La verdadera patria: Infancia y adolescencia en el relato español contemporáneo 9783964568885

La infancia y la adolescencia tardaron bastante tiempo en desarrollarse como motivo literario. A excepción del Lazarillo

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Spanish; Castilian Pages 192 Year 2019

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La verdadera patria: Infancia y adolescencia en el relato español contemporáneo
 9783964568885

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María Pilar Celma Valero Carmen Morán Rodríguez (coords.)

La verdadera patria Infancia y adolescencia en el relato español contemporáneo

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Ediciones de Iberoamericana 110 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Daniel Escandell Montiel Universidad de Salamanca Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

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La verdadera patria Infancia y adolescencia en el relato español contemporáneo María Pilar Celma Valero Carmen Morán Rodríguez (coords.)

Iberoamericana - Vervuert - 2019

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Este libro se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación I+D “La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas” (DGCYT FFI2015-70094-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad dentro del Programa Estatal de Fomento de la Investigación científica y técnica de excelencia (Subprograma estatal de Generación de conocimiento). Forma, además, parte de las actividades desarrolladas por el GIR-LEC (Grupo de Investigación Reconocido “Literatura Española Contemporánea” de la Universidad de Valladolid). Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2019 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2019 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-075-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-887-8 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-888-5 (e-Book) Depósito Legal: M-26228-2019 Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación Imagen de cubierta: Story of Golden Looks (ca. 1870), Seymour Joseph Guy. Metropolitan Museum of Art, Nueva York Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

Carmen Morán Rodríguez Prohibida la entrada a mayores. Infancia y adolescencia en la narrativa española actual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Carlos Javier García Cuentos de novela de Luis Goytisolo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 Luis García-Torvisco Las cenizas de la infancia en Fuego de marzo (1995), de Eduardo Mendicutti: identidad queer y nostalgia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 María Martínez Deyros “When the fat old sun in the sky is falling”. Reflejos especulares de la infancia en Hipólito G. Navarro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 María Esther Pérez Dalmeda El protagonista adolescente o la carrera de relevos: la adolescencia como motivo intertextual en la narrativa breve de Juan Bonilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 Teresa Gómez Trueba Félix Romeo y la Generación TV. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Eva Álvarez Ramos Niños que serán adultos: cartografía de la infancia en los cuentos de Care Santos . . . . 119 María Pilar Celma Valero Entre la pureza y el asombro: el descubrimiento del mundo en los cuentos de Óscar Esquivias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 Epicteto Díaz Navarro Los continentes y las poblaciones de nuestros sueños: la niñez en Mala letra de Sara Mesa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157

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Daniel Escandell Montiel Videojuegos, nuevos medios y la tecnología ubicua: la juventud del cambio de milenio en la voz de Víctor Balcells. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171 Sobre los autores. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189

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PROHIBIDA LA ENTRADA A MAYORES: INFANCIA Y ADOLESCENCIA EN LA NARRATIVA ESPAÑOLA ACTUAL* Carmen Morán Rodríguez Universidad de Valladolid

La aparición de los niños en la literatura occidental es un fenómeno relativamente reciente. Su habitual protagonismo en el folktale y la tradición picaresca no bastan para desmentir esta afirmación, pues los cuentos no son un retrato realista de una personalidad en esa etapa de la vida, sino que repiten un esquema mítico y, por tanto, no hay en ellos auténtica individualización ni un estudio psicológico. Los relatos de la infancia de héroes o de santos existentes en la literatura épica y caballeresca y en la hagiográfica repiten, en gran medida, esos mismos esquemas folclóricos. Por lo que concierne a la picaresca, sí es cierto, como afirma Cabo Aseguinolaza, que El Lazarillo supone un cambio respecto de la visión de la edad pueril en el pensamiento antiguo, y que a partir del siglo xvi el niño “ya no es equiparable, como había sucedido en otros momentos, con un adulto ignaro o carente de plenitud intelectual, sino que el acento sobre su inocencia y la necesidad de guía y ejemplo empiezan a delimitarlo como un objetivo pedagógico específico” (2001: 17). Pese a ello, la percepción que del mundo tiene el niño, su pensamiento y maduración no tienen cabida en El Lazarillo ni en otras obras del Siglo de Oro. ¿Por qué, hasta un determinado momento de la Historia occidental, los niños quedan fuera de la literatura y, en general, del pensamiento? Y, más Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación I+D “La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas” (DGCYT FFI2015-70094-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad dentro del Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia (Subprograma Estatal de Generación de Conocimiento). * 

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importante todavía: ¿por qué de pronto los escritores parecen reparar en su existencia como un motivo digno de ser minuciosamente estudiado? ¿En qué momento, y por qué razones se produce el cambio?1 La ignorancia que hasta el siglo xix se había mantenido sobre la infancia se fundamentaba, en parte, en la prisa que había por dejarla atrás: la alta mortalidad infantil apremiaba a superar cuanto antes esta etapa de la vida. Coe lo expresa, de modo tan lapidario como eficaz: hasta el paso a las sociedades modernas el modelo más representativo y común de niño era, de hecho, el niño muerto (1984: 17). Por otro lado, no parecía que hubiese nada que averiguar sobre el niño, que era inocente e in-fans (sin lenguaje); todo lo bueno o malo que puede ser un humano comenzaba a existir solo en la adolescencia y juventud. La infancia parecía una etapa homogénea e indiferenciada, todos los niños quedaban igualados como manifestaciones de una esencia única, el niño. La individualidad se desarrollaba en la pubertad: quien hasta entonces había sido niño comenzaba, a partir de los once o doce años, a realizarse como un ser humano —ahora sí— distinto y único. Este proceso era así fundamentalmente para el niño por antonomasia, que era varón, mientras que se consideraba que las mujeres nunca terminaban de romper por completo el vínculo con la niñez y, conservaban siempre reminiscencias de esa indiferenciación infantil. Es la nueva época inaugurada en Europa tras la Revolución Francesa la que comienza a valorar los primeros años de la vida humana por sí mismos y no como engorrosa y peligrosa etapa que es preciso superar cuanto antes. De los Frente al enfoque historicista que, de manera muy sintética, aquí llevamos a cabo, interesa el planteamiento que Cabo Aseguinolaza propone en su libro Infancia y modernidad literaria, donde liga la “invención de la infancia” al cambio de episteme que determina el concepto de literatura tal y como hoy opera: “La irrupción de la infancia como noción cultural relevante y, en particular, como noción influyente en el terreno literario remite a un proceso que cabe suponer prolongado y complejo. No obstante, sorprende de modo poderoso cómo esta idea aflora y se extiende de una manera mucho más repentina de lo que pudiera parecer. Y ello ocurre sobre todo en coincidencia con la sustitución del paradigma cultural clasicista por el paradigma moderno. O si se quiere, con el de la episteme fundada en la analogía y la identidad que prevalece hasta el Barroco, y que caracterizaba por ejemplo la concepción clásica de las edades del hombre, por una visión del mundo en donde la temporalidad y la diferencia se vuelven poco a poco factores determinantes. Es, en suma, el mismo marco en el que la moderna noción de literatura se impone a la de poesía, al tiempo que ésta última se equipara con un entendimiento de la lírica que poco tenía que ver con la ambigüedad vacilante de su estatuto en la tradición clasicista” (39). 1 

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cinco libros que conforman Emilio, Rousseau dedica tres a la niñez. El pensamiento ilustrado del siglo xviii sienta las bases que permitirán el nacimiento de la pediatría, ya en el siglo xix. Hasta entonces, la infancia era considerada un estado mórbido (como la feminidad). La revalorización del ser humano en su dimensión terrenal, vital y sensual, el interés por la educación, por la teoría del conocimiento y la formación de los ciudadanos, tienen como consecuencia que la infancia deje de ser solo una etapa enfermiza, para convertirse en un periodo decisivo de la formación del ser humano pleno. Así se ve en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), de Goethe, considerada la iniciadora del género de la Bildungsroman o novela de aprendizaje, donde se narran, frecuentemente en primera persona y de manera retrospectiva, las experiencias que convierten a un niño en un joven adulto y determinan su desarrollo psicológico, moral y social (cfr. López Gallego, Escudero Prieto). Con la Revolución Industrial, esa tendencia se afianza: aunque el trabajo en el campo y el hogar a edades tempranas había sido común hasta entonces, ahora muchos niños serán trabajadores de las fábricas, incorporándose al paisaje laboral urbano. De este modo se harán más visibles en la sociedad y, parejamente, en las artes y la literatura. Aunque todavía es alta, la mortalidad infantil se reduce, y además comienza a percibirse no como una fatalidad inevitable, sino como un problema que puede paliarse con mejoras sanitarias y sociales. Para Coe, ese cambio es uno de los factores decisivos en el desarrollo de narraciones y memorias de infancia —que él denomina Childhoods—; el otro es el hecho de que la imposición del modelo industrial desencadene un proceso de éxodo del campo a la ciudad, que a menudo se produce cuando el niño alcanza la pubertad, lo que aísla el periodo infantil y lo asocia a un lugar determinado. El niño nacido y criado en el pueblo o la villa debe, alcanzada una cierta edad (en torno a los diez años o incluso menos), abandonar ese paraíso original y acudir a la ciudad para formarse, trabajar, iniciarse en la vida adulta. Esto ayuda a percibir la niñez como una etapa cerrada y a fijarla en la memoria. Así, en Oliver Twist (1838), de Charles Dickens. Este motivo no desaparecerá en el siglo siguiente. De hecho, en España, a causa de la industrialización tardía, la partida del pueblo a la ciudad como clausura de la niñez es más representativa del siglo xx. El camino (1950), de Delibes, libro emblemático al que más adelante nos referiremos de nuevo, concluye precisamente con la inminente partida de El Mochuelo, que significará el fin de su infancia. Ese mismo asunto

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es posible encontrarlo en un autor actual como Óscar Esquivias, que lo trata en “La fiesta más divertida”, “Hijos de Dios” y “El estudiante de Salamanca” (véase el correspondiente capítulo de María Pilar Celma en este libro). Aún hay otra razón por la que la presencia de la infancia como tema en la literatura se desarrolla en paralelo al género autobiográfico concebido modernamente, y es que por primera vez se empieza a dar una importancia trascendente a las experiencias de los primeros años de vida como elementos decisivos en la configuración de la personalidad de uno. Con el siglo xix comienza el desarrollo de la pediatría (Seidler), y desde finales del siglo la atención se extenderá del cuerpo del niño a su cerebro. Las aportaciones decisivas y más influyentes, ya en los inicios del siglo xx, son las de Sigmund Freud, quien en “La sexualidad infantil” —incluido en Tres ensayos para una teoría sexual (1905)— reconoce la existencia de instinto sexual en la infancia y afirma que las impresiones y experiencias de carácter sexual que vivimos durante la niñez son determinantes en la configuración del mundo emocional y psíquico de nuestra vida adulta. Freud denuncia la ignorancia mantenida por la comunidad científica en torno a la sexualidad infantil; según él, la razón de que estas experiencias primigenias hayan sido ignoradas reside en parte en prejuicios pseudo morales que llevan a negar la existencia de instinto sexual antes de la pubertad, y en parte en el fenómeno de amnesia “que oculta a los ojos de la mayoría de los hombres, aunque no de todos, los primeros años de su infancia hasta el séptimo o el octavo” (Obras completas II 1196). Esta amnesia tendría un fundamento represivo: negar ese periodo de latencia sexual en que el placer aún no se ha visto supeditado a la moralidad y el pudor. La literatura, que había comenzado a interesarse por la etapa infantil, sigue esa tendencia, y entre las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx se publican grandes obras que son, de hecho, relatos de maduración y que se constituirán en modelos del género: Grandes esperanzas (1980-1861), de Dickens, La educación sentimental (1869) de Flaubert y Retrato del artista adolescente (1914-1915) de Joyce (véanse, acerca de la Bildungsroman, los trabajos de Rodríguez Fontela, Sumalla, Coe o López Gallego)2. El último Naturalmente, conjuntamente con el interés por el niño como individuo se desarrolla también el interés por el niño como lector, y comienza a desarrollarse una literatura dirigida a la etapa de la niñez, que no es lo que aquí nos interesa. 2 

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de los títulos citados se destaca como el modelo que imitar o subvertir para autores posteriores. Así, Rosa Chacel cuenta que, al marcharse a Roma en 1922, con veinticuatro años, lleva en su maleta “dos cosas de importancia vital”: el primer tomo de las Obras completas de Freud —que acababa de publicarse en Biblioteca Nueva— y el Retrato del artista adolescente. Hay que advertir que la traducción de la obra de Joyce al español no aparece hasta 1926, fecha en que Dámaso Alonso, bajo el seudónimo Alfonso Donado, la publica, también en Biblioteca Nueva y con prólogo de Antonio Marichalar. Con todo, más importante que el que verdaderamente Chacel pudiese llevar en su maleta del año 22 ese libro (que no llevaría en inglés, lengua que por entonces no conocía), me parece que considere oportuno afirmarlo, ya sea mintiendo o, muy posiblemente, a causa de una paramnesia. Ella, que será autora de dos novelas de crecimiento fundamentales de la literatura española, Memorias de Leticia Valle y Barrio de maravillas, juzga conveniente situarse en la estela del artista adolescente de Joyce. Aunque la presencia del universo y la mirada infantil en la literatura no se limita a este género de la Bildungsroman, buena parte de los relatos de infancia y adolescencia que encontramos en las letras españolas de los últimos veinte años —podríamos incluso extender el paréntesis temporal hasta las tres últimas décadas— se adscriben a la autobiografía o la autoficción, o transitan la gama de grises entre una y otra. Y si bien el relato de iniciación en la edad adulta se ha configurado históricamente, como hemos visto, en la forma de novela —el propio término Bildungsroman lo indica—, la narrativa breve no permanecerá ajena a este modelo extraordinariamente fecundo. El presente volumen muestra cómo, más allá de la novela de aprendizaje (pero con la mirada a menudo puesta en ella), el cuento y el relato se han interesado por narrar el paso de la infancia a la madurez, o por retratar al niño que uno fue —que, en contraste con el adulto al que sabemos autor, produce un efecto de relato de maduración—; o bien por explorar el contraste entre el mundo de los mayores y la mirada infantil. Por las mismas fechas en que Freud se adentra en los sótanos de la psique infantil, las vanguardias, con su concepción iconoclasta y lúdica del arte y la literatura, reivindicarán la abolición del sujeto creador adulto y de su punto de vista sancionado por la lógica como el único válido. En su revalorización

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de lo lúdico, las vanguardias adoptarán la perspectiva de la niñez como punto de partida óptimo para crear y para interpretar el mundo, prefiriendo abjurar de la racionalidad adulta y abrazando la cosmovisión del niño. La novedad con que el mundo se ofrece ante este supone un descubrimiento cotidiano de las cosas más elementales, que en cierto sentido se vuelven a crear cada vez que unos ojos infantiles las miran. Esa creación primigenia del universo que todo niño realiza naturalmente será la que añoren y persigan muchos artistas. Lo expresa a la perfección Juan Ramón Jiménez, quien además de dedicar a la niñez su proyecto de libro Edad de Oro, recurre a la mirada infantil en muchos de sus cuentos, decisivos en el desarrollo del moderno relato breve español. Y al referirse a su propia infancia, dirá, con la acostumbrada exactitud: “Cuando yo era el niñodiós”. El artista mira el mundo con ojos de niño por diversas razones, unas más optimistas que otras: se ve constantemente sorprendido por continuas invenciones —la máquina de escribir, el aeroplano, el cinematógrafo—, como juguetes que en la mañana de reyes llenasen la pupila del niño-artista. El arte de Miró, por ejemplo, persigue intencionadamente producir la impresión de ser un juego de niños; en poesía detectamos una recuperación de la canción infantil (desde la nana hasta el cantar de corro) y un empleo de esta como fuente de inspiración para creaciones nuevas, artísticas (artificiosas) que, sin embargo, quieren parecer fáciles, pueriles. Se adopta la infancia como punto de partida teórico para abordar la creación, y se persigue un resultado infantil a través de procesos, sin embargo, muy complejos. Pero la infancia no es solo el territorio de la felicidad, también lo es de los terrores, la enfermedad y la incomprensión, y esta otra dimensión de la infancia le sirve al hombre moderno para expresar su angustia ante un mundo que le resulta lejano e incomprensible, mundo de adultos en que él se siente como un niño perdido. Los dadaístas niegan la tradición, el canon y la razón, respondiendo a esta, provocadoramente: Dadá. Desacreditan así la lógica adulta, que había llevado a la Gran Guerra: hay que recordar que el movimiento lo alumbran en Zúrich, en 1916, un grupo de artistas refugiados durante el conflicto. La elección del nombre es sumamente elocuente de la radicalidad del movimiento. Dadá es un término infantil para llamar al caballo, y particularmente al de juguete. No parece irrelevante la elección de este animal, que había desempeñado un papel fundamental en

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el progreso de la civilización y en todas las guerras a lo largo de la historia de la humanidad, y que, por primera vez, en la Gran Guerra, se mostraba inoperante en combate, superado por los nuevos medios de locomoción y armamentísticos. Se pone en solfa, así, el mundo antiguo, su lenguaje y sus valores, optando por la mirada inocente, virgen aún a los prejuicios de la cultura y la razón, del niño. La Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial consumarán la crisis del varón blanco occidental y adulto. En nuestras letras, el reinicio de la narrativa española lo marca precisamente una novela de aprendizaje fundamental: Nada, de Carmen Laforet. Quizá se ha insistido demasiado en la naturaleza milagrosa de esta ópera prima escrita por una jovencita de veintitrés años sin experiencia ni relaciones en el mundo literario, y que después no volvería a escribir nada con el mismo éxito. Es muy posible que, de haber llevado una firma masculina, ni la juventud, ni la posterior trayectoria, ni el carácter milagroso del libro hubiesen sido tan subrayados por la crítica. En cualquier caso, la narradora del libro maneja extraordinariamente el distanciamiento emocional de los personajes mayores que la rodean —no así de los de su edad, como Ena o los chicos, Pons, Guíxols, Iturdiaga y Pujol—. Los habitantes de la casa Aribau son para Andrea, la protagonista y narradora, seres lejanos, incomprensibles, y —sobre todo— seres cuya comprensión no le interesa en absoluto. Siempre me ha parecido especialmente llamativo el tratamiento dispensado por la narradora al personaje de la abuela. Dado que la novela tiene una atmósfera de cuento gótico y que la protagonista es una joven, el lector espera una cierta complicidad o al menos compasión hacia la anciana, personaje más positivo —en principio— que el resto de sus parientes, pues aunque senil, se muestra dulce y acogedora con su nieta. Sin embargo, Andrea también relata todo lo concerniente a su abuela desde la distancia radical de quien no tiene nada que ver con los que hicieron la guerra y no terminaron de salir de ella. A Nada le seguirán otras Bildungsroman, como El camino (1950), de Miguel Delibes, la más fantasiosa Industrias y andanzas de Alfanhui (1951), de Rafael Sánchez Ferlosio, o Primera memoria (1959), de Ana María Matute. Consecuentemente con la exploración de la niñez que se trata de llevar a cabo en estas obras, por lo general no se recurre en ellas a una narración omnisciente, sino que se opta por una focalización narrativa ajustada a la visión

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infantil del mundo3. Estas novelas —especialmente Nada y El camino— serán lectura de curso en el bachillerato de los sesenta y setenta para muchos de los que serán después escritores. Matute, además, había publicado en 1956 Los niños tontos, título fundamental en el desarrollo del relato español contemporáneo, donde la infancia aparece como un tiempo marcado por el dolor, la crueldad, la incomprensión y la muerte, muy lejos de la imagen dulcificada que a menudo se da de ella, y con un fuerte componente alusivo a las condiciones en que había madurado la generación de la autora —los llamados “niños de la guerra”—. No era España, pese a que lo proclamase la letra del himno que recogía la Enciclopedia Álvarez, un “florido pensil” reverdecido por el “impulso juvenil” de sus escolares. Concluida la Segunda Guerra Mundial y superadas sus primeras consecuencias, los países aliados experimentan una mejora en las condiciones de la vida cotidiana, origen del baby boom que se producirá entre 1946 y 1965 en países como EE.UU., Reino Unido o Francia, y con unos diez años de retraso en España. Las promociones nacidas con posterioridad a la contienda conocerán las cartillas de racionamiento, pero también, más tarde, el acceso a bienes de consumo y el discurso publicitario sobre esos mismos bienes, emblemáticamente encarnado por la canción del Cola-Cao, en una España que aún no había olvidado la harina de almorta. Convengamos en llamar novísimos, en un sentido laso, a esos jóvenes que en torno al año 68 concluían su adolescencia o se encontraban ya en la juventud. Se corresponden con la juventud que en Europa y otras partes del mundo no ha vivido la Segunda Guerra Mundial, y sí la bonanza económica que sigue al Plan Marshall y el despegue económico capitalista en los sesenta. Se repite la fractura entre viejos y jóvenes que parece ley de la naturaleza, y que en la literatura contaba con precedentes ilustres: los románticos que desdeñaban a los anticuados neoclásicos, los modernistas que hacían lo propio con la gente vieja, y que más pronto que tarde serían, ellos mismos, algo vetusto y superado para los vanguardistas… En el salto generacional del año 68 se solapan un debate moral y uno generacional. Los supervivientes de las guerras En esa misma línea el propio Miguel Delibes escribirá posteriormente El príncipe destronado (1973), donde el recurso del perspectivismo en la narración se extrema, al adecuarse a un protagonista de muy corta edad. 3 

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mundiales y la Guerra Civil española no dan crédito a la insolencia de unos jóvenes que no les muestran ningún agradecimiento por haberse sacrificado para que ellos tengan acceso a unos bienes de consumo inéditos hasta entonces; pese a ello, la juventud no siente que deba agradecer a sus mayores haber hecho la guerra. Los muchos que abrazan ideologías de izquierdas lo hacen bajo formulaciones renovadas (lectura de Marcuse y Debord mediante), que rechazan los términos de debate de los predecesores, y que rechazan también —o al menos, se jactan de rechazar— la expresión estética de ese debate, el social-realismo. Esos jóvenes que no combatieron reivindicarán una forma no adulta de estar en el mundo, rechazarán las obligaciones impuestas, responderán con descaro infantil a las convenciones de sus respetables y laureados padres y abuelos. En el ámbito anglosajón, un ejemplo esclarecedor es el de Colin McInnes (1917-1977), pariente de Rudyard Kipling, del pintor Eduard Burne-Jones y del político conservador Stanley Baldwin. Aunque McInnes sí participó en la Segunda Guerra Mundial —y, de hecho, escribió sobre ello en To the Victors the Spoils (1950)—, es autor de una novela exquisita que diagnostica con exactitud algo que se encontraba en el ambiente. Esa novela es Absolute beginners (1959), y la peripecia de su juvenil protagonista, que no tiene nada de trascendente, porque él no está llamado a las grandes hazañas de sus mayores, le mezcla en los disturbios raciales de Notting Hill al ritmo de nuevas músicas, mientras persigue a la esquiva Crêpe Suzette y se topa con habitantes del Imperio británico muy distintos de sus ilustres antepasados. Todos ellos son absolute beginners, principiantes grado cero de la vida, que se niegan a cargar con la gloria y las culpas de la generación anterior, y que incluso eso —negarse— lo hacen a su manera. El anónimo narrador y protagonista no se enfrenta a su padre, por más que sí manifiesta cariño las pocas veces que cruza con él algunas palabras; es solo que no tienen demasiados temas en común. Aunque pueda parecer casual, me parece muy significativo el parentesco de McInnes con Kipling, porque más allá de ser un vínculo sanguíneo representa un auténtico giro de principios morales. El autor de “If ” había cifrado en este poema todo un código del ideal británico de firmeza, estoicismo y flema que concluía con una promesa de gobierno innegablemente imperial, masculina y, por supuesto, adulta (“Yours is the Earth and everything that’s in it / and —which is more— you’ll be a Man,

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my Son”); los principiantes de McInnes, interpretan a su manera (o sea, their way, como Sinatra o como, muy pronto, los Sex Pistols) en qué podía consistir, no ya ser un hombre, sino simplemente vivir y tener veinte años en el hervidero que era Londres en 1959. En España, con el consabido retardo, los autores que comienzan a publicar hacia 1970 exhibirán unas señas de identidad deliberadamente irritantes para muchos: radio, televisión, fotonovelas, cómic, novela de aventuras y de kiosco, canción popular, cine ávidamente consumido (incluso aunque algunas de esas películas luego resultasen ser buenas). Así se ve en Julia (1970), de Ana María Moix, una de las mejores novelas de crecimiento personal escritas en español4. La narradora y protagonista, de rasgos autoficcionales bien reconocibles, se siente incomprendida por sus padres —únicamente con su abuelo paterno, viejo anarquista, hay cierto entendimiento—. Sus compañeros en la universidad se comprometen acaloradamente con causas como la Guerra de Vietnam, el hambre en la India o las luchas raciales, que a ella solo le despiertan un mortal aburrimiento. Es significativo que, pese a que la edad es la misma, la colectividad aparece asociada a la lucha política, mientras que la subjetividad individual se desentiende de ella. En su lugar, se prefiere como espacio íntimo la lectura de tebeos y novelas, el cine o la canción ligera, profusamente citados en las páginas de Julia. Así pues, a partir de los años sesenta infancia y adolescencia se convierten en valores que oponer al mundo adulto y responsable. Eso mismo aproximará solidariamente dos periodos vitales que en puridad resultan bien distintos entre sí, como son la infancia y la juventud. Una y otra harán causa común contra la adultez. La novela que acabamos de citar, Julia, ejemplifica de manera cristalina esa vinculación entre infancia y juventud frente a la madurez; de hecho, la narradora llega a reconocerse a sí misma rehén de la Julita niña, que no acepta verse arrinconada, relegada a la categoría de recuerdo, y se impone sobre la adulta, vengándose de ella e impidiéndole alcanzar la nor-

También en las memorias de Terenci Moix, y especialmente en su primera entrega, El cine de los sábados (1994). Escrita en los noventa, constituye un testimonio ya distanciado de esa misma educación sentimental basada en el cine, los cómics y la canción ligera. Además, la lectura paralela de El cine de los sábados y Julia arroja luces sobre los elementos autobiográficos de la novela de Ana María Moix. 4 

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malidad: “Julita se había convertido en un dios martirizador para Julia, un dios que reclamaba continuos sacrificios para calmar su antiguo dolor” (56). La misma Ana María Moix, en varios de los relatos de Ese chico pelirrojo a quien veo cada día (1971), muestra el conflicto entre la visión del mundo de los adultos y la de los adolescentes, niños o jóvenes de ambos sexos. Obviamente, ese acercamiento parte de los jóvenes, que son quienes, ante el rechazo que les producen los valores adultos, prefieren volver la vista hacia la infancia. Ser menor de treinta años era la única credencial de autenticidad y rebeldía. La célebre frase que Jack Weinberg pronunció en 1964 durante los disturbios de Berkeley, resumen bien la idea: “Don’t Trust Anyone over 30”. Del cuño romántico de esta renovada fractura generacional nada habla mejor que el verso de Poe —por supuesto, en la versión de “Anabel Lee” que Radio Futura convirtió en un éxito musical en 1987—: “Nuestro amor era más fuerte que el amor de los mayores”. Parece paradójico (pero más bien no hay paradoja alguna, sino una pura y perversa aplicación de la lógica del capitalismo) que, justo desde esas fechas, infancia y adolescencia (y también, por supuesto, juventud) empiecen a ser valores vendibles, anunciables, sometidos a un eros capitalizado. Los jóvenes serán a partir de ahora consumidores y protagonistas de la publicidad, que se convertirá también en un rasgo identitario, sobre todo con la aparición y desarrollo del spot televisivo. En 1979 aparece un ensayo de Fernando Savater titulado La infancia recuperada; su objeto son los relatos que le cautivaron durante su iniciación como lector. No interesan a Savater los libros infantiles, sino las grandes aventuras cautivadoras que mantienen elementos propios del mito: Moby Dick, Las aventuras de Sherlock Holmes, los cuentos de Jack London, etcétera. En su defensa de esta literatura emocionante, Savater confirma la importancia de esas lecturas en la conformación del adulto al que suelen ir a parar los niños. No es una importancia propiamente literaria. A partir del ensayo de Benjamin El narrador, Savater distingue entre estas narraciones o relatos —sea cual sea su extensión— y la moderna novela. Frente a esta última, vinculada a la sociedad burguesa, a la lectura individual y al estilo fidedignamente recogido en el libro (frente a la trama), lo que verdaderamente resulta cautivador en esas historias no es el estilo ni la estructura ni nada parecido, sino su apego a lo mítico y lo esencial humano, contenido en una trama que, a pesar de los autores (Melville, Stevenson, Doyle, Burroughs), admite

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la recreación del lector entusiasta que les cuenta la aventura a sus amigos, enlazando con la vieja cultura oral. Para Savater, el valor de esas historias va mucho más allá de lo literario entendido como una disciplina, y se incardina en la médula de quienes verdaderamente han experimentado la emoción de la lectura insaciable, en aquellas tardes de los doce o catorce años. Del mismo año que el libro de Savater es la película Arrebato, de Iván Zulueta (1979), donde se expresa exactamente lo mismo, aunque de manera muy distinta. El cineasta en ciernes Pedro (a quien se le describe como “un tío que lleva viviendo veintisiete años y tiene… doce”) conmina al protagonista, José (un director de cine en crisis), a responder a la pregunta: “¿Cuál era tu colección de cromos preferida?”. José confesará “Las minas del rey Salomón”. Pedro abre un arcón lleno de álbumes, selecciona el elegido por José y lo pone ante él para examinar su reacción: “Toma. A ver si es verdad que te gusta tanto”. Lo que busca Pedro no es la nostalgia (“nada de recuerditos”); quiere poner a José a prueba, ver si, pese a estar en la edad madura, mantiene, como él, la capacidad de vivir la creación cinematográfica con la misma intensidad con la que, en la niñez no tan lejana, vivían el juego, intensidad que era capaz de conjurar el discurrir lineal del tiempo, cuya conciencia marca el paso a la adultez: “Dime, ¿cuánto tiempo te podías quedar a pasar mirando este cromo? Y este, ¿te acuerdas? ¿Y esta orla? ¿Y este otro? ¡Años! ¡Siglos! ¡Toda una mañana! Imposible saberlo. Estabas en plena fuga, éxtasis. Colgado en plena pausa. Arrebatado”. Las drogas serán a la vez estímulo para la creación y freno: Pedro las consume, igual que Alicia al otro lado del espejo, pero no le terminan de gustar (“porque me hacen crecer”). Herederos de Peter Pan —una referencia obvia en la película de Zulueta— los artistas de los años setenta y ochenta tienen en la infancia su auténtico venero de creatividad, y sus estímulos principales serán las lecturas señaladas por Savater, los tebeos, los cromos, el cine y las canciones. Frente a la infancia rural que se representa en El camino, donde la experiencia de crecimiento viene asociada al abandono del pueblo natal para estudiar en la ciudad, los escritores de las siguientes promociones representarán una infancia generalmente capitalina y, sobre todo, más ligada a la cultura de los mass media que a la naturaleza (de hecho, esta se percibe filtrada por la representación de la misma en las aventuras de ficción).

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La paulatina introducción de la televisión en España desde los años cincuenta culmina en los sesenta, década en la que su acceso se generaliza. El nuevo electrodoméstico se integraba en los hogares españoles, aunque para disimular su aspecto tecnológico y ubicarlo entre el resto del mobiliario se recurriese al acabado en madera o al pañito de ganchillo. Para los nacidos en los sesenta, la experiencia de la lectura, los tebeos y cromos como formadores de la infancia será desplazada por las series y dibujos animados, y los autores se mostrarán muy conscientes de ello, convirtiendo eso mismo en tema de sus creaciones5. Son, como ha apuntado Esther Pérez Dalmeda (2016: 8), la primera generación que conoce la televisión desde su nacimiento. Si en la educación sentimental de los novísimos habían sido fundamentales el cómic, la novela de kiosco, la radio y la canción ligera, en los nacidos en los sesenta será sobre todo la televisión la que mediatice su experiencia infantil. La pantalla doméstica toma así el relevo de la hoguera en torno a la cual se contaban desde tiempos remotos historias míticas que nos enseñaban a entrar en la vida y afianzaban los lazos de la comunidad. Es aún una televisión con dos canales, como la que recuerda Félix Romeo: todo el mundo ve lo mismo, y ver determinados programas, repetir sus canciones, frases y gestos se considera un elemento crucial de integración en el grupo, como reflejan “Mármol”, de Sara Mesa, o “Television Man”, de Víctor Balcells, estudiados respectivamente por Díaz Navarro y Escandell Montiel en este volumen. Esto no quiere decir, por supuesto, que no se reconozca el valor generacional de algunas lecturas. Ahí está Los cinco y yo, de Antonio Orejudo, fan fiction de la célebre serie de Enid Blyton —y falso juego intertextual con la ficticia novela After five de Rafael Reig—. Como Orejudo señala, la de los nacidos en los sesenta (él es del 63) es la primera generación que leyó la saga inglesa de Los cinco, que no se tradujo al español hasta 1964, por lo que esta lectura, verdaderamente generacional, les diferencia de sus hermanos mayores, así como de los nacidos ya en los setenta, porque aunque los libros de

En un ensayo al que haremos referencia en las páginas siguientes, Mercedes Cebrián señala que aquellas novelas de Marcial Lafuente Estefanía o José Mallorquí, aquellos tebeos de El guerrero del antifaz, El hombre enmascarado o Roberto Alcázar y Pedrín, fundamentales para los padres de los nacidos en los sesenta y setenta, apenas suscitan el interés de sus hijos (2016: 102). 5 

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Los cinco continuaron reeditándose, la moda ya había pasado y la serie podía ser leída por algunos, pero estaba lejos de ser una experiencia generalizada. Leer las aventuras de Los cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores no experimentaron antes. Ellos leyeron a Salgari, a Julio Verne, las aventuras de Guillermo o de Tintín, pero no pudieron conocer a Enid Blyton porque hasta 1964 no se tradujo al español (Orejudo 2017: 23).

Así pues, desde los años setenta, se expresa reiteradamente, y en distintos géneros discursivos, la convicción de que la fuente de la creatividad está en las experiencias de la niñez, y de que en nuestra era y en estas latitudes del mundo dicha niñez no es concebible ya sin TV, cine, cómics, moda, publicidad, deportes y, muy pronto, videojuegos. En el ámbito de la narrativa literaria, los ejemplos se multiplicarán en la última década del siglo xx y las casi dos que llevamos del xxi. A pesar de que el modelo de representación de la infancia procede fundamentalmente de la novela, el relato breve ha abordado con frecuencia esta materia. Los autores estudiados en el presente volumen así lo hacen. Interesa que nos detengamos a observar siquiera brevemente sus fechas de nacimiento. El único nacido con anterioridad a la Guerra Civil es Luis Goytisolo (n. 1935), cuya narrativa fragmentaria, surgida en los intersticios entre el ciclo de relatos, el fragmento y la novela, da cuenta de una identidad también fragmentaria y poliédrica. El siguiente, cronológicamente hablando, es Eduardo Mendicutti (n. 1948): él representa a los nacidos después de la Guerra Civil, quienes eluden esta pesada herencia y la hipoteca de agradecimiento o revolución que amenaza embargar sus destinos literarios por el mero hecho de deberles una victoria (o una derrota) a sus predecesores. La identidad personal y sexual forjada en la niñez y la adolescencia se perfila como un asunto crucial en los relatos de Mendicutti, y si bien no podemos decir que falte el compromiso político —“private is political”—, este es indisociable de lo íntimo. En el mismo arco temporal se encuentran Soledad Puértolas (n. 1947) o Lourdes Ortiz (n. 1949), quienes también abordan el relato de infancia o con narrador infantil (Ortiz, por ejemplo, lo hace en “Alicia”). La mayor parte de los autores que hemos seleccionado han nacido a partir de los años sesenta y, por tanto, cuando la televisión se integra en la vida coti-

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diana de los españoles; además, todos, excepto Víctor Balcells (n. 1985), nacen antes de la muerte de Franco, aunque Care Santos (n. 1970) y Óscar Esquivias (n. 1972) muy cerca ya de esa fecha, de manera que viven la Transición con pocos años. El más joven de todos ellos, Balcells, incorpora un nuevo medio a su experiencia y a su configuración identitaria, emocional o generacional: el videojuego, escasamente presente en los relatos de las promociones anteriores6. Además del impacto de la televisión y el consumo —al que luego se añade lo cibernético y virtual—, hay una circunstancia que marca a los nacidos entre los años sesenta y primeros ochenta. Se trata de implantación y funcionamiento de la Ley General de Educación de 1970, que establecía una Educación General Básica —la célebre EGB— de ocho cursos que comprendían, normalmente, de los cinco-seis años a los trece-catorce. Cumplida esta etapa, el estudiante elegía entre cursar la Formación Profesional (FP) o los tres cursos de Bachillerato Unificado Polivalente (BUP), a los que seguía un Curso de Orientación Universitaria (COU). Este sistema fue parcialmente modificado por la LOECE (Ley Orgánica por la que se regula el Estatuto de Centros Escolares, 1980) y la LODE (Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación, 1985), pero el diseño de los planes de estudios, en esencia, no varió. Poco después, en 1990, se promulgó la LOGSE (Ley Orgánica General del Sistema Educativo), cuya paulatina implantación concluyó en 1996/1997, curso en que concluyó su ciclo la última promoción de la EGB. Esto significa que, con algunas diferencias según la implantación en centros, se integraron en la Ley General de Educación de 1970 (EGB, FP7, BUP y COU) los naciLos videojuegos aparecen como motivo en la narrativa breve de Juan Bonilla (por ejemplo, en “Vitíligo” y “Tú sigue por donde vas, que no vas a ninguna parte”; en el primer caso la participación en un juego virtual se produce ya en la edad adulta, pero en el segundo, incluido en Una manada de ñus (2013), también se liga al tránsito de la adolescencia a la madurez —tema este que vertebra todos los relatos del volumen—. Y en el cuento titulado “El ordenador”, incluido en el volumen Maneras de perder (1997), Felipe Benítez Reyes construye una distopía futurista en la que el ordenador y el videojuego desempeñan un papel fundamental en la infancia y la educación sentimental de su protagonista infantil. Hay que recordar que Benítez Reyes había publicado en 1995 una novela de infancia, La propiedad del paraíso. Sus capítulos, dedicados a diversos recuerdos de objetos y seres que poblaron su niñez, no progresan narrativamente como esperaríamos en una novela convencional, sino que constituyen más bien una galería y, en ese sentido, se aproximan al libro de relatos. 7  Formación Profesional. 6 

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dos entre 1964 y 1983. Veinte años escasos que coinciden con los nacidos en los últimos años del franquismo y la Transición; que coinciden también con la plena incorporación de España al capitalismo de consumo. Si volvemos al arco temporal de lo que en términos lasos conforma una generación, vemos que la de los marcados por la Ley de Educación del 70 comprende a los nacidos entre 1964 y 1983, esto es, a nacidos en tres décadas distintas; sin embargo, el núcleo duro lo conforman los nacidos en los setenta, y el ecuador los que pertenecen a las promociones del 73 y el 74. Observemos las fechas de nacimiento de los autores estudiados en los capítulos del presente volumen. A un periodo anterior pertenecen Luis Goytisolo (n. 1935), Eduardo Mendicutti (1948) y —por muy poco— Hipólito G. Navarro (n. 1961), mientras que forman parte de la etapa EGB Juan Bonilla (n. 1966), Félix Romeo (1968), Care Santos (1970), Óscar Esquivias (1972) y Sara Mesa (1976). Esta última, por cierto, reflexiona muy nítidamente sobre la educación recibida, desde el propio título de Mala letra —con la ilustración tomada de los clásicos Cuadernos Rubio— y en el relato “Mármol”. La distancia de casi diez años que separa la fecha de nacimiento de Mesa y la de Víctor Balcells (n. 1985) es congruente con la diversa experiencia infantil que este refleja en su obra, donde son los videojuegos, más que la televisión u otros medios, la fuente de la educación sentimental. En la misma cota temporal del grupo central y más representado estarían Javier García Rodríguez (1965), Javier Cercas (1962), Antonio Orejudo (1963), Marta Sanz (1967), Sabino Méndez (1962), Mercedes Cebrián (1971), Alberto Olmos (1975), Manuel Vilas (1962), Kiko Amat (1971), Ismael Grasa (1968), David Trueba (1969), Marcos Giralt Torrente (1968), Clara Usón (1961), Andrés Barba (1975), Lara Moreno (1978), Elvira Navarro (1978), Jesús Carrasco (1972) o Edurne Portela (1974). Todos ellos —y no conforman ni mucho menos una nómina exhaustiva— tratan en sus ficciones la infancia, sea la propia, sea la de algún alter ego, sea la de un personaje cuya mirada de niño filtra la visión del mundo al enfrentarse con algunas experiencias iniciáticas. Estas pueden ser la muerte (“Pampanitos verdes” de Óscar Esquivias, “Mármol” de Sara Mesa), el erotismo y la identidad sexual (en los relatos de Eduardo Mendicutti; así como en “El estadio de mármol” de Juan Bonilla o “La casa de las mimosas”, “El misterio de la Encarnación”, “El dolor” y “Curso de natación” de Óscar Esquivias), la frustración de expectativas (“El cromo de Boronat”

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o “Brooke Shields”, de Bonilla) o los conflictos con los progenitores: este último tema vertebra muchos de los relatos de Hipólito G. Navarro, y de manera muy especial “Nueva Orleans 220 (Anotaciones para una historia de la madera)”; también es fundamental en los fragmentos narrativos que Félix Romeo reúne en Dibujos animados, así como en los cuentos de Juan Bonilla (como “Tú sigue por donde vas que no vas a ninguna parte”) o de Care Santos, para quien la relación del adulto con el niño se fundamenta sobre una base de coerción, represión y dominio que provoca negación y rebeldía, a menudo imaginativamente liberadas en sus relatos. Son los arriba citados escritores que viven como niños o adolescentes la Transición democrática y la ebullición cultural de esos años, y que ya en la edad adulta asisten o contribuyen a su desmitificación, iniciada con estudios como los de Vilarós (1998) y después extendida socialmente —resulta emblemática de ese descrédito la actual expansión de marbete “Régimen del 78”—. Del mismo modo, las aportaciones reales del movimiento cultural más identificado con la Transición —la Movida— también han sido sometidas a crítica y cuestionadas (Lenore 2018). De entre los nacidos en la década de los sesenta, un cierto número —los que comenzaron a publicar con cierto éxito más tempranamente, en los 90— fueron primeramente etiquetados bajo el rótulo de “Generación X”, en referencia al título de la novela de Douglas Coupland que expresaba la angustia de los jóvenes estadounidenses profesionales urbanos que de pronto sentían una profunda insatisfacción ante lo que se les ofrecía como prometedor futuro. En una operación que tuvo más de comercial que de historiográfico, se popularizo la etiqueta “Generación X” para reunir a autores que ciertamente interesados en explorar el nuevo desfase generacional, aunque por otro lado bien diferentes entre sí, como José Ángel Mañas, Lucía Etxebarría o Juan Bonilla. Todos ellos, además, tenían lecturas internacionales: por así decirlo, se identificaban más con El guardián entre el centeno de J. D. Salinger que con El camino de Delibes. La denominación “Generación X” fue efímera: desde el punto de vista histórico y sociológico fue rápidamente atropellada por la “Generación Y” y la “Generación Z” (por no hablar de los millenials); desde el literario, se solapaba con otra etiqueta lanzada en 2007 por Nuria Azancot en las páginas de El Cultural. La nueva denominación, “Generación Nocilla”, comprendía a autores nacidos entre 1960 y 1975, es decir, un arco temporal compartido por los integrantes

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de la Generación X, de edad similar, pero lanzamiento anterior a quienes se había promocionado como integrantes de la “Generación X”. Frente al optimismo adánico de la Movida (descrito en libros como el excelente Literatura universal, de Sabino Méndez) o la correspondiente efervescencia contracultural barcelonesa (de la que da buen testimonio La vida cotidiana del dibujante underground, de Nazario), aquellos que alcanzan la juventud en los noventa viven el desencanto que sigue al año 92, una crisis económica, un alarmante aumento del paro o la guerra en la antigua Yugoslavia (señalada por Bonilla como auténtico trauma generacional). En consecuencia, el estilo imperante durante sus años juveniles —los del lanzamiento de la “Generación X”— será el grunge, una especie de rechazo al lujo y los signos del bienestar, aunque por supuesto estandarizado para su comercialización (grunge chic). Nirvana representaba bien el abatimiento de esos jóvenes (Pérez Dalmeda 2016: 36). Que, por cierto, ya no lo son, aunque también es verdad que han resultado los primeros en “beneficiarse” —dicho sea entre comillas— de un llamativo alargamiento de la juventud, paradigmáticamente expresado en el eslogan, meme o aforismo “Los treinta son los nuevos veinte”, pronto reciclado en “Los cuarenta son los nuevos veinte”, “Los cincuenta son los nuevos veinte”, etcétera. La inestabilidad —digamos mejor flexibilidad— laboral, la tardía independencia, la maternidad y paternidad postergadas, son algunos de los rasgos de este largo verano de juventud que es menos una elección personal que una imposición de las condiciones socioeconómicas. Hemos dejado clara la inoperancia de las etiquetas generacionales restrictivas; con todo, conviene hacer una precisión que acaso sí sea pertinente, y es que cuando la “Generación X” se pergeñó, sus integrantes eran, de hecho, jóvenes, y como tales se vendieron; la infancia y la adolescencia no quedaba tan lejos como para justificar una mirada melancólica al pasado. Tal vez por eso Félix Romeo en Dibujos animados (1994) evita cuidadosamente caer en el sentimentalismo y se muestra extraordinariamente lúcido al tratar como un pasado lejano lo que algunos todavía no veían como tal (no hay pasado reciente, todo pasado es igualmente irrecuperable). Sin embargo, las publicaciones que los nacidos en los sesenta y setenta dan a la imprenta pasados ya los 2000 se entregarán al recuerdo —a veces, bajo la forma de la nostalgia— como ejercicio cultural y discursivo, y lo harán con una intensidad inédita hasta entonces.

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En los últimos diez o doce años, los textos de reconstrucción y memoria de la infancia y adolescencia, o en los que esa memoria representa un papel fundamental, se han multiplicado. ¿El motivo? Bueno, podríamos decir que eso de que los cincuenta son los nuevos veinte no es del todo verdad, y que a todos nos alcanza un momento en el que descubrimos que lo que creíamos presente es un pretérito que solo está fresco en nuestros recuerdos, o ni eso (así en Sara Mesa, como Díaz Navarro analiza en el capítulo dedicado a esta autora). Pero hay más. Las posibilidades de conectividad que internet brinda, sea a través de páginas web, foros, redes sociales, canales de vídeo, motores de búsqueda por imágenes, etcétera, han hecho posible la creación de verdaderos “santuarios de la memoria” comunitarios, donde individuos sin contacto personal comparten (aportando o consumiendo, o ambas cosas) una ingente cantidad de materiales gráficos y audiovisuales (en Instagram, Youtube, Pinterest, etcétera) o físicos (en eBay, Wallapop, Todocolección, etcétera). De esta manera, por primera vez, es posible recuperar materialmente (o, al menos, en efigie) recuerdos que parecían ya perdidos en el pasado. Y lo es gracias a que siempre parece haber alguien que ha guardado una fotografía de aquel juguete de kiosco, de aquella mochila, de aquella sudadera. O bien alguien que recuerda aquel episodio de una serie televisiva que en nuestro entorno inmediato nadie más parecía recordar. O el Cinexín que da título al libro de Romeo, adelantado también en esto, pues allá por 1994 no había páginas web dedicadas a los memorabilia. Los años setenta, y fundamentalmente los ochenta, son la primera etapa prácticamente reconstruida de manera virtual por sus fieles nostálgicos —hasta casos extremos, como el de los McMillan, la familia canadiense que decidió vivir todo un año anclada en 1986 para que sus hijos creciesen en un entorno ajeno al consumismo y las innovaciones tecnológicas de las últimas décadas—8. Algo que, dicho sea de paso, no deja Blair McMillan y Morgan Patey, convencidos de que demasiada tecnología en sus vidas cotidianas estaba estropeando la infancia de sus dos hijos, decidieron en 2013 vivir durante un año como si fuese 1986. Su proyecto no se limitaba a algunas concesiones a la moda y la música de aquel año, sino que pretendía ser una auténtica burbuja artificial de pasado. La elección de 1986 y no otro año de esa década obedeció a que precisamente ese era el año de nacimiento de Blair y Morgan (lo que significa que ninguno de ellos podía tener recuerdos personales de cómo era la vida entonces). Concibieron el experimento con una duración prefijada de un año, al cabo del cual, según el propio McMillan relató, cogerían de nuevo sus teléfonos mó8 

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de resultar paradójico, ya que es esa misma tecnología la que ha permitido, en gran medida, la reconstrucción comunitaria del día a día de los ochenta y, por otra parte, los años ochenta fueron, pese a las crisis económicas, una etapa de expansión del consumo cotidiano. ¿Es esta recuperación fantasmática de objetos algo banal? Puede ser. Pero puede ser también que esos objetos alcancen la categoría de fetiches a los que se transfiere el luto por el pasado (luto que, a menudo, es gozoso, por suscitar una verdadera anagnórisis con lo que había quedado perdido en la memoria). Alguno de estos santuarios de la memoria ha llegado a convertirse en un verdadero fenómeno de masas. Es el caso de Yo fui a EGB, proyecto que se inició con un grupo de Facebook, cuyo éxito originó la publicación de un libro —seguido de otros tres hasta la fecha—, además de la apertura de un blog, la creación de cuentas en otras redes sociales como Twitter o Instagram, la comercialización de un juego de mesa y la celebración de un macroevento, “Yo fui a EGB: la gira” con música en directo de grupos de la época. La motivación de estos ejercicios de nostalgia puede ser la nostalgia misma, pero es evidente —el ejemplo anterior lo ilustra con claridad— que existe una rentabilidad comercial del recuerdo, que se vincula a la llegada de los nacidos en los setenta a la franja de máximo consumo, situada entre los 30 y los 50, cuando ya tenemos hipoteca e hijos que a su vez son pequeños grandes consumidores, pero aún nos sentimos llamados a participar de la gran rave del hedonismo —siempre y cuando tenga servicio de guardería—. Un hecho cotidiano que lo ilustra es ese intento de proyectar nuestra infancia pretérita sobre la de nuestros descendientes a través de la compra de merchandising de Heidi, Pippi, Marco, Barrio Sésamo, Mazinger Zeta… Es posible, incluso, señalar un “anuncio generacional”, que proclamó en 2007 la llegada a la edad adulta de esa generación de la EGB, sentimentalmente educada a finales de los setenta y en los ochenta. La marca anunciante fue, por supuesto, Coca-Cola, y el título del vídeo (que tuvo versión abreviada y versión extendida) fue “Generación 80”9.

viles e irían regresando gradualmente al año 2014. (Véase .) 9  La versión extendida del anuncio —cuya música, muy significativamente, es el éxito de los ochenta “Don’t You Forget about Me”, de Simple Minds— puede verse en: .

