La temprana cuestión social : la ciudad de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo XIX: La ciudad de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo XIX [1 ed.] 8400092120, 9788400092122

En la segunda mitad del siglo XIX tuvo lugar en Argentina un proceso histórico que permitió la consolidación de un conce

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Índice
Introducción
Capítulo 1.- Municipalidad e institución de lo social: iniciativas particulares y regulación pública de la beneficencia en la ciudad de Buenos Aires durante el siglo xix
Capítulo 2.- Paradojas sociales de la políticade educación pública elementalen Buenos Aires (1820-1870)
Capítulo 3.- Higiene, instituciones médicas y temprana cuestión social (1852-1890)
Capítulo 4.- La crisis de 1890, los trabajadoresy la emergencia de la cuestión obrera
Fuentes y bibliografía
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La temprana cuestión social : la ciudad de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo XIX: La ciudad de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo XIX [1 ed.]
 8400092120, 9788400092122

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Colección América

(últimos títulos publicados):

consejo superior de investigaciones científicas

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  1. Patrones, clientes y amigos. El poder burocrático indiano en la España del siglo xviii. Víctor Peralta Ruiz.   2. El terremoto de Manila de 1863. Medidas políticas y económicas. Susana María Ramírez Martín.   3. América desde otra frontera. La Guayana Holandesa (Surinam): 1680-1795. Ana Crespo Solana.   4. «A pesar del gobierno». Españoles en el Perú, 1879-1939. Ascensión Martínez Riaza.   5. Relaciones de solidaridad y estrategia de reproducción social en la familia popular del Chile tradicional (1750-1860). Igor Goicovic Donoso.   6. Etnogénesis, hibridación y consolidación de la identidad del pueblo Miskitu. Claudia García.   7. Mentalidades y políticas Wingka: pueblo mapuche, entre golpe y golpe (de Ibáñez a Pinochet). Augusto Samaniego Mesías y Carlos Ruiz Rodríguez.   8. Las Haciendas públicas en el Caribe hispano en el siglo xix. Inés Roldán de Montaud (ed.).   9. Historias de acá. Trayectoria migratoria de los argentinos en España. Elda González Martínez y Asunción Merino Hernando. 10. Piezas de etnohistoria del sur sudamericano. Martha Bechis. 11. Rafael Altamira en América (1909-1910). Historia e histografía del proyecto americanista de la Universidad de Oviedo. Gustavo H. Prado. 12. Los colores de las independencias iberoamericanas. Liberalismo, etnia y raza. Manuel Chust e Ivana Frasquet. 13. ¿Corrupción o necesidad? La venta de cargos de gobiernos americanos bajo Carlos II (1674-1700). Ángel Sanz Tapia. 14. Proa al Plata: las migraciones de gallegos y asturianos a Buenos Aires (fines del siglo xviii y comienzos del xix). Nadia Andrea de Cristóforis Morroni. 15. Lealtades firmes. Redes de sociabilidad y empresas: la «Carlos Casado S.A.» entre la Argentina y el Chaco paraguayo (18601940). Gabriella dalla Corte. 16. La agricultura chilena discriminada (1910-1960). Una mirada de las políticas estatales y el desarrollo sectorial desde el sur. Fabián Almonacid Zapata. 17. Diplomáticos, propagandistas y espías. Estados Unidos y España en la Segunda Guerra Mundial: información y propaganda. Alejandro Pizarroso Quintero.

ilar González Bernaldo de Quirós es doctora en Historia por la Universidad de la Sorbona. Actualmente es profesora de Historia y Civilización Latinoamericana en la Université Paris Diderot-Paris 7, donde es directora del laboratorio ICT. Es autora de Civilidad y política en los orígenes de la nación argentina (2001).

PILAR GONZÁLEZ BERNALDO DE QUIRÓS

J

uan Suriano es doctor en Historia por la Univer­ sidad de Buenos Aires. Es profesor de la Universidad Nacional de General San Martín, Buenos Aires, donde dirige la maestría en Historia. Entre sus publicaciones destaca La cuestión social en Argentina (1870-1943) (2000) y Anarquistas. Cultura y política libertaria en Buenos Aires (2004).

La ciudad de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo

xix

JUAN SURIANO

La temprana cuestión social

icardo González Leandri es doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Es investigador científico del Grupo de Estudios Americanos del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC. Entre otros libros y artículos, ha publicado La construcción histórica de la profesión médica en Buenos Aires, 1852-1886 (1999).

P

RICARDO GONZÁLEZ LEANDRI

I SBN 978 - 84 - 00 - 09212 - 2

R

La temprana cuestión social La ciudad de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo xix RICARDO GONZÁLEZ LEANDRI PILAR GONZÁLEZ BERNALDO DE QUIRÓS

Este libro propone un análisis de la realidad social argentina del siglo xix en línea con la relectura de los procesos históricos sugerida por Robert Castel y Jaques Donzelot. Sus autores sostienen la existencia de una cuestión social temprana en la ciudad de Buenos Aires, bastante antes del fin de siglo, lo que los enfrenta a un doble desafío: dar cuenta de sus manifestaciones y replantear la articulación de instituciones, actores y temporalidades. Se preguntan, a su vez, por la «invención de lo social» y su conversión en «problema». Fue este un proceso histórico que derivó de la consolidación de un concepto de sociedad considerada como horizonte de lectura de los destinos individuales. A esta consolidación se sumó, como requisito para mantener la cohesión social, la apelación a cierto tipo de acción colectiva y de implicación pública. Para ello se analizan distintos ámbitos. La beneficencia, caso paradigmático de cómo la municipalidad instituyó el campo social como esfera de acción comunal a la vez que lo fragmentó entre diferentes actores institucionales. La higiene y la salud, espacio crecientemente autónomo del mero control de la pobreza que, condicionado por amenazas y crisis, impulsó redes de interdependencia social claves. La educación, ámbito en el que más tempranamente confluyeron diversos afanes de control, un discurso de los derechos y la presunción de la obligación pública. Por último, se estudia cómo la crisis de 1890 afectó a los trabajadores y a las representaciones de las elites sobre ellos, reorientando los rasgos de la «cuestión social» hasta convertirla en «cuestión obrera».

JUAN SURIANO

9 788400 092122

Ilustración de cubierta: Fotomontaje de Myrian Cea.

CSIC

COLECCIÓN AMÉRICA

LA TEMPRANA CUESTIÓN SOCIAL LA CIUDAD DE BUENOS AIRES DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX

COLECCIÓN AMÉRICA: 18

Director Alfredo Moreno Cebrián (CSIC) Secretaria Marta Irurozqui Victoriano (CSIC) Comité Editorial Salvador Bernabéu Albert (CSIC) Jesús Bustamante (CSIC) Manuel Chust (Universitat Jaume I) M.ª Dolores González-Ripoll (CSIC) Ascensión Martínez Riaza (Universidad Complutense) Mónica Quijada Mauriño (CSIC) Consejo Asesor Michel Beltran (Université Toulousse, Francia) Alejandro Cañeque (University of Maryland, EE.UU) M.ª Teresa Cortés Zavala (Universidad Michoacana, México) Jordana Dym (Skidmore College, EE.UU) Alejandro Fernández (Universidad de Luján, Argentina) Ivana Frasquet (Universitat de Valencia, España) Alejandro de la Fuente (University of Pittsburgh, EE.UU) Juan Andreo García (Universidad de Murcia, España) Ricardo González Leandri (CSIC) Elda González Martínez (CSIC) Tulio Halperin Donghi (University of California, Berkeley, EE.UU) Sylvia L. Hilton (Universidad Complutense) Clara López Beltrán (Universidad Católica Boliviana San Pablo, Bolivia) Françoise Martinez (Université Paris Diderot-La Defénse, Francia) Frank Moya Pons (Universidad Nacional de Santo Domingo, República Dominicana) Jose Moya (University of Columbia, EE.UU) Consuelo Naranjo (CSIC) Víctor Peralta Ruiz (CSIC) Jaime E. Rodríguez O. (University of California, Irvine, EE.UU) Claudia Rosas Lauro (Pontificia Universidad Católica del Perú) René Salinas (Universidad Santiago de Chile) Eugenia Scarzanella (Università de Bologna, Italia) Rosario Sevilla (CSIC) Clément Thibaud (Université Nantes, Francia)

Ricardo González Leandri Pilar González Bernaldo de Quirós Juan Suriano

LA TEMPRANA CUESTIÓN SOCIAL LA CIUDAD DE BUENOS AIRES DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX

Consejo Superior de investigaciones científicas madrid, 2010

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o tramitarse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, solo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones. Este libro es uno de los resultados del proyecto de investigación «La cuestión social en Argentina» (HUM 2006-11940), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España, y cuyo investigador principal es Ricardo González Leandri. Se lleva a cabo en el seno del Grupo de Estudios Americanos del Instituto de Historia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, Madrid.

Catálogo general de publicaciones oficiales http://publicaciones.060.es

© CSIC © Los autores NIPO: 472-10-208-1 ISBN: 978-84-00-09212-2  Ajuste y maquetación: Ángel de la Llera Imprime: Solana e Hijos, S. L. Impreso en España. Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.

Índice Introducción.................................................................................

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Capítulo 1 Municipalidad e institución de lo social: iniciativas particulares y regulación pública de la beneficencia en la ciudad de Buenos Aires durante el siglo xix............................................................................................

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Capítulo 2 Paradojas sociales de la política de educación pública elemental en buenos aires, 1820-1870....................

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Capítulo 3 Higiene, instituciones Médicas y temprana Cuestión Social, 1852-1890...................................................................

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Capítulo 4 La crisis de 1890, los trabajadores y la emergencia de la cuestión obrera..............................................................

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Fuentes y bibliografía............................................................. Prensa periódica................................................................................ Prensa especializada......................................................................... Documentos oficiales, fuentes y censos........................................... Referencias bibliográficas.................................................................

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Introducción 1.  Pensar la cuestión social temprana La cuestión social es un tema que, por múltiples motivos, plantea serios y renovados desafíos al historiador contemporáneo. En primer lugar, por sus distintas facetas y vertientes, ya sea por el conflicto social y cultural que presupone —la pugna histórica entre el capital y el trabajo— como por la acción colectiva y las distintas estrategias institucionales a que ha dado lugar: las iniciativas inconexas de los estados liberales decimonónicos y, en el siglo xx, los estados benefactor/providencia, social o de bienestar europeos, y los sistemas híbridos latinoamericanos. 1 En segundo lugar, por el tipo de actores que en ella participan en los distintos momentos de su desarrollo. Por un lado los receptores, no necesariamente pasivos, de controles y ayudas promovidos para paliar los efectos que la llamada cuestión social producen sobre la vida cotidiana de los habitantes. Por otra parte, aquellos que, al presionar desde distintos ámbitos para obtener mejoras sociales, se convirtieron en impulsores de procesos de colectivización de servicios y de gestación de políticas públicas. A ambos se agrega un tercer grupo muy heterogéneo, que puede clasificarse como el de los ideólogos, agentes, promotores, o gestores de la cuestión social, que se encuentra tanto entre los sectores populares, como entre los intelectuales, profesionales y técnicos. Este grupo de ideólogos e impulsores debe su trayectoria y perfil a los distintos países o regiones a la manera específica que en estos se desarrolló la cuestión social. En este aspecto, las interpretaciones se han sofisticado mucho en los últimos años. De visiones ancladas en exceso en las ideas de unos políticos reformistas, inconta  Clauss Offe (2006) enmarca bien la cuestión al considerarla un producto de la crisis de legitimidad, propia de las sociedades capitalistas, provocada por el carácter irresoluble de la tensión entre igualdad jurídica y desigualdad social y económica. 

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minados en su propia conformación por el conflicto social, y en los temores de los sectores dominantes ante la irrupción de nuevos actores populares con conciencia específica de tales, se ha pasado a otra donde los actores principales de la cuestión social, tanto populares como de elite y tanto grupales o asociativos como institucionales, son analizados como múltiples y variados. 2 Los profundos cambios sociales recientes, sobre todo aquellos que atañen a la estructura misma de los estados nacionales en un mundo crecientemente globalizado, han conducido a los científicos sociales y a los historiadores a plantearse nuevos problemas y enfoques con respecto a la importancia histórica de la cuestión social y sobre la manera más eficaz de abordarla. Relevante en ese sentido ha sido la pérdida de certezas con respecto a fenómenos que la sociedad occidental había de alguna manera naturalizado. Puede citarse, por ejemplo, el paulatino desplazamiento de la centralidad del trabajo, como factor social aglutinante y eje de las políticas públicas, los sensibles cambios recientes en las ideas de riesgo, cohesión y solidaridad social y en conceptos como el de «clase», tan caros para algunos grupos y sectores. Motivadas por esta nueva situación social y cultural, han surgido importantes reflexiones teóricas por parte de autores como Robert Castel, Jaques Donzelot o Bruno Latour, quienes plantean la premura de ahondar en los procesos de largo plazo que se encuentran en su base. 3 La obra de Castel es muy clara en este aspecto e introduce desafíos metodológicos cruciales, al abogar por una sociología convertida en historia del presente. Lo mismo puede decirse de los trabajos de Christian Topalov, de singular influencia reciente sobre el estudio de actores clave en el surgimiento de la cuestión social. 4 Estas reflexiones se asientan sobre una nueva forma de mirar el pasado, que sería imposible si no se contara con la existencia previa de una rica tradición de estudios de historia social —historia de la sociedad en términos de Eric Hobsbawm—, e historia cultural, fundamentalmente británica y en menor medida francesa y estadounidense, cuya trayectoria e imbricada relación con los cambios sociales y políticos recientes ha sido reseñada de una manera tan eficaz por Geoff Elley. 5 También incide en ellas la existencia de otra sólida tradición, en este caso de estudios   Rueschemeyer y Scokpol, 1996; Suriano, 2007, 69-67.   Castel, 2006; Donzelot, 2007; Latour, 2005.    Topalov, 1999.    Eley, 2008. ��������������������������������������������������������������������� Es importante señalar algunos trabajos cruciales de esa corriente de estudios, por ejemplo Hobsbawm, 1971, 30-45; Thompson, 1989; Jones, 1971; Steedman, 1992, 617-653; Lawrence y Treicher 1992; Williams,1980.  



INTRODUCCIÓN

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sociológicos, orientada a desentrañar los orígenes y complejidades de los Estados de Bienestar. 6 Pero las nuevas miradas sobre la construcción de lo social en el pasado se muestran plenas de tensiones de distinto tipo, a causa de la importancia de los elementos que lo constituyen. Las urgencias del presente, y más aún las políticas, no son a veces consejeros absolutamente fiables. Adentrarse en lo «social remoto» requiere una visión que prime ante todo los matices, que son los que permiten recuperar o revisar la especificidad de determinados períodos y las disyuntivas a las que a veces, no sin cierta perplejidad, se enfrentaron sus protagonistas. Pero una mirada enfocada necesariamente hacia los actores sociales debe también abordar los procesos que conforman su trayectoria. Existe en esta alternativa, que las propias características de la cuestión social como problema histórico conducen a sus extremos, un importante desafío. Este ha sido aceptado plenamente por los tres autores de este libro. Este ensayo conjunto se ocupa del surgimiento de una temprana cuestión social en Buenos Aires en el siglo xix. Se asienta sobre una corriente de estudios sociales y culturales que se ha consolidado de manera importante en las últimas décadas en la historiografía argentina. A partir de unas primeras aproximaciones que colocaban el énfasis en historiar la experiencia de los sectores populares en la época del fin de siglo xix y comienzos del xx, se abrió un amplio abanico de temas a estudiar bajo perspectivas renovadas: desde las condiciones de vida y la experiencia urbana, hasta el mundo del trabajo, y de las mujeres trabajadoras hasta el conflicto social y huelguístico, los esbozos de primeras políticas sociales y la identificación de sus heterogéneos impulsores. 7 Dentro de esa estela y desde otras corrientes interpretativas paralelas, trabajos como los de Salvatore, Suriano y Zimmerman, entre otros, se dedicaron en forma más específica a analizar las condiciones de emergencia de la moderna cuestión social. 8 Se ampliaba así un campo de estudios que fue seguido luego por otras iniciativas que ayudaron a su    No fue casual que Peter Baldwin, en un trabajo ya clásico, planteara la necesidad fundamental de volver hacia atrás en el tiempo y analizar las tradiciones, negociaciones sociales y cristalizaciones institucionales que posteriormente darían lugar a la instauración de regímenes de bienestar. Baldwin, 1992. Otros autores que pueden ser incluidos dentro de esta corriente, como de Swan, también han insistido en la necesidad de recurrir a explicaciones históricas de largo plazo. De Swan, 1992; Baldwin, 1992; Ashford, 1989; Lindert, 2004.    Armus, 1984, 37-65; González Leandri, 1989 y 1984, 251-258; Sabato y Romero, 1992; Lobato, 2007.    Salvatore 1995; Suriano, 2000; Zimmermann, 1995.

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desarrollo al tomar aspectos o áreas concretas del fenómeno. 9 Un punto de inflexión con respecto al perfil temático del tema lo marcó la publicación de una serie de textos compilados por Juan Suriano, que llevó precisamente por título La Cuestión social en Argentina. 10 Al hablar de punto de inflexión nos referimos también a su relación con determinados temas y al tipo de tratamiento concreto a través del cual se pretende abordarlos aquí, sobre todo en cuanto a su especificidad cronológica. En la introducción de ese volumen se planteaba como punto importante el problema del marco cronológico pertinente para estudiar la cuestión social. Según las aproximaciones de unos y otros, se observaba ya que durante la segunda mitad del siglo xix, bastante antes de los cruciales años ochenta, se constataban indicios de una toma de conciencia de problemas sociales que reclamaban una respuesta pública, en particular en torno a la higiene, la salud y la educación. Esto llevó a Juan Suriano a plantear que la cuestión social, si bien se identifica con los desajustes económicos, políticos y morales producidos a partir de la crisis económica de 1890, manifiesta sus primeros síntomas al menos dos décadas antes. 11 En ese mismo volumen, Ricardo González Leandri indicó que los problemas sanitarios y médicos que surgieron en la ciudad de Buenos Aires durante las décadas de 1860 y 1870 formaban parte de una cuestión social temprana. 12 En ese desplazamiento, que marcaba la importancia de procesos sociales previos a su consolidación como cuestión connotada principalmente por un conflicto de base laboral, las perspectivas de Ricardo González Leandri y Juan Suriano se cruzaron con la trayectoria de Pilar González Bernaldo de Quirós, que si bien se orientaba hacia el estudio de la política en un período más temprano, su afán por definir una mirada social de la misma la llevaba a realizarse preguntas cuya respuesta sólo podía ser hallada extendiendo el marco cronológico fijado inicialmente. Esto la condujo, ya en el terreno más específicamente social, a destacar la importancia que adquirió la Municipalidad de Buenos Aires durante la década de 1850 en el proceso de especialización de las instituciones de beneficencia y su relación con diferentes asociaciones culturales y del incipiente laicado en la construcción de políticas de socorro y asistencia. 13   Lobato, 1996; González Leandri, 1999.   Suriano (comp.), 2000. 11   Suriano (comp.), 2000, 1-29. 12   González Leandri, 2000, 217-243. Entre los trabajos que abrieron este tipo de pistas, véase Lobato (ed.), 1996. 13   González Bernaldo de Quirós, 2001, 2007 y 2008.   10



INTRODUCCIÓN

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Es a partir de esas primeras pistas y de la reconsideración temática de algunas cuestiones clave, como la propia idea de salud, pobreza y asistencia, a las que se sumó la aparición de otros trabajos orientados en el mismo sentido, 14 que surgió la idea de plantearse «la cuestión social temprana» como un momento histórico particular cuyo sentido no debía necesariamente buscarse en la institucionalización que ésta toma hacia principios del siglo xx. 2.  La «cuestión social» como objeto Este ensayo fue concebido como un ejercicio de exploración que permitiese trazar los perímetros conceptuales y temporales a partir de los cuales definir la cuestión social temprana como objeto histórico. Por razones expositivas, se ha privilegiado el estudio de un caso y la elección de la ciudad de Buenos Aires no es sin duda fortuita. En efecto, la urbe porteña protagonizó durante la segunda mitad del siglo xix una profunda transformación física y humana. La población creció durante estos años con suma rapidez y en el lapso de treinta y dos años casi se multiplicó por cuatro. 15 La magnitud del crecimiento poblacional porteño se evidencia claramente al comparar cifras con otros casos urbanos. En 1887 Buenos Aires igualaba en población a ciudades como Bruselas, Birmingham o Varsovia, y superaba a Lyon, Baltimore, Budapest, Burdeos, Dublín, Hamburgo, Marsella, Leeds, Milán, Manchester, Ámsterdam o Melbourne. 16 Por otro lado, en el lapso de los dieciocho años que median entre 1869 y 1887 la ciudad creció a un ritmo anual del 7,3%, que representaba un porcentaje mayor al de otras grandes ciudades como Chicago (6,8% anual entre 1870 y 1880), Boston (5,2% entre 1860 y 1880) o la vecina Rosario, que también aumentó su población de manera notable al 6,7% anual en el mismo período señalado. 17 Este crecimiento ponía cotidianamente a prueba los titubeantes ensayos institucionales destinados a ordenar y administrar la populosa urbe.   Por ejemplo: Moreno (comp.), 2000; Moreno, 2009.   De 90.076 habitantes en 1854 la ciudad de Buenos Aires saltó a 177.787 en 1869 y a 404.000 en 1887. Gorostegui de Torres, 1972, 125; Ciudad de Buenos Aires, Censo General de Población, Edificación, Comercio e Industrias, 1887, Buenos Aires, Compañía Sudamericana de Billetes de Banco, 1889, t. I, 122. 16   Ciudad de Buenos Aires, Censo General de Población, Edificación, Comercio e Industrias, 1887, Buenos Aires, Compañía Sudamericana de Billetes de Banco, 1889, t. II, 399- 401. 17   Panettieri, 1982, 35. 14 15

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Los temas que preocupan entonces se relacionaban con el hacinamiento y la falta de higiene en las viviendas y los lugares de trabajo (ya fuera en talleres, fábricas, comercios o en el propio domicilio); la mala calidad de la alimentación debido a la adulteración de numerosos productos; la contaminación del agua; la falta de higiene en la ciudad y la carencia de dispositivos sanitarios y de salubridad eficientes, generadoras de una cantidad de enfermedades «físicas y morales». Todo ello explica la centralidad que tendrá la ciudad de Buenos Aires, y en particular su gobierno municipal, en la formulación de una cuestión social a la que debía darse una respuesta institucional. Cabe sin embargo señalar que las especificidades del caso elegido no permiten extrapolar las conclusiones alcanzadas a otros ámbitos municipales, y mucho menos al conjunto de la república. Su condición de ciudad que hospeda a las autoridades nacionales primero, y capital federal luego, explica la importancia que ciertos problemas urbanos tendrán en la agenda política nacional. Al incorporar la especificidad de estas contingencias, este ensayo intenta definir los elementos que llevan a plantear la morfología social en término de problema. Las crisis parecen ser momentos particularmente propicios para ello, razón por la cual nos propusimos también indagar lo que éstas vehiculizan o desencadenan. A pesar de nuestras comunes inquietudes por la historia de la sociedad, los autores de este ensayo nos hemos orientado hacia distintas facetas y problemas —la política, la salud y el mundo del trabajo—, e incluso hacia períodos diferentes. Por tanto, voluntariamente no hemos querido hacer de este libro un ejercicio de síntesis, ya que nos habría llevado a allanar las diferentes visiones que cada una de nuestras distintas aproximaciones permite desarrollar. Nos encontramos pues frente a un desafío doble: por un lado el de dar cuenta, a partir de diferentes herramientas metodológicas y conceptuales, de la existencia en Buenos Aires de una cuestión social temprana y, por otro, el de pensar la articulación de las distintas instituciones, actores y temporalidades que estos acercamientos destacaban. El itinerario recorrido, desde su inicio en unos primeros seminarios de discusión hasta el complejo proceso de redacción conjunta y elaboración final de los resultados parciales alcanzados, permitió un fructífero y enriquecedor entrelazamiento de perspectivas. Éste se dio con respecto a la índole de los distintos temas abordados, a la importancia que se decidió otorgar a ciertos problemas y encrucijadas concretas y, sobre todo, en cuanto a la consideración de las formas específicas de la cuestión social temprana. Dicha convergencia se observa en primer lugar en



INTRODUCCIÓN

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la constatación de la especificidad del período, que podría definirse en términos de indeterminación institucional y de diversidad de actores, agentes y jurisdicciones que entran en juego. Existe también consenso con respecto a la importancia crucial que tuvieron en la definición del perfil efectivo de la temprana cuestión social tanto ciertos actores e instituciones —médicos, propagandistas educativos, o asociaciones como la Sociedad de Beneficencia— como de las pugnas jurisdiccionales y de atribuciones en las que se vieron inmersos. Los tres autores destacamos, además, la centralidad que adquirió a lo largo de todo el proceso la Municipalidad de Buenos Aires, a pesar de los escasos recursos financieros y frágiles herramientas institucionales de que dispuso. Desde perspectivas diferentes, este ensayo muestra, por tanto, cómo la Municipalidad instituyó lo social como esfera de acción comunal, y lo urbano como problema social, a la vez que definió una serie de servicios públicos —en higiene, salud, educación, beneficencia— como forma de regulación social pública. Se observa cómo esto generó distintas tensiones: primero, entre diferentes concepciones del poder municipal, en cuanto órgano de gobierno local por un lado, y como instancia administrativa y sus respectivas representaciones de la acción social comunal por otro —particularmente patente en el debate sobre autonomía impositiva—. Se le sumó una segunda tensión entre dos lógicas de intervención: una que supuso un socorro de proximidad y otra basada en un modelo de protección estatal. Paralelamente existen otras cuestiones o nudos problemáticos en los que no ha resultado tan sencillo llegar a convergencias simples, lo que da cuenta también de la riqueza y proyección del tema. La más importante es la que se refiere al papel del Estado, tanto en la formulación de la cuestión social como en las iniciativas que van a diseñarse para aportar una respuesta institucional. Se trata de un problema complejo, en el cual inciden las limitaciones de la propia historiografía argentina, cuya superación, al menos en ciertas cuestiones específicas, no casualmente actuó como uno de los focos de estimulación para la redacción de este libro. Las posiciones diferentes que sobre este punto mantienen cada uno de los autores dan cuenta tanto de la aproximación privilegiada como de la temporalidad que atraviesa la cuestión del Estado. Para Pilar González Bernaldo de Quirós, la noción de lo social lleva a desplazar aquello que Oscar Oszlak denominó la enajenación operada por el Estado de parte de los «ámbitos funcionales que constituían el legítimo dominium de los particulares» a la constitución del campo de lo social como ámbito a partir del cual el destino de los particulares interpela a las autoridades públicas e incita, a través de las acciones colectivas es-

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pecíficas, a la construcción de los dos ámbitos que lo hacen posible: la sociedad civil y el Estado. 18 En otros términos, los diferentes emprendimientos públicos y privados que buscaban dar una respuesta caritativa, benéfica y eficaz a problemas que comienzan a formularse como problemas sociales no implican la existencia del Estado, sino que más bien nos hablan de los mecanismos sociales e institucionales que fueron adaptando la idea de Estado a las acciones colectivas que buscaban aportar respuestas a problemas apremiantes. Juan Suriano considera que, si bien es cierto que la mirada de este autor es estructural y desde arriba, en términos generales su hipótesis sigue siendo correcta, y la temprana cuestión social se inscribe en el proceso general trazado por él. Sin embargo, advierte que debe contemplarse que Oszlak centró su análisis en la construcción del Estado nacional, prestando escasa atención a la creación del poder municipal, ámbito en el cual se producían la mayor cantidad de iniciativas y demandas de la sociedad civil. Suriano considera que, teniendo en cuenta la perspectiva del presente libro, la interpretación de Oszlak de ninguna manera se contrapone con aquellas visiones que resaltan las iniciativas y las acciones de los particulares y es, más bien, complementaria con éstas. Ricardo González Leandri estima por su parte que, si bien en términos teóricos y en el mediano plazo, el tratamiento que hace Oszlak de la emergencia de los rasgos de «estatidad» en la sociedad argentina es adecuada, en la coyuntura específica en la que emergió la temprana cuestión social, según es tratada en este libro, presenta muchas variaciones, e incluso retrocesos, que impiden verla como un proyecto o proceso teleológico o «necesario». Además, el timing de la «expropiación social», eje de la construcción estatal, plantea marcadas diferencias según las distintas dimensiones, ya sea la educativa, la higiénica, la vinculada al control de la pobreza o la regulación de las relaciones laborales, por lo que es difícil generalizar. Por otra parte, algunos conflictos jurisdiccionales y de atribuciones parecen sugerir que, en algunos ámbitos, más que un proceso de expropiación por un lado y de negación de los atributos del estado por otro, se produjo uno de consolidación «intersticial» de la lógica estatal en el que todos participaban.

  Oszlak, 1985, 91.

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3.  Lo social como postulado Siguiendo a Robert Castel, podemos considerar que con la abolición de los cuerpos intermedios y entre ellos las corporaciones de oficio, las revoluciones atlánticas introducen un nuevo paradigma en el campo social: el de la libertad sin protección. En efecto, la supresión de las corporaciones y gremios como respuesta a la exigencia de libertad de trabajo arrastra con ellas los sistemas de protección propios de la sociedad corporativa del Antiguo Régimen. La pobreza ya no es sinónimo de marginalidad de un sistema corporativo, sino que se convierte en un riesgo inherente al trabajo. 19 La vinculación entre estos dos fenómenos —trabajo y pobreza— se hace particularmente patente con la supresión de la ley de Speenhamland en 1834 en Inglaterra. 20 Así, la historiografía retuvo como «cuestión social» la toma de conciencia de los nuevos problemas que planteaba la sociedad industrial y el mercado de trabajo libre, que lleva a un cambio en la percepción de la miseria, ya que deja de ser vista como un destino individual para ser percibida como un fenómeno social. 21 En el caso del Río de la Plata se dio por sobreentendido que el desarrollo tardío de la sociedad industrial trazaba una cronología desfasada que otorgaba a la cuestión una especificidad local asociada con la cuestión migratoria. La cuestión social como cuestión obrera será entonces formulada en términos de «asimilación» cultural y política de una numerosa y variada población. Verla de esa manera permitiría rectificar el desajuste temporal de la Argentina con respecto al proceso europeo e incorporarse a las redes atlánticas del pensamiento reformista. 22 Ahora bien, una mirada menos lineal y mecánica de la génesis de la cuestión social permite destacar uno de sus presupuestos mayores: el de la existencia de lo «social» como campo de la existencia humana situado entre el individuo y el Estado. Sabemos, gracias a Jacques Donzelot, que se trata de un proceso histórico de «invención de lo social», cuyas primeras manifestaciones se ubican durante la revolución del 48 francés, y que se plasmará posteriormente en la noción de «solidaridad». 23 En el caso argentino, esto nos remite sin duda a la llamada «generación romántica» que, con el «dogma socialista», va a postular a la sociedad como producto de un pacto social que garantiza protección y dere  Castel, 1999.   Polanyi, 1983. 21   Procacci, 1993. 22   Zimmermann, 1995. 23   Donzelot, 1984. 19 20

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chos a sus miembros. 24 Pero los elementos conceptuales que permiten esta formulación los encontramos ya en el desarrollo de un lenguaje de los derechos que se difunde en el medioevo con los juristas del derecho natural, quienes postulan no sólo el principio de consentimiento (el rey no puede modificar el orden sin el consentimiento de los cuerpos), sino también el derecho que tienen todos los miembros de la república de beneficiarse de una parte del bien común. 25 La corriente iusnaturalista, que sostiene la existencia de una naturaleza humana racional y moralmente responsable, adquirirá una particular centralidad política en nuestra región en momentos de la crisis de la monarquía hispánica, provocada por la doble abdicación al trono de Carlos IV y Fernando VII. Entonces, junto con el principio del consentimiento —que lleva a la argumentación de la retroversión de la soberanía—, se difunde la que postula la naturaleza presocial del individuo y que instala el debate sobre las condiciones del contrato de sociedad. 26 Si esta última cuestión pierde centralidad frente a la apremiante necesidad política de legitimar los movimientos juntistas, las dificultades posteriores para organizar constitucionalmente los nuevos poderes, que se acompañan con una multiplicación de conflictos —que la historiografía ha sintetizado como «guerras civiles»—, va a instalar la cuestión del vínculo social y del contrato de sociedad en el centro de las preocupaciones políticas de la generación que sigue a la de la emancipación. Retomando el lenguaje de lo social, difundido por la Ilustración, éste postula la «sociedad» como campo de la existencia humana y como producto de la tendencia racional del hombre a vincular sus intereses individuales con los intereses colectivos, pacto que implica deberes de la sociedad hacia los individuos. Si ello no quiere necesariamente decir que los problemas ancestrales como el de la pobreza, la vagancia o la enfermedad se transformen mecánicamente en «cuestiones sociales» que requieren la intervención pública, sí instala el concepto de sociedad como campo de lectura de los destinos individuales y la idea de intervención pública como requisito de la salvaguardia «de un todo», que se postula como ámbito a partir del cual deben garantizarse los derechos individuales. En un texto inspirado en la revolución francesa de febrero del 48, el mismo Esteban Echeverría va a introducir un nuevo elemento en la argumentación, que conocerá sus momentos de gloria con la Tercera República Francesa: el destino social del individuo es evidente, y ello por la ley de solidaridad que   Echeverría, 1958; González Bernaldo de Quirós, 2008.   Tierney, 1997, 380. 26   Chiaramonte, 2008, 325-368. 24 25



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vincula y hace dependientes a todos los miembros de la sociedad. 27 Comienza así a ser delineada una clara idea de la interdependencia social como condición individual y como problema. Si bien este nuevo paradigma modifica la percepción de las condiciones de existencia, no indica por sí mismo la formulación de una «cuestión», si entendemos con ello que esos problemas son percibidos como riesgo de ruptura o desestabilización del equilibrio. ¿Cuándo deberíamos datar este primer momento de sentimiento de amenaza al orden social en la Argentina independiente? ¿Cuáles son sus manifestaciones institucionales? ¿Cómo se articula ello con el momento «histórico» de la cuestión social que la historiografía europea data para los años treinta y la argentina para fines del siglo xix? Los primeros indicadores de «desestabilización» del orden social parecerían encontrarse en el Río de la Plata, en la decisión del gobierno revolucionario de suprimir las corporaciones de oficio en 1812, siguiendo con ello los pasos de sus antecesores franceses. Los efectos fueron sin embargo mucho menos espectaculares, tanto en lo que hace a la liberalización del mercado de trabajo como a una súbita desprotección. Y ello al menos por dos razones. En primer lugar, porque no suprimió —como tampoco lo había hecho en Francia— la protección de proximidad. Estamos aún lejos de la sociedad salarial que acompaña el desarrollo del Estado de Bienestar. Pero también porque las características del virreinato del Río de la Plata, con vastas regiones de frontera y con amplios territorios a los que no llegaba la presencia «protectora» de la sociedad corporativa, contaba ya antes de la implementación de estas medidas revolucionarias con un número importante de población marginal, que las fuentes califican de «vagos y mal entretenidos», y que disponen de una cierta libertad de conchabo. 28 La cuestión que se plantea entonces no es tanto la de cómo responder al nuevo problema que genera el mercado de trabajo competitivo —el pauperismo—, sino de cómo canalizar y disciplinar a una mano de obra que conoce una importante movilidad geográfica y ocupacional y que los nuevos fundamentos del poder transforman en políticamente peligrosa. Este aspecto será una caracte  Echeverría, 1873.   Los gobiernos revolucionarios y luego liberales van a retomar la legislación colonial sobre «vagos y mal entretenidos». «Reglamento de policía» del 16 de diciembre de 1821; «Decreto destinando a los vagos al servicio de las armas o los trabajos públicos» del 19 de abril de 1822; «Decreto extendiendo a los ebrios las disposiciones vigentes contra los vagos» del 11 de junio de 1822; «Decreto restableciendo la prohibición contra los juegos de azar» del 15 de abril de 1826; «Decreto mandando cerrar las pulperías los días festivos» del 7 de noviembre de 1829. En De Angelis, 1837. 27 28

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rística central del mercado de trabajo de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo xix. 29 De ahí que la educación se piense como respuesta social al peligro que representan las masas no educadas para una república representativa fundada en el sufragio universal. Las primeras expresiones explícitas de una amenaza al equilibrio social se formulan desde la política y están vinculadas a la propaganda anti-rosista que desarrollará la joven generación proscripta. La prensa opositora, en particular la que va a publicarse por los argentinos exilados que se concentran en la ciudad de Montevideo y en Santiago de Chile, va a denunciar la crueldad de un Rosas que abandona las instituciones de beneficencia pública, las cuales, como la Sociedad de Beneficencia, estaban destinadas a esa protección que la sociedad debe a todos sus miembros. Si bien no podemos fácilmente distinguir aquí los objetivos de desestabilización política de Rosas de una nueva sensibilidad social que comienza a hacer intolerable y riesgoso el espectáculo de este tipo de situaciones —cuya peligrosidad comienza a formularse en términos de carencia de vínculos sociales—, estas denuncias ya están introduciendo la idea de que las condiciones de desprotección ponen al descubierto los problemas específicos que acarrea la división entre aquellos que nada tienen y los que tienen demasiado, según la reflexión que inspiran a Ozanam las revueltas de obreros de textil en Lyon en 1831. Y es este nuevo paradigma de interpretación de las relaciones sociales, difundido gracias a la circulación de las obras de los socialistas utópicos franceses y a la particular recepción que la generación del 37 hizo de autores como Saint Simon, Leroux y Fourier, el que vehicula ya los instrumentos conceptuales para formular las observaciones sobre las relaciones sociales en términos de cuestión social. 4.  Riesgo e interdependencia social De este modo, la temprana cuestión social se vinculó desde un comienzo a la idea de riesgo social, entendido en términos de posible pérdida de cohesión, y también a la de crisis, con su carga de imprevisibilidad. La higiene y la salud, cuyo proceso de consolidación como área específica, distinta del mero control de la pobreza, se aceleró de una manera importante en la segunda mitad del siglo, actuaron como punto de inflexión y espacio crucial de impulso de redes de interdepen  Sabato, Romero, 1992.

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dencia social. En tal sentido las epidemias, a diferencia de la violencia de la guerra a la que la sociedad rioplatense se vio confrontada desde las invasiones inglesas, actuaron, por su carácter indiferenciado, como un importante disparador de riesgo general que movilizó la actuación pública y los esfuerzos colectivos, base de la «invención de lo social». 30 La irrupción de epidemias de fiebre amarilla en 1858 y 1871 y de cólera en 1867-1869, 1873-1874, 1886-1887 y 1894-1895 aceleró la conformación de lo «social» y el arraigo de interpretaciones renovadas de la «cuestión social» en su aspecto sanitario, de la misma forma que lo haría con la cuestión social en la versión obrera la crisis de 1890. A este respecto, La Prensa sostenía en 1871 que la grave epidemia de ese año ponía de manifiesto las «llagas sociales» de la ciudad, a la vez que Guillermo Rawson las catalogaba como «advertencias para la humanidad» 31. Puede afirmarse por tanto que las crisis epidémicas ayudaron a conformar un modelo de actuación pública que, si bien predominó durante buena parte del siglo xix, fue cambiando paulatinamente a partir de la década de 1870, gracias sobre todo a la consolidación en el imaginario social de la idea de prevención. La alternancia de períodos de calma con otros de arrebatada actividad de los poderes públicos, que algunos contemporáneos observaron como ciclos de apatía y pánico, y el hecho de que las autoridades sólo estaban capacitadas para actuar a posteriori, determinó el perfil de la temprana cuestión social en el aspecto sanitario, que puede generalizarse a otros ámbitos. Incidió también, y de una manera significativa, en el diseño de los mecanismos de actuación, tanto de las instancias públicas como de las privadas. A las tradicionales estrategias caritativas y filantrópicas, se sumó de forma paulatina otro tipo de intervención social, producto de las preocupaciones perentorias, y todavía imprecisas, por la sanidad externa. La irrupción de «males exógenos» provocó temor en el público y las autoridades, que se movilizaron orientadas por ideas más bien vagas sobre la prevención higiénica, la incertidumbre y la fuerza de la fatalidad. Aunque la segunda mitad del siglo xix se caracterizó en Argentina por ser una época de progreso y crecimiento económico, también fue notoria por su inestabilidad, consecuencia entre otras cosas del hecho de que el Estado nacional estaba en pleno proceso de adquisición de su fisonomía moderna. A la frecuente pugna política y militar se sumó la irrupción, además de las epidemias, de una serie de crisis sociales, de carácter 30 31

  Donzelot, 1984.   La Prensa, 9 de marzo de 1871; Rawson, 1890, 40.

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económico, cuyos episodios más agudos fueron las debacles financieras de 1874 y 1890. Entre las calamidades de este período también deberíamos incluir la Guerra del Paraguay (1865-1870). Al margen de desnudar la debilidad del desorganizado aparato militar del estado, aquélla puso al descubierto numerosas carencias estructurales, como la ausencia casi absoluta de un cuerpo de sanidad militar y la falta de protección para una multitud de inválidos, viudas y huérfanos producidos por la guerra. Esos acontecimientos sociales de distinta naturaleza (catástrofes, guerras, conflictos), todos impactantes por su gravedad, contribuyeron a poner en locución diversos aspectos vinculados a la cuestión social y, a la vez, actuaron como disparadores para que desde el Estado, en combinación en ocasiones con instituciones de la sociedad civil, se propusiera dar respuestas encaminadas a resolverlos, a veces de manera más estructural y otras urgidas por la coyuntura. El campo de la beneficencia es en este caso paradigmático para entender cómo la Municipalidad instituyó el campo social como una esfera de acción comunal y, al mismo tiempo, de cómo llevó a fragmentarlo considerablemente entre diferentes actores institucionales que reclamaban competencias o derechos históricos. A diferencia de la sanidad y del control de la pobreza, la educación, otra parte esencial de la temprana cuestión social, planteó otros itinerarios y otra cronología. Ello se debe en buena medida a su condición de transversalidad y al énfasis que otorga a la relación intergeneracional. Es importante destacar, además, que el conjunto de actores sociales e institucionales que conforman lo educativo como sistema o campo representa una dimensión decisiva de los estados modernos. Al respecto se ha señalado que las naciones y los estados nacionales jamás han existido independientemente del esfuerzo por enseñar a las masas los «códigos nacionales de comunicación». 32 En consecuencia, su importancia deriva en gran parte del hecho de tratarse de una herramienta centralizada de reproducción y búsqueda de homogeneidad cultural dentro de unos territorios nacionales específicos. 33 Conviene resaltar, por otra parte, que el Estado Social es, fundamentalmente, la consecuencia de la colectivización tanto del mantenimiento de los ingresos y la sanidad como de la educación. Durante el siglo xix se destacó en Buenos Aires la compleja y por momentos contradictoria relación que la cuestión educativa, en cuanto conjunto de iniciativas tanto públicas como privadas orientadas a la consolidación de un dispositivo civilizatorio, mantuvo frente a la emer  De Swan, 1992.   Gellner, 1983.

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gencia paralela de un espacio de interdependencia social. 34 Se trató de una construcción histórica y social de dilatada trayectoria. Comenzó durante el mismo proceso revolucionario, primero a partir de una visión política de los efectos morales inmediatos de la educación, y se reforzó, años más tarde, con la irrupción de un grupo de intelectuales, políticos y propagandistas, que de forma simultánea se orientaron a cimentar una educación pública, con fuertes lazos con las instituciones locales, y a una búsqueda de ámbitos de expresión y poder propio, en general bajo el cobijo del Estado en formación. Estos fenómenos —visión política y transformadora de la educación, pugna por una educación pública y la búsqueda de un espacio propio por parte de determinados políticos/intelectuales— se articularon de distinta forma con la emergencia de lo social, definido en esta faceta específica como un espacio eminentemente híbrido, dadas las especiales características de los actores sociales e institucionales involucrados. La temprana cuestión social se puede también identificar como un período de aceleración del tiempo histórico, que nos permite vislumbrarlo como una «época crítica», caracterizada por un andamiaje institucional frágil y el predominio del temor a la pérdida de vínculos y de cohesión social, al que se fueron agregando otros relacionados con la irrupción epidémica y los peligros «externos» (los inmigrantes, los trabajadores). Mariano Plotkin destaca algunas facetas de la idea de crisis que pueden resultar útiles para señalar las especificidades de la temprana cuestión social aquí analizada. Mientras la tradición hipocrática vincula la idea de crisis a un momento crucial entre la vida y la muerte, su uso religioso hace referencia a un juicio final, momento culmen precedido por una aceleración de los tiempos. Kosseleck considera por su parte que las crisis aluden principalmente a un quiebre de la temporalidad que separa el presente del pasado e impide la formulación de imágenes creíbles de un futuro deseable generando, según Lomnitz, una saturación del presente. Su utilidad para nuestro análisis reside, además, en su carácter de constructo cultural, pleno de historicidad. Para el caso específico otros autores consideran la importancia de su shock effect, su capacidad para poner a prueba, subvertir o reformular, ideas religiosas, sociales, políticas y médicas, y la forma en que, en coyunturas históricas determinadas, se superponen y potencian con otro tipo de crisis. 35  �������������������������������������������������������������������������������� Algunos autores que han tratado la cuestión la denominan, ��������������������������������� con un cierto exceso, imaginario civilizatorio. Puiggros, 1991; Pineau, 1997. 35   Ranger y Slack, 1992, 1-21. 34

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5. Andamiajes institucionales y conflictos jurisdiccionales Los diferentes capítulos del libro destacan las dificultades inherentes al cambio de paradigma que se vislumbra en la primera mitad del siglo xix a partir de la creación de la Municipalidad de Buenos Aires en 1854. Se forja a partir de entonces un particular andamiaje institucional que asienta su estructura en un organismo local, que será centro de disputas políticas. La cuestión social temprana se formula en el marco de esta fragilidad originaria, que explica tanto el dinamismo de los agentes reconocidos como actores del proceso como los conflictos que llevan a una particular fragmentación del campo de la acción social. Las dos décadas que trascurrieron hasta la federalización de la ciudad de Buenos Aires fueron inciertas: los arreglos para consolidar el Estado nacional, a partir del núcleo de Buenos Aires, resultaron inestables y conflictivos, desde sus comienzos en 1861 hasta la definitiva solución de la cuestión capital en 1881. Existe todavía una interpretación un tanto lineal sobre este período. Esta interpretación proviene de un análisis válido para la década de 1880 (incluso para la de 1890) y, sobre todo, de la que nos legaron quienes impusieron y se impusieron los logros alcanzados para esa fecha como un devenir natural. Este libro pretende una mirada más atenta a estos años, por lo que deberá necesariamente poner énfasis en la diversidad de puntos de vista y proyectos que se formularon y dieron lugar, en algunos casos, a creaciones institucionales que entraron en competición entre sí. Esto se interpretó por los propios actores como factor agravante, si bien desde nuestro punto de vista podemos postular también que esa competencia institucional, y los conflictos a que dio lugar, jugaron un importante papel en la formulación de la cuestión social. Muy erráticas se mostraron en ese aspecto las décadas de 1860 y 1870. La escasez de recursos impidió el desarrollo pleno de sus atribuciones y forzó a los municipios, en especial el de la ciudad de Buenos Aires, a complejos lazos de dependencia con el gobierno provincial, de forma que terminaron enfrentándose a una compleja trama de jurisdicciones que no estaban bien especificadas. Se agregaban, además, las del gobierno nacional y una mayor susceptibilidad del gobierno provincial, cada vez más celoso de su autonomía. Por otra parte, la polarización política de esos años y la lucha de facciones hicieron fracasar proyectos emblemáticos en educación y salud, y pusieron seriamente a prueba los pilares sobre los que se asentaba la actividad social comunal, es decir, la apelación a la participación de vecinos, ocupados en sus intereses espe-



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cíficos y ajenos a las pugnas partidarias, y a un tipo de solidaridad que algunos denominaban «egoísmo de los acomodados». Fueron los temores y la sensación de imprevisibilidad —causados por la escasez de recursos materiales, institucionales y técnicos para resolver los distintos desajustes sociales— los que transformaron la emergencia de lo social hasta convertirla en «cuestión». Fue inevitable, en consecuencia, que durante esos años la preocupación por «lo social» haya estado connotada de manera significativa por una serie de tensiones que se dieron en varios niveles y grados de intensidad: por sus consecuencias a medio plazo sobre la definición del perfil de los problemas constitutivos de la cuestión social, se destacó entre todos ellos un conjunto de conflictos jurisdiccionales y de atribuciones, cuya peculiaridad radicó en ser producto de la aplicación de distintas iniciativas en ámbitos plausibles de intervención social que, en ese preciso momento, se definían a su vez como tales. Al obligar a los distintos actores participantes a definir sus respectivas posiciones y proyectos, las tensiones entre organismos estatales, instituciones paraestatales, grupos técnicos y asociaciones, se situaron en la base misma de la construcción de lo social. Su importancia radica en ser un indicio fundamental de los procesos que encarnaron la trama socio-institucional subyacente a la cuestión social temprana. En ella incidieron las iniciativas del estado en formación y de las distintas instancias gubernamentales, como los municipios, orientadas a ampliar sus respectivas incumbencias y dimensiones. También la intervención de los sectores demandantes o receptores de los servicios y la de grupos «técnicos» y de gestión. Éstos se orientaron a poner en valor sus conocimientos e iniciativas específicas, definir áreas de incumbencia propias, crear instituciones autónomas, garantizarse una posición como grupos legalmente privilegiados y, por último, controlar el sentido de conceptos fundamentales para la intervención social. La temprana cuestión social se caracterizó pues por una cierta indeterminación de los ámbitos de intervención. Si bien es importante, el ámbito local no será el único espacio de implementación de políticas definidas como «servicio público»; permite sin embargo resolver la aporía de la república liberal a través de un cambio de escala que, partiendo de los individuos, permitía una formulación de políticas sociales. Las iniciativas nacionales en la esfera de la salud, la educación o la vivienda fueron múltiples, e hicieron fundamental la compleja trama de «estatidad» que se fue tejiendo desde temprano. La crisis del noventa marcó un cambio substancial tanto en la manifestación de los problemas sociales como en las soluciones que reque-

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rían. La cuestión social fue a partir de entonces claramente identificada como cuestión urbana y obrera, producto de la política migratoria exitosa llevada a cabo por el Estado nacional. Si la escala local siguió funcionando como espacio político de regulación social, la cuestión social ya no pudo contenerse en el estrecho recinto de la Municipalidad, y se planteó claramente como cuestión nacional. Este libro indaga las condiciones de existencia de una temprana cuestión social en la Argentina decimonónica y sus lazos con la educación, la beneficencia, la salud pública, los problemas sanitarios derivados del crecimiento urbano y, más tarde, con la irrupción de la cuestión obrera. El capítulo primero, a cargo de Pilar González Bernaldo de Quirós, traza la génesis del proceso de institucionalización de lo social como esfera de acción pública que acompaña el proceso político de creación de un gobierno independiente, y se detiene en particular en la importancia que tiene en ello la creación de un poder municipal en la ciudad de Buenos Aires en 1854; esta institución definió la higiene, la educación y la beneficencia como áreas de intervención comunal, y lo social como terreno de la política municipal. La particular situación de la Municipalidad, ojo del ciclón en el conflicto político entre Buenos Aires y las provincias del interior —con escasos recursos propios y por consiguiente dependiente de partidas extraordinarias de diferentes poderes en conflicto— permite entender cómo el proyecto original de creación de una beneficencia pública terminó construyéndose en torno a la articulación de diferentes iniciativas y actores provenientes del mundo asociativo, en una particular combinatoria entre servicio público e iniciativas privadas. La parte final de este capítulo está destinada a dar cuenta de estos cambios a partir del estudio del caso del socorro a los pobres y del Asilo de Mendigos, institución creada para responder al problema de este colectivo. El análisis pone en evidencia tanto la especialización del antiguo campo de la beneficencia como el complejo entramado institucional, que va ya diseñándose en torno a la asistencia pública. El segundo capítulo, redactado por Ricardo González Leandri, estudia el vínculo entre educación y temprana cuestión social a partir de la prédica y actividad institucional de un grupo de propagandistas, políticos y funcionarios. La reforma educativa implementada a partir de 1856 tuvo resultados contradictorios en su afán principal de fomentar la educación elemental pública. El fracaso de varios de sus proyectos emblemáticos mostró la fuerza del sistema filantrópico-caritativo vigente, que subsumía a la educación (al menos hasta 1875) dentro del campo de la beneficencia. También puso de relieve la ambivalencia de los reforma-



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dores, dada su persistencia en el uso de la religión, como elemento de intermediación social y disciplinamiento de los sectores populares, a pesar de sus críticas a la Iglesia como institución. La década de 1860 se mostró en ese sentido plena de continuidades y rupturas con respecto a las innovaciones previas. Al inmovilismo —e incluso a un cierto retroceso de la acción pública que observaban algunos críticos— se sumaron iniciativas, como el fomento de las escuelas integradas (mixtas), que terminarían corroyendo las bases ideológicas del sistema. Las distintas políticas y tiempos de la cuestión educativa permiten fructíferas comparaciones con otras áreas de lo social. Se destaca la consideración de la educación pública por parte de sus impulsores como elemento de disciplina social, pero también como un derecho, al menos en los discursos, con lo que se diferenció claramente de otras áreas, como la salud y el trabajo. La implantación temprana de la educación como una cuestión intrageneracional —basada en antecedentes ilustrados pero también en el pesimismo con respecto a la población nativa adulta— permitió el desarrollo de ideas de prevención difíciles de encontrar en otras áreas en esos momentos. El tercer capítulo, redactado también por Ricardo González Leandri, trata la cuestión sanitaria. Describe cómo la progresiva diferenciación de los términos higiene y salud, desde la idea caritativa de paliar las consecuencias más agudas de la pobreza, tuvo una notable incidencia sobre el perfil que adquirió la cuestión social y, en buena medida, marcó puntos de inflexión con respecto a su redefinición hacia las últimas décadas del siglo. Basándose en el corpus de investigación existente, analiza el proceso que entrelazó ambos conceptos, así como la trama social e institucional en la que estuvieron inmersos y de las cuales fueron producto. 36 También se describe la trayectoria de instituciones médicas emblemáticas, cuyo cometido explícito fue el de paliar las consecuencias más agudas de la temprana cuestión social, expresadas en esa época en general en términos de crisis epidémicas, por medio de la introducción y desarrollo de elementos «técnicos» y de prevención a lo largo de la segunda mitad del siglo xix. El último capítulo, elaborado por Juan Suriano, se destina al análisis del impacto generado por la crisis de 1890 entre los trabajadores y sus representaciones ideológicas, políticas y gremiales. El autor analiza también la percepción que éstos tuvieron de su impacto sobre sus condiciones y estilo de vida, y se detiene en las iniciativas asumidas por distintas instancias estatales y otros sectores vinculados a la elite social y 36

  González Leandri, 2000, 217-243; González Leandri, 2005, 133-150.

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política para atenuar sus secuelas más evidentes. Sostiene, como argumento central, que la crisis económica afectó de una manera importante a los trabajadores y a sus instituciones, lo que contribuyó de una manera singular a reorientar la idea misma de cuestión social y darle por tanto una nueva dimensión de efectos sociales y políticos. A partir de entonces la cuestión social se definió básicamente como cuestión obrera, puesto que, si bien no excluía los temas del mundo del trabajo, se vinculaba sobre todo a los problemas sanitarios de los sectores populares urbanos. No obstante, si bien el Estado tardaría un tiempo aún en percibir los reclamos del sector obrero, algunos intelectuales y legisladores advertían sobre la necesidad de que el gobierno implementara una legislación protectora de los efectos no deseados del proceso de industrialización y urbanización. Por último, es importante señalar que este libro es producto de la participación conjunta de los autores en el Proyecto de Investigación «La cuestión social en Argentina» (Hum-2006-11940) del Plan Nacional de I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación. Con inicio en la Escuela de Estudios Hispanoamericanos/CSIC (Sevilla), se ha desarrollado posteriormente dentro del marco del Grupo de Estudios Americanos del CSIC, en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales de Madrid. Implica a su vez una importante colaboración internacional entre dicho centro y el IDAES de la Universidad Nacional de General San Martín y el laboratorio ICT de la Université Paris Diderot-Paris 7. Agradecemos por tanto al Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España, que ha financiado el conjunto de la investigación, así como al Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España, al Consejo Científico de la Université Paris Diderot-Paris 7 y al IDAES de la Universidad Nacional de General San Martín, que contribuyeron a la financiación de algunos encuentros, desplazamientos y otras activi­ dades. Queremos dejar constancia de nuestro agradecimiento a otros investigadores e investigadoras que han colaborado con sus valiosas sugerencias a la realización de este proyecto. En primer lugar, a Malena Becerra y Marisa Moroni, miembros también del proyecto de investigación, por el valor de su aporte desde sus temáticas específicas al desarrollo de este libro. Las sugerencias de Silvia Finochio y sus recomendaciones bibliográficas fueron realmente fundamentales para la confección de algunos capítulos de este libro. También queremos agradecer a todos aquellos investigadores que han leído y discutido partes de este libro en los distintos seminarios organizados en el marco del proyecto, como Mirta Lobato, Diego Armus, Mariano Plotkin, Andrés Galera, Elda González



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y Mirian Galante, así como al resto de los integrantes del Grupo de Estudios Americanos del CSIC. Expresamos también nuestro reconocimiento a María Belén Irazábal, por su eficaz tarea de recolección de datos en archivos y biliotecas de Buenos Aires y el aporte de valiosas sugerencias; a Julieta González, quien colaboró de una manera importante en la recopilación de datos en bibliotecas madrileñas y en el armado de la bibliografía general; a Camila Paz por su meticuloso trabajo de corrección de estilo y unificación de citas, y a Myriam Cea, que elaboró la imagen de cubierta. Finalmente, hacemos una mención especial para el personal técnico del servicio de publicaciones del CSIC, por su eficacia y buen hacer en la confección del libro y en la corrección de sus respectivas pruebas de imprenta.

Capítulo 1 Municipalidad e institución de lo social: iniciativas particulares y regulación pública de la beneficencia en la ciudad de Buenos Aires durante el siglo xix Si consideramos que la cuestión social hace referencia a la definición de un problema como específicamente «social» —derivado del crecimiento urbano y económico— que implica una desestabilización del orden social y requiere la intervención pública y el auxilio de ciertos saberes y prácticas institucionales, hablar de cuestión social temprana presupone la existencia de lo social como campo específico de acción pública. En este capítulo buscamos trazar el proceso de institución de lo social que se inició con el fin de la sociedad corporativa y que se materializó en la creación de la Municipalidad de Buenos Aires, institución que definió la higiene, la educación y la beneficencia como áreas de intervención comunal, y lo social como terreno de la política municipal. ¿Cómo y cuándo se definió el espacio en el que comenzaron a pensarse la pobreza, la mendicidad, la enfermedad, como un problema social, y a diseñarse respuestas institucionales que implicaran un servicio público de beneficencia? Esto nos remite a la cuestión de la génesis de estas instituciones. Nuestra hipótesis es que durante la primera mitad del siglo xix las primeras instituciones de beneficencia pública buscaron reemplazar el sistema de protección corporativo, introduciendo con ello modificaciones significativas en la noción de socorro. 1 No obstante, sólo a partir de mediados del siglo xix, con la creación del poder comunal, las políticas de socorro público adquirieron cierta institucionalidad, y con ella cierta presencia en el debate público sobre beneficencia legal. En el transcurso de este período, las iniciativas fueron diversas y ofre

  Castel, 1995.

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cen indicios para inscribirlas en diferentes «regímenes» del Estado de Bienestar. 2 Con el objetivo de analizar el proceso referido, nos centraremos en la construcción institucional del área de la beneficencia. El capítulo se divide en tres partes. En la primera analizaremos cómo se fue constituyendo el campo de la beneficencia después de la ruptura del vínculo colonial y de la supresión de los cuerpos intermedios, abordando dos instituciones que encarnaron proyectos diferentes de protección social: la Municipalidad de Buenos Aires y la Sociedad de Beneficencia. En la segunda parte, analizaremos la articulación entre instituciones públicas e iniciativas particulares, haciendo hincapié en la importancia de la noción de «servicio público» como acción prestada por particulares. En la tercera parte, buscaremos dar cuenta del desempeño de ese entramado institucional en el terreno del socorro a los pobres; para ello nos centraremos en el análisis de una de las primeras instituciones comunales destinadas a la atención de una categoría social concebida como objeto de protección pública: el Asilo de los Mendigos. 1. De las corporaciones caritativas al entramado institucional de la beneficencia pública comunal: socorro de proximidad, asistencia pública y beneficencia femenina Recordemos rápidamente los antecedentes coloniales de esta particular área de la administración pública. La colonización y la evangelización de América estuvieron asociadas a la creación de instituciones destinadas a desarrollar las virtudes de caridad, misericordia y piedad a través del socorro a los desvalidos. Cuando Juan de Garay diseñó el reparto de tierras que prosiguió a la fundación de la Ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa María de Buenos Aires en 1580, destinó una manzana para la fundación de un hospital a cargo del Cabildo. 3 Treinta años después, se puso en funcionamiento un establecimiento para recibir a enfermos pobres conocido como «Hospital de San Martín». Éste no fue  ���������������������� Según el paradigma de Esping-Andersen, 1999.   Aunque este primer proyecto no vió la luz, es prueba de ese «siglo de oro» del desarrollo de las instituciones caritativas en España. En efecto, más de un cuarto de todos los establecimientos existentes en España entre el siglo xi y mediados del siglo xix, fueron creados durante el siglo xvi. Balbín de Unquera, 1862, 44; Arenal de García Carrasco, 1861, 13-19.  



