La separación de los estilos: Para una historia de la conciencia literaria argentina 9783964563613

Leo Pollmann analiza la historia de la conciencia literaria y social argentina desde tres perspectivas fundamentales: la

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Spanish; Castilian Pages 152 Year 2019

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Table of contents :
Índice
Nota Preliminar
Introducción
I. Separación Y Encuentro De Estilos
II. ¿Boedo Vs. Florida? ¿Estilos Vs. Escrituras?
III. Interiorisimo, Universalismo, Pesimismo Y El Sentido Del Humor. Los Años Treinta Y La Primera Experiencia Peronista
IV. La División De Las Escrituras: 'Boom', Generación Del 55, Poesía Introvertida
V. Estilos Y Escrituras De La Negación Del Poder: Literatura Argentina 1966-1984
VI. Evaluación Teòrica Y Perspectivas
Bibliografía
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La separación de los estilos: Para una historia de la conciencia literaria argentina
 9783964563613

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Leo Pollmann La separación de los estilos

TCCL - TEORIA Y CRITICA DE LA CULTURA Y LITERATURA INVESTIGACIONES DE LOS SIGNOS CULTURALES (SEMIOTICA-EPISTEMOLOGIA-INTERPRET ACION) TKKL - THEORIE UND KRITIK DER KULTUR UND LITERATUR UNTERSUCHUNGEN ZU DEN KULTURELLEN ZEICHEN (SEMIOTIK-EPISTEMOLOGIE-INTERPRETATION) TCCL - THEORY AND CRITICISM OF CULTURE AND LITERATURE INVESTIGATIONS ON CULTURAL SIGNS (SEMIOTICS-EPISTEMOLOGY-INTERPRETATION)

Vol. 13

DIRECTORES:

Alfonso de Toro Centro de Investigación Iberoamericana Universidad de Leipzig Fernando de Toro The University of Manitoba Winnipeg, Canada

CONSEJO ASESOR: W. C. Booth (Chicago); E. Cros (Montpellier); L. Dällenbach (Ginebra); M. De Marinis (Macerata); U. Eco (Boloña); E. FischerLichte (Maguncia); G. Genette (París); D. Janik (Maguncia); D. Kadir (Norman/Oklahoma); W. Krysinski (Montreal); K. Meyer-Minnemann (Hamburgo); P. Pavis (Paris); R. Posner (Berlín); R. Prada Oropeza (México); M. Riffaterre (Nueva York); Feo. Ruiz Ramón (Nashville); Th. A. Sebeok (Bloomington); C. Segre (Pavia); Tz. Todorov (Paris); J. Trabant (Berlin); M. Valdés (Toronto). CONSEJO EDITORIAL: J. Alazraki (Nueva York); F. Andacht (Montevideo); S. Anspach (Säo Paulo); G. Bellini (Milán); A. Echavarría (Puerto Rico); E. Forastieri-Braschi (Puerto Rico); E. Guerrero (Santiago); R. Ivelic (Santiago); A. Letelier (Venecia); W. D. Mignolo (Ann Arbor); D. Oelker (Concepción); E. D. Pittarello (Venecia); R. M. Ravera (Buenos Aires); N. Richard (Santiago); J. Romera Castillo (Madrid); N. Rosa (Rosario); J. Ruffinelli (Stanford); C. Ruta (Palermo); J. Villegas (Irvine).

Leo Pollmann

La separación de los estilos Para una historia de la conciencia literaria argentina

Vervuert • Iberoamericana • 1998

Gedruckt mit freundlicher Unterstützung der Universität Regensburg

Die Deutsche Bibliothek - CIP-Einheitsaufnahme Pollmann, Leo: La separación de los estilos : para una historia de la conciencia literaria argentina / Leo Pollmann. - Frankfurt am Main : Vervuert; Madrid: Iberoamericana, 1998 (Teoría y crítica de la cultura y literatura ; Vol. 13) ISBN 3-89354-213-2 (Vervuert) ISBN 84-95107-12-0 (Iberoamericana) O Vervuert Verlag, Frankfurt am Main 1998 © Iberoamericana, Madrid 1998 Reservados todos los derechos Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro. Impreso en Alemania

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índice NOTA PRELIMINAR

9

INTRODUCCIÓN

11

I.

SEPARACIÓN Y ENCUENTRO DE ESTILOS

17

Opciones criollas y neocriollas dentro del naturalismo

18

Opciones de inmigrantes en busca de integración

25

El caso de Eduardo Gutiérrez

28

Conjurando y criticando ilusiones. La prosa modernista rioplatense...29

II.

Aspectos estilístico-metafísicos del cambio. Lunario sentimental

34

Descubriendo dimensiones de una vida propia americana. Literatura del centenario

37

¿BOEDO VS. FLORIDA? ¿ESTILOS VS. ESCRITURAS?

44

Del lado de "Florida" El primer Borges Formas complementarias de desafío: Macedonio Fernández y Oliverio Girondo La excepción de Don Segundo Sombra

45 45

Del lado de "Boedo" Teatro y tango Roberto Arlt

51 52 54

47 50

De ambos lados 61 El grupo de Boedo 61 Martínez Estrada 62 Diferencia insalvable: Alfonsina Storni y Victoria Ocampo ...63

INTERIORISIMO, UNIVERSALISMO, PESIMISMO Y EL SENTIDO DEL HUMOR. LOS AÑOS TREINTA Y LA PRIMERA EXPERIENCIA PERONISTA 66 Orientaciones más importantes del pensamiento: Martínez Estrada, Mallea, la revista Sur

66

Poesía introvertida: Oliverio Girando, Alberto Girri y Olga Orozco...72 El itinerario de Borges El Borges de los años treinta Disolviendo toda forma de continuidad: el Borges de "los senderos que se bifurcan" La metafísica como literatura fantástica: 'Tlon, Uqbar, Orbis Tertius' El Borges de El Aleph: Parábolas quebradas El otro Borges Las dos caras de la situación intelectual: La invención de Morel y El túnel

77 77 80 82 83 84 87

Estilo y escritura Una escritura de mujer fantásticamente interiorista: Silvina Ocampo Una escritura crítica de hombre: Julio Cortázar

88 89 91

Hacia una nueva Argentina: El hombre que está solo y espera y Adán Buenosayres

92

LA DIVISIÓN DE LAS ESCRITURAS: 'BOOM', GENERACIÓN DEL 55, POESÍA INTROVERTIDA

98

Sobre héroes y tumbas y Rayuelo

99

La Generación del 55. Literatura realista, social y políticamente comprometida 103 David Viñas 104 Andrés Rivera 105 Casos ambiguos: Juan José Hernández y Pedro Orgambide ... 106 Narradores del noroeste: Daniel Moyano y Héctor Tizón 108

7

V.

De las posiciones de la prosa a las de la poesía Roberto Juarroz Alberto Girri Olga Orozco y Alejandra Pizarnik Juan Gelman

109 110 111 112 116

ESTILOS Y ESCRITURAS DE LA NEGACIÓN DEL PODER: LITERATURA ARGENTINA 1966-1984

120

La novela alegórico-parabólica: Bullrich, Peyceré, Moyano, Aguinis, Loubet

121

Hacia una escritura de la negación: Moyano, Martini, Saer, Aira

123

El caso de Urdimbre, de Noemí Ulla

128

La lucha contra el estilo literario: Viñas, Puig, Piglia

128

Epílogo. Hacia una argentinidad más allá de la separación de los estilos

132

VI. EVALUACIÓN TEÓRICA Y PERSPECTIVAS

137

Juego de determinantes y libertad

137

Conciencia literaria argentina y conciencia literaria universal

139

El momento actual. Literatura ocasionada

140

Deshaciendo últimas importancias

143

Perspectivas

145

BIBLIOGRAFÍA

147

Textos

147

Estudios y Manuales

149

9

NOTA PRELIMINAR La idea de este ensayo me fue sugerida por el autor del Lunario sentimental. Y es que después de muchos años de investigación sobre literatura argentina, de contactos fructuosos con colegas y amigos de la Argentina y del Centro de Estudios de las Literaturas y las Civilizaciones del Río de la Plata (Celcirp), de París, y de encuentros con escritores argentinos (Jorge Luis Borges, Raúl Gustavo Aguirre, Olga Orozco, Roberto Juarroz, Juan José Saer y Nicolás Peyceré), esta obra me hizo entrever la posibilidad de combinar en una perspectiva dialéctica tres orientaciones de mi "pasión argentina": la estética, la sociográfica y la filosófica, como podría llamarlas; la estética, que se dirigía hacia las estructuras literarias de los textos y su "sentido"; la sociográfica, que descubría en éstas la expresión de una realidad histórico-social; y la filosófica, que se interesaba por la formación de una conciencia. Y es que la literatura, desde los tiempos primitivos, además de ofrecer al lector lo miméticamente útil de unos conocimientos y experiencias (aunque muchas veces imaginarias) y lo agradable de una presentación estética técnicamente lograda y divertida, en sus casos más representativos ha tenido siempre la función de fomentar la conciencia del hombre sobre sí mismo y sus relaciones con la sociedad y el mundo, y de reflexionar de forma icónico-mítica sobre su posición respecto de lo que está más allá de la cognición positiva, por el aspecto metafísico o postmetafísico de su existencia. El ensayo que dejo entre las manos del lector quisiera responder a tal reto: quisiera abrazar estos tres aspectos fundamentales del hecho literario como objeto de la historiografía literaria. Se ofrece, por ello, con orientaciones metodológicas dialécticamente unidas: con lecturas e interpretaciones de textos modelos; con deducciones de tipo histórico-social; y con reflexiones acerca de lo que los textos significan filosóficamente, en relación con preguntas acerca del hombre y su posición dentro del mundo. Estas orientaciones metodológicas irán dialécticamente unidas, porque tratan aspectos inseparables de la historia de la literatura. Cada vez que un autor toma la pluma para redactar un texto literario, es una forma de exteriorizar y exponer al lector universal una observación suya alrededor del mundo (interior o/y exterior) y su posición social y existencial en él. Lo estético, en un texto literario, no es nunca un fin en sí mismo, lo que ilustran hasta los modernistas y los representantes de "l'art pour l'art", porque su pura esteticidad representa un credo social y es también una forma de hacerse -explícita o implícitamente- preguntas alrededor de las facultades cognoscitivas y operacionales del hombre, y sobre su posición ante lo que está más allá de él: la vida, la sociedad, la eternidad y el universo. Y esto vale sobre todo para la literatura de un país cuyos autores, a menudo, tematizan cuestiones de metafísica, postmetafísica y "patafísica", como dice Cortá-

10 zar. Scalabrini Ortiz pudo, con buenas razones, definir a los habitantes de su país como determinados por la metafísica de la tierra. Si pasados los tiempos de José Hernández, Borges, Macedonio Fernández, Bioy Casares y Scalabrini Ortiz ya no se habla tanto de metafísica, ésta sobrevive aunque en forma menos especulativa, como poetológica y/o mística, como cuestión acerca de lo que puede alcanzar el hombre a través de la escritura. Esto sirve tanto para Olga Orozco como para Alejandra Pizarnik o Juarroz, para Fogwill y Piglia. * *

*

Quisiera expresar mi agradecimiento a todas aquellas personas que me han ayudado a encontrar ese camino: al finado amigo Alejandro Losada y a Paul y Sofía Verdevoye. Agradezco, en particular, la colaboración de quienes han leído y revisado el manuscrito: a Antonio Delgado, Andrea Pagni, Pedro Álvarez, y Trinidad Bonachera; reconocimiento que hago extensivo también a mis ayudantes, que se ocuparon del texto en la sombra.

11

INTRODUCCIÓN Para que haya "con-ciencia" se necesitan, por lo menos, dos sujetos. La "conciencia" nace de antagonismos. En una entrevista para La Prensa, que en 1987 me hizo Antonio Requeni, dije que la literatura argentina me interesaba sobremanera, porque era filosofía inmanente; que me atraía, porque aparecen en ella numerosos antagonismos que llevan al desarrollo de una conciencia de carácter filosófico. Por aquel entonces veía sobre todo el antagonismo entre metrópoli y provincia, entre Buenos Aires y el interior. Pronto se me reveló otro, el existente entre criollos e hijos de inmigrantes, relacionado a su vez con el de ricos y pobres. Más adelante, me llamó la atención el dualismo humano de hombre y mujer, particularmente desarrollado en un país en el que ser macho importa tanto a los hombres y donde las mujeres gozan del privilegio de una homonimia ambiciosa: el llamarse como su país. Al decirme mis amigos del Celcirp que era medio argentino y medio francés -halago al que solía contestar con una risita que, además, era cien por cien alemana-, me tocó darme cuenta de que en mí había nacido un antagonismo comparable; y que éste, en el fondo, era tan sólo una manera de tener más conciencia de mí mismo. ¿Quién es uno? Somos dos, como ya lo vio muy bien Goethe; tenemos dos almas, una menos que Dios, que es tres. Así fui desarrollando mis almas de alemán y de aficionado a la literatura y a la realidad argentinas; y así fui llevado, después de más de quince años de estudios e investigaciones sobre la literatura y la cultura argentinas, a descubrir más y más las almas de la Argentina y la historia conflictiva de sus antagonismos constitutivos; sus luchas sangrientas por la hegemonía y sus encuentros, en verdad, nunca definitivos. Y es que no puede y no debe haber encuentro definitivo mientras somos historia. Para ser conciencia, para mantener la dignidad humana y hasta para vivir el amor, hay que darse cuenta de que somos esencialmente formas de dualidad y antagonismo. Hay que superar la ilusión nefasta de ser uno y de poder realizar en la tierra la unión perfecta con la que soñaban los románticos y con la que, hasta cierto punto, también soñaron los neoplatónicos. Las luchas de los comienzos fueron necesarias para que naciera la Argentina; pero, a fin de cuentas, resultaron una equivocación monstruosa y sangrienta, acompañada de terribles matanzas por ambos lados. Porque Rosas y Roca mataron lo mismo: ambos estaban poseídos por la idea de que para realizarse había que matar y excluir al otro. Para ser uno tuvieron que mandar a muchos al exilio, emprender guerras fratricidas y matar. Difería sólo la manera de definir al otro y de tratarlo. Mientras que para los federales el otro era esencialmente el unitario, representante de una cultura urbana, de preferencia eurófila, para los unitarios, el otro resultó

12 pronto ser toda persona que impedía el desarrollo económico-cultural del país, tal como ellos lo entendían. Los partidos políticos compartían, sin embargo, a pesar de su lucha feroz, la pasión "americana", la de hacer su país, y se consideraban hijos de una misma familia, la criolla, con sus dos ramas, la urbana y la campesina. Las diferencias de casta no se marcaban terminológicamente: todos eran criollos, bien en el sentido elitista y "unitario", de (más o menos) blancos nacidos en América y capaces de reconstruir su árbol genealógico hasta el linaje de los conquistadores, bien en el "federal", de hombre de la tierra americana; el indígena, por su lado, no contaba para nada; y el gaucho, subcategoría del hombre de la tierra americana, demasiado poco para formar con el criollo una dicotomía social. En la literatura romántico-realista (1830-1880), que es asimismo la de los fundadores de la literatura nacional argentina, se manifiesta claramente este desprecio. Según el Echeverría de La Cautiva, entre el caballero blanco y un indio hay una diferencia como entre "coraje" y "alevosía" (I, vv. 151 y ss.); la evocación de un festín de indios le sirve para poner de relieve formas de bestialidad: algunos indios aparecen como sedientos vampiros que beben la sangre que brota del cuello de una yegua; otro indio, ebrio, "gruñendo como animal se revuelca" (II, w . 110 y s.); las hogueras dan a los indios colorido tan extraño, traza tan horrible y fea, que parecen del abismo précito, inmunda ralea. (II, w . 133-136)

Y si entre la rama urbana y europeísta y la campesina y americana de los criollos no medía una diferencia terminológica de casta, sí había entre ellas, como lo demuestran obras como Civilización y barbarie, Amalia y El Matadero, enormes diferencias ideológicas que implicaban diferencias étnicas y de casta. Estas marcadas diferencias ideológicas no excluían, sin embargo, un alto respeto y hasta una especie de culto romántico por lo que se odiaba. Civilización y barbarie muestra bien estos dos aspectos. Queda claro desde el comienzo que Rosas, para Sarmiento, no es un hecho aislado, "es, por el contrario, una manifestación social, es una fórmula de una manera de ser de un pueblo" (p. 22). Facundo Quiroga, caudillo riojano, mediante el cual Sarmiento atacará a Rosas, es, según él, la figura más americana; lo que es, para él, un modo de rechazarlo como modelo político-social, y de admirar románticamente su salvajismo. Reconoce y explota románticamente su atractivo estético; pero se sirve, asimismo, de su aspecto salvaje para producir una especie de catarsis y escarmiento en el lector. Este héroe salvaje debe mostrar que los que se niegan al progreso y al desarrollo de una civilización de tipo urbano, en breve, los federales, son políticamente inadmisibles como modelo del ser argentino. Admite el atractivo romántico y americano de su héroe -que cantaban, también, a su modo, los poemas gauchescos-, pero prefiere buscar sus proceres y sus modelos culturales en Europa, de donde Echeverría había traído la idea de fundar, con la Asociación de Mayo, una sección argentina del Romanticismo. Ésta iba a

13 desarrollar unas marcadas características propias, americanas, pero a descubrir siempre en aquella Europa, por la que Sarmiento también hizo un largo peregrinaje, sus modelos culturales. Iba a establecerse - e n marcada oposición a la poesía gauchesca, tan popular y americanamente culta, tan cercana a la vida oral y a la realidad social rioplatense- como una literatura escrita, hecha para ser leída, y no escuchada en circunstancias de vida populares. Iba a introducir en la literatura argentina, apenas nacida, una primera forma de separación de los estilos. A la poesía de inspiración popular y gauchesca se le concedía como materia la vida costumbrista y humildemente heroica de los gauchos, mientras que la literatura culta se entregaba a la tarea de educar al pueblo y orientarlo hacia formas de literatura y erudición europeas. La literatura culta entra, así, plenamente en el propósito de combatir el salvajismo americano y pregonar formas urbanas de la vida social. Con este mismo fin, Sarmiento hizo su viaje a Europa. Lo hizo, conforme con las ideas desarrolladas en Civilización y barbarie, con la intención de informarse sobre métodos de enseñanza aptos para ser introducidos en Argentina y provocar inmigraciones. Juan Batista Alberdi también había sostenido, en Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina, la idea de fomentar la inmigración y de hacer venir muchos extranjeros, a ser posible anglosajones, y de crear, con el tiempo, con los hijos y nietos de esos inmigrantes, un nuevo tipo de argentino, laborioso y capaz de asumir sus responsabilidades de ciudadano. Mientras tanto debía, según proponía Alberdi, seguir gobernando la clase naturalmente dirigente - l a de los criollos como él-, así como la Argentina por algunas generaciones se contentaría con la forma de la república. No habría elecciones legítimas. Después de Pavón, y durante las presidencias de Mitre (1862-1868), Sarmiento (1868-1874) y Avellaneda (1874-1880), se aplicaron estas ideas políticas. La Argentina, dirigida por una oligarquía liberal, empezó a transformarse en una nación predominantemente europea y blanca: hizo venir un número de inmigrantes -cuyo estado social en verdad no siempre se correspondía con las expectativas-; hizo construir ferrocarriles que permitieron explotar sistemáticamente las riquezas del interior; fundó escuelas y organizó la formación de los profesores; eliminó en la Conquista del Desierto a los indios que, con sus frecuentes malones, impedían la explotación agropecuaria sistemática de la pampa -Rosas los había mantenido en paz a través de un costoso sistema de tributos a los jefes indios; puso freno a la libertad del gaucho con la introducción de alambradas de hierro y el sentido de la propiedad privada garantizada por la ley-. Estos cambios alcanzaron su pleno ritmo e integración en el sistema internacional de explotación capitalista alrededor de 1878/1879, con la primera exportación del trigo, ramo que se convertiría en el rubro más importante de las exportaciones argentinas, y con la invención del frío artificial, que permitía conservar la carne de res y transportarla congelada a Europa. Paralelamente, la labor literaria evoluciona hacia formas de actuación periodística y de tentativas por dirigir o influenciar las opiniones políticas. Lucio Victorio Mansilla, en Una excursión a los indios ranqueles (1870), evoca la vida de los

