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Spanish; Castilian Pages 320 Year 2001
Lieve Behiels La cuarta serie de los Episodios Nacionales
LA CUARTA SERIE DE LOS EPISODIOS NACIONALES DE BENITO PÉREZ GALDÓS: Una aproximación temática y narratológica
LIEVE BEHIELS
Iberoamericana - Vervuert - 2001
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Esta edición se ha realizado con la ayuda de la Lessius Hogeschool (Antwerpen)
Reservados todos los derechos © Iberoamericana, Madrid 2001 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.iberoamericanalibros.com © Vervuert, 2001 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.vervuert.com ISBN 84-8489-026-0 (Iberoamericana) ISBN 3-89354-144-6 (Vervuert) Depósito Legal: M. 39.438-2001 Cubierta: Diseño y Comunicación Visual
Impreso en España por: Imprenta Fareso, S.A. Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
A la memoria de Piet Behiels
INDICE
Abreviaturas Introducción
11 13
CAPÍTULO I GALDÓS Y LA NOVELA HISTÓRICA
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1. Los Episodios Nacionales en el marco de la producción galdosiana 2. Los Episodios en el marco del desarrollo de la novela histórica en España 3. La novela histórica entre verdad y ficción 3.1. Novela histórica y novela, verdad y verosimilitud: la perspectiva (neo)clásica 3.2. Discurso histórico frente a discurso novelesco: una perspectiva textual 3.3. La novela histórica en sus aspectos comunicativos 3.4. Un pacto de lectura para los Episodios Nacionales
19 22 28 29 32 36 42
CAPÍTULO I I . L A CUARTA SERIE DE EPISODIOS
NACIONALES:
¿ U N TODO COHERENTE?
1. Análisis de los papeles actanciales 2. Configuraciones de personajes 2.1. La familia Fajardo 2.2. La familia Ansúrez 2.3. Otras familias 2.4. Personajes recurrentes en la obra galdosiana 2.5. La metáfora del árbol
43
45 56 56 58 61 62 66
8
La cuarta serie de los Episodios Nacionales
CAPÍTULO I I I . E L TIEMPO ..:
69
1. Cronología 1.1. Cronología y tipo de narración 1.2. Acontecimientos públicos, vivencias privadas 1.3. Ámbitos culturales y calendarios 1.4. La cronología a la luz del proyecto histórico de los Episodios 2. Orden 2.1. Retrospecciones instructivas 2.2. Las prioridades de un narrador 2.3. Relatos retrospectivos y cohesión 2.4. Las proyecciones del futuro 3. Ritmos narrativos 3.1. Elipsis 3.1.1. Elipsis y cohesión 3.1.2. Elipsis y discreción narrativa 3.1.3. Elipsis y convención genérica 3.2. Sumarios 3.3. Escenas 4. Frecuencia 4.1. Presentación múltiple 4.2. Rutinas 4.3. Silepsis temporal 4.4. Relatos repetidos
69 70 71 74 79 81 82 84 87 87 90 91 91 92 95 97 100 102 103 105 107 109
CAPÍTULO I V . E L ESPACIO
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1. Reflexiones iniciales 2. Espacios referenciales 2.1. Plazas 2.2. Edificios 3. Movilidad 3.1. El Madrid de Pepe Fajardo 3.2. El Madrid de Lucila Ansúrez 3.3. El Madrid de Teresa Villaescusa 3.4. Europa 3.5. La vuelta al mundo 4. Espacios con connotaciones simbólicas 4.1. La oposición campo-ciudad 4.2. Función de la marginalidad
113 115 115 120 132 132 137 140 144 147 151 151 155
índice
9
4.3. Nombres simbólicos de lugares 5. Descripciones de espacios 5.1. Casas 5.2. Lugares de trabajo 5.3. Paisajes
157 159 159 162 166
CAPÍTULO V. L o s PERSONAJES
169
1. La construcción de los personajes 169 1.1. Los nombres 169 1.1.1. Nombres variables 169 1.1.2. «Nomen est ornen» 173 1.2. Designaciones y epítetos 177 1.3. Caracterización por el lenguaje 180 1.4. Componentes del retrato 182 1.4.1. La tez, la salud y el carácter 182 1.4.2. La voz 184 2. Algunos 'historiadores' de la cuarta serie 187 2.1. Buenaventura Miedes 187 2.2. Juan Santiuste 190 2.2.1. Andanzas 190 2.2.2. Confusio y la Historia lógico-natural 199 3. La construcción de un personaje referencial: Isabel II 201 3.1. Voces sobre Isabel II 202 3.2. La imposibilidad de comunicación, y cómo remediarla ... 207 3.3. Los retratos 211 CAPÍTULO V I . L A NARRACIÓN
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1. Narraciones conflictivas: Aita Tettauen 1.1. Focalización 1.2. Tiempo de la narración 1.3. Voces 2. Pepe Fajardo: narrador e 'historiador' 2.1. ¿Qué sabe y cómo se informa? 2.2. Focalización 2.3. Tiempo de la narración 2.4. Voz 2.5. Juan Santiuste, lugarteniente de Fajardo 3. Novelas con narrador 'omnisciente' 3.1. Focalización: la importancia de los 'incipit'
217 217 219 220 223 223 226 228 230 238 239 239
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales
3.2. Tiempo de la narración 3.3. Voces 4. Aspectos comunes a todos los narradores 4.1. La función organizadora 4.2. Visiones sin conciliar 4.3. La constitución de un universo hablado 4.3.1. El discurso directo 4.3.1.1. Los diálogos 4.3.1.2. Los monólogos pensados 4.3.1.3. La 'vox populi' 4.3.1.4. El estilo indirecto y el estilo indirecto libre 4.3.2. Modos de reproducir el discurso ajeno 4.3.3. Autocrítica lingüística y crítica de la palabra ajena 5. El universo de la palabra hablada
242 244 247 247 248 250 250 250 251 254 256 258 260 263
C A P Í T U L O V I L L A HISTORIA EN LA CUARTA SERIE
265
1. ¿Qué es la Historia? 1.1. La Historia, proceso de generación continua 1.2. Dicotomías 1.3. La Historia viva 1.4. La página histórica 1.5. La Historia integral 1.6. La cuarta serie y la intrahistoria 2. ¿Cómo distinguir y dónde encontrar la Historia 'verdad'? 2.1. Historia y literatura 2.2. Verdad, verosimilitud, absurdo 2.3. Posibles causas del absurdo 2.4. Una interpretación alternativa: la Historia l'ogico-natural de Confusio 2.5. ¿Dónde encontrar la Historia en marcha? 3. ¿Cómo se configura la Historia 'integral' en la cuarta serie? 3.1. Conexión de los dos planos 3.2. La hipertrofia de la mirada semántica 3.3. 'Vidas paralelas' 3.4. Figuras simbólicas y arquetípicas
265 265 267 271 272 273 274 277 277 280 283
Conclusiones
307
Bibliografía
313
286 291 292 292 294 296 298
ABREVIATURAS Las tormentas del 48 Narváez Los duendes de la camarilla La revolución de julio O'Donnell Aita Tettauen Carlos VI, en la Rápita La vuelta al mundo en «La Numancia» Prim La de los tristes destinos
= = = = = = = = = =
T N DC RJ OD AT CR VM P TD
INTRODUCCIÓN
Una exégesis de la obra de Galdós, exhaustiva y sistemática, que destaque cada una de sus materias y la persiga en sus más leves ramificaciones ¿existe?... Yo no la conozco, y querría contar con el suficiente capital de tiempo para acometerla porque los destinos de la literatura española están dentro de ella formando un nudo, que no se puede cortar de golpe. Sólo una paciencia de chino, capaz de liberar una esfera de marfil dentro de otra esfera, dentro de otra esfera, y así sucesivamente, podría dar un paso en este terreno. (Chacel: Alcancía. Ida, 91)
Un libro sobre la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, ¿se justifica dentro del panorama de los estudios galdosianos recientes? Si nos asomamos al aspecto cuantitativo de lo publicado sobre Galdós, echando un vistazo a los títulos de los estudios aparecidos en Anales Galdosianos o enfrentándonos con la abundancia bibliográfica proporcionada por la MLA, comprobamos que los estudios sobre los Episodios Nacionales siguen siendo bastante minoritarios y que se les han dedicado pocos libros. Después de los estudios pioneros de Hinterhäuser (1963), Regalado (1966) y Rodríguez (1967), aparecieron los dos libros de Dendle (1980 y 1986), que se interesa sobre todo por la relación entre la historia narrada y las convicciones sociopolíticas de Galdós en el momento de la escritura. En 1989 Diane Urey publicó su Novel Histories of Gald'os. En este libro, la autora reúne varios estudios sobre las tres últimas series de Episodios Nacionales. Su título es significativo, ya que insiste en el interés literario de estas obras, calificadas tradicionalmente de novelas históricas. En 1993,
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales
apareció History and Fiction in Galdós's Narratives de Geoffrey Ribbans, en el que el autor pone de relieve la diferente manera en que la ficción galdosiana trata la misma materia histórica en las Novelas contemporáneas y en los Episodios. Cuatro de los siete capítulos de este gran libro tienen que ver directamente con la cuarta serie. Creemos que la excelencia literaria de las novelas de la cuarta serie da pie para análisis ulteriores. A partir de los años sesenta, críticos literarios de las más variadas tendencias hacen hincapié, una y otra vez, en las riquezas literarias que quedan por descubrir en los Episodios Nacionales publicados después de 18981. En un coloquio dedicado al canon galdosiano, Diane Urey observa que la relativamente poca atención crítica que han merecido los Episodios se debe quizá a su abrumadora cantidad y continúa afirmando rotundamente: «Yet they contain a thinly disguised literary richness that is unsurpassed by the Novelas contemporáneas, and thus they deserve at least as much attention» (Urey 1990: 132). No todo el mundo está de acuerdo con el adjetivo «unsurpassed.» Ribbans estima que no hay motivo para desalojar las veinte obras maestras de la novela realista de su lugar preeminente, pero propone colocar los que él considera los diez mejores Episodios (siete de los cuales pertenecen a la cuarta serie), justo por debajo de las Novelas contemporáneas (Ribbans 1993: 258). Personalmente no vemos el interés de establecer una especie de 'cuarenta principales' de los éxitos literarios de Galdós. Pero sí compartimos la experiencia de Urey cuando dice que «far from a burdensome task, reading the Episodios has greatly enhanced my appreciation of Galdós's artistic virtuosity and his profound sense of humanity» (Urey 1990: 132).
1 Citemos algunas muestras. Dice Ángel del Río: «Se ha preferido comúnmente, por lo que tiene de heroico y exaltación nacional, la primera serie. Pero en las últimas el arte de Galdós aparece purgado del romanticismo efectista de su primera época: se ve, además, que sus recursos de narrador —ya en la creación de personajes, ya en la comprensión de las circunstancias, se ha enriquecido» (Río 1969: 72-73). Juan Ignacio Ferreras dice a propósito de la cuarta serie: «(...) nos encontramos ante la serie más profunda y amplia de todos los Episodios Nacionales; ante la serie en la que Galdós intenta calar lo más hondo posible en la entraña de la historia patria» (Ferreras 1976a: 14). Montesinos afirma que la calidad de los Episodios no hace más que aumentar con el tiempo y que la de la cuarta serie está a la altura de las anteriores: «Insistiré aún en que la calidad de los Episodios lejos de disminuir, se acreció de modo extraordinario, o mantuvo el mismo nivel que marca Bodas reales» (Montesinos 1980: III, 103-104).
Introducción
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¿Cómo enfocaremos nuestro trabajo? Tal vez resulte más claro, para precisar nuestro objetivo, enunciar primero lo que no vamos a hacer. No vamos a investigar si Galdós 'copió fielmente' la realidad de los años 1847-1868 en sus Episodios. Varios profesionales de la historia ya se ocuparon del asunto. Existen interesantes lecturas de los Episodios Nacionales realizadas por historiadores, especialistas del siglo xix, en las que, lógicamente, se privilegia el estudio de los aspectos históricos de estas obras (véanse, por ejemplo, los artículos de Ricard 1935 y 1955). Además, existe el riesgo de que en un estudio de esta índole, Galdós se convierta, de utilizador de material histórico para realizar su obra, en creador de material histórico para los historiadores, lo que puede conducir a razonamientos circulares: el que acude a los trabajos de Tuñón de Lara (1982), Seco Serrano (1973) o Tomás Villaroya (1981) para informarse sobre el valor histórico de la obra literaria de Galdós, se encuentra con novelas galdosianas entre las referencias de estos especialistas de la historia del siglo xix. La historia de las mentalidades le reivindica explícitamente2. Tampoco vamos a analizar el mensaje ideológico-político de Galdós en la cuarta serie, puesto que ya disponemos del estudio de Brian Dendle (1980) sobre el 'pensamiento maduro' de Galdós tal como se manifiesta en las tres últimas series. Pretendemos que el análisis propiamente literario de las novelas de la cuarta serie de Episodios Nacionales permite revelar su complejidad como obras de arte e integrarlas así en el conjunto de la obra galdosiana. ¿Significa esto repetir el libro de Urey? No lo creemos, porque la crítica escoge y elabora brillantemente unos aspectos de la serie ('Women and writing') dejando a la sombra otros muchos. Es cierto que a ningún lector atento de la cuarta serie se le puede escapar el hecho de que el texto manifiesta, en más de una ocasión, su carácter de artefacto y la sutil autoconciencia reflexiva de su autor. Sin embargo, creemos que las consideraciones metaficticias sugeridas por Galdós están integradas en un flujo textual cuyos otros aspectos literarios, más 'tradicionales', si se quiere, tampoco carecen de interés. Empezaremos nuestro estudio situando la cuarta serie de los Episodios Nacionales en la producción literaria de Galdós. El punto de partida de Una muestra: «Muchas obras literarias del siglo xix están caracterizadas por su historicidad, hasta el punto de ilustrar de manera admirable aspectos de la realidad nacional, que muy probablemente hubieran podido pasar inadvertidos sin su concurso (...) ¿Cómo sería posible, por ejemplo, entender el universo de las clases medias y de la burguesía sin acudir a su pintor por excelencia, don Benito Pérez Galdós?» (Morales Moya y Luis Martín 1997: 733-734). 2
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nuestro análisis propiamente dicho es una reflexión sobre el género 'novela histórica'. Galdós quiere enseñar historia contemporánea a sus lectores y ofrecerles ficciones agradables de leer3. En el epílogo a la primera edición de La batalla de los Arapiles (1875), último episodio de la primera serie, anuncia la segunda y comunica su objetivo en los siguientes términos: «pretendiendo ofrecer un cuadro lo más completo posible de la transformación de la sociedad española en el presente siglo, de sus pasiones buenas y malas, de su especial sentir y pensar en la vida pública y en la privada» (Smith 1982: 107). Pero ¿resulta adecuado para su propósito el género que escoge? La pregunta que más nos preocupa es la de la situación de la novela histórica en general, y la galdosiana en particular, entre la historia y la ficción. Proponemos, pues, una indagación primero lingüística, luego comunicativa, de las relaciones que se pueden establecer entre la historia, la novela histórica y la novela 'sin atributos', y que desembocará en un hipotético pacto de lectura para los Episodios Nacionales. Este contrato entre autor y lector integra el propósito didáctico en la comunicación literaria y pone de relieve la importancia de los aspectos literarios para cumplir este objetivo. El análisis de las categorías literarias como la coherencia de la serie, el tiempo, el espacio, los personajes, la narración y el del papel de la historia como tema y como principio de estructuración de la serie, deberán corroborar este pacto. Si al final del primer capítulo y en la conclusión enfocamos la relación entre autor y lector y privilegiamos el nivel pragmático, en los capítulos centrales nos concentramos en el texto mismo de las novelas de la cuarta serie. La metodología seguida en la parte central de nuestro trabajo es estructural y temática. Nos parece que, antes de pasar a estudiar, por ejemplo, la problemática de género o la intertextualidad en los Episodios, es 3 Yolanda Arencibia sintetiza así el propósito de los Episodios: «Los Episodios en su conjunto (e incluso consideradas las 46 novelas con independencia) constituyen una estructura narrativa mediante la cual podemos conocer la historia de España (crónica y marco social), saber la existencia de los entes de ficción en quienes se esconde el alma múltiple de los españoles que conforman esa historia, y además aprehender, mediante el discurso literario, qué significaciones y coordinaciones ve el autor entre los hechos de la Historia «externa» (de los grandes hechos y los grandes nombres) y los de la historia «interna», esos sucesos de la vida cotidiana y de los individuos (no menos relevantes) «para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano» (El equipaje del rey jóse, 1928, pág. 53)» (Arencibia 1998: 503-504).
Introducción
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necesario disponer de un reconocimiento global del terreno. Dada la masa textual de cada serie, la tentación de pasar inmediatamente a analizar aspectos particulares es grande. Nosotros optamos por un enfrentamiento global con un gran conjunto novelesco, teniendo en cuenta, sin embargo, que es tan utópico para un crítico abarcar la totalidad de la cuarta serie en un estudio como para un novelista englobar en diez libros todos los aspectos de un período histórico de veinte años. Consideramos que el análisis de las estructuras novelescas según las pautas propuestas por los representantes de la narratología constituye una excelente disciplina intelectual que permite descubrir relaciones textuales las cuales en una lectura más intuitiva quedarían en la sombra; su aplicación permite asimismo la integración de otras consideraciones sugeridas por corrientes críticas posteriores. Será, sobre todo, en los capítulos dedicados a la problemática temporal y a la narración en los que se harán frecuentes referencias a la narratología genettiana. El análisis de los personajes tendrá una base estructural que se completará con un fuerte componente temático. En este capítulo nos guiarán las consideraciones de Hamon y Greimas. En el capítulo dedicado al espacio, la atención dedicada a los temas será aún mayor. No estimamos que al integrar elementos procedentes de varias tendencias críticas se pierda necesariamente el rigor de la investigación. Estamos de acuerdo con Germán Gullón cuando afirma: (...) estudiar la estructura de una obra desconociendo su organización temática conduce a través del galimatías terminológico a apreciaciones exentas de toda base, mientras el análisis temático falto de consideraciones formales resulta hoy anacrónico (G. Gullón 1990: 7).
En la conclusión intentaremos evaluar los resultados obtenidos, volviendo al marco pragmático del pacto de lectura y formularemos algunas sugerencias para estudios posteriores. Este estudio quiere ser una modesta contribución, un paso hacia la exégesis exhaustiva y sistemática de la obra galdosiana que con tanta ansiedad estaba esperando Rosa Chacel.
CAPÍTULO I GALDÓS Y LA NOVELA HISTÓRICA
1 . L o s EPISODIOS
NACIONALES
EN EL MARCO DE LA PRODUCCIÓN GALDOSIANA
La primera novela escrita por Galdós, La sombra, publicada en 1871, es una novela fantástica. Su primera novela publicada es La Fontana de Oro, escrita en 1867-1868 y editada en 1870. Los acontecimientos relatados en la novela se sitúan en los años del trienio liberal (1820-1823). El libro encierra una lección política: los españoles de 1871 deben aprender de sus errores de 1820 y evitar que vuelvan a producirse1. El audaz se escribe y se publica en 1871; los acontecimientos relatados se sitúan en 1804. El protagonista es un joven revolucionario que participa en una conspiración para derrocar el régimen de Godoy y de Carlos IV y termina en la locura después del fracaso de la conspiración. Se trata de dos novelas históricas que encajan perfectamente dentro de la tradición iniciada por Walter Scott. En ellas Galdós intenta combinar la presentación de numerosos datos con su interpretación sociohistórica, en una intriga ampliamente desarrollada. Pero, según Geoffrey Ribbans, el resultado no le satisface al autor porque siente que lo histórico y lo literario se ahogan mutuamente. A partir de aquí la obra galdosiana se bifurca en una línea que privilegia lo histórico y otra que se concentra en lo contemporáneo (Ribbans 1993: 40). De modo que Galdós va a experimentar con una nueva forma, los Episodios Nacionales, en la que puede tratar más ampliamente su materia 1 «What Galdós is no doubt advocating to his Liberal contemporaries is caution, moderation and unity, in order to avoid the mistakes of their predecessors» (Ribbans 1993: 38). Ver también las páginas 37-48 del estudio de Ribbans para la alternancia cronológica entre novelas y Episodios.
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales
histórica. En marzo de 1873 aparece Trafalgar, el primer libro de la primera serie que abarca los años entre 1805 y 1814: la Guerra de Independencia y sus consecuencias. Dos años más tarde, Galdós ha producido diez Episodios que le consiguen renombre literario e independencia económica. La segunda serie abarca veinte años (1814-1834) y muestra la creciente habilidad novelística de su autor. El tema de la segunda serie puede describirse como «la escisión irremediable de España en dos mitades intratables» (Montesinos 1980: I, 120) o, de manera más neutra, como «la lucha política entre absolutistas y liberales durante los años 1814-1833» (Regalado 1966: 85). Galdós la termina en 1879. En la última página de Un faccioso más y algunos frailes menos dice que no escribirá más Episodios, porque los acontecimientos que tuvieron lugar después de 1834 son demasiado cercanos para poder ser analizados. Está bien decidido a no volver más «al llamado género hist'orico» (Obras completas II: 317-318). Además de este motivo de la falta de distancia cronológica, comunicado a los lectores de la segunda serie, existe otro más íntimo: Galdós estaba harto de escribir Episodios y tenía ganas de dedicarse a otra cosa. En una carta a su amigo José María de Pereda del 20 de mayo de 1879, con ocasión de la salida de Los apost'olicos, penúltima novela de la segunda serie, escribe el autor: «(...) excuso decirle a V. que este libro y esta colección me tienen ya frita la sangre y el día que concluyan me parecerá que vuelvo a la vida» (Bravo Villasante 1970: 32). Claire-Nicolle Robin aduce un motivo de tipo político: el clima había cambiado de tal modo que en 1879 nadie se interesaba ya por el carlismo de los años 30, y Galdós se había dado cuenta de ello (Robin 1976: 9). En los mismos años, Galdós empieza a trabajar en su segunda línea, escribiendo novelas sobre la vida contemporánea: primero las cuatro novelas de tesis, Doña Perfecta (1876), Gloria (1876-1877), Marianela (1878) y La familia de Leon Roch (1878), luego, entre 1879 y 1897, las diecinueve Novelas contemporáneas que le aseguran su definitiva consagración de gran novelista. El fin de la segunda serie de Episodios coincide cronológicamente con el cambio de rumbo que ya se anuncia en La familia de Leon Roch. En 1885 aparece una gran edición ilustrada, en diez tomos, de las dos primeras series. En el segundo prólogo a esta obra Galdós vuelve a explicar por qué dejó los Episodios después de la novela número veinte, retomando los argumentos ya utilizados en 1879: C o n Un Faccioso más y algunos frailes
menos q u e d a r o n t e r m i n a d o s los
Episodios nacionales, y no obstante las excitaciones de algunos aficionados á estas lecturas, m e pareció juicioso dejar en aquel punto mi trabajo, porque la excesiva extensión habría m e r m a d o su escaso valor, y porque, pasado el año 34, los sucesos son demasiado recientes para tener el hechizo de la historia y no
Galdps y la novela histórica
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tan cercanos que puedan llevar en sí los elementos de verdad de lo contemporáneo (Shoemaker 1962: 55).
Galdós parece arrinconar los años entre 1835 y su tiempo presente en una especie de limbo literario, en el que visiblemente no le interesa profundizar por el momento. La oposición entre el «hechizo de la historia» y la «verdad de lo contemporáneo» sugiere que según Galdós los acontecimientos pueden cambiar de estatuto en el transcurso del tiempo. En 1898 vuelve a escribir Episodios Nacionales. La crítica ha alegado varios motivos. Existe un motivo económico serio: para recuperar su independencia comercial, Galdós había empezado un pleito contra su editor, pleito que ganó, pero que le costó muy caro. Había contraído deudas impresionantes y necesitaba dinero2. Al poco tiempo, Galdós se vio obligado a abandonar su propia casa editorial y a buscarse otro editor. Si leemos los sucesivos contratos que firmó con la casa Páez, Perlado y Cía, Sucesores de Hernando, podemos comprobar que las tiradas de las obras nuevas, si eran Episodios, eran dos veces más altas que si eran novelas: dieciséis mil ejemplares frente a un máximo de ocho mil, lo que implica que se esperaba una venta mayor de los primeros (Botrel 1974: 263). Pueden aducirse, sin embargo, otros motivos, de índole ideológica y literaria. El desastre de 1898 fue un momento de cristalización de todos los problemas pendientes de la sociedad española, no sólo de la catastrófica política colonial. Aunque la decisión de reemprender los Episodios estaba tomada y Galdós ya estaba trabajando en su nueva serie, es evidente que algo había en el clima de la época que podía invitarlo a concentrarse en el período que contenía en germen los problemas posteriores. Además, le separaban más de sesenta años de la fecha de 1834, tiempo del relato del último episodio de la segunda serie. Hans Hinterhäuser indica como posible estímulo para la resurrección de los Episodios, además del clima de desasosiego debido a la inseguridad de la clase burguesa y el auge del socialismo, la novela Paz en la guerra (1897) de Unamuno. Galdós habría explotado todas las posibilidades de la novela contemporánea y volvería a los Episodios para tener un nuevo terreno de experimentación (Hinterhäuser 1963: 190-191 )3. Cabe añadir, como observa Regalado, que el género de la novela histórica había vuelto a ponerse de moda en Europa: buen testiVer Guimerá Peraza (1977) para más detalles sobre el pleito. Gilman (1963: 426), Casalduero (1961: 141) y Montesinos (1980: III, 15-16) aducen el motivo económico, el del compromiso patriótico y el literario, en diferente orden de importancia. Ribbans (1993: 46-47) sintetiza los motivos aducidos 2 3
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales
monio de ello son Quo vadis (1895) de Sienkiewicz y La guerra y la paz de Tolstoy (Regalado 1966: 267). Nos parece lo más prudente no excluir ninguno de los argumentos alegados y no intentar calcular el peso respectivo de cada uno dentro del conjunto4. La tercera serie abarca los años 1834-1846: desde la primera guerra carlista hasta los primeros años del reinado de Isabel II. La composición de la cuarta serie ocurre casi simultáneamente con la redacción de varias obras de teatro, actividad que Galdós había iniciado en 1892. Esto explica, en parte, el período de redacción bastante largo de estos Episodios: se escribieron entre 1902 y 1907. La quinta serie nunca llegó a completarse. Galdós necesitó cuatro años (de 1908 a 1912) para escribir las seis novelas que la componen, porque dedicaba mucho tiempo a sus actividades políticas y tenía serios problemas de salud: la ceguera le obligó a dictar parte de su obra a su secretario. Esta última serie cubre el período comprendido entre la revolución de septiembre (1868) y el principio de la restauración canovista (1874). En 1909 aparece una novela, El caballero encantado. Después de 1912, Galdós publicó algunas obras de teatro y La razón de la sinrazón (1915), una novela dialogada. 2 . L o s EPISODIOS
EN EL MARCO DEL DESARROLLO DE LA NOVELA HISTÓRICA EN ESPAÑA
Las novelas de tema histórico de principios del siglo xix no suelen mostrar ningún interés por la historia como génesis del presente. Si tienen alguna vez intención didáctica, se limitan a señalar la profunda igualdad entre hoy y ayer, no a mostrar la especificidad de situaciones presentes como transformaciones de circunstancias pasadas. Los personajes son definidos de una vez para siempre, no evolucionan con las circunstancias descritas en las novelas5. El estudio más importante sobre la novela histórica entre 1830 y 1870 es el de Juan Ignacio Ferreras (1976b). La reunión y la clasificación de tantos y hace hincapié en el distanciamiento temporal adecuado para que Galdós pudiera escribir históricamente sobre el período a partir de 1834. 4 Tierno Galván, por su parte, no cree que Galdós hablara en serio cuando se despidió de los Episodios y deduce del archivo particular del autor que en los 19 años en que no escribió ningún Episodio, siguió reuniendo documentación histórica por si acaso tenía que volver a este género. Insiste en «lo mucho que don Benito sabía y las muchas fuentes, principales y accesorias, que manejó» (Tierno Galván 1977: 115-116). 5 Ver Yáñez (1991) para la novela histórica española hasta 1834 y la aportación de Larra.
Galdós y la novela histórica
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datos referentes a escritores, editores, precios, tiradas, títulos, lectores, realizadas por Ferreras son impresionantes; su panorama de la novela histórica anterior a Galdós supera ampliamente lo que se había hecho antes, y constituye un complemento necesario a los capítulos de Hinterhäuser y de Regalado referentes al tema6. He aquí su definición de la novela histórica: La novela histórica es la novela del universo voluntario, la novela que intenta escapar, para salvaguardar su ruptura, por el camino de la historia pasada. (...) La problemática ruptural romántica, unida a la necesidad de autodotarse de antepasados presentables, se materializó en lo que hemos llamado novela histórica (Ferreras 1976b: 31).
Aplica su definición a Walter Scott y su 'visión ruptural del mundo' y a la novela romántica española. Observa el contraste entre una novela histórica progresiva, que «utilizará el pasado como universo libre y voluntario, donde libre y voluntariamente el protagonista se escapará del mundo presente,» donde se puede escenificar la lucha por la libertad del individuo imposible de llevar adelante en la sociedad presente —ejemplo, El Doncel de Don Enrique el Doliente de Larra—, y otra nostálgica y regresiva, que «intentará recrear un universo pasado en el que los valores que la sociedad ha desplazado o destruido, continúan vigentes» (Ferreras 1976b: 32) —ejemplo, El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco—. Para el período posterior al romanticismo distingue tres tendencias, cuyo origen y florecimiento no son simultáneos, pero cuya delimitación en el tiempo es difícil porque en ciertos momentos las tres llegan a coexistir. Se trata, en primer lugar, de la novela histórica de origen romántico que materializa la ruptura entre el protagonista y su universo. En las novelas de la segunda tendencia, que Ferreras llama la novela histórica de aventuras, el héroe romántico desaparece y se sustituye por un protagonista el cual al final se integra en su universo, que sigue siendo un universo histórico. Según Ferreras, las novelas del tipo Episodio Nacional derivan del segundo tipo:
Cfr. Hans Hinterhäuser (1963: 35-39) y Antonio Regalado (1966: 133-188). Se puede consultar también el estudio de Felicidad Buendía (1963: 9-36) en la 6
Antología
de la novela histórica española (1830-1844).
El e s t u d i o d e A l b e r t Dérozier,
«A propos du román historique en Espagne ä la mort de Ferdinand VII» (1978a) constituye un panorama de la novela histórica de la época romántica desde una perspectiva sociológica. El mismo autor abarca también la novela histórica más tardía en «Le román historique au xixE siécle: la problématique d'un genre» (1978b).
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales La novela histórica de origen romántico va a desaparecer en cuanto el ro-
manticismo pierda efectividad, pero deja en herencia una novela histórica de aventuras que para empezar proporciona una base más amplia a la conciencia nacional de sus lectores. De esta novela histórica de aventuras derivará en línea recta la novela histórica nacional o episodio nacional, novela en la que tampoco existe un protagonista romántico en ruptura con el mundo, pero novela en la que existe un universo al que se juzga y hasta se materializa, con y a través de una aguda conciencia política (Ferreras 1976b: 177).
El tercer tipo, la novela de aventuras históricas, significa el deslizamiento hacia la paraliteratura, hacia lo folletinesco, porque ni hay héroe ni universo histórico, que se ha convertido en mero decorado para las correrías del protagonista (100-101). Las décadas anteriores a la Restauración ven el auge de estas novelas de tipo escapista: Ferreras (1976b: 190) fecha las primeras 'novelas de aventuras históricas' en 1855; para Tierno Galván (1977: 73), el apogeo de la 'novela histórico-folletinesca' se sitúa alrededor de 1860. Los historiadores de la literatura están de acuerdo en afirmar que existe una enorme diferencia entre la novela de tema histórico que se escribió en España en los dos primeros tercios del siglo xix y las primeras novelas y series de Episodios de Galdós. ¿Cómo interpretar esta diferencia? ¿Se pueden señalar cambios en «los hechos generales y típicos de la vida material» en la historia de la España decimonónica que nos ayuden a interpretar la novedad de la novela histórica galdosiana según los principios de Lukács? La respuesta que se suele dar a esta pregunta es positiva: en el último tercio del siglo xix la burguesía española toma conciencia de su papel histórico; como momento clave para indicar el despertar definitivo de la conciencia burguesa en España se suele mencionar el período comprendido entre 1868, la revolución de septiembre, y 1875, el inicio de la Restauración. Ferreras considera el año 1870, año de la publicación de la Fontana de Oro, como un año clave en la evolución del género, ya que a partir de entonces la novela histórica, que se sitúa en un universo temporalmente alejado, pierde toda relevancia para el momento presente (Ferreras 1976b: 202). Enrique Tierno Galván pone de relieve que la novela histórica sufrió una transformación completa al cambiar los lectores y los autores con motivo de la restauración (Tierno Galván 1977: 83)7; después de un pormenorizado análisis de los valores sociales y éti-
7 Madeleine Gogorza Fletcher sitúa el cambio algo más tarde: el desarrollo de una burguesía consciente de sí misma tiene lugar bastante después de 1868, lo
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eos transmitidos por la novela histórica anterior a la Restauración, concluye que con el sistema canovista cambian totalmente las perspectivas: El ciudadano ve los asuntos públicos con un nuevo criterio. La referencia última no es el grupo social, sino el Estado. El mérito excepcional de Galdós, en cuanto novelista historiador, radica en que lo vio así. Sus últimos episodios están escritos pensando en un Estado que es el centro de las supremas decisiones, lo que permite al ciudadano recuperar la distinción entre vida pública y vida privada. En estas condiciones la novela histórico-folletinesca no tiene valor pues el subgénero se caracteriza fundamentalmente por borrar la distinción entre lo público y lo privado (Tierno Galván 1977: 85). Tierno y Ferreras se esfuerzan por poner de relieve el salto cualitativo dado por Galdós a la hora de comprender y de profundizar la relevancia del pasado para el presente, acompañado por una elevación sustancial de la calidad estética de su labor. He aquí precisamente lo que Eamonn Rodgers, que excluye de su definición la novela 'de aventuras históricas' o 'histórico-folletinesca', entiende por novela histórica: una novela en la que la historia es presentada como el pasado compartido por autor y lector y que surge en parte del esfuerzo de comprender y presentar el pasado de una manera determinada (Rodgers 1979: 203). Para Rodgers, los Episodios Nacionales se distinguen precisamente porque no siguen el modelo de la novela histórica regresiva, que ve en los ideales del pasado un modelo al que la sociedad actual debería volver (Rodgers 1979: 210). La especial historicidad de la obra galdosiana no queda, por supuesto, limitada a los Episodios. El siguiente juicio de Stephen Gilman es aplicable a toda su obra novelística: En el caso de Galdós (como se puede ver ya en la profecía de La Fontana) la calidad especial que se esconde tras su renovación de la novela es su hisque implica que antes de estas fechas tampoco había lectores sensibilizados para apreciar la historia como un proceso dinámico (Gogorza Fletcher 1976: 104). La autora afirma luego que Galdós, más que describir el ascenso de la burguesía, lo profetiza, porque en el período descrito en las dos primeras series, el auge de la burguesía está lejos aún de producirse. Sus personajes no serían representativos de un grupo social existente, sino símbolos llamados a representar el futuro (Gogorza Fletcher 1976: 106-107). Estas afirmaciones no pueden aplicarse a la cuarta serie, porque en la época descrita (1848-1868) y sobre todo a partir de 1854, se manifiesta ya una burguesía poco numerosa, pero emprendedora. Cfr. el capítulo dedicado a «La expansión capitalista de 1854 a 1862» de Manuel Tuñón de Lara (1976:1, 183-199).
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales toricidad, su cada vez más pesimista adaptación hispánica a la última variedad de la conciencia europea (Gilman 1985: 34).
Si el período que empieza con la revolución de 1868 significa una fecha clave para que se afiance la conciencia burguesa, aunque la desilusión vendría pronto, la novela, y por supuesto, la novela de tema histórico que se hace a partir de entonces ya no puede ser la misma. Uno de los factores que nos permiten ver con más claridad la diferencia entre los Episodios y la novela histórica anterior es el hecho de que Galdós se limita a novelar la historia cercana: no va más atrás que la batalla de Trafalgar 8 . Galdós mismo, tan parco en declaraciones explícitas sobre su quehacer literario, era consciente de que estaba haciendo algo nuevo. En el epílogo a la primera edición de La batalla de Arapiles, última novela de la primera serie, dice: Animáronme durante la penosa carrera, a cuyo fin toco ahora cansado y casi sin aliento, la bondad inagotable del público, por una parte, y por otra lo nuevo y hermoso del asunto elegido, el cual si en libros de historia se ofrece fácilmente al conocimiento de todos, en la literatura de entretenimiento apenas había sido cultivado hasta ahora (Smith 1982: 105-106). Si resumimos lo dicho hasta ahora, vemos que el momento en que Galdós empieza a escribir novelas históricas, los años setenta del siglo xix, coincide con un período decisivo en la historia española: el afianzamiento de la burguesía y la transformación, aunque dificultosa, de España en un país con un estado moderno. Esta situación exige otra manera de tratar la materia histórica en la literatura. En el epílogo ya citado, Galdós observa que escribirá una segunda serie para aprovechar la riquísima materia que en la historia y en las costumbres ofrece el interesante período contenido entre las dos grandes guerras españolas del presente siglo. La historia anecdótica de la generación que ha precedido a la nuestra, podrá parecer a algunos una frivolidad; pero no lo es ciertamente (Smith 1982: 107).
La proximidad de los contenidos históricos es el motivo por el que Amado Alonso niega a los Episodios el calificativo de novela histórica: «En suma, no llamamos novelas históricas a las que reconstruyen un pasado incluido en la propia época del autor. Justamente lo que hizo Galdós con sus Episodios nacionales» (Alonso 1955: 244). Nos parece discutible este criterio cronológico para la delimitación del género. La 'historicidad' de una novela ¿se puede medir por el número de años que separa el tiempo de lo que se relata del tiempo de su enunciación? 8
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Así pone de relieve su preocupación didáctica. La materia histórica que se presta a traducir novelísticamente las preocupaciones presentes es la materia reciente, cercana a la contemporánea. La novela histórica española cambia de signo con Galdós y recobra nueva vida con los Episodios. Regalado ha observado certeramente la posición clave que ocupa Galdós en el desarrollo de la novela de temática histórica en España: La renovación galdosiana de la novela histórica es de largo alcance, pues no sólo sirve de pórtico a las grandes novelas realistas del mismo autor, iniciadas una década después, sino que da empuje a toda una tradición, que recogen y elaboran los hombres del 98, pese a sus críticas de Galdós, tradición arraigada en la médula de la evolución social de España y que llega hasta nuestros días (Regalado 1966: 134-135).
Algunos autores de la generación del 98 —Unamuno (1897, Paz en la guerra), Valle-Inclán (la trilogía de La guerra carlista: Los cruzados de la Causa, El resplandor de la hoguera, Gerifaltes de antaño, 1908-1909, y las novelas del ciclo inacabado El ruedo ibérico: La corte de los milagros, 1927, Viva mi dueño, 1928, y Baza de espadas, 1932) y Baroja (las 22 novelas que constituyen las Memorias de un hombre de acci'on, 1912-1934)— escribieron novelas históricas que a menudo se han comparado con las de Galdós. El propio Galdós lanza el término 'episodio nacional'. Como no es el único escritor de finales del siglo xix y principios del xx que convierte la materia histórica reciente en contenido novelesco, cabe preguntarse si hay que extender el término 'episodio nacional' a la obra de algunos de sus colegas. Madeleine de Gogorza Fletcher ha dedicado un libro a la novela histórica española que va desde Galdós a Sender. Distingue el 'episodio nacional' de la novela histórica basándose únicamente en el contenido, ya que no hay diferencias apreciables de forma entre los dos. En un 'episodio nacional', el compromiso emocional del autor es más fuerte y hace que éste revele sus convicciones políticas y sus expectaciones para el futuro de su país. La cercanía en el tiempo le evita errores en cuanto a la apreciación de costumbres, ideas y preocupaciones vigentes en la sociedad que describe (Gogorza Fletcher 1974: 2-3). Si sólo se trata de una diferencia de contenido, a nuestro parecer no se justifica la distinción entre novela histórica y 'episodio nacional'. Lo que no quiere decir que haya que identificar, en el caso de Galdós, los Episodios Nacionales y las demás novelas. Estamos de acuerdo con la autora y con Geoffrey Ribbans (1993: 37) cuando afirman que Galdós escribió dos tipos de narración claramente
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diferenciadas. Pero no nos parece motivo suficiente para instaurar un nuevo género llamado 'episodio nacional'. ¿Qué conclusiones podemos sacar de este breve repaso de la crítica? Primera, que la novela histórica española cambia de signo con el afianzamiento de la burguesía en el último tercio del siglo xix. En aquel momento de transición hacia el realismo surge en España un nuevo tipo de novela histórica con otro contenido —la historia reciente—, y otros objetivos —la formación histórica y política del lector, la puesta de relieve del carácter funcional de la historia reciente—. Segunda, Galdós representa un papel fundamental en esta transición. Tercera, los Episodios Nacionales galdosianos han servido de punto de partida para autores posteriores —Baroja, Valle-Inclán— que han escrito novelas históricas del pasado más o menos reciente, aunque no necesariamente compartieran los objetivos pedagógicos ni la práctica estética de Galdós. A raíz de estos importantes cambios de contenido y de la productividad del ejemplo galdosiano, varios críticos han decidido cambiar la denominación del género. Como nos parece empobrecedora la reducción de los Episodios Nacionales a un subgénero específico dentro de la novela histórica y distinta de ella únicamente en cuanto al tiempo del relato, seguiremos llamando 'novelas históricas' a los Episodios Nacionales, teniendo en cuenta las matizaciones históricas de rigor. 3 . L A NOVELA HISTÓRICA ENTRE VERDAD Y FICCIÓN
El núcleo de esta problemática queda admirablemente sintetizado en la primera frase del prefacio del libro de Avrom Fleishman sobre la novela histórica inglesa: el arte es 'sólo' una visión, pero resulta muy difícil establecer la convicción de que las novelas históricas sólo sean obras de arte (Fleishman 1971: ix). Ricardo Gullón formula así el dilema con respecto a nuestro tema: Que los Episodios Nacionales no son historia, sino novela, es una verdad incuestionable, sólo controvertible desde otra certeza, muy difundida y aceptada, que pudiera enunciarse así: en ninguna obra puede aprenderse mejor la historia de España que en los Episodios (Gullón: 1973: 403).
En su artículo de 1982 sobre el discurso del realismo como discurso 'constreñido', Philippe Hamon observó que, teniendo en cuenta los desarrollos recientes de la poética o de la semiótica, era muy difícil discutir el problema de la representación, de la mimesis o del realismo ya que estos temas se encontraban en una especie de purgatorio crítico (Hamon 1982:
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123-124). Creemos que poco a poco estamos saliendo de él y nos enfrentaremos a algunos aspectos de la inmensa problemática planteada por Hamon. Trataremos la distinción entre novela y novela histórica considerada desde la perspectiva de la oposición entre 'verdad' y 'verosimilitud', así como la distinción entre novela y discurso histórico a partir de criterios textuales y pragmáticos. A modo de conclusión, propondremos un hipotético 'pacto de lectura' de la novela histórica galdosiana. 3.1. Novela histórica y novela, verdad y verosimilitud: la perspectiva (neo)clásica María Moliner define la novela como «obra literaria en prosa en que se narran sucesos imaginarios pero verosímiles, enlazados en una acción única que se desarrolla desde el principio hasta el fin de la obra». Esta definición sencilla, destinada al lector no especialista, nos sitúa ya de entrada en el corazón de la problemática de la literatura como representación de la realidad y en el centro de un debate antiguo y fundamental en la cultura occidental: el de las relaciones entre la verdad y la verosimilitud. La relación entre los dos conceptos queda establecida desde la Poética de Aristóteles, es uno de los temas predilectos de la retórica clásica francesa de los siglos xvn y XVIII y de sus seguidores españoles, y sigue coleando hasta pasada la segunda mitad del xix, por no decir, hasta ahora mismo. El propio Galdós utiliza estos conceptos para caracterizar los acontecimientos que narra 9 . Durante siglos, en literatura prima la verosimilitud, pero en el siglo xix asistimos a la eclosión y al auge de la historia como ciencia y, paralelamente, al éxito de la novela histórica, tan gustada por los contemporáneos y tan denostada por los novelistas y críticos formalistas de la primera mitad del siglo xx10. Siguiendo esta lógica, podemos preguntarnos qué es lo que persigue el autor de novelas históricas: ¿la verdad, que es el objetivo de las ciencias, o la verosimilitud, que es del dominio de la opinión, en nombre de la cual se enjuicia la literatura? ¿Hace historia o hace literatura? No podemos olvidar, sin embargo, que la extensión semántica de los términos 'verdad' y 'verosimilitud' no está definida de una vez para siempre y que estos conceptos están sujetos a evoluciones históricas. De momento, la Véase el capítulo VII (2.2. «Verdad, verosimilitud, absurdo») del presente estudio. 10 Para una brillante síntesis de los múltiples enfoques sobre la relación entre la novela y la historia véase la introducción de Geoffrey Ribbans, «The Novel and History» (1993: 1-11). 9
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oposición tradicional puede servir para analizar las formulaciones adaptadas por la crítica galdosiana frente al problema que nos preocupa. Teniendo en cuenta el propósito de Galdós de «ofrecer un cuadro lo más completo posible de la transformación de la sociedad española en el presente siglo» (Smith 1982: 107), nuestra respuesta espontánea sería que busca la verdad, si lo que quiere es enseñar historia. Inmediatamente surge la pregunta siguiente: ¿puede transmitirse la verdad histórica dentro de un molde literario? o, si invertimos el orden, ¿no adultera la verdad histórica el carácter literario de la obra? La primera pregunta no ha asustado a algunos historiadores, que contestan positivamente. Un botón de muestra: en su libro sobre la historia y los historiadores en el siglo xix, G. P. Gooch dedica un apartado a la historiografía española, donde leemos el fragmento siguiente, que indica que Gooch conocía las dos primeras series de los Episodios Nacionales: No survey could ignore the historical novéis of Pérez Galdós, the Walter Scott of Spain. His 'National Episodes' relate the vicissitudes of the country from the battle of Trafalgar in two score volumes, and offer a wonderfully living picture of the revolt against Napoléon, the despotism of Ferdinand VII, and the atrocities of the Carlist wars (Gooch 1952: 409).
Otro ejemplo: en el índice alfabético del tomo XXXIII dedicado a Los fundamentos de la España liberal (Fernández García 1997) de la Historia de España dirigida por José María Jover Zamora, encontramos varias referencias a la obra galdosiana, cuando se trata, por ejemplo, del impacto social de las disfunciones de la burocracia. La literatura sirve, pues, para transmitir al menos cierto tipo de verdad histórica. N o son sólo los Episodios Nacionales, sino también las novelas contemporáneas de Galdós las que pueden interesar a los que estudian la historia del siglo xix español, al igual que La Comedie Humaine de Balzac, tan apreciada por Marx, presenta un gran interés para la comprensión de la sociedad burguesa de la primera mitad del siglo en Francia. El propio Balzac estaba, además, convencido de escribir la historia de las costumbres, abandonada por los historiadores profesionales 11 . Pero no es sólo la novela la que ayuda a comprender la historia; la relación inversa también se da: la historia ayu-
«En dressant l'inventaire des vices et des vertus, en rassemblant les principaux faits des passions, en peignant les caractères, en choisissant les événements principaux de la société, en composant des types par la réunion de plusieurs caractères homogènes, peut-être pouvais-je arriver à écrire l'histoire oubliée par tant d'historiens, celle des moeurs» (Balzac 1976: 11). 11
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da a comprender la novela. Peter Bly, en un estudio llamado Galdós' Novel of the Historical Imagination (1983) analiza el papel de la historia y demuestra su importancia fundamental para una comprensión correcta de las novelas contemporáneas. La segunda pregunta —¿sigue siendo verdaderamente novela la que pretende comunicar historia?— parece más delicada, porque está relacionada con la manera en que hay que leer novelas históricas, en este caso los Episodios Nacionales. Hinterhäuser explica muy bien por qué, desde una estética idealista, la novela histórica es un monstruo: porque el Arte corre el riesgo de convertirse en 'cenicienta de la Historia', mientras que la Historia debería estar al servicio del Arte (Hinterhäuser 1963: 229). Según Casalduero los Episodios Nacionales es un título con que [Galdós] agrupaba en colección una serie de obras que fundamentalmente en nada se diferenciaban del resto de sus novelas. Para Galdós, la novela es la tercera dimensión de la Historia. La novela nos entrega al hombre y la sociedad vivos, mientras la historia relata hechos y acontecimientos. En algunos episodios y en algunas novelas el andamiaje histórico está presente; en otros episodios se relega a un lugar completamente secundario, llegando casi a desaparecer, y en las novelas, a partir de 1888, desaparece también casi en absoluto (Casalduero 1961: 43-44).
La primera frase se entiende desde una supuesta polémica con interlocutores que quisieran negar interés estético a los Episodios. Casalduero enfatiza los parecidos y desdeña las diferencias para subrayar que todos los libros de Galdós son textos literarios. El crítico ignora aquí el problema de la distinción entre lo histórico y lo inventado —entre la 'verdad' histórica y la 'verosimilitud' literaria— basándose en el hecho de que en cualquier novela hay elementos que pertenecen a la realidad histórica y otros que el autor se inventa, pero no problematiza el estatuto de los elementos históricos en un texto literario. Antonio Regalado va por un camino análogo cuando distingue Episodios y novelas contemporáneas a partir del grado de proximidad del tiempo narrado al momento de la narración, lo que llevaría a otra manera de documentarse. Para los Episodios el autor tiene que investigar, porque se trata de una época, aunque cercana e influyente, que no ha vivido; para las novelas puede bastar con profundizar sus propias vivencias. Y hay un grupo mixto de Episodios cuyo momento histórico fue coetáneo, en el momento de la vivencia, pero que en el momento de la escritura ya no lo es (Regalado 1966: 60-61). Este crítico borra también, a su manera, la distinción entre las novelas históricas y las demás: todas serían históricas.
