avasalladora, pero esta vez desarrollada más en relación con la dimensión transnacional del desarraigo.21 En ella el personaje principal es Marlon, un joven de Medellín que acaba involuntariamente entregado a un destino de desarraigo, por la atracción erótica que siente hacia una mujer llamada Reina, quien le pone como condición para

sugerente Georges Bataille, particularmente en L’Érotisme (1957) y Les Larmes D’Éros (1961). Esta referencia me fue sugerida por Ana del Sarto, en la lectura de una primera versión de este análisis presentado en las JALLA (Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana) 2008, en Santiago de Chile. 20. En 2005 se estrenó una versión cinematográfica de Rosario Tijeras, dirigida por el mexicano Emilio Maillé, y coproducida por México y Colombia, que no tuvo sin embargo tan buena acogida como el libro. 21. También de Paraíso Travel se hizo una versión cinematográfica, coproducida por Colombia y los EE UU. Fue estrenada en 2008 y dirigida por el colombiano Simon Brand. La respuesta de la crítica a este film fue variada. Recibió elogios por parte de algunos medios estadounidenses. No tuvo gran éxito de audiencia.

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satisfacer el deseo sexual que siente por ella el que la acompañe en un arriesgado viaje sin regreso a Nueva York, a donde llegaran a través del cruce ilegal de la frontera entre México y Estados Unidos. Reina es un personaje conflictivo, cuya imposibilidad de situarse en un solo espacio está indicada incluso por un rasgo físico: uno de sus ojos es claro y el otro oscuro. Marcada por esta especie de pecado original, que la lleva a ver la emigración como única opción posible en un país sin futuro, Reina es la agente que empuja a Marlon a ese destino de desarraigo, que comparte con otros emigrantes, procedentes de Colombia y varios países de la región. El cruce de la frontera está aquí caracterizado por todos los visos de horror que recurren en varios relatos que tratan de este tema, pero también por un deseo inaplazable de traspasar esa frontera supuestamente infranqueable. Los impulsos que conducen a ese cruce se originan directamente en la violencia, que plantea la emigración como única salida posible, en un paisaje donde todo está signado por la huella del desarraigo. También en la novela más conocida de Laura Restrepo, Delirio, de 2004, se hace referencia a la transformación radical que trajo el flujo de dinero del narcotráfico a Colombia, y se presentan personajes a quienes esta situación entrega a un profundo desarraigo, principalmente la protagonista, quien durante la mayor parte de la novela se encuentra presa del estado delirante que da título a la misma. Sin embargo, para el tema que estoy revisando me ha interesado más otra novela de Restrepo, La multitud errante, de 2001. En ella se ofrece la interacción entre dos personajes trashumantes que forman parte de un grupo mucho más amplio de desarraigados, la multitud errante del título. El más notorio de estos desarraigados que circulan en la novela es un hombre a quien se conoce sólo por el apelativo Siete por Tres, quien ha vivido como desplazado por la violencia en Colombia desde su nacimiento. Hijo de padres desconocidos, es criado por una mujer con quien va de una huida de la violencia a otra, hasta que un día la misma violencia le aleja de ella y dedica el resto de su existencia a buscarla. En medio de su búsqueda, este hombre se encuentra con el segundo personaje central, una mujer extranjera que sirve de narradora a la novela, y que pertenece a un mundo en el cual podría ubicarse un lector transnacional de la misma.

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Dicha narradora es una activista al parecer procedente del llamado Primer Mundo, quizás vinculada a alguna organización humanitaria internacional, que trabaja como voluntaria en un albergue para desplazados por la violencia en Colombia. Ella ofrece en la novela la perspectiva simultánea de horror e interés por la situación de violencia en ese país, que marca a quienes se acercan a ella desde una perspectiva ajena. En su papel de narradora, reflexiona sobre la atracción que ejerce en ella el personaje desplazado, de quien sabe le separa una distancia abismal. Esa separación, sin embargo, y como en otros casos, resulta en últimas transitable por la vía de un acercamiento erótico que vela la imposibilidad de resolver esa brecha. Al final de la novela se anuncia la posible unión de los dos personajes en la caída de un velo que los separaba en el cuarto que comparten, aunque la frase final expresada por la narradora —“lo veo descolgar la tela de trama difusa y figuras borrosas que nos separaba” (138)— es lo bastante ambigua como para que el lector se pregunte si dicha unión realmente puede verificarse. El último libro que quiero mencionar es El síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa, publicado en 2005. Se trata de una novela donde se lleva al extremo la idea de buscar medios (reales o sustitutos) de arraigo a partir del erotismo, en un contexto de desarraigo límite, situado en este caso en un París de emigrantes documentados e indocumentados, que viven toda suerte de situaciones difíciles. Un joven colombiano aspirante a escritor vive en esta ciudad como estudiante, y se convierte en observador de un grupo muy heterogéneo de extranjeros que allí habitan. Muchos de ellos son exilados políticos, incluidos varios colombianos que debieron salir de su país por haber pertenecido a grupos guerrilleros. En París recrean sus conversaciones políticas y los conflictos que dejaron atrás. Otros emigrantes se encuentran en esa situación por motivos económicos. También hay algunos que viven en un exilio voluntario, entre ellos el protagonista, motivado por un deseo de crecimiento personal o búsqueda del propio destino. Casi todos combinan el afán de abrirse camino en el nuevo espacio extranjero, con una imposibilidad de deshacerse de los vínculos con el país que dejaron atrás. Hay diferencias enormes entre ellos, relacionadas con la situación económica y el estatus migratorio de cada uno, pero sus realidades parecen explicadas y comprensibles en el marco de la novela.