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Y es que si, como decíamos más arriba, la televisión tuvo un papel fundamental como formadora, también lo ha tenido como explotadora del recuerdo de un pasado en el que ella misma ya tuvo un papel fundamental. Cuando en 2001 comenzó a emitirse la serie Cuéntame, es muy probable que ni siquiera sus creadores pudiesen prever en qué llegaría a convertirse: el relato acelerado y sintético, ahormado en términos aristotélicos, de tres décadas del pasado español, en el que a menudo se integraban imágenes de archivo de Televisión Española (TVE), cuyo papel en la vida cotidiana de las últimas generaciones se destaca en la serie. En el cincuentenario del nacimiento de Televisión Española, celebrado en 2006, se programaron numerosas emisiones de documentos de los archivos: la televisión elaboraba y ofrecía el recuerdo de un pasado en el que ella ya formaba parte de la historia. Otro exitoso ejemplo sería un programa como Cachitos de hierro y cromo, realizado a partir de vídeos musicales del archivo de TVE, en antena desde octubre de 2013 en La 2 de Televisión Española. Y a mediados de 2008 se decidió recuperar, en la página web de Radio Televisión Española (RTVE), algunas de las series más emblemáticas de la cadena, previa consulta a la audiencia: las elegidas se ofrecieron durante algún tiempo bajo la elocuente etiqueta de “series míticas”. Por otra parte, la rentabilidad de la televisión como inspiradora de ficción breve ha sido explotada editorialmente. Con ocasión del quincuagésimo aniversario de TVE, la cadena FNAC publicó ¡Castigados sin tele!, antología de “cuentos para que no veas la televisión” (2005), a la que siguieron un segundo volumen con “Más cuentos para que sigas sin ver la televisión” (2005) y un tercero, subtitulado “La televisión, definitivamente, es un cuento” (2006). Pero la televisión no ha suscitado solamente una literatura “de ocasión”. En julio de 2011 la revista Quimera dedicó un número monográfico a las series televisivas: aunque la mayoría eligió creaciones actuales, varios autores se decantaron por las que habían ilustrado su niñez. Así, Elvira Navarro escribió sobre Twin Peaks, que con su proyección hacia el futuro puede ser, para los creadores que la vieron en su adolescencia o primera juventud, una especie de compañera de viaje10. En ese mismo monográfico Manuel Vilas reflexiona En la segunda temporada de Twin Peaks, emitida en 1990-1991, se anunció que veinticinco años más tarde se desvelarían nuevos secretos; efectivamente, en 2014 se puso en 10 

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sobre Cuéntame como falso recuerdo del pasado. Por su parte, la editorial El Gaviero lanzó en 2014 Serial. Antología poética sobre series de televisión, en cuyo prólogo Luna Miguel insiste en la capacidad aglutinante e identificadora de la ficción televisiva seriada para crear lazos emocionales e identificadores en sus consumidores, “la pantalla umbilical que nos une” (Miguel 2014: 10). También en dicha antología la mayor parte de los poemas estaban dedicados a series contemporáneas, pero no faltaron quienes bucearon en los recuerdos televisivos de su infancia: así, Javier García Rodríguez dedicó su texto a La casa de la pradera, Unai Velasco a Los vigilantes de la playa y Sandra Martínez a Twin Peaks. Y en Las leyes de la frontera (2012) Javier Cercas utiliza la referencia a la serie titulada La frontera azul como contrapunto de su historia, que arranca en la adolescencia del protagonista y que, por supuesto, transcurre en los últimos setenta y primeros ochenta. Frente al imperativo catódico que preside la educación sentimental del artista contemporáneo solo un resquicio parece haber para la naturaleza: el verano. La identificación entre estío, infancia y adolescencia tiene una base real fundamentada en el tiempo de ocio al aire libre que permite experiencias más atractivas que el resto del año, experiencias que se viven como particularmente determinantes, y desde luego más memorables: el tópico primer amor (de verano), los primeros escarceos eróticos… Puede, además, representar la libertad utópica de los espacios abiertos, frente a la angustia asociada a los recintos cerrados, como ocurre en los relatos de Hipólito G. Navarro. El Cuaderno lanzó en el verano de 2014 un especial “Summertime: un verano de cuento”, en dos entregas; varios de los relatos —los de Elvira Navarro, Marta Sanz11, Vicente Valero, Hipólito G. Navarro— estaban impregnados de nostalgia y confirmaban la alianza entre la etapa estival y la infantil12. Pero hasta el verano es, a veces, una ficción televisiva: el relato de marcha la producción de Twin Peaks: The Return, estrenada en 2017 con gran expectación y críticas encontradas. 11  El texto de Marta Sanz “Inglaterra” corresponde, según reza en la publicación de El Cuaderno, a un capítulo de la nueva versión de Lección de anatomía (2014; la anterior versión era de 2008). Dicha novela narra en clave autoficcional, el paso de la niñez a la edad adulta en plena Transición, periodo que revisa también en Daniela Astor y la caja negra (2013). 12  La experiencia se repitió al año siguiente, con un especial “Summertime: locuras”, también en dos números, 69 y 70; en este último se incluyen “El efecto Rodríguez”, de Javier

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Isaac Rosa en la segunda entrega de “Summertime: un verano de cuento” se titula “Verano azul”, y es un juego intertextual explícito con la célebre serie televisiva que identificó a tantos congéneres niños y adolescentes ante las pantallas. Mercedes Cebrián, que dedicó a esta producción su ensayo Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición, disecciona con su acostumbrada agudeza las aportaciones de “una ficción televisiva que irrumpió con una fuerza prodigiosa cuando España era un país homogéneo y todos los niños nos sentíamos uno solo” (2016: 14). Ese mismo ensayo localiza en 2011 el inicio de una “nueva fiebre Verano azul”, acceso de nostalgia colectiva que cumple, a su juicio —y al nuestro— el papel de un “lugar de memoria” tal y como los concibió Pierre Nora, como “toda unidad significativa, de orden material o ideal, de la cual la voluntad de los hombres o el trabajo del tiempo ha hecho un trabajo simbólico del patrimonio memorial de cualquier comunidad” (2011: 23-43)13. En su ensayo, Mercedes Cebrián llama la atención sobre el llamativo protagonismo concedido a los tweens (preadolescentes, seres en tránsito entre la niñez y la adolescencia, entre los diez y pico y los trece años, Cebrián 2016: 55), en un país que por aquel entonces era tween él también. Quizá también a eso obedece la actual nostalgia de las infancias y adolescencias vividas en los setenta y alimentadas por un entusiasmo optimista que en la madurez —marcada por dos crisis, la del 92 y la que se inició en 2007— se ha dado de bruces con una realidad de falta de oportunidades, corrupción y desesperanza. Moreno, y “Loquito”, de Sergio del Molino, donde los recuerdos infantiles ligados a la ficción televisiva son motivos centrales de la trama. 13  El ensayo de Cebrián analiza con gran lucidez la programática enseñanza de “convivencia plural” impartida por los guiones de la serie, sus aportaciones respecto de otras series generacionales, como Pippi Calzaslargas, Marco, Heidi o incluso la adaptación a serial televisivo de Los cinco, estrenada en 1973. Repara, así mismo, en la importancia que en algunos capítulos de Verano azul tuvo, como motivo temático, el desencuentro generacional: “[…] se deja ver el inmenso partido que la serie saca a las relaciones entre padres e hijos. En concreto, al intento fallido de acercamiento de esos padres que vivieron su juventud en el franquismo hacia sus hijos que la están viviendo en democracia” (2016: 6). Otra de las observaciones de Cebrián que vale la pena recordar aquí es que “Todas estas ideas y esta sensación de que nuestras vidas estaban mediadas por la televisión quedan desmentidas en cualquier conversación con los verdaderos ‘niños de pueblo’, los que sí estaban todo el día jugando en la calle o en el monte, pues, aunque su pueblo era lugar de veraneo, en otoño y primavera seguía siendo escenario de juegos para ellos” (2016: 124).

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Buena parte de los ejemplos que hemos mencionado —y podríamos citar muchos más— son novelas; sin embargo, hemos creído necesario incluirlas en nuestro panorama por varias razones: en primer lugar, porque como ya adelantamos, el modelo de reconstrucción literaria de la niñez se formula, en origen, como novela, y bajo ese género se constituirá en modelo para los relatos posteriores, aun cuando se adscriban a la narrativa breve. En segundo lugar, porque a día de hoy son muchas las novelas que, bien como tema central, bien como telón de fondo, se aproximan a la franja de los años setenta y ochenta, en la que se desarrolló la infancia o la primera juventud de sus autores, y de muchos de sus lectores. En tercer lugar, a causa del difuminado de fronteras genéricas al que asistimos desde hace algunos años, y que se plasma en la ambigüedad o, al menos, proximidad, de algunas publicaciones a medio camino entre la novela fragmentaria y libro de relatos encadenados (cfr. Morán Rodríguez 2018). Precisamente, un precedente notable de esta hibridez narrativa tiene como tema la memoria adolescente: me refiero al extraordinario libro de Julián Ayesta Helena o el mar del verano (1952), donde también la temporada estival es compañera del aprendizaje, la maduración y la iniciación amorosa, y cuyos capítulos habían sido previamente publicados como relatos, con autosuficiencia narrativa que no impide el que, articulados y leídos linealmente conformen una novela. Novela era también Antagonía, de Luis Goytisolo, y lo será Dibujos animados, de Félix Romeo, pero en un sentido fragmentario, discontinuo, atomizado: aunque numerados, los textos que la componen no pueden ser en justicia llamados capítulos, sino más bien piezas de desigual extensión y contenido, cuya numeración no implica necesariamente jerarquía, ordenación, ni menos aún linealidad. Entre los ejemplos de última hora ocupa un destacado lugar Javier García Rodríguez, que reniega de las etiquetas genéricas en sus ficciones —incluidas aquellas publicadas en revistas de carácter académico—. Pese a esas prevenciones contra el etiquetado, no cabe duda de que los textos que conforman su último volumen publicado, La mano izquierda es la que mata (Trea, 2018), son cuentos (quizá no solo, pero lo son), y cuatro de ellos están marcados por la reconstrucción a retazos de una época que el autor (y nosotros) conocimos y, de pronto, se ha hecho pasado —me refiero a los titulados “Petits oiseaux hauts parisiens”, “Homecoming o el síndrome de la Copa Korac (materiales para un relato)”, “La foto de Luis Miguel Dominguín” y “Nanotecnología”—.

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Una gran parte de las apariciones de infancia y adolescencia en nuestra narrativa reciente se adscribe, como vemos, al motivo de la nostalgia, porque aparece convocada por la autoficción o, en todo caso, por una ficción que sin ser del todo autorreferencial sí lleva transferidos rasgos cronotópicos del autor. Pero no en todos los casos la exploración del mundo infantil y juvenil tiene visos autoficcionales ni obedece a la reconstrucción de la atmósfera de un pasado común coincidente a grandes rasgos con la Transición democrática. Así, una novela como Intemperie (2013), de Jesús Carrasco, explora más bien la mirada infantil en un tiempo y espacio despojados al máximo de referencias concretas, algo que también es aplicable a El niño que robó el caballo de Atila (2013), de Iván Repila; esa abstracción espacio temporal, esa desnudez de toda referencia cultural concreta eleva ambas ficciones a la categoría de fábulas o parábolas existenciales. La mirada infantil elegida como prisma de la narración sitúa al lector ante una mirada humana distinta de la nuestra —y si cabe, más puramente humana, por no haber sido condicionada aún por la cultura y la experiencia—. Esto, naturalmente, no implica que se comparta la doctrina rousseauniana de la bondad natural del hombre: más bien se trata de dejar de lado las consideraciones morales (que son también fruto de una ética construida culturalmente) y atender a la pura naturaleza humana del niño. La inquietante República luminosa (2017), de Andrés Barba, opta por una perspectiva adulta en la narración, pero cede el protagonismo a un grupo de niños salvajes que ponen de manifiesto la imposibilidad de verdadera comprensión entre la infancia y los adultos. En el terreno del relato corto no me parece irrelevante que muchos de los narradores actuales reconozcan entre sus preferencias e influencias a Flannery O’Connor, que en relatos como “El pavo” aborda también el desasosiego y la angustia que acompaña, sin que los adultos lo sospechen, a las aventuras cotidianas infantiles. Una de las escritoras que mencionan entre sus preferencias a O’Connor es Sara Mesa, cuyos cuentos protagonizados por niños muestran una infancia muy alejada de la angélica idea que a menudo se ha tenido de dicha etapa, marcada más bien por la frustración o el dolor. Concluimos aquí este panorama introductorio, y damos paso a los estudios particulares sobre los autores elegidos. En su ordenación se ha seguido un criterio cronológico que permitirá apreciar algunas de las cosas apuntadas ya en esta introducción respecto del tratamiento de la niñez y la adolescencia

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en autores de promociones diversas. Además, se considerará la relación entre dicho motivo temático y las técnicas narrativas de los autores. La verdadera patria del ser humano es, sin duda, la infancia, aunque esa patria sea algunas veces una utopía más inventada que recordada, otras veces un país de oscuridad y miedos, y a menudo un capítulo televisivo con risas enlatadas, un anuncio que casi habíamos olvidado, un videojuego spectrum que, como un sueño recurrente, vuelve a nosotros cuando menos lo esperamos. Bibliografía Cabo Aseguinolaza, Fernando (2011). Infancia y modernidad literaria. Madrid: Biblioteca Nueva. Coe, Richard (1984). When the Grass Was Taller: Autobiography and the Experience of Childhood. New Haven: Yale University Press. Escudero Prieto, Víctor (2008). “Reflexiones sobre el sujeto en el primer Bildungsroman”. Trabajo de máster dirigido por Nora Catelli. Disponible en: . Nora, Pierre (2001). “Entre mémoire et histoire”, en Pierre Nora (ed.), Les lieux de mémoire, 1, La République. Paris: Gallimard: 23-43 Pérez Dalmeda, Esther (2016). Ficción y reescritura en la narrativa breve de Juan Bonilla. Tesis leída dirigida por Carmen Morán Rodríguez. Defendida en la Universidad de Valladolid en 2016. Disponible en: . Ikaz, Javier/Díaz, Jorge (2013). Yo fui a EGB. Barcelona: Plaza y Janés. Lenore, Víctor (2018). Espectros de la Movida. Por qué odiar los años 80. Madrid: Akal. López Gallego, Manuel (2013). “Bildungsroman: historias para crecer”. Tejuelo 18, pp. 62-75. Disponible en: . Martín Pérez, Ángel (2015). La novela de formación en la narrativa española contemporánea. El secreto de las fiestas, de Francisco Casavella; La media distancia, de Alejandro Gándara; El informe Stein, de José Carlos Llop; Últimas noticias del Paraíso, de Clara Sánchez. Tesis doctoral dirigida por Francisco Gutiérrez Carbajo. Defendida en la UNED en 2015. Disponible en: .

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Monleón, José B. (coord.) (1995). Del franquismo a la posmodernidad. Cultura española 1975 a 1990. Madrid: Akal. Morán Rodríguez, Carmen (2018). “Si un cuento bate sus alas en un libro, puede haber un tsunami en la novela”, en Eva Álvarez Ramos (ed.), Acción y efecto de contar: estudios sobre el cuento hispánico contemporáneo. Madrid: Visor, 2018, pp. 17-32. Rodríguez Fontela, Mª Ángeles (1996). La novela de autoformación: una aproximación teórica e histórica al bildungsroman desde la narrativa. Kassel: Reichenberger. Salmerón, Miguel (2002). La novela de formación y peripecia. Madrid: Antonio Machado Libros. Seidler, Eduard (1974). “El desarrollo de la pediatría moderna”. En Pedro Laín Entralgo, Historia Universal de la Medicina. VI. Barcelona: Salvat, pp. 203-215. Sumalla, Aránzazu (2012). La novela de formación en la narrativa española contemporánea escrita por mujeres. Tesis doctoral dirigida por Ana Rodríguez Fischer. Defendida en la Universidad de Barcelona en 2012. Disponible en: . — (2013). “El adolescente como protagonista literario”. Temas de Psicoanálisis 5. Disponible en: . Vilarós, Teresa (1998). El mono del desencanto: una crítica cultural de la transición española (1973-1993). Madrid: Siglo XXI de España.

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CUENTOS DE NOVELA DE LUIS GOYTISOLO Carlos Javier García Arizona State University

Los libros de Luis Goytisolo han generado a veces cierta confusión en cuanto a su encuadre genérico. Desde su primera obra, Las afueras, la recepción crítica elogió su calidad y, a la vez, se mostró vacilante expresando a menudo reservas a la hora de clasificarlo como novela. Asimismo, el hecho de que posteriormente Antagonía se publicara en cuatro volúmenes distanciados en el tiempo casi veinte años provocó que, incluso después de haber sido publicado el conjunto, la recepción crítica y académica en muchos casos continuara aproximándose a ellos como piezas autónomas. Hasta recientemente no se habían publicado de forma unitaria en un solo volumen: la edición de Anagrama es de 2012 y la de Cátedra, de 2016. Dentro de ese juego de indefinición genérica que generan algunos libros de Luis Goytisolo, el presente estudio planteará, de un lado, una aproximación conceptual a esta realidad textual abierta a indeterminaciones genéricas; de otro lado, en un diálogo de ida y vuelta entre lo conceptual y la práctica narrativa, se enfocará en una muestra mínima de relatos de Antagonía centrados en la infancia y articulados mediante una composición fragmentaria y elusiva que incita a una lectura autónoma —más que independiente— y a considerarlos cuentos. En 1958 se publica Las afueras, primer libro de Luis Goytisolo, con el que ganó la primera convocatoria del premio Biblioteca Breve de Seix Barral. Recibido con gran interés por la crítica, ya en el momento de su aparición varios reseñadores se refirieron a la dificultad que presentaba precisar su género literario. Sin pretender trazar aquí un panorama exhaustivo de su recepción, me limitaré a algunas referencias críticas relativas a la aparente

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indefinición genérica1. Así, por ejemplo, Vázquez Zamora, López Pacheco y Julio Manegat mencionaron su falta de definición. Aunque no siempre se comprendió la innovación técnica del escritor al abordar la condición genérica del libro, López Pacheco escribió en su reseña que Las afueras suponía “una aportación importante al género desde el punto de vista técnico […], un importante y probablemente fructífero hallazgo técnico” (López Pacheco 1954: 39-40). La dificultad genérica reside en la individualidad de los relatos y en su encaje en el conjunto. El componente espacial aportaría claves interpretativas en lecturas posteriores. Sin embargo, como recuerda Valls, el caso más “pintoresco” quizá sea el del propio Carlos Barral, quien treinta años después de haber participado en la concesión del premio de novela, lo definía como un libro de relatos con “título muy rilkeano para una excelente prosa pavesiana” (Barral 1988: 78). Aun si algunos de los relatos, en ocasiones retocados, tuvieron una vida independiente de la novela, el premio Biblioteca Breve es de novela y Luis Goytisolo, según Valls, al presentar los textos a los premios, era consciente de la clara indefinición del material que barajaba, pues, al aspirar a estos premios debía pensar que los textos, presentados de forma independiente o como un conjunto, podían leerse como cuentos, pero que también podrían funcionar perfectamente como una novela. La fórmula final, su definitiva aparición como novela, responde a una firme convicción del autor, que siempre […] defendió su pertenencia a este género (Valls 1996: 18-19).

Hay que considerar entonces lo que parece una pregunta obligada: ¿facilita la propia creación literaria de Luis Goytisolo la línea interpretativa a seguir o pudiera más bien tratarse de una pista falsa que la perspectiva de la lectura debe cuestionar? Para abordar este punto, aludiré a la publicación espaciada en el tiempo de las distintas entregas de Antagonía y a determinadas La recepción de Las afueras ha sido estudiada con detenimiento y buen criterio por Fernando Valls. La reciente edición publicada por Anagrama en 2018 incluye en un apéndice con las críticas de J. M. Castellet y Antonio Vilanova, publicadas en 1959, seguidas de un breve estudio de Juan Antonio Masoliver Ródenas, de 2017. En los tres casos se toca la cuestión genérica, en particular la tensión existente entre los relatos aparentemente independientes y la estructura que los engloba como novela. 1 

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puntualizaciones sobre la materia que el escritor aporta, tanto ahí como en su novela Diario de 360°. El hecho de que Antagonía se publicara en cuatro entregas, entre 1973 y 1981, creó unas expectativas de lectura que no han de permanecer ajenas a la hora de valorar ahora las perspectivas lectoriales operantes a lo largo del tiempo. Las prácticas sociales del campo cultural actúan, a veces de modo claramente visible, mediante la interacción dinámica del autor, la obra y el campo literario, destacándose la actividad editorial y la recepción crítica. En este sentido, hay que resaltar cuatro ediciones de Antagonía2, aparecidas a la altura de tres momentos significativos de la historia de España: 1973-1981, 1983, 2012 y 2016. Las condiciones políticas de la censura obligaron a Seix Barral en 1973 a publicar Recuento, primer volumen de Antagonía, en México, lo cual alejó su lectura del público natural, sin impedir ello que algunas voces elocuentes airearan su publicación en la prensa española. Recuento se publicaría en España en 1975. Señala Rafael Conte que la llegada de la Transición poco tiempo después convirtió el libro en un best-seller, algo que, según él, no lo hubiera sido “en un mercado normal”. Sin imponer la historicidad a costa del valor literario, Conte matiza que su renovada recepción en la Transición supuso reafirmar lo escrito por “el mejor de nuestros narradores” (Conte 1985: 1). Le siguieron tres entregas: Los verdes de mayo hasta el mar (1976), La cólera de Aquiles (1979) y Teoría del conocimiento (1981). Recuento suponía la visión crítica del franquismo y sus retóricas, pero también de la resistencia al mismo. En los lectores de la primera edición de Antagonía resuenan de modo especial los aspectos relativos al franquismo, las formas expresivas, la lucha clandestina, el progresivo distanciamiento crítico y los estilos de vida alternativos, adelantándose la novela al desencanto que acompañó los años de la Transición. La publicación íntegra y simultánea de los cuatro volúmenes de Alfaguara, en 1983, se produce en un entorno sociocultural diferente, ya instalada la democracia en España. Si las circunstancias históricas de 1973 que forzaron su publicación parcial en el exterior son mencionadas a menudo Seix Barral (1973-1981), Alfaguara (1983), Alianza, (1987), Plaza & Janés, (1993), Alfaguara de nuevo en 1998, Anagrama (2012) y Cátedra (2016). 2 

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por los estudiosos para dar relevancia a la historicidad de su recepción, sin embargo, pudiera pasar desapercibido el significado político, cultural y literario que tuvo la de 1983, ya superado el período franquista y alcanzada la normalización del mundo editorial, libre de la censura política. No es mi intención hacer un recorrido detallado de las características de la vida editorial y cultural por medio de un corte sincrónico de aquel momento, limitándome aquí a examinar la relevancia del escenario en que se presentó esta nueva edición. Según hemos constatado en este reducido inventario, el diferente entorno sociocultural de las ediciones muestra cómo las prácticas del campo cultural operan, con variantes significativas, mediante la interacción del autor, la obra y el ámbito literario. Si el contexto político de la censura interfiere materialmente en la de 1973, y en la de 1983 se crea un escenario simbólico que busca la armonía entre literatura, política, cultura y poder, en las de 2012 y 2016 el libro adquiere otra dimensión que conecta el pasado histórico con el presente y se pone el acento en los aspectos literarios intemporales que certifican su acogida entre los clásicos. Cuatro ediciones, tres momentos que estratifican la recepción y dejan entrever cambios en la historia cultural. No hay que olvidar, por lo tanto, que tras la intemporalidad de los clásicos está el contexto cambiante que señala la temporalidad histórica de su recepción. La posibilidad de considerar la novela completa, a partir de 1981, prolongará esa orientación buscando nuevas fórmulas que permitan interpretar los modos constructivos y su significación en el texto global. El hecho de que se publicara en cuatro volúmenes, de 1973 a 1981, propició desde el comienzo una manera de leer que, sin ser la dominante hoy día, aún continúa operante; su publicación completa en un volumen quizá pueda propiciar paulatinamente cambios en la disposición receptora. Con todo, la cuestión de la relativa autonomía de sus partes reaparece a menudo. Al preguntársele a Luis Goytisolo en 1983 si con la reciente publicación de los cuatro tomos se privilegiaría la interpretación conjunta, el autor aludió a su unidad: Está claro que Antagonía es un todo y que la relativa lectura autónoma de sus partes es fruto de un planteamiento editorial más que literario […]. Y si Recuento puede parecer el iceberg mismo […], es porque, efectivamente, constituye la referencia real del resto. Es la biografía de un hombre, narrada en tercera persona,

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que en las últimas páginas se entrega a sus primeras experiencias literarias. Estas experiencias, de hecho, suponen un cambio dentro del propio Recuento, porque no corresponden a un relato sobre Raúl sino a lo que Raúl escribe. Es decir: Los verdes empieza ya en Recuento. Las divisiones entre cada una de sus partes no son nunca a rajatabla. Para poner mayor énfasis en ello, incluso me permito repetir fragmentos. El comienzo del Aquiles y el de Teoría, por ejemplo, son casi idénticos. Avisos al lector, pequeños toques de atención (Ortega 1983: 143-144).

Repeticiones y ecos que descubren una continuidad de la línea argumental y compositiva, por tenue que sea, facilitando la lectura y el descifrado de la estructura narrativa: [S]e podría decir que Recuento es la biografía de un hombre […]. Los verdes nos ofrece la vida cotidiana de ese hombre que ya escribe, mezclada a sus notas, a sus recuerdos, a sus sueños, a sus textos. El Aquiles es el libro que tal vez desoriente más al principio, porque, en apariencia, poco tiene que ver con nuestro protagonista: el relator ya no es Raúl, ni en tercera persona ni en primera, sino una antigua amante y prima lejana, Matilde, que nos da su propia imagen del mundo y que convierte a Raúl en protagonista implícito. El Aquiles es una obra dedicada a Raúl; es como la tierra vista desde la luna, una perspectiva que me parecía importante. Finalmente, Teoría del conocimiento es la obra de Raúl, una obra escrita por Raúl que asume las experiencias de Recuento, sus experiencias literarias de Los verdes y los elementos incorporados durante ese tiempo a través de su relación con Matilde. Y todo eso lo reelabora, lo reestructura, y el producto final es Teoría del conocimiento (Ortega 1983: 144).

Citas extensas pero necesarias cuyas claves hay que tener en cuenta durante la lectura y que nos permitirán enmarcar los relatos que conforman los tres primeros capítulos de Recuento, unidades situadas en los años de la infancia y la adolescencia y susceptibles de una lectura autónoma. Cabe añadir que la continuidad biográfica de Raúl se supedita a la estructura propiamente conceptual y literaria, privilegiada por encima del engarce argumental. Los rasgos reconocibles del estilo de Raúl muestran a la vez su llamativa ductilidad para ser narradores diversos. Abordar el argumento lleva entonces a considerar la trama, la estructuración de los componentes textuales (entre otros, temas, sucesos, actos y relatos) a través del deseo de

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forma o sentido, a veces incierto por estar sus mecanismos en la sombra, sujetos a múltiples descifrados3. Los tres primeros capítulos de Recuento, como digo, constituyen unidades narrativas caracterizadas por su individualidad y, por ello, relativamente autosuficientes. Es el capítulo I el que constituye la unidad más redonda, que invita a su lectura autónoma, y me referiré a él de modo especial. Centrado en el final de la guerra, recrea la entrada en 1939 de las tropas victoriosas de Franco en una zona rural. Presentado a través de la visión itinerante de un niño, Lalo o Raúl, su mirada aparece relacionada con la familia (el padre, los abuelos, la criada, los primos y tíos) y, apenas visible como personaje, es eco del acontecer registrado a través de su perspectiva. Se da a entender que el niño no comprende lo que registra su percepción verbal y visual, pero su mirada constata la tensión entre la celebración de la victoria y la represión propia de la guerra y su final. El capítulo II se centra también en la niñez, ya avanzado el período con respecto al relato previo. A través de la mirada de Raúl la narración se sitúa de modo especial en el colegio y el entorno familiar —destacando la figura de la abuela—, y muestra su relación con el cine, los cómics y las niñas de un colegio de monjas. Desplazamientos de Barcelona a la finca de Vallfosca y a Manresa para un retiro de ejercicios espirituales, dando cuenta, asimismo, de rezos y rituales religiosos diversos (rosarios, misas y confesiones), todo ello con referencias culturales de la educación sentimental. Al igual que los relatos de los capítulos I y II, el capítulo III también se presenta a través de Raúl, focalizador itinerante a través de quien se muestran ahora los veranos en Vallfosca en contacto con chavales locales y veraneantes. No se trata tanto de un verano concreto como de la idea de los veranos en el campo y el paso del tiempo. Ya en la adolescencia, ocupan su atención situaciones a veces conectadas con el contexto político de España (la tía Monserrat, caracterizada como partidaria del bando nacional durante la Guerra Civil; también se indica que el Polit había pasado tiempo en la cárcel al término de la guerra), actividades relativas a la caza y juegos que se hacen eco del contexto internacional de Alemania y Japón. Los juegos sexuales se intensifican y Raúl visita un burdel, coexistiendo en el relato su curiosidad 3 

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Pienso aquí en el planteamiento desarrollado por Brooks en Reading for the Plot (1985).

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y prácticas con el recuento de las devociones religiosas de la tía Paquita (p. 105). El tiempo va transcurriendo con ritmo rápido hasta acercarse ya al final del bachillerato. Es de notar que las pautas estructurales de lo vivido, lo imaginado y lo pensado se le manifiestan al autor a partir de duplicaciones interiores. Se trata de alusiones a imágenes, textos espejo o relatos en miniatura generadores de una realidad de segundo orden que, de modo figurativo y por medio de analogías, describen el desarrollo y recrean o duplican aspectos esenciales de la realidad de la que se parte dentro del marco de la novela. Aunque se aleja del relato convencional, Antagonía no deja de tener un hilo argumental, que forma parte de los principios que la novela postula y pone en práctica. No cabe hablar de argumento lineal y continuo, sino de “fragmentos yuxtapuestos, unidos por resonancias, lo cual, en términos musicales, equivale a decir que no hay melodía con independencia de su acompañamiento, pero sí armonía, acordes, resonancias polifónicas y reiteraciones que aportan continuidad y progresión argumental, parciales pero suficientes para advertir su sentido” (García 2016: 31). Cuenta la vida del protagonista desde su infancia y lo que él escribe, introduciendo, a lo largo del relato, variantes y ecos de su vida y de su entorno familiar y social. Son esos ecos los que dotan al conjunto de una unidad argumental significativa, en cuanto las variantes y resonancias remiten a una misma entidad caracterizada por su multiplicidad. Pese a que las rupturas en el desarrollo de acontecimientos y situaciones interrumpen la continuidad de los cambiantes hilos argumentales y la línea biográfica de los personajes, llegando incluso a cambiar su nombre y determinadas circunstancias de su vida, sin embargo, los ecos en las actitudes, en las secuencias de actos y sucesos, en el lenguaje y en los modos de conceptualización hacen pensar que se trata de un conjunto argumental, no exento de opacidad, cuyas variantes se van proyectando en la constante renovación a que les somete el proceso creativo. Es precisamente esa discontinuidad estructuradora la que invita a leer algunas unidades narrativas por separado, como relatos dotados de sentido por sí mismos. Volvamos al capítulo I para ilustrar esta dinámica —no exenta de tensión— entre la individualidad de algunas partes y su integración en el conjunto. Si bien su estructura incita a su recepción

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autónoma, por otro lado, es preciso señalar también algunas claves de su lectura integrada en el conjunto. En el relato se señalan temas, incluso expresiones que resonarán a lo largo de Antagonía. De hecho, sus últimas páginas, más de 1.300 páginas adelante, enlazan literalmente con él a través de la mirada del viejo cacique. Leemos en los primeros párrafos del capítulo I, comentado más arriba: “La Pilate y la Nieves ensartaban las fresas en tallos de hierba muy finos para que al comerlas juntas, tirando del tallo, tuvieran más gusto” (Goytisolo 2016: 63)4. En las últimas páginas de Antagonía, alejadas 1.300 páginas, dice el viejo cacique: “todavía me parece verlos ensartando fresas en finos tallos de hierba” (Goytisolo 2016: 1358). El registro impresionista del comienzo ha sido sometido al proceso creativo del final por medio del desdoblamiento narrativo operante en la novela. Frente a la memoria borrosa de quien vivió, el viejo alardea de omnisciencia: “¿Me creerá alguien si digo que yo lo he visto todo, tanto el accidente en el que encontró la muerte como su vida, los destellos que, brotando de sus palabras, de su libro, iluminan las áreas más oscuras de su primera infancia?” (Goytisolo 2016: 1339). Es la visión totalizadora la que se impone: ¿Cuántas cosas sobre sí mismo no ignoraba Ricardo? ¿Sabía acaso que había estado en Vilasacra muchos años antes de lo que él consideraba la primera vez? ¿Que también desde entonces conocía a Margarita? ¿Que juntos fueron a merendar a la Font de les Delícies? Al poco de acabar la guerra, con otros primos y primas y otros niños y niñas pertenecientes a las familias de la colonia veraniega del pueblo, en el curso de una de esas excursiones que se realizaban como para propiciar una inmediata recuperación de los hábitos perdidos en el verano del 36, como para encerrar en un paréntesis cuanto desde entonces había acontecido. Para Ricardo, un recuerdo confuso que nunca supo dónde situar, no muy seguro de que correspondiese a una realidad antes que a un sueño; para Margarita, algo que había olvidado por completo. También estaban presentes Joaquín y Jaime y hasta la pequeña Magda, siguiendo los pasos sin saberlo de las señoritas de Vilasacra de antes. Todavía me parece verlos ensartando fresas en finos tallos de hierba, buscando violetas, bebiendo casi como por obligación del agua burbujeante, habitual pretexto de la excursión (Goytisolo 2016: 1357-1358). 4 

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Citaré Antagonía por la edición de Cátedra. Las cursivas de las citas son mías.

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El contexto de la cita esclarece los mecanismos narrativos operantes en el relato. Los pasajes en que figura la referencia a las fresas ensartadas en finos tallos de hierba, muestran, de un lado, los límites de la memoria del acontecer vivido en la infancia y, de otro, su recreación omnisciente a través de la creación. No puedo entrar aquí en más ecos narrativos de este pasaje, pero es preciso aludir al caballo blanco, también mencionado en el capítulo I que estamos considerando por su adscripción genérica al cuento. El caballo blanco se menciona en el primer párrafo de la novela al describirse la entrada de las tropas victoriosas: “También había un oficial montado en un caballo blanco galopando arriba y abajo con el sable desenvainado, caracoleando; un oficial montado en un caballo blanco” (Goytisolo 2016: 61). Pocas páginas más adelante, en el mismo relato, leemos: “Y las motos, los camiones pardos, los cañones; eran motos con sidecar. Y el oficial del caballo blanco que galopaba con el sable desenvainado” (Goytisolo 2016: 67). La victoria queda así reiterada a través del caballo blanco y del oficial que lo monta. Ya fuera del relato propiamente dicho, son de interés otras dos situaciones en las que reaparece el caballo blanco. Si las menciones en el capítulo I aparecen vinculadas a la mirada infantil del personaje, la siguiente corresponde a la juventud del protagonista, Raúl, quien se encuentra en el campamento militar durante el período de las milicias universitarias. La escena se sitúa en la tienda de armamento en la que hay otros soldados jugando al póquer mientras alguien ajusta las cuerdas de una guitarra. Uno de ellos, Pluto, toma un mosquetón del armero y lo empuña desafiante: ¡Quién vive!, gritó. ¡España! ¡Santiago! ¡White Horse! Sí, chaval, quién tuviera una botella. ¿Has comido en la cantina? (Goytisolo 2016: 148).

Se trata de un juego de palabras por la resonancia del caballo blanco del apóstol Santiago en el nombre de la marca del whisky escocés. Un poco más adelante se desarrolla un desfile a lo largo de la Plaza de Armas y se fija con claridad la resonancia unificadora:

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Perfecto desfile, memorable desfile, el desfile con que culminó el brillante acto, la Plaza de Armas engalanada, refulgente, cuajada de flamígeros reflejos, ardiente el aire y como aureolado de oro el sol de aquel 25 de julio, día de Santiago, jinete de blanco caballo, salvador de la cristiana Patria Hispana, cuando los caballeros aspirantes, en presencia de un nutrido público, fueron solemnemente ordenados soldados, militantes diáconos de la guerra (Goytisolo 2016: 159).

En la última mención del campamento militar, se alude a un oficial y a “su rebelde caracoleo en aquella Plaza de Armas como galopada por un blanco caballo” (2016: 163)5. La última escena narrativa aparecerá muy alejada, en las últimas páginas de la novela, y corresponde a la mirada del viejo agonizante: El nuevo año que se aproxima, la llegada inminente de las tropas salvadoras con sus enseñas color rosa de Epifanía, el atronador relampagueo de los cañones que anuncia una vez más su presencia, salvas de honor se diría, a las que pronto han de unirse los clamores y vítores con que serán recibidos cuando, en columna de a dos, hagan su entrada en el pueblo capitaneados por un oficial montado en un caballo blanco (Goytisolo 2016: 1360)6.

Es de notar que las tres situaciones mencionadas en las que reaparece el caballo blanco corresponden a tres estadios vitales: la infancia, la juventud y la vejez. El registro de la mirada del niño lo fija tres veces, señalándose así la fuerza de la imagen. Más adelante reaparecerá ajustándose a la madurez razonante del joven y a la del viejo cacique agonizante, multiplicando su reaparición el eco y dotándolo de un significado inserto en la historia cultural de España. Tanto la alusión del viejo agonizante a los juegos de la niñez al poco de acabar la guerra como las del caballo blanco constituyen resonancias estructuradoras del conjunto. Por un lado, el viejo completa la información no recordada con precisión por quien en la infancia vivió el acontecer; por otro,

El oficial “cubierto de dorados y centelleos, altivo guerrero, victorioso cruzado, azul divisionario el capitán Cantina, de bigote canoso y mirada vacía, ojos absortos que parecían contemplar las evoluciones de la polvareda levantada, su rebelde caracoleo en aquella Plaza de Armas como galopada por un blanco caballo, meditando tal vez en la Escalilla o tal vez, simplemente, gozando el ocio de estar allí, matando el tiempo” (Goytisolo 2016: 163). 6  Todas las cursivas de los pasajes citados son mías. 5 

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la imagen del caballo blanco muestra la interdependencia estructural de las partes del conjunto. Con todo, es la propia composición de la novela la que invita a la lectura autónoma y a la vez no exenta del conjunto. Sin poder abordar aquí la distinción técnica entre cuento y novela, cabe considerar seis componentes clave del cuento: personaje, tiempo, espacio, conflicto, tema y trama. En los tres relatos que aquí nos interesan, la interdependencia de estos componentes aparece concentrada de modo sintético, lo cual confiere a los segmentos un carácter autónomo que el conjunto de la novela ensanchará. El relato acota un fragmento de la realidad sin implicar la explicación de su complejidad total. Frente al desarrollo del hilo argumental, prevalece la irresolución, la elipsis. La continuidad espacial y temporal se diluye y los relatos constituyen retablos de la realidad colectiva en torno a la familia y los amigos del colegio y del campo. La fragmentación coexiste a la vez con resonancias que establecen la comunicación entre el mundo de los segmentos narrativos, los cuales están constituidos por la caracterización continuada de la clase social, el ambiente, la época y la reaparición de personajes. Considerados los relatos por separado, existe entre ellos una unidad espaciotemporal, sin perder por ello su carácter fragmentario. Leídos de forma conjunta, el paso del tiempo indica una progresión argumental marcada sin embargo por la irresolución final de los relatos, la acción discontinua y el personaje colectivo, dotando todo ello a la estructura de un carácter fragmentario y autónomo a la hora de la recepción. Para leer Antagonía es conveniente precisar su sistema a partir de la interdependencia de sus partes. Las sucesivas mutaciones del escritor alteran su estabilidad, pero su inestabilidad resulta reveladora al inferir el lector que los cambios y metamorfosis responden a la voluntad de explorar el trasfondo de lo vivido e imaginado. Entenderlo de este modo produce estabilidad en lo inestable. Así ocurre, por ejemplo, al percibir que en las alteraciones resuenan elementos reconocibles que permiten trazar la continuidad dentro de la diferencia. La focalización de Raúl es cambiante y se modifica al alcanzar su madurez perceptiva; además, están las transformaciones de las entidades narrativas en las que, sin embargo, resuenan elementos reconocibles, como ocurre con el caso de Ricardo y del viejo cacique. Se pone de manifiesto así que “la figura del creador por excelencia se desdobla en múltiples voces y ecos proliferantes en las figuras, historias y

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escenarios que van sucediéndose en tiempos y espacios cambiantes” (García 2016: 34). Al mismo tiempo, es la propia poética de Antagonía la que invita a leer algunas unidades narrativas como cuentos de novela. La estructura fragmentada y la temática en torno a la infancia y la adolescencia son elementos que convierten los tres relatos examinados en un referente del uso de técnicas estructuradoras para dotar de sentido a las partes de un conjunto más amplio. De otro lado, la acción discontinua y el protagonismo de la colectividad focalizada a través de un personaje itinerante dotan de una relativa autonomía a estos capítulos, susceptibles de ser considerados cuentos de novela. Esta poética de Luis Goytisolo se manifiesta con mayor visibilidad a partir de su novela Diario de 360°, planteando allí de modo explícito la estructura en forma de mosaico, la cual no está exenta de un componente paradójico derivado de la tensión entre las partes y el conjunto: Resulta paradójico que cuando en el terreno literario, y más concretamente en el de la narrativa, se hable de mosaico, se quiera aludir al carácter fragmentario y diseminado del relato. Pues lo cierto es que, muy al contrario, la expresividad del mosaico reside en el conjunto del dibujo que estos fragmentos configuran con independencia de la forma particular de cada uno de ellos (Goytisolo 2000: 265).

Sin proponer la superioridad de la lectura fragmentada o exenta de los cuentos de Antagonía con respecto a la que permite la visión de conjunto, es preciso señalar que la brevedad facilita la precisión interpretativa del relato y ofrece una entrada autosuficiente a un conjunto desbordante. Si bien la lectura alejada de la visión de conjunto reduce el alcance de la perspectiva integradora a la vez que facilita la concentración en una de sus partes, la fragmentación, a mi juicio, responde a la multiplicidad de perspectivas que circunscriben a las voces narrativas, siendo el lector quien recompone el rompecabezas. Lejos de permanecer ajena al componente paradójico que señala Goytisolo, la lectura propuesta en estas páginas se asienta precisamente en la tensión de las partes con el conjunto. La palabra significa y revela más de lo que la perspectiva infantil de Raúl capta en el primer relato. La propia agencialidad del Raúl creador adulto deriva de la estructura en la que se asienta su infancia. Aunque manifieste su iniciativa creando de continuo y desdoblándose, cabe atribuir un significado complejo a sus creaciones, en las cuales necesariamente proyecta su interdependencia de

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los propios antagonistas. Como afirma el viejo cacique: “yo soy yo y lo que está contra mí” (Goytisolo 2016: 1345). Al igual que la mirada infantil de Raúl en el primer relato sobrepasa su condición individual, los tres relatos examinados en estas páginas contienen peculiaridades que sobrepasan su individualidad y se infieren a partir del conjunto del que forman parte. La publicación de Antagonía en un tomo y su lectura como un todo unitario coexiste con la realidad textual de que determinadas partes del conjunto estén elaboradas con un sentido concentrado cuyo carácter fragmentario incita a leerlas como relatos, sin que por ello olvidemos que se trata de cuentos de novela. Bibliografía Barral, Carlos (1988). Cuando las horas veloces. Barcelona: Tusquets. Brooks, Peter (1985). Reading for the Plot: Design and Intention in Narrative. New York: Vintage Books. Castellet, Josep Maria (1959). “Técnicas narrativas, tiempo histórico, novela colectiva”. Acento Cultural (Madrid) febrero: 5-8. Conte, Rafael (1985). “En busca de la novela perdida”. Ínsula 464/465: 1. García, Carlos Javier (2016). “Prólogo”. En Luis Goytisolo, Antagonía. Ed. Carlos Javier García, epílogo Gonzalo Sobejano. Madrid: Cátedra, pp. 11-56. Goytisolo, Luis (2000). Diario de 360°. Barcelona: Seix Barral. — (2016). Antagonía. Ed. Carlos Javier García, epílogo Gonzalo Sobejano. Madrid: Cátedra. — (2018). Las afueras. Barcelona: Anagrama. López Pacheco, Jesús (1959). “Reseña”. Acento Cultural (Madrid) 3/1/1959: 39-40. Manegat, Julio (1959). “Reseña”. El Noticiero Universal (Barcelona) 24/2/1959. Masoliver Ródenas, Juan Antonio (2018). “Paisajes después de la batalla”. En Goytisolo, Luis. Las afueras. Barcelona: Anagrama, pp. 261-267. Ortega, Julio (1983). “Entrevista con Luis Goytisolo”. En Salvador Clotas (ed.), El cosmos de Antagonía. Barcelona: Anagrama, pp. 143-144. Valls, Fernando (1996). “Introducción”. En Luis Goytisolo, Las afueras. Ed. Fernando Valls. Madrid: Espasa Calpe, pp. 9-52. Vázquez Zamora, Rafael (1959). “A pesar de la técnica en espiral”. España (Tánger) 4/1/1959. Vilanova, Antonio (1959). “Las afueras, de Luis Goytisolo”. Destino (Barcelona) 9/5/1959: 37.