14 indios con su lógica propia; es una manera de pregonar tácitamente una conquista pacífica y cristiana del desierto, perspectiva que pronto será contradicha por los hechos. León Bautista Alberdi, en Peregrinación de Luz del Día y Aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo (1871), arma una novela alegórica en la que se mofa del pueblo americano incapaz de cooperar activamente en la gestión de una república, y que sabe sólo asentir a lo que se le propone. Y la producción literaria más representativa de la época que va de 1860 a 1880 es, significativamente, una obra en la que la poesía gauchesca deja de ser un género esencialmente costumbrista, en el que los intelectuales versificaban sus representaciones románticas de la vida libre del gaucho, con guitarras, payadores, pulperías y bailes, y pasa a ser, en el Martín Fierro (1872) y en La Vuelta de Martín Fierro (1879), la expresión dramática de una existencia y una forma de vida (o sueño) amenazadas. Poco después, a partir de 1880, Eduardo Gutiérrez se dedica a publicar folletines en los que narra, en una prosa descuidada, episodios de las guerras civiles de los tiempos de Rosas, y la vida de gauchos rebeldes y guitarreros que se distinguen de Martín Fierro por su autenticidad. Las hazañas del gaucho Hormiga Negra, las desdichas del payador Santos Vega y el destino melodramáticamente trágico de Juan Moreira no son ya las imaginaciones costumbristas de intelectuales románticamente versificadas y publicadas, como ocurre con el Santos Vega de Hilario Ascasubi, publicado originariamente en París. El autor es plenamente consciente de esta falta de dignidad literaria. Reniega de su Juan Moreira ante Miguel Cañé: "eso no es para Vd.", le dice (Adolfo Prieto: 118). Le da vergüenza el haber llamado la atención de ese ilustre representante de la literatura culta argentina. Su reacción hace patente la conciencia de antagonismos literario-sociales. El estilo humilde de una breve novela folletinesca de tema "bajo" -el de un gaucho perseguido por la policía- queda separado de la alta literatura criolla, tal y como la representa Miguel Cañé. Si entre La Cautiva y la poesía gauchesca medía una diferencia de nivel estético-social que ya puede calificarse de pertenecer al sistema de una separación de estilos, aquí el fenómeno aparece con sus características plenamente desarrolladas. En la respuesta y vergüenza de Gutiérrez asoma la separación entre un estilo culto y noble, el de un criollo refinado, que trata temas de alto interés cultural, y un estilo popular que trata un tema divertido de puro interés pasional. Ha nacido la conciencia de una separación de los estilos. Y ha nacido gracias a la presencia de un nuevo público que lee diarios, y en el que inmigrantes e hijos de inmigrantes cuentan económicamente, por lo menos en cifras de venta, tanto como un criollo intelectual del tipo de Cañé, un descendiente de conquistadores o un estanciero. Eduardo Gutiérrez, con el instinto seguro de un buen periodista, ha intuido y se ha puesto a explotar esta presencia. Si bien esto significa respetar la separación de los estilos, es también un modo de desarrollar una escritura personal, un modo de abrir a través de la literatura los horizontes de un encuentro americano más allá de las castas. Una finalidad intrínseca de este esbozo de una historia de la conciencia literaria argentina será, precisamente, mostrar cómo más allá de la separación de los estilos y más allá de la determinación de los autores por la generación, la casta, el sexo y el contexto epocal, éstos gozan de suficiente libertad para contribuir de

15 modo personal al progreso de la conciencia literaria argentina y para crear obras originales más o menos convincentes desde el punto de vista estético. El procedimiento metodológico para alcanzar tal fin será socio-fenomenológico. Se tratará de considerar los fenómenos textuales como expresión más o menos lograda de una visión personal del mundo determinada globalmente, pero no en su juego propiamente literario (que es individual), por factores sociales y de época. Tal enfoque permitirá dar cuenta de determinaciones sin caer en la trampa de un determinismo dogmático ni entregarse a un optimismo fenomenológico abstracto e idealista. Se evitará así, también, la ingenuidad de considerar la literatura como una forma de reflejo de la realidad social. Se la enfocará fenomenológicamente fijándose en historias, temas y motivos y en el discurso, la escritura y la tectónica; porque todo ello pertenece al "estilo" tal y como lo definimos. Un estilo literario siempre es tridimensional: tiene su dimensión individual (la que entreveía Buffon al decir que "le style c'est l'homme" y la que Leo Spitzer puso de relieve en sus análisis); su dimensión epocal (la que predomina en la noción de estilo como categoría de la crítica del arte); y su dimensión social y de casta (la que aparece en la "separación de los estilos" medieval de la Rota Vergilii. Según ella había tres estilos jerárquicos: un estilo alto y épico para tratar de asuntos de caballeros y guerreros, estilo que evitaba toda palabra baja y todo giro popular; un estilo mediano y campesino como el de las Geórgicas de Virgilio; y un estilo humilde para tratar de cosas "bucólicas"). La puesta de relieve de este estilo tridimensional nos permitirá deducir una posición de conciencia socialmente ubicada dentro del desarrollo de la historia de la conciencia literaria argentina y con los antagonismos que la constituyen y desarrollan dialécticamente. La dicotomía de criollos e hijos de inmigrantes, relacionada con la de estilo alto y sublime que trata de hazañas heroicas, generosidades y sentimientos elevados, y la del estilo bajo que trata de miserias y esfuerzos inútiles, desempeñará un papel fundamental en este contexto. Su aparición en el seno del naturalismo del Río de la Plata en el momento en el que la inmigración masiva argentina alcanza su pleno ritmo, fue la razón por la que 1880 fue escogido como punto de arranque del análisis. Olga Orozco, en un poema de La noche a la deriva - ' A u n menos que reliquios'- muestra que esa dicotomía todavía está viva en nuestros días, pero también que está perdiendo su vigencia: habla de los dos extremos de su linaje, de su padre marino italiano y de los conquistadores. Es un modo de hacer hincapié en que es criolla, pero también una manera de celebrar "el friso de nieblas" que heredó de su padre. Una obra como Respiración artificial, de Ricardo Piglia, muestra, por otro lado, que con el fenómeno de la separación de los estilos pasa algo parecido: persiste perdiendo su vigencia. Piglia trata de imponer un estilo bajo en la alta literatura argentina, y seguir con ello en el camino que Arlt abrió con sus novelas. Confirma, sin embargo, a lo mejor involuntariamente, la antigua separación de los estilos en la medida en que la bajeza del estilo culmina en la oralidad conversacional de la segunda parte, en la que diferentes estratos de hijos de inmigrantes y extranjeros -Emilio Renzi, por otro lado bisnieto de Enrique Ossorio, el conde

16 Tokray, el señor Maier- están, más o menos, entre sí, esperando al Profesor Marcelo Maggi Pophan, que debe traerle al narrador informaciones sobre Enrique Ossorio.

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I. SEPARACIÓN Y ENCUENTRO DE ESTILOS La vida literaria argentina nace con Echeverría, Mármol, Sarmiento, Alberdi, Juanamanuela Gorriti y Mansilla. Nace esencialmente criolla. A partir de 1860, sin embargo, y con creciente intensidad en los años ochenta y noventa, este Edén criollo, en verdad poco pacífico, se vio confrontado con un fenómeno chocante: llegaban enormes contingentes de inmigrantes, en la mayoría de los casos gente de extracción humilde, con la intención de labrarse una nueva existencia en la Argentina. Los criollos en el poder habían favorecido y propagado esta inmigración, pero su eurofilia aristocrática no podía esperar que de ese continente tan venerado pudiera llegar gente tan poco respetable. La actitud existencial y el estilo de vida de estos inmigrantes diferían tan radicalmente de los de los criollos, y en particular de los criollos urbanos, que llevaron a éstos a hacerse preguntas acerca de sus principios vitales, su relación con el país y su posición frente a aquéllos por los que se sentían desafiados de forma tan indigna. Nace la conciencia. Nace el estilo como una manera de endurecerse y separarse para mantener su dignidad. Pero también nacerán, del lado de los inmigrantes, esfuerzos por mostrarse dignos e integrarse en el seno de la alta literatura argentina. Así se explica que entre 1880 y 1920, periodo de transición del siglo XIX al XX y época de la inmigración masiva, empiece a notarse un considerable cambio de estructura y perspectiva en la literatura argentina. El desafío tremendo que supuso la recepción del naturalismo francés tuvo un papel decisivo en este contexto. El Romanticismo había permitido a los autores argentinos, exclusivamente criollos urbanos, moverse en temáticas, formas de construcción y estilos que respondían a su sentido de la dignidad criolla. Les había permitido vivir la literatura como una manera de festejar su propia excelencia: podían, en ella, lucir gustos europeos y sentimientos patrióticos; comprometerse con su país y con su orientación hacia una cultura elitista; mostrarse dignos al describir luchas heroicas o heroicamente trágicas, interiores ricos y personajes generosos que repartían su vida, como en los tiempos de la novela cortesana, entre el amor y las armas; y no les faltaban ocasiones para poner entre las manos de una u otra de sus heroínas nobles un hermoso ejemplar de una obra de Chateaubriand, Sue, Voltaire o Lamartine; ni para lucir sus propios gustos románticos, acentuando que, si bien habían nacido en la Argentina, su patria intelectual era Europa. El naturalismo, por el contrario, no les brindaba la posibilidad de tales engaños; por lo menos no el naturalismo que se presentaba en las novelas de Zola. Su patria intelectual europea los desmentía.

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Opciones criollas y neocriollas dentro del naturalismo Así se comprende que los lectores porteños de los ochenta no se entusiasmaran con un naturalismo tan crudo. No sabemos por qué el proyecto de publicación folletinesca de una traducción española de La taberna de Zola, en La Nación, quedó suspendido después de la primera entrega, la del 3 de agosto de 1879; pero el hecho en sí es significativo. A partir de ese momento, se suceden las diatribas y escasean las defensas del naturalismo en diarios y revistas de la capital argentina. Se aboga hasta por la prohibición de ese "realismo corruptor". Pero, poco a poco, los autores empiezan a responder al desafío. Y eso les lleva a darse cuenta de algunas estructuras sociales de su propio país y a verlas con la distancia del que juzga o ironiza. Se ponen a describir aspectos reales de su sociedad, a reírse con condescendencia de algunos y a criticar a otros. Lucio V. López, nacido en la capital de la Banda Oriental, hijo del romántico Vicente Fidel López y nieto del autor del Himno Nacional argentino, hijo, pues, de una de las primeras familias criollas del país, rechaza el naturalismo de tipo zolasiano. Pero en La gran aldea (1884) saca provecho de lección tan fea y contribuye, orientándose hacia un realismo costumbrista, a la historia del naturalismo en el Río de la Plata. Sin ocuparse mucho de las teorías naturalistas sobre el triple determinismo del hombre, compara dos medios sociales que se corresponden con dos momentos históricos del desarrollo de Buenos Aires: el de la "gran aldea" que fue la antigua Buenos Aires, la de la generación de Caseros en que prevalecía todavía la vieja tradición romántico-heroica del criollo con altos ideales y moralidad pretendidamente intacta; y la de los incipientes años ochenta, con la transformación de esa simpática y aristocrática aldea en una metrópoli con hombres nuevos, de la que desaparecen edificios, costumbres y principios morales para dejar paso al espíritu, considerado bajo, de la industrialización y mercantilización. Ese naturalismo criollo, como podríamos llamarlo, que en algunos aspectos parece más bien un realismo, es resueltamente conservador. Representa una manera de negarse al progreso y de deplorarlo; pero también es una manera de reconocer su labor de transformación, de aceptar las nuevas pautas de objetividad literaria y de aplicar, muy libremente, la idea del determinismo a la sociedad argentina. Un yo narrador sensible registra los cambios ocurridos con una mezcla de emoción nostálgica, humor y realismo costumbrista. Al pensar en su niñez, pasada en casa de la tía Medea, donde todo era dignidad criolla, y al recordar las reuniones de los jefes unitarios que solían tenerse allí, pinta con humor, y sin esconder los puntos simpáticamente débiles, a esa élite de la burguesía porteña: (...) para ser exacto, figuraba la mayor parte de la burguesía porteña: las familias decentes y pudientes; los apellidos tradicionales, esa especie de nobleza bonaerense pasablemente beótica, sana, iletrada, muda, orgullosa, aburrida, localista, honorable, rica y gorda, (p. 20)

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Evoca con entusiasmo el patriotismo "sano" de aquella aldea en la que "reinaban generales predestinados" (p. 73) y familias criollas de peso. Se siente un poco perdido y consternado ante el Buenos Aires de los ochenta, con sus grandes pretensiones europeas, sus especuladores encopetados y devotos, y sus inmigrantes italianos que, como en el caso de los Montefiori, pueden presumir de nobles y reinar en el Club del Progreso. En tanto que instrumento del autor, al yo narrador le interesa, evidentemente, mostrar la hipocresía y falta de dignidad de esa gente nueva. El rey de los especuladores porteños, don Eleazar de la Cueva, quiebra, y la hija de los Montefiori, Blanca, se revela perversa; ésta porque se casa por dinero con un viejecito riquísimo, un tío del yo narrador, ofrece su amor al sobrino, y goza al mismo tiempo de un amante. Salta a la vista la posición ideológica del autor: pinta costumbres bonaerenses contrastivas para armar con ellas un informe a favor de la oligarquía porteña. El caso de Eugenio Cambaceres es mucho más complicado. Es nieto de inmigrantes franceses que llegaron a la Argentina en los tiempos de Rosas. Es, además, hijo de un acaudalado estanciero. Ocupa, por su ascendencia y poder, una posición intermedia: la del hijo de inmigrante que puede rivalizar con los criollos y considerarse, hasta cierto punto, como ellos. Su posición teórica de naturalista y la trayectoria de sus novelas se explican, en cierta medida, por eso. Para Fernando Alegría es "uno de los discípulos más fieles que tuvo Zola en Sudamérica" (p. 90). Pero, aunque eso es verdad, Cambaceres está lejos de aceptar sin más la fe en el positivismo. Analiza determinismos de otra índole que los que interesan a Zola y está lejos de tematizar las capas bajas de la sociedad argentina, en la que apenas había proletariado industrial. Rechaza, a su modo, el fenómeno de la inmigración masiva y la consecuente complicación de la vida argentina. Cambaceres ocupa así, a pesar de haber sido miembro y vicepresidente del Club del Progreso y de haber sostenido opiniones políticas liberales, una posición más bien criollista-conservadora. Es un autor entre dos aguas que, aprovechándose de esa ambigüedad, sabe crear la síntesis más completa del naturalismo en el Río de la Plata. Por un lado, como hijo de inmigrantes franceses, puede aceptar las lecciones de Zola como si se tratara de su patrimonio; por otro lado, como hijo de uno de los más acaudalados estancieros de la época (cuyos padres habían ya llegado en tiempos de Rosas), se identificó, en lo más hondo de su alma, con las pautas urbanamente criollas de la Argentina literaria romántico-sentimental, condición ambigua que confirman plenamente su vida y carrera de autor. Hombre de espíritu renovador, liberal, Cambaceres había desarrollado, en su calidad de diputado por la provincia de Buenos Aires y vicepresidente del Club del Progreso, una intensa actividad política entre los años 1870 y 1876; lo que no le impidió dedicarse con igual apasionamiento a la atención de sus propiedades rurales y a frecuentar teatros. Durante la presidencia de Avellaneda (1874-1880), en la época de la federalización de Buenos Aires, parece haberse cansado de las luchas políticas para dedicarse, casi exclusivamente, a otra pasión suya que, dada su enorme riqueza, nadie podía disputarle: la de turista y admirador incansable de la vida literaria de París.

20 De admirador pasó a imitador y comenzó a escribir una primera "novela", Pot-pourri, Silbidos de un vago (1881). Es el texto deshilvanado de un discípulo de Schopenhauer y de Voltaire que adorna su estilo afectado de intelectual pesimista con numerosos giros, palabras y frases enteras, en francés e italiano. El narrador es un esnob aficionado a clubes y teatros, que vive de sus rentas y que se dedica a observar a la gente para matar el tiempo. Ese yo vive y describe la sociedad bonaerense contemporánea, pretendidamente corrupta hasta los huesos, en traviesas escenas costumbristas que recuerdan a Larra y a Maupassant, y que, a veces, se acercan a la caricatura. El autor y el narrador inconformista se mofan de esa sociedad que parece no tener sentido. Vacilan entre burlarse de todo - y del inescrupuloso político Mitre en particular-, criticar inconvenientes y cultivar su propio desencanto. Mezclan todas esas actitudes en un "pot-pourri" que es travesura costumbrista. Con un estilo descarado de esnob desilusionado se esfuerza por mostrar, como otro La Rochefoucauld, que bajo la más aparente virtud viven el vicio y la abyección. En Música sentimental (1884), novela que lleva también el subtítulo 'Silbidos de un vago', pero que se presenta menos deshilvanada que la anterior, se perfila la trama de una historia mínima y se acentúan los rasgos que podrían interpretarse como naturalistas. A Pablo, el héroe, se le describe al comienzo de la novela como "mezcla de criollo con sangre pura bretón", y como un hombre nacido en Buenos Aires que "ha heredado de sus padres veinte mil duros de renta y de la suerte, un alma adocenada y un físico atrayente" (p. 95). Ese héroe se embarca para viajar a París, "a liquidar sus capitales en ese mercado gigantesco de carne viva". El yo narrador, por su lado, menos esnob que el de Pot-pourri, le sirve de "cicerone" en ese "infierno". El estilo, pues, es otra vez entre burlón y afectado: el viajero argentino no encuentra en París ese mundo ideal con el que habían soñado los románticos pero que tampoco éstos pudieron encontrar en la metrópoli cultural francesa. Más bien lo que en ella encuentra es la confirmación de su propia tendencia decadente. Con esta novela, Cambaceres parece alejarse definitivamente de los problemas de su país en una "música sentimental" y gratuita en la que se mezclan naturalismo y decadentismo, pero lo que hace es prepararse para reflexionar sobre su propia posición y la de su país. Sin rumbo, una novela que apareció sólo un año más tarde, en 1885, muestra que Música sentimental había sido una manera de templar los instrumentos para después dedicarse con maestría a la sociedad argentina. Muy significativamente, el autor evita ahora las connotaciones musicales de los primeros títulos, que suenan a modernistas y que, en efecto, hacen hincapié en la importancia del lenguaje y en el registro temático abierto. No es que en los breves capítulos de Sin rumbo, que raramente superan las dos páginas, el lenguaje no tenga peso; al contrario, los capítulos son como una serie de fragmentos -casi diría, de poemas en prosa-. Cada uno de ellos forma un cuadro y una escena cuidadosamente elaborada, con un estilo en el que se yuxtaponen crudeza, precisión, rigor científico naturalista, evocación romántica de visiones poéticas y sentimientos decadentes. Pero tal estilo es una manera de acercarse sin ambages a

21 la sociedad contemporánea argentina y a su problemática intrínseca. Como esa radiografía se hace desde la perspectiva de la sensibilidad enfermiza de un hijo de estanciero muy cultivado, con cuyos ojos se registra la realidad (personalmente, diría Stanzel), es también una manera de meditar sobre ella y de presentársela al lector para que éste medite a su vez. La trama y la arquitectura de la novela también son expresión de esa finalidad. En los dos amores opuestos de la novela cristaliza el antagonismo antropológico y geográfico-social de la sociedad argentina. Donata, hija de un pobre postero pampeano, china, representa el polo del campo, y más exactamente el de la pampa, con todo lo que conlleva de hermosura carnal americana y sueños románticos, pero también de suciedad y lodo, de falta de lujo. La señora Amorini (que merece su apellido), "prima donna" italiana y artista del teatro Colón, representa el polo de los inmigrantes de Buenos Aires, con canto, belleza frivola y ruido infernal. Pero pronto nos revela su fondo y aparece como "mala, ruin, ordinaria, vulgar" y "sin dotes, sin talento, sin esos arranques secretos y misteriosos del alma, sin esa exquisita susceptibilidad nerviosa que enciende la chispa inspiradora" (p. 181). La calificación la hace el narrador personal, que mira y juzga con los ojos del protagonista, Andrés, con lo que, hasta cierto punto por lo menos, representa la opinión del autor. Al hablar de "arranques secretos y misteriosos del alma" y "exquisita susceptibilidad nerviosa", hace hincapié en su propia estética, rotundamente opuesta a la aparente y frivola superficialidad del inmigrante italiano que pretende ser la crema cultural de Buenos Aires. La estética del autor se basa precisamente en los "arranques secretos y misteriosos del alma" de un protagonista hipersensible, escéptico, lector asiduo de Schopenhauer, y en su "exquisita susceptibilidad nerviosa". De este modo logra armar un análisis entre naturalista, costumbrista y romántico-decadente de la realidad argentina. Esta realidad se enfoca desde los que para él son sus tres elementos constitutivos: el campo, con su gente autóctona, americana; la metrópoli, con una creciente presencia de inmigrantes; y el elemento criollo aristocrático, que cristaliza en el protagonista, profundamente desorientado, sin rumbo, que vacila entre un campo con el que no puede identificarse y una ciudad que le causa asco. Los cuatro tiempos de la novela corresponden a esa aporía que asume las dimensiones de una angustia metafísica propia del postromanticismo decadente. El primero (caps. I-XII) transcurre en la pampa, bajo el sol ardiente de noviembre. Nos encontramos con un típico galpón de esquila y las tensiones que reinan entre los trabajadores y el patrón, con un rico pabellón de estanciero, con la vida de un "puesto" y la miseria de un rancho en el que Andrés duerme con su china Donata - a la que no acepta ni estética ni socialmente-, "Como erizado al contacto de un bicho asqueroso y repugnante" (p. 69), se aparta bruscamente del cuerpo sudoroso de la que acaba de violar brutalmente. Este primer tiempo termina con la noticia de que Donata está embarazada. Andrés responde con un acto de responsabilidad viril: "Puedes estar tranquila, que yo no te he de dejar desamparada" (p. 167). El segundo tiempo (caps. XIII-XXVI) corresponde al invierno que Andrés pasa sin Donata en Buenos Aires, haciendo el amor a una "prima donna" italiana.