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Veamos ahora si, considerando los cambios que sufrieron los criterios de 'verdad' y 'verosimilitud', conseguimos salir adelante. En la poética clásica, lo verosímil era un criterio ligado a la vez a las convenciones sociales y morales —una obra tenía que ser aceptable dentro de la ideología general del momento — , y a las convenciones que regían un género —un tipo de relación humana podía ser verosímil en una comedia pero no en una tragedia—. La aceptabilidad social y moral como criterio de verosimilitud ha ido desapareciendo poco a poco aunque no por completo. Hubo y sigue habiendo obras que tuvieron gran aceptación por parte del público, precisamente por ir en contra de las convenciones morales dominantes. La verosimilitud entendida como las convenciones formales ligadas a un género sigue funcionando. La novela policíaca y la película del Oeste obedecen a reglas que el lector y el espectador manejan, aunque no siempre explícitamente. Entre el respeto y la transgresión de estas reglas hay cierto espacio de negociación entre autor y público. El gran cambio conceptual se produce con el Romanticismo. No pretendemos aquí esbozar la cronología del cambio, sólo queremos indicar algunos hitos. Incluso en el neoclásico Luzán observamos una mayor tolerancia frente a la 'verdad' en la obra literaria: «la belleza poética debe estar fundada en una de estas dos verdades, o en la verdad real y existente, o en la posible y verosímil» (Luzan: 1974: 150). En la Préface de «Cromwell» de Víctor Hugo se puede observar un deslizamiento desde lo verosímil hacia lo real (Hugo s.f.: 231-232). En las críticas teatrales que escribe al final de su vida Mariano José de Larra, autor de formación literaria puramente neoclásica, los términos 'verdadero' y 'verosímil' llegan a ser conmutables (Behiels 1984: 45-46). La 'verdad' ya no es general y abstracta sino que consiste en hechos concretos y personalidades particulares. Dentro de esta nueva concepción poética, la novela histórica se concibe perfectamente. El interés por la historia, por la novela histórica y luego por la novela histórica de la realidad contemporánea, para parafrasear a Lukács, son efectivamente tres aspectos de la pasión del xix por lo 'real'. Pero la pareja 'verdad' vs. 'verosimilitud' ha dejado de servir para explicar en qué se diferencian estos tipos de texto. 3.2. Discurso histórico frente a discurso novelesco: una perspectiva textual Como por la vía de los conceptos (neo)clásicos no podemos avanzar más, conviene intentar otro procedimiento para situar la novela histórica frente al dilema 'verdad' vs. 'invención'. Nos proponemos desplazar la atención de la pareja 'novela' vs. 'novela histórica' a la de 'novela (históri-
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ca)' vs. 'historia' y estudiar la cuestión en sus aspectos lingüísticos. La nueva pregunta, voluntariamente ingenua, que planteamos es la siguiente: ¿existen unas características lingüísticas para distinguir una novela (histórica), que contiene elementos ficticios, y un relato histórico, que sólo contiene elementos verdaderos? A primera vista, cuando no nos salimos del marco del texto, la respuesta parece sencilla: no hay. Si, fieles a Saussure y los estructuralistas, nos basamos en la consideración de que un texto es un artefacto lingüístico, cuyas relaciones internas son de oposición entre los elementos que lo constituyen, y que no tenemos por qué hacer intervenir el referente extralingüístico para fijar las conexiones siempre flotantes entre significante y significado, podríamos decir, con Diane Urey, que las distinciones entre la verdad y la mentira, o entre las categorías de ficción e historia carecen de importancia, ya que el lenguaje en que se basan estas distinciones del historicismo clásico es siempre el mismo (Urey 1989: 11). Veamos la cuestión con algo más de detalle. La distinción entre novela e historia parece difícil de establecer, sobre todo tratándose de novelas y libros de historia del siglo pasado, caracterizados por unos criterios similares acerca de una narración bien escrita. Es interesante observar cómo la facultad del historiador de convertirse en narrador convincente forma parte de los criterios con los que un especialista de la historiografía como G. P. Gooch juzga, por ejemplo, al historiador francés Guizot. Le reprocha su incapacidad para recrear el pasado, y de no poder emular a Scott y Fenimore Cooper, a pesar de admirarlos y de recomendar sus novelas. Según Gooch, Guizot carece de poder narrativo y descriptivo, de imaginación pictórica y dramática, de interés por lo individual y de lo particular (Gooch 1952: 182). He aquí unos reproches familiares cuando van dirigidos a un novelista, y no tanto cuando se lanzan a un historiador, que es al fin y al cabo, al menos desde nuestra perspectiva actual, no un literato sino un hombre de ciencia. No vamos a discutir aquí la cuestión de la historia militantemente antinarrativa tal como fue predicada por el grupo de los Anuales en Francia a partir de los años cincuenta. Estamos de acuerdo con Paul Ricoeur cuando dice que la historia, incluso la econométrica, tiene un carácter últimamente narrativo, relacionado con la competencia básica que tienen los seres humanos de comprender un relato. La historia más alejada de la forma narrativa sigue ligada a la comprensión narrativa por una conexión indirecta de derivación. Si se pierde el nexo con la narratividad, desaparece lo propiamente histórico (Ricoeur 1983: I, 165-166). Tanto la historia como la novela construyen mundos de palabras, sin pertinencia directa para una realidad que queda irremediablemente fue-
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ra de alcance. Algunos ejemplos pueden ilustrar esta idea. El relato ficticio y el relato histórico utilizan de la misma manera el sistema temporal de una lengua. En su conocido artículo dedicado a las relaciones de tiempo en el verbo francés, Emile Benvéniste compara textos de un historiador con un fragmento de novela de Balzac y llega a la conclusión de que no se distinguen en cuanto a la utilización del 'aoristo' como tiempo de la historia, ya que cualquier persona que sepa escribir y emprenda el relato de acontecimientos pasados emplea espontáneamente este tiempo como tiempo fundamental (Benvéniste 1966: 244). En los dos tipos de relatos se encuentran retratos; sacados de su respectivo contexto, puede ser difícil determinar si el escritor actúa como novelista o como historiador. El historiador Paul Veyne también pone de relieve que la historia es sobre todo un relato. Siendo relato, al igual que la novela, no 'hace revivir' nada. Lo vivido que vuelve a salir de las manos del historiador no es el de los actores, es una narración. Como la novela, la historia selecciona, simplifica, organiza y comprime un siglo en una página. Según Veyne, este tipo de síntesis del relato histórico no es menos espontáneo que el de nuestra memoria, cuando evocamos en breve tiempo los últimos diez años que hemos vivido (Veyne 1996: 14). Roland Barthes se interesó por la cuestión y la analizó en el nivel de la enunciación, en el del enunciado y en el de la significación. ¿Cómo pasa el discurso histórico de la enunciación al enunciado o al revés? Barthes distingue aquí dos conectares, uno que hace referencia a la manera en que el historiador integra en su texto la información que proviene de sus fuentes y otro que hace referencia a la organización del discurso. El primero, según el propio Barthes, no es exclusivo del discurso histórico. Efectivamente, los incisos del tipo «tal como lo oí» o «por lo que sepamos», el presente del historiador así como todas las menciones de la experiencia personal del historiador no son privativas del discurso histórico, ya que se encuentran hasta en la conversación y se han convertido en convenciones novelescas según las cuales los narradores citan cervantinamente sus supuestas fuentes (Barthes 1982a: 14). El segundo tipo de conectar, relacionado con la organización del discurso, permite la intromisión del tiempo de la enunciación dentro del tiempo de la historia. Aquí Barthes no hace explícita la eventual oposición entre discurso histórico y novelesco, pero nos parece que tampoco se trata de un criterio distintivo de la historia, porque el mismo fenómeno se observa también en la novela. Barthes observa que el discurso histórico raramente contiene signos explícitos del lector pero que los signos del emisor son más frecuentes. Analiza los casos en que el emisor se anula y crea la ilusión de que la historia se cuenta sola. Esta «ilu-
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sión referencial» tampoco es privativa del discurso histórico, si tenemos en cuenta la cantidad de novelistas que creían ser objetivos porque erradicaban de sus textos todas las formas de la primera persona de singular (Barthes 1982a: 16). Barthes menciona también el caso en que el historiador fue primero testigo y / o actor de la historia que escribe más tarde. Pero este procedimiento huele igualmente a literatura. En el nivel del enunciado, Barthes observa la tendencia de las entidades y los predicados del discurso histórico a dejarse clasificar en colecciones cerradas de tipo léxico (entidades como 'dinastías,' 'príncipes,' 'guerreros,' predicados como 'destruir,' 'esclavizar,' 'reinar,' 'hacer una expedición') o temático (la 'fama' en la obra de Tácito). Nos preguntamos si no sería posible confeccionar colecciones similares para obras de ficción. Según Barthes, los procesos dentro de un discurso histórico tienen un estatuto asertivo: «han sido» (Barthes 1982a: 18). Es lo que ocurre también, a nuestro parecer, en la novela realista: los hechos se presentan como verdaderos, no como dudosos o hipotéticos. Barthes observa luego que en cuanto a las clases de unidades y su sucesión, no hay diferencia entre historia y ficción. En cuanto a la significación, Barthes comenta que el historiador occidental evita el vacío y organiza su discurso para dar sentido a la historia. Si seguimos el razonamiento de Barthes, la distinción entre historia y ficción sobre una base textual se hace particularmente difícil, porque en los dos casos la 'realidad' queda irremediablemente fuera del texto. El crítico adopta el punto de vista de filósofos como Nietzsche que dudan de la existencia de los hechos independientemente de la observación, luego del discurso. Los hechos sólo existen dentro del discurso, pero esta existencia se presenta como una 'copia' de una existencia real que sin embargo sin el discurso no se puede conocer. Según Barthes, la especificidad del discurso histórico es que pretende mostrar los hechos pero que debe limitarse a afirmar que han existido. Barthes describe la pasión por lo que ha ocurrido realmente en la época moderna y pone en relación con este fenómeno la preferencia de la historiografía del siglo xix por la narración. Los historiadores decimonónicos se niegan a asumir la realidad como significado, o a desgajar el referente de su aserción, de modo que han visto en el relato de los hechos la mejor prueba de estos hechos y han instituido la narración como significante privilegiado de la realidad (Barthes 1982a: 21). En el nivel del texto, no hay, pues, manera de fundamentar las pretensiones a la verdad de la historia. Es la importancia del «effet de réel», del pequeño detalle descriptivo o del acontecimiento mínimo que no parecen importar para la estructu-
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ra global de la obra, la que permite asociar la historiografía y la novela realista del xix. Lo real se convierte en referencia esencial en el relato histórico, que pretende trasladar lo que realmente ocurrió. Entonces no importa que un detalle no sea funcional, basta con que denote «lo que ha tenido lugar.» El discurso histórico se convierte en modelo de relato que permite rellenar los intersticios de sus funciones por notaciones estructuralmente superfluas, y la novela realista se ha adueñado del pequeño detalle inútil que la autentifique. Así, siempre según Barthes, la categoría de lo 'real' que en la poética clásica estaba del lado de la historia, pasa a la novela, y el pequeño detalle aparentemente desligado tiene como función la autentificación la obra, la afirmación de que es 'real' (Barthes 1982b: 87). Este análisis interesante de los aspectos textuales del discurso histórico no nos ha proporcionado elementos para diferenciarlo del discurso novelesco. Los dos son artefactos textuales, mundos de palabras que no permiten el acceso directo al mundo de fuera. Ya que la ficción y la historia pertenecen a la misma clase en cuanto a su estructura narrativa, nada impide establecer una poética del discurso histórico que tome en serio la historia como escritura, tarea a la que se ha dedicado Hayden White en su Metahistoria (1992)12. Para diferenciar la narración histórica de la novelesca, tendremos que salir de las fronteras del texto, considerar la novela histórica dentro del proceso de la comunicación literaria, e introducir en nuestras reflexiones su emisor y su receptor. Como lo ha expresado muy convincentemente Segre: Mimesis y ficción establecen una dialéctica: en la cual tiene una relativa importancia la efectiva relación con lo real (regida, directamente, por las convenciones literarias y, mediatamente, por las convenciones del mundo subyacente), mientras que tiene una importancia mucho mayor el intento comunicativo del escritor, la finalidad que él atribuye a la formulación de 'modelos' (Segre 1985: 255-256).
3.3. La novela histórica en sus aspectos comunicativos Existen fenómenos textuales inexplicables fuera de la relación emisortexto-receptor: la ironía, por ejemplo, «manera de expresar una cosa, que consiste en decir, en forma o con entonación que no deja lugar a duda so12 Para llevarla a cabo, White echa mano de unas categorías típicas de la crítica literaria. Paul Ricoeur observa que White, al tomar prestadas sus categorías
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bre el verdadero sentido, lo contrario de una cosa», según María Moliner. Creemos que el estatuto de la novela histórica entre la novela 'sin atributos', por un lado, y el discurso histórico, por otro, sólo se puede precisar teniendo en cuenta las intenciones del emisor y las expectativas del receptor. En la comunicación literaria como en la conversación, aunque en la primera no existe posibilidad de reacción inmediata, emisor y receptor, autor y lector tienen que compartir un idioma, ciertas convenciones propias al tipo de discurso en que se mueven, ciertos conceptos relativos al contexto en que se produce la comunicación y ciertos conocimientos 'enciclopédicos' acerca de lo que puede ocurrir o haber ocurrido fuera del contexto comunicativo, en 'el mundo'13. Emisor y receptor distinguen entre discursos que inciden directamente sobre la realidad y otros que no, si no la comunicación es inconcebible. Paul Ricoeur recuerda que los textos literarios llevan al mundo una experiencia. Cuando los textos literarios contienen alegaciones sobre lo verdadero y lo falso, la mentira y el secreto, lo que reintroduce la dialéctica del ser y del parecer, la poética estructuralista y postestructuralista tiene por efecto de sentido lo que ha decidido llamar ilusión referencial. Pero el problema de la relación entre la literatura y el mundo del lector no queda desde luego abolido, sino solamente diferido. Las llamadas ilusiones referenciales exigen una teoría detallada de las modalidades de veridicción. Según Ricoeur, el que tiene por no pertinente el impacto de la literatura en la realidad cotidiana ratifica el prejuicio positivista que pretende combatir: sólo lo empíricamente observado y lo científicamente descrito merece la calificación de real (Ricoeur 1983: I, 149). La historia y la novela tienen cada una sus objetivos particulares, y nos parece digna de mención la fórmula utilizada por Paul Veyne: la historia es una ciudad que se visita por el mero placer de ver los asuntos humanos en su diversidad y su estado natural, sin buscarle cualquier otro interés o cualquier belleza (Veyne 1971: 25-26)14. precisamente a Northrop Frye, entre otros, se equivoca de modelo ya que Frye es un celoso guardián de la frontera entre la ficción, que concierne lo posible, y la historia, que concierne la realidad (Ricoeur 1983: I, 288-289). 13 Para las relaciones entre la comunicación real y la comunicación literaria, véase Wolfgang Iser (1982). 14 A partir de aquí podríamos volver a oponer las diversas maneras en que la novela y la historia se sirven de su reserva de recursos pero nos parece más prudente referir al lector interesado a la cuarta parte de Temps et r'ecit, Le temps raconte, donde Ricoeur analiza la 'refiguración cruzada' de los efectos conjuntos de
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Philippe Hamon pretende describir el realismo literario como una situación comunicativa global cuyos presupuestos analiza y, propone, lo que llama el «pliego de condiciones» del proyecto realista, que traducimos a continuación: 1. el mundo es rico, diverso, abundante, discontinuo, etc.; 2. puedo transmitir una información (legible, coherente) acerca de este mundo; 3. el lenguaje puede copiar la realidad; 4. el lenguaje es secundario frente a la realidad (la expresa, no la crea), le es 'exterior'; 5. el soporte (el mensaje) tiene que borrarse al máximo (la 'casa de vidrio' de Zola); 6. el gesto productor del mensaje (estilo, enunciación, modalización) tiene que borrarse al máximo; 7. mi lector tiene que creer en la verdad de mi información sobre el mundo (Hamon 1982: 132-133).
Para caracterizar el proyecto de Galdós, el punto dos podría convenir perfectamente: la novela, sin dejar de ser novela, puede transmitir información sobre la historia reciente. Pero este 'pacto' podría caracterizar tanto un discurso histórico no literario como una novela realista. Podría incluso servir de base a cualquier discurso didáctico o crítico, por ejemplo al presente estudio. El pacto diseñado por Hamon funciona para mostrar qué tipo de relaciones Zola estableció con su público pero, ¿sirve para todas las novelas de la gran familia realista? ¿Se esfuerzan todas las novelas realistas —o todas las novelas históricas— por borrar el 'gesto' de su producción, por ejemplo? La lectura asidua de Galdós y sus críticos recientes nos enseña que no. Puesto que el contrato ideado por Hamon parece servir para varios tipos de texto, ¿cómo distinguiremos un texto cuyo autor quiere 'copiar lo real' de un texto cuyo autor finge querer 'copiar lo real'? ¿Existen 'recetas' para diferenciarlos sin ambigüedad? A la vista de lo que precede, tendremos que enfocar de otra manera el posible pacto entre el autor y el lector. Ricardo Gullón ya hizo una sugerencia interesante en su estudio de la primera serie de los Episodios: (...) el acto de escribir es en la novela histórica un tácito compromiso entre la libertad imaginativa y el hecho de que el lector sabe que algunos de los elementos utilizados fueron ya sustanciados en forma de relato. No se trata de enfrentarse con ese relato ya actual, sino de proyectar sobre él luz que preci-
la historia y de la ficción en el plano de la acción y la pasión humanas (Ricoeur 1983: III, 184).
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se su sentido y su significado, en un marco de referencia —la novela— donde puede parecer que es lo mismo, pero no lo es (R. Gullón 1972: 302).
Si el autor quiere que sus lectores 'traguen' su novela, no se permitirá demasiadas extravagancias con personajes y acontecimientos históricos; aunque cambian de naturaleza al integrarse en una novela, el lector suele tener una imagen preconcebida de ellos15. E§ta limitación sirve, por otro lado, tanto para relatos donde lo histórico no es el foco de atención privilegiado como para las novelas históricas. Pocas son, efectivamente, las novelas realistas que no mencionen ningún fenómeno, personaje, acontecimiento histórico. Pero la reflexión de Gullón sí nos ayuda a distinguir la novela del discurso histórico. Cuando leemos un discurso histórico, nuestro marco de referencia es la realidad; cuando leemos una novela histórica, nuestro marco de referencia es la literatura. Esta distinción es posible únicamente si tomamos en cuenta el aspecto pragmático de la comunicación16. He aquí un elemento básico para un eventual contrato de lectura para la novela histórica, necesario para fundamentarlo pero insuficiente para distinguirlo de un contrato para la novela en general. Veamos ahora lo que ocurre del lado del lector. La novela histórica sólo es posible cuando el lector tiene ya una base suficiente para reconocer y clasificar hechos y personajes en históricos e inventados. Cuando el autor duda del conocimiento histórico previo del lector, pone un prólogo en el que explica cuáles son los personajes y los acontecimientos históricos y cuáles los inventados, y si es muy 'honesto', añade los cambios que ha efectuado. Como Galdós escribía para un público relativamente 15
Paul Ricoeur observa que «(...) on se tromperait gravement si on (...) concluait que [les] événements datés ou datables entraînent le temps de la fiction dans l'espace de gravitation du temps historique. C'est le contraire qui a lieu. Du seul fait que le narrateur et les héros sont fictifs, toutes les références à des événements historiques réels sont dépouillées de leur fonction de représentance à l'égard du passé historique et alignés sur le statut irréel des autres événements» (Ricoeur 1983: III, 233). 16 Pierre Emmanuel Cordoba expresa la misma idea cuando aboga por una reintroducción de la pragmática: «Je plaide donc pour une réintroduction en théorie littéraire des notions d'auteur, de lecteur et de personnage ainsi que des contextes d'énonciation, de réception et de référence. Je crois que tout cela ne peut se comprendre, avec un minimum de rigueur, qu'à l'intérieur du cadre de la pragmatique. Celle-ci permet de distinguer entre les 'énonciations sérieuses' à réfèrent dans le monde réel et les 'énonciations pas-sérieuses' à réfèrent dans un monde de fiction. Or on n'est pas sérieux quand on fait des romans» (Cordoba 1984: 41).
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familiarizado con su tema, no tenía la necesidad de hacer este tipo de aclaraciones previas. Para el lector de hoy, el asunto se complica bastante cuando Galdós menciona de paso, y mezclados con personajes inventados, personajes que en la historia representaron un papel muy secundario. El lector actual, y más si no es español, tiene a veces que consultar una enciclopedia para salir de dudas. Es que cada autor tiene en mente un público hipotético o 'autorial' cuando construye retóricamente un texto. Peter Rabinowitz, de quien prestamos el término, observa que, como los filósofos, historiadores o periodistas, los novelistas no pueden escribir sin hipótesis sobre las convicciones, los conocimientos enciclopédicos y la familiaridad con ciertas convenciones de sus lectores potenciales. El éxito de la obra depende en parte de lo acertado de estas hipótesis. La estructura de una obra se ha diseñado para el público 'autorial' del autor, y el lector real tiene que compartir de algún modo las características de este público para poder comprender la obra (Rabinowitz 1977: 126127). La dificultad de leer obras que pertenecen a una cultura alejada en el espacio o en el tiempo se debe a la distancia entre el público 'autorial' y el actual, y en nuestro caso puede explicar el que los Episodios Nacionales no sean muy leídos fuera de España. Como se ve, el pacto entre autor y lector difícilmente se concibe fuera de una situación cultural concreta. La distinción entre cosas y personajes históricos e inventados y la conciencia de que lo histórico en un contexto novelesco no es lo mismo que en un contexto de discurso histórico, constituyen pues, elementos importantes en el contrato entre autor y lector y reparten las responsabilidades entre los dos. ¿Habría otros aspectos que pudieran servir de cláusula en un eventual contrato de lectura entre los autores de novelas históricas y sus lectores? Veamos otro punto, que ha surgido ya en el comentario del pacto de Hamon: el estatuto del narrador. Como observa acertadamente Michel Jarrety (1982: 80) en un artículo dedicado a Valéry no hay equivocación posible entre novela e historia si el lector observa el trabajo del autor. En el discurso histórico, el 'yo' o el 'nosotros' del narrador, si es que aparece, coincide con el 'yo' del autor de carne y hueso y sirve para comentar, no para narrar; debe haber un narrador central que nunca es personaje. Igual ocurriría en el relato realista si el contrato de Hamon fuera generalizable. Pero sabemos que en el discurso novelesco realista el autor puede optar por imitar al historiador, aunque no está obligado a hacerlo. ¿Y el escritor de novelas históricas, tiene la misma libertad de opción? Veamos el ejemplo del primer narrador de la cuarta serie, Pepe Garría Fajardo: dice 'yo' y es personaje que interviene en la acción que cuenta. Galdós opta aquí por no imitar el dis-
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curso histórico y escoge un procedimiento claramente novelesco no permitido al historiador. El escritor, incluso el escritor realista, tiene más opciones que la de borrar el soporte de la comunicación. Parece difícil inscribir dentro del contrato de los novelistas realistas la obligación de presentar narradores distantes y dignos de confianza. Esta comprobación hace surgir la pregunta de si se pueden concebir contratos válidos para un grupo de autores. ¿Incluye el contrato entre Galdós autor de novelas históricas y su lector una reconfortante cláusula que estipula que los narradores se pueden creer bajo palabra? Nos parece que no. Los historiadores de ideas que sometieron a análisis los Episodios Nacionales no se hicieron este tipo de preguntas y a veces asimilaron sin más las opiniones emitidas por narradores o personajes galdosianos a las opiniones de Galdós, como si, tratándose de un autor realista, las precauciones fueran superfluas. Ricardo Gullón pone de relieve los diferentes estratos de la comunicación literaria y observa qué puede pasar si no se respetan. Se pregunta: ¿Se mantendrá el lector en la relación estructural con el narrador que la novela presupone? ¿O se zafará de ella para remontarse al autor y acaso chocar con él? ¿Y no será posible, incluso, ir más lejos e imaginar un lector que del Galdós autor vaya al Galdós hombre, como si se tratara de una sola entidad? (R. Gullón 1974: 55).
Al escoger el medio inicialmente ambiguo de la novela histórica, Galdós se exponía quizá a que sus lectores se salieran de su papel, asimilando el contenido de los Episodios a un ensayo; lo que es contrario al pacto novelesco en general, tal como lo describe muy claramente Germán Gullón: Al abrir una novela pactamos tácitamente con su autor: aceptaremos cuanto diga como verdad —ficticia, claro está—-. Gracias a esta cláusula esencial, la lectura de la novela se diferencia de la lectura del ensayo, en la que sólo se rinde la atención, reteniendo el lector el inalienable derecho a disentir, a mantener una opinión distinta de la autorial. El pacto tácito entraña una total sumisión del lector, siempre y cuando el autor mantenga la coherencia del relato, bien sea ésta temática, estructural o simbólica (G. Gullón 1983: 21).
Como lo demuestran ya las diferentes figuras de narrador posibles, parece difícil establecer un contrato de lectura para todas las novelas históricas. Probablemente podríamos multiplicar aún las distinciones si integrásemos más novelas históricas en nuestro planteamiento provisional o si investigáramos el estatuto de los personajes en la novela histórica. A esta diversidad de los pactos imaginables corresponde probablemente la indestructible vitalidad de la novela histórica.
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3.4.
Un pacto de lectura
para los
Episodios Nacionales
Vamos a sugerir un contrato provisional entre Galdós autor de novelas históricas y su lector, en el que recogeremos lo esencial de lo que hemos planteado a lo largo de este capítulo. Empezaremos por las cláusulas referentes al autor: Primera, la historia reciente de España se puede conocer y escribir. Segunda, el conocimiento de la historia reciente de España es necesario para comprender la España de hoy (es decir, la España del momento de la enunciación
galdo-
siana). Tercera, la elección de un modelo discursivo como la novela, que no hace referencia directa al mundo real, no imposibilita la transmisión de este conocimiento. Cuarta, la elección de un modelo discursivo como la novela, que ofrece posibilidades narrativas cerradas al discurso hist'orico, invita a una lectura diferente de la de un discurso hist'orico y, por el tipo de lectura diferente que exige, puede aumentar la eficacia pedagógica de mis libros.
El lector aporta ciertos conocimientos históricos —lo mínimo que necesita para distinguir como históricos algunos sucesos y personajes—, y ciertos conocimientos culturales —sabe que una novela no se lee de la misma manera que un discurso histórico—. Está dispuesto, además, a suscribir el pacto que el autor le propone. Nuestro análisis de la cuarta serie servirá para comprobar si este pacto hipotético se puede mantener y para analizar cómo lo cumple Galdós. Nos parece que así podremos integrar fructíferamente los resultados de un método de análisis formal en el nivel de los textos dentro de una visión pragmática sobre el problema de los géneros literarios que englobe el papel del lector.
CAPÍTULO II LA CUARTA SERIE DE EPISODIOS NACIONALES: ¿UN TODO COHERENTE?
Más de un crítico se ha ocupado de cómo hay que leer los Episodios: como novelas sueltas o agrupadas en unidades más amplias. Es una pregunta importante, porque es el modo de leer la serie el que determina el análisis de su organización. Existe un documento que nos muestra que Galdós mismo concibió las series como unidades de diez novelas. Rodolfo Cardona ha reproducido una hoja suelta, en la cual Galdós escribió en una cara unas cronologías de hechos históricos que le interesaban y en la otra cara diez posibles títulos. Cardona yuxtapone los títulos de la hoja y los de los Episodios tales como los conocemos: El año loco, [que se convierte en Las tormentas del 48], Narváez. Bravo Murillo. [Los duendes de la camarilla]. La revolución de julio. O'Donnell. África El-Mogreb. [Aita Tettauen], Carlos de la Rápita. [Carlos VI en la Rápita], Méndez Núñez. [La vuelta al mundo en la Numancia. Méndez Núñez era el nombre del comandante de «La Numancia»]. Prim. Fin de un reinado. [La de los tristes destinos]. (Cardona 1968: 122).
Aunque el propósito de un autor y el análisis de un crítico pertenecen a órbitas diferentes, creemos que este documento basta para archivar la reorganización de la cuarta serie intentada por Juan Ignacio Ferreras, quien, para fundamentar su idea de «los cinco protagonistas de los Episodios
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Nacionales» le enmienda el esquema a Galdós. La cuarta serie comprendería todo el reinado de Isabel II, luego habría que cambiar de serie Bodas reales, más las dos primeras novelas de la quinta serie (España sin rey y España trágica, que tratan en el fondo de los primeros años después del exilio de la reina). Ferreras basa su intervención en el hecho de que esta enriquecida cuarta serie, «posee un solo protagonista, Pepe Fajardo, y sus dobles, Confusio o Santiuste, y Vicente Halconero» (Ferreras 1976a: 13). Suponemos que Ferreras quería quitarse de encima las dos primeras novelas de la quinta serie, que en cuanto al tratamiento literario del tema se parecen mucho a las diez anteriores. Los cuatro últimos Episodios presentan marcados rasgos fantásticos, ausentes de las series anteriores. La crítica galdosiana ha subrayado que los Episodios constituyen un continuo, lo que permite presentar las etapas de una evolución (Rodríguez 1967: 18). Al fluir de la historia corresponde el fluir del relato, lo que sería un argumento para leer más bien un conjunto que diez novelas separadas. La misma denominación de Episodios nos puede ayudar a comprender cómo hay que leer estos libros: un episodio es una unidad que sólo funciona de manera óptima dentro de un conjunto más amplio, una serie. Un ejemplo banal, pero ilustrativo: uno puede mirar un episodio de una serie televisiva de gran éxito y hacerse más o menos una idea de lo que está pasando; pero para poder disfrutar plenamente hay que seguir el desarrollo de la serie en el tiempo. Ricardo Gullón toma igualmente en serio las implicaciones del término: Episodio quiere decir acontecimiento perceptible como unidad separada pero conexa con una totalidad a la que es incidental. Por eso es imperativo entenderlo (leerlo) en función de un conjunto cuya carga gravita sobre el texto y por su propio peso dirige la lectura (R. Gullón 1979: 152).
Si consideramos el conjunto de los 46 Episodios, vemos que los criterios para articular sin equívocos esta continuidad se hacen cada vez menos obvios. El criterio más utilizado para juzgar la cohesión de los Episodios son los protagonistas. Para las dos primeras series, el peso de los protagonistas es tanto que varios críticos lo han tomado como motivo suficiente para concluir a su fundamental unidad. José F. Montesinos considera las dos primeras series como dos unidades coherentes, «dos novelas en diez tomos», porque los unifica, entre otras cosas, la personalidad de los protagonistas Gabriel Araceli y Salvador Monsalud (Monte-sinos 1980:1, 76-77). Una idea similar encontramos en un trabajo de Ricardo Gullón, que considera la primera serie como una «gigantesca novela por entregas» (R. Gullón 1960: 59). Alfred Rodríguez sigue este razonamiento para la primera serie, pero me-
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nos para la segunda, porque allí hay otros personajes que le disputan el primer plano a Monsalud (Rodríguez 1967: 76). La tercera serie también tiene un protagonista central, Fernando Calpena, ausente, sin embargo, de la primera y de la última novela de la serie. Pero en la cuarta serie todo deja de ser sencillo. Rodríguez distingue en ella siete 'novelas': las centrales que giran en torno a Fajardo, Santiuste, Santiago Ibero, y las periféricas de Lucila Ansúrez, Virginia Socobio, Teresita Villaescusa y Diego Ansúrez (Rodríguez 1967: 140-141). Hinterhaüser echa mano de los términos de 'novela de personaje' (proceso de desarrollo y formación de los protagonistas) y 'novela de acontecimiento' (trama amorosa con diversas formas de happy end), acuñados por Wolfgang Kayser en Das sprachliche Kunstwerk y distingue en la cuarta serie cinco novelas de acontecimiento y de personaje: las de Pepe Fajardo, Lucila Ansúrez, Santiuste-Confusio, Diego Ansúrez e Iberito (Hinterhäuser 1963: 232). Desde luego, la acepción diferente, hasta figurada, en la que los dos críticos utilizan la palabra novela no facilita la clara comprensión del problema. Desde otro ángulo, Antonio Regalado cuenta tres protagonistas (Fajardo, Santiuste, Ibero) —o cuatro, si se incluye a Diego Ansúrez (Regalado 1966: 366). El uso del criterio de los protagonistas no parece, por lo tanto, dar lugar a resultados unívocos y las ventajas de una segmentación basada en ellos no parecen claras. Creemos que entre los críticos citados se produce una confusión de planos: los personajes mencionados son protagonistas de una o varias novelas, pero en el nivel de la serie siguen funcionando como procedimiento unitivo aun cuando desaparecen del primer plano. 1 . ANÁLISIS DE LOS PAPELES ACTANCIALES
Para hacer justicia a los personajes como factores de cohesión, nos parece que hay que recurrir a un método algo más riguroso. Partiremos del esquema actancial de Greimas (1986: 180)1 para organizar las relaciones funcionales entre los personajes:
Destinador
-»
Objeto
Ayudante
-»
Sujeto
-»
Destinatario
«-
Oponente
Î
1 El modelo de Greimas que el autor denomina «modèle actanciel mythique» distingue los seis rôles actanciales, «Destinateur», «Destinataire», «Sujet», «Objet»,
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En este esquema, varios actores pueden representar el mismo papel actancial, y un actor2 puede cumular varios papeles. Como la cuarta serie no tiene un protagonista central, partiremos de un análisis novela por novela. Las tormentas del 48
El resumen elemental de esta novela podría ser el siguiente: Pepe Fajardo anhela la libertad y el amor y los pierde. Sus aventuras en Roma y en Madrid serían entonces paralelas: pierde a Barberina y no consigue a Eufrasia. La similitud de los dos papeles femeninos queda reforzada por el hecho de que Eufrasia, en el momento de su primera aparición, se presenta a Fajardo bajo un disfraz: precisamente el de Barberina. Las dos constituyen el Objeto primerizo del joven. Pero el resumen no da cuenta de otro aspecto llamativo del libro, y es que Fajardo no parece ser maestro de su vida: puede ser Sujeto, pero no Destinador, de modo que su Objeto definitivo, María Ignacia, le será impuesto por una instancia superior. Tanto en el episodio italiano como en el madrileño hay una instancia superior de tipo clerical, primero el cardenal Antonelli, luego la hermana de Fajardo, Sor Catalina de los Desposorios (mano derecha de Sor Patrocinio, la monja de las llagas), que deciden por él. Es significativo que Sor Catalina realice la profecía del cardenal: «En Italia te pierdes: gánate en España, donde empezarás por hacer efectiva tu vocación de marido... Tu familia te procurará un buen matrimonio» (T, 1371). Dejando de lado las aventuras italianas, que no constituyen más que un anticipo, el esquema sería entonces: Sor Catalina (Destinador) organiza para Pepe (Destinatario) el matrimonio con la feísima y riquísima María Ignacia (Objeto). Los Ayudantes son en un primer momento el resto de la familia Fajardo y Eufrasia y al final la insolvencia financiera de Pepe; el Oponente es el propio Pepe, que lleva una vida alegre y se niega a perder la libertad. La función del Sujeto es problemática hasta el final de la novela. Pepe sólo acepta la boda con María Ignacia cuando comprende que no hay otra manera sencilla de evitar el escándalo. La concentración de papeles actanciales irreconciliables da cuenta de las contradicciones de Fajardo, superficial y preso en sus propias trampas. Fajardo es un Sujeto «Adjuvant», «Opposant» según la relación indicada. Para la versión española de los términos véase Segre (1985: 306) y Bobes Naves (1985: 71-72). 2 En este nivel de análisis se prefiere el término 'actor' para designar la entidad que lleva a cabo acciones y que puede ocupar un puesto en un esquema actancial, porque no se trata necesariamente de una persona humana (Bal 1985: 13).
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pasivo, que sólo opone protestas formales a la autoridad de su hermana. Sor Catalina no actúa por cuenta propia, sino que es el exponente de todo un grupo, primero familiar —el 'clan' de los Fajardo—, luego sociopolítico, como representante de las fuerzas clericales y conservadoras tan campantes en la sociedad representada en la cuarta serie. Narváez
La familia ha conseguido su propósito: Fajardo (Sujeto) está casado, integrado en las clases pudientes y conservadoras de la sociedad española, en contacto con los prohombres políticos del momento; su vida está hecha. Pero le surge un nuevo Objeto: Lucila Ansúrez, deseada no sólo como mujer concreta, sino como personificación del pueblo: «Amo a Lucila porque amo al pueblo; estos dos amores no son más que uno...» (N, 1523), dice Pepe. Lucila Ansúrez es plenamente Objeto, porque se presenta siempre como una presa codiciable a través de la mirada de los demás: en Narváez no la vemos decir ni una palabra. Lucila constituye un Objeto, no sólo para Fajardo, sino también para el erudito local Bonaventura Miedes que le dedica un amor platónico, y el alcalde de Atienza que la considera como una res, una mercancía apetecible que le gustaría comprar (N, 1477). El Oponente es María Ignacia, y su cambio de condición se transparenta también en el uso renovado que hace de la palabra. En la novela anterior no acertaba a expresarse (N, 1420), pero el matrimonio con el hombre que deseaba agudiza su entendimiento y, una vez sacada de la casa de sus padres, empieza a decir cosas muy inteligentes. Utilizará su inteligencia para evitar que su marido se le escape y le sea infiel con la bella Lucila. Cuando ve a Pepe totalmente trastornado por la persecución de su doble Objeto, se lo lleva a Italia para año y medio. El Ayudante de Fajardo es el erudito local Buenaventura Miedes, que lo pone en contacto con la familia Ansúrez. El Destinador es el sentimiento de culpabilidad de Pepe Fajardo, ahora marqués de Beramendi, que se da cuenta que no merece su estrepitosa ascensión social. El Destinatario es de nuevo Fajardo: quiere a Lucila para sí mismo. Pepe no consigue su Objeto: las fuerzas conservadoras de la sociedad en la que está integrado, representadas por María Ignacia, y su propia desidia, combaten eficazmente su mala conciencia: la fusión con el pueblo es un ideal inalcanzable. Los duendes de la camarilla
De lo que no cabe ninguna duda es que en esta novela, cosa inhabitual en la literatura del siglo xix, el Objeto es un hombre, y encima, un militar,
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Bartolomé Gracián, codiciado por dos mujeres3. Se podría decir que en esta novela hay dos programas narrativos que se entrecruzan, y por consiguiente, dos esquemas actanciales. En el primer esquema, el Destinador sería el amor y el Destinatario, Lucila Ansúrez, también Sujeto, que quiere a Gracián, Objeto. El Oponente lo constituirían las circunstancias políticas y el pasado revolucionario de Gracián, condenado a muerte y perseguido por la policía. Los Ayudantes serían varios: los conocidos de Lucila y del capitán que les proporcionan un escondite y comida, el padre de Lucila que también los ayuda materialmente, y a primera vista, la ex monja Domiciana Paredes, que contribuye al restablecimiento del capitán con medicinas, comida y dinero. Domiciana sólo es Ayudante en apariencia, ya que luego se revela como un Oponente frente a los proyectos de Lucila. El segundo programa tiene también como Destinador el amor, pero como Destinatario, Domiciana que es también Sujeto. Persigue el mismo Objeto que Lucila, Bartolomé Gracián. En este esquema Lucila es claramente el Oponente. Los Ayudantes son varios: hay un Ayudante abstracto, las buenas relaciones de Domiciana con Sor Patrocinio y con el personal del Palacio Real, lo que le asegura la cooperación de las más altas instancias. Gracián no ofrece ninguna resistencia a su rapto, al contrario, colabora en él, y de tal modo se convierte también en Ayudante de Domiciana. Finalmente, las dos mujeres fracasan: Gracián, reedición de Don Juan, no se queda con ninguna mujer. Si consideramos la novela en su totalidad, el primer esquema es más funcional que el segundo, porque integra más datos: la segunda mitad de la novela, dedicada a mostrar cómo Lucila supera la pérdida de su amor, no puede explicarse dentro del segundo esquema, pero sí dentro del primero, ya que allí Lucila sigue siendo Sujeto hasta el final. La revoluci'on de julio
A partir de esta novela, Fajardo deja de ser Sujeto si sólo entendemos por 'acción' una intervención activa en los acontecimientos. Si estamos dispuestos a considerar dos planos narrativos, uno concreto y otro reservado a la reflexión sobre los acontecimientos, podemos llegar a dos esquemas actanciales superpuestos. En el plano de la acción concreta, el
3 La siguiente observación de Diane Urey acerca de la ausencia de héroes masculinos y del protagonismo de las mujeres en la cuarta serie se integra muy bien en este punto de nuestro análisis: «There is another —and apparently overlooked— consideration suggested by this absence of the heroic and of the hero. A
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Destinador podría denominarse la libertad, o la revolución, el Destinatario, Virginia Socobio. El Sujeto sería Virginia, que abandona a su marido, Ernesto Rementería, porque quiere a Leoncio Ansúrez, Objeto, y se esfuerza por todos los medios para guardarlo y seguir viviendo con él. Sus Ayudantes serían Pepe Fajardo, el único hombre de su medio social en el que tiene confianza, y la familia Ansúrez. Los Oponentes serían las familias de Socobio y de Rementería, al principio María Ignacia, que luego se convierte también en Ayudante, y en un nivel más general, la sociedad tradicional con su aparato judicial, representado por el jefe de la policía de Madrid, don Francisco Chico. Pero al lado de este plano concreto, existe un plano de la reflexión. El Destinador sería el sentimiento de insatisfacción de Fajardo que no participa activamente en la vida social y el Destinatario, otra vez Fajardo. Fajardo, Sujeto, interroga a la Historia que se convierte en Objeto. En este nivel, la fuga de Virginia y Leoncio se convierte para Fajardo en tema de investigación y en prototipo de la marcha de la Historia que va analizando. Tiene varios Ayudantes: María Ignacia, que se convierte en co-editora de las Memorias, el policía Sebo, que le proporciona datos procedentes de su experiencia policial, y Rodrigo Ansúrez, que le acompaña en sus escapadas por el Madrid de los barrios populares y le sirve de «escudero» (RJ, 93). O'Donnell La figura central de esta novela es Teresa Villaescusa. Teresa, Sujeto, movida por una profunda insatisfacción vital (Destinador), busca la realización de su personalidad auténtica que es su Objeto. La desea para ella misma, es decir que es también Destinatario. Esta autorrealización toma varias formas. Se trata primero de su emancipación sexual: abandona la casa de su madre y se convierte en la querida de Guillermo de Aransis. Cuando Guillermo rompe la relación, Teresa va escogiendo a nuevos protectores. Después de cierto tiempo, se da cuenta de que no puede conseguir la autorrealización siendo una cortesana, y empieza a verla desde otra perspectiva: quiere vivir una vida sencilla y querer a un hombre solo. De tal modo, Juan Santiuste se convierte en Objeto, porque representa el host of female figures comes to fill the protagonistic void, with roles just as, if not more prominent than, those of the male characters of the Fourth Series» (1989: 102). Desgraciadamente, la crítica feminista todavía no ha empezado la exploración de esta vertiente de la obra galdosiana.
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deseo de Teresa de vivir una vida honrada. Teresa tiene pocos Ayudantes para lograr su propósito: sólo Virginia y Leoncio están a favor de su unión con Juan. Su madre le proporciona siempre nuevos amantes, lo que la convierte en Oponente: contribuye al encierro de Teresa en el tipo de vida que lleva, no a su realización como persona. Al final de la novela, Teresa no logra liberarse de su vida de cortesana. No ha conseguido su Objeto. La comprobación de este relativo fracaso constituye un cierre aceptable de la novela. Pero si consideramos la serie en su totalidad, resulta que el programa de Teresa no está terminado: en el fondo hemos asistido a una secuencia 'tentativa - fracaso de la tentativa', que se repite en Prim y La de los tristes destinos. En Prim vemos cómo Manolita entrega a Leal, el ex amante de Teresa, a la guardia civil, que lo mata cuando intenta escaparse. Este acontecimiento desencadena en Teresa una segunda tentativa para cambiar de vida, saldada por un segundo fracaso: vuelve a Madrid y acepta el amante propuesto por su madre. En La de los tristes destinos asistimos a la tercera tentativa, pero ésta se salda por un éxito: Ibero espera a Teresa en Bayona y se sugiere una vida feliz para la pareja al final del libro. Aita Tettauen4 y Carlos VI, en la Rápita Pepe Fajardo (Destinador) manda a Santiuste (Sujeto) como corresponsal a África, porque quiere información de primera mano sobre la guerra de Marruecos (Objeto). Beramendi quiere esta información para sí mismo, de modo que es al mismo tiempo su propio Destinatario. Santiuste tiene Ayudantes para llevar a cabo su misión: sus amigos en el campo español, Leoncio Ansúrez, Pedro Antonio de Alarcón, el cura castrense don Toribio Godino. Su principal Oponente es su propio temperamento: Juan descubre que no tiene las fuerzas necesarias para aguantar la guerra. Bajo la presión de las circunstancias el enfoque de la misión va cambiando: Juan ya no informará a propósito de las acciones guerreras, sino acerca de las diferentes mentalidades que va descubriendo y que se enfrentan con ocasión de la guerra. Cuando deserta del ejército español para ir a Tánger, sigue informando acerca de la cultura sefardí en la que intenta penetrar. A partir de este momento podríamos decir que coexisten dos programas narrativos: el de Beramendi y el de Juan. El Objeto se desdobla: por un lado, un aspecto abstracto, colectar información, por otro, una perso-
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Aita Tettauen significa «guerra en Tetuán» en árabe.
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na concreta: Yohar, la bella judía. El segundo programa se esboza como sigue: el temperamento enamoradizo de Juan y sus peculiares ideas acerca del sacerdocio ideal (Destinador) impulsan a Juan (Sujeto) a enamorarse febrilmente de cualquier mujer que se le presenta (Objeto, aquí Yohar). Juan es igualmente Destinatario. Para esta parte del programa tiene un Ayudante, Mazaltob, una judía vieja que hace de Celestina, y varios Oponentes, El Nasiry, vagamente enamorado de la joven, y el padre de Yohar, Riomesta. Vemos que el final de Aita Tettauen no constituye un cierre lógico: ni Juan da su misión por terminada, ni Beramendi le comunica que prescinde de sus servicios. Carlos VI, en la Rápita es la continuación lógica de la estructura empezada en la novela anterior. Además, el propio Beramendi se muestra explícitamente de acuerdo con la adaptación del Objeto: Desengañado Juan: Si no quieres referir cosas de guerra, refiere cosas de paz; si te repugnan los asuntos públicos, ya sean militares, ya políticos, cuéntame los tuyos, que en muchos casos las historias de hombres aislados y sueltos cautivan más que las de tribus o naciones (CR, 337).