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propiamente un establecimiento hospitalario, sino una suerte de hospicio o asilo destinado a acoger a pobres con o sin achaques. 4 El desarrollo de la ciudad de Buenos Aires a lo largo del siglo xviii trajo consigo el surgimiento de nuevas corporaciones abocadas a la caridad pública —en el sentido que «público» tenía en las sociedades corporativas hispánicas—, como la Hermandad de la Caridad, creada en 1727 por don Juan Alonso González e integrada por los vecinos más ilustres. 5 La Hermandad creó y gobernó la Casa de los Niños Expósitos, el Hospital de Mujeres y el Hospicio de Huérfanas. La corporación no sólo administró estas instituciones, sino que también supervisó las finanzas de sus actividades caritativas, asegurándole así los recursos necesarios. Éstos provenían inicialmente de la caridad pública a través de limosnas y de las suscripciones de los miembros de la Hermandad; posteriormente, también se sumaron los aportes de la administración de algunos bienes de los Jesuitas que la Junta de Temporalidades otorgó a la Hermandad en 1767. Por otro lado, según Penna y Madero, la Hermandad también perseguía objetivos de sanidad pública 6, lo que sugiere que ya entonces había surgido cierta especialización de la función de salud dentro de la práctica de la caridad. 7 Esta tendencia quedó confirmada con la creación, en 1798, del Protomedicato, destinado a regular la profesión médica y a promover medidas de buen gobierno sanitario, y posteriormente con la instalación, en 1804, de la Junta de Santidad. 8   Meyer Arana, 1911, t. I, 5-18. Los Hospitales eran entonces «la casa en que se recibe a los pobres enfermos, pasajeros y peregrinos y se curan de las enfermedades que padecen, asistiéndolos a expensas de las rentas que tiene el hospital o de las limosnas que recogen», Diccionario de Autoridades, 1732. Esta acepción duró dos siglos, recién en 1927 el Diccionario de la Real Academia Española disoció enfermos y pobres: «Establecimiento en que se curan enfermos, por lo general pobres», y sólo en su versión de 1984 desapareció la noción de pobres. Diccionario de la Real Academia Española, 1927 y 1984.    Participar allí era fuente de gran prestigio social.� Meyer Arana, 1911; Socolow (1978), 1991,115. Sobre la noción de «público» en las sociedades corporativas hispánicas, véase Guerra, 1998; Lampérière, 2004. Para una crítica al modelo habermasiano desde el punto de vista hispánico, véase González Bernaldo de Quirós, 1999, 233-262.   ������������������������������������������������������������������������������������ S����������������������������������������������������������������������������������� égun estos autores, «había sido instituida con el objeto de enterrar los cadáveres abandonados y los ajusticiados, condenados antes de esta fecha a ser pasto de los perros y las aves de rapiña».� Penna, 1910, t. I, 3.    De hecho, en el siglo xviii la noción de «salud» contenía las tres acepciones implícitas en esta acción: «sanidad de un cuerpo libre de achaques», «libertad o bien público» y «estado de la gracia y justificación que es la vida del alma».������������������������� Real Academia Española, Diccionario de Autoridades (1737), 1990, 31.    García Belsunce, 1977, 17-21. 

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La Orden Hospitalaria de los Betlemitas, que se instaló en el Río de la Plata a mediados del siglo xviii (1748), se hizo cargo del precario Hospital San Martín, devenido en Hospital General de Hombres hacia 1767 e instalado en el antiguo colegio de la Residencia de los Jesuitas. 9 La Orden, que administraba este hospital y el antiguo Hospital de Santa Catalina, disponía también de diferentes fuentes de ingresos para asegurar el mantenimiento de estas obras caritativas: la limosnas, las donaciones y las rentas de su patrimonio urbano y rural. Sus servicios estaban destinados a toda la comunidad, pero sólo eran gratuitos para los pobres y para los desvalidos. 10 El socorro que estas corporaciones ofrecían no era una función especializada, sino que comprendía tanto la asistencia espiritual y material como la educativa y correccional. La protección corporativa se combinaba con la obediencia a una de las principales virtudes teologales, la caridad, que jugaba una función importante en la economía de la salvación. Este modelo tradicional de protección corporativa y socorro caritativo sobrevivió a la ruptura del vínculo colonial. Para ese entonces, las reformas borbónicas habían introducido algunos cambios con el objetivo de garantizar un mayor control administrativo a través de comisiones designadas por el virrey y destinadas a supervisar las finanzas de las actividades caritativas. 11 No obstante, fue luego de la insurrección de los cabildos y la instauración de los primeros «gobiernos patrios» que se introdujo el primer elemento de ruptura mediante la supresión de las corporaciones de oficios en 1812, las cuales cumplían funciones de protección para sus miembros. Pese a ello, no fueron prohibidas ni las corporaciones religiosas ni las órdenes hospitalarias que, como vimos, jugaban un papel central en el socorro, que garantizaban mediante fondos propios. La Asamblea General Constituyente, en sesión del 13 de julio de 1813, manifestó sin embargo su voluntad de colocar las instituciones caritativas bajo el control de la administración secular, y ordenó «que los bienes pertenecientes a los establecimientos hospitalarios de todas las Provincias Unidas, que hasta el presente corren a cargo de comunidades religiosas, se pongan en administración de manos seculares», y para ello nombró una comisión. 12 Para acompañar estas medidas, la Asamblea   Mayo, 1991.   García Belsunce, 1977. 11   Véase por ejemplo el Reglamento formado por la Real Suprema Junta General de Caridad para gobierno de la Hospitalidad domiciliaria en los diez cuarteles y sesenta y dos diputaciones de barrio de esta capital heroica, fundada por Don Fernando VII, Madrid, 1916. 12   Registro Oficial de la República Argentina que comprende los documentos espedidos desde 1810 hasta 1873, t. I, 1810-1821, 1879, 223. 

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creó en 1815 las Juntas Hospitalarias, que fueron integradas por las autoridades civiles y religiosas y por los principales vecinos. A su cargo quedaron la administración hospitalaria y la redacción de un reglamento que definiera su organización. Aprobado el 14 de julio de 1816, el reglamento pautó la existencia de un administrador vitalicio nombrado por el gobierno. 13 Este precoz impulso de una administración pública del socorro se completó con el Estatuto Provisional de 1815, que fijó en el capítulo referido a Deberes del Cuerpo Social la obligación de «aliviar la miseria y desgracia de los Ciudadanos, proporcionándoles los medios de prosperar e instruirse» (artículo 2). 14 La noción de cuerpo social asociada a deberes es bastante novedosa. Si el vocablo cuerpo remitía en una de sus acepciones a un «agregado de personas que forman un pueblo, república o comunidad», éste estaba asociado, como lo sugiere la definición, a una representación corporativa. 15 El adjetivo social que califica al cuerpo introduce una significativa modificación en este tipo de representaciones. El cuerpo social tiene así deberes para con sus miembros: debe proporcionarles los medios para aliviar la miseria (asistencia), prosperar (trabajo) e instruirse (educación). 16 No es sorprendente que esta avanzada propuesta para definir la protección legal no fuese retomada en el texto constitucional, pues ella suponía introducir el principio de derechos sociales. El régimen de administración hospitalaria que el reglamento instauró tuvo corta duración. Bastaron sólo unos meses para que el gobierno se enfrentase a la imposibilidad de sostener esa costosa innovación. El mismo año, un nuevo decreto restituyó la administración de los hospitales a los Betlemitas, «acreditando la experiencia que después de esta novedad los fondos de aquellos establecimientos han corrido una disminución notable, y que al paso que se ha intentado ocurrir a esta necesidad por medidas extraordinarias, no se ha   García Belsunce, 1977, 76.   «Estatuto Provisional para la Dirección y Administración del Estado, dado por la Junta de Observación, 5 de mayo de 1815», Registro Oficial de la República Argentina que comprende los documentos espedidos desde 1810 hasta 1873, t. I, 1810-1821, 1879, 311-321. 15   El Diccionario de la Real Academia deja constancia de esta acepción en 1729. Hasta 1869, las sucesivas publicaciones retoman esta definición. Sólo en 1869 va a incluirse como agregado de personas la asociación. Véase Diccionario de Autoridades (1726); RAE, 1780, 1783, 1791, 1803, 1817, 1822, 1832, 1833, 1843, 1852, 1869. 16   El derecho a la subsistencia fue formulado durante la Revolución Francesa. En el primer informe del comité de mendicidad el duque de La Rochefoucauld-Liancourt escribe «Si el pobre tiene derecho de decir a la sociedad: dame de qué vivir, ésta tiene el deber de responderle: dame tu trabajo». Véase Premier rapport du Comité de mendicité, Paris, 1790. 13 14

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conseguido otra cosa que recargar las con­tribuciones del pueblo con un impuesto con que no se hallaba gravado…». 17 Durante la «feliz experiencia» del gobierno de Bernardino Rivadavia (1821-1824), el modelo de protección corporativa comenzó a ser seriamente cuestionado. La primera y más radical medida tomada por el grupo rivadaviano fue la supresión de los cabildos en el territorio del nuevo espacio soberano que constituía la provincia de Buenos Aires. 18 Ciertas funciones de gobierno, que hasta entonces cumplía aquella corporación territorial —hacienda, justicia, policía—, pasaron a partir de ese momento a manos del gobierno del Estado provincial. 19 En cuanto a los establecimientos de beneficencia —hospitales, hospicios, casas de expósitos, casas de dementes— que estaban en manos de diferentes corporaciones, las medidas fueron de diversa índole. Las primeras disposiciones datan de marzo de 1822, cuando el departamento de Hacienda del gobierno declaró que las casas hospitalarias administradas por los Betlemitas «no pueden sostenerse sino por el erario público», y decretó, «para hacerlo con la plenitud de conocimientos y con la circunspección que es indispensable en toda buena administración», la formación de una comisión de visitas a los hospitales que administraban los Betlemitas. 20 El 1 de julio de 1822 un nuevo decreto de gobierno suprimió la Hermandad de la Caridad, a la que «se le había confiado una masa de bienes de la propiedad pública». Allí, Rivadavia declaró que «la administración hospitalaria pertenece a la alta policía del gobierno, mayormente cuando no existen ya ni los principios, ni las instituciones, ni las ideas mismas que en otro tiempo hicieron confiar una parte tan trascen  «Decreto disponiendo que los Hospitales vuelvan a quedar a cargo de los regulares», 21 de diciembre de 1816, en Registro Oficial de la República Argentina que comprende los documentos espedidos desde 1810 hasta 1873, t. i, 1810-1821, 1879, 400. 18   La medida fue excepcional en el universo hispanoamericano, sobre todo porque no se vio��������������������������������������������������������������������������� ������������������������������������������������������������������������������ acompañada por la creación de un municipio moderno destinado a la administración de los asuntos locales. Ternavasio, 2000, 33-73. 19   La supresión del cabildo impidió la creación de una administración de la beneficencia pública municipal similar a las que estaban intentando implementar las reformas liberales en España. La ����������������������������������������������������������������� Constitución �������������������������������������������������������������� de Cádiz estipulaba que «deben cuidar los ayuntamientos de los hospitales, hospicios, casas de expósitos y demás establecimientos de beneficencia, bajo las relgas que se prescriben». Constitución de Cádiz de 1812, t. VI, c. I «De los Ayuntamientos», art. 321-6. La municipalización de la beneficencia sería confirmada en la Ley general de Beneficencia del 23 de enero-6 de febrero de 1822. Maza, 1999, 73-94. 20   Decreto del 26/3/1822, Registro Oficial de la República Argentina, comprende documentos espedidos desde 1810 hasta 1873, Publicación Oficial, Buenos Aires, Imp. La República, 1879, II, 1591,11. 17



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dente del servicio público a una hermandad de regulares». 21 La idea de «servicio público» no estaba ausente en las antiguas corporaciones. Sin embargo, en el discurso de Rivadavia tomó un sentido diferente, más próximo a la administración pública que al gobierno corporativo. 22 El decreto de supresión de la Hermandad colocó momentáneamente al Hospital de Mujeres y al Colegio de Huérfanas bajo las órdenes inmediatas del ministro secretario de Gobierno. Rivadavia nombró entonces dos comisiones para redactar el reglamento de los dos entidades. 23 A finales del mismo año, la comisión de administración se hizo cargo de las instituciones benéficas dependientes de la Hermandad de la Caridad: el Hospital de Mujeres y el Colegio de Huérfanas. Entonces el gobierno de Rivadavia promulga la ley de reforma general del orden eclesiástico que ordena la desamortización de los bienes del clero regular y la supresión del diezmo, depositando en el gobierno la responsabilidad de garantizar los gastos del culto. 24 La reforma suprimió asimismo las casas de regulares Betlemitas y las de otras órdenes menores ubicadas en la Provincia. El Hospital de Hombres quedó bajo la supervisión de un administrador nombrado por el gobierno según lo dispuso un decreto del mismo año. La política adoptada no sólo modificó las fuentes de recursos de estas instituciones, sino que supuso también un cambio en la organización del servicio público que brindaban, ya que, como declaró Rivadavia, pasaron a formar parte de la «alta policía del gobierno». El gobierno no creó nuevos organismos municipales para asumir esa «parte tan trascendente del servicio público», como lo hicieron los franceses después de abandonados los primeros intentos estadistas que postulaban la asistencia a los pobres como una deuda pública. Por el contrario, intentó paliar el vacío dejado por las antiguas corporaciones con nuevas formas organizativas que respondían, según Rivadavia, a los nuevos principios del gobierno republicano.   «Decreto del 1 de Julio de 1822», Registro Oficial de la Provincia de Buenos Aires, Buenos Airess, Imp. del Mercurio, 1828-1851, 123. 22   Sobre el gobierno corporativo, véase Lempérière, 2004. 23   La comisión para redactar el reglamento del Hospital de Mujeres estaba compuesta por su director Francisco del Sar, el médico prefecto de medicina, Juan Antonio Fernández, y el comisario general insperctor de obras públicas, Juan Madero. Para el Colegio de Huérfanas se propuso al camarista Manuel Antonio Castro, al contador jubilado Antonio Dorna y al procurador general defensor de menores Mariano Zavaleta. Meyer Arana, 1991, 84-86. 24   «Reforma general en el orden eclesiástico», 24/12/1822, Registro Oficial de la República…, II, 1643, 28. 21

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Una de las primeras medidas tomadas en este campo fue la creación de la Sociedad de Beneficencia. En el decreto del 2 de enero de 1823 se estipuló que esta sociedad quedase compuesta por mujeres patricias nombradas por el gobierno, y se aclaró en el reglamento que las sucesivas elecciones iban a estar a cargo de las propias integrantes. Según el decreto del 18 de febrero del mismo año, la administración de la Sociedad quedó en manos de un consejo formado por tres directoras, al que se adjudicó la potestad de nombrar a las inspectoras de escuelas entre quienes eran socias. 25 La Sociedad estuvo destinada en un primer momento a promover la educación femenina creando, dirigiendo e inspeccionado las escuelas de niñas, a fin de asegurar el buen orden y el progreso de estos establecimientos. En el mismo decreto también se previó que el consejo se hiciera cargo de los establecimientos de beneficencia pública considerados de competencia femenina: el Hospital de Mujeres y la Casa de Niños Expósitos. La voluntad del gobierno rivadaviano para organizar la administración de beneficencia pública sobre nuevos principios fue completada por el gobernador Manuel Dorrego en 1828, quien creó la Comisión de Beneficencia. A cargo de esa institución, dispuso la creación de una Sociedad Filantrópica para la administración de las cárceles y de los hospitales. 26 Esta Sociedad (para la cual se optó significativamente por el calificativo de filantrópica dejando a las damas la beneficencia), debía estar compuesta por 24 socios elegidos según su competencia y celo público para ocuparse de la dirección e inspección del Hospital General de Hombres, antiguamente en manos de los padres Betlemitas. 27 Dada la crítica situación política del momento, el proyecto no prosperó. Fue un nuevo decreto, durante el gobierno del general Balcarce, el que fijó la apertura de la Sociedad para fines del mismo año. 28 Ésta sólo tuvo dos años de vida, cesó sus actividades en noviembre de 1835 y fue reemplazada por una comisión encargada de vigilar las inversiones de los fondos del Hospital de Hombres. El mismo gobierno   Correa Luna, 1923; Sociedad de Beneficencia, 1905; Little, 1980.   Registro Oficial de la Provincia de Buenos Aires; Noboa Zumárraga, 1939, 140; Frizzi de Longoni, 1946, 87-88. 27   La filantropía en su discurso, en sus prácticas y su modelo, fue un instrumento de laicización de la beneficencia en Francia. Se difundió tardíamente en España. El primer diccionario que recogió esta entrada fue el de 1822, aunque en el vocabulario de la Ilustración ya se había difundido el de misantropía. Diccionario de la lengua castellana, Real Academia Española, 1822; Álvarez de Miranda, 1992. Para el caso francés véase Duprat, 1993. 28   «Decreto instalando la sociedad filantrópica. 26/11/33», en Registro Oficial de la Provincia… 25 26



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creó también el Consejo de Beneficencia pública para la dirección e inspección de las escuelas estatales de varones, y le asignó, en varios aspectos, los mismos objetivos que tenía la Sociedad de Beneficencia. A diferencia de la asociación de damas de beneficencia, éste no tuvo vida efectiva. 29 Como podemos observar, las iniciativas no faltaron en este campo; sin embargo, sus efectos se vieron aminorados por las dificultades económicas que le planteaba al gobierno el mantenimiento de estas instituciones, que hasta entonces se habían sostenido con fondos propios. Si en los primeros años de la «feliz experiencia» el gobierno pudo responder a estos nuevos compromisos, a medida que la situación financiera se fue deteriorando los sucesivos gobiernos disminuyeron los recursos que asignaban a estas instituciones, invitándolas a recurrir a fuentes privadas de financiamiento. 30 A partir de 1835, una serie de recortes presupuestarios agravaron la ya frágil situación financiera de estas fundaciones. Mientras que entre 1822 y 1824 los gastos para establecimientos asistenciales y educativos representaban el 6,34% del presupuesto provincial, en 1835 habían disminuido a la mitad y, entre 1841 y 1844 pasaron a representar sólo el 0,15% de los egresos. Si bien posteriormente, en el período comprendido entre 1849 y 1850, tendieron a aumentar al 0,44% del total de los gastos, el porcentaje asignado estaba lejos de las cifras iniciales del período de Rivadavia. 31 La situación se volvió entonces crítica para estas instituciones, algunas de las cuales, como la Casa de Niños Expósitos, se vieron obligadas a cerrar sus puertas. Las drásticas medidas tomadas por Rosas, que se convirtieron en blanco de la oposición liberal, mostraron los límites del modelo trazado por Rivadavia; éste, al suprimir las corporaciones que aseguraban este servicio a la comunidad, cargó sobre el gasto público el mantenimiento de estos establecimientos. La solución que propuso posteriormente Rosas tampoco aportó una repuesta viable. Y esto por una razón fundamental: las diferentes corporaciones que aseguraban las obligaciones de caridad pública ya no existían. Por tanto, la negativa del gobierno a asumir este tipo de gastos implicaba, lisa y llanamente, la desaparición de todo tipo de socorro público. Mártir o Libre, el breve periódico que publicó la oposición rosista desde Montevideo, centró sus eficaces críticas a   «Decreto estableciendo un consejo de Beneficencia pública», 23/9/33,���� en Registro Oficia de la Provincial… 30   Así, las damas de la Beneficencia se vieron obligadas a recurrir a las pensionistas en las escuelas públicas. Newland, ����� 1992. 31   Halperín Donghi, 1982. 29

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Rosas en la impiedad que éste mostraba frente a los huérfanos, pobres y desvalidos, y colocó el tema entre las obligaciones morales de toda nación que pretendiera seguir las sendas del proyecto civilizatorio. 32 El frente anti-rosista permitió así la constitución de un amplio consenso —que reunió a católicos, liberales y conservadores— en torno a la obligación moral que la nación debía tener hacia los desvalidos. El triunfo de la coalición anti-rosista, que puso fin al gobierno de Juan Manuel de Rosas en la provincia de Buenos Aires en febrero de 1852, instaló el tema de la beneficencia en la agenda política. La primera tentativa de responder a ello correspondió al director provisorio de la Confederación Argentina y jefe de la colación anti-rosista, Justo José de Urquiza, quien, con fecha 2 de septiembre de 1852, decretó la creación de la Municipalidad de Buenos Aires. Durante la tiranía —reza el decreto—, los hospitales que abrigaban todos los dolores y miserias de la ciudad, fueron abandonados, los huérfanos se arrojaron a las calles sin piedad, las escuelas y todos los establecimientos de beneficencia perecieron uno en pos de otro, sin que tuviesen siquiera una señal de pesar… 33

Para acabar con tal situación, fue necesario crear el régimen municipal «para dejar los negocios particulares a la libre administración de los que tienen más intereses en ellos, y más capacidad de dirigirlos». 34 Así, a tres décadas de la supresión del Cabildo, la creación de un poder municipal se justificó a través de la necesidad de organizar la administración pública de la Beneficencia. El decreto instaló esa administración en el ámbito local pero, al mismo tiempo, fragmentó su acción tras definir al régimen municipal como espacio de administración de los negocios particulares por parte de la comunidad de vecinos, lo que supuso que las instituciones de Beneficencia a cargo de la comuna debieron financiarse a través del esfuerzo impositivo de los propios interesados. 35 Esto introdujo una ambigüedad entre la intervención local como ámbito de intereses particulares y la financiación pública. Quizá haya sido esta ambigüedad la que hizo posible postular, dentro del liberalismo reinan  Sobre este tema véase González Bernaldo de Quirós, 2007.   Registro Oficial del Gobierno de Buenos Aires, 1852. 34   Registro Oficial del Gobierno…, 1852. 35   Esta nueva definición del poder municipal como ámbito de la administración de los intereses particulares coexistirá a lo largo del período analizado junto con la visión tocqueviliana de la municipalidad como gobierno local y espacio de aprendizaje de las libertades políticas. ������������������������������������������������� Este debate se prolongó y, hacia fines del siglo xix, se asoció al de la reforma política. Ternavasio, 2006, 137-186. 32 33



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te, muy adverso a la «caridad legal», la exigencia pública de un programa de asistencia para los pobres. La ruptura entre Buenos Aires y la Confederación dejó este decreto sin efectividad. 36 El Estado secesionista de Buenos Aires va a promulgar su propia constitución en 1854, la que instaura el régimen municipal en el territorio de la provincia. La primera ley municipal será promulgada algunos meses más tarde, en octubre 1854. Un consejo de gobierno comunal, presidido por el ministro de Gobierno del Estado de Buenos Aires, y cinco comisiones componen el nuevo consejo: la de Seguridad, encargada del régimen de las cárceles, la creación de penitenciarias y de asilos de corrección; la de Higiene, a cargo del régimen de conservación de los hospitales; la de Educación, a cargo de la ilustración y la moral de las personas de ambos sexos, la Casa de Expósitos y demás de beneficencia, así como la inspección de las huérfanas, aprendices y muchachos abandonados. 37 La ley hace así de la Beneficencia uno de los principales campos de las atribuciones de la comuna, introduciendo una primera especialización del campo de la beneficencia pública, asociada a las renovadas nociones de higiene y salud que tomaron con ella una dimensión institucional. La flamante municipalidad no tardó, sin embargo, en encontrar dificultades para imponerse en este campo. Estas fueron de diversa índole. El primer escollo fue político, vinculado a la particular y conflictiva situación que se generó en torno al estatuto de la ciudad de Buenos Aires. Capital del Estado de Buenos Aires, la ciudad acogió a las autoridades nacionales en 1862, y se convirtió en residencia del poder federal, pero manteniéndose bajo la autoridad del gobierno de la provincia de Buenos Aires, según lo fijó la constitución. Esta situación generó una serie de conflictos que se dirimieron finalmente con la Revolución de 1880, que puso término al problema de la «cuestión capital» federalizando la ciudad de Buenos Aires. Este particular contexto político no fue propicio para la elaboración y ejecución de iniciativas comunales en materia de beneficencia pública, no sólo por la tan invocada politización de la esfera local, sino porque el conflicto político hizo difícil obtener una autonomía fiscal que ofreciese a la municipalidad recursos financieros esta36   La constitución de la Confederación Argentina de 1853, sólo ratificada por el Estado de Buenos Aires el 23 de septiembre de 1860, estableció en su preámbulo que uno de sus objetivos era el de «promover el bienestar general» pero nada dijo respecto a la administración de la Beneficencia. En cambio, estipuló que competía a los gobiernos provinciales dictar las leyes referidas a sus regímenes municipales. 37   «Ley de Municipalidades», Buenos Aires, 11/10/1854 en Registro Oficial de la Provincia…

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bles, a la altura de las ambiciones de una ciudad que conocía un crecimiento demográfico sin igual y que concentraba las principales actividades económicas, políticas y culturales de la nación. 38 La cuestión política agravó así un segundo escollo, de índole financiera. La ley municipal reconoció las casas y las temporalidades del extinguido cabildo como propiedad de la municipalidad, y le atribuyó las mismas rentas que pagaba la ciudad, así como el 10% sobre el producto de la contribución directa. 39 Sin embargo, estos recursos no alcanzaban para financiar la variedad de instituciones, hasta entonces en manos de corporaciones civiles y religiosas. Apenas establecido el Concejo Municipal en 1856, los recursos fijados por la constitución pro­ vincial de 1854 se mostraron insuficientes. Sólo permitían cubrir los sueldos y gastos fijos, lo que hizo depender todo el proyecto de las atribuciones extraordinarias que el Estado de Buenos Aire asignara a la Municipalidad. Durante todo el período de secesión (1853-1861), y a pesar de los discursos en pro del gobierno municipal, este tipo de atribuciones fueron casi inexistentes. La municipalidad debió ajustar sus proyectos a los escasos recursos propios. 40 Aunque era común que el sistema tributario municipal apelara a recursos extraordinarios, en el caso de la ciudad de Buenos Aires las incertidumbres institucionales en torno al estatuto de la ciudad agravaron la situación financiera. 41 Al poco tiempo de que la ley de Residencia del 1 de octubre de 1862 declarase a la ciudad de Buenos Aires como ciudad de residencia de las autoridades nacionales, estalló el conflicto en torno a las atribuciones del poder nacional en el área comunal. 42 Esto provocó que, en varias ocasiones, el presupuesto municipal no pudiese ser votado, bien porque el Poder Nacional pretendía modificarlo bien porque las autoridades municipales rechazaban someterlo al voto del Congreso Nacional. En 1865, durante la discusión del proyecto de ley municipal en la cámara de senadores 38   Entre 1852 y 1914 la población de Buenos Aires pasará de 82.400 habitantes a más de un millón y medio. Besio Moreno, 1939. 39   Besio Moreno, 1939.� 40   Memoria de la Municipalidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Imp. de la Revista,� 1858. 41   Sobre recursos municipales para el gasto público social en Córdoba, véase Mo­ reyra, 2009, 255-283. 42  �������������������������������������������������������������������������������� El conflicto�������������������������������������������������������������������� surgió cuando el Congreso Nacional votó la ley del 9 de septiembre de 1863 por la cual la Nación establecía un impuesto sobre fincas y terrenos del municipio destinado al gasto público nacional. La ������������������������������������������� ley fue sancionada por ambas cámaras el 16 de septiembre de 1863. La oposición se organizó bajo jefatura de A. Alsina con el mote de «los crudos» y se opusieron a «los cocidos» en las disputadas elecciones de 1864. Carranza, 1929, 3-79; Saldías, 1910.� ������



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provinciales, el senador Gabriel Fuentes preguntó por qué la contribución directa «que es eminentemente municipal no venga en el cálculo de recursos propios». A ello respondió el senador Carlos Tejedor: He aquí el inconveniente de legislar sobre la Municipalidad sin que sea institución provincial, y mientras permanezca nacional. Así es que llegado el caso del déficit resultará no sólo que la renta es nacional, sino que hay que dar plata todavía. Todo esto muestra que no era la ocasión de legislar sino de que volviese a nosotros la Municipalidad… 43

En 1867, luego de cinco años de vigencia de la «ley de compromiso» que confería al poder ejecutivo nacional jurisdicción sobre el municipio, éste quedó bajo jurisdicción provincial. Si bien esto clarificó la situación política, dificultó aún más su situación financiera, ya que la provincia de Buenos Aires garantizaba con menos constancia los fondos necesarios para mantener los establecimientos municipales de higiene, salud y beneficencia. 44 Esta situación se vio agravada por la epidemia de cólera de 1867 y por la posterior de fiebre amarilla que azotó la ciudad de Buenos Aires entre enero y junio de 1871. 45 Entonces, la crítica situación financiera por la que atravesaba una municipalidad en plena crisis epidémica provocó las renuncias de sus presidentes en 1870 y en 1871. 46 La epidemia parecía poner en evidencia la precariedad y escasa eficacia de las instituciones sanitarias existentes. Frente a esto, las autoridades municipales y los hombres políticos provinciales concluyeron que era necesario recurrir a un servicio de proximidad garantizado por los propios vecinos. 47 La iniciativa de crear comisiones de salubridad   Cámara de Senadores, sesión del 31 de octubre de 1865, Honorable Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires, Recopilación de los debates de leyes orgánicas municipales y sus textos definitivos, t. i, 1821-1876, 1938, 193. 44   Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1869, 1911; Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1870, 1911. 45   La epidemia diezmó la población de la ciudad de Buenos Aires en pocos meses y disparó la tasa de mortalidad de 31,5/00 en 1870 a 106,2/00 en 1871. Rawson, 1891, t. i, 39-103. 46   En el texto de renuncia de 1870, el presidente expresó que se sentía agobiado por una función «casi ridícula» y «limitada a ocupar el sillón presidencial», La Prensa, 4/4/1870, citado por González Leandri, 1999, 87. Sobre la renuncia de Eduardo Olivera véase sesión del 26 de julio de 1871 en Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1871, 1911, 179-180. 47   Un síntoma de la instalación de este tema entre las elites dirigentes fue el establecimiento de la temática del «poder municipal» como uno de los temas sobre los cuales se podía presentar una tesis para adquirir el grado de doctor en jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires. Véase por ejemplo Saborido, 1870; Obligado, 1870. 43

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en cada parroquia en agosto de 1871 fue un primer paso en este sentido y se presentó también como una solución ad hoc al problema de escasez de finanzas, que hacía difícil sustentar una política de beneficencia con fondos municipales. Pocos años más tarde el principio de descentralización y autonomía se plasmó en la nueva ley municipal de 1876. 48 Ésta transfirió las competencias del Concejo Municipal —ahora denominado Central— a los concejos parroquiales, que se ocupaban de las diferentes ramas de la administración municipal —higiene, orden, educación, socorros— dentro de la jurisdicción parroquial. Los designios democratizantes de la ley generaron ciertas reticencias y temores, pero pocos parecen haber cuestionado el principio de proximidad como garantía de una buena administración urbana. 49 La ley se enfrentó así a la tendencia ya manifiesta en 1865 y que confirma posteriormente la ley municipal de 1882. De este modo, quedaron silenciadas las reivindicaciones de algunos sectores, especialmente el de los médicos, quienes reclamaban la centralización administrativa y la especialización técnica. 50 El impacto de la norma fue, sin embargo, nulo. A pesar de ser votada y promulgada, no tuvo aplicación efectiva. Así, la municipalidad siguió gobernada por pequeñas comisiones nombradas por el Poder Ejecutivo hasta que la federalización de la ciudad de Buenos Aires en 1880 volvió a exigir la promulgación de una nueva ley municipal. En síntesis, las políticas públicas de beneficencia y socorro, como complemento a la promesa de bienestar general que la constitución prometía «para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino», quedaron en manos de un poder municipal con escasos recursos propios, dependiente de partidas extraordinarias, y proclive al endeudamiento. En el caso de Buenos Aires, el conflicto institucional agravó aún más el problema, ya que el déficit generado acentuó el conflicto entre gobierno nacional, provincial y comunal.   «Ley del 28 de octubre de 1876» en Recopilación de los debates de leyes orgánicas municipales y sus textos definitivos. Fuentes seleccionadas, coordinadas y completadas en cumplimiento de la resolución del Honorable Concejo de julio 29 de 1938, t. i, 551-568. 49   Enrique B. Moreno consideraba que transferir a los distritos municipales tales facultades llevaría a «conmover todo el orden establecido en le República» puesto que estos poderes iban a transferirse a un pueblo «cuya gran mayoría no tiene conciencia de sus derechos ni de sus deberes». Cámara de diputados de la Provincia de Buenos Aires, 51.a sesión ordinaria del 11 de octubre de 1876 en Honorable Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires, Recopilación de los debates de leyes orgánicas municipales y sus textos definitivos, t. i, 1821-1876, 1938, 518. 50   Para este tema véase González Leandri, 1999. 48



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La abortada tentativa descentralizadora, sumada al traumatismo que había dejado la epidemia de fiebre amarilla de 1871, explica que el poder municipal instalado por la ley orgánica municipal del 1/11/1882 fuese asociado al triunfo de quienes, inspirándose en el informe sobre la Asistencia Pública de Thiers, proponían la creación de una institución específica para administrar esta área de gobierno, principalmente de los higienistas, quienes reclamaban mayor especialización, centralización y racionalización de la administración sanitaria. 51 En la sesión del 31 de enero de 1883, la Municipalidad designó a Ramos Mejía para desempeñar el cargo de director general de la futura Asistencia Pública. Las ambiciones que éste trazó para la nueva institución demuestran el importante avance institucional en la concepción de la protección social. En un discurso reproducido por los medios locales enunció que la asistencia pública. […] es el Estado mismo protegiendo al mutilado de la gran lucha con el dinero de todos, es decir, curando al enfermo, dando de comer al indigente que realmente muere de hambre, educando al niño, consolando al pobre, protegiendo al viejo. La asistencia pública es el Estado impidiendo por medio de la Sala de Asilo y la Escuela Maternal la corrupción de la infancia, es el Estado mismo velando en la vida del huérfano, recogiendo al recién nacido abandonado, es el Estado impidiendo el crimen con la Inclusa, corrigiendo el vicio con las Casas de Trabajo, en una palabra, propendiendo al bien de todos por medio de las mil instituciones creadas por la piedad cristiana. 52

A pesar de la limpidez con que Ramos Mejía formuló su proyecto estatal de socorro y de beneficencia —invocando, cierto es, la piedad cristiana—, las diferentes iniciativas institucionales que precedieron y acompañaron la creación de la Asistencia Pública limitaron considerablemente las aspiraciones del médico higienista. La Asistencia Pública era municipal y, además, debía disputar el campo con otra institución benéfica creada por Rivadavia y rehabilitada por el gobierno del Estado de Buenos Aires en 1852: la Sociedad de Beneficencia, «compuesta por señoras morales, inteligentes y caritativas». 53 De manera tal que la Asistencia se erigió en brazo protector del Estado pero bajo jurisdicción   Según el médico higienista Guillermo Rawson el impacto que causó la epidemia en la población de la ciudad fue tal que «ni es posible describir los sentimientos de angustia y de terror que se apoderaron de los que sobrevivieron». Rawson, 1891, t. i, 69. 52   «Reglamento de la Asistencia Pública», El Nacional, 8/3/83, 1, col. 4-5. 53   Reza el decreto que «la sociedad dejó de existir totalmente desde abril de 1838, porque la tiranía, que deseaba su desaparición, y que no osaba atacarla de frente, adoptó el indirecto aunque seguro arbitrio, de pretextar economías y abandonar a la consunción y a la muerte la Casa de Expósitos, el Colegio de Huérfanas, las escuelas de niñas y en 51

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municipal y con limitaciones de género, puesto que las instituciones destinadas a niños y mujeres estaban bajo control de la sociedad de damas benéficas. Quedaron bajo su competencia sólo los establecimientos masculinos, excepto el Hospital de Clínicas, que pasó al Gobierno de la Nación, y el Hospital General de Hombres, que fue definitivamente clausurado. 54 El papel que se otorgó a las bondadosas damas en el importante campo del servicio público se fundó en las particulares competencias morales de las señoras para llevar a cabo una acción caritativa y en el amplio consenso en torno a la benéfica labor efectuada. Para continuar con su acción, las damas podían contar, como lo refiere Alsina en su discurso el día de la reinstalación de la Sociedad en 1852, «con el brazo protector del gobierno y el poder animador de las simpatías públicas que rodean y rodearán esta institución venerable» destinada a incentivar el «público cultivo de los sentimientos generosos». 55 Esto es, brazo protector del gobierno hacia las iniciativas de las damas y no, como propuso Ramos Mejía treinta años más tarde, brazo protector del Estado, «educando al niño, consolando al pobre, protegiendo al viejo». La Sociedad reasumió en 1852 la dirección de la educación femenina, la administración de la Casa de Expósitos, a las que el gobierno agregó la administración del Hospital de Mujeres y, posteriormente, la administración del Hospital de Dementes, creado por la Sociedad en 1855. 56 El decreto estipuló que, para el mantenimiento de estas instituciones, el gobierno asignara los recursos necesarios y la Sociedad rindiera cuentas sobre su utilización. La condición de la Sociedad se vio modificada en 1856, cuando se hizo efectiva la ley de las Municipalidades y se colocó bajo la autoridad del gobierno municipal de Buenos Aires la administración de escuelas y de hospitales de la ciudad que se encontraban bajo la administración de la Sociedad de Beneficencia. Las damas se negaron entonces a perder sus prerrogativas sobre el gobierno de la parte femenina de la sociedad, lo que las llevó rápidamente a enfrentarse con la Municipalidad de Buenos Aires. El conflicto surgió en la órbita de las inspectoras de escuelas fin todos los objetos en que se ejercía el ardiente celo de las Señoras socias». Registro Oficial de la Provincia…, 1828-1851. 54   Penna, vol. ������������� 2, 1910� �����. 55   Citado por Correa Luna, t. ii, 1923, 40-41. Sobre el papel moral que entonces va a atribuirse a la mujer en la vida pública, véase Ciafardo, 1990. 56   En abril de 1852 la sociedad recibió una nota del gobierno informándole que había ordenado a la Comisión Administradora del Hospital que pusiera aquel establecimiento, y todo lo relativo a él, a disposición de la Sociedad. Correa Luna, 1923, 49.



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de mujeres, y se prolongó en torno a la administración del hospital y del proyecto de la Sociedad de crear una casa correccional de mujeres y un asilo de mendigos. Frente al conflicto con la Municipalidad, las damas buscaron el apoyo del gobierno del Estado de Buenos Aires, que intervino en su favor. 57 La cámara de senadores votó entonces una moción que desligó a la Sociedad de la autoridad municipal y la depositó en la órbita del gobierno de Buenos Aires. 58 Sarmiento, consejero municipal y miembro de la comisión de educación de la cámara, no cesó de denunciar la inédita anomalía institucional: Así pues, la Municipalidad no lo es, sino para una mitad de los objetos de su incumbencia, y el Ejecutivo político lo sería para la otra. Si se cuenta con que éste delegue sus funciones en la Sociedad de Beneficencia, tendremos una Municipalidad de varones y otra de mujeres con atribuciones y administración perfectamente iguales. 59

Este conflicto revela el particular entramado institucional del área de la Beneficencia pública. El Estado de Buenos Aires había creado un poder municipal al que se le otorgó la administración del servicio público comunal, pero rehabilitó al mismo tiempo una Sociedad de damas caritativas con atribuciones en el mismo campo. Por un lado se avanzaba hacia un sistema de protección social institucional y, por el otro, se delegaba la función en una asociación de damas cuya legitimidad no provenía del principio representativo moderno ni de las competencias técnicas específicas, sino de los sentimientos generosos y las simpatías públicas. Así, el mantenimiento de la Sociedad como organismo independiente de la Municipalidad permite dos tipos de observaciones: en primer lugar, introducir una distinción de género en la administración de los asuntos locales constituyó, como lo señaló Sarmiento, una amenaza para el monopolio de los hombres sobre la esfera pública. 60 En segundo lugar, el mantenimiento de esta institución, cuyas funciones se acrecentaron a lo largo del siglo, evidenció una concepción de gobierno inscripta en la tradición corporativa, dentro de la cual la beneficencia no tenía una función especializada, sino que se fundaba sobre sentimientos de piedad y compasión que vinculan a los individuos independientemente de los poderes políticos.   Resolución del 21 de octubre de 1856 en Registro Oficial del Gobierno de Buenos Aires 1851-62, 1851-1862. 58   Correa Luna, 1923. 59   El Nacional, 16/7/56, citado por Correa Luna, t. ii, 1923, 104. 60   Sobre la actividad de beneficencia como espacio de intervención pública de las mujeres, véase Little, 1985. Aspecto destacado igualmente en Moreno, 2009, 33. 57

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Ahora bien, si la caridad seguía siendo para estos hombres una legítima esfera de acción de las damas patricias, la educación y la salud habían dejado de ser para muchos un problema que pudiera resolverse exclusivamente a través de sentimientos generosos. En 1823, cuando se creó la Sociedad de Beneficencia, la confusión entre esos ámbitos podía aceptarse debido a las apremiantes necesidades de encontrar figuras que pudieran reemplazar las corporaciones suprimidas recientemente. Pero en 1856 este anacronismo ya no era aceptable para algunos de los liberales que tomaron las riendas del Estado de Buenos Aires, concretamente, para quienes la inspección de escuelas o la administración de hospitales requerían competencias específicas. 61 Así, la Sociedad, aunque integrada por ilustres damas ligadas por vínculos familiares entre sí y, en general, hijas, esposas, hermanas o madres de la elite dirigente argentina, no resistió totalmente la embestida de ciertos políticos y profesionales que exigieron una especialización del campo de la beneficencia. En 1875 perdió el control de las escuelas para niñas tras el triunfo definitivo de Sarmiento en el conflicto que lo opuso a las beneméritas damas. 62 Los médicos higienistas fueron igualmente hostiles contra el monopolio que pretendieron ejercer las señoras sin ninguna idoneidad, en un campo que éstos consideraron de su estricta competencia. Emilio Coni planteó en sus memorias una crítica implacable a la pretensión de las honorables damas, «pues que en materia hospitalaria no bastaba la distinción y la belleza, la alta posición social y los sentimientos de caridad indiscutibles en las damas argentinas, para tornarlas hábiles en la administración de establecimientos esencialmente técnicos, que requieren conocimientos que ellas no pueden tener». 63 De hecho, fue el mismo Emilio Coni, al ser nombrado director de la Asistencia Pública en 1892, quien intentó quitar a las damas el control de los establecimientos hospitalarios buscando apoyo para ello nada menos que en el presidente de la República, Carlos Pellegrini. Recuerda Coni en sus memorias la respuesta que Pellegrini dio a su proyecto: El Dr. Pellegrini escuchóme con toda atención, dando pruebas del mayor interés en la conferencia. Terminada ésta, se expresó más o menos en estos   Fue en torno a estos temas que Sarmiento inició su cruzada contra las Damas de Beneficencia. Las críticas aparecieron posteriormente de la mano de los médicos higienistas. «La Sociedad de Beneficencia y la Municipalidad», La Tribuna, 17/6/56, 2, col. 1-2. 62   A través de la ley del 26 de septiembre de 1875 todos los institutos educativos, incluyendo los de niñas, pasaron a depender del Consejo General de Escuelas de Provincia. Domingo F. Sarmiento, quien se había enfrentado a las damas en torno a este tema, triunfó finalmente quince años después. 63   Coni, 1918, 311-312. 61



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términos: «Dr. Coni: las ideas expuestas por Ud. están perfectamente fundamentadas y me adhiero a ellas, porque he tenido ocasión de conocer la Asistencia Pública de París, admirable en su organización, donde precisamente se ha llevado a la práctica lo indicado por Ud., pero deploro que en nuestro país, donde la Sociedad de Beneficencia figura como una entidad poderosísima, no será posible por ahora realizarse su desiderátum. Debo añadirle más, no ha nacido aún el hombre público en este país que se atreva a retirarle a dicha asociación la dirección de los nosocomios a su cargo, so pena de levantar ante sí una enorme montaña de resistencias y malas voluntades. La Sociedad de Beneficencia fundada por el gran Rivadavia, es a mi ver, una fortaleza inexpugnable, contra la cual tendrán que fracasar todas las tentativas de acción». 64

Es imposible comprobar la veracidad de los recuerdos de Coni. No obstante, ellos resultan verosímiles si tenemos en cuenta la longevidad de la institución y los múltiples testimonios de oposición de ciertos sectores políticos o profesionales. El hecho irrefutable es que la Sociedad sólo perdió su monopolio centenario cuando Perón introdujo una serie de iniciativas institucionales que acompañaron el proyecto justicialista de Estado de Bienestar. 65 La inquina que las Damas provocaron en Coni pudo ser consecuencia de los efectos indirectos de la estabilidad, e incluso del dinamismo, que la Sociedad tuvo en el área de la salud luego de haberse visto privada de sus prerrogativas en el campo de la educación. Para ese entonces, había tomado cuerpo el proyecto del Hospital de Niños, se había instalado una escuela para ciegos en el Asilo de Huérfanos, se había inaugurado el nuevo edificio del Hospital de Mujeres, rebautizado Hospital Rivadavia, y se habían emprendido las primeras acciones caritativas en el ámbito nacional. Además, las damas habían impulsado nuevas iniciativas de acción social como los asilos maternales, destinados a alimentar a los niños pobres durante las horas del día en que los padres trabajaban y a brindarles instrucción moral y religiosa simultáneamente. Tres asilos maternales cubrían el conjunto del espacio urbano: el primero, al norte, instalado en la calle Paraguay entre Libertad y Talcahuano; el segundo, al sur, en Tacuarí y Brasil; el tercero, al este, en la calle Azcuénaga. Según los datos del censo de 1887, el del sur recibía 552 niños en 1888. 66 Esto da cuenta del papel que van a jugar las mujeres en los orígenes de   Coni, 1918, 312.   En 1946 la Sociedad de Beneficencia fue intervenida por el Gobierno Nacional mediante el Decreto n.º 9.414 de 1946. Dos años más tarde la Sociedad fue disuelta, y se creó en su lugar la Fundación Eva Perón. Sobre las razones de esta supresión y el papel jugado por Eva Perón véase Guy, 2000, 321-338. 66   «Hospitales, hospicios, asilos, etc.», Censo General Población, Edificación, comercio e Industrias de la Ciudad de Buenos Aires. Levantado en los días 17 de Agosto, 64 65

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la política social, como ya lo señaló Theda Skocpol para los Estados Unidos. 67 A partir de la federalización de la ciudad de Buenos Aires, la Sociedad, que desde la creación de la Municipalidad había estado bajo la autoridad del gobierno del Estado de Buenos Aires, pasó a depender del Ministerio del Interior del Gobierno Nacional. 68 La acción social destinada a mujeres y niños, emprendida hasta entonces en la órbita comunal, adquirió dimensión nacional, aunque continuó denominándose Sociedad de Beneficencia de la Capital y siguió concentrando su acción principalmente en este recinto. Si bien las primeras tentativas de institucionalizar la acción social como espacio de intervención pública estuvieron asociadas a la instauración de un poder comunal, ello no inhabilitó, como acabamos de demostrar, otros ensayos institucionales que, como el de la Sociedad de Beneficencia, tendieron a fragmentar esta área. Se fue tejiendo así un temprano entramado institucional de la beneficencia pública que asoció la esfera comunal como socorro de proximidad y como germen de un modelo estatal del socorro. Se desarrollaron así, primero en el recinto de la capital federal y luego en el plano nacional, iniciativas que remiten a dos modelos de Estado Social. Uno, pensado desde el principio de la subsidiaridad del Estado en materia de socorro, en manos de las damas caritativas. Otro, amparado en una concepción estatal de la protección para ciertas categorías de la población e impulsado por ciertos médicos higienistas como Ramos Mejía. Las aguas no se dividieron en las fronteras de género, sin embargo. La fuerte impronta confesional de la acción caritativa de las Damas tendió a dar un lugar de preeminencia a las congregaciones hospitalarias, como la de las Hermanas de la Caridad, y a las asociaciones católicas laicas, como las Conferencias de San Vicente de Paul. Esta tendencia puede observarse tanto en los establecimientos de beneficencia pública, administrados por la Sociedad para la parte femenina, como en la administración municipal de los establecimientos de beneficencia destinados a los hombres. 2.  Servicio público e iniciativas privadas Al expropiar a las órdenes religiosas sus bienes muebles e inmuebles, Rivadavia había transferido al Estado no sólo los gastos relativos 15 y 30 de septiembre de 1887. Bajo la administración de Dr. Don Antonio F. Crespo, 1889, 162-187. 67   En su libro ya clásico sobre el tema: Skocpol, 1996, 429-681. 68   Registro Nacional, VIII, n.º 11.632. Véase Correa Luna, 1923, 214-218.



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al culto, sino también las funciones de caridad y beneficencia que aquéllas aseguraban con bienes propios. 69 Transformada la caridad en servicio público, vimos que Rivadavia había creado una institución específica destinada a ese servicio, sin otorgarle por ello recursos fiscales a la altura de los objetivos fijados, ni un instrumento jurídico que garantizara el presupuesto necesario para llevar a cabo sus objetivos. Posteriormente se ensayó la experiencia municipal que, como ya referimos, no resolvió el problema sino que hizo aún más complejo el entramado institucional de la Beneficencia. La noción misma de socorro público tenía incluso, como veremos a través del caso del Asilo de Mendigos, sus limitaciones, pues no implicaba un derecho que los ciudadanos y/o habitantes pudieran reclamar al Estado. Muy por el contrario, observamos que durante nuestro período los diferentes sectores implicados eran igualmente reticentes a dar un tratamiento legal-administrativo a la Beneficencia. Tanto católicos como liberales rechazaron entonces la «caridad legal», algunos porque consideraban que alimentaba la holgazanería, otros porque creían que socavaba los efectos morales del acto caritativo e implicaba un gasto público que el Estado no estaba dispuesto a garantizar. 70 De modo tal que, aunque los municipales se quejaban constantemente de la escasez de recursos para hacer frente a los gastos que generaban las instituciones públicas de Beneficencia, cuya jurisdicción reclamaban, no todos ellos estaban dispuestos a convertir este «servicio» en un derecho que transformara el socorro en gasto administrativo. Católicos y liberales confluyeron entonces en torno a la pertinencia de abandonar el subtratamiento de ciertos servicios en manos de asociaciones caritativas, las cuales podían cumplir la función a menor costo administrativo y con una mayor capacidad de obtención de recursos a través de donativos y operaciones de recaudación específicas —rifas, bazares, fiestas caritativas, etcétera—. La oferta caritativa por parte del servicio público —a bajo coste presupuestario— estaba mayoritariamente concentrada en el sector católico, aunque, como veremos, no exclusivamente. En este punto, debemos distinguir el socorro que proporcionaban ciertas congregaciones religiosas de las iniciativas que surgieron del insipiente laicado católico que apareció durante la década de escisión del Estado de Buenos Aires   Para un análisis de lo que está en juego en la reforma véase Di Stefano, 2004, 193-214. 70   La argumentación liberal a este rechazo la podemos encontrar en el célebre texto ������ de Alexis de Tocqueville������������������������������������������������������������������� , ����������������������������������������������������������������� 2007. La de los católicos en los artículos de Frías en el diario La Religión. 69

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en torno a la figura de Félix Frías. 71 En ese proceso, jugó un papel central la creación de las Conferencias de San Vicente de Paul, asociación de católicos que perseguía fines religiosos y sociales. Esta organización nació en Francia en 1833 bajo la iniciativa de Frédéric Ozanam, un católico liberal lionés que, luego de proclamar con La Mennais que «la Religión se combina con la Libertad», encarnó una de las tempranas manifestaciones del catolicismo social en Francia. 72 Muchos autores ligan esta preocupación con la reflexión que le provocaron las revueltas de los obreros del sector textil en 1831 y 1834 en Lyon, las cuales inspiraron a numerosos pensadores socialistas. 73 Fue entonces cuando propuso una nueva modalidad de acción de los católicos para hacer frente a lo que formuló como una «cuestión social»: La cuestión que agita hoy día al mundo que nos entorna no es ni una cuestión de personas, ni una cuestión de forma política, sino una cuestión social. Si se trata de la lucha entre aquellos que nada tienen y los que tienen demasiado, si es el choque violento entre la opulencia y la pobreza que hace temblar el suelo sobre el que nos encontramos, nuestro deber de cristianos es el de interponernos entre esos dos enemigos irreconciliables. 74

Las conferencias buscaron organizar una acción caritativa con el objetivo de acercar el rico al pobre como respuesta a la «cuestión social» así formulada. Para ello, Ozanam se inspiró en la prédica de Saint Vincent de Paul, devoto y creador en el siglo xvii de una serie de congre71  ������������������������������������������������������������������������������ Los estudios sobre el laicado en Argentina tienen tendencia a datar este movimiento en los años ochenta, olvidando que fue durante este período que surgieron los primeros periódicos católicos y que, figuras como Frías —�������������������������� ��������������������������� que habían compartido con otros miembros de la generación del 37 buena parte del credo liberal����������������� —���������������� , postularon la necesaria movilización de los católicos en defensa de los valores que comenzaban a considerarse amenazados por el credo liberal. ��������������������������������������������� Auzá, el gran especialista de la historia de los católicos, concentró sus estudios sobre el laicado en las últimas décadas del siglo xix. Véase Auza, 1975. Roberto di Stefano señala este vacío trazando un esbozo de los elementos que marcron el surgimiento del laicado en esta época. Di Stefano, 2000, 284 y 586-587. Halperín Donghi señala igualmente la presencia de este grupo de católicos en Halperín Donghi, 1979. Para Chile véase Serrano, 2008. 72   Sobre este tema véase el clásico estudio de Duroselle, 1951. 73  �������������������������������������������������������������������������������� Entre ellos Fourier, Proudhon, Saint-Simon y Marx. ����������������������������� Sobre estas revueltas, véase el clásico trabajo de Rudé, 1982, 207. 74   Carta de Ozanam a su amigo François Lallier. Lyon, 5 de noviembre de 1836. Correspondances, 5.e, édit. t. i, 214. Citada por Durossel, 1951, 17. Sobre las Conferencias de Saint Vincent de Paul, y sobre Frédéric Ozanam en particular, la literatura es vasta, pero proviene mayoritariamente del sector católico. Un análisis de ésta se puede encontrar en Mercier, 2006, 165.



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gaciones destinadas al socorro a través de las visitas a pobres y enfermos —las Hijas de la Caridad, la misión de los padres Lazaristas, etcétera—. Las conferencias tuvieron una rápida expansión, tanto en Francia como en el extranjero. 75 Según las cifras de Foucault, en los tres primeros años se crearon casi 300 conferencias en Francia y, para 1861, se contabilizaban 3.623 conferencias en el mundo. 76 En Hispanoamérica, las primeras se crearon en México hacia 1844 y llegaron al Río de la Plata a fines de la década de los cincuenta. Fueron introducidas en Buenos Aires por el francés Fouet, entonces comandante del bergantín Zèbre en misión en Buenos Aires con el objetivo de «instituir un apostolado laico en el mundo». 77 Ya antes de esta fecha, Félix Frías había hecho la promoción de estas asociaciones desde las columnas del periódico La Religión. 78 En sus artículos sobre las conferencias, que datan mayoritariamente de los años 57 y 58, Frías loó los méritos de las sociedades establecidas tanto en Francia como en España, e incitó a sus compatriotas a instalarlas a fin de «hacer más eficaces los esfuerzos de los que se contraen a aliviar las miserias morales y materiales de las clases desgraciadas». 79 En estas columnas Frías resumió claramente el objetivo que alimentó la tarea de las conferencias: la búsqueda de una mayor eficacia religiosa y social para una acción que se definió, en primer lugar, como moralizadora. La ayuda material debía cumplir, según estos designios, un lugar secundario, como lo aclaró el propio Ozanam en una carta dirigida a su amigo Lallier: «el objetivo de la sociedad es sobre todo el de reanimar y esparcir el espíritu del catolicismo entre la juventud […], la visita a los pobres debe ser el medio y no el objetivo de la asociación». 80 Para alcanzar estos fines espirituales, los miembros buscaron una mayor

  Foucault, 1933, 416.   Foucault, 1933, 159. 77   «Tableau statistique des deux conférences de Buenos Aires. Année 1859» en Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris), Institutions Agrégations, Argentine. Sobre las sociedades vicentinas existe una abundante bibliografía en Francia. Para Argentina véase Gelly y Obes, 1951. La difusión de las Conferencias en Chile fue recientemente estudiada, Ponce de León (en prensa); y por Serrano, 2008, 157-162. Para México véase el trabajo de Arrom, 2005. Las Conferencias en Argentina han sido estudiadas para un período posterior por Mead, 2001, 91-119. 78   Periódico teológico-social, como se autodefinió, que había sido fundado en 1853 por el padre Federico de Aneiros con la colaboración del domincio fray Olegario Correa y del propio Frías. 79   La Religión, 27/11/57. 80   Carta citada por Duroselle, 1951, 174. 75 76

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rentabilidad del esfuerzo. 81 A las visitas a las familias socorridas se agregaron las visitas al Hospital General de Hombres y a las cárceles. Para ello, se crearon comisiones destinadas a supervisar las referidas actividades y se registraron minuciosamente los resultados obtenidos: número de matrimonios legalizados, número de bautismos, comuniones, etc. 82 La asociación caritativa buscó sin embargo dar una respuesta a la cuestión social —formulada en términos de ruptura de vínculos entre el rico y el pobre— a través de una nueva funcionalidad social de la caridad cristiana. Con ello se pretendió, al mismo tiempo, moralizar a los pobres y difundir una nueva conciencia de las obligaciones sociales y cristianas del patriciado criollo, a fin de restaurar el vínculo entre los distintos sectores sociales. Juan A. Thompson subrayó este aspecto cuando destacó que la asociación «está perfectamente adaptada a las necesidades del presente siglo en que la exagerada importancia de los bienes materiales viene creando una profunda división entre las clases de que se compone la sociedad». 83 Felipe Llavallol, presidente de las conferencias, insistió sobre la necesidad de rehabilitar la función religiosa del acto caritativo: Estamos persuadidos de que la fundación de las Conferencias de San Vicente de Paul acelerará esa marcha del país en la vía del bien y contribuirá a rehabilitar las creencias religiosas, tan necesarias para la sólida y verdadera prosperidad de toda nación y sobre todo de las que están seguidas por instituciones republicanas, que requieren gran desarrollo en la moralidad y las virtudes cristianas del pueblo. 84

De este modo, la cristianización de la sociedad pasaba por una remoralización de las clases dirigentes, y ésta implicaba tanto la difusión de los preceptos de la Iglesia como la recuperación del papel de patronazgo que ellas debían jugar entre los sectores populares. Todo ello 81   Así el presidente del Consejo General, Adolphe Baudon, desconsejó al presidente de las Conferencias de Buenos Aires, Felipe Llavallol, la creación de un orfelinato pues, por la suma de dinero invertido, se socorrerían pocos niños y con ello no se lograría obtener una seria influencia entre los jóvenes.�������������������������������������� Carta de Baoudon a Felipe Llavallol, 19/9/1860. Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris), Institutions Agrégations, Argentine. 82   «Relación de los trabajos de la Sociedad de San Vicente de Paul», en Archivos de la Société Saint Vincent de Paul, Institutions Agrégations, Argentine. 83   AGN, Archivo BN 683 (N 10.476). 84   Carta del presidente del Consejo Superior, Felipe Llavallol, al señor don Adolfo Baudon, presidente de la Sociedad Saint Vincent de Paul, Buenos Aires, 26/9/1859. Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris). Institutions Agregations. ��� Ar­ gentine.