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Las diversas perspectivas y situaciones terminan uniéndose, en un flujo constante de erotismo que puede ser en gran parte la razón del relativo éxito de ventas que ha tenido esta obra. Aquí se lleva a su extremo la idea de la erotización de la violencia ligada al desarraigo. Todos los personajes son víctimas de algún tipo de violencia en el proceso que los lanza a un destino de viajes. En sus historias se manifiestan conflictos procedentes de muy diversos lugares del mundo, relacionados con violencias estructurales o explícitas, que conducen al exilio y al síndrome que da título a la novela, el cual denomina una serie de padecimientos que experimentan las personas que deben vivir lejos de su lugar de pertenencia. Pero prácticamente todos los personajes terminan resolviendo su situación de desarraigo mediante una exacerbación de los encuentros eróticos, que aparecen como un medio por el cual se encuentran espacios de pertenencia en un mundo hostil.

La violencia de los libros viajeros Todas las novelas que he nombrado en este capítulo han tenido buena recepción por parte del público lector, dentro y fuera de sus países de origen. Tanto las ventas de los libros como la recepción crítica de las mismas permite pensar que han conseguido un adecuado reconocimiento en el circuito transnacional. A excepción de la de Jaramillo Agudelo, Cartas cruzadas, todas han sido traducidas a otros idiomas, y tres de ellas se han convertido en películas, La virgen de los sicarios, Rosario Tijeras y Paraíso Travel, coproducidas por varios países. Menciono esto porque he querido observar no sólo el tema del desplazamiento en estas novelas, sino las novelas mismas como libros viajeros, es decir, como obras que partiendo de un contexto local salen a un circuito internacional. Para ello, estas novelas recrean las circunstancias locales de personajes y situaciones con los cuales cualquier ser humano puede identificarse, y además aluden a significantes acuñados por la agenda transnacional de nuestro tiempo, que circula en gran parte a través de los medios de información globales. En dicho proceso, que responde en gran parte a las exigencias del mercado, se plantean algunas disquisiciones éticas que involucran al

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lector apelando al contacto de tipo íntimo que establece con las historias narradas y los horrores descritos. El camino por el cual se plantea este posicionamiento ético, sin embargo, es por lo general el de una traslación del encuentro con la violencia hacia el terreno del erotismo, donde el deseo queda abierto, imposible de satisfacer. Quisiera postular que si existe una propuesta ética en estas novelas es planteada desde una posición ansiosa, es decir, como el deseo, o el anuncio de una ética que no puede cumplirse. En la mayor parte de las novelas que he descrito, los personajes marginales que representan la violencia, y que despiertan el deseo de los protagonistas, mueren en el curso de la narración. Sus muertes son siempre predichas y predecibles, pues son personajes que al definirse por su cercanía a la violencia encarnan el anuncio de su propia muerte: en esto reside gran parte de su atractivo. El deseo que despiertan se relaciona con un deseo más profundo de acercarse a la vivencia de la muerte —y específicamente de la muerte violenta—, cuya realización plena terminaría en la anulación del deseo mismo. Entrar a la violencia de la mano de estos hombres y mujeres, que son presentados por el texto como objetos de un deseo irresistible y sobrecogedor, es una manera de hacerlo sin caer en la propia disolución. Se trata sin embargo a la vez de una vía que se queda suspensa en el deseo de reparar las rupturas que produce dicha violencia, sin plantear el importante paso hacia la necesidad de satisfacerlo, buscando mecanismos para efectivamente llevar a cabo dicha reparación. El panorama general de disolución y desarraigo que presentan estas novelas, se relaciona con esa ansiedad del deseo suspendido, incompleto, y en últimas imposible, de remediar los quiebres asociados con la violencia, los cuales se asumen como algo resuelto, sin embargo, en la experiencia íntima, seductora y placentera que deja la lectura de la novela. Quisiera vincular esto también con la situación descrita al comienzo de este capítulo, por la cual a los desplazamientos locales que produce la violencia, y que aparecen en los textos, se suma el segundo desplazamiento que implica la salida de estos mismos textos a los circuitos del mercado global. Referirse a la violencia en un texto literario implica siempre asumir dicha violencia como un quiebre que la escri-