En Carlos VI, en la Rápita continúan los dos programas narrativos cuyo Sujeto coincide. Lo interesante aquí es que El Nasiry funciona como Ayudante para la continuación de la misión histórica —le proporciona a Juan numerosos datos acerca de la cultura árabe y le ofrece la oportunidad de aprender a través de la experiencia—, pero como Oponente en el programa amoroso: hace imposible la conquista de la bella Ehrimo (la segunda versión del Objeto amoroso). La misión de cronista se redefine una vez más, cuando Santiuste vuelve de África y dispone de tres días para prepararse para otro viaje, esta vez al interior de la Península, pero con el mismo objetivo. Se confirma la estructura actancial del primer programa, y tampoco cambia el segundo. Aquí, como en la primera parte de la novela, Juan tiene un Ayudante en su misión histórica para Beramendi, el arcipreste don Juan Ruiz, que en largas conversaciones le explica cómo la sublevación carlista mal planteada tenía que fracasar irremediablemente. El arcipreste es el Oponente de Santiuste en el segundo programa, ya que le persigue cuando rapta a Donata, la tercera versión del Objeto amoroso. Como en la novela anterior, se puede hablar de varias secuencias de 'tentativa-fracaso de la tentativa': primero, pierde a Yohar; segundo, no consigue a Ehrimo; tercero, pierde a Donata. Este último resultado no se comunica hasta el principio de La vuelta al mundo en la «Numancia» (VM, 432). La conquista amorosa
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es un fracaso en toda regla, la misión informativa se lleva a cabo, pero el provecho es enteramente para Beramendi. No parece que Juan aproveche la lección que pudiera sacar de sus andanzas a través de las tres culturas de la España medieval. La vuelta al mundo en la «Numancia» La ruptura con la visión tradicional de la familia (Destinador) incita a Diego Ansúrez (Sujeto) a recuperar el amor de su hija Mara (Objeto) que había huido de su padre porque éste no había dado su consentimiento para su matrimonio con el peruano Belisario Chacón. El Destinatario es el propio Diego. Su primer Oponente es Belisario, el raptor de la niña, que luego se ha casado con ella y que resulta ser millonario. Poco a poco Belisario pierde el estatuto de Oponente, para convertirse también en Objeto del amor paternal de Diego. El verdadero Oponente es el cabo Binondo, que ayudó materialmente a Belisario en el rapto y que quiere privar a Diego de la posibilidad de una reconciliación. Se podría decir que el primer Ayudante es el barco, la Numancia, que casi se transforma en persona y le proporciona seguridad y ocupación; luego puede contar con el maquinista Fenelón, que a lo largo de múltiples discusiones, le ayuda a ver claro en sí mismo. La novela se termina por un final feliz: Diego consigue su Objeto ya que vuelve a encontrar a su hija y a Belisario. Prim El ambiente imperialista del momento combinado con la lectura de obras épico-históricas (Destinador) constituyen para Santiago Ibero (Sujeto) la incitación para ir a buscar la gloria (Objeto) en el ejército del general Prim que saldrá para Méjico a fin de reconquistar el país. Por lo menos, esto es lo que cree Ibero. Busca la gloria para sí mismo, luego es el Destinatario de su propia búsqueda. Recibe poca ayuda: salvo el sargento Milmarcos (Ayudante), que estuvo al servicio personal de Prim durante la campaña de África, nadie toma en serio el proyecto del joven. Su amigo Juan Maltrana, representativo del ambiente madrileño en el que la figura de Prim no resulta tener el aura que Ibero se imaginaba, es el Oponente, que intenta convencerle de que cambie sus planes. La búsqueda de Ibero es un fracaso: llega a Madrid cuando Prim acaba de salir para Méjico. Las desventuras subsiguientes de Ibero van a modificar la naturaleza de su Objeto: es preso por conspirador y llevado a una fortaleza de la que consigue escapar. Cuando se encuentra solo, yendo a la deriva en un bote
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en el Mediterráneo, es salvado por el capitán Ramón Lagier, partidario de Prim. Ibero no abandona la afición a hacer cosas grandes, pero estas hazañas ya no toman el aspecto de la conquista de países extranjeros sino el de la revolución en España, siempre bajo la bandera de Prim. Junto con este Objeto primordial, Ibero persigue otro: Salomita. Lo que guía al personaje ya no es el recuerdo de hazañas bélicas del pasado, sino el espíritu revolucionario, que se convierte en nuevo Destinador. En el curso de la novela, este Destinador adquiere a veces una cara concreta: Clavería, Chaves, Muñiz, colaboradores de Prim, confían diferentes misiones al joven. Al final de la novela, Ibero no ha conseguido ninguno de sus objetivos: la sublevación del cuartel de San Gil degenera en una carnicería, Salomita se ha ido a Francia con sus padres. Si nos limitamos al análisis de Prim, Ibero es un Sujeto fracasado. Este esquema por sí solo no hace justicia a la complejidad de la novela. Hablando de O'Donnell anunciamos ya que el programa narrativo de Teresa Villaescusa se continuaba en Prim y en La de los tristes destinos. Efectivamente, si dejamos fuera a Teresa, quedan sin integrar las escenas capitales de Prim: las largas conversaciones entre Teresa e Ibero, primero en el pueblo cerca de Valencia donde llega Prim para encabezar un pronunciamiento, y luego en Urda, cuando Teresa, huyendo de su madre, busca refugio entre los seguidores del general. Aquí se entrecruzan dos programas: Teresa busca una vida más auténtica y se interesa por Ibero que la vive; poquito a poco, su Objeto se concretizará y tomará la cara del joven. En el programa de Ibero, Teresa todavía carece de función: cuando Clavería le confía una misión en Madrid, se va inmediatamente sin despedirse. Pero se entrelaza un tercer programa con los dos ya mencionados: el de Pepe Fajardo. El marqués de Beramendi (Destinador) mantiene a Santiuste (Sujeto) para que le escriba un libro de historia, la Historia l'ogico-natural de los españoles de ambos mundos (Objeto). De tarde en tarde, Santiuste viene a dar cuenta de los progresos de su obra a Beramendi, que quiere obtener una visión más clara de la Historia de su tiempo y es por c o n s i g u i e n t e el D e s t i n a t a r i o de este trabajo. La relación entre Beramendi y Santiuste no ha cambiado desde Aita Tettauen; lo único que se ha modificado son los términos del contrato: ya no se trata de ir a observar 'in situ', sino de escribir una versión alternativa de la Historia de España. La unión del programa de Beramendi con los otros dos se hace en el nivel de los actores secundarios que no tienen una función en los esquemas actanciales: Clavería, amigo del padre de Santiago, conoce a Beramendi y le pide ayuda para volver a encontrar al chico. Al final de
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la novela nos damos cuenta de que ninguno de los tres programas ha llegado a un verdadero término. Para ver cómo se resuelven hay que tomar en consideración también la última novela de la serie. La de los tristes
destinos
El programa de Santiago Ibero continúa: sigue persiguiendo su ideal revolucionario. Al desengaño de la partida para Méjico se añade el de la cuartelada de San Gil al cabo de la cual termina en la cárcel. Incluso después de su liberación lo persigue la policía y tiene que huir a Francia. Allí encuentra a Teresa, y se completa su programa mediante un tercer Objeto: al ideal revolucionario y al recuerdo de Salomita se sobrepone un amor concreto, el de Teresa. Progresivamente, los programas de ambos se van haciendo complementarios: el Objeto que anhela Teresa, una vida auténtica, se identifica con Santiago, y al ideal de revolución política de Santiago se sustituye un ideal de revolución privada: Teresa. El tercer Objeto de Santiago va a eliminar progresivamente los demás: la sublevación en el Pirineo aragonés en la que participa constituye otra decepción, y como Salomita se ha metido a monja, desaparece el idilio platónico del joven. Pero el momento clave de la transformación es la revolución de septiembre: la batalla fratricida de Alcolea y el comportamiento del nuevo personal político le dan asco. El Objeto definitivo de Santiago Ibero será su liberación individual: «Cada cual obedece a sus propias revoluciones» (TD, 757). Su programa y el de Teresa han llegado a ser idénticos. Además, se convierten en Ayudante de la realización del programa del otro. Los Oponentes son los representantes de la moral tradicional —Santiago Ibero, padre— y del 'establishment' político. El programa de Beramendi queda sin terminar: Santiuste no termina su libro, al contrario, integra el futuro en su visión de la Historia. Si en el nivel de los programas de Teresa y Santiago vemos que hay una fusión que se proyecta hacia el futuro, observamos que el programa histórico de Beramendi queda igualmente abierto. La utilización del esquema de Greimas muestra claramente cuáles son los actores que cumplen una función importante dentro de la progresión de la serie y nos proporciona una visión más clara de su cohesión. Si hay novelas que forman una unidad cerrada en sí misma —Los duendes de la camarilla,
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en la «Numancia»—
y q u e p u e d e n leerse in-
dependientemente del resto de la serie sin que falte al lector información primordial para darse cuenta de las relaciones funcionales entre actores,
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hay otras cuyo esquema actancial y desarrollo narrativo no resultan nada satisfactorios si no se completan por la información proporcionada en novelas posteriores. Es lo que ocurre en Aita Tettauen —Carlos VI, en la Rápita y Prim— La de los tristes destinos. A veces el desarrollo de la progresión narrativa se ve interrumpido durante varios Episodios: tenemos que esperar Prim para saber si Teresa va a conseguir o no el objetivo que se había propuesto en O'Donnell. Así queda asegurada la cohesión de la serie como tal. Los esquemas actanciales nos han enseñado también que hay una gran variedad en la construcción de 'intrigas' novelescas: las hay muy sencillas, como la de La vuelta al mundo en la «Numancia» y más complejas, como en Los duendes de la camarilla o en Aita Tettauen-Carlos VI, en la Rápita donde se entrecruzan varios programas que tienen uno o más actores en común. Todos los actores que cumplen una función clave en las estructuras actanciales, son personajes de ficción, no personajes referenciales. En el nivel de los personajes ficticios los hilos más sólidos que se tienden de una novela a otra son Pepe Fajardo y la familia Ansúrez. Se tornan en el papel de protagonistas y a partir de la segunda novela el lector atento se percata de su presencia continua, aunque sólo sea en una tenue alusión. Se esboza un juego de ecos entre los papeles sucesivos que desempeñan los personajes y que pasan de unos a otros: los perseguidores — d e amor, de poder, de conocimiento— se convierten en perseguidos, los activos se transforman en contemplativos. Los personajes no ficticios y los acontecimientos históricos en general constituyen otro factor de cohesión, en el sentido en que al integrar la materia histórica, el autor está obligado a respetar su rumbo, conocido por el lector. Nuestro rápido repaso sugiere ya en qué medida se organiza en las novelas un contrapunto entre el nivel de la historia con minúscula y la Historia grande 5 . Por lo que se refiere a la conexión entre el plano de la Historia y el de la historia novelesca, podemos observar que en la primera novela el paralelismo no es explícito. En las novelas sucesivas, la Historia grande tuerce el curso de la historia chica de un modo evidente: la ascensión de Teresa resulta inexplicable fuera del clima creado por la llegada al poder de O'Donnell, Juan Santiuste llega a Marruecos como corresponsal de guerra. ¿Hasta qué punto se convierte este contra-
5 La palabra 'historia' es eminentemente rica en acepciones. Para evitar confusiones vamos a escribir 'Historia' (con mayúscula) al referirnos al «conjunto de todos los hechos ocurridos en tiempos pasados» y a «la narración de estos hechos». Las definiciones son de María Moliner.
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punto en mecanismo que predetermina la suerte de los personajes? Es evidente que la importancia de la Historia para la cuarta serie sólo queda vagamente delineada después del análisis de los acontecimientos nucleares. Es una pregunta que trataremos con más detalle al tratar de la visión de la Historia en la cuarta serie. 2 . CONFIGURACIONES DE PERSONAJES
Este conjunto de diez novelas puede plantear problemas de legibilidad para el lector: la memoria tiene sus fallos. La obra contiene, sin embargo, elementos que permiten compensar los límites de la memoria. Circulan numerosísimos personajes, tanto literarios como referenciales; estos personajes se relacionan unos con otros mediante el trabajo, el compañerismo, la amistad, el amor, las afinidades políticas y mediante lazos familiares. El lector se ve enfrentado con una sociedad ficticia organizada según un modelo familiar flexible, lo que crea una sensación de coherencia. Así aumenta la legibilidad: cuando el lector se encuentra con un personaje entroncado en cierta familia, acerca de la que ya posee información, puede situar mejor al personaje y analizar la manera en que se identifica con o se diferencia de su contorno familiar. Esta configuración basada en las familias no es específica ni de Galdós ni de la literatura española. Zola estructuró Les Rougon-Macquart sobre la base de una familia, y su serie cubre los años del segundo imperio francés (1851-1871), aproximadamente los mismos que la cuarta serie (1847-1868). La Forsyte Saga de John Galsworthy constituye un ejemplo de la afición de los lectores de principios del siglo xx y de los telespectadores de los años setenta a estos grandes conjuntos novelescos basados en la historia de una familia. Nos proponemos analizar algunos conjuntos familiares en que se estructuran los múltiples personajes de la cuarta serie y determinar qué función cumplen para la coherencia del conjunto. Las constelaciones de personajes extienden sus ramificaciones a través de toda la obra galdosiana y se recogen en una antigua y poderosa imagen: la metáfora del árbol. 2.1. La familia Fajardo La primera familia con la que el lector de la cuarta serie entra en contacto es la familia Fajardo. Al principio de sus Memorias, Pepe Fajardo informa sobre la edad y las ocupaciones de sus hermanos: Mi hermano Agustín, el primogénito, que ya cumplió los cuarenta, casó en Madrid, y allá disfruta de un buen empleo, arrimado a los hombres de la moderación. Mi hermano Vicente casó con una rica labradora de Brihuega,
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viuda, y está hecho un bienaventurado patán, con cinco hijos, y labranza de doce pares de muías; Gregorio, que estudió en Madrid la carrera de abogado, también anda por allá, buscándose un acomodo en las sociedades mineras o de seguros; y Ramón, que es el más joven, no se ha separado de mis padres, y disfruta de un sueldecito en la Subalterna. De mis hermanas, la mayor, Librada, que ahora tiene treinta y ocho años, casó en Atienza con un primo mío, ganadero de buen acomodo y propietario de dos molinos harineros y de una fábrica de curtidos; la segunda, Catalina, que ya rebasa de los treinta, profesó en el convento de la Concepción Franciscana, de Guadalajara, no recuerdo en qué fecha (sólo sé que a mí me tenían aún vestidito de corto) y luego pasó a La Latina de Madrid, donde ahora se encuentra (T, 1373).
Todos los miembros de la familia Fajardo ya están instalados en la vida, y a lo largo de la serie los veremos siempre en la misma ocupación. No reservan ninguna sorpresa; el único elemento 'suelto' es Pepe, y pronto quedará también 'enganchado'. En conjunto, la familia goza de un sólido bienestar rural. Es una unidad en parte muy estable —varios hermanos siguen dedicándose a la agricultura— y en parte dinámica —Agustín, Gregorio y Catalina se han marchado a Madrid—. Como la novela relata la problemática inserción de Pepe Fajardo en la capital, no resulta sorprendente que los familiares más presentes sean precisamente estos tres. Se han adaptado sin dificultades aparentes a la vida madrileña. Si Pepe no consigue la libertad, es en gran parte porque la presión de sus familiares se lo impide. Vive en sus casas y su hermano mayor le consigue un empleo en la administración de Sartorius. Sus contactos sociales provienen de este empleo y de los encuentros que hace en las tertulias de sus cuñadas. A partir de allí ya puede ir conociendo más personas y ensanchar su círculo. La mayor influencia, y a la vez la más secreta, es la que ejerce su hermana monja. Cuando a Pepe le despiden por indisciplinado, ella —tal vez ayudada por Sor Patrocinio 6 — consigue su reposición con aumento de sueldo y el despido del jefe. Y finalmente le fuerza a casarse con María Ignacia de Emparán. En esta primera novela de la serie, la constelación familiar en la que se inserta Pepe Fajardo corresponde en gran parte con el esquema actancial en el que varios miembros de su familia desempeñan un papel. Brigitte Journeau pone de relieve la fuerza de la sugerencia presente en el texto, porque Sor Patrocinio no se nombra nunca: «C'est le propre de l'art de Galdós d'avoir créé cette présence mystérieuse dont tout émane (...). Puissance bénéfique pour lui [Fajardo], puissance maléfique pour tout ce qui n'appartient pas à la sphère cléricale» (Journeau 1988: 142). 6
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En la novela siguiente, Narváez, la madre pasa al primer plano. Pero para entonces, paradójicamente, el matrimonio impuesto ha proporcionado a Pepe más autonomía frente a su familia. Veremos cómo en las novelas siguientes la figura protectora ya no es doña Librada, sino María Ignacia. La madre, opuesta a los cambios que penetran en la comunidad rural, encarna los valores más tradicionales y este papel representativo es su función principal en la novela7. Las otras apariciones de los familiares de Pepe Fajardo sirven sobre todo para marcar el paso del tiempo8. En La revolución de julio (RJ, 24) el narrador menciona la muerte de sus padres. La hermana Catalina pasa del convento de La Latina a Talavera y de allí al convento de Jesús del que sale para el destierro con Sor Patrocinio a finales de Narváez. Agustín va a Palacio con Sartorius cuando cae el Ministerio Relámpago (N, 1562), es hermano de la Paz y Caridad (RJ, 14) y en tal condición puede visitar al cura Merino en la cárcel. En Aita Tettauen reaparece en una tertulia de patriotas que están organizando la guerra de África en el café (AT, 237). Gregorio y Segismunda, la pareja usurera, continúan su ascenso social. Al final de la serie Santiago Ibero aprende que a Gregorio «ya se habla de que le van a dar un título...» (P, 538). 2.2. La familia Ansúrez La segunda gran familia que aparece en la serie es la familia Ansúrez, considerada a veces como «el protagonista colectivo» de la serie (Regalado 1966: 386). La primera función de la 'tribu' Ansúrez es la de Montesinos ve en ella una Doña Perfecta considerada desde una perspectiva positiva. En cuanto a sus ideas religiosas y sociales, y en cuanto a su posición, las dos señoras son perfectamente comparables. Pero de las informaciones que nos proporciona la novela no podemos deducir que doña Librada tuviera la intención de ejercer una influencia política en la región o de pasar a la acción en el caso de que el progreso se extendiera más allá de su gusto (Montesinos 1980: III, 225). 7
Según Hans Hinterhäuser se trata de una función fundamental de los personajes secundarios de los Episodios que considera como «novelas cíclicas»: «(...) si después de varios cientos de páginas, como ocurre con frecuencia, uno de los personajes secundarios más importantes vuelve a colocarse en el campo visual del lector, éste adquiere en tales ocasiones la impresión característica de la novela cíclica, es decir, la de una profundidad cronológica y la percepción del proceso transformador del ser humano sometido a la acción del tiempo» (Hinterhäuser 1963: 279). 8
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formar un contraste con la familia Fajardo. Los Fajardo gozan de una buena posición económica —Pepe y María Ignacia son incluso millonarios— y los Ansúrez son pobres. Los unos pueden servirse de unas redes de influencias religiosas, sociales y políticas para conseguir sus fines, los otros carecen totalmente de relaciones y son las víctimas de estas mismas redes. Los Fajardo se conforman con la moral social al uso, los Ansúrez viven como pueden y su moralidad está en función de sus circunstancias económicas. La presentación de la familia se lleva a cabo en las ruinas del castillo de Atienza por el historiador local Miedes, que sitúa su filiación entre los celtíberos, «esta soberana raza, la más bella, (...), la mejor construida en estéticas proporciones (...), la que mejor personifica la dignidad humana, la indómita raza que no consiente yugo de tiranos» (N, 1471). Miedes eleva la familia a la categoría de símbolo y, en el fondo, Fajardo no hace otra cosa cuando le habla a Juan Santiuste sobre los Ansúrez: «ya sabes que todos los miembros de esa familia, de ese índice histórico, de ese resumen étnico, son de una agudeza formidable» (CR, 372). La dignidad personal y el orgullo son las características que comparten todos los Ansúrez, así como la hermosura física y la etiqueta «celtíbero», que deben a Miedes. Pero los hijos del patriarca Jerónimo se distinguen entre sí por características personales bien definidas. Algunos ya tienen historia propia: el hijo mayor, Jerónimo, por ejemplo, que está en Ceuta por desavenencias con la guardia civil (N, 1472) y Lucila que sirvió en diferentes casas en Zaragoza y huyó de allí para encontrarse de nuevo con su padre. Otra característica común, no sin relación con la pobreza, es la extrema movilidad de los miembros de la familia. En el momento de la luna de miel de Pepe Fajardo están casi todos en Atienza 'por casualidad', y no volverán a encontrarse juntos en ninguna novela de la serie tantos Ansúrez como en la escena de la presentación, ya que son fundamentalmente nómadas. «Dispersáronse los hijos como para asolar toda la tierra» (N, 1469), declara el cura de Atienza. Ansúrez no es un pater familias tradicional, aunque sigue siendo a través de las novelas el punto donde convergen las noticias acerca de todos sus hijos, de modo que puede asegurar el contacto entre ellos. Lucila es autónoma y va a vivir con Bartolomé Gracián contra la voluntad paterna (DC, 1611). La decisión de casarse con Vicente Halconero también es enteramente suya. Este matrimonio significa su integración en la sociedad y la moral tradicional pero no la hace intolerante frente a otros miembros de la familia que contraen uniones menos oficiales: Lucila ayuda a su hermano Leoncio y a su amiga Virginia a la cual trata como a una hermana. La fa-
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milia Ansúrez en todas sus ramificaciones nunca se comporta como una tradicional familia nuclear, de modo que el 'renegado' Gonzalo, que vive en África bajo el nombre de Sidi El Hach Mohammed Ben Sur el Nasiry, sigue siendo un hermano y nadie piensa en 'renegar' de él9. La familia Ansúrez representa una unidad, pero abierta y flexible. Esta flexibilidad impone la comunicación periódica del estado de la familia y de las ocupaciones de cada uno para que el lector no se pierda. En La revoluci'on de julio, el policía Sebo captura a Rodrigo Ansúrez, mensajero de Virginia, y así Fajardo tiene noticias acerca de la familia: Leoncio tiene veintidós años y conoce los secretos de las cerraduras y de las armas de fuego, el padre vive en la Villa del Prado y se ocupa de la labor de su yerno, y Lucila tiene ya dos hijos {RJ, 63). En Carlos VI, en la Rápita Fajardo informa a Juan Santiuste sobre Gil Ansúrez, bandolero, y le cuenta que Jerónimo quisiera enviarlo a Marruecos con su hermano Gonzalo, para que rehaga su vida (CR, 371). Al final de esta misma novela, Juan se encuentra con Diego Ansúrez y se presenta como amigo de la familia: —Soy muy amigo de su padre de usted, Jerónimo Ansúrez... de su hermana Lucila, que es (...) la mujer más guapa del mundo; de su hermano Leoncio, armero habilísimo; de su hermano Ruy, pensionado en Bélgica por el marqués de Beramendi para perfeccionarse en la música, y, por fin, conozco y estimo grandemente a su glorioso hermano Gonzalo, que de España se pasó a Marruecos y de Cristo a Mahoma, y hoy es un caballero poderoso llamado El Nasiry (CR, 414) 10 .
Los dos intercambian informaciones acerca de los miembros de la familia durante un rato y así el lector también está al día. La función de los miembros de la familia Ansúrez para asegurar la cohesión de la serie proviene sobre todo, como es lógico, del hecho de que desempeñan papeles actanciales importantes en varias novelas: Lucila en Los duendes de la camarilla, Gonzalo en Aita Tettauen y Carlos VI, en la Rápita, Diego en La vuelta al mundo en la «Numancia». Incluso cuando no tienen un papel vital, siguen apareciendo hasta el final de la serie. Una simple No compartimos la visión de Lecuyer y Serrano (1976: 309) según los cuales Gonzalo es la figura del 'otro', del traidor, que introduce una fisura en el bloque familiar. 10 Este fragmento muestra cómo los 'historiadores' de la serie se interrelacionan: aquí Santiuste alude a su contacto con el marqués de Beramendi, su mecenas, y le pide prestado a Miedes el apelativo Ruy para designar a Rodrigo Ansúrez. 9
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mención de un Ansúrez puede bastar para que el lector atento establezca el nexo con menciones anteriores. A partir de Narváez, la familia está representada al menos por un miembro en todas las novelas. 2.3. Otras familias Al lado de los Fajardo, y sobre todo de los Ansúrez, que a partir de la segunda novela ya nunca desaparecen completamente del escenario, existen unas familias que contribuyen a la organización de los núcleos de personajes de una manera más modesta: los Socobio, los Emparán, los Centurión, los Villaescusa. La familia de Socobio aparece a partir de la primera novela. Pertenece a la clase media, conservadora y ultramontana, y algunos de sus miembros son ex carlistas, convenidos de Vergara. Son varios hermanos: Serafín Socobio es padre de Valeria y Virginia y Saturno Socobio es esposo de Eufrasia Carrasco. Cristeta Socobio es gran amiga de Sor Catalina, la hermana de Fajardo, y de Sor Patrocinio. Pepe Fajardo los conoce a todos. Los Socobio entretienen relaciones de buena amistad con los Emparán, los suegros de Fajardo. En La revoluci'on de julio se casan las hijas de Serafín: Valeria con un teniente del ejército, Rogelio Navascués; Virginia con el hijo de un amigo de sus padres, Ernesto de Rementería. Virginia dejará a su marido por Leoncio Ansúrez y establece así un nexo entre el núcleo popular y el burgués. Valeria es amiga de Teresa Villaescusa, que le quitará el amante, Guillermo de Aransis. En la misma novela, Fajardo se entera de las condiciones de vida de la clase baja de Madrid por lo que le enseña Virginia. Los Emparán son la familia más conservadora que aparece en la serie. El señor de Emparán se casó con doña Visitación de Baraona, hermana de Genara de Baraona, la heroína de la segunda serie. Los contactos de la familia con Sor Catalina son frecuentísimos. El matrimonio de María Ignacia con Pepe Fajardo enlaza a ambas familias. Mariano Centurión es un funcionario ligado al partido progresista que ya apareció en la tercera serie (a partir de Los ayacuchos). Reaparece, cesante, en Los duendes de la camarilla. Su mujer, doña Celia, es tía de Rosita Palomo, esposa del comandante Nicasio Pulpis que volvemos a encontrar en la guerra de África en Aita Tettauen ya capitán (AT, 244) y que queda gravemente herido en una de las primeras batallas (AT, 247). Centurión es primo del coronel Villaescusa, luego, tío de Teresa. La hermana del coronel, Mercedes Villaescusa, está casada con Leovigildo Rodríguez, hermano de Segismunda, esposa de Gregorio Fajardo. Centurión ocupa, pues, el centro de una interesante red de relaciones en la serie.
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La familia Villaescusa hace su aparición en O'Donnell y consta de tres personas: el coronel, su esposa doña Manuela Pez y su hija Teresa. El apellido Pez tiene una larga historia en la novelística galdosiana: el primer Pez es Joaquín, el amante de Isidora en La desheredada (1882). Los Pez son una familia de empleados especializados en conseguir interesantes puestos burocráticos cualesquiera sean los medios. Aquí también la relación familiar corre pareja con el esquema actancial, donde hija y madre se relacionan como Sujeto y Oponente. Teresa es sobrina de Mariano Centurión y de Leovigildo Rodríguez. Es amiga de Valeria Socobio y lo fue también de Virginia; vuelve a encontrarla gracias a Santiuste, que trabaja en la armería de Leoncio. A través de Guillermo de Aransis entra en contacto con Pepe Fajardo. En Prim (P, 621) resulta que el revolucionario Chaves es primo carnal del difunto coronel Villaescusa; Teresa acude a él cuando quiere tener noticias de Santiago Ibero. Tan significativo como pertenecer a una familia bien relacionada es no tener ninguna, como le ocurre a Juan Santiuste, personaje fundamentalmente desarraigado. Vemos, pues, cómo las familias 'pequeñas' se interrelacionan con las 'grandes' de la serie y cómo contribuyen así a crear la impresión de que el 'mundo'11 creado a lo largo de las novelas no es totalmente caótico sino hasta cierto punto comprensible y coherente. La asimilación del mundo madrileño a una familia se hace evidente en una réplica de Lucila Ansúrez. Al visitar el Teatro Real con su padre, la chica se fijó en el público durante la pausa de la representación y al preguntarle su amante si no vio ninguna cara conocida, contesta: «Vi muchas, Tomín... Madrid, que parece grande, es chico, y el que una vez ha visto su gente, la ve luego copiada en todas partes...» (DC, 1576). 2.4. Personajes recurrentes en la obra galdosiana. El 'mundo' de personajes constituido por Galdós en la cuarta serie tiene ramificaciones a través de toda su obra novelística. Recoge algunos personajes de series anteriores. Genara de Baraona proviene de la segunda serie y es, probablemente, el personaje de más dilatada trayecto-
11 El término 'mundo' es utilizado por Galdós en la introducción que escribió para la edición de Misericordia (París, Editorial Nelson) en 1913: «es el sistema que he seguido siempre de formar un mundo complejo, heterogéneo y variadísimo, para dar idea de la muchedumbre social en un período determinado de la Historia» (Pérez Galdós 1972: 225).
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ria novelesca de los Episodios. Eufrasia y Bruno Carrasco provienen de la serie anterior, al igual que Mariano Centurión. No es necesario saber lo que le pasó exactamente a Eufrasia en Bodas reales (la última novela de la tercera serie): en Las tormentas del 48 se proporcionan informaciones suficientes. Lo mismo ocurre con Mariano Centurión: lo que importa es su condición de funcionario, unas veces en activo, otras cesante, y para esto bastan las indicaciones de la cuarta serie. Algo similar pasa con Santiago Ibero, hijo de uno de los protagonistas de la serie anterior. Ibero júnior evoca a sus padres en tan pocas ocasiones que en el fondo el lector no necesita conocerlos. Don José de Milagro y sus hijas Rafaela y María Luisa aparecen de paso, como Saloma Ulibarri, y a veces se presentan en la tertulia de Centurión. Enrique de Oliván se identifica como el hijo de don Eduardo de Oliván, «el empleado eterno a quien vimos y celebramos en las oficinas de Hacienda cuando las regía el gran Mendizábal» (P, 574), presente en la tercera serie. Don Beltrán de Urdaneta, el anciano caballero aventurero de la tercera serie, es recordado por varios personajes de la cuarta. Santiago Ibero le cuenta a Teresa que mediante el espiritismo entró en contacto con su padrino, don Beltrán. Don Juan Ruiz, el arcipreste de Ulldecona, le explica a Juan Santiuste cómo adquirió su ciencia del buen vivir: (...) de un procer que fue muy su amigo en la guerra pasada, a quien llamaban don Beltrán de Urdaneta, dechado y tipo de caballeros aragoneses, el cual a mí quizás no me sería desconocido, porque su nombre y hechos andan en papeles, y aun en un libro donde se refieren las gestas de Cabrera en el Maestrazgo (CR, 391).
En el paso de la tercera serie a la cuarta, Don Beltrán se transforma casi en personaje de ficción dentro de la ficción, al modo cervantino. Esta relativa autonomía de las series puede explicar en parte los cambios entre el Mariano de Centurión de la tercera serie, amable y festivo, y el de la cuarta, desengañado y a veces bastante cínico 12 . Pero los personajes recurrentes no sólo provienen de los Episodios anteriores. Vuelven a surgir personajes de las Novelas contemporáneas: por ejemplo, Augusto Montesinos critica el gran cambio temperamental de Centurión: «El don Mariano Centurión (...) que aparece en Los Ayacuchos (...) no parece el mismo en la persona del cesante famélico, cínico y vocinglero de Los duendes de la camarilla ni éste se asemeja mucho al correcto empleado de O'Donnell; hasta sus circunstancias familiares parecen distintas» (Montesinos 1980: III, 226-227). La diferencia entre el Centurión de Los Ayacuchos y el de la cuarta serie es bastante importan12
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Miquis, conocido del lector galdosiano a partir de La desheredada,
quien
cuida a Teresa Villaescusa cuando está enferma 1 3 . Al lado de la reaparición de personajes individuales, surge a veces una a c u m u l a c i ó n d e apellidos p r o c e d e n t e s d e las Novelas
contemporáneas,
c o m o ocurre a principio de Las tormentas del 48 c u a n d o Pepe escribe en su diario quiénes son sus compañeros: Ved aquí la lista de mis amigos: Bruno Carrasco, más joven que yo, aficionadísimo a Historia y Literatura, que encuentra en mí una viviente enciclopedia y no me deja a sol ni a sombra; Donato Sarmiento, sobrino de mi cuñada Sofía, buen chico, ávido siempre de pasatiempos y muy descuidado en el estudio; Pascal Uhagón, bilbaíno, que estudia para ingeniero; un hermano de Segismunda, que se llama Leovigildo (en esa familia todos llevan nombres germánicos); un Bringas, un Pez, un Caballero, un Trujillo, un Arnáiz, un Moreno Isla, un Trastamara, un Aransis y otros que irán saliendo en el curso de estas Memorias (T, 1382). Bruno Carrasco es h e r m a n o de Eufrasia, y pertenece al ' m u n d o ' d e los Episodios, Donato Sarmiento no aparece en ninguna otra parte, Pascal U h a g ó n podría pertenecer a la familia de don Pedro Pascual de Uhagón, capitán en el ejército de Espartero y a m i g o del protagonista de la tercera serie, pero el eventual parentesco no se indica. Leovigildo Rodríguez es h e r m a n o de la c u ñ a d a d e Fajardo. Todos los otros apellidos hacen referencia a personajes de las Novelas contemporáneas: Bringas al don Francisco de La de Bringas, Pez a la familia burocrática presentada en La desheredada, Caballero a Agustín Caballero, el rico indiano de Tormento; Trujillo,
te, efectivamente, pero dentro de la cuarta serie el personaje es coherente: Centurión es un correcto empleado en O'Donnell hasta la mitad de la novela. Cuando Espartero abandona el gobierno y Narváez vuelve a coger las riendas, queda otra vez cesante y vuelve a vociferar. 13 El mismo crítico observa los «choques con el tiempo» causados por la reintroducción de personajes ya conocidos: «¿Cómo podía Augusto Miquis tratar del tifus a Teresa Villaescusa, si en la primavera del 72 no se había licenciado aún, y cuando moría su hermano Alejandro, en el verano del 64, se lo imaginaba 'enredando con un palo largo y un carretoncillo'»? (Montesinos 1980: III, 226). Creemos que hay una posible explicación: a diferencia de los hermanos de Fajardo, cuya evolución sirve para mostrar cómo pasa el tiempo, Miquis está presente aquí como el arquetipo del médico, el médico por excelencia en el 'mundo' galdosiano, y por eso no está sometido al paso del tiempo. Queda siempre igual a sí mismo, porque no interesa tanto su trayectoria vital, sujeta a la evolución, como su papel social.
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Arnáiz, Moreno Isla y Trastamara son apellidos de personajes de Fortunata y Jacinta y Aransis recuerda la duquesa de Aransis de La desheredada. La impresión de encontrarse en terreno conocido es total para el lector aficionado a la obra de Galdós. Para el estudio de los Episodios como novela histórica es importante mencionar otro tipo de conglomerados de personajes: las enumeraciones en las que intervienen personajes ficticios y referenciales. Pepe Fajardo describe de la siguiente manera a los asistentes a la tertulia de su cuñada Sofía: Ni Pastor Díaz ni Donoso ni González Bravo han pisado hasta hoy aquellos salones. De literatos, he visto a Rubí sólo una noche, y varias a Navarrete, a Larrañaga, Antonio Flores, Ariza y al gracioso Villergas (...). Pero nada me divierte tanto a mí como el rincón de las personas serias que dignifica la tertulia de mi hermano, cotarro que tiene su asiento en un gabinetillo próximo a la sala y del cual son figuras principales don José del Milagro, Ferrer del Río, don Gabino Tejado, un muchacho muy listo llamado Santa Ana, un viejo de la tanda del año 23, llamado Muñoz; un don Basilio Andrés de la Caña, a quien solemos llamar el sesudo por la gravedad de sus juicios, y otros cuyo nombre no recuerdo ahora (T, 1379-1380).
Mutatis mutandis, esta enumeración recuerda el cuadro de Antonio María Esquivel, Una lectura de Zorilla en el estudio del pintor, otro grupo de señores reunidos en una tertulia cultural. Pastor Díaz, Donoso Cortés y González Bravo son políticos conocidos del partido moderado y la mención de sus nombres se explica porque Agustín y Pepe Fajardo trabajan para el ministro de Gobernación, Sartorius, uno de los prohombres de este partido. Los seis literatos mencionados son escritores 'de verdad'. La mezcla empieza en el fragmento siguiente: José del Milagro es un personaje de la serie anterior, Ferrer del Iüo es un escritor 'real', Gabino Tejado es un político y periodista de tendencia neocatólica, también 'real', el viejo Muñoz no parece identificable con ningún personaje galdosiano o referencial, y don Basilio Andrés de la Caña figura en Fortunata y Jacinta. El lector actual necesita una obra de referencia14 para separar los personajes referenciales de los ficticios y nos preguntamos si el lector de 1902 sabía distinguir con seguridad los personajes 'reales' que habían desempeñado un papel secundario en la vida política de los años 1850 de los
14 Nos hemos guiado por los censos establecidos por Sainz de Robles para las Obras completas de la editorial Aguilar, que, aunque incompletos, bastan para resolver el problema planteado aquí.
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personajes secundarios imaginados por el autor. La finalidad de la mezcla de personajes de la serie referencial y de la ficticia podría ser la creación de una regla de lectura: los personajes referenciales y los ficticios se mueven en el mismo plano dentro del marco de la obra literaria. Sean verdaderos, sean inventados, todos pertenecen a la novela. 2.5. La metáfora del árbol A lo largo de la serie vemos cómo los núcleos familiares y las redes de relaciones entre personajes se conectan entre sí: a través de sus actividades revolucionarias, Santiago Ibero, hijo de una familia de la nobleza rural, conoce a Leoncio Ansúrez, armero, y a Vicente Halconero, hijo de un labrador acomodado; se crea una verdadera amistad entre ellos. La relación amorosa que Teresa Villaescusa tuvo con Guillermo de Aransis y que rompió a petición del marqués de Beramendi le permite volver a ponerse en contacto con el marqués años más tarde, cuando necesita dinero. El propio Pepe Fajardo constituye un ejemplo de rapidísima ascensión social y conexiones crecientes en las clases altas. La imagen que mejor ilustra la interrelación entre todos estos grupos de personajes es la del árbol. Cuando Fajardo encuentra a Rodrigo Ansúrez años después de la escena de la presentación de la familia, utiliza esta imagen para situar al joven en su contexto familiar: Cuando en el castillo de Atienza vi a la familia celtíbera, la rama más pequeña de aquel frondoso árbol humano era el niño a quien Miedes llamaba Ruy, buscando el son arcaico de los nombres (R/, 61-62).
La asociación de la familia con un árbol no es nada original en sí, como nos lo recuerda la unidad léxica 'árbol genealógico'. Pero en la cuarta serie vemos cómo la imagen del árbol no sólo se relaciona con la familia, sino con la sociedad en general. Es lo que ocurre en Narváez cuando el narrador describe a las jóvenes aristócratas, «que pronto formarán nuevas ramas frondosas del árbol de la Grandeza» (N, 1540). La imagen del árbol puede llegar a comprender la sociedad entera: Es lo bueno que tenía y tiene nuestra sociedad: en ella, las clases se dislocan, se compenetran, y van prestándose unas a otras sus elementos y haciendo correr la savia social por las ramas de diferentes árboles, que, injertos entre sí, llegan a constituir un árbol sólo (OD, 132).
La imagen del árbol tal como se utiliza aquí produce la impresión de una sociedad abierta, donde la circulación es posible en todos los sentidos. La
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mezcla de clases sociales es valorada positivamente: al volver de Vicálvaro, Fajardo se encuentra con una de las conquistas de Bartolomé Gracián: (...) una mujerona de buen ver, alta de pechos, la tez morena, los ojos fulgurantes, de una categoría mixta, pues si por el continente y la finura del rostro parecía señora noble, su habla y modales denunciaban la mujer del pueblo. Era una transición o producto híbrido de esta sociedad infiel al principio de castas (RJ, 78).
Estas ideas, excesivamente optimistas, sobre la creciente fusión de las clases sociales no son nuevas en Galdós, sino que están presentes en su obra a partir de La familia de León Roch (1878). La imagen del árbol con sus connotaciones familiares y sociales se encuentra también en Fortunata y Jacinta. En el instante de su muerte, se le compara a Moreno-Isla con una hoja que cae del árbol: Se desprendió de la Humanidad, cayó del gran árbol la hoja completamente seca, sólo sostenida por fibra imperceptible. El árbol no sintió nada en sus inmensas ramas. Por aquí y por allí caían en el mismo instante hojas y más hojas inútiles; pero la mañana próxima había de alumbrar innumerables pimpollos, frescos y nuevos (Obras completas IV, 461).
Como observa Stephen Gilman «la imagen es antigua; sin embargo, la versión sociológica de la misma por Galdós es muy suya» (Gilman 1985: 279 nota 9). Efectivamente, el fragmento recoge la tradición simbólica del árbol como representación del ciclo cósmico de muerte y regeneración (Chevalier y Gheerbrant 1982: 62). Pero por otro lado, Moreno-Isla es una «hoja seca», no sólo porque su vida física se acaba, sino también porque su integración en la sociedad, ya problemática durante su vida, queda deshecha. La imagen del árbol no sólo permite agrupar a los personajes en núcleos familiares y sociales, también puede relacionarse con la concepción de la Historia, como renovación cíclica: Cosas y personas mueren, y la Historia es encadenamiento de vidas y sucesos, imagen de la Naturaleza, que de los despojos de una existencia hace otras y se alimenta de la propia muerte (T, 1371-1372).
La familia, la sociedad y la Historia se ven así asociadas por la imagen del árbol que las abarca todas.
CAPÍTULO III EL TIEMPO
¿Cómo se ordenan los acontecimientos de la historia en el nivel del relato? Esta ordenación tiene su importancia en lo que respecta a la distribución de la información al lector y para el significado de las novelas. Nos basamos, para estudiarla, en las ya clásicas categorías diseñadas por Gérard Genette en Figures III (1972). Las categorías de la narratología nos permitirán dibujar una especie de mapa de las relaciones temporales dentro de las novelas de la cuarta serie y nos procurarán una primera selección de elementos que nos ayudarán a ir, más allá de las categorías, hacia la interpretación. Nuestro análisis se limitará a las relaciones temporales macroestructurales del texto, porque es la única manera de obtener una visión manejable de la estructura de la gran masa novelesca que constituyen estos diez Episodios. Una interpretación correcta de la visión de la Historia tal como aparece en estas novelas no puede hacerse a base de unas citas escogidas más o menos al azar sin que quede clara la 'arquitectura temporal'. 1 . CRONOLOGÍA
La precisión o imprecisión cronológica con la que proceden los diferentes narradores no carece de sentido en unas novelas que pretenden enseñar Historia. ¿Consigue el lector situar fácilmente los acontecimientos pertenecientes a la Historia y las vivencias de los personajes ficticios en un calendario? ¿Por qué se sitúan unos acontecimientos en una cronología vaga mientras otros están insertados en una cronología precisa? Veremos que la respuesta puede variar de novela en novela.
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1.1. Cronología y tipo de narración La relevancia de la precisión cronológica o su ausencia difiere según el tipo de narración. La ausencia de marcas cronológicas claras tiene otras consecuencias en una novela que se presenta como un diario que en un relato posterior a los hechos. Varias novelas de la cuarta serie tienen la forma externa de un diario: Las tormentas del 48, Narváez y La revolución de julio constituyen el diario del narrador-protagonista Pepe Fajardo. Un diario —incluso ficticio— debería ofrecer la mayor garantía de exactitud cronológica, porque el momento de la redacción se menciona explícitamente y las fechas de las vivencias narradas no son problemáticas. En Las tormentas del 48, que es el diario ficticio de la serie que más se parece a un diario 'de verdad', todas las secuencias llevan la fecha precisa de su redacción. En Narváez, en cambio, podemos observar una diferencia funcional entre la presencia y la ausencia de fechas. La primera, larguísima, secuencia no lleva fecha precisa —«Atienza, octubre»—, lo que puede explicarse por el hecho de que el narrador ha necesitado bastante tiempo para redactarla: «En tres mañanas de recogimiento y aplicación he podido emborronar toda esta parte de los días de Atienza (...)»(N, 1488). Dentro de esta secuencia, que relata la estancia en Atienza del narrador con su joven esposa, los recuerdos no se fijan siempre en una cronología rigurosa. A partir de la vuelta a Madrid, todas las secuencias llevan fecha, hasta la del 23 de junio de 1849, cuando ve pasar fugazmente a Lucila Ansúrez, cuya apariencia le hace poner en tela de juicio su vida de burgués acomodado, sostén del régimen. La secuencia siguiente empieza así: «Otro día de junio. Pienso que he perdido la razón (...)» (N, 1522). Y efectivamente, respecto al período durante el que le afecta lo que él llama su «efusión estética» o «efusión popular», una súbita adhesión a la causa del pueblo idealizado, (N 1528 y 1529), siguen las indicaciones vagas: «otro día de junio» (N, 1523), «primeros de julio» (N, 1524), «otro día de julio» (N, 1525), «otro día de julio» (N, 1526). Luego tenemos otra fecha clara, «16 de julio»: la familia va a veranear a La Granja y el protagonista se siente curado: «Sentíame no ya aliviado, sino totalmente restablecido de lo que yo llamaba el mal de Lucila» (N, 1528). Siguen las menciones «San Ildefonso, agosto» (N, 1538), «San Ildefonso, septiembre» (N, 1549) y «Madrid, octubre» (N, 1550); cada vez se nos ofrece un tratamiento conjunto del período en cuestión. La secuencia siguiente empieza por una fecha muy clara: «Madrid, 20 de octubre» (N, 1551) y cuenta la crisis política y el Ministerio Relámpago. Ya no abandona el narrador las menciones precisas: «22 de octubre» (N, 1555) y «24 de octubre» (N, 1564).
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No se puede hablar de un sistema, pero sí se puede destacar una tendencia: las fechas precisas sirven para indicar la normalidad de la vida cotidiana o los acontecimientos relevantes en la esfera política. Las indicaciones vagas señalan momentos de crisis personal, cuando el protagonista ya no se da cuenta del paso del tiempo. En La revolución de julio se observa el mismo tipo de huecos e indeterminaciones cronológicas que en Narváez, pero con una diferencia importante: la fecha de redacción del diario se vuelve en ocasiones confusa. Cuando el narrador Pepe Fajardo sufre de su «efusión popular» llega a no acordarse del día en que está escribiendo: describe sus hazañas durante los días de la revolución un «No sé cuántos de julio» (R], 99). Así se introduce otra variación en el uso del diario ficticio. En las novelas en las que la narración es ulterior, la cronología puede ser mucho más vaga, porque desaparece la necesidad de indicar el momento de la redacción y de situarlo frente al de la vivencia. 1.2. Acontecimientos públicos, vivencias privadas Hay un segundo criterio para determinar la función de la determinación o indeterminación cronológica y es el carácter público o privado de los acontecimientos narrados. Las fechas que se nos proporcionan suelen ser las fácilmente controlables de acontecimientos históricos relevantes para el desarrollo de la novela; un acontecimiento menor, o considerado tal dentro de la economía de la novela, se menciona de paso en un sumario sin que reciba fecha precisa. La precisión es menor cuando se trata de las vivencias de los personajes ficticios1. Veamos cómo el narrador 'omnisciente' de O'Donnell organiza la cronología de su relato. En el primer capítulo tenemos una fecha precisa: «el día 23 de julio de aquel año (aún estamos en el 54)» (OD, 115), fecha de la ejecución por la plebe de Francisco Chico, jefe de la policía de Madrid. A partir del capítulo III las indicaciones son más vagas: Según Leonardo Romero Tobar se trata de un recurso ideado por los novelistas populares: «El uso del tiempo constituye un auténtico tour de forcé para el novelista, máxime cuando las referencias de hechos conocidos no podían ser manipuladas a voluntad. La solución que Galdós aporta a este problema es una transcripción de las fórmulas ideadas por los novelistas populares: exactas precisiones en unos casos —que suelen coincidir con los acontecimientos históricos—, libertad absoluta en el ritmo narrativo de la historia ficticia.» (Romero Tobar 1976: 190). 1
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales No vuelve a mentar Clío a nuestro buen Centurión hasta la página en que nos cuenta la entrada de Espartero en Madrid, por la Puerta de Alcalá, entre un gentío loco de entusiasmo, que le bendecía, le aclamaba y le llevaba medio en vilo con coche y todo (OD, 121).
Es sabido que Isabel II llama al gobierno a Espartero a finales de julio2. Reaparece Centurión cuando «Espartero y O'Donnell se dieron el célebre abrazo en el balcón de la casa donde fue a vivir el primero, plazuela del Conde de Miranda» (OD, 122), suponemos que a finales del mes de julio, porque el narrador no nos informa con precisión. En el capítulo IV vemos la tertulia en casa de Centurión, «en el curso del 54 al 55» (OD, 124). Se menciona la ley de la desamortización, «votada por las Cortes en abril» (OD, 124). «Por aquellos días» (OD, 125) —sin mayor precisión— «vieron los españoles una prodigiosa intervención del Cielo en nuestra política», un Cristo de madera que empieza a sangrar. El narrador establece una relación entre este 'milagro' y las presiones clericales ejercidas sobre la reina para que no firme la ley de desamortización. Es lo que nos permite precisar la fecha: el 28 de abril de 1855, Espartero y O'Donnell llevan la ley a Aranjuez donde se encuentra la reina, que se niega a firmar. Los dos ministros vuelven a Madrid, dispuestos a dimitir; mientras tanto, los diputados más avanzados proponen declarar el trono vacante y las Cortes en convención. Vuelven otra vez a Aranjuez Espartero y O'Donnell con una representación de las Cortes y finalmente la reina accede a firmar (Tomás Villaroya 1981: 284-285). Pasa el verano. En el capítulo V, «a fines del 55» (OD, 129), Teresa Villaescusa parece haber encontrado un novio a su gusto, y en el capítulo VI, «fue un día de febrero del 56 cuando Teresita Villaescusa despidió 2 Hemos encontrado fechas diferentes para la entrada de Espartero y la composición del nuevo gobierno. Tuñón de Lara (1976: II, 234) la sitúa el 21 de julio: «1854 (21 y 22-7): Entrada triunfal de Espartero en Madrid y constitución del ministerio Espartero-O'Donnell». Según Carr (1975: 250) «It was San Miguel's Junta which gave Queen Isabella the chance to save the dynasty by dropping the ministry which had defended her against the streets. On 27 July she called on Espartero». Joaquín Tomás Villaroya (1981: 262) propone el 26 de julio para la comunicación de la decisión de la reina y el 30 de julio para los nombramientos de los nuevos ministros.
Como Galdós suele tomarse en serio la cronología, excluimos el 21 de julio porque significaría un error contra la lógica del relato: entonces la entrada de Espartero sería anterior a la ejecución de Chico y no hay nada en la novela que indique una ruptura del orden cronológico.