22 Esto brinda al narrador la oportunidad de pintar en colores despectivos el ambiente de los italianos: la falta de recato y la frivolidad de la amante; los celos, la envidia y la "espantosa, atroz, infernal explosión de ruidos" que hay que aguantar en esos círculos. Si ha violado literalmente a Donata, ahora viola ese ambiente en una farsa descarada. Después de poner los cuernos al marido de la cantante, hombre servil y ridículo a sus ojos, se da cuenta de que ese medio le contagia. Termina esta parte con una intensa nostalgia de la pampa y el deseo de irse lejos de ese "putrílago social" (p. 182). Andrés quisiera emplear su nombre y fortuna para imponer al hijo, que Donata debía dar a luz: "Era hijo suyo, él lo impondría... El mundo, soberbio y cruel con los de abajo, era servil y ruin con los de arriba" (p. 183). De este modo se despierta en Andrés una especie de expectativa y tensión interior entre social y metafísica: el deseo de encontrar su propio rumbo al desarrollar su amor y orgullo de padre, y al perpetuarse en un hijo. El tercer tiempo (caps. XXVTI-XXXI) recoge el regreso a la pampa, bajo estas circunstancias "metafísicas", en temporada de lluvias y arroyos crecidos. Como otras vueltas literarias, la de Martín Fierro y la de Efraín en María, es una vuelta dramática y siniestra. Sueños premonitorios, piezas de hotel "roñosas y pulguientas", camas "hirviendo en chinches probablemente", un arroyo crecido desmesuradamente que les impide el paso con el coche y un cielo bajo, anuncian, simbólicamente, decepciones amargas. El protagonista llega para enterarse de que Donata ha muerto en el sobreparto (sin declarar quién es el padre de la criatura) y que ha dado a luz una hija. Como el narrador en esta ocasión habla de la "triste condición de la mujer, marcada al nacer por el dedo de la fatalidad [...] inferior al hombre en la escala de los seres" (p. 194), el hecho de "sólo" ser padre de una hija puede considerarse como una respuesta, más bien negativa, del cielo a sus expectativas. En el cuarto tiempo (caps. XXXII-XLV), la respuesta del cielo se vuelve aún más negativa para Andrés. Su hija Andrea -como él la llama significativamente, porque es para él una manera de sobrevivir- cae enferma y muere a pesar de una intervención quirúrgica, cuyos pormenores Cambaceres describe, poniendo de relieve el contraste entre la brillantez de esa ciencia y la angustia del padre. Éste, desolado e invadido por un ataque de escepticismo metafísico, mucho más radical que el que confesaba al comienzo de la acción, grita: "¡Vida perra, puta!", y pone fin a esa vida perra con un haraquiri. Sin rumbo es, a todas luces, una novela con fuertes rasgos naturalistas. Bastan para probarlo las descripciones de un lugar de trabajo pampeano, de un galpón de esquila, del ambiente italiano del Teatro Colón, de un típico puesto, de una intervención quirúrgica, de los síntomas del crup y de la tristeza de los cuartos de hotel en la pampa. Además, el libro es una experiencia naturalista en torno al tema de la determinación por el medio. Andrés, al hacer el amor con la italiana Amorini, se deja contagiar por el medio y asume aspectos de "primo donno", de "marido" ridiculamente insignificante. Si piensa poder derogar la ley social e imponer, gracias a su fortuna, una criatura que él engendró en una china, se equivoca. Ya su manera de mimarla no permite esperar nada bueno, según el propio comentario de la tía.

23 El desenlace, claro, no es específicamente naturalista. Aparece en él el frustrado deseo romántico de encontrar un mundo -una totalidad- a la medida de los sentimientos y expectativas. Nos hallamos ante una posición postromántica decadente. Una posición que no es otra que la de un autor urbano, entre criollo e hijo de inmigrante -más criollo que hijo de inmigrante- que expresa su aporía y falta de rumbo, su conciencia desgraciada. A través de un estilo altamente poético y mezclado con fuertes elementos naturalistas, trata de integrarse en la alta literatura argentina de su época. Al ridiculizar el mundo de los inmigrantes, pone en claro que su naturalismo no debe de ninguna manera entenderse como un modo de pactar con esos nuevos argentinos. Además, desplaza considerablemente los determinismos de Zola. Lo que en Zola es el determinismo de la herencia, en el sentido médico de la palabra, es, en Cambaceres, el de la casta; la determinación que provoca la miseria del proletariado es aquí la del desierto y la vida de inmigrantes; el determinismo de la época del Segundo Imperio Francés se transforma en el de la Argentina de los años ochenta. De estos tres determinismos - d e casta, de medio y de tiempo- el decisivo es el de casta. En una novela posterior, En la sangre (1887), este determinismo se pone aún más de relieve, ad usum delphini, por así decirlo. En esta novela, Máxima, hija de una familia de peso social -su padre es "dueño de muchos miles de vacas, poseedor de una de esas fortunas de viejo cuño" (p. 231)- cae en manos de Genaro, tipo de advenedizo urbano, hijo de inmigrante italiano. El narrador, al hablar de las malas inclinaciones de este protagonista, dice: "Estaba en su sangre eso, constitucional, inveterado, le venía de casta como el color de la piel, le había sido transmitido por herencia, de padre a hijo" (p. 228). La voluntad de armar un caso naturalista es evidente, pero la herencia se enfoca desde un aspecto distinto del que interesaba a Zola. No se trata de herencia en sentido médico, fisiológico; el título, "En la sangre", se refiere más bien a una realidad social, de casta. Se oponen sangre sana de criollo rico y sangre viciada de inmigrante más o menos miserable. Genaro, que ha crecido en un ambiente de avaricia y miseria, que ha sido alumno del Colegio Nacional gracias a la pequeña fortuna heredada, es un arribista sin escrúpulos que seduce a Máxima con el objeto de solucionar así sus problemas económicos. Gasta la fortuna de su mujer en especulaciones de tierras y, cuando ella le niega su bolsa, la azota, mostrando violentamente su bajeza. En el final abierto de la novela, amenaza con matarla. Esta novela aclara melodramáticamente lo que Sin rumbo decía de forma estéticamente abierta. El autor parece tener más y más razones para enojarse con la presencia y competición de estos hombres nuevos de los que él quisiera, con En la sangre, distanciarse enérgicamente. Puede, al hacerlo, contar con el apoyo y la complicidad de los literatos criollos y presentarse él mismo como hijo digno de casa (casi) criolla. Miguel Cañé, autor de Juvenilia (1884) y de un fragmento de novela titulado En la tierra (1884), es un representante intelectual criollo de los ochenta que no tiene nada de naturalista, aunque en su obra desarrolla un sentimiento parecido de decadencia y aporía cultural. Era hijo de una familia estrechamente ligada a los avatares de la vieja Argentina criolla postindependentista, y había nacido en Mon-

24 tevideo durante el exilio de sus padres. Infatigable viajero, diputado provincial, Ministro de Relaciones Exteriores y del Interior, y diplomático eficaz, sigue su carrera política y cumple perfectamente su labor en el mundo de los ochenta; pero no se le escapan las diferencias generacionales entre esta época y la de su infancia - d e las que se lamenta también, a su manera, Lucio V. López-. Él no las ve con los ojos del naturalista o realista que analizaría medios sociales, sino con los del esteta, entre postromántico y postclasicista, y los del guardián del progreso nacional que juzga sus contornos con la medida de las altas esperanzas a las que dio lugar su infancia y con el orgullo del hombre convencido del primado cultural argentino (Biagini, 21 y s.). Así, en Juvenilia, al lado de los recuerdos infantiles, aparece el reencuentro del yo narrador con ex-alumnos del Colegio Nacional, los cuales ilustran amargamente sus decepciones, el haberse quedado por detrás de las promesas. Son las decepciones de un aristócrata intelectual exigente y de un representante eficaz de ese Partido Autonomista Nacional en el que sobrevivían los ideales de los viejos unitarios. En la tierra, por su lado, renueva el tema literario de la vuelta de un joven a su patria. Ese joven parece haberse nutrido de las tendencias finiseculares de la Europa literaria. Recuerda su tentativa de ahogarse en el Sena y se resigna ante la tarea que le incumbe: la de ayudar a su país a encontrar su camino. "La vida corría y las tristezas con ella", se dice el narrador con melancolía y resignación en el comienzo mismo de esta novela que quedó suspendida después del primer capítulo. El autor, convencido del enorme progreso económico y cultural de su nación (Biagini), debe haberse dado cuenta de que las lecciones de la Europa finisecular no servían para su país. En torno a Cambaceres cristalizan así opciones fundamentales criollas y neocriollas -por utilizar el feliz neologismo del autor de Adán Buenosayres-: la de descalificar con humor el mundo de los ochenta desde el punto de vista ético (López), la de distanciarse enérgicamente de los nuevos ambientes inmigratorios (Cambaceres), la de un sentimiento finisecular decadente (Cambaceres) y la del rechazo implícito de tal estética desde el punto de vista ético (Cañé). En cuanto a la actitud estética respecto del naturalismo zolasiano, Cambaceres es el único discípulo (aunque poco fiel) de Zola. Lucio V. López opta por un naturalismo poco ortodoxo y abierto hacia un realismo costumbrista en la línea de la mejor tradición criolla; Miguel Cañé, por una escritura de gran sensibilidad que casi podría calificarse de postromántica decadente, si no fuera porque se compensa con un alto sentimiento de dignidad "helénica", que se puede calificar de neoclasicista. Los tres autores responden, a partir de posiciones estético-sociales distintas, pero comparables, al desafío zolasiano. Desarrollan estilos dignos de alta literatura criolla, entre realistas, naturalistas y decadentes, como expresión estética de una autoconciencia argentina, literaria y social, de carácter elitista y programática, e implícitamente hostil al mundo de los inmigrantes. Aparecen, sin embargo, entre estos tres autores diferencias enormes de estilo que se corresponden con su posición social dentro de la urbanidad criolla.

25 Miguel Cañé, hijo de una vieja familia patricia criolla, desarrolla un estilo entre neoclasicista y postromántico muy alejado del naturalismo zolasiano, y que corresponde a su autoconcepción de criollo altamente culto. Su novela incompleta, interrumpida después del primer capítulo, parece manifestar el desconcierto y el desaliento de un autor incapaz de conjugar la nueva estética europea con su propia concepción del rol de la literatura. ¿Cómo mostrarse hijo digno de la Argentina siendo decadente y deseando ahogarse en el Sena? Lucio V. López, hijo de una de las primeras familias del país, se puede permitir el lujo de entrar en una especie de diálogo con el naturalismo, pero, naturalmente, sin adherirse a esta moda indigna. Añora los tiempos de la infancia, los de la gran aldea que Buenos Aires era entonces, pero sin condenar el presente, cotejando las dos épocas con mucho sentido del humor y con la condescendencia realista del que vive por encima de las cuestiones de casta. Cambaceres, ex-vicepresidente del Club del Progreso, nieto de inmigrantes franceses e hijo de un acaudalado estanciero, opta por un estilo y un enfoque "modernos", más o menos naturalistas, aprovechándolos para distanciarse clara y decididamente de los recién venidos y brindar al lector temáticas y estructuras literarias que pongan de relieve sus gustos de criollo altamente civilizado y progresista: una bohemia sin necesidad de trabajar, una prolongada permanencia en París, la vida pampeana enfocada desde la terraza de un pabellón Luis XIII, el desprecio de los inmigrantes y de las mujeres, palabras en francés e inglés en las que lucen sus conocimientos de aficionado a la cultura cosmopolita, y una prosa poéticamente naturalista. Con Cambaceres empieza la larga historia de los autores argentinos con ascendencia parcial inmigratoria que reniegan de su origen y se adhieren al sueño de una vida y dignidad criollas, lo que delata más su incapacidad de reconocer los hechos y su anhelo de ser lo que no son plenamente, que una realidad criolla real. Gracias a su enorme riqueza y a su prestigio, Cambaceres puede, sin embargo, convertir su sueño literario en realidad social vivida, inaugurando la historia de los que "construyen su status sobre una ficción en que las pautas vigentes son las que corresponden a una situación superior a la suya, que es la que se quiere simular" (Jauretche, 19).

Opciones de inmigrantes en busca de integración En las historias de la literatura argentina suele hablarse mucho del ciclo de la Bolsa. En particular, de La Bolsa (1891), de Juan Miró (Julián Martel), obra "literariamente poco importante ni madura", según Noé Jitrik. Se habla algo de Horas de fiebre (1891), de Segundo I. Villafaña, y un poco más de Quilitos (1891), de Carlos María Ocantos. Escritas desde el punto de vista ortodoxo y criollo, todas estas obras descubren que la fiebre de la especulación que causa la Bolsa corrompe al país y a las viejas familias, y confirman además prejuicios sobre los extranjeros y los judíos.

26 Parece más interesante, también por razones heurísticas, ocuparse de obras que desarrollan una posición original y constructiva de autores hijos de inmigrantes, como es el caso de Irresponsable (1889), de Manuel T. Podestà, y Libro extraño (1894-1902), de Francisco A. Sicardi. Irresponsable es como una invitación a las castas opuestas a encontrarse en la sonrisa. Médico como el criollo Argerich, que había - e n ¿Inocentes o culpables? (1884)- inculpado violentamente a los inmigrantes, Manuel T. Podestà (18531918), poseedor de bienes inmuebles, hombre eficaz e inteligente de ascendencia italiana, se pone a contrastar, de forma humorística, la irresponsabilidad "literaria" de un bohemio con la eficacia de estudiantes y médicos activos. Naturalista convencido y de gustos postrománticos, Podestà ofrece al lector un anti-héroe innominado, un "irresponsable" decadente, como objeto de estudio novelesco. Que ese protagonista extraño no lleve ni nombre ni apellido y que el estudio de ese caso se haga no en forma de novela continua, sino en cuadros sueltos, tiene funciones estético-sociales. Se hace evidente que ese anti-héroe, a pesar de ser de ascendencia rica, no merece lo que desde la perspectiva criolla constituye la esencia, el apellido, ni que su vida sea digna de ser presentada según la manera romántico-heroica, es decir, como una continuidad. El autor, especialista en enfermedades mentales, evoca y desarrolla con ese "irresponsable" el caso patológico de un insano, incorporándose a la línea del naturalismo galdosiano. Ya en el primer capítulo la fisonomía del protagonista aparece descrita con los síntomas de la demencia: La expresión del miedo y de la desconfianza, trazada en líneas resaltantes, hacía pendant con el azoramiento que se dibujaba en la comisura de sus labios entreabiertos y en los relámpagos fugitivos de sus ojos de demente, (p. 31)

Ese candidato extravagante es una especie de Quijote sin ideales: Alto, muy alto, flaco, con la flacura del hambre, con una cara puntiaguda, demacrada, amarillenta, con esa piel lisa, estirada como si algún maleficio le hubiese hecho perder la movilidad que da la expresión fisionòmica, (ibíd.)

Es evidente la intención del autor y narrador de crear un contraste violento entre la atmósfera bulliciosa estudiantil, en la que se traslucen inteligencia, constancia y optimismo, y la apariencia pobre de un hombre perdido y sin vergüenza que se permite la extravagancia de presentarse a un examen sin saber nada. Ni siquiera puede decir algo sobre los imanes, tema que él mismo propone y que parece haber preparado. Podestà lo llama demente, pero, tal y como lo presenta, es también un personaje descuidado: El pobre iba mal vestido; con un levitón largo, arrugado, calumniado por algunas manchas rebeldes, lustroso en los codos y deshilachado en el ruedo amplio y mal cortado, (p. 38)

En la descripción aparece una nota de humorismo. Ese demente no es un simple caso clínico, es la evocación caricaturesca de un tipo social y literario: "Tenía

27 la traza de un héroe de Murger". Es un paria romántico o, mejor, postromántico y, como tal, la ilustración de una posible consecuencia del credo estético-social de moda, pretendidamente criollo, que delataba muchas veces una mentalidad como de medio pelo. El protagonista confirma su carácter de tipo literario en el segundo capítulo de la novela, al visitar el anfiteatro en el que se llevan a cabo las disecciones de cadáveres. Aparece sólo, atraído por la presencia del cadáver de una joven que debía haber sido elegante y hermosa. Ese cadáver, que para los estudiantes es un objeto de estudio científico de anatomía, es para el innominado un objeto de luto sentimental. El narrador insiste así, con una nota de humorismo negro, en la oposición de dos actitudes: la profesional, alegre y optimista, pero no insensible a esa belleza muerta, cuya historia los estudiantes tratan de imaginar; y la tétrica y sentimental del "irresponsable". Es su modo de reanudar el decadentismo postromántico de autores como Cambaceres -el giro "sin rumbo" aparece dos veces en la novela- con la intención de denunciar la irresponsabilidad cívica de tal actitud. Andrés, protagonista de Sin rumbo, "muerto de asco en la primera autopsia", había huido de los anfiteatros de medicina por sentimentalismo decadente. El innominado, por su parte, en vez de estudiar y cumplir con su deber en la sociedad, lleva una vida de soñador decadente. Es un Andrés llevado al extremo caricaturesco de un caso clínico de demencia. El narrador pone claramente de relieve sus preferencias: La lucha del trabajo era tan noble y tan elevada como la que había gastado sus mejores fuerzas y su savia cuando abandonó la universidad para entregarse a los caprichos de una mujer, (p. 102)

No hacer nada y soñar con grandezas parecen ser opciones más nobles que trabajar. En el caso del innominado, eso ha conducido a un estado lamentable y enfermizo de abulia. El lector advertirá más adelante que el innominado tuvo todas las ventajas de un nacimiento afortunado: "Pudo disponer a manos llenas para emprender con bríos la lucha por la vida", "nadaba en la abundancia, tenía la llave de oro de la felicidad" (pp. 161 y s.). Pero su concepción de la vida, que según la visión del autor tiene los síntomas de una enfermedad hereditaria, no le permitió luchar ni trabar compromisos con las exigencias de la realidad. Por eso, naturalmente, fracasa también cuando, después de una larga sesión en casa de un amigo médico -que aprovecha la ocasión para analizar su enfermedad- decide hacer una carrera política. Para la política, como dice el médico, portavoz del autor, se requieren pasiones, estímulos, lucha y hasta "el arte de fingir bien", y no el inconformismo intransigente de un idealista abúlico y loco. En la obra de Podestá se perfilan, así, una moral y una estética bastante distintas de las de Cambaceres y Miguel Cañé. Podestá pone de relieve una actitud optimista y constructiva ante la vida, y la opone a la locura de una vida irresponsable; opta por un naturalismo de inspiración y propaganda inmigrante, sabiamente mitigado por un humorismo caricaturesco. Combina en su novela los recursos de la novela decadente, que estaba por perfilarse como medio preferido de expresión pre-

28 tendidamente criolla, con los de la novela naturalista y con elementos de modernidad (segmentación, falta de continuidad). Sueña con un encuentro feliz de criollos e inmigrantes bajo las banderas de la riqueza, de la sensibilidad artística y de la conciencia de la utilidad del trabajo. Para ello cuenta con la complicidad del estanciero eficaz, es decir, de aquellos criollos que saben que trabajar es imprescindible para ser y seguir siendo rico. Las cinco partes de Libro extraño (1894-1902), de Francisco A. Sicardi (1856-1927), de las que apareció una segunda edición en 1911, son otra tentativa de proyectar, en forma novelesca, una síntesis entre espíritu criollo y moral de hijo de inmigrante. Sicardi, hijo de inmigrante de origen italiano y médico como Podestá, encara tal síntesis a partir de nuevos valores comunes. Carlos Méndez, un médico bueno e idealista que tiene mucho en común con su creador pero que lleva un apellido más bien criollo, es "de una sensibilidad exasperada y de una melancolía extremada que llevan al suicidio" (Luciano Rusich, p. 162). Es, pues, casi un "irresponsable", un decadente al que, sin embargo, el amor de la madre y de la esposa, y el calor del hogar salvan para su misión de médico. De esta manera, Sicardi introduce valores pequeñoburgueses de inmigrante en la vida de un héroe decadente con apellido criollo. Por otro lado, Genaro, hijo de inmigrante y cochero de Méndez que porta el mismo nombre que el patrón de Nápoles, es el cantor del gaucho que desaparece. En ese canto, un hijo de inmigrante se inclina con respeto ante una gran tradición que, con el criollismo, había vuelto a ser actual: "Oh, desterrados, vuestro recuerdo es inmortal!" (p. 345) Sicardi busca una síntesis a la que debe dar cohesión la moral de los hijos de inmigrantes, mientras que el criollismo le conferirá su brillo y dignidad histórica americanos.