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LAS CENIZAS DE LA INFANCIA EN FUEGO DE MARZO (1995), DE EDUARDO MENDICUTTI: IDENTIDAD QUEER Y NOSTALGIA Luis García-Torvisco Gonzaga University (Spokane, WA, EE UU)

Con el día tan nuevo que parecía ayer. (Eduardo Mendicutti, “La tórtola”)

El escritor Eduardo Mendicutti (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1948) es uno de los autores españoles más prolíficos y conocidos de las últimas décadas1, a pesar de lo cual no ha llegado a ser miembro de pleno derecho del canon de narradores de primera línea de la democracia2. En buena medida, el La obra novelística de Eduardo Mendicutti hasta el momento incluye: Tatuaje (inédita), Cenizas (1974), Una mala noche la tiene cualquiera (1982, reeditada en 1988), El salto del ángel (1985), Siete contra Georgia (1987), Tiempos mejores (1989), Última conversación (1991), El palomo cojo (1991), Los novios búlgaros (1993), Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (1997), El beso del cosaco (2000), El ángel descuidado (2002), Duelo en Marilyn City (2003), California (2005), Ganas de hablar (2008), Mae West y yo (2011), Otra vida para vivirla contigo (2013), Furias divinas (2016) y Malandar (2018). También ha escrito numerosos cuentos, algunos de ellos compilados en el libro de relatos Fuego de marzo (1995), así como múltiples artículos de opinión en medios escritos como la desaparecida revista de tendencias Zero y el periódico El Mundo. Entre su cuantiosa producción periodística destaca la popular columna de la Susi en El Mundo, de la cual Mendicutti recopiló los artículos aparecidos en verano del 2003 en La Susi en el vestuario blanco (2003). Finalmente, ha participado como colaborador en programas de radio (No es un día cualquiera, RNE) y de televisión (Día a día, Tele 5), lo que le ha dado una notoriedad que va más allá de su labor como escritor. 2  Canon que incluye, entre otros, a autores como Antonio Muñoz Molina (1956), Javier Marías (1951), Soledad Puértolas (1947), Juan José Millas (1946), Julio Llamazares (1955), Almudena Grandes (1960) o Luis Landero (1948). 1 

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hecho de que Mendicutti no esté tan reconocido críticamente como muchos de sus contemporáneos, sobre todo en ámbitos académicos3, quizás tenga que ver con su recreación de un habla popular y coloquial, con frecuentes giros andaluces, así como con la importancia que la cultura popular y mediática tiene en la conciencia camp de los personajes de sus novelas, lo que le hace sospechoso de tener un estilo limitado y “fácil”4. Este relativo ninguneo de su producción literaria quizás tenga que ver también con el tono por lo general cómico de muchas de sus narraciones y por la presentación en las mismas de sexualidades disidentes de la matriz heteronormativa (homosexualidad, travestismo, identidades transgénero), aspecto que paradójicamente también le ha valido críticas negativas que han cuestionado su supuesta visión estereotipada de la múltiple y cambiante realidad gay, que en sus obras parece re-

Hasta hace escasos años, la atención académica a la obra de Mendicutti se había centrado, con contadas excepciones, en su novela Una mala noche la tiene cualquiera (1982) y en la importancia de la figura del “travesti” protagonista como metáfora de la transición democrática (cuerpo/cuerpo de la nación). En ese sentido, destacan los artículos de Patrick Paul Garlinger (2000) y José Colmeiro (2010), así como el capítulo dedicado a la novela en el libro Queer Transitions in Contemporary Spanish Culture: From Franco to La Movida de Gema Pérez-Sánchez (2008). La mayor parte de estos trabajos procedía de académicos formados en la tradición de estudios culturales en EE. UU. En el año 2011, finalmente se realizó en España un congreso dedicado a Mendicutti organizado por José Jurado Morales, profesor de la Universidad de Cádiz, a partir del cual se editó un volumen (Una ética de la libertad. La narrativa de Eduardo Mendicutti, 2012), en el que, por primera vez, desde un contexto académico español, se realizaba un acercamiento global a la obra mendicuttiana. Resulta sintomático, sin embargo, que aunque en el volumen editado se incluían artículos dedicados con mayor o menor profundidad a casi toda la producción narrativa del autor (con notables excepciones como la de Tiempos mejores, 1989, o Ganas de hablar, 2008), la mayoría de los estudios incluidos se centraba, de nuevo, en Una mala noche la tiene cualquiera (1982), El palomo cojo (1991), Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (1997) y, sorprendentemente, Mae West y yo (2011), esta última quizás simplemente por ser la última novela publicada de Mendicutti en ese momento. 4  Para un estudio general de las características de la obra de Mendicutti, véase Jurado Morales (2012b), que menciona aspectos como el humor, la indagación en la realidad y la actualidad, la dignificación de lo popular en su obra, el dar voz a los marginados y el proyecto de normalización de la diferencia que esto conlleva, así como el intento de mostrar siempre la complejidad del ser humano, todo lo cual se resume en la idea de que su obra es “un campo cívico construido desde una ética de la libertad” (Jurado Morales 2012a: 10). 3 

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ducirse a una pluma y un “mariconeo” considerados, desde los políticamente correctos discursos de identidad, como reaccionarios. Más allá de las siempre resbaladizas cuestiones relativas a la calidad literaria y de la valoración que suscite el supuesto carácter estereotípico o no de sus personajes, la producción novelística de Mendicutti está profundamente anclada en la realidad contemporánea española y, como tal, resulta fundamental para entender los constantes procesos de negociación, las contradicciones, las disensiones, así como los compromisos temporales y los abandonos ideológicos que se han producido en los procesos de identificación democrática y modernización de España —de creación de una identidad democrática—, en los últimos cuarenta años, especialmente en relación con el pasado franquista, pero también en relación con el presente de la nueva España global. Esto se aprecia particularmente en las novelas de Mendicutti que protagonizan y narran en primera persona personajes en procesos de construcción de su identidad, especialmente en términos de género, procesos que con frecuencia implican una vuelta al pasado, visto alternativamente, y a veces simultáneamente, como el espacio de la represión que hay que dejar atrás para ser alguien distinto y como un espacio idealizado en su simplicidad al que se necesita volver para seguir siendo “uno mismo”5. El viaje al pasado en la obra de Mendicutti —se corresponda o no con un viaje físico— se traduce así con frecuencia en un tono nostálgico que se entrelaza con el frívolo y excesivo discurso camp de sus deslenguados personajes, discurso que pone en escena la autogénesis retórica, “performativa”, en términos de Judith Butler, de la identidad de esos personajes liminares6, muchas veces situados, además, entre dos tiempos. El tema recurrente de la memoria en la obra de Mendicutti se desarrolla especialmente en sus novelas y relatos en primera persona centrados en el mundo de la infancia y en los procesos de constitución de la identidad que Así ocurre, por ejemplo, en el conocido caso de la Madelón en Una mala noche la tiene cualquiera (1982) o en el de Antonio Romero, alias “Dédalus”, el protagonista de Tiempos mejores (1989). 6  La identidad camp de los personajes de Mendicutti es uno de los aspectos más reconocibles de su producción literaria. Sus personajes se construyen y reconstruyen retóricamente a través de referentes de la cultura popular, mostrando en este proceso el carácter de construcción cultural de la identidad de género, de un modo no tan diferente a como lo hace el conocido personaje de Patty Diphusa de Pedro Almodóvar (véase García-Torvisco, 2010). 5 

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tienen lugar entonces, especialmente aquellos que tienen como protagonistas a niños “raritos” que se alejan de la matriz heteronormativa en una sociedad tradicional como la de la España de los años cincuenta7, pero que todavía no son conscientes de los términos específicos de su diferencia o de lo que esta implica para su identidad individual y social. De hecho, el interés de Mendicutti en la infancia y en la configuración de identidades disidentes en ese periodo, claro en novelas como Cenizas (1974), El palomo cojo (1991), El ángel descuidado (2002) y Malandar (2018), así como en muchos de sus cuentos, se puede entender, en primer lugar, como un intento de lograr una reconciliación con el pasado al adentrarse en él desde un presente narrativo que lo (re)crea enfatizando, precisamente, esos aspectos que no se entendieron entonces y que, sin embargo, terminarían siendo parte fundamental de la identidad del personaje protagonista. El palomo cojo (1991), una de las obras más leídas y estudiadas de Mendicutti, es, sin duda, la novela paradigmática en ese sentido. En ella, se nos cuentan las vivencias de un niño, de un “palomo cojo”, en proceso de hacerse consciente de su identidad sexual cuando, a causa de una inesperada enfermedad, pasa un verano en casa de sus abuelos y

Como han señalado, entre otros, Jurado Morales (2012b) y Alberto Mira (2018), el pasado en la obra de Mendicutti está asociado con una localización y una geografía muy específicas, la de un pueblo costero del sur rodeado de dunas, así como con un contexto histórico-social también muy definido, la vida en una familia provinciana acomodada durante la época franquista. Martínez-Expósito señala también esto con respecto específicamente a Fuego de marzo (2012: 183). Ambos aspectos nos remiten a la biografía de Mendicutti, que creció en Sanlúcar de Barrameda en el seno de una familia acomodada de provincias. Sin embargo, aunque la obra de Mendicutti no se puede entender sin este trasfondo autobiográfico, es reductivo explicar su obra meramente en términos de una proyección novelesca de su vida. Y no solo porque “en el fondo estamos ante una escritura introspectiva en la que pesa tanto la autoexploración del propio autor —hay bastante autobiografía sentimental, ideológica y emocional— como la observación de las conductas de los demás —siempre subyace un retrato sociológico de nuestro tiempo y un afán de memoria colectiva—” (Jurado Morales 2012b: 21), sino también porque, en palabras del mismo Mendicutti, “el que yo sea mi propia musa no quiere decir que siempre me dedique a contar mi propia vida. O sí, siempre que se entienda que lo autobiográfico no es solo lo que se vive literalmente, sino también lo que se fantasea, lo que se sueña, lo que se desea, lo que se inventa” (Martínez 2015: [sp]). Pues, “una novela puede ser, y creo incluso que debe ser, ‘profundamente’ autobiográfica sin ser ‘literalmente’ autobiográfica” (Mendicutti 2012: 24). 7 

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tiene una serie de encuentros con una serie de personajes “diferentes” que, a su vez, le van haciendo consciente de su propia diferencia. Como ha señalado Bonatto, “uno de los temas que con mayor insistencia aborda El palomo cojo es la dificultad de nombrar aquello que no se adapta a las expectativas del género sexual masculino” (2002: 202). Esta dificultad, sin embargo, se ve matizada por la perspectiva del narrador años después, en algún momento de la vida adulta de ese niño. Así, este narrador, aunque respeta la ignorancia del personaje, de su yo pasado, también remarca implícitamente la diferencia entre ese pasado ignorante y un presente que “entiende”, lo que se amplifica con la perspectiva del lector, que puede interpretar aspectos que el niño protagonista no parece ser capaz de comprender del todo. Por ello, como ha señalado Alberto Mira, en Mendicutti “(m)ás allá de la mera representación del pasado, el viaje a la infancia constituye una justificación del presente” (2018: 171), aunque también, se podría añadir, una justificación y casi celebración de ese pasado “rarito” que a veces parece añorarse en su indeterminación significativa. En ese sentido, en muchas de las obras de Mendicutti centradas parcial o totalmente en la infancia, la narración en primera persona sobre ese periodo desde el presente, narración atravesada, de un modo camp, por discursos de muy distinta naturaleza, presenta ese pasado en toda su ambigüedad, incerteza e incluso dolor, pero al mismo tiempo su propia existencia parece implicar un deseo nostálgico, finalmente también fracasado, de volver a ese pasado y recuperar esa indefinición queer que caracterizó al niño protagonista antes de ser identificado y autoidentificarse como diferente. Tanto la dificultad de nombrar lo que todavía no se entiende, sobre todo en términos de identidad de género, como la necesidad nostálgica de volver al pasado para crear un puente entre el “niño rarito” y el adulto narrador están muy presentes en Fuego de marzo, una compilación de relatos escritos entre 1975 y 1995 que Mendicutti publicó en 1995 y en los que, en buena medida, se recrea el mismo universo que en El palomo cojo desde una voz narrativa en principio también bastante similar —aunque la existencia de dos tiempos explícitos en varios de los relatos lleva a la narración a terrenos más explícitamente nostálgicos que en aquella—. A pesar de la elaboración fragmentada en el tiempo de los diferentes cuentos, parece claro que Mendicutti intentó dotar al conjunto publicado de cierta coherencia en términos narrativos, lo que se muestra, en primer lugar, en el hecho de que los cuentos

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aparecen en un orden que no siempre se corresponde con el de la fecha de escritura, tal como deja indicado el propio autor en una nota al final de la compilación: “La tórtola” (1975), “Los parecidos” (1993), “La buena vida” (1979), “Casa de mujeres” (1992), “Descubrimiento” (1993), “Para Marcel” (1978) son los cuentos que Mendicutti ya había publicado, a los que se añaden al final de la compilación tres cuentos inéditos escritos entre 1994 y 1995, “Carne de penal”, “El alacrán” y “Fuego de marzo”. Podemos suponer que Mendicutti realizó también cambios en los cuentos ya publicados con anterioridad8 conducentes a la creación de una cierta coherencia narrativa en la compilación que llevara a entender todos los relatos como parte de un continuo, de una historia con quizás un mismo personaje-narrador, un niño de entre 10 y 14 años que, según la nota de la editorial que sirve de prefacio al cuento, “guiado por su mirada inquisitiva, nos conduce por el memorial de sus descubrimientos” (Mendicutti 1995: contraportada)9. Más allá de la conveniencia metodológica de considerar que el narrador-personaje es el mismo en todos los relatos, cabe destacar que la coherencia narrativa se logra principalmente mediante una narración en primera persona que, desde la atalaya del presente, recrea una infancia asociada con un pueblo costero cerca de unas dunas; narración que, además, muestra una cosmovisión similar, lo que se manifiesta especialmente en el uso de una serie de símbolos que atraviesan todos los relatos (las dunas, el fuego, el alacrán, el arropiero, la idea de la infección) y que dotan al conjunto de un sentido global que trasciende el sentido específico de las narraciones individuales. Por ello, en la ordenación de los cuentos no es casual el emplazamiento del primero y el último, “La tórtola” y “Fuego de marzo”, que sirven de marco narrativo al conjunto al desarrollarse en ambos dos de los temas fundamentales de la compilación. Así, “La tórtola” introduce el tema de la imposibilidad de recuperar el pasado, pero también de dejarlo ir del todo, así como el tema fundamental en Mendicutti de la constitución de la identidad a partir de la

En su “Nota del autor”, Mendicutti habla de “levísimas modificaciones” (Mendicutti 1995: 163). 9  Así lo entiende, por ejemplo, Martínez-Expósito, quien, siguiendo a Santos Villanueva, considera la obra como “un libro de cuentos que también puede ser leído como novela episódica” (2012: 182). 8 

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diferencia, idea que es desarrollada de un modo más complejo con la metáfora del contagio en “Fuego de marzo”; igualmente, no es casual que los cuentos inéditos y más recientes, bastante más largos y complejos estructuralmente, aparezcan al final de la compilación, ayudando a darle unidad al conjunto al retomar algunos elementos, sobre todo de carácter simbólico, aparecidos en cuentos previos. El tema del tiempo perdido, de los recuerdos que solo quedan como leves cenizas de fuegos pasados10 que se intentan avivar desde el presente, se desarrolla directa o indirectamente en todos los cuentos. En ese sentido, es fundamental un relato en apariencia menor dentro del conjunto, “Para Marcel”, el cual se centra en el encuentro fallido en un hotel de París entre la tía abuela del narrador y Marcel Proust, al que aquella confunde primero con un admirador enojoso y al que rechaza después con orgulloso desdén cuando se da cuenta de que su interés estriba solo en saber dónde consiguió la vistosa pluma de su sombrero. Muchos años después, en su lecho de muerte, la anciana de 87 años, probablemente atormentada por lo que había dejado perder en aquel hotel, por su tiempo perdido, intenta cambiar el pasado dedicándole a Proust una fotografía de ella “tocada con un sombrero deslumbrante en el que reinaba la pluma más espectacular que imaginarse pueda” (Mendicutti 1995: 66). En la dedicatoria, “conmovedora e inútil”, la orgullosa Carolina Ferguson escribe: “Para Marcel, esta humilde flor de un tiempo perdido” (66). La escritura, la pluma, une al niño narrador de las memorias de su tía, futuro escritor, con aquella y a ambos con Marcel Proust, en su necesidad de representar el pasado, revivirlo e intentar cambiarlo a través de la palabra escrita. Se puede decir que, de igual modo que la anciana tía intenta modificar el pasado, su pasado, con esa foto dedicada, el narrador de estos cuentos vuelve a su infancia para, en principio, recuperar su propio tiempo perdido y, de paso, intentar darle un La compilación está encabezada por dos reveladoras citas, cada una de las cuales remite a uno de los dos temas centrales de los relatos: la primera procede del libro autobiográfico de J. R. Ackerley Mi padre y yo, sobre la complicada relación entre un sensible intelectual homosexual y su adúltero padre, el cual “no hablaba de manera afectada, tiraba las pelotas de arriba abajo y sabía silbar”; la segunda cita, a su vez, procede del poemario La última costa, de Francisco Brines: “Llevo en mi mano un cuenco de cenizas,/son escasas./Su levedad tan pura es un misterio” (Mendicutti 1995: 11). 10 

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sentido que entonces no pudo darle. En ese viaje al pasado, además, hay un paradójico intento de volver a gozar de los placeres perversos (por inocentes) de una indeterminación significativa imposible de alcanzar desde una identidad adulta definida ya por la diferencia. En ese sentido, la infancia a la que se vuelve en la narrativa de Mendicutti se presenta con frecuencia, y de un modo algo esquizofrénico, como el espacio de la soledad de un niño en proceso de ser consciente de su diferencia, pero también como un pasado idealizado en su perversa fluidez e indeterminación. En ese sentido, los cuentos de la compilación también se pueden entender como un intento “conmovedor e inútil”, nostálgico, de recuperar el pasado, un pasado en el que el niño todavía gozaba de los placeres de la falta de nominación en su identidad queer, pero que, sin embargo, ya anunciaba también la futura identidad adulta establecida a partir de la conciencia de la diferencia. En todos los cuentos compilados en Fuego de marzo, el proceso de maduración de su protagonista infantil está articulado a través de una constatación, todavía nebulosa, de una diferencia fundamental que marca su identidad hasta el presente desde el que narra como adulto. En muchos de los cuentos, esa diferencia se convierte en marca constitutiva de la identidad en el tiempo rememorado y, por tanto, después, a través de la amenaza del insulto, de lo que Didier Eribon ha llamado la “injuria”. Argumenta Eribon que el sujeto homosexual masculino moderno aprende su diferencia a través del insulto, explícito o implícito, el cual se convierte en marca constitutiva de su identidad individual y social. En otras palabras, el insulto, o la posibilidad de ser objeto del mismo, es la marca fundamental a través de la cual el hombre gay aprende su diferencia, diferencia que se convierte también, paradójicamente, en marca esencial de su identidad desde entonces, pues a través de la injuria, “descubro que soy una persona de la que se puede decir esto o aquello, a la que se le puede decir tal o cual cosa, alguien que es objeto de miradas, divagaciones, y al que esas miradas y divagaciones estigmatizan”. Por ello, sigue Eribon, la nominación “produce una toma de conciencia de uno mismo como ‘otro’ que los demás transforman en ‘objeto’” (Eribon 2001: 30). Esta idea aparece ejemplificada de diversas maneras en la compilación de Mendicutti; así, es a través de la injuria —muchas veces implícita, pero con la misma fuerza que si fuera explícita— que los niños de estos relatos comienzan a hacerse conscientes

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de su identidad “diferente” como niños extraños o “raritos”. Este “niño rarito”, término que el propio Mendicutti utiliza en El palomo cojo (1991: 129), es quizás el ejemplo más claro de los “bichos raros” que según Molina Foix pueblan la obra de Mendicutti y que, para este, son fundamentalmente una manifestación de lo queer (2012: 143). En ese sentido, el concepto de niño queer (queer child), desarrollado por Stockton y ya utilizado por Alberto Mira en su revelador análisis de El palomo cojo (Mira 2018), puede ayudar a entender mejor las dicotomías y tensiones presentes en la narración derivadas de ese doble tiempo implícito en el desdoblamiento personaje-narrador. Según Stockton, “If you scratch a child, you will find a queer, in the sense of someone ‘gay’ or just plain strange” (2009: 1). El significativo silencio que rodea la rareza esencial de cualquier niño, según Stockton, “happen to be broken –loquaciously broken and broken almost only— by fictional forms” (2009: 2). Por ficciones, precisamente, como las de Mendicutti. Stockton en realidad no está hablando únicamente de niños gais, sino que intenta dar una visión de la niñez como algo torcido, o sencillamente extraño, pese al intento por controlarla como el espacio de la inocencia a lo largo del siglo xx. Sin embargo, lo que ella llama el niño gay fantasma, “a child with clear-cut same-sex preference” (17), es fundamental en su estudio al mostrar claramente ese carácter “queer”, que se manifiesta, en una imagen central en su análisis, en un crecimiento “hacia los lados” (“growing sideways”), torcido, hacia la disidencia sexual, en vez de en un crecimiento hacia arriba (“growing up”). Los niños protagonistas de los relatos de Mendicutti son, en este sentido, niños queer, torcidos, perversos, indefinidos, sobre los que siempre está, sin embargo, la sombra de un narrador adulto ya identificado como diferente. La importancia del insulto en la identificación del niño queer y, por tanto, implícitamente en su devenir posterior como adulto gay, es fundamental en los cuentos de Fuego de marzo, aunque en muchos de ellos, sin embargo, el insulto es implícito o expresado de un modo velado, quizás porque el narrador, en ese juego de revelación-ocultamiento que caracteriza la narración, quiere respetar la ignorancia del personaje, demasiado ingenuo todavía para entender, o para hacerlo del todo, las implicaciones de dicha injuria, a nivel tanto psicológico como social. El lector, sin embargo, sí entiende esas alusiones veladas, las connotaciones que tienen con respecto al niño protagonista

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y las consecuencias posteriores, pues como señala Mira con respecto a El palomo cojo, “la diferencia entre la ignorancia del niño y el conocimiento del lector se consigue a partir de complicidades y pistas que son el resultado de cómo se articula la sexualidad en el presente” (2018: 182). Así ocurre en el cuento que da inicio a la compilación, “La tórtola”, en el que el narrador rememora poéticamente desde un indeterminado tiempo en el presente un rito de socialización masculino que solía realizar con su padre, cuando aún era un niño, el día en que iban a cazar tórtolas. La nostalgia con la que el narrador rememora ese día especial en el que compartía algo único con su padre, ya fallecido11, nostalgia inevitable y característica de este tipo de narrativas en primera persona sobre un pasado rememorado desde el presente, pronto se ve ensombrecido por la constatación de que dicho rito homosocial y de integración en el orden heterosocial, es también el espacio en el que el niño protagonista comienza a darse cuenta de que hay algo que le diferencia de su padre y de los otros cazadores cuando no es capaz de rematar de un golpe seco a la tórtola recién abatida como su padre hace, sin embargo, con gran maestría: Todos decían que era lo mejor para la tórtola, pero yo nunca supe hacerlo. Mi padre tenía que arrancármela de las manos y luego la estrellaba con mucha habilidad contra el suelo con un golpe seco, y entonces yo dejaba que los perros nerviosos la recogiesen (Mendicutti 1995: 15-16).

El cuento muestra así claramente cómo “la subjetividad homosexual está dominada por los modos de representación heterosexuales y por la violencia normativa que ejercen” (Eribon 2001: 124-125), aunque sea una violencia simbólica o, como en este caso, desviada hacia una tórtola. La significación a fuego de la diferencia en la identidad del niño protagonista por su incapacidad de cumplir con el rito de matar la tórtola es clara en el hecho de que el cuento termina en el presente, cuando el niño, ya adulto, regresa a su pueblo natal en busca de ese pasado:

“Íbamos en bicicleta, yo en el portamantas, y había entonces un aire tan limpio que hacía daño en los ojos y era como si cortara suavemente los pulmones y el estómago” (Mendicutti 1995: 13-14). 11 

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Llevaba mucho tiempo sin volver a la ciudad de mi infancia. Resulta difícil reconocer las dunas y me ha resultado imposible localizar el sitio donde localizábamos el puesto. Es inútil tratar de reconstruir ahora aquellos amaneceres nerviosos y expectantes, los disparos desnudos, el color y el tacto de la sangre de las tórtolas. Nada de aquel paisaje existe. La ciudad ha cambiado. Incluso yo mismo soy ya incapaz de reconocerme. Sin embargo, aquel tiempo vive, respira, se desangra muy despacio como esperando que yo vaya a recogerlo (Mendicutti 1995: 15-16).

Como señala Martínez-Expósito, “el escenario de las dunas funciona como un símbolo, ya que se establece una relación metonímica entre el cambio operado en ese pasado y el cambio experimentado por el narrador” (2012: 184). Ese cambio y la imposibilidad de volver al pretérito aparecen simbolizados también en la imagen de la tórtola agonizante, que reaparece poco después de un modo muy significativo. Así, el narrador vuelve a su hotel después de dar un paseo por los paisajes arrasados de su infancia, que apenas reconoce ya; el conserje le pregunta entonces cuánto tiempo va a quedarse, a lo que el narrador responde a su vez con otra pregunta supuestamente arbitraria, pero cuyo objetivo es tender un puente entre pasado y presente: “¿Cuánto puede tardar en morir una tórtola moribunda?” (18). El conserje le dice entonces: “Creo que lo mejor es tirarla con fuerza contra el suelo —dijo—. Un golpe seco, ¿comprende? Así el animal no sufre” (18). El protagonista vuelve entonces a su habitación, donde mira desde su ventana el mar, asumiendo su fracaso: “Y ahora que ya empieza a anochecer, todavía siento en el cuenco de mis manos aquel temblor febril de una tórtola agonizante” (18). La tórtola en el cuenco de las manos del narrador se identifica visualmente con el cuenco de cenizas de la cita de Francisco Brines que encabeza la compilación: “Llevo en mi mano un cuenco de cenizas, son escasas. Su levedad tan pura es un misterio” (Mendicutti 1995: 11). La tórtola moribunda adquiere así un complejo sentido más allá de representar la diferencia innominada —e innominable en el pasado— de los “bichos raros” de Mendicutti; se convierte, sobre todo, en símbolo de un pasado que no desaparece del todo, que no muere, pero que tampoco se puede recuperar del todo, que tampoco vive, del tiempo que “vive, respira, se desangra muy despacio, como esperando que yo vaya a recogerlo” (16-17), pero del que,

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una vez recogido, finalmente solo quedan cenizas o tórtolas moribundas, pues “vana es la penitencia del regreso, baldío el empeño de sernos fieles” (15). La búsqueda del padre desaparecido, de la emoción de esas mañanas de sábado en compañía de éste, de esos paisajes anímicos del pasado, es baldía, no solo porque es la búsqueda de una inocencia pervertida desde el comienzo al proyectarse sobre ella la perspectiva del adulto, sino porque esa inocencia nunca lo fue en los términos asociados tradicionalmente con la infancia, sino en una indeterminación queer imposible de recuperar desde un presente en el que la identidad ya ha sido definida a partir, precisamente, del insulto y la diferencia. El resto del libro supone, de hecho, la constatación de la imposibilidad de recuperar un pasado que tampoco se puede dejar completamente atrás, como el impulso nostálgico que da origen a la narración muestra. Esta imposibilidad, en realidad, no es solo consecuencia del paso del tiempo y de los cambios en el paisaje externo e interno del narrador, sino que también es consecuencia de que esa inocencia original, esa supuesta unión con el padre, aparecía amenazada ya en el tiempo de la narración por la ominosa sombra del insulto, por la falta de adecuación a los patrones sociales tradicionales por parte del niño protagonista. El tema de la rareza que parece separar al niño protagonista de los otros niños que lo rodean reaparece de diferentes maneras en otros cuentos de la compilación. Así, en el cuento “Los parecidos,” el narrador cuenta como, cuando era pequeño, él y sus amigos jugaban a establecer semejanzas entre las personas que entraban al burdel del pueblo “para estar con mujeres” (Mendicutti 1995: 20) y algunos de sus vecinos. La implicación, por supuesto, es que esas personas probablemente sí sean estos vecinos, imbricados en el comercio sexual heterosexual tradicionalmente institucionalizado en los márgenes de la vida social en localidades pequeñas. Sin embargo, lo más interesante es que, más allá de que esos hombres que entran al burdel sean o no realmente el cura, el notario o el padre del protagonista, los niños también buscan parecidos entre aquellos hombres y ellos mismos, intentando crear una línea directa, podríamos decir que heteronormativa, entre los hombres del pueblo, esos otros hombres que visitan el burdel con los que los niños quieren identificar a aquellos, y ellos mismos, que algún día serán hombres y probablemente vayan a ese u otro burdel. Así, los amigos del niño protagonista celebran orgullosos cuando encuentran algún parecido entre ellos y

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esos hombres que van a acostarse con las prostitutas del pueblo, constatándose la necesidad de que se preserve esa línea homosocial y heterosexual. El niño protagonista, en cambio, llega a casa entristecido y asustado “porque ninguno de aquellos hombres que iban a El Ancla para estar con mujeres se parecía a mí” (Mendicutti 1995: 29-30). En otro cuento, “El alacrán”, ese parecerse a alguien, en vez de darle al niño protagonista satisfacción, le produce un profundo malestar al implicar una incorporación al orden social tradicional cuando tiene que sustituir al padre, quien ha sido ingresado en una institución mental, y acompañar a su madre en una comida familiar. Cuando sus familiares insisten en que cada vez se parece más a su padre, el niño reflexiona: “A mí, sin saber por qué, me asustaba un poco que a todo el mundo le diese por decir que yo me parecía tanto a mi padre” (111). Parece, pues que el niño queer, aunque anhela ser parte de ese orden social, también muestra cierto rechazo ante las expectativas que esa participación conlleva, sobre todo cuando puede entenderse que la presión social es la que ha llevado al padre a su estado de enajenación mental. La ambivalencia con la que el niño protagonista se enfrenta a su incorporación al orden social tradicional refleja, de hecho, la ambivalencia con la que el narrador vuelve a su pasado. Sin entrar en mucho detalle, en los cuentos que siguen, la rareza del niño protagonista se asocia explícita o implícitamente con marginados a diferentes niveles: con los presos y las criadas que se sienten atraídas por ellos (“Carne de penal”), con las primas “ilegítimas” y los soldados negros (“Fuego de marzo”), con los chóferes a los que les gusta “el vicio” (“La buena vida”), con las tías abuelas de vida disoluta que han perdido su fortuna (“Para Marcel”), con el padre desequilibrado y suicida (“El alacrán”), con las solteronas del pueblo y su otra cara, las prostitutas (“Casa de mujeres”), con los niños yeyé a los que les gusta el arte moderno (“Descubrimiento”), con los alacranes que se dejan comer por las hormigas cuando están cubiertos por un vaso y que se matan a sí mismos cuando están acorralados por el fuego (“El alacrán”), etcétera, pero especialmente con la figura del arropiero, el pedófilo local, el cual se sitúa al margen de la sociedad literal y metafóricamente, vagando por el pueblo en busca de “niños y muchachas” delante de los cuales bajarse la cremallera. Ya en “Los aparecidos” se establece una relación simbólica entre el niño protagonista y el arropiero, pues aquel entiende que el hecho de no encontrar

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ningún parecido entre él y los hombres que entran en el burdel —ni siquiera con su propio padre, al que, sin embargo, sí se parece su hermano—, lo convierte en hijo del arropiero ambulante (Mendicutti 1995: 23). La figura del arropiero, que es mencionado en otros varios cuentos como símbolo tanto de la lujuria (“con calentura en la portañuela”, se menciona en “Carne de penal” [68]) como de la diferencia, aparece especialmente desarrollada en “Fuego de marzo”. En este relato, aquel en el que con mayor complejidad se entrelazan el tema de la memoria, el insulto y esa rareza infantil, el paso del tiempo se simboliza en la idea del fuego y la injuria en el contagio, que el niño protagonista, a punto de abandonar la infancia, acepta literalmente, lleno de vergüenza cuando es descubierto por otros niños dejando que el arropiero se abra su bragueta delante de él. Esta idea del contagio, evocadora y ambigua, atraviesa todo el texto y alcanza su clímax cuando el niño confiesa su naturaleza de contagiado—su naturaleza contagiada, podríamos decir— a las dos personas de las que más cerca se siente, su prima “lejana” (por ser hija ilegítima) y Yoni, un militar estadounidense de la base de Rota, cuando estos le comunican que van a casarse y a mudarse a EE. UU.: Yo también me puse a llorar: primero, porque Rosa iba a casarse con Yoni, y segundo, porque se marcharían a los Estados Unidos y yo me quedaría otra vez sin amigos, infectado como estaba. Entonces Yoni empezó también a besarme a mí y yo le dije que tuviese cuidado, que no se fuera a contagiar, y él al principio se llevó un susto y me preguntó que qué era lo que podía contagiarle, y yo entonces tragué saliva y se lo conté todo, le conté todo lo que había pasado con el arropiero, durante el curso anterior, antes de que Rosa se viniese a vivir con nosotros, y que no se lo había contado nunca a nadie, ni siquiera a Rosa, porque seguramente era cierto que estaba infectado (Mendicutti, 1995: 152-153).

En este momento, como señala Ruiz, el cuento le da al protagonista la oportunidad que en “Carne de penal” no pudo disfrutar (2009: 7-8). Así, el niño protagonista de aquel cuento facilitaba el encuentro entre Charo, la criada de su casa, y Eusebio, un preso recién salido del penal al que, cuando todavía estaba encerrado allí, le mostraban sus piernas cada domingo desde las vías del tren. El niño, sin embargo, tras hacer posible que Eusebio llegue a la habitación de Charo, finalmente se ve expulsado del encuentro sexual entre ambos, deduciendo que quizás habría necesitado tener muslos gruesos

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como los de Charo para recibir también los favores del preso. En “Fuego de marzo”, sin embargo, el personaje sí es incluido en la noche de boda de sus dos mejores amigos, a los que les une el hecho de ser diferente. La vergüenza comienza así a desaparecer cuando “Yoni empezó a besarme como besaba a Rosa, que un rato besaba a Rosa y otro rato me besaba a mí, y era como si los tres fuéramos novios” (Mendicutti 1995: 153). A través de esos besos, la hija bastarda, el negro extranjero y el niño rarito crean una nueva comunidad de disidentes. Esta comunidad queda iniciada, refrendada y culminada, en el acto sexual que sigue. Ese acto sexual, de contagio elegido, sirve paradójicamente de vacuna que libera al protagonista de la vergüenza que había vivido hasta ese momento. Simbólicamente, el protagonista cree ver los ojos azules del arropiero observando la escena desde la ventana: el otro, aquel que se sitúa al margen del orden social y la heteronormatividad, y que terminará muriendo, literalmente, a causa de ello, en un incendio en las dunas —donde vivía aislado del resto de la sociedad—, refrenda ese encuentro sexual de diferentes y propicia la aceptación, todavía nebulosa, del protagonista de su condición sexual. En ese sentido, “Fuego de marzo” parece plantear una conclusión parecida a la que Alberto Mira ha visto en la trayectoria vital del personaje de El palomo cojo: “Durante casi toda la novela, la homosexualidad aparece como acusación, secreto desvelado o injuria y el reto del protagonista es poner todas esas cosas en perspectiva y anteponer a ellas su propio deseo” (2018: 182). Según Mira, el reconocimiento final del personaje de su soledad implica precisamente que no está solo: Por supuesto, el autor, a diferencia del niño, sabe que había “otros raritos” como él y el lector sabe que en el mundo heteronormativo no es una amenaza cumplida, pues condujo a otra comunidad [...]. Que el personaje reconozca su soledad es comparable a una afirmación, pero que el mundo esté lleno de gente como él resulta esperanzador (2018: 184).

En realidad, admitir una soledad impuesta desde la heteronormatividad y que el lector sepa que tal soledad “probablemente” no será del todo cierta no elimina la fuerza que tiene esa norma social, como la insistencia de Mira en atenuar su poder paradójicamente muestra. Además, en el caso de “Fuego de marzo” es difícil entender el cuento totalmente, o solamente, como un

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canto a la disidencia liberadora. En ese sentido, aunque el protagonista de “Fuego de marzo” va un poco más allá que el protagonista de El palomo cojo al ser incluido activamente en un encuentro sexual a tres, la verdad es que el cuento nos lo muestra solitario y triste tras la marcha de Rosa y Yoni. Esta soledad queda simbólicamente remarcada con la muerte del arropiero en las dunas,12 el escenario de muchos de los momentos felices vividos con ellos. Podemos pensar, siguiendo a Mira, que esa soledad no será eterna y que el protagonista encontrará otras comunidades, otros contagios aceptados, pero lo cierto es que el cuento se muestra cuando menos ambiguo, pues la misma existencia de la narración parece implicar una necesidad nostálgica de dejar el presente y volver a ese pasado. En palabras de Ruiz: [El personaje] [d]espués de treinta años, ya en su madurez, con una voz y una identidad propia para narrar y recordar, vuelve sobre aquel fuego de marzo “terrible y piadoso” donde dejó la inocencia de una infancia que se sabía disidente, una infancia que se construyó como diferente (2012: 8).

Esa necesidad nostálgica, sin embargo, quizás no lo sea tanto de esos momentos que marcaron el inicio de la conciencia de esta identidad diferente, posible germen de creación de nuevas comunidades en el futuro, sino más bien de la indeterminación y fluidez de la que, en el presente, ya no se puede disfrutar como lo hacía aquel niño extraño —más que inocente—, aquel niño queer, que todavía no era del todo consciente de qué le hacía distinto y que, por ello, disfrutaba de las cosas de un modo “diferente”, creciendo “hacia los lados” y no “hacia arriba” en palabras de Stockton. En ese sentido, la nostalgia con la que el narrador de este cuento vuelve a ese episodio crucial de su infancia, cuando descubrió la vergüenza y su superación mediante la creación de una comunidad alternativa efímera, muestra, cuando menos, cierta ambivalencia en su visión. Esa ambivalencia es característica también de los otros cuentos, en los que el pasado se ve alternativamente, y a veces incluso simultáneamente, como el espacio del insulto y alternativamente como

Esta muerte, como señala Martínez-Expósito (2012: 183), hace exclamar a alguien: “Bien merecido lo tiene […]. Pero que muy merecido, por maricón cochambroso” (Mendicutti 1995: 134). 12 

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un lugar idealizado en el que el protagonista podía gozar del placer de no ser definido, de ser un niño queer. Es esa ambivalencia en la mirada al pasado la que dota a la cuentística de Mendicutti basada en la infancia de un gran valor. Las contradicciones derivadas de la doble mirada, la del protagonista y la del narrador, y del doble tiempo entretejido a esa doble mirada, muestran, por un lado, la imposibilidad de apresar del todo ese pasado y la fluida indeterminación que lo caracterizaba, así como la imposibilidad de escapar del todo de la injuria que terminaría determinando la identidad presente, del contagio, de la liberación, pues todos y cada uno de estos aspectos determinaron la contradictoria identidad presente del personaje y de la narración misma. Bibliografía Bonatto, Adriana Virginia (2009). “Género y novela autobiográfica. El palomo cojo de Eduardo Mendicutti desde una perspectiva queer”. En Actas I Jornadas CINIG de Estudios de Género y Feminismos Teorías y políticas: desde el Segundo Sexo hasta los debates actuales. La Plata: s. e., pp. 199-205. Colmeiro, José. (2010). “Plumas y pistolas: La crisis constitucional del 23-F y la memoria histérica de Eduardo Mendicutti”. Revista de Estudios Hispánicos 44.3: 589-609. Eribon, Didier (2001). Reflexiones sobre la cuestión gay. Barcelona: Anagrama. García-Torvisco, Luis (2010). “La narrativización del excesivo yo de la ‘Movida’ en Patty Diphusa, de Pedro Almodóvar”. En Pierre Civil, Francoise Cremoux (eds.), Nuevos caminos del hispanismo. Actas del XVI Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, pp. 208-216. Garlinger, Patrick Paul (2000). “Dragging Spain into the ‘Post-Franco’ Era: Transvestism and National Identity in Una mala noche la tiene cualquiera”. Revista Canadiense de Estudios Hispánicos 24.2: 363-382. Jurado Morales, José (2012a). “Mendicutti o la escritura como filosofía de vida”. En José Jurado Morales (ed.), Una ética de la libertad. La narrativa de Eduardo Mendicutti. Madrid: Visor, pp. 9-21. — (2012b). “Eduardo Mendicutti o el discurso de una conciencia solidaria”. En José Jurado Morales (ed.), Una ética de la libertad. La narrativa de Eduardo Mendicutti. Madrid: Visor, pp. 35-50.

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“WHEN THE FAT OLD SUN IN THE SKY IS FALLING” REFLEJOS ESPECULARES DE LA INFANCIA EN HIPÓLITO G. NAVARRO* María Martínez Deyros Universidad Complutense de Madrid

“Mis textos son inconscientemente autobiográficos” (Navarro 2016a). Con estas palabras, Hipólito G. Navarro admitía, en una entrevista realizada a raíz de la publicación de su último libro La vuelta al día (2016), el estrecho vínculo que mantiene su obra literaria con su propia autobiografía. Desde nuestro punto de vista, la voluntad por difuminar las fronteras entre lo real y la ficción, entre la vida y la literatura, es lo que sitúa a Hipólito G. Navarro dentro de la llamada autoficcionalidad, donde el autor, consciente de la imposibilidad que supone la representación de “un referente estable” del yo, emplea la literatura como laboratorio existencial. Mi idea de autobiografía, desde siempre, no se ha limitado a pensar la biografía real, la vida verdaderamente vivida; siempre he creído que lo que compone la biografía de cada uno no es solo lo que uno ha vivido, sino también lo que uno ha deseado vivir […] la biografía de una persona es, junto a lo que ha vivido, lo que quiso ser, lo que quiso tener, lo que anheló, sus frustraciones…

Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación I+D “La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas” (DGCYT FFI2015-70094-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad dentro del Programa Estatal de Fomento de la Investigación científica y técnica de excelencia (Subprograma Estatal de Generación de Conocimiento); y dentro del Programa de Atracción de Talento. Ayudas destinadas a la atracción de talento investigador a la Comunidad de Madrid en centros de I+D. Modalidad 2: Ayudas para la contratación de jóvenes doctores. Convocatoria de 2018. * 

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la biografía de cada uno de nosotros son los caminos que nunca llegamos a tomar (Navarro, 2016a).

Nos es imposible no conectar esta particular concepción de la autobiografía con la teoría del carácter plural del yo que Unamuno desarrolla en el proemio a sus Tres novelas y un prólogo, donde además del yo “que uno es para Dios –si para Dios es uno alguien– y del que es para los otros y del que se cree ser, hay el que quisiera ser. Y que este, el que uno quiere ser, es en él, en su seno, el creador, es el real de verdad” (Unamuno 1920: 15). Y añadimos, coincidiendo con Alberca (2007: 211), que este último, el yo que “quiere ser” se correspondería plenamente con el yo autoficcional. A través de “la ficcionalización de lo real”, se desafían “los modos tradicionales de representación del yo” (Casas 2017: 7); y, en el caso de Navarro, la ficcionalización de su infancia será precisamente la estrategia que emplee el escritor para plasmar ese “giro subjetivo” propio de la posmodernidad. En el presente estudio prestaremos particular atención a aquellos relatos autoficcionales, donde el protagonismo recae principalmente en los personajes infantiles. Las diferentes figuras del niño y del adolescente, entendidos como Otredad, actúan como catalizadores de una introspección personal que conducen al autor a indagar en las raíces profundas de su escritura. La representación de la infancia en la narrativa de Hipólito G. Navarro oscilaría entre las constantes estudiadas por Balmaseda Maestu en diferentes poetas (1992: 17). Por un lado, a pesar de presentarse muchos de estos relatos como autobiográficos, el grado de fusión (más que de confusión) entre realidad y ficción dificulta la tarea de identificar en ellos “reminiscencias directas de una infancia personal”. Sin embargo, por otro lado, el propio testimonio del escritor en diversas entrevistas nos confirmaría que el trasfondo biográfico está presente, aunque de forma velada, en muchos de ellos; incluso en aquellos en los que el motivo de la infancia y del niño está tratado como “motivos genéricos”. De esta forma, las entrevistas y declaraciones realizadas por Hipólito G. Navarro sobre este aspecto resultan fundamentales a la hora de descodificar convenientemente los diferentes cuentos, puesto que sin ellas se nos escaparía parte del juego autoficcional que el autor nos propone en sus textos. Por lo tanto, no consideraríamos descabellado el considerar ese material extratex-

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tual como paratexto de la propia obra artística, y conectarlo, de este modo, con aquellos escritores que antes que él pusieron ya en práctica esta suerte de literatura expandida (Gómez Trueba 2018), con la función de difuminar los límites que separan la vida de la literatura. Insistimos en que la importancia de recoger el testimonio autobiográfico del autor como paratexto de la obra no reside en conocer los datos biográficos para operar una nítida separación entre lo real y lo ficcional; sino más bien en que, gracias a esta estrategia, a esta “relación especular” entre texto y paratexto (Gómez Trueba y Morán Rodríguez 2017: 88), se pone en conocimiento del lector una información vital que le servirá para poder identificar y participar en el pacto de lectura autorreferencial (Chopenera 2013: 94). En efecto, la práctica autoficcional permite al autor articular una recreación caleidoscópica de su identidad. La representación de sus “yos múltiples” (Alberca 2017: 207) lo sitúa en consonancia con el “sujeto actual”, preocupado por la expresión de su “realidad ambivalente, paradójica e incierta” (208). Esta multiplicidad del yo se ofrecerá de forma fragmentaria a través de diferentes personajes, infantiles o adultos que se retrotraen a su más tierna niñez. A través de un hábil proceso de especularización, el yo autorial se identificará unas veces con el narrador autodiegético, mientras que en otras ocasiones experimentará un ulterior proceso de desdoblamiento, y el yo autoficcional se encontrará escindido entre el yo del narrador homodiegético, que será testigo de la historia de otro personaje, un niño, generalmente con los mismos atributos físicos, “listillo” y “con gafas”, y que actuará, a su vez, como superficie reflectante del personaje adulto. Con La vuelta al día (2016) retorna Hipólito G. Navarro al panorama literario español, después de “Doce años de barbecho”, tal y como reza el título del prólogo que (de forma completamente excepcional) sitúa al frente de los veintiún relatos del volumen. Este proemio le sirve como disculpa al autor para, por un lado, justificar su prolongado silencio y, por otro, presentar las cinco secciones en las que se agrupan los diferentes cuentos. Como el propio autor reconoce (no solo en el mencionado prólogo, sino en numerosas entrevistas), este libro supone un cambio de rumbo en su narrativa, donde la ficcionalización del yo cobra especial relevancia, y da lugar a una escritura más reflexiva, seria y, quizá, “menos humorística” (19). En efecto, el tono confesional del último relato, “La poda y tala de los árboles

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frutales”, preludia esa nueva etapa en su escritura caracterizada por “un riesgo menos formal” y, cuya primera muestra, “Fuerza mayor”, el autor publica en la antología Riesgo (2017). Riesgo que el autor asume prescindiendo de la experimentación formal y del humor, considerado por él mismo como su “tabla de salvación”, como recurso adoptado para afrontar una historia marcada por la tragedia: “Mi infancia y adolescencia no fueron precisamente un camino de rosas, y al parecer adopté el humor sin darme cuenta para defenderme, me hice con ese arma para soportar la realidad” (Navarro 2016a). Por otro lado, el contraste, al menos a nivel discursivo, que suponen estos últimos textos en comparación con su producción literaria precedente, no es óbice para no considerar el estrecho vínculo intratextual que mantienen con otros cuentos del autor. De hecho, el relato que sirve de broche a La vuelta al día, “La poda y la tala de árboles frutales”, nos parece fundamental por la relevancia que cobra dentro de la “arquitextura” del libro y por la conexión que establece a nivel semántico y temático con otros cuentos anteriores. Asumiendo que tan solo el examen de este cuento “bisagra” y las relaciones intratextuales e intertextuales que mantiene con el resto de su obra requeriría un estudio de mayor envergadura, en el presente trabajo nos ceñiremos únicamente al análisis de los principales motivos infantiles a través de los cuales se desarrollan, como si de un juego especular se tratara, las diferentes representaciones del yo autoficcional. “Esos días azules y este sol de la infancia” Si entendemos la infancia como principio a partir del cual generar un nuevo discurso y, por lo tanto, una nueva historia, se podría afirmar que el ejercicio de retrospección que el autor realiza a lo largo de sus cuentos no está motivado por una búsqueda de la verdad, sino para provocar un cambio, una transformación que dé lugar a un nuevo origen: Ya que no es posible transformar los hechos, cambiemos la percepción que de ellos tenemos y tuvimos entonces. A la labor propia de la memoria, de su capacidad para ir suavizando las aristas del pasado a medida que pasa el tiempo, la narración añade otra capacidad extraordinaria: poder reconstruir ese pasado como mejor nos venga en gana. Yo ahora, tras la escritura de algunas docenas

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de cuentos, empiezo a dudar de todo y soy incapaz a veces de separar las cosas tal como pasaron de cómo me conté a mí mismo que pasaron (Navarro 2017b).

De hecho, esta voluntad de transgresión de los límites entre realidad y ficción, entre la literatura y la vida, la historia y la imaginación, resulta vital a la hora de configurar la isotopía del yo autoficcional que recorre como una constante toda su obra. De tal forma, los campos semánticos relacionados con la naturaleza onubense, la infancia y la creación artística conformarían esta red isotópica autorreferencial. El espacio se constituye como un elemento fundamental en la construcción de la infancia en Navarro; pues en la mayor parte de sus relatos el cronotopo infantil presenta como espacio referencial la sierra onubense, donde el autor pasó gran parte de su juventud. Lo que se me cuela sin sentir es el paisaje, la magia de su paisaje [de su tierra]. Es un corazón muy verde incrustado en una esquina de Andalucía, junto a la frontera con Portugal, unos pueblecitos diseminados en medio de unos bellísimos bosques de castaños, como si se le hubiese robado un pedazo de territorio a Asturias o a Galicia (Navarro, sin fecha).

Esos “pueblecitos”, como Cortegana, Aroche o Santa Ana, reaparecen en numerosas ocasiones en sus relatos; de modo que el espacio referencial (que no necesariamente tiene que constituirse como fiel representación del espacio físico) aúna las diferentes historias. Asimismo, podemos distinguir dentro de este espacio-marco (natural, abierto y público) otros escenarios más pequeños, íntimos o públicos, abiertos o cerrados, como las laberínticas calles del pueblo o de la ciudad (“Tantas veces huérfano”, “Una infidelidad: puntos de fuga, coordenadas”), la fragua del abuelo (“El infierno portátil [Una accidentada iniciación a la lectura]”) o el bar (“Nueva Orleans 220 [Anotaciones para una historia de la madera]”, “La poda y la tala de árboles frutales”, “Tantas veces huérfano”, “Fuerza mayor”). Estos adquirirán diversas significaciones dependiendo del grado de objetivización y focalización en su representación y de su relación dentro del discurso narrativo. En Hipólito G. Navarro no hay un tratamiento utópico del motivo infantil, como nostálgica rememoración de un paraíso ya perdido (véase a este

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respecto el ejemplo de los poetas de posguerra españoles en Balmaseda 1992). Los años infantiles en la sierra onubense están lejos de la paz y la seguridad de la niñez unamuniana. De hecho, ese “manantial de vivencias no agónicas”, que para Blanco Aguinaga supuso la infancia en Don Miguel, se traduciría precisamente en lo contrario para Navarro, quien tuvo que aprender a convivir desde bien pequeño con el alcoholismo de su padre y las devastadoras consecuencias que esa enfermedad trajo consigo. La luminosidad del “patio de Sevilla” machadiano contrastaría vivamente con el espacio lóbrego y cerrado del bar, donde la claridad ha dejado paso a una oscuridad, a un mundo gris, y el punto de color vendría marcado solo por las etiquetas de las botellas alineadas en los estantes (en “La poda y la tala…”, 2016b: 248). El predominio de los tonos grisáceos en diversos cuentos envuelve a los personajes de las diferentes historias en un ambiente gris, lleno de amarga melancolía a la que los propios protagonistas parece que se han resignado y han terminado aceptado con cierta inquietante naturalidad. Así, el protagonista del primer relato de La vuelta al día, “El infierno portátil…”, se deja arrastrar por su imaginación mientras contempla una amenazadora tormenta de invierno: “desde la altura contemplaba aquel inmenso caserón medio envuelto en la niebla, sus tapias oscuras, los cipreses que salían del claustro, su espadaña coronada por un viejo nido enorme y vacío. Lástima que fuese aquel un tiempo gris tan desprovisto, sobre todo de prismáticos” (2016b: 24). Pero grises pueden ser también los días de verano, que a pesar de nacer radiantes, el “tedio” y el “cansancio” lo consiguen “teñir de gis” (en “Tantas veces huérfano”, 2016b: 155). Lo gris como antesala de una oscuridad, de una negrura existencial que parece envolver como una penumbra al pequeño protagonista de diversos cuentos. Aunque en otras ocasiones (“La nota azul”), el elemento grisáceo actúe como recurso metonímico de la situación política de la época, en clara alusión al régimen dictatorial franquista (2006b: 31). En este estudio, nos ceñiremos al análisis de dos espacios disímiles y contrapuestos, la naturaleza y el bar, identificados, respectivamente, con las figuras del infante y del padre. Si por un lado, la isotopía de la naturaleza, con sus “árboles frutales”, “cipreses”, “arces”, “cerezos, “hormigas”, “escarabajos”, etc., englobaría todos los semas relacionados con la libertad y los juegos infantiles, en definitiva, con la vida; por otro lado, el espacio cerrado del bar remitiría directamente a la muerte, a través del personaje del padre.