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con el objetivo de lograr la verdadera prosperidad de la nación republicana. Adaptarse a las nuevas necesidades de la sociedad implicaba introducir una importante novedad en las formas asociativas religiosas, ya que estas buscaban el establecimiento de vínculos entre el benefactor y el socorrido. Se debía ir a la búsqueda del necesitado con métodos y objetivos precisos. En el informe que presentó en 1860 el doctor Gainza, presidente de la comisión encargada de distribuir limosna, se precisaron las condiciones requeridas para asignar socorro, «informes relativos a la causa de su miseria, sus recursos, el estado de su salud, el alquiler de la casa, etc., y en vista de todos estos datos, la conferencia consultada decide si ha de ser adoptada o no la familia propuesta». 85 Cada miembro debía tomar la responsabilidad sobre una o dos familias elegidas a partir del principio de la posible redención de su conducta. Las decisiones eran luego evaluadas por la comisión tras verificar la pertinencia de la selección. Para ello, se acudía a la distinción entre verdadero y falso pobre, a fin de aconsejar y asistir a los primeros para convertirlos a los preceptos de la Iglesia y a las leyes de la economía. Así, podemos leer en el diario La Religión: «deseamos que las personas caritativas que nos ofrecen sus suscripciones mensuales, se persuadan de que no omitimos diligencia alguna para descubrir la verdadera indigencia y a que tenemos muy presente la obligación de no fomentar en ningún caso la ociosidad». 86 Esto pasaba también por una mejor articulación con las instituciones públicas de beneficencia. Durante la primera época de implantación las Conferencias de San Vicente de Paul encontraron sin embargo dificultades para crear instituciones financiadas por fondos propios. Varios proyectos de escuelas de oficios para jóvenes pobres, de hospicios para huérfanos, de colonias agrícolas etc., fueron considerados pero nunca llegaron a realizarse. Así, en esta primera etapa los miembros optaron por concretar los objetivos específicos a partir de las instituciones de beneficencia públicas existentes. 87 En el informe sobre las actividades de las conferencias que se envió a Francia podemos leer: «Uno de los principales cuidados de los miembros visitadores es recomendar a las familias la asistencia de sus hijos a la Escuela del Estado, donde se les da educación gratuita. Pero la parte religiosa de esta educación deja mucho que desear y serían de gran utilidad entre nosotros algunos herma  Informe publicado por La Religión del 28/7/60, n.º 36.   Informe publicado por La Religión del 28/7/60, n.º 36. 87   Carlos María Gelly y Obes menciona varias veces la escuela para adultos de San Ignacio, que acogió en 1872 a cien obreros. Véase Gelly y Obes, 1951,���� 58. 85 86

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nos de la Doctrina Cristina […]». 88 En el informe de 1860 se insistía: «La educación de los niños, que el Concejo General nos ha recomendado últimamente con especialidad, continúa siendo el objeto de nuestras preocupaciones. Todos los socios tienen encargado aconsejar a las madres de familia que cuiden de cumplir con ese deber, que es uno de los principales mandamientos de la Iglesia». 89 En el ámbito de la salud también podemos constatar la misma voluntad de acompañar las políticas sociales de socorro: «Las conferencias hacen visitas con los médicos, sus miembros activos, a los enfermos de las familias adoptadas y pagan además a todas ellas los remedios». 90 En el informe de julio 1860 dice Llavallol: Muy crecido ha sido el número de enfermos en la rigurosa estación presente. Les hemos proporcionado siempre la visita del médico y las medicinas. A los señores facultativos, que sin pertenecer a nuestra sociedad, habían tenido la bondad de ofrecerse espontáneamente a prestar gratuitamente sus servicios a nuestros pobres, se han agregado cuatro más. 91

Las conferencias no sólo buscaron facilitar el acceso de los servicios que la Municipalidad ofrecía en educación y en salud, sino que sus miembros también optaron por intervenir en la administración de las instituciones públicas. Y esto de una manera explícita, como le informó en septiembre de 1859 Felipe Lavallol a Aldofo Baudon, presidente de la Sociedad San Vicente de Paul: […] tres miembros de nuestra sociedad han sido nombrados por la Municipalidad para proponer las reformas que deban hacerse en el reglamento de aquel hospital [Hospital de Hombres] con motivo de la presencia de las Hermanas. Uno de ellos es el secretario de nuestro Consejo [se trata de Frías] y como el mismo hace parte de una Comisión nombrada por el gobierno para indicar las mejoras de que sean susceptibles los establecimientos de Beneficencia, encomendadas a una asociación de las principales señoras del país, me tomo la libertad de rogar a usted tenga la bondad de enviarnos los mejores reglamentos sobre hospitales, hospicios, enfants trouvés, asile d’alienés, dépôts de mendicité, [subrayado en el original], casas de huérfanos, prisiones de mujeres y hombres, casas de corrección, etc. Poseemos la preciosa obra titulada Annales de la   «Tableau statistique de 2 conférences de Buenos Aires. Diocese de Buenos Aires, Province de la Conféderation Argentine, Année 185», en Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris). Institutions Agrégations. Argentine. 89   Informe publicado en La Religión, 28/07/1860, n.º 36. 90   «Tableau statistique de 2 conférences de Buenos Aires. Diocese de Buenos Aires, Province de la Conféderation Argentine, Année 1859», en Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris). Institutions Agrégations. Argentine. 91   La Religión, n.º 36, 28/07/1860. 88



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Charité [subrayado en el original], pero por lo que hace a los detalles del régimen interno de los establecimientos de beneficencia y obras de caridad, es preciso conocer los reglamentos, y como creo que le será a usted fácil conseguirlos sin gasto alguno, le ruego tenga la bondad de enviármelos por conducto de nuestro encargado de negocios, el señor doctor Mariano Balcarce. 92

No olvidemos tampoco que la circulación de modelos de beneficencia pública que implicaron una laicización del área de la caridad pasó aquí por las redes del incipiente laicado. Las autoridades públicas, y en primer lugar las autoridades municipales, no mostraron mayores resistencias a la colaboración propuesta por las asociaciones particulares, aunque podemos notar, a través de los archivos, momentos de mayores o menores tensiones entre los miembros de las conferencias y los concejiles. Los inicios, como lo indicaron los propios vicentinos, fueron excelentes, puesto que la situación se vio favorecida porque el gobernador del Estado de Buenos Aires, Felipe Lavallol, era miembro de las conferencias. A partir de los años sesenta podemos encontrar varias referencias a tensiones con los poderes públicos debido a que los vicentinos intentaban preservar dentro de la beneficencia pública un espacio para la caridad cristiana garantizada por ellos. Encontramos un caso interesante en los debates que precedieron al voto de la ley de Municipalidad de 1865. El senador Gabriel Fuentes, cura de la parroquia de San Miguel y sólido apoyo de los vicentinos, se opuso a la creación de médicos municipales para la asistencia de los pobres: «Los médicos los asisten generosamente; en mi parroquia, donde estoy conducido por las obligaciones de mi ministerio, hay siempre en la cabecera de un pobre un médico que lo atiende; de manera que la creación de estos médicos es innecesaria, y por eso he de votar en contra». El senador Emilio Agrelo respondió utilizando el siguiente argumento contra Fuentes: Si en el cumplimiento de su ministerio ha visto que los médicos asisten al pobre, quiere decir que es porque hay necesidad de esos médicos; luego, ¿por qué no puede pagarse cuatro o seis médicos que estén consagrados precisamente para el alivio de los pobres, lo mismo que las boticas? Porque si el señor Senador encuentra algunos médicos caritativos que quieran asistir a los pobres, puede que no los encuentre otras veces, y entonces el médico rentado vendrá a asistir al médico en el lecho del dolor. 93   Carta de Felipe Llavallol, presidente del Consejo Particular, a Adolfo Baudon, presidente de la Sociedad SVP, Buenos Aires, 26/09/1859, en Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris). Institutions Agrégations. Argentine. 93   Cámara de senadores, sesión del 31 de octubre de 1865 en Honorable Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires, Recopilación de los debates de leyes orgánicas municipales y sus textos definitivos, t. I, 1821-1876, Buenos Aires, 1938, 192. 92

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Vemos así expuestas dos concepciones del socorro y dos fundamentaciones diferentes del vínculo social sobre el cual se sustentaba la protección social: una hace referencia al acto generoso de compasión que vincula dos personas —el que da y el que recibe—, el otro, una oferta de protección que implica a los poderes públicos. Pese a las aspiraciones del poder público de garantizar y controlar el área de la Beneficencia en el terreno del socorro, de las que da muestra la argumentación de Agrelo, se continuó recurriendo al servicio que ofrecían las asociaciones particulares y, entre ellas, a las provenientes del incipiente laicado, tanto por falta de recursos como por temor de transformar el socorro en caridad legal. Pero éstas intervenían sobre todo en establecimientos públicos de beneficencia, construyendo un complejo entramado institucional. Es difícil discernir los objetivos más claramente sociales de la acción del laicado en respuesta a la cuestión social dentro de la intrincada combinación de prácticas caritativas tradicionales y nuevos objetivos religiosos —re-cristianizar a la sociedad y mantener viva la fe católica entre la clase dirigente—. Podemos, sin embargo, notar ciertas evoluciones en el discurso de los vicentistas entre los primeros escritos y aquellos posteriores a las crisis epidémicas. En la pluma del mismo Llavallol, una década más tarde, podemos leer: La moralización del pueblo por el pueblo mismo es el problema social que llegarían a resolver las Conferencias con tanto beneficio entonces para el que lo hace como para el que lo recibe […], es preciso entonces difundir las sanas ideas en la morada del pobre, es preciso luchar con la ignorancia, la imprevisión y el vicio; es preciso estimular al indigente para que salga de su postración y abatimiento; para que tome amor al trabajo, para que se liberte de una difícil posición en que fatalmente se encuentra colocado; es preciso en fin dar una buena dirección a la familia desvalida por medio del buen consejo y del mejor ejemplo. 94

El horizonte de la acción caritativa se formuló más nítidamente en términos de beneficios sociales y estuvo claramente orientado hacia el trabajador indigente. Es incluso posible inducir un cambio en la filosofía general de las conferencias, originariamente destinadas a «hacer el bien a unos pocos» y que, a partir de ese momento, comenzó a apuntar al «bien público». 95   Carta de Llavallol a Adolfo Baudon, fechada en Buenos Aires el 11/03/68, en Archivo de la Sociedad San Vicente de Paul (Paris). Institutions Agregations. Argentine. 95   En una carta a Falconnet, fechada el 21 de julio de 1834, Ozanam dijo al respecto: «Nous sommes trop jeunes pour intervenir dans la lutte sociale. Resterons-nous donc inertes au milieu du monde qui souffre et qui gémit ? Non, il nous est ouvert une voie préparatoire: avant de faire le bien public, nous pouvons essayer de faire le bien de 94



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Es pues un deber y una conveniencia noble y legítima trabajar por el bien de la sociedad en que se vive; moralizar las clases desvalidas del pueblo, socorrer el infortunio, proteger al huérfano y al anciano que no puede bastarse a si propio y sobre todo difundir la moral del Evangelio fuente de todo bien y de todo orden social como decíamos antes. El espíritu de asociación en el orden material ha hecho maravillosos progresos que admira asombrado el presente siglo. El espíritu de asociación en el orden moral, ha hecho y puede hacerlos mucho mayores, por que nada sólido podrá fundarse si carece el hombre de conciencia moral que inspira el cumplimento de los múltiples deberes que pesan sobre él. 96

Frente a los nuevos problemas planteados —en este caso las diferentes epidemias que habían azotado la ciudad de Buenos Aires— se consolidó la idea de la necesidad de movilización del laicado a través de las asociaciones destinadas a dar respuestas globales a la cuestión social. Estas mutaciones tuvieron un gran impulso de las instituciones con la doctrina social de la Iglesia consagrada por la encíclica Rerum Novarum, como se verá en un próximo capítulo. A partir de entonces veremos desarrollarse nuevas formas asociativas que, como los Círculos Obreros, estaban destinadas a proteger a la clase trabajadora, dando cuenta de la emergencia de un catolicismo social en la región. 97 Pero el desarrollo de las Conferencias de San Vicente de Paul nos muestra un interés social y una movilización temprana de los sectores católicos, en torno al desarrollo de nuevas asociaciones de implantación mayoritariamente urbana; estos colaboran con las instituciones municipales y se encuentran mucho menos enfrentados a los liberales de lo que hacen pensar los discursos que van a formularse en los momentos de auge del catolicismo social. ¿Cuán significativa fue esta temprana movilización del laicado? Las conferencias tuvieron un rápido desarrollo en sus primeros años de implantación en la ciudad de Buenos Aires. De las dos primeras en 1859 quelques-uns; avant de régénérer la France, nous pouvons soulager quelques-uns de ses pauvres. Aussi je voudrais que tous les jeunes gens de tête et de cœur s’unissent pour quelque œuvre charitable, et qu’il se formât pour tout le pays une vasa association généreuse pour le soulagement des classes populaires». Durosselle, 1951, 167. 96   Sociedad de San Vicente de Paul. Junta General de las Conferencias de Buenos Aires celebrada el 8 de diciembre de 1871, Imp. y librería de Mayo, Buenos Aires, 1871, 20. 97   Auzá, en su trabajo sobre corrientes sociales del catolicismo argentino, parte de la década del ochenta. Héctor Recalde remonta un poco en el tiempo, considerando que «desde mediados de la década del setenta del siglo xix, la Iglesia argentina manifestó su preocupación por los conflictos sociales emergentes de la industrialización, anticipándose considerablemente a la aparición de estos problemas en nuestro país». Auza, 1984, 398; Recalde, 1985, 19.

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—la de «San Ignacio», a la que pertenece Félix Frías, junto con Vicente Letamendi y Pablo Font, y la de «La Merced», que cuenta entre sus autoridades con Basilio Salas, Luis Amadeo, Eduardo Carranza y Ezequiel Ramos Mejía— la ciudad de Buenos Aires pasó a contar con cuatro en el año 1862 y, posteriormente, logró crear otras en zona rural y en las ciudades del interior. Sin embargo, el número de socios no superó los cien en 1862, cuando ya eran 82 durante el primer año de instalación. Esto hace suponer que la creación de las nuevas conferencias se hizo mayoritariamente sobre la base de una redistribución de los primeros socios en diferentes conferencias. 98 Si bien la participación era aún discreta (sobre todo comparada con la masonería que para el mismo pe­ ríodo había logrado reclutar en el mismo sector social alrededor de novecientos miembros), no dejaba de representar una significativa movilización temprana del sector católico. 99 Para 1864, las Conferencias ya se habían desarrollado en el interior. Según las informaciones que trasmitió Llavallol a Baudon, éstas fueron once (cuatro en la capital y una en San José de Flores, San Nicolás de los Arroyos, Paraná, Santa Fe, Córdoba, Catamarca y Mendoza). 100 No es sorprendente descubrir que la conferencia más dinámica fue la de Córdoba, con 80 miembros y diez aspirantes. 101 En 1868 el total de miembros alcanzó las 425 personas, 310 activos, 68 honorarios y 45 aspirantes. 102 Pero la expansión fue relativamente lenta hasta que el desarrollo de las conferencias de Señoras de San Vicente de Paul marcó un segundo momento del movimiento, centrado a partir de entonces en la acción caritativa de las mujeres. 103 Las Conferencias de San Vicente de Paul intervinieron de manera indirecta en las instituciones de beneficencia pública a través de la mediación que establecieron con las congregaciones religiosas abocadas al socorro de los pobres, las cuales tuvieron una gran expansión en el siglo  �������������������������������������������������������������������������������� En 1861 estas conferencias asistían a 183 familias, que representaban 598 personas. Les otorgaban alimentación diaria, vestimenta y recursos financieros en caso de necesidad. «Relación de los trabajos», en Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris). Institutions Agrégations. Argentine. ���������� 99  ������������������������������������������������������������ Para el desarrollo de la masonería en estos momentos, véase González Bernaldo de Quirós, 2008. ����� 100  ��������������������������������������������������������������������� Carta de Llavallol a Adolfo Baudon, fechada en Buenos Aires, 9/9/64. Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris). Institutions Agrégations. Argentine. ���������� 101   Carta de Llavallol a Adolfo Baudon, fechada en Buenos Aires el 11/01/66. Sobre la importancia del sector católico en el diseño de las políticas sociales en Córdoba, véase Moreyra, 2009. 102  ���������������������������������������������������������������� Carta de Llavallol a Adolfo Baudon, Buenos Aires el 13/10/1870. Archivos de la Société Saint Vincent de Paul (Paris). Institutions Agrégations. Argentine. 103   Mead, 2001, 91-119. 98



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Entre ellas debemos mencionar a las «Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul», que representaron poco a poco un papel central entre las instituciones de beneficencia pública. Las primeras Hijas de la Caridad llegaron a Buenos Aires en 1859, gracias a la presión política que ejercieron los vicentinos para introducirlas en la administración de los establecimientos hospitalarios. Esta congregación de «hermanas enfermeras» fue creada en el siglo xvii en Francia por Vicente de Paul y Louise de Marrillac para abocarse enteramente al servicio de los pobres y enfermos. De un desarrollo desigual en el siglo xviii, la congregación tuvo en el siglo xix un impulso considerable tanto en Francia como en el mundo, al ritmo de la toma de conciencia pública de la necesidad de garantizar funciones de socorro a ciertas categorías de la población particularmente vulnerables. 104 La actividad congregacionista se definió como una acción al servicio de la sociedad impartida a través de actividades caritativas tradicionales. En respuesta a las nuevas necesidades de socorro, las hermanas proponían sus servicios, que formalizaron a través de contratos con instituciones públicas. Así, la expansión de esta congregación en Europa y en el mundo puede ser considerada como un indicio de la toma de conciencia de la existencia de la cuestión social que interpeló a los poderes públicos y a la voluntad de éstos de dar al problema una respuesta institucional. Más que presentar una alternativa al servicio público, las Hijas de la Caridad tendieron a acompañar las políticas de gobierno destinadas a la instalación de nuevos servicios públicos de salud, de educación y de asistencia social. Las primeras hermanas llegaron a América Latina a mediados del siglo xix, primero a México, en 1844, luego a los países del Cono Sur en la década del cincuenta, y se encontraban ya en prácticamente todos los países de América Latina en los años ochenta. La cronología de su implantación permitiría dar cuenta de la secuencia en el establecimiento de nuevos servicios públicos de socorro en Hispanoamérica. 105 Hay que señalar que si la Argentina no fue uno de los primeros países que firmaron contrato con las Hermanas, fue sin embargo el segundo país de América Latina, luego del Perú, en acoger el mayor número de hermanas de la caridad hasta fines del siglo xix, con un total de 120 hermanas misioneras instaladas en el territorio de la República. Con una implantación más temprana México había recibido sólo 29, Ecuador 57 y Chile 107. 106 Fueron los vicentinos quienes intermediaron en 1859 para que la Municipalidad de Buenos Aires firmase un contrato con el superior de   Langlois, 1984, 771.   Arnaudeau, 1997. 106   Arnaudeau, 1997, IX, tabla 2. 104 105

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los padres lazaristas, en virtud del cual dos misioneros lazaristas y diez Hijas de la Caridad debían trasladarse a Buenos Aires para ocuparse de obras hospitalarias. 107 Según el relato de los padres lazaristas, la iniciativa provino del consejero municipal Gabriel Fuentes, entonces vicepresidente de la Municipalidad. Por intermedio de Balcarce, encargado de negocios del Estado de Buenos Aires en París, aquél firmó un contrato que estipulaba que las Hijas de la Caridad debían tomar la dirección del Hospital General de Hombres. De ese modo, se confió a la congregación todo lo referido al buen orden, policía y moralidad del establecimiento, «con todas las garantías de libertad de acción». 108 Poco tiempo después de que se hicieran cargo de la administración del establecimiento, las hermanas exigieron la redacción de un nuevo reglamento que les diese libertad de acción en la administración del establecimiento. Ante ciertas reticencias municipales, se llegó a un primer acuerdo que implicaba la supresión del cargo de empleado superior, así como el de administrador y el de farmacéutico. El acuerdo generó un abierto conflicto entre el administrador y las hermanas que la prensa de Buenos Aires no tardó en hacer público. Las hermanas y los padres lazaristas buscaron entonces el apoyo del obispo Escalada y de Felipe Llavallol. 109 Esto no bastó para acallar la oposición de muchos a reconocer una existencia legal a la congregación, lo que explica el rechazo del gobierno al proyecto de creación de un orfanato que las hijas de la caridad proyectaban. Finalmente, las necesidades imperiosas de disponer de un servicio hospitalario a bajo coste fueron las que incitaron al gobierno a revisar la situación de las hermanas en 1861, cuando éstas prestaron una valiosa ayuda hospitalaria durante la guerra que estalló entre al Estado de Buenos Aires y la Confederación. 110 El gobierno del Estado de Buenos Ai  «Lettre de M. Réveillère, supérieur de la maison de Saint-Vincent, à Buenos Aires, à M.N..., Missionnaires à Paris, 4 mai 1874», Annales de la Congrégation de la Mission ou Recueil de lettres édifiantes écrites par les prêtres de cette congrégation et par les filles de la Charité, Librairie Firmin Didot frères, Imprimeurs de l’institut t. xxxix, n.º 1, Paris, 1874. 108   El contrato obligaba igualmente a la Municipalidad a proveer de una casa a las hermanas, una Iglesia o capilla pública para los dos padres lazaristas y honorarios de 1.200 francos anuales.��������������������������������������������������������������� «Lettre de M. Réveillère, supérieur de la maison de Saint-Vincent, à Buenos-Ayres, à M.N..., Missionnaires à Paris, 16 mai 1874» en Annales de la Congrégation. Tome XXXIX, Paris, 1874 109   «Lettre de M. Réveillère, supérieur de la maison de Saint-Vincent, à BuenosAyres, à M.N..., Missionnaires à Paris, 16 mai 1874», Annales de la Congrégation…, cit. 110   Según el relato de los padres lazaristas, la ayuda brindada entonces por las hermanas les hizo ganar la amplia simpatía de la población porteña: «Cet acte de dévoue107



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res decidió entonces reconocer y ampliar la intervención de aquéllas en las instituciones de beneficencia públicas. No sólo les asignó la administración del Hospital de Mujeres, sino que también las asoció a la educación de las niñas. Posteriormente, las hermanas se hicieron cargo de la administración del Asilo de los Mendigos. Este inesperado favor del gobierno con que contaron las hermanas les permitió crear, en 1863, su casa central, que se destinó a la educación de las niñas; este proyecto fue subvencionado por algunas familias porteñas, como los Estrada y los Anchorena. 111 En 1865, según la información trasmitida desde Buenos Aires al Superior en París, las Hijas de la Caridad estuvieron presentes en cuatro hospitales —Hospital General de Hombres, Hospital General de Mujeres, Hospital Francés y Hospital Español—, tuvieron bajo su responsabilidad la educación de cuatrocientas niñas —habían creado un pensionado en la Casa Central— y sumaron en total cuarenta hermanas. 112 La popularidad de las hermanas creció con la valiosa ayuda que prestaron a las autoridades durante la Guerra del Paraguay. Entonces, según el relato de los padres Lazaristas y de las propias hermanas, el ejército argentino las reclamó para hacerse cargo del servicio de ambulancias y para hacer frente a la epidemia de cólera que estalló en los campamentos militares. 113 En 1868 vuelven a intervenir durante la epidemia de cólera que azotó Buenos Aires, y luego durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871, que costará la vida a seis hermanas. 114 La repentina devoción que, como señala perspicazmente una de las hermanas, despertó, al ritmo de las secuencias epidémicas, en la población de Buenos Aires, la proximidad de la muerte, junto con el abnegado socorro que las hermanas prestaron a una población exhausta hizo que fueran particularmente populares entre los porteños. 115 Sin embargo, el conment de la part des Sœurs leur concilia les sympathies de tous; les services qu’elles rendirent furent accueillis avec enthousiasme, et ceux même qui auraient vu leur départ avec plaisir quelques mois auparavant, ne savaient comment leur témoigner leur admiration et leur respect», «Lettre de M. Réveillère, supérieur de la maison de Saint-Vincent, à Buenos-Ayres, à M.N..., Missionnaires à Paris, 16 mai 1874», Annales de la Congrégation… cit. 111   «Lettre de M. Réveillère, supérieur de la maison de Saint-Vincent, à BuenosAyres, à M.N..., Missionaires à Paris, 16 mai 1874», Annales de la Congrégation… cit. 112   Annales de la Congrégation, t. XXXI, Paris, 1866. 113   Histoire et statistique des Maisons de la Compagnie des Filles de la Charité dans les Provinces de nos missions Etrangères en Arnaudeau, 1997. 114   Annales de la Congrégation… cit. 115   «Lettre de la Sœur Marguerite Tamanhan à la Sœur N à Paris, maison-centrale de la Providence, 10/10/1867», en Annales de la Congrégation, 1866, t. XXXII.

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senso no era total y durante todo este período se manifiestan voces disidentes respecto de la conveniencia de dejar a las instituciones públicas de salud y de educación en manos de congregaciones religiosas, ya que requerían una tecnicidad y una apertura de espíritu que muchos sospechaban carentes en las pías hermanas. No es sorprendente descubrir a los masones en primera fila de los críticos de la pertinencia de este tipo de colaboración. Pero algunos médicos también denunciaron el arcaísmo de ciertas prácticas conventuales aplicadas en establecimientos hospitalarios. En el testimonio sobre su experiencia en el Hospital de Mujeres, el doctor Emilio Coni no escatimó críticas: Mi ingénita independencia de carácter no se avenía con las prácticas de la disciplina conventual de las hermanas. Entre otros incidentes, que sería largo enumerar, puedo citar mi protesta enérgica contra el hecho inaudito de que a las desgraciadas menores detenidas se las hiciese dormir debajo de las camas de las enfermas, instando cada noche sus colchones sobre el frío y húmedo embaldosado de las salas. Cuántos reumatismos y neumonías no tenían por causa esa crueldad. Jamás pude explicarme que la Sociedad de Beneficencia tolerara semejante inhumanidad y los médicos de hospital, unos por debilidad de carácter, otros por no chocar con las hermanas y la misma Sociedad de Beneficencia, consentían en silencio semejante estado de cosas. 116

Contribuyeron a la inusitada tolerancia la popularidad de las hermanas, sus sólidos apoyos en el incipiente laicado y, tanto o más que todo ello, la oferta de servicios a bajo coste, argumento imparable para los poderes públicos, incluso para aquellos que denunciaban el fanatismo de las hermanas. La política favorable al nuevo asociacionismo del laicado y a la reintegración de miembros de las congregaciones religiosas al campo hospitalario no impidieron que la dirigencia porteña apoyara y fomentara otras iniciativas provenientes de asociaciones que no sólo no se inscribían dentro de la misma finalidad caritativa, sino que podían incluso presentarse como antagónicas. Así fue como el gobierno del Estado de Buenos Aires apoyó diversos proyectos propulsados por la masonería. Como la Sociedad San Vicente de Paul, la masonería utilizó su sólida y extendida estructura organizativa para proponer ciertos servicios públicos destinados a socorrer a pobres y a desvalidos. A la celebrada fraternidad entre masones, que hacía cumplir a las logias funciones similares a las de una sociedad de ayuda mutua, se sumó el fuerte designio filantrópico que caracterizó a esta asociación filosófico-esoté  Coni, 1918, 82-83.

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rica. Su filantropía se materializó en momentos puntuales: durante la epidemia de fiebre amarilla del 57-58, durante el terremoto en Mendoza en 1861 o, posteriormente, durante la epidemia de fiebre amarilla en 1871. En estas circunstancias las logias organizaron una comisión de masones para inspeccionar a los enfermos y aportarles ayuda material con el fruto de la filantropía masónica. Además de esas acciones puntuales, la masonería tomó varias iniciativas en materia de creación de instituciones filantrópicas. La primera fue la fundación de un establecimiento para la educación de ciegos, sordos y mudos. El proyecto nació en agosto de 1857 en la logia Regeneración, y fue promovido por su venerable, Esteban Señorans, y por su orador Alejandro Pesce, inmigrante italiano y activo masón que jugó un papel importante en el conflicto que poco después se desató entre la Iglesia y la masonería. 117 En octubre del mismo año, un decreto del gobierno del Estado de Buenos Aires, firmado por Alsina y su ministro de gobierno José Barros Pazos, ordenó «proteger y fomentar establecimientos tan útiles a la sociedad, a fin de contribuir con ellos a sacar de su deplorable estado a los desgraciados que se encuentran privados de medios de comunicación». Para ello otorgó una subvención de mil pesos mensuales al Instituto y puso como condición que éste diera educación gratuita a todo sordomudo que se le remitiera, ya fuera de la ciudad o de cualquier punto de la campaña. 118 El Instituto abrió sus puertas en noviembre de 1858 bajo la dirección del masón Mariano Billinghurst y se mantuvo gracias a los fondos recaudados por la logia Regeneración y a la subvención del gobierno. El diario católico El Orden no manifestó entonces oposición pública a la creación de esta institución. 119 El conflicto entre las autoridades eclesiásticas y ciertos sectores católicos se desató unos meses más tarde,   Logia Regeneración, tenida del 19/8/57. AGLA, Libro de Actas 1857-1860: caja n.º 36. Esta logia adoptó una política abiertamente combativa contra las Conferencias de San Vicente de Paul. Durante las elecciones municipales de 1861 movilizó a los masones contra los candidatos vicentinos. González Bernaldo de Quirós, 2007. Sobre el conflicto entre la Iglesia y la masonería que se desató en Buenos Aires a partir de la publicación de la carta pastoral del Obispo Escalada en 1857 —pero que había tenido sus prolegómenos en Montevideo en 1855 con el público enfrentamiento entre el delegado apostólico y Salvador Tort, ministro secretario de Estado y venerable de la logia Les Amis de la Patrie—, véase nuestro trabajo «Masonería y Nación: la construcción masónica de una memoria histórica nacional», Historia, n.º 25, Pontifica Universidad Católica de Chile, 1990, 81-101. 118   Registro Oficial del Estado de Buenos Aires, Acuerdo del 24/10/57. Se hizo público en el diario La Reforma Pacífica del 28/10/1857. 119   El Orden, 25/11/58. 117

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en torno a una segunda realización filantrópica de las logias y a la creación de un Asilo para Mendigos, institución que analizaremos en el próximo apartado. Todas estas iniciativas nos hablan de la importancia que el gobierno otorgó en esos momentos al socorro a los pobres, enfermos y desvalidos, así como de su reticencia a dar a la Beneficencia una forma exclusivamente administrativa. Esto se explica, a nuestro entender, por la confluencia de dos factores: por un lado, por la especificidad del problema que el servicio público de beneficencia planteaba a los gobiernos nacidos del constitucionalismo liberal. Recordemos que el liberalismo solamente sanciona en el derecho positivo el deber de todo individuo de no perjudicar al prójimo con sus acciones y de no usurpar los derechos ajenos; no existe en el derecho positivo una sanción legal del deber de abnegación, de fraternidad o de caridad. La idea de un derecho de asistencia que puede exigirse al Estado es refractaria a la lógica jurídica liberal. 120 Ello no supone un desinterés por el problema específico al que la beneficencia buscaba dar solución, sino su inscripción dentro de las obligaciones morales, a las que una sanción jurídica quitaría todo sentido social. 121 Esto ubicó el problema de la asistencia en una esfera que, aun siendo política y social, definió un modo de gobierno de los hombres que no podía tomar forma de administración burocrática, pues se destruiría la función social del deber moral de beneficencia como vínculo social. Por otro lado, el segundo factor se vincula con las características de la sociedad rioplatense post-colonial, una sociedad que, como ya lo señaló Tulio Halperín Donghi, se encontraba mucho menos transformada que sus instituciones pero que al mismo tiempo experimentaba una «explosión asociativa» que ofrecía nuevas expresiones y modalidades de acción social. La Municipalidad de Buenos Aires se vio de este modo en la necesidad de reconocer la función social y política que estos actores reclamaban, más aún teniendo en cuenta que éstos ofrecían un servicio público que permitía hacer funcionar las instituciones de Beneficencia a bajo coste garantizando un mínimo de protección social para ciertos sectores y manteniendo vivo ese vínculo social fundado sobre deber moral de socorro. El caso del Asilo de Mendigos nos brinda un excelente ejemplo de cómo se articulaba el servicio público con las iniciativas caritativas privadas en el campo de la Beneficencia, y de cómo se fue definiendo el 120   Eduardo Zimmermann tiene razón al señalar la ruptura que introdujo en este punto el discurso reformista liberal de finales del siglo xix. Zimmermann, 1995. Sobre esta cuestión véase igualmente Suriano, 2000. 121   Para este problema, véase Ewald, 1986.



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perfil de aquellos a quienes se destinaban los socorros públicos como respuesta a la cuestión social que planteaba la pobreza. 3. El Asilo de los Mendigos como primera institución comunal de servicio público de Beneficencia Originalmente todos los establecimientos de beneficencia, incluyendo los hospitales, fueron concebidos como establecimientos destinados a acoger a los pobres. De ahí su escasa especialización y tecnicidad. Vimos como, a partir de la creación de la Municipalidad, comenzaron a introducirse ciertas especializaciones en los establecimientos, aunque persistiera la confusión entre la función médica, la represiva y la asistencial. Los hospitales seguían sirviendo de asilos de crónicos y ancianos pobres, y las instituciones de reclusión para díscolos y enfermos mentales (Coni recuerda que en 1876 el Hospital de Mujeres acogía tanto a enfermas como a jóvenes delincuentes). 122 En este lento proceso de especialización dentro de la tradicional área del socorro vemos formularse, y luego concertarse institucionalmente, la necesidad de aportar una respuesta pública específica al problema de los mendigos. Este se expresó en aquel entonces como la necesidad de socorrer al pobre «merecedor», distinguiéndolo de la pobreza inmoral que generaban las conductas reprensibles como la vagancia y el alcoholismo. Para dar cuenta de estas transformaciones es necesario recordar los cambios operados en la noción de pobre. En la sociedad colonial el pobre era el necesitado, el menesteroso. El diccionario de autoridades agregó que pobre se utilizaba también para hablar ‘del mendigo que pide limosna de puerta a puerta’. A los menesterosos, que por su calidad y obligación, no podían pedir limosna, se los llamó pobres vergonzantes y a aquellos que voluntariamente se enajenaban de todo, pobres vo­ luntarios. 123 Pobre y mendigo eran nociones utilizadas frecuentemente como sinónimos, pero la mendicidad era entendida como un recurso vinculado a ciertos estamentos. En su tesis sobre la mendicidad, Luis A. Galli definía en 1899 al pobre como «aquel que no tiene sino estrictamente lo necesario, que no cuenta más que con sus brazos para vivir y cuya existencia precaria depende únicamente de su salud y trabajo que encuentra» distinguiéndolo claramente del mendigo, que «no es otra   Coni, 1918.   Diccionario de Autoridades, 1899, 304.

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cosa que el indigente, aquel que no tiene nada, y que encontrándose en imposibilidad de subsistir por sí mismo se ve forzado a recurrir a la caridad o a la Asistencia Pública». 124 Hacia fines del siglo xix pauperismo e indigencia están cautelosamente diferenciados por Galli; la Asistencia Pública está destinada al socorro de los segundos y el mutuo socorro al de los primeros. En su tesis el autor rechaza explícitamente la definición de mendigo como pobre que pide limosna porque quienes mendigaban lo hacían por «pereza voluntaria» y como producto de «una culpable especulación sobre la caridad pública». 125 Galli da cuenta así de la transformación de la noción de pobreza que se fue operando a lo largo del siglo xix y de la suspicacia que se ejercía hacia aquel que se abandonaba a la práctica de la mendicidad. En esta evolución el Asilo de Mendigos jugó un papel relevante. Cierto es que en época de Rivadavia un decreto del 28 de febrero de 1823 estableció la distinción entre «mendigos con dolo o sin él», entendiendo por mendigo fraudulento a «toda persona que por su estado físico puede trabajar en industria que le rinda el valor de su mantenimiento» o aquellos que, aunque por su estado de salud no pudiesen trabajar, «gocen de propiedad, pensión o protección de familia o amigos que le den lo suficiente». 126 Pero fue la creación del Asilo de Mendigos en 1857, junto con la ordenanza municipal que prohibió la mendicidad pública, lo que modificó sensiblemente la visión que la población urbana comenzó a tener sobre la mendicidad. Un artículo del diario La Religión de 1858 da cuenta de estas transformaciones cuando señala la contradicción de denominar Asilo para Mendigos al nuevo establecimiento cuando —recuerda el autor— la definición de la mendicidad era justamente la de pedir limosnas en la calles y lo que buscaba la institución recientemente creada era ofrecer una alternativa de socorro público a la mendicidad. 127 El proyecto de creación de un asilo a mediados del siglo xix se inscribió en un proceso de transformación del espacio urbano que acompañaba la identificación hecha por las elites porteñas entre progreso y civilización de las costumbres 128. Se intentó, como bien señaló el periódico La Religión, acabar con la mendicidad callejera. Los diarios dan cuenta de estas transformaciones en el zócalo de tolerancia de las elites frente al «espectáculo» que los mendigos ofrecían, reclamando a la Municipalidad —a quien la nueva ley municipal reconoció jurisdicción sobre este   Galli, 1899, 19.   Galli, 1899, 17. 126   Citado por Galli, 1899, 40. 127   «Otro nombre», La Religión, n.º 66, 13/11/1858. 128   González Bernaldo de Quirós, 2008. 124 125



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problema— una política al respecto. Volvemos a encontrar aquí la distinción entre verdadero mendigo, al que debía socorrerse por caridad y para evitar un espectáculo desagradable para la población, y falso mendigo, quien pretendía vivir de la caridad pública. Un ejemplo elocuente de este cambio en la mirada frente a una práctica ancestral nos lo brinda el católico Félix Frías en un texto sobre la vagancia publicado en La Religión en 1857. 129 Frente a la multiplicación de pobres pidiendo limosnas en las calles de la ciudad de Buenos Aires, Frías, quien deploraba esa situación, propuso las mismas soluciones represivas ampliamente ensayadas en la región. La vagancia era para Frías un delito, no sólo porque generaba todo tipo de conductas reprehensibles —la vagancia es la inexorable compañera del vicio— sino «porque ésta supone la voluntad constante de vivir a costa del prójimo». La mirada había cambiado, pues ahora se destacan los efectos que podía tener una conducta individual para la sociedad. 130 Desde las columnas de La Tribuna, los hermanos Varela fueron sensibilizando a la opinión sobre un problema que requería para ellos la creación de un Asilo que sirviera de instrumento para llevar a cabo la distinción entre el verdadero y el falso mendigo, «esforzándose las autoridades por proporcionar a los primeros un pedazo de techo que los cubra», dejando a los segundos en manos de la policía. 131 Retengamos por el momento que la idea de socorrer al mendigo no buscaba ofrecer una alternativa al mercado de trabajo sino, por el contrario, contar con un instrumento que evitara la propagación de la vagancia, criminalizando el recurso a la caridad pública. Si se trataba de responder a una «injusticia» ésta no remitía a la pobreza, sino a la impostura de los falsos pobres, lo que implicaba aprovecharse de los bienes ajenos. 132 Fueron las Damas de Beneficencia las primeras en proponer la creación de un asilo para los mendigos en Buenos Aires, considerando que el socorro al pobre se encontraba dentro de su área de incumbencia. Este proyecto, que había obtenido la aprobación del gobierno del Estado de Buenos Aires, encontró rápidamente resistencia en la flamante Munici  Frías, 8/8/1857, reproducido en Halperín Donghi, 1995, 158-161.   André Gueslin señala que la distinction entre falso y veradero pobre ya se encontraba en La Rochefoucauld-Liancourt, en su informe sobre extinción de la mendicidad presentado en tiempos de la Revolución y que fue difundida por el informe que presentó en 1850 en nombre de la Comisión de l’Assitance et de la Prévoyance publique. Gueslin, 1998, 112. 131   La Tribuna, 12/5/1855, 2, col. 3-4. 132   Lejos están estos actores de la teoría de John Rawls, que concibe a la pobreza como injusta tras cuestionar el concepto de justicia entendido como equidad. Rawls, 1997. 129 130

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palidad de Buenos Aires, que reclamaba el reconocimiento de sus prerrogativas en este terreno. A fin de frenar el proyecto de las señoras de la Sociedad de Beneficencia, la Municipalidad se negó a entregar el edificio —antiguo convento de los Recoletos— que había pasado a ser patrimonio de la comuna. Héctor Varela, quien había ingresado entre tanto a la masonería, movilizó a los hermanos de la logia Regeneración y a las autoridades del Gran Oriente Argentino para llevarlo a cabo. Según Varela, la comisión masónica constituida con ese fin, e integrada por Señorans, Alves Pinto, Billinghurst, Pinedo, Zinny, Cabrera y él mismo, fue acogida con entusiasmo por la Municipalidad. 133 El consejo municipal trató el asunto en la sesión ordinaria del 6 de julio de 1857, donde se leyó el proyecto de ofrecer el Convento de los Recoletos para el establecimiento del Asilo. Allí se estipuló que la comisión de masones, asociada con la comisión municipal de educación, quedaría nombrada para dirigir la obra, plantear el establecimiento y administrarlo. La resistencia de ciertos consejeros municipales no tardó sin embargo en manifestarse en torno a dos puntos. El primero, referido a las prerrogativas de la Municipalidad sobre las instituciones benéficas y asociado al temor de ver surgir una institución que escapara nuevamente a su control, posición que adoptó el médico Mauricio González Catán, miembro de la comisión de higiene. 134 El segundo residió en las reticencias de un sector de los miembros de la municipalidad a otorgar un espacio de acción benéfica a la masonería, sobre todo luego de estallar públicamente el conflicto con las autoridades eclesiásticas. La Municipalidad se encontró pues en una situación delicada, dado que uno de los tres miembros de la comisión de educación, de donde dependía el Asilo, no era otro que el cura párroco de San Miguel, Gabriel Fuentes, al que encontraremos defendiendo a los vicentinos y a las Hermanas de la Caridad en varias ocasiones. En los debates municipales, el vicepresidente de la Municipalidad, Rebollo, se opuso al proyecto aludiendo que suponía reconocer «una asociación desconocida legalmente por la Municipalidad y que obraba en el misterio». 135 A pesar de estas reticencias el pro  «Asilo de Mendigos», La Tribuna, 3/4/58, 2, col. 2.   Éste recuerda que se trataba de un antiguo proyecto de la Municipalidad —en realidad de un proyecto de la Sociedad de Beneficencia donde se proponía la creación de un hospicio para mendigos junto al hospital de dementes, que fue vetado por Sarmiento— y que «el pensamiento primitivo de la Municipalidad debía llevarse a efecto, pero tomando ella la parte activa que le correspondía». Finalmente se decidió formular un decreto presentando la creación del asilo como un proyecto municipal al que se asociaba una comisión filantrópica. Actas del Concejo Municipal, 26.ª sesión ordinaria, 6/7/57. 135   Actas del Concejo Municipal, 29.ª sesión ordinaria, 3/8/58. 133 134



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yecto fue aprobado gracias, entre otras cosas, al apoyo de varios consejeros municipales masones. Francisco Bilbao, desde las columnas del diario católico El Orden, celebró un acontecimiento que evidencia el despertar del espíritu de asociación en Buenos Aires: «Al lado de los poderes públicos, en armonía con la noble Municipalidad, vive y se desarrolla el culto moral y práctico de la religión universal del evangelio en hechos, de la fraternidad organizada». 136 He aquí un miembro de la masonería que se había caracterizado en su primera juventud por emprender una virulenta crítica a la Iglesia en Chile —el famoso panfleto La sociabilidad chilena—, escribiendo en las columnas de un periódico católico en defensa el principio de armonía entre espíritu de asociación y poderes públicos, y postulando la adecuación entre religión universal y fraternidad organizada. Si hoy tendemos a identificar cada uno de los postulados con diferentes regímenes del Estado de bienestar, una de las características de la temprana cuestión social residió en la convicción política y moral de que la solución pasaba por la armonía entre todas estas propuestas. El acto de inauguración, al que asistieron las autoridades del gobierno de Buenos Aires junto a los representantes de las logias, desató la ira de las autoridades eclesiásticas y de algunos católicos. Aparecieron condenas al apoyo del gobierno a la masonería en columnas de La Religión, se impugnó la utilidad pública de dicha iniciativa y se denunció la falsa caridad de los masones, considerando que «desde que se propagua la idea de que la caridad es independiente del catolicismo en un país católico, se desvirtúa la caridad y se ofende la religión. No hay otra moral que la de la Iglesia, ni otro Dios que el que nos enseñan a adorar en los altares». 137 Simultáneamente Félix Frías, desde las columnas del mismo periódico, comenzó a incitar a la población de Buenos Aires a que implantara las Conferencias de San Vicente de Paul como alternativa a la filantropía masónica. 138 El conflicto entre la comisión masónica y el consejo estalló poco tiempo después en torno a la rendición de cuentas a la Municipalidad. La comisión masónica había estimado que no estaba obligada a rendir cuentas de fondos propios. Ante la negativa de la Municipalidad a conceder esta autonomía a la administración del Asilo, la comisión renunció   «Asilo de Mendigos», El Orden, 9-10/8/1858.   «La caridad de los masones», La Religión, 30/10/58. Sobre la oposición entre caridad y filantropía véase González Leandri, 1984, 251-258. 138   Fue por ello que, aunque los primeros artículos de Frías sobre la Sociedad de San Vicente de Paul eran de 1854, la iniciativa tomó recién en ese momento una dimensión política clara: combatir el avance de la masonería en el campo de la caridad. 136 137

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e hizo entrega del establecimiento. Una vez que el Asilo quedó en manos de la Municipalidad, los problemas no tardaron en presentarse. El principal residió en encontrar fuentes de financiamiento para que sus gastos no presionaran sobre los ya escasos recursos de la comuna. A pesar de que el edificio era propiedad municipal (lo que liberaba a la institución de enfrentar los elevados alquileres de Buenos Aires), quedaba el problema del pago del administrador y del mantenimiento de los asilados. Para ello la comisión municipal que quedó a cargo del Asilo nombró comisiones de vecinos encargados de la recaudación de fondos entre las principales familias de la ciudad. 139 Los resultados fueron de­ salentadores y la Municipalidad pudo ver con pesar que las simpatías invocadas para sostenerlo empiezan a ser menos explícitas en su manifestación pública, como lo comprueba el resultado de la suscripción correspondiente al mes de junio. En efecto, muchas de las personas piadosas que prestaron su ofrenda al Asilo la han retirado, ni se advierte esa propensión calorosa a favorecer una institución saludada en su origen con el voto y la esperanza de los corazones sensibles. 140

Tal acusación fue rebatida desde el diario La Tribuna, donde se presentó a la administración municipal como la responsable del fracaso de la empresa. Para el periódico, la desafección de la población por el proyecto municipal era el resultado de la escasa utilidad de la empresa, pues los mendigos seguían en la vía pública y la Municipalidad no había siquiera logrado hacer respetar la ordenanza de 1858, que prohibía la mendicidad en las calles. 141 Ante la crítica situación económica se redujo el personal del Asilo, se suprimieron las gratificaciones otorgadas a los asilados por sus servicios y se disminuyó el sueldo del Administrador a la mitad. 142 Antonio Pillado, luego de protestar ante tales medidas, renunció a su cargo de administrador en agosto 1859, señalando que «en conferencia con varios sacerdotes», éstos «le habían manifestado su deseo de hacerse cargo de la administración de aquel establecimiento sin exigir ninguna retribución y sujetándose en todo a las prescripciones de la Municipalidad». Recordó también que «la mayoría de la comisión encargada del asilo estaba conforme con esta idea porque conocía la necesidad de moralizar   El Orden, 19/11/58, 2, col. 5.   Nota de la Municipalidad publicada en La Tribuna 3/8/59. 141   La Tribuna, 6/8/59, 15/9/59, 28/12/59. 142   El sueldo pasó de 3.000 pesos a 1.500. Actas de la Municipalidad, 31.ª sesión ordinaria del Consejo Municipal 13/8/1859. 139 140



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aquel establecimiento y que nada más a propósito que la acción religiosa del sacerdote en aquel hogar de Beneficencia». 143 La propuesta fue aceptada, pero no por ello se resolvió completamente el problema, ya que era necesario disponer de un mínimo de ingresos para hacer frente a los gastos diarios de mantenimiento. Ante tal situación, a lo que se sumó la negativa de la legislatura provincial a otorgar fondos extraordinarios para el sostén del Asilo 144, la Municipalidad optó por cambiar de estrategia. Constituyó una comisión encargada de la administración y de la recaudación de fondos para el mantenimiento del Asilo, en la que aparecieron nuevamente los masones y, con ellos, ciertos miembros de las Conferencias de San Vicente de Paul. 145 Se puede pensar que la presión ejercida por los miembros masones del Concejo municipal para reintroducir a los suyos en la administración del Asilo no fue ajena a esta decisión. Pero si el consejo municipal cedió finalmente, fue porque encontró en esa alternativa una solución viable al problema de financiamiento de la institución. La población parecía responder más favorablemente a las demandas formuladas a través de esos actores filantrópicos-caritativos (que podían contribuir con sus amplias redes asociativas), que a las suscripciones organizadas por la Municipalidad. Y esto probablemente porque esas asociaciones difundían un nuevo discurso sobre la utilidad social de la Beneficencia, más idóneo para apiadar a los ricos habitantes de Buenos Aires que las iniciativas tomadas desde la administración. Si así pareció aportarse una solución en lo inmediato, en el largo plazo los problemas financieros persistieron. En 1865, el presidente del Asilo de los Mendigos se vio obligado, frente al déficit que enfrentaba la institución, a reclamar al presidente de la Municipalidad, Lorenzo Torres, los cinco mil pesos que la Municipalidad daba por mes al asilo. 146 En 1868, las actas municipales dejaron testimonio de las condiciones críticas por las que atravesaba el Asilo, agravadas por un contexto epidémico al que debía hacer frente la Municipalidad. 147 Las   Actas de la Municipalidad, 31.ª sesión ordinaria del 13/8/59.   Memorias de la Municipalidad, 1859. 145   La comisión estaba compuesta por N. Fernández, Roque Pérez, Ramos Mejías, Frías, Billinghurst, Anchorena y Bernardo de Irigoyen. Roque Pérez, Billinghurst e Irigoyen fueron prominentes masones, y Ramos Mejía y Frías miembros de las conferencias de San Vicente de Paul. 146   Archivo de la Municipalidad de Buenos Aires, legajo 165-5, Salud Pública. 147   Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1867, Publicación ordenada por el Presidente del Concejo Deliberante Dr. Carlos M. Coll, Buenos Aires, 1911. 143 144

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críticas a la condición deplorable de los asilados se hicieron públicas. 148 Un año más tarde las mismas autoridades reconocieron dificultades insalvables para hacer frente al costo del Asilo y propusieron que se «mande buscar a Europa cuatro Hermanas de Caridad para que se hagan cargo del asilo de los mendigos». 149 La propuesta dio lugar a un vivo debate en el que volvió a presentarse la misma disyuntiva que había conocido la Municipalidad respecto a la instrucción de las Hijas de la Caridad en la administración del Hospital General de Hombres. Las primeras reticencias se transformaron en franca hostilidad para algunos concejales cuando se leyó la exigencia de las Hermanas de nombrar a uno de los tres miembros de la Comisión directiva del Asilo. El higienista Luis Tamini, amigo personal de Guillermo Rawson, se opuso a la concesión «no porque desconozca los importantes servicios que prestan las Hermanas, sino porque ello importa una ofensa a la dignidad de la corporación, que estima más que nada». 150 Pero el poder de negociación de la Municipalidad era escaso y finalmente se aceptaron las exigencias de las Hermanas, quienes propusieron como miembro de la comisión a Felipe Llavallol, presidente del Consejo Superior de las Conferencias de San Vicente de Paul desde su creación en 1865, y anteriormente presidente del Consejo Particular de las Conferencias. 151 Esto provocó la inmediata renuncia de la comisión del Asilo, que fue aceptada por el Concejo. Ni bien tomaron posesión del Asilo en 1869, que en su correspondencia denominan «Asilo de Ancianos» —significando claramente que se trata de una institución de socorro para una categoría de la población desprotegida—, las hermanas impusieron una disciplina conventual y prohibieron, entre otras cosas, que los ancianos salieran por las noches, pues «estos salían cuando querían, mendigaban por las calles y regresaban en estado de ebriedad». 152 No es difícil imaginar la popularidad que adquirieron las hermanas al proponerse limitar el espectáculo de la   Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1864, publicación ordenada por el presidente del Honorable Concejo Deliberante Dr. Carlos M. Coll, 1911, sesiones del 7 y 19 de julio 1864, 125. 149   Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1868, publicación ordenada por el presidente del Honorable Concejo Deliberante Dr. Carlos M. Coll, 1911. 150   Actas del Concejo Municipal…, cit. 296. 151   Actas del Concejo Municipal…, cit. 318; Archivo de las Conférences de Saint Vincent de Paul. 152   Annales de la Congrégation de la Mission ou Recueil de lettres édifiantes écrites par les prêtres de cette congrégation et par les filles de la Charité, t. xxxix, n.º 1, Librairie Firmin Didot frères, Imprimeurs de l’institut, Paris, 1874. 148



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miseria de los ancianos en las calles de Buenos Aires. En todo caso, ni médicos ni hombres políticos parecieron interponerse a la presencia de las hermanas en el establecimiento. La administración del Asilo quedó finalmente regida por la ordenanza municipal de mayo de 1880, la que estipuló en su artículo 1 que el Asilo dependía de la Municipalidad de Buenos Aires, encargada de nombrar una comisión de tres personas para ocupar la superintendencia del establecimiento. Pero la dirección «queda confiada a las Hermanas de Caridad de San Vicente de Paul, en la persona de su superiora, quien representa en sus disposiciones a la Comisión y está facultada par hacer cumplir en todas sus partes los reglamentos». 153 La creación del Asilo supuso, dijimos, introducir el principio del socorro público para una categoría de la población clasificada como verdaderos mendigos. ¿Quiénes eran estos favorecidos por los nuevos socorros que proponía la comuna? Lamentablemente sólo se han preservado los registros de ingresados entre octubre 1858 y agosto 1859. 154 Un total de 157 «mendigos» fueron recibidos en el establecimiento, pero las actas no dejaron constancia precisa del tiempo de residencia de cada uno de ellos salvo en los casos de fallecimiento del asilado. Lo primero que debemos destacar es el contexto particular en que fueron acogidos. El 3 de septiembre de 1858 una ordenanza municipal prohibió la mendicidad en las calles y estableció en su artículo 2 que toda persona que fuera encontrada pidiendo limosna debía ser conducida al Asilo de Mendigos si era pobre de solemnidad. En caso contrario, debía ser entregada al juez correccional para que se le aplicaran las penas referentes al delito. La policía quedó encargada del cumplimiento de la ordenanza, 155 de modo tal que los primeros «huéspedes» del Asilo fueron, más precisamente, compelidos por la fuerza pública a recibir el socorro que el establecimiento de beneficencia buscaba ofrecerles. Así, en los registros de entradas, encontramos una mayoría de casos de mendigos remitidos por las autoridades, pocos fueron los que se presentaron al establecimiento espontáneamente para ser auxiliados. En las declaraciones de los asilados, conservadas en el registro de entradas, notamos   Su artículo 2 estipuló que «la comisión Directiva admitirá a todos los pobres de solemnidad de ambos sexos y sin distinción de nacionalidad o creencias religiosas, que se presentasen pidiendo asilo, siempre que sea posible y haya capacidad en el establecimiento». Citado por Galli, 1899, 69-70. 154   AGN. Biblioteca Nacional. N.º 342 «Asilo de los Mendigos. Entrada y Filiación». 155   Botet se opuso a esta ordenanza argumentando que la Municipalidad no tenía facultades para imponer penas correccionales. Actas de la Municipalidad, 34.ª sesión ordinaria del 3/9/58. 153

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la clara intención de justificar el acto de mendicidad por razones de enfermedad y de falta de familiares a quien recurrir. Si el Asilo venía a dar respuesta a una cuestión social, la de los mendigos y menesterosos de la ciudad, ésta era de orden disciplinar y buscaba más bien reprimir al vago y mejorar el paisaje social urbano que reconocer y garantizar un derecho al bienestar. Más allá de las diferencias que podemos encontrar entre los socorridos compelidos, podemos constatar que la edad era la primera característica común a los individuos encontrados en las calles de Buenos Aires pidiendo limosna y que fueron remitidos al Asilo entre 1858 y 1859.

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Edad de ingreso en el Asilo de Mendigos (1858-1859).

Aunque debemos ser muy prudentes respecto a la edad que los ingresados declaraban, no podemos dejar de señalar que para las autoridades públicas los «verdaderos mendigos» eran en su mayoría individuos cuya avanzada edad no les permitía mantenerse con el fruto de su trabajo. El Asilo recogía entonces una abrumadora mayoría de longevos, para los parámetros de la época, con una diferencia significativa entre la edad media de los hombres y de las mujeres. Del total de 155 asilados, para los cuales tenemos datos de edad de entrada, encontramos una sobrerepresentación de hombres (75%), respecto a las mujeres, con una media de alrededor de 48 años, mientras que la de las mujeres era de 65 años. Esto indica una diferencia de 17 años, casi seis veces superior a la diferencia



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que Muller señala para la ciudad de Buenos Aires según el censo de 1887. 156 Veremos luego las razones que pueden explicar esta diferencia. En las declaraciones, los ingresados establecían explícitamente el vínculo entre el achaque y la necesidad de pedir limosna. Así Manuela Ríos, mujer de raza negra de 35 años que dijo haber sido esclava de Diego Berutti, declaró que «siendo quebrada no puede trabajar». 157 Miguel Borche, de 68 años, se hallaba ciego y «desde su enfermedad ha mendigado para vivir». Luis Victorio Lahit, de 60 años, declaró haber servido en el ejército de los Andes y haberse hallado «en todas las batallas que dio el General San Martín en las Campañas de Chile y el Perú», también justificó el recurso a la limosna por razones de achaques: «desde que su enfermedad lo postró hace cuatro años». Alberto Montailu, de 75 años, declaró que desde que su enfermedad lo postró «se ve obligado a mendigar para mantenerse». De los 159 ingresados, sólo uno de ellos, José Joaquín Belo, de 68 años, declaró no tener enfermedad pero precisó que «jamás ha pedido limosna ni es pobre de solemnidad». En otros términos, la declaración sugiere que ha sido conducido al Asilo por error, posiblemente debido a su avanzada edad. El resto declaró una serie de achaques, la mayoría de ellos vinculados con la vejez.

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Dolencias de los ingresados en el Asilo de Mendigos (1858-1859).

Entre las dolencias declaradas llama en particular la atención la cantidad de cegueras entre los achaques de los «mendigos», invalidez particularmente presente entre los de avanzada edad.   Muller, 1974, 30.  ��������������������������������� AGN. Biblioteca Nacional. N.º 342 «Asilo de los Mendigos, Entradas y Filiación», 1858. 156 157

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Edad de los ciegos ingresados en el Asilo de Mendigos (1858-1859).

Encontramos un porcentaje importante de ciegos que dice haber perdido la vista como consecuencia de un accidente durante la vida activa. Lo confirma el hecho de que la mayoría de ellos declaró una profesión, lo que lleva a pensar que no se trataba de ciegos de nacimiento. En estas declaraciones se destaca la importancia significativa de los militares que dicen haber perdido la vista en el combate.

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Profesión de los ciegos ingresados en el Asilo de Mendigos (1858-1859).

Si no es descabellado imaginar que el número de los heroicos soldados que sacrificaron su vista en el altar de la patria se encuentre un tanto



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abultado, es interesante destacar que muchos de los que ingresaron en el Asilo declararon ser pensionados del Estado. 158 Retengamos en primer término que los pensionados ingresados se encontraban en su mayoría pidiendo limosna en la calle. Nicolás Vásquez, de 48 años, quien dijo haber luchado bajo las órdenes del general Hornos y también de Prudencio Rosas, expresa que «ha pedido limosna porque no podía trabajar y el sueldo del Estado como inválido no le alcanza para vivir». José Casales, de 68 años, declaró haber participado en el combate de Obligado, y que luego de Caseros «solicitó entrar en el cuerpo de Inválidos y desde entonces recibe pensión como soldado» pero que como no pudo trabajar pedía limosna. Lorenzo Ferreira, de 101 años, dijo que luchó bajo las órdenes de Ramírez y luego de Rosas, también manifiesta «pertenecer a los Inválidos y recibir 50 pesos de pensión». Pedro Pablo Soto, de 78 años, también dijo que comenzó a mendigar cuando se quedó sin trabajo y que recibía también pensión como soldado. Podemos seguir enumerando los diferentes casos que dan testimonio de la importancia del fenómeno de las pensiones militares, dato que Theda Skocpol presenta como primeras manifestaciones de un precoz sistema de previsión social en los Estados Unidos. 159 La presencia de los pensionistas en el Asilo de Buenos Aires permite suponer que estas pensiones distaban de ser tan generosas como son calificadas las norteamericanas por Skocpol. Los pensionados que vivían en el Asilo lo hacían porque los 50 pesos de pensión no bastan para garantizar las necesidades básicas, y cuando la avanzada edad o los achaques no les permitían trabajar, recurrían a la limosna. En términos de Esping-Andersen, las pensiones militares no tenían el efecto desmercantilizador que permite caracterizar a los regímenes de bienestar, pues para subvenir a sus necesidades básicas los pensionistas debían recurrir a la caridad cristiana o al socorro público que brindaba el Asilo. 160 A los achaques se sumaba un segundo ítem que figura en todas las declaraciones. Éste hace referencia a la ausencia de familiares que pudieran venir en su auxilio. Viudos, solteros o casados, todos decían no tener quien los cuidase, desconocer el paradero de sus familiares o en  Aunque si tenemos en cuenta la importancia de la tasa de militarización durante las guerras de independencia —según cifras de Ravinovich un hombre válido sobre cinco debía servir en el ejército de línea—, no debemos sorprendernos de encontrar en 1857 tantos ancianos con achaques producidos por la guerra. Véase Ravinovich, 2010, 92-93. 159   Skocpol, 1996. 160   Concepto que desarrolla en su clásico estudio sobre regímenes de bienestar. Esping-Andersen,����������� 1999, 310. 158

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contrarse solo en Buenos Aires. Si bien estas declaraciones podían buscar «salvar su pellejo», las informaciones respecto a la patria de origen las hacen verosímiles. 161

Argentina Sudamérica Norteamérica Europa Asia

Origen de los ingresados al Asilo de Mendigos (1858-1859).

En efecto, dos de cada tres «mendigos» asilados eran extranjeros, mayoritariamente europeos. Es interesante destacar que no todos los colectivos migratorios estaban igualmente representados. Si comparamos la presencia de éstos en el Asilo en relación con la población total de cada colectividad en la ciudad de Buenos Aires, según las cifras que nos brinda el censo de 1855, notamos que quienes menos recurrían comparativamente eran los italianos, mientras que los más representados eran los españoles.

  Según el análisis ya clásico de Nathalie Zemon Davis sobre las cartas de perdón. Véase Z. Davis, 1988. 161



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España

Porcentaje de ingresados en el Asilo 1858-1859

Francia

Italia

Inglaterra

Porcentaje en la población de la ciudad en 1855

Europeos ingresados al Asilo de Mendigos en relación a la población europea de la ciudad en 1855.

En este caso, las diferencias podrían explicarse no sólo por la vitalidad de los vínculos primarios en cada una de las colectividades, sino también por razones de pirámide de edad. Entre los españoles de Buenos Aires encontramos muchos más ancianos que habían llegado a la región en la época tardo colonial o durante las guerras de la Independencia, y que ya tenían una avanzada edad en el momento de la creación del Asilo. En cambio, la diferencia entre italianos y franceses puede remitir a contrastes en la vitalidad de los vínculos entre una y otra colectividad. Veamos algunos casos. Pedro Peres, español de 70 años, declaró haber llegado al país en 1818, «que fue embarcado en Cádiz en la Fragata Trinidad para la toma de Lima y que este buque se pasó a la patria». Dijo que no tenía parientes «y que por esta razón pedía limosna, no pudiendo trabajar por su enfermedad desde hace cuatro meses a esta parte». 162 Francisco Estela declaró tener cien años y haber venido de España «de 15 o 16 años», lo que nos remite a 1773 o 1774. Declaró haber tenido dinero pero que «una grave enfermedad a la cabeza lo obligó a gastar todos sus bienes» y que «su memoria no le permite recordar ni el nombre de los parientes que ha tenido». Mariano Allones, de 59 años, oriundo de Camariñas, Galicia, declaró haber llegado al Río de la Plata en 1823. Dijo que fue él quien «se ha resuelto a pedir asilo». Declaró no tener ni mujer ni hijos. En todos los casos encontramos extranjeros ya viejos sin vínculos primarios. Podemos encontrar ejemplos de migraciones más recientes e individuos más jóvenes. En esos casos, era la enfermedad y la ausencia de familia los elementos que invocaban los individuos para justificar el recurso a la limosna. Manuel González, otro  ����������������������������������� AGN. Biblioteca Nacional. N.º 342.� Asilo de los Mendigos.