El caso de Eduardo Gutiérrez Eduardo Gutiérrez (1851-1889), frente a estos estilos como expresión de una ambición estético-social, es el ejemplo de una escritura del todo distinta, desenvuelta y sin pretensión alguna de literariedad culta. En ella se dan cita un alto sentido de la dignidad humana y sencillez estilística. Este periodista de ascendencia criolla, quizá el primer argentino que vivió de su pluma, ni es un estilista refinado ni lo mueve una ambición literaria de orden social. Ni siquiera parece tener conciencia de estilo. Maneja la pluma como vivió su vida militar, sin ocuparse de carreras ni glorias. Si en Croquis y siluetas militares, título que delata una perspectiva humilde sin presentación de heroísmo ni grandeza, sería posible descubrir rasgos de configuración estilística, a partir de los años 80, libre ya de sus obligaciones castrenses, el autor presume de carecer de una conciencia profesional: bohemio "irresponsable", anda despreocupado de su fabulosa producción literaria. No produce obras de gran calidad literaria capaces de atraerle fama universal. Escribe tan sólo folletines que narran episodios y "dramas" de la vida de gauchos rebeldes, guitarreros y ladrones "interesantes". Lo que escribe parece importarle

29 tan poco que pretende olvidarlo después de escrito y reniega de ello ante un autor tan refinado como Miguel Cañé. Sabe que "obras" como su Juan Moreira no cuentan nada al lado de la literatura culta; y no sólo por el modo de publicación, sino también por el estilo, el tema que tratan y los personajes de los que hablan. Representan una manera de confirmar la separación de los estilos y, al mismo tiempo, de superarla mediante una escritura que va más allá de toda pretensión de estilo, pues optar por un estilo humilde no significaba restar importancia al asunto. Es, más bien, un modo de decidirse por otra base de operación literaria, por la de una escritura popular y casi oral capaz de interesar al gran público. Fue un modo de evitar las trampas de los estilos y desarrollar una escritura sencillamente humana, sin pretensiones de refinamiento estético. Eduardo Gutiérrez, criollo que no necesita de tales maniobras para darse relieve social, prefiere atenerse al impacto directo y periodístico, busca una escritura para todos y narra un interesante caso americano que puede dar que pensar. Juan Moreira dispone de excelentes condiciones para ser un paisano eficaz y buen padre de familia: tiene "bellísimas prendas de carácter". Desnuda su daga sólo cuando, mezclado con la guardia nacional, sale "en persecución de alguna invasión de indios"; vive "casado con una paisanita, hija de un honrado vecino"; quiere mucho a su hijo, al pequeño Juan Moreira, a quien llama "mi crédito", y a su perro; posee "una ropa de carretas, que es su capital más productivo". Toda su persona delata pautas positivas de hombre de los ochenta y aparece como experto combatiente en las luchas contra los indios. El autor dice en el primer capítulo haber hablado una vez con Juan Moreira y haber hecho "un viaje ex profeso a recoger datos" sobre su héroe. Con ese afán, él se convierte en un cronista de la vida autóctona americana que brinda al lector el relato lleno de avatares, crímenes y hazañas sorprendentes, de un personaje auténtico de relevancia nacional. Es una crónica que muestra lo lastimoso que es perder un capital humano de tan alto valor debido a las injusticias de las autoridades. Sería un error, sin embargo, pensar que esta dimensión crítica le importa mucho al autor. El autor deja libre al lector para que piense lo que quiera. Se contenta con presentarle un destino americano dramático: de él podrá extraer conclusiones o contentarse simplemente con el placer que produce su lectura.

Conjurando y criticando ilusiones. La prosa modernista rioplatense El ejemplo de Eduardo Gutiérrez no iba, sin embargo, a hacer escuela. En la prosa modernista, subproducto de la poesía modernista culta, la tendencia "criolla" a separarse de los inmigrantes e hijos de inmigrantes a través de un estilo refinado y temáticas escogidas, alcanza su paroxismo. Esta prosa muestra indirectamente qué horror deben haberle inspirado a ciertos autores las circunstancias prosaicas de la vida moderna americana: buscan el refinamiento estético y toda forma de lujo y

30 lejanía; lo que en muchos casos es una manera de dar la espalda al subcontinente americano y entregarse a ilusiones lejanas, preferentemente europeas, de dignidad criolla recuperada. Basta con pensar en obras como De sobremesa, de José Asunción Silva; ídolos rotos, de Manuel Díaz Rodríguez; El triunfo del ideal, de Pedro César Domínici; o Resurrección, de José Rivas Groot, para darse cuenta de ello. El mismo Rubén Darío no escapa del todo a la regla. En la prosa modernista del Río de la Plata, no tuvo lugar esa entrega casi ciega a la ilusión de poder encontrar las raíces en la estética exquisitez de casinos, palacios, parques, capillas, baños, castillos y academias de la querida "patria europea". Ángel Estrada, en Redención, trató de rivalizar en riquezas con tal orientación, pero no logró sino una obra mediocre de la que no es preciso hablar. En el Río de la Plata, gracias al ejemplo de la novela sociográfica que había dado el naturalismo americano, los autores se impusieron, más bien, una toma de conciencia crítica respecto de esa orientación falaciosa e intentaron desviarla hacia una mejor comprensión de su propia posición entre raíces americanas y culto europeísta. El uruguayo Carlos Reyles y Larreta fueron los protagonistas mayores de esta operación literaria. Carlos Reyles había manifestado, mientras Silva escribía De sobremesa, su adhesión a la estética de lo que en aquel entonces se llamaba "la novela nueva". Había expuesto sus ideas al respecto en el prefacio a su novela corta Primitivo (1896). Había propagado en ella la necesidad de imitar las últimas producciones novelescas europeas, sobre todo de Francia e Italia, "para multiplicar las sensaciones de fondo y forma y enriquecer con bellezas nuevas la obra artística; para encontrar la fórmula preciosa del arte del porvenir" (p. 8). Era una forma de separarse de la novela tradicional española y de buscar el progreso y el desarrollo, inspirándose en obras de Huysmans, Ibsen, D'Annunzio, Bourget, Barres y otros. En El extraño, cuyo protagonista es una encarnación de esa nueva estética, Reyles había precisado que la novela nueva iría más allá del naturalismo y postnaturalismo, y se orientaría hacia "otra cosa más ideal y grande" (p. 34). No obstante, Reyles no renegaría de los procedimientos de análisis social. Habría en su modernismo una coexistencia nada pacífica de rasgos propios del naturalismo, de esteticismo propiamente modernista y de crítica antimodernista. La novela modernista rioplatense fue, de este modo, una forma de meditar sobre el modernismo en su contexto social, una manera de combinar prosa artística multifacética y reflexión crítica y autorreferencial. El hecho de que el protagonista sea un poeta y un extraño entra de lleno en ese programa. Pero es sintomático que, ya desde el mismo título, ese extraño sea calificado como tal. Eso recuerda títulos de novelas naturalistas como Irresponsable y Libro extraño, y es un indicio de que en esa novela, al lado de la prosa artística, se encuentra una reflexión sociográfica que pone a prueba el valor cívico del modernista. Silva, en De sobremesa, parecía acatar y cultivar la nueva estética como un testimonio de superioridad intelectual y social. Darío aludía sólo incidentalmente al reverso social de tal "estética de la riqueza". Reyles, rico hacendado de ascendencia británica, hombre fuertemente arraigado a la realidad del campo uruguayo y familiarizado con la novela naturalista rioplatense, simpatiza con la

31 nueva estética y la propaga; pero no acepta, sin más, el estilo de vida del que sus representantes y encarnaciones literarias hacen alarde. Ya en El extraño muestra sus reservas. En La raza de Caín, donde reaparece el poeta Julio Guzmán, protagonista de El extraño, procede a una discusión novelesca de la nueva estética desde el punto de vista de la utilidad y del buen sentido campesinos. Julio Guzmán es, esta vez, yerno del rico hacendado Crooker. Ha adquirido, leyendo y viajando, una cultura variadísima que "lo refino más de la cuenta, hasta el extremo de convertirlo en un ser exótico y en una preciosura de la sensibilidad humana muy curiosa" (p. 37). Con sus delicados gustos adquiridos en el extranjero, no encuentra su lugar en la sociedad uruguaya en la que vive. Es, con las palabras del narrador, un agregado a la raza de Caín, a la de los seres extraños y aislados que viven sin el consuelo de pertenecer a una comunidad de familia y casta y que, según el narrador y el autor, de una manera u otra, son homicidas por haber matado en sí mismos un principio sagrado. Se halla, de este modo, en comunidad fatal con otro representante de la raza de Caín, con Cacio, hijo de gringo, cuya bajeza el narrador se complace en poner de relieve. Julio lo desprecia: "He aquí el vástago del gringo, la criatura grosera y ruin" (p. 140). En casa de los Crooker se ríen de él. Arturo, hijo un tanto arrogante de Crooker, lo ha humillado en varias ocasiones hasta provocarle un complejo de inferioridad social. Cacio difiere mucho de Julio, pero a pesar de no poder aspirar a ninguna forma de aristocracia social, pertenece a la misma especie intelectual, la del rebelde que no encuentra su lugar. Los dos encarnan, cada uno a su modo, aspectos del héroe finisecular modernista. Julio tiene una cultura muy refinada y se abstiene de toda actividad positiva: "dejó de obrar [...] para sólo sentirse vivir" (p. 48); se esconde "para cultivar en el misterioso invernáculo del reino interior las flores más peregrinas del alma" (ibíd.). Encarna el aspecto aristocrático y rico del modernismo. Cacio, por su lado, representa lo que dentro del modernismo está al alcance de un hombre de clase media: una sensiblería enfermiza, inoportuna y algo cursi; una propensión a darse una importancia que no conviene; y una marcada complacencia en analizar y llorar su infortunio de gringo incapaz de rivalizar con el hijo de Crooker. Ese drama alcanza su apogeo cuando el hijo del patrón abandona, porque se lo pide el padre y a él no le importa nada, a la hermana de Cacio, anunciando su inminente casamiento con su prima Laura. Ésta, por simple capricho, había dado esperanzas a Cacio, con lo que éste se siente doblemente burlado y violado en su exaltado amor propio. Bajo esta presión, Cacio se decide por el crimen: quiere hacer fracasar ese amor y mata a Laura envenenándola. Pero incluso en esa acción violenta se muestra cobarde e incapaz de aceptar su propia "importancia". Reyles hace hincapié en el aspecto de la cobardía. El lector sabrá cómo debe interpretar el hecho de que, en la celda de la prisión, a Cacio le vuelva el ánimo para escribir a su mentor Julio una larga carta en la que celebra haber infringido, con su acto de rebeldía dostoievskiana, las leyes de la sociedad que hacían de él un esclavo, alcanzando con ello la libertad. No es expresión de fuerza, sino de orgullo cobarde. Reyles desengaña los heroísmos modernistas. Con esas palabras y con su ejemplo Cacio logra, sin embargo, impresionar a Julio. Este, en una primera reac-

32 ción, se da cuenta con horror de que él también ha asesinado a alguien, por lo menos mentalmente, pues había pensado en matar a su mujer para encontrar la libertad con su querida ideal, Sara. Pero al final se deja arrastrar por el ejemplo de Cacio y lo imita, aunque de una forma infinitamente más culta, aristocrática, y también perversa, a la manera de los héroes de D'Annunzio: en un éxtasis de amor incita a su querida a matarse para morir en la felicidad suprema del amor, pero a él le falta el ánimo para imitar el grandioso ejemplo de Sara. Él también es cobarde. Reyles, con esta novela, da al lector toda una lección sobre los peligros y errores del modernismo como estilo de vida decadente. Muestra que ese modo de vida pretendidamente aristocrático no siempre obedece a motivos dignos. Julio y Sara viven un amor ilegítimo, puro, íntegro, aristocrático y exclusivo, pero que, al verse expuesto a las influencias poco dignas y vulgares de hombres como Cacio, hijo de gringo lloriqueante, y a las de un modo de vida y una estética decadentes, pierde el contacto con la realidad y conduce a sus protagonistas al crimen y a la muerte. El viejo Crooker representa, frente a esa raza de Caín con sus dos ramas, la aristocrática y la de medio pelo, una existencia campesina plenamente realizada. Le caracterizan "la aristocracia de naturaleza y la voluntad imperiosa de los que han nacido para saborear el néctar y la ambrosía del triunfo y la dominación" (p. 16). Es macho. Dice: "Todo es perdonable, menos el que te dejes dominar por tu mujer. Eso no tiene perdón de Dios" (p. 256). Julio lo admira, lo considera superior a él (p. 142) y confiesa que él, con sus "metafísicas modernistas", se ha hecho imposible la vida (p. 162). Reyles propone así al lector un examen claramente desfavorable del modernismo, presentándolo como un estilo de vida poco recomendable. Lo muestra como un hecho que ni siquiera es claramente aristocrático, ya que puede tener por motivo un sentimiento de inferioridad. Este sentimiento hace cometer a sus representantes crímenes de Caín, les da la palabra para exponer sus propias debilidades y contradicciones y les opone un modelo de estanciero eficaz al que admiran. El desenlace, con el fracaso del matrimonio de Arturo y Laura en el que el viejo Crooker había colocado sus esperanzas de padre y estanciero, parece debilitar un poco ese mensaje, pero podría interpretarse también como una manera de darle apoyo y convertirlo en escarmiento. Enrique Larreta, yerno de los Anchorena, una de las familias más ricas de la Argentina, aficionado coleccionador de obras de arte y de objetos de culto del Siglo de Oro, en especial de los místicos españoles, fue un poeta que, gracias a su enorme riqueza, pudo vivir realmente rodeado de exquisiteces, hasta el punto de que su casa pudo, sin mayores cambios, ser transformada en lo que hoy es el Museo Larreta. A pesar de una fuerte orientación esteticista, reniega del credo modernista de moda, el de las resurrecciones estéticas de tipo prerrafaelita; prefiere asentar la acción de La gloria de don Ramiro (1908) en una realidad histórica auténtica, la del Siglo de Oro español. Produce, de este modo, un experimento novelesco distanciado, y estéticamente objetivado, de su autoconcepción aristocrática y modo de vivir. La novela es una manera de encontrarse en la historia de un pueblo, considerada como la raíz étnico-social de la propia existencia.

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En ese experimento novelesco, se trata de saber si don Ramiro, hijo de un moro y de una madre muy piadosa, doña Guiomar, logra encontrar su vía hacia la gloria con la que sueña. El sombrío medio aristocrático en el que crece, una casa solariega carcomida física y espiritualmente, favorece en él dos vocaciones opuestas: la del heroísmo militar al servicio de la cristiandad y la espiritual de sacerdote. Su situación se complica, además, por el hecho de que, hasta en su misma sangre, está desgarrado entre sensualidad árabe, espíritu guerrero y ascetismo místico. La perspectiva de gloria que se le ofrece, la de explorar los medios moros para detectar una conspiración antimonárquica, es, conforme con tal destino, bastante ambigua: tiene aspectos de un vil espionaje y trae consigo el peligro de descubrir su origen moro y sensualidad extrema. Se olvida pronto de su amor por Beatriz, hija de un rico gentilhombre de educación renacentista italianizante y símbolo de una vocación de amor culto y legítimamente mundano, y se enamora de la misteriosa Raixa, una mora que lo inicia en el refinamiento de los placeres sensuales. Un clérigo fanático le recuerda su compromiso político, con el que cumple al final, pero no previene a Raixa para que pueda salvarse. Cree, después de ese acto cobardemente heroico, poder acercarse a su novia ideal, Beatriz, pero el destino no le es favorable. Se deja arrastrar por la pasión y mata a un rival, y cuando sabe que el padre de Beatriz lo rechaza porque es hijo de moro, se enfurece de tal modo que llega a estrangular a su querida. Como en Reyles, aquí también surgen, relacionados con la concretización social de la estética modernista, los espectros del crimen y de la cobardía. Cuando Ramiro asiste cobardemente al auto de fe en el que Raixa es quemada viva, ocasión que sirve al autor para hacer de ella una especie de mártir, él vive ya bajo la amenaza de verse, él mismo, sometido a juicio. Huye al Perú, donde actúa como capitán de un grupo de bandoleros, y se convierte gracias a la intercesión de Santa Rosa de Lima. Llama la atención el hecho de que en esta novela nos encontremos con una fábula dramática de aventuras que recuerda a autores como Scott, Dumas y Hugo, pero también, y quizá más, a los grandes dramaturgos del Siglo de Oro (Lope, Tirso y Calderón) y a la comedia de santos y bandoleros. Y es que esa novela tiene como temas la salvación y la gloria de un hombre. Eso no quiere decir que en La gloria de don Ramiro la prosa artística y las lujosas descripciones cedan paso a la fábula. La novela tiene un gran peso estético; su dramaticidad, en muchas ocasiones, se pierde ante el éxtasis estético del momento exquisito. La fábula le facilita y permite esos éxtasis, pero tiene también un valor simbólico: narra la toma de conciencia implícita de una posición ambigua, la de un héroe que no puede aspirar a ser amante de Beatriz, amor rico entre espiritual e italianizante, de Renacimiento, y que tampoco logra entrar en la carrera gloriosa del heroísmo marcial. Con La gloria de don Ramiro, Larreta no sólo crea una parábola histórica de la estética modernista con medios aristocráticos, casas solariegas, misticismos exquisitos y lugares privilegiados situados en la España de Felipe II, sino que, como autor altamente privilegiado que pudo vivir esta estética en su propia casa, reflexiona indirectamente, a través de lo que cuenta, sobre la posibilidad de trasladar la gloria de aquellos tiempos a los suyos y a su patria. Las novelas con

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algún peso estético - y La gloria de don Ramiro es una de ellas- suelen expresar, a través del enfoque y desarrollo de las temáticas del amor y de las aventuras, la visión del mundo del autor -dimensión de la que éste no siempre es consciente-, Don Ramiro fracasa en todo: en su amor ideal y en sus esfuerzos por alcanzar la gloria. Es un caso ambiguo e impuro que sólo logra ser íntegro al convertirse a una vida religiosa. En todo ello se refleja la posición de Larreta. Hacerse construir un pabellón castellano en plena pampa y una casa con obras de arte auténticas del Siglo de Oro en Buenos Aires, como lo hizo el autor, no era, en el fondo, una manera de renovar la gloria castellana; fue, más bien, un modo de desbaratar sus raíces y desligarse de lo real para vivir cobarde y estéticamente en el aire. Larreta hace como el Tristán de la Folie Tristán, que, después de perder todo contacto con la realidad social de la corte, se construye un palacio de cristal en el aire, con lo que pone de manifiesto la inutilidad pragmática y político-social de su tentativa. Y ese mismo mensaje -del que el autor acaso no era consciente- se trasluce tanto en la lejanía temporal de la acción histórica como en el fracaso del héroe.

Aspectos estilístico-metafísicos del cambio. Lunario sentimental La gloria de don Ramiro puede ser considerada como el punto final de la aventura del modernismo y una especie de testamento involuntario, en el que esta orientación estética expresa su inutilidad práctica e histórico-social. Otro punto final, una especie de fuegos de artificio en los que se queman la visión decimonónica del mundo y las ilusiones metafísicas de autores como Carlos Encina, poeta del Canto al arte (1877), y del modernismo, es Lunario sentimental (1909). Esta obra es también un modo de festejar un encuentro de lo alto y de lo bajo en un estilo modernista diferente. La literatura argentina del Romanticismo realista se basaba en el presupuesto metafísico de un mundo jerárquicamente ordenado. Amores y heroísmos, guerras y aventuras, se consideraban, de acuerdo con esta visión, como formas viables para alcanzar y manifestar una dignidad, garantizada en última instancia por Dios. Con la llegada masiva de los inmigrantes al país y el desafío planteado por el naturalismo zolasiano, esta visión unitaria se quiebra: la dignidad garantizada se convierte en memoria del pasado y en deseo de unidad. Los criollos, enfrentados a tales desafíos, ya no podían tener la ilusión de ser la totalidad de un mundo. Había otros. Con esta transformación radical de la visión del mundo, la vieja metafísica, naturalmente, se derrumbó también. Se pierde la idea de un orden jerárquico garantizado desde arriba; se pierde la fe en aventuras heroicas, caminos seguros y amores ideales; y, en última instancia, también el gusto por una espiritualidad de tipo prerrafaelita. La nueva religión será para algunos la del criollismo, la de un mundo americano entregado a sí mismo, a sus costumbres y cantos, y al horizonte infinito de la pampa; para otros, la nación y/o las ciencias ocultas. Lugones pertenece a esta categoría. Es sintomático que él se sienta atraído por la temática de

35 la luna, preferida por varios simbolistas y presente también en Rubén Darío, y que la aproveche para armar un encuentro ocultamente fantástico entre lo alto y lo bajo en un estilo poético modernista muy particular. En la simbología romántica, por ejemplo en 'Luna naciente' de Esteban Echeverría, la luna aparece en lo alto como garantía de un acuerdo armonioso entre el microcosmos y el macrocosmos, entre el hombre y el universo. Leopoldo Lugones en su Lunario sentimental no respeta tal simbología. En vez de mantener la luna en su posición vertical y sublime, símbolo espacial de excelencia metafísica, la integra en una rica armonía verbal autosuficiente y en nuestro mundo, otorgándole, sin embargo, ciertos privilegios y restos frivolos de deidad. Jules Laforgue ya había dado ejemplo de una actitud poética poco respetuosa para con la luna, pero Lugones es mucho más radical. Hace de la luna un juego vertiginoso de metamorfosis, en el que lo sublime y lo grotesco, lo alto y lo bajo, alternan y se unen: una vez la luna es "luna de azúcar", otra vez, "luna de jade"; en un poema aparece como "sportswoman en su cabriolé", en otro, como "faz sietemesina de bebé en alcohol". Es "lima marina", "luna campestre", "luna bohemia", "luna de todas las tristezas", "luna poetisa" y "mística luna". En suma, la luna entra en el baile de un "lunario", en el de una letanía de lunas -configuración paródica, a través de la que asoma una visión que hay que tomar en serio: una visión democrática y postmetafísica del mundo-. Llama la atención la fuerte presencia, en ella, de motivos y rasgos de origen religioso. El lector puede descubrir en los versos un eco bufón del célebre himno Pangue linguam: Como deidad ovípara, Por manjar dulce y nuevo, Su luminoso huevo Nos dará en cena opípara, (p. 199)

En otra ocasión se da un paralelismo cómico con la eucaristía: Echaos a comerla, [i.e. la luna] Y así mi estro os consagre; O bebedla en vinagre Cual Cleopatra a su perla, (ibíd.)