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a su vigesimosexto novio» (OD, 130). En «febrero y marzo» Valeria Socobio trabaja para poder mandar a su marido a Filipinas (OD, 133) y en abril el asunto queda arreglado. Ya estamos en el verano del 56. Guillermo de Aransis intenta solucionar sus problemas financieros «cuando sobrevino la ruptura entre Espartero y O'Donnell y el derrumbamiento de la situación política» (OD, 141). El lector tiene un pequeño problema cuando lee la primera frase del capitulo X: «Sorpresa y disgusto causó al marqués de Loarre la primera noticia que al despertar el día 14 le llevó a la cama su criado con el Extraordinario de la Gaceta.» (OD, 142). No se menciona el mes, pero se sabe que la llegada al poder de O'Donnell fue el 14 de julio de 1856, lo que resuelve el problema (Tuñón de Lara 1976: II, 234). La muerte del coronel Villaescusa (cap. XI-XII) tiene lugar en esos días, pero tampoco se da una fecha concreta. En el capítulo XIV vuelven las fechas precisas: la escena en que Beramendi presiona a Guillermo de Aransis para que abandone a Teresa «pasaba en la mañana del 10 de octubre» (OD, 158). En la madrugada del 11 O'Donnell sabe que está virtualmente destituido. Aransis sale para Atenas, y un par de días después se instala Teresa en la casa que le ha arreglado Isaac Brizard. Los dos van a París en noviembre. La cesantía de Centurión ocasionada por la vuelta al poder de Narváez, que tuvo lugar el 13 de octubre (Tuñón de Lara 1976: II, 234), no se sitúa con precisión en la cronología interna. La alusión a las revueltas campesinas del Arahal (OD, 177), reprimidas en el verano de 1857, no lleva fecha; hemos pasado al año siguiente sin darnos cuenta (Tuñón de Lara 1976: I, 217). Hay una pequeña retrospección al principio del capítulo XXI: el policía Sebo tenía miedo de perder el empleo y en octubre de 1856, cuando Narváez había vuelto al poder, pidió la protección de Beramendi (OD, 178). «Un año después de esto, en octubre del 57, tuvo que ver Beramendi a Nocedal para un asunto que vivamente le interesaba» (OD, 178), pero antes se pone en contacto con Sebo para estar al tanto de las intrigas más recientes. Se puede deducir la fecha exacta del encuentro con Nocedal, ministro de gobernación, del hecho que Beramendi, gracias a la información de Sebo, puede anunciar al ministro la inminente caída de su gobierno. Debe haber sido el 14 de octubre, ya que la reina admite la dimisión del gobierno Narváez-Nocedal el día después, el 15 de octubre de 1857 (Tomás Villaroya 1981: 319). «El mismo día en que Isabel II dio a luz con toda felicidad un príncipe, que había de llamarse Alfonso, llegó a Madrid Teresa Villaescusa» (OD, 182), es decir, el 28 de noviembre de 1857, fecha que tiene que buscar el lector, si le interesa conocerla. El tiempo pasa, y «a fines de mayo»
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(OD, 183) de 1858 vuelve Aransis de Atenas. Tampoco se precisa la fecha de la noche en que O'Donnell es llamado a Palacio, «debió de ser allá por junio del año 58» (OD, 185). La bibliografía al uso nos enseña, si nos empeñamos en averiguarlo, que O'Donnell volvió al poder el 30 de junio de 1858 (Tomás Villaroya 1981: 320). Pasa el verano, y en octubre de 1858 vuelve Teresa de Andalucía 'contratada' por un rico ganadero (OD, 187). Conoce a Juan Santiuste y a una familia pobre, una madre con dos niñas, que viven con él. «Apenas entrado diciembre» (OD, 196) Teresa puede instalar a la madre como dueña de una casa de huéspedes. La indicación cronológica siguiente se da al principio del capítulo XXVIII: «Se ignora el día, el mes no es seguro... ello pudo ser en febrero, en marzo del 59, cuando en todo su apogeo lucía su espléndido plumaje nuevo la Unión Liberal, empollada por el gran O'Donnell» (OD, 205). Y no hay más precisiones. Este ejercicio, que demuestra con cuánto cuidado quedan cronológicamente imbricados dos tiempo de la Historia y el tiempo ficticio, podría repetirse para otras novelas de la serie, como Prim o La de los tristes destinos. 1.3. Ambitos culturales y calendarios La oposición entre precisión e imprecisión cronológica tiene que ver también con la distinción de ámbitos geográficos y culturales. En Los duendes de la camarilla, al lado de algunas fechas, observamos que la manera predominante de fijar la cronología es el santoral. El calendario religioso acerca la novela a una temporalidad circular en vez de lineal, y a la vida rural, donde las faenas repetitivas se relacionan con el calendario religioso. Veamos más en detalle la cronología de esta novela. El texto contiene de vez en cuando una fecha o una indicación que permite medir el paso del tiempo, como ocurre en la primera frase de la novela: «Medio siglo era por filo... poco menos. Corría noviembre de 1850» (DC, 1569). En el segundo capítulo, tenemos una indicación más precisa: son los días de la reina, la fiesta de Santa Isabel, es decir 17 de noviembre. En el tercer capítulo «amaneció el 20 de noviembre» (DC, 1577). Los capítulos IV a VIII transmiten en detalle una larga conversación entre Lucila Ansúrez y su amiga Domiciana Paredes que tiene lugar aquel mismo día. La caída de Narváez, primer acontecimiento político mencionado en la novela, se sitúa en el tiempo de una manera algo complicada: «Ya iban los Reyes de vuelta para su tierra de Oriente, y llevaban tres días o cuatro de camino (...)» (DC, 1594). Efectivamente, Narváez dimitió el 10 de
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enero de 1851 (Tomás Villaroya 1981: 236). Centurión quiere aprovecharse de las buenas relaciones de Domiciana y se hablan «un día de febrero, que, por más señas, era el de San Blas» (DC, 1600). Es decir, el día 3 de febrero. En los «últimos días de febrero» (DC, 1602), Gracián, el amante de Lucila, empieza a recuperarse de sus heridas. «Un día de marzo» (DC, 1605), Domiciana y Lucila trabajan en una capa para el capitán. Corre el tiempo, y Domiciana, que había prometido trabajar para el indulto de Gracián, perseguido por revolucionario, visiblemente no obtiene resultados. Lucila recuerda su promesa a su amiga en «una tarde de fines de marzo o principios de abril» (DC, 1615). Es precisamente en la mañana que sigue a ese día no precisado cuando ocurre el acontecimiento clave de la novela: desaparece Gracián sin dejar rastro. Lucila se pone enferma —no sabemos por cuánto tiempo— y resuelve amenazar a Domiciana con un cuchillo para obligarla a decir la verdad, porque sospecha que la ex monja tiene que ver con la desaparición de su amigo. Pero se malogran sus propósitos. Este segundo hecho clave tampoco lleva fecha. Lucila sigue viviendo en la casa de los amigos que la acogieron y «entre San Antonio y San Juan» (DC, 1637) —entre el 13 y el 24 de junio— la llevan a una boda en la Villa del Prado, donde un rico propietario, don Vicente Halconero, se enamora de ella. Lucila se refugia en la religión y en la iglesia de San Justo, «ya muy avanzado agosto» (DC, 1638), se encuentra con el hermano de Domiciana. «Avanzaba septiembre» (DC, 1639) cuando Jerónimo Ansúrez, que Domiciana había colocado en casa de Chico, el jefe de la policía de Madrid, se harta de su oficio y quiere presentar la dimisión. Halconero anuncia una visita a Madrid para noviembre, viene a ver a sus amigos y durante su estancia los lleva al teatro con Lucila. Lucila está desgarrada entre su antiguo amor por Gracián y su proyectada boda. Su amiga Rosenda sabe dónde está Gracián pero no quiere decir nada para no desesperarla más. «En Navidad y en Reyes vio Lucila a Rosenda» (DC, 1657). Pasa el tiempo, «la boda estaba próxima, pues corrían los últimos días de enero, y aquel dichoso acontecimiento se había fijado para el 3 de febrero, día de San Blas» (DC, 1659). Deciden anticipar la boda en un día. El 2 de febrero se casan Lucila y Vicente Halconero. En la misma fecha el cura Martín Merino intenta asesinar a la reina. Está indicado el transcurso del tiempo, unas veces mediante la indicación del mes, otras mediante la mención del santo del día. La 'traducción' de un calendario a otro no siempre resulta evidente para el lector actual. El uso que se hace del calendario religioso podría interpretarse de varias maneras. Puede relacionarse con la situación político-social del momento descrito y significar la fuerza creciente del poder de la Iglesia en
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la sociedad. Otro factor de explicación puede encontrarse en el nivel de los personajes: Domiciana, ex monja, que dirige una cerería y trabaja para las iglesias, vive inmersa en el mundillo clerical, y Lucila ha pasado una temporada en un convento y al final de la novela vuelve a buscar alivio en la religión. No es extraño que el santoral ritme sus vidas. Al final de la novela, Lucila está a punto de volver a una existencia en el campo, donde los ritmos estacionales tienen un papel mucho más marcado que en Madrid y se asocian espontáneamente con el calendario religioso. No es un azar que la boda campesina, donde Lucila conoce a Halconero, se celebre a finales de junio, alrededor de la fiesta de San Juan, solsticio de verano, relacionado con los ritos de la fecundidad. En Aita Tettauen y Carlos VI, en la Rápita juegan distintos calendarios: el judío, el árabe y el cristiano, según el territorio y el papel social en el que se encuentra el protagonista, Juan Santiuste, primero corresponsal de guerra en Marruecos, luego cronista particular de Pepe Fajardo, enviado por éste a los lugares donde podría estarse haciendo la Historia de España. La primera parte de Aita Tettauen lleva como encabezamiento «Madrid, octubre-noviembre de 1859» (AT, 223), y la acción comienza «un día de aquel mes y de aquel año (octubre de 1859)» (AT, 225), que luego se precisa: «22 de octubre, si no miente la Historia» (AT, 226). La referencia a la Historia pone de relieve, irónicamente, que lo de menos es la exactitud de la fecha que, efectivamente, es la de la declaración de guerra a Marruecos (Tuñón de Lara 1976: II, 234). La siguiente fecha es más vaga: «Entrado noviembre, todo Madrid repetía en variedad de formas el juego de guerra de los niños de Halconero» (AT, 236). «Una mañana de noviembre» (AT, 238), Juan Santiuste anuncia que irá también a la guerra; Vicente Halconero tiene un infarto y muere pocas horas después. La segunda parte va encabezada por la mención siguiente: «África (de Ceuta al valle de Tetuán), noviembre y diciembre de 1859, enero de 1860» (AT, 243). En el primer capítulo se menciona la fecha del embarque de O'Donnell, el 14 de noviembre, su regreso a Cádiz y la revista de la tropa el 19 del mismo mes. «A los pocos días» (AT, 243) sale el segundo cuerpo con el que va Santiuste. Juan asiste a la acción del 30 de noviembre (AT, 246), y «la siguiente mañana» va a recorrer el campo de batalla (AT, 247). Se mencionan en el capítulo II las acciones del 12 y del 15 de diciembre (AT, 249). Siguen las del 21, 22 y 25 (AT, 250), y el 29 de diciembre, Juan se dirige al campamento del tercer cuerpo (AT, 251). El 31 de diciembre pasa la Nochevieja en compañía de Pedro Antonio de Alarcón y «sin esperar a que sonara la diana del I o de enero, la Historia, impaciente, empezó a moverse y hacer de las suyas, ganosa de marcar aquel
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día con signo que lo distinguiera y perpetuara» (AT, 258). Y sigue el relato de la batalla. «Santiuste trató de ver a Pedro Antonio el día 2» (AT, 265), pero lo han llevado a Ceuta a que se reponga de una fuerte contusión. El día 3 Juan empieza a sufrir de fiebre (AT, 266). En el capítulo X (AT, 273) asistimos a la vuelta de Alarcón de Ceuta el día 10 de enero. Santiuste ha llegado a aborrecer la guerra y «su amistad única en aquellos días, del 10 al 14, fue don Toribio» (ibidem), el cura castrense. Se relata la batalla del 15 de enero en el capítulo XII (AT, 277). Dos días después, Juan se escapa en dirección de Tetuán en vez de tomar el barco para España. Hasta ahora, nada sorprendente en un relato que se pretende histórico. La precisión es mayor que nunca y se explica probablemente porque Galdós tenía a mano el Diario de un testigo de la guerra de África (1866) de Pedro Antonio de Alarcón, integrado en la novela como personaje. La tercera parte se sitúa en «Tettauen, mes de 'Rayab' 3 de 1276». El cambio se explica por el cambio de narrador. Leemos el relato de otro narrador-personaje, El Nasiry, el hijo 'renegado' de Jerónimo Ansúrez, que describe los asuntos de la guerra desde un punto de vista africano para su señor. Aquí el lector no familiarizado con el calendario islámico se ve puesto delante de un problema. Un conocimiento básico del desarrollo de las acciones bélicas —el nuestro proviene de la lectura del ya mencionado Diario de Alarcón— permite situar los preparativos de guerra de los españoles después de la huida de Juan: la llegada del conde de Eu mencionada en el capítulo I de la tercera parte (AT, 283) se describe por Alarcón en el capítulo XXXVII de su diario redactado el 24 de enero de 18604. El capítulo I relata una batalla que tuvo lugar «ayer» (AT, 283); se trata de la batalla del 24 de enero descrita por Alarcón en el ya mencionado capítulo de su libro. Este detalle nos permite deducir que el narrador, 3 Galdós puede haber sacado su conocimiento del calendario islámico de una carta de Ricardo Ruiz Orsatti, fechada el 15 de enero de 1905, que contiene una lista de los meses del año 1276 (1859-1860) y la correspondencia de todos los meses con los meses del calendario europeo. El I o de Reyeb corresponde con el 24 de enero de 1860 (Cfr. Ricard 1968: 108). Fue el mismo Ruiz Orsatti quien le proporcionó a Galdós la traducción al español de un capítulo de una historia de Marruecos, escrita por un historiador marroquí, el Xej Ahmed El Nasiry Selaui. 4 Contiene lo que escribió Alarcón en el Campamento de Guad-el-Gelú el 24 de enero y lleva como título «De cómo celebró el ejército de África los días del príncipe de Asturias.— Combate solemne.— Nuestra infantería forma el cuadro.— El conde d'Eu.— La caballería española y la marroquí.— Retirada triunfal».
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El Nasiry, escribe el día 25. Vuelve del campamento marroquí a Tetuán y reanuda su trabajo epistolar «tres días después de lo que anteriormente refiri[ó]» (AT, 286), es decir el 28 de enero. La cosa se complica cuando El Nasiry entra en contacto con Santiuste que le anuncia la victoria de los españoles. Mazaltob, la judía algo bruja que ha acogido a Santiuste, predice que la entrada de los españoles tendrá lugar «el día 18 de schebah (mes corriente en el calendario judiego)» (AT, 290), una fecha que tampoco nos aclara5. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo el narrador se queda en Tetuán. Una noche El Nasiry va a Samsa a casa de un amigo, donde se queda cuatro días (AT, 296). A su vuelta, su criado Ibrahim le cuenta las noticias de la guerra: Sin precisar fechas pues era mi hombre bastante torpe en el conocimiento del almanaque, me informó de que los españoles habían rechazado a los creyentes siempre que éstos quisieron estorbar sus obras de fortificación; que el día tantos llegaron al campo nuestro las tropas que manda el príncipe Sidi Ahmet, ocho mil hombres bien armados: se les saludó con salvas y juego de pólvora. El día tal, que debía ser día cual en el calendario de ellos, visitó el campamento cristiano el gobernador de Gibraltar, que no iba más que a curiosear (AT, 296).
La confusión cronológica es poco menos que total. A continuación, la primera indicación precisa es la de «ayer» (ibídem), cuando los españoles celebraron una misa en honor de la Virgen. Con la ayuda del Diario de Alarcón podemos reconstituir algunas fechas. La visita del gobernador de Gibraltar está relatada en el capítulo XLI, correspondiente al 27 de enero (Alarcón 1866: 144). La misa solemne en la fiesta de la Virgen de la Candelaria se celebra evidentemente el 2 de febrero. Pero el lector que reubica trabajosamente los acontecimientos en el calendario cristiano está rompiendo el efecto de desorientación creado por el narrador. El Nasiry va a discutir con el príncipe Muley Abbás al día siguiente, 3 de febrero. El príncipe le cuenta la batalla «del día 7 del Rayab (31 de enero)» (AT, 297)6. Es la primera vez en la novela que se nos ofrece una correlación entre el calendario occidental y el islámico. La batalla decisiva tiene lu-
El 18 de schebah o shebat del año judío 5620 corresponde con el 18 de febrero de 1860. Consultamos la concordancia de The Universal jeioish Enciclopedia, II, 636. 6 Aquí Galdós se aparta de la correspondencia entre los calendarios propuesta por Ruiz Orsatti: si el 1 de febrero corresponde con el 9 de Reyeb, el 31 de enero no puede corresponder con el 7 del mismo mes. 5
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gar el día después de esta conversación, o sea el 4 de febrero. La fecha siguiente aparece algunos capítulos más tarde: «¡Oh qué desconsolado y afanoso aquel día que los cristianos llamaban domingo 5 de febrero!» (AT 311), el día antes de la rendición de la ciudad. La tercera parte se termina el lunes 6 de febrero de 1860, 13 de rayab de 1276. La cuarta parte lleva el encabezamiento siguiente: «Tetuán, enero-febrero de 1860» (AT, 317) y empieza así: No siendo cosa segura que el descarado profeta Yahia [nombre judío dado a Santiuste] escriba el relato de sus aventuras pacificantes, conviene utilizar aquí datos y noticias de la propia Mazaltob, para llenar el vacío biográfico de Santiuste desde que abandonó a los españoles hasta que los encontró victoriosos dentro de los muros blancos de Ojos de Manantiales [Tetuán] (AT, 317).
Esto significa que la cuarta parte cubre el mismo lapso de tiempo que la tercera, entre la segunda mitad de enero y el 6 de febrero de 1860, pero desde una perspectiva diferente. A la visión del señor musulmán se opone la visión de un cristiano refugiado en el barrio judío de Tetuán. En el capítulo II hay una breve referencia a la batalla del día 4 de febrero con sus resultados desastrosos para los habitantes de la ciudad, a la noche del 5 al 6 y a la mañana del día 6 (AT, 325), fecha en la que se termina la novela. A partir de la entrada del ejército español en Tetuán, se usan los dos calendarios: el islámico y el cristiano. En la primera parte de Carlos VI, en la Rápita, el lector tiene las mismas dificultades de ubicación cronológica que en la tercera parte de la novela anterior, porque el narrador Santiuste vuelve a adoptar el calendario judío cuando, disfrazado de judío, acompaña a El Nasiry a Tánger. Una vez llegados allí, El Nasiry le proporciona ropa europea, y a partir de entonces rige de nuevo el calendario cristiano. La mezcla de diferentes cronologías produce confusión en la mente del lector. Estimamos que el verdadero objetivo de la coexistencia de varios calendarios, que sólo raras veces se relacionan entre sí, es mostrar la relatividad de la progresión temporal. En las dos civilizaciones nuevas en las que penetra Juan —aunque presenten similitudes nada desdeñables con el mundo cristiano— el tiempo fluye mansamente. Allí no existe el furor del progreso que caracteriza a la Europa decimonónica. 1.4. La cronología a la luz del proyecto historico de los Episodios Una serie de novelas que pretende 'deleitar instruyendo' no puede hacerle la vida demasiado difícil al lector. Este no quiere problemas de orien-
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tación en el tiempo. En una primera lectura el lector no se da cuenta, salvo en Aita Tettauen, de que el uso de la cronología en sí es significativo, lo que implica que las indicaciones proporcionadas por los narradores son suficientes. Pero al fijar acontecimientos públicos y vivencias privadas en una cronología precisa, se da cuenta de la variedad de la organización cronológica. Unos cuantos acontecimientos históricos se señalan con su fecha exacta (la declaración de guerra a M a r r u e c o s en Aita Tettauen), otros mediante una indicación temporal que permite deducir su fecha (la caída de Narváez en Los duendes de la camarilla), otros se mencionan sin fecha ninguna (cuando Isabel II llama a Espartero a formar gobierno). La precisión es a veces extremada, por ejemplo cuando en La vuelta al mundo en «La Numancia» se relata el combate de la escuadra española frente al Callao 7 . El 2 de mayo los cañones españoles se dirigen contra el puerto peruano: El tiempo era absolutamente olvidado. Sólo lo sabían los cronómetros, que al empezar la función marcaban poco más de las once y media (VM, 506). Cuando voló la torre blindada, los cronómetros marcaban las doce y diez minutos (VM, 507). Eran las dos y media de la tarde, cuando un topetazo monstruoso hizo retemblar la embarcación como si fuera de hojalata (VM, 508). Las cuatro y media marcaban los cronómetros cuando ya sólo tres cañones peruanos tenían voz y balas (VM, 509).
También tenemos ejemplos de total acronía: no sabemos ni cuándo empiezan, ni cuándo terminan, ni cuánto tiempo duran ciertos procesos, como ocurre con el acontecimiento clave de Los duendes, la desaparición de Bartolomé Gracián. El tiempo del relato se contrae y se dilata, pues, lo que influye en la tensión con la que el lector recibe el relato. Al «pasaron días» tan frecuente para indicar el paso relativamente indiferente del tiempo se opone la tensión provocada por la mención de fechas que se siguen día tras día, hora tras hora, como sucede en la madrugada en la que Prim, en la novela que lleva su nombre, espera la llegada de las tropas sublevadas de Alcalá el dos de enero de 1866.
La extremada precisión de las acciones bélicas se explica probablemente por la principal fuente histórica utilizada por Galdós: se trata del libro de Pedro Novo y Colson, Historia de la guerra del Pacífico (Madrid, 1892), libro que se encontraba en la biblioteca de Galdós. Carlos García Barrón hace un cotejo del texto galdosiano con este libro, del que se puede deducir sin problema el uso que hizo Galdós de esta fuente histórica (García Barrón 1983: 113-122). 7
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En todos los casos, las fechas precisas son las menos, pero suficientes para permitir que el lector se ubique. Suelen presentarse en el inicio mismo de las novelas: La de los tristes destinos empieza con el fusilamiento de los sargentos del cuartel de San Gil y el narrador pone bien claramente la fecha de la sublevación: «El buen pueblo de Madrid quería ver, poniendo en ello todo su gusto y su compasión, a los sargentos de San Gil (22 de junio), sentenciados a muerte por el Consejo de Guerra» (TD, 635). No hay ni puede haber demasiadas fechas explícitas, so pena de convertir el relato en una aburrida crónica enumerativa. Pero abundan los casos en los que el narrador proporciona al lector los datos suficientes para deducirlas. Las que hay se aplican a acontecimientos políticos. Las vivencias privadas de los personajes ficticios, que son las que hacen progresar la intriga de las novelas, se sitúan frente a y entre estos eventos. Clío, la musa de la Historia, tiene dos caras, una oficial, otra doméstica, que lleva otra cuenta. Así, cuando Santiago Ibero está esperando a Teresa Villaescusa en Bayona; «un día, el décimo de Bayona, según la cuenta de Clío familiar» (TD, 662), le llega una carta de su amada. Lo que cuenta en el nivel de la vida personal de los personajes no son los acontecimientos puntuales, que pueden alinearse día tras día como en un libro de texto escolar a la antigua, sino las consecuencias de las grandes corrientes evolutivas que también explican los primeros. Este tratamiento de la cronología se relaciona, pues, con la concepción global de la Historia y con el proyecto pedagógico de Galdós. 2.
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Cualquier historia responde a una orientación en el tiempo, y el relato que cuenta esta historia puede respetar la cronología originaria o permitirse saltos con respecto a ella 8 . La cuarta serie de los Episodios Nacionales usa con moderación de los saltos en el tiempo, lo que no debe extrañarnos, tratándose de novelas históricas con pretensiones didácticas: no hay que confundir el orden de los acontecimientos en la mente de los Conforme a la terminología genettiana podemos hablar de anacronías narrativas, es decir «las formas de discordancia entre el orden de la historia y el del relato». Las desviaciones o analepsis pueden presentarse en dos formas: las retrospecciones o 'saltos hacia atrás' y las prolepsis o 'saltos hacia adelante' (Genette 1972: 79 y 82). Pueden ser externas, cuando cubren un período que queda fuera del relato primero, e internas, cuando interfieren con el relato primero (Genette 1972: 90). 8
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lectores, que los conocen en grandes líneas, pero tal vez no en detalle. Las retrospecciones son más frecuentes que las anticipaciones, y esto tampoco es extraño en novelas que quieren explicar cómo de lo pasado ha surgido lo presente. Las hay externas al ámbito de las novelas —biografías de personajes que aparecen por primera vez—, e internas —información que no se da en el momento de la cronología que le corresponde, sino después—. Las analepsis se refieren tanto a personajes y acontecimientos ficticios como a personajes referenciales. A partir de estas consideraciones generales, que pueden regir para la novela europea realista en general, vamos a ver como, en algunas ocasiones, los narradores hacen un uso creativo de este tradicional procedimiento. 2.1. Retrospecciones instructivas El primer narrador de la serie es Pepe Fajardo que llega, joven e inexperto, de su pueblo a la capital, después de haber pasado unos años en Roma para estudiar teología. El hecho de que Las tormentas del 48 sean las memorias del protagonista presentadas en forma de diario explica el orden en que aparecen en el relato los elementos de la historia. Al principio del libro, el 'diario' (el relato de lo que le ocurre al narrador día tras día) alterna con las 'memorias' (su autobiografía desde que ha nacido hasta el día en que empieza la redacción de su texto). En cuanto a la retrospección, arranca del nacimiento del narrador que podemos situar en 1825 y que nos lleva hasta el 13 de octubre de 1847: abarca 22 años. Cubre cinco capítulos de la novela que se extienden del 13 de octubre a finales de noviembre de 1847. Si consideramos que el relato primero (Genette 1972: 90) o la historia «primordial» (Bal 1985: 62) cuenta las andanzas y desventuras de Pepe Fajardo entre su estancia en Italia —la libertad— y la aceptación de un matrimonio por dinero —la pérdida de la libertad—, es decir entre el verano de 1845 y junio de 1848, nos damos cuenta de que la retrospección excede con mucho la historia primordial, salvo por lo que se refiere al período entre 1845 y la vuelta a España en octubre de 1847. Así, el narrador queda dotado de un pasado personal. Nada sorprendente, pues, en una novela donde lo que importa es poner de relieve las relaciones entre pasado y presente. A partir de allí, el narrador se limita a contar en cada secuencia del diario lo que le ha ocurrido a partir de la secuencia anterior. Sigue habiendo fragmentos retrospectivos externos que tienen una función explicativa dentro de la descripción de la situación actual de un personaje. Veamos un ejemplo: en el capítulo VII se nos presenta a Gregorio y a su
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mujer Segismunda; en el capítulo siguiente, el narrador se ha enterado de la verdadera naturaleza de los negocios de su hermano: ha abandonado su puesto de funcionario para convertirse en prestamista, por no decir usurero (T, 1381). Un párrafo más lejos se nos explica la función que esta retrospección ocupa para el relato: ayuda a comprender 'ahora', en el momento de la redacción del diario, cosas que resultaban enigmáticas 'antes': A la fecha en que esto escribo, y trayendo a la memoria dichos y hechos que antes no comprendía y ahora sí, tengo por cierto que mi hermano, sin dejar el manejo de capitales de incógnitos vampiros, opera también con dinero propio, ganado en tres años de jugadas pingües. Ahora me explico el sentido de un diálogo breve, a medias palabras, que oí a Segismunda y Gregorio a los pocos días de mi llegada (T, 1381).
Se trata de una de las funciones más tradicionales de la retrospección, que es la de informar al lector sobre los antecedentes de un personaje. Gracias a este tipo de retrospecciones, el joven e ingenuo Fajardo consigue poco a poco labrarse un camino en el medio laberíntico en que le toca vivir. Es propulsado de incógnita en incógnita, y por cada misterio que se resuelve surge otro nuevo. El motivo del aislamiento social de Eufrasia de Socobio penetra también a través de una retrospección. La ruptura de la cronología casi no se percibe porque el redactor del diario indica el momento en que la anécdota 'histórica' ha llegado a su conocimiento. El momento de la recepción de la información se inserta sin problemas en la cronología de las cosas que ocurren día tras día y que constituyen la materia por excelencia de un diario: El motivo de su aislamiento me lo explicó Ramón Navarrete, hombre de grande erudición social, y a la sazón mi segundo jefe en la Gaceta. Después del ruidoso tropiezo de la señorita de Carrasco, bajo el poder de Terry, aventura de que se enteró todo Madrid, (...) (T, 1401).
El hallazgo de la 'fuente' se sitúa en el nivel de la historia primordial y su mención permite una transición fluida al nivel de la pequeña historia insertada. La información sobre el tiempo pasado se transmite gracias a la colaboración de múltiples voces, y el diario de Fajardo se convierte así en un mosaico de relatos. Además, esta retrospección nos remite a Bodas reales, la última novela de la serie anterior, donde se cuenta precisamente esta historia de amor, y enlaza la cuarta serie con la tercera; así queda recompensada la fidelidad lectora.
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En la segunda novela de la serie, Fajardo ha adquirido el estatus de joven burgués acomodado y empieza a interesarse activamente por la política. Una novedad frente a Las tormentas del 48 es la presencia de fragmentos retrospectivos, exteriores al relato, que explican el modo de actuar de personajes históricos. El primer encuentro de Fajardo con Narváez queda enmarcado por dos retrospecciones acerca del general, una, elogiosa, por parte del general San Román (N, 1503) y otra, totalmente negativa, por parte de Eufrasia Carrasco (N, 1515-1517). Mientras el primero cuenta una anécdota que debe servir para ilustrar que el general es capaz de rectificar los errores cometidos en un arranque de ira, Eufrasia quiere rectificar esta imagen del «león que lleva dentro un cordero» (N, 1515). Según ella, en la primera guerra carlista Narváez hizo ejecutar a unos inocentes, por estar emparentados con la familia de Espartero. La función de estos 'saltos hacia atrás' en el tiempo resulta importante sobre todo para la construcción del personaje de Narváez, del que los dos interlocutores de Fajardo iluminan rasgos absolutamente contradictorios. 2.2. Las prioridades de un narrador Tanto los narradores 'omniscientes' de la serie como los narradorespersonajes, que sólo tienen un conocimiento parcial de los hechos, difunden la información en el momento que más les interesa. Incluso en su diario, que supuestamente sigue los acontecimientos día tras día, Fajardo tiene unos 'olvidos' significativos, que repara después. En el capítulo XII (secuencia del 12 de marzo de 1848), el narrador empieza el relato de una aventura amorosa, cuando de repente cambia de rumbo: ¡Ay Dios mío!... Se me olvidó un caso interesantísimo, cuya preterición podría traer grave oscuridad a este relato. No tengo más remedio que volver un poquito atrás, con permiso de los que dentro del siglo me lean, y si por acaso no les pareciere bien retroceder conmigo, espérenme aquí, que pronto vuelvo (T, 1393).
No puede haber manera más clara, ni más irónica, para señalar la ruptura del orden del relato. A continuación se cuenta una conversación con Faustino Cuadrado, el superior inmediato de Fajardo en la Gaceta, a quien éste había ofendido gravemente. Contra toda lógica, queda cesante Cuadrado. Es significativo que el narrador pensara comenzar por lo que más le importa —sus conquistas amorosas— y que se olvidara de un hecho grave que choca con las expectaciones éticas corrientes. En el capítulo XVI tenemos otro 'olvido', esta vez de orden amoroso:
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Dos grandes anhelos llenan hoy mi alma: atar lazos de amor con la una [Eufrasia], desatarlos con la otra... Y esta otra, ¿quién es? Porque de ésta, si mal no recuerdo, no he dicho aún palabra, y ello ha sido por haber clasificado el presente enredillo entre los de puro pasatiempo, llamados a un facilísimo desenlace sin dejar rastro en la vida (T, 1408).
Aquí asoma otra faceta de la moralidad del narrador; ahora que un amorío pasajero no se deja reducir a la categoría de anécdota, se ve forzado a revelar algo que le había ocurrido pero que había pensado escamotearnos. La ordenación de los acontecimientos en el relato nos revela ya un aspecto importante del narrador: no es enteramente digno de confianza. Sus 'olvidos' no sólo se relacionan con la moral social o amorosa; también tienen que ver con la Historia. La secuencia correspondiente al 30 de marzo de 1848 empieza así: ¡Cómo está mi cabeza, señores! ¿Creerán que con la golosina de estas vanas crónicas mujeriles se me ha olvidado escribir que hace días tuvimos aquí una revolución? Ello fue de harta resonancia, pero de resultado nulo, como obra de unos locos, cuyos nombres oí y ya se me fueron de la memoria (T, 1402).
A continuación nos comunica que ha dejado de interesarse por la política. Los 'olvidos' momentáneos que disturban el orden del relato nos muestran que nos encontramos frente a un narrador que maneja una escala de valores particular: se desinteresa por lo que ocurre en la vida pública y sólo tiene ojos para lo que ocurre dentro de su propio círculo; su moralidad amorosa no es intachable porque considera que las mujeres se pueden tomar y dejar como juguetes. El tratamiento de las relaciones temporales nos esboza ya un primer perfil del narrador, y nos pone en guardia. Los narradores 'omniscientes' no son menos maliciosos cuando se trata de jugar con las expectativas del lector. Sobre el pasado reciente de Lucila Ansúrez, del que el lector no sabía nada con certeza desde su marcha de Atienza en 1848 con su padre y hermanos, se nos dice lo siguiente en el tercer capítulo de Los duendes de la camarilla, que podemos situar en 1850: Especiales accidentes de su vida, que aún no conoce bien el historiador, dieron a la hija de Ansúrez, dos años antes, ocasiones de valimiento en dos lugares donde residía todo el poder humano; pero ni en uno ni en otro sitio podía ya solicitar socorro. En el convento de franciscanas de la Concepción
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ni verla siquiera, como no fuese allá con propósito de reingresar religiosa y de abominar de sus culpas pasadas y presentes; en amistades que creó y mantuvo con su leal servicio habían perdisu eficacia (DC, 1577).
Esta intervención del narrador no es sólo una confesión de ignorancia, es una promesa de retrospección que no se cumple enseguida y el anuncio de informaciones que tardarán en aparecer hasta el final del libro. La 'verdad' nos es revelada por el propio personaje en una conversación con su amiga Rosenda, cuando Lucila le explica cómo llegó a entrar en Palacio: Llegué a Madrid con mi padre y mis hermanos pequeños, muertos todos de miseria y en el mayor desamparo, sin más esperanza que una carta de recomendación para la monja sor Catalina de los Desposorios. La carta era de un caballero muy cumplido a quien conocimos en Atienza (DC, 1650).
Lucila sirvió en el Palacio a la familia de don José Tajón, hermano del protector de Rosenda. Allí la emplearon como correveidile, —dice Lucila que ha sido «un poco duende» (DC, 1650), lo que de paso nos explica el título de la novela— y en la noche del Ministerio Relámpago llevó un paquete comprometedor de Palacio al convento de Jesús, donde lo entregó en manos de Sor Catalina de los Desposorios. Como no quiso volver a Palacio, se refugió en el convento, donde conoció a Domiciana Paredes. He aquí la información que el narrador Fajardo, y con él el lector, anhelaba vanamente aprender en la novela anterior, Narváez. Así queda puesto de relieve el uso de una técnica 'folletinesca' —y aquí utilizamos el término sin sus tradicionales connotaciones peyorativas— para enlazar una novela con otra. En otras ocasiones, el lector no necesita tanta paciencia. En el capítulo XIX de O'Donnell se reproduce una conversación entre Eufrasia y Riva Guisando y se alude a la opinión reinante en la sociedad madrileña que supone un amorío entre los dos. Según el narrador, todo esto es calumnia: Entre la moruna y el espléndido caballero y gourmet Riva Guisando no había más que una serena y noble amistad, fundada en la armonía de pareceres sobre algunas materias sociales, y por parte de él, ligero matiz de adoración platónica, que tenía su origen en la gratitud, como a su tiempo se demostrará (OD, 173).
La curiosidad del lector no se pone a prueba y la retrospección externa anunciada aparece en la página siguiente; después de un salto atrás para contarnos la biografía del personaje, ya tenemos la explicación: «y por
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ahora, léanse aquí los motivos de la gratitud de Guisando a la marquesa de Villares» (OD, 174). Se trata sencillamente de que Eufrasia había utilizado su influencia con Narváez para mantener en su puesto a Riva Guisando cuando éste temía la cesantía. 2.3. Relatos retrospectivos y cohesión El encadenamiento de unas novelas a otras se realiza en más de una ocasión mediante un juego de ecos: un personaje apenas esbozado en una novela se convierte en protagonista varias novelas más tarde, un acontecimiento enigmático queda explicado ulteriormente. Hay, pues, algunas retrospecciones, externas con respecto a las novelas individuales, que se convierten en internas con respecto a la serie. Un ejemplo extremo puede ser el de la vida de Diego Ansúrez: lo vemos por primera vez en 1848, chico joven, en las ruinas del castillo de Atienza con su padre y sus hermanos; reaparece en abril de 1860 al final de Carlos VI, en la Rápita, cuando lleva a Juan Santiuste y a su amiga Donata en el barco, y el relato de su vida entre 1850 y 1860 se nos comunica en La vuelta al mundo en la «Numancia», novela que protagoniza. Lo mismo ocurre con la historia familiar de Pepe Fajardo. En Narváez leemos que tiene un hijo en 1849 y en 1851 una hijita, que muere al año siguiente; es sólo en la última novela, en un capítulo que se sitúa en 1868, que se nos habla de dos hijos más, a pesar de que el personaje está presente, de manera más o menos activa, en todas las novelas intermedias. Algunas analepsis sirven para explicar lo que no ha quedado claro en una novela anterior: al final de Los duendes de la camarilla el lector dispone de datos suficientes para saber que la ex monja Domiciana Paredes intervino activamente en la desaparición del amante de Lucila, pero ignora los detalles prácticos. En la novela siguiente, La revolución de julio, tenemos datos más explícitos, primero gracias a don Francisco Chico, jefe de la policía de Madrid, y luego gracias a la sin par memoria de Sebo, la más espléndida caricatura de policía de la novelística galdosiana. 2.4. Las proyecciones del futuro Es cierto que no hay ni puede haber en el mundo de los Episodios Nacionales unas prolepsis en el sentido literal del término: cualquier maniobra que consiste en narrar o evocar de antemano un acontecimiento exterior al relato primero (Genette 1972: 82). La concepción de la Historia como proceso evolutivo no lo permite. La opción de base es presentar situaciones históricas con un horizonte abierto y colocar a los personajes en
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situaciones donde tienen cierta libertad de elegir su camino. En este sentido, las anticipaciones o predicciones del porvenir interfieren con esta libertad. En las novelas de la cuarta serie se hace un uso discreto, aunque creciente, de anticipaciones del futuro, unas limitadas al ámbito de la serie, otras con un alcance más largo, que interpelan directamente al lector. Para evitar irrupciones indebidas del futuro —conocido del narrador y del lector, pero supuestamente secreto para los personajes— estas anticipaciones se presentan a veces como sueños 9 . En O'Donnell encontramos un gracioso ejemplo de sueño político: don Mariano Centurión, flamante funcionario en activo después de la vuelta al poder de Espartero, tiene pesadillas y ve su futura suerte: (...) soñaba que Espartero y O'Donnell se tiraban al fin los trastos a la cabeza, como decían los profetas callejeros, y venía el temido rompimiento. Con imaginario peso sobre el buche y tórax, don Mariano no podía respirar. Era una barra de plomo, y la barra de plomo era la espada de Lucena, vencedora de la de Luchana. O'Donnell triunfante reía como un diablo de los infiernos irlandeses, con glacial cinismo, entreteniéndose en limpiar los comederos de todos los esparteristas habidos y por haber (OD, 123). Efectivamente, en el verano del 56, don Mariano Centurión vuelve a encontrarse cesante, no tanto porque los generales se tiren los trastos a la cabeza y gane O'Donnell, sino porque vuelve Narváez al poder. El sueño futurista más espectacular lo tiene Pepe Fajardo en la noche de la muerte de su amante Antoñita: Vi el cuerpo de mi amada en un alto y aparatoso túmulo a la romana: las velas se trocaron en antorchas, y el religioso traje en túnica de vestal. Vi que todo ello se alzaba sobre un monumento de formas ondulantes y cartalaginosas, en nada parecidas a las clásicas formas de arquitectura; vi un conjunto armónico de tallos y miembros vegetales, con flores muy abiertas, de monstruosa sencillez. —¿Será esto —me dije yo soñando— el tipo de un arte que, andando los siglos, vendrá potente a derrocar los tipos y módulos que hoy componen nuestra arquitectura y nuestras artes decorativas? (...) El estudio más importante sobre los sueños en la obra de Galdós es el de Joseph Schraibman (1960). No integra los sueños de los Episodios por el motivo siguiente: «The Episodios have been reserved for a separate study since their historical nature imposes restrictions on the author's imagination, which finds free rein in the social novéis» (Schraibman 1960: 25). Por lo que sepamos, este segundo estudio no se ha publicado todavía. Por otro lado, en el segundo ejemplo que citamos no parece que Galdós reprimiera sobremanera su imaginación. 9
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Oí un disparo, luego dos, enseguida muchos, sucediéndose y acelerándose como las notas de una tocata que empieza en adagio y acaba en presto, prestísimo... ¡Vaya un traqueteo y estallido de ingenios de guerra! En las tinieblas de mi sueño empezaba yo a sorprenderme de que las lucidas exequias se celebraran con función pirotécnica o juego de pólvora. ¿Sería esto también un arte funerario del porvenir, llamado a reformar los actuales modos de honrar a los muertos? (T, 1434). Los tiros que cree oír el protagonista son los tiros de verdad que están intercambiando el pueblo y la tropa en las revueltas de mayo de 1848. Según Joaquín Casalduero (1961:160-161), Galdós introduce aquí la estética modernista —futura para Fajardo pero contemporánea del autor y de sus primeros lectores— y recuerda la arquitectura de Gaudí. Pero el sueño futurista de Fajardo es al mismo tiempo un enigma juguetón que Galdós le plantea al lector. El carácter 'real' de la revolución queda puesto en entredicho por su integración en el sueño y la asimilación a los fuegos artificiales. La comparación con la pirotecnia vuelve dos páginas después, cuando Fajardo intercambia impresiones con su amigo Nicolás Rivero: «Es la primera revolución que veo en Madrid, y la verdad, me ha parecido una fiesta de pólvora. ¿Es siempre así?» (T, 1436). H a y a n t i c i p a c i o n e s m á s m a r c a d a m e n t e políticas, c o m o c u a n d o Santiago Ibero, en La de los tristes destinos, empieza a inventar el futuro para complacer a su amigo Vicente Halconero y anuncia el destronamiento de Isabel II que será un hecho dos años más tarde, es decir, al final de la misma novela (TD, 649). Claro está que este tipo de intervención no constituye una verdadera ruptura del orden lineal del relato, ya que el auténtico acontecimiento es la conversación entre los personajes, cuya narración se inserta sin problemas en orden cronológico, incluso si los personajes están anticipando cosas que ya están en el aire. En el mundo corriente de los Episodios resulta imposible contar por anticipado lo que les espera a los personajes en su vivencia privada o en la vida pública. Pero a partir de Prim, se crea un mundo paralelo, el de Juan Santiuste alias Confusio, el cronista particular de Fajardo que se ha vuelto loco a consecuencia del estrés postraumático incurrido durante la guerra de Marruecos. Confusio monta una historia paralela de España, la Historia l'ogico-natural de los españoles de ambos mundos10, en la que reorganiza la historia de su país. No es que profetice los acontecimientos futuVolveremos a hablar de la Historia l'ogico-natural en el último capítulo de este estudio. 10
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ros, los da por sentados. No tiene que esperarlos, puede deducirlos según las leyes de su particular lógica. Así, para Confusio, «el reinado de Alfonso Doce será dilatado y próspero» (TD, 669). Para los lectores, que se acuerdan de la corta vida de Alfonso XII, la predicción no puede ser más irónica. 3 . RITMOS NARRATIVOS
Genette (1972: 128-129) distingue cuatro 'tempi' fundamentales para estudiar el ritmo de una narración: la elipsis, el sumario, la escena y la pausa. Mediante estos cuatro procedimientos, los narradores consiguen modular la velocidad narrativa. De entrada se puede afirmar que en la cuarta serie no hay pausas descriptivas propiamente dichas, es decir segmentos de discurso narrativo que corresponden a una duración diegética nula. Las descripciones —retratos de personajes en la mayoría de las ocasiones— corresponden a una pausa del propio narrador o personaje, de modo que estos fragmentos no «se evaden de la temporalidad de la historia» (Genette 1972: 134). Un ejemplo: la descripción del policía Telesforo del Portillo, alias Sebo, en La revoluci'on de julio, cuando éste se presenta por primera vez en casa de Fajardo: En el hombre vi, como rasgos culminantes del tipo, un bigote negro, cerdoso, cortado en forma de cepillo; cabellera abundante, cortada como escobillón; nariz pequeña y atomatada, bastón de cachiporra, gabán claro de largo uso y sombrero que en toda la visita permaneció en la mano de su dueño. Ostentaba la pelambre de esta prenda innumerables cicatrices, testimonios de una vida azarosa, estrujones, apabullos, palos ganados en escaramuzas callejeras. Quizá en alguna reunión tumultuosa sirvió de asiento a persona de extremada gordura; quizá, antes de cubrir la cabeza de su actual propietario, fue remate del figurado guardián que se arma en medio de las huertas para espantar a los gorriones. Pero si mucho el sombrero decía, más dijo el hombre, y sus manifestaciones encerraron tanta enseñanza, que aquí las copio (...) (RJ, 49).
La descripción acompaña la actividad de observación e interpretación del narrador. Vemos cómo su mirada se pasea primero por los rasgos de la cara, luego en la vestimenta y se detiene después en el sombrero para sacarle su testimonio. No se puede sostener que una descripción de este tipo interrumpa el avance del relato: lo que se narra aquí es el esfuerzo mental de Fajardo para 'ubicar' a su interlocutor. Relatar siempre implica seleccionar, y esta máxima se impone con más fuerza aún en un conjunto de novelas históricas que comprenden un período agitado de más de veinte años. Algunas novelas de la cuarta serie abar-
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can varios años: O'Donnell cubre el período de julio de 1854 a marzo de 1859, Prim el de 1861 a octubre de 1868; otras sólo cubren un lapso de tiempo de algunos meses: Carlos VI en la Rápita se limita a los meses de marzo y abril de 1861. La extensión ya tiene por sí sola consecuencias para el ritmo de la novela: Carlos VI, en La Rápita es una novela de ritmo lento, Prim da una impresión de gran velocidad. Claro que el factor de la extensión temporal no es sólo responsable de esta impresión: en La vuelta al mundo en la «Numancia», la impresión de lentitud no proviene sólo del factor tiempo (la historia arranca de verdad en el capítulo VII y cubre a partir de allí unos dos años) sino del espacio cerrado —un barco— y del circulito de tres o cuatro personajes con los que el protagonista discute siempre el mismo problema, el de saber por qué su hija se fugó con Belisario Chacón. 3.1. Elipsis 3.1.1". Elipsis y cohesión En las novelas individuales, el lector se encuentra con que hay extensiones de tiempo importantes y acontecimientos que no le son contados. Pero en el nivel de la serie en su totalidad, las lagunas son rellenadas. Al repasar las novelas una tras otra, llama la atención el extremo cuidado de no dejar huecos en la progresión temporal. Entre Las tormentas del 48 y Narváez la continuidad es perfecta, ya que en la segunda novela se cuenta en una analepsis lo que pasó entre el momento en que el protagonista-redactor dejó la pluma a finales de la primera novela, justo antes de su boda, y el momento en que volvió a escribir, unos meses después. La última secuencia lleva la fecha del 24 de octubre de 1849. Los duendes de la camarilla empieza en noviembre de 1850, de modo que aquí hay una elipsis de un año. Al final de la novela, Lucila Ansúrez cuenta su vida entre 1848 y 1850, de manera que el hueco queda llenado. El libro se termina el 2 de febrero de 1852, con la boda de Lucila y el fallido atentado del cura Merino contra la reina. La revoluci'on de julio empieza exactamente en la misma fecha, igualmente con el atentado, pero desde el enfoque de personas más cercanas a la corte. Termina a mitad de julio de 1854. La novela siguiente, O'Donnell, empieza el día 23 de julio de 1854 —la continuidad es perfecta— y se prolonga hasta marzo de 1859. Aquí parece haber un hueco: Aita Tettauen empieza a finales de octubre de 1859, con la declaración de guerra a Marruecos; pero en la primera parte de la novela tenemos una breve analepsis en la que se resumen los principales acontecimientos intermedios. La conexión con la novela siguiente no ofrece problemas: el mismo protagonista prosigue sus andanzas, primero en
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Marruecos, luego en Cataluña y Aragón. Carlos VI, en La Rápita termina en abril de 1860. Con La vuelta al mundo en la «Numancia» cambiamos de ambiente. Se resumen muy brevemente los años 1860-1864 y en enero de 1865 la Numancia empieza su vuelta al mundo; después de los bombardeos de Valparaíso y El Callao en mayo de 1866 continúa el viaje a España por el Pacífico. No sabemos cuándo termina exactamente el viaje y por consiguiente no podemos poner fecha final al libro. Una vez Ansúrez embarcado en la Numancia, todo pasa como si en España no ocurriera nada de interés si exceptuamos las órdenes militares más o menos sensatas que emanan de Madrid. Con Prim damos un salto hacia atrás: la novela empieza en octubre de 1861 y termina con la sublevación del cuartel de San Gil el 22 de junio de 1866. Como el año 1861 queda cubierto en la novela anterior — m u y al principio del libro, Ansúrez es testigo de la sublevación campesina de Loja—, aquí tampoco cabe hablar de elipsis. La última novela, La de los tristes destinos, empieza por las consecuencias de la cuartelada —los fusilamientos de julio de 1866— y termina con el triunfo de la revolución de septiembre. Las diez novelas de la serie se siguen casi sin solución de continuidad, y el lector tiene la impresión de que el final de una pide el principio de la siguiente, de modo que hay que seguir leyendo. Galdós supo explotar hábilmente las posibilidades de la técnica folletinesca para mantener el interés de sus lectores. 3.1.2. Elipsis y discreción narrativa Los narradores de la cuarta serie, no precisamente callados, ejercen la discreción en casos similares. El primer caso es difícil de definir porque es muy general, casi parece una perogrullada: los narradores no cuentan lo que a su parecer carece de interés. Este procedimiento mediante el cual los narradores prolijos quieren demostrar su capacidad de discernimiento, es bastante común en la novela del siglo xix. Al presentar a los miembros de la tertulia de su padre, Pepe Fajardo no los menciona a todos, «por no transmitir vanos nombres a la posteridad» (T, 1373). El narrador de Los duendes de la camarilla corta una conversación entre Domiciana y Lucila después de que Lucila ha contado la vida y aventuras de Gracián: «Lo más que hablaron aquella tarde careció de interés» (DC, 1612). El narrador de La vuelta al mundo en la «Numancia» defiende igualmente la economía de su relato: «La digresión que hizo el narrador [Belisario Chacón] hablando de las limeñas no se copia en este relato por no agrandarlo más de lo debido» (VM, 444).
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En las novelas galdosianas, las escenas eróticas nunca se describen explícitamente y mucho suele dejarse a la imaginación del lector. Pero cuando se presenta el caso los narradores no dejan de emitir señales inequívocas al lector para que la ponga en marcha. Señalada tan explícitamente, la discreción no resulta ser tanta. Es lo que ocurre, por ejemplo, en Narváez. Cuando Fajardo consigue por fin los favores de Eufrasia Carrasco, a la que lleva persiguiendo ya más de novela y media, se limita a decir: «Diome la verdad mi amiga una tarde en el casino de Embajadores...» para cambiar inmediatamente de tema: «Perdonad que me interrumpa para deciros otra vez, y van dos, que me carga Donoso Cortés» (N, 1524). El paso a un tema de actualidad le permite no revelar nada más sin que llame demasiado la atención. El narrador de O'Donnell, por su parte, no comunica el momento decisivo del 'affaire' de Teresa Villaescusa e Isaac Brizard por ser cosa de «chismografía» (OD, 171). Pero la mejor elaborada de las elipsis pudorosas se sitúa en la primera novela de la serie. La escena de amor entre Fajardo y Barberina, una de las criadas del cardenal Antonelli, no se menciona explícitamente: se escamotea entre dos capítulos, el cuarto y el quinto. Como las ya evocadas, se trata de una falsa elipsis porque el autor la señala de un modo inequívoco para el lector medianamente culto. Barberina ha cuidado a Fajardo cuando estaba enfermo de malaria y, en contrapartida, Fajardo le enseña a leer y escribir. Leen juntos. La enumeración de los libros no tiene desperdicio: D e s p u é s del Jacobo Ortis y d e las Prisiones, leí p a r t e d e la Eloísa, d e R o u s s e a u ,
y de aquí saltamos a las Confesiones, cuyos primeros capítulos fueron el encanto de Barberina. Burla burlando llegamos a la presentación de Juan Jacobo en la casa de Madame Warens, al carácter y figura de ésta, a la maternal protección que dispensó al joven ginebrino, y por fin, al ingenioso arbitrio de la dama para preservar a su amiguito de los riesgos que corre un jovenzuelo impresionable si se le deja solo ante el torbellino del mundo y las asechanzas del vicio. Admirable nos pareció a entrambos aquel pasaje, que Barberina alabó con vivos encarecimientos... Mi amor a la verdad me obliga a terminar este relato repitiendo el f a m o s í s i m o quel giorno piü no vi leggemmo
avanti (T, 1369).