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gallego de Corcubión, de 38 años, dijo haber llegado al Río de la Plata en 1840 con 20 años, haber trabajado como marinero con los barqueros donde encegueció, y que «hace 18 años que no sabe de su familia». Pedro Pablo Soto, español de 78 años, dijo que vino al país en 1810. Viudo, dijo tener un hijo, músico, «que no lo socorre en nada por la escasez de su sueldo». Sebastián Tudela, de 70 años, declaró tener mujer, Ambrosia Pinto, «hija del país» pero también anciana, que se encontraba «agregada a una casa donde la sostienen» y que a él su enfermedad «lo obligó a pedir limosna». Éste es un caso interesante que puede ayudar a explicar la sobrerepresentación de hombres en el Asilo respecto a las mujeres. Éstas tenían quizá más posibilidades de «agregarse» a una casa como estrategia de protección, a cambio de pequeños servicios, posibilidad que podría haber sido menos accesible para hombres ancianos.

120 100 80 60

Mujeres europeas

40

Hombres europeos

20

Total mujeres

0

Total hombres 1

Ingreso al Asilo según sexo (1858-1859).

Si la concurrencia de extranjeros en el Asilo se explica por la importante presencia de inmigrantes en la ciudad de Buenos Aires, su sobre representación da cuenta de la importancia que aún tenían para la población nativa los vínculos primarios como estrategia de protección. Más desprovistos de lo que Castel denomina la «protección de proximidad», la vejez enfrentaba a los extranjeros a situaciones de indigencia



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frente a las cuales sólo les queda el recurso a la mendicidad. 163 Así lo sugirió una nota del secretario del Consejo de Gobierno de la Municipalidad, Mariano Obarrio, a la comisión de admisión del Asilo de Mendigos, donde pedía explicaciones sobre el rechazo de una mujer «hija del país». Aclara la nota: «Hoy a regresado manifestando haber sido rechazada dándole por razón que, siendo Argentina, debía tener domicilio y quien la auxiliara». 164 Ello supone que, aunque los extranjeros estuviesen más desprotegidos por razones de escasos vínculos familiares, las autoridades del Asilo aplicaban una política de admisión destinada a acogerlos, con lo cual delimitaban una categoría específica de la población a la que la Beneficencia Pública debía aportar socorro: trabajadores inmigrantes y ancianos sin familia. Es más, algunas notas hacen pensar que el Asilo funcionaba como un verdadero hotel para inmigrantes veteranos. Por ejemplo, en nota al intendente, se informaba el fallecimiento de dos italianos, Pedro Vela y Guillermo Bongivani, que habían vivido en el asilo 18 años el primero y 15 el segundo. 165 En su tesis sobre mendicidad, Galli no sólo confirmó este hecho sino que lo justificó argumentando que la existencia de esta institución de Beneficencia Pública debía formar parte de una política migratoria destinada a atraer inmigrantes al país. 166 Los datos que nos brinda el censo de 1904 lo confirma, pues entonces más de tres cuartas partes de los asilados eran extranjeros. 167 El Asilo, diseñado como instrumento de la política represiva de la Municipalidad, terminó convirtiéndose en una institución destinada a dar techo, comida y cuidados a inmigrantes que llegaban a los últimos años de sus vidas. No hemos encontrado ningún documento que haya dejado testimonio de un proyecto explícito que acompañara esta evolución. En cambio, son diversos los indicios que pueden evidenciar la voluntad de las autoridades del Asilo en lo que respecta a la especialización de las funciones de socorro que buscaba aportar a los alojados. El pedido de la Municipalidad de Pergamino de acoger a Teodora Guevara «por los escándalos que públicamente da, faltando a la moral y decoro público a causa de su incorregible embriaguez constante y careciendo de parientes que la recojan, y siendo pobre de solemnidad, remítase con   Castel, 1995.   Carta de Mariano Obarrio al presidente de la Comisión administradora del Asilo de Mendigos, Buenos Aires 30/12/82. Archivo de la Municipalidad de Buenos Aires, Gobierno de 1882, legajo 35. 165   Archivo de la Municipalidad de Buenos Aires, Gobierno de 1884, legajo 30. 166   Galli, 1899. 167  �������������������������������������������������������������� Las cifras son las que aporta Dellepiane en el censo de 1904. 163 164

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oficio al Asilo de Mendigos de la Capital» 168 fue rechazado por Cayetano Cazón, miembro de la comisión directiva del Asilo, quien alegó: «El Asilo de los Mendigos es la mansión tranquila en que vienen a terminar sus días los desvalidos que sin familia, sin hogar, ni medios de alimentación, han vagado por las calles de esta capital, pero de ninguna manera es una casa de corrección donde puedan recibirse personas que están en el caso de Teodora Guevara». 169 La dirección tampoco permitió que se convirtiera en un asilo de dementes, y notas similares fueron destinadas a rechazar o transferir a la casa de dementes este tipo de casos. 170 El propio Cazón envió una nota al intendente suplicándole que sea la Municipalidad, únicamente, la que envíe a este Asilo las personas que deben recibirse y no otras reparticiones de la Administración, porque puede suceder que considerando por pobres de solemnidad remitan al Asilo otras personas que, por sus condiciones, no deben ser admitidas, como otras veces ha sucedido. 171

Sin reconocer en el Asilo una suerte de pensión que aseguraba el Estado a los trabajadores al final de sus vidas, ni menos aún un derecho social que éstos podían reclamar al Estado, vemos cómo esta institución fue especializándose en cierto tipo de asistencia y definiendo una categoría de población merecedora del socorro público. La particular propensión a hacer de este asilo un hospicio para inmigrantes ancianos parece tener entonces menos que ver con la toma de conciencia de los derechos sociales de los trabajadores que con la voluntad de hacer de la Argentina un destino atractivo para los migrantes europeos. En otros términos, la Beneficencia era en este caso uno instrumento de la política migratoria. Quizá por esta razón, durante todo el período estudiado la Municipalidad defendió sus prerrogativas sobre esta institución, aunque ella funcionara gracias a que estos servicios fueron garantizados principalmente por asociaciones caritativas y congregaciones religiosas. El caso del Asilo ejemplifica así el complejo entramado institucional producido por una acumulación de iniciativas. Aunque el establecimiento se inscribió en el designio tradicional de socorrer al mendigo, en   Nota del presidente de la Municipalidad de Pergamino, Benavides, del 17/11/81. Archivo de la Municipalidad de Buenos Aires, Gobierno, 1882, legajo 35. 169   Nota del presidente de la Municipalidad de Pergamino, Benavides, del 17/11/81. Archivo de la Municipalidad de Buenos Aires, Gobierno, 1882, legajo 35. 170   Carta de Borbón al Intendente del 3/2/85. Archivo de la Municipalidad, Gobierno, 1885, legajo 43. 171   Carta de Cayetano Cazón al Intendente del 22/11/84. Archivo de la Municipalidad de Buenos Aires, Gobierno, 1884, legajo 30. 168



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este estudio evidenciamos ciertos cambios en la mirada proyectada sobre el pobre como destinatario del socorro. La acción municipal destinada al socorro del pobre y del enfermo ya no remitía a la redención que garantizaba el acto caritativo, sino que postulaba la existencia de un interés general, transformando la referida acción caritativa en un servicio público. 172 Pero si en un primer momento este servicio residía en acabar con los falsos mendigos, vimos cómo a través de este servicio se va definiendo una categoría de la población —los ancianos— que eran destinatarios de las políticas de socorro público. Ciertamente la existencia de ancianos sin recursos no fue percibida en sí como cuestión social pero la respuesta dada a un problema de disciplinamiento de la mano de obra termina definiendo una categoría de la población que requiere asistencia pública. Aunque no se trata de la formulación de un derecho que los ancianos pueden exigir al Estado, este tipo de instituciones van preparando las sensibilidades sociales a lo que es tolerable o intolerable en las diferentes etapas de la vida de un trabajador, y por consiguiente prepara el terreno para que la desprotección de ciertas clases de edad sea percibida como destabilizadora del orden social. 173 Vimos a través del caso de la beneficencia cómo la Municipalidad instituyó el campo social como una esfera de acción comunal y lo urbano como un problema social. Ello permite entender mejor por qué la cuestión social fue identificada como cuestión urbana: no sólo porque el crecimiento urbano planteaba nuevos problemas sociales y sanitarios con los que eran identificados, sino también porque las respuestas institucionales a estos problemas provenía del poder municipal. Esto llevó a colocar el campo de la beneficencia en el ámbito comunal pero, al mismo tiempo, a fragmentarlo considerablemente entre diferentes actores institucionales que reclamaban competencias o derechos históricos —damas caritativas, congregaciones religiosas, elites filantrópicas— y técnicos que reclamaban competencias específicas en el campo de la salud pública. Si, como veremos luego, la crisis de 1891 marcará una nueva etapa en la formulación de la cuestión social, así como de las respuestas institucionales que se darán a ella, este estudio da cuenta de ese primer y complejo entramado institucional en el que cohabitaron diversas instituciones e iniciativas que hoy en día identificamos con di  Véase Procacci, 1993, 15-16.   Como bien señala Robert Castel en su clásico estudio sobre la metamorfosis de la cuestión social, la pobreza, la falta de trabajo o la enfermedad son indicadores de una cuestión social en tanto y en cuanto desestabilizan la organización social. Lo que le permite sugerir que la primera cuestión social se plantea en el siglo xiv, cuando los mendigos se transforman en una amenaza para el orden social. Véase Castel, 1995, 72-79. 172 173

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ferentes modelos de Estado protector, pero que entonces se ensayaron simultáneamente e interactuaron con el común objetivo de garantizar a efectos sociales el socorro individual. Sin voluntad de trazar una línea entre estas primeras acciones sociales y el Estado de bienestar, ni siquiera con las primeras políticas sociales que planteó el reformismo —tanto liberal como conservador—, como respuesta a la cuestión social, estos momentos tempranos permiten comprender mejor la particular configuración institucional del Estado social en Argentina.

Capítulo 2 Paradojas sociales de la política de educación pública elemental en Buenos Aires (1820-1870) Desde los ilustrados del siglo xviii, y más aún después de la Revolución Francesa, la educación del pueblo, sobre todo en su faceta de transmisión de un orden moral que reemplazara al que estaba desapareciendo, se convirtió en un importante factor de cambio social y en un componente cada vez más central del discurso y las políticas públicas. Las iniciativas que las elites lograron impulsar de acuerdo con ese pensamiento se articularon con los avatares característicos del mundo de la economía y la política. También se vieron influidas por las propias transformaciones de los sectores a los que en principio iban dirigidas tales políticas y, en forma simultánea, por la de aquellos otros quienes, aún ausentes de ellas, incidieron sobre el conjunto de la sociedad a partir de su posición periférica, a veces atemorizadora. 1 Puede afirmarse en consecuencia que la educación, en especial la elemental —conjunto de técnicas estratégicas específicas de intervención sobre la población— fue un elemento importante en la definición de «lo social», campo difuso, heterogéneo, e histórica y geográficamente variable. Incidieron en ello algunas de sus características más salientes: su condición inherente de transversalidad y su orientación hacia el futuro, dado su énfasis en las relaciones intergeneracionales. El espacio educativo en cuanto construcción social ha participado, a veces de forma más explícita que otras, en la evolución de distintas áreas, como la producción y el trabajo, la moral y la civilidad, la estructura familiar y el mercado, entre otras, y ha colaborado en la definición de nuevos grupos o categorías sociales, como la juventud, la niñez, el   Castel, 1997; De Swan, 1986, 131-146.



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menor y la «infancia desvalida». Ha contribuido además a la creación de nuevas condiciones sociales, como el analfabetismo, relacionadas con problemas sociales que son, en realidad, producto de su propio éxito con respecto a su consolidación como sistema. 2 Jaques Donzelot define «lo social» como un género híbrido que se construyó entre la intersección de lo civil y lo político, al asociarse ambos registros con el propósito de neutralizar el violento contraste que oponía al imaginario político moderno con las realidades de la sociedad civil y mercantil. 3 Es precisamente su articulación, sesgada, e incluso contradictoria, con ese híbrido lo que llama la atención del conjunto de iniciativas educativas que, en la segunda mitad del siglo xix, contribuyeron a forjar en Argentina un dispositivo civilizatorio. 4 En este caso se trató de una construcción histórica y social con complejos anclajes en iniciativas y discursos previos, tras la revolución de independencia, que en su afán de construir un orden nuevo convirtió a la educación, partiendo de un plano ideológico o «moral», en un elemento complementario clave y trascendente de sus afanes políticos. 5 Los políticos-intelectuales de esa época rebosaban un optimismo que pronto se mostró demasiado esquemático o utópico, lo que dio lugar a iniciativas que no pasaron de ser frágiles, a pesar de que el período rivadaviano fuera prolífico e innovador. Historia de personajes singulares y de importantes propagandistas en busca de consolidar espacios para sí y de inventar otros nuevos, muchas veces a la sombra de un Estado en permanente construcción y reconstitución, el afianzamiento del ámbito educativo, como parte de «lo social», incluyó también, y ante todo, la innovación institucional. Dichos procesos se fueron ligando de manera cada vez más estrecha con el transcurso del siglo, dando forma a la «temprana cuestión social». Diferentes en grado y también en calidad de lo que más tarde, hacia fines del siglo, emergió como cuestión social moderna, sus iniciativas, a veces aisladas e inconexas, presentan fundamentales lazos de continuidad histórica con aquélla. 6 El punto de unión entre educación y cuestión social deriva del mismo proceso de construcción del estado moderno que reconoce distintas etapas y características. Éste, en su versión de «Estado Social» es, fun  De Swan, 1992.   Donzelot, 2007.   ������������������������������������������������������������������ A����������������������������������������������������������������� lgunos autores prefieren denominarlo «imaginario civilizatorio»��: Puiggros, 1991; Pineau, 1997.    Ramos, 1910; Newland, 1992.    Suriano, 2000.  



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damentalmente, la consecuencia de la colectivización de la sanidad, la educación y el mantenimiento de los ingresos. Su base histórica radica en el desarrollo de medidas colectivas de asistencia, nacionales y obligatorias, y la creación de bienes públicos orientados a paliar deficiencias y adversidades que afectan a la sociedad como un todo o, indirectamente, a alguno de sus grupos con incidencia sobre el conjunto. Se trató de medidas históricamente determinadas por la compleja interdependencia entre los distintos grupos involucrados que, a su vez, se fueron definiendo como sociales en el mismo proceso de su implantación. Puede por tanto afirmarse con Elías que buena parte de la emergencia de «lo social» se debe a esa creciente intensificación de las cadenas de interdependencia. 7 En cuanto a lo específicamente educativo, el conjunto de actores sociales e institucionales que lo conforman como «sistema» representa una dimensión decisiva de los estados modernos, y del proceso de su construcción histórica. De hecho se ha argumentado que las naciones y los estados nacionales jamás han existido independientemente del esfuerzo por enseñar a las masas los «códigos nacionales de comunicación». 8 En consecuencia, su importancia deriva en gran parte del hecho de tratarse de una herramienta centralizada de reproducción y búsqueda de homogeneidad cultural dentro de unos territorios nacionales específicos. 9 Conviene además resaltar otras cuestiones. La educación, en cuanto sistema y proceso, presupone en sus distintas fases la intersección de problemáticas sociales e institucionales que le otorgan su sentido histórico específico. Ello se relaciona a su vez con el hecho de que la promoción de un mínimo grado de homogeneidad cultural, la imposición de un «orden deseado» y la difusión de conocimientos básicos demandados por el mercado de trabajo se topan en su puesta en práctica con los gestos y movimientos de aquellos que pretenden definirse a sí mismos como especialistas y que por tanto pugnan por ser considerados «educadores legítimos». 10 También incide el propio carácter ambiguo de la educación, dado que, si bien su usufructo es privado en buena medida, depende, al igual que pasa con la salud, del montaje de una importante estructura colectiva que lo hace posible. Pero la cuestión se torna aún más compleja, puesto que, por sus propias características y orientaciones, el   De Swan, 1992, 68-139; Elías, 1939; Elías, 1982; Castel, 1997.   De Swan, 1992.    Gellner, 1983. 10   Abbott, 1983; Bourdieu, 1988; Bourdieu, 1983; Calhoub, Li Puma y Postone, 1993.  

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sistema educativo implica por definición una densa trama discursiva que, si bien tiene a lo pedagógico como centro, se entreteje alrededor de otros criterios y saberes. Proyectando la caracterización que Josefina Ludmer hace de la Criminología, puede afirmarse que la Pedagogía, ciencia en formación entonces, era (y es) una ciencia intertextual. 11 De esa característica se derivó un hecho de importantes consecuencias para su afianzamiento: de forma similar a como sucedía con la medicina, y más aún, durante la mayor parte del siglo xix, en pleno auge cientificista, e incluso entrado el siglo xx, se discutió mucho su carácter indefinido entre «ciencia» o «arte». En buena medida, tales ciencias intentaban dar respuestas, desde distintos ángulos, a preocupaciones y proyectos sociales y estatales que unas veces se complementaban y otras se solapaban. La especificidad educativa en el período histórico analizado tuvo como base la implantación de instituciones características: la escuela pública, la educación común, popular o «de todos y para todos», como la definieron algunos contemporáneos, y también el surgimiento de grupos jerarquizados y a veces antagónicos, cada uno con sus propias prácticas, discursos e intentos «profesionalizadores» que, con el tiempo, y a partir de su fuerza creciente, llegaron a convertirse en nuevas «elites de intermediación». Los docentes, en sentido laxo —y aquí fueron importantes sus complejas y paradójicas relaciones con los intelectuales de la época—, que a lo largo del siglo xix no lograron alcanzar ni la autonomía ni el prestigio de otras elites profesionales e intelectuales, lograron sin embargo imponer, a pesar de sus deficiencias y limitaciones, un régimen pedagógico sobre una parte creciente de la población durante una fracción también cada vez más amplia de su existencia juvenil. Y ello gracias a heterogéneos impulsos provenientes de distintos ámbitos, en especial del Estado. 12 Como han señalado algunos autores, el Buenos Aires de la primera mitad del siglo xix era una de aquellas sociedades en las que las normas, culturales y de comportamiento, diferenciaban de forma aguda a los distintos grupos socioeconómicos, y en las que por lo tanto sus elites encontraron dificultades para implantar y generalizar sus ideales de funcionamiento social. 13 Dado que hablamos de la educación como un tipo particular de política social, vinculada al logro de ciertos objetivos colectivos y a la prevención de determinados riesgos, debe mencionarse que sólo en el   Ludmer, 1999.   González Leandri, 2001, 524-535. 13   Szuchman, 1988. 11

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mediano plazo, entre 1880 y el fin de siglo, logró la educación pública consolidarse en Buenos Aires como un mecanismo eficaz de control y de satisfacción de demandas sociales específicas. Esto se debió a que logró articular de manera sólida y fluida planteamientos pedagógicos e institucionales previos e impulso estatal. Se trató de una tarea compleja que tuvo que enfrentar contratiempos relacionados con las tensiones internas y proyectos divergentes entre las elites, con los propios del armado institucional en sus distintos niveles, y también con las tramas de una sociedad civil, cada vez más transformada en su composición e intereses a medida que se iban acercando los años ochenta. 14 Paradójica fue en consecuencia la política educativa del período de la llamada organización nacional, marcada por su intermitencia y por desacuerdos entre sus precursores intelectuales, ejecutores y beneficiarios. Lo fue por los múltiples fines con que sus impulsores la dotaron y, sobre todo, por su afán de cambiar de forma radical tanto la composición de los sectores populares como sus imaginarios, a partir de unos esquemas que no intentaban alterar el contexto de profunda desigualdad social que, de forma más o menos pragmática, consideraban inevitable. 15 1. Los ambiguos objetivos de la educación postrevolucionaria 1.1. El legado de la Revolución de Independencia Ni en los años posteriores a Caseros ni en la década de 1880, dos períodos de profundos cambios y por tanto claves para la trayectoria del sistema educativo argentino, los reformadores actuaron en el vacío. 16 En ambos casos, a pesar de la clara ruptura política, se partía de tradiciones, prácticas y conflictos previos que consolidaron una base social, e incluso ideológica, muy difícil de alterar de forma inmediata por la sola voluntad del legislador, que a veces tampoco llegaba a expresarse de manera clara por una dirección determinada. 17   González Leandri, 2001.   Halperín Donghi, 1979. 16   Salvadores, 1941; Newland, 1992. 17   El vínculo entre la realidad sociopolítica de Buenos Aires en el siglo xix y las propuestas y resultados educativos no admite ser analizado desde perspectivas teleológicas. Es lo que ha sugerido Mark Szuchman al mostrar una combinación inestable y no siempre equilibrada entre elementos tradicionales y modernos, propia del Buenos Aires de la época. Szuchman, 1988, 101-184. Véase también Halperín Dongui, 1979. 14 15

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De una manera peculiar, y a veces contradictoria, por la compleja realidad sobre la que pretendían influir, los esfuerzos por escolarizar a la población se afianzaron como uno de los legados institucionales de la Revolución de Independencia. Su mayor importancia radicó en que su conversión en cuestión de trascendencia política incrementó su relevancia para los nuevos responsables estatales, sobre todo durante el período rivadaviano. Los liberales revolucionarios sumaban así un novedoso y divisorio ingrediente a la educación al desafiar el dominio tradicional de la familia sobre el niño, especialmente en su etapa formativa. Se trató de un concepto sin duda problemático que desde el Estado se intentó imponer a toda costa, aunque con éxito desigual, a lo largo del siglo. Para ello era necesario desarrollar ideas claras acerca del propio concepto de niñez, cosa que los intelectuales reformadores de las primeras décadas apenas abordaron, ocupados como estaban en las funciones eminentemente políticas de la educación y en advertir de forma genérica sobre la necesidad de moralizar a las masas. 18 Se trata por tanto de otro importante legado que, en primer lugar, influyó en la consolidación del nexo entre lo educativo y lo social, a partir de la complejización de las ideas de interdependencia y solidaridad intergeneracional que la cuestión sugiere. En segundo término, también activó la emergencia de tensiones propias de la política educativa de la primera mitad del siglo xix y de otros problemas clave con los que tuvieron que lidiar reformadores posteriores. Otras cuestiones muestran a la educación inmersa en el devenir social postrevolucionario. Una importante consecuencia de las guerras de independencia fue la quiebra de las líneas tradicionales de autoridad política y social. Fuera de la indeseable inestabilidad económica, las elites de Buenos Aires se sintieron afectadas también por el incremento de los desafíos a sus expectativas tradicionales de deferencia por parte de distintos sectores sociales subalternos, a los que se sumaban ciertos signos de desafección entre jóvenes e incluso mujeres de los sectores acomodados, hecho que deterioraba los marcos de la sociabilidad y tenía un efecto negativo sobre las formas establecidas del control social. Por otra parte, la acción de aquellos sectores subalternos, y la amenaza de su creciente autonomía no se desarrolló en un vacío político, lo que fue fuente de conflictos de intensidad variable. La tensión colectiva recurrente que esto motivó condujo a que voceros pertenecientes a distintos ámbitos y sectores hicieran pública su frustración con el entorno   Szuchman, 1988, 133-149.

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sociopolítico de Buenos Aires. Puntualizaban sobre todo la escasa efectividad y la discontinuidad de las regulaciones oficiales, así como la ausencia de deferencia a la autoridad establecida. 19 De forma repetida a lo largo del período, desde las elites y el Estado, e incluso desde otros sectores sociales, se insistió en la necesidad de imponer un tipo de autoridad que pasaba por reforzar la disciplina y, sobre todo, la moralidad popular. Entre otras cuestiones, vinculadas sobre todo al mantenimiento del orden público y laboral, se enfatizaba también la urgencia de fortalecer la base moral del currículo educacional. En la medida en que, paulatinamente, se fue afianzando la idea de que el establecimiento del orden comenzaba con los niños, y de que la tradicional hegemonía de la Iglesia se debilitaba, el rol que debía cumplir la escuela adquirió mayores dimensiones. Se desplegaba así otra de las facetas características de la cuestión educativa. Como parte del proceso de construcción social de la escolaridad emergieron a su vez, durante la primera mitad del siglo xix, demandas competitivas entre parroquias, vecindarios y familias que, en ausencia del principio de la educación universal, desencadenaron tensiones de distinto tipo. En ellas jugaron un rol decisivo tradiciones políticas, herencias culturales y, obviamente, la posición económica de los participantes/ contendientes. Influyeron también las coyunturas (económicas, políticas, institucionales) que las distintas instancias trataron de paliar, o aprovechar, a partir de estrategias muchas veces colectivas e interdependientes. Puede afirmarse por tanto que dichas instancias —vecinales, familiares o asociativas— desarrollaron importantes capacidades para cuidar y organizar sus propios intereses. Éstas se mostraron válidas en el contexto de una sociedad de marcados rasgos patrimonialistas y connotada por la ausencia de un estado político previsible y regular, y de un aparato burocrático consolidado. El carácter decisivo de esas capacidades se fue esfumando de una manera nada lineal, con notorias marchas y contramarchas, a partir de la segunda mitad del siglo, acompañando los ritmos del aumento de la diversificación de la sociedad y del afianzamiento de las distintas instancias institucionales del Estado. Dicho proceso marcó el tono y los ritmos de la relación que se estableció durante el período de la Organización Nacional entre las distintas iniciativas educativas, la construcción de un dispositivo educativo y la temprana cuestión social. 20

  Szuchman, 1988; Halperín Donghi, 1972.   Puigross, 1991; Pineau, 1997; Oszlak, 1997; González Leandri, 2001.

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1.2. La educación como socorro de hombres y mujeres La particular trayectoria postrevolucionaria de la educación estuvo determinada por la aparición en la escena pública de actores que reemplazaron, como ha sido ya señalado en el capítulo uno, la hegemonía que habían detentado las instituciones religiosas en el área de la beneficencia, dentro de la cual estaba subsumida, de manera poco especializada, la educación de los pobres, junto a la política correccional y el socorro. 21 Tras la caída del régimen colonial, el papel de la educación durante el gobierno de Rivadavia fue reorientado de manera clara dentro de un plan de reformas más generales del sistema de Beneficencia. 22 Lo más destacable de esa nueva política fue la organización radicalmente opuesta que se impuso sobre la gestión de la educación de hombres y mujeres, que iba a tener importantes consecuencias tanto organizativas como ideológicas sobre la educación en el largo plazo. Durante los primeros años del período independiente, las escuelas públicas de varones continuaron bajo la dependencia del Cabildo, como en los últimos tiempos de la colonia. A partir de la disolución de éste último en los años veinte, la enseñanza elemental de varones pasó a depender del Estado provincial, dado que la idea rectora era centralizar en éste toda la gestión y la dirección educativas. Por lo tanto, al adaptarse el modelo napoleónico, fue la recientemente creada Universidad de Buenos Aires la que se hizo cargo de las escuelas elementales, conformándose así un sistema que, dados sus móviles fundamentalmente políticos y subsidiariamente morales, se deseaba que fuera lo más generalizado posible. Se sancionó para ello la obligatoriedad escolar, cuya implementación era prácticamente insostenible. Sin embargo, la reciente introducción del sistema lancasteriano movía el optimismo, dado que la utilización masiva de estudiantesasistentes que éste proponía prefiguraba una implantación institucio  En el siglo xviii estas actividades pasan a ser ejercidas por la Hermandad de la Santa Caridad (aprobada en 1754) integrada por vecinos ilustres. Ésta se ocupaba de las actividades caritativas, de obtener recursos y de solventar las cuestiones administrativas. Dichas funciones eran complementadas por las que realizaba la Orden Betlemita, a las que se sumaban las tradicionales funciones caritativas y asistenciales que las distintas corporaciones y cofradías ofrecían a sus propios miembros. Meyer Arana, 1911, 70-86; González Bernaldo de Quirós, 2001, 45-72. 22   Como una derivación de la supresión de los cabildos, de las órdenes religiosas y de los fueros eclesiásticos, se transformó su estructura organizativa y, sobre todo, los mecanismos de obtención de los recursos, que ahora debían ser provistos por el Estado. Meyer Arana, 1911, 114-142. Véase el capítulo 1 de este volumen. 21



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nal masiva de bajo coste. Ese ensueño de organizar de manera rápida una educación generalizada dejaba latentes, sin embargo, las contradicciones entre el espíritu utilitarista lancasteriano y algunas de las premisas fundamentales del modelo político de educación que se promovía desde las altas esferas y que reaparecerían en el futuro una y otra vez. 23 Al poco tiempo el sistema entró en colapso, tanto por su incapacidad como por las contradicciones internas en las que entraron sus incipientes estamentos burocráticos. La propia Universidad se vio obligada a reconocer que la dirección de las escuelas elementales le significaba una carga añadida para la que no estaba preparada, por lo que sugería que se hiciera cargo de ella un organismo autónomo. La crisis educativa que se desató obligó a los responsables del área a precisar con más rigor sus fines educativos, hasta ese momento definidos de forma genérica como político-morales, y precisar la política orientada a los pobres. Dado que la precariedad del sistema en su conjunto hacía que los servicios a cargo del Estado fueran utilizados en una proporción elevada por sectores pudientes, desde la dirección de Escuelas se intentó por distintos medios que se centraran exclusivamente en la educación de pobres. 24 Se hacía presente de tal forma uno de los dilemas más importantes y recurrentes de la política educativa del siglo, hito demarcatorio de sus coyunturas decisivas. En los años treinta, bajo el gobierno de Balcarce, las escuelas elementales fueron efectivamente separadas de la Universidad, al crearse el cargo de Inspector general de escuelas bajo dependencia del Ministerio de Gobierno. En 1833 se creó sin embargo un Consejo de Beneficencia Pública conformado por personajes notables como Tomás Manuel de Anchorena, Tomás Guido y Valentín Gómez, cuyo fin era hacerse cargo de la gestión de las escuelas elementales de varones. Tanto este nuevo Consejo como la Sociedad Filantrópica, fundada poco tiempo antes para gestionar hospitales y cárceles, trataban de emular para el mundo masculino el modelo de la Sociedad de Beneficencia. Ninguna de las dos llegó a funcionar de manera continuada. 25 Si bien teóricamente la obligatoriedad de la asistencia escolar siguió vigente durante los años treinta y cuarenta, en la práctica, primero la tendencia a limitar las escuelas gratuitas y posteriormente los ajustes presupuestarios introducidos por Rosas a partir de los bloqueos y el es  Ramos, 1910; Newland, 1992.   Ramos, 1910, t. I, 369-373; Salvadores,1941. 25   Meyer Arana, 1911, t. I, 225-228; Correa Luna, 1923; Little, 1980. 23 24

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tado de guerra hicieron prácticamente desaparecer el sistema de educación público. 26 Con respecto a la educación de las mujeres, su eje pasó por la Sociedad de Beneficencia. 27 Su creación significó un cambio institucional que consolidaba otros de índole política e ideológica e incluso social, dado que implicó el nacimiento de un nuevo ámbito de «competencia femenina». 28 A tono con cierta orientación filantrópica, de la que se hacía eco el gobierno, sus cometidos eran crear, dirigir e inspeccionar las escuelas de niñas, hacerse cargo de instituciones orientadas hacia el socorro de mujeres «desvalidas y culpables» y huérfanos y, paralelamente, ejercer un determinado protagonismo «moral» a través de la instauración de unos premios a la virtud que con el tiempo se convirtieron en unos eventos de importante nivel simbólico para el propio Estado. 29 La especificidad y visibilidad del ámbito educativo se vieron fuertemente realzadas por la instauración de la Sociedad de Beneficencia, a la vez que su administración señalaba un nuevo tipo de protagonismo social para las mujeres de clase alta. La obra que se esperaba que la Sociedad cumpliera se adaptaba bien a los cánones de la filantropía ilustrada, que proponía discriminar las ayudas y primar a unos receptores, mujeres y niños, en detrimento de otros, ancianos y enfermos crónicos. 30 Con el tiempo, y a pesar de los altibajos de un Estado que no siempre pudo cumplir con sus obligaciones financieras —lo que la obligó a   Newland, 1992, 107-111.   Little, 1980. 28   Esto fue evidente en el texto del decreto de instalación de la Sociedad y en el discurso del ministro Rivadavia en el acto de su inauguración. En el primero se destacaba la especificidad de algunos de sus «medios de hacer servicios», los que podían ser llevados a cabo por el hecho de que la naturaleza había dotado «a su corazón y a su espíritu de cualidades que no posee el hombre». Incluidos en Sarmiento, 1849, 93-101. 29   En el decreto de instalación de la Sociedad de Beneficencia se indicaban sus tareas y las instituciones que pasarían a su cargo: «dirección e inspección de las escuelas de niñas, de la Casa de Expósitos, de la casa de partos públicos y ocultos, del Hospital de Mujeres, del Colegio de Huérfanas y de todo establecimiento público dirigido al bien de los individuos de su sexo», Decreto de Instalación de la Sociedad de Beneficencia, en Sarmiento, 1849, 93-101. Los premios a la virtud fueron de cuatro tipos: a la moral, «para la mujer que más se haya distinguido por su moralidad y por la práctica de las virtudes propias del sexo y de su estado», un segundo a «la mujer más esmerada en el orden de adquirir con honradez por medio de un trabajo industrioso los medios de subsistencia de sus padres o hijos», y dos a la aplicación, «a las dos niñas más sobresalientes por su talento y aplicación», Meyer Arana, 1911, 170. Los contemporáneos denominaban a los actos de entrega de dichos premiso «grandes torneos de la caridad». 30   González Leandri, 1984, 251-258; Donzelot, 1980. 26 27



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variar parte del modelo inicial—, la Sociedad de Beneficencia se consolidó en sus funciones educativas. 31 Durante los primeros años treinta se acopló bien al régimen de Rosas y actuó con cierta comodidad. Más adelante, sin embargo, se vio afectada, de igual forma que las instancias educativas masculinas, por las restricciones impuestas al gasto público, a las que se sumaron las diferencias políticas que forzaron el exilio de algunas de sus socias más activas. Todo ello hizo que su actuación se redujera en los últimos años de manera notable. 32 A pesar de esos sensibles cambios últimos, se afianzó no en el plano estrictamente organizativo, pero sí en cualquier caso en el de la ideología y en el imaginario de las elites, una visión de la educación de los sectores populares y subalternos, que la consideraba subsumida dentro de la asistencia a los pobres y cuyo origen se situaba en el gobierno de Rivadavia. En esto incidieron tanto la propia memoria institucional de la Sociedad, como la exuberante parafernalia simbólica de la que supo rodearse de manera permanente. Tal concepción se basaba en un tipo de mirada en la que los desfases entre el ideal republicano de soberanía popular y los altibajos de la economía, es decir los de la pobreza y la destitución populares, eran considerados faltas sobre todo morales, y por tanto de tal índole debía ser la obligación de corregirlos. Se inscribía también, de una manera complementaria, en una división sexual de las tareas de socorro fundamentada ideológicamente en la proyección, a nivel institucional, de un orden familiar deseado por sus impulsores ilustrados. Eran por una parte los sectores «decentes», aquellos que detentaban la primacía social, quienes, como padres de una familia armónica en la que sus promotores querían ver convertida a la conflictiva sociedad, tenían la obligación moral de contribuir a paliar las situaciones sociales más apremiantes. Dado que el ámbito doméstico era el reino de las mujeres, que estaban fuera del vértigo de las ambiciones específicamente masculinas, serían éstas las que llevarían a cabo muchas de las tareas de coordinación y disciplina de los elementos subalternos y de los receptores de los auxilios.   Si bien al comienzo el Estado pudo cumplir con sus compromisos, el deterioro de las finanzas públicas obligó a las damas a recurrir a fuentes privadas alternativas. La Sociedad en esta época se especializó en educación al negarse a hacerse cargo de las instituciones de salud y socorro que el gobierno le ofreció dirigir. Little, 1980, 32-36, 166-170. Meyer Arana, 1911; Correa Luna, 1923. 32   La política rosista de negativa a asumir ese tipo de gastos sociales implicó la práctica desaparición de esos servicios a cargo del Estado que, sin embargo, fue compensada por el aumento de la educación privada. Newland, 1992, 103-145. 31

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En principio se trataba, tal cual fue definida la Beneficencia a partir de los años veinte, de un sistema público, pero el estado liberal estaba pensado en ese ámbito más bien como un «padre ausente» que proveía los recursos pero delegaba los distintos pormenores de la gestión familiar. Obviamente, la Sociedad de Beneficencia se acoplaba perfectamente a ese esquema que la situaba en un papel protagónico. A través de ella, una elite de damas encumbradas se haría cargo de la educación de las niñas y de los niños abandonados y huérfanos que la familia expulsaba, y también de la carencia extrema de las personas de su mismo sexo. Como se ha visto ya, los hombres adultos se ocuparían de las instancias masculinas a través de organizaciones y asociaciones de contenido filantrópico y organismos públicos organizados ad hoc. 33 Se impuso en consecuencia una forma de considerar la intervención social de las elites y del estado, como un bien o servicio público, dado el esfuerzo colectivo que suponía la actuación coordinada de mujeres representativas y notables. A la vez era paraestatal, dados los vínculos, sin duda laxos, de la asociación que las nucleaba con los distintos gobiernos, que se limitaban al cumplimiento de indicaciones más bien informales y a la aceptación de recursos. Tales características definían para la Sociedad de Beneficencia un ámbito de mediación que oscilaba de forma permanente entre rasgos filantrópicos más modernos y un orden caritativo tradicional, dado que su actuación efectiva, fruto de negociaciones en el seno de las elites y de las frecuentes restricciones económicas propias de la época, no siempre reflejaba la impronta ilustrada que algunos de sus valedores políticos pretendían ver en ella. Trascendentes consecuencias para el itinerario de la educación como sistema tuvo el hecho de que en la delimitación, entre lo político y lo civil, de ese espacio de socorro y ayudas, fuera importante la especial caracterización que se hizo, desde los momentos iniciales, de esas «matronas» de la alta sociedad. Esa misma caracterización, y la paralela —y complementaria— definición que se hacía de los destinatarios de las ayudas, produjeron sin embargo un resultado ambiguo que con el tiempo se iba a convertir en un elemento de tensión con otras instancias políticas y estatales. Si bien en un principio esto ayudó a la institución a consolidar un espacio propio importante, por otro le impuso límites que se mostrarían insalvables, al menos en lo educativo.

  De forma sintomática, la Sociedad Filantrópica de hombres creada por Dorrego, tras varios anuncios e intentos fallidos previos, no alcanzó ni la envergadura ni la regularidad de su similar de mujeres. Meyer Arana, 1911, 220-228. 33



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1.3. La debilidad institucional de la Iglesia Un elemento importante que incidió en el itinerario recorrido por la educación como parte de la temprana cuestión social fue la debilidad institucional en que se vio sumida la Iglesia después de la Revolución. De haber detentado un poder casi absoluto durante la colonia y, por tanto, de considerarse como el elemento social clave, casi como la sociedad misma —lo que obviamente tuvo fuertes repercusiones tanto en los contenidos como en las formas organizativas de la educación—, pasó a tener que redefinirse como sólo una de las distintas partes que conformaban la sociedad argentina decimonónica. Además de importantes factores externos, contribuyeron a esa creciente debilidad su marcada heterogeneidad y la emergencia en su seno de proyectos francamente contrapuestos. 34 Sin embargo, a pesar de su declive institucional, la Iglesia logró mantener en parte su poder dado que, debido a la profunda atomización política de los primeros tiempos revolucionarios, fue la única organización supra provincial que permaneció en pie. Por otra parte, el propio discurso político no se mantuvo totalmente ajeno al religioso hasta bastantes años después de la primera mitad del siglo xix. 35 Tampoco la creciente secularización significó una pérdida absoluta de poder ni de capacidad de mediación social. Más allá de la debilidad de la Iglesia como institución, el papel de la religión como elemento de cohesión social fue muy importante, sobre todo en el espacio connotado por los intentos de disciplinar y regenerar a las masas por medio de la educación. Fue fundamental en tal sentido el hecho de que los propios políticos liberales la consideraran un elemento clave. Si bien en muchas circunstancias se trató de un uso meramente instrumental, a causa de la debilidad del Estado, la cuestión excedió las meras estrategias de poder y el pragmatismo de unos y de otros. 36 Lo que en parte sucedía era que las elites políticas, tanto las tradicionales como las progresistas, compartían unos criterios de autoridad que, en relación con los sectores populares o subalternos, como los pobres, los niños, los jóvenes o las mujeres, pensaban que eran más eficazmente transmitidos e impuestos a través del instrumento de mediación y disciplina social en el que para ellos se había convertido la religión. Un fuerte indicio fue la importancia que tanto Echeverría como Sarmiento dieron en lo educativo a lo que consideraban la «verdadera reli  Di Stéfano, Zanatta, 2000.   Ibídem. 36   González Bernaldo de Quirós, 2001. 34 35

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gión», que podía estar en contra de las formas de la organización corporativa de la Iglesia institucional, pero no en contra del valor de la religión como elemento educativo central en su proyecto político. Echeverría, al mismo tiempo que consideraba que la educación debía estar a cargo absolutamente del Estado, afirmaba que la religión era el móvil más poderoso para moralizar y civilizar a las masas. 37 Paralelamente, es imposible hablar de una política coherente de los distintos sectores católicos con respecto a lo educativo. Más bien lo que hicieron fue tratar de mantener ciertos espacios institucionales y, sobre todo, su poder de mediación social, lo que varió mucho según las provincias y regiones. En Buenos Aires esa estrategia pasó por la adopción de iniciativas que, si bien presentaban rasgos colectivos, se asentaron sobre todo en intentar que personas de reconocida filiación católica lograran implantarse en organismos con capacidad de decisión en esos temas, como fue el caso de Marcos Sastre o, posteriormente, Santiago Estrada. Si bien no se conoce en profundidad la cuestión, parece evidente que muchas de las iniciativas católicas para mantenerse a tono con los tiempos, pasaron por el estrechamiento de vínculos, como se vio bien en la década de 1850, con instituciones como la Sociedad de Beneficencia. 38 Las complejas y ambiguas relaciones que mantuvieron los reformadores educativos y la Iglesia no fue una especificidad argentina. En otros países, latinoamericanos y europeos, la gran batalla que se libró por la educación en los siglos xviii y xix tuvo como uno de sus ejes fundamentales su relación con los valores religiosos y tradicionales. En Francia e Inglaterra las distintas iglesias se opusieron de manera vehemente y con bastante eficacia en determinados momentos a que el Estado central creara escuelas y organizara un sistema público de enseñanza elemental. Para ello utilizaron distintas estrategias que oscilaban, según su poder relativo, entre políticas de máxima, que enfatizaban el monopolio educativo eclesiástico bajo el paraguas estatal, y otras de mínima en las que su debilidad las llevaba a tratar de que se garantizara la «libertad educativa». 39 En Argentina, la fragilidad política de la Iglesia la condujo a apoyar desde un principio políticas de mínima y estrategias indirectas de influir en el sistema.

  Echeverría, 1991; Manganiello, 1980, 72-84; Newland, 27-57.   González Bernaldo de Quirós, 2001, 59. 39   De Swan,1992, 68-139; Durheim, 1972. 37 38



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2. Educación, cuestión social y dispositivo civilizatorio 2.1. Después de Caseros Tras la derrota de Rosas en la batalla de Caseros, la década de 1850 se caracterizó por la emergencia de un nuevo panorama político e institucional. Entre los múltiples proyectos que tuvieron cabida, se destacaron aquellos que proponían incidir sobre el incipiente campo educativo y reforzar su faceta pública. Sin embargo se produjo un desfase importante entre iniciativas y logros efectivos, debido a la debilidad institucional y, sobre todo, al peso estructural de un pasado que no se retiraba de inmediato. 40 Dentro del nuevo contexto emergieron dos cuestiones trascendentes. En primer lugar, un fuerte renacer de la actividad política en Buenos Aires, con el surgimiento de múltiples grupos en permanente competencia y la consolidación paulatina del Partido de la Libertad. Por otro lado, la cristalización de una división clara del país en dos entidades institucionales, la provincia de Buenos Aires y la Confederación, en tensión y conflictos permanentes. 41 En el plano económico se ha tendido a ver a este período como un mero período de transición en el proceso expansivo y modernizante que experimentaría el país en las décadas siguientes. Sin embargo, es posible encontrar ya en él algunos indicios de cambios en el consumo y en la urbanización, cierta europeización de los gustos, y un aceleramiento de la inmigración, todos ellos vinculados entre sí. De especial relevancia para el tema educativo fue la tímida irrupción en la escena social de unos grupos medios favorecidos por la expansión comercial y el desarrollo de actividades agrícolas diversificadas. 42 A pesar de su empeño, que lo condujo a adoptar en los primeros tiempos medidas de importante calado, como el nombramiento de comisiones para la redacción de los códigos civil, penal y comercial, y la instauración de la Municipalidad de Buenos Aires, Urquiza no pudo evitar mostrarse vacilante en muchos otros aspectos debido a la situación política inestable a la que se enfrentaba. 43 Iniciativas destacadas por el espíritu de renovación que traslucían con respecto al régimen anterior fueron la creación de un Ministerio de Instrucción Pública y la funda  Halperín Donghi, 1979; González Bernaldo de Quirós, 2000.   Scobie, 373-393; Rock, 2002, 11-55. 42   Gorostegui de Torres, 1972, 95-122; Rock, 2002, 22-24. 43   Scobie, 1964, 17-31. 40 41

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ción de una escuela normal que tomó como modelo la de Versalles. 44 Se trató de intentos efímeros que, sin embargo, tuvieron la virtud de mostrar el dificultoso consenso que debía buscarse para proveer una incipiente política pública en el área. Múltiples y entrecruzados eran los intereses — políticos, locales, corporativos, intelectuales— y las visiones disímiles sobre el sentido de la educación que debían ser encauzados, lo que motivó marchas y contramarchas permanentes. Éstas mostraban también una creciente tensión, difícil de aislar en su especificidad, entre utilitaristas e ilustrados, lo que reforzó los movimientos de opinión alrededor de la cuestión educativa y redundó en su creciente visibilidad, al menos discursiva. 45 Fue en ese contexto cuando comenzó a circular en el medio porteño el libro de Sarmiento Educación Popular y se abrió un debate, cualitativamente revelador aunque reducido, sobre la libertad educativa, las condiciones sociales que facilitaban o entorpecían su desarrollo y las encrucijadas a las que se enfrentaba la adaptación de modelos extranjeros a la realidad local. Con ello se reavivaron cuestiones ya esbozadas en décadas anteriores, sobre todo en el exilio, algunas de las cuales enfrentadas a la posibilidad de su aplicación concreta cambiaron en parte su orientación inicial. Sin embargo, no hay que sacar conclusiones exageradas de su significado, dado que los problemas educativos sólo ocuparon la atención de una prensa, fundamentalmente política y en casos muy puntuales. Por lo visto, a pesar de las intenciones de algunos políticos y funcionarios notables e ilustrados, las urgencias y arrebatos de la política y de una enrevesada construcción institucional, en un momento tan delicado, no facilitaban el desarrollo de una relación estable y armónica de los gobiernos con un ámbito como el educativo, que la necesitaba de forma imperiosa dado su carácter de actividad estratégica. 46 A pesar de ello puede afirmarse, como de hecho lo hace Newland, que la reconstrucción del sector público fue una cuestión lenta pero constante   Al frente del ministerio se ubicó a Vicente Fidel López. El aspecto más llamativo del proyecto de escuela fue hacer evidente el espíritu y los intereses, un tanto excesivos, que guiaban la reforma, que eran, entre otros, colocar al futuro personal en la primera línea de prestigio social e intelectual, al proponer que ésta otorgara el título de institutor, equivalente al de doctor de la universidad. Salvadores, 1941, 151. 45   Salvadores, 1941, 20-67; Newland, 1992, 147-156. 46   Al utilizar el término actividad estratégica no nos referimos en este caso a la mayor o menor importancia que los gobiernos de la época otorgaran a la educación, sino a una de sus características fundamentales: su orientación de largo plazo e intergeneracional, para lo que es necesaria la creación de unas condiciones infraestructurales específicas. 44



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y, si se tiene en cuenta la situación de partida, bastante exitosa en esos primeros años. 47 Los años cincuenta, en los que la inviabilidad de establecer una soberanía compartida entre Buenos Aires y la Confederación se hizo evidente, estuvieron marcados por la vorágine política. Las batallas de Cepeda y Pavón pusieron punto final a la crisis y anunciaron la conformación, a partir de Buenos Aires, de un gobierno nacional, con Mitre a su frente. La solemne apertura del congreso nacional el 25 de mayo de 1852 abría así una época de «civilización». Sin embargo, lo hacía desde una importante tensión, de origen fundamentalmente político, entre las elites dominantes. Nueva construcción institucional y tensiones de renovada índole —locales, provinciales, nacionales e internacionales— iban a marcar a fuego la futura década, y con ella los distintos planos de una realidad social, entre ellos la política educativa, que se complejizaba a pasos acelerados. 48 2.2. Propagandistas En el proceso de consolidación del sistema educativo, y en su relación con la emergencia de una cuestión social temprana, jugaron un papel fundamental políticos, intelectuales y funcionarios que pusieron gran empeño en la «educación del pueblo», ya que vinculaba el impulso educativo con la reforma social, que veían imprescindible para la incorporación del país a un régimen de modernidad. Por múltiples motivos, tanto políticos como ideológicos, y sobre todo por la necesidad de construir un espacio propio, fueron difundiendo y elaborando pautas que formarían la base de sustentación de ese sistema en germen. Se trataba de «hombres de opinión» que hablaban desde el campo político que los subsumía, y que por su formación y trayectoria podían traducir y difundir experiencias y políticas de otros espacios y países y convertirlas en tema de un debate ampliado. En su afán por redefinir los marcos en que tradicionalmente estaba situada la educación, abogaban por su mayor presencia pública y por una especificidad más sofis ��������������������������������������������������������������������������������� S�������������������������������������������������������������������������������� e pasó de seis escuelas hacia fines de 1853 a 37 en 1860. Por su parte, el número de alumnos aumentó de 3.000 entre 1853 y 1854 hasta 4.700 en 1860. Los fondos asignados por el Estado también crecieron, del 1,5% del presupuesto al 2,6%, cifras superiores a las de la década de 1820 en que no sobrepasaban el 1%. Newland, 1992, 149-152. 48   Halperín Donghi, 1979; Bonaudo y Sonzogni, 1999, 29-96. 47

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ticada, tanto del «sistema» en su conjunto como de los actores que lo sostenían. Se enfrentaban a su vez a una situación paradójica dado que, a diferencia de otras áreas también en pleno proceso de constitución, como la salud, o el mercado de trabajo, la educación no se orientaba a paliar amenazas que, al menos en el imaginario de las elites, afectaban de forma inmediata al conjunto social. Por tanto la idea de crisis aguda, de aparición tan crucial con las epidemias, clave para el itinerario de conformación de otros campos de lo social, no era crucial en este caso. Si bien no puede decirse que no cundiera el pesimismo con respecto a la situación educativa, que muchos atribuían a fallas congénitas de la población nativa, sin embargo, las posibles soluciones se pensaban, según las propias características de lo educativo, como apuestas a futuro, bajo la forma de incentivos, a un tipo de relación pública intrageneracional. Mientras los médicos estaban obligados a correr detrás de unos hechos que hasta entonces no podían prevenir, los intelectuales propagandistas/ educadores, en parte debido a que consideraban irremediable la situación de la población adulta nativa, estaban obligadas a plantear soluciones básicamente estratégicas. Esto fue, en parte, lo que los condujo a una mayor notoriedad relativa. Pero la cuestión se mostraba muy compleja, puesto que la instrucción de las próximas generaciones implicaba importantes inversiones a largo plazo para el logro de unos resultados que en esa coyuntura específica a muchos, incluidos sus posibles beneficiarios inmediatos, podían resultar francamente inciertos. Curiosamente sin embargo, la debilidad en que cayeron algunas de las tradicionales elites de intermediación local, como el clero por un lado, y por otro lo poco estructuradas que estaban las instancias gubernamentales, permitieron a los más activos de esos intelectuales propagandistas —que por eso mismo podían saltar indiferenciadamente de unos espacios públicos e institucionales a otros— ocupar, y en buena medida crear, una parte relativamente central de la escena educativa. 49 La educación del pueblo y su influencia sobre la esfera pública constituían un tópico central en los debates y reflexiones de los intelectuales desde comienzos de siglo, cuando hombres como Moreno, Gorriti o Belgrano ligaron el ideario revolucionario a los esfuerzos educativos. Echeverría retomó esa mirada y la reforzó con su afán de que la   Sarmiento, Domingo F., «Progresos de la Educación Común en Chile y en Buenos Aires», en Anales de la Educación Común, Parte I (1858-1865) 1, n.º 9, 1 de septiembre de 1859, 271. 49



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educación del pueblo quedara en manos del Estado. Impugnó por tanto la política educativa del rosismo, que dejaba prácticamente en manos privadas el tema y también la postura unitaria que habría descuidado los contenidos cívicos del currículo escolar. Alberdi se destacó por su visión claramente utilitarista que primaba la educación por medio del trabajo, mientras que Sarmiento en cambio osciló entre aspectos utilitarios importantes y una visión marcadamente política de educación del pueblo. Domingo Faustino Sarmiento dominó la década de 1850 y lo hizo no sólo por su pensamiento, plasmado en dos obras publicadas en esos años —Educación Popular (1849) y Educación Común (1856)—, sino también por su intenso papel público como periodista —ocupó por esos años la dirección del Nacional que dejó vacante Bartolomé Mitre— y por su actuación en los distintos niveles de la política y la administración. 50 Su obra y trayectoria han sido analizadas de forma exhaustiva, por lo que las referencias que siguen se limitan a resaltar aspectos de su obra y actuación política e institucional esclarecedores del vínculo entre educación y temprana cuestión social. 51 Destacar aquí su figura no implica un retorno a historias heroicas que atribuyen el desarrollo educativo argentino a la actuación de unos cuantos visionarios. En ese aspecto coincidimos con Carlos Newland quien, a la luz de las cifras educativas que elabora, muestra la necesidad de relativizar el papel de aquellos grandes reformadores de la escuela pública y sopesar otros factores. 52 Sin embargo, es necesario señalar también el papel histórico específico de esos propagandistas e impulsores que las visiones «sistémicas» de la educación no permiten abordar con eficacia. Se trata de una forma de volver a los actores, que son quienes en buena medida encarnan complejos sociales amplios como el mercado, el Estado o el propio sistema educativo. Es bueno, por tanto, preguntarse una vez más quién era Sarmiento o, más bien, qué representaba. La pregunta se la hizo hace años Torcuato Di Tella, y si bien su respuesta fue esquemática, «representante de las elites empobrecidas del interior del país», tuvo el mérito de señalar el conflicto social implícito en el desarrollo educativo de la época. 53 Una   Durante esos años fue concejal por el barrio de Catedral al norte, senador por San Nicolás, y jefe del Departamento de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires, nombrado por Vélez Sarsfield. Ponce, 1976, 106-107. 51   Ponce, 1976; Tedesco, 1993; Newland, 1992; Puigross, 1991; Pineau 1997; Salvadores, 1941. 52   Newland, 1992. 53   Di Tella, 1969, 277-289. La misma pregunta volvió a hacerse Juan Carlos Tedesco años después. Tedesco, 1993. 50

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pista interesante y esclarecedora la brindó en su momento Juan Bautista Alberdi, al acusar a Sarmiento de haber vivido hasta entonces siempre a la sombra del Estado. 54 Recientemente, en un eficaz ejercicio de comparación de las intervenciones de Sarmiento en la prensa chilena de los años cuarenta, en las que abogaba por la constitución de un público lector femenino, con la realidad educativa de Buenos Aires de la década siguiente, Graciela Batticuore lo sitúa en el medio de disputas entre intelectuales por definir un público posible y forjarse un espacio y una identidad propios. Señala dos cuestiones importantes de ese proceso. La primera, la estrecha relación que existió entre esa preocupación por el público y la opinión pública y sus propuestas educativas. La segunda, la centralidad de esos temas en sus planes de progreso social. 55 La caída de Rosas determinó que las preocupaciones de las elites intelectuales de la época, en cuanto a su supervivencia como individuos y como grupo social, se fueran convirtiendo en las de un elenco político renovado y en los de una burocracia estatal naciente. La presencia de Sarmiento en todos esos escenarios fue, en tal sentido, paradigmática, como también lo fueron sus informes del Departamento de Escuelas, y la creación de los Anales de la Educación Pública. 56 Por otra parte, sus juicios previos vertidos en Educación Popular son indicios importantes de la forma, a veces contradictoria, en que las elites del momento concebían el progreso social. Ofrecen, en tal sentido, respuestas clave a la cuestión social que pretendían paliar y que, en forma paralela, ayudaban a conformar con sus propuestas. De manera más específica, esos juicios son también fundamentales para comprender la trayectoria del sistema educativo en las décadas de 1850 y 1860. En primer lugar destaca su optimismo, base de la preocupación obsesiva de Sarmiento por la educación del pueblo, que lo sitúa en el marco de una tradición ilustrada con la que comparte en buena medida sus diagnósticos, aunque con un matiz más pragmático. Dado que se trata de un optimismo peculiar y matizado, no predominó en forma absoluta durante el siglo xix. Por supuesto Rosas no era optimista con respecto a la educación del pueblo, a la que incluso consideraba contraproducente en algunos aspectos. Tampoco lo era Alberdi quién más bien tendía a creer en la capacidad transformadora y casi mecánica de unos planes   Ponce, 1976, 103-105.   Batticuore, 2005, 68-99. 56   Véase al respecto los artículos incluidos en Halperín Donghi, Jaksic, Kirkpatrick y Masiello (eds.), 1994. 54 55



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inmigratorios y de colonización, que junto al cambio racial introducirían de inmediato un «espíritu de industria» propio de los países del norte de Europa. 57 El optimismo fue una característica bien marcada en Educación Popular, bastante más que en Educación Común, publicada varios años después y con Sarmiento ya instalado en Buenos Aires, en la que predominaba un utilitarismo de corte más bien lineal. Sin embargo, su diagnóstico era efectivamente duro con los sectores populares nativos, «la barbarie», destinados para él a desaparecer en forma irremediable en muchos casos. Pero ¿por qué educar entonces? La cuestión presenta varias facetas. En primer lugar, ocupando un sitio estelar en la visión educativa sarmientina, se encuentra la imperiosa necesidad de formar ciudadanos aptos para ejercer sus derechos políticos. Para Sarmiento se trataba de un hecho irreversible, aunque contradictorio, de la modernidad, conclusión a la que llega sin embargo con cierta resignación. 58 En segundo lugar, la consolidación de un sistema público de enseñanza elemental cumpliría en ese esquema una importante función de control social: gracias a la educación, los sec­ tores populares se tornarían más respetuosos de los derechos de pro­ piedad y refractarios al uso de la violencia. Esta segunda faceta se complementaba, a su vez, con una tercera, eminentemente preventiva, orientada a distintas áreas. Por una parte trataba de atajar problemas vinculados al mercado de trabajo, al preparar a las futuras generaciones para su adaptación a los cambios tecnológicos que se vislumbraban. Por otra, mostrando perspicacia y un pensamiento matizado, en el plano social aspiraba a prevenir por medio de la educación las consecuencias no deseadas que los propios planes modernizadores acarrearían sobre la población nativa. Vaticinaba en este aspecto que una inmigración masiva de personas, con otras culturas, otros códigos y un manejo más fluido de las nuevas herramientas de trabajo, traería aparejado un indeseado descenso social de sectores nativos importantes en la definición de la sociabilidad. 59 Por último, la consolidación de la enseñanza 57  �������������������������������������������������������������������������������� Alberdi consideraba ������������������������������������������������������������������������ que los planes de educación puestos en práctica en la primera mitad del siglo sólo habían servido para alimentar el espíritu faccioso. Tedesco, 1993, 26-28; González Leandri, 2001, 515-517. 58   Sarmiento consideraba que «los derechos políticos, esto es, la acción individual aplicada al gobierno de la sociedad, se ha anticipado a la preparación intelectual que el uso de tal derecho supone». Señala que «nada habría parecido más conforme a razón preguntar al que va a expresar su voluntad […] si esa voluntad estaba suficientemente preparada. Pero los acontecimientos se han anticipado». Sarmiento, 1849, 14. 59  �������������������������������������������������������������������������������� El reemplazo de una sociedad por otra haría������������������������������������� «lentamente descender a las últimas condiciones sociales a los no preparados por la educación. De donde es fácil vaticinar

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pública prevendría los posibles desbordes sociales de la política. Es evidente en este caso la influencia de los sucesos revolucionarios del 48 europeo, tan importantes para que las distintas elites fijaran su mirada en la nueva cuestión social que emergía y que sin duda les preocupaba. Para Sarmiento, los altercados políticos e ideológicos que azotaban sobre todo a Francia se desplegarían por todos los continentes de forma irremediable. 60 Sus efectos negativos podrían verse morigerados por medio de un tipo específico de acción colectiva y por la promoción de nuevas formas de interdependencia social, en las que la educación jugaría un papel central. Para lograrlo apelaba al egoísmo de aquéllos situados en posiciones sociales y económicamente ventajosas. Se trata de un tipo de discurso que repetiría en el futuro una y otra vez, en ocasión de sus implementaciones educativas concretas y con respecto a otras cuestiones como, por ejemplo, la guerra o las consecuencias sociales del cólera. 61 Tres elementos centrales de Educación Popular permiten situar la cuestión de la educación pública como parte sustancial de la temprana cuestión social. En primer lugar, la idea de prevención, con claras raíces en el pensamiento ilustrado, temprana y férreamente consolidada en el pensamiento de Sarmiento, y tan atada a la especificidad del campo educativo en construcción. Entendida como fomento de la acción colectiva por un lado y de establecimiento de redes de interdependencia social por otro, induce a la pregunta sobre su afianzamiento en las otras áreas de lo social, sus interrelaciones, sus distintos itinerarios y cronologías y, sobre todo, sus formas de instalarse en el imaginario de las elites y en el público en general. Es éste uno de los puntos en el que, por la mayor transparencia de sus planteos, los intentos de promoción de un sistema público de enseñanza dieron a la temprana cuestión social algunas de sus características específicas. Es sabido que el itinerario recorrido por las ideas, desde su formulación inicial hasta su conversión en políticas públicas, es necesariamente arduo, y está sometido a múltiples influencias, ajenas muchas veces a sus impulsores, dada la a millares de padres de familia, que hoy disfrutan de una posición social aventajada […] que sus hijos en no muy larga serie de años desciendan a las últimas clases de la sociedad», Sarmiento, 1849, 14. Véase también «Nota del director», en Sarmiento (1858), 2001, 106. 60  �������������������������������������������������������������������������������� Para Sarmiento, la educación tendría un efecto preventivo al ������������������� «embotar aquel instinto de destrucción que duerme ahora», y «que ha de despertar a la vida política misma […] de todos los pueblos cristianos». Sarmiento, 1849, 15. 61   «Discurso del señor Sarmiento en la inauguración de las Aguas Corrientes», en Revista Médico Quirúrgica, 1868, año 5, n.º 13, 8 de octubre, 199-201.