En otros versos habla de su poesía como si fuera un culto religioso: Permite que inciense Tu faz de magnesia, Mi amor ateniense Postrado en tu iglesia, (p. 223)

Por otro lado, Lugones evita toda significación religiosa positiva. El "maná", muy significativamente, no aparece en su poesía como otra metamorfosis de la luna, y la "hostia", naturalmente, tampoco. Una metáfora como "mitra", por el contrario, no parece causar problemas: y es que connota riqueza y culto con perlas

36 y joyas. Lugones emplea tales motivos de culto religioso para expresar una cualidad de su poesía y festejar el descenso de la luna. Hace de la luna algo así como lo que se hace de la misa en una misa negra y ocultista. No entra en ese movimiento ascendente que caracteriza a la poesía simbolista, a la metafísica cristiana tradicional (Claude Tresmontant) y a los caminos y guerras de la Argentina unitaria, el cual funciona esencialmente hacia arriba, por escalones y grados de perfección y excelencia. Su poesía desciende más bien en forma de disolución y mezcla. La metafísica cristiana conduce más allá de lo físico y material, lo rehuye, lo deja atrás. Es, como dice su nombre, metafísica o, mejor, intenta serlo. Lugones quisiera conducir hacia un reino intrafísico. La metafísica tradicional se presenta, por así decirlo, totalitaria: quisiera hacer entrar todo en un movimiento de rechazo y superación de lo físico. Lugones acepta lo múltiple y, como dice en 'Jaculatoria lunar', "el hado tremendo"; es, en su estilo y posición, demócrata. Su Lunario sentimental no promete nada y no sostiene ninguna forma de elitismo social; lo mezcla todo; en él todo es elemento de una vida fantásticamente fugaz. Lugones, como Rubén Darío en Azul, insertó algunos cuentos en Lunario sentimental. Son cuatro: 'Inefable ausencia', 'Abuela Julieta', 'La novia imposible' y 'Francesca'. Y los cuatro son sobre el amor imposible. En 'Inefable ausencia', el amor perfecto presupone la ausencia del amante. En 'Abuela Julieta', se narra el amor casto entre tía y sobrino. Ese amor inconfesado viene a declararse trágicamente en una noche de plenilunio. Emilio tiene entonces ya cincuenta años, la tía Olivia setenta. Ambos son solterones y se quieren desde hace mucho tiempo sin saberlo. La luna, entonces, rompe el encanto: da sobre la cabeza de la anciana y revela en ella la proximidad de la muerte. En 'Novia imposible', cuento que viene después de 'Muerte de la luna', poema en el que "el cielo definitivamente naufraga", un soltero se enamora de la divina blancura del cuerpo de la luna en un estanque, lo que es una manera de abandonar la vida y entregarse, como otro Narciso, a la muerte. En él se habla varias veces de suicidio. En 'Francesca', finalmente, cuento con que termina Lunario sentimental, se retoma el célebre episodio dantesco para mostrar que el amor adúltero de Francesca y Paolo fue, en realidad, tan casto como trágico y que el verdadero infierno para esos amantes no fue el más allá, sino la situación misma que tuvieron que vivir, sobre todo Francesca que, según Lugones, había sido cruelmente engañada por un marido jorobado al que sólo vio después de haberse casado con él. "Infierno", en esta ocasión, no se limita a ser un lugar de penas; es, también, "dulzura prohibida" y "refinamiento", con lo que se confirma la tesis. El infierno, en vez de ser un lugar metafisico, es un lugar intrafísico, relacionado con el mundo del amor; y es también un refinamiento según los gustos modernistas, un refinamiento que no puede negar sus raíces ocultistas, pues es un infierno que gusta. Los cuatro cuentos expresan la posición postmetafísica de Lunario sentimental que hemos puesto de relieve. El trato de la temática del amor en la literatura es, como lo prueban innumerables ejemplos, un modo de exponer de forma narrativa una visión del mundo. Lo que queda bajo las circunstancias dadas es el

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'Amor Perfecto' ('Alianzas') tal y como lo concibe Lugones: aceptar que la vida es fugaz y, al mismo tiempo, sacar de ella los elementos de un baile burlesco, los de un 'Lunario sentimental'. El estilo poético de Lugones es un espejo fiel de esta pérdida de la fe en el amor y en un orden metafísico. Es una mezcla provocadora y burlona de lo alto y lo bajo, de lo divino y lo terrestre, de lo sublime y lo vulgar, de lo refinado y lo popular. Se puede descubrir en esta mezcla un elemento democrático, pero que no es una manera decidida de acercarse al pueblo, sino, más bien, un modo de mostrarse anárquicamente superior y poseedor de una ciencia oculta que se aleja decididamente de la fe y de la metafísica del vulgo. Lugones encuentra nuevas razones, imaginarias y totalmente desvinculadas de la tradición decimonónica y romántica, para aferrarse a importancias y extravagancias de tipo criollo: a las "fuerzas extrañas" y a un estilo desafiante de modernista excesivo que ha entrado en crisis.

Descubriendo dimensiones de una vida propia americana. Literatura del Centenario La gloria de don Ramiro y Lunario sentimental representan cierres complementarios del modernismo argentino, pero son también dos impresionantes preludios de la literatura del Centenario, esa toma de conciencia nacional después de cien años de independencia. Se trata de una literatura que nació en la Argentina entre 1910 y 1916, al celebrarse el centenario de la independencia nacional. Obras ensayísticas -como La restauración nacional (1909), de Ricardo Rojas; El payador (1916), de Leopoldo Lugones; El solar de la raza (1913), de Manuel Gálvezy algunas novelas de Gálvez, Wast y Benito Lynch entran plenamente en ese contexto. Lo mismo vale para Los gauchos judíos (1910), de Alberto Gerchunoff, novela cuya fecha de aparición coincide exactamente con el centenario del inicio del movimiento independentista. En ella, el autor, hijo de inmigrantes rusos, nacido en Rusia y llegado a la Argentina como niño de muy corta edad, aprovecha su propia experiencia personal, primero en la recién fundada colonia judía de Moisés Ville (Santa Fe) y luego en la de Rajil (Entre Ríos), para escribir una novela entre utópica y realista, en la que una comunidad judía pampeana realiza una especie de nuevo Edén bíblico, en el que conviven con los gauchos. Ese "nacionalismo cultural" viene de más lejos. Es, también, el resultado dialéctico de la oposición entre criollos e hijos de inmigrantes, de la creciente cosmopolitización de las ciudades y de la urbanización del campo que, a los ojos de muchos, empezó a alcanzar dimensiones inquietantes a partir de 1880. Si los hijos de inmigrantes, en aquel entonces, iban descubriendo en Juan Moreira y en las guitarras una manera de vivir románticamente su nostalgia americana, esta orientación criollista y americana dista mucho de ser un puro asunto de inmigrantes. En los llamados Centros Criollos, que se fundan a partir de 1890, se reúnen, más bien,

38 grupos de hombres y mujeres de diverso origen étnico para recrear el ámbito rural americano (Adolfo Prieto: p. 145). Y es que la creciente urbanización del país alarmaba a los criollos que vivían en el campo o tenían allí sus quintas. Mantener intactas las costumbres rurales y pregonar el amor al campo fueron, en las décadas que van de 1880 hasta 1920, una creciente preocupación de los criollos, y en particular de los criollos del interior. Las obras de Fray Mocho (José S. Alvarez, nacido en Gualeguaychú, en 1858), de Manuel Gálvez (nacido en Paraná, en 1882), de Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría, nacido en Córdoba, en 1883), y de Benito Lynch (nacido en Buenos Aires, en 1890), son la expresión literaria de ese amor al campo y de esa preocupación por la conservación de sus costumbres, aunque representan al mismo tiempo un modo de festejar los progresos de la civilización. La orientación común hacia el campo americano no salva, sin embargo, las diferencias que existían entre criollos e hijos de inmigrantes, y tampoco la barrera étnico-social que había entre los criollos que se consideraban blancos y los gauchos. Los portavoces de la posición criolla, aunque muy diferentes entre sí, y a pesar de promover una idealización del gaucho, no dejan lugar a dudas respecto de esa exclusión del otro. Ocurren, sin embargo, formas de encuentro y mezcla. Leopoldo Lugones emprende, en La guerra gaucha (1905) y, más decididamente aún, en El payador (1916), el intento de una idealización simbólica del gaucho como héroe nacional. Pero en La guerra gaucha ésta es contradicha por el estilo y la presentación literaria: se trata de una serie de episodios muy barrocos, poéticamente estilizados, de las guerras de independencia; lo que puede ser considerado como una manera de renegar, a través del estilo, de lo que se idealiza. Pero es posible considerarlo también como una forma de encuentro entre lo socialmente bajo y lo poéticamente alto y, por consiguiente, como un estilo nuevo y mezclado, hasta cierto punto democrático. Falta, sin embargo, la voluntad de reconocer socialmente al personaje "bajo" que se festeja e idealiza. En El payador, Lugones dice explícitamente del gaucho histórico: "Su desaparición es un bien para el país, porque contenía un elemento inferior en su parte de sangre indígena". Según él, el gaucho "civilizado en contraste con el indio en el ámbito de la pampa pudo ser útil para el proceso de formación de la nación", pero es "bárbaro en última instancia para los fines de la civilización" (Rafael Olea Franco, pp. 51 y s.). Y algo comparable parece ocurrir ahora con los hijos de inmigrantes: son civilizados en contraste con el gaucho y útiles para el proceso de formación de la nación; pero tal y como se presentan, son "bárbaros en última instancia para los fines de una civilización criolla". Manuel Gálvez, en El solar de la raza, descubre en las inmigraciones al antagonista por antonomasia de la raza hispano-americana: Las inmigraciones, en inconsciente labor de descaracterización, no han logrado ni lograrán arrancarnos la fisonomía familiar. Castilla nos creó a su imagen y semejanza. Es la matriz de nuestro pueblo, (p. 59)

39 Los inmigrantes, según Gálvez, introdujeron en el país un nuevo concepto materialista: el propósito de enriquecerse. Por eso habría que infundir a la patria carácter y alma propios mediante un renuevo de idealismo. Ricardo Rojas, en La restauración nacionalista, opina que la unidad nacional "fue interrumpida por las inmigraciones masivas" (p. 123); pero "el cosmopolitismo sin arraigo" de los (neo y medio) criollos, tal como éste se declara en la literatura modernista, no le parece tampoco apto para fomentar la unidad nacional. "La civilización", dice, "se realiza en un plan invisible y metafísico y finca en la conciencia de la justicia, las concepciones de la belleza, las especulaciones por la verdad" (p. 87). Según él, el folklore y la literatura tienen, en ese campo, una importancia primordial. Son expresión del alma nacional "mostrando cómo, a pesar del progreso y de los cambios externos, hay en la vida de los pueblos una sustancia intrahistórica que persiste" (p. 83). Ricardo Rojas y Manuel Gálvez están de acuerdo en atribuir a la enseñanza un papel importante en este contexto. Ésta, que había sido privada y confesional a lo largo del siglo XIX, se va haciendo estatal y laica a partir de la década de 1890. Ricardo Rojas, liberal, entra en esa nueva línea de desarrollo; hace hincapié en la necesidad de promover la enseñanza universitaria y postula reemplazar el tradicional culto a los santos por el culto a los héroes nacionales. Gálvez, hispanófilo conservador, insiste más en la necesidad de desarrollar la enseñanza primaria y de fundar la sociedad en una moral católica, entre social y socialista, que esté más de acuerdo con la finalidad intrínseca de la Argentina. Las novelas de Manuel Gálvez explican y aclaran esta posición, tanto por el estilo y la presentación como por las experiencias que narran. Son novelas dedicadas preferentemente a la vida, entre melodramática o trágicamente sentimental, de jóvenes criollas. El autor, de ascendencia auténticamente criolla, no se interesa tanto por la vida refinada y cultamente rica, con la que soñaban los modernistas. Se interesa sobre todo por la vida humilde de la gente del campo y de las víctimas inocentes de la vida moderna y por los profetas de un mundo mejor. En La maestra normal (1914) aprovecha "la historia trivial de una pobre muchacha abandonada por su novio" para "traducir el alma" de una ciudad del interior argentino y "evocar su soledad y su melancolía" (p. 177). En El mal metafísico (1916) se dedica a la vida bohemia de Buenos Aires en la primera década del siglo para mostrar, reanudando e invirtiendo la posición de Manuel T. Podestá en Irresponsable, lo irremediablemente opuestos que quedan los medios sociales de la burguesía criolla y aristocrática y los idealistas como Carlos Riga. Quisiera sugerir al lector la idea de que estos soñadores son importantes para la Argentina y capaces de abrirle horizontes. En Nacha Regules (1919) procede a una especie de síntesis. Esta vez expone todo un panorama de las mujeres de la vida, con una protagonista que es la expresión más densa de dicha problemática. Despliega toda una serie de historias que prueban la complicidad de la sociedad entera, y de los extranjeros en particular, en la perdición de la moral y en la miseria de las mujeres que, salvo algunas excepciones, son fundamentalmente buenas. Mientras que la mayoría de los argentinos se complace en ese sistema de explotación, aprovechándolo para su placer, mientras que los extranjeros aparecen como explotadores de primera categoría ya que dirigen el buen funcionamiento del sistema, Fernando Monsalvat,

40 hijo natural de una familia aristocrática y rica, hombre algo neurasténico y artista, protagonista en la línea del "irresponsable" (pues él también trata de "redimir a una mujer a costa de su propio sacrificio"; p. 52) y de Carlos Riga, trata de salvar a Nacha Regules de tal destino y vida. Es el amor espiritual, idealista y algo perdido de un soñador. Frente a él, el mundo de la prostitución asume las dimensiones de una desgracia en la que puede caer cualquier persona decente. Así lo prueba el caso de su hermana -que se extravió por la misma vía- y, más aún, la historia de Julieta, hija de un rico estanciero. Refiriéndose a ella, el narrador dice indignado: Era preciso que aquella muchacha desgraciada, aquella hija de la tierra argentina sufriese, para que los accionistas ingleses, los millonarios de Londres, recibieran magníficos dividendos, (p. 136)

La solución que Gálvez propone en el nivel sentimental de esta historia de amor algo extravagante es melodramáticamente socialista. Monsalvat, empobrecido, enfermo y ciego, termina en un conventillo donde reúne a los jóvenes para predicarles un amor nuevo y la necesidad de "una disciplina, un método, un programa" (p. 166) para cambiar las cosas. No conviene deducir, sin embargo, por el lugar en el que se da tal enseñanza, que el mensaje de Gálvez salve de veras y decididamente los límites de una ideología elitista criolla. Los malos de su novela son los no criollos por antonomasia, a saber, los extranjeros y el Pampa Arnedo, encarnación del macho y personaje medio salvaje "con algo de indio", que mantiene a Nacha y la trata como si fuera una esclava o una bestia que le pertenece. El Pampa Arnedo forma un violento contraste con Monsalvat: "Monsalvat, alma, ternura, idealismo. Arnedo, fuerza, materialidad, brutalidad" (p. 138). Y si Monsalvat termina su vida como una especie de profeta que enseña a los chicos en un conventillo, es una manera de hacer hincapié en una vocación que incumbiría a los criollos idealistas: educar a los hijos de inmigrantes en el espíritu de un idealismo de tipo hispánico. El hecho de que esta novela, como también La maestra normal, apareciera en una edición popular indica que el autor se ve a sí mismo como una especie de Monsalvat, de Carlos Riga y de maestra normal que enseña al pueblo. El estilo carece de toda pretensión modernista y su arte no es difícil ni rico, es sencillo, sentimental, popular y profético. Pululan en él los signos de exclamación, señales de énfasis profético-sentimental, las caracterizaciones morales por parte del narrador y los comentarios que permiten al lector seguir y aprovechar la lección. Con todo ello, el autor hace hincapié en que su visión de la Argentina abraza las dos Argentinas, la del campo y la de la ciudad, la de los criollos y la de los hijos de inmigrantes, pero, naturalmente, bajo la bandera y la enseñanza de los que tienen la llave para el desarrollo futuro de la Argentina de siempre, a saber, de los criollos de cepa. Manuel Gálvez, con su estilo sencillo y popular, se acerca a esa corriente de popularización y trivialización de la literatura que en aquellos años encontró su expresión más típica en las numerosas narraciones de circulación periódica. En ellas

41 reinan, de manera más absoluta aún, "el imperio de los sentimientos" (Beatriz Sarlo) y un modo de presentar soluciones populares. Un ejemplo que se ubica entre esta literatura de circulación periódica y una literatura más elevada sería el de Hugo Wast. En Flor de durazno (1911), éste opone a la corrupción de la vida metropolitana y a la prostitución, a la que se ve forzada una mujer abandonada con su criatura, el perdón final de la familia pampeana, siguiendo así el ejemplo de la parábola bíblica del hijo pródigo. Benito Lynch es muy distinto. Sus novelas se dedican con preferencia a mostrar el choque del progreso con las pautas degradadas de la oligarquía criolla. Su voz literaria es la de un hombre que vive, por así decirlo, entre dos aguas: entre el campo, en el que su familia tiene una quinta, y Buenos Aires; entre la tradición campesina criolla y el progreso; entre América y el viejo continente. Su padre pertenece a una familia de origen irlandés arraigada en la Argentina desde mediados del siglo XVIII, vinculada, además, con ramas distinguidas de la sociedad colonial. Con esa herencia, a la que su madre añadía la de hacendados franceses radicados en el Uruguay, es un criollo que, por la tradición campesina de sus antepasados, tiende a buscar el alma argentina en la vida del campo. Pero como porteño ha heredado igualmente una fuerte inclinación por la civilización y el progreso, y un temperamento literario que no le permite la identificación total con el campo americano. Su novela Los caranchos de la Florida (1916) despliega esta aporía en forma parabólica y un tanto melodramática. Hace de los estancieros protagonistas, padre e hijo, unos caranchos salvajes, sin piedad para con sus peones y gauchos. A ellos les opone Marcelina, encarnación del ideal de una vida pura pampeana, "genio divinamente puro que preside el misterio de los pajonales". Mientras que el estanciero y su hijo se definen por su hibridez cultural, de gente que con su existencia pampeana combina formas de arraigo cultural europeas y progresistas, los peones gauchos, y sobre todo Marcelina, son sólo pampa. Padre e hijo cortejan a esa encarnación pura del espíritu de la pampa y se la disputan como si fuera una presa. La lucha termina trágicamente con la muerte de los dos rivales: el hijo, borracho, mata al padre; y aquél, a su vez, es matado por un gaucho primitivo que quiere a Marcelina sin esperanzas. En su ensayo 'El estanciero' (1931), Lynch dice: Denigrar al progreso por amor a la tradicional y noble sencillez de las viejas costumbres criollas es casi un delito de lesa cultura y de lesa patria; pero bien se puede -al admitir cómo se van para siempre, con toda la poesía de los antiguos campos- dedicarles la misma mirada melancólica con que contemplamos, tendidos en el suelo, el árbol añoso que nos vio nacer, pero cuyo sitio hace falta para construir un garaje, (en Juan Carlos Ghiano, p. 104)

Este pasaje explica bien la posición de Lynch respecto de la pampa y el gaucho. Para ese neocriollo liberal, la pampa es una realidad sagrada que pertenece al pasado. Con el estilo melodramático, forzosamente bajo de su novela, hace hincapié en la mezcla que se produce en el presente.