Aquí se hace alusión a varias obras italianas y francesas de inspiración prerromántica y romántica: Le mié prigioni de Silvio Pellico (1832) y Ultime lettere di Jacopo Ortis de Ugo Foscolo (1798-1802). De Jean-Jacques Rousseau se mencionan las Confessions (escritas entre 1765 y 1770) y La Nouvelle Héloíse (1761). El capítulo siguiente empieza con la frase elocuente: «Alegría insensata y sombríos temores alternaban en mi alma
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desde aquel día» (T, 1369). La imaginación del lector, nutrida por su cultura general, hace el resto. No deja de ser significativo que la entrega amorosa esté significada por el verso de Dante que termina la lectura conjunta de Paolo y Francesca, en el momento en que van a poner en la práctica lo que han leído en su libro. Según Cesare Segre se trata de una de las dos «máximas reticencias» de la literatura italiana (1985:107) 1 1 . Por otro lado, la mención de las Confesiones de Rousseau en un texto que muchas veces el narrador nombra de la misma manera (T, 1372, 1382, 1387, 1 3 9 8 , 1 4 0 0 , 1 4 1 7 , 1 4 2 1 y 1454) es importante para su interpretación ya que lo sitúa explícitamente dentro de una tradición literaria de obras cuyo pacto con el lector implica no callar nada, y menos los rasgos y actos reprobables. La distancia entre el joven Fajardo y su modelo literario no puede ser más irónica.
11 Creemos que es interesante citar también el comentario que dedica Segre a estas reticencias en su contexto original, porque puede explicar por qué Galdós escogió precisamente aquel verso y no otro y cómo lo explota en un segundo grado: «Cuando Francesca declara: 'quel giorno più non vi legemmo avanti' (Infierno, V, 138); o cuando en la historia de Gertrude se dice: 'La sventurata rispose' (Los novios, XI), nadie ha creído jamás que el valor de las frases esté solamente en la interrupción de la lectura por parte de Paolo y Francesca, o en la aceptación del diálogo con Egidio por parte de Gertrude: aunque, sin embargo, es su incontestable y exclusivo significado lingüístico. Que se anuncia, en ambos casos, el comienzo de una relación erótica resulta (diáfano) de la concomitancia de observaciones textuales (posición final de discurso o bloque narrativo, y dentro de una línea temática que sigue el desarrollo de una atracción, y no el de una lectura o de los turnos dialógicos; sventurata implica, además, un juicio) y extratextuales (alusión a la novela de Lanzarote y la función del personaje Galeotto; esquema narrativo de la monja, víctima de las tentaciones; etc.)» (Segre 1985: 107).
No es ésta la única vez que Galdós escamotea la escena de la entrega amorosa entre dos capítulos. Lo mismo ocurre en Tristana (1892). Al final del capítulo XII, Tristana manda a Saturna a casa de Horacio para decirle que esté solo al día siguiente. Su última frase es: «Si este hombre [Don Lope] me mata, máteme con razón» (Obras completas, IV, 1569). El capítulo XIII empieza por: «Y desde aquel día ya no pasearon más» (ibidem), donde se puede descubrir un eco del verso de Dante, cuya obra es la primera lectura compartida por los amantes. En efecto: «Con su asimilación prodigiosa, Tristana dominó en breves días la pronunciación, y leyendo a ratos como por juego, y oyéndole leer a él, a las dos semanas recitaba con admirable entonación de actriz consumada el pasaje de Francesca, el de Ugolino y otros» (Obras completas, IV, 1574).
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3.1.3. Elipsis y convención genérica El principio de la serie queda dominado por los diarios de Pepe Fajardo. Casi no hay huecos en la sucesión cronológica, y el narrador se empeña en juntar escrupulosamente el final de cada secuencia con el principio de la siguiente. Esto es precisamente lo que no ocurre siempre en los diarios no ficticios, donde los autores reanudan a veces la redacción después de haberla dejado abandonada durante meses o años 12 . En el afán de llenar los huecos se denuncia el carácter ficticio del diario novelesco en las dos primeras novelas de la serie, al mismo tiempo que el propósito didáctico de la obra, que no puede dejar de lado acontecimientos históricos importantes. En Las tormentas del 48 se observa un sumo cuidado para que las secuencias se 'peguen' una a otra. Un ejemplo: la secuencia del 12 de abril (1848) se termina así: Don Saturno me dijo que si Narváez no mostraba más coraje se le vendría encima todo el Progreso avanzado, con los demócratas, que conspiran descaradamente, protegidos por Bullwer, embajador de Inglaterra. —Yo no sé en qué está pensando lord Palmerston, no lo sé, no lo sé... Yo tampoco sabía en qué estaba pensando lord Palmerston, ni me importaba (T, 1407).
12 Tomemos como ejemplo el diario de Rosa Chacel. Entre la secuencia del jueves 24 de agosto de 1957 y la del 12 de junio del año siguiente hay por supuesto un hueco impresionante, que la autora señala pero que no intenta llenar. Citamos a continuación el final de la secuencia del 24/8/1957 y las dos secuencias siguientes: Querría escribir «El santuario» y «Ofrenda a una virgen loca», pero tengo pendientes las dos conferencias de Bahía Blanca y no sé cómo saldré de ellas. 12 de junio de 1958 El día 3 cumplí los sesenta y terminé el libro. Después de mil trabajos y contratiempos lo entregué ayer. Esta noche terminé «Ofrenda a una virgen loca». Tengo gran empeño en reanudar el diario, pero por hoy lo dejo aquí. Viernes 13 Hoy carta de Timo, con la noticia de la muerte de Vito. Pasé ocho meses sin tocar este cuaderno: ayer lo releí, con el propósito de continuar: hoy llega esta noticia. Tengo que trabajar porque anoche no terminé lo que me proponía, pero en todo caso, aunque no tuviese nada que hacer, no podría escribir sobre esto ni una palabra. Tal vez más tarde (Chacel: Alcancía. Ida, 117).
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Y la secuencia siguiente, la del 14 de octubre, empieza como sigue: Continúo indiferente a lo que piense o deje de pensar lord Palmerston. Y eso que esta noche, en casa de Alvear, he sido presentado a Bullwer (...) (T, 1407) 13 .
Una de las interrupciones más largas del diario —13 días—, se sitúa entre el 17 de mayo —el protagonista espera una cita con Eufrasia— y el 30 —ya ha tomado la decisión de casarse con la rica y fea María Ignacia de Emparán. En la secuencia del 30 de mayo dice que quiere «ganar el tiempo perdido y llenar toda esa laguna con una confesión extensa y sustanciosa» (T, 1441) y empieza por contar lo que le pasó el 17 de mayo. A primera vista, se nos cuenta todo lo que ocurre en el período cubierto por el diario. Esta impresión es engañosa, porque, en el fondo, el narrador nos cuenta lo que le interesa y de las elipsis que no declara, no señala y no se pueden inferir del texto, nada podemos decir. Lo que más se espera de un diario, la introspección, es lo que menos hay. El narrador relata acontecimientos, copia conversaciones enteras —que no es realmente lo propio de un diario— pero sólo al final de la novela, cuando es acorralado por los deudores y está a punto de vender su libertad por la dote de María Ignacia, 'monologa' sobre su situación (T, 1425-1426 y 1449-1451). La escrupulosidad extrema para empalmar las secuencias del diario se pierde en la novela siguiente, Narváez. La única vez que vemos a nuestro narrador lo suficientemente apasionado por su narración para que no se le escape nada es en ocasión de la próxima caída del Ministerio Relámpago. Citamos el final de la secuencia del 22 de octubre y el principio de la siguiente: A las siete, todo Madrid sabía ya que el Ministerio Cleonard-Manresa, o Fulgencio-Patrocinio, que de las dos maneras se decía, apenas nacido estaba dando las boqueadas... Es muy tarde: yo me duermo. Madrid, 23 de octubre. Continúo el relato fiel de estos inauditos sucesos, refiriéndome a la tarde del 21, con lo cual pego la hebra en el mismo punto en que la rompí. Pues serían las siete cuando determiné visitar a Eufrasia (...) (N, 1558).
Es interesante observar que en un género como el diario que en un principio no tolera las elipsis —cada día hay que escribir algo— , encontramos cada vez más. Por lo que acabamos de decir acerca de los 'huecos' 13 Narváez terminaría expulsando a Bulwer, a cuyo apellido Galdós añade sistemáticamente una ele (véase Ribbans 1993: 94).
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entre las secuencias, se puede inferir que debe haber varios acontecimientos que no se mencionan. Estos acontecimientos no se sitúan tanto en el plano de la vida privada del narrador —que relata su boda, su luna de miel, sus deseos de paternidad y la realización de estos deseos, la primera infidelidad a su mujer y su locura por Lucila— como en el nivel de la vida pública. La revoluci'on de julio es un diario organizado por bloques. El primer bloque —cuatro capítulos— ocupa los primeros días de febrero de 1852 y se organiza alrededor del atentado de Merino, la degradación eclesiástica del clérigo y su ejecución. Luego hay una interrupción de unos meses, causada por la muerte de la madre del narrador, que reanuda su diario el 29 de abril. La secuencia siguiente lleva fecha del 13 de enero de 1853. Esta segunda laguna queda explicada por la muerte de la hijita de Fajardo. Estas dos secuencias son cortísimas (R], 23-24). Las interrupciones resultan menos artificiales que el empeño de contarlo todo que caracterizaba al narrador Fajardo, diarista principiante. Siguen más secuencias cortas fechadas en «noviembre de 1853» (R/, 24), «diciembre de 1853» (R], 26), «enero de 1854» (R¡, 27) El segundo bloque empieza con la secuencia del «17 de enero» (R], 28) y se centra alrededor de la fuga de Virginia Socobio con Leoncio Ansúrez, que hacen la revolución 'privada' al tiempo que las fuerzas políticas intentan hacer la 'pública'. Buscando a la pareja fugitiva, Fajardo se encuentra cerca de los movimientos de la tropa y en las barricadas. Al final de la novela, en el capítulo XXX, que lleva como indicación «Julio... todavía julio», se suspende el transcurso del tiempo en la conciencia del narrador que pierde la memoria. Luego un testigo le cuenta que ha participado activamente en las revueltas. El narrador se formula la siguiente reflexión: Pero lo más peregrino, entre los muchos fenómenos de inconsciencia de aquel indefinido lapso de tiempo que duró mi turbación, fue que yo me encontré armado sin saber quién había puesto en mi cintura una faja de cuero con pistolas, y en mi mano un fusil. Y nada me ha causado tanto pasmo y terror como el decirme Ruy con ingenua convicción que yo había hecho fuego
(.R], 108). Mas tarde en la novela tampoco se da ninguna aclaración del eclipse de su memoria. 3.2. Sumarios La oposición entre lo que cuenta un relato ('telling') y lo que muestra ('showing') sigue siendo fructífera a la hora de describir su ritmo. En los
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fragmentos contados los narradores nos resumen lo que pasa, mientras que en las escenas, el tiempo del relato y el de la diégesis coinciden. El lector deduce la importancia de lo que ocurre en una novela de la presentación resumida o escénica. Así, por ejemplo, la seducción de Antoñita por Pepe Fajardo se cuenta en un párrafo: Vino a mí la preciosa Antoñita por conquista de unas cuantas horas, realizada con jactancia y perfidia. Bringas la cortejaba y la tenía por suya; yo se la quité en los rápidos galanteos de una tarde (T, 1408).
En el resto del párrafo el narrador explica sus vaivenes entre el hastío causado por la pasión avasalladora de su amante y la compasión por su tristeza. Las conversaciones con Eufrasia que llevarán finalmente a su entrega en la novela siguiente ocupan en ésta cinco largas escenas, lo que es significativo de la importancia relativa concedida a esos dos amores. Se resumen acontecimientos y procesos privados tanto como políticos, pero el desenfado con el que se tratan estos últimos es llamativo. En la primera novela de la serie, Fajardo todavía no ha llegado a interesarse por la política y se entera de paso, en la tertulia de los amigos de su padre. En las novelas posteriores está desengañado, como se ve al principio de La revolución de julio, cuando sintetiza con desparpajo lo que pasó entre febrero de 1853 y enero de 1854: ¿Saben que cayó Bravo Murillo, y que se llevó la trampa todo aquel tinglado de la reforma constitucional; que María Cristina y los demás realistones que patrocinaban esta idea se echaron atrás asustados, dejando solo al extremeño don Juan, con sus economías para fuera y sus chorizos para dentro de casa? ¿Saben que ha venido, como quien viene de Belén, un Ministerio Roncali, con Federico Vahey, Alejandro Llórente y otros que no recuerdo? ¿Saben que me afecta tanto la emergencia de esta trinca de gobernantes como si vinieran a decirme que se han descubierto mosquitos en la luna? (RJ, 24).
En la novela siguiente, O'Donnell, los acontecimientos políticos entre finales de julio de 1854 y diciembre del mismo año se sintetizan en un párrafo que empieza de la manera siguiente: «En su nueva casa, visitado de pocos y buenos amigos, veía Centurión pasar la Historia, no sin tropiezos y vaivenes en su marcha, a veces precipitada, a veces lenta (...)» (OD, 123). Los acontecimientos entre finales de abril de 1855 y el verano del mismo año también se resumen en un párrafo similar: «Por la mente de Centurión pasaban, sin alterar la normalidad de su existencia, los sucesos que habían de ser históricos» (OD, 126). Los sucesivos noviazgos de Teresa Villaescusa se resumen en el mismo tono: «Rodaba el tiempo,
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rodaba la historia, sin que Teresita encontrase novio de que ahorcarse» (OD, 128). Se sintetizan los acontecimientos políticos de finales de 1857 hasta mayo de 1858 en un sólo párrafo, desde la perspectiva de Fajardo: Así había visto pasar y caer el Ministerio Narváez-Nocedal, cuya política arbitraria y dura llegó a inspirar miedo en Palacio, y así vio venir el Gabinete Armero-Mon-Bermúdez de Castro, que no era más que un cataplasma simple aplicada al tumor nacional; vio después desvanecerse y morir con su último día el año 57, y aparecer con risueño semblante el 58; y vio cómo trajo también este año nuevo su correspondiente Ministerio andino, que se llamó Istúriz-Sánchez Ocaña, y tan sólo se hizo memorable, porque dentro de él unos tiraban a liberales templados, otros al absolutismo rabioso... En la mente de Fajardo se fijó la idea de que el alma de la nación, como la de él, sufría un acceso de pesada somnolencia (OD, 183).
Parece casi ocioso llamar la atención sobre la ironía omnipresente en estos fragmentos. Ninguno de estos ministerios sucesivos cambia algo fundamental. Lo que sí importa en la novela es el empuje industrial, financiado por capitales extranjeros y favorecido por la nueva desamortización, y la puesta en circulación de nuevos bienes entre los cuales el más importante en la economía de esta novela es Teresa Villaescusa. Este tipo de sumario es significativo del tipo de conocimiento histórico que quieren transmitir los Episodios Nacionales. Más significativa que su mención resulta ser la rápida evacuación de los acontecimientos de política interior. El trasfondo de estos eventos superficiales y su repercusión en los personajes ficticios es lo que cuenta. Incluso en las novelas que tratan de la guerra de Marruecos (Aita Tettauen y la primera mitad de Carlos VI, en la Rápita), lo que más se resume son las batallas. Sólo hay una que recibe los honores de la presentación escénica, la batalla de los Castillejos, del día uno de enero de 1860, que contribuyó a la mitificación del general Juan Prim (capítulos V y VI). La acción militar más importante, que decide del resultado de la guerra, la batalla de Wad-Ras del 23 de marzo, se elide. El narrador Santiuste reproduce una conversación con un testigo, después de la batalla, en el campo musulmán: (...) nos dio cuenta minuciosa de la batalla, refiriendo los designios, los movimientos, las astucias y ardides de ambos combatientes, historia que no reproduzco porque no me tachen de prolijo y fastidioso. Nada olvidó Ben Hair de la pericia de Ros, Echagüe y Zabala, de la bravura temeraria de Prim, del tino y dirección admirable de O'Donnell. Reconocía los grandes dotes de sus enemigos, y los encomiaba sin quitar a los suyos su parte de heroísmo y de
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales conocimiento, con lo que nos hicimos cargo los oyentes de la belicosa acción, a que los moros dan el nombre de Bu-Shifa y los españoles el de Uad-Ras, o más propiamente Uadrás (CR, 351).
El narrador recibe información pero decide no transmitirla. Lo que le interesa, y lo que supone interesará a su lector y patrón Pepe Fajardo es el efecto de la batalla sobre las personas que sufren sus consecuencias. El lector descubre la reacción de los jefes marroquíes ante la derrota, y más importante aún, cuál es la suerte de los judíos pobres, reducidos a una especie de esclavitud, en manos de los musulmanes. Incluso en estas novelas sobre la guerra, lo esencial son las relaciones humanas. La Historia está allí, pero en función de la historia novelesca. Como muchos acontecimientos históricos no son dignos de pasar a la Historia, los narradores no hacen mucho caso de ellos. Efectivamente, el juicio de los historiadores profesionales sobre los resultados de la guerra de África suele ser negativo14. 3.3. Escenas El gran encanto de los Episodios y la explicación de su excelente legibilidad incluso para lectores de hoy consiste en la abundancia de escenas, que casi convierten al lector en un espectador de una obra de teatro, cómica las más veces. Las escenas implican siempre a personajes ficticios, de vez en cuando también a personajes históricos. Así, en Narvâez tenemos dos escenas (N, 1491-1501 y 1503-1507) en las que participan, entre otros, Fajardo y el propio general. Las escenas en las que aparecen los personajes referenciales no suelen presentarlos en las actividades por las que pasaron a la Historia, 14 Como botón de muestra citamos el juicio de M. C. Lecuyer y C. Serrano (1976: 116): «Les valeurs aristocratiques sont encore dominantes dans le pays, la guerre est donc 'aristocratique'. Le geste y compte plus que le bénéfice: quand la reine, plagiant Isabelle la Catholique, propose de vendre ses bijoux pour financer l'expédition, on est en droit de penser avec Marx que, si l'histoire se répète, la seconde fois est une farce. O'Dortnell ne demeure pas en reste, qui déclenche les batailles aux anniversaires de la famille royale, et quand Prim risque sa vie à Castillejos, on applaudit l'exploit en oubliant que l'armée entière a frisé le désastre. Mais si anachroniques soient-elles, il faut bien voir que ces attitudes sont nécessaires, car elles constituent la seule raison d'être d'une guerre inutile et lamentable, où l'honneur n'a d'autre rôle que de justifier une coûteuse promenade militaire qui dorera un peu les galons des généraux».
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sino en momentos en que se salen algo de su papel oficial: Narváez está tomando el desayuno, la reina llama a Fajardo para restablecer un fallo de memoria que había tenido unas horas antes, O'Donnell lee a su mujer el folletín del periódico y Sagasta está lavando platos. Los acontecimientos históricos importantes suelen comunicarse por referencia: O'Donnell cuenta a sus amigos políticos que la reina le ha despedido pero el lector no 'asiste' a una escena en la que se 've' el despido. El peso de las escenas se hace especialmente sentir en Los duendes de la camarilla: la base de la novela la constituyen las conversaciones de Lucila Ansúrez y Domiciana Paredes. La primera escena entre las dos mujeres ocupa los capítulos IV a VIII, la segunda los capítulos XIV y XV, la tercera los capítulos XXI a XXIII. Estas conversaciones alternan con otras, entre Lucila y su amante (cap. III y XII) y entre Lucila y Rosenda: los capítulos XXVII a XXIX constituyen una sucesión de escenas entre las dos mujeres. Ya apuntamos la desenfadada manera de resumir acontecimientos públicos y privados en O'Donnell. Sobre este trasfondo resalta mejor la presentación escénica de otros eventos, como la ejecución del jefe de la policía madrileña al principio de la novela. El centro del libro lo constituyen dos cenas: la que organiza Isaac Brizard en honor de Teresa Villaescusa (capítulos XVII y XVIII) y la que organiza Eufrasia Carrasco en su casa (capítulos XXVIII y XXIX). A través La vuelta al mundo en la «Numanáa» se integra en la serie la política exterior de España frente a sus ex colonias. Incluso aquí, la base de la novela son una serie de conversaciones, en el marco casi claustrofóbico de la fragata, entre Diego Ansúrez, y sus compañeros: cuatro con el maquinista Fenelón (VM, 452-455, 457-458, 477-478, 481-483) y seis con el cabo de mar José Binondo, sobre el porqué de la huida de Mara (VM, 460-461, 466-468, 468-469, 469-470, 479-480, 511). En las consideraciones de Fenelón intervienen elementos de civilización —para el maquinista el rapto de la niña fue una manifestación de romanticismo trasnochado— y de política —se ha enterado de que la familia Chacón anda metida en conspiraciones revolucionarias—. Los comentarios de Binondo son de tipo seudorreligioso y muy pesimistas, ya que está convencido de que Mara ha muerto. Las conversaciones no constituyen ninguna progresión en el nivel de los acontecimientos, pero sí en el nivel de la consciencia de Ansúrez, que aprende cada vez más detalles y se hace preguntas cada vez más fundamentales que se refieren no solamente a su problema personal, sino también a la guerra del Pacífico. Necesita comprender la situación del Perú antes de poder darse cuenta de las razones del com-
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portamiento de Belisario Chacón. De esta manera queda clara la interrelación entre Historia y diégesis novelesca. Los relatos de batallas ocupan un lugar secundario frente a las conversaciones en las que los personajes, a partir de sus convicciones y de su temperamento particular, intentan comprender lo que les ocurre. Las escenas constituyen la manera por excelencia en que el lector puede percibir la relación entre la Historia y la historia novelesca. En Las tormentas del 48 la primera es casi implícita: sólo irrumpe en una escena, la de la velada del cadáver de Antonia. El narrador-protagonista no es todavía nadie, socialmente hablando, y su perspicacia socio-política sólo se está despertando. La Historia está allí aunque Fajardo se niegue a reconocerla y a atribuirle un papel en su historia personal. Pero su impacto no puede negarse, y el lector no puede hacer otra cosa que advertirlo, por ejemplo en cuanto a la gran influencia adscrita a las camarillas en la administración y en la política. Incluso si en Las tormentas así como en Narváez el protagonista afirma que la política en el fondo no le importa, en la segunda novela muchas escenas —incluso las amorosas— se centran en conversaciones políticas, lo que supone un cambio importante. Lo que ocurre en Los duendes de la camarilla es parecido a lo que pasa en Las tormentas: la intriga está determinada por la promoción social de la ex monja Domiciana, y ésta se explica porque la influencia de las camarillas ha vuelto a aumentar a pesar del golpe que Narváez había pensado asestarles con el destierro de Sor Patrocinio, contado al final de la novela anterior. Este segundo nivel de la causalidad narrativa lo tiene que deducir el lector, no está explicitado en la novela. En otros libros, la relación entre Historia e historia novelesca es mucho más transparente: Santiago Ibero quiere acercarse a su ídolo, Prim, y su trayectoria está determinada en gran parte por los altibajos del movimiento revolucionario. Teresa Villaescusa es un producto de la segunda desamortización: sin la circulación de riquezas impulsada por las medidas económicas del gobierno de O'Donnell, ella no podría 'ponerse en circulación' y 'desamortizar' con el éxito que conocemos. 4. FRECUENCIA
La frecuencia narrativa es la denominación que da Genette (1972:145) a las relaciones de repetición entre el relato y la diégesis. Lo más corriente en una novela —y también en las diez que nos interesan— es que un acontecimiento se cuente una vez. Se pueden conseguir efectos interesantes cuando se rompe esta proporción.
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4.1. Presentación múltiple Podemos hablar de presentación múltiple, cuando a un hecho que ocurre varias veces corresponden varias presentaciones, pero desiguales en número (Bal 1985: 87). Hay un ejemplo que merece especial atención, y son los repetidos pasos que da Fajardo, en Las tormentas del 48, en busca de dinero para poder pagar sus deudas, contrayendo así deudas siempre mayores. Lo que crea la tensión no es la repetición del hecho en sí, sino el crecimiento de las sumas y la presión del tiempo debida a los plazos establecidos para devolver el dinero. La primera mención de los problemas económicos de Fajardo, que vive por encima de sus medios y se está aficionando al juego, se halla en el capítulo XV, secuencia del 1 y 2 de abril (T, 1403). Se encuentra bajo la influencia de Guillermo de Aransis, joven noble de excelente familia, pero que está comiendo su fortuna a pasos agigantados y ha ido amontonando las deudas. Ambos desoyen los sabios consejos de Eufrasia, que les recomienda que moderen su tren de vida. En el capítulo XVI, secuencia que corresponde al 14 de abril, el narrador confiesa su relación con Antonia, ilícita y tan cara que sus «deudas crecen como la espuma» (T, 1408). Eufrasia tiene viento del asunto y le sermonea otra vez; le aconseja el matrimonio como solución drástica a sus problemas económicos. El ministro de su departamento, Sartorius, le aconseja entrar en la carrera diplomática, lo cual tendría la ventaja de que se ausentara de Madrid15. En la secuencia del 29 de abril, Fajardo da lo que le queda a su ex jefe, cesante, y se echa a la calle en busca de dinero fresco: (...) visité a tres usureros, arreglándome al fin con el más cruel y de más arrebatada fantasía para elevar hasta el cielo los intereses y remontar mis deudas. Me reparé de mi necesidad, y aunque me acosaban tristes presentimientos del abismo a que yo corría, bien pronto el torbellino vital, el encadenamiento rápido de las obligaciones con los goces, y de los apetitos con los nuevos deseos, las ambiciones soñadas sucediendo a las satisfechas, me volvían al normal abandono y a no pensar más que en el momento presente... Sigo contando (T, 1413).
Al leer la caracterización del usurero «más cruel y de más arrebatada fantasía» para hacer subir los intereses, y aunque no se le nombre, el lector familiarizado con el 'mundo' galdosiano no tiene más remedio que pen15 Es el remedio que el propio Fajardo le impondrá a Aransis en O'Donnell, cuando su amigo está definitivamente arruinado. He aquí otro ejemplo de las múltiples interrelaciones que existen entre las novelas de la cuarta serie.
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sar en Torquemada, protagonista de cuatro novelas que tratan del dinero y de su función social. Acto continuo, Fajardo vuelve a gastar el dinero recién conseguido: al llegar a casa de Antonia la encuentra en la cama, muy enferma. Capítulo XIX, secuencia del día primero de mayo: vuelve a tentar la suerte en las mesas de juego, pero el resultado son más deudas y más préstamos usureros: «pronto habría yo de llegar a mi definitiva estrangulación» (T, 1418). Y a partir de aquí, las cosas van a precipitarse. Capítulo XX, día 2 de mayo. Tiene deudas con varias personas particulares, contraídas la noche del 30 de abril. Para una parte de sus deudas, consigue dinero de los usureros. Pero le falta la otra parte, «el compromiso más apremiante por tratarse de compinches de timba, que me han fijado improrrogable plazo, para cumplir» (T, 1421). Decide acudir a su hermano, pero Gregorio y su mujer le echan con cajas destempladas. Se refugia en casa de Antonia. El 3 de mayo, Guillermo le cita en el casino entre las 10 y las 11 de la noche. Ha encontrado una solución. Su abuela le confió una cantidad considerable para que la diera a otro familiar. Guillermo decide conservar el dinero durante una noche. Pepe paga a su acreedor en el casino. Aransis propone entonces intentar recuperar mediante el juego la parte que falta de los dineros de la abuela, lo que, ineluctablemente, desemboca en un fracaso sobre toda la línea. A las tres de la mañana del día 4, otro jugador le ofrece dinero, pero Pepe se niega. El otro insinúa claramente que Fajardo «ofrece una garantía segura», porque es de los que «cultivan mujeres ricas que les pagan las deudas» (T, 1423). Pepe lo desafía a un duelo. El duelo, que tiene lugar el día 6 de mayo por la mañana, retrasa por un momento sus preocupaciones financieras, pero al regresar a casa pregunta a Aransis por sus asuntos. Aransis está tramitando una solución y promete volver. Vuelve efectivamente en la misma tarde. Una amiga suya del 'demi-monde' ha conseguido dinero de... su cuñada Segismunda, que no sabe para quién es, desde luego. Tienen hasta el día veinte para devolvérselo. Muere Antonia. De la devolución del dinero para el 20 de mayo ya no se vuelve a hablar. Fajardo empieza a darse cuenta de que se ha metido en un callejón sin salida: «Mi insolvencia, más marcada cada día, les irritaba [a los usureros], trocándoles en fieras. Contra su persecución no me valían ya ni escondites, ni esquinazos, ni artes escurridizos de ningún género» (T, 1446). Se convierte en paria de la buena sociedad. Cuando por fin se rinde y se compromete a casarse con María Ignacia de Emparán, Segismunda le promete despachar a sus acreedores. Ahora que es rico, podrá pagar cuando guste.
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Esta lucha repetida contra los plazos asignados por los acreedores nos trae a la memoria otra novela de Galdós, La de Bringas, en la que la protagonista, Rosalía Pipaón de Bringas, por su afán de lujo, contrae deudas cada vez mayores y más difíciles de liquidar a tiempo y se ayuda de la ceguera moral y material de su marido para poder seguir con sus trampas. Hay, sin embargo, grandes diferencias en el tratamiento del tema de las deudas. Los usureros de Pepe Fajardo no tienen nombre —sólo conocemos el nombre de un amigo a quien debe dinero, Caballero—, los acreedores de Rosalía, sí. Si en Las tormentas del 48 un usurero vale por otro, en La de Bringas hay una clara gradación: Rosalía empieza debiendo dinero en una tienda y para terminar cae en las garras de Francisco Torquemada. La solución ideada por los dos protagonistas es hasta cierto punto comparable: Pepe Fajardo termina casándose contra su voluntad con una heredera rica, Rosalía acaba echándose en los brazos de su galanteador, Manuel Pez, pero resulta que Pez no la 'recompensa'. Pepe hace un negocio vendiendo su libertad, Rosalía malvende su honor —o hace una inversión no rentable—. Si en las dos novelas podemos observar una aceleración de los trámites financieros en forma de espiral, en La de Bringas éste es el asunto que más obsesiona a la protagonista, alrededor del que los otros temas se organizan, mientras que para Pepe Fajardo es un tema que, aunque determina definitivamente su futuro, sólo constituye una preocupación entre otras, las amorosas, por ejemplo. En lo que sí vemos un paralelismo entre las dos novelas es en el contraste entre la tensión, cuando los protagonistas buscan dinero, y el relajamiento cuando lo han conseguido y tienen 'tranquilidad' para algunos días16. Así este Episodio se acerca a otras obras galdosianas que Montesinos llama novelas de la «locura crematística»17. 4.2. Rutinas Las rutinas de los personajes sirven de trasfondo contra el que se destacan los acontecimientos. En algunas ocasiones, los cambios que afectan a estas rutinas se vuelven significativos, de modo que una rutina se cuenta varias veces, con las modificaciones que se han producido. Veamos el caso de la tertulia de Centurión en O'Donnell. Es presentada en varios
16 La función de las fechas y los plazos en La de Bringas fue estudiada por Roberto Sánchez (1978). 17 Bajo este lema reúne Montesinos (1980: II, 61) El doctor Centeno, Tormento, La de Bringas y Lo prohibido. Vuelve a utilizar el término para referirse a la causa del matrimonio de Fajardo (Montesinos 1980: III, 112).
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puntos de la novela, cuando cambia la posición laboral y por consiguiente social del personaje; al principio, cuando tiene trabajo, van algunas personas de cierta relevancia social: Asiduos eran el comandante Nicasio Pul[p]is y su mujer, Rosita Palomo, sobrina de doña Celia; Leovigildo Rodríguez, con su esposa Mercedes, hermana del coronel Villaescusa, primo de Centurión, María Luisa Milagro de Cavallieri, hermana de la marquesa de Villares de Tajo (Eufrasia). También frecuentaban la tertulia el comandante don Baldomero Galán y su señora, doña Salomé de Ulibarri (Saloma de Navarra)-, Paco Bringas, compañero de Centurión en la oficina de Obra Pía; don Segundo Cuadrado y don Aniceto Navascués, empleados en Hacienda. De personas con título no iba más que la marquesa de San Blas, camarista jubilada, y de personas pudientes, las culminantes en aquella modesta sociedad eran don Gregorio Fajardo y su esposa Segismunda Rodríguez, que del 48 al 54 habían engrosado fabulosamente su fortuna. La coronela Villaescusa y su linda hija Teresa tenían rachas de puntualidad o abstención en la tertulia (OD, 124). Esta lista, como la ya citada de los contertulios de Pepe Fajardo en Las tormentas del 48, contribuye a crear el 'mundo' galdosiano, porque tanto María Luisa como Salomé, personajes de la tercera serie, ya resultan conocidas al lector asiduo. Pero cuando Centurión queda cesante, la lista de los que vienen a hacerle compañía se ha reducido considerablemente: Al darle conversación iban algunas tardes el bajo Cavallieri, que se defendía míseramente cantando en las misas solemnes y en los funerales de primera; don Segundo Cuadrado, que con tétrico humorismo trataba de regocijar los abatidos ánimos; Nicasio Pulpis, que iba pocas veces, casi de tapadillo, con el sólo fin de hablar pestes del Gobierno y desahogarse, pues ya los militares ni en los rincones más oscuros de los cafés podían aventurar una palabra de política. Iba muy de tarde en tarde Bartolomé Galán, y no parecían ya por allí ni la marquesa de San Blas, ni Aniceto Navascués, ni Paco Bringas, estos dos últimos vendidos al Gobierno y adulones de Nocedal (OD, 175). La nómina reducida de los contertulios y su situación problemática es tan elocuente, o más, de la deteriorada posición social de Centurión que su mudanza a una casa más pequeña en un barrio menos considerado. En la misma novela se encuentra otro ejemplo de este juego de ecos, ilustrativo de la incidencia social de los cambios políticos. Los políticos cambian, los mecanismos no: con la llegada al poder en 1854 de Espartero y O'Donnell, los empleados progresistas que se habían quedado en la calle durante los gobiernos anteriores, vuelven a sus puestos. En el capítulo III, el narrador nos informa de los cambios ocurridos dentro de la ad-
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ministración, y se sirve de dos imágenes básicas: la personificación de la Gaceta y el cambio de hábitos vestimentarios de los ex cesantes: Daba gusto ver la Gaceta de aquellos días, como risueña matrona, alta de pechos, exuberante de sangre y de leche, repartiendo mercedes, destinos, recompensas, que eran el pan, la honra y la alegría para todos los españoles, o para una parte de tan gran familia. (...) Era de ver en aquella temporadita el súbito nacimiento de innumerables personas a la vida elegante o al bien vestir. Se dice que nacían porque, al mudar de la noche a la mañana sus levitas astrosas y sus anticuados pantalones por prendas nuevecitas, creyérase que salían de la nada (OD, 122).
Y en el capítulo XVI, cuando vuelve al poder Narváez, asistimos al mismo movimiento, pero en sentido opuesto: Otra vez el alza y baja de ropa; otra vez el vertiginoso triquitrín de las tijeras de los sastres; otra vez la Gaceta cantando los nuevos nombramientos con grito semejante al de las mujeres que pregonaban los números de la Lotería; otra vez la procesión triunfal de los que subían las empolvadas escaleras de los ministerios, y el lúgubre desfile silencioso de los que bajaban (OD, 164).
Y vemos que se emplean exactamente las mismas imágenes que en el capítulo III: la Gaceta, diosa de la abundancia, recordando las múltiples estatuas femeninas decimonónicas que representan las virtudes y al mismo tiempo vendedora popular de lotería, la sinécdoque de la ropa por las personas, otro indicio de que el aparentar cuenta más que el ser. Así queda ilustrada la fundamental inseguridad de un importante sector profesional, el funcionariado. El cambio del personal administrativo es significativo del paso del tiempo. 4.3. Silepsis temporal Cuando se reagrupan temáticamente varios elementos, haciendo abstracción de su situación en la cronología, podemos hablar de silepsis temporal (Genette 1972: 121). Veamos un ejemplo: los recién casados Pepe y María Ignacia viven en la casa de la familia de Emparán, rodeados de viejas beatas. Son sometidos a numerosas rutinas de tipo religioso y el narrador reagrupa temáticamente las reflexiones críticas de su esposa superponiendo varias conversaciones sobre el mismo asunto: En Madrid me manifestó las propias ideas, y una noche llegó a decirme: —El rosario me sirve para mí para pensar en mis cosas (...). Y en la noche de un día consagrado a religioso bureo, con misa solemne
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales por la mañana, por la tarde manifiesto y procesión, y como fin de fiesta, fastidiosa charla del señor Sureda con nuestras reverendas tías, María Ignacia, cuando estuvimos donde nadie pudiera oírnos, me dijo: (....) Y una noche, recordando lo que desentonadamente se habló en nuestra tertulia de la situación del papa, y de las tropas que mandaremos a la Italia para restablecerlo en su trono, mi mujer se dejó decir: (...) El escepticismo de mi cara esposa no se estacionaba; era esencialmente progresivo, como se verá por los conceptos formulados hará unos veinte días: (...) (N, 1495-1496).
El narrador emplea este recurso para poder mostrar la evolución de María Ignacia en un relato que no sigue el transcurso de los acontecimientos día tras día, sino que sintetiza períodos18. En Los duendes de la camarilla, Galdós utiliza igualmente esta técnica de superposición de fragmentos dialogados, sacados de su contexto temporal, para reforzar un efecto acumulativo. En el capítulo XX se superponen varias visitas de Rosenda en una silepsis temporal: La capitana Rosenda que también a la guapa moza visitaba muy a menudo, no le habló nunca con tan filosófico tino como el viejo castellano [Jerónimo Ansúrez]. Divagaba locamente en su charlar, a las veces gracioso (...) Y otra vez: —Está tan echada a perder la cerera que el mejor día la vemos de ministra. Y el mismo día: —Si le dicen a usted, Lucila, que el desaparecerse Bartolomé es cosa de sus padres (...), no haga caso (...). Al día siguiente: —No esté usted tan alicaída, no tome estas cosas con demasiada calentura (...) Y tres días después, volvía con nuevos datos la tremenda cronista (...) (DC, 1625).
18 Hay otro ejemplo interesante, centrado también en María Ignacia, al principio de la novela, cuando el narrador descubre que no se ha casado con una tonta sin remedio, sino con una joven cuyas cualidades intelectuales se despiertan poquito a poco y que le quiere apasionadamente:
Díjome una noche Ignacia: «Cuando vean mis papás lo buena que estoy, no lo van a creer. (...)» Y otra noche: «De ti me habló una mañana Sor Catalina, y con lo que me dijo quedé tan enamorada, que sin haberte visto nunca te conocía ya y estuve pensando en ti todo aquel día. (...)» Y otra noche: «Cuando nos visitaste por primera vez, la impresión que recibí fue de que eras como un ángel con levita, corbata y lo demás que vestís los hombres...» (N, 1459-1460).
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La superposición de las intervenciones de Rosenda hace que se intensifique el efecto de 'lavado de cerebro' de Lucila, empeñada en encontrar como sea una explicación a la desaparición de su amigo y dispuesta a tomar en serio las más locas hipótesis. 4.4. Relatos repetidos Varios acontecimientos se cuentan dos veces, desde perspectivas sociales diferentes, o por narradores con un grado mayor o menor de información o de perspicacia. Tenemos dos versiones de la crisis política del 19 de octubre de 1849, el llamado 'Ministerio Relámpago'. La primera vez —secuencia del 20 de octubre— leemos cómo el narrador, Pepe Fajardo, va a Presidencia, donde recibe noticias por boca del propio Narváez. El narrador reproduce los comentarios de los políticos presentes. En la secuencia siguiente —la del 22 de octubre— tenemos otro relato de la crisis, pero desde un punto de vista totalmente diferente, el de los funcionarios, tanto los que están en activo como los cesantes del régimen anterior (N, 1554). Siguen los comentarios y las hipótesis de los funcionarios, en el fondo ni mejor ni peor informados y seguramente no menos habladores que los políticos. Un ejemplo de otro tipo se encuentra en Los duendes de la camarilla. En los capítulos XXI a XXIII el lector es testigo de la gran escena entre Lucila y Domiciana, en la que la primera amenaza a la segunda con un puñal, bien dispuesta a matarla si no suelta lo que sabe sobre el paradero de Gracián. Gracias a su talento diplomático superior, Domiciana consigue desarmar a Lucila y despedirla sin haberle dicho nada importante. Lucila ha fracasado y en un sueño revive el encuentro: Por la noche, dormida con pesado sopor, soñó que se ocupaba en la sabrosa faena de matar a Domiciana. Sobre el cuerpo yacente de la cerera descargaba golpes y más golpes con el fiero cuchillo, clavándoselo hasta el mango pero no conseguía dar fin de ella, ni aquella vida se dejaba rematar. La víctima recibía sonriente las puñaladas, cual si su cuerpo fuera un saco relleno de paja o serrín, y de él no salía sangre... ¿Dónde demonios estaba la sangre de aquella mujer? ¿Habíasela sacado para hacer con que emborrachar a Gracián y filtrar en su ser el olvido y la degradación?... Lucila se cansó de acuchillar a su enemiga, y el cuerpo de ésta coleaba siempre, siempre... (DC, 1637).
En su sueño, Lucila revive su experiencia, pero a modo de esperpento. La reflexión sobre la ausencia de pasión de su enemiga mediante la metáfora tradicional 'sangre' por 'pasión', que podría formularse en estado consciente, se traslada literalmente al sueño. Esta horrible pesadilla bien
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puede tener efectos terapéuticos y ayudar a Lucila a asimilar mejor su fracaso. En la novela siguiente se nos aclaran las dudas, pero en dos tiempos. En la segunda conversación de Pepe con Francisco Chico, jefe de la policía madrileña, éste le explica que es tan difícil cazar a ciertos individuos porque gozan de la alta protección de Palacio. Y da un ejemplo concreto: Pues verá usted: hemos andado locos tras de un tal Bartolomé Gracián, militar él, condenado a muerte, indultado y luego vuelto a condenar... La cabeza más destornillada que echó Dios al mundo... Al fin, mis agentes le descubren el rastro. Vamos a echarle mano. ¿En dónde creerá usted que se guarece ese pillo? Pues entre faldas. En las habitaciones altas de Palacio le tienen escondido dos señoras, que no quiero nombrar. Naturalmente, allí no podemos... Y no es éste solo el que ha hecho su burladero en lugares, como quien dice, sagrados (RJ, 46-47).
Los relatos del suceso irán sucediéndose y completándose a lo largo de la novela: después de la conversación entre Chico y el narrador viene Gracián a presentársele en persona para que lo esconda en su casa; a continuación tenemos el gran relato de Sebo, y en las jornadas revolucionarias de Vicálvaro y de Madrid, Fajardo tiene ocasión de conocer personalmente a Gracián, al que termina por eliminar. La estructura temporal contribuye a configurar una perspectiva múltiple sobre el personaje. Si en los ejemplos anteriores se trata de historias repetidas de tamaño reducido, en Aita Tettauen toda la tercera parte de la novela queda repetida en la cuarta19. Los dos relatos son complementarios, ya que se hacen desde perspectivas opuestas20. La crónica de El Nasiry da una visión 'exterior' del conflicto, porque se centra en las batallas y en su repercusión sobre el estado de la población civil de Tetuán, y la cuarta parte proporciona una visión 'interior' de Santiuste que se ha refugiado entre los sefardíes de la ciudad.
Lecuyer y Serrano (1976: 13) emplean una imagen para describir el efecto así logrado: «Le temps 'patine' et cesse un instant d'avancer: réapparaissent sur l'écran les mêmes événements, mais centrés autour d'un autre personnage.» 20 Evidentemente, no es la primera vez que Galdós utiliza este procedimiento técnico, cuyo resultado novelesco más espectacular son las novelas La incógnita y Realidad (1889). Como es sabido, en las dos novelas se cuentan los mismos acontecimientos: en la primera desde la perspectiva de un narrador-personaje secundario mal informado, en la segunda 'desdé dentro' de las conciencias de los protagonistas. 19
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El estudio de las relaciones temporales en las novelas de la cuarta serie de los Episodios Nacionales ha puesto de relieve los múltiples recursos que manipula el autor para comunicar su visión sobre la interrelación entre el plano de la Historia y el de la ficción novelesca. Su tratamiento de las posibilidades temporales no se distingue fundamentalmente de lo que es usual en la novela 'realista' de finales del siglo xix y principios del xx; Galdós no es ni Marcel Proust ni Virginia Woolf ni Thomas Mann. Aun así, cabe destacar su creatividad a la hora de utilizar este repertorio, muchas veces con un resultado humorístico o irónico, y, sobre todo, la importancia de las escenas en la composición de las novelas, cuyos numerosos diálogos permiten la confrontación de perspectivas múltiples. El lector tiene la impresión de estar descubriendo, no una visión estática de un pasado definitivamente cerrado, sino un proceso que está desarrollándose ante él.
CAPÍTULO IV EL ESPACIO
1 . R E F L E X I O N E S INICIALES
Si partimos del hecho, puesto de relieve por Yuri Lotman, de que nuestra percepción de los objetos, incluidos los lingüísticos, es en gran parte espacial 1 , se impone una delimitación del concepto de espacio. Nuestro punto de partida es una pregunta ingenua: ¿dónde se sitúan los acontecimientos de la cuarta serie? En el fondo, la respuesta es imposible. Indicar la localización de lo que ocurre en las diez novelas equivaldría casi a repetirlas, como les ocurre a los cartógrafos del cuento Del rigor en la ciencia de Borges, empeñados en hacer un mapa tan detallado y fiable que llegó a ocupar el espacio de todo el país que cartografiaban; se quedaron sin geografía 2 . Al igual que la novela decimonónica, a pesar de su afán
«El carácter especial de la percepción visual del mundo inherente al hombre y que tiene como resultado el hecho de que, en la mayoría de los casos, para la gente los denotata de los signos verbales sean ciertos objetos visibles espaciales, conduce a una cierta percepción de los modelos verbales (...)» (Lotman 1978: 270). 2 «...En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas. (Suárez Miranda: Viajes de Varones Prudentes, libro cuarto, cap. xiv, Lérida, 1658)» (Borges: Historia universal de la infamia, 136). 1
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totalizador, no puede abarcar toda una sociedad —ni siquiera los veinte tomos de los Rougon-Macquart le bastaron a Zola para cumplir tal propósito—, el crítico tampoco debe acariciar tales pretensiones y tiene que limitar su ambición totalizadora. Se trata más bien de ir seleccionando los 'lugares de acción' que se convierten en espacios literarios dotados de una significación social o simbólica, que sirven de marco a un acontecimiento, de ayuda o de obstáculo a la acción de un personaje. Como se trata de novelas históricas, hay lugares referenciales inevitables: las ciudades donde tienen lugar los hechos relevantes, ciertos edificios —el Palacio Real, el Congreso—, que preexisten a la novela y que el lector conoce porque los ha visto o por otras referencias. El lector no sólo conoce su aspecto visual, sino también su connotación social: hay barrios pobres y ricos, regiones avanzadas y atrasadas. Las diferencias sociales se expresan, además, frecuentemente mediante imágenes espaciales3. Sin embargo, estos lugares referenciales, a través de su integración en la obra literaria, se convierten en espacios imaginados como los otros que el autor puede inventar libremente. Habrá que ver, pues, cuáles son los valores suplementarios que los lugares históricos adquieren en la cuarta serie. Los espacios en que se mueven los personajes pueden ser también unos factores que contribuyen a crear una imagen más completa de ellos4 y a mostrar su evolución. Los distintos personajes pueden integrarse en ciertos lugares o aislarse de ellos de manera muy distinta. Como veremos, el Madrid de Pepe Fajardo no es el Madrid de Lucila Ansúrez. Un tercer factor de distinción lo constituye la significación ética y simbólica que pueden adquirir ciertos espacios, sobre todo cuando se enfrentan: la clásica oposición del campo frente a la ciudad, por ejemplo.
3 Yuri Lotman hace unas observaciones muy acertadas al respecto: «Los modelos generales sociales, religiosos, políticos, morales del mundo, mediante los cuales el hombre interpreta en diversas etapas de su historia espiritual la vida circundante, se revelan dotados invariablemente de características espaciales, unas veces en forma de oposición 'cielo-tierra' o 'tierra-reino subterráneo' (estructura vertical de términos organizada según el eje alto-bajo), otras, en forma de una cierta jerarquía político-social con la oposición marcada de 'altos' y 'bajos'; otra, en forma de valoración moral de la oposición 'derecho-izquierdo' (expresiones: 'hacer las cosas derechas', 'tener mano izquierda')» (Lotman 1978: 271). 4 Según Bourneuf y Ouellet, «Le réseau de relations auquel appartient le personnage romanesque s'étend aussi aux lieux et aux objets. (...) L'univers décrit par le romancier renvoie aussi aux personnages pour lesquels il constitue un prolongement, un obstacle ou un révélateur» (Bourneuf y Ouellet 1972: 145).