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Especialmente ligada al espacio natural, tenemos la época estival; pues salvo en contadas ocasiones, como en “El infierno portátil…”, la diégesis se desarrolla, principalmente, durante el periodo de las vacaciones de verano. Así, “el pequeño escarabajo”, “el hormiguero”, “las gramíneas y otras yerbas”, ofrecen al protagonista de “Tantas veces huérfano” la visión de un “paisaje amable y querido”; “bajo el frescor de la sierra” durante “los últimos agostos” se reúnen como todos los años los despreocupados adolescentes que el narrador homodiegético de “La vuelta al día” observa con cierta nostalgia y le lleva a rememorar “aquellos años en los que teníamos la edad de estos chavales, los que ahora nos miran con una mezcla explosiva de lástima y descaro” (2016b: 243); o bien, los pequeños protagonistas de “Una infidelidad: puntos de fuga, coordenadas” o “Los frutos más dulces” gozan de una cierta libertad, amparados por la despreocupación paterna, que les conduce a adoptar la naturaleza, en concreto del cerezo, como refugio de sus juegos y ensoñaciones. En efecto, en diversas ocasiones el protagonista infantil aparece asociado a este árbol frutal. Generalmente, lo vemos encaramado en sus ramas huyendo de la presencia de los adultos, en quienes se cifra el origen de todas las frustraciones. Véase a este respecto la niña de “Los frutos más dulces”, la cual se oculta tras las ramas del frondoso cerezo de la mirada lasciva y amenazante de su tío. Otras veces, el árbol actuará como testigo y cómplice de los juegos infantiles: así, los niños de “Las notas vicarias” se valen de sus ramas para reconstruir ese arruinado piano, con el que darán rienda suelta a su imaginación y creatividad; a pesar de las continuas castraciones de los mayores, como la madre del protagonista, cuando “interrumpe sus juegos con el resabido ‘¿tú no sabes qué hora es?’ ‘tira pa’ casa’”; el maestro, con sus cartas admonitorias advirtiendo a los padres de la reiterada ausencia de los alumnos en clase; y, finalmente, la fatídica intromisión paterna al encargar al compositor Falines el arreglo, y la consecuente destrucción, de su fuente de inspiración. Pero, principalmente, el cerezo se presenta vinculado a un niño en particular; un niño que aparece recurrentemente en diversos relatos y que viene personificado básicamente con los mismos atributos: “listillo” y “con gafas”, algo despistado, pero con una gran sensibilidad para el arte y ávido de lectura. Un niño que, en definitiva, consideramos trasunto del yo autoficcional. Al menos en dos ocasiones este niño se encuentra subido en la parte más alta del cerezo, en “Árbol del fuego” y en “Una infidelidad…”. En este últi-

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mo se nos pinta una escena, en la que el narrador omnisciente describe a un niño “más o menos listo”, “con gafas”, a quien no le interesan los deportes, pero sí la lectura de “novelas de terror” y la poesía, que encaramado en lo alto del cerezo espera en vano la llegada de su prima al pueblo. Una vez más, las expectativas del pequeño quedan sin cumplir y “los ojos secos de lágrimas del niño esperando a nadie en el cerezo” (2016b: 240) transmiten a la perfección esa imagen de desolación y tristeza que envuelven los calurosos días de verano. En “Árbol del fuego” volvemos a encontrar al mismo niño, pero esta vez escindido en dos, a través de un hábil proceso de especularización. El niño listillo con gafas hace de nuevo su aparición y pacientemente, “espera sin prisas”, a que llegue la inevitable caída del Otro, del “niño primero de clase”, inteligente y ambicioso, que desdeña la facilidad de escalar “los cerezos y los arces y trepa, con dificultades, a lo más alto de un árbol de fuego”. Bien es cierto, como ha indicado Andres-Suárez (2010: 317), que en este cuento se plasma la “contraposición de dos destinos antitéticos: el del triunfador y el del perdedor”, lo que convierte la “competitividad” en el tema central del texto. Sin embargo, teniendo en cuenta la conexión existente entre el mundo vegetal y el de las ensoñaciones (Bachelard 2003: 251) —tal y como vemos que se produce en los infantes que permanecen en contacto con el cerezo— entendemos el niño situado en la copa del árbol como ensoñación especular del que espera abajo. De este modo, el yo autoficcional bajo el doble disfraz del yo-niño desarrollaría la metáfora de la caída, que no es sino otra expresión más del “miedo primitivo”, innato y característico del ser humano: “Esta caída viva es aquella cuya causa llevamos en nosotros mismos” (Bachelard 2003: 116). El terror al fracaso, a la frustración, en ese proceso de ascensión hacia la altura, hacia el conocimiento, que representa el fuego, conduce al propio yo hacia el descenso inevitable en la oscuridad. Esta misma frustración es la causa por la que la joven protagonista de “Mi mamá me mima” rompe a llorar desconsoladamente. Sus lágrimas no están motivadas por las posibles secuelas provocadas por el reciente accidente que se nos insinúa ha tenido con su madre, ni por la ausencia de la figura materna “sin fronteras sabe Dios dónde y con qué alternativos médicos ahora” (2005: 342). La niña, que con gran esfuerzo está aprendiendo a escribir, llora desconsoladamente “porque le da una pena tremenda descubrir que pasados

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unos años pudiera olvidársele todo esto que ahora tanto le cuesta y escribir finalmente como si nunca hubiese sabido hacer la o con un canuto, como si nunca hubiese conseguido domesticar su más salvaje y virginal caligrafía” (342). De nuevo, ese miedo primitivo (y por primitivo, original, infantil) que desvela en realidad el temor a la caída, a ese vértigo existencial característico del ser humano. Así, por representar algo innato en el hombre, la figura infantil de este cuento puede prescindir de la autorreferencialidad y entenderse como “motivo genérico”. En cambio, en el relato, “Nueva Orleans 220…”, el cerezo ya no será visto como el confidente y cómplice de los juegos y ensoñaciones infantiles, sino que llegará a formar parte del propio niño, donde la carne y la madera se fusionarán en uno. El narrador homodiegético es testigo del infanticidio de ese “niño de gafas, listillo” (2005: 63), al ser brutalmente asesinado por el hachazo propinado por su enajenado padre. En una desgarradora escena que no por casualidad se desarrolla en el interior de un lóbrego bar, el enfrentamiento entre el hijo (definido por el narrador con “cuerpo adolescente, casi niño aún”, 68) y el padre, talador y podador de árboles de profesión, culmina con el certero y fatal golpe sobre el niño, cuando el filo del duro acero lo parte “como si su cuerpo todavía de infante fuese rama o tronco o alimaña” (67). Pero el bar no albergará solo la muerte metafórica de la inocencia infantil del yo autoficcional, sino que será el escenario donde la figura paterna acometerá su lento y silencioso suicidio. Nos referimos, en concreto, a cuatro cuentos, en los que la impronta de estos duros episodios autobiográficos se hace más patente. Además del ya mencionado “Nueva Orleans 220…”, consideramos para nuestro análisis “Tantas veces huérfano”, “La poda y la tala de árboles frutales” y “Fuerza mayor” (2017). En todos ellos, el yo autoficcional, empleando diferentes estrategias discursivas, hace su aparición para tratar un episodio dramático de su historia real: el alcoholismo de su padre y su paulatina degradación. “Mi infancia son recuerdos de… un bar”, declara el narrador del último relato que cierra La vuelta al día, texto con el que el autor, en el prólogo, admite haber cambiado su registro al prescindir del humor, para presentar “otra etapa que aún no consigo ver del todo, esta que ahora me sale al paso, autobiográfica perdida, menos humorística, plena de torpezas y de dolor” (2016b: 19). El título de este cuento, “La poda y la tala de los árboles fruta-

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les”, lo conecta directamente con las imágenes autoficcionales vistas precedentemente en otros cuentos (el árbol frutal encarnado en el cerezo anterior; la profesión del padre como talador de árboles) y nos introduce un elemento nuevo, el libro. Este libro dedicado al cuidado de los árboles, cuyo título da nombre a este último cuento, se convertirá en “el libro más importante” (250) de la vida del protagonista. Y no deja de resultar irónico, una triste y amarga ironía, que el libro “más importante” para el narrador (de profesión escritor), encarnación del yo autoficcional, haya sido precisamente un libro con más imágenes que palabras, que desapareció tras la muerte del padre y que ni siquiera de pequeño el protagonista lo llegó sostener entre sus manos, pues era el padre el único autorizado a tocarlo (248). Sin embargo, es ese “único libro”, o más bien su recuerdo, lo que predestinará al yo-niño hacia la literatura, y representará, por tanto, el verdadero legado del padre; una herencia, sin embargo, con tintes de maldición: Tengo un hermano. Siempre toma un whisky después de las comidas. No lee libros, y es feliz. Yo tengo aquí detrás los estantes a rebosar de volúmenes. Cometo un texto como quien comete un crimen para llenar estas páginas. Soy abstemio. Y lloro, me cago en la literatura, como ya no me creía que fuese capaz de llorar (2016b: 251).

De esta forma, podemos asociar la figura paterna a aquellos “Ángeles de la guarda” de la sección inicial del libro, encargados de iniciar al joven protagonista en los misterios del arte. De hecho, la acción del padre, acurrucando a su hijo “en su regazo”, “mientras él pasaba las hojas y de forma incansable, con su aliento de vino, musitaba el sempiterno consejo: “un libro es lo más importante del mundo, hijo mío”, introducirá al niño en el mundo de la ensoñación (248-249) y lo conectará de forma directa con ese otro “ángel” que, “arrepentido y sumiso” (28), se encargará de pasarle las hojas del libro al convaleciente infante, tras un accidente por el que a punto estuvo de perder las manos (“El infierno portátil…”); o con aquel otro, que bajo la apariencia de su amigo Cañado (“La Nota Azul”), le pondrá en contacto por primera vez con el rock psicodélico de los setenta. En efecto, la fascinación que han ejercido en Hipólito G. Navarro la música y la literatura “desde niño” (Lagmanovich 2006: 268), junto con la

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presencia de la pintura, hace que consideremos, no ya el motivo metaliterario, sino metartístico, como constante en su obra. La crítica ha señalado precedentemente el deambular por sus cuentos de toda una suerte de artistas (desde pintores y músicos, hasta fotógrafos o escritores), que a pesar de sus ansias por alcanzar la “perfección y el éxito” “terminan fracasando estrepitosamente” (Andres-Suárez, 2010: 315). El recurso a la figura infantil ligada a este Leitmotiv facilita la mirada retrospectiva hacia el origen de la escritura, de la creación artística. A través de lo que se ha considerado como un autobiografema básico en toda obra autorreferencial, en donde el yo del protagonista-escritor ficcionaliza su propia biografía, se escenifica un determinado momento de la infancia que “de pronto da significado a la vida entera”: “el encuentro del yo con el libro” (Molloy 2001: 28), “la iniciación del escritor en su versión legendaria” (Premat 2014). Aunque, en Navarro este “libro” adquirirá unas connotaciones mucho más amplias y, junto a la dramatización de los actos iniciales de lectura y escritura, deberemos incluir el primer contacto del yo-niño con la música y la pintura, y el consustancial proceso creativo que se produce a continuación; es indiscutible que la importancia en este ritual iniciático recae en el libro ligado a la figura paterna, La poda y la tala de árboles frutales. Libro del que el yo autoficcional nos corrobora su existencia real a través de varias estrategias discursivas, asegurando en “Fuerza mayor” la exactitud de lo relatado por el narrador autodiegético en “La poda y la tala…”, cuya veracidad se sostenía ya entonces por la acción de los paratextos: mediante la inserción de una fotografía real del archivo personal del autor, donde observamos a una cuadrilla de taladores entre los que supuestamente se encontraría el padre, y por las propias palabras del autor en el prólogo (19). No cabe duda de la significación otorgada a este aspecto de su autobiografía ficcional y, precisamente, por ello la sección que abre su último libro de cuentos, “Ángeles de la guarda”, está dedicada a aquellos guías, familiares y amigos, que en aquellos años grises le “dieron la salvación por la lectura”, regalándole “la pasión por todas las disciplinas” (15). Así, la figura infantil protagonista de todos los relatos será siempre un niño aficionado a la lectura, ya sea de novelas de terror (“Una infidelidad…”), de cómics (“Tantas veces huérfano”) o de Bram Stoker (“La poda…”). Un niño que experimenta las primeras sensaciones de los acordes discordantes del rock psicodélico de los

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“fluido rosa” o de los “bitles” (2017a: 249), de la mano de sus amigos (“La Nota Azul”, “La vuelta al día”, “Las notas vicarias”); del ritmo azaroso y sugerente del jazz, a través de su abuelo, también músico (“Fuerza mayor”); o de la maestría de los grandes compositores de música clásica, como Chopin (“Tantas veces huérfano”, “La Nota Azul”). Pero este infante, una vez iniciado en el rito mistérico del arte no se conformará con adoptar un papel pasivo, sino que se convertirá acto seguido en creador. Así, el narrador y su amigo Rafalito, de “Las notas vicarias”, realizan una escucha activa del single “Michelle” de los Beatles, cuyas notas les sirven de base para debutar en la música como compositores: “Fueron tiempos grandes para Rafalito y para mí, en los que comprendimos que si oír música era bueno, hacerla era mejor, aunque fuese más mala” (2017a: 250). La unión del “juego, la música y la palabra” (Lagmanovich 2006: 268), sobre la que tanto ha reflexionado la crítica y el propio autor, es tratada como puro goce, como juego experimental desarrollado a través de la imaginación y la ensoñación, características innatas del espíritu infantil1; y no olvidemos que estas acompañan a todas las figuras del niño trasunto del yo autoficcional y que, a su vez, se presentan en estrecha conexión con el cerezo, con ese árbol del “mundo vegetal” inductor de “un ensueño particular” “reposado” y “reposante” (Bachelard 2003: 251). El valor que Navarro otorga a la palabra es tan primordial que esta llega a erigirse en protagonista de más de un cuento: “Mis argumentos, mis personajes, mis anécdotas no son más que excusas para jugar con las palabras” (Navarro cit. en Andres-Suárez 2010: 314). Y esa voluntad de experimentación aparece reencarnada en la niña de “Una infidelidad…”, absorta en la reescritura de una “versión extrema” de la canónica versión de Caperucita. En un esfuerzo titánico, la escritora en ciernes lleva hasta el límite su En relación con el juego y, metafóricamente, con la experimentación artística, podemos relacionar otro rasgo característico de los infantes de Navarro: el gamberrismo; el cual, permanece presente en aquellos adultos de “Los bloques”, “La prosa…” y “La cabeza nevada”; y que para su expresión y desarrollo se vale de símbolos como los trompos y los cromos (que normalmente acompañan al niño “listillo” “de gafas”) y que, en su caso extremo y por acción del humor negro, deriva en un cierto sadismo (“Las notas vicarias”, “Base por altura partido por dos”, “Los frutos más dulces”, “La prosa…”), sin otra voluntad que la de suscitar una risa irónica y provocadora. 1 

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experimento torciendo las palabras y volviéndolas del revés: “¡Tacirupeca, Tacirupeca”, ¿dédon sav?” (238). Aquí encontramos de nuevo la idea del poder transformador de la edad de la infancia, la experiencia prelingüística como propiciadora de un cambio (Agamben 2007: 66). Pero, una vez más, la presión de la racionalidad del mundo adulto, personificada en la ominosa presencia de la maestra de Lengua, dará al traste con sus ingeniosas tentativas de evadirse de la realidad. Y, finalmente, fracasarán sus intentos de ruptura y se conformará con “mostrar a la maestra una versión resumida”. Sin embargo, no podemos obviar la mirada de ese adulto que observa la escena, muy veladamente, escondido tras la ventanilla del coche, sin que la niña se entere, que “parece estar comiéndosela con ojos tiernos de cordero” (238). Con esa misma mirada compasiva el padre contemplará “ensimismado cada tarde a su hija mientras ella aprender a escribir” (340) en “Mi mamá me mima”. Y en el adulto de estos cuentos podemos reconocer el reflejo del yo autoficcional, que en un giro metaléptico hace su breve aparición en el texto. “Escribir es una maldición, pero una maldición que salva” A modo de conclusión, las palabras de Clarice Lispector podrían utilizarse como compendio de todo lo desarrollado hasta ahora. El tratamiento de la memoria de la infancia es empleado aquí como recurso para recrear la reviviscencia de la génesis escritural. Los años traumáticos de su infancia son reproducidos bajo el prisma de la ficción para indagar en el origen de la creación artística. Si para Agamben el hombre contemporáneo se ha visto despojado de su experiencia (2007: 7 y ss.), Navarro bucea en lo hondo de su memoria para tratar de acceder a ella a través del recuerdo y la reconstrucción de su infancia; reconstrucción que, en realidad, es reescritura de su experiencia personal. Las diferentes representaciones infantiles se conciben como superficies reflectantes de un yo que, como diría Ernaux, “C’est moi et ce n’est pas moi”. Aunque los niños protagonistas de La vuelta al día encuentran su correlato en los personajes infantiles de sus anteriores cuentos, como representaciones simbólicas y metafóricas de lo incognoscible, de lo inefable y del misterio; es solo en este último libro donde el recurso a la infancia le sirve al autor para constituir el yo como sujeto propio de la enunciación narrativa.

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A pesar de la complejidad y extensión del argumento aquí tratado, lo que sin duda requeriría un estudio mucho más amplio en el que se analizaran las relaciones intra e intertexutales de la obra completa del autor, así como la rica simbología que aparece de forma recurrente en sus relatos, creemos haber planteado, al menos grosso modo, la interconexión que guardan los cuentos de carácter más autoficcional con el cronotopo infantil. Numerosos son los índices autorreferenciales que a lo largo de sus textos nos señalan los lazos que mantiene la ficción con la realidad (Chopenera 2013: 97), como la alusión a determinados hechos autobiográficos (frecuentes algunos en diversos cuentos y cuya veracidad —o no— corroboran las entrevistas paratextuales del autor); la declaración de intenciones presente en el prólogo de La vida difícil y que coincidiría, al menos aparentemente, con la voluntad expresada por Navarro en diferentes medios periodísticos; y el empleo por parte del narrador de los llamados “verbos de recuerdo”, que muestra una disposición sincera a decir solo la verdad: “Alguna vez tenía que arriesgar. No miento más. Se acabó” (2017a: 167). Mediante el juego metaléptico el autor persigue una “identidad virtual” que le sirva como recurso para “distanciarse de la real” (Alberca 2007: 223) y a lo largo de esa búsqueda se nos muestra un yo múltiple, fragmentario y discontinuo, con una “necesidad” constante de “autoinvención” (213). Puede que el cuento (o el microrrelato), por su naturaleza breve, sea el género (o géneros) que a nivel formal mejor se ajusten para representar esa fragmentación del yo autoficcional. De ahí que podamos entender las diferentes figuras infantiles (y también adultas) de los diversos cuentos como reflejos especulares del yo. Por tanto, aunque la infancia sea solo una de las estrategias adoptadas por el autor para la configuración de la autorreferencialidad, nos parece un elemento clave por sus implicaciones a nivel diegético y discursivo. Por un lado, entendida como otredad, permite dar respuesta a la multiplicidad del sujeto líquido moderno; y, por otro lado, como génesis remite al mito del origen, concibiendo el personaje del niño como prefiguración del “escritor futuro” (Premat). Así, los campos semánticos relacionados con la naturaleza onubense, la infancia y la creación literaria, a través de sus correspondientes símbolos (el cerezo, el niño y el libro) conformarían esa isotopía del yo autoficcional.

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EL PROTAGONISTA ADOLESCENTE O LA CARREREA DE RELEVOS LA ADOLESCENCIA COMO MOTIVO INTERTEXTUAL EN LA NARRATIVA BREVE DE JUAN BONILLA María Esther Pérez Dalmeda Kids Spanish World Hong Kong

1. Introducción Juan Bonilla es una excelente muestra del estado actual de la narrativa breve en España (Encinar 2014), así como uno de los escritores españoles contemporáneos que más renglones ha dedicado al motivo de la adolescencia. Quizás con el fin de combatir contra las publicaciones juveniles, puesto que según declara el autor: “[…] nada me resultaba más cansino y fatigoso que esa literatura que pretendía modelarnos la conducta contándonos las miserias y tragedias de chicos que despertaban al mundo y, a cambio solo lograban dormir al lector” (Bonilla 1998a: 47); o quizás por resultar el relato un soporte poético idóneo para confesiones intimistas: “Eché de menos al adolescente que fui, a aquella esponja que podía pasar de Henry Miller a Torcuato Luca de Tena sin pedirse explicaciones a sí mismo” (Bonilla 2009a: 201-202). Sea como fuere, la adolescencia es un tema recurrente en la narrativa breve de Juan Bonilla (Pérez Dalmeda 2016), que le ha brindado al autor la posibilidad de desarrollar relatos brillantes y emotivos que inducen al lector a la reflexión sobre su propia adolescencia a través de la universalidad de las experiencias de sus personajes protagonistas. Juan Bonilla pertenece a la generación de escritores de los noventa, a menudo acusada de padecer el síndrome de Peter Pan (Baños 1995), por su apego a

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temas pueriles y su tendencia a prolongar actitudes propias de la adolescencia. A estos escritores de los años noventa se les denominó Generación X, y sin detenernos en la polémica sobre la conveniencia comercial de esta nomenclatura (Navarro Martínez 2008; Urioste 2009), o sobre si debido a las características y calidad literaria de sus relatos, Juan Bonilla debiera o no ser incluido entre las listas de estos escritores (Calvo 1996), esta nomenclatura sí nos sirve para establecer el contexto social en el que se gestan y publican los primeros relatos de Bonilla, y para definir a grandes rasgos las características que comparten los personajes adolescentes de sus cuentos, que podrían, además, tomarse como prototípicas en esta etapa del desarrollo emocional del ser humano. Fueron la novela de Douglas Coupland (1991) y el éxito de “Smells Like Teen Spirit” de Nirvana, de su álbum Nevermind (1991), las dos publicaciones que impulsaron y difundieron el nombre y el concepto de la Generación X (Navarro Martínez 2008). Bajo esta nomenclatura se quería definir a un grupo de chicos y chicas, hijos de la sociedad del bienestar, que crecen en el auge del consumismo, y que se sienten “tristes, sensibles e insatisfechos”, por emplear los mismos adjetivos con los que Kurt Cobain se describió en su nota de suicidio. Estos jóvenes de la Generación X (Coupland 1991) rechazan a dios, la tradición y la familia, para aislarse en un desértico vacío existencial. Del mismo modo, los personajes adolescentes de la narrativa breve de Juan Bonilla se enfrentan a un vacío similar al comprender la futilidad de su existencia. Estos adolescentes asumen con absoluta convicción la imposibilidad de alcanzar los sueños y tienden a refugiarse en la ficción para huir de la inocuidad de una existencia que no les permitirá alcanzar victorias. Y lo que es aún peor: esas victorias, en caso de llegar, lo harán cuando ya no importe, cuando el adolescente que fueron haya quedado tan lejos que ya ni lo reconozcan, al igual que él no nos reconocería a nosotros, ni en lo que nos hemos convertido tras abandonar “Neverland”, ese territorio hondo y profundo que es la adolescencia. 2. Análisis de los relatos A continuación, nos detenemos con más detalle en los relatos de Juan Bonilla enmarcados bajo el motivo de la adolescencia. Con el fin de analizar

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los textos que componen el corpus de este estudio sobre la adolescencia en la narrativa breve de Juan Bonilla, hemos clasificado los cuentos en dos grupos: el apartado 2.1., que incluye textos protagonizados por un personaje adolescente cuya trama se desarrolla en un tiempo cercano al de la narración; y el apartado 2.2., con textos narrados por un narrador adulto, que rememora algún aspecto de su adolescencia y se enfrenta a su yo púber. 2.1. El protagonista adolescente Aunque la narrativa breve de Juan Bonilla normalmente no se empeña en reflejar o denunciar desigualdades o injusticias sociales, “Paso de cebra” (1999), “Cielito Lindo, Lindo Gatito” (2000), “La excursión al otro lado” (2006) y “Tú sigue por donde vas que no vas a ninguna parte” (2013), son relatos que comparten como denominador común el trasfondo del barrio de clase obrera, la vida carente de expectativas profesionales y la soledad que habitan los adolescentes que protagonizan los cuatro cuentos. En estos textos, los niños alcanzan su madurez al mismo tiempo que se percatan de su aislamiento e inocuidad. Los protagonistas padecen dificultades para comunicarse con sus padres, y sus padres, por otro lado, apenas les prestan atención. Los jóvenes se sienten invisibles, alienados y prescindibles, según experimentan Edu y Franki en “Tú sigue por donde vas que no vas a ninguna parte” (2013), ambos “eran invisibles para sus padres, o no exactamente invisibles, sino bultos sin rasgos, y por lo tanto fácilmente sustituibles unos por otros” (Bonilla 2013: 216). Así, Edi y Franki pasan una noche el uno en la casa del otro, sin que nadie se dé cuenta del cambio. Este hecho supondrá su pérdida de inocencia y la confirmación del futuro fútil que les espera. En un tono aún más demoledor, “Paso de cebra” (1999) es un relato desgarrador narrado por un niño triste para quien su desarrollo emocional consiste en contemplar hastiado cuán prescindible es su existencia, a la cual solo será capaz de dar sentido a través del suicidio. Por otro lado, “Cielito Lindo, Lindo Gatito” (2000), cuenta la historia de David, un joven de catorce años que pasa un verano en cama con unos prismáticos con los que espía los bloques de edificios que componen su vecindario. El texto es una alusión a La ventana indiscreta (1954) de Alfred Hitchcock. Cabe destacar que la galardonada película está

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basada en el cuento “It Had to Be Murder” (1942) de Cornell Woolrich, por lo que se establece una conexión capicúa: relato-película-relato. A través de esta conexión intertextual externa se vinculan el cine y la literatura, a la vez que se crean expectativas en el lector, quien anhela la resolución del “misterio”: la relación adúltera entre el padre de David y Cielito, la hermana mayor de su amigo Gatito. El descubrimiento del “crimen” supondrá la pérdida de inocencia de los jóvenes protagonistas y su paso a la madurez. Este relato es un ejemplo del empleo de las referencias al cine y a los mass media, las cuales, además de contextualizar los textos, funcionan como mecanismos intertextuales exoliterarios1 que amplían contenidos a través de su carácter referencial. La intertextualidad es una herramienta fundamental en la obra literaria de Juan Bonilla (Pérez Dalmeda 2017a: 2018), la cual se constituye como un mecanismo formal y también como un vehículo que conduce hacia la cohesión de los relatos. Mediante la intertextualidad interna, el autor vincula personajes y protagonistas de diversos cuentos, fomentando, así, la percepción de su obra como un gran único relato (Pérez Dalmeda 2016, 2017a, 2018). Vemos el ejemplo de reescritura que ofrece la descripción de las adolescentes femeninas protagonistas de “Paso de cebra” (1999) y “Cielito Lindo, Lindo Gatito” (2000): (…) era una de esas adolescentes que cenan apio y manzanas, consultan la báscula tres veces al día y se deforman los pies calzando zapatos de plataformas inverosímiles. Estrangulaba los dedos de sus manos con anillos de bisutería macabra y diez metros antes de cruzarte con ella te embestía el aroma del perfume de almendras con que se había rociado todo el cuerpo (Bonilla 1999: 100; 2000: 172).

El autor emplea un párrafo idéntico para describir a las dos muchachas, conectando, así, ambos relatos, a la vez que reforzando el contexto económiEn Pérez Dalmeda (2016), se ofrece un modelo de análisis intertextual basado en José Enrique Martínez Fernández (2001), quien establece, siguiendo a Segre, Claudio Guillén, Plett o Todorov, una tipología restringida de la intertextualidad, en la cual, distingue entre intertextualidad exoliteraria, para referencias a textos culturales no literarios; e intertextualidad endoliteraria interna (para referencias dentro de la obra del propio autor) o intertextualidad exoliteraria externa (si las alusiones se refieren a obras literarias de otros autores). 1 

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co-social en el que el autor sitúa a las dos protagonistas. Mediante la descripción de las muchachas, el autor perfila un estereotipo de adolescente de clase media baja, que no posee demasiadas expectativas laborales, que seguramente carece de intereses culturales, y que sale o se acuesta con hombres que la objetivizan. Estas muchachas se alejan diametralmente del modelo platónico de chicas hermosas, inteligentes y veneradas por todos, que pueblan muchos de los relatos de Juan Bonilla protagonizados por adolescentes, y que se convierten en un submotivo dentro de los mismos, al resaltar la imposibilidad de los jóvenes protagonistas de alcanzar el amor de la muchacha deseada. En “La excursión al otro lado” (2006), la joven de la que todos los chicos están enamorados se llama Vanessa: “La extraordinaria muchacha rubia cuyas faldas de jugadora de tenis amábamos todos, cuyas sonrisas al volver la esquina, un segundo antes de desaparecer, coleccionábamos, cuyos ojos grises nos habían prestado su extraño color para que pintásemos la bandera de un paraíso imposible” (Bonilla 2006: 100). El contraste entre esta descripción y la de las protagonistas de “Paso de cebra” (1999) y “Cielito Lindo, Lindo Gatito” (2000) es más que notorio. Otro ejemplo maravilloso del motivo del amor inalcanzable lo ofrece la novela breve Yo soy, yo eres, yo es (1995), cuyo eje central es precisamente el enamoramiento que dos muchachos padecen por Andrea, la chica más guapa del colegio. El título desvela la clave para comprender cómo a los adolescentes desde la escuela se les impone que mantengan una actitud egoísta e individualista (Pérez Dalmeda 2017b). Explica el narrador: “Yo soy / Yo eres / Yo es / Yo somos / Yo sois / Yo son / Si quieres sobrevivir habrás de aprender a conjugar el verbo ser de esta manera, no es fácil, resulta costoso” (Bonilla 1998b2: 7). Esta es la fórmula para sobrevivir en el mundo; no basta con memorizarla, hay que creérsela. Una vez interiorizada, estaremos listos para dar el siguiente paso: conjugar el verbo amar. Este verbo permite triunfar en la vida: “Yo me amo / Tú me amas / Él me ama / Nosotros me amamos / Vosotros me amáis / Ellos me aman” (Bonilla 1998b: 8). Mario, el protagonista del relato, se esfuerza por convertirse en un “Yo soy, yo eres, yo es”; sabe que su mejor amigo Junot ya lo es, y que Andrea es un “Yo me amo, tú me amas, él me ama” desde que nació, no ha tenido que aprendérselo como el 2 

Para el análisis emplearemos la edición de 1998 de Planeta.

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resto de los chicos de clase. Esta es una característica común que define a las muchachas populares, son conscientes de su magnetismo, de que todos las aman, y se aprovechan, como Vanessa, de “La excursión al otro lado” (2006) o como Renata en “Justicia poética” (2013), quien no solo manipula a sus compañeros de instituto, sino que extiendo su poder para engatusar también a su profesor de Literatura, quien no dudará en ayudar a sus alumnos a vengar la honra de su poeta preferido. El título de la novela breve Yo soy, yo eres, yo es (1995) pone de manifiesto el ambiente hostil en el que son educados los jóvenes. La conjugación de los verbos, que los adolescentes deben repetirse como mantras, delata cómo desde el colegio se fomenta la confrontación entre los muchachos, quienes se perciben más como rivales que como amigos (Pérez Dalmeda 2017b). Esta rivalidad es, según veremos más adelante, otro motivo recurrente en la narrativa breve de Juan Bonilla. Por eso, el joven narrador de Yo soy, yo eres, yo es (1995) se despierta una mañana sintiéndose no un escarabajo como Gregorio Samsa, sino todo lo contrario, sintiendo que él es el único ser humano que permanece imperturbable, mientras todos los demás se han convertido en escarabajos. El autor vuelve a hacer uso de la intertextualidad externa, esta vez mediante una cita explícita a La metamorfosis de Kafka, para potenciar la sensación de incomprensión tan característica de la adolescencia, así como la imposibilidad de encajar en un mundo, que por otro lado, se les antoja feo, repugnante, escurridizo y desagradable. Esto hace que algunos jóvenes protagonistas de los relatos de Juan Bonilla se vean forzados a refugiarse en otras realidades: la literatura, la escritura, los sueños, los videojuegos, el cine. En este sentido, el videojuego funciona como un relato dentro de un relato, en un recurso metatextual puramente borgiano, modernizado, actualizado a través de las nuevas tecnologías. El jugador es como un actor que interpreta un papel con leve libertad de acción, lo que provoca cierta sensación de control y de superación, aunque sea solo aparente. Este estado es también muy característico en la adolescencia, puesto que los adolescentes viven a medio camino entre la niñez y la madurez, y aunque tratan de aprender las reglas del juego necesitarán practicar para lograr pasar de pantalla. Los jóvenes protagonistas de Yo soy, yo eres, yo es (1995) viven como si fueran actores que desconocen el final del guion. De este modo, el juego tiene relación con la concepción de la vida como teatro, lo que alude a Calderón de la Barca, y

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también con la difícil distinción entre ficción y realidad, lo que supone una alusión a El Quijote. Solo a través de la ficción —los videojuegos de Junot, las cartas entre Mario y Andrea o los sueños de Mario—, los protagonistas podrán jugar a ser otros y liberarse de su anodina realidad. Del mismo modo, Terencio, el protagonista de “El estadio de mármol” (2005a), prefiere refugiarse en su imaginación y no afrontar su homosexualidad: “pensó en que tal vez la solución fuera ésa: no volver a salir de la cama, dejar que el mundo se produjese en tu cabeza, un mundo perfecto, en el que tú eras el guionista y en el que solo ocurría lo que tú querías que ocurriese” (Bonilla 2005a: 231). En la obra de Juan Bonilla el tema de la difusa línea que separa lo ficticio y lo real es un motivo recurrente que en ocasiones está ligado al paso de la infancia a la adolescencia, según leemos en “El terrorista pasivo” (1994), cuyo narrador confiesa: “siempre que cruzo una frontera recuerdo la decepción más sombría de mi infancia” (Bonilla 2009b3: 13), descubrir que la tierra no cambia de color —azul para Portugal y ocre para España—, tal y como se dibujaba en el mapa del libro de geografía. El joven narrador, en una creencia algo quijotesca, piensa que todo lo que se dice en los libros es real, pero al hacerse mayor descubre “que los libros a veces mienten. Necesitan mentir para amoldar la realidad y hacérnosla más clara y comprensible” (Bonilla 2009b: 13). Del mismo modo, el protagonista de “A veces es peligroso marcar un número de teléfono” (1993), declara: “Vi en una greguería de Pedro Jesús Luque que el número de teléfono del diablo era 666” (Bonilla 1993: 13). El narrador no pone en duda la veracidad de la greguería, porque según añade: “siempre he confiado en que la verdad prefiere refugiarse en alguna habitación de la Literatura antes que someterse al aire libre de la realidad” (Bonilla 1993: 41). La oposición entre literatura y vida propicia la banalización, en un hecho puramente posmoderno, del bíblico número de la Bestia (Ap. 3:18), transformado ahora en un número de teléfono, bajo la influencia de las nuevas tecnologías, los mass media y lo cotidiano. Así, el narrador de “A veces es peligroso marcar un número de teléfono” (1993), llama al 666, habla con el diablo, y canjea su alma por la promesa de poder cambiar un recuerdo de su infancia: ganar la final de un partido de fútbol en el que perdió contra Tono, su gran rival, lo que le imposibilitó el 3 

Los fragmentos citados pertenecen a la última edición de El que apaga la luz del año 2009.

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beso tan deseado, el que le habría dado la Longobardo, la chica guapa de la que todos estaban enamorados. El submotivo de la rivalidad entre compañeros de clase es el engranaje de “A veces es peligroso marcar un número de teléfono” (1993) y es, como decíamos, un motivo recurrente en los relatos de Juan Bonilla (Pérez Dalmeda 2016); pero el ejemplo más brillante de la rivalidad entre compañeros de clase lo ofrece “Todos contra Urbano” (2009a), relato que comparte el nombre de la chica guapa del colegio, Longobardo, en un nuevo empleo de intertextualidad interna que hace pensar al lector que Tono, Longobardo, el protagonista narrador de “A veces es peligroso marcar un número de teléfono”, Urbano y el padre del narrador de “Todos contra Urbano”, son compañeros del mismo colegio. “Todos contra Urbano” (2009a) es un relato homodiegético (Genette 1989), narrado por el hijo de uno de los ex compañeros de clase de Urbano, a quien su padre recuerda como “aquel bajito siempre con cara de haber asistido a la muerte de toda su familia desde debajo de la cama, quién nos iba a decir que de toda la clase él llegaría a algo” (Bonilla 2009a: 38). Urbano ha acumulado tantas victorias en el programa concurso Cifras y letras que se ha convertido casi en un héroe nacional. Y eso sus ex compañeros de clase no pueden soportarlo, porque verlo triunfar les recuerda su propia derrota, lo que lleva a algunos de ellos a acudir al programa concurso y competir contra el ganador: A menuda clase ibas, le digo a mi padre. Piensa en la tuya, me responde, seguro que hay un Urbano escondido en ella, esperando que cada uno de vosotros fracase en su vocación, no alcance lo que quería ser, se deje derretir día tras día en un trabajo que detesta, para aparecer de pronto y humillaros, diciéndoos sin decirlo: aquí estoy, yo he llegado, y vosotros tenéis que limitaros a admirarme, o a sentir rencor, que es una forma de admiración muy siniestra (Bonilla 2009a: 46).

Y es que los jóvenes adolescentes protagonistas de la narrativa breve de Juan Bonilla reconocen la futilidad de la vida que les espera, por eso rivalizan contra sus compañeros de clase, para escapar de la mediocridad, o contra ellos mismos, como el joven de “Récord del mundo” (2006), relato reeditado en Tanta gente sola (2009) bajo el título “Algo más que simplemente existir”, que narra la historia de Gyo, un niño que se obsesiona

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con obtener un récord del mundo, salir en la revista Récord, publicación que viene a ilustrar la variedad insospechada de objetivos a los que el ser humano puede dedicar sus desvelos, donde la máxima victoria —el récord del mundo— es también un estigma, pues la mayor aspiración de uno es un absurdo completo para el otro, pero lograr salir en esa revista, lograr un récord del mundo, o salir en la televisión —como en “Todos contra Urbano” (2009a)—, propiciará que la vida sea algo más que simplemente existir. Y es que es difícil hacer realidad los sueños, según atestiguan Edu y Fredi, de “Tú sigue por donde vas que no vas a ninguna parte” (2013), quienes reflexionan sobre su invisibilidad mientras contemplan “una larga fila de alumnos que se dirigían al instituto: una manada de ñus hacia la charca del cocodrilo. ¿Cuál de ellos sería devorado en la charca para, a la vez que alimentaba al monstruo que la habitaba, permitir que el resto de la manada pasase?” (Bonilla 2013: 223). Y es que los jóvenes adolescentes protagonistas de la narrativa breve de Juan Bonilla son muchachos sensibles y despiertos, que se angustian al comprender que la vida es un guion que seguirán sin saberlo y del que solo podrán escapar a través de la ficción, los mass media o la muerte. 2.2. La carrera de relevos Todos los relatos que componen este apartado repiten la misma fórmula: un hecho inesperado hace que un hombre adulto recuerde algún episodio concreto de su adolescencia. En estos cuentos el narrador es homodiegético (Genette 1989) y comparte similitudes con el autor —aspectos biográficos, gustos, lecturas, opiniones—, lo que induce al lector a identificar la voz del narrador con la de Juan Bonilla, aunque en algún momento de la narración el narrador introduce algún detalle que rompe la supuesta autoficción —el nombre del narrador, sus estudios, su profesión—. El autor emplea la autoficción para establecer un pacto ambiguo de lectura, mediante el cual el autor puede afirmar y negar su identidad al mismo tiempo, provocando vacilación y sembrando la duda de si será real o ficticio lo allí narrado. Al concederle al autor un uso novelesco, este pierde su valor referencial y quedan subvertidos tanto los principios novelescos o ficcionales como los autobigráficos o reales.

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En este sentido, la autoficción puede ser entendida desde dos puntos de vista: como un testimonio personal o como un acto imaginativo; como una variante de la autobiografía con mayor libertad en el discurso narrativo, o como un tipo de novela que subvierte el nombre propio del autor para crear un efecto de indeterminación o “fantástico”, un extrañamiento o un toque sobrenatural (Colonna 2004). Por ejemplo, en “El cuarto de los trastos” (2005a), el narrador protagonista es un joven a quien le gusta leer y escribir; colecciona primeras ediciones desde que su mejor amigo le regalara la de Lolita, uno de los títulos que Juan Bonilla siempre declara entre sus volúmenes de cabecera; además, el narrador asegura haber dejado su pueblo para ir a la universidad; y mientras estudia trabaja en una librería de viejo. Abundan, en la obra literaria del autor, los relatos, artículos e incluso volúmenes dedicados a las librerías de viejo y la adquisición de libros de segunda mano (2002, 2008, 2012, 2018), por lo que es fácil identificar la voz del narrador con la de Juan Bonilla, pero hay un detalle que no coincide con la biografía del autor, el narrador protagonista estudia Filología Clásica, y no Periodismo como el auténtico Juan Bonilla, por lo que la narración ya no es autobiográfica sino una ficción, y el lector ya no sabe si lo que lee es una confesión biográfica o solo un relato imaginario, de modo que la lectura exige un ir y venir entre realidad y ficción. En “El cuarto de los trastos”, el narrador relata cómo descubre que el niño que lo derrotó en un concurso de composición literaria en su colegio, lo hizo mediante el plagio de un relato de un autor anglófono desconocido: “El cuarto de los trastos”. El narrador no sabe qué hacer con esa información. Fantasea con varias posibilidades, incluso se lo cuenta a sus antiguos amigos de instituto, con quienes hacía años que había perdido relación; pero no logra sentirse satisfecho, y es que el descubrimiento ha llegado demasiado tarde, ya ha perdido toda importancia. Igual le ocurre al narrador de “El cromo de Boronat” (2009a), relato en el que un hombre adulto encuentra, de nuevo en una librería de viejo, un álbum de cromos de fútbol, el mismo álbum que casi terminó cuando era niño. Recuerda así cómo se las ingenió para tratar de conseguir el último cromo restante de su colección: el disputado cromo de Boronat. Por fin tiene la posibilidad de ver completo el álbum, pero ya es demasiado tarde, ver el álbum completo no le supone ninguna satisfacción. Los narradores de estos relatos tienen la certeza de que las victorias les llegan fuera de tiempo, por eso más les valdría actuar “como si no

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importase nada porque nunca ocurre nada que importa y cuando pasa ya ha perdido la importancia” (Bonilla 2008: 176). Con esta frase define el autor al adolescente de The Catcher in the Rye de Salinger, obra que Bonilla considera la precursora del género de novelas para adolescentes. Estas palabras condensan, además, el sinsabor de la vida de los narradores protagonistas de estos relatos, quienes incapaces de desligarse de su adolescencia, afectados, quizás, por el Síndrome de Peter Pan, no pueden proporcionar una victoria al adolescente que fueron. Y es que, según confesara el autor, nunca pierde de vista a su ‘yo’ adolescente: “desde el vagón de atrás donde viaja en todo lo que hago el adolescente que fui” (Bonilla 2008: 33). De este modo, el autor mantiene un constante diálogo con el adolescente que fue, como atestiguan textos tales como “Me acuerdo de Cavafis” (2000), ensayo en el que el narrador recibe un precioso ejemplar de un libro de Cavafis y recuerda al adolescente que fue, cómo se sintió cuando leyó al poeta por primera vez, y cómo habría disfrutado leyéndolo en una edición como la que ahora tiene en las manos. Igual le ocurre al adulto que visita Ámsterdam (2000) evocando la alineación del Ajax de su infancia, tres veces campeón de Europa, que poco tiene que ver con el Ajax en el momento de su visita a la capital holandesa. En “Brooke Shields” (2013), otro relato autoficcional, el narrador protagonista recibe el encargo de entrevistar a Brooke Shields. Entusiasmado, recuerda cómo su veneración por la joven actriz, lo impulsó a ir solo al cine a ver El lago azul. No es la primera vez que un lector asiduo de Juan Bonilla lee tal confesión. En Catálogo de libros excesivos, raros o peligrosos (2012), el autor también confiesa que la primera vez que fue solo al cine fue a ver El lago azul. Esta alusión intertextual interna conecta ambos relatos, a la vez que aporta realismo a las narraciones y favorece la autoficcionalización del autor, embebiendo al lector en un relato nostálgico e irónico protagonizado por dos jóvenes enamorados de Brooke Shields. Porque el narrador no fue el único de su clase que se atrevió a ir solo a ver El lago azul: dentro del cine también estaba Bolívar, otro adepto de la bella actriz. Y ahora, después de tantos años, será él quien tendrá la oportunidad de conocerla. Por eso decide buscar a Bolívar, con quien ha perdido toda relación, y contarle la noticia. Pero todas estas reflexiones llevan al narrador a descubrir un hecho irrefutable: que ya era demasiado tarde, que ya no creía que Brooke Shields “era lo único importante que le había pasado al planeta desde el Big Bang, de

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hecho ya ni el Big Bang me parecía importante” (2013: 104). Es sin duda demasiado tarde, igual que lo es para los protagonistas de “Justicia poética” (2013). El narrador recuerda todo aquello de “la justicia poética” que querían hacer a su poeta preferido: Fonollosa, quien no recibió un premio literario que merecía, o así lo juzgan los jóvenes protagonistas. Estos deciden castigar al jurado que falló en contra su idolatrado poeta. Años después de todo aquello, el narrador lee en el periódico que ha muerto el cura, el último miembro del jurado del concurso literario, a quien no pudieron ajusticiar. Pero el narrador comprende que ya no tiene sentido recordar todo aquello, que la muerte del último miembro del jurado ha llegado demasiado tarde, porque el hombre que es ahora no se parece al adolescente que fue. Incluso Renata confiesa que no se atrevería a releer a Fonollosa, por si no sintiera lo mismo que sentía la Renata adolescente. Esta idea se condensa en los versos de Alfred Edward Housman: Cuando por vez primera visité la feria Tan sólo unas monedas llevaba en el bolsillo. Desperdiciaba el tiempo contemplando cosas que no podía comprar. Los tiempos han cambiado y si quisiera comprar algo, podría. Aquí tengo el dinero, y aquí está la feria, Pero ¿qué ha sido del muchacho que yo fui? (Bonilla 2005b: 156).

Estos versos condensan la conclusión a la que llega el narrador de Je me souviens (2005b), quien en el epílogo se disculpa porque aquellos recuerdos que pretendían describirle no lo hacen, porque en nada se parece ya a la persona que fue cuando los vivió, ni siquiera a quien ha sido cuando los escribía. Además, el diálogo entre el narrador adulto y su yo púber, recuerda a “El otro” de Borges y remite al tema del doble, ya que el lector tiene ante sus ojos dos veces a la misma persona en momentos diferentes de su vida, el narrador del presente y el protagonista del pasado, que parecen seres diferentes, porque, como escribió Pablo Neruda: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. El joven no conoce al adulto, y el adulto apenas comprende ya al joven. Este es el tema que el autor plasma en

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“Subasta holandesa”, relato en el que el protagonista, un hombre de treinta y siete años, encuentra una lista escrita por su “yo” adolescente, en la que se imponía haber llevado a cabo ciertas metas antes de cumplir los cuarenta. El hallazgo de la lista le hace recapacitar: “¿Qué me diría el adolescente que fui si me lo encontrara ahora y me preguntara por esta lista de deseos o mandatos que había olvidado completamente?” (Bonilla 2013: 245), y reflexiona sobre la adolescencia: Los adolescentes son otra raza. Y una de sus características esenciales es que apenas pueden decir algo de su país —la adolescencia— mientras habitan en él. Las novelas sobre adolescentes las han escrito siempre gente mayor, es decir, desterrados; las novelas que escriben adolescentes, cuando los adolescentes escribían novelas, se trasladan a otros mundos, y si tratan de hacer costumbrismo para retratar los alrededores de una vida cotidiana solo son documentos balbuceantes que no dicen nada de la extraordinaria hondura y profundidad del país que habitan. El adolescente que fuimos es nuestro principal enemigo, con su mirada abrasiva de hincha que no puede creer cómo le ha dado por apoyar a un equipo tan inepto y en todo momento considera que él, en el peor de sus días, lo haría mejor de lo que lo hacemos nosotros (Bonilla 2013: 246-247).

Ante la imposibilidad de hacer realidad los sueños del adolescente que fue, el narrador le declara la guerra; le tilda de enemigo. En venganza propia se propone escribir una lista con las cosas que debería haber hecho el adolescente que fue antes de cumplir los veinte, y decide incluso incumplir lo único que se ha hecho realidad de la lista, no estar gordo, para así no haber llevado a cabo ni uno solo de los propósitos del adolescente que fue. Pero descubre que su vida actual se la debe en parte al joven estudiante del liceo, porque: “Somos un equipo de relevos: si el primer corredor, el adolescente —porque a los niños vamos a dejarlos en paz— hace un mal tiempo o una mala entrega del testigo al joven que le sigue, ¿cómo podría luego pedir explicaciones al último relevista —porque a los viejos vamos a dejarlos en paz— de que el cómputo total sea una mala marca?” (Bonilla 2013: 247). La idea de que somos una suma de “yoes”, un equipo de relevos, remite a “Cuidados paliativos” (2013), relato en el que el narrador contempla viejas fotos suyas, y en un ejercicio de reescritura de su poema “¿Quién soy yo?” (Bonilla 2014: 19-20), concluye:

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Ninguno de ellos era yo, y yo era cada uno de ellos: un equipo de relevos que se había ido pasando un testigo, el testigo del presente, que ahora estaba en mis manos y que no tardaría de entregar al yo que estuviese esperándome un poco más adelante, alguien que tampoco se reconocería del todo en la persona que iba a hacerle entrega del presente para que se internara en el futuro (Bonilla 2013: 47-48).

No somos más que un equipo de relevos, y vivimos pasándonos el testigo unos a otros. Pero resulta imposible hacerlo a la inversa. No podemos volver al vagón de atrás, la linealidad temporal nos lo impide. La carrera parte del presente y se dirige al futuro. Solo nos queda tratar de no subastar todo a la holandesa, no rebajar el precio de nuestros sueños, y “poder devolverle al adolescente que fuimos sus ambiciones incumplidas, pero sus sueños impolutos” (Bonilla 2013: 261). 3. Conclusión En un escrito anterior (Pérez Dalmeda 2016), subrayábamos que la adolescencia es un motivo recurrente en la narrativa breve de Juan Bonilla, y perfilábamos dos modos en los que el autor se acerca a ella. O bien desde el punto de vista del propio adolescente, o bien enmascarado tras el tema del doble. En este artículo, hemos clasificado los textos que conforman el corpus del análisis en dos apartados. La clasificación se ha establecido atendiendo al tiempo de la narración y a la focalización del narrador. En el apartado 2.1. “El personaje adolescente”, hemos incluido todos aquellos cuentos en los que la trama se desarrolla en un tiempo cercano al de la narración. Los narradores pueden ser el propio adolescente, es decir, un narrador interno: un narrador personaje que forma parte de la fábula y nos relata su historia desde su punto de vista personal; o un narrador externo: una voz heterodiegética (Genette 1989) que, en principio, no forma parte de la fábula. Por el contrario, en el apartado 2.2. La carrera de relevos, la trama se desarrolla en un tiempo lejano al de la narración, y es un hombre ya adulto quien rememora un hecho de su propio pasado. Esta clasificación nos ha permitido profundizar en los relatos para atender no solo a sus características formales, sino, sobre todo, a los diversos matices que fortalecen la descripción del adolescente.

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El análisis del apartado 2.1. nos ha permitido extraer una serie de subtemas o submotivos que se reiteran a lo largo de la narrativa breve de Juan Bonilla enmarcada en el motivo de la adolescencia. Esos submotivos son: el barrio, un espacio geográfico compuesto por bloques de edificios habitados por jóvenes solitarios que carecen de expectativas laborales, y se vaticinan destinados a la mediocridad e invisibilidad social; el amor inalcanzable por la chica guapa y popular del colegio; la rivalidad entre compañeros de clase y la competición; la relación con la familia y el instituto; el fútbol; los mass media; el suicidio, la muerte; las lecturas, los libros y las librerías de viejo; el cálido refugio de la ficción. Estos submotivos reaparecen, en mayor o menor medida, no solo en los relatos que componen el apartado 2.1., sino también en los que se incluyen en el apartado 2.2., y cumplen dos funciones fundamentales: por un lado, sirven como guías para perfilar y comprender el carácter del adolescente que protagoniza los relatos de Juan Bonilla; por otro, funcionan como elementos intertextuales cohesionadores de contenidos. El adolescente protagonista de los cuentos de Juan Bonilla queda, pues, definido como un muchacho “triste, sensible e insatisfecho”; inteligente, competitivo y algo rencoroso; idealista, pero consciente, al mismo tiempo, de los peligros que le esperan si tratara de atravesar la charca de los cocodrilos. Además, al resultar definida la figura del adolescente por medio de estas guías o submotivos reiterados, se activan los procesos intertextuales internos que conectan y vinculan los relatos entre sí. A través de estas reiteraciones el lector tiende a percibir al personaje adolescente como un único muchacho, protagonista del mismo gran relato. El autor, emplea otras estrategias intertextuales para fomentar esta sensación: repite nombres de personajes como el de Longobardo, descripciones físicas como los dos personajes femeninos de los relatos enmarcados en el barrio, citas a autores, poemas, actrices, películas, experiencias personales de los jóvenes. Todos estos elementos intertextuales diluyen los límites entre los relatos, que se perciben como textos inacabados que se van completando al unirse los unos con los otros, constituyendo un gran único relato. Este hecho viene a resaltar una de las ideas claves para comprender la obra de Juan Bonilla, y es su concepción de la literatura como un gran único libro infinito a disposición del lector. Los relatos que componen el apartado 2.2. se caracterizan por su elevado tono nostálgico y su subjetividad, la cual se consigue, principalmente, me-

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diante la posición del yo en la enunciación, y se refuerza a través de la supuesta autoficcionalización del narrador, quien se sitúa en un plano cercano al de la posición del yo poético. En estos relatos la focalización recae en el hombre adulto que mira hacia el pasado y dialoga con su yo adolescente. Dentro de este apartado hemos encontrado relatos en los que el narrador empatiza con el adolescente que fue, lo tiene presente en su vida diaria, confiesa llevarlo siempre en el vagón de atrás y acudir a consultarlo. Esta cercanía hace que el narrador se compadezca del joven, al verse, como adulto, incapaz de hacer realidad sus sueños, o si los hace realidad, reconoce que ya es demasiado tarde, que ya nada tiene importancia. Por otro lado, encontramos también narradores que creen no tener nada en común con el adolescente que fueron, por lo que el diálogo entre ambos se trunca hostil, casi un enfrentamiento cargado de reproches. Y es que, aunque el narrador dialogue con su yo púber, no deja de saber que está hablando consigo mismo, y se niega a rendirse cuentas así mismo. Es así como el autor construye la metáfora de la vida entendida como una carrera de relevos. Una suma de yoes, un álbum de fotos repleto de instantáneas en las que no nos reconocemos, pero que atestiguan nuestro paso por la vida, y nos señalan el camino que hemos recorrido. Estos cuentos condensan verdad con humor, en pos de definir algo efímero e indefinible, como es la adolescencia. Una vez, al referirse al catálogo de la editorial Renacimiento, Juan Bonilla escribió que un buen libro es aquel que con su lectura nos saca de sus páginas y nos introduce en los pliegues de uno mismo. Los relatos aquí analizados poseen esa virtud: su lectura favorece la introspección en la experiencia vital del lector. Este es el último aspecto que me gustaría resaltar en estas conclusiones. La habilidad de Juan Bonilla para escribir con sensibilidad y mucho humor, sobre un tema tan universal como subjetivo: la adolescencia. Aunque la adolescencia sea, en palabras del autor, un “país hondo y profundo”, del cual nos destierran, y del cual nos veremos incapaces de decir nada, Juan Bonilla encuentra el modo de decirlo, de verbalizar algo que hasta entonces no sabíamos que pensábamos, y por tanto no sabíamos expresar, y cuando leemos ese algo, plasmado con su prosa pulcra y cuidada, cobra sentido en nuestra mente, y entonces sí, entonces entendemos que quizás sea cierto, que quizás el adolescente que fuimos es nuestro peor enemigo.