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intervención, a veces decisiva de otros actores sociales, desde arriba y desde abajo. En este caso sucedió algo similar, la clara y temprana voluntad de intervención tardó mucho en consolidarse y su recorrido fue sinuoso; sin embargo es importante destacar cómo las ideas sobre la prevención, de la forma en que fueron expresadas en Educación Popular, sobre todo teniendo en cuenta la posterior trayectoria política y de funcionario público de Sarmiento, sirvieron para fijar el marco de las discusiones entre los participantes presentes y futuros del campo educativo en formación. Es allí donde radica su relevancia, que excede su ámbito específico, para desplegarse e influir al conjunto de la cuestión social temprana. En segundo término, el hecho de afirmar tajantemente que la educación forma parte de la administración pública. Escrita al hilo de la Revolución del 48, Educación Popular se mostró influida por los importantes cambios sociales y políticos, que su autor consideraba en gran parte irreversibles tanto en sus aspectos positivos como en los negativos. 62 El tercer elemento muestra la educación como un área aventajada dentro de los temas incluidos en la cuestión social, y que permitió fijar pautas para la intervención colectiva y estatal y para futuras demandas en otros ámbitos. Se trata de la consideración, sin duda temprana, de que la educación, «institución plenamente moderna», era convertida en derecho «por el espíritu democrático de la asociación actual», y para dejar bien claras las cosas se afirmaba a continuación que «esta igualdad de derechos es acordada a todos los hombres». Por otra parte, Sarmiento consideraba que de esa igualdad de derechos nacía también la obligación de todo gobierno a proveer de educación a las generaciones futuras ya que, razones de índole práctica y organizativa, impedían procurar de forma inmediata a toda la población adulta «la preparación intelectual que supone el ejercicio de los derechos que le están atribuidos». 63 Prevención y derechos se integraban en una trama discursiva que combinaba pesimismo presente con optimismo futuro, y que sin duda fijó el marco dentro del que se desarrollaría en las décadas siguientes la educación como parte de la temprana cuestión social.

62   Entre todos ellos destaca de manera especial «la imposición de un nuevo dogma social de que el Estado debe garantizar educación elemental a todos los individuos de la nación».� Sarmiento, 1849, 48. 63   Sarmiento, 1849, 13-15.

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3. La Sociedad de Beneficencia y el Municipalismo educativo (1850 y 1860) A la caída de Rosas en 1852, buena parte de las elites político-intelectuales que lo sucedieron concibieron la difusión masiva de la educación como un instrumento eficaz de cambio social y de «progreso». Sin embargo, su optimismo inicial se vio sacudido por las dificultades políticas e institucionales con las que inmediatamente tuvieron que enfrentarse, y por la imposibilidad tanto de retrotraerse sin más a los idealizados años veinte como de ignorar una compleja realidad educativa previa que incluía los años del rosismo. A pesar de los discursos innovadores y del hiato que la dictadura de Rosas representó, la educación elemental no sufrió en las décadas de 1850 y 1860 un cambio radical con respecto al período anterior. Fueron efectivamente años de ruptura, pero también de continuidad. En ellos la irrupción de nuevos actores que colaboraron para precisar el perfil público de la enseñanza elemental, vinculada al entramado gubernamental y al poder local, se vio complementada por la reformulación y reforzamiento de las funciones de otros protagonistas de antigua data, el más importante de los cuales fue la Sociedad de Beneficencia. Se trata al mismo tiempo de un período fundamental, dado que el éxito de muchas iniciativas que lograron imponerse con posterioridad no hubiera sido posible sin la consolidación ideológica y el anclaje institucional que el tema educativo adquirió en esos años. La educación elemental de esa década estaba dividida en cuatro sectores distintos, cada uno con su propia lógica de funcionamiento: el privado, el municipal, el de la Sociedad de Beneficencia y el rural (escuelas de campaña en manos del gobierno). Sólo en el largo plazo el aparato estatal evolucionó hasta una fase en la que su propia dinámica interna se convirtió en un elemento decisivo del proceso de colectivización. Ese proceso se cristalizó en los años ochenta y noventa, en los que comenzó a perfilarse la «cuestión social moderna». En los años cincuenta, a pesar de la distancia que los separa de estas fechas, se dieron importantes primeros pasos; éstos no deben sin embargo ser analizados como meros «antecedentes» en un marco de linealidad. La reconstrucción del sector público fue en esos años iniciales un proceso lento, pero también constante. El número de escuelas evolucionó desde el exiguo número de seis hacia fines de 1853 a 37 en 1860, y el de alumnos aumentó a 3.000 entre 1853 y 1854, hasta llegar a 4.700 en 1860. Al mismo tiempo, los fondos asignados por el Estado también crecieron, aunque nunca representaron proporciones demasiado considerables de los gastos totales: se elevaron desde el 1,5% del presupuesto



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al 2,6%, cifras sin embargo bastante superiores a las de la década de 1820, en que no sobrepasaban el 1%. 64 Un dato que arroja luz sobre la trama educativa del período fue el hecho de que del total del dinero asignado por el Estado para la educación elemental, una parte significativa recalara en manos de la Sociedad de Beneficencia —en 1854 recibió el 66% y en 1856 el 59%—, con lo que alcanzó una clara ventaja sobre el resto de los sectores. 65 El restablecimiento de la Sociedad de Beneficencia por Alsina, quien no escatimó elogios a la capacidad moral de las damas de la elite para llevar a cabo tareas benéficas y caritativas, significó en un comienzo un intento de retrotraer el modelo educativo a los años rivadavianos (lectura ilustrada y modernizante de lo educativo, gratuidad del servicio, control centralizado del sistema por parte de la Universidad, participación de la Sociedad de Beneficencia, mantenimiento del método Lancaster). Su inmediata insuficiencia hizo ver que la administración de lo público en una sociedad que ya no era la misma requería de serias innovaciones políticas e institucionales. A ese cambio de dirección se sumó de forma inmediata la propia Sociedad de Beneficencia, lo cual le permitió adquirir un mayor y renovado protagonismo en la educación femenina y el cuidado de los niños expósitos. En el decreto que fijaba su nueva posición se afirmaba de forma tajante que la Sociedad «dejó de existir totalmente en 1838». No era exacto, pero no se trató de un simple error, sino más bien de un indicio del estado de las relaciones entre el mundo masculino de la política, por un lado, y el espacio «anfibio» de las mujeres notables, por otro. Sólo una omisión de tal tipo, que obviaba las continuidades, permitía reconsiderar la importancia y visibilidad que ese espacio tenía para el nuevo orden reconstituido. 66 La Sociedad no sólo había funcionado durante toda la etapa anterior —aunque es cierto que con un serio deterioro de su actividad en los últimos años—, sino que luego de 1852 continuó siendo presidida por Cresencia Boado de Garrigós, en el cargo en la última década. Además, otras mujeres federales siguieron colaborando con la entidad. La más destacada era Agustina Mansilla, hermana de Rosas. Conviene recordar lo ya señalado en el capítulo 1: que la Sociedad siguió comportándose como una asociación relativamente autónoma, y obtuvo el apoyo de una parte importante del elenco político y, en especial, de los sectores católicos,   Newland, 1992, 118; Ramos, 1910, t. II, 5-20.   Newland, 153. 66   Little, 1980, 70-72; Meyer Arana, 1911, t. 1, 259-281. 64 65

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que la consideraban una garantía para los valores religiosos y conservadores. Con matices, se aceptaba que las mujeres de la elite social estaban adecuadamente capacitadas para manejar la educación de su sexo, y que su estrategia asociativa representaba una combinación óptima para fomentar el progreso sobre la base de motivaciones caritativas. 67 Fue durante esos años que las aspiraciones de la sociedad cobraron mayor importancia, dado que, en cierta medida, se consolidó el modelo filantrópico ilustrado que pretendía encarnar desde su nacimiento y que nunca hasta entonces había logrado concretar. Esa falta de concreción no debe ser atribuida, de forma predominante a presiones o a la competencia de otros actores o instancias sociales. Una y otra vez, a lo largo de la primera mitad del siglo, distintos gobiernos habían invitado a la Sociedad a hacerse cargo también de áreas más amplias que la educación, y a ocupar todo el espacio caritativo-benéfico susceptible de cuidados femeninos. Sin embargo, concientes de los recursos reales con que contaba o podía contar, sus distintas presidentes se negaron permanentemente a la ampliación de sus atribuciones. A partir del espaldarazo político que recibió, la Sociedad se vio obligada a reconvertirse. El punto crucial lo representó años más tarde la fundación del Hospital de Mujeres, con lo que avanzó de una manera firme sobre otras áreas que pasarían a ser su preocupación fundamental hasta bien entrado el siglo xx. Ello fue posible por motivos aparentemente paradójicos. Por una parte, influyó la mayor solidez política y financiera del Estado, que mejoró su capacidad organizativa, sobre todo en lo que respecta a la definición y distribución clara de ciertas tareas. También permitió un mayor cumplimiento de los pactos establecidos, en especial aquéllos vinculados a la regularidad de los apoyos financieros. Por otra parte, influyó también la mayor experiencia adquirida por las damas y el afianzamiento de sus saberes de gestión. Fue la confianza en ambas cosas la que condujo a la Sociedad a aceptar su nueva posición en la definición de las políticas asistenciales de la época. Sin embargo, esa consolidación tuvo importantes y, por momentos, paradójicos efectos sobre lo específicamente educativo. La mayor diversificación de la Sociedad incrementó la dispersión de sus intereses y capacidades, lo que condujo a un proceso paulatino de pérdida de centralidad relativa de lo educativo. En los intentos de relanzamiento de la educación pública un importante actor institucional fue la Municipalidad. La constitución de 1853 estipuló que la educación era de incumbencia y obligación provincial,   González Bernaldo de Quirós, 2001.

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mientras que las provincias, al organizar sus respectivos regímenes municipales, les encomendaron a los municipios las áreas de higiene, asistencia a los desvalidos y educación como atribuciones exclusivas. 68 El primer intento de instaurar un régimen municipal en Buenos Aires en 1852 correspondió a Urquiza. Su organigrama incluyó una comisión de educación a cargo de los establecimientos de ilustración y moralidad para hombres y mujeres, escuelas de primeras letras, artes y oficios, casas de juego, de expósitos y de beneficencia e inspección de huérfanos, aprendices y muchachos abandonados. 69 Era una respuesta a la necesidad de acabar con el caos en que había caído la administración pública durante el gobierno de Rosas, como afirmaban sus impulsores, y también expresión de la fuerza que estaban adquiriendo ciertas ideas sobre la «democracia local», que la propia constitución impulsaba. En 1854 el nuevo gobierno, surgido de la ruptura con la Confederación, promulgó una nueva ley de Municipalidades. En la teoría, refrendada después sólo en parte por la práctica, se primaba la importancia de tener instituciones locales sólidas que implicaban una importante descentralización administrativa. Los defensores de ese impulso municipal apelaron con fruición al pensamiento de Toqueville, en boga en algunos círculos, mientras que los vecinos notables, como ha sido señalado en el capítulo 1, lo consideraban de un valor inestimable dado que implicaba también «dejar los negocios particulares a la libre administración de los que tienen más intereses en ellos y más capacidad para dirigirlos». 70 Pero por motivos de diversa índole, entre los que se destacaron el hecho de que la Municipalidad estuviera presidida por el ministro de gobierno de la provincia y la fuerza de determinadas corporaciones, los intentos de impulsar la autonomía vecinal y la democracia local, liderada por unos vecinos ocupados en lo suyo y ajenos a la vorágine de las facciones políticas, se iba a mostrar bastante difícil de implementar. La ley de creación de la Municipalidad estableció también que sus actividades específicas fueran llevadas a cabo por cinco comisiones, Seguridad, Higiene, Educación, Obras Públicas y Hacienda, cuyas características y atribuciones fueron objeto de un largo y debatido proceso con unos resultados que erosionaron en parte el proyecto inicial. Mientras uno de sus artículos, el 63, encomendaba a las municipalidades mantener y vigilar la instrucción pública, los establecimientos de beneficencia y el culto divino, otro, el 33, encargaba a la comisión de educa  Salvadores, 1941, 268-272.   Decreto de instauración de la Municipalidad de Buenos Aires, Registro nacional de la República Argentina, t. I, 105. 70   González Bernaldo de Quirós, 2001, 37-38; Bernard, 1976, 73-76. 68 69

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ción las funciones que le habían sido asignadas por el decreto previo de Urquiza de 1852. 71 Los fines que se atribuían a dicha comisión eran amplios y a la vez difusos, y mostraban que la educación permanecía aún subsumida a la Beneficencia. A su vez, el hecho de incluir en ella tanto la atención de las escuelas como el mantenimiento del culto, que implicó la presencia en su seno de personal religioso que por momentos llegó a ser mayoritaria, no facilitaba que se ahondara en la especificidad educativa. A ello apuntaban las quejas de Sarmiento desde El Nacional y desde su puesto de concejal miembro, en minoría, de la Comisión. 72 En sus primeros tiempos, y al igual que en otras áreas como la de Higiene, que tuvo una evolución paralela, pronto se vio la enorme distancia que mediaba entre los deseos y la realidad, dado que la capacidad financiera del municipio impuso serios límites, que implicaron que a duras penas se alcanzara al mantenimiento de la infraestructura existente, salvo que el gobierno de la Provincia otorgara apoyos extraordinarios. 73 A su vez, las atribuciones educativas de la municipalidad se vieron inmersas de forma casi inmediata en complicadas tensiones, a partir de la creación de un Consejo de Instrucción Pública. Este organismo provincial, dependiente primero de la universidad y luego del Ministerio de Gobierno, orientó sus tareas a la inspección, regulación y creación de escuelas de campaña, pero a partir de algunos cambios se ocupó también en parte de las de la ciudad. 74 A los malentendidos que surgieron entonces, propios de todo proceso de construcción institucional, se sumó, como ha sido observado, la reforzada presencia en el área de la Sociedad de Beneficencia. Esta situación se mantuvo hasta bien entrada la década de 1870. 75 Entre 1854 y 1856 se produjo el desembarco de Sarmiento, primero en la Municipalidad y brevemente después en el área educativa, cuando fue nombrado jefe del Departamento de Escuelas dentro del Consejo de Instrucción Pública. Sus intenciones de acelerar y cambiar el sentido de las reformas iniciadas en 1852 y de promover una educación común centralizaron a su alrededor muchos de los problemas de la Instrucción Pública y produjeron tensiones de distinto tipo. 76   Salvadores, 1941, 268-272.   Sarmiento, 2001, t. XXVI, 62-67. 73   Sarmiento, 2001, t. XXVI, 62-67. 74   Registro Oficial del Gobierno de Buenos Aires, libro 33, 107; Registro Oficial del Gobierno de Buenos Aires, libro 34, 32. 75   Salvadores, 1941, 268-272. 76   El primer escollo se presentó en el momento mismo de su nombramiento, dado que su intención fue la de obtener el cargo de Superintendente de Escuelas que le permi71 72



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Bajo su iniciativa disciplinadota, el sistema educativo comenzó a adquirir una forma más orgánica. Evidentemente se partía de una situación precaria en la que la escuela pública funcionaba de una a manera muy deficiente y la cobertura educativa era realmente escasa. El informe del Departamento de Escuelas de 1856 calculaba de manera estimativa que mientras se daba educación a 7000 niños otros 17.000 quedaban fuera del sistema. 77 Dos aspectos problemáticos y cruciales orientaron de una manera decisiva el itinerario de la implementación del ideario de Educación Popular. Ellos se desprenden de la afirmación central de Sarmiento de que «el Estado preside la educación, la dirige e inspecciona». En primer lugar, la pretendida universalización de la educación imponía preguntarse cómo y dónde proveer de educación a los pobres, es decir, a aquellos que no podían proporcionársela por sí mismos. La otra cuestión se centraba en la generación de los recursos para el cumplimiento de tales objetivos. En todo momento ambas cuestiones se mostraron íntimamente entrelazadas, sobre todo a través de la apelación al «egoísmo de los acomodados». 78 A partir de esas dos premisas se implementó una estrategia de acción en la que la función escolar, materia del Estado y derecho del pueblo, era, o debería ser, eminentemente municipal. De ese carácter municipal derivará también la división de la campaña en distritos escolares y la formación de «comisiones escolares». La propuesta de Sarmiento tenía muy presentes los resultados negativos de una educación escindida a la francesa, con escuelas privadas muy caras y escuelas gratuitas municipales que, «a la vez que agobian las arcas de los ayuntamientos, caen en el estigma y en el descrédito de la mera caridad». 79 En sentido contiría dirigir toda la actividad educativa. En cambio fue nombrado jefe del Departamento de Escuelas, con jurisdicción únicamente sobre las escuelas de campaña. Al no resignarse a ese cargo menor e intentar a través de él influir sobre el conjunto del sistema educativo comenzaron los problemas, tanto con la Municipalidad como con la Sociedad de Beneficencia. 77   Sarmiento (1856), 2001, t. XLIV, 9-30. 78   Al respecto señala: «[…] una vez que lleguen a comprender los vecinos ricos el interés inmediato que tienen en la educación de todos los habitantes como medio de prosperidad general y como válvula de seguridad para sus propiedades y vidas en los tiempos difíciles que pueden sobrevenir». Proyecta al respecto: «En nuestras escuelas, cuando hayan de fundarse sobre un sistema inteligente, conviene principalmente ligar a su prosperidad por la asistencia de sus hijos a los vecinos ricos que en todo caso habrán de pagar la educación pública que encontrándola completa y eficaz para sus hijos en escuelas nacionales (municipales o estatales) encontrarán economía y ventajas en preferirlas». Sarmiento, 1849, 57 y 70. 79   Considera que «si (en Francia) la escuela privada es preferible a la escuela pública es simplemente porque esta última no llena completamente su misión, no obstante

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trario, observó con atención las virtudes del modelo holandés de escuelas municipales pagas y las del estado de Massachusetts, con muchos puntos de contacto con él, pero globalmente superior, según su criterio. 80 Su plan contemplaba la creación de un impuesto sobre la renta o la propiedad privada, destinado específicamente a la educación. De este modo, las familias acomodadas estarían financiando la escuela de sus hijos y creando un fondo común para subsidiar la de aquéllos que no estuvieran en condiciones de pagar. Así se libraría al Estado de una carga pública a la que no siempre podía hacer frente. 81 La propuesta resultaba novedosa, dado que la inicial desconfianza en el Estado, sobre todo como recaudador y distribuidor de unos recursos siempre escasos, dio paso a lo largo de las distintas propuestas a una combinación de descentralización económica que permitiría ampliar el alcance de la educación a sectores a los que hasta entonces no llegaba, con centralización pedagógica y administrativa, ésta sí a cargo del Estado. 82 La «educación para todos», según la denominaban sus impulsores, implicaba un fuerte llamado a la interdependencia social que derivaba de su visión «sistémica» y sin duda política, en la que jugó su parte el espectro del 48 y la urgencia por que el sistema se generalizara. Si bien los problemas o riesgos de la ignorancia no eran para aquellos propagandistas una cuestión individual sino colectiva —es decir, social, y de ahí su urgencia—, no implicaba que los riesgos fueran inmediatos, o experimentados como tales por los distintos actores sociales, ni tampoco que los sectores acomodados a los que se apelaba con tanto ahínco respondieran solidariamente. Se trató de una tensión que aquejó en forma permanente a todo el período, típica de la no siempre bien avenida interrelación estratégica entre intereses particulares y afanes de colectivización. Dicha tensión se encadenó a su vez con otras derivadas de la apelación simultánea a riesgos y mecanismos de control y disciplina bastante focalizada, y a unos derechos a una educación «mínima» que, en teoría, se suponían iguales para todos. tener todas las ventajas en cuanto a inspección, reglamentos, maestros, métodos»; Sar1849, 30. 80   Del caso holandés destaca su flexibilidad y el hecho de que «al mismo tiempo pagando la instrucción la clase media permite a la ciudad concentrar fuerzas sobre los que no pueden pagar»; Sarmiento, 1849, 30-35. Con respecto a la educación del estado de Massachussetts, es bien conocida la admiración de Sarmiento por la obra de Horace Mann y el hecho de que muchas de las reformas que impulsó fueron intentos de aplicar su modelo educativo. Tedesco, 1993. 81   Sarmiento, 1849, 23-48. 82   Newland, 1992, 136. miento,



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Esa tensión dio lugar a la irrupción de conflictos de distinta intensidad en los diferentess niveles del sistema en formación. En un primer nivel, el de las actuaciones o políticas públicas, el tono estuvo connotado fundamentalmente por conflictos jurisdiccionales, producto de la existencia de varias autoridades educativas paralelas: la Comisión de Educación Municipal y el Consejo de Instrucción Pública Provincial, con participación intermitente de la universidad, a los cuales se agregaba la Sociedad de Beneficencia. Las pugnas que en ese nivel se originaron fueron indicios o síntomas de cuestiones más amplias y complejas, sobre todo porque indujeron a que se fijaran posiciones, se pulieran o cambiaran estrategias, se buscaran consensos, se compitiera y, lo que es más importante, se generara opinión. En definitiva, esas tensiones jurisdiccionales y de atribuciones entre grupos, sectores e instituciones contribuyeron a que cada uno de los partícipes del drama educativo del momento definiera un perfil propio, se amoldara a las circunstancias y generara a su alrededor un conjunto de interdependencias que contribuirían a la consolidación de la educación como ámbito de lo social. Tales situaciones, que a veces alcanzaron el nivel de un conflicto más abierto, contribuyeron también a hacer más visible el papel jugado por personas o grupos que se definían como «expertas», «especializadas» o «entendidas» en la definición del área educativa como atributo estatal. Dichos actores ejercían su papel a veces desde el interior mismo de ese espacio estatal incipiente, y otras desde tramas cercanas y aledañas, que en ese momento de precariedad institucional llegaban, en algunos espacios geográficos y áreas de incumbencias específicas, a confundirse o mimetizarse con el estado mismo. La trama de discursos, actividades y conflictos que así se conformó actuó en consecuencia como propagadora de estatidad, es decir, como parte constitutiva de la incipiente construcción estatal. En este proceso se destacaron pugnas y negociaciones que mediaron en la distancia existente entre los discursos e intenciones de los actores y las políticas públicas efectivamente implementadas y que dieron la medida de las condiciones sociales que las hicieron posibles. 83 En este punto, y con el afán de recalcar el carácter no teleológico de ese proceso, es necesario insistir en que las innovaciones de los años cincuenta y sesenta, con eje en el mandato constitucional y en la impronta municipalista, entraron en juego en espacios predefinidos por otros actores, también ellos en proceso de transformación, pero de antigua raigambre. Habían pasado ya más de tres décadas desde la experien83

  Oszlak, 1997.

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cia rivadaviana, y algunos años más desde los primeros experimentos transformadores ilustrados. Mención especial merecen las comisiones parroquiales como institución y expresión de los vecindarios, que ya en décadas anteriores se habían mostrado como nudo de tensiones varias. Con respecto a su participación en el sistema algunas de las iniciativas adoptadas durante el período resultaron un tanto apresuradas y poco articuladas, lo que condujo a sonados fracasos en proyectos emblemáticos, como el de la Escuela Modelo. En este punto, clave para el carácter municipal y participativo de la educación por el que bregaban algunos grupos e instituciones, y para su posterior revisión a partir de los años ochenta, jugó un papel fundamental el complejo balance que los distintos sectores sociales hacían entre, por un lado, los riesgos que se pretendía conjurar por medio de un sistema de educación descentralizado y los cálculos de pérdidas y beneficios que implicaba el involucrarse de distinto modo y desde distinto lugar en ese proceso colectivo. 84 Las condiciones económicas y la propia disposición de una sociedad en la que primaban los criterios patrimonialistas de organización sellaron su destino. Esto explica en parte las dificultades con que se encontraron los impulsores de una educación pública más específica, tanto para erosionar las estrategias benéficas predominantes como para impulsar mecanismos de obligatoriedad escolar. A pesar de sus altibajos, la Sociedad de Beneficencia llevaba acumulada también una dilatada experiencia de gestión y de relación con los distintos gobiernos. Es por ello que las tensiones que protagonizó fueron emblemáticas del marco educativo de la época, y arrojan luz tanto sobre las concepciones educativas predominantes y las alternativas que fueron surgiendo a su lado, como sobre la relación entre educación, instrucción y cuestión social. Entre los aspectos más significativos de la reforma que trató de imponer Sarmiento, al frente del Departamento de Escuelas, se destacó el rol clave que adjudicaba a las mujeres en la educación, no sólo como parte del alumnado sino también como maestras. Si bien no dejaban de ser consideradas como «auxiliares», se destacaba su mayor capacidad para educar a la niñez. Importante papel jugaron en ello los beneficios económicos que su incorporación a las aulas reportaría. Al cobrar menos, abarataban los costes del sistema, agilizando de tal forma su difusión masiva. 85 84   Esto no fue exclusivo de los sectores altos sino que, por múltiples motivos, afectó también a un conjunto más amplio de la población. La difícil y controvertida aplicación de la obligatoriedad escolar durante todo el siglo es una muestra notable. 85   Sarmiento, 1849, 71-102; Sarmiento (1856), 2001, 12-13.



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Esa concepción del papel de la mujer en el sistema educativo, a la que se sumó el afán de centralización pedagógica y administrativa, condujo primero a algunas diferencias y, después, a una tensión más abierta con la Sociedad de Beneficencia; estas disensiones derivaron no tanto en una impugnación del sistema filantrópico-educativo vigente como en el planteo de discordancias parciales. La situación fue compleja y no siempre resulta fácil distinguir entre críticas orientadas a discutir la posición de la Sociedad de Beneficencia en el área, de otras que tenían por fin cuestionar la paradójica importancia relativa que tenía la educación femenina en la época, tanto en recursos como en número de alumnos. En lo referido a la centralización y a la impronta municipalista también se plantearon problemas, dado que los actores cambiaban de lugar, y de opinión, según la oportunidad política, y no es fácil encontrar coherencia a lo largo del período. Si en un principio todo fueron elogios hacia la Sociedad de Beneficencia, que era colocada como ejemplo a seguir por el resto de los países americanos, a partir del segundo informe de la dirección del Departamento de Escuelas la cuestión dio un importante viraje: pasó a ser considerada un obstáculo para la reforma educativa deseada por su inadmisible autonomía y su predominio en la captación de los recursos del Estado. El momento crucial se dio en 1856, al hacerse efectiva la ley de Municipalidades que colocó la educación bajo la autoridad de la Municipalidad, cuestión que logró sortear la sociedad apelando a su relación directa con el gobierno. El conflicto que se desencadenó y en el que Sarmiento participó desde su puesto en la comisión de educación municipal revela las ambigüedades de la política gubernamental, dada su apelación en el área educativa a la creación de órganos municipales específicos y de «servicio público» y, paralelamente, a criterios —como el mantenimiento de la autonomía de la Sociedad de Beneficencia— que chocaban tanto con los principios representativos como con las competencias técnicas específicas que reclamaban otros actores, grupos y organismos. Esta cuestión ha sido ya abordada con suficiente profundidad por trabajos previos y mencionada en el capítulo inicial, por lo que no es necesario insistir. Sí es necesario, en cambio, introducir un par de reflexiones que la vinculan con una faceta poco observada de la relación entre educación y cuestión social temprana. 86   González Bernaldo de Quirós, 2001, 45-71; Sarmiento, Domingo F., Segundo informe del departamento de Escuelas (1858), Buenos Aires, abril 10 de 1859, en Sarmiento, 2001, 46. 86

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Se ha considerado que en 1856 algunos liberales comenzaban a ver en esa política, que estaba en pleno apogeo, rasgos de anacronismo, y señalaban que la administración y el contralor educativo requerían competencias específicas más que gestos de generosidad. Si bien esto es cierto, era en los matices donde se definía la cuestión. Las llamadas competencias específicas fueron de hecho creaciones sociales y culturales, y no determinantes externos invariables, por lo que se vieron inmersas en una historicidad propia y bastante compleja. Fue lo que sucedió con las Damas de Beneficencia, que en su práctica cotidiana en el área desarrollaron habilidades específicas y saberes de gestión, difíciles de distinguir de los meros gestos de generosidad, pero también de unos atributos «técnicos», en teoría más específicos, sobre todo en la alta administración institucional. Ello contribuyó de una manera singular a definir los rasgos de especificidad de la «política social» de este período. Por lo tanto, la pugna por la legitimidad y por la «práctica legítima» en el área educativa se caracterizó durante este período por su indeterminación, base de la solidez que en esos años mostró el paradigma filantrópico connotado por la presencia relevante de la Sociedad de Beneficencia. En este sentido, las polémicas que tuvieron como protagonistas a las damas caritativas en la década de 1850 arrojan luz sobre la especificidad de ese espacio de interdependencia social que se estaba conformando a partir de lo educativo. Muy ilustrativos con respecto a las cuestiones que allí se dirimían resultan los juicios vertidos por Mariquita Sánchez de Thompson en cartas públicas y privadas enviadas a Sarmiento, con motivo de las opiniones desfavorables sobre la Sociedad que éste publicó en su segundo informe educativo. 87 Bien miradas sus entrelíneas, se 87   A las críticas de Sarmiento, Mariquita responderá por medio de dos vías: una carta pública enviada a La Tribuna y una privada. En la carta pública da cuenta de la forma en que la Sociedad ha gastado el subsidio. Aprovecha para señalar su convicción acerca de la importancia de la necesidad de brindar una educación elevada a todas las clases sociales. Afirma que «la instrucción superior a los medios de existencia o la clase social podría ser peligrosa si no la acompañase la educación, y ésta es inseparable suya en toda escuela; y he dicho podría ser, por que a mí me parece que en las personas cuyas inclinaciones no son peores de lo general, la instrucción aún sola puede con la edad desarrollar y enderezar el sentido moral». Batticuore, 2005, 89-99. En la carta privada le señala «que mal partido me ha hecho el viejo amigo con ese negro informe contra esta pobre Sociedad […]. Usted nos acrimina porque no hacemos innovaciones y, entre tanto, con todas sus evoluciones, nos da usted el resultado más triste de su Escuela Modelo, ¡que no ha quedado fijo sino un discípulo! Usted es un injusto, no se contenta con la política y los muchachos y quiere pelearse con las mujeres, ¡y no sabe qué malos enemigos son! No nos haga la guerra, que podemos hacer mucho bien estando de acuerdo […]». Batticuore, 2005, 97; Sánchez, 1952.



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observa la magnitud y complejidad de las cuestiones abordadas, que excedían largamente la mera gestión, para adentrarse en las relaciones de poder, o de un tipo específico de poder, enmarcadas en una matizada «cosmovisión educativa» que les dio el tono. 88 Puede observarse por tanto que, si bien existieron coincidencias entre Sarmiento y Mariquita Sánchez con respecto a la misión civilizadora de la escuela y en su consideración de que la educación debía administrarse según la clase, sus desencuentros programáticos tuvieron peso. Estos radicaron en el mayor apego de las damas a una visión ilustrada y «moral», más clásica, en contraposición a la visión de Sarmiento, más pragmática, que abogaba por una educación más estandarizada, con mayores visos de alcanzar una difusión tan amplia como urgente. Tensiones se dieron también en otros niveles, sobre todo en aquellos en los que se producía la intersección de las políticas públicas con los intereses y expectativas de las familias. Tuvieron, además, múltiples manifestaciones, desde las distintas opiniones de los padres con respecto a los castigos corporales, la educación religiosa o la oposición al sistema lancasteriano, sobre todo entre los sectores medios y altos, hasta la resistencia de grupos populares a las iniciativas reformistas en materia de obligatoriedad escolar. Éstas se daban tanto por motivos económicos como de organización del trabajo, especialmente en las zonas rurales, y tuvieron repercusiones en las dificultades existentes para definir de una manera uniforme el concepto y alcance del concepto de niñez, clave para la relación intrageneracional y base de las propuestas educativas con mayor repercusión sobre la cuestión social. 4.  El legado del impulso inicial A pesar de sus altibajos, de estos años queda un legado de importancia, sobre todo si se toma en cuenta el discreto desarrollo de la educación elemental en la década siguiente. En primer lugar, se produjeron serios intentos para alcanzar mayor orden y disciplina en el sistema. En esto jugó un papel importante la producción de informes educativos y, también, la búsqueda de información y elaboración de datos estadísticos que supuso. En lo más específicamente social se destacó el estudio realizado en parroquias de la capital sobre la profesión de los padres de los   Conviene recordar que una de las acusaciones de Sarmiento era que la Sociedad daba a las alumnas de la institución una educación lujosa e inútil que excedía lo deseable para los sectores populares. Sarmiento (1858), 2001, 45-46. 88

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alumnos que asistían a las escuelas gratuitas. 89 También fueron importantes los intentos de regularizar y «crear rutinas» en el funcionamiento educativo y administrativo, tanto del sistema en su conjunto como de las escuelas, para lo cual se elaboraron circulares que se hicieron llegar periódicamente a los instructores, como por ejemplo la que exigía el envío de informes sobre la asistencia de los alumnos. 90 Tales actividades se complementaron con un programa de difusión de las bondades de la educación pública, a cargo de Marcos Sastre, cuyas inspecciones cumplieron una función múltiple de control y difusión. A su vez, sus visitas a las escuelas de campaña se convirtieron en grandes actos, casi apostólicos, con un alto contenido ritual, que colaboraron en la construcción de una fuerte parafernalia simbólica alrededor de lo educativo, con importantes consecuencias posteriores. 91 La figura de Marcos Sastre fue paradigmática de los años cincuenta y sesenta, en algunos aspectos tal vez más que la del propio Sarmiento, con quien simultáneamente competía y colaboraba. Sastre fue central en el armado institucional de la educación de esos años, dado que además de ser un difusor eficaz, se mostró muy centrado en temas sociales y específicamente pedagógicos, en cuyo desarrollo descansaba en buena medida el destino del área, como la niñez, las formas de aprendizaje, la disciplina escolar y la autoridad del maestro. Mientras Sarmiento se orientó sobre todo a la alta gestión y se preocupó principalmente de que el sistema avanzara lo más rápido posible, Sastre se interesó más por los mecanismos de funcionamiento interno, las estrategias docentes, y la importancia de los detalles. Además, dado su cargo de inspector, actuó mucho sobre el terreno específico. 92   De tal forma se comprobó, de manera fehaciente, que la gran mayoría de sus usufructuarios pertenecían a las clases medias y acomodadas de la sociedad, lo que permitió, más adelante arancelarla según el criterio de que había que dejar libres las arcas del estado para poder cumplir con la obligación de educar a los pobres. Sarmiento (1856), 2001, 18-20. 90   Sarmiento (1856 y 1858), 2001. Interrogatorios. Estado general de la instrucción pública en el estado de Buenos Aires, en Anales, 1, n.º 2 Diciembre 1 de 1858, 61. 91   Sastre, Marcos, «Extractos del Informe del Inspector General de Escuelas», en Anales, 1, n.º 2, 1 de diciembre de 1858, 48; «Discurso pronunciado por el Inspector General de Escuelas ante Municipalidad de Baradero», en Anales, 1, n.º 2, 1 de diciembre de 1858, 51. 92   Existieron marcadas diferencias entre ellos en temas importantes. Un ejemplo fue la diferente posición que asumieron frente a los castigos corporales. La postura de Sarmiento fue ambigua y en buena medida pragmática, dado que lo que le interesaba era, sobre todo, que la figura del maestro se impusiera de una manera rápida. En cambio Sastre se mostró contrario a ellos de manera absoluta y teorizó al respecto en su propuesta pedagógica. Algo similar sucedió con respecto a la negativa de Sarmiento a autorizar 89



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En los distintos cargos que asumió Marcos Sastre también se mostró como un gran difusor del modelo de educación norteamericana y, a la vez, de la religión católica, lo que redundó en la eficacia de su misión, sobre todo en la campaña, donde había que lidiar con complejos sistemas de intermediación local. Obviamente, también mantuvo fricciones con docentes proclives a la educación laica, que no ocuparon un lugar protagónico durante este período. 5. Los años sesenta: deterioro y propaganda renovada Durante los primeros años de la década de 1860 se levantó gradualmente, a partir de Buenos Aires, la estructura de un gobierno nacional que condujo a cambios políticos y sociales de importancia. El rechazo por parte de la legislatura provincial del proyecto de Mitre, que intentaba federalizar al conjunto de la provincia, originó serios contratiempos, dado que la solución de compromiso a la que se llegó finalmente, que legalizó la coexistencia en la ciudad de las autoridades nacionales junto a las provinciales, se mostró francamente inestable. La consecuencia fue el estallido del Partido de la Libertad y la polarización política entre los liberales nacionalistas y las distintas corrientes autonomistas partidarias de la supremacía de las autoridades e instituciones provinciales. 93 La profunda polarización que se produjo incidió sobre un campo amplio de cuestiones que excedían el de la mera lucha política, hasta el punto de afectar a instituciones, como la Sociedad de Beneficencia, que habían hecho gala de su prescindencia de los conflictos propios del mundo político masculino. Como no podía ser de otra forma, influyó también sobre el sistema educativo en construcción, por lo que muchas de las críticas, conflictos jurisdiccionales y de atribuciones de esos años, heredados sin duda de la década anterior, cobraron una nueva fisonomía al hacerse aún más difíciles de distinguir de las tensiones propias de la lucha de facciones. Se trata de una característica generalizable a otras áreas de lo social, en especial la del control sanitario. En forma paralela se produjo en esta década un aceleramiento del crecimiento económico y de la población, que comenzaron a alterar las el temprano proyecto de Sastre de crear una escuela normal, con el argumento de que en la coyuntura era más práctico y barato recurrir a los maestros inmigrantes, a partir de su filosofía de que «si hay maestros hay educación».� Sastre, 1862; Sastre, 1865. 93   Halperín Donghi, 1979; Rock, 2002; Bonaudo, 1999; González Bernaldo de Quirós, 2000.

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dimensiones, la fisonomía y los ritmos de la ciudad de Buenos Aires. Ese progreso mostró sin embargo altibajos, ya que se vio afectado de una manera seria, y a veces ambigua, por los conflictos civiles permanentes durante el período y, sobre todo, por la guerra del Paraguay. A ellos se sumó la irrupción de epidemias de cólera y fiebre amarilla, de importantes consecuencias. 94 La población registró un incremento notable. En la capital ascendió de 90.076 habitantes en 1854 a 177.787 en 1869, de los cuales 88.126, casi un 50%, eran extranjeros, lo que muestra su importancia relativa y su trascendencia futura en términos sociales y culturales. 95 En el campo estrictamente educativo, este proceso produjo una mayor heterogeneidad social y de prácticas asociativas e institucionales. Efectivamente, además de los propagandistas ya mencionados en los apartados anteriores y otros actores, nuevos colectivos intentaban participar en ese campo en formación. Ya en la década anterior comenzaron a proliferar de forma espontánea sociedades populares de educación, entre las que predominaron las creadas por las colectividades españolas e italianas que en buena medida paliaban la precariedad del sistema de educación público. Las condiciones educativas de los inmigrantes, así como su participación en el sistema fueron muy distintas, sin embargo, al modelo imaginado por los intelectuales de la época. Al fundar escuelas y asociaciones educativas las colectividades extranjeras, en particular la colectividad italiana, pero también algunas otras, intentaron controlar la reproducción de su cultura nativa. Esto promovió el asombro de intelectuales y políticos, dado que no esperaban encontrar en esas iniciativas los mismos rasgos particularistas que se había pretendido eliminar del ámbito local por medio de la inmigración. 96 Fue en esta época que comenzó a fraguarse, para madurar en la siguiente, un movimiento que alcanzó su punto culminante con la realización del congreso pedagógico italiano de la provincia de Buenos Aires en 1881, que mereció la dura crítica de Sarmiento. 97 Los años sesenta fueron escenario de una profunda ambivalencia en el sistema de educación elemental. Si bien no puede negarse la existencia de avances en aspectos concretos, como en la edificación escolar,   González Leandri, 1999.   Gorostegui de Torres, 1972, 125-128. 96   Sobre la relación entre inmigración italiana y cuestión educativa, Favero, 1985, 165-208; Halperín Donghi, 1987, 191-238; Halperín Donghi, 2003, 87-93; Devoto, 2003. Para el período posterior, Bertoni, 2001, 41-77. 97   Las críticas de Sarmiento a la actividad educativa de la colectividad italiana pueden consultarse en Sarmiento, 1928. 94 95



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sobre todo en las áreas rurales, es innegable también un cierto retraimiento de la iniciativa pública, que algunos contemporáneos calificaron como absoluta parálisis. 98 La orientación del nuevo gobierno nacional y la más compleja relación que comenzaba a establecer con la provincia impusieron otras prioridades y orientaciones, tanto en lo organizativo como en lo estrictamente pedagógico, a pesar de que en los discursos se seguía manteniendo su importancia. Es bien conocido el hecho de que mientras el gobierno de Mitre apostó fundamentalmente por fortalecer la escuela secundaria, los de Sarmiento y Avellaneda mantuvieron en la práctica su ideario de priorizar la educación común. Pero fueron sobre todo los erráticos avatares que tuvieron lugar en las distintas instancias educativas del estado provincial las que más marcaron el tono de la evolución educativa durante estos años. 99 La retirada de Sarmiento de la primera fila de la escena política y del espacio educativo dejó un vacío de articulación entre ambas esferas. Otros actores sociales e institucionales intentaron cubrirlo, para lo que tuvieron que dirimir el papel que correspondía a cada uno por medio de negociaciones que alcanzaron un mayor grado de conflictividad hacia el fin de la década. En 1862 se experimentó, una vez más, con viejos remedios, al promoverse la reincorporación de la Universidad de Buenos Aires a la dirección del Departamento de Escuelas. Al no funcionar la prueba se volvió a la estrategia de los años cincuenta de colocar a su frente a un funcionario educador con atribuciones específicas. Sin embargo, al poco tiempo se lo subordinó a un nuevo Consejo de Enseñanza Superior. 100 Esa deriva mostró las dificultades de los altos funcionarios de la educación elemental para construir un espacio directivo propio con capacidad ejecutiva y de centralización de los aspectos estrictamente pedagógicos y organizativos, tal como había sido propuesto años antes. También expresó las nuevas disyuntivas que debía afrontar el campo, debido a la omnipresente pugna de facciones políticas y, además, la mayor susceptibilidad del gobierno provincial ante cuestiones que pudieran coartar su autonomía. No fue casual que desde ámbitos más o menos especializados arreciaran las críticas a un sistema que fue tildado de poco democrático y proclive a promover un tipo de gestión de la educación de tipo «ofi  En una carta a Juana Manso, Sarmiento alababa, refiriéndose al sistema educativo, su «valiente tarea de mantener despierto al narcotizado enfermo», Anales de la Educación Común, vol. III, 31 de enero de 1866, n.º 31. 99   Tedesco, 1993; Korn, 1983. 100   Salvadores, 1941. 98

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cial» o a «la francesa». 101 En efecto, muchas de sus iniciativas fueron el resultado de cambios que obedecían en general a acuerdos y desacuerdos de origen político, los cuales mostraban un común afán por centralizar fuertemente la gestión en ese nivel, a pesar de su llamamiento a la participación de vecinos y maestros. Sin embargo, el deterioro de la educación pública elemental de esos años, que sin duda existió, no puede ser leído solamente a través de aquellas críticas, agudas y certeras en muchos casos, dado que los afanes profesionalizadores que las sostenían no eran ajenos a esa pugna de facciones que imponía su lógica. Años más tarde, el inspector Ramos, a partir de las certezas de un sistema educativo nacional afianzado, dio una visión bastante más matizada. En ella articulaba rupturas y continuidades al atribuir parte del deterioro del sistema de educación pública de esos años al hecho de que Marcos Sastre continuara con el mismo modelo administrativo iniciado por Sarmiento el que, dada la precariedad ambiente, distaba de ser eficaz. 102 Sin embargo, un indicio importante de la situación de deterioro no tanto de lo educativo en sí, sino de su sistema organizativo y regulatorio público, fue el hecho de que durante varios años la administración no pudiera publicar los datos referidos a la escolaridad. Ello se debió, además de a sus obvias limitaciones, al hecho de que muchas escuelas privadas y de la Sociedad de Beneficencia se negaron a hacer entrega de los datos que desde el departamento se les requería, o la retardaran de una manera excesiva. Se había roto el marco de regulaciones que, no sin dificultades, se había instaurado la década anterior, hecho que Juana Manso atribuyó al «descalabro administrativo» del área. 103 La incapacidad del sistema educativo de situarse a la par de los cambios demográficos y sociales que estaban aconteciendo, y no tanto su deterioro absoluto, fue corroborada por el informe oficial del Departamento de Escuelas de Marcos Sastre en 1865. 104 Éste señalaba que, si bien en la campaña se avanzaba gracias al aporte de las distintas municipalidades, el retraso era evidente en la ciudad, en la que, a pesar de un aumento en el número de escuelas públicas, se había dado una baja de la cantidad de niños asistentes en los últimos años. Aunque ésta era atribuida a la mejora de los edificios escolares y a los métodos de cálculo utilizados, lo insólito de la situación dio lugar a intensos comentarios   Anales de la Educación Común, vol. III, n.º 28, 31 de octubre de 1865, 65-69; n.º 33, 31 de marzo de 1866, 229-231. 102   Ramos, 1910, t. I, 18-21. 103   Anales de la Educación Común, vol. III, n.º 28, 31 de octubre de 1865, 65-69. 104   Ibídem. 101



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sobre sus causas. Los cambios institucionales que se sucedieron, sobre todo partir de 1868, no alteraron de manera significativa esa tendencia estacionaria de la escuela administrada por los poderes provinciales. A pesar de todos sus esfuerzos, funcionarios como Eduardo Costa, que ejerció distintos cargos de importancia en el gobierno de Mitre, no pudieron hacer tampoco que el Departamento de Educación presentara las cifras que le solicitaban, ni en 1869, ni en 1871 —entendible en este caso por la epidemia de fiebre amarilla—, ni en 1873, en pleno proceso de cambios en el área. Recién en 1872, Nicolás Avellaneda, desde su posición de ministro del Gobierno Nacional, sobre la base de informes previos elaborados por Costa y gracias también a la realización del censo de 1869, pudo dar a conocer datos acerca de la situación que permitieran una acción oficial más orgánica y dejar atrás por tanto «la etapa de las conjeturas». 105 Sólo entonces, dieciséis años después de los primeros informes del Departamento de Escuelas, tan detallados y llenos de propuestas, se tomó desde el gobierno conciencia plena de la situación de retraso de la educación pública elemental con respecto a las condiciones generales del país, que comenzaban a mostrar signos de progreso 106. Una asistencia comprobada a las escuelas de 25.364 niños en 1869, sobre un total de medio millón de habitantes, mientras que en 1860 se educaban 17.479, demostraba las claras deficiencias del sistema. 107 Las distintas memorias municipales corroboran en líneas generales una similar trayectoria de las escuelas bajo su dirección, que ocupó un espacio central en el dispositivo educativo de esos años. Muestran también que sus incumbencias y las de las comisiones parroquiales de notables, encargadas de darles impulso, no alcanzaron a cumplir las expectativas que habían levantado en años anteriores, a pesar de las buenas intenciones y voluntad de cambio que mostraron algunas comisiones específicas. Ya la comisión municipal de 1862 expresaba su descontento con la situación, mientras que la de 1866 se mostró más enfática al acusar a sus antecesoras de descuido e inacción, y de haber limitado sus incumbencias reales al «triste rol de pagar los gastos». 108   «Informe del ministro Avellaneda», citado en Ramos, 1910, t. I, 23-32.   Así lo confirmaba el informe «Doce años transcurridos desde 1860 hasta 1872, el aumento de la población, la riqueza acumulada, la mayor masa de estímulos civilizadores reunidos en una provincia tan favorecida, hacían esperar otros resultados», Ramos, 1910, 25. 107   Ramos, 1910, t. II, 21-26. 108   Memoria municipal, 1862, 180-181; Memoria municipal, 1866, 32. 105 106

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Sin embargo, el descontento y la crítica con respecto a la «oscuridad educativa» reinante, en los que parecían coincidir oficialistas y detractores, reflejan sólo un aspecto de una etapa tan compleja. Ésta se caracterizó también por sus profundos vaivenes, la fluidez de la situación en el nivel de base del sistema y la heterogeneidad de proyectos que pugnaban por ocupar espacios más relevantes. Esos procesos fueron acompañados por otro que resulta crucial para entender las transformaciones de la década siguiente y el peculiar perfil que la educación adquirió como parte de la temprana cuestión social. Fruto del impulso reformador propio de los años cincuenta, se produjo en Buenos Aires un aumento de institutores y ayudantes que comenzaron a conformar un núcleo educativo especializado. Sin embargo, dadas las características y trayectoria de los docentes implicados, la influencia de ese proceso no tuvo especial trascendencia en los niveles institucionales más elevados. Su rasgo más notorio fue que estuvo connotado por tensiones entre sectores que pronto comenzaron a verse como antagónicos. Grosso modo, se perfilaron dos grupos, uno más tradicional, compuesto por antiguos directores de escuela con dilatadas trayectorias, y otro, que en absoluto conformaba una unidad clara, compuesto por jóvenes, que se veían a sí mismos como renovadores. La característica más notoria de esta corriente, que contó con el apoyo de Sarmiento desde el extranjero, fue su afán de orientar ella misma la educación, también de forma centralizada, pero a partir de criterios que otorgaban mayor peso a los saberes pedagógicos específicos, de los que se ensalzaba su carácter científico. Como sucedió también en otros espacios de lo social, la idea de centralización, que estaba presente en todos, era definida por cada uno de manera particular. Como demostrarían los hechos educativos de la década posterior, dicha corriente no fue tan intrascendente como sus promotores afirmaban, dado que en esa coyuntura Juana Manso, su figura más destacada, podía contar con ciertos apoyos a nivel oficial, como lo confirmó la reaparición de los Anales a partir de 1865. Dentro de ese contexto se fue construyendo una trama propagandística y de opinión educativa, uno de cuyos vectores fue precisamente los Anales. ¿Cómo se fue armando ese entramado heterogéneo de opinión? ¿Cuáles fueron su hitos? La posición adoptada por Juana Manso, si bien escorada hacia uno de sus extremos, actúa como un termómetro adecuado para medir su pulso. Lo primero que destacó fue una campaña sistemática en contra del estancamiento de la educación elemental y que tuvo por blanco al De-



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partamento de Escuelas y su director Marcos Sastre. 109 Se denostaba, además del «descalabro administrativo», la falta de iniciativa y la desidia de las instituciones, a la vez que se solicitaba, una y otra vez, la vuelta al régimen anterior. 110 Esas críticas se fueron subsumiendo dentro de otra campaña más abarcadora a favor de una ley educativa en la que motivos políticos y educativos se entrelazaban de una manera importante. Como ya ha sido señalado, las condiciones sociopolíticas del momento hacían casi imposible que los medios para lograr fines específicos, como los pedagógicos, pudieran apartarse de las negociaciones en el seno de las facciones. Así, Manso podía señalar que durante esos años y durante aquellos gobiernos la democracia no era más que un nombre y la república una parodia peligrosa. «Todo es privilegio y monopolio». 111 Esa propaganda a favor de la promulgación de una ley educativa que pusiera en práctica el ideario de la educación común se vio acompañada por el desarrollo de una mirada más amplia sobre los aspectos sociales del proceso de aprendizaje y del niño como sujeto, lo que incidió en propuestas de revisión del sistema. En este punto se destacó la posición contraria de Manso a los grandes exámenes públicos, que consideraba rituales simbólicos contraproducentes. 112 Una cuestión clave fue también el énfasis que se colocó en el carácter científico de la pedagogía, destinado a revalorizar el papel de los maestros y sus condiciones de vida, trabajo y prestigio social. Los argumentos utilizados escondían, sin embargo, una tensión que poco a poco se fue trasladando a hechos y políticas concretas. En esa apuesta de mejora no se podían obviar las malas condiciones de formación de los propios maestros, lo que implicaba aplicar simultáneamente criterios de   Manso, Juana, «Estudios sobre la legislación de escuelas», Anales de la Educación Común, vol. III, n.º 29, 30 de noviembre de 1865, 97-103, y vol. III, n.º 31, 31 de enero de 1866, y «Resultado de los exámenes de las escuelas en 1865 en la ciudad», Anales de la Educación Común, vol. III, 31 de enero de 1866, 169-172. 110   Consideraba al respecto Juana Manso: «La educación está considerada una industria libre, con lo que no estamos conformes porque la educación no es una industria, si bien la queremos libre, y aún concediendo que la educación sea una industria libre, ante las razones de conveniencia general ceden todas las demás prerrogativas», Manso, Juana, «Movimiento de asistencia de alumnos y costo de la educación», en Anales de la Educación Común, vol. 3, 31 de octubre de 1865, 65-69. 111   Manso, Juana, «La iniciativa», en Anales de la Educación Común, vol. III, n.º 33, 229-231. 112   Manso, Juana, «Estudios sobre la legislación de escuelas», Anales de la Educación Común, vol. III, n.º 29, 30 de noviembre de 1865, 97-103; vol. III, n.º 31, 31 de enero de 1866, 161-168, y vol. III, n.º 35, 31 de marzo de 1866, 294-296. 109

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distinción y diferenciación. Al igual que sucedía en otras profesiones en formación, a la vez que se ensalzaba la pedagogía como ciencia social se criticaban los métodos empíricos y rutinarios que se aplicaban y, sobre todo, el hecho de que cualquiera podía ser maestro. 113 Fue por esta ambivalencia propia de las condiciones del ejercicio de la docencia que importantes apuestas asociativas dieron lugar también a sonados conflictos. Dichos conflictos pusieron a su vez de relieve la compleja relación entre el Departamento de Escuelas Provincial y la Municipalidad, que se desconocían mutuamente a la hora de repartirse las atribuciones directivas en el área. Sin embargo, el estallido de esos conflictos tuvo en el medio plazo consecuencias positivas porque ayudó a crear un clima propicio para la reforma del sistema, del que se haría eco la legislación provincial promulgada en 1875. Paralelamente, dentro de la incipiente burocracia estatal, provincial, e incluso municipal, comenzaron a destacarse funcionarios, algunos con trayectorias más dilatadas, como el propio Sastre y otros más jóvenes como Santiago de Estrada o Pastor Servando Obligado y Carlos Encina quienes, además de ejercer su rol educativo especializado, que muchas veces tenían que ir inventándose sobre la marcha, comenzaron a ser portadores y transmisores de una memoria institucional que realzaba los pliegues e intersticios de la gestión y, por tanto, su propia importancia. Confundiéndose bastante con ellos, un haz de intelectuales con fuerte interés en los distintos niveles de la educación comenzó a destacarse dentro del seno de los elencos políticos. Algunos de ellos elaboraron informes, indicaciones, sugerencias y, más aún, exploraron la ligazón entre esas herramientas y el marco general de construcción social e institucional del momento. Se trató de una conjunción intelectual en el que, además de Juan María Gutiérrez y Sarmiento, que continuaban, se destacaron figuras como Avellaneda, Malaver, Costa, la propia Manso y jóvenes que estaban en el inicio de sus carreras en otras áreas, pero que ocuparían en años posteriores puestos de relevancia en el gobierno educativo, como Zeballos y Ramos Mejía. 114 Gracias a la decisiva intervención de este grupo de intelectuales, funcionarios y políticos, los procesos incipientes de cambio de los años cincuenta y sesenta se aceleraron y consolidaron de una manera decisiva en la década de 1870. Los grandes acontecimientos en ese sentido fueron, por un lado, los debates edu113   Manso, Juana, «Historia de las conferencias pedagógicas desde 1863 a 1870», Anales de la Educación Común, vol. IX, n.º 1, agosto de 1870, 37-42, y vol. IX, n.º 4, noviembre de 1870, 97-101. 114   González Leandri, 2001; Salvadores, 1941; Ramos, 1910.



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cativos que tuvieron lugar en la convención constituyente de 1873, y su consecuencia inmediata la promulgación de la ley educativa de la provincia de Buenos Aires en 1875. Basada en un proyecto de ley elaborado por Antonio Malaver en 1872 y debatido entre 1873 y 1875 en la convención constituyente, dicha ley actuó como un mecanismo de articulación clave del dispositivo civilizatorio que se estaba conformando. 115 La ley centralizó el contralor del sistema en manos de una Dirección General, derivada del viejo Departamento de Escuelas, con lo que ya en forma definitiva la administración de la educación elemental adquiría autonomía, tanto de la Universidad de Buenos Aires como de otras instancias. También provocó el declive definitivo de la injerencia de la Sociedad de Beneficencia en la educación común, lo que indicaba el afianzamiento de un nuevo paradigma de vinculación entre lo educativo y la gestión de lo social. La ley organizó el gobierno educativo en tres instancias: la Dirección General, el Consejo General y los Consejos Escolares; en teoría dio mucha importancia a estos últimos, dado que les competía nombrar y contratar a los maestros, establecer nuevas escuelas, dirigir y disponer de las rentas, y determinar el radio de obligatoriedad escolar. 116 Sin embargo, ya entonces surgieron voces discordantes con esta cuestión, que había sido un punto clave de las tensiones que arrastraba, y seguiría arrastrando, la gestión educativa. En ciertos ámbitos se dudaba en forma permanente entre otorgar participación a la sociedad, o a sus notables, dada la solicitud de que se centralizara la aplicación de criterios «técnicos», todavía poco definidos, de muchos funcionarios e ideólogos. 117 Los cambios educativos que se registraron en la década de 1870 en la provincia de Buenos Aires, que tendrían a su vez trascendencia a nivel nacional en décadas posteriores, fueron consecuencia directa de debates y procesos que maduraron lentamente desde abajo, y sin una gran notoriedad, en una época de relativo estancamiento de la iniciativa pública en educación, como fueron los años sesenta. En este sentido, y como han señalado algunos historiadores de la educación, las transformaciones de esos años resultan incomprensibles si no se toma en cuenta la trama conflictiva en la que el incipiente sistema estuvo inmerso, tanto en lo relativo a sus propios niveles e instancias, como en cuanto a su relación con otros ámbitos externos. 118 Esto   Pineau, 1997, 8.   Pineau, 1997, 15. 117   Ramos, 1910; Salvadores, 1941; Tedesco, 1993, Pineau, 1997. 118   Pineau, 1997, 8 115 116

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es especialmente pertinente para el análisis de la compleja relación que la educación mantuvo con la temprana cuestión social. En tal sentido, se destacaron algunos síntomas de los cambios que comenzaban a madurar. Por una parte, se dio un remozamiento de las orientaciones pedagógicas vigentes, sobre todo en la Municipalidad, y se afianzaron corrientes laicistas más definidas en el seno de unos grupos intelectuales y políticos liberales, hasta entonces más bien pragmáticos con respecto al tema de la religión. Otro importante indicio de los cambios que se consolidaban silenciosamente y sin grandes alardes públicos en esa década fue el impulso que adquirió la educación integrada entre hombres y mujeres, cuyo aceleramiento hacia comienzos de los años setenta alcanzó a corroer los fundamentos del sistema filantrópico vigente. 119 A ellos se sumaron las críticas de algunos políticos y responsables municipales al modelo educativo de financiación «mixta» y sus intentos de dar forma más orgánica al sistema, mediante el incremento de la atención a los sectores populares y la búsqueda del equilibrio en el trato dispensado a ricos y pobres. 120 Estas críticas se articularon con el debate, clave en la época, que reaparecería con fuerza en las discusiones de la convención constituyente del 73, sobre la imposición o no de la obligatoriedad escolar. Esta cuestión mostró, como ninguna otra, las múltiples tensiones sociales que emergían con los intentos de reforma educativa. Tensiones políticas por un lado, porque era cuestionada por un cierto liberalismo influyente en la época, pero también por funcionarios y sectores populares, que observaban la imposición con desconfianza, sobre todo por motivos económicos, y con los nuevos colectivos de inmigrantes, refractarios algunos de ellos a ser integrados en una disciplina estatal. Además, la discusión sobre a la obligatoriedad escolar obligó a definir de una manera más precisa la función y los objetivos públicos de la educación. En tal sentido, acertaba Juana Manso al considerar que los ricos siempre educarían a sus hijos y que, por lo tanto, el problema central de la educación pública era qué hacer con los pobres.