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Por supuesto, estos tres ejes distintivos no establecen separaciones absolutas. Un espacio puede ser marcado al mismo tiempo histórica, social y simbólicamente, lo que constituye su riqueza significativa. Otro factor que hay que tener en cuenta para el tratamiento del espacio novelesco son los desplazamientos hacia otros lugares: las trayectorias de cosas y personas, los viajes, los paseos. Las conexiones entre lugares también pueden tener connotaciones históricas, sociales y simbólicas y los personajes pueden caracterizarse por su mucha o poca movilidad. Aunque no abundan las descripciones de espacios, nos interesaremos por su funcionalidad en la serie. 2 . ESPACIOS REFERENCIALES
Los espacios referenciales ya tienen de por sí una determinada carga de significación histórica y social. De ellos no encontramos apenas descripciones propiamente dichas. A veces se menciona un elemento arquitectónico de un edificio o un aspecto llamativo de un interior cuando un personaje tropieza con él, pero nada más. Las novelas se destinan a lectores ya familiarizados con el aspecto de la Puerta del Sol, el Palacio Real, el Prado... Por otro lado, no por ser espacios referenciales dejan de convertirse en espacios imaginados, o, para emplear la terminología de Ricardo Gullón, de 'accidente' en 'esencia': Entre el espacio literario y el territorial, geográfico, la diferencia es la siguiente: esencia aquél, accidente éste, en cuanto integrante de la novela. Cierta tendencia a confundirlos puede ser alentada por el hecho de ser el uno parte del otro, aspecto o modo tangible de ofrecerse el territorio como zona habitable (1981: 8-9).
Además, es evidente que en una empresa como los Episodios su presencia resulta imprescindible. En el marco del pacto que el autor concluye con el lector hacen falta espacios referenciales reconocibles, para autentificar y anclar en ellos lo que se va a contar. Analizaremos la significación de ciertos lugares particularmente significativos en la Historia de España del período cubierto por la cuarta serie y en la estructura literaria de las novelas. 2.1. Plazas La Puerta del Sol es el corazón de la ciudad y para los madrileños de la cuarta serie constituye casi el centro del universo. Es lo primero que hay que conocer de Madrid. Cuando Santiago Ibero visita Madrid por primera vez, llevado de la mano de su amigo Juan Maltrana, éste le dice:
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales Ya estamos en la Puerta del Sol. ¿Ves qué magnificencia? Los edificios de la curva ya están terminados. Faltan las dos cabeceras, que quedarán concluidas dentro de un año.... ¿No se te ensanchan las ideas? ¿Y las telarañas que en tu cabeza traes, no se te deshacen viendo estas maravillas de la civilización? (P, 537).
Si la primera parte del fragmento refleja el legítimo orgullo del madrileño de adopción, las burlas que hace Maltrana del provincianismo de su amigo sirven sobre todo para poner de relieve su propia superficialidad y falta de modestia. La oposición 'centro' vs. 'periferia' que se vislumbra aquí sirve en lo político, pero no en lo vital, como veremos a continuación. La Puerta del Sol sirve de fuente de información política, lo que se explica por el hecho de que en el Principal de la Casa de Correo se sitúa la Presidencia de Gobierno. Así se convierte en sinécdoque de la capital de España. Cuando el 17 de julio de 1854 la caída del gobierno Sartorius ya parece inevitable, la gente se agrupa delante del edificio: Es la expectación, la ansiedad pública ante el rostro ceñudo del Destino. ¿Qué pasará, qué resoluciones expresan o anuncian los ojos inmóviles y la torva seriedad de la esfinge? De tanto mirar al Principal, llegamos a ver en las ventanas y rejas facciones que algo dicen... que algo callan (Rf, 83).
El edificio adquiere rasgos humanos, es el portavoz de un poder que sigue mudo, ya que no comunica con los ciudadanos, un signo que los personajes tienen que interpretar. La función esencial de la Puerta del Sol es la de proveer a la gente de noticias. Para los que no tienen relaciones que les permiten informarse, es la única fuente, porque de los periódicos no se fía nadie. Cuando Jerónimo Ansúrez puede anunciar en su tertulia el golpe de estado de Luis Napoleón, luego Napoleón III (el 2 de diciembre de 1851), es porque pasó por allí (DC, 1654). Es el lugar donde se reúnen los ociosos —«aquella muchedumbre de la Puerta del Sol, compuesta de desocupados expectantes y de transeúntes sin prisa» (OD, 182)— para seguir de cerca los acontecimientos políticos, particularmente cuando hay crisis en el aire. De allí suelen salir los rumores, más o menos amplificados, más o menos fidedignos. Esta fábrica de hablillas funciona como barómetro de la opinión pública y teniendo en cuenta el reparto de los roles sociales en las sociedades decimonónicas, no es de extrañar que en ella se congreguen sobre todo los hombres. Los personajes se dirigen a este centro para enterarse de la historia oficial y cuando se van, tienen materia para situar sus propias vidas frente a los acontecimientos.
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Son particularmente asiduos los cesantes, que no tienen nada mejor que hacer y que siempre están a la espera de trastornos violentos, a ver si se vuelven a colar en alguna oficina pública. El 'archi cesan te' de la cuarta serie, don Mariano Centurión, quiere convencer a Domiciana de que actúa en favor del gobierno, en la Puerta del Sol donde «pone de vuelta y media a los maldicientes». Centurión, que no es ningún ingenuo, continúa diciendo: «Sabe usted que cada semana tenemos un notición nuevo: pedazo de carne podrida que se arroja a los pobres cuervos para que vayan viviendo» (DC, 1605-1606). Se da absoluta cuenta de que muchas de las noticias que se ponen en circulación, no merecen el nombre de información. La Puerta del Sol es lugar de reunión y de conversación en momentos tranquilos y lugar de concentración en momentos de crisis. Es lugar de referencia nostálgica para los que están fuera de España —los emigrados se reúnen en el comedor español de la Exposición Universal de París, «servido por el Café Universal, de la Puerta del Sol» (TD, 702)— y punto donde se toma la temperatura de la situación política —en la Noche de San Daniel, un miembro del Ateneo anuncia la catástrofe diciendo que «la Puerta del Sol es un volcán» (P, 569)—. En la cuarta serie sirve, más que de centro geográfico, de centro de la conciencia urbana y ciudadana. Este lugar de intercambio es más emblemático aún si recordamos la importancia de las escenas dialogadas en la cuarta serie, un mundo de múltiples voces, donde la palabra hablada tiene un peso mucho más grande que la escrita. Dentro de este universo, la Puerta del Sol es un espacio de circulación de personas y opiniones que permite la conexión de la historia de los personajes, que van allí a buscar informaciones o a husmear el aire político, y la Historia 'grande'. Por eso está presente en la mayoría de las novelas de la serie, salvo en las que se adentran en la historia de España fuera de la Península: Aita Tettauen, Carlos VI, en La Rápita, La vuelta al mundo en la «Numancia». La Plaza Mayor funciona sobre todo como corazón del barrio popular madrileño por excelencia. No es un azar si la amante de Fajardo, Antoñita, «de la índole de Fortunata» (Montesinos 1980: III, 231), vive en un tercer piso de la Plaza Mayor. A principios de mayo de 1848, Fajardo vive en el piso de Antonia, que se está muriendo. La noche del fallecimiento de la mujer se despierta por los tiros. Está en el centro de la batalla callejera. Tampoco es un azar que la revuelta sorprenda a Fajardo precisamente allí. El piso constituye un lugar estratégico, un observatorio ideal para darse cuenta de la situación. Sotero, el marido de la difunta, le informa:
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales —Parece que van ganando los de Narváez. Ya no atacan tan sólo por la Sal y por Atocha, sino también por los Portales de Bringas. En una casa de la calle Mayor, con balcones que caen a la Plaza, junto a la Panadería, metieron tropa y ya están largando tiros desde el piso segundo... (T, 1435).
Desde el balcón pueden seguir las operaciones hasta el final, cuando los soldados de Lersundi ocupan la plaza. En esta primera novela de la serie, Fajardo se presenta como un joven inmaduro y poco interesado en lo que ocurre fuera de su esfera personal. En La revolución de julio ya ha cambiado bastante: se siente vagamente culpable de su ascensión social inmerecida, y de vez en cuando le ataca la 'efusión popular', el deseo de trabajar por la liberación y el bienestar de las clases pobres. En los días de la revolución se echa a la calle para ver y observar, y en compañía de Rodrigo Ansúrez llega a las inmediaciones de la Plaza Mayor, donde vuelve a encontrar a Sotero —no existe el azar en la cuarta serie— que le invita a mirar desde un tejado lo que está ocurriendo en la plaza y «ver la función sin riesgo» (R], 94). Lo interesante es que la atención de Fajardo no se concentra en primer lugar en los combatientes, sino en otra cosa: Como el estado singular de mi espíritu ante la revolución visible solía distraer mi atención, apartándola de los objetos de mayor importancia para fijarla en los accesorios e insignificantes, me entretuve un momento, y aun dos momentos, en mirar los gatos que en irregulares y viejísimos tejados tienen su habitual residencia. Andaban los animales de un lado para otro, paseando su turbación y excitados por el fuego... Contagiados por el ejemplo de los hombres, unos a otros se desafiaban con furiosos maullidos, y no lejos de mí, en un tejadillo que vierte a la calle Imperial, dos de atigrada piel vinieron a las uñas y se sacudían y arañaban de firme como encarnizados enemigos. Probablemente se peleaban por dar gusto a la garra, y desconocían el motivo y fin de sus querellas (RJ, 94).
La acentuación por el narrador del carácter insignificante y accesorio de la escena pone en guardia al lector, que en su interpretación no puede detenerse en la 'gatomaquia' y busca más allá. Además, la comparación es explícita en el texto: los animales están «contagiados por el ejemplo de los hombres», lo que lleva al lector a preguntarse si el comentario sobre la ausencia de motivo serio de enemistad entre los gatos no podría aplicarse también a lo que está pasando abajo, en la plaza. El narrador conduce al lector a una interpretación de la guerra de los gatos como una 'mise en abyme' de las luchas fratricidas en la calle. ¿Agresividad congènita, enemistad absurda?
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El joven Rodrigo Ansúrez llama la atención de Fajardo hacia lo que ocurre abajo: poco a poco avanzan los soldados y los defensores de la plaza se retiran a la calle de Toledo. Su puesto de observación no sólo les permite ver lo que ocurre en el vecindario, sino también darse cuenta por el humo y el ruido de cómo evolucionan los combates en barrios más lejanos. La descripción es de una precisión ejemplar y las evoluciones de las tropas pueden seguirse plano en mano. Por el humo que se desplaza, los personajes ven donde tienen lugar los combates más encarnizados. Después de la visión global de las acciones, bajan a la calle y pasan el resto del día dando vueltas en el mismo barrio. Hay una descripción pormenorizada de una barricada que da «con una de sus caras a la calle Imperial, y con otra a la de Toledo» (RJ, 103): En el extremo de la derecha, tocando al portal último, pusieron un retrato de Espartero clavado en la pared; al otro extremo, unas banderas en pabellón, donadas por un vecino ebanista, y que habían hecho su papel en el adorno de las calles cuando entró doña María Cristina para casarse con Fernando VII, y en el vértice del ángulo, un lienzo con el retrato de la Virgen de la Paloma, desclavado del bastidor y muy estropeadito. Después de servir de imagen titular en una tienda de la calle de Latoneros en el pasado siglo, estuvo largos años en un portal, con ofrenda de velas y aceite, parando al fin Nuestra Señora en patrona y capitana de la plebe amotinada. Desde el palo en que pusieron la Virgen hasta los dos extremos de la barricada, tendieron cuerdas con banderolas y pingajos de diferentes colorines; moños de toros, y el indispensable cartel d e Pena de muerte al ladr'on.
Dentro de la barricada, en las dos bandas de soportales, tenía la calle aspecto de feria (RJ, 104).
Lo que llama la atención en esta descripción es que la barricada se presenta como un complejo heteroclito de objetos con historia. Es como si tuvieran vida propia: ya han servido en otras ocasiones y con otras intenciones. ¿Serían un signo de que cualesquiera sean los gobernantes de turno, la suerte del pueblo sigue siempre igual? La creatividad popular tal como la vemos en acción parece caracterizarse por la facultad de crear signos nuevos a partir de cosas desviadas de su utilización primitiva. Otra cosa es la rapidez de la construcción de la barricada y el orden con que se organiza: por lo visto, el pueblo en armas tiene sus tradiciones que se manifiestan en ocasiones críticas y que demuestran que su gran confianza en la posibilidad de cambio está a prueba de desengaños5. El tono de simpatía que se 5 José María Jover Zamora relaciona las jornadas del 54 con la obra de Galdós y con el humanismo popular: «Como es sabido, este humanismo popular ocho-
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desprende de esta descripción no nos debe hacer concluir a una visión idealizada del pueblo de Madrid: al principio de la novela siguiente, O'Donnell, vemos los comentarios preocupados del narrador crítico que observa la ejecución del jefe de la policía de Madrid, ya no por el 'pueblo', sino por la 'plebe' (OD, 116-120) 6 . En el tratamiento de la Plaza Mayor no sobresale su función de plaza pública, ni la de concentración de viviendas, sino su función política como centro de la resistencia contra el orden establecido que la convierte casi en símbolo de la revolución popular. 2.2. Edificios Como en cualquier novela de tipo realista, nos encontramos en la cuarta serie de los Episodios Nacionales con una serie de edificios que cumplen centista fue objeto de una elaboración literaria —por parte de novelistas procedentes de las clases medias, y muy en especial por Benito Pérez Galdós— que de alguna manera vino a mitificarlo; pero también, y previamente, a observarlo e intentar su definición. El humanismo popular, en cuanto categoría literaria, es un 'fruto tardío del Sexenio'; un fenómeno cultural que irrumpirá en la Edad de Plata de la cultura española a partir de los años ochenta (Fortunata y Jacinta, de Pérez Galdós, 1886-1887). En cuanto realidad histórica, es un fenómeno perteneciente al campo de las mentalidades sociales; un mundo de actitudes ante la sociedad y ante el estado que hubo de cristalizar, precisamente, en esa línea de contacto entre unos grupos sociales que se ven marginados de la cosa pública, y un estado, unas leyes y unos mores sociopolíticos que les son ajenos, pero que se manifiestan imperiosos. De aquí un desajuste de comportamientos, desajuste que conferirá un chocante dramatismo, en la realidad de los hechos, a episodios que la historiografía oficial suele presentar monolinealmente, en función de resultados políticos formales. Sólo provistos de esta sensibilidad histórica suplementaria podremos llegar a entender plenamente el trasfondo y las contradicciones socioculturales presentes en episodios como los de las jornadas madrileñas del 54. ¿Cómo explicar en términos de escueta historia política esa entrañable y no sofisticada mezcla de fiesta popular y de oposición armada al régimen que tendrán, en Madrid, las barricadas de julio del 54? ¿Cómo explicar, desde los temores y los estereotipos de la burguesía, esa ética frente a las cosas que surge espontáneamente cuando el pueblo se hace dueño de la calle; ética que impulsa a destruir por el fuego los símbolos de la depredación ajena, pero que se veda rigurosamente la apropiación de los bienes de los vencidos...?» (Prólogo a Tomás Villaroya 1981: CXVI-CXVII). 6 Ver Ribbans (1993: 100-104) para una comparación entre las versiones del mismo hecho en el Episodio galdosiano, Pedro Sánchez de Pereda y El sabor de la venganza de Baroja.
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una o varias funciones sociales: las iglesias, los teatros, el Congreso, los conventos. Algunos de estos lugares, además de su función habitual, cumplen otras funciones no directamente inscritas en su papel referential tradicional. El Palacio Real7 es el lugar de residencia de los reyes de España y como tal cumple varias funciones características de todos los palacios reales europeos del siglo xix: lugar de recepciones y bailes oficiales, lugar de deliberación política entre el monarca y los jefes de gobierno, etc. En el caso de España se añade una función típica: es el lugar donde las camarillas organizan su contrapoder, donde los grupos de cortesanos al servicio privado de la reina y del rey consorte, en colaboración íntima con algunos religiosos, constituyen grupos de fuerte presión política en el sentido clerical y conservador. Es natural que todas estas funciones se encuentren en la cuarta serie, en la que además surgen otras todavía más novelescas. Es en Los duendes de la camarilla donde el Palacio Real cobra importancia para la coherencia estructural de la novela. Por su amistad con doña Victorina Sarmiento y con Sor Patrocinio, Domiciana Paredes se convierte en mensajera entre el convento de Jesús y el Palacio Real. En la gran escena que opone a Lucila y Domiciana, ésta mezcla mentiras y verdades para deshacerse de su rival, y en su relato ocupa un papel importante el Palacio Real: insinúa que Eufrasia, después de interceder por Gracián, se lo llevó a Palacio, pero no para su diversión particular: (...) sabrás que la Socobio no ha hecho lo que ha hecho por adorar al capitán en sus propios altares, sino que lo ha llevado como en holocausto, fíjate bien, a otro altar de más altura, donde oficia el supremo sacerdocio de esos dioses gentilicios... (DC, 1635).
La cámara de la reina se convierte así en templo pagano. Pero no se trata de una identificación definitiva; el Palacio es más bien el campo de batalla donde se oponen dos facciones: la de las sacerdotisas del amor humano, con Eufrasia a la cabeza, y la de las abogadas del amor divino, pero no por eso enemigas del amor humano, encabezadas por Sor Patrocinio. Lucila conoce demasiada bien la 'Casa Grande', por haber vivido y trabajado en ella. La temporada de Palacio fue la más desgraciada de su vida, en la que más inútil se sintió: 7 Peter Bly (1980) compara las escenas de La de los tristes destinos que se sitúan en el Palacio con La de Bringas, cuyo escenario privilegiado es el apartamento que ocupa la familia de Bringas allí. El artículo es sobre todo importante a causa de las conclusiones del autor sobre la evolución de los personajes. Los valores funcionales y simbólicos del edificio mismo no se discuten.
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales (...) nunca me han aburrido tanto las máscaras, pues máscaras me parecían cuántas personas traté en aquella casa (...) No sirvo yo para esa vida de los palacios grandes, grandes... Las personas me parecen figuras que han salido de los tapices, y que hablando y moviéndose siguen siendo de trapo... En todo no ves más que vanidad, mentira, y todo se te confunde y se te vuelve del revés; llegas a no saber si los criados parecen señorones o los señorones parecen criados (DC, 1652).
El Palacio no es sólo un laberinto material, con un sinnúmero de pasillos y escaleras. Es sobre todo un espacio de confusión moral, un baile de máscaras, un carnaval donde los valores auténticos se pierden y donde tienen lugar combates silenciosos por el poder y la influencia. La diferencia entre Lucila y sus —falsas— amigas Domiciana y Rosenda consiste en que a la primera le repugna esta falta de transparencia en las relaciones humanas, mientras que la segunda encuentra allí un empleo para su astucia y la tercera sueña igualmente con un ambiente de intrigas. La aversión de Lucila se basa en criterios morales. Otros personajes más politizados que la muchacha consideran el palacio desde su esfera profesional, como hace el jefe de la policía en La revolución de julio, en la cual se resuelven los enigmas creados en la novela anterior. El punto de partida de las revelaciones de Francisco Chico lo constituye su visión de las intrigas políticas que tienen su sede en los sitios más inverosímiles, incluso en Palacio. Se queja de la impotencia de la policía para controlar la difusión de ciertos periódicos clandestinos que llegan hasta dentro del tocador de la reina (R], 33). En otra ocasión se trata de los conspiradores contra el gobierno —entre los que se cuentan el general O'Donnell y Antonio Cánovas y el siempre fugitivo Bartolomé Gracián— tan bien protegidos que no hay manera de ponerles la mano encima (R], 47). Cuando llega Sebo a casa de Fajardo, cuenta el mismo relato, más detallado, y en otra tonalidad, la del picaro que busca ante todo su propia seguridad o, si se quiere, la del funcionario subalterno que teme ante todo la iniciativa: Asómbrese vuecencia: hasta hace poco [Gracián] vivía en los altos de Palacio; parece que es sobrino carnal de una señora que vistió el hábito de monja en el convento de Jesús. Don Francisco Chico, cuando le llevamos esta referencia, nos dijo: 'Cepos quedos, muchachos. Tres sitios hay donde no debéis meteros nunca: río, rey y religión.' Razón tiene mi señor don José; dentro de Palacio hay ideas y personas para todos los gustos... Bien dice don Francisco Chico que el piso segundo es una república... (R/, 51).
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El Palacio Real vuelve a ocupar una función importante en la última novela de la serie. El hijo menor de Pepe Fajardo, marqués de Beramendi, se ha hecho amigo del príncipe Alfonso y puede ir a jugar a Palacio. Un día Fajardo lo acompaña, porque quiere hacerse una idea de la personalidad del príncipe y de la educación que recibe. Lo primero que llama la atención de Beramendi es la «impresión de tristeza y ahogo» (TD, 673) que se desprende del entresuelo donde está instalado el niño regio. Protesta contra este alojamiento inadecuado para un niño débil de salud y quisiera verlo instalado en el piso principal, donde hay luz y un horizonte espléndido. Relaciona la salud física con la salud mental del futuro rey: «¿No comprenden que lo primero que necesita el que ha de ser rey es habituarse a ver mucho, a respirar fuerte y a contemplar las cosas lejanas?» (TD, 674). Visiblemente el aire enrarecido de las estancias de los mayores corrompe las habitaciones donde tiene que crecer el niño. El paralelo con la educación cerril que recibe no puede ser más evidente: como no hay luz física en el cuarto, imposible que se despierten las luces intelectuales del heredero de la corona. Según Beramendi «se le cría para idiota» (TD, 677). La última imagen del Palacio Real es una visión casi fantasmal: ha estallado la revolución de septiembre, la colmena se ha vaciado, el Palacio se ve reducido a la dimensión de edificio valioso del patrimonio nacional que hay que guarecer del pillaje. Los personajes que vigilan el edificio no descubren más que restos: algo de comida, tabaco habano, una maletita de viaje y el diario en el que los gentileshombres del cuarto del príncipe Alfonso iban anotando sus impresiones. Pero sigue pesando el fantasma de los «mochuelos, lechuzas, murciélagos, correderas y demás alimañas» (TD, 678) que Fajardo había vislumbrado. Santiago Ibero entra en el Palacio porque unas malas lenguas le habían hecho creer que Teresa había reanudado allí su vida de cortesana y se da cuenta de que no es cierto. Pero en una pesadilla vuelve a perderse en la infinidad de salas que se suceden hasta que en la última ve a Teresa que se aleja de él. Incluso después de la partida de la reina, el «caserón maldito» (TD, 750) conserva durante unas horas el poder de infundir miedo y desconfianza. El Palacio Real es un espacio importante, pero no tanto a causa de su función referencial: el único acontecimiento histórico que el lector ve ocurrir en Palacio a través de la mirada de Fajardo es el conato de asesinato de la reina por el cura Merino. El lector se entera de las firmas de leyes o de las discusiones de la reina con Narváez u O'Dorvnell por referencia, no se dan a observar directamente. Lo que importa es el valor simbólico: el Palacio es el escenario de la degradación de la familia reinante, que contagia a todos los habitantes del edificio. El laberinto de escaleras y pasillos represen-
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ta el clima de intrigas y la falta de transparencia en las relaciones personales y sociales. La imagen de las máscaras empleada por Lucila Ansúrez sirve el mismo propósito. Lo que tendría que ser un lugar sagrado se ha convertido en asilo para gente sin escrúpulos o en templo donde se venera el pagano dios del amor. A la corrupción moral se une la ignorancia: la oscuridad del cuarto del príncipe corresponde al oscurantismo intelectual en el que se educa. El Palacio Real es el centro del poder monárquico y su corrupción no puede menos que afectar a la capital y a la nación entera. La función primera del Congreso es la de representar el régimen parlamentario español: allí se reúnen los diputados para discutir entre ellos, y en diálogo con el Gobierno, las leyes que deben regir la nación. En la cuarta serie los narradores parten de esta función referencial. El 15 de junio de 1849, Fajardo se dirige al Congreso para jurar el cargo: lo han 'sacado diputado' por Tolosa. En el Salón de Sesiones está hablando Mendizábal y los pocos asistentes están medio dormidos (N, 1512). La política española necesita de este edificio como pantalla, pero lo esencial ocurre detrás, como no deja de observar la cínica Eufrasia cuando le dice a su amigo: «Con lo que no estoy conforme es con que me le hayan metido en política, trayéndole a esta farsa del Congreso. Porque esto es una mascarada, y si no sirve usted para dar bromas, vale más que se largue de aquí» (N, 1513). No es casualidad (literaria) que el Congreso se haya instalado provisionalmente en el Teatro de Oriente. Las numerosas funciones secundarias del edificio compensan el déficit de su función oficial de asamblea nacional. Para Pepe Fajardo es «sitio de esparcimiento y charla» (N, 1498), durante la enfermedad de su mujer, y la biblioteca es su «confesionario» (N, 1511), lugar aislado donde nadie viene a leer lo que escribe. La sala de sesiones sirve de refugio cuando el narrador se siente enteramente trastornado después de haber visto pasar a Lucila: Voy al Congreso, que es donde más solo puedo sentirme, y huyendo de los amigos que en el salón de Conferencias y pasillos me agobian con su enfadosa charla, busco un refugio en mi asiento de los escaños rojos, y me sumerjo en las narcóticas aguas de la discusión de Aranceles. Me creo dentro de una redoma, y mi atención es como la del pececillo colorado que nada en redondo mirando el cristal que lo aprisiona (N, 1523)8.
8 La imagen de la 'redoma' de peces aparece en más ocasiones en la obra de Galdós. Queremos recordar aquí el capítulo XXV de El caballero enc.antado(í909) titulado cervantinamente «Cuéntase lo que le pasó al caballero en la redoma de
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El Congreso se convierte además en lugar de citas elegantes con Eufrasia y ofrece posibilidades para recibir discretamente sus cartas. En las novelas siguientes, el Congreso desaparece del primer plano. Pero la mezcla de asuntos públicos y privados que se traman allí, persiste: Guillermo de Aransis va al Congreso con la intención de ver a Collado, del que espera un préstamo que le permita reequilibrar sus finanzas (OD,141). Vuelve al día siguiente y se da cuenta de la desesperación de los partidarios de Espartero, porque el general se niega a encabezar la Milicia Nacional contra el nuevo gobierno de O'Donnell. Las baterías de Serrano consiguen finalmente desalojar el edificio y disolver la asamblea: Una granada, penetrando por la claraboya del Salón de Sesiones, pidió la palabra con horrendo estallido en medio del hemiciclo, diciendo a los buenos señores allí presentes que se fueran a sus casas y no se metieran en más dibujos parlamentarios (OD, 148). Visiblemente, el poder ya no emana de la nación. Haciendo el balance global de las distintas funciones del Congreso, vemos que las personales, entre las que figuran algunas de tipo erótico, privan sobre las públicas y que el edificio referencial se ha convertido plenamente en un espacio imaginado. Las iglesias son lugares de culto, y en ellas en teoría las distinciones de clase no deberían existir. Nada menos cierto en la España decimonónica descrita por Galdós, donde las prácticas devocionales eran distintas peces, con otros raros sucesos y visiones» (Pérez Galdós: El caballero, 323). El protagonista ha saltado al Tajo, y le sacan del río curiosas criaturas vestidas de rojo que no dicen ni palabra. Se encuentra en un edificio enteramente plano y circular, rodeado de un jardín: «Pensó Gil que aquel mágico recinto radicaba en las honduras del Tajo, o era reproducción del que visitó don Quijote al descender a la cueva de Montesinos. Por entre los floridos arbustos del jardín vio Gil algunos compañeros duendes, que aburridos vagaban sin formar grupos ni hablar unos con otros. 'O esto es una redoma de peces —se dijo— y yo uno de tantos pececillos colorados, o he descendido a un limbo de cartujos pisciformes, erigido en aguas del Leteo'» (Pérez Galdós: El caballero, 327). Salvo la recurrencia de la imagen de la 'redoma', la diferencia entre los dos fragmentos es esencial. En Narváez (1902) se trata de una sencilla comparación mientras que en la novela de 1909 el autor crea un espacio enteramente imaginario. En los diccionarios recientes, la palabra 'redoma' se define como un recipiente utilizado en un laboratorio; la acepción 'pecera' parece típica y exclusiva del idiolecto de Galdós.
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según las clases sociales 9 . El aspecto clasista de la religión se evidencia en la elección de iglesias. Eufrasia y su amiga Rafaela Milagro, mujeres de la alta burguesía, hacen sus devociones en San Ginés, en la calle del Arenal (N, 1409). El carácter conservador de la parroquia de San Ginés se observa también en La revolución de julio. Fajardo observa que (...) las multitudes se obstinaban en que repicara San Ginés, una de las pocas iglesias que a celebrar se resistían con el volteo de sus campanas la felicidad popular. Al fin, repicó San Ginés, repicaron las Descalzas Reales, y no hubo campana ni esquila que no uniera su voz al cántico de tantas alegrías (R], 83-84). El que San Ginés y las Descalzas Reales participen en la expresión de la alegría popular es un signo más de la temporal victoria del pueblo en la revolución, como lo es la desaparición total pero provisional de la policía de las calles de Madrid. Eufrasia quiere llevar a Valeria Socobio de Navascués a una vida más regular y la conduce a San José, calle de Alcalá (OD, 183). Lucila Ansúrez y Domiciana Paredes, mujeres de clase social menos favorecida, van a San Justo, iglesia no tan marcada socialmente 10 . Para Domiciana, que dirige la cerería de su padre, las iglesias son también lugares adonde va a hacer negocio. Cuando Gracián ha desaparecido y Lucila casi no tiene esperanzas de volver a encontrarlo, busca refugio en las iglesias: Oía misa en la Orden Tercera o en San Andrés, y algunas mañanas corríase hasta San Justo, donde entraba con la confianza de no ver la cerera. Confesó y comulgó más de una vez en San Pedro y en San Isidro. (DC, 1638).
José Luis Aranguren observa que «la disociación entre la religiosidad pública —exigida, diríamos, sociológicamente— y el escepticismo interior, es una característica de la forma moderada de vida. La falta total de un catolicismo liberal y la precariedad de un catolicismo a la vez conservador y relativamente moderno —apenas representado más que por Balmes— hicieron imposible que la religión informara, de verdad, la existencia entera» (Aranguren 1974: 113-114). 10 La significación social de las parroquias se evidencia también en otras novelas galdosianas: pensamos por ejemplo en la primera página de Misericordia (1897) donde se explica la implantación urbanística de la iglesia de San Sebastián, entre dos barrios: «Dos caras, como algunas personas, tiene la parroquia de San Sebastián... mejor será decir la iglesia... dos caras que seguramente son más graciosas que bonitas: con la una mira los barrios bajos, enfilándolos por la calle de Cañizares; con la otra, al señorío mercantil de la plaza del Ángel» (Obras completas V, 1887). Ver Manuel Fraile (1984) para un comentario de este fragmento. 9
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Todas estas iglesias están a distancia más o menos breve de su casa. No se la ve nunca rezando en San Ginés, parroquia elegante. Las mujeres van a la iglesia cuando tienen problemas personales, pero las hay también que esperan alivio de sus dificultades económicas mediante las devociones. Manolita Pez explica su reciente afición a la religión de la manera siguiente: A la Encarnación o a San Marcos suelo llegar yo de madrugada, cuando aún no han abierto, y por las noches soy la última que sale de iglesia... La desgracia y el no tener nada que hacer la van metiendo a una en las devociones, y lo que importa es seguir en ellas hasta que Dios nos depare el remedión que le pedimos (P, 621).
El fragmento es a la vez un comentario cruel de la situación de la mujer burguesa en el siglo xix y una crítica de la religiosidad superficial del personaje, que ve la devoción como un contrato comercial: yo rezo, tú me das el 'remedión' que necesito. Pero las iglesias no sirven sólo para el ejercicio de la devoción, sea o no sincera. Son también lugares de citas amorosas. Y aquí entran en escena los personajes masculinos. Eufrasia y Pepe Fajardo tienen un lenguaje secreto para designar los lugares de encuentro clandestino: Según la antigua clave de nuestra criminal correspondencia, artificio vigente en el verano último, Gobernación quiere decir la iglesia de San José, como Gracia y Justicia es San Sebastián y Hacienda San Ginés. Las iglesias que no tienen más que una puerta se designan con nombres de Direcciones generales, por ejemplo, Aduanas es el oratorio de Olivar, Rentas Estancadas, las Niñas de Leganés... (N, 1555-1556).
Si éste es un truco relativamente inocente, otros lo son menos. Rosenda ridiculiza el proyecto de Lucila que quiere trabajar de costurera para ganarse la vida. Ella se dispone a arreglarse bien y a pescar un protector en cualquier iglesia donde se organizan funciones religiosas a la moda. Se trata de iglesias de buen tono: (...) me voy por las mañanas, muy bien arregladita, como viuda consolable, a San Justo o la Almudena, y por las tardes a las Cuarenta Horas de San Sebastián o San Ginés, parroquias de feligresía muy buena, superior (DC, 1627).
Al principio no le salen bien sus tentativas. Lucila se la encuentra varias veces y «de su mal humor coligió que no había sido dichosa en sus cacerías, sin duda por el sacrilegio de intentarlas en lugar sagrado» (DC, 1638). Pero la suerte la favorece, y encuentra 'ajuste'. Así describe su fe-
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liz ofensiva: «En la novena del Rosario (...) eché mis primeros anzuelos... Picó en la novena de Santa Teresa, y saqué el pez en las mismísimas Animas... (...)» (DC, 1646). Esta escena recuerda la de La desheredada, contada en el capítulo III de la segunda parte ('Entreacto en la iglesia'), en la que Alejandro Sánchez Botín empieza a demostrar su interés por Isidora11. En Carlos VI, en La Rápita, la seducción de Donata empieza igualmente en la iglesia. Aquí la perspectiva es masculina: La vi de rodillas; al levantarse para tomar asiento en un banco, observé en su movimiento perezoso la intención de buscar un propicio instante para mirarme. Y una vez sentada, aprovechaba ella todo ruido de gente que entraba o salía para mover su cabeza y producir el divino cruzamiento de su mirar con el mío. Mientras permaneció sentada, no cesaba el flecheo; jugamos a la pelota con nuestras almas mandándolas de un lado para otro (CR, 389).
Llama la atención el carácter juguetón de la escena, ausente de Los duendes de la camarilla y de La desheredada, quizá porque para Juan y Donata la relación amorosa no sirve de disfraz a una transacción comercial. Otra diferencia es que para los dos personajes de Carlos VI, en la Rápita, la iglesia viene a ser casi su medio natural: Juan se hace pasar por seminarista y Donata es una beata. Las iglesias tienen también un significado político, que se combina con su significado social. En Los duendes de la camarilla, como vimos, Lucila Ansúrez frecuenta varias iglesias, entre las que se destaca la de San Justo, donde se casará, y no va a las iglesias de los barrios ricos. Sin embargo, en la novela anterior, Narváez, Fajardo la vio una noche entrar en San Ginés, pero no consiguió atraparla a la salida. Con el pintor Jenaro Villaamil que le acompaña discute del caso. Se preguntan si habrá salido por la sacristía o por la vivienda del párroco: 11 «Una tarde notó que un señor la miraba con insistencia. Sus ojos, distraídos de cuanto en la iglesia había, pasaban por delante del orador (con no poca irreverencia) e iban derechitos a buscar a Isidora al fondo de la capilla donde ponerse solía. (...) Mientras Isidora hacía estas y otras observaciones, notaba que algunas de las elegantes cofrades eran miradas tenazmente por los caballeretes, y que ellas solían mirarlos también con afectada distracción, de donde vino a considerar que si tanto flechazo de ojos dejase una raya en el espacio, el interior de la iglesia parecería una gran tela de araña. ¡Mísera humanidad!» (Obras completas IV, 1076-1077). La elección de una iglesia para concluir asuntos eróticos tampoco es exclusiva del siglo xix: Celestina iba a la iglesia, no para rezar, sino para observar y para tratar con sus clientes eclesiásticos.
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—Oiga usted, Pepe, ¿se habrá metido en la bóveda, en la célebre bóveda de los disciplinantes? —Y ¿dónde está la bóveda?... —Viene a caer aquí debajo y su entrada es por la capilla del Cristo, donde estaban rezando cuando entramos... —¿Esa bóveda tiene luego salida por alguna parte?... —Dicen unos que sale a las Descalzas Reales, otros que a San Felipe el Real. Pero esto me parece fábula... (N, 1521-1522).
La iglesia adquiere un aspecto misterioso no sin relación con la manera en que Fajardo considera a Lucila, que es para él mucho más que una mujer real. San Ginés es un espacio cuya arquitectura no es transparente y cuya función no es clara. ¿Qué hacía Lucila allí? La respuesta surge al final de la novela siguiente: Lucila tenía que llevar los recados de los conspiradores, porque no despertaba sospechas: «¡Hala!, a la Escuela Pía de San Antón, a San Ginés, con cartas para el coadjutor; a una casona de la calle de Fuencarral, a la Ceca y a la Meca (...)» (DC, 1651). Las iglesias son espacios multifuncionales en la España del siglo xix. En la cuarta serie vemos cómo estas funciones religiosas, sociales y en menor medida políticas se combinan con los motivos particulares de los personajes para visitarlas. Galdós se muestra crítico de ciertas formas hipócritas de pseudo-religiosidad, pero no hace observaciones explícitas de tipo anticlerical. Los conventos de mujeres —no se habla de otros en la cuarta serie—, y sobre todo los dos conventos madrileños donde reside Sor Patrocinio, concentran varias funciones. Se trata inicialmente de lugares de reclusión, en teoría voluntaria, donde las mujeres pueden dedicarse a la devoción y a las obras pías. Pero en la literatura, y también en los Episodios Nacionales —recuérdese el caso de sor Teodora de Aransis de Un voluntario realista de la segunda serie—, los conventos adquieren en muchas ocasiones una connotación negativa de lugares de encierro. Teniendo en cuenta las novelas góticas del XVIII, las novelas románticas y los folletines, esto no constituye ninguna originalidad. Así la recién casada María Ignacia, que ve en Lucila Ansúrez una temible rival a causa de su belleza, quiere recluirla en un convento «de regla muy estrecha» (N, 1481). Cuando se descubre la conspiración palaciega, Lucila busca refugio en el convento de Jesús. Sus primeros días coinciden con los últimos de Domiciana Paredes, que hace el siguiente comentario: (...) pensé que te catequizaban para sepultarte allí toda la vida. (...) La tarde en que te me presentaste, diciéndome que te habías escapado y que en mi
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales compañía querías estar hasta saber el paradero de tu padre, me alegré de veras; tu libertad me afirmaba en el contento de la mía (DC, 1592).
Para describir su propia estancia en el convento, Domiciana emplea los mismos términos: se encontraba «sepultada en aquella región del fastidio» (DC, 1590). La sensación de estar encerrada llega a ser tan fuerte en Angustias, metida a monja por su padre, «por la sola razón de tener abundancia de hijas y escasez de peculio» (VM, 432) que se escapa de un convento de Játiva y pasa el tejado y el muro exterior con la ayuda de una soga. Cuando llega a la calle, cae literalmente encima de Diego Ansúrez, y le dice que sus heridas no le importan, «que sufriría con paciencia, y hasta con gozo, todas las averías de la máquina corpórea con tal de ver para siempre conquistada su libertad» (VM, 430). Moribunda, pierde la razón y cree haber vuelto al encierro del odiado convento (VM, 438-439). Pero los conventos son también centros de poder que intervienen en la vida política del país. A lo largo de las novelas vemos que se tejen redes de contactos que tienen como centro el convento de Sor Patrocinio. Cuando Faustino Cuadrado queda cesante, Fajardo no entiende cómo pudo pasar esto. Cuadrado está convencido de que alguien en las altas esferas debe estar al tanto. Contesta Fajardo: —Tan sólo lo he contado a mi hermana, a una hermana mía, monja. —¿Monja? ¡Dios uno y trino, como si lo viera! ¿Conque monjita? ¿Y en qué convento? Cuando le dije que en La Latina, cayó el hombre desplomado en un sofá, y llevándose ambas manos a la cabeza, apoyados los codos en las rodillas, quedó un rato como una estatua de consternación (...) (T, 1394).
Fajardo le promete volver al convento e interceder por él. De pronto Sor Catalina dice no comprender nada a la influencia que se le supone, y Cuadrado sigue estando cesante. Luego Fajardo experimenta el poder de su hermana en su propia vida y entonces su influencia en otros asuntos ya no le parece tan dudosa. Cuando se trata de recomendar a Jerónimo Ansúrez y su hija, Fajardo decide escribir a Catalina, porque «lo que no haga Catalina no lo hará ni el propio Narváez» (N, 1481). Los contactos seguidos entre las monjas franciscanas y el Palacio Real se evidencian en la conversación que el rey consorte tiene con Fajardo, en la que le comunica que Sor Catalina, que dirige un convento de la orden en Talavera, volverá pronto a Madrid. En los días del Ministerio Relámpago, Eufrasia relaciona a Catalina con la conspiración (N, 1561). Y efectivamente, el día en que Narváez consigue por fin las autorizaciones necesarias para re-
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gistrar el convento y mandar al destierro a Sor Patrocinio, la hermana del narrador sale con ella (N, 1567). Hasta ahora hemos tenido una visión desde fuera de los contactos de las monjas con la familia real. En Los duendes de la camarilla se nos ofrece una visión desde dentro. Domiciana pasó unos 17 años de su vida en conventos de las franciscanas y en un largo monólogo cuenta a Lucila todo lo que vivió allí. Vuelve al siglo, pero sus contactos con el convento no desaparecen, porque las hermanas siguen apreciando su conocimiento de las plantas medicinales. Después de Los duendes de la camarilla la importancia del convento de las franciscanas queda claramente establecida. Al final, la ubicación geográfica del convento de Sor Patrocinio es lo de menos. Según Manolo Tarfe, amigo de Fajardo, la importancia histórica del convento de San Pascual de Aranjuez quedará bien patente con decir que a él tienen que acudir Narváez y O'Donnell cuando desean el Poder o temen perderlo. Las manos guerreras que han blandido la espada heroica, agarran un cirio y acompañan, con devota flojera de miembros y ojos caídos, las procesiones que alrededor del claustro limpio y oloroso se organizan un día sí y otro no para solaz del rey don Francisco de Asís (CR, 376).
Las relaciones entre Palacio y Convento siguen siendo las mismas, independientemente de la residencia de los reyes en el Palacio Real o en La Granja y de la estancia de Sor Patrocinio en el convento de La Latina, en el de Jesús o en el de San Pascual. Lo que importa es la significación moral de estos conventos, de los que los narradores no ofrecen ninguna descripción. En el tratamiento de los conventos se unen, pues, las imágenes tradicionales de la vida conventual tales como se encuentran en la literatura romántica y folletinesca con las connotaciones políticas negativas que tienen en la visión de Galdós sobre la Historia del siglo xix. Estas múltiples funciones se integran plenamente en el desarrollo novelístico: la adaptación de Domiciana al ambiente de nido de víboras que es el Palacio se explica porque se formó en otro nido de alimañas: el convento de las franciscanas. La multiplicación de funciones para los edificios analizados aumenta la sensación de complejidad del mundo novelesco: nada es ya lo que aparenta ser, en las iglesias lo que menos importa es la religión, en el Congreso lo que menos cuenta es la defensa de la legalidad, el Palacio es un núcleo de intrigas donde parece faltar un control central y los con-
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ventos se dedican más a la política que a la vida religiosa. Todas las apariencias engañan. Personajes y lectores tienen que interpretar estos espacios que nunca son lo que parecen ser. La confusión de las funciones de los edificios —y de las instituciones que corresponden con ellos— es análoga a la pérdida de valores éticos en la sociedad isabelina. 3 . MOVILIDAD
3.1. El Madrid de Pepe Fajardo Fajardo recibe su iniciación política, literaria y amorosa en Italia, pero lo que aprende sobre la sociedad italiana no le sirve directamente cuando vuelve a España; es cuando llega a Madrid en diciembre de 1847 que empieza su iniciación social. La sociedad madrileña de Las tormentas del 48 es una sociedad tradicional estratificada en clases, donde lo que cuenta es trepar hasta llegar arriba. Pepe pertenece a la clase media baja, siendo funcionario con un sueldo de ocho mil reales. Su cuñada Segismunda describe la sociedad como una montaña difícil de escalar, en un plano vertical, y en un plano horizontal, como una carrera cuya meta queda alejada: (...) se permite opinar que yo, lanzándome locamente por las trochas y desfiladeros sociales, llegaré a los más envidiosos puestos. El mundo, según ella, es de los atrevidos, no de los cuitados, es de los que corren, no de los que miden encogidamente sus pasos (T, 1403).
Lo importante es adquirir una posición. Esto se ilustra mediante el caso de Eufrasia Carrasco, abandonada por el amante que le había prometido matrimonio y deseosa de reintegración. Su «pasaporte para el mundo moral» (T, 1401), como lo será también el de Fajardo, es un matrimonio social y económicamente rentable. Madrid se presenta como una sociedad en la que no hay fronteras herméticas entre las clases y la movilidad es posible: Inmensamente vario es el jardín de mis amistades, y yo me trato con muchachos de todas las jerarquías. La confusión de clases, característica de España, tiene su principal fundamento en la fraternidad de las generaciones tiernas. Amigos tengo de familias del comercio, de familias vinculadas a la administración pública, de familias aristocráticas (T, 1382).
La cita contiene de alguna manera el programa de Fajardo. Al final de la novela habrá recorrido, en el nivel de sus relaciones privadas, todos los peldaños de la escala social, y trabado intimidad con personas de clase muy diversa.
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Esta visión de la sociedad española se encontraba ya en Fortunata y Jacinta donde el narrador dice: Es curioso observar cómo nuestra edad, por otros conceptos infeliz, nos presenta una dichosa confusión de todas las clases, mejor dicho, la concordia y reconciliación de todas ellas. En esto aventaja nuestro país a otros, donde están pendientes de sentencia los graves pleitos históricos de la igualdad. Aquí se ha resuelto el problema sencilla y pacíficamente, gracias al temple democrático de los españoles y a la escasa vehemencia de las preocupaciones nobiliarias (Obras completas, V, 65). Y así continúa otra página más. Hay que tener en cuenta que en los dos casos se trata de narradores que no son de fiar, y que en los dos libros se ve que la supuesta supresión de las clases es muy relativa: Fortunata es sacada de su clase popular por Juanita, pero no consigue integrarse ya en ninguna 12 . Fajardo se da cuenta de que no es nadie cuando todos le abandonan en el momento en que más ayuda económica necesita y llega a ocupar un puesto envidiado en la sociedad vendiendo su dignidad personal. Tanto en Fortunata como en la cuarta serie los narradores parten de una visión totalizadora de la sociedad madrileña imposible de realizar en su relato, porque la ciudad moderna, por su multiplicidad de funciones y de actores, se ha vuelto inabarcable. Veremos cómo a lo largo de la cuarta serie se suceden las trayectorias parciales de los personajes que llevan juntos a una visión caracterizada por su heterogeneidad. En las novelas en las que actúa Fajardo, éste se enfrenta a cada paso con nuevas limitaciones que se oponen a sus pretensiones de conocimiento global13.
John Sinnigen observa que en Fortuna y Jacinta, la voz narrativa se contradice en varias ocasiones. Los barrios bajos visitados por Jacinta no se insertan de ninguna manera en la 'confusión de clases'. Además, al hablar del mantón de Manila, el narrador lamentaba la pérdida de la 'unión' nacional que parece recuperada en la cita. En su conclusión, Sinnigen relaciona el aspecto histórico-sociológico con el psicoanalítico al afirmar que «Por un lado, se quieren borrar los conflictos de clase y sus causas en una sociedad cada vez más caracterizada por el individualismo, la industrialización, el anonimato del mercado y el fetichismo de la mercancía. Por otro, se desea mantener el vínculo con las fuerzas naturales aplazadas por la modernización. El primer deseo se expresa por el lado masculino de la familia patriarcal, el segundo por el femenino, en la expresión de un sentido de conexión idealizada que apunta hacia la compenetración entre madre e hijo que es el paraíso perdido del inconsciente» (Sinnigen 1996: 142). 12
13 Estas reflexiones se inspiran en las siguientes de Michael Ugarte: «(...) the totalizing overview of an entire society, an entire social class, or even an entire
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La exploración de las clases altas de la sociedad se realiza gracias a la amistad de Fajardo con Guillermo de Aransis, cuyos modos de vivir asimila el narrador. La iniciación social se llevará a cabo en las casas que visita. Sus conocidos no se definen en primer lugar por sus características como seres humanos, sino por sus viviendas. La casa de don Serafín Socobio es «de medio tono, modestita y al propio tiempo distinguidita» (T, 1393). La posición relativa de una casa se determina por la gente que quiere ir a ella. Eufrasia sólo ha logrado en parte hacer olvidar su pasado ya que «a su casa no acuden señoras de alto copete, ni otras que, nacidas y criadas en las zonas medias, son extremadamente melindrosas en la moral casera y pública» (T, 1400-1401)14. La movilidad de Fajardo va en aumento, porque después de visitar las casas de Serafín y de Saturno Socobio, a las que volverá, penetra en casas más importantes y extiende su círculo: va a casa del general Fulgosio (T, 1406), a la de Alvear (T, 1407), y a la de Montijo, donde habla italiano con la joven Eugenia, futura emperatriz de Francia (T, 1412). Pero Fajardo no limita sus exploraciones a las altas esferas sociales, teniendo, como sabemos, una amante en la Plaza Mayor. Sus esfuerzos para mantener separadas las dos esferas vitales fracasan, ya que el marido de Antonia le persigue para hacerle chantaje. Su hermano le reprocha la «desigual vida que llev[a] entre las personas más altas y las más bajas» (T, 1411). El supuesto ideal de confusión de clases se enfrenta, pues, a más de una dificultad. La muerte de Antonia le alejará de la Plaza Mayor y de los barrios populares, y el matrimonio impuesto con María Ignacia le instalará definitivamente en el palacio de Emparán (T, 1419). Para comprender la movilidad del joven Fajardo no basta con examinar las casas que visita, hay que considerar también las casas en donde vive. En Madrid son tres: la de su hermano Gregorio, la de su hermano Agustín, y la city never seems to deliver on its promise. Even though the creation of this organic whole may be the stated determination on the part of the novelist, as was the case among many European writers of that period, including Galdós, the narratives always seem to stray, to lose track, to forget the whole as they zero in on the part. And in some instances, the parts begin to overwhelm, if not subvert, the totality of the narrative project. (...) Ambivalence, competing voices (as Mikhail Bakhtin argues), lack of resolution or clear direction, parts that counter the whole are the stuff novels are made of» (Ugarte 1996: 37-38). 14 Otro ejemplo de este fenómeno es la doble presentación de la tertulia de Centurión, que ya mencionamos. Cuando tiene empleo, tiene contertulios. Pero la cesantía es un estigma social y los personajes sensibles al qué dirán desertan de su casa.