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Bibliografía Bibliografía primaria Bonilla, Juan (1993). Minifundios. Sevilla: Qüásy. — (1994). El que apaga la luz. Valencia: Pre-Textos. — (1995). Yo soy, yo eres, yo es. Málaga: Ediciones Imperdonables. — (1998a). La holandesa errante. Oviedo: Nobel. — (1998b). Yo soy, yo eres, yo es… Planeta: Madrid. — (1999). La compañía de los solitarios. Valencia: Pre-Textos. — (2000). La noche del Skylab. Madrid: Espasa Calpe. — (2002). Teatro de variedades. Sevilla: Renacimiento. — (2005a). El estadio de mármol. Barcelona: Seix Barral. — (2005b). Je me souviens. Madrid: Algaida. — (2006). Basado en hechos reales. Córdoba: Berenice. — (2008). La plaza del mundo, Valladolid: Universidad de Valladolid, — (2009a). Tanta gente sola. Barcelona: Seix Barral. — (2009b). El que apaga la luz. Valencia: Pre-Textos. — (2012). Catálogo de libros excesivos, raros o peligrosos. Sevilla: Universidad de Sevilla. — (2013). Una manada de ñus. Valencia: Pre-Textos. — (2014). Hecho en falta (Poesía reunida). Madrid: Visor. — (2018). La novela del buscador de libros. Sevilla: Fundación José Manuel Lara.

Bibliografía secundaria Baños, Antonio (1995). “Cultura Peter Pan”. Revista Ajoblanco 79: 34-37. Calvo, Xavier (1996). “De los aéreos y otras deformidades (Narrativa española. Últimas tendencias”. Revista Quimera 145: 42-43 Colonna, Vincent (2004). Autofiction & autres mythomanies littéraires. Paris: Tristam. Coupland, Douglas (1991). X Generation. New York: St. Martin’s Press. Encinar, Ángeles (ed.) (2014). Cuento español actual (1992-2012). Madrid: Cátedra. Genette, Gérard (1989). Figuras III. Barcelona: Lumen. Martínez Fernández, José Enrique (2001). La intertextualidad literaria. Madrid: Cátedra.

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Navarro Martínez, Eva (2008). La novela de la generación X. Granada: Universidad de Granada. Pérez Dalmeda, Esther (2016). Ficción y reescritura en la narrativa breve de Juan Bonilla. Tesis leída dirigida por Carmen Morán Rodríguez. Defendida en la Universidad de Valladolid en 2016. Disponible en: . — (2017a). “El síndrome de Alonso Quijano. Un motivo intertextual en la narrativa breve de Juan Bonilla”. Ogigia 21: 25-46. — (2017b). “Lectura dialógica de un cuento de Juan Bonilla en la clase de Literatura”. En E. Álvarez Ramos, M. Martínez Deyros, L. Alejaldre Biel (eds.), Acción y efecto de contar. Estudios sobre el cuento hispánico contemporáneo. Madrid: Visor, pp. 179-194. — (2018). “El síndrome de Alonso Quijano II: Ficción y reescritura”. Tonos Digital 34: 1. Disponible en: . Woolrich, Cornell (1942). “It Had to Be Murder”. Dime Detective Magazine 38: 3.

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FÉLIX ROMEO Y LA GENERACIÓN TV* Teresa Gómez Trueba Universidad de Valladolid

Con su novela Dibujos animados (1994), Félix Romeo sorprendió con una estructura sumamente fragmentaria, en la que el relato unitario daba paso a una yuxtaposición de brevísimas microficciones apenas entrelazadas a partir del recurrente motivo del recuerdo de la infancia. A través de ese puzle de breves piezas narrativas cruzadas se va conformando el relato, ya no solo de la infancia del autor (Zaragoza, 1968), sino de la España de los setenta, la de la Transición hacia una supuesta modernidad siempre inalcanzable. Pero a medida que avanzamos en la lectura vamos tomando también conciencia de que los recuerdos de Romeo (y con él los de toda una generación, la del baby boom) son en un alto porcentaje “falsos recuerdos”, porque no se corresponden con vivencias reales, sino con todo aquello que se experimentó ante la pantalla del televisor (en ocasiones, de mayor intensidad y cantidad que lo vivido). La condición de “falsedad” o artificiosidad aludida en los recuerdos de infancia tiene que ver con la no exclusividad de los mismos. Nunca como a partir de entonces los recuerdos se convertirán en memoria compartida, estandarizada por la tecnología y los mass media. Esta cuestión, que reapareció después en algunos de sus relatos (recogidos póstumamente en Todos los besos del mundo, 2012), convierte a Romeo en interesante precedente de otros narradores actuales que coinciden con él en la dignificación literaria de esa España todavía Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación I+D “La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas” (DGCYT FFI2015-70094-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad dentro del Programa Estatal de Fomento de la Investigación científica y técnica de excelencia (Subprograma estatal de Generación de conocimiento). * 

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demasiado reciente, en la que la imagen que de ella ha ido conformando la pantalla se ha superpuesto a la de nuestro recuerdo “real”. “Yo también fui a la EGB” (y “Yo también conocí a Félix Romeo”) Dibujos animados se publicó por primera vez en 1994 en la editorial aragonesa Mira Editores. Un año después de la aparición de su primera novela, Félix Romeo entró en la prisión de Torrero (Zaragoza) para cumplir condena por un delito de insumisión al servicio militar. En la última de sus novelas, Noche de los enamorados, editada póstumamente en 2012, recordará que dentro de la cárcel se convirtió rápidamente en “el escritor”. Por aquel entonces su firma era ya habitual en las secciones de crítica de varios medios, pero su nombre saltó sobre todo a las páginas de actualidad con motivo de su polémico encarcelamiento. En 1996 Dibujos animados fue reeditada por Plaza & Janés y, probablemente, las delicadas pero también mediáticas circunstancias que envolvían a la publicación no fueron ajenas a este hecho. Su encarcelamiento se produjo entre 1995 y 1996; tenía entonces 27 años. Cuando le quedaban 90 días para cumplir con la condena que le había caído, aprovechando un permiso de fin de semana, acudió a Madrid para la presentación de esa segunda edición en Plaza & Janés de su opera prima, acompañado en el acto por la periodista Concha García Campoy y el escritor Javier Tomeo. La novela fue reseñada en la edición impresa de El País, por Andrés Fernández Rubio, el 25 de enero de 1996. Como no podría ser de otra manera, el periodista destaca en primer lugar la insólita circunstancia en la que se producía ese acto de presentación, para pasar directamente a hacerse eco de las palabras de García Campoy y de Tomeo, pero lo cierto es que poco más se dijo entonces públicamente sobre la novela en cuestión. El momento de la salida de prisión de Romeo fue inmortalizado por Fernando Trueba en una pieza para el largometraje colectivo Lumière et compagnie (1995), en el que colaboraron, entre otros muchos, cineastas del prestigio de David Lynch, Wim Wenders o Michael Haneke. A partir de ese momento la popularidad del escritor fue en ascenso. Obviamente, el encarcelamiento de Romeo, personaje bien conocido ya en los círculos literarios y artísticos más vanguardistas del momento, tuvo un valor simbólico y político en

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aquella España de finales del siglo xx en la que el servicio militar obligatorio se encontraba en un irremediable estado de agonía. Cuando los medios se hicieron eco de ese polémico encarcelamiento, Romeo no tardó en recibir el apoyo explícito de importantes figuras de la cultura del momento, como Labordeta o Bernardo Atxaga. Durante años Romeo fue el escritor que estuvo en la cárcel cumpliendo condena por un delito de insumisión, y no es de extrañar que, tal y como nos informa Fernando Trueba en el librito colectivo en homenaje al autor que se publicó tras su fallecimiento, acompañando la edición de su novela póstuma (¡Viva Félix Romeo!, 2012), a él le molestara que le recordaran siempre lo de la insumisión. Desde 1996 hasta 2001 dirigió el programa cultural La Mandrágora, emitido por La 2 de TVE. No dejó nunca de colaborar en diversos medios, tales como ABC Cultural, Letras Libres, Revista de Libros o El Heraldo de Aragón. Fue también colaborador de los programas En la nube (Radio 3) y La transversal (RNE). Con motivo de la aparición de su segunda novela (Discothèque, Barcelona: Anagrama, 2001), con una muy sonada presentación pública, en el mítico Casa Emilio, y con número de strip-tease incluido, la editorial Anagrama sacó también una reedición de Dibujos animados (2001). Tras su muerte, recordará Javier Goñi: “Llegar Félix Romeo a Anagrama y empezar a hablarse del Aragón Power todo fue uno” (Javier Goñi 2011). La obra literaria que dejó Romeo tras su prematura y trágica muerte el 7 de octubre de 2011 no es demasiado extensa, apenas formada por cuatro novelas, un libro de relatos y otro que recoge la mayor parte de sus artículos1.

En vida publicó Dibujos animados (1994), Discothèque (2001) y Amarillo (2008). Tras su muerte se editó su novela póstuma Noche de los enamorados (2012). DeBolsillo reunió estas obras en un volumen titulado Las cuatro novelas (2013). También póstumamente apareció una recopilación de sus mejores relatos bajo el título Todos los besos del mundo (2012), y otra de sus colaboraciones en prensa titulada Por qué escribo (2013). El escritor Manuel Vilas rememora esta significativa conversación con Romeo en relación con su obra: “Recuerdo un viaje que hicimos juntos hace un año a Mérida. Estábamos conversando en un bar de estación delante de unas cervezas Heineken. Hablábamos de nuestros libros. Con un gesto tan irónico como divertido, Félix dijo ‘bueno, ojo tú, eh, Vilas, que igual llevas ya muchos libros; yo tres, yo como Juan Rulfo’. Después de Dibujos animados, vinieron Discothèque (2001) y Amarillo (2008). Vi que se sentía satisfecho de sus tres libros y sobre todo de que fueran solo tres, pero vi también que estaba intentando seguir adelante, seguir escribiendo” (Manuel Vilas 2011). 1 

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Sin embargo, su popularidad no dejó de incrementarse desde aquel año de 1996 en el que se presentó en Madrid su primera novela. Es interesante el fenómeno que produjo la muerte de Romeo. No es nada raro que, ante una muerte tan temprana, prematura e inesperada como fue la suya, los que le trataban y se consideraban sus amigos se apresurasen a homenajearle y a rescatar sus textos inéditos. En 2012 Mondadori editó el librito colectivo y no venal en homenaje al autor titulado ¡Viva Félix Romeo!, la revista Letras Libres le dedicó un dossier, Gaizka Urresti y Vicky Calavia le rindieron un homenaje cinematográfico con el corto “Por qué escribo” y la revista Rolde publicó un número especial sobre él. En Internet son incontables los textos que recuerdan y homenajean su arrolladora personalidad. Todos destacan su carisma y su inmensa e inspiradora curiosidad intelectual. Parece que con su muerte, Romeo (que tanto se burló de las etiquetas generacionales) se convirtió en algo así como un estandarte generacional. Especialmente llamativo resulta el homenaje que se propuso hacerle Jorge Martínez Lucena. En el libro Negro. Desde que te fuiste se nota el silencio (Madrid: Libros del K.O., 2014) este autor entrevistó a algunas de las personas que lo conocieron para intentar trazar una especie de retrato calidoscópico de un Romeo al que en realidad él mismo nunca llegó a conocer, y del que no había leído tampoco nada antes de su muerte. Justifica su decisión a la hora de embarcarse en este proyecto alegando la marea de Facebook provocada por su fallecimiento, pues “Alguien que tenía tantos amigos y que era tan querido por sus amigos tenía que ser alguien interesante, por fuerza” (en entrevista con Antón Castro, 2014). A raíz de este homenaje, tampoco han faltado las discusiones acerca de quién está más autorizado que quién para hacer gala de su amistad. El libro de Martínez Lucena fue duramente censurado por Karina Sainz Borgo en una reseña titulada “Negro, sobre Félix Romeo: un libro fallido. Ni literatura, ni periodismo” (publicado el 24 de febrero del 2014 en la revista Voz populi) y por un amigo cercano de Romeo, Daniel Gascón, el 25 de marzo de 2014, en un artículo titulado “Notas sobre Negro” (publicado en Letras Libres), donde punto por punto pone al descubierto todas las inexactitudes de la obra de Martínez Lucena para desautorizarle como responsable de ningún homenaje. En fin, la historia de la literatura está llena de ejemplos similares. No es la primera vez que el carisma del personaje casi consigue hacer sombra a su propia obra. Porque, por detrás de tanto enaltecimiento, ¿qué hay de la obra de

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Romeo? En ocasiones se ha destacado la gran influencia que ejerció en otros escritores de su entorno, y especialmente sobre los escritores zaragozanos. Pero transcurridos ya siete años de su muerte, y más de veinte de la edición de su primera novela, apenas se ha estudiado la obra literaria dejada por Romeo y aún menos esa supuesta huella que dejó en otros escritores de su generación. Resultaría muy complicado, y quizás estéril, intentar a tan corta distancia contextualizar generacionalmente su obra2, más aún cuando él más que nadie se burló con suma inteligencia de los intentos tan frecuentes al filo del nuevo milenio por las etiquetas y encapsulamientos generacionales: léase al respecto la conferencia que pronunció en la Universidad de Valladolid con el título de “La X de la Generación X”, recogida después en la revista Siglo xxi (Romeo 2004). No obstante, al releer ahora aquella primera novela escrita ya hace más de dos décadas creo percibir en ella una serie de cuestiones que, a mi modo de ver, la hacen esencialmente novedosa, emparentándola de manera directa con algunas obras publicadas ya en la primera o segunda décadas del siglo xxi. Tal y como afirma Ismael Grasa: “Dibujos animados es una novela de apenas un centenar de páginas, pero, si contásemos todas las páginas que directa o indirectamente se han escrito siguiendo la vía abierta por este libro, nos saldría uno de los volúmenes más gruesos de nuestra literatura reciente” (2011). “Mic, mic, el coyote te va a coger” El propio autor aludió a su opera prima en aquel acto de presentación de 1996 como “una novela española, con todo lo que tiene de cutrerío, de

Ávidas las editoriales por el descubrimiento de nuevos talentos, con la aparición de esas dos novelas en Anagrama, Félix Romeo empezó a ser relacionado con aquella nueva generación de narradores, nacidos entre los últimos sesenta y los primeros setenta, y que se dio a conocer en los noventa. En 1997 la editorial Lengua de Trapo sacó una emblemática antología titulada Páginas amarillas, con “multitudinaria presentación, con aromas generacionales, en el Círculo de Bellas Artes” (Goñi 2011). En dicha antología figurará Romeo junto a otros nombres con los que siempre se le ha relacionado (Martín y Nico Casariego, Marcos Giralt Torrente, o los aragoneses Ismael Grasa e Ignacio Martínez de Pisón, entre otros), a veces quizás más por amistad que por una verdadera afinidad estética. 2 

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kitsch, de drama” (cit. por Fernández Rubio 1996). Ya se ha señalado que en la década de los noventa fue Romeo pionero a la hora de convertir en materia literaria los nuevos hábitos de consumo urbano y la cultura pop: “programas de televisión […] y marcas de productos comerciales aparecen mezclados con el retrato de una España aún medio rural, católica, violenta y atrasada” (Ismael Grasa 2011). La reivindicación del kitsch español, que por aquel entonces ya había hecho célebre a algún que otro director de cine, tardaría todavía en llegar a nuestra novela. Es posible que tengamos que esperar a las primeras obras narrativas de un autor también aragonés como Manuel Vilas3, para encontrar una nueva dignificación literaria de la España del Cuéntame, e incluso en este caso de la misma ciudad de Zaragoza, de similar calidad literaria. En Dibujos animados un personaje, al que apodan Gordo, rememora en primera persona, y a través de 175 microcapítulos otras tantas escenas de su infancia. No hay una aparente sucesión cronológica, una concatenación lógica, ni relaciones causales entre ellos. Todos comienzan in media res y concluyen en sí mismos. Cada una de las escenas o anécdotas descritas es autónoma y el orden que denota la numeración podría, en apariencia, ser sustituido por cualquier otro. La concatenación de los microtextos se justifica solamente a partir de la reaparición constante de motivos, personajes y anécdotas. En este sentido, la estructura abierta y fragmentaria de la obra se hace todavía más palpable cuando descubrimos que algunos fragmentos del libro póstumo de relatos de Romeo que, bajo el título Todos los besos del mundo, fue editado en 2012 encajarían también a la perfección en el conjunto de Dibujos animados, apareciendo también en ellos los mismos recuerdos y situaciones4. Me refiero a obras como Zeta (2002), España (2008), Aire nuestro (2009) o, por supuesto, la reciente y aclamada Ordesa (2018). 4  Así, por ejemplo, los personajes Coyote y Correcaminos que, como más adelante veremos, funcionan al modo de auténticos leitmotiv en Dibujos animados aparecen en el fragmento titulado “Monegros, en el desierto” (2012: 17) dentro del relato “Buscando el cielo”. No obstante, el narrador aquí no se sitúa en la época de la infancia. Habla desde el presente y el recuerdo de Coyote y Correcaminos se vuelve a superponer a sus reflexiones actuales: “En este silencio de cal viva a uno se le pierde la memoria y cuando trata de recuperarla está ya en la ficción, dándole consejos a Coyote, tratando de zafarse de un ángel que ha perdido la facultad del vuelo” (2012: 18). Por otro lado, al igual que en la novela Dibujos animados, en el libro de 3 

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Las secuencias rememoradas por Gordo aluden al escenario de infancia en una familia de clase media en la España de los setenta: el futbol, los primeros coches de la familia (el R10, el 600, el R6, el R5…), el primer monopatín, el descubrimiento de la sexualidad con la vecina, el perpetuo sentimiento de culpa, el cine Exin, Fiebre del sábado noche, la revista Pronto, la ropa heredada del hermano mayor, los piojos combatidos con Filvit, el aparato en los dientes, los zapatos con calzas o la plataforma ortopédica, el olor a pollo con vinagre de la casa de la abuela, el tulipán negro, el megatón, el bony, el tigretón, la pantera rosa, el bucanero, la colección de cromos, la montesa amarilla, Grease, el UHF, el que apuntaba con la tiza cuando salía el profesor de clase, las averías del coche en los viajes, las colecciones de sellos, llaveros, monedas, calendarios…, la entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados, la academia de inglés, los campamentos de verano con su día de los padres, los primeros televisores a color, el olor a laca y a mostaza en la casa de la peluquera, el pan Bimbo, las nancys, el cuadro de ciervos en el salón, la Polaroid, la revista Interviú, el circo Atlas, la academia de mecanografía, la casa de socorro… En un artículo que, como tantos otros, rememoraba tras su muerte la enorme personalidad de Romeo, hablaba Juan Marqués de su “colosal resistencia a desprenderse de su enorme y no sé si agobiante caudal de recuerdos infantiles y afectos de juventud” (Marqués 2013). Esos recuerdos inspiraron, no solo Dibujos animados, sino también en parte su aplaudida novela Amarillo (2008), donde narra uno de los acontecimientos que al parecer más marcaron su vida (el suicidio de su íntimo amigo Chusé Izuel, quien se tiró por el balcón del piso que compartían en Barcelona cuando ambos tenían 24 años), así como varios de los cuentos de Todos los besos del mundo y de los artículos recopilados en Por qué escribo. La infancia de Gordo no pareció ser especialmente desgraciada. Todos y cada uno de los recuerdos que reconstruyen la infancia del personaje son recuerdos estándar para la generación de Romeo, perfectamente reconocibles, recurrentes motivos para la risa y la nostalgia de muchas conversaciones. En ese sentido, pareciera que la novela de Romeo solo pudiera ser entendida en su integridad por alguien de su misma edad. Sin duda parece tener mucho relatos Todos los besos del mundo, muchos de los textos quedan relacionados entre sí a partir de la reaparición en unos y otros de unos mismos personajes y anécdotas.

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de reivindicación generacional, de búsqueda de un sello de identidad para esa “anodina” generación de los nacidos en los sesenta que, en palabras de Antonio Orejudo, no protagonizó nada porque llegó tarde a todo (2017b)5. Pero, no nos engañemos. Dibujos animados dista mucho de ser solo la dignificación artística de una década olvidada por la literatura. Creo que hay en la obra algo más que eso. En el capítulo 71 Gordo habla de la implacable insistencia de los recuerdos: Si me encontrara con la lámpara de Aladino le pediría un montón de pasta, pero antes le pediría que me hiciera olvidar el pasado. Y si sólo pudiera pedir un deseo le pediría que me borrara el pasado. Que me quitara de la cabeza un montón de cosas. El pasado es una pesadilla. Cada vez el pasado es más grande. Y eso parece que no lo piensa nadie. Que nadie se da cuenta. El pasado devora. El pasado es como una piedra en el centro de la cabeza. Le pediría que mandara al infierno mis recuerdos. Todos (2001: 60)6.

Y es que más allá del incuestionable sello de época de los motivos que son recordados, la novela puede ser leída y apreciada (ahora ya sí, por cualquier lector, sea cual sea su edad) como novela de aprendizaje, sobre la pérdida de la infancia y la inocencia, sobre el inevitable proceso que nos conduce de manera irremediable al desapego familiar. En el capítulo 51, el narrador recuerda que, durante un viaje con la familia, el coche sufrió una avería que les obligó a permanecer durante muchas horas en un “jodido pueblo” para que pudieran reparar el motor. Durante la larga espera, dice el narrador: “mi madre regresaba al pasado y mi padre no podría ya engancharse al futuro” (2001: “La década en la que todo cambió sin que eso nos haya afectado a nosotros, que no tenemos narrativa ni características singulares. En la Transición éramos demasiados jóvenes para andar pensando en ocupar posiciones de poder y la Gran Recesión nos ha pillado demasiado viejos para protagonizar el relevo. Aunque no participamos en las protestas de 1968, compartimos valores y prejuicios con quienes lo hicieron, nuestros hermanos mayores, a quienes admiramos y detestamos al mismo tiempo. No somos ellos, pero tampoco somos muy diferentes; nos hemos quedado un poco a la mitad de todo, en tierra de nadie. Somos el furgón de cola, un pelotón muy numeroso de benjamines que ha llegado tarde a todo” (Orejudo 2017a: 23). Creo que esa idea de una generación en búsqueda de su propio sello de identidad pudiera estar, en parte, por detrás del proyecto literario de Romeo. 6  Cito siempre por la edición de Barcelona: Anagrama, 2001. 5 

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43). Tras la aparente arbitrariedad en la ordenación y numeración de los 175 microrrelatos que componen la novela, se aprecia también la voluntad de crear con la sucesión de imágenes una progresión, una tensión latente que irá in crescendo a medida que las escenas de violencia, sexo, adicciones (sobre todo al pegamento) y desarraigo se hagan cada vez más frecuentes. Dicha tensión culmina con una inesperada secuencia, la última del libro, en la que se recuerda el accidente en un coche robado en el que viajaban Gordo y sus amigos, y con la velada alusión a lo que podría ser la trágica muerte de uno de ellos7. Si a lo largo de 174 episodios no hemos asistido más que a una galería de recuerdos deslavazados, sin que nada ocurriera realmente relevante, la novela se cierra de forma efectista y eficaz con lo que parece ser la consecuencia lógica de una infancia, no exactamente infeliz, pero sí protagonizada por la incertidumbre, la frustración, y un permanente sentido de culpa8. Haciendo referencia al propio título de la novela, las microescenas que la componen parecen funcionar así a modo de viñetas de esa forma primitiva de animación que era el folioscopio (o flip book). Aquellos pequeños libros de nuestra infancia contenían sencillas imágenes que variaban gradualmente de una página a la siguiente, de tal forma que, cuando las páginas se pasaban rápidamente, las imágenes parecían animarse simulando movimiento y progresión de una historia. La técnica empleada por Romeo resultaba novedosa en 1994: la sucesión de pequeños microrrelatos autónomos creaban la ilusión de movimiento continuo en lugar de una serie de imágenes discontinuas sucesivas. Y al igual que en el viejo folioscopio, la novela de Romeo debe ser también leída con la suficiente velocidad para que se cree esa ilusión de movimiento. Lo que no impide que muchas de esas escenas pudieran también funcionar de forma autónoma a modo de microrrelatos, como ponen de manifiesto las intersecciones entre Dibujos animados y Todos los besos del mundo ya aludidas9. En realidad, este último episodio de la novela recuerda de forma ficcionalizada el accidente de tráfico que Félix tuvo con su amigo de la infancia Chusé Izuel. Hay otra versión en Amarillo (2008: 75) de la misma anécdota donde se dan más detalles del mismo. 8  Ismael Grasa dice que el tema de la culpa recorre toda la obra de Romeo, funcionando ya a modo de estribillo desde su primer libro: “El pasado es un tiempo en el que yo era culpable” (cit. por Grasa, 2011). 9  Ismael Grasa habla del parentesco de la técnica empleada por Romeo en Dibujos animados con el ejercicio perequiano de los je me souviens, recordándonos asimismo que Queneau 7 

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En el prólogo a la recopilación póstuma de los relatos de Romeo, afirman los editores: “Félix Romeo fue un gran lector, pero siempre defendió que la escritura debía partir de la vida y no sólo de las lecturas. Le gustaban las historias en las que había un componente autobiográfico, en las que el autor había sabido descubrir lo que había de ‘literario’ en lo próximo y lo cercano” (Todos los besos del mundo, 8). Todo lo dicho hasta aquí nos podría hacer pensar que la novela con la que Félix Romeo se estrenó como escritor sería una más de las muchas que recurren al autobiografismo (o si se prefiere, en este caso, a la autoficción), pero hay algo en ella, ya patente en su propio título, que la convirtió en especialmente original y precursora de otro tipo de reivindicaciones generacionales que han venido después. Dibujos animados (1994) adelanta texturas vanguardistas y fragmentarias, una propuesta arriesgada y alternativa a las prolíficas memorias que abundaban en la época (Kadmon 2018). Se trataba de remedar desde la escritura el lenguaje de la televisión (no me refiero al lenguaje de uno u otro programa, sino al propio de la comunicación audiovisual): la fragmentación extrema del relato y ese estilo tan peculiar del libro a base de frases cortas, muy cortas, que repiten lo mismo una y otra vez. La memoria, en fin, es reconstruida a partir de una superposición confusa y caótica de imágenes animadas. Y, como no podría ser de otra manera, los recuerdos de infancia de Dibujos animados están salpicados de constantes alusiones a personajes de la televisión, que aparecen mezclados y confundidos con los personajes reales de la infancia del narrador. Pues, como reconocerá años después en uno de sus artículos, “lo que recordamos de nosotros mismos no se diferencia mucho de lo que recordamos de un programa de televisión” (Romeo 2003: 89). Obviamente los más frecuentes son los personajes de los más populares dibujos animados de la época (Correcaminos, Scooby-Doo, Vicky el Vikingo, el Oso Yogui, Piolín, el Pájaro Loco…). Ya un año antes de que apareciera la novela, Romeo había publicado en El Heraldo de Aragón un breve y signiy los oulipianos siempre interesaron a Romeo, quien escribía muchas conferencias y artículos con forma de diccionarios o enumeraciones (Grasa 2011). Cabe recordar que Juan Bonilla, estudiado en este mismo volumen por Esther Pérez Dalmeda, declara en varios de sus relatos su devoción por el libro de Perec, que le conduce —a él o a sus personajes— a coleccionar ejemplares del mismo; el propio Bonilla es autor de un libro con idéntico título, Je me souviens (Algaida, 2005).

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ficativo artículo sobre los “Cartoones” (Romeo 1993) y la importancia que estos tuvieron y seguían teniendo para su generación. En Dibujos animados se mencionan también algunas de las míticas series americanas de entonces (Starsky y Hutch, Los hombres de Harrelson, Háwai 5.0, que solo podía verse en UHF), otros muchos programas que reunían a las familias españolas ante el televisor (Directísimo, El hombre y la tierra, 1,2,3,, Día del Señor), los actores de las películas que más gustaban a los niños de la época (Bud Spencer, Louis de Funes…), así como otros personajes inolvidables de nuestra infancia televisiva (desde Uri Geller hasta Sergio y Estíbaliz). Como puede verse, los recuerdos de Romeo no son selectivos; todo valía y todo estaba al mismo nivel en su memoria. No se trata de reivindicar un tipo de referentes estéticos que conformaran el gusto de su generación; no cabe aquí preferencia ninguna por productos más selectos. La actitud de Romeo en este punto dista bastante de la de los Novísimos cuando reivindicaban tres décadas atrás la cultura popular y los mass media (cómic, canción popular, cine comercial, publicidad…) como igualmente valiosa en la conformación de su ecléctico y refinado gusto. Gordo no reivindica nada porque no tenía elección, como no la tenía ningún niño en la España de los setenta. No es casual que el narrador aluda a ese hecho que hoy en día recordamos tantas veces, entre avergonzados y divertidos: en su casa solamente había una cadena (los nacidos a finales de los sesenta tardamos todavía un tiempo en poder disfrutar del privilegio del UHF). Su infancia es una infancia estandarizada por la televisión y, en consecuencia, su memoria también lo es. La infancia de Gordo es exactamente igual a la de todos los que nacimos por entonces. De ahí que en Dibujos animados aparezcan con tanta insistencia los dobles, los personajes cuyo mayor logro era parecerse a alguien: “le llamaban Travolta a Jota, y a Jota le gustaba” (2001: 37). El propio Romeo aludió a este hecho en la presentación de la obra en Madrid en 1996, refiriéndose a “la cultura de la desidentidad” (Fernández Rubio 1996). Pero lejos de manifestarse una actitud complaciente y conformista ante ese sello de época, la obra de Romeo rezuma la rabia que provoca el ineludible reconocimiento de esa identidad estandarizada. Porque si no había mucha capacidad para elegir, sí que había en cambio cierta violencia contenida motivada por esa imposición de los medios (o, mejor dicho, del medio). En

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el año 2003 Félix Romeo publicó un artículo magnífico sobre la televisión titulado “A mí plin: la televisión de la memoria”, donde hace una interesante reflexión sobre lo que distingue a “la televisión con Franco” de la “televisión sin Franco”. Afirma allí con ironía que la primera era “una inocente fuente de alegría, el motor pop de la familia universal” (Romeo 2003: 86) y, haciéndose eco de las teorías de Guy Debord, Baudrillard o David Foster Wallace en su conocido ensayo E unnibus pluram (para Romeo uno de los mejores que se haya escrito sobre televisión), reconoce ser consciente de que sus emociones, habiéndose pasado la infancia ante la pantalla de un televisor, no son más que franquicia de otras emociones (Romeo 2003: 89)10. Volviendo a Dibujos animados, nos cuenta el narrador que en el cine Exin de su vecina veía películas del Pato Donald, de Mickey o de Popeye. Pero a Gordo esos dibujos le aburrían mortalmente. Él prefería ver a Coyote y Correcaminos. De todos los populares personajes (dibujos animados y reales) que se mencionan en la novela son estos dos los más recurrentes, hasta el punto de que sus continuas reapariciones en los recuerdos del narrador parecen ir vertebrando ese progreso de la historia hacia la rabia y la desilusión de la que hablaba más arriba. Tanto la primera como la segunda edición de la novela aparecieron ilustradas con una imagen de los dibujos animados de Coyote y Correcaminos, seguramente elegida por el autor. Frente a la versión más amable de la primera edición (1994), en la de Plaza & Janés (1996) Coyote aparece sentado en una butaca en medio de una destartalada y sangrienta habitación, con gesto derrotado, y empuñando un revólver con ambas manos con el que parecía estar pensando pegarse un tiro para acabar de una vez por todas con tanto sufrimiento y frustración. Casi siempre que alude a los míticos Coyote y Correcaminos, Gordo expresa su deseo de que aquel se cargara de una vez al cargante pajarraco. El narrador se compadece del pobre Coyote, mientras que se siente irritado ante la suerte de Correcaminos:

Me parece interesante recuperar este artículo, publicado en 2003 y, por tanto, siete años antes que el importante ensayo de Eloy Fernández Porta, €®O$. La superproducción de los afectos (Barcelona: Anagrama, 2010), donde se argumentan tesis muy similares. Aprovecho también para sugerir que quizás el mejor Romeo se encuentre en sus artículos y colaboraciones en presa. 10 

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61 Estaba delante de la tele y sufría como un cabrón. Sufría por Coyote. Esperaba que de una vez por todas Coyote acabara con Correcaminos. Coyote recibía el paquete de ACME y preparaba un dispositivo infalible. Un tirachinas gigante o un cañón de precisión o una jaula automática o dinamita que se accionaba a distancia. Aparecía el hijodeputa de Correcaminos y siempre se libraba de la historia. La piedra caía sobre Coyote o Coyote se incrustaba en una montaña o Coyote acababa encerrado o a Coyote le explotaba la dinamita en la cara. Correcaminos era una nube de polvo que se quedaba quieta, decía “mic mic” y sonreía estúpidamente mientras el silbido del tren anunciaba que pronto Coyote iba a ser atropellado. Ahí estaba la vida. Una cuestión de velocidad. Uno podía estar horas y horas esperando que Coyote continuara con un plan y Correcaminos sufriera un descalabro. Uno sabe después que así es la vida. Cuestión de velocidad más que de talento o de fe. A Coyote se le hundían los ojos en el suelo. Un desierto desierto y lleno de cactus (2001: 53).

De nuevo, en el capítulo 107, dedicado también a Coyote y Correcaminos, se habla del recuerdo de la propia vida filtrado a través del recuerdo de estos dos personajes de dibujos animados. En el capítulo 127 recuerda el narrador cuando se metía cola, y cuando experimentaba cierta necesidad de violencia, de que pasara algo; y esa sensación aparece otra vez entremezclada con el recuerdo de los dibujos de Coyote y Correcaminos. Lo recuerdos más inocentes de la infancia van dando paso al recuerdo de la violencia (esnifar cola, peleas…). Y, simultáneamente, el recuerdo de los dibujos animados, también incrementa su violencia: Popeye le da a Brutus una paliza porque ha raptado a Oliva. Donald se pone a empapelar la casa y acaba empapelado. Unos ratones acaban con un gato. Mickey se va al campo y las hormigas le roban la comida y Goofy se vuelve loco. Las ardillas inician una batalla de nueces con unos domingueros. Popeye le da una paliza a Brutus después de comerse una lata de espinacas (2001: 122).

Esas inocentes películas de Disney las veía en casa de su vecina la coja, pero en una de esas sesiones de cine Exin, la madre de la niña le acusó de atacar a su hija: “Luego ya no volví a casa de la cojita […] Su madre me miraba. Su madre pensaba que yo era un violador o un ladrón o un asesino. Eso pensaba” (2001: 122). En realidad son numerosas las ocasiones en las que en la novela apreciamos esa identificación entre la violencia y los dibujos

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animados: así, por ejemplo, Garijo, amigo del narrador, fue boxeador, se fue a Moscú y al volver le detuvieron por atraco. Y en ese momento llevaba una camiseta del Osito Misha con guantes de boxeo (2001: 127). Al igual que en varios de los relatos de Todos los besos del mundo, el personaje del padre es uno de los más obsesivos y recurrentes en la fragmentada memoria de Gordo. Observamos así como la violencia en los recuerdos de Gordo se incrementa al mismo tiempo que la mala suerte va destrozando la vida de su padre. Este, que era policía, estrelló su coche contra un muro (capítulo 161), lo expedientaron, condenándole a ocho meses sin trabajo y sueldo (capítulo 164), y le quitaron la pistola por “negligencia e insubordinación”. A partir de entonces, el padre de Gordo ya solo se sentaría a ver la televisión. Y lo veía todo, incluida la carta de ajuste: “Miraba la carta de ajuste como si allí estuviera la razón de su vida o como si fuera a descubrir algo escondido en su cabeza o como si el tiempo pasara más rápido” (2001: 127). La novela narra de alguna forma el desmoronamiento de la familia y, con ella, del paraíso de la infancia. Cuando el hermano mayor se casó ya no volvieron a saber de él. Y ante estos hechos el padre emitía por toda respuesta: “Y no olviden vitaminarse y supermineralizarse” (2001: 131). Mientras tanto, la madre se comía las migas de pan que quedaban en el mantel, como lo hacía Piolín (2001: 132)11. Como ya he comentado más arriba, la novela termina con el recuerdo de un accidente de Gordo con sus amigos en el 124 de Ramón. Van colocados. Después del accidente no pueden parar de reírse: “Ramón está como Coyote después de ser aplastado por un tren. Yo pienso que Ramón va a volver a perseguir a Correcaminos en cualquier momento. El 124 no sirve ni para chatarra” (2001: 133). En la presentación de la obra en Madrid en su edición de 1996, Javier Tomeo señaló entre otras cosas la sutil mezcla de delicadeza y crueldad que caracteriza la voz narradora de esta novela (cit. por Fernández Rubio, 1996). Y, efectivamente, lo más sorprendente y novedoso de la misma tenía que ver con esa forma desprejuiciada de descubrir lo que realmente se ocultaba por debajo de esa época de Transición edulcorada y adormecida por las imágenes de la televisión.

Hablaba antes de varias coincidencias entre la obra de Romeo y la de Manuel Vilas. También el padre de Vilas, nos recuerda este, pasó sus últimos años hipnotizado ante la pantalla del televisor. Y, al igual que en Ordesa, se intuye en la novela de Romeo una obsesiva necesidad de comprender y perdonar a los padres. 11 

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Los falsos recuerdos y la generación tv Bien es cierto que no fue Félix Romeo el primer autor español en reivindicar lo visto en la pantalla desde la literatura, en un intento de reconocer su transcendencia en la conformación de la identidad (o mejor desidentidad) de toda una generación. Un año antes Juan Goytisolo ya había convertido también a la televisión en leitmotiv de su elogiada novela La saga de los Marx (1993) Ya en el nuevo milenio han sido varios los escritores que, a la hora de recordar su infancia, han creído que ese recuerdo ya solo era posible a través del filtro de lo vivido ante el televisor. Así, por ejemplo, ecos de los Dibujos animados de Romeo podemos percibirlos en algunos escritores ya citados, como Manuel Vilas o Antonio Orejudo, así como en otros menos mencionados por la crítica, como Robert Juan-Cantavella y su relato “Los cuatro ladrillos” (recogido en Proust Fiction, 200512), o Jordi Costa, en “500% Costa” (recogido en la antología Mutantes. Narrativa española de última generación, 2008). Cinco años después de que Romeo publicara Dibujos animados, pero dos antes de su reedición en Anagrama, Pepe Colubi publicó un ensayo titulado La tele que me parió (1999), donde pasaba revista a todos los programas de televisión que marcaron la infancia de la generación del baby boom (Romeo nació en el año 1968; Colubi, en 1966). El libro de Colubi comienza con un mea culpa: Confieso que he visto la tele. Me acuso de haber gastado innumerables horas de mi vida frente a la pequeña pantalla. Soy culpable de sentarme frente a ella sin pensármelo dos veces. Y lo peor de todo; no sólo no me arrepiento sino que muestro una inquebrantable decisión de seguir haciéndolo (Colubi 1999: 13).

Antes de comenzar su nostálgico e irónico recuento de los programas que marcaron su infancia, Colubi cuenta una anécdota significativa: en muchas cenas con amigos de su edad, sale un tema recurrente en las sobremesas, los recuerdos de la televisión de la infancia. Y casi siempre se comienza rememorando aquel mítico programa infantil titulado Los Chipiritiflauticos, a sus

En este relato, Juan-Cantavella se adelanta a Orejudo a la hora de rescatar los míticos Cinco de Enid Blyton (que en su recuerdo aparecen ingeniosamente superpuestos y confundidos con otros populares programas de televisión) como incuestionable símbolo de época. 12 

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inolvidables personajes (Locomotoro, el Capitán Tan, el tío Aquiles) y, sobre todo, aquella pegadiza canción de “somos malos Malasombra, somos malos de verdad”. Confiesa Colubi padecer algo así como una tara al respecto: y es que, aunque al igual que el resto de personas de su edad debería de recordar aquel programa, lo cierto es que no lo recuerda. Pero han sido tantas las veces que ha escuchado de sus amigos esos recuerdos, que de alguna manera también los ha asumido como propios, fingiendo recordar, cuando es necesario, aquello que no recuerda realmente. Reconocer en público esa laguna mental sería algo así como quedar fuera de la generación TV. Con esta irónica confesión parece estar revindicando el autor un sello de identidad generacional. Si consultamos en el libro de Colubi la entrada correspondiente a los dibujos de Coyote y Correcaminos, comprobamos como su recuerdo al respecto es bastante parecido al de Romeo: Chuck Jones alcanzó la cima de su creatividad con las aventuras del Correcaminos, extraña mezcla de avutarda, avestruz y abubilla (su nombre científico es Geococcyx Californius) cuya máxima habilidad consiste en alcanzar velocidades endiabladas al grito de “Mec, mec” (se admiten discusiones sobre cómo escribir esa onomatopeya). El Coyote (Carnivorus Vulgaris) intentará en vano darle caza; el pájaro siempre se libra, más que por su inteligencia, por la ineficacia de los artilugios que carnívoro recibe por correo (ACME se convirtió en la primera y última teletienda animada de la historia). A pesar de su intención recurrente, o precisamente por ello, las contusiones del Coyote quedaron marcadas para siempre en los fans de la pareja; la cabeza chamuscada tras una explosión destinada al pajarraco, la sombra de la enorme piedra que cae sobre él, la interminable caída hacia el fondo del barranco y la nubecita de polvo cuando, finalmente, llega al suelo… (Colubi 1999: 35)13.

Y al igual que reconociera Romeo en su libro, afirma Colubi haberse sentido desconcertado en la infancia ante la especie animal a la que pertenecía Correcaminos: “extraña mezcla de avutarda, avestruz y abubilla” (1999: 35). “Coyote era un coyote pero nunca supimos qué era Correcaminos” afirmó, por su parte el narrador de Dibujos animados (61). Incertidumbre a la que No está de más recordar ahora que el popular grupo musical Siniestro Total hizo una divertida versión de la canción de la serie de Correcaminos, en el año 2002, para el disco colectivo Patitos feos. 13 

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alude igualmente Romeo en la presentación de su novela: “nunca supimos muy bien qué era Correcaminos, si un pavo muy veloz, una gallina gigante o un ave que nunca volaba” (cit. por Fernández Rubio 1996). Cuando la infancia se pasa delante del televisor, todos recordamos lo mismo. Y nuestra memoria se convierte así en una enorme superposición de falsos recuerdos. No se trata exactamente de que el recuerdo se haya difuminado por el paso del tiempo, sino más bien de que es el recuerdo de un recuerdo. Imágenes de experiencias que suplantan la realidad de lo vivido14. En el número 119 de la revista Letras Libres (agosto de 2011), se dedicó un especial a “Veranos de infancia”, con la colaboración de varios escritores. Romeo publicó allí el relato “Verano del 75”. En él rememora su verano de siete años, el último julio de Francisco Franco. Algunos de los recuerdos de este verano aparecen también en Dibujos animados. El final de ese relato es especialmente elocuente respecto a lo que intento explicar. El narrador está recordando un viaje en coche con sus padres por el Desierto de las Palmas, junto a Benicàssim; como a todos los niños, el viaje, de tan sólo 10 kilómetros, se le hacía eterno. Y el narrador, ya desde el presente, se pregunta: “¿Éramos también nosotros figuras dentro de un diaporama? ¿Éramos una representación de la vida y no la propia vida?” (Todos los besos del mundo, 131). Bibliografía Casanellas, Pau (2013). “La carcajada insumisa de Félix Romeo”. Diagonal [edición impresa] (07/10/2013). Castro, Antón (2014). “Jorge Martínez Lucena habla de Negro sobre Félix Romeo”. Disponible en: . Colubi, Pepe (1999). La tele que me parió. Barcelona: Alba. Ciertamente parecía muy consciente Félix Romeo de que lo vivido ya había quedado irremediablemente suplantado por su imagen, cuando en el relato titulado “La familia tatuada” (1997) escribiera: “Cosas como que le pongas una pistola en la cabeza a un tipo y ese tipo sea Homer Simpson. No un tipo que se parece a Homer Simpson, ni un tipo que lleva una careta de Homer Simpson, ni siquiera un tipo que se llame Homer Simpson y no sea Homer Simpson, quiero decir, que no sea el dibujo animado, el que come donuts. Yo estoy hablando del dibujo animado, del que come donuts y sé de lo que hablo” (Todos los besos del mundo, 34). 14 

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Fernández Rubio, Andrés (1996). “Félix Romeo mezcla en una novela la España cañí con los dibujos animados”. El País (25/1/1996). Gascón, Daniel (2014). “Notas sobre Negro”. Letras Libres (25/3/2014). Disponible en: . Goñi, Javier (2011). “El corazón y otros frutos amargos”. Divertinajes (12/10/2011). Disponible en: . Grasa, Ismael (2011): “La culpa y la victoria”. Letras Libres (7/11/2011). Disponible en: . Kadmon, Albert (2018). “Félix Romeo, metáforas de escritura obligada”. Kadmonidas, 21/4/2018. Disponible en: . Marqués, Juan (2013). “El autorretrato involuntario del gran Félix Romeo”. Disponible en: . Orejudo, Antonio (2017a). Los cinco y yo. Barcelona: Tusquets. — (2017b). “Mi generación no supo plantar cara a la anterior” [Entrevista a Antonio Orejudo de Berna González Harbou]. El País (17/4/2017). Romeo, Félix (1993). “Cartoones”. El periódico de Aragón. La Cultura (07/10/1993). Recogido en (2013). Por qué escribo. Zaragoza: Xordica, pp. 30-31. — (2001). Dibujos animados. Barcelona: Anagrama. — (2003). “A mí plin: la televisión de la memoria”. En Calavia Sos, Vicky (coord.), Travesía: el audiovisual aragonés. Zaragoza: Diputación Provincial de Zaragoza, pp. 120-124. Recogido en (2013). Por qué escribo. Zaragoza: Xordica, pp. 82-89. — (2004). “La x de la Generación X”. Siglo xxi. Literatura y Cultura españolas 2: 29-41. — (2008). Amarillo. Madrid: Plot. — (2012). Todos los besos del mundo. Zaragoza: Xordica. Sainz Borgo, Karina (2014). “Negro, sobre Félix Romeo: un libro fallido. Ni literatura, ni periodismo”. Voz populi (24/2/2014). Vilas, Manuel (2011). “Contundente y a quemarropa”, ABC.Es. Cultura (8/10/2011). Disponible en: . VV.AA. (2012). ¡Viva Félix Romeo! Barcelona: Mondadori.

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NIÑOS QUE SERÁN ADULTOS: CARTOGRAFÍA DE LA INFANCIA EN LOS CUENTOS DE CARE SANTOS* Eva Álvarez Ramos Universidad de Valladolid

los impecables paleontólogos de la infancia duchos en exhumar rondas triciclos mimos y otros fósiles tienen olfato e intuición suficientes como para desenterrar y desplegar mitos cautivantes pavores sabrosos felicidad a cuerda esos decisivos restauradores con destreza profesional tapan grietas y traumas. Mario Benedetti, “La infancia es otra cosa” (1980: 273)

Llegada una edad, el hombre a veces se pregunta en qué momento sucedió tal o cual hecho. Cómo se han articulado los episodios vividos, en qué orden y por qué causa. Otras tantas, se interroga acerca de la veracidad de lo recordado y sobre qué hay de real en lo inmortalizado en la memoria, ¿es suficiente el lejano vestigio para afirmar que aquello sucedió? La niñez efímera nos persigue. Somos deudores de sus días. La infancia se vive y, sobre todo y pese a todo, se recuerda. En este capítulo pretendemos traspasar las fronteras entre la literatura infantil y la adulta de Care Santos (Mataró, Barcelona, 1970), para estable-

Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación I+D “La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas” (DGCYT FFI2015-70094-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad dentro del Programa Estatal de Fomento de la Investigación científica y técnica de excelencia (Subprograma estatal de Generación de conocimiento). * 

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cer qué fundamentos de la infancia se plantean como constantes comunes en contextos literarios disímiles. En Intemperie (1986), Premio de Narrativa ciudad de Alcalá, se unifican bajo la temperatura quince relatos protagonizados por tres mujeres y graduados con magnitud escalar en fríos, tibios y calientes. En Solos (2000), los protagonistas acechados por la soledad y la incomunicación pugnan por llevar a cabo exorcismos de la memoria que les permitan compartir sus experiencias y desnudar su intimidad1. Los que rugen (2009) convoca a fantasmas, símbolos de temores, pérdidas y traumas arrastrados desde la niñez. Recoge aquellos espectros que habitan dentro de nosotros y que necesitan ser expiados. Pero también habla de esos otros fantasmas que deambulan buscando un sentido a su existencia. El edípico Matar al padre (2004) rinde tributo a sus ancestros literarios2. Mediante el juego intertextual y la imitatio, dialoga con escritores que forman parte de su bagaje estético personal. Es un íntimo homenaje al cuento y a los padres que lo han convertido en género de culto. Quiero ser mayor (2005) y Se vende mamá (2009) son algunos de los ejemplos representativos de la línea infantil de Santos. En ambos se desencadenan interferencias entre el mundo adulto y el infantil. En ambos se muestra la mirada madura del infante que se proyecta en el adulto que espera o ansía ser. Son nítidos testimonios de todo aquello que hemos o creemos haber perdido y que todavía está presente, como la infancia o la relación que se promueve entre el adulto y el niño que alguna vez fue. Esta rearticulación de perspectivas —el adulto que piensa en el niño, el niño que se refleja en el adulto— permite hacer un retrato de la infancia y de sus manifestaciones en los cuentos de Care Santos. Hecho que contribuye, una vez más, a no silenEstos dos volúmenes (Intemperie y Solos), tal y como apunta Ángeles Encinar (2003: 134-135), son ciclos de cuentos y se articulan como una secuencia de relatos autosuficientes, que pueden ser leídos independientemente sin deberse nada entre sí, aunque interrelacionados: “Within the context of sequence, each short story is thus not a completely closed formal experience. Each successive apocalypse in some fashion prepares us for the next, shedding light on the compact worlds to follow” (Luscher 1989: 148). Conquistan una totalidad e instauran un espacio literario difícil de alcanzar en un único relato (Garland Mann 1989). 2  Así, establece un diálogo con referentes como Horacio Quiroga, Gabriel García Márquez, Juan José Arreola, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Juan Rulfo y Augusto Monterroso. 1 

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ciar la dilatada relación del hombre con su niñez, aun dentro de los márgenes ficcionales se produce un retorno al origen, a la esencia, a la patria. 1. La reivindicación de la identidad La literatura de la catalana está paradójicamente habitada por infantes que ansían ser adultos y por adultos que, sin renegar de su condición de niños, tienen cuentas pendientes con su infancia. Una máxima silogística resume la paradoja: la falta de libertad a la hora de tomar decisiones en la niñez. Esa Contradictio in adjectio, señalada por René Schérer y Guy Hocquenguem (1979), redunda en la imposibilidad de aunar los conceptos de “libertad” e “infancia”. Aporísticamente, la puericia no es ese paraíso perdido generado desde la senectud. La infancia de por sí tiene grilletes, cárceles y restricciones. Hay poco espacio para el yo. Y es, precisamente, este el rasgo distintivo de la niñez en los cuentos de Care Santos: Nora tiene una suerte inmensa. No tiene que pedirle permiso a nadie para hacer las cosas, porque su padre casi nunca está en casa. Puede quedarse despierta hasta tarde, comer lo que quiera (incluso chuches y ganchitos y cortezas) y salir siempre que le apetece. Además, su padre le da una paga cuatro veces mayor que la mía. Y tiene teléfono móvil. Y yo aquí, en la edad de piedra (Santos 2017: 39).