  Manso, Juana «Carta de la directora de la escuela primaria de ambos sexos número 1», Anales de la Educación Común, vol. II, 1 de marzo de 1860, n.º 15, 480. 120   Memoria municipal, 1862, 180-181; Memoria municipal, 1866, 32. 119

Capítulo 3 Higiene, instituciones médicas y temprana cuestión social (1852-1890) La definición de los términos higiene y salud tuvo una notable incidencia sobre el perfil que adquirió la cuestión social y, en buena medida, marcó puntos de inflexión con respecto a su redefinición en las últimas décadas del siglo. En tal sentido, es clave historiar el proceso que entrelazó ambos conceptos —en cuanto creaciones sociales— con la instituciones emblemáticas en las que se encarnaron. Dado que los problemas sociales específicos —que dieron forma tanto a la cuestión social temprana como a su transformación en cuestión urbana y laboral— serán abordados en el marco de un contexto más amplio en el capítulo siguiente, no nos ocuparemos aquí específicamente de ellos. Nuestro objetivo es más bien señalar la compleja y sinuosa trayectoria de ciertas instituciones, como el Consejo de Higiene y la Asistencia Pública, cuyo cometido explícito fue el de paliar las consecuencias más agudas de la temprana cuestión social, por medio de la introducción y desarrollo de elementos «técnicos» y de prevención a lo largo de la segunda mitad del siglo xix. 1 Puesto que las manifestaciones de la cuestión sanitaria se dieron sobre todo a través del desarrollo de crisis epidémicas, es fundamental señalar la trama social en la que esas instituciones estaban inmersas y de la cual fueron producto. La modernización del país, que tuvo lugar a partir de la segunda mitad del siglo xix, promovió la emergencia de situaciones sociales nuevas y también problemas, derivados sobre todo del arribo masivo de inmigrantes y la transformación urbana. Fue evidente que la sociedad se fue haciendo más heterogénea, por lo que la temprana cuestión social se   González Leandri, 2000, 217-243; González Leandri, 2005, 133-150.



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redefinió a través de sus conflictos, su paradójica búsqueda de consenso y, sobre todo, de su demanda de una más amplia y sofisticada actividad gubernamental. Ésta se tradujo en nuevas iniciativas que abarcaron distintos niveles de actuación, entre las que se destacó la creación de organismos específicos, lo que a su vez incrementó de manera previsible la influencia de una naciente inteligentzia profesional. 2 Fue la atención de la salud y del control higiénico, junto al área educativa, uno de los espacios donde la preocupación social por parte de las distintas instancias gubernamentales fue mayor y más temprana. Sin embargo, fue en el caso de la intervención médica donde el naciente entramado profesional se interrelacionó de manera más sólida, anticipando muchos de los criterios de intervención sobre la sociedad que se harían evidentes con la redefinición de la cuestión hacia fines del siglo. A pesar de algunos intentos incipientes, la comparación entre las áreas educativa y sanitaria, tan necesaria para analizar el perfil de la cuestión social temprana, es una tarea aún pendiente. 3 Es importante profundizar en el análisis de su distinta cronología, de sus estrategias, y en el de los fundamentos ideológicos en que se sustentaron. Por el capítulo 2 de este libro sabemos de sus coincidencias con respecto a la idea de prevención, más sólida y temprana en el caso educativo, debido tal vez a la mayor presencia política de algunos de sus impulsores y propagandistas. Sin embargo, la potencia de las estructuras académicas médicas, el logro de una mayor y más sólida homogeneidad entre sus distintos niveles de diplomados y, sobre todo, su éxito colectivo —aunque con marcados altibajos— en la pugna por adquirir prestigio social, hicieron que la posición de los médicos fuera más atendida por los respectivos gobiernos que la de los educadores. Sin embargo, en las políticas sociales propuestas por unos y otros en sus respectivos campos, el sector docente, claramente orientado a la consolidación de unos códigos de comunicación comunes para los distintos sectores y un dispositivo civilizatorio de connotaciones políticas y sociales claves en el siglo xix, logró, a pesar de su debilidad relativa, algunos objetivos realmente notables, que fueron más difíciles de alcanzar en el sector salud. A lo largo del siglo xix, a medida que las ideas acerca de la dupla salud y enfermedad fueron consolidándose como preocupación social, el campo de la atención sanitaria e higiénica adquirió un perfil propio  

  Zimmerman, 1995; Suriano, 2000.   González Leandri, 2001.



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y más específico, al distanciarse de actuaciones más difusas e indiscriminadas, que lo subsumían dentro de los criterios vigentes de pobreza. Esto se relacionó, entre múltiples factores, con el hecho de que la elite médica lograra institucionalizar sus saberes y prácticas y pudiera ubicarse como grupo legalmente privilegiado. También con el hecho de que aumentara lentamente su capacidad de intermediación y de promover acciones colectivas en el área que aspiraba a hegemonizar, lo que muchas veces implicó cruces y préstamos con los sectores heterodoxo y popular con los que pugnaba. 4 Es bien conocido el progreso económico y social de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo, matizado con desiguales altibajos y con un aceleramiento importante después de los años ochenta. También lo es la paulatina consolidación del Estado provincial y posteriormente del nacional con el consiguiente aumento de sus respectivas capacidades y dimensiones. 5 Ha sido sin embargo poco considerado que, entre otros factores decisivos, el afianzamiento del Estado fue posible gracias al aporte de grupos de intelectuales y profesionales que orientaron su actividad en cuestiones específicas, colonizaron sus estamentos superiores, y cumplieron un papel fundamental como «bisagra» con respecto a los circuitos de ideas y prácticas institucionales en boga a nivel internacional. 6 Algunos de esos colectivos dieron forma a incipientes redes, campos de saberes y prácticas profesionales específicas. A su vez, además de enfrascarse en pugnas por el acceso a recursos materiales y simbólicos, implementaron estrategias de actuación que definieron la agenda de temas sobre las que se asentó la temprana cuestión social. En este punto es necesario hacer una aclaración muy importante: destacar el establecimiento de esos marcos conceptuales y organizativos que orientaron la actuación colectiva y pú  Varios trabajos se han ocupado de distintos aspectos de esta cuestión en los últimos tiempos. El marco general está bien definido en Vezzeti, 1981, y en Armus, 1996. También los artículos incluidos en Lobato, 1996; Recalde 1997; Belmartino 1988; Salessi, 1995. Sobre la constitución de un campo médico y su relación con el posterior desarrollo de la cuestión social, véase González Leandri, 1999 y 2000, 217-245. En relación a los préstamos y cruces entre la medicina «popular» y la oficial, véase Di Lisia, 2002. Un estado de la cuestión sobre distintos abordajes de estos temas, no sólo en Argentina sino en el conjunto de América Latina, puede consultarse en Armus, 2002, 11-25.    Véase al respecto Botana y Gallo, 1997; Gallo y Cortés Conde, 1973; Botana, 1985; Ferrari y Gallo, 1980; Lobato, 2000; Oszlack, 1985; Halperín Donghi, 1980. Discusiones sobre el Estado como una red de distintas dimensiones que no siempre evolucionan en la misma dirección, o al mismo ritmo, en, Skocpol, 1985.    Zimmerman, 1995; Altamirano, 2004. 

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blica sobre lo social no significa simplificar, ni en absoluto disminuir el importante papel jugado también por otros sectores, los «factores de demanda» e incluso los de «presión», aunque este último concepto desdibuje un poco la complejidad del escenario social de la época. En tal sentido, la emergencia tanto de la cuestión social temprana como su redefinición posterior, en cuestión más estrictamente urbana y obrera, fue el resultado de una amalgama compleja de factores procedentes de distintas direcciones e influencias. 7 Al analizar los emprendimientos médicos emblemáticos que se distinguieron por su participación en la cuestión social, es importante señalar el entrelazamiento que en ellos se dio entre la propia lógica institucional que fueron desarrollando y el servicio que prestaron a los intereses profesionales específicos de sus miembros y promotores. Atendiendo a esto puede decirse que la irrupción de la salud y la higiene, como cuestiones distintas del mero control de la pobreza, fue en buena medida inseparable de la constitución del entramado profesional médico. Fue por lo tanto ese proceso de construcción —con tintes políticos, sociales e institucionales el que, con sus marchas y contramarchas y sus consensos y conflictos— el que generó muchas de las herramientas «técnicas» y sociales, y algunos elementos de disciplina, que forjaron el marco interpretativo de una de las facetas más significativas de la cuestión social. Denominado también, según las distintas coyunturas, Consejo o Junta, el Departamento de Higiene realizó su tarea en el marco de un complejo haz de interrelaciones junto a las instituciones municipales. Se situó, además, en el centro de una trama conflictiva compuesta por médicos, farmacéuticos, pacientes, Damas de Beneficencia y Hermanas de la Caridad, políticos, periodistas y funcionarios. 8 A grandes rasgos, su trayectoria efectiva fue el resultado de la combinación de varios factores entre los que se destacó el esfuerzo de determinadas instancias públicas, en sus distintos niveles, por adquirir sus atributos característicos y consolidarse. 9 Como se ha señalado en forma previa, fue también importante en esa conjunción el afianzamiento que lentamente se produjo de los conceptos de salud e higiene como partes constitutivas de la temprana cuestión social. Lo fue porque en las intenciones de sus voceros más notorios, comenzaron a atisbarse ele ������������������������������������������������������������������������������ Utilizamos aquí el concepto de campo acuñado por Pierre Bourdieu, que hace referencia a la constitución de un sistema de instituciones y de agentes directa o indirectamente relacionados con la existencia de una actividad. Bourdieu, 1985, 11-24. �������    González Leandri, 1999.    Oszlack, 1985; Halperin Donghi, 1980 



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mentos de previsión, propuestas de colectivización de servicios y ayudas. No fue menos destacado el hecho de la consolidación de un campo del arte de curar con eje en un proceso de profesionalización. 10 Dada su incidencia en cuestiones muy sensibles para el conjunto de la población, como la vida o la muerte, fue en el área de la atención de la salud y del control higiénico donde una importante preocupación del Estado, a partir sobre todo de los años setenta, y el naciente entramado profesional, se interrelacionaron de una manera más importante que en otras áreas. De todas formas, debido a múltiples motivos, materiales, sociales y culturales, en las dos décadas posteriores a 1852 poco podía esperarse de la eficacia de las primeras instituciones, en especial del Consejo de Higiene, como lo demostraron los frecuentes comentarios negativos sobre su composición y actividades publicados en la prensa. Era en todo caso algo difícil de evaluar según los parámetros e ideas de la época. Conviene destacar sin embargo que, a pesar de la precariedad reinante y de la falta de recursos, el Consejo de Higiene diseñó de forma temprana varios criterios de intervención pública que se harían evidentes con posterioridad, cuando la cuestión social adquirió una fisonomía más precisa. También su presencia institucional fue importante para aquellas elites que estaban alerta y deseosas de emular las experiencias exitosas de otros países, lo que permite situarla en la circulación de ideas y prácticas internacionales de la época. Al mismo tiempo, se observa como aquellos que lideraron el proceso renovador del Consejo en los años sesenta y setenta, y sobre todo sus discípulos, fueron lentamente apartándose del liberalismo de corte clásico con el que convivían, no sin tensiones, para acercarse cada vez más, hacia fines de siglo, a un positivismo organicista más acorde con el crecimiento corporativo de las instituciones médicas y con el propio afianzamiento de la burocracia estatal. 11 1. La cuestión social temprana, entre la «Higiene Municipal» y la «Higiene Pública» Debido a sus características, la construcción de un campo del arte de curar distinto del de mediados de siglo, por el que transitaban todo tipo de curadores, tuvo una cronología propia que coincidió, sólo en parte, con las grandes líneas divisorias de la política, o la economía. Para el   Vezzetti,1981; Armus, 2000, 507-553; Lobato, 1996; Recalde, 1997; Salessi, 1995; González Leandri, 1999. 11   Monserrat, 1980, 785-819; Terán, 1987; Terán, 2000; Hale, 1991. 10

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arte de curar, como para otras áreas, los años ochenta no representaron una frontera tan nítida. Por otra parte, ya en 1852, las instituciones sanitarias que se conformaron, y en especial el Departamento de Higiene Pública, representaron, a pesar de la precariedad material, conceptual y técnica de la época, el reconocimiento institucionalizado de los médicos como grupo legalmente privilegiado, lo que indujo a su premura por convertirse en voceros autorizados para dirimir ciertos conflictos y temas que su discurso pretendía convertir en sociales. En consecuencia, tanto su trayectoria, como la de algunas comisiones sanitarias e higiénicas de actuación más esporádica, reflejaron los logros corporativos de los médicos diplomados. Sin embargo, dada su inmersión en un campo que se iba definiendo paulatinamente como parte de lo social, fueron expresión de ideas e intereses a veces más complejos y heterogéneos que las solicitudes y pretensiones de aquel grupo profesional. El nuevo gobierno que surgió tras el período de hegemonía rosista promulgó en la Provincia de Buenos Aires una serie de decretos que reglamentaron el funcionamiento del cuerpo médico y lo dividieron en tres secciones que heredaron antiguas atribuciones del desaparecido Tribunal de Medicina: la Facultad de Medicina, la Academia y el Consejo de Higiene. Este último ocupó un lugar central en ese esquema al asignársele el control de una serie de actividades y espacios que, según su elite dirigente, eran de su propia incumbencia. Nada de esto era absolutamente nuevo; lo que sí cambiaba sin embargo era la vitalidad estatal que la enmarcaba. Es por ello que tales medidas significaron un primer paso en la definición de áreas de intervención pública y que, aunque limitadas, se convirtieron en fuente de legitimidad de los médicos diplomados. 12 En tal sentido representaron también los intereses de una elite de médicos notables que logró así afianzarse e impulsar un proyecto médico profesional que desde muy temprano era concebido como de amplio alcance e incumbencias. 13 Por tanto, desde su mismo inicio el Consejo se vio abocado a una actividad doble: la reglamentación y vigilancia de las actividades que los médicos diplomados se sentían legitimados para ejercer de manera exclusiva, y la supervisión y el asesoramiento en temas de policía sanitaria. Ambas funciones estaban íntimamente interrelacionadas. La primera tenía como objetivo fijar incumbencias y delimitar espacios de práctica, con el fin de eliminar las   Cantón, 1928, t. III, 9-30.   Según las propias palabras del presidente de la Facultad de Medicina en 1852, éstas incluían «el estudio del clima, de los alimentos, del método de vida de las personas y su carácter, hábitos y pasiones». Cantón, 1928, t. III, 1928, 33-34. 12 13



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heterodoxias que desde fuera y desde dentro de su entramado corporativo podían poner en peligro la identidad «de cuerpo» de los médicos. Se trató de una tarea francamente imposible, en la frontera y en los pueblos —donde el curanderismo era casi la única vía de asistencia, en los que incluso las autoridades recurrían al servicio de «inteligentes», de amplia popularidad— y también en la propia ciudad de Buenos Aires. 14 Su misión se vio afectada por la heterogeneidad de los médicos, por la debilidad institucional y la ambigüedad de su elite, que basaba su predominio en criterios de legitimidad escasamente «técnicos». También pesaron negativamente las limitadas perspectivas que ofrecía el mercado a otros médicos más modestos, dado que, si bien éste crecía, era a un ritmo muy lento. Por último incidió de igual forma la fortaleza económica y asociativa de los farmacéuticos, considerados serios competidores de los médicos diplomados debido a su vínculo con curadores irregulares, su más fácil acceso a un público amplio y, sobre todo, a que su propuesta «comercial/profesional» se adecuaba mejor al ideario liberal vigente que el proyecto del «sacerdocio» médico. 15 Los conflictos que estas carencias y desacuerdos ocasionaron tuvieron un papel importante en la forma en que se definió la cuestión social en esta área específica, dado que una de sus consecuencias fue que los distintos grupos corporativos implicados consideraran como una cuestión cada vez más importante la necesidad de un organismo centralizado, y con cierta capacidad ejecutiva, que no sólo regulara las relaciones entre su elites, sino que fijara también criterios coherentes de intervención social. En el largo plazo, esto reforzó el papel del Consejo de Higiene, cuya insuficiencia y vacíos eran evidentes, a pesar del hecho de que su reglamento era la única norma que regía la política sanitaria y el arte de curar. Según muchos contemporáneos, un avance sólido en ese sentido sólo podía darse por medio de la promulgación de una ley que paliara los múltiples aspectos y contradicciones de la situación. Con respecto al control de la política sanitaria, la creación del Consejo de Higiene Pública dio un estatus institucional evidente al control higiénico, hecho reforzado por la creación, dos años más tarde, de la Municipalidad de Buenos Aires y de su Comisión de Higiene. 16 Sin 14   González Leandri, 1999; Di Lisia, 2002. Un estado de la cuestión para América Latina en general en Armus, 2002, 11-25. 15   González Leandri, 1999; Di Lisia, 2002. 16   Hasta la promulgación de la ley 35 de octubre de 1854, que dio nacimiento a la Municipalidad de Buenos Aires, es decir, hasta la separación del Estado de Buenos Aires del resto de la confederación, el área pública encargada de los cuidados de la salud había quedado bajo el vago control de la Facultad de Medicina y, en especial, del Consejo de

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embargo, como sus respectivas funciones no fueron delimitadas de una manera clara, se fue definiendo entre ellas una zona de colaboración y competencia que, si bien potenció la intervención pública, generó cierta confusión que oscureció su sentido. Debido a que sólo quedaban establecidas de manera vaga e informal, las atribuciones preferentes del Consejo sobre el control sanitario se vieron seriamente afectadas. Sí se ocupaba de la «entrada» de enfermedades exóticas, pero era la Municipalidad la que en teoría debía afrontar aspectos más «internos», como la higiene urbana. La relación entre ambas se hizo muy difícil, por lo que la actuación sanitaria cotidiana fue caótica. Las causas deben buscarse en que cada instancia se mostró excesivamente celosa de su campo específico, pero, sobre todo, en la inexistencia de ideas claras acerca de la diferenciación entre qué eran exactamente los problemas médicos y sanitarios «externos» e «internos». Esto se vio potenciado por las propias dificultades de la Municipalidad para asentarse como un ámbito de administración y control local específico en esa área, tal cual era concebido por la constitución y por el posterior mandato provincial. Las comisiones de Higiene municipales —intentos de base de forzar un primer proceso de colectivización en el área—, que estaban integradas a veces por médicos, pero en general por vecinos notables, tuvieron serias dificultades para cumplir con sus objetivos. Incidieron en esas dificultades la imposibilidad de sus miembros de ocuparse activamente de las cuestiones, a veces muy específicas, que surgían, y su escasa disponibilidad, y también la división facciosa que en general se produjo en su seno y que muchas veces las condujo a su desaparición. Por último, un factor importante fue el uso político y clientelar que se hacía de ellas y de sus prerrogativas de inspección, lo que desnaturalizaba sus funciones. Se trató de una importante fuente de conflictos en los momentos de crisis sanitarias y políticas. El estado de conflicto y desencuentro entre organismos que pretendían alcanzar un cierto grado de especificidad y unos cuerpos municipales con escasa capacidad de actuación concreta fue una constante de la temprana cuestión social en general, y no sólo de su aspecto sanitario. Se vio potenciado, sobre todo, por la crónica escasez de recursos municipales, y por momentos también provinciales. En forma simultánea también lo fue por el hecho de que las funciones respectivas, tanto de las comisiones municipales como del Consejo, y de los grupos, corporativos y políticos, que se posicionaban en ellas, se superponían con las de Higiene. Penna y Madero, 1910, 95-129. Cantón, 1928; Machi, 1981; Bernard, 1976, 33-41.



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otros agentes, como la capitanía del puerto, la policía e incluso los jueces. Pero sobre todo influyó que el Consejo sólo actuaba a pedido de las autoridades, dado que no tenía ninguna capacidad ejecutiva. Se trataba, como puede observarse, de una época en que primaban la medicina «externa» y el control epidémico, y en la que tanto los médicos en cuanto cuerpo como las instancias gubernamentales —nacionales provinciales y municipales— no tenían muy claro aún su propio destino. En ella los temores e incertidumbres producidos por las epidemias se sumaban a otros, producto de la escasa institucionalización política. 2.  Epidemias, higiene y cuestión social

La irrupción de epidemias fue un hecho clave en los derroteros seguidos por la temprana cuestión social. La fiebre amarilla, el cólera y la viruela influyeron de una manera determinante en los ritmos de la intervención pública y, por lo tanto, en la trayectoria de las instituciones creadas para paliar sus efectos. 17 El hecho, ya señalado, de que los modos y mecanismos de intervención de los distintos niveles de la administración carecieron de especificidad se vio agudizado además por la propia ambigüedad del término higiene, que oscilaba en sus aplicaciones concretas entre nociones vagas de saneamiento urbano y meros juicios morales. Además, los higienistas de mediados de siglo eran quienes se definían a sí mismos como tales, dado que una gama muy variada de personajes opinaba al respecto con igual grado de autoridad. Recién en décadas posteriores, y debido en buena medida a la importante posición política e institucional que lograron médicos como Rawson y Wilde, pudo el cuerpo médico asociarse de una manera más estrecha con este concepto, lo que facilitó la emergencia del «médico higienista». En tal sentido, la conformación de la idea de Higiene —que presupuso una importante pugna social e institucional para determinar qué grupos orientarían su sentido y el de las políticas a aplicar— y de la figura del médico diplomado y de sus instituciones emblemáticas se fueron asociando con el tiempo. En absoluto se trató de un hecho natural, puesto que en la época una serie de otros grupos, como los químicos, se encontraban en mejores condiciones, tanto académicas como corporativas, para orientar y gestionar esa cuestión que se perfilaba como eminente  Armus, 2000; González Leandri, 1999; Recalde, 1993; Bordi de Ragucci, 1992; Penna, 1897; Penna, 1985; Prieto, 1997, 57-71. 17

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mente urbana. Ese proceso siguió a su vez el ritmo histórico que le marcaron las epidemias. 18 Se trató de una época de crisis permanentes en las que la respuesta oficial fue siempre a posteriori de los hechos, lo que agravó sin duda los efectos de incertidumbre que dieron el tono sociocultural a la cuestión. La epidemia de fiebre amarilla de 1858 encendió una primera alarma. Su aparición provocó reflexiones y debates sobre las condiciones de salubridad de las ciudades y las atribuciones y composición del Consejo de Higiene que, en la misma línea, se extendieron hasta bien entrada la década de 1860. Aunque modestas y circunscriptas a un ámbito muy reducido, dichas reflexiones marcaron el inicio de una definición del área como un campo de «especialistas». Si bien las noticias esporádicas en la prensa diaria siguieron por largo tiempo siendo el medio de difusión predominante, a partir de entonces empezó a jugar un cierto papel la Revista Farmacéutica, de reciente creación, que actuaba como vocero de la Sociedad de Farmacia Argentina, única entidad corporativa de los practicantes del arte de curar de entonces. También terciaron en el debate algunos médicos extranjeros de experiencia y, a los pocos años, la Revista Médico Quirúrgica, que permitió conocer también la opinión de algunos médicos locales jóvenes como Pedro Mallo. 19 Desde esos ámbitos se cuestionó tanto la capacidad municipal para organizar instituciones sanitarias como la inadecuada composición del Consejo de Higiene, por lo que se solicitaba su conversión en un organismo de control dirigido por miembros de los cuerpos profesionales médicos y farmacéuticos, con capacidad ejecutiva y dedicado exclusivamente a esa tarea. Miguel Puiggari, y Charles Murray químicos farmacéuticos versados en temas higiénicos, se referían críticamente a la confusión existente entre higiene pública e higiene municipal, y se mostraban favorables a la promulgación de una ley que, siguiendo el ejemplo del Consejo de Salubridad de París, fijara claras atribuciones a instituciones sanitarias específicas y renovadas. Ambos conocían bien las resoluciones de los últimos congresos internacionales de Higiene y proponían que se aplicaran las sugerencias del realizado recientemente en Bruselas. 20   Penna y Madero, 1910; Armus, 2000; González Leandri, 2000.   González Leandri, 1999; González Leandri, 2000. 20   «Consejo de Higiene Pública», en Revista Médico Quirúrgica, 1864, año 1, n.º 2, 23 de abril, 21; «Artículos y comunicados. El Consejo de Higiene Pública», en Revista Médico Quirúrgica, 1864, año 1, n.º 3, 8 de mayo, 38; Puiggari, 1865, 2. 18 19



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Los años transcurridos entre la epidemia de cólera de 1867-1868 y la de fiebre amarilla de 1871 fueron claves para los modos institucionales que enmarcaron la cuestión sanitaria, ya que ambas epidemias fueron importantes puntos de inflexión. Hacia 1865 aproximadamente, la política sanitaria de la Comisión Municipal y la del Consejo arrastraban crisis crónicas de las que les resultaba muy difícil salir y que les impedía cumplir con sus funciones. A los ya tradicionales reproches a su composición interna, se agregarán otros que señalaban la paralizante división política facciosa a que estaban sometidas, sus escasas atribuciones reales y, en el caso del Consejo, su ambiguo carácter institucional, dado que asesoraba simultáneamente al gobierno nacional, al provincial y al municipio. 21 La cuestión era sin embargo difícil para los grupos renovadores dado que tuvieron que enfrentarse a políticos, funcionarios y sectores económicos que rechazaban frontalmente el tipo de intervencionismo gubernamental que sus reformas implicaban. Con fuerte peso en la legislatura, esos grupos trataron por todos los medios de impedirlas o al menos retardarlas. Partidarios de un tipo de liberalismo extremo, sus argumentos se sustentaban en el rechazo a la injerencia monopólica de los médicos que, según ellos, dichas reformas fomentaban. 22 La epidemia de cólera de fines de 1867 produjo un giro en la cuestión que se manifestó en varios sentidos. Otorgó una mayor visibilidad a las funciones concretas del Consejo de Higiene, dado que su falta de operatividad fue muy notoria tanto para las autoridades como para la prensa y parte del público. Sus dudas aumentaron su desprestigio, hasta el punto de que muchos sectores lo señalaron como el principal responsable del caos existente. Por otra parte, se hizo más transparente la relación entre higiene, política y estabilidad institucional. El conflicto que en sí mismas representaban las epidemias se propagaba rápidamente hacia otros ámbitos, agudizando sus fisuras y crisis potenciales; en este caso, como resultado de un tumulto popular en el que participaron miembros de las elites políticas y de la oposición, se produjo una profunda debacle institucional. Los acontecimientos obligaron a las autoridades municipales a renunciar y, en su lugar, los líderes del movimiento asumieron el gobierno local como «Comisión de Salubridad». Durante el período en que detentó el mando dicha comisión mostró una clara hostilidad, no sólo hacia los antiguos órganos municipales sino también   Ibídem.   «La Junta de Higiene Pública», en Revista Médico Quirúrgica, 1867, año 4, n.º 16, 23 de noviembre, 242-243. 21 22

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hacia algunos médicos, sobre todo los que ocupaban cargos en el Consejo de Higiene. Aunque hacia el final de la epidemia se reestableció el orden, la experiencia vivida alertó a las autoridades sobre la necesidad de apuntalar «organismos técnicos» que atenuaran, a través de una acción regular, los usos políticos de esas situaciones críticas. 23 Estos acontecimientos, y las consecuencias que de ellas sacaron las autoridades, permiten observar claramente el carácter complejo, difuso y múltiple de esta etapa de la cuestión sanitaria. También facilitan su ubicación dentro del marco más amplio de la cuestión social temprana, en un período dominado por la necesidad de dar respuestas, siempre tardías, a un tipo de crisis cuyo origen se suponía que estaba «fuera», pero que ponía en jaque al conjunto de la estructura social urbana. Por último, la irrupción del cólera promovió importantes discusiones sobre su origen, formas de transmisión y vínculo con la higiene pública. A pesar de su carácter difuso y a veces contradictorio, puede decirse que fue durante esta epidemia que el tema higiénico adquirió, como preocupación pública, muchos de los rasgos centrales con que se consolidaría en años posteriores. Los grandes temas de la higiene —como la idea de «foco de infección» y la necesidad de inspecciones domiciliarias y de cierta prevención—, aunque definidos de una manera difusa debido a los todavía desconocidos agentes de la enfermedad, estaban ya presentes. Puede hablarse entonces de un punto de inflexión en su tratamiento, al menos en los discursos oficiales y en la prensa. 24 Influyó también en el efectivo derrotero que siguieron los acontecimientos el hecho de que figuras del más alto nivel político se decidieran a intervenir de lleno en los debates que se desarrollaron. En ese sentido fueron importantes las afirmaciones de Sarmiento, quien señalaba que «hoy no es reputada la primera de las libertades humanas, gozar unos de sus ventajas y dejar que perezca el desvalido, víctima de su ignorancia. El cólera ha enseñado nuevas verdades […]». 25 Como consecuencia de esta nueva situación, los distintos agentes sociales involucrados en la gestión higiénica comenzaron a tomar posiciones más frontales. Los médicos diplomados iniciaron, con éxito desigual, una ofensiva para que se les reconociera el derecho a participar en la elaboración de las medidas adoptadas, lo que dio pie a una campaña   Prieto, 1997; González Leandri, 1999, 66-76; «Consejos al Pueblo» en Revista Médico Quirúrgica, 1866, año 3, n.º 3, mayo 8, 40. 24   La Tribuna, 22 de enero de 1868; Hutchkinson, 1867, 38-47. 25   «Higiene Pública», en Revista Médico Quirúrgica, 1868, año 5, n.º 10, 149-150; «Discurso del Sr. Sarmiento en la inauguración de las Aguas Corrientes», en Revista Médico Quirúrgica, 1868, año 5, n.º 13, 8 de octubre, 199-201. 23



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más específicamente médica por la renovación del Consejo. Desde la recién creada Asociación Médica Bonaerense se pedía que sus miembros fueran consultados con mayor frecuencia por las autoridades provinciales y la Municipalidad, y que ese vínculo se institucionalizara de alguna manera, lo que otorgó un sesgo corporativo más complejo a las propuestas de renovación. 26 En 1870, finalmente se produjo la tan deseada promulgación de la ley del Consejo de Higiene que, a pesar de que le fijaba escasas atribuciones ejecutivas, contemplaba buena parte de las exigencias de los renovadores. 27 El nuevo Consejo se vio puesto a prueba mucho antes de lo deseado. Otra epidemia, ahora de fiebre amarilla, sacudió a Buenos Aires en 1871. 28 Su extrema gravedad, que prácticamente diezmó a la población y obligó a un éxodo que en un momento dado se hizo prácticamente masivo, lo colocó, como nunca antes, en el ojo del huracán. Sin embargo, contra los pronósticos más pesimistas, pudo salir airoso y resistir los embates que recibió desde distintos sectores, sobre todo de la Comisión Popular que, constituida de una manera similar que la de 1867, contaba con un sector radical que pretendía desplazar a las autoridades. Que el Consejo lograra resistir, e incluso que se afianzara hacia el final de la epidemia, fue posible porque el gobierno provincial asimiló la experiencia pasada y esta vez se colocó más en guardia contra las intenciones de periodistas y políticos convertidos en «soldados de la caridad». Puede afirmarse, como conclusión, que a pesar de que el prestigio médico no salió indemne de la epidemia y costó un tiempo recuperarlo, los médicos diplomados vieron consolidada su posición institucional, sobre todo debido a la disciplinada actuación de los servicios médicos del consejo de Higiene a cargo del doctor Larrosa. En los hechos, y a pesar de las contradicciones en que se vieron inmersos, los médicos diplomados habían demostrado una capacidad ejecutiva importante que le fue reconocida por sectores de la opinión. En plena crisis, algunos de ellos propusieron medidas drásticas para reforzar su capacidad. La Prensa, por ejemplo, insistió como nunca antes, en que se le   «Revista de la Quincena», en Revista Médico Quirúrgica, 1869, año 5, n.º 22, 23 de febrero, 345-346. «Higiene Pública», en Revista Médico Quirúrgica, 1869, año 6, 346-348. 27   De forma sintomática en el acto de su inauguración el Ministro de Gobierno se refirió poco al tema del control higiénico y sí a las incumbencias médicas que se veían fuertemente respaldadas. «El ejercicio de la Medicina y la Farmacia no debe ser entregado a la libre concurrencia […]», señalaba el ministro. «El Consejo de Higiene Pública», en Revista Médico Quirúrgica, 1870, año 7, 139-143. 28   Véase Penna, 1895; Ruiz Moreno, 1949; Scenna, 1974. 26

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otorgaran funciones ejecutivas claras y que sus miembros fueran también «jefes inmediatos de todos los empleados municipales». 29 Como observaron los contemporáneos, esta epidemia reforzó aún más que la del 67 una demarcación entonces incipiente, en términos sociales, entre lo «moderno» y lo «antiguo». En este sentido, puede decirse que la epidemia de 1871 representó un elemento clave de la temprana cuestión social. No sólo en cuanto a que aceleró la implantación de ideas más sofisticadas acerca de la higiene y la prevención, sino que sacudió el propio imaginario social y urbano de las elites, lo que promocionó mecanismos de intervención estatal a medio y largo plazo. Al comprobar de manera fehaciente que había enfermedades que atacaban indiscriminadamente a todo el mundo, y que las que afectaban teóricamente a los pobres alcanzaban finalmente también a los acomodados, las elites adquirieron una conciencia más definida de la necesidad de potenciar mecanismos de acción colectiva. Según las opiniones de algunas figuras públicas relevantes, esa acción debía paliar los estragos más evidentes, pero también fomentar iniciativas de interdependencia social que, en muchos casos, fueron gestionadas a través de intentos de disciplinar de una manera más eficaz y completa a los sectores populares, considerados crecientemente peligrosos. Influyó también en esa toma de posición por parte de las elites sociales y de una gama cada vez más amplia de funcionarios la propia escala del peligro, como había demostrado el éxodo masivo del año setenta y uno. Como consecuencia, se emprendieron casi de inmediato obras de infraestructura y saneamiento que implicaban el triunfo de un tipo específico de prevención. Otra consecuencia de esta crisis, no suficientemente atendida por los historiadores abocados a estos temas, fue la incidencia de sus trágicos sucesos en la memoria histórica de la población y el uso que de ella se hizo como herramienta para consolidar una mayor influencia médica e imponer la agenda de algunos de sus grupos. Para esa fecha, la Higiene comenzaba a consolidarse como herramienta gubernamental, a partir de la definición más nítida de sus rasgos y recursos de acción. También se abría camino en sectores más amplios de la opinión pública, aunque su implementación fuera insuficiente. Ambas cuestiones, cuya tendencia ya era bastante clara para esos años, tendrían hacia fin de siglo un papel significativo en la redefinición de la cuestión social. Sin embargo, ese paso no fue lineal y se vio sometido a muchas limitaciones. Los acontecimientos de finales de los años sesenta y comienzos de los setenta habían persuadido a las autoridades de la   «El Consejo de Higiene y la epidemia», La Prensa, 16 de febrero de 1871.

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necesidad de contar con un «cuerpo técnico» que les facilitara las cosas en los momentos de crisis, y que a su vez los previniera por medio de intervenciones regulares. Pero ni los médicos ni las autoridades tenían la suficiente solidez institucional para alcanzar éxitos importantes en esos intentos. Algunos cambios se produjeron en el campo del arte de curar en la década de 1870, que tendrían un efecto indirecto pero importante sobre la cuestión social: la creación de una nueva Academia de Medicina y la renovación de la Facultad, que permitieron un remozamiento de las elites médicas. 30 Se fundó también el Círculo Médico, asociación de estudiantes y médicos jóvenes llamada a tener un papel relevante en los cambios institucionales futuros. 31 Incidió, de una manera también importante, la promulgación, hacia el final de la década, de una nueva ley del arte de curar que institucionalizó todavía más la posición privilegiada que los médicos comenzaban a disfrutar con respecto al gobierno, en un momento de cruciales cambios institucionales en el país. 32 3. Asistencia Pública, centralización ejecutiva y temprana cuestión social Como corolario de este período, se produjo en 1883 la creación de la Asistencia Pública de la Capital. En una medida importante esa creación coincidió con el eclipse de aquel tiempo dominado por la idea de crisis, a la vez que se planteó como paragolpe frente a nuevos «males sociales», que en muchos casos se mostraban más continuos y persistentes que las epidemias. Sin embargo, la Asistencia Pública mostró importantes rasgos de continuidad con el período precedente, a pesar de haber nacido del otro lado de la barrera institucional y política que significó el año ochenta. Los motivos que se señalaron para su creación auguraban nuevas formas de proceder con respecto a la cuestión social, lo que indujo a   Halperín Donghi, 1962; González Leandri, 1997, 31-54.   Entre sus miembros se contaba a figuras importantes de las reformas sanitarias y sociales del fin de siglo, como José Ramos Mejía, Antonio Crespo, Telémaco Susini, José Penna, Samuel Gaché, Roberto Wernicke y Juan Gil, entre otros. Luque Lagleyze, 1988, 35-38; González Leandri, 1999; Souza, 2007. 32   «Ley reglamentando el ejercicio de la Medicina, Farmacia y demás ramos del arte de curar, sancionada por la Honorable legislatura de la Provincia», en Revista Farmacéutica, 1878, año XX, tomo XVI, n.º 2, 1 de febrero, 49-60. 30 31

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los historiadores a considerarla como expresión de unos procesos sociales e institucionales más amplios de constitución de un nuevo dispositivo tecnológico en el campo de los cuidados de la salud. Sin embargo, las notorias dificultades que tuvo para desarrollar una actividad regular y armónica la situaron más bien en el marco de la temprana cuestión social, hecho sin duda paradójico, dados los nuevos participantes que se asomaban a ella. La prueba fue la trayectoria errática que tuvieron tanto la Asistencia como su impulsora, la renovada comisión de Higiene municipal del año ochenta, marcadas por las tensiones políticas entre los distintos órganos de gobierno, derivadas de la forma que adoptó la federalización de la ciudad de Buenos Aires y que obligaba a las autoridades nacionales a una constante toma de partido. 33 Las dificultades asomaron ya en los momentos iniciales. Sus impulsores querían hacer de ella una gran institución de carácter nacional, pero nació humilde y municipal. En efecto, el proyecto de creación de la Asistencia Pública de la Capital Federal, propuesto al Gobierno Nacional y elaborado por José María Ramos Mejía a partir de sugerencias previas de Emilio Coni y Telémaco Susini, estaba prácticamente calcado del de la institución de igual nombre fundada por Thiers en París. Ante el fracaso de sus gestiones iniciales frente al gobierno de todas las instituciones que se había proyectado que tuviera a su cargo, sólo pudo contar con tres: el Hospital San Roque, donde ubicó su sede; el hospicio de las Mercedes, destinado a enfermos dementes, y el de crónicos, todos ellos municipales. 34 Una de las limitaciones más serias de la Asistencia Pública durante este período consistió en una incómoda diversidad reglamentaria. Así, por ejemplo, mientras el reglamento provisorio que había redactado Ramos Mejía, su primer director, discriminaba entre dos tipos de pobres, los hospitales bajo su jurisdicción nada decían al respecto. 35 El problema se ahondaba debido a que los comisarios de policía remitían con frecuencia a los hospitales a individuos «sin ocupación, sin domicilio,   Coni, 1918. La Comisión estuvo integrada por figuras notables y bien conocidas como José María Bosch, Eustaquio Díaz Vélez, Antonio Devoto y otros. Memoria del presidente de la Comisión Municipal al Concejo, correspondiente al ejercicio de 1880. Imprenta de Martín Biedma, Buenos Aires, 1881, pp. 6-7. 34   Ramos Mejía, 1884, 17-245; Penna y Madero, 1910; González Leandri, ������ 1989; Crider, ������ 1976. 35   Sobre la trayectoria médica e intelectual de José María Ramos Mejía, véase Terán, 1987 y 2000; Clementi, 1985; Ingenieros, 1915; Álvarez, 1996; González Leandri, 1999. 33



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haraganes o vagos, pobres realmente, pero aptos para el trabajo y sin otra dolencia que aquellas que la pereza y el abandono de sí mismo acarrean». 36 Mientras tanto, a nivel operativo la cuestión radicaba en la capacidad de otorgar ayuda sólo a los pobres «merecedores». Se trataba, según Ramos, de una discriminación imprescindible para limitar la caridad a niveles adecuados, dado que «fuera de la indispensablemente necesaria, se convierte en una violación de la propiedad y por consecuencia en una injusticia». Para ello, Ramos Mejía distinguió entre «pobres válidos», con derecho a una ayuda mínima para su subsistencia, y los «pobres inválidos» o impedidos, quienes sí podían recibir «socorros completos». 37 Los argumentos utilizados en la ocasión por Ramos Mejía se vieron reforzados por el uso de otros criterios, que expresaban un esquema deseable de funcionamiento social. Por ejemplo, «siguiendo a un consejero francés», opinaba que «la circunstancia de ser pobre o no tener domicilio no implica por sí sola un motivo para obtener asistencia pública. Si bien la asistencia constituye un deber inviolable y sagrado, este deber tiene por correlativo “aquel en que está cada individuo de trabajar”». 38 Sobre ese esquema descansaba el armazón institucional de la Asistencia Pública, que Ramos sintetizaba con la frase «ayudar con orden», y que la experiencia lo inducía a intentar afianzar por medio de una ley que «moderara los sentimientos de caridad instintivos en el hombre» y los orientara «rectamente a un fin benéfico y práctico, inspirándose en la conservación de todos». Estos juicios, coincidentes con los criterios filantrópicos al uso, por otra parte bastante distintos de los que el mismo Ramos emplearía hacia fines de siglo, son, sin duda, una muestra de la inserción de ciertas políticas clave de la Asistencia Pública en este primer período dentro del marco de indeterminación que caracterizó a la temprana cuestión social. Con respecto a los mecanismos de gestión por medio de los cuales la Asistencia Pública pretendía lidiar con la cuestión social, sus impulsores se encontraron frente a una trama de conflictos, de atribuciones y de delimitación de su espacio de actuación específica, ya experimentados por otros. En efecto, similares disyuntivas a las que ahora se enfrentaban los jóvenes médicos de la Asistencia Pública, en un marco sin duda renovado, habían enfrentado los del Consejo de Higiene en los sesenta y, bastante antes, los propagandistas y gestores educativos de los   Ramos Mejía, 1884, 27 y 45-47.   Ibídem. 38   Ibídem. 36 37

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años cincuenta. Se volvían a plantear, con distintos actores, las mismas encrucijadas relativas a la definición de estrategias y mecanismos de gestión para afrontar los problemas sociales y dilucidar, en forma simultánea, quienes podían legítimamente definirlos. El nudo de los conflictos radicaba en cómo concretar criterios de especialización asociados a determinadas funciones en el marco de instituciones específicas. En su centro se situaba una tensión, que para la segunda mitad del siglo xix se mostró irresoluble entre la búsqueda, por parte de algunos actores de una centralización ejecutiva, técnica y de inspección, junto a mecanismos fuertemente descentralizadores en otros aspectos importantes. Todo ello, enmarcado en una compleja trama política dominada por la formación de clientelas y redes fuertemente personalistas que, si bien facilitaba la iniciativa de algunos médicos o educadores notables, impedía una diferenciación profesional clara. Dichos nudos conflictivos se situaron en la base misma de la indeterminación que dio el tono característico a la temprana cuestión social en la segunda mitad del siglo xix. Como sus antecesores, los médicos impulsores de la Asistencia Pública hicieron un uso particular de la idea rectora de «centralización». La combinaban, además, con una importante descentralización de las ayudas, lo que les permitía por ejemplo reinterpretar las funciones del hospital tradicional e intentar reemplazarlo, al menos en parte, por asistencia domiciliaria y casas de socorro. Pero, al basar su programa en la primacía de atribuciones «técnicas», propias del papel centralizador del médico, se enfrentaban a un problema: su definición era francamente opaca y, a la vez, variable. Dependían, como había sucedido ya con otros, de los usos políticos que de ellas se hicieran, que a veces podían abrir espacios pero otras cerrarlos, lo que generó inevitables tensiones. Estas pueden ser consideradas por tanto constitutivas, en términos históricos, de la propia especificidad médica y, a la vez, de la temprana cuestión social. Para salir de esa encrucijada, Ramos Mejía, el primer director de la Asistencia Pública, creó comisiones de estudio y asistencia y dedicó importantes esfuerzos a afianzar el espíritu de cuerpo entre sus miembros. No escatimó a su vez esfuerzos para definirla como una institución específicamente médica. 39 Ello implicaba alcanzar cotas de auto  Comentaba Ramos con posterioridad: «tenía autorización y me puse a la tarea de crearlo todo. Reuní a los jóvenes médicos más distinguidos y de mejor voluntad y que ofrecieron ayudarme con la mayor abnegación». Ramos Mejía, «El Dr. Ramos Mejía al intendente Alvear. Réplica», La Nación, 5 de marzo de 1887; Ramos Mejía, 1884, 17-245. 39



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nomía —en el interior de la institución municipal y con respecto a la dirigencia médica de la facultad— a la hora de definir los criterios técnicos de una intervención que incursionaba fuertemente en lo social. Se trataba de una opción difícil que primero debía enfrentarse a los criterios —calculadamente ambiguos y personalistas— fuertemente instalados en la política municipal. Colisionaban aquí, otra vez, distintos proyectos, que sin embargo no podían dejar de mostrarse entrelazados: uno que implicaba una idea patrimonialista de los usos políticos y otra con eje en la promoción profesional, una constante en las distintas facetas de la temprana cuestión social a lo largo de la segunda mitad del siglo xix.

Capítulo 4 La crisis de 1890, los trabajadores y la emergencia de la cuestión obrera La crisis económica desatada en la Argentina en 1890 significó un quiebre de las certezas que amplios sectores de la sociedad argentina tenían sobre un futuro pleno de bienestar y riqueza. La crisis, que era también política y social, impuso un manto de desánimo y el pesimismo reemplazó y desplazó al optimismo, ciertamente exagerado, reinante durante los años ochenta. Los mismos hombres de Estado debieron reconocer esa gravedad. Como sostienen Natalio Botana y Ezequiel Gallo, «la severidad de la crisis económica introdujo cambios significativos en el discurso oficial. El lenguaje del progresismo económico fue reemplazado por una retórica donde las palabras habituales eran sacrificio y austeridad». 1 Ese pesimismo también se irradió hacia el campo político, en donde las diferentes tendencias (radicales, roquistas o mitristas) efectuaban lecturas distintas y matizadas que los llevaban a diagnósticos y soluciones disímiles, aunque podían coincidir en adjudicarle la culpabilidad central al gobierno de Juárez Celman por los problemas suscitados durante su administración. Los sectores vinculados a la economía y las finanzas, acostumbrados al enriquecimiento fácil y rápido, pasaron del asombro inicial al pánico provocado por el derrumbe de la Bolsa, que podía implicar la caída en la pobreza de quienes habían amasado fortunas con los negocios y con la especulación. El malestar, el temor y la insatisfacción se trasladaron a una amplia gama de hombres (periodistas, funcionarios, escritores), que comenzaron a buscar en la crisis las claves de comprensión del país. Una crisis que era económica, social y política, pero interpretada por muchos de ellos en una clave moral que ponía en tela   Botana y Gallo, 1997, 71. Para un análisis minucioso de la crisis de 1890, véase Gerchunoff, Rocchi y Rossi, 2008. 

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de juicio las mismas bases sobre las que se había construido el Estado moderno. La literatura de los años noventa, además de efectuar el registro social de esos años, reflejó esa lectura moralista que la tradición literaria ha denominado «el ciclo de la Bolsa», 2 una serie de novelas que intentaba desentrañar las causas del quiebre económico, poniendo énfasis en la propia estructura económica y social y, fundamentalmente, en el comportamiento moral de los diversos componentes de la sociedad. La más difundida de ellas fue, sin duda, La Bolsa de Julián Martel, escrita a fines de 1890 y publicada como folletín en el diario La Nación entre el 24 de agosto y el 4 de octubre de 1891, hecho que le otorgó una amplia popularidad. Allí Martel se centraba en quienes corrompían y trataban de apoderarse del país, intentando destruir las bases morales de los argentinos. Si bien en su relato —y seguramente no era el único en pensarlo— la culpabilidad última de la crisis recaía en los judíos, símbolo del dinero y la especulación, valores opuestos al «honor, la nobleza, la nación, la religión», 3 también echaba un manto de sospecha sobre otros sectores provenientes de la inmigración y, por lógica consecuencia, de los sectores populares: «A lo largo de la cuadra de la Bolsa [...] se veían esos parásitos de la riqueza que la inmigración trae a nuestras playas desde las comarcas más remotas [...] Turcos mugrientos, charlatanes ambulantes, mendigos, bohemias idiotas, madres embrutecidas […]». 4 Martel no atinaba a descubrir que esos «parásitos» que pululaban por el centro de la ciudad eran seres degradados por la crisis y por el propio proceso económico. Claro que los culpables de la crisis variaban de acuerdo a quien formulara el diagnóstico, y por supuesto la apreciación de Martel, sin duda compartida por muchos, era sólo una de las tantas percepciones, de modo que no reflejaba una opinión unánime. El escritor Segundo Villafañe transitaba también el enfoque moral en Horas de Fiebre al criticar la vorágine materialista que atravesaba la sociedad porteña, y contraponía la audacia y la falta de escrúpulos imperantes en la superficial aristocracia local con el escaso valor adjudicado al mérito y la honestidad.   El «ciclo de la Bolsa» se integra con La Bolsa de Julián Martel (1891), Quilito de Carlos María Ocantos (1891) y Horas de fiebre de Segundo Villafañe (1891). Aunque menos significativas, también podrían encuadrarse en este ciclo Abismos, de Manuel Bahamonde (1890), Buenos Aires en el siglo xx de Eduardo Ezcurra (1891), Contra la marea de Alberto del Solar (1894), Grandezas de Pedro G. Morante (1896) y Quimera de José Luis Cantilo (1899).    Sobre el antisemitismo de Julián Martel, véase Lvovich, 2003, 56-60.    Martel, 1975, 54. 



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A diferencia de Martel, Villafañe sostenía que la riqueza rápida y la excesiva especulación —fomentada por el propio Estado y la dirigencia política a través de licitaciones y concesiones concedidas con ligereza— perjudicaba a toda la población, pero particularmente a los sectores más humildes quienes, sin poder hacer nada para modificarlo, veían como se deterioraban sus salarios y aumentaba desproporcionadamente el coste de vida (alquileres, alimentos, trasporte). De esta forma centraba su crítica en la indiferencia demostrada por los grupos dominantes por la suerte de los sectores más pobres de la sociedad. 5 La lectura de Villafañe sobre la crisis, aunque superficial, alertaba sobre el tema de la pobreza, un problema que también fue tomado en consideración por la prensa que, dando un paso más, comenzó a percibir los problemas provocados por la crisis en el mundo del trabajo que pasarían a formar parte de la cuestión social. Este desplazamiento de la preocupación moral por parte de la elite, confiada hasta ese momento en que Argentina podía evitar los conflictos de las sociedades industrializadas europeas, a las preocupaciones por las consecuencias socioeconómicas de la crisis en el mundo del trabajo nos acerca al tema de este apartado. En este capítulo nos centraremos en el análisis del impacto generado por la crisis entre los trabajadores y sus representaciones ideológicas, políticas y gremiales, así como en la percepción que ellos tenían de la misma. Por otro lado, nos detendremos en las actitudes asumidas para resolver sus consecuencias por parte del Estado y otros sectores vinculados a la elite, centralmente intelectuales y profesionales. El supuesto central sostiene que la crisis afectó a los trabajadores y a sus instituciones en varias direcciones: 1.���������������������������������������������������������������  Los trabajadores fueron perjudicados materialmente por el aumento de la desocupación y por la baja del salario real. 2. ����������������������������������������������������������������� Debido a la sobreoferta de trabajo se interrumpió o, mejor, disminuyó por un tiempo (entre tres y cuatro años) el ciclo huelguístico y organizativo del joven movimiento obrero. Sin embargo, cuando a partir de 1893 se intensificaron las huelgas y el número de organizaciones gremiales, se produjo un salto cualitativo importante en relación a la década de 1880. 3. ��������������������������������������������������������������� La transformación más relevante se relaciona al crecimiento y a cierta madurez alcanzada por las representaciones políticoideológicas de los trabajadores. Me refiero a cambios sustancia  Villafañe, 1960.



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les producidos principalmente en el socialismo y también, aunque teniendo en cuenta un plazo de tiempo más largo, en el anarquismo. 4. ��������������������������������������������������������������� De alguna manera, los problemas generados por la crisis económica sobre los trabajadores le darían una nueva dimensión a la cuestión social, que a partir de ahora se centraría en la cuestión obrera, puesto que la cuestión social temprana, si bien no excluía los temas del mundo del trabajo, se vinculaba centralmente, como hemos visto, a los problemas sanitarios y la salud de los sectores populares urbanos. No obstante, si bien el Estado tardaría un tiempo aún en percibirla, al margen de los reclamos obreros algunos intelectuales y legisladores advertirían sobre la necesidad de que el gobierno implementara una legislación protectora de los efectos no deseados del proceso de industrialización y urbanización. 1. el impacto de la crisis de 1890 en el mundo del trabajo La crisis entre los trabajadores tuvo su primera manifestación a partir de la segunda mitad de 1888, cuando se inició el declive de la edificación privada. Tres años más tarde, las obras públicas sufrieron una paralización impresionante y debieron detenerse de manera temporal grandes emprendimientos como, entre otros, la apertura de la avenida de Mayo, la construcción de los edificios del Correo, el Congreso de la Nación y el puerto de Buenos Aires. 6 Si bien no hay datos del todo fiables, sabemos que las obras públicas y la construcción privada eran en ese momento unas de las mayores fuentes de ocupación de fuerza de trabajo, y que la paralización de las obras debe de haber implicado un incremento sustancial en los niveles de desempleo. Ya en enero de 1891, antes de que se produjeran los mayores índices de desocupación, el Comité Internacional de la Federación Obrera de la República Argentina dirigió una presentación al presidente Carlos Pellegrini en la que manifestaba: «Deseamos sobre todo llamar la atención de Vuestra Excelencia sobre la inmensa multitud de proletarios que hoy viven aquí en Buenos   Roberto Cortés Conde ha elaborado un cuadro con la evolución de la edificación privada y las obras públicas, tomando el año 1885 como índice 100. Según esto, la edificación privada ascendió a 170 en 1888, y desde allí fue cayendo hasta llegar a 93 en 1891. Las obras públicas alcanzaron su punto más alto en 1889 (277) para caer de manera abrupta a 68 en 1891. Véase Cortés Conde, 1979, 203. 



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Aires sin poder hallar trabajo». 7 La desocupación era un fenómeno visible a simple vista en las ciudades, y la mayoría de los testigos tienden a ratificar el aumento del desempleo. 8 Aunque existía cierta unanimidad en los observadores de época sobre los efectos altamente negativos de la crisis sobre los trabajadores, la historiografía ha interpretado de manera diferente el fenómeno. Roberto Cortés Conde pone en duda la veracidad de los testimonios de la época y sostiene que cuando la actividad económica se redujo como resultado de la caída de las importaciones, el exceso de oferta de mano de obra se compensaba con: a) el desplazamiento del personal desocupado al sector agrario por el incremento de la superficie cultivada, b) el desplazamiento del personal a las tareas estacionales de la cosecha, c) suspensión de los flujos inmigratorios. Una vez dadas estas circunstancias se volvía a estabilizar el mercado de trabajo. 9

Ahora bien, esta forma de analizar la relación entre ocupación y desocupación para un mercado de trabajo como el argentino puede ser correcta en el mediano y en el largo plazo, pero para la coyuntura de la crisis no contamos con datos fehacientes de ocupación y desocupación, y resulta difícil sostener este punto de vista. En primer lugar porque parece incierto que el aumento de la superficie cultivada y de las cosechas correspondientes pueda haber absorbido la desocupación del sector urbano, suponiendo que quienes perdían su empleo quisieran o pudieran acceder al trabajo agrícola. En el mismo sentido, la propia estacionalidad de las tareas agrícolas era un impedimento para equilibrar la caída del empleo urbano. Con respecto al flujo inmigratorio, debería tenerse en cuenta en primer término que entre 1887 y 1890 el saldo migratorio fue impresionante, ya que alcanzó medio millón de personas y superó al acumulado durante la década anterior, saturando el mercado de trabajo. La caída del flujo migratorio a partir de 1890 puede haber evitado, y de hecho lo hizo, el crecimiento de la desocupación al moderar el aumento de la oferta de trabajo, pero es difícil que haya bajado sus índices. 10   El Obrero, n.º 5, 24 de enero de 1891.   Diarios como La Nación y La Prensa publicaban diariamente notas sobre el impacto de la crisis y el aumento de la desocupación.    Cortés Conde, 1979, 206. 10   En 1887 el saldo migratorio favorable fue de 107.212 personas, al año siguiente 138.790, en 1889 se quedaron en el país 220.260 personas; un año después cayó a 30.375 y en 1891 se produjo un saldo negativo de 29.835 migrantes, único guarismo negativo en el movimiento migratorio desde 1869 hasta la crisis provocada por la Primera Guerra. Véase Lobato y Suriano, 2000, 571.  

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Además, la detención del arribo de inmigrantes también es un claro indicio de la crisis: esas personas deciden no venir a la Argentina porque los salarios disminuyen y hay escasez de trabajo; el aumento en el índice de retornos es también una evidencia de la crisis y de la desocupación. Por otro lado, una parte de los trabajadores extranjeros que arribaron a la Argentina entre 1890 y 1893, se encontraban ante la alternativa de quedar varados en el Hotel de Inmigrantes y vagar por la ciudad a la búsqueda de empleo o aceptar algunas de las pésimas propuestas de trabajo en el interior del país, efectuadas por intermediarios que se lucraban con la escasez laboral y la necesidad de los trabajadores. 11 Es posible que los medios obreros tendieran a sobredimensionar los problemas, pero fuentes ajenas como La Nación o La Prensa y otros observadores ratificaban esta percepción. En todo caso, creo, en la versión más optimista podría sostenerse que se mantuvieron y hasta aumentaron los niveles de empleo agrícola pero, en sentido contrario, se produjo una fuerte caída del empleo urbano que afectó, sin duda, a las condiciones de vida material de los trabajadores; en primer lugar, a las de los salarios, que tendían a estancarse y aun a bajar debido a la sobreoferta de mano de obra. Las denuncias de las débiles e incipientes organizaciones gremiales se reiteraban constantemente: «Todos los patrones —se sostenía desde la Federación Obrera— aprovechan actualmente de la grande oferta de brazos, para sacar beneficios desproporcionados del trabajador». 12 Debido a la falta de series de salarios y de precios de artículos de consumo de primera necesidad entre 1880 y 1900, no es fácil determinar con cierta precisión qué ocurrió con los salarios reales en los primeros años de la década de 1890. Aunque no pueden considerarse sin cierto cuidado, según las cifras elaboradas por Juan B. Justo sobre la evolución del salario el poder de compra de los trabajadores había caído sustancialmente como consecuencia de la crisis. Durante años, primó una versión historiográfica, de carácter pesimista, que sostenía que al menos hasta 1896 los salarios se habían deteriorado a consecuencia de factores monetarios. Esto es, se habría producido una devaluación del peso debido al aumento de la emisión monetaria como consecuencia del abandono del patrón oro. Esta situación habría provocado un fuerte aumento del precio del oro, simultáneo 11   El periódico El Obrero publicaba con frecuencia cartas de trabajadores extranjeros desde el interior del país en donde narraban las penurias vividas (maltrato, malas condiciones laborales, pago con vale, retención salarial, etc.). 12   El Obrero, n.º 5, 24 de enero de 1891.