42 El fenómeno de la mezcla de los estilos, que cristaliza en algunos autores del centenario, no significa, sin embargo, que el de la separación desaparezca por entero. La dicotomía criollo vs. hijo de inmigrantes va tan sólo complicándose con las de metrópoli e interior, ciudad y campo; y además, con las de conservador y progresista, derecha e izquierda. Tales interferencias no quitan normalmente nada a lo que puede ser considerado el núcleo de la autocomprensión criolla, a saber, un orgullo de casta que lleva a distanciarse del otro. Los autores de ascendencia criolla e inspiración pampeana, que escriben sus obras alrededor del Centenario -Benito Lynch, Manuel Gálvez, Hugo Wast y, a su manera también, Lugones- mantienen firme, más allá de las diferencias de partido, la falange de la hegemonía criolla. Parece haber sido un privilegio exclusivo de los hijos de inmigrantes, como ocurre con Alberto Gerchunoff, el desarrollar la perspectiva de una vida común con participación activa de los inmigrantes e hijos de inmigrantes siguiendo, de este modo, en la línea de Manuel T. Podestá, él también hijo de inmigrantes. Roberto José Payró (1876-1928) tuvo la ventaja de tener sus raíces en ambas castas. Era nieto de un inmigrante catalán que había llegado al país en la época de Rosas. Estaba entroncado con los Llavallol, arraigados porteños, y los Losada de la Banda Oriental. Y no es de menospreciar el hecho de que fuera también miembro del Centro Socialista Obrero desde 1894. Se reúnen en él una mentalidad de hijo de inmigrantes, una ascendencia criolla y una conciencia socialista. En él se combinan, a través de su adhesión al socialismo, riqueza de criollo y solidaridad para con los obreros. Todo ello le permite hablar en nombre de los criollos y criticar sus típicos abusos. El está a favor del progreso y quisiera que el lector compartiera sus ideas. Nacido en un lugar de la pampa, en Mercedes, provincia de Buenos Aires, sabe muy bien que las estructuras políticas pampeanas muchas veces impiden u obstaculizan el progreso. Sus novelas se dedican a detectar tales obstáculos con humor, provocando una especie de catarsis en la conciencia criolla. Revelan la escritura de un hombre que quisiera con sus obras provocar la concienciación de sus lectores. En El Casamiento de Laucha (1906), una reunión de criollos escucha gozosamente el relato de un picaro que se vanagloria de sus canalladas. Cuenta cómo llegó a "la Polvareda", una pulpería de provincia, y cómo supo ganarse la confianza de la dueña, una gringa viuda. Fingió casarse con ella (mediante un arreglo con el cura) a fin de acceder a su fortuna y gastarla en juergas, convites y carreras de caballos. Narra esas infamias en un monólogo en el que hace alarde de sus hazañas de picaro. Ahora bien, es significativo que lo haga en una reunión de jóvenes criollos. Les brinda, por así decirlo, un reflejo de su propia falta de dimensiones heroicas y de su decadencia. Festejan al picaro y al hombre astuto que sabe servirse de artimañas e imposturas para hacerse una fortuna. El lector puede, naturalmente, contentarse con aplaudir al protagonista, pero ésta no es la reacción requerida. En Pago chico (1908), una pequeña ciudad postindependentista del interior argentino es el escenario de vicios tales como "el fraude electoral con todas sus variantes, la falsa beneficencia, el juego y el cuatrerismo protegidos, los impuestos absurdos, la prepotencia policial, la calumnia, el favoritismo, la justicia coimera,

43 pero todo en un clima menudo, humorístico -por momentos grotesco-" (Graciela Montes: p. 85). Políticamente, esa ciudad se define por "la ciega obediencia al gobierno" (p. 10), hecho que el discreto narrador anota con ese fino humor que lo dispensa de criticar, de forma explícita, una vida política tan malsana y cerrada. Esta vez la intención crítica es evidente. En Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1911), el autor presenta una especie de novela de aprendizaje, cuyo protagonista es, como indica irónicamente el título, un hijo de criollos provincianos que aprovecha su ascendencia privilegiada para vivir sin necesidad de trabajar. Desde el punto de vista social, asciende continuamente en la jerarquía geográfico-social de la Argentina; desde el punto de vista moral, evoluciona hacia una corrupción cada vez mayor. Todo ello es una imagen paródica de la absurda vida política argentina de aquel entonces, en la que los nietos de Juan Moreira dan el tono: Nací a la política, al amor y al éxito, en un pueblo remoto de provincia, muy considerable según el patrón electoral, aunque tuviera escasos vecinos, pobre comercio, indigente sociabilidad, nada de industria y lo demás en proporción.

(P- 5)

Con estas palabras, el yo narrador se pone a contar su carrera en un medio político parecido al de Pago chico por lo corrupto que es y por lo poco que responde a la pretensión democrática del país. Empieza con la niñez prometedora de un chicuelo de aristocrática cuna, lindísimo muchacho, una especie de cupido de belleza un tanto femenina. Le bastaron estas cualidades superiores para hacer su camino. "En la escuela había veinte muchachos más adelantados, más juiciosos, más aplicados" (p. 16), pero el maestro, poco capaz, insistió en hacer de él el monitor de la clase por ser él "el más digno de todos". Empiezan así las incongruencias de la "democracia incipiente" (p. 6) que el autor quiere poner en ridículo: los hijos de las familias aristocráticas, bajo la tutela de esa democracia aparente, gozan de todos los privilegios. No necesitan trabajar ni tampoco mucha inteligencia para ganar los concursos; les basta con servirse de las posibilidades de su apellido. Con ese sistema, el yo narrador, Mauricio Gómez Herrera, logra todo cuanto sueña sin sufrir mayores daños: seduce a la hija de una familia de viejo cuño y logra escapar a la obligación de casarse con ella; se evade del Colegio Nacional, cuya atmósfera austera no le conviene ya que en ella su sistema picaresco no funciona, y su madre lo protege. Así, después de la fuga, puede empezar su segunda carrera, la de político, que le conducirá a la capital de provincia, luego a Buenos Aires y, al final, en misión diplomática, a Europa. Pero antes de viajar a Europa le toca leer un artículo titulado 'Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira' en el que él mismo, como personaje y como síntoma social y político, es atacado y rechazado por la nueva generación. Esta dice que "es sonada la hora de acabar con el gauchismo y el compadraje" (p. 368). De este modo, Roberto J. Payró critica con humor las viejas estructuras criollas de la sociedad argentina, campesina y provinciana, de su tiempo, invitando al lector a una catarsis. Ésta le permitirá empezar de nuevo con una base nueva que no impedirá el progreso ni la justicia social.

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II.

¿BOEDO VS. FLORIDA? ¿ESTILOS VS. ESCRITURAS?

La causa común nacional, el amor a la pampa, la preocupación por las costumbres americanas, las apelaciones a desarrollar el alma argentina a través del idealismo y el mito nacional del gaucho, no terminaron con la herencia de la separación de los estilos. En vez de ser abolida, fue desplazándose y complicándose con otras dicotomías: las de idealismo y materialismo, conservadurismo y progreso, campo y ciudad, interior y metrópoli. En los años veinte, este desarrollo parece conducir a una nueva y categórica separación de los estilos: el estilo de vanguardia de Florida, y el estilo de Boedo. Parecen enfrentarse ahora la aristocrática Florida y el Boedo proletario, vanguardia y realismo social, refinamiento culto y expresión directa popular, literatura del desafío y prosa mimética, hermetismo y triviliadad. La situación es, sin embargo, mucho más complicada. Hay casos intermedios y casos ambiguos, y formas de acercamiento hasta en el seno mismo del grupo de Boedo. Esta vez las diferencias de estilo llegan a ser expresión de diferencias más esenciales de escritura. Se pasa de una literatura caracterizada por los estilos que las castas imponían a los autores, a una literatura que es "un acto de solidaridad histórica". De "fuerza ciega" pasa a ser "función" y "moral de la forma" (Roland Barthes). Mientras que con el estilo el autor se integra en un grupo social que no elige, sino al que pertenece por su ascendencia, la escritura es un impulso estético-social por el que el autor toma partido y con el que crea un texto, cuya forma misma es ya expresión de un deseo y de una intención. Las obras que hemos analizado en el primer capítulo tienen apenas la estructura de una escritura. Son, más bien, maneras de moverse dentro de la lengua como en un horizonte incuestionado. El estilo se presenta, en ellas, como marca de cierta indolencia artística; es reflejo sin opción (Roland Barthes). Es un fenómeno predominantemente social. No faltan elementos de una escritura en Manuel T. Podestá, Cambaceres, Eduardo Gutiérrez, Alberto Gerchunoff, Payró y Manuel Gálvez, pero éstos se quedan dentro del juego de las convenciones sociales. Su elección se limita a optar por una visión ideal del mundo, por una historia, temas y motivos y un nivel estilístico capaces de servir a tal opción fundamental. La literatura, en ellos, alcanza apenas esta riqueza de la interpretatividad libre que presupone, del lado del escritor, un compromiso específicamente literario, una forma de entregarse a un juego libre de impactos sólo en parte previsibles. Con la introducción del movimiento de vanguardia en la Argentina, se tiende a desarrollar una escritura y a dar ese paso decisivo hacia una creación literaria que implique tal compromiso abierto de la forma. Pero el cambio no se nota en todos, y en algunos casos tarda en aparecer.

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Del lado de "Florida" El mismo Borges, aparentemente un puro representante de la vanguardia y del cosmopolitismo, en aquellos años veinte no se muestra aún tan decididamente "del lado de Florida" y partidario de una escritura de vanguardia.

El primer Borges Al volver a la Argentina en 1921, tras una estancia de varios años en Europa (1914-1921), Borges trae las ideas de la vanguardia europea, del ultraísmo en particular; pero su propia labor literaria delata muy poco dicho impacto y lección. Practica una poesía más o menos conservadora y un ensayo de orientación nacionalista. Desarrolla, en algunos de los ensayos de Inquisiciones (1925) y El tamaño de mi esperanza (1926), una teoría criollista (Olea Franco: 92-116), donde el espíritu elitista característico de "Florida" aún no se manifiesta plenamente. En 'Queja de todo criollo', el autor efectúa una reinterpretación de la historia argentina, que constituye el punto de partida de su criollismo. Lamenta la pérdida del "quieto desgobierno de Rosas", los caminos de hierro y "la mezquina y logrera agricultura", que hicieron del criollo un forastero en su patria (Inquisiciones, p. 137). Propaga un criollismo nacionalista; desea la restauración de una argentinidad quieta y criolla como la de los tiempos de Rosas, de los gauchos y de una pampa sin alambrados. Rechaza lo extranjero y el europeísmo, tal y como éste había florecido en la poesía y la prosa del modernismo. En El tamaño de mi esperanza apela de modo directo a los que él define como criollos auténticos: "A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esa tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa" (p. 5). Rosas e Yrigoyen son, según él, los dos máximos caudillos de Argentina, porque encarnan el auténtico modo de ser criollo "tan mal sufridor de la grandiosidad verbal que en poquísimos la perdona y en ninguno la ensalza" (Inquisiciones, p. 132). Y don Juan Manuel de Rosas sigue siendo a sus ojos "nuestro mayor varón [...]: gran ejemplar de la fortaleza del individuo, gran certidumbre de saberse vivir, pero incapaz de erigir algo espiritual" (p. 8). La poesía borgeana de los años veinte despliega a su modo esa esperanza criollista, en la que se delata el espíritu de un hombre de ascendencia británica que quiere dar pruebas de criollo. En la dedicatoria de Fervor de Buenos Aires (1923) se muestra criollo ferviente. Rechaza "la vocinglera energía de algunas calles centrales y la universal chusma dolorosa que hay en los puertos, acontecimientos ambos que rubrican con inquietud inusitada la dejadez de una población criolla" ('A quien leyere'). Y en los poemas, en vez de aplicar las máximas del ultraísmo, Borges se decide por un tono sentimental y por la visión intimista de algunos aspectos específicos de los barrios nobles de la ciudad de Buenos Aires, capaces de pasar por "criollos". Dirige sus pasos de poeta al arrabal, "eligiendo además el momento propicio para deambular por éste: una hora en que el alma no sea perturbada por los objetos exteriores, sino más bien en la que éstos contribuyan a que el yo errante alcance la paz y la felicidad" (Olea Franco: p. 131):

46 En busca de la tarde fui apurando en vano las calles... la tarde toda se había remansado en la plaza serena y sazonada bienhechora y sutil como una lámpara. ('La plaza San Martín')

La búsqueda, que en los modernistas solía conducir hacia lejanos horizontes europeos de parques con casinos, se orienta en Fervor de Buenos Aires hacia "la dejadez" de un barrio criollo, "incapaz de erigir algo espiritual" por la simple razón de que representa en sí una eternidad propia y quieta: Con la tarde se cansaron los dos o tres colores del patio... Serena la eternidad espera en la encrucijada de estrellas. ('Un patio')

La eternidad que se percibe aquí no es de tipo puramente espiritual y alejada de la materialidad del barrio, es la eternidad del barrio mismo. Es la eternidad serena y quieta con la que Borges define "lo criollo". Si en Lunario sentimental la transposición de lo espiritual y vertical a nuestro mundo había guardado cierto aspecto de inquietud espiritual, en estos versos Borges parece superar esa herencia y enfocar el mundo "criollo" de su barrio como una realidad referida a sí misma. En Luna de enfrente (1925) este cambio se manifiesta también en el campo del motivo favorito de Lugones, el de la luna. Borges, en vez de transformar la luna vertical en el hechizo de un lunario, la reduce a formas indirectas y reflejadas de presencia escondida, de recuerdos y comparaciones. La reduce a una luz "de enfrente" que se encuentra en el nivel de la realidad del barrio y de la pampa. Habla en 'Calle con almacén rosado' de un "almacén tan claro como la luna de ayer". Y en 'Al horizonte de un suburbio' dice de la pampa: "Claro como la luna, pareja como el agua es tu verdá en el símbolo". "Pampa sufrida y macha que ya estás en los cielos", se lee en el mismo contexto. Borges, de esta manera, contrahace una fórmula del Padrenuestro para hacer hincapié en que cielo y pampa se sitúan en un mismo nivel. Este nivel es el de la pampa, tal y como se presenta a sus ojos, con sus lindes que se pierden literalmente en un cielo tan bajo como ella. Pero es al mismo tiempo el de la subjetividad emocionada del contemplador - " S é que estás en mi pecho", dice- y el de la poesía como juego libre de una "luna de enfrente". Mientras que en Fervor de Buenos Aires Borges enfocaba el barrio como una realidad enteramente quieta, aparecen ahora rasgos de una inquietud espiritual. Estos ya asoman en los versos citados más arriba y, en 'Versos de catorce', llegan a ser más densos aún. Cristalizan en palabras como "orillas", "una novia", "salmos" y "la noria de los domingos"; en símbolos de una promesa que va más allá de la mera presencia física. "Orilla" connota mar y acceso a lo infinito; "novia", felicidad, amor y gracia; "salmos", Dios; "la noria de los domingos", cristianismo y espiritualidad. En 'Amorosa anticipación' aparece algo de lo que será la preocupación borgeana de los años treinta: la ilusión de desarrollar una visión fuera del tiempo, como de Dios:

47 me darás esa orilla de tu vida que tú misma no tienes. Arrojado a quietud, divisaré esa playa última de tu ser y te veré por vez primera, quizá, como Dios ha de verte, desbaratada la ficción del Tiempo, sin el amor, sin mí.

Esta visión no desarrolla ninguna forma de verticalidad o ascenso. Se alcanza "arrojado a la quietud", en una actitud como de místico negativo que renuncia a toda especie de esfuerzo. Es una visión con la que Borges se distancia magistralmente de "la universal chusma dolorosa que hay en los puertos", de esa gente en cuya existencia el esfuerzo contaba tanto y que muchas veces era todavía creyente. En sus cuentos, Borges tratará de acercarse de forma inaudita, alejado de todo modelo sentimental y de toda existencia vulgar, a la meta más íntima de su poetizar: a desarrollar una visión como de Dios. Será su manera de pasar de un estilo poético postmodernista, que pretende ser expresión del criollismo, a una escritura como "moral de la forma" (Roland Barthes) y expresión literaria auténtica de un deseo irrealizable: una escritura muy alejada de toda contingencia históricosocial. Será su modo de alejarse de las ilusiones mentirosas del momento histórico y de una fase de su propia vida; una forma de decidirse por una literatura como mundo paralelo y culto, herméticamente cerrado a la realidad político-social.

Formas complementarias de desafío: Macedonio Fernández y Oliverio Girondo El primer Borges, el del nacionalismo criollista, a pesar de su fuerte arraigo en la propagación del ultraísmo y de una literatura de vanguardia, no se aleja mucho de los modelos tradicionales de la poesía. En sus ensayos de los años veinte explica el porqué: su meta es salvaguardar la visión del mundo de la primera mitad del siglo XIX, la de los tiempos de Rosas. La poesía le lleva, sin embargo, más allá de tales fines conscientes, en la medida en que ésta se vuelve expresión de una auténtica escritura libre y moderna. El compromiso de Macedonio Fernández con el credo vanguardista, que implicaba un escepticismo radical respecto de todos los contenidos tradicionales, es mucho más fuerte. Es tan radical que el autor, en un primer momento, decide callarse y no publicar nada. A diferencia de Paul Valéry, que abandonó la poesía para ponerse a reflexionar sobre las posibilidades del lenguaje, él no nos dejó un voluminoso diario capaz de explicarnos las razones de su silencio. El poeta es ya casi un cincuentón cuando empieza a interesarse activamente por lo que pasa en la república literaria argentina: le atraen algunas ideas del ultraísmo y se incorpora, con Jorge Luis Borges, a la vida literaria de la vanguardia que se organiza alrededor de la revista Martín Fierro. Queda lejos, sin embargo, de compartir el entusiasmo ultraísta por los logros técnicos -del que, por lo demás, en Borges había poco-. Parecen preocuparle, más bien, la idea de mantener intacta la posición metafísica que le podría haber causado su prolongado silencio, y su simpatía por

48 ciertos aspectos del ultraísmo. Cuando en 1928 se decide a publicar su primer libro, No toda es vigilia la de los ojos abiertos, éste resulta un ensayo dirigido contra el credo del positivismo y de la fe en lo que se ve, en lo pretendidamente objetivo. Tener los ojos abiertos no es suficiente para Macedonio Fernández. Para él más vale cerrarlos y entregarse al ensueño, donde carecen de validez el espacio, el tiempo, la materia, la causalidad, pero donde es posible descubrir una consistencia de otro tipo: allí la nada es más real y más concreta que la materia. Su desconcierto ante una época vulgarmente positivista es total. En una primera reacción, se decide por el silencio; después, recomienda al lector que cierre los ojos a la realidad exterior; y en Papeles de recienvenido (1929), cuyo título alude coquetamente a su llegada tardía al mundo de la literatura, ofrecerá al lector un contra-libro, un libro que se niega, con humor, a ser libro; un libro como "fiesta de la intelección" y del solipsismo. Se esfuerza por escribir un libro que carezca de las estructuras positivas de un libro y no tenga ningún peso temático. Es un libro en forma de prólogos, capítulos poco sustanciales e inconexos, brindis fantasiosos y bromas intelectuales. Es una especie de Monsieur Teste argentino. Macedonio Fernández (1874) es de la generación de Paul Valéry (1871), que soñaba con una literatura como "fête de l'intelligence". Oliverio Girondo (1891-1961) pertenece auna generación más joven que Macedonio Fernández. Es hijo de inmigrantes patricios italianos y entra plenamente en el espíritu de la vanguardia martinfierrista. No le preocupan problemas de metafísica o postmetafísica; pertenece a la vida literaria del momento. Ser moderno es, para él, una cuestión de técnica y de escritura desafiante; es una manera de abrirse a todas las tensiones polares de lo vital, desde el humor y la ironía picarona hasta la angustia y el escepticismo. Así se presenta, por lo menos, el primer Girondo, el de los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922). Son ocurrencias presentadas en un juego travieso y ultraísta de metáforas cotidianamente ricas y sorprendentes, inspiradas en lo que se ve diariamente en la realidad moderna: los faroles se presentan "enfermos de ictericia" o "con gorras de apache", fumando "un cigarrillo en las esquinas"; las casas nocturnas ofrecen como "único consuelo" "la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor"; los jardines del Lago Mayor "se derraman en el lago en una cascada de terrazas". El título de la colección aclara de modo categórico que el autor quiere alejarse decididamente de toda concepción de la poesía como algo solemne. Son ligeros croquis poéticos de viaje, con escenas que evocan sitios y atmósferas típicas de Buenos Aires, Mar del Plata, Rio de Janeiro, Francia, Suiza, Italia y España, y que muestran una escritura desenvuelta, de vanguardia, con gustos cosmopolitas, sin fe alguna y contraria a toda idea de lo sublime. "Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo Sublime", dice el autor en su 'Carta abierta a La Púa'. En el mismo texto el poeta habla de su "encariñamiento con lo que despreciamos", con lo que queda claro que su poesía juguetona se mueve al borde de ese silencio por el que se decidió Macedonio Fernández. "¿Publicar? ¿Publicar cuando hasta los mejores publican 1.071% veces más de lo que debieran publicar?", se pregunta retóricamente. Su respuesta: "Yo no quiero optar, porque optar es osificarse. Yo no quiero tener una