El estado taxativo en el que se halla inmerso el niño se contrapone al libre albedrío observado en el adulto. Este estadio de carencia le hace, asimismo, ansiar lo que no tiene. Ambiciona sacrificar la infancia a cambio del poder que puede conferirle la madurez. Visto de un modo simplista, pero muy esclarecedor: —Ser mayor es fantástico. Puedes acostarte tarde, comer lo que quieras o puedes no comer, y ver en la televisión todo tipo de programas, ponerte la ropa que tú eliges, lavarte los dientes cuando te da la gana (o no lavártelos), dejar comida en el plato, no comer alcachofas, no ponerte las botas de lluvia cuando llueve… Por no hablar de conducir, o de la ventaja de llegar a la parte de arriba del armario, o de que ninguna señora con moño te llame “guapo” o “mono” y te pregunte cuántos años tienes o qué quieres ser de mayor… (Santos 2006: 47).

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No se representa la infancia a imagen y semejanza de la concepción generalista del paraíso perdido, o de ese lugar encantado que no se olvida (Wich 1843). No apela al reflejo estereotipado de la niñez como verdadera patria rilkeana del hombre. Los seres que habitan su literatura reprochan el férreo control paterno y las estrictas normas sociales impuestas y mantienen ese trauma con una recurrencia perentoria, que les sirve, asimismo, para justificar sus frustraciones y sus carencias. —Y tendré que volver al colegio, donde todo el mundo me pondrá exámenes, y luego escribirá mis notas en un cuaderno, y papá las mirará con cara seria, y no podré acostarme tarde y tendré que hacer deberes, y en vacaciones no me dejarán jugar de noche en la plaza, y tendré que abrigarme mucho cuando haga frío, y ponerme unos guantes de lana horribles, con bufanda a juego, y dejar que mamá me desenrede el pelo cada vez que me bañe, y que me embadurne con cremas pegajosas después de la bañera, y que la abuela no quiera cruzar la calle si no le doy la mano y si no repito de qué color es el muñequito del semáforo… ¡Ser niño no tiene ninguna ventaja, es muy aburrido, es un rollo! (Santos 2006: 56).

No recela, sin embargo, de la infancia como etapa lúdica, no habla de la carga que representa el juego, porque el juego es precisamente uno de los elementos clave de la niñez. Se caracteriza por la libertad total para ejercer de niño mental y físicamente: “el juego se debe definir como una actividad libre y voluntaria, como fuente de alegría y diversión” (Caillois 1986: 31)3. Incluso embebida en el juego, no siempre esta infancia es símil de felicidad. Los años vividos no permanecen en el recuerdo con esa pátina edulcorada de la memoria, siempre mentirosa y protectora. Existen, como estamos viendo, otras mitologías de la infancia, otras en las que salen a flote miserias ocultas, “porque no seamos sectarios: la infancia es a veces un paraíso perdido. Pero otras veces es un infierno de mierda” (Benedetti 1980: 181). En estos términos, el carácter específico de la infancia podría entenderse como los “cuerpos dóciles” de Foucault (1976). Esa indefensión es la que le aprieta y le instiga a sublevarse contra lo establecido, a reclamar su parcela Es necesario también reflexionar sobre el carácter ritual del juego y lo que representa en la infancia todo rito (Benveniste 1947; Agamben 2011). 3 

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de actuación en la que poder desplegar los rasgos propios de su identidad. Se ejercen fuerzas de opresión y control con el objetivo de construir entes disciplinados, que en la praxis sean útiles para un determinado orden social (Foucault 1976; Butler 2001). Las tipologías actitudinales de Thomas y O’Khane (1999) nos sitúan en ese enfoque cínico del adulto que considera mermadas las capacidades infantiles y se apoya en su superioridad para infringir el poder y moldear al niño. Se configura entonces como un “niño-proyecto” al que educar frente a la concepción del “niño-como-ser” al que acompañar (Gaitán 2010). Mi mamá siempre fue una mujer caprichosa. Ella deseaba traer al mundo a una hembra, y mientras yo no tuve carácter para negarme ni juicio para darme cuenta me llevó siempre vestido de niña. El primer recuerdo que guardo de la mujer a quien debo el ser la sitúa, precisamente, frente al espejo, en el momento de trenzar mi abundante mata de pelo rubio oscuro (Santos 2000: 123).

Los pequeños se conciben como “receptáculos de los deseos e intereses de padres, profesores y gobernantes” (Noguerol 2018: 132). Se empuja, violentamente, al menor a superar cuanto antes la puericia, a acelerar la transición psíquica entre el niño y adulto: “Se pasa el día diciéndome que tengo que ser responsable (puede decirlo hasta doce veces en 10 horas). Yo odio esa palabra a pesar de que ahora ya sé lo que significa. Cuando no conocía su significado la odiaba aún más” (Santos 2017: 29). Las normas sociales ajenas e impropias del paraíso de la infancia agreden con impunidad los habitáculos de la niñez. Se les presiona intempestivamente a finalizar la etapa primigenia, lo que resulta catastrófico. Hay una manifiesta profanación de la puericia, que pasa fugaz angostada por la prohibición, la norma y el deber: Estimada señora Brillo: Soy su nuevo hijo. Me llamo Óscar, pero si prefiere llamarme otra cosa, no me importa. Lo único que quiero es que no me diga lo que tengo que comer ni qué películas tengo que ver. Que no me obligue a hacer los deberes ni me prohíba utilizar el ordenador ni me obligue a comer verdura. Todo lo demás, me da más o menos lo mismo. Espero que nos llevemos bien y que sepa usted coser botones. Saludos a su hermana, mi nueva tía (Santos 2017: 108).

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La impotencia es el carácter al que puede reducirse el sentir infantil. Nada hay al alcance del niño que le posibilite para desatarse de las severas sogas sociales. A largo plazo aflora el conflicto generado en la infancia entre el niño y el adulto. El pasado nunca es consumadamente pretérito, no es un simple lapso superado: late rítmicamente en el ahora (Paniagua, 2010). Todo lo evocado es sentido y sufrido4: Le voy a hablar de mi padre. Mi padre también era violinista. Tuvo siete hijos. A los siete nos enseñó música. Los siete tocamos el violín. Yo no quería ser músico. Yo quería ir a la Universidad. Quería ser arquitecto. O ingeniero. O médico. Algo respetable. Algo bien remunerado. Yo no quería ser famoso. Deseaba trabajar en un lugar con mucho sol, donde nadie me molestara. Solo. Sin que nadie decidiera qué tenía que hacer. Libre para tomarme unas vacaciones cuando me viniera en gana. Pero mis padres no tenían dinero para enviarme a la Universidad. Ninguno de mis hermanos fue a la Universidad. Los siete aprendimos a tocar el violín. A los siete nos daba el mismo asco (Santos 2000: 149).

La necesidad de liberarse de la presión paterna es un ruido constante en la obra de Care Santos. Existe una pulsión recurrente a huir de la infancia, a escapar de ese núcleo familiar asfixiante y castrador. Solo a través de la voluntaria y anhelada expatriación, se puede alcanzar la libertad: Cuando sea mayor seré piloto de Fórmula Uno. Me marcharé un buen día y ni papá ni mamá volverán a verme. […] Mi madre quiere que yo sea músico. Pero no uno de esos del montón, que tocan en las verbenas mientras la gente se divierte bailando. Mi madre quiere que sea como Mozart o como Beethoven […] (Santos 2000: 103).

El éxodo del hogar, que simboliza la única nación colonizada por el niño, se repite inevitablemente y sin enmascarar en sus cuentos, así, podemos verlo

En la misma línea se presenta William Faulkner: “The past is not dead; it’s not even past!” (2015: 85). Lo interesante del proceso evocador es la necesaria catarsis que se produce entre el sujeto y las aporías de su pasado. El yo pugna y vacila entre padecer en el laberinto del recuerdo o evadirse del mismo. En este sentido, caben destacarse los estudios de Candau (2006), Pinto González (2010), Pozuelo Yvancos (2006) y Ricœur (2010). 4 

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en “Marcial y Graciela, tanguistas argentinos recién llegados de Buenos Aires, debutan en Utrera”: “Yo soy diferente: soy ciudadano del mundo. Me fui de casa el mismo día en que cumplí dieciocho años porque mi sueño era ser bailador de flamenco y porque mi padre me descubrió metiéndole mano a mi primo Paco entre las tomateras” (2000: 55). Se desencadena la fuga como único medio de ser uno mismo. La defensa de la identidad es férrea. Existe, como es sabido, una dimensión temporal en la construcción de la misma. El ser “no se consagra, de una vez para siempre, al nacer: se construye en la infancia y debe reconstruirse sucesivamente a lo largo de la vida”5 (Dubar 2000: 15). Aun así, cómo se posicione el andamiaje en los primeros años es vital para forjar los moldes que recibirán los desengaños y frustraciones posteriores (Paniagua 2010). Recogen los infantes de Care Santos los escenarios posibles de la identidad tratados por Erikson: la vocacional, la sexual, la religiosa y la política. Son estos los pilares (algunos más relacionados con la adolescencia y juventud) sobre los que se asienta la identidad y los culpables de facto de los principales conflictos entre el mundo adulto y el del niño o el joven. La libertad se concibe disparmente según el ángulo desde la que sea observada. Así, el adulto equipara infancia a albedrío, frente a la mirada antagónica del niño que se traduce en el estado de dependencia y supeditación, de regulación y normatización al que es sometido. La niñez se convierte, pues, en un estadio de preparación para la vida adulta, hecho que la convierte en invisible, “pues el niño solo existe como un proyecto de adulto y ciudadano” (Calle 2017: 331). Su esencia queda reducida a la nada, si tenemos en cuenta la fricción que se ocasiona entre lo que el adulto espera y lo que el niño ansía. 2. Los espectros de la memoria Toda infancia narrada padece un proceso de transformación no solo fecundado por la falaz memoria, sino también derivado de las elaboraciones artísticas de la literatura. Esa ausencia de correlación con la realidad objetiva ya señalada por Zoran (1984). La infancia, concebida como cronotropo, su-

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La traducción es nuestra.

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fre distintas reconstrucciones que facultan la activación de ciertos recuerdos un tanto neutrales (si es posible hablar con ecuanimidad de una vivencia completamente subjetiva). A su vez, en ese intento de volver tangible un pasado remoto, se engendran espectros, sombras, ánimas que amueblan estancias nunca habitadas. Como afirmaba Bachelard “la memoria es un campo de ruinas psicológicas, un revoltijo de recuerdos” (2011: 151). Es este el principal carácter del recuerdo de la niñez, su volatilidad inmaterial. Pero, antitéticamente, la memoria es el “único recurso que tenemos para significar que algo tuvo lugar, que ocurrió, sucedió, ocurrió, antes de que declaremos que nos acordamos de ello” (Ricœur 2010: 41). Muchos de los recuerdos de la infancia provienen más de historias contadas que de situaciones vividas o recordadas: “La infancia no aparece tal y como fue sino tal y como se nos (re)presenta en tiempos posteriores: a esos años tempranos los modelamos, los construimos, los novelamos” (Braunstein 2008: 46). Todo ello se coloniza con el paso del tiempo y la ignominiosa pátina ilusoria del adulto. La fantasía solventa las carencias mnémicas, lo que entraña una hibridez de recuerdo, falacia y olvido. La evocación autobiográfica, esa habilidad que permite anudar a la memoria episodios del pasado, se halla plagada de recuerdos que nos han sido implantados como a los replicantes de Philip K. Dick, inmortalizados en celuloide por Ridley Scott (Dick 1968; Scott 1982). De ahí que se puedan explicar detallada e hipertimésicamente hechos que ni siquiera llegamos a vivir, que fueron experimentados por otros, que forman parte del territorio amnésico infantil6, pero que constituyen parte de nuestra historia: Voy a empezar por el principio de los tiempos: por mi nacimiento. La madre que me parió lo hizo en una guagua de la línea Coyonquilla-Chicuyán, cuando volvía del mercado antes de su hora. Una vecina de puesto le aseguró que tenía ojillos de parturienta, y ella se asustó tanto que recogió los pavipollos, los huevos y los panqueques y se fue a casa. Padre no tuve nunca. Bueno, alguna vez debí Tal y como reconocen White y Pillemer (1979) y constata Hudson (1996) si un adulto intenta rememorar sucesos acaecidos en su niñez, difícilmente evoca hechos anteriores a los tres años de edad. A este fenómeno se le conoce como “amnesia infantil” y se desconocen cuáles son sus causas, aunque ha sido analizado desde diferentes perspectivas, entre ellas la psicoanalítica, la neurobiológica, la procesual o la evolucionista entre otras. 6 

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de tenerlo, pero yo nunca estuve enterado de quién era el responsable de mi concepción y ni siquiera mi mamá fue capaz de recordar a quién correspondía tal privilegio, así que mi progenitor fue toda la vida más anónimo que el inventor de papel higiénico. Mejor, porque hay momentos cruciales en la existencia de uno en que un padre no hace más que estorbar (2000: 123).

La rememoración de este recuerdo está estrechamente relacionada con la repetición verbal del mismo. La verbalización refuerza el recuerdo original (de existir), lo fija (de no existir) o, incluso, lo reemplaza (Hudson 1996). No es un hecho trivial la importancia de la palabra en la construcción de la memoria y el recuerdo7. John Dewey (1971) afirma que solo a través del lenguaje somos capaces de ordenar y clasificar lo que percibimos del mundo. Es el lenguaje el que faculta la urbanización de los solares de la memoria, aunque sea falazmente. De ahí la intrínseca necesidad de escuchar el pasado en voz de otros, un paso más en el camino hacia el conocimiento de uno mismo y de lo que le rodea y acontece. Porque finalmente será el menor el que aprenda el prodigio de dar sentido a las cosas que hace o experimenta según cómo se desarrolle su capacidad de contarlas (Janer Manila 2002). Porque la narración es el artefacto cognitivo, el instrumento más humano, que permite construir y compartir el pensamiento (Bruner 2008). Pero todo narrador es también un fingidor, aquel que ficcionaliza lo contado para completar su vida. Se fabrican al mismo tiempo literatura y experiencia (Link 2014). Se reorganizan fragmentos mnémicos caracterizados por la distorsión consciente o Entstellung, lo que ha sido suprimido o escondido en alguna parte remota de la memoria (Freud 2015), no por ser inefable, sino porque darle vida (cual Golem) a través de la palabra no siempre es un acto ligero que reporte beneficio o placer: De su infancia descarriada de heredero universal prefiere recordar apenas los pies grandes de Melchor y los aullidos nocturnos de los perros, sobre todo de Canelo, porque ambos le enseñaron que más allá de la realidad hay otro mundo, acaso igual al real, pero más maravilloso: el de las palabras, los sones y las historias de lugares remotos que nadie sabe si alguna vez existieron (2004: 152). La estrecha relación entre lenguaje y conocimiento ya ha sido ampliamente constatada, pueden consultarse entre otros: Halliday 1993; Bruner 1997 y 2008; Mercer 2001; Chomsky et al. 2002 y Bronckart 2005. 7 

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Conscientemente se evita el recuerdo. Se repele la vivencia seleccionado qué acontecimientos merecen la anagnórisis. En muchos de estos casos, la narración rompe con el pasado e impone una clara fractura separatoria con lo vivido y sus recuerdos: “Los demás de la pandilla no merecen que me pare en ellos, pulga. Son secundarios insignificantes —casi tan insignificantes y molestos como tú— y lo único que nos une es la infancia, y ni siquiera con todos” (Santos 2000: 42). La infancia se acaba y no siempre hay que recrearla. También puede observarse este hecho en el despego a la hora de contar lo acaecido. En “Me llamo Betty Grey, me casé con un luthier y espero que no le importe si le cuento mi vida” se produce una encadenación meramente descriptiva de los sucesos, que se despliegan con la voz de la narradora, más próxima a un informante extradiegético o de espectador homodiegético. En este caso, la narración en primera persona no explota el privilegio de haber sido actante directo de la experiencia vivida y contada, lo dice, sin más, como testigo que observa sin querer formar parte de la estampa. La delata aquí la condición de artificio, de narrar una vivencia ajena: Mi familia se componía de una abuela polaca que sólo hablaba polaco, de una madre medio polaca y medio francesa que sólo era plenamente polaca en lo confesional, de modo que rechazó cualquier control de natalidad y parió catorce hijos, trece de los cuales vivían en aquella casa, además de las esposas de cinco de ellos, los esposos de tres de ellas, nueve cachorritos en periodo de crecimiento comprendidos entre los catorce años y los nueve meses y, por si fuera poco, una tía de mi madre que se había vuelto loca de remate y que se pasaba el día queriendo tirarse por el balcón, algo que, por descontado, con el tiempo, consiguió. Debo decirle, además, que yo era la pequeña de los hermanos y que tenía solo tres años cuando mi padre, que era inglés y fue reclamado en el frente cuando la Grand Guerre, lo mataron durante un bombardeo. Así que, para colmo, toda esta… —existe una palabra para lo que quiero decir— turbamulta humana de la que le hablo era el hogar de la viuda de un héroe de guerra y de sus trece huérfanos, lo cual convertía la cosa en algo mucho más insoportable. Con este panorama que le describo espero que no le parezca insensato que la inquieta joven que yo llegué a ser con veinte años deseara con todas sus fuerzas escapar de allí cuanto antes8.

Nuevamente, el deseo recurrente de abandonar el núcleo familiar para escapar del ambiente castrador e hiperbólico que rodea al menor. 8 

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Para hacerlo no se me ocurrió nada mejor que casarme, así que de niña decidí que contraería matrimonio en cuanto saliera la ocasión y con el primero que se atreviera a pedírmelo (Santos 2000: 83-84).

Estamos ante los recuerdos de campo freudianos, aquellos vistos a través de los ojos de otros o de un protagonista que narra como espectador, como cineasta de la escena: “la impresión originaria del ‘yo actuante’ (el que vivió la experiencia) se ha perdido en la traducción al lenguaje y a los intereses del ‘yo recordador’ (el que la evoca pretendiendo ser idéntico al primero” (Braunstein 2008: 45). Esta narración despegada es acto falsario y efecto de un encubrimiento. 3. El viaje iniciático hacia el logos Los ritos iniciáticos han servido desde antiguo para señalar el paso de la niñez a la madurez. En las culturas atávicas, tal y como señala Van Gennep (2013), el protocolo ritual se establece siguiendo una secuencia triple: la segregación, el tránsito y la inclusión, concebida muchas veces como una resurrección9. Las infancias literarias santosianas se configuran como lugar de paso, espacio circulatorio desde el que acceder a la etapa adulta. El niño, en su ansia de crecer, focaliza su ímpetu y proyecta la energía en alcanzar la meta, haciendo especial hincapié en los pequeños logros que va consiguiendo en su tránsito hacia la madurez: No voy a ser una carga por la sencilla razón de que me estoy haciendo mayor (ya le debo de haber dicho que voy a cumplir once años en junio), de que estoy abandonando mis viejos hábitos (ya no como pipas en el sofá, ya no dibujo en los libros del cole, ya no me hago pis en la cama, estoy a punto de dejar el sicólogo Resultaría una verdad de Perogrullo especificar que los ritos de paso presentes poco o nada tienen que ver con los ancestrales. El niño, en la sociedad actual, puede enfrentarse a protocolos iniciáticos religiosos como el bautismo, la comunión (como un paso más complejo en la vida espiritual), el casamiento (como llegada al mundo adulto), etc. Pero también existen ritos iniciáticos civiles como la obtención del carné de conducir, las sucesivas graduaciones escolares, el enamoramiento… Todos ellos contribuyen a introducirle en la madurez (Aguirre Baztán 1994). 9 

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infantil y también voy a acabar con esa manía de espiar desde el pasillo lo que hace mi padre) y, además, no voy a esperar mucho tiempo, una vez consiga resolver el futuro de papá, para buscarme una novia que se parezca un montón a usted y marcharme con ella a recorrer el mundo montados en mi bólido de carreras. Porque yo, ya lo sabe, de mayor quiero ser piloto de Fórmula Uno (Santos 2000: 119).

Toda vida comienza, como vemos, con una utopía, con un deseo, con la proyección fantasiosa del adulto que ideamos y termina con una nostalgia, la del niño que fuimos falsamente. La niñez se exhibe como un simple preludio de la madurez. Se le extirpa el alma para convertirla en una vía rápida, de dirección única. En esa ruta hacia la adultez, el acceso al saber es fonda de obligada estancia. La concepción de la ignorancia y la inocencia unida a la infancia está estrechamente conectada con el pensamiento occidental (Cabo Aseguinolaza 1996; Cross 2004) y es otro de los elementos que forman parte del ritual de paso. Saber conlleva crecer. Es común, por tanto, encontrar en narraciones autobiográficas o literarias la presencia de praxis iniciáticas, procesos en los que se lleva a cabo la travesía del mito al logos. Los niños se presentan ingenuos, con carencias de conocimientos básicos que les posibiliten acceder a significados más complejos. En el camino hacia casa, me dio por pensar qué cara pondría Teresa, mi maestra, de haber sabido que había puesto a la venta a mi madre por internet. Se quitaría las gafas para arrugar mejor las cejas, como siempre que algo le parece fatal, y comenzaría a hacerme preguntas difíciles, de esas que no sé contestar porque me paso el rato pensando que no sabré contestarlas (Santos 2017: 24).

Entre aquellos huecos cognoscitivos básicos, se encuentran todos los derivados de los usos pragmáticos del lenguaje. Los actos de habla indirectos, aquellos en los que se ocasionan desavenencias entre el aspecto elocutivo y el locutivo (Searle 1980 y Austin 1982), difícilmente son comprendidos por los niños, que ignoran las reglas de las implicaturas, de la ambigüedad y de las preguntas retóricas, entre otras cosas: “¿Cuántas veces tengo que decírtelo?” Lo peor de esta pregunta es que nunca espera respuesta. La primera vez que mamá la hizo, me quedé pensando, muy

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preocupado, sin saber cuántas veces realmente me parecían necesarias… ¿Veinte?, ¿quince? al final dije: “¿Diecisiete?”. Lo dije en serio, no sé por qué tenía que enfadarse tanto. Aquel día aprendí que cuando los adultos hacen una pregunta, no siempre esperan que les contestes (Santos 2017: 71).

En cualquier caso, esta falta de conocimiento deviene en una ignorancia aún mayor, si tenemos presente la concepción wittgensteiniana (“Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt” [1989: 134]) de la desaparición del mundo, con la ausencia del lenguaje, herramienta fundamental para la edificación de nuestra concepción de lo real. Es el lenguaje el que nos ayuda a comprender y el que permite significar. Hasta que se produce la epifanía del conocimiento el menor reorganiza su mundo con mitologías extraídas de la imaginación: Durante mucho tiempo pensé que responsable era una profesión, igual que ser maestro o ser bombero. De pequeño me daban miedo los bogavantes, las langostas y los cangrejos vivos que veía en el mostrador de la pescadería. Temía que saltaran y me agarraran la nariz con una de sus pinzas gigantes llenas de aristas puntiagudas. […] Una vez cuando entramos en la pescadería encontramos al señor del delantal atándoles las pinzas a los bogavantes con cinta adhesiva. —¿Por qué lo hace? —le pregunté a mi madre. —Porque es responsable —contestó ella, mientras estudiaba con mucho interés un montón de boquerones. Esa es la razón por la que yo no quería ser responsable. No quería ni imaginar tener que tocar las pinzas de los bogavantes. Qué miedo. Cuando supe qué era un pescadero, entendí un poco más lo que había querido decir mi madre (aunque solo un poco, a veces los niños necesitamos dos años para entender algo, pero al final lo conseguimos, todo es cuestión de no perder la confianza en nosotros). Bueno, el caso es que cuando busqué en el diccionario lo que significaba responsable, tampoco me gustó nada: “que pone cuidado y atención en lo que hace o decide”. Quizá hubiera sido más divertido tocar pinchos de bogavante (Santos 2017: 29-30).

Como el conocimiento sacrifica impunemente la niñez, el adulto, desde su posición, intenta mantener en el oscurantismo al niño. No comparte Prometeo el fuego sagrado. Se cree que la felicidad del infante radica precisamente en esa

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carencia de sabiduría. El experimentado se alegra de mantenerlo ajeno a lo que le rodea. Piensa que así puede protegerlo. La ignorancia salvaguarda del terror: Por fortuna, la niña no sabe nada de todo esto. Viajará por fin el próximo fin de semana y todas las hermanas que la conocemos y la hemos tratado durante estos meses deseamos que con usted encuentre la tranquilidad que necesita. Es una niña muy inteligente, pero tiene tendencia al desequilibrio (Santos 1996: 116).

En general, el mundo adulto censura el conocimiento en la infancia. Quizá como una lucha vana por preservar el paraíso perdido. La sabiduría se concibe como un despertar a la vida adulta. Conocer representa clausurar la niñez, cerrar las contraventanas de la infancia y partir hacia la etapa adulta. Abandonar la idolatrada inocencia. A los nueve años, durante la visita guiada a un teatro de ópera ochocentista, la niña Águeda recibió, por casualidad, la mayor enseñanza de su vida. La maestra iba delante, justo detrás del guía. Águeda tenía la edad suficiente como para apreciar —aunque fuera sólo vagamente— la belleza. […] A los nueve años, por casualidad, la niña Águeda supo que el fuego prendió la belleza y la redujo a la nada. Lo vio al día siguiente en los periódicos: un montón de escombros en donde ella distinguió molduras, tapices, rosetones y angelitos pintados de colores. Nunca más dejó que la vida la sorprendiera cuando tomaba la decisión de segar algo (Santos 1996: 119 y 123).

El conocimiento lleva también a enfrentarse a horrores cotidianos que son asumidos con una naturalidad chocante, alejada de cualquier mirada despavorida adulta. Se gesta una asunción indolora del descubrimiento. Está presente ese Umheimlich freudiano, esa extrañeza inquietante, precisamente porque la ignorancia del niño le impide cargar las tintas y su inocencia afronta como natural o como impostura lo que, debiendo mantenerse oculto, ha sido revelado. Aquella noche yo aún no sabía todo lo que supe más tarde. No habrían de pasar ni dos años para que el párroco, en el silencio altisonante de la sacristía y como quien por fin se pone en paz con su conciencia, me contara la historia de una criatura nacida antes que yo, en aquel lugar lejano del que vinieron mis padres, a

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quien enterraron en un ataúd blanco, como se entierra siempre a los ángeles del cielo, después de un abominable accidente —tales fueron sus palabras— causado por aquellos cuatro gigantones. Me habló de una gallina que cierta vez vieron degollar mis hermanos, de cómo les atrajo el color intenso de la sangre y cómo quisieron poner a prueba su destreza. Mientras mi hermanita se desangraba, los cuatro la miraban en un silencio respetuoso, babosos y alborotados por la emoción, sentados en el banco del patio (Santos 2004: 36-37).

Conclusiones Tras estas líneas y para esbozar una suerte de cartografía de la infancia en la obra de Care Santos podemos admitir, sin temor a apartarnos de la verdad, que mantiene una preocupación constante por la falta de libertad en la puericia. Su literatura denuncia los angostos lazos bajo los que se cría, plenos de deberes, mandatos y normas incomprensibles. Se querella también contra el control paterno y frente a los obstáculos que se imponen al desarrollo de la identidad individual. El niño, como ser maleable, débil e inocente, es sometido a un proceso socializador y de vigilancia, sobre todo desde el gravamen paterno que ha proyectado su futuro de antemano. Se encuentran en un continuo litigio entre el deber que se le impone y el deseo de ser. Esa pedagogía de la orden y el precepto, que promueve la creación de un niño a imagen y semejanza de su progenitor o de los deseos del mismo, acaba por aturdirle con consignas esterilizantes. Se anula al menor y por extensión, a la infancia. El ámbito familiar se configura, muchas veces, como un espacio claustrofóbico del que hay que salir para no morir asfixiado. Se abandona el origen para poder encontrarse, paradójicamente, a uno mismo. No invade a los personajes de la catalana ninguna melancolía reparadora a la hora de rememorar pasajes de la infancia. Ni se accede a la niñez con hechizo melancólico. Tampoco se concibe la infancia como un puerto al que arribar, una Ítaca lejana a la que regresar a toda costa. Todo lo contrario. No hay nostalgias, ni anhelos, solo traumas y reivindicaciones. Su literatura deja patente la constante pugna que se ocasiona entre el adulto y el niño, y el litigio inquebrantable entre dos mundos supuestamente opuestos. Sus personajes se encuentran encerrados en una infancia que no quieren y de la que ansían raudos salir. El conflicto aparece cuando el adulto

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lo impide, quizá, como ya hemos señalado, como un acto estéril de mantener al otro en la infancia que él perdió. Es testigo la catalana también de cómo se articula la memoria para aproximarse o alejarse de lo vivido. Muestra en qué manera el adulto narra su niñez, cómo se retorna al lugar donde se encuentra aletargado el recuerdo. El saber es otro de los elementos que entrañan la pérdida de la inocencia y por ende de la niñez. A través del conocimiento el menor accede al mundo adulto. Todos estos elementos: opresión, anhelo, huida, distancia, adquisición del conocimiento… no son más que factores que implican la pérdida y la anulación de la infancia, en pro de un estado superior al que acceder, pero del que es imposible volver. Muestra Care Santos, apartada de esa imagen bucólica y extendida de la infancia como patria del hombre, una realidad mucho más objetiva y menos idealizada. Hay tantas infancias como niños. En todo caso y visto fríamente desde el ángulo que se prefiera, la niñez es una comarca caduca, un estadio, en el que llevar a cabo diferentes rituales de paso, un peldaño más que superar para llegar al mundo adulto. Bibliografía Agamben, Giorgio (2010). Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Aguirre Baztán, Ángel (1994). Estudios de Etnopsicología y Etnopsiquiatría. Barcelona: Editorial Boixareu Universitaria Marcombo. Austin, John L. (1982). Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona: Paidós. Bachelard, Gaston (2011). La poética de la ensoñación. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Benedetti, Mario (1980). Inventario. Madrid: Visor. Benveniste, Èmile (1947). “Le jeu et le sacré”. Deucalion 2: 161-167. Braunstein, Néstor A. (2008). Memoria y espanto o el recuerdo de la infancia. Ciudad de México: Siglo XXI. Bronckart, Jean Paul (2005). Une introduction aux théories de l’action. Genève: Université de Genève. Bruner, Jerome (1997). La educación, puerta de la cultura. Madrid: Visor. — (2008). “Culture and Mind: their Fruitful Incommensurability”. Ethos 36: 29-45. Butler, Judith (2001). Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción. Madrid/Valencia: Cátedra/Universidad de Valencia.

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ENTRE LA PUREZA Y EL ASOMBRO: EL DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO EN LOS CUENTOS DE ÓSCAR ESQUIVIAS* María Pilar Celma Valero Universidad de Valladolid

Introducción Óscar Esquivias (Burgos, 1972) es una de las voces que suenan con más fuerza y con más personalidad en el panorama literario español actual. Desde sus inicios como escritor, su trayectoria ha estado marcada por el reconocimiento que implican los premios literarios: ganó el primero a los 18 años, el Premio Letras Jóvenes de Castilla y León (relato), en 1990, premio que volvieron a merecer otros dos relatos suyos, en las convocatorias de 1995 y 1997. En el año 2000 obtuvo el Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid (Novela) por Jerjes conquista el mar y el Premio Ateneo Joven de Sevilla (Novela) por El suelo bendito. En 2006 mereció el Premio de la Crítica de Castilla y León por su novela Inquietud en el paraíso. Sus libros de cuentos también obtuvieron prestigiosos premios: La marca de Creta recibió en 2008 el Premio Setenil de cuentos y Pampanitos verdes, el Premio Tormenta en 2011. Finalmente, en 2017 recibió el Premio Castilla y León de la Letras, a toda su trayectoria literaria. Este cúmulo de premios no hace sino corroborar Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación I+D “La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas” (DGCYT FFI2015-70094-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad dentro del Programa Estatal de Fomento de la Investigación científica y técnica de excelencia (Subprograma estatal de Generación de conocimiento). * 

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el reconocimiento de la crítica y del público a una obra llena de matices y escrita en una prosa tan exquisita como natural. Hasta la fecha, Óscar Esquivias ha publicado tres libros de relatos: La marca de Creta (2008), Pampanitos verdes (2010) y Andarás perdido por el mundo (2016). En una entrevista, el propio escritor ha reconocido su preferencia por este género: “Prefiero los primeros [los cuentos] porque la satisfacción por el trabajo terminado llega antes y, además, si la historia se tuerce, da menos pena tirar a la basura tres páginas que ciento veinte” (Bellver 2011). Todos estos libros se presentan como una suma de cuentos, en principio sin aparente relación, la mayoría de ellos publicados en revistas o en antologías antes de encontrar su ubicación definitiva en estos títulos. La crítica ha valorado muy positivamente estos libros y hoy Óscar Esquivias está considerado como un “valor indiscutible del cuento español actual” (Rodríguez-Fischer 2011). El tema del descubrimiento del mundo, desde la mirada infantil o adolescente, recorre las páginas de sus tres libros de cuentos. Curiosamente, los relatos con cierto protagonismo infantil o con pasajes rememorativos de la infancia van aumentando su presencia, los matices y las perspectivas, desde su primer libro hasta el último. En La marca de Creta (2008), no hay ningún relato centrado en una figura infantil y solo dos (de un total de diecisiete) están protagonizados por un adolescente. Son “La reina del puré” y “La fiesta más divertida”. Sí hay varios centrados en la primera juventud, sobre todo en el tema de la búsqueda de identidad, pero no los trataré al ser ajenos al objeto de este estudio. Además de los relatos protagonizados por un niño o adolescente, en varios se recrea, desde la memoria, alguna otra anécdota o impresión de la niñez, como ocurre en “Hijos de Dios”. No obstante, en este libro se encuentra uno de los primeros relatos escritos por Esquivias, “Biológicas: una lectura providencial”, que, aunque protagonizado por una mujer adulta, plantea el tema de la infancia, desde una perspectiva absolutamente novedosa: las aspiraciones de los padres, proyectadas en los hijos, y las consecuencias que podría tener conocer el futuro que espera a nuestros hijos. En Pampanitos verdes (2010) se incluye un relato centrado en el mundo de la infancia: “El dolor”; otro que explora la relación de un padre separado con su hijo de siete años, “Viaje al centro de la tierra”; y otro, “Monólogo del

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técnico de sonido”, centrado en la relación padre-hijo, a lo largo de los años, en el que se incluye también un pasaje rememorativo de la infancia. Por último, en Andarás perdido por el mundo (2016) hay seis relatos que, en mayor o menor grado, remiten al tema de la infancia o la adolescencia: “Todo un mundo lejano”, “Curso de natación”, “La Florida”, “Los chinos”, “La casa de las mimosas” y “El misterio de la Encarnación”. Decía Rilke que la verdadera patria del hombre es su infancia. Esta afirmación metafórica suele citarse como una verdad casi incuestionable. Es cierto que hay un fondo común en el recuerdo que tenemos de ella, pero también es verdad que su concepción dista mucho de unos autores a otros: no para todos la infancia es el paraíso perdido. Y una matización más: la concepción que tenemos de ella es siempre una recreación desde la memoria, de forma que, en cómo la recordemos, han influido acontecimientos vividos en la misma, pero también otros vividos mucho después, en la juventud o incluso en la madurez. La infancia, en la literatura, es siempre una recreación y la visión que de ella transmita un escritor es siempre una visión selectiva y, por ello, absolutamente personal. No obstante ese carácter personal, la infancia ha llegado a constituirse en un tema literario sumamente operante en la literatura de la modernidad y ha llegado a elevarse en el imaginario colectivo una imagen de la niñez —marcada por la inocencia, la espontaneidad, la imaginación…—, que, sin duda, la literatura del último siglo ha contribuido a formar. Como afirma Fernando Cabo, al estudiar la relación de la infancia y la literatura, “la infancia ha supuesto, efectivamente, un punto de referencia básico en la constitución de lo que llamamos literatura, la cual se ha valido de aquella para asentarse imaginariamente en el contexto moderno al tiempo que ha contribuido de modo poderoso a dotar a la niñez del enorme potencial semiótico que posee en la modernidad” (2001: 8). De la lectura de los relatos arriba citados de Óscar Esquivias, podemos deducir una concepción de la infancia y de la adolescencia en la que el autor burgalés selecciona y resalta algunos aspectos característicos de la misma: en primer lugar, la mirada sorprendida ante el mundo, que le lleva al descubrimiento de ciertos “misterios” de la vida; dentro de estos misterios, el que más se asocia a la pérdida de la inocencia es, sin duda, el descubrimiento del sexo; en segundo lugar, el enorme —y, para el observador externo, encantador— poder de la imaginación; y, por último, el acceso al mundo por la palabra.

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El descubrimiento de los misterios de la vida He titulado este estudio “entre la pureza y el asombro” al ser estos dos de los rasgos definidores de la niñez más comúnmente admitidos. Damos por sentado que la infancia es el ámbito de la inocencia. Calificamos de pura esa ingenuidad que nos hace creernos el centro del universo (lo éramos, en el universo del vientre materno) y sentirnos seguros, en la confianza ciega en nuestros progenitores. Por otra parte, la infancia es la etapa más propicia al aprendizaje: todo está por aprender. Y la curiosidad, la capacidad de sorpresa, son cualidades que abren la mente del niño y le llevan a buscar respuestas. Óscar Esquivias conoce bien la concepción de Rilke sobre la infancia. De hecho, hay un pasaje que, aunque con metáforas paralelas, remite claramente a la célebre frase del poeta. En “La casa de las mimosas”, el protagonista relata así el final de su niñez: En 1926 se terminó mi infancia. Bueno, es muy inexacto expresarlo así: por supuesto seguí siendo un niño —cumplí en diciembre ocho años—, pero fui de una manera muy distinta, más triste, más solitaria, con ciertas malicias y escrúpulos que antes no había tenido; se puede decir que seguí creciendo con mi inocencia mellada. Fue como si atravesara una frontera invisible de ese gran país que es la infancia: no lo abandoné, pero cambié de provincia y pasé a otra menos amable y florida, en la que a veces caminaba con vértigo, expuesto a los vientos fríos, atisbando los paisajes a los que me dirigía (Esquivias 2016: 169).

La intertextualidad con la cita de las Cartas a un joven poeta es evidente, con una aparente concreción mayor (país frente al abstracto patria), por supuesto sin abandonar el carácter metafórico. Quizá añade Esquivias el hecho de que la infancia es siempre evolución; que no es algo estático; no es el estado idílico atemporal. En realidad, el niño protagonista de este relato sí tiene una infancia, si no completamente feliz, sí despreocupada. La pérdida de la inocencia a la que se refiere en este pasaje es un proceso natural, nada traumático. En general, no predomina en los relatos de Esquivias una visión idílica de la infancia. Hay relatos en los que el niño está marcado, primero, por la indiferencia o por la ausencia forzada de uno o ambos progenitores, como

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ocurre en “Hijos de Dios” o en “El dolor”; segundo, por hechos traumáticos que rompen su connatural ingenuidad (“El dolor”). Pero de mayor o menor duración, siempre ha habido una etapa marcada por esa sensación de centralidad. En “Hijos de Dios”, el joven protagonista reflexiona sobre su pasado y dedica un breve, pero significativo, pasaje a su niñez: Hasta que, con cuatro años, fui al colegio, estuve convencido de que yo era el único niño del mundo. También creía que mis padres eran inmortales. Mi cuerpo, de año en año, casi de mes en mes, iba cambiando, pero ellos permanecían iguales. El tiempo solo pasaba por mí: algún día crecería y sería un adulto como ellos y entonces todo se detendría y ya no sabía qué pasaría después (Esquivias 2008: 76).

En este relato, el joven protagonista, de diecinueve años, es muy crítico con sus padres que le han trasmitido una indiferencia palpable, pero eso no le impide recordar ese momento de pureza máxima, de ignorancia de los misterios y amenazas de la vida. Hay otras ocasiones, en que la visión de la familia está teñida del humor benévolo que impone la distancia temporal, como ocurre en la “La reina del puré” (Esquivias 2008). Este relato, que comienza con el pretérito imperfecto típico de los cuentos tradicionales (y que, al principio, da la sensación de estar narrado en tercera persona, como aquellos), rememora la sensación de un adolescente, que ya ha dejado atrás la niñez y, por tanto, sabe que no es un principito. Pero si él no es un príncipe, su madre sí es una reina, “la reina del puré”, considerada así por su obsesión por darles siempre de comer verduras trituradas. La ironía es evidente y forma parte de ese mundo de los adultos al que está accediendo el adolescente protagonista. La figura normalmente positiva de los abuelos, se distorsiona a menudo en los relatos de Esquivias. En “Monólogo del técnico de sonido”, el protagonista, ya adulto, rememora su infancia mientras espera a que empiece la función y recuerda el disgusto que le producía la costumbre de ir a comer todos los domingos a “casa de la abuela”; la figura del abuelo se recuerda con rigor: “mi abuelo era alguien —hoy puedo decirlo— despreciable, de malos instintos y trato francamente áspero, sobre todo con sus nietos, quienes le aborrecíamos” (Esquivias 2010: 95-96).

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La infancia es, en realidad, el progresivo abandono de esa mirada pura, conforme vamos descubriendo la realidad de la vida. La mirada sorpresiva recorre todos los relatos de Esquivias en los que se recrea la niñez y la adolescencia. Abundan los sintagmas en los que se pone de relieve esa capacidad de asombro del protagonista. Esta insistencia en el efecto de sorpresa ante un hecho resulta aún más relevante si tenemos en cuenta que casi todos los relatos son rememorativos. Así, el narrador (unas veces externo, pero a menudo es el propio protagonista que, ya adulto, recrea su niñez) resalta su sorpresa por encima del hecho en sí. Los ejemplos se multiplican: —“Para sorpresa de Gerardo, al llegar la noche del viernes, aquellos hombrones mustios parecieron animarse. Se les veía limpios, perfumados, charlatanes, casi felices” (“La fiesta más divertida”, Esquivias 2008: 45). —“Su sonrisa y el tono familiar le sorprendió a Gerardo” (“La fiesta más divertida”, Esquivias 2008: 47). —“Mordí la almohada y cerré los ojos, esperando el pinchazo. Pero lo que sucedió me sorprendió” (“El dolor”, Esquivias 2010: 92). —“Me sorprendía mucho que casi todos ellos [sus compañeros] llegaran al colegio sabiendo hablar solo inglés…” (“La casa de las mimosas”, Esquivias 2016: 170). —“Yo no podía estar más asombrado. ¿Cómo había ocurrido esto?” (“El misterio de la Encarnación”, Esquivias 2016: 200-201). ¿Cuáles son esos misterios de la vida que el niño o el adolescente ha de descubrir?: la propia vida y sus fases o estadios (la gestación y el nacimiento, la enfermedad, la ancianidad, la muerte) y, por supuesto, el sexo, cuyo descubrimiento le irá alejando de ese halo de inocencia y de pureza que le define como niño. Antes de entrar en esas fases y circunstancias vitales, veamos el concepto de la vida que tiene el adolescente protagonista de “La fiesta más divertida”: Para él, la vida de cualquier persona se parecía a un tejado a dos aguas con sus vertientes muy pronunciadas. En la primera, uno sube, crece, tiene salud, fuerzas, ilusiones. Luego llega al vértice —algunos a los veinte años, otros a los cincuenta— y todo cambia: empieza la madurez, que en realidad es un eufemismo de la resignación o la derrota (Esquivias 2008: 47).

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Como puede verse, no se trata solo de una concepción biológica de la vida, que incluye sus distintas etapas. Es, sobre todo, una concepción anímica, que no parece dejar cabida a la esperanza. El final es siempre “resignación”, “derrota”, algo que, desde luego, no cabía en la mentalidad infantil y que sí empieza a ser una percepción general en la mente de un adolescente. Veamos esos misterios que el niño ha de descubrir, en sus distintas fases. En primer lugar, la propia vida. La causa y el origen de ella es motivo de sorpresa y curiosidad. Quizá en este sentido el relato más evidente es el titulado “El misterio de la Encarnación” (Esquivias 2016). El protagonista narra, desde la memoria, su acceso a los misterios de la concepción y del nacimiento cuando tenía doce años, a través de la experiencia de una vecina poco mayor que él, que se queda embarazada y da luz a una niña. Recuerda así su salida de la ingenuidad: Era un niño ingenuo, puro, purísimo […]. Hasta hacía unos días ignoraba por completo cómo se propagaba realmente la vida entre los humanos y todavía entonces me costaba aceptarlo y espantar la sospecha de que me estaban gastando una broma. Sí, es cierto: en el curso pasado, con sor Violante […], había estudiado el sistema reproductor, que venía en el libro de Ciencias Naturales inmediatamente después del excretor. La maestra nos contó asépticamente que los espermatozoides fecundaban los óvulos […] Sor Violante nos había obligado a aprendernos un montón de términos abstrusos (escroto, gameto, citoplasma), pero no nos explicó cómo saltaban esos renacuajos del hombre a la mujer, cuál era el conducto que los llevaba a su destino (Esquivias 2016: 200-201).

En este punto, el protagonista echa mano de su imaginación, pero tampoco se detiene en ello, porque pone de relieve el poco interés que despierta en él este tema. Acepta que hay misterios en la vida y el de la fecundación es uno de ellos. Sin embargo, será a partir de la experiencia de los otros niños que le rodean como vaya accediendo al desvelamiento de esos misterios. Primero, con su amigo, que entra en la pubertad antes que él y le muestra orgulloso su vello púbico. El amigo, además, le va dando explicaciones más “realistas” de aquellos fenómenos a los que los adultos se refieren con eufemismos. Así, le explica qué significa que su amiga haya hecho el “desarrollo” (eufemismo empleado por la monja que les da clase) y se lo explica de una manera bastante brusca: “Es como mear sangre” (Esquivias 2016: 202). El

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niño se aferra a su inocencia y a su ignorancia: “Solo pensar en ello hacía que me sonrojara y que me sintiera sucio y malvado” (Esquivias 2016: 203). Los hechos se narran con cierto detalle. Primero conocemos el interés de la chica por el protagonista y la negativa de este a “ser novios”. Este rechazo supone un distanciamiento entre ellos. Poco tiempo después ella desaparece de escena y, al cabo de unos meses, la monja les anuncia que ha sido madre de una preciosa niña. El niño se siente aterrado, contemplando la posibilidad de que pudiera ser hija suya: “¿Y si el espermatozoide era uno mío que, inadvertidamente, había expulsado de mi cuerpo sin saber cómo, quizá con un estornudo, quizá con un perdigón de saliva, y había acabado en los labios de la Yoli?” (Esquivias 2016: 206). Compartir este temor con su amigo, le sirve para que este le explique realmente cómo se produce la fecundación. Y su reacción muestra cómo prefiere seguir aferrado a la ingenuidad infantil: “Me estás engañando, eso es una cochinada. Si fuera así, no habría nacido ningún niño en el mundo. Da asco” (Esquivias 2016: 206). Finalmente, el protagonista visita a su amiga y conoce a la niña, pero huye horrorizado ante la idea de que pueda ser hija suya. El relato termina resaltando la necesidad de huir que sintió en ese momento y que le ha acompañado toda su vida. El propio Óscar Esquivias ha explicado cómo surgió este cuento y sus palabras pueden aclararnos la actitud del protagonista: La revista Eñe me solicitó a través de Elena Medel un cuento para un número monográfico dedicado a la maternidad, tema que abordo en “El misterio de la Encarnación” (2015) (releído hoy, tengo la sensación de que en realidad escribí sobre la paternidad o, mejor, sobre el miedo —o la renuncia— a la paternidad por parte del personaje protagonista) (Esquivias 2018: 26).

En cualquier caso, y aparte de ese temor personal a la paternidad, el relato muestra muy bien el descubrimiento de los misterios de la vida, descubrimiento para el que la educación sexual que se daba en los colegios resultaba claramente insuficiente. El sexo, como veremos después, no se aprende en los libros, sino en la vida. Desvelado el origen de la existencia, el niño ha de enfrentarse a otras dos realidades terribles: la enfermedad y la muerte. En general, los males que padecen los niños protagonistas son males menores, como catarros o leves

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infecciones. Solo en un caso, el niño se ve afectado por una enfermedad que le dura años y que le hace sentirse diferente y que, en consecuencia, marcará toda su infancia. En “Los chinos”, al niño protagonista le detectan una desviación de la columna y le ponen una especie de corsé metálico, que le impide hacer gimnasia y llevar una vida normal. Cuando se libere de él, a los dieciséis años, sentirá la emoción de la libertad. En ocasiones, el niño descubre la enfermedad ajena y contempla asombrado sus efectos en los adultos. En “Monólogo del técnico de sonido”, se rememora la sensación de espanto del niño ante la progresiva amputación de las piernas a su abuelo, que padecía diabetes. El horror ante el agrio carácter del abuelo, se acompaña del horror por los efectos de su enfermedad: No solo él y su carácter de ogro devoraniños […]: también nos aterraba saber que padecía esa misteriosa enfermedad invisible que de vez en cuando le daba dentelladas al cuerpo y le comía las extremidades […]. Nosotros, los niños, teníamos gran curiosidad por dónde habían ido a parar esas piernas (Esquivias 2010: 97).