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a la depreciación de alrededor del 60% del peso papel, perjudicando a los trabajadores que vieron reducida su capacidad de gastos. Ésta es la argumentación básica desarrollada originalmente por el diplomático norteamericano William I. Buchanan y retomada por el dirigente obrero socialista Adrián Patroni. 13 La investigación de Buchanan se basaba en una importante cantidad de datos sobre salarios y precios de artículos de consumo. Para el primer caso, reunió información sobre un centenar de categorías laborales para los años 1886, 1890, 1892, 1894 y 1896; sobre artículos de consumo la información es mucho más fragmentaria. Sus conclusiones fueron retomadas por otros estudiosos del tema. 14

En 1887, cuando 1 $ papel valía 74 cts. oro Albañiles Carpinteros Cigarreros Fundidores Herreros Hojalateros Pintores Talabarteros Tipógrafos Término Medio

$ papel 1,97 2,08 1,64 2,14 1,80 1,91 2,03 1,90 1,97 1,93

$ oro 1,45 1,54 1,21 1,58 1,33 1,41 1,50 1,40 1,45 1,43

En 1897, cuando 1 $ papel valía 34 cts. oro $ papel 2,57 3,00 2,75 3,48 3,00 2,80 3,66 3,32 2,92 3,05

$ oro 0,88 1,03 0,94 1,19 1,03 0,96 1,25 1,14 1,00 1,04

Poder adquisitivo de los salarios de los trabajadores, Argentina, 1887-1897. 15

Vale la pena recordar que existía en la época una creencia generalizada del deterioro del salario real y las condiciones de vida y de trabajo. Ya antes de la crisis, el periódico socialista Vorwärts sostenía que de ninguna manera pondría en duda el progreso material logrado   Buchanan (1898), 1965. Si bien Patroni usa sus propios datos sobre salarios después de haber relevado cerca de sesenta gremios, toma los guarismos de consumo de Buchanan y, especialmente, la relación entre peso papel y precio del oro y el impacto que esta relación tuvo sobre los salarios reales. Patroni, 1897, 115-126. 14   Williams, 1920; Álvarez (1912), 1966; Panettieri, 1982, 1984; Spalding, 1970. 15   Fuente: Justo L’, 1928, 38. 13

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por la Argentina en los últimos años, pero se preguntaba «¿de qué nos sirve a los trabajadores todo esto?», para llegar a la conclusión de que los trabajadores no participaban de los beneficios de ese mejoramiento. Al contrario, su situación empeoraba, pues el costo de vida aumentaba constantemente y la vivienda obrera era cada vez más cara y deficiente: Las ciudades se dilatan, las calles y las hileras de casas aumentan de un modo incalculable, se levantan edificios estatales fastuosos y palacios privados amplios, grandes y cómodos; pero simultáneamente, desaparecen las modestas viviendas de los trabajadores, el proletariado es desplazado cada vez más a los grandes inquilinatos, a estos antros sin aire y sin luz, cunas de la miseria, del hambre y de la epidemia. 16

Ésta no era sólo una percepción de los periódicos socialistas. Un diario insospechado de simpatías obreristas como La Prensa sostenía en 1895: Pero donde el pobre obrero es más esquilmado, es en las ventas al detalle: un café, un té, una copa, y de todos los demás artículos que costaban antes una cuarta parte más al negociante y una cuarta parte menos al consumidor, hoy en relación al valor de la moneda y sin variar la cantidad ni la calidad del artículo, le cuestan una cuarta parte más al consumidor. De esta manera nuestra capital, que era hasta hace poco una de las ciudades donde la vida era más barata, va en camino de llegar a ser una de las más caras. Pagando alquileres más caros que los que se pagan en París y Londres, y el pan, la carne y demás artículos de primera necesidad casi a los mismos precios que en dichas capitales, no podremos vanagloriarnos durante mucho tiempo de ser el primero y el mejor país de inmigración. 17

Las apreciaciones de los analistas e historiadores pesimistas fueron criticadas por Roberto Cortés Conde, quien señaló con justicia que la falta de series continuas de salarios y la escasa fiabilidad y fragmentación de los datos sobre el coste de vida imposibilitan efectuar conclusiones valederas sobre salario real en las dos últimas décadas del siglo xix. Como contrapartida, propuso analizar la evolución salarial a partir de las dos series continuadas y homogéneas que pudo reconstruir: por un lado, la de obreros no especializados de la Administración Pública (peones de policía) y, por otro, la de obreros de la alimentación (Bagley). Para conocer el poder adquisitivo de los salarios   Vorwärts, n.º 104, 15 de diciembre de 1988, en Carreras, Tarcus y Zeller, 2008, 154-156. 17   Extraído de Patroni, 1897, 116. 16



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monetarios analizó datos parciales del consumo de alimentos y, para algunos años, de alquileres y vestidos. 18 Sus conclusiones son diferentes a las del grupo pesimista, en tanto que sostiene que los salarios reales de los trabajadores crecieron en torno al 2,5 anual entre 1883 y 1899. 19 Mas allá de la indudable seriedad del trabajo de Cortés Conde, creo que de sus conclusiones tampoco puede derivarse una lectura certera de la evolución de los salarios reales en este período, ya que en todo caso es también una referencia parcial y aproximada basada en datos relativos a un pequeño sector de los trabajadores del período. Es difícil establecer la representatividad de los salarios de los obreros de Bagley y de los peones de la policía porque no conocemos (o conocemos mal) las series de otros oficios y ramas. La evolución en cada una de ellas no necesariamente siguió el mismo derrotero que los ejemplos analizados por Cortés Conde y, menos aún, pueden sacarse conclusiones a escala nacional. Por otro lado, debe tenerse en cuenta la cuestión de las variaciones salariales a partir de la regularidad del trabajo: por ejemplo, ¿cómo medir el salario real de quienes estaban sujetos a variaciones estacionales? Tampoco sabemos si la cantidad de horas diarias trabajadas se mantuvo constante y no disminuía en los momentos escasez laboral, afectando a los sueldos mensuales. Y, fundamentalmente, no conocemos lo suficiente cuánto afectó la crisis sobre los salarios del sector más numeroso del mundo del trabajo, que era el ocupado en la construcción, aunque teniendo en cuenta la paralización de las obras más importantes, la caída de la construcción privada y la sobre oferta de trabajo, podemos suponer que el impacto debe de haber sido muy importante. Además, la comparación de la evolución salarial entre el trabajo de Cortés Conde y el de sus predecesores tiene el problema de que parten de años índice y fechas inicial (1883 y 1886) y final (1899 y 1896) diferentes. De esta manera, como ocurriera en la a veces rica, a veces infructuosa polémica entre los historiadores optimistas y pesimistas ingleses, los resultados son notoriamente diferentes y no permiten llegar a conclusiones sólidas. 20 Ahora bien, si los datos empíricos ofrecen tantas dificultades para medir el estándar de vida, los datos cualitativos (tanto si se lee El Obrero o Vorwärts como La Prensa y La Nación) nos brindan una versión diferente en cuanto se refiere a la forma en que era vivida y perci  Cortés Conde, 1979, 213-240.   Cortés Conde, 1979, 235. 20   Sobre el debate en torno al nivel de vida en Inglaterra, véase Taylor, 1985. 18 19

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bida la crisis por los protagonistas (y por los contemporáneos). 21 Esas fuentes nos hablan casi abrumadoramente de un deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores durante los años inmediatos a la crisis desatada en 1890. 22 Es indudable que estas fuentes son subjetivas y no se basan en las estadísticas (o sólo lo hacen parcialmente), pero en este punto no se trata de medir sólo los aspectos cuantificables del nivel de vida de los trabajadores, sino de tener en cuenta también aquellos aspectos de la existencia de los individuos que Edward P. Thompson denominaba «imponderables». Se trata de situaciones que no pueden medirse a través de los datos y se relacionan a aspectos vinculados a la salud, el ocio, la alimentación, las formas habitar, las expectativas y las maneras de percibir la propia existencia. En definitiva, nos referimos a la calidad de vida. 23 Y en situaciones de crisis, como bien sabemos por la experiencia vivida a comienzos del siglo xxi en la Argentina, la calidad de vida puede deteriorarse con suma rapidez y los trabajadores pueden resignarse o vivir estas situaciones como una suma de agravios a su propia dignidad que no pueden medir las estadísticas. 24 Si retornamos a la crisis del noventa, es esta característica precisamente la que se desprende de la lectura de la carta del trabajador José Wanza enviada desde Tucumán a la redacción de El Obrero en septiembre de 1891. Austríaco de nacimiento, llegó a la Argentina seducido, como la mayoría de los inmigrantes, por la propaganda de los agen  Hay otro elemento que sugiere la caída de los salarios. Ya a fines de la década de 1880, se produjeron varias huelgas ferroviarias en las que se pedía cobrar los salarios en oro por la depreciación de los sueldos pagados en papel moneda. El oro pasó de la paridad 1 = 1 a 1,59 dólares en marzo de 1889, 2,20 dólares en septiembre del mismo año, 2,86 dólares en julio de 1890, 3,11 dólares en diciembre para alcanzar los 4,40 dólares en octubre de 1891. Sabemos que los salarios no aumentaron al mismo ritmo y que los alimentos estaban directamente afectados por el aumento del oro, pues una parte de ellos se importaba y otra (productos agropecuarios) se exportaba. En este punto agradezco los datos y el comentario aportado por Fernando Rocchi. 22   En 1895 La Nación sostenía que las huelgas eran causadas por «la desvalorización de la moneda, el encarecimiento de la vida, la mala alimentación, el alojamiento caro y pésimo», La Nación, 8 de enero de 1895. Este diario coincide con el dirigente socialista Adrián Patroni, quien pensaba que el aumento de las huelgas entre 1894 y 1896 estaba motivado por «el profundo malestar de la clase obrera» debido al deterioro salarial y el aumento de los alquileres y los alimentos. Véase Patroni, 1897, 14. 23   Thompson, 1989, 221. 24   Después de la crisis de 2001 podemos tener datos empíricos sobre salarios, sobre niveles de ocupación y desocupación o los valores de la compra básica. Pero no puede medirse el proceso de deprivación que sufrieron los trabajadores (dejar de ser obrero, perder la protección estatal, vivir de la asistencia y la caridad, sentirse inútil) y cuales eran (o son) sus percepciones sobre el deterioro de su propia calidad de vida. 21



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tes argentinos en Viena, quienes «hacían descripciones tan brillantes de la riqueza del país y del bienestar que esperaba aquí a los trabajadores, que a mí con otros amigos nos halagaron y nos vinimos». Pero una vez en Buenos Aires no encontraron ocupación y fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes «una inmunda cueva sucia (y) los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos amenazaron de echarnos a la calle si no aceptábamos su oferta de ir como jornaleros para el trabajo de las plantaciones en Tucumán». Narra luego las penurias del viaje, el maltrato recibido al arribar a aquella provincia, el hacinamiento en el que vivían en sus nuevas casas, las formas de sujeción obligatoria al trabajo a partir de la imposición de una retención salarial de los primeros meses de trabajo y las deudas contraídas en los almacenes de la empresa en las que estaban obligados a comprar sus vituallas. 25 ¿Cómo medir el salario real en casos como éstos? Podemos suponer que José Wanza se victimizaba y exageraba los elementos negativos de su experiencia, pero es sabido que las situaciones de explotación y de maltrato siempre aumentan de manera notable en coyunturas de crisis cuando las organizaciones obreras son más débiles y abunda la oferta de trabajo. 2. Estrategias obreras frente a la coyuntura económica Entonces los datos empíricos, especialmente los cualitativos, sugieren que la crisis económica desatada en 1890 implicó el aumento de la desocupación, el deterioro de los salarios y un empeoramiento en las condiciones de vida material y en la calidad de vida de los trabajadores. Todos estos aspectos son importantes a la hora de analizar el rumbo de los conflictos obreros, el surgimiento y la consolidación de las ideologías contestatarias durante los años noventa, puesto que la intensificación de la explotación fue generando un clima de malestar entre los trabajadores que veían frustradas sus aspiraciones de mejoramiento material. El mundo de los trabajadores urbanos no era hacia 1890 un colec­ tivo con una identidad de clase definida y su conformación se había llevado adelante recién durante las dos últimas décadas, aunque sus comienzos se remontan a 1855, «momento, según dice Ricardo Falcón, de varios comienzos»: de la inmigración sistemática, la ampliación del mercado de trabajo, la aparición de las primeras sociedades mutuales y la propagación de más de un millar de talleres artesanales que emplea25

  El Obrero, n.º 36, 26 de septiembre de 1891.

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ban poca mano de obra y poseían un escaso grado de organización técnica y social del trabajo. 26 Pero en 1890, no obstante su aún escasa magnitud, el mundo del trabajo había mostrado un crecimiento importante. Entre 1869 y 1887 el número de trabajadores de Buenos Aires se duplicó; el dato más interesante, vinculado al incipiente crecimiento industrial, se refiere a la multiplicación por tres de los trabajadores de la rama secundaria que ahora eran casi 69.000, así como también al notable aumento de los empleados de las diversas estructuras del gobierno que, como consecuencia del crecimiento y la complejización del aparato estatal (tanto nacional como municipal), se elevaba ahora a 11.000 trabajadores. El resto se componía de 12.000 trabajadores del transporte, 27.000 peones y jornaleros, 39.000 empleados domésticos y más de 30.000 comerciantes cuentapropistas, que en 1869 eran sólo 11.000. De estos datos se desprende que la mayoría de los trabajadores se ocupaban como peones y jornaleros ocasionales, lo que otorgaba una impronta característica al mercado de trabajo que se estaba conformando. 27 Se trataba del predominio de un empleo no cualificado y en buena medida estacional, especialmente cuando estaba vinculado con la exportación de materias primas, hecho que implicaba la acumulación de trabajo en el verano y una sustancial disminución durante el invierno. Miles de trabajadores se empleaban en la carga, descarga, pesaje y clasificación de mercaderías en los diversos lugares de acopio como el puerto, la Aduana, los huecos de carretas, las estaciones de ferrocarril, los depósitos, las barracas, los mercados y corralones. El transporte de estas mercaderías se efectuaba en carros y carretas que empleaban, además de los conductores, a centenares de peones picadores, tronqueros, troperos, boyeros y cuarteadores. En las obras públicas, miles de personas eran contratadas como peones de manera ocasional para reparar y construir calles, edificios públicos y obras de salubridad (aguas corrientes, cloacas) así como tender vías férreas y tranviarias. También se empleaban cientos de peones en hornos de ladrillo, corrales, mataderos y saladeros. Entre los trabajadores ocasionales debería considerarse la multitud como vendedores ambulantes que transitaban cotidianamente las calles de las grandes ciudades: desde canillitas y vendedores de billetes de lotería hasta pasteleros, fruteros, panaderos, verduleros, pescaderos. 28 Para un viajero, la gran cantidad de estos últimos se debía a que «la indolencia de los habitantes   Falcón, 1999, 496-497.   Sabato, Romero, 1992, 142. 28   Sabato, Romero, 1992, 111-146. 26 27



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y, en otro tiempo, la dificultad de las comunicaciones a causa del lodo de las antiguas calles, han creado y desarrollado esta industria de la venta a domicilio. Desde el alba estos vendedores ambulantes se aprovisionan en el mercado central y emprenden su faena, llevando los más variados surtidos […]». 29 Estos vendedores ambulantes también pueden ser vinculados con el comercio minorista y sumarse a los miles de pequeños comerciantes que conformaban almaceneros, carniceros, ferreteros, propietarios de bazares y tenderos. En la otra punta, las primeras grandes tiendas y almacenes instalados en la ciudad ocupaban también centenares de empleados. En la construcción, el número de trabajadores crecía al ritmo de la ciudad. Las viviendas privadas y edificios públicos se multiplicaban, ocupando a cientos de trabajadores especializados o semi especializados (albañiles, estucadores, pintores, carpinteros, herreros y yeseros). Por su parte, la construcción sirvió de fuerte aliciente para el desarrollo de industrias vinculadas como aserraderos y carpinterías, fábricas de ladrillos, yeserías, marmolerías, herrerías y broncerías. Otra gran fuente de empleo se hallaba en el transporte: carreros, picadores y troperos, cocheros, marineros y barqueros de empresas fluviales, foguistas y conductores de locomotoras, guardas de ferrocarril, conductores y postillones de tranvías. Los empleados en la administración pública aumentaron su importancia a lo largo del período en la medida que se fueron constituyendo las diferentes áreas del Estado Nacional. Esta burocracia estaba compuesta por miembros de las fuerzas de seguridad (ejército, policía y bomberos), empleados municipales que se dedicaban al cuidado de hospitales, cementerios, calles y paseos públicos, así como empleados de las diversas dependencias de los gobiernos nacional y provincial (ministerios, Aduana, bancos, escuelas, hospitales). Por su parte, el servicio doméstico era mayoritariamente femenino y en él trabajaban lavanderas, planchadoras, sirvientas y cocineras. En el sector manufacturero es sabido que durante las décadas de 1860 y 1870, con la excepción de algunos grandes establecimientos entre los que se contaban saladeros, curtiembres, molinos harineros o la fábrica de cerveza Bieckert, la gran mayoría de los establecimientos fabriles eran pequeños y de escaso o nulo nivel de tecnificación. En efecto, alfarerías, sastrerías, sombrererías, carpinterías, mueblerías, zapaterías, panaderías, talabarterías, tipografías, caldererías, herrerías, fundiciones, hojalaterías y talleres metalúrgicos eran pequeñas empre29

  Daireaux, 1888, t. I, 148.

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sas en las que se empleaban pocos trabajadores y que en muchos casos sólo contaban con la mano de obra del propietario, a quien podía sumarse, permanente u ocasionalmente, miembros del grupo familiar. Vicente Fidel López sostenía en 1871 que las «industrias son tan rudimentarias y tan escasas su producción que no se hallaban, ni pueden hallarse, en el mercado». 30 Hacia la década del ochenta, como consecuencia del crecimiento urbano y de un incipiente proceso de sustitución de importaciones favorecido por la ley de aduanas sancionada en 1877, esta situación de la industria comenzaba a modificarse tanto por el crecimiento cuantitativo de establecimientos industriales, 31 como por el desarrollo de un modesto sistema fabril concentrado esencialmente en torno a la alimentación, el tabaco y la confección. Precisamente entre 1880 y 1890 se instalaron varios establecimientos fabriles de importancia, como la sombrerería Dellacha, Alpargatas, la Compañía General de Fósforos, las fábricas de frazadas Fusi y de bolsas La primitiva o el astillero Lloyd, que ocupaban cientos de obreros. 32 Durante este período convivían mecanismos coactivos tradicionales y más modernos; los primeros eran predominantes en las décadas de 1850 y 1860, y los segundos se habían impuesto hacia 1890. Por su parte, las condiciones de trabajo eran bastante precarias debido a diversas razones, entre las que debemos mencionar la necesidad de los patrones y empresarios de extraer la mayor rentabilidad posible, la ausencia de controles estatales y la debilidad de las noveles organizaciones gremiales. Si una de las características constantes de la precariedad se refería a la falta de higiene, el hacinamiento y los accidentes laborales en el lugar de trabajo, además de las largas jornadas, el otro gran inconveniente era la inestabilidad laboral. Ésta no se debía sólo a la estacionalidad sino también a que la «preeminencia de unidades de producción de bienes y servicios generalmente organizadas como pequeñas empresas y talleres hacía que su actividad fuera muy vulnerable a los efectos de los ciclos económicos». 33 Además, la falta de estabilidad laboral implicaba no sólo variantes ocupacionales «sino también reiteradas entradas y salidas del mercado, que   Dorfman, 1970, 78.   En 1889 la Unión Industrial Argentina censó 327 establecimientos en la ciudad de Buenos Aires, de los cuales 114 se habían establecido antes de 1879 y 213 en el lapso de ocho años entre 1880 y 1888, Dorfman, 1970, 116. 32   Dorfman, 1970, 117-127; ��������������������������������� Ciudad ������������������������ de Buenos Aires, Censo General de Población, Edificación, Comercio e Industrias, 1887, Buenos Aires, Compañía Sudamericana de Billetes de Banco, 1889, t. II, 313-351. 33   Sabato, Romero, 1992, 87. 30 31



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podían obligar al trabajador a vivir de sus ahorros, del salario de su mujer, o de la caridad, llevarlo en actividades consideradas cada vez más como ilegales, o hacerlo ensayar ocupaciones autónomas…». 34 Las condiciones de alojamiento tampoco eran mejores. Como consecuencia del aumento de población y el déficit habitacional, una buena parte de los sectores populares urbanos se vio obligada a vivir en viviendas incómodas e insalubres. Una multitud de casas precarias, fondas, hoteles y casas de inquilinato (conventillos) albergó a miles de habitantes en condiciones más que desfavorables. En 1871, con el trasfondo de la terrible epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires, un periódico sostenía que en la ciudad muchas de las casas de inquilinatos albergaban entre 200 y 300 personas, cuando no debían ocuparse por más de 50. Sus habitaciones, que no superaban los 16 metros cuadrados, eran habitadas por cinco o seis personas «que apenas pueden darse vuelta en ellas y tienen que vivir materialmente al aire, a pesar de la lluvia y el sol, o soportar en verano el calor y el aire infecto y pesado que se respira dentro de esas pequeñas buhardillas, muchas veces construidas con madera sus paredes y con zinc o teja sus techos. El cólera y la fiebre amarilla han tenido con preferencia su origen y campo de explotación en esas casas…». 35 La proliferación de este tipo de viviendas fue impresionante: en 1881 existían sólo en la ciudad de Buenos Aires 1821 casas de inquilinato con más de 65.000 moradores, y once años más tarde el número de viviendas trepó a 2.192 y sus habitantes superaban los 120.000. 36 Entre tanto, los salarios percibidos por los trabajadores urbanos (especializados o no) sufrieron variaciones durante este período de la misma manera que el coste de vida. En la primera mitad de la década de 1870 eran altos y muy superiores a los que se pagaban en España o Italia, e incluso superaban ligeramente a los salarios norteamericanos e ingleses. Esta situación se modificó radicalmente a partir de la crisis desatada entre 1874 y 1878, cuando los salarios se redujeron en términos generales a alrededor de la mitad de su valor. Sin llegar a los niveles iniciales, los salarios se recuperaron durante los años ochenta hasta que, como se ha planteado en el apartado anterior, la depresión de 1890-1893 volvió a reducirlos drásticamente. Si bien los salarios eran altos, exceptuando las épocas de crisis, los salarios reales no lo eran tanto debido esencialmente al alto coste de la alimentación, de los alquileres o de los   Sabato, Romero, 1992, 97.   La Prensa, 27 de febrero de 1871. 36   Suriano, 1984, 203. Sobre las condiciones de la vivienda popular en Rosario, véase Armus y Hardoy, 1984. 34 35

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servicios urbanos. 37 En 1871 una fuente señalaba que en la ciudad porteña el pan valía tres veces más que en Inglaterra, el combustible cuatro veces y los alimentos el doble. 38 Y esta situación se agravaba durante las épocas de depresión, cuando los salarios bajaban mucho más de prisa que los productos básicos consumidos por los trabajadores; en esos momentos el valor del alquiler podía llegar a consumir entre el 20% y el 30% del salario de un obrero no especializado, y la situación se agravaba en el caso de los trabajadores ocasionales, que no contaban con salario regular para afrontar de manera sistemática los gastos de subsistencia personales y/o familiares. Era en esas circunstancias cuando bajaba el ritmo de la inmigración y aumentaba el número de retornos. 39 Entonces, los rasgos centrales de un mundo del trabajo de esta naturaleza estaban dados por su heterogeneidad, los altos niveles de movilidad horizontal y vertical, su pequeña dimensión y dispersión, la multietnicidad, la ausencia de instituciones propias y una escasa y casi nula organización gremial. 40 Además, como se acaba de señalar, el trabajo «se desarrollaba preferentemente en pequeños talleres, que tenían muchas veces un régimen de explotación familiar de la mano de obra y en los cuales frecuentemente el patrón trabajaba a la par de sus empleados. Las excepciones eran las grandes obras de construcción, los ferrocarriles, los puertos, los mercados acopiadores y los transportes urbanos». 41 En esos pequeños talleres y establecimientos industriales las relaciones entre obreros y patrones (muchos de ellos recién improvisados como tales) se desarrollaban de manera poco conflictiva debido a la escasa distancia entre unos y otros y, a veces, por la redes parentales y sociales (paisanos) que los vinculaban. Muchos trabajadores cualificados, especialmente aquellos que eran propietarios de sus herramientas, no sólo se percibían a sí mismos en una escala jerárquica superior a sus colegas no cualificados, sino que aspiraban a convertirse rápidamente en patrones. Por otra parte, como sostiene Ricardo Falcón, no eran pocos los que preferían el trabajo a destajo en función de la aspiración de ahorrar di  Scobie, 1977, 173-175. Mas ���������������������������������������������������������� allá de aspectos parciales desarrollados por R. Cortés Conde con posterioridad a 1880, para este período no existen estudios de series completas y confiables sobre salario real. Cortés Conde, 1979, 191-274. 38   «Informe sobre la condición de las clases industriales», Phipps, F. O., 6, v. 309, n.º 79 en Scobie, 1977, 175. 39   Véase Lobato y Suriano, 2000, 571. 40   Si bien la organización gremial era incipiente en estos primeros tiempos, la necesidad de los inmigrantes de establecer nuevos lazos comunitarios condujo a la formación de un importante movimiento asociacionista de socorros mutuos. Véase Baily, 1985, 21-22; González Bernaldo de Quirós, 2008. 41   Falcón, 1986, 62. 37



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nero, ya sea para encarar su propia empresa o para enviar ayuda económica a sus familiares en Europa. 42 No parece casual entonces que, debido a estas peculiaridades durante ese período, caracterizado además por salarios relativamente altos y un mercado de trabajo demandante, los conflictos gremiales y la organización obrera hayan sido poco significativos. Los movimientos de protesta en demanda de mejoras fueron episódicos y aislados al comienzo: tan sólo hubo algunas huelgas protagonizadas por yeseros, sombrereros, panaderos y cocheros en el primer lustro de la década del ochenta. Durante el segundo se crearon los primeros sindicatos: sin olvidar la pionera Unión Tipográfica creada en 1878, en 1885 apareció la Internacional de Obreros Carpinteros, Ebanistas y Anexos, y un año más tarde la Sociedad de Resistencia de Obreros Panaderos, primer gremio organizado por los anarquistas. En 1887 se formó la Fraternidad de Maquinistas y Foguistas del ferrocarril, y comenzaron a organizarse algunas ramas aisladas de ferroviarios y obreros de la construcción. Fueron estos gremios quienes organizaron y orientaron las primeras huelgas importantes realizadas en Argentina, generalmente en demanda del aumento salarial, la reducción de la jornada laboral y el mejoramiento de las condiciones de trabajo. En efecto, albañiles, panaderos, yeseros, ferroviarios y carpinteros, entre otros, realizaron cerca de treinta huelgas entre 1887 y 1889. 43 Precisamente durante este último año, bajo los primeros síntomas de la crisis que se haría notoria a partir del año siguiente, se produjeron varios conflictos en busca de recomponer un salario que se deterioraba notoriamente después del abandono de la paridad con el oro: fueron a la huelga 6.000 albañiles, varias seccionales de ferroviarios y 3.000 obreros carpinteros que pudieron vencer la resistencia patronal, pues, según la explicación de Oddone, «[…] a pesar de la crisis que ya hacía estragos en todos los ramos de la industria y el comercio, aún no había exceso de mano de obra en el rubro carpintería, los huelguistas obtuvieron un completo triunfo». 44 La profundización de la crisis generó la paralización de las obras públicas, la caída del empleo en la construcción privada y en algunas   Falcón, 1986,��������� 103-105.   Es importante señalar que desde la primera huelga realizada por los tipógrafos en 1878 hasta 1887 se produjeron cerca de una decena de conflictos protagonizados por cigarreros, empleados de comercio, panaderos de Rosario, peones de Aduana de Lanús, carteros, oficiales yeseros y albañiles. Sobre este tema véase Falcón, 1984, 79-80. 44   Oddone, 1975, 73-74. Los datos sobre huelgas y organizaciones gremiales no son completos ni tampoco exhaustivos, sólo he mencionado los más significativos. Además del citado texto de Oddone véase Marotta, 1960, t. i, 25-54; Falcón, 1984; Zaragoza, 1996, 98-105 y 117-121; Godio, 1987. 42 43

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zonas de la incipiente industria y condujo, lógicamente, más allá de la disminución del flujo inmigratorio, a un mercado de trabajo con una importante sobreoferta de mano de obra. Esta situación repercutió sobre la intensidad que estaba adquiriendo el movimiento huelguístico, deteniéndolo y modificando el tipo de demandas, puesto que los pocos conflictos que se llevaron adelante entre 1890 y 1893 reflejaban la situación de recesión, en tanto los reclamos apuntaban a evitar despidos, frenar la baja salarial o al pago de jornales atrasados. Hacia 1894 la situación comenzó a modificarse, aunque la crisis aún hacía sentir algunos efectos. Ese año empezaron a cambiar las reivindicaciones que ahora se orientaban a exigir aumentos salariales, el establecimiento de la jornada de ocho horas (que los yeseros y pintores obtuvieron en 1895 y motivó a los albañiles a iniciar una larga lucha en ese sentido) o la eliminación del trabajo nocturno, tema que generó uno de los conflictos más resonantes de ese momento. En efecto, los panaderos, estimulados por la presentación de un proyecto del concejal Pittaluga al Concejo Deliberante en 1894, por el cual se suprimía el trabajo nocturno, comenzaron una fuerte campaña a partir de la edición del periódico El Obrero Panadero en septiembre de ese año, que señalaba: […] con gusto vemos que usted, estimado señor, conocedor de los males que acarrea al cuerpo humano el trabajo nocturno, y deseoso de aliviar algún poco el obrero de sus penas, presentó un proyecto de ordenanza municipal prohibiendo un trabajo innecesario, anti-higiénico. Agradecémosle pues los esfuerzos que a nuestro beneficio hará en el seno de la Corporación Municipal porque su humanitaria propaganda tenga eco entre los Concejales. 45

La iniciativa no fue apoyada por el resto de los representantes municipales, y en diciembre de 1894 los panaderos iniciaron la huelga por la eliminación del trabajo nocturno que duraría tres meses y alcanzaría un inusitado grado de adhesión. Si bien la huelga logró algunos éxitos parciales, terminó derrotada. Fue no obstante un conflicto notable por su repercusión, su duración, la cantidad de adherentes (alrededor de 2.000 trabajadores) y las novedosas tácticas empleadas por los huelguistas, que incluían entrega de pan gratuito a hospitales y asilos. 46 Entre 1894 y 1896 se produjeron 58 huelgas que involucraron alrededor de 70.000 trabajadores, y terminaron triunfantes en 26 de ellas. El núcleo impulsor estaba compuesto por los gremios de ferroviarios, esti  El Obrero Panadero, n.º 2, 1 de octubre de 1894; Falcón, 1999, 119. Sobre la iniciativa del concejal Pittaluga, véase García Costa, 1990, t. 1, 18. 46   Falcón, 1999, 22-24; Zaragoza, 1996, 217-223. 45



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badores, albañiles, carpinteros, pintores y panaderos. El 83% de la huelgas se llevó a cabo en la Capital Federal (frente al 94% de la década del ochenta). 47 En 1894 se produjeron 13 huelgas, en las que participaron alrededor de 27.000 obreros. En 1895 las huelgas aumentaron su intensidad. Se perdieron 629 jornadas de trabajo y, si bien disminuyó el número de huelguistas a 24.000, aumentaron a 19 los gremios que paralizaron tareas, entre los que se destacaban los de marineros, panaderos, pintores, estibadores, peones del puerto, sastres y cocheros de tranvías. 48 En 1896 se produjeron 26 huelgas en las que participaron alrededor de 25.000 trabajadores, y con las que se perdieron 548 días de trabajo. Más de la mitad de los conflictos estuvieron destinados a obtener la reducción de la jornada laboral y, en menor proporción, el descanso dominical, la abolición del trabajo a destajo y el aumento de salarios. 49 Se destacan entre ellos el de los constructores de carruajes, que obtuvieron la jornada de ocho horas, y otra vez los panaderos; pero el conflicto más importante de todo este período, por su impacto directo en la economía del país, es llevado adelante por los mecánicos del ferrocarril, particularmente de los talleres Solá y Tolosa, que iniciaron un movimiento por la reducción de la jornada laboral que terminó extendiéndose a todo el gremio, en lo que parece haberse constituido como la primera huelga general a nivel de una rama de actividad. 50 Más de 10.000 trabajadores ferroviarios participaron de la huelga que, después de tres meses de lucha, con fuertes enfrentamientos con la policía y los custodios de la empresa, terminó con la derrota de los trabajadores, ya que las empresas recurrieron a cientos de obreros contratados directamente en Italia («langostas») para reemplazar a los huelguistas. 51 El crecimiento del movimiento huelguístico no fue sólo numérico sino también cualitativo, tanto por el aumento del número de organizaciones gremiales y la participación creciente de socialistas y anarquistas como por el tipo de demandas (jornada de ocho horas, abolición trabajo a destajo y del empleo nocturno). El malestar económico y social provocado por la crisis está en la base de ese movimiento y de la misma constitución de un colectivo con una identidad común, que también se relaciona con cambios vinculados a un proceso de cierta concentración de la incipiente industria urbana, iniciado en realidad a mediados de los ochenta, «que dio lugar a industrias más grandes, con efectivos más   Godio, 1987, 118-121.   Zaragoza, 1996, 211. 49   Zaragoza, 1996,����� 208. 50   Godio, 1987, 119. 51   Marotta, 1960, 96-101. 47 48

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importantes y una mayor capacidad productiva». 52 La crisis profundizó este proceso al afectar y provocar el cierre de numerosos talleres y fábricas pequeñas, cuya consecuencia inmediata fue una disminución de establecimientos industriales y el aumento de asalariados. Este proceso de transformación industrial, sumado al crecimiento de la actividad gremial, condujo a los patrones a la necesidad de imponer normas de disciplina colectiva de los trabajadores en los lugares de trabajo que implicó, después de 1890, la generalización de los reglamentos. En ellos se especificaban las reglas que los trabajadores debían observar durante la jornada laboral: respeto de los horarios de entrada y salida, prohibiciones (fumar, ir al baño reiteradamente, recibir visitas, etc.), multas y despidos por incumplimiento de los reglamentos. 53 Sin duda, esta situación implicó el aumento de la coerción y la explotación que, a la vez, potenció la actividad sindical y el crecimiento y la redefinición de los grupos de izquierda que operaban en la sociedad urbana de entonces. A partir de este momento, la protesta de los trabajadores aumentaría su densidad y su nivel de estructuración y, hacia el fin del siglo xix, se convertiría en la «cuestión obrera», que llevaría a las autoridades a ensayar las primeras políticas laborales. 3. las propuestas del anarquismo y el socialismo La crisis tuvo el efecto de una divisoria de aguas en la izquierda local, que durante la década del ochenta estaba compuesta por pequeños grupos anarquistas y socialistas, integrados casi exclusivamente por activistas europeos insertos en una sociedad donde los extranjeros eran la mitad de la población, y trasladaban aquí sus polémicas «europeas», pensando escasamente en la transformación de la sociedad argentina, aunque ya en ese momento anarquistas y socialistas comenzaban a disputarse el control del embrionario y pequeño movimiento obrero. Los efectos de la crisis y el aumento del consecuente malestar obrero provocaron entre los dirigentes de ambas tendencias (mucho más en el socialismo que en el anarquismo) una mutación en las formas de interpretar la sociedad argentina. Esa transformación en la interpretación incidiría sobre el proceso de organización gremial y político en tanto, a partir de este momento, estos grupos comenzarían a manifestar un cierto arraigo en el mundo del trabajo. 52 53

  Falcón, 1999, 106.   Falcón, 1999, 107-108.



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En el caso del socialismo, en 1882 a iniciativa de los alemanes Gustavo Nocke y Carlos Mucke se había fundado en Buenos Aires el Club Vorwarts con el objetivo de cooperar en la realización de los principios y fines del socialismo influido por el Partido Social Demócrata Alemán. Cuatro años más tarde, el suizo José Winiger editaría el diario del Club con el mismo nombre: Vorwarts. Si bien contribuyeron a la incipiente organización gremial y huelguística, el extremo apego al socialismo alemán así como su sello idiomático se convirtieron en una fuerte limitación tanto para la comprensión de las peculiaridades de la sociedad argentina como para la captación de los trabajadores que hablaban otras lenguas. 54 Más allá de los límites del grupo nucleado en torno al Club Vorwarts, su iniciativa fue esencial para la organización del Comité Internacional Obrero (CIO) y para la convocatoria del acto del Primero de Mayo de 1890 a partir de las directivas emanadas del Congreso de la Segunda Internacional, efectuado en París en 1889. 55 Al acto realizado el 1 de mayo en el Prado Español asistieron algo más de 1000 personas (en su gran mayoría extranjeras) y cerca de treinta instituciones, entre las que se encontraban organizaciones obreras y políticas (republicanos italianos) pertenecientes centralmente a Buenos Aires y unas pocas provenientes del interior de la provincia. 56 El acto fue importante porque implicó la primera demostración pública obrera de carácter político y marcó el punto de partida de la que sería en adelante sinónimo de lucha del proletariado universal y, por consecuencia, la conmemoración obrera más importante. 57 Tengo la impresión de que 1890 es un año clave en la formación y configuración del movimiento obrero argentino de la primera mitad del siglo xx, cuya característica central era un fuerte cosmopolitismo moldeado por anarquistas y socialistas. Confluyen en este proceso dos movimientos: uno interno relacionado a la crisis económica que activaría, a partir de 1893, una vez paliados los efectos más duros de la recesión, las huelgas; y otro externo que, como un eco del socialismo europeo y de la Segunda Internacional, confluiría en la celebración del 1 de mayo, la creación de Federación de Trabajadores de la República Argentina a fines de 1890 y la aparición en ese mismo momento de El Obrero, 58   Ratzer, 1969, 66-69.  �������������������������������������������������������������������������������� En ese Congreso, Argentina había estado representada por el Club Vorwarts y por el dirigente Alejo Peyret. Véase ������ Ratzer, 1969, 65. 56   Marotta, 1960, 80-84. 57   Suriano, 2001, 318-328. 58   El Obrero apareció durante veintidós meses, entre diciembre de 1890 y septiembre de 1892. Véase Cúneo, 1994, 74-76. 54 55

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periódico socialista editado por Germán Ave Lallemant quien, como señala Horacio Tarcus, fue en ese momento el verdadero introductor del marxismo y los «conceptos marxistas» en Argentina. 59 Aunque el impulso organizativo decayó rápidamente, tanto por el efecto de la crisis como por la revolución de julio, ya unos meses después volvieron a ponerse en marcha los grupos socialistas. En este punto conviene detenerse en el análisis del periódico El Obrero, pues significó un quiebre con respecto al Vorwarts. 60 En principio, se trató de un periódico en el que se prestó especial atención a la realidad social, política y económica local, sin importar cuán acertada haya sido esa lectura ni cuán apegado estuviera a la ortodoxia marxista prevaleciente en la socialdemocracia alemana. 61 Esa atención recaía en diversas cuestiones: la actividad parlamentaria, los discursos presidenciales, las elecciones, las propuestas políticas partidarias, el funcionamiento de los regímenes municipales, la legislación protectora del trabajo, las tarifas aduaneras, la naturalización de los extranjeros o la administración de justicia. En segundo término, como sostiene Julio Godio, «el periódico eludió el economicismo simplista y se lanzó a organizar el movimiento obrero desde la teoría y la política», con el objeto de desarrollar un movimiento gremial y un núcleo obrero capaz de conformar un partido socialista. 62 Por último, comenzaba a aparecer la preocupación por interpretar y llevar adelante una lectura más profunda y original de los problemas sociales, económicos y políticos locales. Y si ello se debe en mucho a la perspicacia y al interés demostrado por Ave Lallemant, otra vez debe recalcarse el impacto provocado por la crisis en las apreciaciones del periódico que, en lugar de leerla en la clave moral efectuada por la elite buscarían las causas a través de «la develación de las fuerzas económicas ocultas». 63 En su primer número, El Obrero publicaba un artículo titulado «La crisis económica y financiera» en donde, según Ratzer se partía de acontecimientos obreros argentinos. A diferencia de los anteriores grupos internacionales, afectados por un crónico espíritu doctrinario, a diferencia incluso del Club Vorwarts, la nueva hoja marxista tenía cabal noción sobre la existencia de un proletariado con arraigo en la vida nacional. Hacía   Tarcus, 2003/2004, 71-90; 2007.   Para un análisis actualizado de El Obrero, véase Martínez Mazzola, 2003/2004, 91-110. 61   Sobre la influencia de la Social Democracia alemana en Lallemant, el verdadero mentor de El Obrero, véase Tarcus, 2003/2004. 62   Godio, 1987, 104. 63   Geli y Prislei, 1993, 23. 59 60



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pie firme en los principios, enarbolaba las verdaderas condiciones en que se movía la clase trabajadora en el país. 64

Es cierto que la apreciación de Ratzer es un tanto exagerada (¿cuál era en ese momento «el proletariado con arraigo en la vida nacional»?) y está teñida por su rescate del socialismo científico de Lallemant y su crítica al socialismo «reformista» de Juan B. Justo. No carece no obstante de pertinencia la idea de una lectura socialista de la realidad local como algo novedoso. Puede decirse que la crisis (y la Revolución del noventa) produjo una primera aproximación a la «nacionalización» del movimiento obrero, no en el sentido de llevar adelante reformas republicanas, sino en el descubrimiento de las peculiaridades de la sociedad local y en la necesidad de trascender el marco de organización étniconacional. En la nota editorial inaugural, denominada «Nuestro programa», escrita por Lallemant, tras aclarar su adhesión a la doctrina marxista, efectúa un análisis histórico de la Argentina a partir de la crisis y de la re­volución producidas en 1890. Sin demasiados matices, remarca el predominio del «caudillaje» hispanoamericano a lo largo de todo el siglo xix y su persistencia después de la sanción de la Constitución Nacional, debido a la implementación de un régimen electoral corrupto y clientelista. Con mayor agudeza, aunque con un marcado tono evolucionista, 65 analiza la incorporación al mercado internacional y la conformación de Argentina como país capitalista; los aspectos civilizadores que incorporaron «echando sus capitales sobrantes a este país, tras de cuyos capitales han venido siguiendo muchos miles de obreros y trabajadores en busca de mercado en que podían vender su fuerza de trabajo». Pero, a su juicio, falló la alianza de esos capitales internacionales con una oligarquía que «infringió arbitrariamente las leyes capitalistas, o sea de la sociedad democrático burguesa, convirtiéndose el Unicato incondicional en un absolutismo insufrible y absurdo». En una lectura mecanicista se sostenía que el capitalismo acosó al gobierno a través de la Bolsa por medio del agio, la especulación y el aumento del oro llevando el país a la bancarrota. Para Lallemant, aun cuando se lamenta de que en el movimiento de julio de 1890 no hayan participado los trabajadores, la reacción de la Unión Cívica era considerada progresista e implicaba una acción correctora del proceso económico, puesto que re  Ratzer, 1969, 96-97.   Las concepciones evolucionistas eran en ese momento una plataforma común para la gran mayoría de marxistas (ortodoxos o revisionistas). Véase Tarcus, 2003/2004, 78. 64

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flejaba la acción civilizadora del capital y «el régimen puro de la sociedad burguesa» y, aunque la Unión Cívica fue derrotada, consideraba su triunfo como un hecho inminente. «Comienza pues en este país la era de la dominación pura burguesa», y se cumplía así la «ley fundamental del materialismo histórico», que permitiría, luego del triunfo del régimen democrático burgués, el advenimiento de la sociedad socialista. Para ello la clase trabajadora argentina debía organizarse gremial y políticamente. 66 En el análisis de Lallemant se desliza, por supuesto, una interpretación un tanto mecanicista de la sociedad argentina a partir de una no menos mecanicista lectura de la obra de Marx. Sin embargo, resulta interesante y nuevo en el campo de la izquierda argentina, especialmente si se la compara con las más chatas miradas del anarquismo, 67 el intento por efectuar un diagnóstico de la crisis y comprender los factores presentes en ellas: el rol de la herencia hispana, la persistencia del caudillismo, la política fraudulenta y clientelar, el capital internacional como factor de progreso social y de crecimiento económico, la constitución de una oligarquía que, enquistada en el poder, entra en colisión con el capitalismo internacional, y la diferenciación de un sector burgués popular representado fundamentalmente por Leandro N. Alem y la Unión Cívica que lleva adelante un enfrentamiento con la «burguesía oligárquica». El aspecto más interesante de las conclusiones de Lallemant se refiere a la participación política de la clase obrera y a la creación de un partido: «la lucha de clase proletaria por el mejoramiento de su situación económica es inseparable de la participación enérgica que como clase tiene que tomar en la política del país». 68 Esta voluntad de participación política se expresó desde un primer momento tanto en las peticiones de protección laboral a los poderes públicos 69 como en el impulso a la participación electoral de los trabajadores. En efecto, El Obrero   El Obrero, n.º 1, 12 de diciembre de 1890.   El periódico anarquista El Perseguido sostenía: «Los de aquí creen que Alem es mejor que Pellegrini, y Mitre que Roca y Juárez, y que en subiendo los radicales todos vamos a ser millonarios y la Policía no se va a meter con nadie… Hay que desanimar a todos esos burros», en Gilimón, 1911, 14. 68   El Obrero, n.º 1, 12 de diciembre de 1890. La influencia de la Social Democracia alemana en este sentido era notable, especialmente después del triunfo que obtuviera en febrero de 1890. Véase Aricó, 1999, 40. 69   Véase por ejemplo las peticiones de protección laboral del CIO a la Cámara de Diputados en julio de 1890, El Obrero, n.º 7, 7 de febrero de 1891; de la FTRA al presidente Carlos Pellegrini en enero de 1891 El Obrero, n.º 5, 24 de enero de 1891, y la de la FTRA al Honorable Congreso el 1 de mayo de 1891. 66 67



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sostenía que debía crearse un partido socialista obrero que luchara por la instauración de una democracia amplia y, en este contexto, por el acceso al poder. Ahora bien, desde un primer momento percibieron la cuestión inmigratoria y la importancia que adquiría la necesidad de participación de los extranjeros en la vida política. Pero esta intervención no debía estar separada de la participación de los nativos, pues entendían que debían eliminarse las barreras de las discriminaciones nacionales en el seno de la clase obrera. Se trataba de integrar nativos y extranjeros, y para ello propusieron la ampliación de los derechos democráticos, porque la falta de participación política no se debía sólo al carácter extranjero de buena parte de los trabajadores, sino a la propia naturaleza del régimen que alejaba a los obreros nativos de las urnas. Pensaba que detrás de estas consignas comunes a inmigrantes y nativos podría unirse el proletariado, e incluso llevar adelante alianzas con otros sectores marginados del sistema político que predicaban las mismas reivindicaciones. Así, desde las páginas de El Obrero se criticaban con dureza las posturas apolíticas de sectores sindicalistas y anarquistas. En un sistema en el que la participación política no era precisamente demasiado viable, el gran problema de los socialistas parece haber radicado en subordinar la actividad sindical de la FTRA (Federación de Trabajadores de la República Argentina) a los objetivos políticos, que no sólo llevó a la ruptura con los anarquistas sino también a la imposibilidad de captar a unos trabajadores que intentaban satisfacer reivindicaciones inmediatas y parecían poco dispuestos a inmiscuirse en la lucha política local. En este punto, es decir, en las necesidades de los trabajadores, el anarquismo realizó una lectura más ajustada a los deseos de mejoras inmediatas, no porque estuvieran de acuerdo con una táctica mejorista, sino porque desde allí podían desatar el conflicto. En esta conjunción de factores se encuentra una de las explicaciones a su posterior predominio en el movimiento obrero argentino de la primera década del siglo xx. El Obrero dejó de aparecer a fines de septiembre de 1892, y durante el año siguiente lograron editar dos publicaciones efímeras impulsadas por ex redactores de aquél. Se trata de El Socialista, conformado por un grupo de adherentes socialistas que privilegiaba la acción política sobre la sindical, y El Obrero (segunda época) que sostenía una polémica con el anterior en torno al rol que debían desempeñar tanto la Federación Obrera y como el partido político. 70 Comenzaba aquí lo que sería una 70

  Falcón, 1984, 97, 123-124.

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larga polémica en el socialismo, que duraría décadas, sobre si se debía privilegiar la acción política o sindical. Hasta 1894 los grupos socialistas estaban compuestos casi exclusivamente por obreros inmigrantes, generalmente trabajadores cualificados, artesanos y autodidactas. Ese año se produjo un cambio fundamental en el campo socialista al aparecer La Vanguardia y al incorporarse una buena cantidad de intelectuales y profesionales argentinos (o naturalizados), como Juan B. Justo, Leopoldo Lugones, José Ingenieros o Roberto Payró. «Estos intelectuales desempeñarán desde entonces un papel muy importante en el socialismo y en el movimiento obrero, y un factor de nacionalización». 71 A partir de este hecho se producirá una polémica entre los nuevos socialistas y el viejo núcleo de El Obrero, que finalmente será desplazado del centro de las decisiones partidarias. 72 Por su parte, las tácticas del anarquismo local también fueron afectadas por la crisis de 1890, aunque la lectura y el análisis que sus publicistas hicieron de ella fueron escasas y carecieron de cualquier matiz. Es más, casi no le prestaron atención a un fenómeno que, para ellos, era natural y parte inherente de un sistema injusto como el capitalismo. Hasta comienzos de la década del noventa entre los grupos anarquistas de Buenos Aires existía una tendencia a la dispersión y hacia el individualismo extremo y la adhesión a los diversos grupos se efectuaba de acuerdo al país de procedencia. En cierta forma, reflejaba los problemas del anarquismo europeo en dos sentidos: por un lado, se habían trasladado al ámbito local las polémicas propias del anarquismo español entre colectivistas bakuninistas catalanes partidarios de la organización y anarcocomunistas andaluces que apoyaban tácticas de acción violentas e individualistas. Serían estos últimos quienes tendrían preeminencia durante la década del ochenta en la Argentina. 73 Por otro lado, se hacía sentir la influencia de las decisiones del Congreso Libertario realizado en Londres en 1881, que había abandonado la política de participación en el movimiento obrero en beneficio de la acción individual. En Buenos Aires, muchos grupos se adherían a esta táctica, negándose a organizar sociedades de resistencia y reivindicando un advenimiento abstracto de la revolución. La excepción en este período estuvo dada por la presencia a partir de 1885 de los anarquistas italianos Enrique Malatesta y Héctor Mattei, que   Falcón, 1984, 98.   Sobre la polémica entre los socialistas «cosmopolitas» y Juan B., Justo, véase Aricó, 1999, 40-44. 73   Zaragoza, 1996, 111-117. 71 72



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organizaron varios sindicatos (entre ellos el de panaderos) e iniciaron la inserción libertaria en los gremios. Malatesta, apelando a su enorme prestigio en el movimiento libertario internacional, a sus conocimientos teóricos y a una indudable capacidad oratoria, había tenido la virtud de neutralizar la polémica de los anarquistas españoles e, incluso, logró establecer una convivencia relativamente pacífica con los socialistas basada en la polémica equilibrada y racional. Sin embargo, el desconocimiento del idioma castellano (del que no hizo esfuerzo por aprenderlo en los cuatro años de su estadía) y su obsesión por discutir con sus compatriotas republicanos del L´Amico del Popolo en torno a cuestiones de la vida política italiana limitó su proyección y el alcance de su discurso a la colonia peninsular. Así, «la influencia del pensador italiano duró el tiempo de su estadía y durante los años siguientes a su partida nuevamente la dispersión y la fragmentación habrían de caracterizar la actividad libertaria». 74 En los primeros años de la década de 1890, coincidiendo con la caída de la actividad huelguística, se agudizó la tendencia individualista y antiorganizadora, ahora alimentada por la activa acción del anarcoterrorismo en Europa. La actividad en los sindicatos fue en esta coyuntura menor, y durante estos años la principal tendencia del anarquismo estuvo representada en Buenos Aires por el grupo individualista Los desheredados, editor del periódico El Perseguido y en Rosario y en Buenos Aires por el periódico Demoliamo. Estos grupos se dedicaron a criticar y obstruir sistemáticamente cualquier actividad organizativa de los trabajadores, basados en el absoluto de que en la anarquía no puede haber más organización que aquella brindada por las leyes naturales. De esta forma, no sólo se oponían a organizar a los trabajadores en sindicatos que consideraban perniciosos para la autonomía individual, sino que también terminaban diluyendo los agrupamientos culturales y educativos que ellos mismos creaban debido a esa marcada obsesión antiorganizativa. En efecto, estos «grupos de afinidad» difícilmente podían perdurar en el tiempo puesto que se «forman y disuelven constantemente por la libre espontaneidad». 75 Si bien es cierto que el énfasis principal de estos grupos era la «destrucción del sistema», dedicaron un gran gasto de energía en criticar y atacar a los socialistas. Un espacio importante de su prensa estaba destinada a polemizar con ellos, pero además pasaban generalmente a la acción irrumpiendo y disolviendo las reuniones socialistas. Si bien algunos anarquistas participaron en el acto del 1.º de mayo organizado por 74 75

  Suriano, 2001, 45. Sobre Malatesta en Argentina, véase Zaragoza, 1972.   El Perseguido, 21 de diciembre de 1890, en Zaragoza, 1996.

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los socialistas y no se produjeron disturbios, la manifestación fue el blanco de ataque preferido por los libertarios durante 1890, y fue caracterizado como «una especie de academia políglota, resplandeciente de policías socialistas matriculados con una cinta roja en el abrigo. Cuántos discursos, cuánta infeliz palabrería, cuánta pompa y vaciedad, cuánta pobreza de conceptos, qué lujo de impotencia». 76 Ahora bien, si una fuerte impronta de estos grupos pasaba por la tendencia a la polémica interna y la crítica al socialismo, había otra zona importante dedicada a la crítica del sistema capitalista. Ésta era un crítica sumamente abstracta, atemporal y teñida por un discurso fuertemente moral que, además, casi no tomaba en cuenta los problemas socioeconómicos argentinos. Su mirada estaba centrada en un ámbito geográfico incierto que en términos genéricos podía remitir a Europa. Allí estaban sus raíces, sus tradiciones, sus héroes, sus esperanzas y también sus enemigos. Desde esta perspectiva, la crisis de 1890 no fue tenida en cuenta, como así tampoco la revolución producida ese año; sólo motivó en los diversos periódicos anarquistas referencias absolutamente tangenciales y ningún análisis relativamente serio. Esta tendencia a la abstracción y a la superficialidad del análisis libertario se mantuvo en el tiempo y sería un gran obstáculo para su desarrollo, pero se modificó notablemente su inserción en la sociedad a partir del triunfo de las tendencias organizativas favorables a la inserción anarquista en el movimiento obrero. Y también se transformó la lectura de la crisis de 1890. Eduardo Gilimón, un importante activista libertario de comienzos del siglo xx, escribió en 1911 un largo folleto que intentaba ser una aproximación histórica del anarquismo argentino, mechado con referencias autobiográficas. 77 El interés central de su análisis radica en la percepción de que la crisis de 1890 fue un importante aliciente para el desarrollo de la actividad gremial en nuestro país. Allí, aunque de manera un tanto ligera, repasa la crisis: sin detenerse en las causas, sostiene que el presidente Juárez Celman comprometió por mucho tiempo las fuerzas productivas del país al permitir el «agio desmesurado». Se explaya en cambio en las consecuencias de la crisis: «las finanzas desquiciadas, el crédito del país en plena bancarrota, la inmigración casi interrumpida, la moneda nacional depreciada y la intranquilidad en todas las esferas sociales eran la característica de la época», que no pudieron ser resueltas por las nuevas autoridades «a pesar del talento del doctor Pe  El Perseguido, 18 de mayo de 1890, en Zaragoza, 1996.   De alguna manera, el folleto de Gilimón inaugura una versión canónica del anarquismo argentino que sería retomada luego por Diego Abad de Santillán. 76 77



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llegrini, vicepresidente en ejercicio del poder ejecutivo». Repasa el aumento irrefrenable del oro con su impacto directo en el mercado de trabajo, en el aumento del coste de vida y en la baja del salario real, y cómo esta situación repercutía obviamente de manera más profunda en los hogares obreros, los verdaderos perjudicados por la depresión. Para Gilimón la crisis rompió la ilusión del progreso indefinido e hizo emerger con mayor claridad las desigualdades sociales y el malestar de miles de inmigrantes que no podían concretar sus sueños de ascenso social. «Así resultó suficientemente predispuesta la tierra argentina para la siembra de las teorías socialistas y anarquistas…», y poco tiempo después «se incorporó casi por completo a las sociedades de resistencia…». 78 Cuando en 1894 se reinició la actividad sindical, los anarquistas dieron un paso importante hacia la agremiación y se lanzaron a organizar las sociedades de resistencia, alentados también por algunas circunstancias externas. En efecto, las tendencias organizadoras se afianzaban en Italia (Congreso de Capolago en 1891), en España y en 1894 en el Congreso anarquista de Nantes, donde se decidió «establecer las bases de una nueva cooperación entre anarquismo y movimiento obrero, en que la lucha sindical equivale a la propia lucha revolucionaria». 79 Comenzaron a editarse varios periódicos proorganizadores (El Oprimido, Lavennire) y rápidamente esta tendencia pasó a predominar dentro del campo anarquista; ya en 1895 varios sindicatos (panaderos, cortadores de calzado, albañiles, picapedreros, cigarreros de hoja, torneros, sombrereros, yeseros y pintores) estaban hegemonizados por el anarquismo, que disputaba de igual a igual con los socialistas los favores de los trabajadores. 4. cuestión social urbana y cuestión obrera Aunque la crisis de 1890 alteró el proceso económico y proyectó un cono de sombra en la confianza de los grupos gobernantes, sus consecuencias no parecen haber sido lo suficientemente graves como para que se percibiera la cuestión social con cierta nitidez. Los diversos cuadros de miseria provocados por la desocupación, la baja de los salarios o la interrupción temporal del flujo migratorio (esto es, la reposición de la fuerza de trabajo) pronto se normalizaron y recompusieron la fe de la mayoría de la elite en el futuro venturoso preconizado por la generación 78 79

  Gilimón, 1911.   Zaragoza, 1996, 111. También Oved, 1978, 50.

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del ochenta. Sin embargo, algunos pocos funcionarios, así como intelectuales o profesionales, comenzaron a interpretar que los problemas inherentes al mundo del trabajo eran una cuestión estructural de la economía capitalista y un aspecto central de la cuestión social que se iría profundizando y sería necesario resolver. Antes de considerar este tema parece pertinente recordar algunos aspectos centrales de la cuestión social temprana que no estaban directamente vinculados a problemas laborales (aunque afectaba a los trabajadores), sino a cuestiones de salubridad pública y saneamiento urbano que se habían hecho evidentes en las ciudades ya bastante antes de la crisis. Desde fines de la década de 1860 las autoridades, presionadas por las demandas de la sociedad civil y por la gravedad de las epidemias que asolaron la ciudad, debieron buscar soluciones y tomar medidas para resolverlos. En efecto, como ya ha sido tratado en los capítulos precedentes, fue el crecimiento urbano —nos centraremos aquí particularmente en la ciudad de Buenos Aires— el que generó la certidumbre de una serie de problemas que involucraban al conjunto de la población, pero particularmente a los trabajadores y a los sectores populares que podemos denominar como la temprana cuestión social. Los temas que la componían se relacionaban con el hacinamiento y la falta de higiene en las viviendas y los lugares de trabajo (ya fuera en talleres, fábricas, comercios o en el propio domicilio); la mala calidad de la alimentación debido a la adulteración de numerosos productos; la contaminación del agua; la falta de higiene en la ciudad y la carencia de dispositivos sanitarios y de salubridad eficientes. Estas cuestiones se convertían sin duda en generadores y propagadores de una cantidad de enfermedades «físicas y morales». En las casi cuatro décadas que precedieron la crisis de 1890, los problemas sociales vinculados al crecimiento urbano involucraron a una serie de actores sociales (gobiernos nacional, provincial y municipal, organizaciones civiles, la prensa) que estaban redefiniendo los ámbitos de acción colectiva e individual. Estos actores encontraron enormes dificultades para resolverlos, puesto que esos problemas se vinculaban tanto al desconocimiento de las formas de resolución como a la acuciante escasez de fondos para brindar las respuestas adecuadas. Pero la traba fundamental se hallaba en los conflictos políticos en torno a la construcción del Estado en sus distintos niveles (nacional, provincial y municipal) para establecer las atribuciones que cada uno tendría sobre gobernabilidad de la ciudad de Buenos Aires. La urbe porteña protagonizó durante la segunda mitad del siglo xix una profunda transformación física y humana. La gran aldea evocada



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por Lucio V. López con escasas calles pavimentadas, coches y carretas tirados por caballos y bueyes, casas bajas con patio y una tranquilidad casi provinciana, se transformó hacia 1890, en el momento de la crisis, en un lugar poco comparable con el anterior. Ahora era cosmopolita, ruidosa, y en transformación permanente, una «ciudad campamento», como bien la definió Jorge Liernur. 80 Esa ciudad nueva estaba además surcada por medios de transporte inexistentes al promediar el siglo: centenares de tranvías recorrían sus calles y el ferrocarril hizo su aparición durante estos años, afincando las terminales de Retiro (al norte), Once de Setiembre (al oeste) y Plaza Constitución (al sur). Se hallaba además salpicada por grandes comercios, una multitud de talleres y algunas grandes fábricas como la cervecería Bieckert, que modificaban drásticamente el panorama urbano. La población, por otro lado, creció durante este período con suma rapidez, multiplicándose casi por cuatro durante el período. Hasta 1880 este crecimiento se produjo en el marco de una profunda transformación tanto de la sociedad civil como del sistema político. Esto último implicaba en el ámbito urbano la existencia de un novel gobierno municipal débil y dependiente, alternativamente, del poder ejecutivo de la provincia de Buenos Aires o del gobierno nacional. Se hallaba además cruzado como vimos por fuertes enfrentamientos políticos en torno al rol que debía adquirir la ciudad de Buenos Aires en el esquema de poder del Estado Nacional. El nuevo gobierno municipal creado en 1854 e instalado en 1856 se abocó a proyectar los mecanismos adecuados para dotar a la ciudad de una infraestructura en consonancia con su crecimiento (cloacas, aguas corrientes, alumbrado público, pavimentado de calles). Aunque su acción social fue a todas luces insuficiente, realizó una intensa labor destinada a la atención de los problemas de los vecinos creando mercados, el Asilo de Mendigos, el Hospital de Dementes, el Montepío y la contratación de las primeras hermanas de caridad que prestarían sus servicios en los hospitales municipales, como ya se ha destacado en el primer capítulo. Como hemos anticipado, los límites de la acción del nuevo gobierno se vinculaban a las serias trabas presupuestarias y políticas. Estas últimas se relacionaban con su falta de autonomía debido a la dependencia directa del poder ejecutivo de la provincia de Buenos Aires, que sometía al cuerpo municipal a constantes injerencias. Estos inconvenientes se agravaron a partir de 1862, cuando el nuevo presidente Bartolomé Mitre 80

  Liernur y Silvestre, 1993, 180.