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Los varios sentidos del desarraigo

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tura promete salvar.22 Dicha actitud es ética, al menos en una primera instancia, en cuanto abre preguntas sobre el sentido de dicho quiebre, y la posibilidad (o imposibilidad) de repararlo. En los textos que he comentado, la ruptura se presenta en un panorama general de dislocación y desarraigo, que presume una localización que se ha quebrado. La noción de lo local, sin embargo, no parece estar ya en el texto para otorgar sentido a la ruptura, sino como algo irrecuperable, que permanece allí tan sólo para darle autenticidad al relato. En lugar de una búsqueda ética, la narración ofrece una serie de emociones y deseos en los cuales se experimenta la ruptura desde el espacio íntimo que otorga el placer de la lectura. La huella de la inquietud ética no se ha borrado del todo, y de hecho, en algunos de los textos aquí comentados resulta visible, desestabilizando al lector. Sin embargo, tenemos que la llamada del mercado, y la forma como estas novelas son anunciadas dentro de él, tiende a resaltar aquellos aspectos relacionados con el contacto más deslocalizado y menos problemático con el texto. Para concluir, no quiero dejar de señalar que en este capítulo me he concentrado en autores muy conocidos, con bastante circulación en el mercado hispanohablante del libro, pero que no son éstos los únicos escritores que actualmente publican sus obras en Colombia. Existen muchas otras novelas que actualmente elaboran otro tipo de propuestas, pero que no tienen tanta circulación como éstas que he mencionado. Una mirada al panorama de la literatura colombiana reciente muestra una producción muy activa y diversa, con muchos autores explorando lenguajes y formatos narrativos, que da para pensar en la posible llegada de una nueva generación de escritores que mirarán la situación de violencia desde otras perspectivas, de alguna manera eludiendo los riesgos que involucra el impulso del mercado cultural transnacional.

22. Véase al respecto el análisis de Alberto Moreiras sobre las opciones ético-políticas del relato policial, basadas en la noción de enfrentar la realidad de la muerte como una “suspensión” de un orden, que el texto promete resolver. Moreiras comienza su ensayo diciendo: “A thriller is, in every case, an ethical aestheticization of politics. It renders the political in narrative form, and it does so from a primary ethical stance” (2007: 145).

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Quisiera cerrar dejando abierta la pregunta sobre las razones por las cuales tienen mayor acogida las novelas que aquí he comentado, y sobre las implicaciones que tiene esto en términos de cómo circulan las violencias locales en el circuito de la globalización, en formatos que tienden a resaltar el aspecto dramático e impactante de las mismas. Abordar esta pregunta implica situarse en un terreno donde lo estético y lo ético se entrecruzan con lo económico y lo político de manera indisoluble. Se trata también de un terreno donde se plantea la necesidad de pensar lo local siempre en interacción con lo global, pero sin llegar a un punto en el que se ignoren sus huellas. Observar estas dinámicas, y la forma como escritores y lectores responden a ellas, se plantea como un camino hacia las posibilidades que tienen los textos literarios de nuestro tiempo ante situaciones urgentes de violencia, que reclaman respuestas elaboradas desde muy distintos frentes. En el primer capítulo de este libro observamos los dilemas que planteaba un autor, José Eustasio Rivera, cuya novela pretendía ofrecer una respuesta literaria a una de estas situaciones violentas, los abusos que se dieron durante el auge de la extracción del caucho en el Amazonas. Vimos que Rivera temía haber mitificado aquella situación de violencia a la cual se refería su novela, señalando que ese hecho podría haber contribuido a empeorar, en lugar de mejorar, los padecimientos de los caucheros, porque de esa manera aparecía más como una fábula que como una situación real, que requería atención urgente por parte de la sociedad, en la que vivían los lectores de su texto. Los narradores de los últimos años que han buscado incluir en sus novelas referencias a las violencias recientes enfrentarían en mayor o menor medida un dilema similar al Rivera. Si las fuerzas del mercado empujan la mitificación de las violencias, la literatura busca a la vez dialogar con esas fuerzas y enfrentarlas, para mostrar las tortuosas realidades que se esconden tras aquellas historias mitificadas. Las respuestas que generan estos dilemas son múltiples, como hemos visto, pero en todas ellas se observa esa tensión que empuja a la literatura a ser por una parte vehículo que permite soñar historias, aunque algunas de ellas sean pesadillescas, y por otra instrumento que anima al lector a mantener los ojos abiertos, fijos en el texto y en la realidad que le otorga sentido, para que la ensoñación no sea completa y genere en sí misma respuestas.

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