En este relato se ponen al descubierto, de una manera descarnada —nunca mejor dicho— los terribles efectos de la vejez, que no solo sorprenden al niño, sino que le incomodan e inquietan: “El abuelo usaba sus inexistentes piernas como barómetros: nos inquietaba mucho cuando, con sus ojos nublados y la barbilla temblona, se despedía de nosotros y nos decía: ‘Abrigarse, niños, que va a llover, lo noto en esta pierna’” (Esquivias 2010: 97). La muerte apenas aparece en los relatos que tienen como protagonista a un niño. Solo en dos de ellos se menciona y en ambos de manera rápida y con escasa conciencia de ella por parte de los niños protagonistas. El primero es en “Monólogo del técnico de sonido”: se hace una referencia a que la casa a la que acudían todos los domingos, seguían llamándola “casa de la abuela”, aun muchos años después de morir esta, asociando el nombre a algo acogedor, que no casaba con el carácter agrio del abuelo. Luego se menciona también la muerte de este, pero de una forma rápida y carente de la más mínima afectividad: “El abuelo murió pronto y todos nos alegramos. Se vendió su piso de Menéndez Pelayo y mis padres recibieron una millonada que, en parte, ingresaron en las cuentas corrientes de sus hijos” (Esquivias 2010: 100).

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El segundo relato en que se menciona la muerte es en “La casa de las mimosas”. Se relatan los primeros años de la vida de un niño, hijo de una princesa rusa exiliada en Los Ángeles y su aprendizaje de la vida a través de su contacto con el mundo del cine. Aparte de la referencia a la muerte de sus abuelos y de su propio padre, en la Revolución Rusa, antes de que él naciera, el niño tiene un primer contacto con la muerte al morir el chófer de la familia, fallecido de forma súbita. Pero no parece haber lugar para la compasión; la madre solo siente la incomodidad de haber perdido a un empleado: “¡Morirse así, sin avisar, sin prepararnos!” (Esquivias 2010: 700). Habrá que esperar a la primera juventud, hasta que algún protagonista de los relatos de Óscar Esquivias tenga una experiencia próxima y real, materializada en la muerte de un hermano, como ocurrirá en “Pampanitos verdes” (Esquivias 2010: 55-64). El descubrimiento del sexo Sin duda es el sexo el ámbito que más frecuentemente se asocia al descubrimiento del mundo y a la pérdida de la inocencia. Dicho descubrimiento puede ser algo externo, debido simplemente a la contemplación del sexo ajeno, o puede ser un descubrimiento personal, una experimentación en primera persona. Lo primero que se destaca en el proceso de aprendizaje del sexo es la sorpresa ante el cuerpo del adulto. En “Viaje al centro de la tierra”, el narrador, padre de un niño de siete años, constata varias veces la mirada insistente de su hijo hacia su sexo. “Me miraba con curiosidad, como si hubiera en mi cuerpo algo que le intrigara” (Esquivias 2010:146). En la contemplación de los genitales de los adultos, sin duda lo que más sorprende al niño es el vello púbico. En “El dolor”, el niño que padece un abuso sexual no puede evitar centrar su mirada en esa parte del cuerpo adulto: “La gran mata de pelo púbico enlazaba con el vello que le cubría el vientre” (Esquivias 2010: 92). Después, se aprende por observación del mundo externo, como ocurre en “La fiesta más divertida”. En este relato, el adolescente que ha ido a estudiar a la ciudad podrá tener sus primeras experiencias, en gran medida como mero observador. Hay que comentar que el abandono de la casa

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familiar (normalmente ubicada en un entorno rural) para ir a la ciudad es un tema recurrente en la narrativa breve de Esquivias. Son varios los relatos que tratan esta especie de acto de “iniciación”, que marca paralelamente el tránsito de la niñez a la juventud. En “La fiesta más divertida” se trata de un adolescente de catorce años que se aloja en una pensión de la capital burgalesa. La primera sensación es de extrañamiento, hasta de prevención; pero enseguida cambia su percepción y la ciudad se le presenta como un ámbito de libertad: “Sintió algo que al pronto no supo nombrar, pero que se parecía a un alivio grande: supo por primera vez que aquel lugar era su casa, que era libre” (Esquivias 2008: 41-42). Es este un tema que aparece también en otros cuentos, como “Hijos de Dios” o “El estudiante de Salamanca” y al que ha prestado atención Fernando Valls (2011), en el espacio dedicado al estudio de los cuentos de Esquivias. En principio, el único acceso que tiene al sexo el protagonista de “La fiesta más divertida” es la autosatisfacción y la mera observación de las relaciones de otros. Primero se narra con absoluta naturalidad cómo el protagonista se prepara para su primera fiesta y lo hace acicalándose y masturbándose. Pero el hecho de no tener disponible una muda y tener que ir sin ropa interior, le hace sentirse vulnerable: “Se sintió indefenso, débil, con esa vergüenza de cuando uno sueña que pasea desnudo por la calle” (Esquivias 2008: 50). Luego, ya en la discoteca, el tema de conversación principal con sus amigos deriva también hacia el sexo. En la terraza de una discoteca, un amigo le dice al joven: “Cuando hace buen tiempo. La gente sale aquí a fumar, a besarse y… Bueno, a hacer otras cosas” (Esquivias 2008: 52). Al volver a la sala y ver a una mujer, el amigo exclama: “Fíjate en esa, qué guapa. Seguro que es una puta. Vienen aquí a cazar clientes” (Esquivias 2008: 52). Todo gira en torno al sexo, aunque en principio sea más un deseo que una realidad. Pero en la sociedad del siglo xx, hay otra forma de acceder a la visión erótica y es a través del cine, como ocurre en “La casa de las mimosas”. El protagonista declara explícitamente que a los ocho años dejó de ser niño. Y, aunque alude a varios hechos como causa de esa trasformación —entre otras, la pérdida de devoción religiosa—, la realidad es que el hecho al que más relieve se da en el relato es una escena de una película de Greta Garbo, en la que se insinúa una relación homosexual y una fuerza erótica casi irrefrenable que inspira la protagonista:

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En aquella película había algo más, algo que estaba y no estaba en las imágenes y en la historia, una especie de melodía secreta que yo solo escuchaba. Sentí una conmoción. Aquella tarde, con ocho años, tan pequeño, atisbé lo que significa el sexo, aunque entonces no hubiera podido formularlo así. Los dos protagonistas masculinos —Gilbert y Hanson— se miraban de una forma tan intensa que transmitían un sentimiento que iba más allá de la amistad. No eran simples amigos, no eran tampoco hermanos, había otro lazo muy distinto que los unía, algo que yo deseaba también. Entre ellos se interponía Greta Garbo, que simbolizaba una fuerza aún más poderosa a la que no se podía llamar amor porque era lago —me pareció entonces— sucio y maligno, pero irresistible. Los besos de Greta Garbo no me parecieron ridículos, como en El torrente, sino muy perturbadores. Los hombres caían a sus pies y se sometían como perritos, se dejaban acariciar, la lamían las manos. Por primera vez deseé que alguien me tocara así, me mirara con ese mismo deseo (Esquivias 2016: 174-175).

La narración termina con la queja de la madre de que en Hollywood “han dejado de hacer cine para niños”, a lo que él responde de forma contundente: “Ya no soy un niño, mamá” (Esquivias 2016: 175). Una vez más la iniciación sexual —aunque solo sea vía contemplación— se asocia a la pérdida de la inocencia propia de la infancia. “El dolor” es un cuento que impacta al enfrentarnos a una realidad brutal, la de la pedofilia. El protagonista, enfermo en la cama, recibe todos los días la visita de un practicante que acude a su casa a ponerle una inyección, lo que le produce un dolor tan intenso que se siente aterrorizado y llega a desear morir antes que volver a sentirlo. Pero el dolor va a tomar tintes más trágicos. Un día de tormenta, la tía del pequeño se ausenta para controlar al ganado y el practicante aprovecha la situación de soledad para abusar del niño. La escena se relata con toda su crudeza, desde la mirada asombrada del protagonista: Mordí la almohada y cerré los ojos, esperando el pinchazo. Pero lo que sucedió me sorprendió. Con gran suavidad, las manos del practicante recorrieron mis muslos, arriba y abajo, y luego acariciaron mi perineo. Después noté el peso de su cuerpo al tenderse sobre el mío, el calor de su piel desnuda (Esquivias 2010: 92).

Aun en el caso de tratarse de una imposición, el sexo genera en el niño sentimientos encontrados, que sorprenden al protagonista:

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No entendía lo que pasaba. Estaba muy asustado, pero, a la vez, también notaba una gran excitación, me sentía presa de unos sentimientos desconocidos: un hormigueo intenso y una sensación arrebatadora de vuelo, como si mi cuerpo, sin moverse, se hubiera disparado al aire, como si sintiera un terremoto interno que no pudiera controlar. Mi corazón se aceleró aún más. El practicante se frotó contra mis nalgas y en seguida eyaculó entre suspiros roncos: sentí unos goterones sobre mi espalda (2010: 92).

El abuso va asociado a la intimidación y, en consecuencia, al miedo de la víctima. La amenaza se hace efectiva: “Si cuentas algo, te mato” (Esquivias 2010: 92). Lo curioso es que el niño percibe también el miedo culpable del pedófilo y, por supuesto, decide callar porque, aunque no ha tenido culpa alguna, él siente vergüenza de lo sucedido. Sin restar gravedad al tema, el relato da un giro con una nota de humor: el niño saca ventaja de la situación padecida y le dice a su tía que ha dicho el practicante que esa era la última inyección que le daba. No le queda más remedio al practicante que corroborar lo dicho por el niño, aduciendo que ya estaba curado. Pero, a pesar de la satisfacción por haber conseguido su objetivo, las consecuencias del abuso se hacen presentes: “Esa noche volvió la fiebre y vomité” (Esquivias 2010: 94). Abandonada la niñez y la adolescencia, la sexualidad se abordará en los otros relatos de estos libros con absoluta naturalidad: la mayoría de los protagonistas serán jóvenes que viven su sexualidad —en muchos casos, su homosexualidad— con la naturalidad que da el saberla un componente intrínseco al ser humano. El poder de la imaginación Si hay una facultad intelectual que distingue a la niñez de las otras etapas de la vida esa es, sin duda, la desbordante imaginación. Cualquier insignificante detalle puede ser motivo de fabulación que puede llevar a los más inverosímiles mundos. En “La Florida” (Esquivias 2016), los dos hermanos se están columpiando en un ruidoso balancín y el padre, bromeando, dice que “parecen las cadenas del infierno”. Entonces el protagonista comenta: “A mi hermano y a mí esto nos encantó y hacíamos apuestas a ver quién

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llegaba más alto —más cerca del infierno, según nuestra imaginación— en cada una de las embestidas” (Esquivias 2016: 58). Aunque en este relato se cuenta la visita periódica que la familia realiza a un hospital psiquiátrico, al protagonista no le encaja el nombre de ‘hospital’ (que él, niño de ciudad, asocia al ambulatorio del barrio burgalés de Gamonal) y se hace su propia composición de lugar: El propio edificio de San Salvador no se parecía nada a los hospitales de Burgos. El psiquiátrico daba la impresión de ser el palacio de unos emperadores o un lujosísimo hotel con su fachada de piedra llena de columnas, enormes blasones de los cuatro reinos españoles y estatuas de héroes. Además, tenía unos vastos jardines con fuentes, albercas llenas de peces, árboles frutales, pérgolas y un paisaje montañoso de fondo que parecía el decorado de una obra de teatro (Esquivias 2016: 59).

Aunque la escena aparece narrada desde la memoria, creo que el narrador (el protagonista, ya adulto) marca claramente que esas imágenes no lo son de su presente, sino que son ideaciones de la mente infantil, al menos la del hotel y el palacio. Más cuestionable podría resultar la del decorado de una obra de teatro. En “Curso de natación” se ponen en evidencia la ingenuidad y la capacidad de fabulación de dos hermanos que se hallan entre la niñez y la adolescencia. Marcado por un hecho traumático como es la separación de los padres y, ante la imagen de las piernas escultóricas de un profesor de natación, el niño admira a su profesor e imagina que puede convertirse en su nuevo padre. En este relato es interesante también la perspectiva que se establece, no muy frecuente en literatura, pues la mirada del niño va de abajo arriba1,

Recordemos que sí se da esta misma perspectiva en el comienzo de La Regenta, cuando dos monaguillos contemplan agazapados al Magistral. Más cerca en el tiempo, Miguel Delibes construye su novela El príncipe destronado (1973) adoptando el punto de vista infantil del protagonista, no solo en lo psicológico, sino también en lo físico, pues Quico “ve” el mundo desde su estatura de tres años, de ahí que en la narración encontremos prendas de vestir asociadas a verba dicenda (“la bata de flores rojas y verdes dijo”, “dijo el abrigo de pieles”), ya que esas prendas de vestir resultan más visibles desde su altura que la cara de los personajes a los que corresponden. 1 

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dado que él está en la piscina y el profesor, fuera, en el borde de la misma. Recordemos lo que decía Valle Inclán respecto a la perspectiva del autor: Hay tres modos de ver el mundo, artística o estéticamente: de rodillas, en pie o levantando el aire; en el primer modo “se da a los personajes, a los héroes, una condición superior [...] cuando menos a la condición del narrador”; la segunda manera es mirarlos, “como si fuesen ellos nosotros mismos” (como en el teatro de Shakespeare); y hay otra tercera manera, que es mirar el mundo desde un plano superior y considerar a los personajes de la trama como seres inferiores al autor, con un punto de ironía. Los dioses se convierten en personajes de sainete. Esta es una manera muy española, manera de demiurgo, que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro que sus muñecos (Valle Inclán, Entrevista hecha por Gregorio Martínez Sierra. Publicada en ABC, 7 de diciembre de 1928).

Obviamente, esta especial perspectiva va en relación con la visión que el niño se forma de su profesor. Desde abajo lo contempla como a un héroe, como a un dios. El niño sueña con que su deseo se convierta en realidad y se esfuerza en hacer bien todos los ejercicios para agradar al profesor. Conviene advertir que este relato deriva directamente de una imagen plástica. Cuenta Óscar Esquivias que le pidieron dos textos para acompañar a dos fotografías. En la primera “se veían las piernas de la réplica del David de Miguel Ángel situada en la plaza de la Señoría de Florencia, lo que me recordaba a la perspectiva que se tiene de un profesor de natación cuando uno está dentro de la piscina” (Esquivias 2018: 24). En “El misterio de la Encarnación”, relato al que ya nos hemos referido, las explicaciones dadas en clase sobre la concepción resultan tan asépticas e insuficientes, que el protagonista despliega su imaginación para deducir cómo puede llegar el espermatozoide al óvulo (términos que sí le enseñan en clase). Resulta gracioso ver el resultado de ese ejercicio fabulador, que demuestra una vez más la inocencia del adolescente: Yo, sin descartar otras hipótesis (incluida la de que viajaran [los espermatozoides] por el aire y las mujeres se polinizaran dulce, inadvertidamente, como las plantas) daba por sentado que el espermatozoide remontaba como una trucha todas las tuberías del cuerpo masculino y que se escapaba con los besos en la boca, a los que los mayores parecían aficionados, al menos en el cine y la televisión, no tanto en la vida real (Esquivias 2016: 201).

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Esta capacidad de fabulación se ve aún mejor en “Viaje al centro de la tierra”, relato en el que continuamente se pone en contraste la visión realista del padre y la de su hijo, de siete años. El padre ha llevado al niño a ver las huellas de dinosaurios en un yacimiento. Su imaginación vuela tanto hacia el pasado como hacia el futuro, imaginándose él mismo objeto de estudio de los arqueólogos de muchos milenios después. El niño ha ido preparado a la excursión y saca el molde de su propio pie y fabula: Si lo dejo aquí enterrado y luego lo encuentra alguien, dentro de mucho tiempo, cien o mil, o mil millones de mil millones de años, dirán: son las huellas de un niño del siglo xxi. Lo llevarán a un museo, ¿no? Dirán: es la huella del niño de las Legañas (Esquivias 2010: 151).

Para huir de una tormenta, se refugian en una cueva y el niño sigue fabulando: allí donde el padre ve pintadas y grabados de excursionistas, el niño piensa que son pinturas prehistóricas. El diálogo es enternecedor: —Papá, ¿y tú crees que todos los dinosaurios se extinguieron? —Claro. —¿Todos, todos? —No quedó ni uno. —No puede ser. Yo creo que no. Alguno se salvó. Alguno que se escondió muy, muy bien. —No basta con que se salve uno, David. Me mira con expresión de triunfo y exclama: —¡Ya lo sé! Se necesita un dinosaurio chico y un dinosaurio chica para que tengan hijos.

El niño sigue fabulando y supone que una familia de dinosaurios ha podido salvarse y permanecer escondida en el fondo de la gruta. Enseguida, propone hacer fuego con el mechero de su padre. Este, agotado, se deja vencer por el cansancio y se duerme. Entre sueños, percibe síntomas de asfixia y, a consecuencia de ello, sufre alucinaciones: ambos se internan hacia el fondo de la gruta, cuyas paredes están decoradas por abundantes pinturas rupestres, hasta llegar a una gran cavidad ocupada por una ciénaga que el niño identifica con el mar de Lindebronck, en cuyas orillas hay, en efecto, unos dinosaurios.

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Sin saber cómo, horas después son rescatados por la Guardia Civil, a varios metros de la gruta. El padre no se explica cómo pudieron salir de la cueva y llegar hasta allí. Pero el niño aporta su versión ante la sorpresa de su padre: “Asegura que en el río, junto a nosotros, vio las huellas frescas de las patas de un baryonyx, la impronta de sus gigantescos dedos hundidos en el lodo. El dinosaurio nos sacó en volandas, sobre sus bracitos” (Esquivias 2010: 154-155). El acceso al mundo por la palabra Obviamente, la adquisición del lenguaje va asociada también al descubrimiento del mundo. Accedemos a muchas realidades, no directamente por nuestros sentidos, sino a través de la palabra (“los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, decía Wittgenstein). Y de esta, lo primero que percibimos es su significante. Para llegar al concepto que ese significante encierra, se requiere un proceso de desciframiento, que unas veces depende de uno mismo y otras le viene sugerido o impuesto desde fuera. En cualquier caso, es fácil percibir la devoción de Esquivias por la palabra, que trasfiere a los personajes de sus historias. Antes de observar las distintas vías de desvelamiento, conviene poner de relieve la actitud de incomprensión del niño ante el empleo imaginario del lenguaje. No tiene aún capacidad de abstracción y determinadas perífrasis o metáforas carecen para él de sentido. Un ejemplo curioso se da en el cuento “La florida”, cuando la familia del niño protagonista visita a un tío que está internado en un hospital psiquiátrico. Le llevan ropa, pero no pueden llevarle un cinturón. El niño insiste en la pregunta de por qué los cinturones son peligrosos y la madre, que no quiere mentir, pero tampoco sabe cómo explicarle la realidad, recurre a una metáfora. El diálogo es muy significativo: —Los cinturones son peligrosos para los enfermos. Se pueden hacer daño si se los aprietan mucho. —Pero ¿por qué van a apretárselos mucho? —contestaba yo. —Porque a veces les pesa la vida y se les va la mano. Le puede pasar a cualquiera. A cualquiera no. Yo nunca me apretaría tanto el cinturón como para que me doliera. Y lo del peso de la vida, ¡de la vida!, ¿quién podía entenderlo? Pesaban los libros, podía pesar un bocadillo, una manzana, hasta un pajarito, pero ¿la vida? (Esquivias 2016: 63).

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La misma actitud de sorpresa —y en ocasiones de incomprensión o de admiración— está explícita o implícita en casi todos los relatos que reflejan ese proceso de desciframiento del lenguaje. Veamos primero algunos ejemplos de esa capacidad del niño para imaginar significados asociados a significantes desconocidos. Y luego veremos otros en los que son los adultos los que abren el mundo conceptual del niño y le ayudan a entender las palabras (o, por lo menos, lo intentan). El niño de “El dolor”, presionado siempre por la idea que le trasmite su tía respecto al sacrificio que hace su madre por él, trabajando en “Flex”, piensa que la repetida palabra “Flex” se refiere a la ciudad en la que habita y que solo abandona una vez al mes para ir a verlo. El mundo del niño se llena de frases hechas que su tía repite una y otra vez: su madre trabaja y se sacrifica para “sacarlo adelante”; tener “buen color” es sinónimo de buena salud e, incluso, de ser bueno, porque “no había que fiarse de los paliduchos, a los que llamaba ‘sepulcros encalados’” (Esquivias 2010: 90). El niño no se atreve a preguntar y ha de imaginar él mismo lo que significan esas palabras y frases incomprensibles para él. En algunos relatos, se pone de manifiesto la búsqueda de precisión terminológica del niño, que ha tenido un autoaprendizaje, al margen de la familia. En “Viaje al centro de la tierra”, la propiedad lingüística produce en el niño una cierta sensación de triunfo y en el padre, una enorme ternura y admiración: este, narrador en primera persona, admira la precisión de su pequeño hijo, que le corrige cuando le dice que lo va a llevar a ver huellas de dinosaurios: “Son icnitas, no huellas” (Esquivias 2010: 140). En la adolescencia, también hay una “interpretación” personal del significado de las palabras. En “La fiesta más divertida”, el protagonista, en su descubrimiento del mundo exterior, comenta, refiriéndose a la visión de los compañeros adultos de la pensión en que vive: “En la historia íntima de cada uno de ellos las palabras que más se repetían eran ‘trabajo’ y ‘divorcio’ y ambas, en sus labios, parecían cosas asquerosísimas y fuentes continuas de amargura” (Esquivias 2008: 42-43). En realidad, es el protagonista el que otorga esa negativa significación a esos términos, porque es capaz de percibir los efectos perjudiciales de esas palabras en sus compañeros adultos de pensión. En ese descubrimiento de la realidad a través del lenguaje, a menudo son los adultos los que cumplen la función de ayuda para el desciframiento

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y la comprensión de las palabras. Aunque conviene destacar también en este caso que, en ocasiones, los adultos, en su afán de suavizar determinadas realidades, lo que hacen es confundir al niño. En este sentido, el juego entre palabras tabúes y eufemismos es muy revelador. En el relato antes citado “La Florida”, que es el nombre de un sanatorio siquiátrico, la madre impone a sus hijos la prohibición de uso de ciertas palabras, como ‘loco’ o ‘manicomio’. El empleo de eufemismos sustitutorios, por parte de los adultos, produce una enorme confusión en el niño. Los equívocos derivados se convierten en un rasgo de humor para el lector. Por ejemplo, el hospital psiquiátrico que visitan, en el que está internado el tío del niño, se llama “Complejo San Salvador”. Al ver el cartel que anuncia el centro, el niño no se atreve a preguntar, pero, ya en casa, ávido de aprender y comprender, pregunta a la madre qué significa ‘complejo’, pero esta, que ya no relaciona la pregunta con el lugar visitado, le dice que significa ‘difícil’, con lo que el niño queda más desconcertado. Otro planteamiento muy interesante en la adquisición lingüística del niño es la magia de la palabra, su poder creador, su capacidad de sugerencia. En el relato titulado “Todo un mundo lejano”, el narrador-protagonista se refiere a la forma de hablar de su amigo Ismael, que es catequista, y explica la actitud de este, que intenta comunicar a los niños no solo palabras, sino también los valores que ellas conllevan. Así, considera “decoración druídica” el árbol de Navidad o los adornos de muérdago, en detrimento del uso del belén, sustitución que en su opinión trasforma unas fiestas cristianas en “saturnales”. El protagonista explica la situación: “Yo dudo que aquellos niños de ocho años entendieran lo que significaba ‘druídico’ o ‘saturnal’, pero Ismael les hablaba así, convencido de que a veces una palabra misteriosa es más eficaz que otra común” (Esquivias 2016: 11). Y sigue relatando los efectos de la afición de su amigo por los vocablos cargados de significación: Ponía tanto entusiasmo y era tan persuasivo que luego los niños repetían sus expresiones y algunos, los más influenciables, arrancaban los adornos de muérdago de sus casas por “paganos” o afirmaban que Papá Noel era un “brujo estulto” (¡un brujo estulto!) que se había propuesto “desespañolizar España” y acabar con nuestras tradiciones (Esquivias 2016: 11).

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Así, el joven catequista, a lo que comúnmente conocemos como ‘belén’, lo llama el “Misterio”. El narrador muestra su sorpresa y admiración por las palabras de su amigo: “El Misterio. Qué expresión. Ismael se refería a las figuras de san José, la Virgen y el Niño, pero así dicho —tan propiamente— parecía algo todavía más profundo y seductor” (Esquivias 2016: 12). Lo curioso es que los niños se ven contagiados de esa precisión y, sobre todo, de esa magia de la palabra. Andarás perdido por el mundo, título del tercer —y hasta ahora último— libro de relatos de Óscar Esquivias, reproduce la frase con que Yahvé maldijo a Caín, después de que matara a su hermano. Pero, para el escritor burgalés, viajar y encontrarse perdido no es una maldición ni un castigo; es un punto de partida. Los niños del mundo narrativo de Esquivias también parecen perdidos, porque han de encontrar su camino. Atraviesan fronteras invisibles, cambian de provincia, pasan a otra menos florida y hermosa, y luego, muchos años después, rememoran ese país que dejaron atrás y que ha dejado su impronta en su personalidad y en su vida de adultos. Bibliografía Bellver, Sergi (2011). “Cuentistas (V): Óscar Esquivias”. Revista de Letras (7/3/2011). Disponible en: . Cabo Aseguinolaza, Fernando (2001). Infancia y modernidad literaria. Madrid: Biblioteca Nueva. Esquivias, Óscar (2008). La marca de Creta. La Coruña: Ediciones del Viento. — (2010). Pampanitos verdes. La Coruña: Ediciones del Viento. — (2016). Andarás perdido por el mundo. La Coruña: Ediciones del Viento. — (2018). “Cuentos por encargo”. En Eva Álvarez Ramos; Carmen Morán Rodríguez (eds.), Cuento actual y cultura popular. La ficción breve española y la cultura popular. De la oralidad a la web 2.0. Valladolid/New York: Cátedra Miguel Delibes, pp. 17-30. Rodríguez-Fischer, Ana (2011). “Nuevas formas breves”. El País (10/9/2011). Disponible en: . Valls, Fernando (2011). “Sobre el cuento español actual y algunos nombres nuevos”. En VV. AA. Nuevos derroteros de la narrativa española actual. Zaragoza: Universidad de Zaragoza, pp. 129-162.

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LOS CONTINENTES Y LAS POBLACIONES DE NUESTROS SUEÑOS: LA NIÑEZ EN MALA LETRA DE SARA MESA Epicteto Díaz Navarro Universidad Complutense de Madrid

“…a time of gritting the teeth and enduring”. Boyhood, J. M. Coetzee

Aunque nacida en Madrid (1976), Sara Mesa desde su niñez vive y escribe en Sevilla, y durante los últimos años su nombre se repite con insistencia entre los escritores más sólidos y prometedores de la literatura española actual. Comenzó publicando poesía (Este jilguero agenda, 2007), algo de lo que posteriormente no se ha mostrado muy orgullosa, y han sido las últimas novelas las que consolidan su prestigio con diversos premios y un amplio número de lectores: Cuatro por cuatro (2012) y, especialmente, Cicatriz (2015), que ha obtenido merecidos elogios de narradores consagrados, de la crítica más exigente y de un buen número de lectores. Sara Mesa forma parte de una generación de escritores de alrededor de cuarenta años, con distintos registros y técnicas, interesados en distintos tipos de novelas (ensayísticas, sociales, posmodernas…) que, junto a otro grupo algo mayor, buscan la renovación de la prosa y, en ocasiones, se han integrado rápidamente en el sistema cultural1. En distintos lugares, no obstante, Mesa ha señalado que a pesar de que le interesan (Marta Sanz, Miguel Ángel Hernández, Elvira Navarro, Alberto Olmos, etc.) no se siente parte de Sobre esta generación, entre otros, el artículo de Sanz Villanueva “Díptico sobre un cambio generacional” (2016). Véase en . 1 

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ninguna generación o grupo, no tiene una conciencia generacional ni siente que forma parte de una escuela particular. Al trabajar en el mundo audiovisual, confiesa que “no depender de la escritura para vivir me concede, paradójicamente, mucha libertad” (Azancot), y, podemos añadir, forma parte de una minoría que ha mostrado su predilección por el cuento, por la técnica y la prosa que requiere el género, y en él le han interesado muy distintos autores, como Flannery O’Connor, Ignacio Aldecoa, Cristina Fernández Cubas, Lucia Berlin o John Cheever2. Aquí, nos vamos a referir a esa segunda faceta como narradora, la del relato breve, en la que muestra una madurez evidente. Alguno de los relatos de Mala letra (2016) ha sido publicado antes y, entre otros textos, el cuento que da título al volumen La sobriedad del galápago (2008) también tiene cierta proximidad temática con los que aquí examinamos. La destreza que muestra en la utilización de la elipsis, la elección del detalle, la tensión y la expresividad, dan una unidad al libro que supone más que la recopilación de distintas unidades. El número de relatos en que aparece la infancia o la adolescencia en este libro resulta significativo: seis de un total de once textos, a lo que hay que añadir que entre ellos se encuentran alguno de los mejores, de los más personales. No debe ser casualidad que los tres primeros del volumen tengan a niños como protagonistas (“El cárabo”, “Mármol” y “Apenas unos milímetros”) y los demás se alternen en quinta, octava y décima posición (“Palabraspiedra”, “Papá es de goma” y “Picabueyes”)3. Los relatos de este volumen están escritos en primera y tercera persona, en algunos casos dejando un espacio al diálogo que refleja directamente la pala-

La frase que aparece en el título de este trabajo “[…] to write about the continents and populations of our dreams” proviene de los Diarios de John Cheever (2010: 147). 3  En una entrevista del año 2016, al ser preguntada por la presencia de la infancia y la adolescencia en sus relatos, la autora contestaba: “Son constantes ahora, en los primeros escritos no. Creo que hay determinados momentos de la vida que se mira más hacia atrás, incluso hay momentos en los que me sobrevienen recuerdos de cuando era niña que había olvidado. Ahora mismo me interesa más ese periodo, que como comentaba, quizás se deba al momento vital en el que estoy. Ahora sé quién soy y quiero saber por qué soy como soy, y esa mirada no la tenía antes, la estoy empezando a tener ahora. De hecho, es curioso que muchos autores han tratado el tema de la adolescencia y la infancia siendo ellos bastante mayores”. Disponible en: . 2 

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bra del niño y otros personajes (a veces intercalando en la tercera persona voces sin señalarlas con comillas), pero podemos afirmar que la atmósfera que encontramos es la misma en todos los casos. Una de sus técnicas predilectas, señala la escritora, es el uso del “monólogo mental” con el que el personaje transmite su pensamiento, en sus propias palabras, según su propio criterio, y también resulta significativo comprobar que el narrador en tercera persona se mantiene a distancia de los personajes o los hechos, lo que supone que el lector siempre tenga que dilucidar por su cuenta y no resulte guiado didácticamente en sus conclusiones4. En una breve digresión podemos señalar que Fernando Cabo en Infancia y modernidad literaria (2001) ha mostrado la importancia que tiene la infancia en la modernidad, cuando comienza a ser entendida como una “entidad diferenciada”, y el niño deja de ser visto como un adulto incompleto o como un ser con carencias intelectuales. Este estudio va más allá de lo que aquí nos interesa, pues revisa la utilización de la niñez en distintas concepciones literarias y poéticas desde la Ilustración, la relación entre poesía, niñez e inocencia, y su presencia en teorías de la ficción y de la literatura. En la bibliografía que revisa, y en sus propias conclusiones, muestra que el significado de la infancia se construye, tras sus orígenes renacentistas, en la Ilustración y en la literatura del Romanticismo. En literatura, apunta el crítico, desempeñan un papel fundamental las Confesiones de Rousseau (1770) y el Henry Brulard (1835) de Stendhal. Tiempo después, hacia la mitad del siglo xx, como señalaba la convocatoria para este volumen, tendremos en nuestro país aportaciones tan sobresalientes como las Memorias de Leticia Valle de Rosa Chacel, El camino de Miguel Delibes o Industrias y andanzas de Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio, y así podemos preguntarnos por su situación en la literatura actual. Fernando Cabo señala que la infancia es el lugar de la experiencia para la modernidad, y subraya que ha sido interpretada como “cifra de lo subjetivo, de lo propio y lo personal, de lo efímero y fragmentario”, pero también,

Manuel Hidalgo, entre otros, ha señalado la manera en que controla la inquietud, el rechazo que puede causar en el lector el tema, o la escena, que presenta, y cómo su estilo despojado, directo y sin búsqueda de exhibiciones tiene la capacidad de sugerencia que destaca en los grandes maestros del relato breve. Véase . 4 

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irónicamente, como “emblema de la plenitud, del pasado común de todos los hombres” (Cabo 2001: 71). Pues bien, esa concepción, en los textos que aquí examinamos, se mantiene en parte en la indagación de una subjetividad problemática y carece, casi por completo, de elementos positivos que puedan relacionarse con la plenitud. El universo que reflejan los relatos de Sara Mesa, el mundo de la infancia o de la primera juventud, es un mundo que se caracteriza por su negatividad, por la falta de afecto, por el dolor y la soledad. El lector se sorprenderá al pasar de un relato a otro, al pasar del mundo adulto y volver de nuevo al de la infancia, y ver que no hay excepciones, que persiste la impotencia del individuo, la inevitabilidad del azar y que en ningún caso triunfan la justicia o el amor. En los seis relatos citados, y al aparecer brevemente como personaje secundario, los niños desempeñan un papel pasivo, dependiente, como es lógico, de los adultos en las relaciones familiares o escolares. En algunos casos, en edades distintas, que no suelen precisarse, no se les presta mucha atención o resultan claramente olvidados, e incluso en un caso, al tener graves problemas físicos el personaje, el cariño no resulta suficiente (“Apenas unos milímetros”). Tanto en los que se escriben en tercera persona como los que lo son en primera, aunque sea en una visión retrospectiva, el narrador se sitúa en el tamaño y en altura que corresponde a su mundo, y en situaciones que forman parte del pasado y que cobran vigencia en el presente. Se trata de un mundo en el que, como en el de Charles Dickens o en el de J. M. Coetzee, en palabras de este último en Boyhood, tanto en casa como en la escuela, la infancia es “una época en que hay que apretar los dientes y aguantar” (“is a time of gritting the teeth and enduring”, Coetzee 1997: 14), esto es, tanto el lector como el niño llegarán a esa conclusión poco esperanzadora. Ahora bien, en las novelas de Dickens o en otras novelas de formación, las experiencias negativas, el dolor, la supervivencia en un mundo hostil y agresivo, suelen tener al final un sentido, pues se alcanza un conocimiento y se forja una personalidad, algo que no ocurre en los textos que comentamos, aunque en algún caso incluyan un desarrollo temporal5. Entre otros, en la abundante bibliografía sobre Charles Dickens, pueden citarse “Récit d’enfance et roman de formation: l’example de David Copperfield” (2004), de Elisabeth Le 5 

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A lo largo del libro, el interés se centra en los hechos, en lo que importa narrar y así, casi no hay descripciones y se eliminan casi todas las referencias espaciales y temporales precisas, los nombres, casi todo lo que supone el anclaje en unas circunstancias concretas que Ian Watt, en The Rise of the Novel (1957), señalaba como característica en el realismo literario (“formal realism”). Esa carencia de referencias precisas ha sido señalada también por Ángeles Encinar al comentar otra novela de Mesa, Cuatro por cuatro (2012), algo que junto a la utilización de la ciudad imaginaria de Cárdenas encontramos igualmente en Mala letra. También habría que señalar que el título del libro y la portada adquieren un sentido en el segundo relato, que se titula “Mármol” y es el primero que vamos a comentar. En la portada, el título viene acompañado de un dibujo en el que aparecen dos manos sujetando un plumín, una en posición “correcta” y otra que no lo estaría, acompañadas del siguiente texto “Para conseguir buen carácter de letra es preciso coger bien la pluma, sin apretarla, y escribir siempre despacio”. Se trata de una de las instrucciones para el aprendizaje de la escritura cuyo diseño gráfico recuerda al de los cuadernos que se han utilizado en las escuelas españolas durante décadas (son los cuadernos Rubio, según se dice en el texto, pero en los créditos solo figura “Montaje de Laia Otero”).6 “Mármol” tiene uno de los comienzos más llamativos de todo el libro: En aquel tiempo la experiencia que teníamos con la muerte era muy limitada. A veces se moría el abuelo o la abuela de alguien, como una ficha de dominó que cae cuando le toca al fin su turno, pero todavía teníamos todos dos o tres abuelos como mínimo. Algunos abuelos —y sobre todo algunas abuelas— se tiraban por el balcón (Mesa 2016: 19).

Corre, y “Fictions of Childhood” (2006), de Robert Newsom. Con respecto al trabajo infantil en el xix, véase el notable Childhood and Child Labour in the British Industrial Revolution (2011) de Jane Humphries. 6  En una entrevista con Ana María Iglesia dice: “el sentido del título es más bien una apuesta, una reivindicación de lo incorrecto en la literatura, de lo inadecuado, de lo insolente incluso. Me aburren tantísimo los libros ‘bien’ escritos. Le doy más valor al pulso, al trazo, a la vida que hay detrás, que a la caligrafía, entendida aquí en sentido metafórico”. Véase .

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Desde cierta distancia temporal, no sabemos si son muchos años, la protagonista recuerda sus años de colegio y empieza por referirse no solo a sí misma, sino al conjunto, al grupo que formaban los niños, compañeros de colegio o vecinos, y a lo que entonces era su mundo. Se refiere a la experiencia de la muerte, la de algunos abuelos con una comparación sencilla y distanciada que aludiría a los referentes de un mundo cotidiano, como el juego del dominó, y, sin embargo, en esas primeras líneas hay también una información que sorprende: no solo había muertes naturales, sino que con cierta frecuencia se sumaban a ellas los suicidios de ancianos, sobre todo mujeres. Esto afirma la narradora, no sabe si ocurría solo en su barrio o solo en una época concreta, o si se trata solo de un recuerdo deformado, con lo que queda relativizada tal afirmación. De este modo un elemento “extraño” entra en la narración realista y lo cierto es que no tenemos modo de comprobarlo, pues no podemos localizarlo en el espacio o en el tiempo. No obstante, de manera indirecta sí podemos inferir que estamos en nuestro país y en años que corresponderían a la segunda mitad del siglo xx, pues se menciona que los edificios de su barrio podían tener hasta diez plantas y eran “edificios de vpo de ladrillo visto” (Mesa 2016: 19)7. Poco más vamos a poder precisar, pero también esto, como señalaba Encinar en el artículo citado, supone la posibilidad de generalizar lo que aquí ocurre a distintas geografías y épocas. Esos suicidios parecen no afectar mucho a la normalidad y el aburrimiento en que vive el grupo con el que la protagonista se identifica. Como es de esperar, la narradora intenta definir su identidad teniendo como referencia lo que el grupo considera aceptable, como llevar deportivas y no zapato de niña buena, o afirmar que le han dejado ver el programa de televisión “que todos veían pero tú no”. La lengua coloquial, los detalles que representan una niñez cotidiana, la lucha por la aceptación, nos muestran los intereses de su vida, en la que poco contaban las desgraciadas abuelas que desaparecían de repente. Encontraremos la vida normal de una niña, o de una adolescente, y también los efectos inesperados que puede tener el sistema educativo, aunque, Las Viviendas de Protección Oficial (VPO) aunque se desarrollan sobre todo en las primeras décadas de la democracia se originan en dos leyes de la época franquista: Decreto 2131/1963 de 24 de julio y su desarrollo en el Decreto 2114/1968, de 24 de julio. 7 

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claro, podría ser no solo el español, sino cualquier otro sistema educativo basado en el temor al castigo y el aprendizaje de la culpa. Luego encontramos dos hechos que no se deberían a la percepción desajustada ni a una imaginación excesiva. El primero de ellos se da durante una temporada imprecisa, mientras estaba sola en casa, cuando su madre salía con su hermano, al recibir unas peculiares llamadas: Al otro lado, una voz deformada pero inequívocamente adulta desplegaba un día tras otro, con asombrosa lentitud, la misma amenaza. “Tu padre va a morir; lo vamos a matar”. Solo eso, una y otra vez, el aviso con su espaciada cadencia maliciosa “Tu padre va a morir; lo vamos a matar” (Mesa 2016: 21).

Esto ocurría, nos dice, solo entre semana y nunca en fin de semana, cuando estarían en casa los demás miembros de su familia. La descripción de las llamadas, los detalles y la reacción de terror que provocan en la niña, que queda siempre paralizada y no se lo cuenta a nadie, otorgan verosimilitud al relato. No sabemos si el padre es agente de las fuerzas del orden, si estamos en la demasiado extensa época en que se dio la violencia terrorista de ETA, u otro hecho que pudiera explicar la amenaza. Para sorpresa del lector el eco de esas llamadas amenazantes en la conciencia se yuxtapone con la voz del profesor de ciencias que le recrimina por la forma de coger el lápiz, una escena que se repetiría muchas veces de manera semejante y que se representa en la portada antes comentada. En esta escena iterativa (o mejor pseudoiterativa, según Genette), vemos que el lenguaje transcrito es coloquial cuando transmite su amenaza: “Parece que tuvieras un muñón, me decía, se te van a hacer callos en los dedos, así solo te sale mala letra, vas a escribir bien cueste lo que cueste, ¡cueste lo que cueste!” (Mesa 2016: 22). Y a continuación encontramos un excurso que apuntaría al carácter autobiográfico del relato, pues la narradora dice que le gustaría, en el presente, en el momento de la narración, decirle a ese profesor que se ha convertido en escritora, lo que en una conversación posterior con una antigua compañera del colegio se amplía. El segundo hecho afecta a uno de los compañeros del colegio, algo mayor que ella, de apellido Mármol, pues se suicida y ni ella ni sus compañeros reciben ninguna explicación. Las distintas reacciones de los profesores del

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colegio son de poca ayuda, nadie les dice nada a los escolares y esto quedará en la memoria del personaje, y para el lector, como un hecho inexplicable. La narradora se ve a sí misma, en esa época como “acobardada e impotente” (Mesa 2016: 23), esto es, la situación en que se encontrarían todos aquellos que de una manera u otra se sitúan al margen de una norma, a veces de manera claramente arbitraria, como era el que los zurdos escribieran con su mano derecha. La vida que se describe en el colegio es común, semejante a la que pudieron tener muchos estudiantes durante el siglo xx, pero aquello que singulariza sus experiencias personales es que son realmente negativas. Cuando en la conversación final con una antigua compañera de colegio le dice que se ha convertido en escritora, sus preguntas son un poco desconcertantes: —¿De qué cosas escribes? —insistió. —Bah, no sé, de esto y de aquello, cosas normales, cosas que me invento o que recuerdo. —Ponme un ejemplo. Dudé. —Ahora, al hablar contigo, me entraron ganas de escribir sobre Mármol. Ella abrió los ojos, sorprendida. —¡Pero no recuerdas bien los detalles! —me advirtió con aprensión—¡Puedes equivocarte! (Mesa 2016: 29).

El relato se convierte en metarrelato y encontramos la incomprensión de la receptora interna (narrataria), que pide un registro realista y que, en definitiva, desconfiaría de la ficción como medio de conocimiento. En otra respuesta, la narradora matiza que en realidad de lo que quiere escribir es de cómo era su vida cuando se suicidó aquel chico, y que por tanto es una visión subjetiva, una mentira8. Es decir, paradójicamente, cuando estamos en una situación de libertad, distante del antiguo sistema educativo, también existen coerciones y limitaciones a las que la escritora tiene que responder. Este carácter metaliterario se percibe también en “Mustélidos”, el último relato del volumen, donde una escritora conversa con un compañero de trabajo que ha leído parte de sus textos, no el libro completo, y que rechaza tanto alguno de los temas como su planteamiento. En ambos casos, creo, se textualizaría el enfrentamiento de la libertad de la escritora con las expectativas “conformistas” del lector. 8 

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El conocimiento incompleto, la variedad de los sucesos narrados, el contraste entre lo trivial y lo trágico, todo ello podría considerarse parcialmente incoherente, estéticamente incompleto, pero en este y en otros casos la escritora parece afirmar que en la vida nunca tenemos hechos claros ni explicaciones definitivas, y el relato es solo una parte de un todo —la vida del personaje— a la que el lector solo puede acceder parcialmente. Si en Cicatriz la escritora exploraba las relaciones de dominio y sumisión, el mal trato, el control, veremos que en otros ámbitos también se repite esa preocupación. En el relato anterior veíamos la insuficiencia del sistema educativo y su prolongación en la vida adulta; en el segundo relato que comentaremos, titulado “Palabras-piedra”, es la familia la que se somete a escrutinio, una familia de clara ideología patriarcal, en la que la relación de control y dominio se ejerce sobre la protagonista y su hermano. También aquí la visión es retrospectiva, pues la voz narrativa se refiere a sí misma diciendo que entonces era “una personita realista” (Mesa 2016: 71). Luego sabremos que al comienzo del relato la niña tiene 9 años y el relato avanzará, condensando un tiempo de cambios y repeticiones, hasta los 16 años. La protagonista, a la que no se da nombre, es un tipo de personaje que le interesa a la escritora, según ha comentado en distintas ocasiones: rebelde, impulsiva, insegura, que en cierta medida podemos situar en la estela de Andrea, el personaje de Nada (1945) de Carmen Laforet o en el de The Catcher in the Rye (1951), de J. D. Salinger, pero con el importante matiz de que se trata de una niña. Como en los casos anteriores el relato capta rápido nuestra atención, y mantiene una tensión en la que el lector percibe la situación injusta en que sobrevive la protagonista. Sabremos a través de su monólogo que no tiene madre, que probablemente ha muerto, aunque no se diga explícitamente. Hay que subrayar que al personaje sus tíos tampoco le han dado explicaciones, que ha escuchado comentarios y rumores en sus conversaciones, y que solo un vecino del barrio, llamado Quinqui, le ha hablado bien de ella. Al padre no se le menciona en ningún momento, de manera que la situación que se plantea es la de orfandad y dependencia de ella y su hermano (el único que recibe un nombre, Silvio) de unos tíos, en donde el poder lo desempeña su tía, que también carece de nombre. La situación en la que está es de desamparo emocional. Sus necesidades materiales pueden estar cubiertas, pero el mundo adulto para ella es hermé-

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tico y el ejercicio de la autoridad se caracteriza por la arbitrariedad y la falta de explicaciones. Según se ve, como en otros relatos, es importante la restricción en el punto de vista desde el que se cuenta, y tal y como han señalado distintos teóricos, como James Phelan (2012: 34) en nuestro caso, el carácter “no digno de confianza” (unreliable) de la narradora se debe a la limitada información que tenemos, no a la interpretación de los hechos o los valores morales que muestra la narradora, pues resultan aceptables para el lector. La limitación al punto de vista de la narradora hace que toda nuestra interpretación y evaluación dependan de sus palabras, y con ese conocimiento, por el derrotero que toma, el lector empatiza con ella y ve como verosímiles los hechos que narra. Además, oímos la voz de la tía, intercalada entre sus palabras, “por qué no vas con niñas de tu edad, qué haces tú con ese viejo cojo” (Mesa 2016: 73), en referencia esto último a la relación de amistad que tiene con ese vecino denominado Quinqui9. En principio, algunas de las apreciaciones de la tía resultan lógicas y sensatas, pero veremos que luego también se niega a que vaya con una compañera del colegio porque es hija de padres separados, y veremos que es ella quien da origen al título porque, además de las características recomendaciones para la educación de la niña, le dirige lo que la narradora denomina, con gran precisión, “palabras-piedra”: […] sabía que estarías aquí [cerca de la casa de Quinqui], cómo lo buscas, eres como una puta, y esa fue la primera vez de las muchas que vendrían más tarde que utilizó esa palabra-piedra, ‘puta’, pero no como quien insulta, sino simplemente como quien designa una realidad indiscutible, con frialdad y conciencia (Mesa 2016: 76).