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de Antonia. Las dos primeras son casi intercambiables. Es difícil distinguirlas por el aspecto o la distribución del interior, ya que no se describen y tampoco se sitúan con precisión. Después de un período inicial de confusión, Pepe se instala en casa de Gregorio. Cuando los problemas empiezan a acumularse Pepe se va a vivir con Antonia, no tanto para ayudar a la moribunda y para dedicarle al fin la atención que ella había reclamado con tanta insistencia, sino porque su hermano le echa y no sabe adonde ir (T, 1421). Allí su aislamiento es casi completo. Las casas de los hermanos de Fajardo son espacios neutros, pero la de Antonia, no: es un espacio fuertemente connotado por la muerte y la revolución. Es allí donde la Historia de España le cae encima a Fajardo, que no tiene más remedio que darse cuenta de su importancia. En Las tormentas del 48 la movilidad de Fajardo es grande, pero se limita a la esfera privada. En Narváez su movilidad privada queda restringida pero, siendo rico y pariente de personas influyentes, se convierte en hombre público, y su esfera de acción social se amplía porque añade a sus pasatiempos la política. Sigue acudiendo a las casas de los Socobio, pero la tertulia de María Buschental adquiere más relieve, porque allí puede encontrarse con políticos importantes y enterarse de las últimas noticias, como la caída de Narváez cuando el Ministerio Relámpago (N, 1551). Fajardo, ahora marqués de Beramendi, asiste a las sesiones del Congreso y visita al mismísimo Narváez tanto en la Presidencia de Gobierno (N, 1552 y 1562) como en su casa particular (N, 1557). Acompaña a su suegro a casa del importante político don Juan Bravo Murillo (N, 1530). Por indicación de Narváez, Fajardo va a veranear a La Granja, donde los reyes pasan el verano. Allí se le presenta al rey consorte y a la reina. En los jardines del real sitio se reconstituyen las supuestamente permeables fronteras sociales que rigen en Madrid: Allí se juntan, formando lindos grupos de matronas y ninfas, la marquesa de Santa Cruz, las duquesas de Gor y de San Carlos, la princesa de Anglona, y entre ellas, diseminadas por su propia ligereza versátil, Carmen, Pepa, Luisa, Encarnación, Rosario, Jacoba, Cristina, Joaquina y otras, retoños lindísimos de las casas de Malpica, Gor, Santiago, Santa Cruz, que pronto formarán nuevas ramas frondosas del árbol de la Grandeza... En rancho aparte se reúne la aristocracia nueva, producto de la riqueza, de la audacia mercantil o de la usura: mas no veo un extremado prurito de separación entre estos dos firmamentos sociales que pretenden destacarse sobre el vulgo. Hay tangencias y aun inmersiones de unas masas en otras. Yo mismo entro y salgo de esfera en esfera y llevo y traigo ideas de aquí para allá, confundiendo, hibridizando las clases. Mi amiga Eufrasia ha compuesto hábilmente su círculo, atrayendo no pocos ancianos y pollos de ilustre nombre (...) (N, 1540-1541).
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Los jardines de La Granja no son pretexto de descripción —el lector que no los ha visto difícilmente se podrá hacer una idea a partir del fragmento reproducido— sino de estudio social. Es Madrid transportado momentáneamente al campo. Hasta las flores se convierten en personas que miran y hablan. Fajardo pretende 'hibridizar' las clases sociales; tal vez sería más exacto considerar que su 'mariposeo' es posible precisamente porque la aristocracia es ya híbrida, como lo demuestra la lenta pero infalible ascensión de Eufrasia que puede deducirse del párrafo citado. Si consideramos las personas a las que Fajardo frecuenta, nos damos cuenta de que ha llegado al punto culminante de su ascensión social; no puede subir más. Los barrios pobres ya no forman parte de sus itinerarios. Incluso sus paseos se limitan a los barrios 'bien': cuando Eufrasia le invita a pasear en su coche, salen de la calle del Arenal para circular por la Castellana (N, 1514) y el paseo se termina frente a la casa de Eufrasia en la calle de Fuencarral, «histórica morada que perteneció al duque de Montellano» (N, 1558). Si los barrios populares se han eliminado de su esfera vital, no así la pasión por el pueblo, identificado con Lucila Ansúrez, apenas entrevista y nunca alcanzada. El primer manuscrito de Fajardo, en el que había consignado sus experiencias italianas, recorre un itinerario paralelo al personaje. Lo pierde en los primeros días de su estancia en Madrid, cuando todavía no se ha decidido con quién de sus hermanos se irá a vivir. La primera prueba de que sus escritos están circulando por Madrid la recibe en un baile de máscaras en el palacio de Villahermosa, cuando una mujer disfrazada de aldeana italiana le dice que ella es Barberina, la criada que le había iniciado en las artes amorosas. En su primera visita a su hermana Catalina en su convento, Pepe se da cuenta de que ésta conoce sus hazañas italianas en los menores detalles. La decisión de buscarle a su hermano un buen partido matrimonial está directamente inspirada de lo que le dijo a éste el cardenal Antonelli en su última conversación, reproducida en el diario. La verdad sobre la suerte del manuscrito sale finalmente de la boca de Eufrasia, la falsa Barberina del baile de máscaras. Su información confirma la sospecha que el narrador —y con él, el lector— tenía ya: de su cuñada Sofía pasó al convento de La Latina, luego a Eufrasia y así lo conoció todo Madrid, hasta el ministro Sartorius, Eugenia de Montijo y finalmente llegó a una 'casa grande', tan grande que Eufrasia no quiere nombrarla explícitamente (T, 1398). Este itinerario contiene en germen el que efectúa el propio Fajardo en la sociedad madrileña. En esta trayectoria no interviene el Madrid popular: es como si el esquema comprendiera únicamente los pasos previ-
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sibles de Fajardo, organizados por su clan familiar, Sor Catalina a la cabeza. La circulación del manuscrito de Fajardo demuestra que su sensación de libertad es una ilusión: en los círculos en que se mueve, no hay secretos, no hay intimidad, todo llega a saberse. En La revolución de julio Fajardo reasume sus funciones de observador y cronista. Se confirma su éxito social: asiste a la ceremonia de presentación de la princesita recién nacida el 2 de febrero de 1852 y de paso recibe los primeros ecos de la tentativa de regicidio de Merino. Por las relaciones eclesiásticas de su suegro, consigue entrar en la cárcel del Saladero y asistir a la degradación eclesiástica del cura. El radio de acción de Fajardo se limita a Madrid, pero se ensancha cuando se empeña en encontrar a los fugados Virginia Socobio y Leoncio Ansúrez. En los días revolucionarios de julio de 1854 observa el ambiente en las calles (R}, 84) y asiste a los combates entre la tropa y el pueblo cerca de la Plaza Mayor. Pasa la noche en una barricada de la calle de Toledo, donde se le tolera en su función de cronista; él sigue siendo consciente de estar transgrediendo una barrera social (R], 110). Si la movilidad de un personaje puede constituir una medida de su protagonismo, vemos que a partir de Naruáez, el de Fajardo decae, porque su radio de acción se limita cada vez más a las relaciones previsibles y permitidas dentro de su ámbito social. En O'Donnell, por ejemplo, sigue acudiendo a las sesiones del Congreso (OD, 142) y visitando a las personas que pertenecen a su círculo íntimo, entre otros los Socobio (OD, 187), y a los tenores de la política nacional, Nocedal (OD, 178) y O'Donnell (OD, 161 y 184), pero en la misma novela hay un personaje que circula bastante más: Teresa Villaescusa. En las novelas ulteriores, para seguir descubriendo ámbitos fuera de Madrid, Fajardo se servirá de 'comisionados', como Juan Santiuste que explora para él el norte de África en guerra y la base de operaciones carlista en Cataluña. 3.2. El Madrid de Lucila Ansúrez Si el Madrid de Pepe Fajardo es esencialmente una colección de casas, el de Lucila es un conjunto de calles. Lucila es una chica pobre, y como tal no tiene casa que pueda llamar suya. El párrafo inicial de la novela nos sitúa en el tiempo y el espacio novelescos: Medio siglo era por filo... poco menos. Corría noviembre de 1850. Lugar de referencia: Madrid, en una de sus más pobres y feas calles, la llamada de Rodas, que sube y baja entre Embajadores y el Rastro (DC, 1569).
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La mención de las calles sitúa los acontecimientos en un barrio de gente pobre, donde se junta lo que la buena sociedad desecha del circuito oficial de intercambio económico, tanto objetos como personas que están de más. Cuando Lucila llega allí, tiene que atravesar un patio, el pasillo de la casa, luego otro patio, subir una larga escalera, atravesar una azotea entre chimeneas, hasta llegar a un cuarto con una ventana por donde puede entrar (DC, 1571). Ella y su amante llegaron a este «nido de murciélagos» (DC, 1611) huyendo de la policía. Gracián está herido en una pierna y necesita ejercicio. El espacio de la habitación se convierte en un espacio imaginario agrandado: Daremos diez o doce vueltas en la plaza de Oriente —le decía Cigüela, llevándole bien agarradito a lo largo del tabuco— y luego pasearemos a lo ancho, o sea desde el Teatro Real a la puerta del Príncipe (DC, 1578).
Este fragmento nos recuerda de alguna manera la manía de la familia de Bringas que compara las habitaciones de su humilde piso en el Palacio Real con las salas grandes del edificio, dándoles el mismo nombre (La de Bringas, Obras completas IV, 1580-1581). Nos interesa apuntar aquí la profunda diferencia con el Episodio: la familia de Bringas sueña con interiores, Lucila Ansúrez con espacios abiertos. El hecho de que Lucila pase tanto tiempo en la calle es significativo de su situación social de mujer del pueblo: las señoritas no van solas por la calle, y las mujeres casadas de buena familia no tienen mucha movilidad tampoco. Las andanzas de Lucila se explican también por su pobreza, ya que visita a su familia y a sus pocos amigos en búsqueda de medios de subsistencia para su capitán herido. Lucila no se siente segura en la calle de Rodas y consigue mudarse a «un segundo piso, calle de San Bernabé, lugar ventilado y alegre, con vistas al Manzanares y lejanos horizontes que comprendían la Casa de Campo, pradera de San Isidro y términos de los Carabancheles» (DC, 1614). La pareja sigue viviendo, pues, en un barrio pobre, pero la apertura hacia el campo tranquiliza a Lucila. Es de este lugar que cree seguro que un día desaparece Gracián. Lucila tiene la desesperación activa y se lanza en búsqueda de su amante. Un vecino ha visto a Gracián entre dos hombres que parecían policías y supone que le han llevado al Depósito de Leganés, desde el que saldrá una cuerda de presos para Filipinas. Lucila decide ir allá. No podía faltar la alusión al manicomio, espacio no menos literario por ser referencial, y familiar a los lectores de La desheredada y Fortunata y Jacinta: —(...) Entre el cuartel y el pueblo hay unas casas muy grandes del duque de Medinaceli, donde van a poner hospital de locos.
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—Casa de locos... —dijo Lucila—. Pues que sea grandecita, pues bien de gente hay que la ocupe... (DC, 1619)15. Llegada a Leganés se entera de que Gracián no va en la cuerda. De vuelta a Madrid, cae enferma. Cuando está mejor, intenta en vano sonsacar a Domiciana la verdad por la fuerza. Una vez en la calle, Lucila se da cuenta del fracaso completo de su tentativa: Como animal derrotado y herido, a la fuga se lanzó la hija de Ansúrez (...) y en la calle corrió, tropezando con transeúntes y vendedores, ignorando hacia dónde caminaba, pobre bestia huida. Creyérase que alejarse quería de sí propia, o que en la rapidez de la marcha veía como una forma o procedimiento de olvidar... Sin darse cuenta de su itinerario, pasó por Puerta Cerrada, calle del Nuncio, hizo un breve descanso en el Pretil de Santisteban, bajó a la calle de Segovia; metióse luego por la calle del Toro a la plazuela del Alamillo; tiró hacia la Morería vieja, y en las Vistillas tomó resuello (DC, 1636). Llama la atención la extrema precisión de este itinerario que se puede seguir perfectamente en un plano. He aquí otra muestra de la 'desesperación activa' del personaje. El itinerario sumamente preciso pero sin rumbo fijo dobla otro itinerario de tipo psíquico, por el que la protagonista intenta rehacerse. La marcha como reacción a situaciones que superan las capacidades de asimilación de los personajes es un recurso que Galdós emplea en más de una ocasión, y siempre con personajes femeninos 16 . La aversión de
15 Para la significación de Leganés, ver el capítulo III ('El loco en la ciudad: Madrid o la locura del texto urbano') y sobre todo las páginas 71-75 del estudio de Margarita O'Byrne Curtís (1996). 16 Ver Montesinos que dedica el comentario siguiente a este procedimiento: «Quizá por ser Los duendes de la camarilla uno de los más novelescos de estos episodios ofrezca más parecidos con novelas anteriores. (...) Por ejemplo, el modo de manifestar las grandes turbaciones de ánimo, en mujeres sobre todo, haciéndolas emprender una caminata desalada por las calles. Esto empieza pronto; es el caso de Clara en La Fontana de Oro, luego de Sólita, de Isidora Rufete, de Fortunata, de Dulcenombre, en momentos de gran galerna, y es el caso de Lucila, después de su conversación con Domiciana, el día en que intentó matarla (cap. XXIV, comienzo; es curioso que este modo de expresión lo ha sido de cineastas modernísimos)» (Montesinos 1980: III, 223). Limitaremos el comentario de la cita de Montesinos a dos observaciones: en todos los casos citados se trata de mujeres de la clase media baja o del pueblo, que disponen de una relativa libertad de movimiento y en todos estos casos las calles de Madrid son el único espacio de soledad disponible para que los personajes puedan volver a encontrarse a sí mismos.
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Lucila por los lugares cerrados se hace evidente en sus conversaciones con Rosenda cuando le cuenta las penosas temporadas pasadas en el convento de las franciscanas y en el Palacio Real (DC, 1652), edificio que sigue rondando porque cree, no sin razón, que allí se esconde Gracián. Con su boda terminan las andanzas de Lucila. En su caso, como en el de Fajardo, puede decirse que su protagonismo en la serie se termina cuando acaba su movilidad. Pero se trata de una movilidad muy diferente. Fajardo va 'tomando posesión' de las casas por las que transita, Lucila siempre va huyendo. Mientras que la trayectoria de Fajardo lo lleva esencialmente por los barrios de la clase media y alta, con 'excursiones' a los barrios pobres que recuerdan las 'visitas al cuarto estado' de Jacinta, Lucila no sale de la pobreza urbana hasta que se casa. Volverá temporalmente a Madrid, pero siempre la encontraremos en los barrios de la clase media tirando a popular: la «calle Mayor esquina a Milaneses» (AT, 224), la calle de Segovia (TD, 650). Donde realmente se encuentra a gusto es en la Villa del Prado. 3.3. El Madrid de Teresa Villaescusa Teresa ocupa una posición intermedia. Por su nacimiento pertenece, como Pepe Fajardo, a la clase media. Por su decisión de abandonar a su familia para meterse a cortesana, se encuentra 'descastada', lo que repercute en las casas en las que vive y en los barrios por los que transita. Vemos aparecer a Teresa en compañía de su madre en la cerería de Paredes (OD, 121) y en la tertulia de Centurión (OD, 124), porque el coronel Villaescusa es primo carnal de éste. Pero pronto las encontramos en otro ambiente superior, en casa de Valeria Socobio, adonde acuden personas de la clase media pero también «personas de pelaje muy fino, como Guillermo de Aransis y otros que irán saliendo.» El narrador interviene una vez más con una observación sobre la hibridización de las clases sociales (OD, 132), que quedará puesta en entredicho por lo que cuenta la misma novela, como veremos al considerar la suerte de Teresa. Teresa no encuentra novio a su gusto, y en casa de Valeria va haciendo su aprendizaje social, observando cómo su amiga consigue mandar a su marido insoportable a Filipinas y entablar relaciones con Guillermo de Aransis que le permiten vivir con el lujo que desea. Teresa conquista la libertad después de una violenta disputa en casa de Valeria: Era la primera vez que salía sola, contraviniendo la española costumbre que prohibe a las solteras dejarse ver en público sin la compañía de algunos de la familia o de servidores de confianza. Siempre que iba de la casa de
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Valeria a la suya llevaba una criada vieja o moza, que cualquier edad servía para esta función. Pero ya, por decreto del Destino, se había roto la rancia costumbre, motivada del poco miramiento que en nuestra raza suelen guardar al sexo débil los individuos del que llamamos fuerte (OD,153-154).
En el texto mismo ya se establece la relación entre la libertad puramente física de andar por la calle y la libertad sexual y se ponen de relieve las trabas que existen a la circulación de las mujeres por la ciudad17. En vez de ir directamente a su casa, Teresa va por la calle de Alcalá a la calle del Turco, donde vive Guillermo de Aransis, para mirar su casa. Luego, al atravesar la plazuela de las Cortes ve pasar el coche de Aransis, bajando de la carrera de San Jerónimo. Guillermo la reconoce y la observa bien. Finalmente, la chica vuelve a casa de su madre. Pero algunos días más tarde «tomó, al fin, Teresita la calle y fue con libertad a su objeto, el cual no era otro que acechar el paso de Aransis para tener con él unas palabritas» (OD, 154). La expresión figurada de 'tomar la calle', desde la perspectiva de Teresa, se convierte en literal. El narrador parece ponerse de su parte, cuando, en un fragmento que podría considerarse a doble voz, tanto suya como del personaje, llega a decir: Su destino le marcaba los caminos irregulares, y por ellos se lanzaba, afirmada su conciencia en la persuasión de que no podría andar por otros. Cada ambición tiene su espacio propio para volar. Que el de la suya era de los más extensos, se lo probaba la grandeza y poder de sus alas 18 (OD, 156).
Pero se trata sólo de una conquista aparente. La libertad conseguida por Teresa es muy parcial, y como se lo explica su amante, sólo puede ejercerla dentro de su casa (OD, 157). Para ser totalmente libre, en realidad, Teresa necesitaría cargar con las cadenas del matrimonio, a lo que se negará siempre. Aprende a transigir con la necesaria hipocresía social que rodea los amores fuera de la ley. No puede moverse libremente por los espacios elegantes o que exigen el respeto al decoro como el Senado, «porque en aquel tiempo la ilegalidad no tenía el fuero de exhibición en lugares destinados Para una discusión del callejeo de las figuras femeninas galdosianas, ver Ugarte (1996: 41-42) que observa que «women take the street in Galdós's novéis with unprecedented vitality». 18 Contrariamente a lo que les pasa a Gloria o a Tristana cuyas alas se cortan (Cfr. Jagoe 1994), este personaje saldrá al final de su trayectoria novelesca con las alas enteras. Si los estudios feministas tomasen en cuenta también los Episodios Nacionales, podrían llegar a una visión más matizada del 'feminismo' de Galdós. 17
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a la decencia pública (...)» (P, 554), observación a todas luces irónica del narrador si nos acordamos de que Pepe Fajardo y Eufrasia Carrasco se servían precisamente del Congreso para organizar sus encuentros clandestinos. La felicidad de Teresa y Guillermo no dura mucho tiempo, ya que Pepe Fajardo se mete a redentor de su amigo y lo separa de su querida. Pronto Teresa encuentra a otro protector, el francés Isaac Brizard, que la instala en «un bonito piso en casa nueva, calle de Santa Catalina» (OD, 166), no demasiado lejos de su casa anterior. Acompaña a Brizard a París, y cuando vuelve, pasa a Andalucía con un viejo, decrépito y rico marqués. Vuelve de Andalucía a Madrid con un nuevo protector llamado Risueño. Teresa cambia, pues, de casa como cambia de amante, y las viviendas son representativas del estado de las finanzas de éste. Emplea parte del dinero que le da su protector para socorrer a su madre y a su familia. Cuando se entera de que en un piso alto de la casa de Leovigildo Rodríguez vive una familia que casi se muere de hambre, descubre a Juan Santiuste con una mujer enferma y sus dos niñas. La relación con Risueño se rompe y Teresa se encuentra momentáneamente libre. Se da cuenta de que está enamorada de Juan y va a buscarle a la herrería donde trabaja, en las Vistillas. En la dueña del taller reconoce a Virginia Ansúrez. En este barrio pobre, la elegantísima Teresa siembra la confusión: debe ser una señora casada, porque las solteras no van solas por la calle, y la única explicación que encuentra la ingenua Virginia para interpretar la presencia de una dama en su barrio pobre es la beneficencia (OD, 198). Teresa no rompe la ilusión de Virginia, porque no quiere confesar que el motivo de su visita es la búsqueda de un hombre. Teresa, en su situación social ambigua, no puede permitirse lo que sí hacía Lucila, sin ningún complejo: lanzarse en búsqueda del ser amado. Consigue mantener la ilusión sobre su identidad y obtener que Juan la acompañe para vagar por las calles solitarias y marginales (la calle de los Santos, la calle de San Bernabé donde había vivido Lucila, Gilimón) y hablar. Teresa está considerando cada vez más la posibilidad de abandonar la vida confortable pero emocional y moralmente insatisfactoria que lleva, por una vida sencilla basada en el trabajo y la fidelidad a un hombre. El día que quiere llevar a cabo su proyecto ha quedado en pasar el domingo con Juan, Virginia y Leoncio en un lugar indefinido y multifuncional en las afueras de Madrid, llamado la Huerta del Pastelero: (...) grande espacio cercado, en las afueras del Barquillo, junto al camino viejo de Vicálvaro, ni huerta, ni solar, ni campo, ni jardín, aunque algo de todo esto era, y restos quedaban de las diversas granjerias que existieron en aquel vasto terreno (OD, 214).
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Este espacio es el lugar de las posibilidades abiertas ante Teresa. Las dudas acerca de su porvenir se traducen en largas caminatas por los barrios pobres del extrarradio de Madrid. Le sería imposible vivir un amor auténtico, como el que está sintiendo por Juan, en los barrios céntricos, acomodados y supuestamente decentes de la ciudad. Pero varios factores impiden la realización de su proyecto: su madre Manolita, Serafina, la entremetedora, y su amigo Manolo Tarfe intentan persuadirla de que un hombre riquísimo está solicitando sus favores. Tarfe la convence de que no sirve para una vida retirada y pobre y cuando Teresa llega finalmente a la Huerta, con horas de retraso, decide no entrar y volver a Madrid: (...) se fue a parar junto al palacio de Salamanca, cuyo grandor y artística magnificencia contempló largo rato silenciosa, midiéndolo de abajo arriba y en toda su anchura con atenta mirada (...) (OD, 222).
El palacio de Salamanca significa el límite de la ambición mundana de Teresa —el texto sugiere que el marqués es el misterioso personaje que pretende los favores de la joven—, y al encontrar la caravana de coches que vienen de la Castellana, Teresa sabe que se introducirá de nuevo en la vida brillante de la capital. Esta primera situación de duda entre la pobreza honrada y el lujo fácil que se visualiza como una opción entre la Huerta del Pastelero y el palacio de Salamanca es el modelo de las siguientes. En Prim veremos cómo Teresa huye de su madre, y se dispone a no volver a Madrid, cuando se encuentra con Santiago Ibero en Villarejo de Salvanés. Pero la enfermedad y el hambre la hacen volver a la capital, donde continúa su vida de cortesana. Madrid se convierte en un espacio nefasto que le impide abandonar la vida falsa que lleva. Teresa sólo consigue liberarse fuera de Madrid: puede huir cuando encuentra a Santiago en el tren para Irún y esta vez rompe definitivamente con su pasado. Para los tres personajes escogidos, Madrid es un espacio fundamental en su desarrollo novelesco. Facilita unos desarrollos y recorta otros. Aunque se trata de la misma ciudad referencial, los itinerarios seguidos sólo coinciden por casualidad, y sirven más bien para mostrar las diferencias sociales que separan a Pepe Fajardo, Lucila Ansúrez y Teresa Villaescusa. La conclusión de Phyllis Zatlin Boring acerca de Fortunata y Jacinta podría aplicarse sin problemas a la cuarta serie: To lend unity and credibility to this [complex fictional] world as well as to underscore the ties that exist between individuáis and social classes Galdós
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales skillfully uses the network of Madrid's streets as a structuring device underlying the action of his novel (1978: 22).
3.4. Europa Los grandes países europeos, Inglaterra, Francia, en menor medida Italia, sirven como elementos de comparación que permiten situar España en varias escalas: la del progreso político, la de la tolerancia, la del arte de vivir bien, etc. Alemania está ausente del panorama de las relaciones de España con Europa en la cuarta serie y teniendo en cuenta la situación internacional entre 1848 y 1868, esto no debe causar sorpresa. Los países europeos tienen una evidente función referencial, pero sobre todo una función estructurante dentro del mundo novelesco. Los primeros capítulos de Las tormentas del 48 se sitúan en Italia. Que la vida italiana es fundamentalmente diferente de la española, es algo que Fajardo descubre a través de la transformación de don Matías Rebollo que lo lleva consigo: Desde que desembarcábamos en Civitavecchia tomó las aires del pre te romano y la desenvoltura graciosa de un palaciego vaticanista. La severidad de que blasonaba en España cayó de su rostro como una careta sofocante, y le vi respirando bondad, indulgencia, y preconizando en la práctica toda la libertad y toda la alegría compatibles con la virtud (T, 1359).
La transformación que Fajardo observa en don Matías es en el fondo una anticipación de la suya propia; a él también se le cae pronto la careta de joven erudito ajeno a los encantos mundanos. Se transforma en una persona receptiva, abierta hacia las bellezas de Roma, que recorre de punta a punta, hacia la literatura clásica y moderna, y por fin hacia formas de libertad y alegría menos «compatibles con la virtud». En Italia, Fajardo conoce la pasión amorosa y la pasión política. Descubre las logias masónicas (T, 1363), que le decepcionan porque no corresponden a la imagen terrorífica que le habían proporcionado los libros, y concentra su entusiasmo político en Mastai Ferretti, que será luego el papa Pío IX, en el que ve una figura progresista que podrá unir el liberalismo político y la fe católica y lograr de tal modo la unificación de Italia (T, 1367). Observa que el papa está sujeto a graves presiones, obligado a nombrar un gobierno laico, y se da cuenta de que la unión entre liberalismo y catolicismo en Italia no es evidente (T, 1370). La política italiana muestra la oposición entre las irreconciliables fuerzas conservadoras y progresistas que desgarran el país, y anticipa, mutatis mutandis, una lucha similar que Fajardo presenciará de vuelta a España. Por otro lado, en las novelas si-
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guientes se verá la influencia de la situación italiana en la española: el envío de tropas a Italia para reponer al papa, el problema del reconocimiento del estado italiano, las negativas de Roma frente a la segunda desamortización, serán discutidos por los personajes de la cuarta serie. Cuando Italia vuelve a ser tema de actualidad política en otoño de 1848, Fajardo, considerado como un experto en la materia, da su parecer acerca de los acontecimientos y acierta en sus previsiones, aunque su interés por la política haya disminuido considerablemente (N, 1493). En Narváez vemos una Italia en armas para constituir un estado unificado. La riqueza cultural de Roma, el despliegue de belleza, de poesía y de filosofía libre, quedan como recuerdos en la nostalgia. París es la capital extranjera por excelencia, la ciudad de la que España toma prestadas sus modas en el vestir y en el pensar. Las referencias a París son frecuentes a partir de la primera novela —los personajes de Las tormentas del 48 esperan o temen una reedición de los sucesos parisienses en las calles de Madrid— pero se multiplican, lógicamente, en O'Donnell, novela en la que se narran los cambios sociales que ocurren después de la llegada al poder de la Unión Liberal, que cultiva las buenas relaciones con el Imperio vecino y fomenta un capitalismo basado en la financiación extranjera. Teresa Villaescusa tiene un protector francés, que organiza en su honor una cena a la francesa en un piso amueblado a la francesa. Nada más lógico que Teresa acompañe a Brizard a París donde vive durante una temporada una vida más lujosa y elegante de lo que es posible en Madrid19. Allí perfecciona su educación de cortesana y vuelve todavía más guapa y elegante. Pero en La de los tristes destinos París adquiere una significación bien diferente para el personaje. La tercera tentativa de fuga de Teresa resulta ser la buena: se escapa a Bayona donde Santiago la espera. Cuando Santiago vuelve del Pirineo donde ha participado en una sublevación militar frustrada, la policía le persigue. Los amantes deciden irse a París. Ibero sueña con la política y con los proyectos revolucionarios, Teresa es práctica y considera las posibilidades de ganarse la vida en una actividad comercial. París es el «grito de vida, de lucha contra la miseria y la muerte» (TD, 698). Este grito se convierte en una imagen per-
La novela galdosiana en la que mejor se ilustran los encantos de París para la gente con dinero es Lo prohibido. El protagonista José María de Guzmán va a la capital francesa para encontrarse con su prima y amante Eloísa, cuyo marido enfermo está allí en tratamiento en una clínica. En el capítulo IX, II, de la primera parte (Obras completas IV, 1717-1718) se describen las delicias de la vida de París para los amantes. 19
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cibida cuando el tren llega a París por la noche: ven de pronto un vivo resplandor, parece que el cielo arde. La 'ville-lumière' se muestra digna de su apodo. Teresa exclama: «No es incendio, es claridad» (TD, 699). París cumple sus promesas: Teresa encuentra un trabajo bien remunerado, Santiago conoce a unos prohombres de la revolución que se avecina. Ibero no transige ya con la hipocresía, los prejuicios morales y la corrupción que perviven en España incluso después de la Gloriosa. La reina de España huye de la libertad, Santiago y Teresa van a vivirla a la luz del día20. De lugar de exportación de modas de todo tipo, París se convierte en la última novela de la serie en un espacio abierto que proporciona oportunidades de trabajo productivo y de libertad individual. Ofrece un horizonte de expansión a la medida de los ideales del liberalismo radical que España no ofrece. Inglaterra sirve, como Francia, de ejemplo de un país avanzado, pero se acentúan otras características: las sólidas instituciones políticas y el desarrollo industrial. En España, el interés por Inglaterra surge en los años cincuenta, con la expansión económica. En La revolución de julio vemos a don José María de Rementería dar la lata a sus comensales con sus relatos sobre la Exposición Universal de Londres. En los monólogos de este personaje, la función esencial de Londres es la de servir de antítesis a una España retrasada. Lo que importa a Rementería de Londres es un mecanismo para su enriquecimiento personal: el modelo de una sociedad de seguros, La Previsión (R], 25), que Virginia en una de sus cartas bautiza El robo ilustrado. Una imagen más auténtica de Inglaterra nos la da Santiago Ibero cuando viaja a la capital británica con un mensaje para Ruiz Zorrilla. Dedica su primer recorrido a la zona del puerto y en la descripción se acentúa la contribución de esta enorme actividad al desarrollo del «bienestar universal» (TD, 718). Para Santiago, la meta de la revolución debería ser una nación industrial y comercial como la que está descubriendo: «¡Quiera Dios que con la revolución que haremos, pronto los españoles consigamos fundar un Estado tan potente, ilustrado y feliz como el de 20 Joaquín Casalduero (1970a: 20) no interpreta como ruptura definitiva la emigración voluntaria de Teresa y Santiago: «(...) se van a París, coincidiendo el viaje de la de los tristes destinos. La reina triste, indiferente, sin darse cuenta de qué ha sucedido ni de por qué ha sucedido. Teresa y Santiago alegres, donde están ellos está España. Antiguos nombres con sentido nuevo. El tren no va en una sola dirección. Galdós europeizante sabe que hay un intercambio» (Casalduero 1970: 20). Dentro de la lógica del relato nos parece difícil imaginar la vuelta de la pareja antes de que la doble moral burguesa haya desaparecido. En París, una pareja como Teresa y Santiago puede hacerse socialmente aceptable, en España no.
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esta tierra nebulosa y fuerte!» (TD, 719). Piadosa ilusión, que Ibero abandonará pronto. Estas palabras líricas tienen su contrapunto irónico en la experiencia directa que hará de uno de los exponentes de este estado «potente, ilustrado y feliz»: el aparato judicial. Es detenido porque en una riña de taberna saca la navaja y hiere a un irlandés. En la cárcel donde espera juicio no le tratan mal y puede declarar ante el tribunal en su idioma materno, ya que hay intérprete. Finalmente, los jueces sentencian la libertad y una corta compensación al herido (TD, 724). Este episodio forma un contraste agudo con el de Prim, cuando Santiago, sólo por andar en compañía de un sargento conspirador, fue detenido y desapareció sin dejar rastro. Como en París, Ibero puede mantener el contacto con España a través de los emigrados ya que en Londres residen Ruiz Zorrilla y el mismo Prim. Pero hay más: están los emigrados de una generación anterior, los liberales que huyeron del despotismo de Fernando VII y que se establecieron en la capital británica: los Blanco Brothers, banqueros bien relacionados en la City, el relojero Losada y Carreras. Incluso observamos en esta novela otro ejemplo de la búsqueda de lo hispano emprendida por Juan Santiuste en Aita Tettauen y Carlos VI en la Rápita; Santiago se encuentra en el barrio donde reside con tiendas de sefardíes, que le dirigen la palabra en su lengua: —Señor, ¿topa lo que le place? Ibero le miró; creía escuchar una voz que venía del tiempo de los Reyes Católicos; y así era, en efecto (TD, 719).
La significación de París y Londres es análoga. En el tratamiento novelesco de París se acentúa la tolerancia moral, en el de Londres, el poder económico y la solidez de las instituciones. Es cierto que se presenta una visión idealizada de estas capitales europeas. Los personajes reciben allí oportunidades para salir adelante que en España no encuentran, pero no vemos la miseria del proletariado urbano en la fase ascendente del capitalismo que caracteriza la segunda mitad del siglo xix. Es significativo que la serie se abra y se cierre sobre imágenes de países europeos, lo que incita al lector a ver la situación de España en un contexto comparativo. Los viajes al extranjero abren el horizonte de los personajes y agudizan su conciencia crítica frente a España. 3.5. La vuelta al mundo La vuelta al mundo que da Diego Ansúrez en el buque Numancia es en primer lugar un viaje en búsqueda de sí mismo y de sus propios valores.
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Diego viaja hacia dentro de sí mismo, lo que queda muy claro en dos puntos clave del libro: en la mitad y al final. Al final del capítulo XVI, leemos: «¿He dado la mitad de la vuelta al mundo o es el mundo el que ha dado media vuelta en derredor de mí?» (VM, 481). Los valores que regían su vida ya no le sirven y todavía no ha encontrado otros. La novela se termina de la manera siguiente: «Lo que yo he visto y aprendido es que, cuando a uno se le pierde el alma, tiene que dar la vuelta al mundo para encontrarla» (VM, 525). Esto lo dice Ansúrez de vuelta a Cádiz, donde su hija y su yerno, a los que había buscado en vano en el Perú, le están esperando. Ansúrez ha recuperado su alma porque recobra a su hija. El viaje ha sido para él un penoso aprendizaje al cabo del cual se ha convencido de que Mara tiene derecho a hacer su vida como lo entiende. Pero, al mismo tiempo, la joven es una figura-puente, que le abre los ojos ante la realidad americana. En la vuelta al mundo de la Numancia, las ex colonias españolas en América ocupan un lugar privilegiado. La relación parental que une a Diego con Mara vuelve a encontrarse en el nivel simbólico entre España, la madre, y las colonias, las hijas. La primera vez que se toca el tema de las relaciones internacionales entre los diversos países americanos, surge ya este simbolismo, nada original por otra parte: Aquellos pueblos, establecidos en las regiones más feraces del mundo, tenían horror, como su madre España, a la ociosidad militar, que es la paz. Allá, como aquí, la turbaban por un daca esas pajas, o simplemente por esa ironía del tiempo que llamamos 'pasar el rato' (VM, 456).
Este parentesco histórico dará lugar a una repetida comparación entre cosas de América y cosas de España. El narrador emplea el término 'anagnórisis' (VM, 471) para referirse a la primera impresión que reciben los marineros españoles al descubrir Lima. Todo tiene un aire de familia: «el barroquismo amable, risueño, consanguíneo, de la Catedral», el palacio de los virreyes, los balcones que recuerdan los de «Ronda, Tarifa o Algeciras», la mujer limeña «traslado fiel de la mujer de acá», el predominio de cierto catolicismo —«el rastro de la superabundancia frailuna, y el paso de la Inquisición había dejado huellas indelebles» (VM, 472)—. La conclusión es sencilla: «La fiereza española, todo lo grande de la raza y todo lo violento y vicioso adherido a lo grande, permanecían escritos allí en cosas y personas, con más vivos caracteres que los que aún conserva en su propio rostro la madre común» (VM, 472)21. 21 Esto lleva a Cabrejas a decir que «Galdós, en resumen, a la distancia sólo comprende lo que reconoce propio» (Cabrejas 1992: 404). Estimamos que el críti-
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Como en las dos novelas anteriores, el viaje a través del espacio geográfico es un viaje al interior del pasado de España. No faltan las referencias a la conquista: «la sombra de Pizarro» (VM, 471) acompaña a los marineros en su paseo. Si la sombra de Pizarro sigue planeando encima de los Andes y el pasado sigue influyendo en el presente, esto no implica que las cosas no hayan cambiado mientras tanto: Ansúrez niega la posibilidad de comparar a esos «gigantes que no tienen sucesión» con «nuestra familia enana de estos tiempos» (VM, 471). Evocación, nostalgia, tal vez, vana retórica, no. Al igual que los 'Cides y Quijotes' no tienen nada perdido en Africa, la referencia a los conquistadores está pasada de moda, y hay que buscar nuevas vías de comunicación y otras formas de convivencia para no estropear las relaciones entre los países cara al porvenir. Pero estas lecciones son duras de aprender y primero habrá una absurda guerra naval. La alegría que le causa a Ansúrez la noticia del nacimiento de su nieto, que es un signo de conciliación y de paz, desaparece delante de otras noticias: la declaración de guerra a Chile y el triunfo de la revolución en el Perú (VM, 485-486). La guerra impide la reconciliación personal de Ansúrez con su hija, ya que, por temor a las provocaciones, los marineros no pueden bajar a tierra. El prólogo de la guerra lo constituye el peligroso intento de Méndez Núñez de entrar con sus pesados barcos de guerra en las aguas del archipiélago de Chiloé para incitar a los barcos chilenos y peruanos a un combate en mar abierto. La aventura adquiere características mitológicas: Y allí terminó la hazaña, porque el monstruo de la Naturaleza, que en aquellos laberintos habita, sacó del légamo la cabeza y dijo a los atrevidos argonautas: «Retiraos, locos, ilusos, y no abuséis de mi paciencia y de la benignidad con que os he dejado llegar hasta aquí» {VM, 500).
Tan absurdo como intentar penetrar en aguas peligrosas con barcos demasiado pesados es sostener una guerra con dos repúblicas que despliegan un frente de mil leguas. La guerra empieza bajo el signo de la locura. Las primeras víctimas de la guerra entre 'la madre' y Tas hijas' son el puerto y la ciudad de Valparaíso, cañoneados durante tres horas el 31 de marzo de 1866. Resultado: «La hija, herida y maltrecha de los crueles disco asimila demasiado pronto la visión del personaje a la del autor; al contrario, nos parece que en la novela se pone de relieve la insuficiencia de esta actitud y la necesidad de encontrar otras percepciones.
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ciplinazos de la madre, miraba a ésta desde tierra con el más agrio cariz que puede suponerse» (VM, 502). Unas semanas más tarde le toca la vez al puerto del Callao. Al terminar el cañoneo, Ansúrez mira a tierra «con inmensa piedad», «como si entre los muros rotos y entre las ruinas humeantes viese despojos de seres amados o algún ser ligado a él con vínculos estrechos» (VM, 510). Ansúrez descubre el carácter absurdo del modelo conflictivo que opone una España paternalista a las naciones americanas, y así pone en duda su propio paternalismo. Cuando llega a Cádiz ha comprendido que lo que importa es la tolerancia y el respeto por la autonomía ajena. Y entonces encuentra a su hija. El viaje de Ansúrez ha puesto de relieve cómo los conflictos entre España y los países de América tenían su origen en una visión petrificada del pasado heroico. La vanidad de estas empresas históricas queda ejemplificada en un episodio de la travesía, cuando el barco está pasando el Estrecho. En una lancha, unos marineros van a reconocer Punta Santa Ana, donde creen ver las ruinas de la Colonia de Sarmiento. Lo que interesa en el relato son los acentos narrativos: Sarmiento, el que descubrió el sitio, era un loco, Flórez, el enviado del rey para fundar la colonia, también, sus hombres, «los más intrépidos orates de la nación» (VM, 463), perecieron allí, en la «lucha fratricida». Pero en realidad se encuentran frente a los igualmente absurdos restos de la Penitenciaria chilena de principios de siglo: Eran ruinas yuxtapuestas, despojos sobre despojos, pavorosa osamenta de dos arquitecturas muertas y consumidas del sol y el viento. Sobre ellas rodarían indiferentes las edades. Lo que en la historia humana había sido completamente inútil, en la Naturaleza servía para que anidaran cómodamente l o s pájaros bobos (VM,
463).
Esta visión crítica del comportamiento de los representantes de naciones que se dicen civilizadas se agudiza aún más en el episodio siguiente: una lancha de indios patagones se acerca a la Numancia. La tripulación se divierte con ellos, poniéndoles ropa vieja europea y emborrachándolos. La escena es particularmente penosa, y la conclusión del narrador es tajante: «¡Infeliz tribu patagona, buena te había caído!» (VM, 465). Si cerca del Estrecho la vida 'primitiva' recibe un sello negativo por la oscuridad, el frío y la esterilidad del ambiente, todo lo contrario ocurre cuando la Numancia hace escala en Papeete. Allí la tierra es fértil, el clima benigno, los seres humanos hermosos, las mujeres acogedoras, la vegetación opulenta. Se designa la isla de Otaiti como un «edén» (VM, 518), un «Paraíso terrenal» (VM, 519). A la actitud denigrante ante los indios
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patagones se opone la alegría con la que los marineros se dejan mimar por las mujeres indígenas (VM, 519). Pero incluso aquí la civilización amenaza la elegancia y el vivir naturales: hasta los zapateros y sastres, tan odiados por los amantes de la vida libre, se han instalado en la isla {VM, 519). El paraíso terrenal sólo puede existir en el espejismo creado por el primer contacto con la isla; no puede tener existencia duradera: la mejor prueba es que el cabo Binondo, acometido de fiebre religiosa, visita los indígenas con el propósito de convertirlos al cristianismo. Ningún espacio, por alejado que sea, puede sustraerse a la Historia. 4. ESPACIOS CON CONNOTACIONES SIMBÓLICAS
4.1. La oposici'on campo-ciudad La oposición campo-ciudad es un tema clásico en la novela europea. En líneas generales, los escritores realistas y naturalistas españoles suelen clasificarse a este respecto en dos categorías: por un lado los defensores de los valores tradicionales de la aldea, como Pereda, y por otro lado los progresistas, amantes de los paisajes urbanos, como Galdós (Shaw 1972: 116 y 139). Si la imagen de la vida en los pueblos y en las ciudades pequeñas de provincias que el lector se hace a partir de novelas como Doña Perfecta (1876) y Gloria (1876-1877) no es muy favorable, hay que tener en cuenta la fecha de publicación de estos libros y preguntarse si la visión galdosiana sigue siendo tan uniformemente negra, veinticinco años más tarde. Otra pregunta es la de saber a partir de qué aspectos sociales, éticos y estéticos se precisa la oposición entre el campo y la ciudad. El campo de Galdós es siempre campo socializado, campo habitado, se trata de pueblos y ciudades pequeñas en un medio rural, nunca de 'soledades'. El primer eje en que podemos oponer campo y ciudad es el de la estabilidad frente a la dinámica. En Las tormentas del 48 y Narváez los pueblos y las ciudades de provincias son presentadas como entidades históricas, por no decir arqueológicas, que conservan su aspecto tradicional durante mucho más tiempo que la capital. Cuando Pepe Fajardo vuelve de Italia y llega a Sigüenza, reconoce la ciudad de su infancia: Vi la catedral de almenadas torres; vi San Bartolomé, y el apiñado caserío formando un rimero chato de tejas, en cuya cima se alza el alcázar; vi los negrillos que empezaban a desnudarse, y los chopos escuetos con todo el follaje amarillo; vi en torno el paño pardo de las tierras onduladas, como capas puestas al sol (...) (T, 1364).
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El lector descubre el panorama desde la perspectiva del personaje que, al verlo, vuelve a apropiárselo. Aparentemente, todo siempre ha sido así y durante su ausencia de año y medio, para su mayor alegría, no ha cambiado nada. Su familia vive en una casa que «se pierde en la noche de los tiempos» (T, 1373). La botica en los bajos lleva allí, según el narrador, desde la época del obispo fundador de la diócesis. El carácter antiguo, por no decir anticuado, de la casa repercute en la familia Fajardo y hasta en la tertulia que se reúne allí. Sin embargo, Sigüenza, a pesar de innegables puntos comunes, no es Orbajosa. En la tertulia del padre de Fajardo, a la que los participantes acuden cada uno con su periódico, hay sitio para los progresistas y la política madrileña se comenta ampliamente. La primera visión de Madrid por Pepe Fajardo es negativa; allí ya no hay espacios familiares, sólo lugares desconocidos, al número reducido de personas conocidas se opone la multitud anónima, las relaciones sociales pierden su estabilidad y su transparencia: Carguen con Madrid y su vecindario todos los demonios, y permita Dios que sobre esta villa, emporio de la confusión y maestra de los enredos, caigan todas las plagas faraónicas y algunas más. Rayos arroje el cielo contra Madrid, pestes la tierra y queden pronto hechas polvo casas y personas. Hágase luego gigante el enano Manzanares, para que con revueltas aguas borre hasta el último vestigio de la capital, y quede el suelo de ésta convertido en inmenso charco donde se establezca un pueblo de ranas que cante noche y día himnos de la garrulería... (T, 1376).
Madrid es antes que nada un espacio (in)moral. Hay no poca ironía en este párrafo, revestido por el narrador de las galas de la retórica clásica. Por otro lado, ya sabemos que se trata de una primera impresión y que Fajardo no tardará mucho en dominar la geografía urbana y social de Madrid. La oposición entre el campo y la ciudad como el conflicto entre lo estable y lo cambiante vuelve en la segunda novela, Narváez, de manera más profundizada que en la primera. Cuando Fajardo llega a Atienza con su joven esposa, salen a recibirlos los cofrades de la Hermandad de los Recuerdos, que reproducen para ellos solos la procesión llamada la Caballada y que recuerda un hecho histórico de la infancia de Alfonso VIII. El siglo XII se sobrepone así al siglo xix. El historiador local, don Buenaventura Miedes, quiere revelar el pasado más lejano de la región: «Esta angostura —nos dijo— es el pasadizo habitual de la Historia de España. Iberos y romanos, castellanos y agarenos han entrado y salido por él en sus invasiones y continuas guerras. Por allí pasó Almanzor cuando vino a
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encontrar la muerte en Medinaceli; por allí pasó el Cid cuando, despedido del rey, emprendió la gloriosa campaña que nos cuenta y canta el Romancero; por allí, todos los Alfonsos; por allí, en nuestro siglo, el general Hugo; por allí, El Empecinado; por allí, Cabrera...» (N, 1465).
Miedes convierte lo que toca en historia antigua de España. En su visión, Atienza es una esencia, la síntesis de la historia de España. La familia Ansúrez a la que socorre en el castillo se incorpora a esta visión arqueológica. Sin embargo, es en el campo donde Fajardo descubre la actualísima cuestión social. Primero, viendo la extrema pobreza de la familia Ansúrez, luego comprobando la desesperación de familias enteras cuando una tormenta destruye las cosechas (N, 1476-1277). Un segundo eje de oposición entre el mundo urbano y el campesino es el de la libertad contrapuesta a la opresión. Jerónimo Ansúrez pone de relieve los problemas políticos que se plantean en el campo: «Quien dice labranza dice palos, hambre, contribución, apremios, multas, papel sellado, embargo...» (N, 1473). En las afirmaciones que hace Ansúrez a continuación podemos observar que el regeneracionismo de Joaquín Costa no anda lejos (Regalado 1966: 352). La sociedad rural es más dura que la urbana, las oposiciones entre pobres y ricos resultan incluso más visibles, los lazos del poder más apremiantes y la injusticia más aterradora, como lo comprueba Virginia Socobio en su fuga con Leoncio Ansúrez (R], 60). Galdós entrará a fondo en esta problemática en la novela El caballero encantado (1909). El feudalismo político y la injusticia social que pesan sobre los campesinos dan lugar a una revuelta popular en Loja, en 1861. Este episodio de la H i s t o r i a de E s p a ñ a se d e s c r i b e en La vuelta al mundo en la «Numancia». El marinero Diego Ansúrez no entiende nada de los conflictos de tierra adentro y se sorprende del estallido de una revolución en una tierra fecunda donde hay para todos, y más. Lo que el personaje, repetidamente presentado como un inocente en materia política, no acaba de comprender, el lector lo capta mediante la información proporcionada por el narrador, que explica el funcionamiento de una sociedad rural retrógrada y caciquil, que parece no haberse salido todavía del Antiguo Régimen: La sociedad, en cuanto se creyó fuerte, no quiso limitarse a la defensa ideológica de los derechos políticos. Los principales fines de la oligarquía dominante eran ganar las elecciones, repartir a su gusto los impuestos cargando la mano en los enemigos, y aplicar la justicia conforme el interés de los encumbrados, subastar la Renta (que así llamaban entonces a los Consumos) en la
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales forma más conveniente a los ricos y establecer el reglamento del embudo para que fuese castigado el matute pobre y aliviado de toda pena el de los pudientes (VM, 433-434).