49 actitud, porque todas las actitudes son estúpidas... hasta aquella de no tener ninguna". Macedonio Fernández y Oliverio Girondo optan por formas opuestas de modernidad que delatan una parecida inquietud y reflexión acerca de las posibilidades de la literatura. Macedonio opta por una modernidad de tipo poetológico que va desde el silencio obstinado del hombre que quisiera ser conciencia pura y absoluta hasta las fantasías humorísticas de un autor que se niega criollamente a entrar en un juego que él ha reconocido como basado en valores ajenos e indignos. Oliverio se adhiere a una modernidad de tipo ultraísta y animada, basada paradójicamente en un escepticismo poetológico muy vecino al de Macedonio Fernández. "Lo cotidiano", dice, "¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera posibilidad de aventura?" (p. 51). La aventura de su poesía no se presenta, pues, como un comienzo animado y sostenido por la fe en el progreso, sino como una última iniciativa poco segura. Su "visión sensual y ávida del mundo" (Enrique Molina), transformada en fuego de artificio de lo absurdo, no es sólo un juego poético de instantánea relación lúdica con las* cosas, de experiencia de los sentidos y del mundo exterior; en ella asoma también una inquietud y la conciencia de "la inutilidad del gesto". Las tres posiciones (Borges, Macedonio Fernández y Oliverio Girondo) representan, pues, tres reacciones aparentemente muy distintas al desafío del momento; son, sin embargo, el reflejo de la misma desorientación y necesidad de definir nuevamente el lugar de la literatura. Borges, criollo con sangre británica, a lo mejor confiando en Yrigoyen, que en 1916 había sido elegido presidente de la nación y añorando tal vez los tiempos del criollismo rosista frente a una literatura modernista y de corte extranjerista, no opta por el escepticismo radical respecto de toda forma de continuidad y contenido, algo inherente al ultraísmo y al movimiento vanguardista en general, sino que adopta una posición conservadora criollista de la que pronto iba a arrepentirse. En su poesía, reemplaza la metafísica vertical de la visión romántico-realista y unitaria del mundo por una fe criollista en la quieta inmediatez del barrio, una metafísica (o intrafísica) horizontal pampeana y la esperanza de poder alcanzar, en ese plano mismo, una visión fuera del tiempo, "eterna". Macedonio Fernández, fiel al espíritu de la vanguardia y a su escepticismo fundamental respecto de las pautas del positivismo, opta primero por el silencio y posteriormente por una novela completamente discontinua y alejada de toda fe en los contenidos. Mantiene su dignidad de criollo al negarse a toda forma de colaboración con el espíritu del momento. Oliverio Girondo se decide por un estilo moderno y ultraísta, capaz de descubrir en el mundo cosmopolita aspectos sorprendentes e inauditos. Deja entrever, sin embargo, que tal decisión no corresponde a una fe segura y entusiasta de adepto a la vanguardia, sino a una desorientación profunda de poeta sin fe ni dirección. Los tres poetas documentan, de este modo, una profunda crisis de la estética de la oligarquía urbana argentina en los años 20. Como los criollos del ochenta, que se veían desafiados por una estética europea, la del naturalismo, también ellos se encuentran ante la tarea de combinar lo esencialmente incompatible: una estética

50 que excluye los valores tradicionales y su adhesión social a la tradición oligárquica. Borges inventa una solución sofisticada al poetizar un barrio "criollo" que parece alejado de toda forma de espiritualidad vertical. Macedonio Fernández se calla y, después de un prolongado silencio, crea una novela discontinua que trasciende todos los valores positivos y se niega a ser libro. Oliverio Girondo opta por el rejuvenecimiento poético a través de una escritura moderna. En él, Ramón Gómez de la Serna pudo descubrir "una persona de literato en la más perfecta coordenada con alma de literato", una visión que a lo mejor no basta para explicar ese fenómeno. Títulos como Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Calcomanías (1925) y 'Membretes' se alejan mucho más de las fuentes sagradas de la poesía que las "greguerías", pues encierran una mayor dosis de ironía autodestructora. Los membretes, especie de aforismos chistosos, tendían a diluir lo sublime de celebridades umversalmente reconocidas de la literatura y del arte cosmopolitas en un juego chistoso de palabras que presentaban, de forma irreverente, el fenómeno en cuestión: Las telas de Velázquez respiran a pleno pulmón, tienen una buena tensión arterial, una temperatura uniforme, y una reacción Wassermann negativa. (Martín Fierro, año 1, no 1, febrero de 1924)

La excepción de Don Segundo Sombra Lugones, Borges, Macedonio Fernández y Oliverio Girondo documentan el rechazo de la dimensión metafísica vertical como tema de la literatura: Lugones, al descender la luna y hacerla expresión de una posición postmetafísica; Borges, al integrar la dimensión metafísica en el mundo horizontal de la pampa y del barrio; Macedonio Fernández, al romper sistemáticamente toda continuidad narrativa; y Oliverio Girondo, al reducir la poesía a un juego estético ultraísta. Representan, con ello, la posición literaria patricia típica de los años veinte. La única (medio) excepción es Don Segundo Sombra. En esta obra de inspiración criolla aparece todavía un eco de fe decimonónica en la posibilidad de la aventura continua y en los valores míticos superiores. Las iniciativas literarias de vanguardia quedaban, a pesar de haber denominado 'Martín Fierro' a su órgano de publicidad, normalmente limitadas a temas capaces de interesar exclusivamente a un público culto. Sin embargo, el tema del gaucho era, hasta cierto punto, una excepción. Era un patrimonio sagrado en el que la marginalidad del héroe era capaz de conmover a los hijos de inmigrantes, y cuyo heroísmo intrépido y cultura de payador podían interesar a los criollos. Era la representación simbólica por antonomasia de aquel criollismo en el que rivalizaban criollos e hijos de inmigrantes, aunque de forma distinta. Estos últimos hasta adoptando el cocoliche. Ricardo Güiraldes aprovecha esta oportunidad para producir una obra cultamente popular, capaz de conmover a todos los argentinos y a cualquier tipo de lector. Güiraldes sabe muy bien que los tiempos de los gauchos han pasado irremediablemente, pero sabe también que el mito del gaucho aún está vivo. En Don

51 Segundo Sombra, logra crear una novela en la que estos dos aspectos se combinan simbólicamente. Es una novela de aprendizaje (Bildungsroman) en la que a la figura de Don Segundo Sombra, ideal de perfección gauchesca y humana, se opone un aprendiz de gaucho poco convincente, símbolo de la situación de aquel entonces y expresión de la imposibilidad de renovación de tal mito. Don Segundo Sombra es un modelo de ataraxia, mientras que el discípulo tiene ataques de rabia (pp. 17 y 34); el gaucho ideal no habla sino cuando las circunstancias lo exigen, el discípulo tiene la lengua pelada (pp. 25 y 43); Don Segundo Sombra toma parte en un baile, pero da la espalda al mundo de las mujeres, su discípulo se deja fácilmente impresionar por el atractivo sensual de una china; Don Segundo Sombra no se jacta nunca, su discípulo es presuntuoso; Don Segundo Sombra conoce los secretos del alma, su discípulo es supersticioso y puede hasta parecer "zonzo" (p. 58). Don Segundo Sombra es más que un hombre modelo, representa una realidad sagrada y suprarreal que sólo se puede captar como si fuera sombra, como bien indica su apellido. Y, en efecto, es sombra, a saber, proyección platónica de una idea. Su nombre, Segundo, que corresponde al nombre de un trabajador que el autor conoció, representa la otra cara de la obra, la costumbrista, con su ubicación en la realidad concreta de la pampa. Ricardo Güiraldes no se contenta, en Don Segundo Sombra, con introducir al lector en un mundo iniciático y sagrado, sino que le brinda también una lección histórica: la de reconocer que sería un error el creer poder rivalizar de veras con Don Segundo Sombra y realizar la vida ideal que éste representa. Sería para el que lo intentara, como para el protagonista de la novela, una sombra que se escurriría al querer alcanzarla. El mensaje de Don Segundo Sombra no difiere, pues, mucho del de los autores de Florida. A pesar de pactar con las estructuras de la novela decimonónica y dedicar su novela "Al gaucho que llevo en mí, sacramente, como la custodia lleva la hostia", Ricardo Güiraldes no cree en la posibilidad de un renuevo gauchesco real.

Del lado de "Boedo" "Boedo", tomado como metáfora de iniciativas literarias miméticas, preferentemente de izquierda y, en particular, de hijos de inmigrantes conscientes de su posición social, se presenta también bajo varias formas y posiciones. Sus autores, en vez de salvar la concepción tradicional argentina gracias a una escritura decididamente moderna, reanudan a su modo la separación de los estilos al autocaracterizarse, a través de sus géneros, sus realizaciones, temas y personajes, como humildes y bajos. Esta autoestilización "realista" y social les permite, sin embargo, postular un lugar propio en la vida literaria argentina.

52 Teatro y tango El teatro argentino de aquella época está íntimamente ligado a los destinos de los hijos de inmigrantes. Sin los hermanos Podestá, de ascendencia italiana, sería difícil imaginar sus comienzos y ¡qué serían sus frutos maduros sin la temática del hijo de inmigrante desgraciado! Si este teatro dio sus primeros pasos con adaptaciones de Juan Moreira, es decir, con el tema del gaucho fuera de la ley, un marginado americano, pronto presentará también a personajes del medio de los inmigrantes. Así sucede en el saínete criollo Tu cuna fue un conventillo (1919), de Alberto Vacarezza; en El Movimiento continuo (1916), de Armando Discépolo; y, más decididamente aún, en el "grotesco criollo" de Stéfano (1928), del mismo Discépolo. Estos hijos de inmigrantes no tratan de perfilarse como personajes de peso, más bien obedecen a las reglas de la separación de los estilos -que en la poesía y prosa vanguardista, de Macedonio Fernández y Oliverio Girondo, en particular, ya parecía estar superada- y se reservan preferentemente papeles ridículos o grotescos. Esta autolimitación les permite, sin embargo, darse cierta importancia emocional, dramatúrgica, y reclamar un lugar real y literario en la vida cultural argentina. El estilo bajo y cómico es aquí algo así como el caballo de Troya, en cuyo vientre los inmigrantes entran en la vida literaria porteña oficial. Pueden, bajo esta condición, hablar de sus asuntos y hablar su idiolecto en la escena. En Tu cuna fue un conventillo, el sainete criollo se convierte en una manera de parodiar el costumbrismo. El costumbrismo de los italianos se muestra como algo fuera de lugar. Su teatralización es expresión cómica de una expectación defraudada y de una posición social incapaz de rivalizar con la de los criollos. El idiolecto de los italianos se impone en la pieza como una autocaracterización cómica. En El movimiento continuo, de Armando Discépolo, futuro autor del grotesco criollo, la conciencia desgraciada del inmigrante se perfila. Esta vez, el tema es el autoengaño en la búsqueda de la honra social. Los dos protagonistas, uno que se presenta como inventor y el otro que da su dinero para pagar las invenciones -en particular, la del movimiento continuo con la que piensan alcanzar la fama y la felicidad- son trágicamente ridículos. En Stéfano (1928), del mismo autor, expresión del criollo grotesco (Claudia Kaiser-Lenoir: pp. 71-79), se intensifica ese drama del personaje fracasado e incomunicado, entre caricaturesco y trágico. En esa pieza de un acto, especie de huis-clos "avant la lettre", el mismo seno familiar llega a ser el lugar de incomunicación: cada uno de sus miembros está solo. Stéfano, un italiano emigrado, ha sido en su juventud una promesa en el mundo de la música. Pensaba perfilarse en América, soñaba con dirigir orquestas y componer la ópera que le daría una fama merecida. Pero en América le toca vivir en la indigencia y ganarse la vida en un mísero puesto de orquesta, que al final debe abandonar, pues al perder su dignidad social ha perdido también su maestría de artista: ya no puede tocar su instrumento sin desafinar. Y una vez perdida la consideración y la honra social busca en vano ser comprendido por su familia.

53 Todo ello es también un problema de lenguaje y de comunicación. Un problema que, a su manera, exterioriza en forma caricaturesca Babilonia (1925), de Discépolo. En ella, italianos, gallegos, españoles, un francés y un alemán, todos criados de una casa rica, hablan cada uno su idiolecto particular. Y es sintomático que esa "Babilonia" se ubique en un medio de criados y de inmigrantes. Los inmigrantes se presentan en un contexto de capa social baja y, por tanto, de forma cómica. De este modo, el teatro no retrocede ante los problemas sociales ni trata de sublimarlos; se atiene, hasta cierto punto, a las reglas tradicionales e implícitas de la estética criolla, según la cual la gravedad se reserva a los criollos. Es una estilización "fiel" de la realidad social, una praxis estético-social que dramatiza la praxis social bruta de Buenos Aires. Pero es, asimismo, el lugar de una lenta transformación desde abajo en la literatura rioplatense. Aunque en ese teatro los hijos de inmigrantes tan sólo tienen acceso a papeles grotescos, son representados literariamente, con todos los medios dramáticos, como casos interesantes de soledad americana que pueden decir sus problemas en su propia habla. Y si en las plateas de los teatros de Buenos Aires de aquel entonces predominaban los inmigrantes, no faltaban los criollos. Con el tango, segundo medio literario de inmigrantes y estrechamente unido a una determinada praxis social, pues se baila en lugares muchas veces de mala fama, pasa algo parecido. Fue un género literario popular, de capas medias y de capa baja. Enrique Larreta, criollo por excelencia, tuvo sus buenas razones para escandalizarse con la recepción entusiasta que tuvo en Europa ese hijo bastardo de la cultura argentina. El tango tuvo su apogeo en los años veinte, treinta y cuarenta, cuando los inmigrantes e hijos de inmigrantes se establecieron en la Argentina como una capa nueva de gente que, al no encontrar su lugar en la Argentina, vivían allí con sus raíces europeas y sus sueños americanos. La presidencia de Yrigoyen y, después, el peronismo animaron a esa gente a darse relieve y a expresar artísticamente su desgracia y su desgarramiento, sus amores y sus ensueños. Enrique Santos Discépolo fue su portavoz por antonomasia. Trató de llevar su carrera literaria por el camino que le había trazado su hermano Armando, que era dramaturgo. Pero el teatro no fue su vocación. Ésta la encontró en el tango, que era una manera de gritar su destino de gente marginada y de reclamar su pertenencia al país. En una primera fase, en los años veinte, tematizó casos de orilleros en los que sobrevivía todavía algo del antiguo gusto criollo por lo heroico. Pero no se adscribió a esa tendencia; cantó, sobre todo, las esperanzas frustradas de esos últimos brotes del árbol de los gauchos rioplatenses, su degeneración inapelable. En una segunda fase, en los años treinta, el desencanto se vuelve más amargo y universal: Verás que nada es amor, verás que todo es mentira que al mundo nada le importa. ('Yira yira')

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Sabe ahora "que el mundo fue y será una porquería" ('Cambalache'). Tiene la impresión de que falta todo sentido del valor y de la dignidad: "¡Cualquiera es un señor! ¡Cualquiera es un ladrón!" En la tercera fase, en los años cuarenta, cuando el peronismo le da alas para la praxis política, sus tangos siguen cantando una desgracia que ya se ha convertido en característica del género. Asoman en los versos de esa época chispas de esperanza y sueños, pero el autor sabe que "la lucha es cruel y es mucha", y que no le quedan sino recuerdos que, en verdad, son los de los primeros engaños ('Cafetín de Buenos Aires').

Roberto Arlt El autor que quizá de manera más intensa configuró un destino de hijo de inmigrantes y lo vivió plenamente, aunque, al principio por lo menos, con los ojos clavados en un destino de aristócrata, fue Roberto Arlt (1900-1942), autor inadaptable hasta por su apellido. ¿En qué gloria podría apoyarse con un padre llegado de Prusia y obligado a sustentar a su familia con trabajos temporeros en la cosecha de yerba mate en el Nordeste argentino, con un apellido impronunciable -del que se excusa con humor en uno de sus Aguafuertes porteños: 'Yo no tengo la culpa'- y con una formación de autodidacta? Leía, sin embargo, mucho, como indican sus Aguafuertes, ricas en referencias literarias. Su primera novela, El juguete rabioso, permite deducir que lo que lo incitó a escribir debe de haber sido la deprimente experiencia vital de la miseria que lo marcaba como hijo de inmigrante y de obrero frecuentemente sin trabajo; la humillación casi cotidiana de pasar por delante de las casas de la gente rica y ver su opulencia desplegarse en un lujo cómodo, mientras que él, con sus ideas e invenciones, se quedaba marginado. Saluda la Revolución Rusa como una señal de esperanza y una vía para el futuro. Rusia iba a brindarle también, con las novelas de Dostoievski, un importante modelo literario. En ellas pudo descubrir la expresión de esa angustia existencial, con matices político-metafísicos, que lo minaba. Dostoievski le hizo entrever la posibilidad de expresar en imágenes, acciones y escenas, su mundo personal y su conciencia desgraciada. En la literatura argentina no había nada parecido. Arlt juzga que los libros que le ofrece la élite criolla argentina se mueven por encima de la realidad y que falsean "el conocimiento de la verdad", como dirá en el primer capítulo de Los lanzallamas. Quisiera con su escritura acercarse a la verdad desnuda del hombre como realidad social. En clara oposición a la mayoría de los autores argentinos de su tiempo, se niega a todo vuelo espiritual y a toda forma de criollismo y especulación metafísica. En la introducción a sus Aguafuertes dice: Nuestro siglo y los venideros, más que vanas especulaciones metafísicas, más que inútiles conocimientos del "más allá", nuestro siglo, necesita hombres exponentes de una evolución cuyo fin debe consistir, como ha dicho Saint Simón, "en la perfección del orden social", (p. 35)

55 Dice esto en contra de las ciencias ocultas que, como muestra el ejemplo de Lugones, ofrecían en aquel entonces una oportunidad para reemplazar la metafísica convencional, incapaz de cumplir con las exigencias de la aristocracia ansiosa de destacarse de las masas creyentes, por una más exclusiva. Es su manera de mantener una visión humilde y realista de hijo de inmigrantes. Nunca tuvo profesores que pudieran prestarle alas para el vuelo espiritual ni parientes que le dieran el gusto del criollismo. Esa desventaja enorme, ese "handicap" tremendo, iba a garantizar su triunfo, en gran parte, postumo. Arlt fue el único escritor argentino de aquella época que logró desarrollar una escritura al nivel de la tierra y de la pequeña gente, presentándolas tal y como él las veía y vivía. No es que Arlt no desarrollara de joven sus ilusiones e ideales. El héroe de El juguete rabioso (1926) ha devorado los muchos tomos que el vizconde de Ponson du Terrail escribiera acerca del admirable Rocambole, bandido de alta escuela que "soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos", enderezar entuertos y proteger a las viudas (p. 12). En los héroes de El juguete rabioso no queda mucho de este programa digno de un Quijote. Se mantiene sólo el aspecto del bandolerismo que, en las obras de Roberto Arlt, evidentemente no sirve para "enderezar entuertos y proteger viudas", sino para desarrollar ensueños de grandeza. La novela narra cómo estos ensueños, después de fracasar en el plano del bandolerismo y en el de la invención patentizada, encuentran su vocación en la infamia de la traición. El juguete rabioso es una especie de novela de aprendizaje invertida e iniciática. La línea común de las experiencias que narra es el deseo de darse una razón de ser y cierta importancia existencial, y la frustración de tal deseo. Se cuentan, de este modo, y de forma simbólica, los antecedentes existenciales de la posición estético-social de Arlt. Su vocación literaria será la de traicionar a la literatura tradicional. La acción transcurre en un medio de inmigrantes bastante mezclados, en el que alguno ha logrado construirse una existencia de pequeñoburgués - u n comercio, por ejemplo-, mientras que los héroes pertenecen a la hez del proletariado. Son seres que han perdido el sentido de la dignidad y de la importancia a que, en principio, tienen derecho. Y como se les niega ese peso de dignidad, la banda formada por tres muchachos busca, con agresiones y robos, compensar el sistema injusto que les condena a la insignificancia y a la pobreza. Establecen un contrasistema con valores opuestos a los de la sociedad: roban, tratan de provocar incendios (sin lograrlo), destruyen. Es significativo que entre sus robos más espectaculares figure el asalto a una biblioteca. Es el ataque contra las luces de una literatura a la que no tienen acceso (Goloboff). A esta literatura, Arlt opone una literatura a ras de la tierra y de las capas bajas de la sociedad, con un protagonista que, dada la pobreza de su familia, no puede permitirse el lujo de estudiar. Debe trabajar para ayudar a su madre a mantener a la familia. Y esa necesidad le trae formas de humillación insoportables. Al pasar junto a un balcón iluminado, en el que un adolescente y una niña conversan en la penumbra, "mientras de la sala anaranjada partía la melodía de un piano", todo el corazón se le "empequeñeció de envidia y congoja":

56 Pensé que yo nunca sería como ellos..., nunca viviría en una casa hermosa y tendría una novia de la aristocracia, (p. 56)