Está claro que esa designación, como otras que emplea, resultan completamente injustas y causan un gran daño a quien no tiene posibilidad de defenderse. No se sitúan en el mismo plano la antipatía que le profesa la niña y El diccionario de la RAE define ‘quinqui’, en su segunda acepción, como: “persona que comete delitos o robos de poca importancia”. Se trataría por tanto de un sobrenombre de carácter ofensivo. Hay que recordar que hacia finales de los años setenta y comienzos de los ochenta se popularizaron las películas del “cine quinqui”, como las de José Antonio de la Loma (Perros callejeros, 1977) y Eloy de la Iglesia (Navajeros, 1980). 9 

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los castigos y las palabras que profiere la tía que, con constantes reprimendas, se relacionarían también con la figura de la madre. Resulta evidente que en la pequeña proyecta un rencor cuyo origen desconocemos y que, en cualquier caso, la niña no merece, y también que esa palabra está motivada en su género. Esto es, las mismas acciones, dependiendo del género del sujeto, tienen, como sabemos, muy distinta valoración moral. Solo por ir a ver a ese personaje llamado Quinqui, la tía regala “a unos gitanos su bicicleta”, y también sabremos que a su hermano no le deja jugar al fútbol en la calle, o comprar caramelos, ni le deja ver unos dibujos animados, Mazinger Zeta, que se publicaron primero en un manga de los años setenta y que fueron muy seguidos por el público infantil. Su situación marginal la experimenta tanto en el colegio como en el mundo familiar en el que vive. Ella siente que su situación no es normal, tiene la necesidad de identificarse con los demás, lógica en el proceso de socialización, pero su tía muestra siempre su rechazo y le obliga a ajustarse a lo que ella determina como “normalidad”. Si ser mujer es actuar como una mujer y ser niña es actuar como una niña, según señalaba Judith Butler, las señales que da la protagonista no son las que espera la tía y quienes estén en esa órbita patriarcal. La niña se acerca al personaje marginal porque es el único que ha hablado bien de su madre, casi puede decirse que es el único que intuitivamente atiende a la necesidad de saber que tiene ella. Incluso cuando avanza el relato, en el alejamiento de Quinqui se puede ver un intento de protegerla que ella no entiende entonces. Entre sus pocas amistades, a los doce años, estará una chica repetidora cuyos padres se han divorciado, y cuya madre mantiene ideas contrarias a las de su tía, sin que esto, nos dice, le sea de mucha ayuda tampoco, pues ella ya asume la costumbre de contrariar y recibir constantes castigos. Y, paradójicamente otra vez, la observación de la iniciación sexual de adolescentes algo mayores que ella resultaría elemento esencial en su educación sentimental, que dará como resultado lo que temía la tía, “cualquier día vendrás con un bombo”, el embarazo juvenil con el que termina y con el que la narración, hacia sus dieciséis años, se aproxima al tiempo de la enunciación. Quizá por ello una de las secciones más irónicas del relato se da cuando la narradora resume sus lecturas de un consultorio en una revista juvenil, que le había prestado su compañera repetidora, en el que una tal “Miss Lencería” trata

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temas que no le han sido explicados hasta entonces, como, por ejemplo, “en qué momento está una preparada para dejar de ser una niña y darse entera” (Mesa 2016: 75). Estas páginas, llenas de sobreentendidos y eufemismos, rebosan conocidos prejuicios y, con la observación, son las fuentes “formativas” que están a su alcance. En poco tiempo su tía descubrirá las revistas y las hará desaparecer. En resumen, la mirada infantil que aquí se recoge no es una mirada alegre y llena de sana curiosidad, sino un territorio inseguro en el que se muestran algunas de las contradicciones que caracterizan nuestra sociedad contemporánea. Si bien algunos detalles pueden indicar que esta infancia y adolescencia transcurrirían, como las de la autora, a finales de los años setenta y comienzo de los años ochenta, en realidad no hay nada que impida relacionarlos con un pasado anterior o con el presente, una época que se caracteriza por la sobreprotección y la infantilización, y que poco ha avanzado en la renovación educativa. Aunque en otros textos de Sara Mesa sí son relevantes los resultados de la revolución digital, en Mala letra resultan poco importantes y apenas encontramos menciones, como cuando en “El cárabo” se dice que el móvil no tiene cobertura. La televisión sí tiene una presencia cotidiana, pero no estamos todavía en un mundo en que todo se vea a través de pantallas. Casi podríamos decir que, independientemente de la ubicación temporal, lo que resulta relevante es la búsqueda de la identidad en relación con la estructura familiar, la escuela y la relación adulto-niño10. Relatos como “Papá es de goma” presentan una situación en que los niños viven una situación de abandono, en la que no sabemos si tienen familia y ni los vecinos ni los servicios sociales han intervenido con la suficiente eficacia, mientras en “Mármol” se ven los efectos de una educación insuficiente y arbitraria y, en definitiva, los tópicos que suelen acumularse sobre las generaciones mejor preparadas (más o menos, las de estos años) quedan en entredicho. En otros casos, como “Picabueyes” y “Palabras-piedra” (o en las mujeres de “¿Qué nos está pasando?”) ser niña, o adolescente, supone ser víctima de conocidos prejuicios patriarcales, que muestran la distancia respecto a una situación igualitaria,

En distintas entrevistas ha señalado que primero tuvo la intención de escribir un ensayo sobre la infancia y de ella surgieron sus ficciones. Además, según señala la escritora (nota 3), esto puede tener que ver con el momento de su vida en que reflexiona sobre su propio pasado, y también, ha apuntado, entre los pocos datos que conocemos de su biografía, que fue madre joven. 10 

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aunque no por esto se deje de indagar en la responsabilidad personal. En Mala letra, según hemos visto, Sara Mesa plantea distintos interrogantes, investiga en una casuística sin pretensiones didácticas y cuestiona parte del relato optimista sobre la niñez que la cultura occidental ha venido configurando durante muchas décadas. Bibliografía Butler, Judith (2006). Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity. New York: Routledge. Cabo Aseguinolaza, Fernando (2001). Infancia y modernidad literaria. Madrid: Biblioteca Nueva. Cheever, John (2010). The Journals of John Cheever with an introduction by Geoff Dier. London: Vintage. Coetzee, J. M. (1997). Boyhood. Scenes from Provincial Life. London: Vintage. Encinar, Ángeles (2016). “Escritura en libertad: Identidad y tendencias diversas en la última narrativa de autoras españolas”. En Katarzina Moszczynska-Dürst, Karolina Kumor, Ana Garrido González, Aránzazu Calderón Puerta (eds.), Identidad, género y nuevas subjetividades en las literaturas hispánicas. Varsovia: Universidad de Varsovia, pp. 21-44. Herman, David, James Phelan, Peter J. Rabinowitz, Brian Richardson y Robyn Warhol (2012). Narrative Theory. Core Concepts and Critical Debates. Columbus: The Ohio State University. Humphries, Jane (2011). Childhood and Child Labour in the British Industrial Revolution. Cambridge: Cambridge University Press. Le Corre, Elisabeth (2004). “Récit d’enfance et roman de formation: l’exemple de David Copperfield”. En Alain Schaffner (ed.), Récit d’enfance et Romanesque. Amiens: Université de Picardie, pp. 145-160. Mesa, Sara (2008). La sobriedad del galápago. Badajoz: Diputación Provincial. — (2015). Cicatriz. Barcelona: Anagrama. — (2016). Mala letra. Barcelona: Anagrama. Newsom, Robert (2006). “Fictions of Childhood”. En John O. Jordan (ed.), The Cambridge Companion to Charles Dickens. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 92-105. Watt, Ian (2014 [1957]). The Rise of the Novel. Studies in Defoe, Richardson and Fielding. Berkeley: University of California Press.

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VIDEOJUEGOS, NUEVOS MEDIOS Y LA TECNOLOGÍA UBICUA: LA JUVENTUD DEL CAMBIO DE MILENIO EN LA VOZ DE VÍCTOR BALCELLS Daniel Escandell Montiel Universidad de Salamanca

1. Introducción: juventud y tecnología La adolescencia y la juventud más temprana han sido un tema recurrente en la escritura de Víctor Balcells. Ha estado muy presente en sus libros de cuentos y también en su novela Hijos apócrifos (2013), donde la relación paternofilial domina la segunda mitad de la historia que nos cuenta el autor barcelonés con un enfoque puesto en unos jóvenes que viven en Salamanca. Son muchos los autores que han evocado la infancia y la adolescencia desde la perspectiva de una patria perdida, o como un resorte nostálgico, pero cuando escritores jóvenes como Balcells abordan estos periodos que todavía les son próximos nos encontramos con una escritura que no se puede sustentar necesariamente en el anhelo de lo perdido. O quizá sí es posible también encontrar los anclajes socioculturales que ayudan a construir una nostalgia, pese a que estemos hablando de momentos muy inmediatos desde la gran perspectiva de las cosas. Vamos a centrarnos en la obra de Víctor Balcells desde el punto de vista de la presencia de los elementos tecnológicos, en particular dentro de la esfera de los nuevos medios, lo que conlleva tener en consideración elementos como los videojuegos, internet y, en líneas generales, el mundo digital y las T.I.C. (Tecnologías de la Información y la Comunicación). Si optamos por este punto de vista es porque en el retrato de la juventud que puede construir

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Balcells, con mucha más intensidad que la de escritores de generaciones precedentes, está esta mediación tecnológica: la infancia y primera adolescencia de Balcells, al igual que su entrada en el marco del joven-adulto, es la de alguien que empieza a cobrar consciencia de su propia existencia cuando los ordenadores de 8 bits y las consolas están dejando de ser una excentricidad elitista; ha crecido de la mano, prácticamente, de estas tecnologías y la llegada a la adolescencia coincide grosso modo con la creciente presencia de los móviles en la sociedad. Balcells, como otros escritores de su generación, habla de la infancia que conoció y, por tanto, de la segunda mitad de los años ochenta pero, sobre todo, de los años noventa y posteriores desde la perspectiva vital juvenil; consecuentemente, esta visión ya no puede estar aislada del creciente dominio tecnocrático ni mostrarse ajena a cómo, finalmente, se llega, con la primera década del siglo xxi, a la ubicuidad total de las pantallas interactivas. Esto es fruto tanto de la normalización de la tecnología y la dificultad de esquivarla si hablamos de esos años y, por supuesto, del mundo contemporáneo, como de la propia experiencia del autor: Balcells trabajó como experto en S.E.O. (Search Engine Optimization) introduciendo mejoras en los metadatos de páginas web para que aparecieran antes en los resultados de Google1. Si añadimos sus tres años trabajando en una editorial, nos encontramos con un autor que conoce no solo la tradición estética de la literatura, sino también la del lenguaje técnico de internet y el funcionamiento interno de los mecanismos industriales del sector del libro. Desde un punto de vista vital, Víctor Balcells Matas nació en Barcelona en 1985 y se licenció en Humanidades y Comunicación Audiovisual en la Universidad de Barcelona. Si trazamos la cronología de su vida de forma paralela a la de los hitos de las consolas como referente del sector del videojuego, tenía un año cuando llegó a España la NES, diez cuando llegó PlayStation y quince en el debut de PlayStation 2. Por tanto, está claro que, como Esta técnica consiste en alterar la visibilidad de un sitio web en los motores de búsqueda en servicios como Google cuando se hacen búsquedas de términos concretos. Dado que los primeros resultados de una búsqueda son los enlaces más visitados, las compañías consideran muy importante alcanzar esas posiciones, por lo que se invierten cantidades importantes de dinero en comprender cómo funcionan los algoritmos de clasificación de resultados de búsquedas (que son secretos) y explotar su comportamiento para aparecer lo más arriba posible. 1 

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casi todas las personas de su generación, ha vivido ya en un mundo donde las consolas y los videojuegos en general eran un método de entretenimiento normalizado. En su caso, hay más: el padre de Víctor ha sido siempre alguien interesado por la tecnología, por lo que su contacto con este sector ha sido incluso más fluido: Mi padre ha estado siempre muy interesado en la tecnología y ha tenido gran cantidad de ordenadores, ha trabajado con programadores, etcétera. En los últimos años, después de dejar mi trabajo en la editorial, empecé a hacer páginas web, un trabajo de posicionamiento que consistía en trabajar con los buscadores (Google y demás). Me dejó una idea clara: que muy poca gente que se dedica al posicionamiento, a Internet y a los videojuegos escribe literatura sobre eso. Entonces pensé que podría ser interesante que yo —ya que habitualmente juego y en ese momento trabajaba en ese sector— escribiera sobre ello, también porque me generaba muchos efectos de tipo cerebral que consideraba reseñables (Balcells citado en Ramón).

Como se ha señalado en el pasado, la literatura siempre ha estado unida y relacionada con la tecnología y las innovaciones técnicas de preservación, multiplicación y difusión textual han tenido impacto formal (Albadalejo 2009), pero también en los temas que cubren. 2. Los temas recurrentes de la escritura de Balcells: el camino hacia el videojuego En el primer libro de relatos de Balcells la juventud, el amor y las figuras paternas son temas recurrentes. Sus cuentos se caracterizan por proponer situaciones un tanto extremas en las que el narrador resulta un ser extrañado, pero también muchas veces es la fuente del extrañamiento. La presencia de los videojuegos y otras tecnologías es, en realidad, anecdótica, pero cuando aparece lo hace con una presencia muy destacada y fundamental: tanto, que da título al libro, Mataré monstruos por ti. Este libro fue publicado por Delirio en 2010 y rápidamente se convirtió en un éxito de ventas que logró proyectar la figura de Balcells. En su personaje se construye una voz narrativa que él mismo ha calificado de bufonesca,

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en particular por su capacidad para presentar situaciones que rozan lo absurdo y sumergir a su personaje en ellas con naturalidad. Si bien los temas principales son la juventud y el amor, en todas sus encarnaciones, estos se presentan en traslación directa de una escritura de juventud —que no juvenil—. El primer amor, el primer beso, etc., constituyen un eje fundamental, aunque los referentes que se emplean para hablar de estos aspectos vitales son diversos: desde la actriz porno Jenna Jameson (Balcells 2010: 23-27) hasta, por supuesto, los fuertes ecos literarios, entre ellos titular uno de los cuentos “Pizarnik” (67-68), o conseguir que “Sin título / Cluster One” (55-64) orbite en torno a la figura de Kafka y su correspondencia. No es, desde luego, la única: como tantos otros autores, Balcells ofrece una narrativa rica de referentes literarios, entre los que están García Márquez, Piglia (88), Sebald (63), etc., pero también una fuerte presencia de otros medios, como el cine de Riefenstahl (86), la música de Pink Floyd (77) y, cómo no, un espectro mucho más popular de todo tipo de expresiones artísticas. En este primer libro la huella de los videojuegos aparece en el cuento “Primer amor”, cuando nos cuenta que, ante la puerta del piso donde vivía la chica de la que se había enamorado, “yo entré con mis diez años de edad, con miedo, con un pasado de juegos de Playmobil y Super Mario Bros. Ésa era toda mi conversación. Que no es poca”2 (19). En este amor fundacional no se vuelve a hablar de videojuegos, pero ya se ponen en paralelo con un juguete clásico. La presencia de lo lúdico-técnico es dosificada, pero regresa en el cuento “Primer beso”, cuando nos habla de que los dos “seguimos jugando al parchís, la situación era tensa, a mi izquierda, mi presente novia, que me negaba los besos; a la derecha, la insondable nigromante Natalia” (33). El parchís, como juego tradicional, aquí lo domina todo como anclaje con el pasado más juvenil e inocente y perdemos la referencia temporal más coetánea que supone el videojuego por una más atemporal en forma del juego de mesa.

En todas las citas respetaremos el uso de cursivas, norma y demás características del texto original de Balcells sin alteración alguna con respecto a las ediciones impresas empleadas. Esto implica que en algunos casos marcas comerciales aparecerán en cursiva y los títulos de videojuegos aparecen tanto en redonda como en cursiva, según la decisión del autor en cada momento. 2 

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El videojuego regresa, en mayor nivel de detalle, en el cuento final del libro: “Yo mataré monstruos por ti”. El cuento pone al narrador en una evocación de la juventud a través del anclaje de la figura paterna. Pero, como tantas veces sucede en Balcells, la figura paterna no es un paso necesario por el arquetipo del padre biológico: en esta ocasión, la figura paterna y el amor familiar se presentan en la relación nieto-abuelo. El videojuego es un punto fundamental para estructurar el progreso del cuento y mostrarnos una situación familiar anclada en ellos: “A mi abuelo le regalamos la Nintendo 64 dos años antes de su infarto. La penúltima vez que lo vi fue en una comida familiar, en una masía que, en el pasado, había pertenecido a mi familia” (139). El videojuego construirá un recuerdo positivo que contrasta con el despilfarro y la decadencia de la familia. “Pero yo quería a mi abuelo. Éramos amigos. Cada fin de semana iba a su casa a jugar con la consola. Él me pedía que lo ayudara en los juegos difíciles” (139). Por tanto, se establece una relación entre ambos que nos recuerda al progreso inverso del niño pequeño pidiendo ayuda a un progenitor (o hermano mayor) para superar un reto determinado en un juego. El cuento es una evocación continuada de la figura del abuelo, que se erige como un referente de amor al que se asocian, ante todo, el fútbol y los videojuegos. “Jugábamos a la consola y luego veíamos el partido de fútbol por la televisión. Esas dos cosas compartíamos, el fútbol y los videojuegos” (140). Y, así, el videojuego es el último recuerdo positivo y vital que tiene del abuelo, antes del infarto y el ingreso hospitalario, pues los médicos le prohíben ver un Barça-Madrid: Creo que no es azaroso que acabáramos el Super Mario 64 tres semanas antes de que muriera. Fue difícil acabar con el monstruo final. Lo hice yo porque él no sabía hacerlo. Y ahora puedo decir, sin un temblor de más, que yo sólo he matado monstruos por ti, abuelo (Balcells 2010: 140).

De la misma manera, esa actividad lúdica con el videojuego, más que el fútbol o la quiniela, otros juegos y cualquiera otra experiencia, sirve de anclaje emocional en el presente para el personaje, quien logra evocar al abuelo y reflexionar sobre la propia muerte en paralelo con la senda del héroe: pero esta no es homérica, sino nintendera:

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Sé que los héroes tienen un final: cuando han acabado con todos los monstruos sólo les queda aniquilarse a sí mismos. Sé, por lo tanto, que para mí la aniquilación empezó cuando maté a ese bicho con caparazón, en la consola, con mi abuelo al lado dando palmas (141).

La evocación de la victoria sobre Bowser3 como enlace con el monomito del periplo heroico (Campbell 1949). Y, cómo no, nos cuenta su regreso al videojuego para revivir el lazo emocional: “Y en eso consiste mi intento, mi última matanza sin armas, en que permanezcas, como sea, pero que permanezcas, al menos hasta que yo, también, haya desaparecido de aquí” (Balcells 2010: 141). 3. Una pausa en el camino: hijos apócrifos La novela de Balcells publicada en 2013 por Editorial Alfabia es un texto escrito en torno a dos temas recurrentes del autor. El principal es la relación con el padre y, en segundo lugar y en una posición supeditada a la primera, el propio mundo literario. En esta novela, sin embargo, se diluyen los referentes estrictos al videojuego en los términos de relevancia y anclaje temporal, contextual y emocional que hemos visto en relatos seleccionados, pero fundamentales, de Yo mataré monstruos por ti. En la primera parte de la novela un joven biógrafo es contratado por un famoso escritor para que escriba su biografía. El autor es dictatorial, esquivo y hermético: despreocupado por el progreso, pero luego exigente. Se niega a colaborar, pero cuando se altera exige resultados. Y, en cierto modo, actúa como un secuestrador de ese joven autor, al que impone viajar con él y dejar atrás a su familia (en este caso, su padre, mayor y enfermo) de un día para

Jefe final clásico de los juegos de plataformas protagonizados por Mario. Su aspecto ha ido evolucionando junto a la tecnología, pero en esencia es una tortuga gigante con pelo rojo y un caparazón lleno de pinchos. El personaje se caracteriza por su fuerza bruta y en el juego Super Mario 64 el usuario debía derrotarlo en tres ocasiones diferentes, en varios hitos dentro del progreso del juego, cada vez con mayor dificultad. Super Mario 64 se lanzó en 1996 en Japón y en EE. UU., pero no se publicó hasta 1997 en Europa. Sobre Mario, su historia, gestación e impacto, sugerimos la lectura de Suárez y Pareja (2018). 3 

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otro. Esta primera mitad concluye cuando el escritor abandona su residencia vacacional sin mirar atrás: ha dejado embarazada a una mujer. El hijo se llamará Guillermo y no llevará su apellido; él planea no verlo jamás ni reconocerlo; ella no quiere tener nada que ver con él y le dirá al hijo que el padre murió. La segunda parte pasa a centrarse en Guillermo, que está estudiando en Salamanca: es un aspirante a escritor en la escena amateur salmantina, generada a la sombra de la universidad, y se retratan con precisión los círculos, pequeñas envidias y ligeras miserias de todo grupo de artisteo local. Pese a situarse en un ambiente juvenil y muy contemporáneo, en esta novela los videojuegos no están presentes y se resuelve sin que se dé un peso importante a las TIC ni a ningún otro elemento tecnológico, digital o video-lúdico. Es un claro interludio en la escritura de Balcells, quien retomará con fuerza estos componentes en su próximo libro de cuentos. Y, por tanto, evidencia una voluntad clara del autor por potenciar estos elementos en su siguiente libro: una decisión consciente por parte del escritor con la que explorar otros referentes, anclajes culturales y soluciones narrativas. 4. Un mayor peso de lo digital: los centros literarios y el videojuego Cuando se publica en 2017 Aprenderé a rezar para lograrlo, hasta el momento el último libro de relatos de Víctor Balcells, el lector encuentra pronto un libro que retoma los temas más habituales del autor pero que muestra una maduración evidente en su técnica. A eso hay que añadir una evidente presencia de los nuevos medios y los elementos tecnológicos que se intuye ya desde el título de los cuentos escogidos. Hay una referencia al juego de mesa clásico “Risk” (Balcells, 2017: 44-52), pero entre las dos partes principales del libro hay un intermezzo ocupado por el cuento “Television Man” (53-68). La segunda parte ya nos permite intuir un peso todavía mayor de este mundo con los cuentos “Bot informático”4 (69-74) y “4Chan”5 (101-110), además de Programa informático diseñado para realizar tareas repetitivas. Los bots conversacionales son sistemas de inteligencia artificial (por lo común, todavía muy básicos) que simulan una conversación natural con un interlocutor humano a través de un sistema de chat. 5  Comunidad en línea que es conocida sobre todo por su foro de tema abierto “Random”, donde usuarios anónimos publican todo tipo de mensajes que son destruidos periódicamente. 4 

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una referencia al escándalo digital y mediático que supuso para el mundo el caso de Edward Snowden6 con el cuento “Snowden Prequel” (79-100). Los juguetes tradicionales siguen apareciendo cuando el narrador evoca su infancia, con referencias a Playmobil (33), ya en el tercer cuento de la compilación —titulado “Open”—, pero pronto se abren paso componentes más actuales: en el cuento “Aletheia” el iPad, la tableta de Apple, se convierte en el centro de uno de los pasajes, unida a la escritura literaria y la distribución de libros en formato electrónico: El padre de mi amigo ya está aquí de nuevo. Trae consigo un iPad. He escrito una novela en formato electrónico, anuncia orgulloso y se sienta junto a mí. Y te voy a regalar un ejemplar por supuesto, ¿qué te parece? Asiento con la cabeza y me sonrojo, alargo el brazo para coger el iPad pero él me detiene: Espera, que ya te lo envío dedicado a tu correo (Balcells, 2017: 42). Aunque esta comunidad se ha usado con fines de activismo digital y ha servido para desenmascarar incluso a criminales de diferente índole gracias a los recursos y destrezas de la comunidad, también ha servido para alojar comportamientos criminales, incluyendo ataques organizados a servidores de internet, pero también simples “bromas” como influir en votaciones en línea de revistas o alterar el comportamiento SEO de imágenes y páginas para conseguir que al buscar determinadas palabras en Google (como el nombre de algún político) surgieran contenidos potencialmente ofensivos. En este foro se organizó inicialmente Anonymous en el año 2008, grupo no organizado que ha realizado campañas a favor del conocimiento libre o la libertad de información, pero que ha sido perseguido criminalmente en determinados países (entre ellos, España) porque en sus campañas de activismo digital han atacado servidores o pirateado páginas webs a fin de modificar sus contenidos para, por ejemplo, denunciar excesos gubernamentales o reformas legales orientadas a reducir la libertad de expresión en internet, como la ley mordaza española (Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana 4/2015 de 30 de marzo). En su vertiente más negativa, se han realizado operaciones de doxxing (desvelar la identidad e información privada de terceros). Además de estos movimientos, esta web ha servido como espacio de gestación del modelo escritural del green text (Escandell 2016). 6  Edward Snowden fue un trabajador de la CIA que en 2013 hizo públicos a través de múltiples periódicos internacionales documentos clasificados de alto secreto que demostraban que el gobierno estadounidense (y, en consecuencia, muchos otros) disponían de programas informáticos avanzados para control y vigilancia masiva sobre la ciudadanía. Estos programas suponen una vulneración flagrante de la privacidad de los ciudadanos y un atentado contra la libertad de expresión y los derechos fundamentales más básicos que, en teoría, protegen los estados democráticos.

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Sin embargo, si en un cuento toma especial relevancia el peso de los medios es en “Television Man”, como ya podíamos intuir. Desde su inicio, el ritual del niño ante el televisor y la rutina de las normas domésticas para no abusar de la caja tonta construyen un retrato de la sociedad de la época: A partir de la siete de la tarde, los dibujos animados quedaban prohibidos. Así lo había dictaminado mi madre. La programación arrancaba a las cinco y media, poco antes de que regresara de la escuela. Nada más pisar el recibidor de casa, tiraba la mochila al suelo y corría en busca del televisor (Balcells 2017: 53).

Curiosamente, en otro cuento se hace referencia a una mochila, tal vez la misma, y en este se incide levemente en el acoso escolar derivado de llevar ese extraño aparataje (normalizado no muchos años más tarde en los paisajes escolares), hablando de un elemento quizá más autoficcional7 que otros, pues el narrador rememora “serios problemas de adaptación en el Liceo Italiano, donde por definición los alumnos cargaban con orgullo mochilas italianas Invicta” (53). El maratón vespertino infantil ante la programación de dibujos animados es un ritual que se retrata extensamente en este relato para ordenar y estructurar los hechos que nos va contando Balcells, incluyendo los enfrentamientos entre hermanos, o hacer de los dibujos animados (y los programas que no lo son) un elemento de socialización en el marco del centro escolar para buscar la integración grupal, como “una serie de televisión para adolescentes que emitían a las siete” (60). El narrador en “Bot informático” no nos da un marco temporal concreto —“yo tenía entre seis y diez años” (69)—, pero las referencias al acceso a internet nos permiten hacernos una idea aproximada: la marcación por teléfono, el proveedor referido, la restricción horaria en el acceso a internet… elementos de los primeros compases de la llegada generalizada de internet a los hogares españoles, antes de que se normalizara la banda ancha. En este caso, es la figura paterna la que abre ese mundo tecnológico: Debemos dejar constancia de que los cuentos no son autoficcionales ni biográficos, pero sí hay huellas de la experiencia vital propia del autor: he ahí las presencias recurrentes en sus textos de Barcelona, el Liceo Italiano (donde estudió), Salamanca (donde cursó estudios universitarios) y otros paralelismos que le sirven para nutrir su obra, pero sin intención de hacer de ella un reflejo más o menos deformado de su propia vida. 7 

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Mi padre puso Internet con un servicio llamado EresMás. Mi padre contrató ese servicio y me explicó cuándo podía conectarme y cuándo tenía terminantemente prohibido conectarme. Dijo: No te conectes de 10 a 18 porque estaremos fuera de tarifa. Dijo: No te conectes de 18 a 23 porque estaré conectado yo, y no te conectes a partir de las 23 horas porque violarás las reglas infantiles que te hemos impuesto. En resumen, dijo, no puedes conectarte nunca, pero puedes conectarte todas las veces que quieras si no violas ninguna de las leyes que acabo de enumerar (Balcells 2017: 69-70).

El narrador, como joven, busca saltarse esas normas y conectarse a internet para acceder a la web de una revista clásica del sector, Micromanía,8 y su sistema de chat, estableciendo así una amistad digital con diferentes personas. La personalidad de cada uno trasciende y se filtra a través de los nicks. Las tornas cambian en “L’era del Cinghiale Bianco”, donde el narrador es el padre y el ordenador sigue siendo una salida hacia un mundo de ocio: “¡Qué alegría en ese momento, qué escalofrío me recorría cuando cruzaba el pasillo y empezaba a olerlo! Me ponía en mi sillón de cuero y encendía el ordenador” (77) para jugar a Truck Simulator, que es, literalmente, un simulador de conducción de camiones9. En el juego se reúnen, a través del chat, múltiples personajes: más allá de sus nicks trascienden sus personalidades. En el cuento, chat, videojuegos y mejoras en los componentes del ordenador se normalizan y forman parte del relato cotidiano, pero todo ello sirve como enlace finalmente con los hijos: “¿Vienes a jugar con nosotros a Mario Kart?”10 (78), sacando al padre de lo mejor de la ruta camionera para pasar a la diversión irrealista del juego para consola, con sus voces infantiles frente al “plácido sonido monocorde de mi Freightliner Cascadia con sus notas agudas y chillonas” (78). Revista española de juegos de ordenador nacida en mayo de 1985 y que sigue publicándose todavía hoy. Como tantas otras revistas impresas, mantiene una web para dar presencia en línea a la edición impresa con diferentes espacios sociales a lo largo de los años que los lectores puedan crear comunidad entre ellos. 9  En realidad, hay dos sagas: una centrada en modelos europeos, que debutó en 2008, y otra centrada en modelos norteamericanos, que se lanzó en 2016. Podemos suponer que la referencia en el relato es en concreto a Euro Truck Simulator, lanzado en 2008 para Windows. 10  Si damos como válida la fecha de 2008, podría tratarse en concreto de Mario Kart Wii, lanzado ese año. 8 

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Los videojuegos son un puente entre padres e hijos, como lo había sido internet y los ordenadores en otros cuentos, de la misma forma que las comunidades en línea se convierten en las protagonistas absolutas del relato “4Chan”. Aquí, Jorge, el narrador, recibe un ordenador propio al cumplir los quince años y, cuando por fin se encuentra solo ante la computadora y conectado a internet, acaba llegando a la comunidad de 4Chan: Todavía recuerdo el impacto de la primera visita: los diez últimos mensajes posteados eran fotografías de chicas desnudas. Nunca había visto un pezón: la carne, el corazón mismo de la carne, el lugar del principio y el fin. En otros mensajes aparecían imágenes gore, seres descuartizados por accidentes de tráfico […]. Y entre esas imágenes se deban también conversaciones aleatorias (Balcells 2017: 103).

Los ojos adolescentes abiertos de repente ante la brutal realidad del mundo, pero también ante la sensualidad y la comunicación sin límites. 4Chan es el lugar principal del relato y trasciende cualquier prejuicio de no-lugar que pueda tenerse ante la digitalidad o la web: en ese espacio se hace real el contacto con Artemisa16, chica de la que se enamora tras chatear con ella pero que desaparece de su horizonte digital. Así que el narrador recurre a la comunidad anónima para que esta ponga a prueba sus habilidades para identificarla, para descubrir quién es y poder (re)encontrarse con ella. Pero las comunicaciones son abiertas en el foro y cuando por fin le dan una dirección, el portal del edificio está lleno de Jorges que aseguran ser Jorge. Impostores que han quedado encandilados ante el retrato de Artemisa16 que hizo el Jorge real pidiendo ayuda a la inteligencia colectiva de la red. Y ahora la inteligencia colectiva ya no era generosa, sino que ejerce en el individuo la influencia de la envidia, del deseo, de la búsqueda del amor. Y luego la realidad: Artemisa16 vende su tiempo en tramos de 30 minutos. Ante el estupor y choque que experimenta Jorge, su padre lo rescata del portal. Esta historia, de hecho, está basada en un suceso real, tal y como rememora el propio Balcells: Alguien contaba que había conocido por Internet a una chica que luego se había desconectado. Presentó los datos que tenía de ella y otros usuarios anónimos le dijeron dónde vivía. Él acudió a esa dirección y resultó que el portal estaba lleno

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de gente. Como nadie firma y nadie sabe con quién está hablando, mucha gente vio esa dirección. Me pareció también una situación muy propia de la era de Internet (Balcells citado en Ramón).

Como ya hemos indicado antes, Balcells no persigue la autoficción ni ningún tipo de dramatización sobre su vida, y en este caso toma la historia de una anécdota (que bien podría ser una leyenda urbana de la propia comunidad) para reconvertirla en relato y hacer literatura con ella, integrando con pleno derecho el mundo digital en su literatura. Y explora, de nuevo, dos de sus temas más recurrentes: el amor y la presencia (o ausencia) de la figura del padre. Pero si en algún momento del libro los videojuegos y la tecnología son relevantes, vuele a ser en el que cierra la selección. “Aprenderé a rezar para lograrlo” reúne el mayor cúmulo de referencias, explícitas e implícitas, a los videojuegos y el mundo del usuario de videojuegos, y también a elementos técnicos, como el SEO. De hecho, si añadimos la presencia del personaje de “V. Balce, escritor malogrado” (111), este es uno de los cuentos donde quizá hay más huella personal del propio autor, más de sí mismo, pero al mismo tiempo más vocación de juego en la confusión entre el personaje-narrador y el yo del autor. En este cuento se dan la mano la religiosidad de la madre con los ordenadores del padre. Pronto sabemos que, de pequeño, jugaba a Doom (1993) con él, un ritual paternofilial que repitieron de los tres a los catorce años. La experiencia compartida, el cómo se distribuían los mandos, el modo de juego, y todos los detalles de la ejecución del videojuego ocupan múltiples páginas del relato. El hijo es introducido por el padre en el mundo del código interno de las páginas web y, mientras progresa el tiempo, a los catorce años, en 1998, empiezan a jugar con Half-Life y se introducen también los términos de optimización para buscadores, como Altavista o Google (que nació también en 1998). Se sumerge al lector en las vicisitudes de ese trabajo de optimización, lo mecánico, obsesivo y detallista que puede llegar a ser para conseguir resultados palpables y, paralelamente, llegan más juegos: SimCity 2000 (1994) y Transport Tycoon (1994): los gestores y simuladores se imponen sobre la acción de antaño. Los juegos son herramientas de aprendizaje y ahora, con

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ellos, llega la gestión de recursos, la lógica de la optimización que luego se debe trasladar al mundo real, pero también al mundo de las páginas web y los servidores. “Si vas a vivir como yo de Internet, me decía padre, los simuladores y juegos de management serán tu chill out” (120), se afirma. Finalmente, llegan los juegos de gestión deportiva, incluyendo el clásico español PC Fútbol11, pero también se nos cuenta que juega con todo tipo de juegos: acción, estrategia, aventuras, plataformas, “y otros géneros cuya recapitulación podría ser fatal en términos de melancolía y tristeza” (124). De hecho, todavía se establecerá un importante hito más en forma de videojuegos que sirven para marcar épocas: la saga Battlefield y sus sucesivas entregas12, una era vital que “empezó en 2005 y llega hasta 2016. Once años de lenta maduración de una técnica pulida para seguir la regla del buscómetro” (131). La edad se mide junto con títulos: “jugamos a Battlefield 3 cuando cumplí 26 años y a Battlefield Hardline la víspera de mi 30 aniversario” (131). De hecho, el cuento —y con él, el libro— se relaciona con la épica de un combate en un juego bélico. Padre e hijo siguen unidos a través del juego, pese a toda adversidad. Y en esta secuencia final reaparece, a través del juego, Caradryan555, nick de usuario al que ya se hizo referencia en “L’era del Cinghiale Bianco”. Los juegos son una unión, pero parece que la única entre padre e hijo: “en treinta años, esto es lo que ha hecho padre de mí” (134), y este sigue siempre supeditado a él, tomando papeles de apoyo en la partida, según le convenga al padre. El nick del padre es Ulukay “en honor a un dios pagano” (134), pero el hijo nos confiesa, solo al final, que “mi nick es CDRecordable” (134), ejecución máxima de sentirse copia, quizá imperfecta, del padre. El relato expone con bastante detalle lo mecánico del SEO y la lógica de encadenado de palabras para potenciar los resultados en buscadores. De hecho, introduce interesantes juegos con el lenguaje y retrata con extrañaSaga de gestión deportiva creada por la empresa española Dinamic Multimedia que se publicó regularmente entre 1992 y 2001 (9 entregas). La compañía quebró y Gaelco recuperó la saga entre 2005 y 2007. En el relato no se referencia ninguna entrega en concreto, pero se habla también de las sagas deportivas de fútbol de Electronic Arts (FIFA) y Konami (Pro Evolution Soccer). 12  La saga debuta en 2002 con Battlefield 1942. Es una saga de acción bélica en primera persona con diferentes ambientaciones históricas, pero la II Guerra Mundial ha sido claramente dominante. Está orientado al multijugador en línea, típicamente jugando en equipos. 11 

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miento situaciones normales, mientras presenta en otros momentos al lector pasajes absurdos, pero el modo en que los videojuegos construyen una capa adicional de información para el receptor es único en ese cuento. Se dan, sin duda, dos niveles de lectura y el más profundo es accesible solo para el lector que conoce a fondo las vicisitudes de todos los juegos y comprende el rol subyugado al padre que, desde el primer momento, ha tomado el hijo. 5. Balcells fuera de la hoja impresa: el autor en sus espacios digitales Uno de los elementos más relevantes para la aproximación de la figura del autor contemporáneo la encontramos en la página web de este, en la medida en que no sea gestionada por una editorial o representante, y que se corresponda con un modelo autogestionado de su presencia e identidad general. Esto ha dado lugar a blogs de gran interés para el desarrollo de la actividad crítica (como el Diario de lecturas de Vicente Luis Mora), o webs que han apostado por un modelo de negocio para el autor (como Malherido, de Alberto Olmos), por dar dos ejemplos en la esfera digital española de autores con extenso recorrido tanto en soporte tradicional (impreso) como en digital. La página web de Víctor Balcells, , nos permite una aproximación muy clara a sus intereses: las secciones destacadas son “Experimental”, “Internet Facts”, “Videojuegos”, “Ficción” y “Literatura y ensayo”. La sección de “Ficción” incluye información sobre sus libros, traducciones y colaboraciones con otros autores y artistas, pero también creaciones específicas para la web, que, en algunos casos, como el cuento “Doom”, suponen un regreso al tema de los videojuegos. La sección de “Literatura y ensayo” compila sus críticas, reseñas y diversos artículos sobre teoría literaria: es la sección más extensa por volumen de entradas (a julio de 2018). El apartado de “Videojuegos” incluye una serie de artículos, críticas y reflexiones críticas en torno a este mundo. Esto comprende textos centrados en videojuegos concretos, pero también elementos más generales como lenguajes de programación y ensayos que proponen puntos de vista como el estudio de algún videojuego desde el punto de vista del no-lugar, la teoría política o la crítica capitalista. No es, por tanto, una sección trivial o superficial en torno al mundo del videojuego, sino que permite una aproximación

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a este como objeto cultural desde el punto de vista de Balcells como autor, pero también como experto en Humanidades y Comunicación Audiovisual. Se sitúa, por tanto, en una esfera teórica del videojuego que lo aleja del perfil (estereotipado) del jugón13 o consumidor: su experiencia resulta evidentemente enriquecedora a múltiples niveles, como corresponde a la experiencia de un buen lector con la literatura o un buen espectador con el cine. Como usuario experimentado de videojuegos, alcanza un nivel de reflexión que se potencia por su conocimiento narratológico y su formación dentro del área de la Comunicación Audiovisual. Por tanto, como ya se intuye mediante la lectura de sus cuentos, el videojuego supone una fuente de importante enriquecimiento de la experiencia estética global. Las influencias entre artes son recurrentes en la escritura de Balcells y el videojuego ha impactado en su escritura al igual que el cine, la música y tantas otras disciplinas creativas. De la misma manera, el componente más técnico de la escritura digital tiene un impacto también palpable en su página web. Como ya hemos comentado anteriormente, Balcells tiene experiencia en SEO y hay varios artículos de corte técnico orientado especialmente a autores literarios, como el significativo texto titulado “Arquitecturas SEO abiertas (para escritores)”, donde explica de forma accesible cómo un escritor puede optimizar su web y la estructura de contenidos para mejorar el posicionamiento en los buscadores y, así, conseguir una mejor difusión. Por tanto, no pretende hacer de ello un conocimiento arcano, sino conseguir que estas estrategias lleguen a otros autores y que puedan beneficiarse del aprovechamiento tecnológico que está en sus manos. 6. Conclusiones La presencia de los videojuegos e internet ha ido creciendo en la obra de Víctor Balcells. Si en su primer libro de cuentos (2010) la presencia cuantitaConocido también por el anglicismo hardcore gamer o incluso simplemente gamer. El término sigue estando marcado y para muchas personas implica connotaciones negativas, como obsesión con los videojuegos, así como varios estereotipos asociados, incluyendo conducta antisocial, introversión e incluso ludopatía. 13 

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tiva es anecdótica (aunque cualitativamente muy importante), y resulta fundamentalmente ausente en su novela de 2013, en el segundo libro de cuentos (2017) los videojuegos y las TIC se erigen como un elemento constante y de importancia creciente a lo largo de sus páginas, culminando en un relato final dominado por estos referentes y con un fuerte anclaje intercultural e intertextual con ese sector del entretenimiento. Sus relatos dejan ver un profundo conocimiento no solo del segmento de los videojuegos, sino de la tecnología digital en líneas generales, y eso influye en sus referentes. No solo eso: cuando introduce elementos técnicos, como el SEO, es capaz de transmitir al lector los elementos de esa escritura técnica y funcional para optimizar páginas web en buscadores, así como otros elementos que no son transparentes para el usuario medio. La juventud (desde la infancia hasta la adolescencia) y, con ella, el amor y las relaciones paternofiliales son elementos recurrentes en la escritura de Balcells. Aunque no son sus únicos temas, sí son quizá los que más veces encontramos en sus textos, y en los relatos van anclándose temporal y culturalmente, cada vez de forma más decidida. Si en los primeros relatos los juegos y videojuegos son evocaciones en ocasiones generales a un pasado (la infancia), en Aprenderé a rezar para lograrlo nos encontramos con una relación más compleja y profunda a todos los niveles. El videojuego trasciende la contextualización o la referencia superficial para ser una parte muy importante con la que Balcells construye el relato y su atmósfera, de la misma forma que en otras ocasiones ha empleado la música, la propia literatura u otras artes. El lector, por tanto, puede conocer más sobre el mundo del relato y reconstruir las sensaciones del niño frente al televisor por la tarde tras el colegio, o compartiendo una partida con el padre, o llegar a una mayor introspección en la mente del narrador. Pero solo si se comparte el código, pues de otra manera la intertextualidad que persigue Balcells no puede ser plena y el receptor no alcanza todos los niveles del relato al no conocer todos los referentes, de la misma manera que se perdería entre las referencias a Pizarnik, al grupo musical Múm o tantos otros anclajes intertextuales provenientes de todo tipo de expresión artística. No en vano, para el autor, como para tantos miembros de su generación, los videojuegos son un medio narrativo y artístico de primer orden, tan válido como cualquier otro, y su huella es pa-

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tente, incluso si forma parte de una decisión artística consciente y decidida, como evidentemente es el caso de Balcells, quien ha decidido potenciar este elemento sobre otros en su último libro, con un resultado más que notable e interesante para el desarrollo de su voz literaria. Bibliografía Albadalejo Mayordomo, Tomás (2009). “Literatura y tecnología digital: producción, mediación, interpretación”. Disponible en: (fecha de consulta: 04/05/2018). Balcells Matas, Víctor (2010). Yo mataré monstruos por ti. Salamanca: Delirio. — (2013). Hijos apócrifos. Barcelona: Alfabia. — (2017). Aprenderé a rezar para lograrlo. Salamanca: Delirio. Campbell, Joseph (2012 [1949]). The Hero with a Thousand Faces. Nueva York: New World Library. EA Dice (2011). Battlefield 3 [juego de Windows], EE.UU., Electronic Arts. Escandell Montiel, Daniel (2016). “Greentexts: minificciones de la empatía y el engaño en los espacios sociales de la red”. En: Eva Álvarez Ramos, María Martínez Deyros, Leyre Alejaldre Biel (coords.), El cuento hispánico. Nuevas miradas críticas y aplicaciones didácticas. Valladolid: Agilice Digital, pp. 223-238. ID Software (1993). Doom [juego de MS-DOS]. EE.UU. id Software. Maxis (1994). SimCity 2000 [juego de MS-DOS]. EE.UU. Maxis. Nintendo EAD (1996). Super Mario 64 [juego de Nintendo 64]. Japón. Nintendo. Nintendo EAD (2008). Mario Kart Wii [juego de Wii]. Japón. Nintendo. Ramón, Gaizka (2018). “Víctor Balcells Matas: ‘El espíritu bufonesco en mí ha muerto’ (Una entrevista de Gaiza Ramón)”. Para leer. Disponible en: (04/05/2018). Sawyer, Chris (1994). Transport Tycoon [juego de MS-DOS]. EE.UU. Microprose. SCS Software (2008). Euro Truck Simulator [juego de Windows]. República Checa. SCS Software. Suárez, Adrián; Pareja, Alejandro (2018). Sobre Mario: De fontanero a leyenda (1981-1996). Barcelona: Start-T Magazine Books. Valve (1998). Half-Life [juego de Windows]. EE.UU. Sierra Studios. Visceral Games (2015). Battlefield Hardline [juego de Windows]. EE.UU. Electronic Arts.

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SOBRE LOS AUTORES

Editoras María Pilar Celma Valero es licenciada en Filología Románica por la Universidad de Zaragoza y doctora en Filología Española por la Universidad de Salamanca. En 1989 se incorporó a la Universidad de Valladolid, en donde, desde 1997, es catedrática de Literatura Española. Su línea principal de investigación es la literatura del siglo xx, con tres focos de atención: el Fin de siglo, el período de entreguerras y la poesía y narrativa desde la Guerra Civil hasta la actualidad. Ha participado en siete proyectos de investigación, el último “La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas” (MINECO-FEDER). Es autora de los libros La pluma ante el espejo (Visión autocrítica del Fin de siglo) (1989), La crítica de actualidad en el Fin de siglo (1989), Literatura y periodismo en las revistas del Fin de siglo. Estudio e índices (1991), Caras y más caras de 1900 (Siluetas literarias) (1999), y Elena Martín Vivaldi, una poética elenamente entrañada (2009). Es coautora de Miguel Unamuno, poeta (2002) y responsable de edición de una decena de libros colectivos. Es directora de la revista internacional Siglo xxi. Literatura y Cultura Españolas. En el año 2000 ganó el VIII Premio de Investigación “Rigoberta Menchú”, con su obra Pienso luego escribo. La incorporación de la mujer al mundo del pensamiento (2001). Carmen Morán Rodríguez es doctora en Filología Hispánica y licenciada en Filología Hispánica y Clásica. Ha sido docente e investigadora en las universidades de las Islas Baleares y Jaén, y actualmente es profesora titular en la Universidad de Valladolid. Sus intereses investigadores se centran en la literatura española contemporánea, campo en el que ha publicado monografías como

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Figuras y figuraciones femeninas en la obra de Rosa Chacel (2008), JRJ y la poesía argentina y uruguaya en el año 48. Historia de una antología nunca publicada (2014) y Hologramas. Realidad y relato del siglo xxi (2017), en colaboración con Teresa Gómez Trueba. Además, ha editado Arias tristes de Juan Ramón (en Obra poética, 2005) y Memorias de Leticia Valle, de Rosa Chacel (2010), entre otras obras. En diversos artículos y capítulos de libro ha estudiado la obra de autores contemporáneos, como Aurora Luque, Ada Salas o Gustavo Martín Garzo, y ha analizado cuestiones como los no lugares y simulacros en la nueva narrativa española, el motivo platónico de la caverna en la narrativa reciente, la relación de esta con el documental o el fenómeno fanfiction. Ha sido investigadora principal (en colaboración con María Pilar Celma Valero) del Proyecto de Investigación Generación de Conocimiento “La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas” (DGCYT FFI2015-70094-P). Colaboradores Carlos Javier García, doctor por la Universidad de California en Davis, en la actualidad es catedrático de Literatura Española en la Universidad Estatal de Arizona. Es autor de Metanovela: Luis Goytisolo, Azorín y Unamuno (1994), La invención del grupo leonés. Estudio y entrevistas (1995), Contrasentidos. Aproximación a la novela española contemporánea (2002), Tres días que conmovieron España. Tres periódicos y el 11M (2008). Se encargó también de la edición, introducción y guía de lectura de El espíritu del páramo, de Luis Mateo Díez (2008), y junto a Cristina Martínez-Carazo de la edición del volumen Variantes de la modernidad. Estudios en honor de Ricardo Gullón (2011). Ha publicado artículos en revistas como España Contemporánea, ALEC, Letras Peninsulares, Romanic Review, Revista Hispánica Moderna, Hispanic Review y Anthropos. Con la colaboración de Gonzalo Sobejano, publicó en 2016 la edición crítica de Luis Goytisolo, Antagonía. Luis García-Tervisco es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor por la Universidad de Georgetown. Ha sido profesor en la Universidad de Georgetown y en la Universidad George Washington, ambas en Washington D.C. Actualmente trabaja en la Univer-

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Sobre los autores

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sidad de Gonzaga como profesor asociado, donde imparte clases de escritura en español y gramática avanzada, historia del cine español, literatura española contemporánea y cultura española. Sus principales líneas de investigación son la literatura española contemporánea, el cine español y la cultura popular española del período democrático. Ha sido director del programa de verano de Cuernavaca (México) desde 2008, y profesor visitante en la Facultad de ILACA (Independent Liberal Art Colleges Abroad) en Granada (España). María Martínez Deyros es doctora en Literatura Española por la Universidad de Valladolid. Actualmente trabaja como investigadora posdoctoral en la Universidad Complutense de Madrid (Programa de Atracción Talento Investigador de la Comunidad de Madrid. Convocatoria de 2018). Miembro del grupo de investigación La Otra Edad de Plata (LOEP) de la UCM y miembro asociado del Grupo de Investigación Reconocido de Literatura Española Contemporánea (GIRLEC) de la Uva. Sus líneas principales de investigación se centran en la literatura española de los siglos xx y xxi. Esther Pérez Dalmeda es licenciada en Filología Hispánica y doctora en Literatura Hispánica y Teoría de la Literatura por la Universidad de Valladolid. En el transcurso de su carrera profesional ha combinado su interés por la enseñanza y la pedagogía con la literatura contemporánea y las nuevas tendencias narrativas. Recientemente ha finalizado un Máster en Educación Especial en la Universidad de Oslo. Su estancia en Noruega le brindó la posibilidad de formar parte de diversos proyectos de investigación en educación, inclusión y discapacidad. Ha publicado reseñas y artículos relacionados con narrativa breve hispánica, Juan Bonilla, intertextualidad, la revisión de conceptos provenientes de la teoría de la literatura y su aplicación a nuevas formas pedagógicas. Ha impartido clases de español como lengua extranjera en distintos centros educativos tanto en España como en el extranjero. En la actualidad, trabaja como coordinadora del departamento de niños de la sede de Hong Kong del Spanish World (Learning Language Group). Teresa Gómez Trueba es doctora en Filología Hispánica y profesora de Literatura Española en la Universidad de Valladolid. Ha estudiado y editado la Obra poética de Juan Ramón Jiménez (2005). Es también autora del libro El sueño

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literario en España (1999). En los últimos años ha trabajado fundamentalmente en la última narrativa española, atendiendo a fenómenos recientes como el hibridismo genérico, la intermedialidad o la literatura y las nuevas tecnologías. Junto con Carmen Morán Rodríguez, es autora del libro Hologramas: realidad y relato del siglo xxi (2017). Es miembro del Grupo de Investigación Reconocido de Literatura Española Contemporánea de la Universidad de Valladolid (GIRLEC). Eva Álvarez Ramos es doctora en Filología Hispánica y docente en el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de la Universidad Valladolid. Forma parte del Grupo de Investigación Reconocido Literatura española contemporánea. Siglos xx y xxi (GIRLEC) de la Universidad de Valladolid y del Grupo de Investigación Reconocido MOVE de la Universidad de Salamanca. Asimismo, es miembro de la Unidad de Investigación Consolidada con área ANEP Literatura Española y Humanidades Digitales. Sus líneas de investigación giran en torno a literatura infantil, español como lengua extranjera, TIC y enseñanza de lenguas, humanidades digitales aplicadas a la educación y la permanencia de la tradición clásica en la poesía española contemporánea. Epicteto Díaz Navarro es profesor en la Universidad Complutense y director del Máster en Cultura Contemporánea de la UCM y la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón. Se ha especializado en literatura española moderna y contemporánea, dedicando distintos trabajos a Ramón del Valle-Inclán; la generación del medio siglo, especialmente, Juan Benet, Carmen Martín Gaite y Juan García Hortelano; y a narradores contemporáneos como Juan Eduardo Zúñiga, Álvaro Pombo, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías y Enrique Vila-Matas. Daniel Escandell Montiel es profesor en la Universidad de Salamanca y director de la revista Caracteres. Estudios Culturales y Críticos de la Esfera Digital. Miembro de grupos y redes como el IEMYRhd (Instituto de Estudios Medievales, Renacentistas y Humanidades Digitales). Autor de libros como Escrituras para el siglo xxi. Literatura y blogosfera (2014) o Mi avatar no me comprende. Cartografías de la suplantación y el simulacro (2016) y coautor, junto a Fernando R. de la Flor, de El gabinete de Fausto. “Teatros” de la escritura y la lectura a un lado y otro de la esfera digital (2014).

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