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logró, frente a una dura resistencia de la provincia, establecer la residencia del gobierno nacional en la ciudad de Buenos Aires por un plazo de cinco años. El gobierno municipal (o lo que quedaba de él) se vio envuelto hasta 1880 en los conflictos entre quienes pugnaban por la autonomía de la provincia de Buenos Aires y quienes intentaban subordinarla al Estado Nacional. La situación se tornó más grave en 1864 cuando Adolfo Alsina se separó del partido de la Libertad y encabezó el autonomismo porteño, mientras Bartolomé Mitre se convertía en la cabeza del partido Nacionalista, partidario de integrar a Buenos Aires al resto de la nación. 81 La inacción evidente del poder municipal en materia sanitaria durante las graves epidemias que asolaron la ciudad porteña entre 1867 y 1871 se relaciona en buena medida con esos conflictos entre las diversas facciones políticas y a la falta de definición sobre el rol del gobierno municipal. Como sostiene Ricardo González Leandri, «la precariedad política y sobre todo económica lastraron su capacidad de intervención y desdibujaron su perfil, hasta tal punto que durante varios períodos la Municipalidad se vio sometida a una virtual acefalía». 82 Esto generaba situaciones en donde los poderes políticos se superponían; por ejemplo, en 1867, frente a la epidemia de cólera, un tumulto popular inspirado por los autonomistas alsinistas obligó a renunciar a las autoridades y conformó una Comisión de Salubridad enfrentada al Consejo de Higiene del gobierno nacional, que estaba compuesta por políticos y periodistas adictos a Mitre. Debe destacarse que estos últimos estaban fuertemente involucrados en la lucha política facciosa; mientras La Prensa y La Nación eran mistristas, La República y La Tribuna defendían los intereses políticos del alsinismo. Estos conflictos políticos también cruzaban las organizaciones de caridad. En sus memorias, Emilio Coni sostiene que la Sociedad de Beneficencia se guiaba en ocasiones «solamente por el favoritismo. Era el tiempo de la lucha ardiente entre “mitristas” y “alsinistas”, y la asociación de damas, no habiendo logrado sustraerse a esa influencia, estaba también divida en dos bandos». 83 Por supuesto, al ser la ciudad el campo de batalla de las luchas facciosas, perjudicaban directamente su gobernabilidad. Como una derivación de los conflictos políticos y de su dependencia de los poderes ejecutivos de la provincia y la nación, el gobierno comu  Paradójicamente, Mitre participaría en dos rebeliones (1874 y 1880) contra el Estado Nacional. Sobre las luchas políticas que cruzaron Buenos Aires entre 1862 y 1880, véase Sabato, 1998 y 2008. 82   González Leandri, 1999, 74. 83   Coni, 1918, 80. 81



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nal, como ya hemos visto, tenía escasa autonomía, lo que le impedía cobrar sus propios impuestos y sancionar su presupuesto. En 1870 La Prensa sostenía con énfasis que la Municipalidad debía tener más poder, y por ello necesitaba una nueva organización a partir de una serie de reformas: 1. Introducir un cuarto poder llamado Municipalidad. 2. Constituirlo independientemente de los otros. 3. Darle más facultad a sus leyes orgánicas para que pueda crear sus impuestos. 4. Derecho a administrar exclusivamente y sin dependencia de ninguna especie su mismo tesoro, sancionando su presupuesto. 84 Todas estas situaciones y la falta de definiciones determinaron en 1874 la intervención del gobierno municipal por parte del poder ejecutivo provincial, quien designó «arbitrariamente» y «de oficio» al gobierno de la ciudad. 85 No obstante tampoco la nueva administración municipal se mostró capaz de resolver los principales problemas de salubridad que afectaban a la población porteña. Los planes destinados a desarrollar y mejorar la infraestructura urbana (aguas corrientes, cloacas, recolección de residuos, hospitales) se vieron seriamente condicionados por la crisis económica que comenzó en 1873. Una década después de la brutal epidemia de fiebre amarilla de 1871 sólo el 20% de la población porteña estaba servida con aguas corrientes. 86 Recién después de que el gobierno central a cargo de Nicolás Avellaneda derrotara por la armas la rebelión de la provincia de Buenos Aires, encabezada por su gobernador Carlos Tejedor, 87 comenzó el proceso de conformación definitiva del gobierno municipal. Continuó en septiembre de 1880 con la promulgación de la ley de capitalización de   La Prensa, 10 de marzo de 1870.   El diario La Prensa, férreo opositor en ese momento del gobierno provincial, sostenía que dicha intervención iba «contra toda ley y contra toda disposición constitucional», «ha sido un golpe de estado». La Prensa, 2 de mayo y 4 de setiembre de 1875. Sobre la política municipal en este período, véase Bourdé, 1977, 75-77. También Bucich, 1921, 101-137. 86   La provisión de agua potable era un tema crucial en la lucha contra las diversas pestes de la época. Recién en 1868, luego de la dura epidemia de cólera, comenzó a llevarse adelante un primer y modesto plan de instalación de un sistema de aguas corrientes ideado por el ingeniero John Coghlan con aportes del Ferrocarril Oeste y control del gobierno de la provincia de Buenos Aires. Véase Bordi de Ragucci, 1992, 19-22. También Censo Municipal de Buenos Aires de 1887, 128-146. 87   Sabato, 2008. 84 85

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Buenos Aires, y se consolidó tres meses más tarde cuando la legislatura de la provincia cedió al gobierno nacional el espacio urbano de la ciudad. La ley orgánica de 1882 le otorgó a la ciudad de Buenos Aires un régimen de autoridades estables que determinaba que el poder ejecutivo municipal estuviera integrado por un intendente nombrado por el presidente de la República, con acuerdo del senado nacional, por un período de dos años. Por su parte, el legislativo municipal estaba constituido por un Consejo Deliberante (nombre que adquirió en ese momento el viejo Consejo Municipal) integrado por 28 concejales representantes de las catorce parroquias porteñas, a los que se agregaron más tarde otros cuatro por las nuevas circunscripciones de Flores y Belgrano. A diferencia del intendente, los concejales eran nombrados «por elección directa y popular de los ciudadanos mayores de edad». 88 Aunque para poder ser electores se debía ejercer una profesión liberal y ser ciudadanos argentinos que pagaran una suma de dinero determinada en concepto de impuestos anuales. En el caso de los extranjeros, sólo podían votar si leían y escribían en castellano y si pagaban patentes o contribuciones directas mayores cincuenta pesos. Además, en caso de conflicto del jefe del gobierno municipal con el Consejo Deliberante, el presidente de la República podía disolver a este último y mantener a aquél en el cargo. En este contexto, eran muy pocos los habitantes de la ciudad habilitados para votar y menos aun quienes sufragaban; por ejemplo, en 1890 sobre una población cercana al medio millón de habitantes estaban registrados poco más de 6.000 electores, de los cuales votaron sólo 4.000. 89 Las restricciones del sistema electoral municipal se relacionan, tal como ha planteado Marcela Ternavasio, al predominio de una concepción que vinculaba el ámbito de lo político al estado nacional y provincial (los ciudadanos actúan de manera igualitaria) y el ámbito de lo administrativo al estado municipal (los vecinos actúan de manera calificada). 90 Adrián Gorelik, por su parte, sostiene con acierto que esta «concepción tradicional del municipio, como ámbito económico-administrativo, que tendrá larga vida y fuerte presencia ideológica tanto en el siglo xix como durante buena parte del siglo xx, […] explica que el sistema político de la ciudad se haya modificado y democratizado más tarde y mucho más parcialmente que el sistema político nacional». 91 Ahora bien, en el contexto de esta ambigua y cambiante administración municipal la ciudad había crecido de manera casi descontrolada y   Carranza, 1929.   Bourdé, 1977, 81. 90   Ternavasio, 1992, 59. 91   Gorelik, 1998, 79. 88 89



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escasamente planificada, provocando innumerables problemas. El más grave indudablemente fue el de la higiene urbana, cuestión que afectaba tanto a los ámbitos públicos como privados. Los focos antihigiénicos provenían de diversos lugares. Uno de ellos se relaciona con las formas de emplazamiento de las industrias que se llevó adelante casi sin controles públicos. Esto no significa que no haya habido intentos por regular la radicación de industrias. Desde el momento de la instalación del primer Consejo Municipal en 1856 se multiplicaron las denuncias sobre los problemas provocados por «establecimientos nocivos» para la salud de la población: curtidurías, velerías, fábricas de ladrillos, jabonerías y, especialmente, los saladeros instalados en las orillas o zonas aledañas al río y al riachuelo adonde arrojaban los desechos, contaminando las aguas y convirtiéndose en factores altamente nocivos para la salubridad pública. El poder político de los saladeristas había hasta aquí neutralizado tanto los controles gubernamentales como la opinión pública y los saladeros se convirtieron en un formidable factor de contaminación de las aguas y, por ende, un activo promotor de enfermedades. Desde su creación en 1854, en el Consejo Municipal se había debatido con cierta intensidad la necesidad de compatibilizar los intereses públicos y los privados a través de la reglamentación de su funcionamiento y la sanción de numerosas ordenanzas, generalmente violadas, que prohibían el funcionamiento de esas industrias y habían desplazado su radicación a más de treinta cuadras de la Plaza de la Victoria. 92 Sin embargo, no había unanimidad al respecto y la aplicación de medidas punitivas comenzó a hacerse efectiva recién después de las epidemias de cólera de 1867 y de la fiebre amarilla de 1871, cuando la opinión pública y en particular la prensa señalaron a esta industria como una de los principales culpables en la generación de focos de infección y de irradiación de la enfermedad. En septiembre de ese año se dictó una ley que erradicaba los saladeros de Barracas (y de todo el ámbito de la ciudad) y en abril de 1872 el Consejo de Higiene de la provincia de Buenos Aires reglamentó la actividad, permitiéndoles instalarse en la costa sur de la provincia (Atalaya). Ante un intento por parte de los saladeristas (quienes mantenían su esperanza de volver a radicarse en Barracas) de instalarse en la localidad de Ensenada, el gobierno decidió vetar dicha iniciativa por considerar que contaminarían las aguas del Río de la Plata. La actitud gubernamental fue respaldada abiertamente por la prensa, pues «el interés de la especulación individual es casi siempre incompa  Véanse las Actas del Consejo Municipal de la ciudad de Buenos Aires (18561870). 92

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tible con el interés de la higiene pública». 93 No obstante la prohibición de la actividad saladeril en Barracas, no se resolvió el problema de la contaminación del Riachuelo, pues Barracas al sur (hoy Avellaneda) poseía, desde que se convirtiera en partido en 1852, su propia corporación municipal, en cuyo seno los saladeristas tenían fuerte predicamento, y lograron la supervivencia de la actividad. 94 Pero en el ámbito específico de la ciudad de Buenos Aires, seguramente por el temor provocado por el alto nivel de mortandad de la última epidemia de fiebre amarilla, la actitud gubernamental se mantuvo con firmeza, y pocos años después el médico higienista Eduardo Wilde diría con entusiasmo que la expulsión de los saladeros del riachuelo de Barracas fue una «conquista de la higiene contra la especulación». Esa conquista de la higiene tenía un valor superlativo, pues «vino a reducir durante un tiempo a la nada, diríamos, el comercio de una población extensa, como era, Barracas; pero en fin, conquista de la higiene, que ha dado por resultado la salubridad completa de aquellos terrenos, que ha librado a la población de los malos olores que había constantemente en un extenso recinto y de la mala influencia de los gases que se desprendían del riachuelo, convertido en una inmunda cloaca». 95 La falta de higiene provocada por las industrias no se limitaba sólo a los saladeros y al ámbito del Riachuelo, pues era también la característica saliente de otras zonas de la ciudad. Por ejemplo el barrio de Plaza del Retiro en donde, simultáneamente al crecimiento poblacional se habían levantado varias empresas industriales, como la carpintería mecánica Landois, la tintorería de Prat, los lavaderos mecánicos, las fábricas de cal Cerrano, una usina de gas y la grandes instalaciones de la cervecería Bieckert. 96 El humo, el ruido de las fábricas y de los tranvías, la suciedad de las calles y las aguas contaminadas eran indudables factores   La Prensa, 28 de diciembre de 1872. Este diario realizó una fuerte campaña, ya antes del estallido de la epidemia de fiebre amarilla, a favor de la higiene pública y del desalojo de los saladeros del ámbito urbano. No obstante, una vez erradicados de la ciudad, se mostraba preocupado ante la falta de una solución que permitiera la continuación de una actividad que era «el instrumento más poderoso de producción de riqueza y de consumo para Buenos Aires» (La Prensa, 21 de octubre de 1871). Cuando el Consejo de Higiene provincial prohibió a los saladeros instalarse a orillas del río Paraná, el diario pidió más flexibilidad, pues «reglamentar una industria particular hasta sus últimas detalles, es no sólo odioso, sino antieconómico y oneroso también para la administración pública» (La Prensa, 23 de marzo de 1871). Sobre el debate en torno a la expulsión de los saladeros, véase Silvestre, 2003, 155-173. 94   Silvestre, 2003, 172-173. 95   Wilde, 1885, 78. 96   Dorfman, 1970, 80. 93



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de contaminación ambiental que se agravaban por la circulación diaria en la zona de miles de personas debido al emplazamiento de las estaciones terminales de los ferrocarriles norte, oeste y sur. Si bien los cambios en el régimen de gobierno en 1880 dotaron a su acción de ejecutividad y disponibilidad presupuestaria e implicaron mejoras notables en la infraestructura sanitaria, 97 hasta ese momento la falta de eficacia de las políticas de saneamiento e higiene urbana llevada adelante por el gobierno municipal se relacionó en buena medida, como hemos dicho, a su nula autonomía y a la dependencia política de esta institución con respecto al gobierno de la provincia de Buenos Aires, en el seno del cual los intereses de los saladeristas tenían un peso considerable. Sólo eventos traumáticos como la epidemia de fiebre amarilla y el consecuente temor por sus trágicas consecuencias pudieron disciplinar en parte a los empresarios e incentivar la firmeza de las políticas públicas, con el fin de establecer normas que regularan la radicación de industrias y su funcionamiento. Otro foco antihigiénico, tal vez más importante que el anterior, se hallaba en las pésimas condiciones de la vivienda popular, cuestión que no cambió a partir de 1880 sino que, por el contrario, se profundizó debido el espectacular crecimiento de la población. Era éste un ámbito en el que el gobierno municipal no había contemplado en esta etapa mecanismos eficientes de regulación y control sobre la edificación de viviendas ni sobre las formas de hábitat. Desde el comienzo del arribo masivo de inmigrantes, la demanda habitacional superó largamente a la oferta, generando un proceso especulativo que encareció notablemente los alquileres. Esta situación provocó la proliferación de casas de inquilinato y otras formas de viviendas populares que se convirtieron en el hábitat típico de los trabajadores y los sectores populares. Como se visto en el apartado II, en 1881 existían en la ciudad más de cien conventillos habitados por 65.000 personas, las cuales representaban el 21,6% de la población porteña, cifra que se duplicó en 1892. 98 En estas viviendas predominaban altas dosis de hacinamiento así como mínimos requisitos higiénicos. Por supuesto, estas situaciones eran propicias para la irradiación de todo tipo de enfermedades. Como buena parte de la prensa de estos años y de los médicos higienistas, el doctor Eduardo Rawson fue un crítico severo de la existencia 97  ��������������������������������������������������������������������������������� Al respecto es interesante ver el censo municipal de 1887, en donde se describen los notables avances realizados en materia de salubridad pública y saneamiento urbano. Véase Censo Municipal de Buenos Aires de 1887, especialmente capítulos xi a xx. 98   Suriano, 1983, 9.

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y proliferación de este tipo de vivienda pues no se trataba sólo de las enfermedades que podían provocar sino, más importante, de los males morales. Sostenía que los conventillos convertían en víctimas a los obreros quienes, al albergarse en pésimas condiciones (ya sea solos o con sus familias), en lugar de descansar sufrían las malas condiciones del hábitat y, cuando no podía escapar a esa situación, terminaban recurriendo frecuentemente al alcohol para convertirse al poco tiempo en seres pobres y miserables. Culpaba de esta situación a la voracidad empresaria que aprovechaba la libertad de mercado y a la ausencia del estado en su regulación. Este diagnóstico era compartido por la mayoría de los observadores pero, mientras algunos proponían segregar el mal alejando de la ciudad a los habitantes de estas viviendas, 99 otros buscaban una solución diferente. Para Rawson era necesaria la intervención del poder municipal para reglamentar las casas de inquilinato porque «es necesario proveer a la construcción eficiente de habitaciones», y además las autoridades debían «estimular el capital privado, el espíritu de asociación, el sentimiento de filantropía y, sobre todo, aclarar la conciencia del pueblo». 100 Creía que la solución al problema de la vivienda debía efectuarse a través de la acción filantrópica, en la cual el rol del Estado municipal era impulsar y encauzar el capital privado para la construcción de viviendas, controlar la calidad de las mismas, regular los alquileres, reglamentarlas e inspeccionarlas. Más allá de un proyecto de 1882, nunca concretado, para construir viviendas colectivas modelo por parte del intendente Alvear, 101 ninguna de las propuestas de Rawson fue tomada por el gobierno de la ciudad, que no intervino directamente en el problema habitacional. Falta de higiene y hacinamiento en las viviendas y lugares de trabajo, suciedad y malos olores en la ciudad, mala calidad de los alimentos, escasez de hospitales y establecimientos de salud, propagación de enfermedades o el aumento de la prostitución y la delincuencia eran todas cuestiones vinculadas entre sí y, a la vez, productos del crecimiento acelerado de la economía y de la población, así como de la ausencia de   Un redactor de La Prensa era partidario de crear en las «frescas colinas que rodean a Buenos Aires, grandes caseríos de madera o de materiales ligeros, para apresurar su construcción, en las cuales se dará albergue, de la manera que el gobierno lo determine, a la inmensa población proletaria que vive hacinada en el corazón de la ciudad en conventillos malsanos, húmedos o peor ventilados». La Prensa, 31 de diciembre de 1873. 100   Rawson, 1885, 145. 101   La Prensa, 17 de diciembre de 1882. 99



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controles por parte de un Estado Municipal que se conformaba lentamente y se hallaba sumido en innumerables problemas políticos y de gestión. En realidad, más allá de las cuestiones mencionadas, el trasfondo de la cuestión social urbana porteña (en su vertiente sanitaria) se vincula en buena medida al proceso de reglamentación de los derechos y garantías de los ciudadanos sancionados por la Constitución Nacional de 1853. Durante este período, en el cual se fueron construyendo las herramientas constitucionales necesarias para el funcionamiento de una sociedad, se produjo un debate tanto en el seno de los sucesivos consejos municipales como en la opinión pública en torno a una serie de interrogantes derivados de dichos derechos y garantías. ¿Cuáles eran las libertades de los propietarios y cuales los límites de su actividad? ¿Cuáles eran las prerrogativas de los ciudadanos en tanto consumidores y habitantes de la ciudad? ¿Cómo cuidar la salud de la población? ¿Qué rol debían desempeñar los poderes públicos (particularmente el gobierno municipal)? En suma, ¿cuáles eran los límites al vigente principio liberal de laissez faire? A partir de los años setenta, fundamentalmente desde la aparición y desarrollo del higienismo, se tornó imperativo que «los gobiernos debían cuidar la salud del pueblo». Ese cuidado implicaba necesariamente establecer ciertos límites a la actividad privada; Eduardo Wilde, que era un convencido defensor de los principios liberales, lo definió con claridad: el gobierno «[…] necesita tener atribuciones, y éstas son forzosamente invasiones al derecho de cada uno; pero como no se puede vivir en sociedad sin ceder parte de los derechos individuales, tenemos que armar a los gobiernos con aquellos poderes de que nosotros no disponemos». 102 Se estableció, entonces, especialmente durante los años posteriores a las epidemias, un cierto consenso en la opinión pública porteña sobre la necesidad de una intervención regulatoria por parte de la autoridad municipal. Esta necesidad se basaba centralmente, según el diario La Prensa, en los «derechos del pueblo» y de la «comunidad» a una buena salud y a contar con una fuente de agua sana (como el riachuelo) que «pertenece a toda la comunidad». 103 La magnitud de estos problemas, a la vez que provocó en la opinión pública una profunda preocupación,   Wilde, 1885, 10.   La Prensa, 28 de febrero de 1871. En el mismo sentido, el diario exigía (como lo haría después Wilde) la intervención de las autoridades regulando la higiene de las viviendas populares, pues «el hogar doméstico dejaba de ser un santuario inviolable» para que quedara «abierto a la Comisión Municipal para registrar su limpieza […] y todo lo demás». La Prensa, 5 de marzo de 1872. También pregonaban regular la calidad de los 102 103

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estimuló también el interés de quienes ocupaban cargos públicos en buscar soluciones mediante la creación de dispositivos que tendieran a garantizar la regulación y el control del funcionamiento de la sociedad. De esta forma, se combinaron las iniciativas privadas vinculadas a la filantropía y la intervención de los poderes nacionales y municipales con el objeto de sanear y disciplinar los ámbitos urbanos sobre la base de un mayor control de las actividades y modos de vida de los sectores populares. 104 Bajo la influencia de los médicos higienistas, el gobierno municipal de la ciudad de Buenos Aires adoptó, desde 1880, con el decidido apoyo del recién creado Departamento Nacional de Higiene, distintas medidas: desde obras de salubridad que en poco tiempo cubrieron buena parte del centro de la ciudad con cloacas y servicio de aguas corrientes, hasta el saneamiento hospitalario, la asistencia pública, el control y la legislación de la prostitución o la reglamentación del funcionamiento de los conventillos y casas de inquilinato. 105 La degradación de la vida urbana fue considerada por algunos observadores como una consecuencia inevitable del crecimiento descontrolado de la ciudad. Ese desmadre se habría debido al predominio de una mentalidad proclive al laissez faire que excluía casi naturalmente acciones planificadoras. Fue entonces cuando se tornó necesario disciplinar y ordenar de alguna manera la ciudad para intentar armonizar el proceso productivo, el uso del espacio (público y privado) y el comportamiento de los sectores populares. Desde este punto de vista, el problema fue delimitado por el Estado Nacional principalmente al ámbito municipal porteño, puesto que se trataba de una cuestión de gestión urbana, aunque no debemos olvidar que algunas de estas esferas de índole nacional estaban orientadas hacia el mismo objetivo, como el Ministerio de Educación, el Departamento Nacional de Higiene 106 o la Policía. En alimentos y bebidas para evitar las frecuentes adulteraciones y preservar la salud de la población. La Prensa, 1 de noviembre de 1871. 104   González Leandri, 1984. 105   Sobre la intervención médica, véase� González Leandri, 1999; Armus, 2007. 106   La creación del Departamento Nacional de Higiene en 1880 fue un paso importante en la centralización de políticas sanitarias públicas en el país. El DNH ejercía «jurisdicción y vigilancia sobre todos los servicios de carácter médico o sanitario de la administración»; centralizaba todo tipo de ordenanzas nacionales y municipales para verificar el estado higiénico de los lugares públicos con poder de policía sanitaria. También proyectaba medidas sanitarias y, a partir de 1888, tuvo a su cargo la dirección y administración económica de todos los establecimientos públicos de caridad o beneficencia. De esta forma la Sociedad de Beneficencia quedaba, «por este nuevo proyecto, convertida en simple instrumento o asesora del Departamento». Censo General de Población, Edificación…, 1887.



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este sentido, como sostiene Oszlak, los espacios de actuación individual y colectiva se redefinirían en función de una nueva instancia de articulación y control social (el Estado Nacional) que cuestionaba prerrogativas, competencias y prácticas establecidas, o creaba nuevos espacios funcionales […]. Las instituciones civiles y las particulares se enfrentarían a situaciones dispares. En ciertos terrenos como la enseñanza, la beneficencia o el registro civil, sus actividades se verán circunscriptas, invadidas o expropiadas por el Estado, mientras que en otros (ejecución de obras civiles, servicios públicos) encontrarían oportunidades de desarrollar nuevas actividades bajo auspicios y la garantía de ese mismo Estado. 107

En la ciudad de Buenos Aires, especialmente a partir de su federalización en 1880, era, entonces, centralmente el gobierno municipal el que aparecía con poder de reglamentación y policía para entrometerse tanto en la esfera de lo público como de lo privado, al disponer un conjunto de dispositivos reguladores y de normas de conducta encaminados a evitar la degradación moral de los sectores populares, fuente de los conflictos de la sociedad de acuerdo a la visión dominante en el seno de la elite argentina finisecular. Fue precisamente en el ámbito municipal en donde se percibieron los primeros síntomas de la cuestión obrera a partir, como se ha planteado en los apartados II y III, de la existencia de un heterogéneo conglomerado de trabajadores que comenzaban a cuestionar la explotación o, al menos, a exigir mejores condiciones laborales, así como también la mediación de los poderes públicos en las cada vez mayores desavenencias surgidas con los empresarios. Esto se debía en parte a la casi total ausencia de controles públicos sobre los regímenes laborales, especialmente en torno a condiciones de trabajo, pago de salarios y cantidad de horas de trabajo semanales. En 1881, la Sociedad de Dependientes de Comercio, apoyada activamente por el gremio de los tipógrafos, solicitó a la Municipalidad el cierre obligatorio de los comercios durante los días domingo. 108 El cuerpo municipal, invocando un vieja ordenanza sancionada en 1857 que apelaba no a reivindicaciones del mundo obrero sino a motivaciones religiosas —como era lógico antes de la irrupción de las formas de trabajo capitalista—, no percibió inconvenientes en aceptar la solicitud decretando el descanso dominical obligatorio para el gremio. Sin embargo los comerciantes, apoyados por los empresarios industriales,   Oszlak, 1997, 164-165.   Marotta, 1960, t. i, 32-35.

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presionaron a la Intendencia con una imponente manifestación que culminó con la entrega a las autoridades de un petitorio avalado por siete mil firmas exigiendo la derogación de la medida. El apoyo unánime de la prensa y del Ministerio del Interior a los empresarios determinó que el gobierno de la ciudad derogara la medida mediante la ordenanza municipal del 22 de agosto de 1883, en cuyo artículo primero establecía: «Todas las casas de comercio de cualquier clase que sean, los talleres y demás establecimientos industriales podrán permanecer abiertos los domingos». No obstante el gobierno comunal intentó mantener un espíritu positivo prohibiendo el trabajo dominical a los menores de catorce años en la industria, aunque la medida tuvo escasa aplicación práctica. 109 De este hecho deben rescatarse dos elementos importantes: por un lado, el conflicto resulta interesante en tanto que fue una de las primeras manifestaciones del comportamiento de estos dos nuevos actores de la sociedad argentina de los años ochenta: los trabajadores urbanos y los empresarios. Es cierto que estos sectores aún presentaban un perfil poco definido y extremadamente heterogéneo, en el cual los límites entre trabajadores y patrones eran muchas veces difusos; en este sentido las asociaciones propias eran débiles y dispersas. No obstante el conflicto tuvo la virtud de movilizar solidaridades en uno y otro sentido enfrentando a los componentes de la sociedad, o a parte de ellos, desde el momento en que sustentaban intereses diversos o contrapuestos. Vale la pena mencionar que, desde una perspectiva moral y frente a la aún escasa presencia de los sindicatos, algunos voceros de la Iglesia Católica venían criticando la no observancia del descanso dominical como consecuencia de la voracidad empresaria, y culpaba a los poderes municipales por no impedir esta situación. Por otro lado, resulta interesante analizar la conducta de los poderes públicos ante el novel conflicto obrero patronal. El intento de intervención del gobierno municipal, más allá de la convicción con que actuó, marcó los límites dentro de los cuales se comportaría ante los problemas sociales. La reglamentación del descanso dominical pareció escapar a su atribución en la medida en que no era un problema específico de higiene o salubridad, así como tampoco la cuestión de la regulación del tiempo libre era en los años ochenta una preocupación de los grupos dirigentes, ni aun de los médicos higienistas. Por su parte, la intervención del Ministerio del Interior imponiendo su autoridad, además de demostrar la falta de autonomía de la institución municipal y un inci  Soria, 1896, 449.

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piente conflicto entre poder nacional y comunal que alcanzaría cierta magnitud en torno al tema de la vivienda popular, evidenció también la escasa predisposición del Poder Ejecutivo de entonces a involucrarse en las relaciones entre trabajadores y patrones. Pero también preanunció que esa sería el área de gobierno que se encargaría de las políticas obreras. 110 Las disposiciones contenidas en la ley orgánica municipal de 1882 se limitaban a establecer normas relacionadas con la higiene pública, la salubridad, la Beneficencia y moralidad pública, pero no delimitaba ningún tipo de disposición vinculada estrictamente al trabajo o a las relaciones laborales. Al margen de la ya señalada ordenanza que prohibía el trabajo de los menores de catorce años los domingos, 111 las preocupaciones por las relaciones laborales en el ámbito municipal fueron escasas y no trascendieron de algunos proyectos recibidos con bastante indiferencia por el Consejo Deliberante. Así, las iniciativas presentadas en 1892 por el doctor Penna sobre reglamentación del trabajo femenino y por el doctor Emilio Coni dirigido a controlar el trabajo infantil fueron relegadas al olvido, de igual modo que el proyecto ya mencionado de autoría del concejal Eduardo Pittaluga, destinado a prohibir el trabajo nocturno de los panaderos, o el petitorio presentado por la Federación Obrera poco después de la crisis de 1890, con el objetivo de instituir bolsas de trabajo en las reparticiones municipales. Ahora bien, si se observa la actuación de los poderes públicos nacionales (miembros de los poderes Ejecutivo y Legislativo) durante la década posterior a la crisis, se comprueba también en estas instancias la escasa o nula existencia de preocupaciones en torno a la cuestión social. 112 De la lectura de los discursos presidenciales o del análisis del tratamiento de temas vinculados a la legislación social en la Cámara de Diputados de la Nación, se desprende que ni las condiciones laborales y de vida, ni los conflictos que involucraban a trabajadores parecen haber sido temas de atención particular por parte del poder ejecutivo o de los legisladores. Ya en ese momento podía notarse que era únicamente en los momentos de turbulencias sociales cuando se producían algunos sín  En 1907 se creó el Departamento Nacional del Trabajo, puesto bajo jurisdicción del Ministerio del Interior. 111   El descanso dominical fue una de las exigencias más reiteradas del joven movimiento obrero. El periódico Vorwärts reclamaba «la abolición universal del trabajo dominical», pues era insostenible que se escamoteara el descanso dominical privando «a los trabajadores y a sus familias de las únicas horas de felicidad». Vorwärts, n.º 113, 16 de febrero de 1889, en Carreras, Tarcus y Zeller, 2008, 161-162. 112   Me baso aquí en Suriano, 1989-90, 111-118. 110

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tomas de preocupación y atisbos de intervención estatal. Así, en 1891, seguramente bajo la influencia de las consecuencias de la crisis desatada el año anterior, el diputado Lucio V. Mansilla solicitó a la Cámara la formación de una comisión especial con el objeto de tratar la solicitud presentada por el Comité Internacional Obrero referido a la sanción de leyes protectoras para la clase obrera. Aunque sus pares no discutieron el tema aprobaron la conformación de dicha comisión, pero ésta nunca expidió despacho sobre el tema que la convocó. 113 Cinco años más tarde, ahora en un contexto de cierto crecimiento de la movilización obrera y de visibilidad de algunas organizaciones representativas de los trabajadores, los diputados Eleodoro Lobos y Délfor del Valle enviaron a la Cámara el único y solitario proyecto relativo a temas laborales presentado durante las dos últimas décadas del siglo xix. El mismo se refería a la competencia que debería tener el gobierno comunal en temas vinculados al mundo del trabajo. En ese sentido planteaban la modificación de la ley orgánica municipal de 1882 con el objeto de establecer tribunales arbitrales obrero-patronales, la reglamentación del trabajo nocturno, el descanso dominical y el mejoramiento de las condiciones de higiene en los establecimientos industriales. En la justificación del proyecto, los autores esbozaban, por primera vez en el Congreso Nacional, la idea de la existencia de la «cuestión social», aunque no la justificaban plenamente. A su criterio, el malestar entre los trabajadores era producto de la indiferencia de los poderes públicos: del municipio por no reglamentar el trabajo industrial y desatender lo que consideraban un atribución comunal; de los poderes públicos nacionales por la indiferencia manifestada frente a los problemas obreros que «lejos de prevenir exageraciones o intemperancias en las clases obreras las provocan y, a juicio de muchos, hasta la justifican». 114 Concluían planteando que el Estado debía intervenir activamente legislando y regulando las relaciones entre el capital y el trabajo, no para impedir la agremiación y la manifestación obrera sino con el objeto de evitar la «propaganda agresiva» y las ideas extrañas al corpus social de la nación. Aunque el proyecto no fue tratado en la Cámara, el hecho significativo se relaciona con la preocupación social, diríamos temprana, de estos dos típicos representantes de los grupos gobernantes y cuyas trayectorias políticas no se diferenciaban de la de otros miembros de la elite   Cámara de Diputados, Diario de Sesiones, Buenos Aires, 1891, tomo I, 762. Se desconoce si la comisión realizó alguna reunión. 114   Cámara de Diputados, Diario de Sesiones, Buenos Aires, 1896, tomo I, 129. 113



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política argentina. 115 Esa preocupación se relacionaba con el buen funcionamiento de la economía agroexportadora. En este sentido, la atención de los legisladores se vinculaba con el temor de que los problemas sociales pudieran derivar en el entorpecimiento del flujo inmigratorio para un país que necesitaba tanto de la llegada de mano de obra extranjera. Esta preocupación no era nueva, y los aspectos novedosos radicaban en no focalizar la atención en la cuestión social como problema policial vinculado a las «tendencias disolventes del extranjero», como era común pensar el tema. Precisamente, Lobos y del Valle pretendían evitar esos problemas colocando en el centro de la cuestión al Estado como garante del bienestar de los trabajadores. Sin embargo, debe destacarse que durante estos años fueron voces aisladas en el ámbito del Poder Legislativo y, en cierto sentido, ade­ lantadas a su tiempo; sólo una década más tarde el tema recobraría impulso a la luz de los estallidos de las huelgas generales de comienzos del siglo xx. La actitud del Poder Ejecutivo en materia social no fue muy diferente a la de los legisladores. Prácticamente no existen referencias a los problemas obreros en los discursos presidenciales y, cuando aparecen, en coincidencia con el tratamiento legislativo, se debía centralmente a las sacudidas provocadas por la crisis del noventa o al aumento de la intensidad de las huelgas. Los mensajes presidenciales en las aperturas de los períodos legislativos son un buen testimonio al respecto, en tanto que representan una autoevaluación de los actos de gobierno a partir del análisis de las cuestiones más importantes de la gestión. Así, en 1891 el presidente Carlos Pellegrini efectuó en su discurso una referencia al problema de la desocupación y, cuatro años más tarde, Félix Uriburu mencionaba por primera vez el tema obrero en el capítulo destinado a analizar la actuación de la policía: «estos conflictos entre obreros y capitalistas han tenido lugar en varios gremios y obedecen al desarrollo creciente del socialismo en esta capital». 116 Esto es, el conflicto no era 115   Eleodoro Lobos nació en San Luis en 1861, se graduó en la Universidad de Buenos Aires y retornó a su provincia, en donde ocupó importantes cargos en el gobierno local. En 1896 fue elegido diputado nacional por su provincia. Posteriormente fue profesor de la Facultad de Derecho de la UBA y jefe de redacción del diario La Prensa. Más tarde ocuparía la jefatura del Ministerio de Hacienda del gobierno de Figueroa Alcorta, y del de Agricultura durante el mandato de Roque Sáenz Peña. Délfor del Valle se desempeñó primero como diputado, años más tarde como senador, era hermano de Aristóbulo del Valle y fue miembro de la Unión Cívica Radical. 116   Discurso del presidente Uriburu en la apertura de las sesiones legislativas de 1895. Tomado de Solomonoff, 1971, 227.

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atribuido al desarrollo del propio proceso económico, sino a la existencia de agrupaciones políticas socialistas. En este punto me parece importante marcar una disonancia en las voces de la elite que proviene de los dirigentes políticos católicos, de aquellos que apelaban a la Iglesia y de la propia institución para imponer el orden social. Casi como un eco de sus pares europeos, especialmente los católicos alemanes que encabezaban la reacción conservadora al movimiento obrero organizado, venían alertando sobre la aparición en Argentina de conflictos sociales desde fines de los años setenta. Aunque, en rigor a la verdad, ya al promediar el siglo xix el conservador Félix Frías, desde su exilio francés e influido por el movimiento político y social europeo de 1848, alertaba sobre el peligro rojo. A partir de la idea de que la miseria provocada por el desarrollo del capitalismo fomentaba la radicalización política y social de las «clases laboriosas» a la vez que su «decadencia moral», planteaba como opción, y como respuesta al socialismo, la apelación a la caridad tanto pública como privada a través de las conferencias de San Vicente de Paul, como vimos en el primer capítulo. El fondo de la cuestión era para Frías que el Estado amparara la acción y los principios de la Iglesia católica y derivara en ella la tarea moralizadora que alejara a los pobres «de la tentación de codiciar las riquezas del rico». Era partidario del progreso económico pero con una concepción ultramontana de la sociabilidad política y social que debía estar basada en la religión. 117 Ahora bien, si Frías percibía el problema social local a través de la óptica que le suministraba la sociedad francesa, 118 a partir de comienzos de la década de 1870 los hombres vinculados a la Iglesia argentina comenzaron a percibir que la cuestión social y el probable desarrollo del socialismo eran un problema que comenzaba a instalarse en el país. Y si bien es cierto que no discrepaban con sus colegas liberales en cuanto a la peligrosidad del movimiento socialista, culpaban precisamente a los liberales por llevar adelante el proceso de secularización, iniciado durante estos años, que habría permitido el avance del poder civil sobre los derechos de la Iglesia, desplazando así los principios cristianos y alentando el desarrollo de ideologías materialistas en las que se incluían desde el socialismo hasta el anarquismo. «El liberalismo», sostenía el   Halperín Donghi, 1995, 25.   Sarmiento criticó duramente a Frías por confundir el proceso político y social argentino con la realidad francesa: «vivamos en América como americanos, dejando a la Francia que viva, piense y se gobierne como pueda y sepa […], apartemos, pues, los espantajos exóticos y estudiemos nuestras propias cuestiones […]», El Nacional, 19 de junio de 1856, en Halperín Donghi, 1995, 165. 117 118



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periódico El Católico, «es un mal universal y que ha pasado al estado crónico. Inficiona todas las regiones donde la humanidad moderna puede ejercer su actividad. El liberalismo, justamente condenado por la Santa Sede, es la falsificación política de la libertad; la fuente y la esencia de la revolución». De esta forma, se pretendía sustituir la voluntad del hombre a las leyes divinas por la soberanía de la razón en el orden intelectual, la soberanía de la muchedumbre en el orden político y la soberanía del individualismo en el orden económico. 119 En este sentido José María Estrada, presidente de la Asociación Católica, planteaba a comienzos de los años ochenta que el conflicto entre patrones y trabajadores era posible por la existencia de un orden económico y social injusto, moralmente pervertido que sólo podría reestablecerse mediante la restauración de los principios cristianos en la sociedad. 120 El Primer Congreso Católico realizado en 1884 puso los puntos de partida en la futura militancia de la Iglesia en el seno del mundo del trabajo, tanto como reacción al socialismo como por llevar a la práctica los principios de la caridad cristiana. Allí se planteó la instalación de agencias de trabajo, la defensa del descanso dominical, el fomento y la difusión de la prensa católica entre los obreros y la creación de los Círculos de Obreros que recién se concretaría en 1892. 121 Es interesante detenerse en la postura de Ernesto Quesada, uno de los intelectuales preocupados tempranamente por la resolución de los problemas provocados por la relación entre el capital y el trabajo, ante el rol de la Iglesia. En principio, intentó buscar puntos de encuentro entre liberalismo y catolicismo. 122 En 1895 dictó una conferencia titulada «La Iglesia y la cuestión social», en donde se alejó de las posturas extremas que enfrentaban a liberales y católicos y propuso un encuentro de ambas cosmovisiones en el que cada cual debería representar un papel complementario. 123 Quesada defendía el rol indudablemente meritorio desempeñado por el liberalismo en el desarrollo del capitalismo,   El Católico, 19 de diciembre de 1874, en Recalde, 1985, 36.   Estrada, 1946. 121   Auza, 1987, t. I, c. 1. 122   Quesada se preocupó por la cuestión social desde temprano y consideraba que las instituciones universitarias (especialmente las ciencias sociales) jugaban un rol fundamental en su diagnóstico y resolución a través de la intervención de los intelectuales y profesionales formados en sus aulas. Véase al respecto Terán, 2000, 207-287. 123   Quesada, 1895. Con respecto al liberalismo al cual adhería, Quesada manifestaba una posición escasamente principista y se separa de aquellas posturas teóricas más extremas (por ejemplo Spencer): sostenía que «no es la sociedad, por lo tanto, una simple agregación de individuos, sino un fenómeno absolutamente distinto (…) de modo que el progreso social es comunal e individual, a la vez, desde que un concepto resulta 119

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pero se preguntaba si dicha corriente había pensado en cómo resolver las consecuencias sociales de ese proceso que había contribuido a generar. Respondía negativamente, pues «las consecuencias de ese fenómeno económico, que el liberalismo no pudo prever en su origen, y que no ha querido reconocer después, ha sido la concentración del capital en manos de una minoría». 124 De esta forma, la sociedad se había dividido indefectiblemente en dos clases: «los que tienen y los que no tienen». Estos últimos, los proletarios (a los que denomina el «cuarto estado») sólo cuentan con su trabajo y, casi por pura lógica, buscarán liberarse de la explotación mediante una revolución. «En eso consta, pues, la extrema gravedad de la cuestión social». 125 Y fue la cuestión social, esto es, la existencia de desigualdades en la sociedad, la que estimuló el desarrollo del movimiento socialista y, particularmente, su versión más avanzada creada por Karl Marx. Ahora bien, por más errada e inadmisible que pudiera ser la solución por él preconizada, «era indudablemente exacta la exposición de la cuestión, evidentes los hechos aducidos, e irrefutable la situación descripta». 126 Por suerte, para Quesada, los constantes conflictos internos y las divisiones del socialismo internacional habían hecho fracasar las posturas más extremas sustentadas por Marx. Aunque una década más tarde pondría el énfasis en el rol del Estado en la resolución de la cuestión social, en este momento se inclinaba por una activa mediación de la Iglesia. Ésta debía contribuir a resolver el problema como lo hacía en algunos países europeos (en primer lugar en Alemania) desde mediados del siglo xix, contribuyendo a la tarea de organizar a los obreros (fuera de la influencia socialista) y presionar al Estado para que sancionara leyes protectoras de los trabajadores. Pero la verdadera plataforma de resolución desde la Iglesia de la cuestión social era la encíclica Rerum Novarum impulsada por el papa León XIII en 1891. Quesada rescata de este documento dos cuestiones que considera fundamentales. Por un lado, «la crítica que hace al comunismo, colectivismo y demás tendencias que buscan cambiar la organización social actual, y que se basa en la supresión del derecho de propiedad, es perfectamente clara y convincente». 127 Por otro lado, aplaude la postura del papa con respecto a impulsar al Estado a cuidar de manera conveinseparable del otro». Quesada, «Herbert Spencer y sus doctrinas sociológicas» en Terán, 2000, 287. 124   Quesada, 1895, 20. 125   Quesada, 1895, 22. 126   Quesada, 1895, 35. 127   Quesada, 1895, 79.



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niente el bienestar de los trabajadores (salario justo, límite de horas de trabajo, descanso dominical, trato correcto). En este punto es en donde la doctrina católica se enfrenta con la liberal, que se opone a la intervención del Estado. No obstante, la encíclica «propicia una solución que debe ser grata a los doctrinarios liberales: es manifiesta su desconfianza en la posible intervención del Estado, e insiste en la formación de corporaciones obreras». 128 Esto es, se trataba de una política en la que debían combinarse la intervención del Estado de manera combinada con organizaciones obreras autónomas. Y éste era el rol asumido y que debía profundizarse, según Quesada, por los Círculos de Obreros Católicos fundados escasos meses antes de la conferencia por el cura Federico Grote. 129 La importancia de la conferencia de Ernesto Quesada no consiste sólo en su sólido diagnóstico y las soluciones aportadas sobre la cuestión social. El objetivo central de su intervención era alertar de manera explícita a la elite sobre este problema, cuya resolución debía resolverse por la evolución de las clases dirigentes si quería evitarse la «revolución de las clases oprimidas». Sobre el final manifestó: «me consideraría feliz si esta conferencia llamara hacia esta cuestión la atención de los estadistas argentinos, que parecen hasta ahora atribuir poco importancia al movimiento socialista». 130 Sin embargo, en los años inmediatamente posteriores, el mensaje de Quesada no parece haber impactado en quienes él esperaba, especialmente los funcionarios del gobierno. Si bien es cierto que la crisis había puesto en tela de juicio la creencia y esa especie de fe ilimitada de la elite gobernante en el proceso económico y social, ésta demostraba una obstinada resistencia a interpretar las transformaciones sociales acaecidas como consecuencia de los problemas inherentes al acelerado crecimiento económico agroexportador: la aparición de los primeros conflictos obreros (predominantemente en oficios semiartesanales o en la construcción y de manera creciente en los ferrocarriles), los intentos fallidos de crear una federación obrera o la irrupción de los primeros grupos anarquistas y socialistas. Todos estos elementos aparecían a los ojos de la mayoría de la elite como la consecuencia de la acción disolvente de «elementos extranjeros» indeseables expulsados de sus países de origen. Gremialismo, anarquismo o socialismo, aunque con tonalidades diferentes, representaban para ellos deformaciones externas y ajenas al   Quesada, 1895, 100.   Sobre los Círculos de Obreros Católicos, véase Auza, 1987. 130   Quesada, 1895, 101. 128 129

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cuerpo social nacional y, como tal, se convertía en una cuestión de incumbencia de la esfera policial. Esta incumbencia se refería no sólo a la preservación del orden en sentido represivo sino también a la mediación en el conflicto entre capital y trabajo. De esta forma se ratificaba que el conflicto laboral era un hecho policial; por eso en estos años era habitual que los jefes policiales se convirtieran en árbitros (como delegado de los gobiernos) de diversos conflictos laborales. Esta función, si bien disminuyó sustancialmente, no desapareció con la creación del Departamento Nacional del Trabajo en 1907, e incluso el presidente Hipólito Yrigoyen utilizó en ocasiones a la policía (en su nombre) como mediadora en los conflictos entre patrones y trabajadores. Casi en un sentido inverso a la propuesta integradora de los diputados Lobos y del Valle o a la mirada de Quesada, en términos generales en el seno de la elite primaba una visión negativa de las representaciones gremiales en el mundo del trabajo anclada en la desconfianza y el temor al extranjero, particularmente al politizado, que sería asociado de manera particular al anarquismo. Estas prevenciones, abonadas por las concepciones de la criminología positivista, desembocarían casi inevitablemente en la sanción de la ley de Residencia en 1902 y en la criminalización del anarquismo, dando lugar, en nombre de la defensa del orden social, a una política de fuerte sesgo represivo sobre un movimiento obrero que era asociado con el anarquismo y el extranjero indeseable. 131 Estas visiones de rechazo a los inmigrantes, en realidad a un sector de ellos, basadas en alusiones culturales, biológicas y hasta racistas y ya esbozadas por Miguel Cané y el último Sarmiento en la década de 1880, después de la crisis de 1890 tendrían una expresiva versión en los escritores del «ciclo de la Bolsa». 132 La inmigración era percibida cada vez más como un problema vinculado con el conflicto social, el socialismo, el anarquismo, la pobreza y la delincuencia. Aun cuando el Estado nunca las desalentó ni reguló su ingreso, pues era indispensable al desarrollo económico, estas percepciones negativas sobre los inmigrantes fueron penetrando el entramado de las instituciones estatales. Si las luchas sociales tenían algún sentido en los países industrializados de Europa, no las tenían en un país próspero como Argentina, en donde la movilidad social permitía a cualquier trabajador convertirse en patrón o empresario. En esta primera instancia predominaba un análisis ciertamente reduccionista según el cual se vinculaba el conflicto social local con la calidad humana que componían las corrien  Sobre criminalización del anarquismo, véase Zimmermann, 1995, capítulos 6 y 7.   Véase nota 2.

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tes inmigratorias. En 1889 Miguel Cané sostenía desde su puesto de cónsul argentino en España que el gobierno debía prestar atención al problema e intervenir y controlar a las compañías contratistas para seleccionar a los inmigrantes, puesto que «durante varios meses se han embarcado en los puertos de Andalucía millares de hombres sin oficio conocido, vagabundos, inhábiles para el trabajo, futuros parásitos de nuestras ciudades, verdadera lepra social en vez de contingente de riqueza […]. La inmigración, lejos de ser un beneficio para la República, es un elemento de disolución social, no sólo por los vicios morales que esa masa de hombres pervertidos importa, sino también por las numerosas enfermedades físicas que padecen». 133 Cané sabía perfectamente cuál era la importancia del flujo inmigratorio para el desarrollo económico del país, y frente al fracaso de la atracción de deseables inmigrantes provenientes del norte de Europa proponía que el Estado controlara a los agentes y se limitara el ingreso a la Argentina sólo a aquellos individuos que pudieran acreditar profesión o empleos adecuados a las necesidades locales. «Dejados los pasajes al arbitrio de las compañías contratantes, he demostrado que el interés de éstas está en embarcar lo primero que encuentran, que es, naturalmente, como calidad de inmigrantes, lo más malo que hay». 134 Claro que el gobierno no tomaba medidas al respecto porque seguramente sabía que eran esos «millares de hombres sin oficio conocido» quienes cubrirían los puestos de trabajo no cualificado, tanto en el campo como en la ciudad. Pero una década más tarde, lo que sólo era una preocupación por un síntoma de disolución moral de la sociedad devendría en inseguridad e inquietud del Estado y la sociedad política a raíz de la irrupción del movimiento obrero, del socialismo y, principalmente del anarquismo. Como sostiene David Viñas, «la uniformidad de las voces —aun las más crispadas— indica que estamos ante una reacción de clase: lo que inicialmente se manifestó de manera burlona como una simple apreciación de disgusto estético, se va exaltando hasta convertirse en justificación   Cané, 1889. ������   Cané, ���� 1889. Esta opinión gozaba de un amplio consenso entre las elites y también entre los observadores extranjeros. Un viajero francés sostuvo en 1888 que la pobreza era escasa en Buenos Aires y estaba compuesta por las gentes sin oficio y los «atorrantes», que no son un producto del suelo sino de los desechos de una inmigración mal dirigida y desalentada. Daireaux, 1888, 163. Por su parte, la prensa se ocupaba habitualmente de denunciar la llegada a nuestras playas de la «inmigración perjudicial» (vagos, holgazanes, mendigos, insanos), criticando la escasa predisposición de las autoridades para «acabar con ese flagelo». Véase por ejemplo La Nación, 6 y 14 de enero de 1872; 8 de junio de 1872; 8 de agosto de 1872. 133 134

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espiritualista, en racionalización de los desniveles sociales después o una explicación con pretensiones científicas que desembocan en un reclamo desembozado que —burda pero previsiblemente— concluye por ser sólo un pretexto político». 135 Nuevamente, el fenómeno fue analizado como un elemento extraño al cuerpo de la nación. Con el objeto de lograr el orden social, el mismo Miguel Cané fue el encargado de comenzar la campaña en el seno de los sectores dirigentes con el objeto de dotar al Estado de las herramientas institucionales que le permitieran punir a los extranjeros involucrados con ideologías extrañas (claramente el anarquismo) y que fueran considerados perniciosos para la nación. En 1899 presentó en la Cámara de Senadores el proyecto de ley de Residencia; en su fundamentación descartaba no sólo los motivos del malestar obrero, sino también la existencia de conflictos sociales en nuestra sociedad. Ignorando la lógica conflictividad de la sociedad capitalista, sostenía que dichos conflictos eran provocados por los anarquistas al perturbar con su prédica a los trabajadores de «espíritus débiles y propensos al odio por la dureza de su conciencia». 136 A su criterio, los anarquistas se movían con plena libertad y el país se hallaba en un estado de indefensión legal y desprovisto de medios de defensa ante los «nuevos enemigos del orden social». En consecuencia con la expulsión de los extranjeros indeseables, anarquistas, vagos, proxenetas y prostitutas se pretendía cortar de raíz con aquellos males que aquejaban a una sociedad que había sido convertida en un «laboratorio de crímenes al amparo de la más absoluta impunidad de nuestro Código Penal». 137 Finalmente, en 1902, cuando se intensificó el conflicto social, la ley de Residencia, aunque no sin voces que la condenaran, fue sancionada por la amplia mayoría de los legisladores. 138   Viñas, 1971, 152.   Cané, 1899. 137   Cané, 1899. 138   Sobre los debates y aplicación de la ley de Residencia, véase Oved, 1976; Suriano, 1988. Se manifestaron no pocos interrogantes sobre el contenido de la ley: en principio se dudaba sobre su efectividad práctica; también se temía sobre el impacto que podía generar en el flujo migratorio, y los menos estaban profundamente preocupados por la ilegalidad de una ley que violaba claramente las libertades individuales preconizadas por la constitución. Sobre esto último sostuvo Cané: «me diréis que (la ley de Residencia) es poco hospitalaria, que no condice con los principios de fraternidad universal de que se jacta el liberalismo moderno, que está en oposición con las declaraciones de derechos y garantías de nuestra constitución, que destruye la igualdad civil y otras paparruchas por el estilo (la cursiva es mía). Los verdaderos y únicos principios de gobierno consisten en armonizar el orden con la libertad, y es muy claro que el poder público, que demasiado tiene que hacer con los caprichos, veleidades y pasiones de los 135 136



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La inquietud frente a las ideas y las prácticas contestatarias no eran nuevas en el seno de los poderes gubernamentales. Si el ya mencionado discurso del presidente Uriburu había introducido la vinculación entre huelgas e ideas socialistas catalogándola como un hecho policial, el informe del jefe de policía de la ciudad de Buenos Aires, redactado ese mismo año de 1895, si bien relativizaba la magnitud de los conflictos obreros advertía a las autoridades que los bajos salarios y la creciente desocupación podría ser utilizada por el socialismo para difundir sus ideas. En cuanto al anarquismo señalaba que, aunque circunscripto a un reducido grupo, era un peligro latente para el momento en que se complicaran las relaciones obrero-patronales. 139 De manera simultánea, el gobierno encargaba a Estanislao Zeballos, cónsul argentino en Estados Unidos, un informe sobre la difusión del anarquismo en dicho país. 140 Con la sola excepción de la creación de un cuerpo de inspectores policiales cuya misión era infiltrarse en asambleas e instituciones obreras y políticas, la década del noventa transcurrió sin que el Estado efectivizara medidas concretas. Tal vez porque la inquietud de los sectores gobernantes se debía más a un reflejo del temor que sentía los gobernantes europeos a los atentados libertarios que a una situación real del país. El auge en Europa de ciertos grupos terroristas anarquistas o pseudos anarquistas, cuyas víctimas más notables fueron el primer ministro español Cánovas, el rey de Italia Humberto I o los presidentes de Francia (Sadi Carnot) y de Estados Unidos (Mc Kinley), además de las sangrientas andanzas del mítico Ravachol, provocó una ola de pánico que tuvo como contrapartida una fuerte represión desde los gobiernos involucrados no sólo a estos grupos sino también a los movimientos libertarios no violentos. Resulta claro que esta situación influyó de manera notable en los gobernantes de todo el mundo y también en los locales, aunque la inexistencia de grupos terroristas en el país postergó la sanción e implementación de medidas represivas. Recién en diciembre de 1901, cuando estalló el conflicto social, Argentina suscribió el tratado de extradición de sospechosos de anarquismo en el Congreso Panamericano de México. Aunque este capítulo no abordó el análisis de la evolución del tratamiento de la cuestión social durante la primera década del siglo xx, porque está centrado en las respuestas a la crisis de 1890, es importante ciudadanos, se encuentra desarmado frente al extranjero que elige el país como teatro de sus agitaciones», en Cané, 1955, 466-67. 139   «Memoria del jefe de policía de Buenos Aires, Manuel Campos, al Ministro del Interior», año 1895, en Spalding, 1970, 183-84. 140   Zeballos, 1898, t. 2, 449 y 639.

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mencionar que fue durante el despuntar del nuevo siglo cuando, paralelamente a la implementación de medidas destinadas a garantizar el orden social (ley de Residencia, estado de sitio, Sección Especial de la Policía), se desarrolló una corriente de reforma social en la que participaban sectores provenientes de diversas vertientes políticas (catolicismo social, socialistas y liberales reformistas). Esta corriente, influida tanto por el crecimiento del conflicto laboral como por las políticas sociales implementadas por otras naciones, fue alentada por intelectuales provenientes de la medicina, el derecho y la sociología, quienes se sentían estimulados por sus respectivas disciplinas a estudiar las causas de los males sociales y encontrar las vías de solución. La mayoría de ellos contribuyeron a generar un clima de ideas reformista y participaron activamente de los primeros pasos dados por el Estado en materia de políticas sociales, como el proyecto de Ley Nacional del Trabajo impulsado desde el Ministerio del Interior por Joaquín V. González en 1904, el Departamento Nacional del Trabajo (1907) o en la elaboración de las diversos proyectos de leyes laborales. 141 De esta forma quedaba claramente planteada la moderna cuestión social en nuestro país.

  Véase al respecto Zimmermann, 1995; Suriano, 1989-1990; Suriano, 2000.

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Editada bajo la supervisión del Departamento de Publicaciones del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, esta obra se terminó de imprimir en diciembre de 2010 en Solana e Hijos, S. L.

Colección América

(últimos títulos publicados):

consejo superior de investigaciones científicas

18

  1. Patrones, clientes y amigos. El poder burocrático indiano en la España del siglo xviii. Víctor Peralta Ruiz.   2. El terremoto de Manila de 1863. Medidas políticas y económicas. Susana María Ramírez Martín.   3. América desde otra frontera. La Guayana Holandesa (Surinam): 1680-1795. Ana Crespo Solana.   4. «A pesar del gobierno». Españoles en el Perú, 1879-1939. Ascensión Martínez Riaza.   5. Relaciones de solidaridad y estrategia de reproducción social en la familia popular del Chile tradicional (1750-1860). Igor Goicovic Donoso.   6. Etnogénesis, hibridación y consolidación de la identidad del pueblo Miskitu. Claudia García.   7. Mentalidades y políticas Wingka: pueblo mapuche, entre golpe y golpe (de Ibáñez a Pinochet). Augusto Samaniego Mesías y Carlos Ruiz Rodríguez.   8. Las Haciendas públicas en el Caribe hispano en el siglo xix. Inés Roldán de Montaud (ed.).   9. Historias de acá. Trayectoria migratoria de los argentinos en España. Elda González Martínez y Asunción Merino Hernando. 10. Piezas de etnohistoria del sur sudamericano. Martha Bechis. 11. Rafael Altamira en América (1909-1910). Historia e histografía del proyecto americanista de la Universidad de Oviedo. Gustavo H. Prado. 12. Los colores de las independencias iberoamericanas. Liberalismo, etnia y raza. Manuel Chust e Ivana Frasquet. 13. ¿Corrupción o necesidad? La venta de cargos de gobiernos americanos bajo Carlos II (1674-1700). Ángel Sanz Tapia. 14. Proa al Plata: las migraciones de gallegos y asturianos a Buenos Aires (fines del siglo xviii y comienzos del xix). Nadia Andrea de Cristóforis Morroni. 15. Lealtades firmes. Redes de sociabilidad y empresas: la «Carlos Casado S.A.» entre la Argentina y el Chaco paraguayo (18601940). Gabriella dalla Corte. 16. La agricultura chilena discriminada (1910-1960). Una mirada de las políticas estatales y el desarrollo sectorial desde el sur. Fabián Almonacid Zapata. 17. Diplomáticos, propagandistas y espías. Estados Unidos y España en la Segunda Guerra Mundial: información y propaganda. Alejandro Pizarroso Quintero.

ilar González Bernaldo de Quirós es doctora en Historia por la Universidad de la Sorbona. Actualmente es profesora de Historia y Civilización Latinoamericana en la Université Paris Diderot-Paris 7, donde es directora del laboratorio ICT. Es autora de Civilidad y política en los orígenes de la nación argentina (2001).

PILAR GONZÁLEZ BERNALDO DE QUIRÓS

J

uan Suriano es doctor en Historia por la Univer­ sidad de Buenos Aires. Es profesor de la Universidad Nacional de General San Martín, Buenos Aires, donde dirige la maestría en Historia. Entre sus publicaciones destaca La cuestión social en Argentina (1870-1943) (2000) y Anarquistas. Cultura y política libertaria en Buenos Aires (2004).

La ciudad de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo

xix

JUAN SURIANO

La temprana cuestión social

icardo González Leandri es doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Es investigador científico del Grupo de Estudios Americanos del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC. Entre otros libros y artículos, ha publicado La construcción histórica de la profesión médica en Buenos Aires, 1852-1886 (1999).

P

RICARDO GONZÁLEZ LEANDRI

I SBN 978 - 84 - 00 - 09212 - 2

R

La temprana cuestión social La ciudad de Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo xix RICARDO GONZÁLEZ LEANDRI PILAR GONZÁLEZ BERNALDO DE QUIRÓS

Este libro propone un análisis de la realidad social argentina del siglo xix en línea con la relectura de los procesos históricos sugerida por Robert Castel y Jaques Donzelot. Sus autores sostienen la existencia de una cuestión social temprana en la ciudad de Buenos Aires, bastante antes del fin de siglo, lo que los enfrenta a un doble desafío: dar cuenta de sus manifestaciones y replantear la articulación de instituciones, actores y temporalidades. Se preguntan, a su vez, por la «invención de lo social» y su conversión en «problema». Fue este un proceso histórico que derivó de la consolidación de un concepto de sociedad considerada como horizonte de lectura de los destinos individuales. A esta consolidación se sumó, como requisito para mantener la cohesión social, la apelación a cierto tipo de acción colectiva y de implicación pública. Para ello se analizan distintos ámbitos. La beneficencia, caso paradigmático de cómo la municipalidad instituyó el campo social como esfera de acción comunal a la vez que lo fragmentó entre diferentes actores institucionales. La higiene y la salud, espacio crecientemente autónomo del mero control de la pobreza que, condicionado por amenazas y crisis, impulsó redes de interdependencia social claves. La educación, ámbito en el que más tempranamente confluyeron diversos afanes de control, un discurso de los derechos y la presunción de la obligación pública. Por último, se estudia cómo la crisis de 1890 afectó a los trabajadores y a las representaciones de las elites sobre ellos, reorientando los rasgos de la «cuestión social» hasta convertirla en «cuestión obrera».

JUAN SURIANO

9 788400 092122

Ilustración de cubierta: Fotomontaje de Myrian Cea.

CSIC

COLECCIÓN AMÉRICA