Por la noche piensa en "la belleza con que los poetas estremecieron al mundo" y el corazón se le anega de pena "como una boca con un grito". Quisiera ser de la aristocracia, tener una vida hermosa, pero le está esperando una vida llena de "todos los ultrajes, todas las humillaciones, todas las angustias" (p. 59). Friega el piso "pidiendo permiso a deliciosas doncellas para poder pasar el trapo en el lugar que ellas ocupaban con sus piececitos" (p. 60) y sufre tremendamente bajo estas y otras humillaciones simbólicas: -Sufrirás - m e decía-, sufrirás..., sufrirás..., sufrirás... -Sufrirás... sufrirás... -Sufrirás Así maduré todo el invierno infernal, (p. 60)

Antes de alcanzar el fondo de la infamia, intenta todavía que la sociedad lo acepte de veras, es decir, permitiéndole desarrollar sus capacidades individuales y ganarse, con ellas, cierto renombre. Trata de que sus invenciones sean reconocidas por la Escuela Militar de Aviación. De esta manera, podría saciar ese deseo de distinción que lo empuja y mina: "Lo que yo quiero es ser admirado de los demás, elogiado de los demás" (p. 71). Sin embargo, no es aceptado. Si le dicen que tiene que estudiar, es un modo de reconocer sus dones excepcionales, pero es también una manera de condenarle irrevocablemente a la inutilidad, porque, ¿cómo estudiar sin recursos materiales? Al final inventa una forma inaudita de infamia. Un trabajo de vendedor de papel lo hace entrar de nuevo en contacto con uno de sus antiguos compañeros de robo; cuando éste le pide ayuda para llevar a cabo una estafa segura y lucrativa, en vez de ayudarle, lo denuncia. Esto, naturalmente, no significa que decida mantenerse limpio y seguir su carrera de vendedor de papel, es, más bien, la opción por una perversidad e infamia ejemplar y chocante. Cuando se pregunta por qué fue tan canalla, siente que se abren en él "curiosos horizontes espirituales" (p. 108). Se cierra así el drama de las aventuras iniciáticas y contrainiciáticas que narra la novela. La acción arranca con el deseo de ser como Rocambole y termina con una infamia en la que se cumple ese deseo, pero de forma perversa. Roberto Arlt, en El juguete rabioso, ficcionaliza, en parte, su propio destino. El tampoco pudo permitirse el lujo de estudiar y se decidirá también por una especie de infamia: por escribir mal, porque, con su falta de formación, no le queda otra solución para hacerse notar. Escribe un relato en contra de las reglas y del horizonte de las expectativas (Erwartungshorizont)] un relato cuyo mensaje culmina en una vil traición y que con su estilo traiciona la tradición literaria argentina. Introduce en él obscenidades y un habla como de hijo de inmigrante e hijo de gente pobre, con lunfardismos e incluso, en parte involuntariamente, con frases incorrectas. Logra, de este modo, una novela diametralmente opuesta a la escrituralidad de la literatura culta. Mostrará, con todo ello, su origen y su falta de

57 formación literaria, exhibirá su pobreza y alcanzará una originalidad que le permitirá rivalizar con los mejores autores criollos de su tiempo. En Los siete locos (1929), su obra mayor, da un paso más. Esta vez reduce considerablemente la autorreferencialidad ficcional que caracterizaba El juguete rabioso. Pasa de la recapitulación ficcional de un caso con matices autobiográficos a la proyección de ensueños de grandeza con dimensiones simbólicamente históricas. En uno de los protagonistas, en Erdosain, Arlt reanuda la línea de la humillación que caracterizaba el destino de Silvio, en El juguete rabioso, pero llevándola ahora al paroxismo. Erdosain ya de niño había sido cruelmente humillado por su padre. Cuando cometía alguna falta, éste solía decirle: "Mañana te pegaré", sometiéndolo a una tortura prolongada que le provocaba angustia. Su mujer, Elsa, lo humillaba a su manera, porque, en vez de permitir que le hiciera el amor, lo mandaba a la calle y a los prostíbulos. La novela comienza con la humillación ejemplar a la que es sometido por el director y los gerentes de la casa en la que está empleado: todos le echan en cara que es un estafador. En el plano privado y matrimonial le espera otra humillación ejemplar: Elsa se marcha con otro y le acusa por boca de su rival de que no gana lo suficiente para mantenerla y que es "un genio en desgracia" que habla continuamente de sus inventos sin poder sacar provecho de ellos. Los siete locos no es, sin embargo, como El juguete rabioso, la novela de un personaje. El problema que Arlt se plantea en ella no es de tipo subjetivo, sino intrasubjetivo y político-social. El narrador no se identifica, como ocurría en El juguete rabioso, con el protagonista; se trata de un narrador cronista que sabe hablar a partir de las conciencias de sus personajes, pero también dirigir y comentar, desde cierta distancia, la experiencia colectiva de angustia y de acción que narra esta novela. Ocurre un poco lo mismo que en Niebla, de Unamuno, cuyo protagonista comparte con el de Los siete locos el nombre de Augusto. Nombre prometedor que resulta irónico en ambos casos. El ensanchamiento de la perspectiva sé nota también en que aparecen más actantes principales: de tres en El juguete rabioso -que se reducen pronto a uno- se pasa a siete en esta segunda novela. Además, ésta, en vez de narrar una historia continua con peripecias y catástrofe, desemboca en un flujo de conversaciones y monólogos. El lector se ve continuamente confrontado con los discursos y las reflexiones de todo un grupo de personajes, del que Erdosain representa el caso más cómicamente trágico y angustioso. Él es la encarnación misma de la angustia, como más tarde Roquentin, en Sartre, será la de la náusea. Su angustia es la del hombre humillado, incapaz de integrarse socialmente y de encontrar un sentido en su vida; es la del hombre disociado que se expresa en numerosos monólogos interiores y en diálogos ficticios, y que delata una marcada tendencia al autoanálisis. Con todo ello, el nivel social de los personajes se eleva considerablemente. Erdosain es un empleado de la Limited Azúcar Company que aprovecha la confianza de sus superiores y de sus propias competencias para robar. Él es el personaje socialmente más bajo de la novela. Es, evidentemente, un hijo de inmigrantes, como delata su apellido, pero no proviene de casa tan pobre como el Silvio Astier

58 de El juguete rabioso. Si es hijo de inmigrantes, lo es de forma mucho menos típica. Los demás "locos" de la novela tienen, sin ser criollos, un respetable nivel social: Haffner, el Rufián Melancólico, fue profesor de matemáticas antes de desarrollar sus talentos de "cafisho"; Barsut tiene mucho dinero; el Astrólogo es un hombre muy culto; otro miembro del grupo es farmacéutico; el Mayor es militar. En esta novela Arlt ya no explica sólo su caso, sino que se entrega a una red de ensueños e ilusiones de grandeza, como las que tematiza también el teatro criollo, típicos de gente de extracción entre humilde y burguesa. Reserva a su protagonista central el papel de un personaje que no logra superar, de veras, su destino de humillaciones y angustia. Ni siquiera con un asesinato, útil para la común causa revolucionaria, puede darse importancia, porque éste se revela como ficticio: había sido una de las maquinaciones ideadas por el Astrólogo para tener en su mano al grupo. Por ello no sería absurdo considerar al Astrólogo el personaje principal de la novela. En él confluyen los hilos de la acción, en su quinta tienen lugar los encuentros; él explica continuamente, en discursos como de tertulia política y con aire de suficiencia, sus teorías un tanto irracionales; es como una araña que se sirve de todo para realizar su loca utopía político-social de superhombres entre nietzscheanos, fascistas, comunistas y anarquistas, que desbaratarían la sociedad burguesa. Es (retóricamente) capaz de entregar alegremente a la muerte o a la ignorancia a millones de hombres por el solo placer de darse importancia y alcanzar sus fines de anarquista: una sociedad más allá de toda forma de burguesía. Esta utopía desastrosa podría ser una visión premonitoria de las dictaduras que maduraban por aquel entonces en distintos lugares del mundo: en la Italia de Mussolini -al que Arlt nombra-, en la Alemania de Hitler, en la Rusia de Stalin, y también en la Argentina, que inmediatamente después iba a verse sometida a la mano, si bien no tan férrea, de Uriburu. Las declaraciones de los revolucionarios del 6 de septiembre de 1930 coinciden con las que hace el Mayor en Los siete locos. Pero es, asimismo, un modo de imaginar, con humor negro, la disolución del sistema burgués. El problema de la humillación y de la exclusión social, que en El juguete rabioso es individual, se transpone en Los siete locos a todo un grupo de gente de extracción inmigratoria que se entrega, bajo la dirección del Astrólogo, a sus ensueños de importancia política. Si bien éstos no son todos pobres, tienen, sin embargo, en común el haber fracasado y el no haber sabido hacerse un nombre y/o darse un lugar dentro de las reglas de la burguesía. Sueñan, muchas veces en alta voz o en forma de monólogos interiores, con importancias imaginarias. Son reflejos fieles de una época al borde de soluciones totalitarias capaces de dar nuevas importancias a los hombres y un nuevo sentido a la vida. Cuando en 1931 Arlt publica Los lanzallamas (1931), la tercera novela de su trilogía acerca de la angustia del hombre y de su anhelo por realizarse en utopías y acciones, el general Uriburu ya ha tomado en sus manos el destino de la Argentina. El general salteño no parece, sin embargo, intimidar mucho al autor. El Astrólogo hasta opina que el poder en manos de un militar es una excelente condición para formar comunistas. Arlt se siente ahora seguro de poder con su pluma contribuir a

59 una revolución social inminente. Cree poder constatar que el edificio social "se desmorona inevitablemente" ('Palabras del autor') y eso parece darle ánimo: El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula, (p. 310)

Ve sus libros como martinetes capaces de terminar con el edificio de la burguesía capitalista. "El porvenir es triunfalmente nuestro", exclama haciéndose portavoz de una revolución socialista. La novela misma, con los destinos que narra y con las numerosas conversaciones que arma, dista mucho de formular un mensaje optimista tan claro. Si bien desarrolla, por la boca del Astrólogo, toda una teoría de la acción revolucionaria anarquista, parece seguir la línea marcada por las dos novelas anteriores y delatar, en sus protagonistas, una locura por la falta de sentido y una enfermedad social. Ellos se mueven realmente al margen de la locura, tratando de darse importancia a través de formas de traición. Erdosain es, en el fondo, un mal alumno de esta escuela. No logra deshacerse de su sensibilidad, y fracasa. Al final comete una última y baja traición al matar a la joven María que lo quiere, y se suicida. Es, hasta el final, el prototipo de una angustia y tristeza insuperables. La historia de su matrimonio, que su ex-mujer Elsa cuenta a la superiora de un Carmelo, muestra bien que su compartimiento no puede explicarse sino como una especie de demencia provocada por su cínico padre. Arlt no quisiera pasar por alto el sufrimiento de la gente. Aunque el Astrólogo dice que los hombres "viven de dos maneras: unos falseando el conocimiento de la verdad, y otros aplastando la verdad" (p. 318), y que el primer grupo está compuesto por artistas e intelectuales, el segundo, por comerciantes, industriales, militares y políticos, Arlt no pertenece a ninguno de estos grupos. Su estilo lo muestra bien. En Los lanzallamas es un estilo literalmente hablado. En el caso del hablador principal, el Astrólogo, se describe hasta exactamente la manera cómo habla y cómo el lector debe presentárselo cuando habla (p. 466). Las conversaciones desempeñan un papel preponderante en este relato, son conversaciones habladas. Paul Verdevoye encuentra en Los lanzallamas cien voces del lenguaje típicamente porteño, voces como "pibe", "batir" (decir), "cafishear" (vivir a costa del trabajo ajeno), etc. En las 'Palabras del autor' Arlt dice que "para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada". "Estilo" es para él sinónimo de estilo refinado y muy trabajado, como el de Flaubert. Él, en vez de trabajar en el estilo, lo que le costaría mucho tiempo, busca desarrollar una escritura y alcanzar un compromiso de la forma misma literaria. Su Astrólogo, que "conversa y conversa" y "charla y charla" (p. 465), y Erdosain, que narra sus angustias, son un modo de dar la palabra a los que sufren y esforzarse por derrumbar ese "edificio social que se desmorona inevitablemente" (p. 309). Naturalmente, Arlt no escribe a partir de cero. Tiene sus maestros en el autor de Rocambole, en Dostoievski, y en el teatro criollo, en el que se habla tanto de ensueños y frustraciones, y en el que se usa el idiolecto porteño, pero no puede seguir

60 a Flaubert, a pesar de estimarlo mucho. Desarrolla una ética de la verdad literaria más radical y ambiciosa que la que aparece en todos estos autores y textos. Su "verdad es el Hombre". "El Hombre con su cuerpo" (p. 318). Y esa posición es del todo nueva. Los escritores solían, sin excepción alguna, escribir en nombre del espíritu y de una realidad más de cabeza que de cuerpo. Arlt escribe en nombre del cuerpo y del dolor que se siente en el cuerpo. Esto no quiere decir que la libido tenga mucha importancia en su visión del mundo. Ni mucho menos. Cuando Hipólita, ex-prostituta y única mujer del grupo de los siete locos, cree poder mostrarle al Astrólogo que ha comprendido su lección y le ofrece su cuerpo, "su verdad", él rechaza la oferta. El no entendía el cuerpo en ese sentido. El está castrado; y Erdosain, significativamente, tiene problemas de potencia sexual. "Cuerpo" y "dolor" no connotan, en ese contexto, erotismo, amor y sexualidad. Connotan lo contrario de "cabeza" y "espíritu" y al hombre que sufre en su cuerpo y como ser social, oponiéndose a toda una tradición sumamente tenaz de la literatura occidental. El Astrólogo dice: -En verdad, yo, él, vos, todos nosotros, estamos al otro lado de la vida. Ladrones, locos, asesinos, prostitutas. Todos somos iguales. Conocemos las mismas verdades; es una ley; los hombres que sufren llegan a conocer idénticas verdades, (p.

320)

De nuevo aparece el sufrimiento como palabra clave. El dolor que sufren Erdosain y los otros no está en el espíritu, radica en el cuerpo y en una vida social defectuosa que no tiene ni sentido ni perspectivas. Sin embargo, la novela abre nuevas perspectivas, pues no todos los personajes terminan como Erdosain. Barsut, el loco que decía que le parecía imposible discernir en su vida lo que es comedia y lo que no lo es (p. 491), hace carrera en Hollywood; y el Astrólogo, "charlatán" por antonomasia, desaparece con Hipólita sin dejar huellas. Se alude, de este modo, al hecho de que la muerte triste de Erdosain no es el fin de todo. Lo que ha empezado con las conversaciones revolucionarias y las teorías alegres anarquistas del Astrólogo, seguirá su camino como presencia de un lenguaje y un entusiasmo revolucionario. Y es significativo que la única mujer del grupo, la ex-prostituta Hipólita, encarne esta presencia. Arlt parece haber intuido que la mujer -tanto cuerpo- está en relación íntima con la verdad del cuerpo, en la que él piensa. El Astrólogo dice una vez que la mujer "es principio y fin de la verdad" (p. 324).

61

De ambos lados El tango, el teatro criollo y la prosa de Roberto Arlt expresan una conciencia desgraciada de hijos de inmigrantes, pero son, asimismo, la aserción de una voz nueva en el seno de la literatura argentina, la de los hijos de inmigrantes. Pero hay también, entre los hijos de inmigrantes, casos ambiguos de autores que no aceptan su condición y tratan de superarla. Entre ellos se cuenta el grupo de autores que dio nombre a este polo de la dicotomía estético-social.

El grupo de Boedo Quizá sorprenda que Arlt no haya descubierto en la literatura social de este grupo - e n obras como las de Elias Castelnuovo, Leónidas Barletta y Roberto Mariani, hijos de inmigrantes y como él también de ascendencia "poco digna", italiana-, modelos para su propio camino. Parece ignorarlo, y con razón. Estos autores, a pesar de su compromiso social patente, pactan con las antiguas normas intelectuales burguesas. En aquellos medios literarios, la lectura de las traducciones de los escritores realistas y naturalistas franceses, de Balzac y Zola, alterna con la de los escritores rusos del siglo XIX -Tolstoi, Chejov, Dostoievski- Disponen de un órgano publicitario, Los Pensadores, cuyo título indica un deseo de dignidad intelectual; y, en Claridad (1926), esos alumnos de la Revolución Rusa expresan claramente su credo: "Deseamos estar más cerca de las luchas sociales que de las manifestaciones puramente literarias" (Pedro Orgambide: p. 381). Sin embargo, llama la atención que en esta frase programática aparezca cierta tendencia a la complicidad entre lo espiritual y lo estético, inclinación que delata también su mismo título, 'Claridad'. Basta con leer atentamente algunos relatos de Tinieblas (1923), de Elias Castelnuovo, para darse cuenta de que esta impresión no es falsa: sus cuentos combinan una moral dulzona y vagamente espiritual con una evocación zolasiana de las miserias del proletariado y una profesión de fe materialista con esbozos de vuelo místico. En el relato 'Tinieblas' aparecen, junto al protagonista angustiado, un ángel y Cristo. Roberto Mariani (1892-1946), en Cuentos de la oficina (1922), observa y narra el mundo burocrático de la clase media con humorismo pesimista y en tono familiar. En estos cuentos, por vez primera en la literatura argentina, el trabajo del hombre es el tema del libro; pero se enfoca desde la comprensión y ternura paternal de alguien que no pertenece a ese mundo. Nicolás Olivari (1900-1966), por su parte, ocupa una posición intermedia entre Boedo y Florida, en la medida en que, como poeta maldito, desarrolla fuertes rasgos de modernidad -pues la modernidad es, normalmente, una característica de Florida e indica gusto aristocrático-. Enrique González Tuñón (1901-1943), autor que colaboró con asiduidad en Martín Fierro y Proa, combina modernidad de estructura con mimesis tremendista en Camas desde un peso (1932). La soledad, la desocupación, la prostitución, la tuberculosis y el exhibicionismo masoquista de los cinco

62 personajes no impiden que sus historias conmuevan al lector por su ternura. Y algo parecido ocurre en sus poesías de El violín del diablo (1926) y Miércoles de ceniza (1928), donde un tono de poeta maldito y baudelairiano se combina con una mimesis criollista en la línea de Carriego, poeta del barrio. Estos autores pintan las miserias y los barrios para hacerse notar en el recinto sagrado de la alta literatura, y los pintan con rasgos de conservadurismo metafísico. Se comprende que Arlt, que era un ávido lector, no se haya sentido ni animado ni inspirado por textos de ese tipo que se ubicaban entre las aguas de Boedo y Florida, pintando las miserias para una conciencia burguesa pronta a enternecerse y a contentarse con ello (Castelnuovo, Mariani) o cantando el barrio con acentos de poeta maldito (González Tuñón).

Martínez Estrada Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), hijo de inmigrantes más o menos pobres, tiene motivos bastante diferentes para no identificarse con su destino. Llega a la literatura con la voluntad firme del esencialista que rechaza lo superficial y busca el vuelo ascensional del Poeta. En sus tempranas colecciones de poesía, Oro y piedra (1918) y Nefelibal (1922), se muestra alumno poco fiel de Lugones. Si bien en ellas desarrolla el culto del lenguaje poético, cultiva también la herencia espiritual de la escuela simbolista francesa. La palabra "alma" adquiere en Oro y piedra un significado especial: es el órgano del ascenso espiritual hacia la armonía mística y la comunión con los "genios superiores" (p. 15). Rechaza cualquier tipo de superficialidad e "indaga la esencia bajo la piel del signo" (p. 13). El lector debe desprenderse de todo lo terrenal, de lo pesado y de lo frivolo, para ascender a las más altas esferas -así se lo explican las primeras estrofas de Nefelibal, cuyo primer poema termina con un optimismo metafísico delirante-. Con Motivos del cielo (1924) empieza a sentirse un cambio de orientación interior: se introduce un contrapeso en el vuelo ascensional. El poeta sigue celebrando la ascensión, pero descubre lo divino también en el nivel de la tierra, en las plantas, en los animales y en la materia. Saluda, en la planta y en la fiera, a la fuerza de la vida y habla de la "lucha por llegar a ser" -empieza a identificarse con las fuerzas telúricas- El "hermano Quiroga" está de camino; Martínez Estrada va a conocerlo poco más tarde. El poema Argentina (1927) puede considerarse una consecuencia del descubrimiento de que lo eterno se encuentra también en el nivel de la tierra y en la lucha por llegar a ser, algo que entra perfectamente en el marco del nacionalismo cultural de los años veinte. Es un canto épico-didáctico en el que se festeja, a la manera de Virgilio en las Geórgicas, la realidad argentina como un conjunto de fuerzas y trabajos humildes que el poeta descubre en la naturaleza macrocósmica de las regiones, en los hombres, los animales y los lugares. Convertido en un mero contemplar -"estoy todo en los ojos"- el "yo" lírico observa desde lo alto a la Argentina en su extensión y le ofrece su "saludo indocristiano". Evidentemente, está aludiendo con ese giro a Eurindia, ensayo que había aparecido en 1924. Ya no