La población campesina se reúne en sociedades clandestinas, lideradas por el revolucionario Pérez del Álamo, y pasa a la acción revolucionaria, pronto sofocada por las armas como todas las revueltas campesinas del siglo XIX. En los fragmentos estudiados hasta ahora se destacaban las oposiciones entre pasado y presente, opresión y libertad relativa. Además, el campo y la ciudad se oponen en el nivel moral. El campo es el espacio donde los ciudadanos necesitados de paz y tranquilidad vienen a reponerse. Lucila Ansúrez anhela la vuelta al campo una vez que ha conocido la vida madrileña: «Le gustaba el campo, y en su soledad y augusto sosiego (...) pensaba llevar su alma mansamente a un bienestar tranquilo» (DC, 1648). Es allí donde encontrará finalmente su equilibrio, y en las novelas siguientes la vemos transformada en campesina rica, hacendosa y gorda. En La revolución de julio, Fajardo pasa varios meses en Atienza con su familia, porque su hijita anda mal de salud. El campo repara no sólo la salud física sino también la mental. Por contraste, Madrid es la capital de la hipocresía y del bullicio y recibe el nombre de 'Majaderópolis' (RJ, 24). Una idea parecida se trasluce en una de las cartas de Virginia, contentísima por haber trocado la artificial vida social madrileña por la libertad en el campo: Expresiones a la Puerta del Sol, que yo vea convertida en hoguera donde se achicharre tanto pillo; expresiones a la Cibeles, llevándole de mi parte un poco de cordilla para sus leones; memorias al saloobn del Prado, y le pongo muchas oes para expresar lo que me he aburrido en él; y memorias a los teatros. Te vas a cualquiera, y echas una mirada al público, y le dices de mi parte que estoy contentísima de no verle. Doy gracias a Dios porque me ha concedido oír el ruido del viento en vez de oír palmadas, y el jipío de las actrices (RJ, 37).
La misma oposición entre autenticidad y artificio se encuentra al principio de Prim, cuando Santiago Ibero conoce a los compañeros de café de su amigo Maltrana. Ibero es víctima de las burlas a causa de su ignorancia de la actualidad política. Observa la inmensa diferencia entre su manera de concebir la vida y la madrileña: (...) se asomaba a la puerta de una sociedad compleja, hirviente, de formas y caracteres desconocidos para él. Más risa que miedo causábale al primer vis-
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tazo la extraña sociedad, y no sentía su ánimo muy movido para conocerla mejor (P, 538).
Contrariamente a Fajardo, que se adapta finalmente al destino que su familia le ha diseñado y cuya única vía de escape es la escritura o la depresión, Ibero sigue siendo él mismo y libre y no pasa en la ciudad más que el tiempo absolutamente imprescindible. La conclusión que puede sacarse de este análisis es que no pueden atribuirse valores excluyentes a ninguna de las dos categorías: el campo proporciona paz espiritual frente a la confusión de la gran ciudad, pero la ciudad permite unas formas de libertad y desarrollo personal que el campo no ofrece. Los valores ancestrales que rigen la vida en el campo permiten una vida más auténtica, pero pueden disfrazar formas muy modernas de explotación. No hay espacio privilegiado, porque la ciudad y el campo nunca se presentan en abstracto: se trata cada vez de visiones de personajes, cargadas de subjetividad. 4.2. Función de la marginalidad El campo y la ciudad ofrecen ambos un vivir organizado, aunque diferente. En los dos espacios, el ser humano está integrado en una estructura y ocupa un sitio. Pero hay una zona fronteriza de soledad y de errancia, de no integración. La primera vez que la serie nos presenta un espacio así es en el delirio de Antoñita, que quiere ir a vivir con su amante en un monte solitario: Nos vamos a un monte... y pronto, mañana por la mañana, y viviremos en una choza, solitos... Ni tú verás más mujer que yo, ni yo veré más hombre que tú... Y que nos entren moscas. Nos vestiremos a lo salvaje, con unos pedazos de pellejos en donde sea más preciso, y no tendremos que averiguar lo que es moda, y lo que no es moda para vestirnos (...) Para nada necesitamos allí mesas de noche ni mesas de día, ni más batería de cocina que unos pucheros... (T, 1414).
El monólogo de Antoñita sigue, y la mujer vuelve a insistir sobre los temas esenciales: soledad, simplicidad en el vestir, en los objetos, también en el hablar. Esta vida vagabunda soñada por Antonia la viven los Ansúrez, no por gusto, sino por necesidad. Pero es precisamente la existencia que María Ignacia quisiera para sí en un momento de celos, a condición de ser tan bella como Lucila (N, 1475). El tono de María Ignacia es amargo, lo que no era el de Antoñita, pero los argumentos son muy similares: pobreza asu-
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mida, simplicidad, soledad. Cuando a Pepe Fajardo le ataca la fiebre de la 'efusión popular', tampoco le importaría vivir en la miseria y la vagancia: Pues bien: seré mendigo, andaré descalzo, gozando en la total ruina de los zapateros y en el acabamiento de todo sastre. ¿No iban descalzos y muy ligeros de ropa los iberos y celtas, y eran felices, y se gobernaban admirablemente y vivían luengos años? (N, 1523-1524).
Por la alusión a los iberos y los celtas vemos que Miedes y la familia Ansúrez no deben de andar muy lejos en la conciencia de Fajardo. La vida con la que coquetean los señoritos Pepe y María Ignacia, otra burguesa va a llevarla temporalmente a la práctica. Virginia Socobio describe su nueva vida en carta a Pepe: Dos semanas llevamos albergados en un magnífico garitón, llámalo más bien pajar, donde no pagamos alquiler. Nos han dado esta espaciosa vivienda de teja vana y de paredes de tabla con la condición de que trabajemos. (...) Dormimos tranquilos, nos levantamos antes que el sol, y oímos los canticios de las aves del cielo, que nos regocijan el alma. (...) Hay aquí un prado verde por donde yo ando descalza, Pepe, riéndome mucho de los zapateros. (...) Más abajo del prado pasa un río, en el cual me meto yo hasta las rodillas, y lavo mi ropa y la de el. ¡Ay Pepe! ¡De qué buena gana te convidaría a las sopas que hago yo al anochecer en mi cazuela puesta sobre un trébede!... No has comido nunca cosa más rica (RJ, 26).
Y así continúa un par de páginas y un par de cartas más. La coincidencia de la 'novela pastoril' de Virginia y del sueño de Antonia es llamativa: en los dos casos se trata de renunciar al lujo y a las comodidades típicas de una sociedad materialista y de volver a los orígenes, a una vida auténtica22. La insistencia en las comidas sencillas contrasta singularmente con la descripción de unas comilonas a la francesa que figuran en O'Donnell (III, 167-170 y 205-206). En su comentario, María Ignacia define exactamente la precariedad de la situación de los amantes: «A las puertas de las ciudades, el salvajismo no puede existir, y si existe tiene que ser de corta duración» (RJ, 37). Efectivamente, en la última carta de Virginia, ésta le proporciona a Pepe los medios para conocer su paradero porque necesitan ayuda. La imagen de la choza persiste hasta el final de la serie. Teresa e Ibero viven una vida igualmente marginal en el sur de Francia. Cuando deben 22 Montesinos (1980: III, 232) ve en esta coincidencia otro argumento en favor de la concepción de la unidad de la cuarta serie.
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huir de la policía en Sainte-Marie, dice la mujer: «Somos unos pobres salvajes que necesitan cambiar de choza» (TD, 697). La 'choza' siguiente será una habitación en una pensión barata en París. La libertad personal sólo se consigue mediante una ruptura con la sociedad establecida, y aceptando el vivir marginal: es el que asumen las dos parejas Virginia-Leoncio y Teresa-Santiago, convirtiéndolo en un valor positivo. 4.3. Nombres simb'olicos de lugares En un artículo sobre los nombres simbólicos de lugares en las primeras Novelas españolas contemporáneas, William Risley hace la observación siguiente: «Place ñames seem to reflect the personalities of the main characters, their relationships to one another, and important developments in their life too frequently and too well for it to be the result of coincidence» (Risley 1980: 31). Como veremos a continuación, esta reflexión se aplica sin más a la cuarta serie. Cuando en Las tormentas del 48 la pobre Antonia está a punto de morirse, hay que buscar al confesor: «Llámase el tal don Martín y vive en el callejón del Infierno» (T, 1428). A primera vista, aquí no ocurre nada particular: el callejón del Infierno es el nombre popular del Arco de Triunfo que da a la Plaza Mayor. El nombre cobra sin embargo significación simbólica cuando nos damos cuenta de que el don Martín en cuestión es Martín Merino, que intentará, unos años más tarde, asesinar a la reina. Hay otra alusión a la dirección del cura en Los duendes de la camarilla. Jerónimo Ansúrez necesita dinero e intenta conseguir un préstamo de Merino a través de Lucila. El narrador llama la atención sobre el doble nombre de la calle: «(...) la moza penetró en el siniestro pasadizo que oficialmente se llama Arco de Triunfo y por mote popular Callejón del Infierno» (DC, 1641). Lucila entra en una habitación oscura, sucia y desordenada, donde todos los objetos denotan pobreza, abandono, falta de cuidados. La figura de don Martín se inserta perfectamente en este medio ambiente: «Lucila le vio más feo que en la iglesia, más sucio, abandonado y desapacible» (DC, 1641). La denominación popular de la calle, en cursiva en el párrafo citado, la casa y el personaje convergen hacia una imagen de desolación y amargura. No resulta sorprendente que el hombre que intenta matar a la reina salga de allí. El infierno es su punto de partida simbólico —«monstruo vomitado del infierno» le llega a llamar un personaje (R], 11)— y según la escatología católica probablemente su punto de llegada. Narváez vive en la «calle de Isabel la Católica o de la Inquisición» (N, 1557), llamada así porque «al final (...), en las inmediaciones de la calle
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del Álamo, habían estado las prisiones del Santo Oficio, que fueron asaltadas por el pueblo en 1820» (Cabezas 1968: 265). En su condena moral del general, Martín Merino emplea sin rodeos el nombre antiguo: «¿Habéis oído contar las comilonas y orgías de Palacio y las que el sátrapa daba en su casona de la calle de la Inquisición con el dinero que a manos llenas le regaló Isabel para sus lujos?» (DC, 1661-1662). Esta condena del lujo, de las orgías y de la corrupción atribuidos al general puede ponerse en relación con cierta visión de la Inquisición, típica de la 'leyenda negra', y repetida alegremente en las novelas folletinescas de la época23. La imagen de Narváez como férreo defensor del orden que utilizaba todos los medios de represión a su alcance para mantenerse en el poder, por un lado, y el afán de lujo del que le acusa el personaje, por otro, encajan bien en la imagen literaria del inquisidor cruel y refinado. Ya nos hemos dado cuenta de que Teresa Villaescusa cambia de casa cuando cambia de protector. Sus sucesivos lugares de residencia (calle de Lope de Vega, calle de Santa Catalina) se sitúan en la misma parte de Madrid. Cuando está con Risueño, vive en un piso de la calle del Amor de Dios. Teniendo en cuenta la vida que lleva la cortesana, el nombre de la calle ya encierra un punto de ironía. Pero el momento en que se menciona el nombre de la calle tampoco es indiferente. Teresa conoce a Juan Santiuste y le convoca en su casa para socorrerlo. El joven es un entusiasta de Castelar y con la caridad que recibe de Teresa se vuelve inspirado. Se despide con las siguientes palabras: Dios de paz y de amor, que después de haber extendido los inmensos cielos azules y haber derramado en los cielos, como una lluvia de luz, las estrellas... y haber hecho salir del oscuro seno del caos la tierra coronada de flores, ¡Él!, causa de toda vida, autor de toda existencia, se despoja de su vida, de su existencia, por la salud y la libertad de los hombres en el altar sublime del Calvario (OD, 194).
Con esta pieza de oratoria sagrada se termina el capítulo XXIV. El XXV empieza por las siguientes palabras: «Vivía Teresa en la calle del Amor de Dios, piso bajo». El efecto es demasiado bonito para deberse únicamente al azar. Teresa, la sacerdotisa del amor humano, se hace receptiva del mensaje de Juan, que es un mensaje de paz y de amor, en la calle del
23 Juan Ignacio Ferreras (1976b: 137, 173 y 205) menciona varias: El auto de fe de Eugenio de Ochoa, 1837, Los secretos de la Inquisición de Joaquín María Nin, 1855, La Inquisición y el Rey de F. L. Parreño, 1861.
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Amor de Dios. Hay otro ejemplo similar, referido a Teresa, aunque mucho menos claro, en Prim: una vez más, no le queda otro remedio que venderse a un señor adinerado y se instala en la calle de las Rejas (P, 623). Aunque no se repite el nombre de la calle y el contexto es neutro, la interpretación simbólica es tentadora: Teresa quiere escaparse de esta vida insatisfactoria pero no lo consigue a causa de las necesidades económicas que la encierran detrás de las rejas y barreras erigidas por su madre y por su propia falta de iniciativa. Uno de los protectores que la madre de Teresa le ha localizado a su hija es un alto funcionario, don Enrique Oliván. Este buen señor se alojará en «la casa oficina de la Remonta y Depósito de sementales del Estado» (P, 592). No se trata de una mención casual, el narrador insiste: cuando llega el «espejo de caballeros sentados y administrativos», reside efectivamente «en la casa de Sementales del Estado» (P, 595) y da cita a doña Manuela «en la oficina de Sementales» (P, 597) para tratar de los últimos detalles del convenio amoroso. El contraste entre el funcionario nada temperamental, prematuramente envejecido, con la voz cascada —signo de poca virilidad en los personajes masculinos— y los sementales, que sugieren todo lo contrario, no puede ser más irónico. De nada le sirve además a don Enrique su residencia en esta casa tan cargada de un simbolismo bruto, porque Teresa lo deja plantado allí. 5 . DESCRIPCIONES DE ESPACIOS
No hay descripciones muy elaboradas de los espacios referenciales, que forman parte del conocimiento 'enciclopédico' que se supone común al autor y a sus lectores. Ningún narrador se para delante del edificio central de la Puerta del Sol para describirlo detalladamente. Cuando se trata de lugares menos familiares, se proporciona una visión panorámica, normalmente desde la perspectiva de un personaje —sea o no narrador— que lo descubre: recordemos la visita a Lima de los oficiales de la Numancia (VM, 471-472) o los paseos de Santiago Ibero en Londres (TD, 718-719). Lo que se describe con más detenimiento son las casas en las que viven determinados personajes, algunos lugares de trabajo y algunos paisajes. 5.1. Casas María Ignacia de Emparán vive con sus padres en una casa antigua de la plazuela de Navalón. La observamos a través de la mirada de Pepe Fajardo:
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales La casa es antigua, reformada, grandona, irregular, revocada de amarillo con rayas que figuran el ajuste de ilusorias piedras, la puerta de berroqueña con un escudo pintado de blanco, los balcones con palomillas de hierro, y en ellos las descoloridas palmas de Domingo de Ramos, con los trenzados en hilachas y los lazos ya desteñidos por la lluvia. En todo esto reparé antes de entrar, así como en el aspecto del portal, de una limpieza rara en Madrid (T, 1418).
Este párrafo establece ya las características fundamentales de lo que seguirá: vejez, religiosidad y limpieza. Una familia tan conservadora como la de Emparán no puede vivir en una casa moderna; las reformas visibles refieren al pasado porque no esconden el estado anterior de la casa. Las palmas han perdido su color y su vigor de plantas, y de exponentes de la naturaleza viva se han convertido en hojarasca. Lógicamente, el portero es «viejo y medio cegato, limpio también como la casa» (T, 1418). La escalera es oscura, los cuadros, viejos y ennegrecidos. Otro portero, también viejo, introduce a Fajardo en el salón, donde la luz entra escasa. Los cuadros representan personajes del siglo anterior: funcionarios, militares, santos, frailes, papas. Luego Fajardo observa los objetos relacionados con la devoción: «pinturas milagreras, relicarios con más riqueza que gusto, autógrafos de monjas en cuadros de plata» (T, 1418). Los muebles son de un gusto algo más moderno. Fajardo conoce a toda la familia de Emparán y finalmente a la niña. Su aparición justifica la detallada descripción de la casa, que es como el estuche que la produce: el cuerpo de María Ignacia es como su casa, irregular, viejo y sin naturalidad: «El cuerpo es un mentís de su edad, que en ella parece un fraude» (T, 1419). Como producto de un medio familiar totalmente anticuado, no podía ser de otra manera. Pero el desarrollo posterior de María Ignacia, una vez casada y sacada de su ambiente familiar, reservará sorpresas: a su fealdad sin remedio se opondrá una inteligencia cada vez más poderosa. Conocemos la casa de María Ignacia antes de conocer a su persona; con don Buenaventura Miedes ocurre al revés: primero vemos al erudito local de Atienza en acción, y cuando cae enfermo se describe su casa por el narrador que lo visita. En la descripción de los alrededores se reconocen ya los atributos corrientes asociados con Miedes: vive en el barrio «más pobre, más excéntrico y solitario de Atienza», tres adjetivos que se aplican sin problemas al erudito, «en antigua y fea casa», como él, «apoyada en el muro de base celtíbera, romana o agarena» (N, 1482). Los últimos tres adjetivos hacen referencia a la manía de Miedes de ver en cada piedra vieja el resto arqueológico de uno de los estratos de la historia an-
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tigua de España. Sigue la descripción: «En soledad lúgubre de aquella parte de la villa, las casas son como tumbas abiertas, deshabitadas de muertos, y que se arriman unas a otras para no desplomarse» (N, 1482). Las casas ya no tienen fundamento sólido —la erudición de Miedes tampoco—, y las «tumbas abiertas» constituyen una anticipación del fallecimiento de Miedes. Finalmente el narrador y su mujer llegan a la casa y suben a la habitación que sirve de biblioteca: Imposible describir el desorden de aquel local, émulo del caos la víspera de la creación. Los libros debían de ser semovientes, y en el silencio de la noche se pondrían todos en marcha, subiéndose y bajándose de estantes y mesas y del techo al suelo, como ratones sabios o cucarachas eruditas que salieran a pastar polvo. Los grandes estaban sobre los chicos, y algunos, abiertos, yacían hojas abajo sobre el suelo, mientras otras hojas arriba, aleteaban subidos a increíbles alturas. No podíamos explicarnos cómo andaba el tintero con sus plumas de ave, acompañado de una pantufla, por los huecos de un estante vacío, mientras se arrastraba por el suelo el velón, entre los tomos de las Antigüedades de Berganza, con las hojas manchadas de aceite (N, 1482-1483). El caos de «la víspera de la creación» parece remitir a la mente nebulosa del personaje. Es como si los objetos cobraran vida propia: los libros se 'suben' y se 'bajan', el tintero 'anda' por un estante, y el velón 'se arrastra' por el suelo 24 . Los libros de este 'ratón de biblioteca' se convierten en bichos normalmente asociados con el desorden y la poca limpieza. Todo este movimiento se produce, claro está, por la noche, de manera que el conjunto se convierte en escenario apropiado para el desarrollo de un cuento fantástico 25 . Sigue la descripción del dormitorio, donde todo anda también patas arriba, y finalmente aparece Miedes, «como gusano dentro de su capullo» (N, 1483), lo que confirma la relación de metonimia 24 La animación de las cosas es un rasgo estilístico típico de Galdós. Chad Wright (1979: 16) observa que: «Even in his later, more polished works, Galdós relates important events indirectly through the furniture of his characters. Galdós is fond of furniture which connotes emptiness, vacuity, or general decay». 25 Inevitablemente se produce la asociación con el interior evocado en la primera novelita de Galdós, La sombra. Pero también con una de las últimas: en El caballero encantado (1909) figura un erudito, Becerro, de la estirpe de Miedes. Las casas de los dos sabios también tienen cierto aire de familia, y sus bibliotecas presentan características comunes. Pero si la casa de Miedes sugiere la posibilidad de acontecimientos fantásticos, en la casa de Becerro esta posibilidad se realiza: allí el protagonista ve a la mujer de sus sueños en un espejo y acto seguido desaparece la casa, por arte de magia.
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que existe entre el habitante y su habitáculo26. Después de la muerte del erudito, Fajardo vuelve «a la caverna del viejo Miedes» (N, 1488) para ordenar sus libros. «Caverna» se emplea aquí en un sentido figurado, puesto que sabemos que la biblioteca no está en el sótano, sino en el primer piso. La palabra implica oscuridad, antigüedad, muerte, palabras que podrían aplicarse con igual derecho a la erudición del personaje. Nos limitamos al análisis de estas dos casas, en la plena conciencia de que otras descripciones de casas merecerían igual atención: la casa de Albano donde reside el protagonista en Las tormentas del 48 (T, 1366), la casa paterna en Sigüenza (T, 1373), a la que aludimos al hablar de la oposición ciudad-campo, la casa de Atienza donde Fajardo y su mujer pasan la luna de miel, las diferentes casas en las que vive Lucila en Los duendes de la camarilla, la casa de Virginia Socobio en las Vistillas (OD, 197). La cantidad de descripciones que pueden desgajarse fácilmente de su contexto disminuye conforme va avanzando la cuarta serie. Las descripciones se hacen más fragmentarias, los detalles necesarios para que el lector se haga su 'composición de lugar' se entrelazan cada vez mejor en la progresión del relato. 5.2. Lugares de trabajo La descripción de la cerería de Paredes en plena actividad (DC, 15941595) está muy lograda. Por un lado da al lector una idea de un quehacer profesional27 (aunque Galdós es mucho menos pródigo en detalles técnicos que Zola y maneja un léxico menos especializado). Por otro, el lugar de trabajo adquiere una gran significación social, ya que la cerería es también lugar de conversación y de intercambio de ideas y que constituye, por la naturaleza de los productos que allí se fabrican, un lazo natural hacia otro mundo y otros espacios que juegan un papel preponderante en la novela, los relacionados con la religión. Se trata de una técnica ya bien probada en la obra de Galdós: Mariano Baquero Goyanes (1963: 62) describe efectos caricaturescos similares obtenidos por la conexión establecida entre personajes y su medio en las primeras obras de Galdós y destaca la influencia de Charles Dickens. 27 Una de las funciones que Philippe Hamon (1983: 66) atribuye a la descripción en el nivel del enunciado es la conjunción de un saber y un personaje. Las descripciones de este apartado pueden considerarse como la adquisición de un saber por Lucila que conoce la fabricación de las velas de cera y por Pepe Fajardo que descubre el trabajo de los artesanos pobres del sur de Madrid. 26
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En los últimos capítulos de La revolución de julio, Fajardo sigue a Rodrigo Ansúrez que le lleva adonde piensa encontrar a Virginia y Leoncio. Fajardo lee los letreros: «Vi taller de estañero con muestrario de jeringas; vi tienda de albayalde y ocre, vi albardero y jalmero, cestero, jaulero...» (R], 96). Los nombres ya son una lección para el narrador, no sólo de vocabulario, sino sobre todo de sociología: descubre cómo sobreviven los artesanos de los barrios populares de Madrid. De estas muestras de industrias más o menos míseras, se destaca una que será analizada con más detenimiento: la «tienda que tiene por muestra: Obleas, lacre y fósforos» (R], 96) del señor Erasmo Gamoneda: Vi un taller parecido a los laboratorios de nigromantes o brujos que aparecen en las comedias de magia, caldero y vasos de extraña forma, hornillas, telarañas y una pátina de polvo y mugre sobre paredes y techo; el suelo, de tierra, apelmazado y endurecido por las pisadas. Suspenso el trabajo, sin fuego en los hornos, volcados los calderos, todo revelaba pobreza y el mísero rendimiento de las industrias que viven un día sí y otro no, conforme a la desigual demanda de consumidores. Verdad que aquellas modestísimas artes se relacionan con otras artes o granjerias de alguna importancia: las obleas son hermanas de las hostias; el lacre tiene algo que ver con los barnices, y los fósforos con la pirotecnia. Por eso había surtido de carretillas de pólvora para jugar los chicos; pasta para pegar cristalería y porcelanas rotas, y diversas materias malolientes, en frascos y pucheros, solidificados al enfriarse; cola, pez, trementina, ingredientes tintóreos y mixturas de todos los diablos... Me detuve a contemplar aquella miseria y a considerar los esfuerzos que representaba, titánicos, pero ineficaces para obtener un pedazo de pan. ¡Lo que luchan y se afanan estas clases inferiores para sostener una existencia mezquina, sin esperanzas de mejora! (RJ, 96).
La primera frase de la descripción no se refiere a una realidad social sino a una tradición literaria: la del alquimista que prepara brebajes extraños de dudoso efecto en aparatos estrambóticos, aislado en un laboratorio que reúne los objetos más extraños. La alusión a las comedias de magia no sólo tiene que ver con las artes mágicas que se practican en tales reductos, sino sobre todo con el carácter gastado de este género teatral, que ya no se puede tomar en serio. La comedia de magia, en los años cincuenta, sólo interesa ya a los provincianos. Que los productos industriales allí reunidos no deban de ser demasiado 'católicos' se desprende del comentario sintético del narrador acerca de las «mixturas de todos los diablos». La imagen del laboratorio del alquimista no es nueva en la obra de Galdós: ya en La sombra el escenario de la conversación entre Anselmo y el narrador es el laboratorio del personaje, lleno de objetos viejos, inservibles y extraños. Pero pronto la referencia literaria desaparece a favor de
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la interpretación social: la pobreza. La extraña mezcla de cosas que fabrica Gamoneda podría implicar una 'diversificación de la producción' mal planteada. La ineficacia económica de Erasmo Gamoneda corre paralela con la ineficacia de su acción política, ya que muere en las barricadas. Reaparece aquí el 'humanismo popular' algo sentimental de Galdós. El narrador no parece entender muy bien el compromiso político de estos artesanos pobres, porque estima que para ellos no hay 'esperanzas de mejora' en perspectiva. Se lo explica Hermosilla, fabricante de zorros y plumeros, para el que la revolución no sólo tiene que traer más libertad, sino sobre todo la mejora de las clases trabajadoras: ...porque, lo que yo le digo, ¿qué adelanta el pueblo con ser muy libre si no come? Los gobernantes nuevos han de mirar mucho por el trabajo y la industria. Hay que proteger al trabajador y echar leyes que abaraten el comestible y den mayor precio a las cosas de fabricación (R], 105).
He aquí la lección socioeconómica —muy poco ortodoxa en el marco de las intentonas revolucionarias burguesas que conoce el siglo xix español— que aprende el narrador e historiador Fajardo. Pero, como los Episodios pretenden mostrar que el cambio histórico existe, la historia de la ocupación del espacio madrileño por el pequeño comercio no puede parar aquí. Si Erasmo Gamoneda muere en las barricadas de julio de 1854, su hijo Tiburcio continúa el negocio y lo establece en las afueras de Madrid en la llamada Huerta del Pastelero: Teníalo arrendado Tiburcio Gamoneda para establecer en él en grande las famosas industrias de obleas, lacre y fosforos, que tuvo su padre en la calle de Cuchilleros. Había una casa o almacén que debió de parecer palacio a los que estaban hechos a los chinchales del interior de Madrid (...) (OD, 214).
La ascensión de Tiburcio puede interpretarse como ejemplo del éxito de la política económica de la Unión Liberal, que estimula también el desarrollo del artesanado, y como prueba de la eficacia de los valores pequeño-burgueses, trabajo y economías. El fragmento es también una muestra más de la coherencia interna de la serie: a quien no haya leído con atención La revolución de julio se le puede escapar la importancia de este detalle. El tercer lugar de trabajo que discutiremos es la Numancia28. Ansúrez visita la fragata y descubre «la más gallarda, la más poderosa y bella
28 Para la historia y la descripción técnica de la fragata, ver la introducción de García Barrón a su edición de la novela (Pérez Galdós 1992: 50-52).
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nave de guerra que a su parecer existía en el mundo» (VM, 450). Al terminar la visita de todos los departamentos de la nave, «que era barco, fortaleza, palacio y refugio de las almas valientes», «santuario de hierro, no menos grandioso que los de piedra» {VM, 450), Ansúrez decide quedarse allí. La connotación religiosa del barco se desarrolla en la página siguiente: «en [el barco] se sentía tan consolado de sus tristezas como peregrino que, tras un largo divagar, encuentra la magna basílica, y en ella el misterioso encanto que apetece su alma dolorida» {VM, 451). La nave le proporciona un lugar estable, donde podrá recuperarse de las desgracias que se han acumulado sobre él. El peregrino ha encontrado la basílica, pero no ha llegado a la última etapa de su viaje: ahora empieza el viaje interior. A la connotación religiosa se añade otra: la nave se convierte poco a poco en una persona. Encuentra en ella un «amor nuevo»: «la fragata era su hija, su esposa y su madre, y en ella veía el lazo espiritual que al mundo le ligaba.» A primera vista, se trata de una caracterización femenina, que se enlaza mediante el adjetivo 'espiritual' con la imagen religiosa de la basílica. El peregrino cansado encuentra alivio en la catedral, el hombre revive en el cariño de la 'trinidad' que representa por excelencia la tradicional función benefactora de la mujer. Pero la descripción se complica, y la connotación sexual se vuelve ambivalente: «(...) un ser vivo, poderoso, bisexual, a un tiempo guerrero y coquetón. La bravura y la gracia componían su naturaleza sintética» {VM, 451). La nave se convierte en un ser completo que reúne las características de los dos sexos, y su humanización es total cuando leemos que la nave tenía «corazón, alas, pies y un rostro bellísimo» {ibídem). He aquí un digno escenario para sostener toda una novela. En la descripción de la Numancia, vemos reunidos algunos de los elementos constitucionales del simbolismo del barco y de la navegación. La vida es una navegación peligrosa, y el barco es un símbolo de seguridad. Es también un símbolo femenino que evoca el seno materno. En la tradición cristiana, el barco donde se entra para vencer las tempestades de las pasiones es la Iglesia: he aquí una explicación de la imagen del peregrino en la basílica (Chevalier y Gheerbrant 1982: 109 y 661). A estos valores simbólicos tradicionales se añaden elementos que tienen una función propia dentro de la novela: el carácter bisexual de la nave —se trata al fin y al cabo de un buque de guerra blindado— y su conversión en un ser vivo que recuerda otros ejemplos de animación de cosas inanimadas ya discutidos en este capítulo.
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5.3. Paisajes A Galdós no se le conoce por sus descripciones de paisajes rurales, sino más bien como un pintor de interiores y de calles. En la cuarta serie se encuentran excelentes fragmentos de descripción de paisajes urbanos: recordamos el paseo de Lucila con su padre cerca de la Almudena (DC, 1660) y el paseo de Teresa y Santiuste por las Vistillas (OD, 202). El hecho de que en los ejemplos representativos se trata cada vez de un paseo, muestra que las descripciones no están allí sin más, sino para funcionar de fondo o de comentario a lo que viven y dicen los personajes y que se insertan en la progresión del relato. Pero en la cuarta serie se observa un creciente interés por la naturaleza, probablemente bajo la influencia de los escritores de la generación del 98 (Regalado 1966: 403) y aparecen varias descripciones de paisajes rurales. Aquí vuelve la descripción combinada con el relato de un paseo: Fajardo se pasea en Albano con los criados del cardenal Antonelli (T, 1366) y en Atienza con su madre y su mujer (N, 1466 y 1475-1476). Otras descripciones se combinan con relatos de viaje: Teresa ve la desnudez de los campos de Castilla cuando vuelve de París en diligencia (OD, 182), Fajardo formula sus reflexiones sobre Castilla atravesándola en tren: Sobre Castilla y sus campos trasquilados y amarillos había caído la noche. (...) Arrimado a la ventanilla, de donde veía el despejado cielo, y la tierra que imitaba la llanura de un mar espeso, se entregó a la vaga meditación. En su inmensidad yacente, también la vieja Castilla dormía, descuidada de los graves afanes de la cosa pública, quizá ignorante de ellos o despreciándolos por atender más intensamente a los afanes de la vida menuda y campestre. Echaba de menos el procer a su amigo Confusio para filosofar juntos sobre aquella indiferencia de la tierra madre, sobre aquel símbolo del olvido histórico... (T, 667).
El paisaje incita a la meditación. Una meditación con ecos machadianos que adquiere rápidamente rasgos de investigación del pasado: la Castilla por la que pasa el personaje está allí, presente, pero vive en otro presente no integrado al suyo, y así parece que no se ha despertado todavía de su sueño histórico. Pero el paisaje castellano no es el único que recibe atención en la serie. Huyendo con Donata del furor del arcipreste de Ulldecona, Santiuste penetra en la zona del bajo Ebro. Un espacio privilegiado es la desembocadura del río. La descripción propiamente dicha no es larga: Me encantaban, en aquella antesala del delta del Ebro, la amplitud de horizontes, el aire salino, la frescura que enviaba el mar con vigoroso resuello.
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El terreno bajo, palustre, nos ofrecía por el lado del Naciente la extensa marisma, hibridación pintoresca de la tierra y las aguas... Al ser de día, el paisaje anfibio que en la noche de nuestra llegada apreciamos vagamente, a la luz ensoñadora de la luna, se nos reveló en toda su grandeza, no ya iluminado de plata, sino de oro. Al sol, la marisma era más risueña, más rica de color, más hirviente de vidas zoológicas, más reveladora de lo infinito (CR, 422).
Se trata de una zona fronteriza entre tierra y mar, una zona llena de promesas de espacios abiertos que liberan a Santiuste de la estrechez literal del cuarto en que vivía con Donata en Tortosa y, según cree, de la amenaza de persecución del arcipreste de Ulldecona. La confluencia de agua dulce y salada cobra un sentido simbólico religioso cuando Don Juan Ruiz captura a los amantes. Donata saca un haz de ramas secas y las moja en el agua, ya salada y, por ende, bendita. Exclama: «Todo el mar es agua bendita... Salve, Madre de Dios, estrella del mar» (CR, 426). El mar es el territorio de la Virgen y desde luego un elemento femenino y protector contra el que el arcipreste, devoto de la Virgen, no se atreve a luchar. En la presencia del elemento acuático al final de esta novela se puede leer un anuncio de la siguiente: el periplo de Santiuste se termina en el Mediterráneo, que es un mar interno. Diego Ansúrez emprenderá un viaje alrededor del mundo por los océanos. Los sublevados de enero de 1866 —una de tantas sublevaciones dirigidas por Prim que fracasaron— se concentran en Villarejo de Salvanés, y se marchan de allí cuando resulta que las tropas comprometidas no salen. Pasan por Madridejos y Villarta y continúan en dirección de Daimiel. Prim decide llevar a sus hombres a una propiedad suya, el castillo de Urda. La marcha bajo la luna crea poco a poco una impresión de ensueño: «la claridad lunar melancólica (...) parecía traer a los oídos murmullos de consejas» (P, 605). La columna sigue, y pasa cerca de unos carboneros que «miraban a los húsares como un ejército fantástico» (P, 605): Atónitos y con la boca abierta permanecían viéndolos pasar, sin saber de dónde salían tales hombres ni qué buscaban por aquellos riscosos vericuetos: sus ideas políticas eran muy vagas; su conocimiento del mundo, harto borroso. Conocían a Prim de nombre; algunos le vieron cazar en el coto de Urda... ¡Pobre gente! Para ellos no había más obstáculos tradicionales que la nieve y ventisca, la miseria y el bajo precio del carbón (P, 605-606).
Otra vez nos enfrentamos con una yuxtaposición de dos épocas, de dos mundos. Las preocupaciones de Prim y de sus partidarios están a años luz de los problemas de los carboneros, y cabe preguntarse —y aquí reside la función de la descripción— cuáles podrían ser las consecuencias
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favorables de la revolución para esta gente. Después de este repentino salto a la actualidad política concreta, vuelve la atmósfera algo fuera del tiempo de la noche estrellada: «En los matorrales penetraba la luz de la luna por aberturas y huequecillos de las formas más irregulares. Masas de vegetación se iluminaban fantásticamente, y otras quedaban en sombras angulosas, extravagantes, trágicas, burlescas» (P, 608). El ambiente impresiona a Teresa, que pone su confianza en Ibero y confronta su visión del mundo y del amor con la de él. Se trata una vez más de una descripción funcional que añade una tonalidad poética al relato.
CAPÍTULO V LOS PERSONAJES
Sería imposible e improductivo pretender estudiar en su totalidad los personajes que habitan el vasto 'mundo' de estos diez Episodios Nacionales. Nuestro propósito es modesto: estudiar algunos de los múltiples personajes que pueblan la cuarta serie y poner de relieve la diversidad y la riqueza de medios puestos en obra por Galdós al construirlos. 1 . L A CONSTRUCCIÓN DE LOS PERSONAJES
En este apartado trataremos algunos procedimientos de caracterización empleados para la construcción de los personajes. No distinguiremos entre los personajes ficticios y los referenciales, salvo en el caso de los nombres, ya que un personaje referencial entra en la novela con una 'etiqueta' (Hamon 1977:142) ya fijada en gran parte por la tradición y por los conocimientos enciclopédicos que posee el lector. Hemos escogido unos puntos que nos parecen de interés para la cuarta serie de Episodios Nacionales: los nombres y las designaciones que fijan la identidad de los personajes y algunas características lingüísticas y físicas que intervienen en su configuración. 1.1. Los nombres 1.1.1. Nombres variables Un personaje se construye a través de un texto mediante un conjunto de marcas, cuyo centro es el nombre (Hamon 1977: 142-143). El nombre puede significar mucho más que un elemento de identificación de una persona. El conocimiento del nombre de otro puede otorgar al que lo posee un poder sobre la persona que lo lleva. La identificación con el nombre puede llegar a ser vital en vez de simplemente administrativa: puede cons-
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tituir una dimensión esencial del individuo (Chevalier y Gheerbrant 1982: 676). Los personajes galdosianos cuya vida puede asimilarse de alguna manera a la vida primitiva, conocen intuitivamente el poder del nombre. Lucila tiene frecuentes pesadillas en las que la policía viene a prender a su amante. Al despertar, hace las reflexiones siguientes: ¡Bartolomé Gracián! Habría querido Lucila anular este nombre, suprimirlo, arrojarlo a los senos de la nada donde, a su parecer, están las cosas que no han existido nunca. De este modo, eliminado aquel nombre de todas las partes del universo, quedaría en salvo la persona que lo llevaba. Jamás lo pronunciaba con el rigor de sus letras, y el familiar mote de Tolom'e, que en días felices usaba, lo fue cambiando sucesivamente en Tolomín, luego en Tomín, con tendencia a extremar la síncopa pronunciando tan sólo Min. El apellido, aquel Gracián tan sonoro y expresivo, lo declaraba caducado y sin valor acústico, como perteneciente a los dominios del silencio (DC, 1577).
Lucila teme, pues, el valor mágico de los nombres. La eliminación del nombre equivale de alguna manera al aniquilamiento social de la persona, el objetivo que la joven persigue para asegurar la seguridad de su amante. El nombre propio es una entidad estable que asegura la permanencia y la conservación de la información a lo largo del texto (Hamon 1977: 143). Esta es la norma general. Sin embargo, en la cuarta serie, los narradores juegan a veces con esta convención, y así el lector se ve enfrentado con nombres inestables, que cambian de manera más o menos importante. Los enamorados se cambian el nombre. Ya vimos cómo Bartolomé se queda en Tolomé, Tolomín, Tomín, Tominillo (DC, 1602) y Min. Otro caso similar es el de Virginia de Socobio y Leoncio Ansúrez. En sus cartas a Beramendi, Virginia se niega a mencionar el nombre de la persona con la que se ha fugado, por miedo a las denuncias, y lo designa por el apodo Ley. Se designa a sí misma mediante el nombre de Mita. Fajardo se extraña de estos nombres tan raros, y cuando por fin encuentra a Virginia es una de las primeras explicaciones que le pide; Virginia contesta: —Tonto, el amor tiene lengua de niño para abreviar los nombres. Al declararnos libres, quisimos olvidarnos hasta de cómo nos llamábamos... Él me decía mujercita... y quitando letras y letras, vino a parar en Mita. Yo, sin saber cómo, convertí el Leoncio en Ley. Los salvajes, ya lo sabes, cuando no tienen otra cosa que comer, se comen las sílabas... (R], 99).
Este fragmento es una muestra más de los juegos lingüísticos que constituyen un elemento esencial de la comunicación entre las parejas galdo-
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sianas1. Incluso la pobre Antoñita, en su delirio, propone cambiar el habla, «sacando de nuestras cabezas un habla nueva, de poquitas palabras, lo preciso para decir cuánto nos queremos y nombrar las tres o cuatro cosas que usamos (...)» (T, 1415). Los enamorados de la cuarta serie juegan al primitivismo y adaptan el idioma en consecuencia. Otros más sofisticados, como los enamorados en Tristona, ejercerán su creatividad lingüística subvirtiendo citas literarias para su uso particular y tomando palabras de otras lenguas2. Hay casos de inestabilidad rebuscada que funcionan como elementos lúdicos. Pepe Fajardo da un paseo con Eufrasia en compañía de una señora mayor de cuyo nombre nunca puede acordarse: Nos acompañaba una vieja muy compuesta, hermosura en ruinas, que tuvo su apogeo y esplendor en los años medios de Fernando VII, camarista que fue de la reina doña Isabel de Braganza. Perteneciente a la aristocracia mercenaria, de creación palatina, ostenta el deslucido título de condesa o baronesa (no estoy bien seguro) de San Roque, de San Víctor, o de no sé qué santo. En la duda, la designaré provisionalmente por el primer bienaventurado que se me ocurra (N, 1514).
A partir de aquí podemos observar un juego a propósito de la belleza marchita y del título de la señora. Se la designa sucesivamente como «la San Víctor», «la San Blas», «la marchita beldad», «la beldad vetusta» (N, 1517), «la condesa o baronesa de San Lucas, de San Gil o de no sé qué santo» (N, 1518), «la respetable señora condesa o baronesa de San Juan Nepomuceno» (N, 1519). Esta sucesión humorística de nombres funciona como contrapunto del contenido de la conversación: Eufrasia cuenta a Pepe unas anécdotas sangrientas sobre Narváez durante la primera guerra carlista. La «veterana beldad» reaparece en la conversación que tienen Eufrasia y Pepe sobre la caída del Ministerio Relámpago. El narrador la identifica como la amiga de Eufrasia, «cuyo título de condesa o 1 El fenómeno no se produce únicamente en la cuarta serie. En Torquemada en el Purgatorio (1894), Fidela del Aguila llama a su marido Tor. Pero aquí no se trata de una expresión de mero cariño: «(...) gustaba de que su marido la tratase con extremados cariños, y ella le llamaba a él su borriquito, pasándole la mano por el lomo como a un perrazo doméstico, y diciéndole: —Tor, Tor..., aquí..., fuera..., ven..., la pata..., ¡dame la pata!» (Obras completas, V, 1021). 2 Ver Sobejano (1967) para un análisis del lenguaje de los amantes en Tristana, La desheredada, Lo prohibido, Marianela y Fortunata y Jacinta.
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baronesa de no sé qué santo no quiere albergarse en mi memoria (...)» (N, 1588). Se estabiliza el nombre del personaje en O'Donnell donde figura entre los participantes en la tertulia de Centurión como «la marquesa de San Blas, camarista jubilada (...)» (OD, 125). El personaje dotado de más variaciones sobre su nombre es Lucila Ansúrez. Jerónimo Ansúrez la presenta a Pepe Fajardo y dice: «Es mi hija Lucila». El cura de Atienza, citando a Miedes, introduce unas variantes sobre el nombre: Lucinda, Lucania o Lucinelda (N, 1474), y Jerónimo se dirige a la chica mediante la variante «Lucihuela» (N, 1472). Miedes añade un par de nombres de su propia cosecha, que hace derivar de lenguas arcaicas: (...) la hermosa Illipulicia, hija del rey Zuria o Zuri, que, a mi parecer, es familia que ha venido de la Troade, vulgarmente Troya, destruida por los griegos... Teucro engendró a Tros y Tros engendró a lio, fundador de aquel pueblo, al que dio el nombre de Ilium. De allí procede esta preciosa niña, quien de sus abuelos tomó el dulce nombre de Illipulina, que es como decir Estrella del Reino (N, 1484).
La criada de Miedes la llama «la princesa Filipolida» (N, 1485) porque no se acuerda del nombre 'celtibérico'. La mujer del protagonista emplea el nombre de pila y el arcaico: «Lucila, o digamos Illipulicia» (N, 1490). De vuelta a Madrid, Pepe Fajardo utiliza para designar a su ídolo «Lucila» o «Lucihuela» hasta el final de la novela, cuando en un momento de alucinación habla de la «fugitiva imagen de Illipulicia» (N, 1561). En la novela siguiente, Lucila es la protagonista y la primera vez que aparece su nombre es en un diálogo con su amante: «¿Morirte tú, mi Tolomín, sin que tu Cigüela te dé licencia?» (DC, 1571). La abreviación de «Lucigüela» en «Cigüela» se abrevia a su vez y se convierte en Güela (en cursiva en el texto) cuando Bartolomé Gracián la compadece: «¡Pobre Güela, los trabajos que ella pasa por su Tolomín» (DC, 1571). En los capítulos I a III el narrador utiliza alternativamente Lucila y Cigüela, sin que parezca haber un criterio para preferir una variante a otra. Pero en la escena en casa de Domiciana que ocupa los capítulos V a VIII, sólo aparece el nombre de Lucila. Al final del capítulo VIII, cuando la chica llega a su casa y vuelve a ver a su amante, resurge el nombre cariñoso Cigüela. El padre de Domiciana, el anciano don Gabino, gran aficionado al sexo femenino, usa el diminutivo afectivo y dice «Luciíta» (DC, 1594). Otro nombre utilizado en la familia Paredes es la abreviatura «Luci»: lo emplea Ezequiel citando palabras de Domiciana «(...) para que esa pobreci11a Luci no se arrebate» (DC, 1620) y el anciano padre: «Luci comerá con
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nosotros» (DC, 1632). Pero mientras tanto el nombre cariñoso también se ha popularizado en la familia Paredes, ya que en la misma conversación don Gabino propone ir a buscar comida «si Cigüelita come con nosotros» (ibidem). Durante las discusiones de Domiciana y Lucila también se emplea la forma «Cigüela», lo que muestra que Domiciana ha penetrado en la esfera de la intimidad de su amiga. El narrador sigue alternando «Lucila» y «Cigüela» hasta el final de la novela. Los diversos modos en que personajes distintos llaman a Lucila Ansúrez muestran hasta qué punto la joven puede ser cada vez otra persona para los que la observan y viven con ella. Las numerosas variantes sobre el nombre básico son una demostración de la flexibilidad del nombre propio para individualizarse y especificarse siempre más. 1.1.2. «Nomen est ornen» Los nombres y apellidos de las personas en la vida 'real' son signos en cierto modo arbitrarios. Aunque un apellido conocido dentro de una comunidad puede proporcionar información de tipo social acerca de la persona que lo lleva, no informa sobre la manera de ser de esta persona. El nombre tampoco. En la literatura las cosas pueden ser más complicadas: el nombre y el apellido de un personaje pueden predeterminar su suerte en la obra o sus acciones pueden constituir a posteriori una motivación de la elección del nombre. El nombre funciona entonces como señal que refiere a contenidos estéticos, ideológicos y sociales (Hamon 1977: 149). El autor que escoge nombres y apellidos motivados para sus personajes refiere así a un conocimiento del mundo que el público para el que escribe, comparte idealmente con él. Galdós utiliza esta técnica a partir de sus primeras novelas 3 . La emplea también en los Episodios (Hinterhaüser 1963:284-289). Los nombres más car-
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William Shoemaker da una serie de ejemplos que provienen de las Novelas
de la primera época y de las Novelas contemporáneas: «Many Galdós' characters have names that are allusive to their nature and that serve as symbols, directly appropriate or negatively ironic, from Doña Perfecta (Perfect) and Don Inocencio (Innocence) to Angel Guerra (Angel War), and Nazarin (Nazarene) among major characters and in Moreno Rubio (Brunet Blond), Doña Cándida (Candid), the Pez (Fish) family, Ido del Sagrario (Gone from the Santuary), the Botín and Emperador (Booty and Emperor) personages among the secondary figures. Some of these are humorous elements of Galdós' realistic caricatures, others are sober and constant allusions to genuine qualities of personality or character and constitute part of the retrato Galdós is painting» (Shoemaker 1980, I: 123).
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La cuarta serie de los Episodios
Nacionales
gados de simbolismo de la serie bien podrían ser los de Teresa Villaescusa y Santiago Ibero. La interpretación de sus nombres no plantea ninguna duda para Joaquín Casalduero, que escribe: «Todo lector debe reconocer en la pareja Teresa-Santiago a los dos patronos de España» (1970b: 833). Esta declaración tajante pudiera hacer creer que la asociación queda clara desde el momento de la aparición de los personajes y que determina sus acciones. Nada menos cierto, en nuestra opinión: este simbolismo es un elemento entre varios que interviene en la construcción de los personajes. Teresa se presenta como una chica inteligente, «que devoraba cuantos libros caían en sus manos, novelas sentimentales o de enredo, obras picarescas y hasta tratados ascéticos y místicos» (OD, 127). Pero comparte pocas características más con la santa fundadora: cuando vemos cómo un día de febrero del 56 «Teresita Villaescusa despidió a su vigesimosexto novio, Alejandrito Sánchez Botín» (OD, 131) creemos que queda deshecha la base de la comparación. Después de su fuga con Santiago, Teresa se convierte en una mujer sumamente activa, trabajadora, que conoce el valor del dinero y que tiene un proyecto vital bien definido. Pero no sabemos si esto basta para identificarla plenamente con Santa Teresa de Ávila. Es además «una furibunda patriota» (AT, 242), «frenética española y neta castellana» (P, 554). Es cierto que estas características le otorgan a Teresa categoría representativa, pero dudamos que basten para convertirla en patrona de España. Además la interpretación de Casalduero no tiene en cuenta el apellido Villaescusa que se refiere a la conducta moralmente censurable pero excusable de Teresa. Santiago Ibero tiene un nombre y un apellido fuertemente alusivos que se aprovechan en la narración. En el capítulo VI de Prim el narrador nos comunica que Fajardo promete ocuparse del chico desaparecido e invita a su padre a una comida: «De sobremesa se trataría del asunto que bien pudiéramos llamar ibérico (...)» (P, 544). Cuando Manolo Tarfe pide la liberación de Santiago Ibero a la reina, utiliza como argumento los buenos servicios del padre del preso, el coronel Ibero, en defensa del trono. La reina lo recuerda y dice que le «chocó el nombre y apellido, que juntos, resultan lo más español del mundo...» (TD, 642). Manolo Tarfe contesta y se sirve de unos términos ya utilizados para caracterizar a Teresa: «A españolismo neto nadie gana a este chico que han preso injustamente, señora» (TD, 642). Si asociamos el nombre de Santiago con el santo patrón correspondiente, vemos que hay una diferencia esencial: Santiago, aunque de temperamento violento, llega a odiar la guerra. La identificación con Santiago Matamoros sólo es parcial, algo irónica y por eso literariamente interesante.
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Si hay que definir explícitamente el simbolismo que subyace a los nombres de los protagonistas de las últimas novelas de la serie, creemos que resulta más evidente considerarlos como la personificación de la España futura que como una reedición de sus patronos. Esta interpretación corresponde mejor con el último diálogo de la serie, en el que los dos amantes dicen huir del pasado y de la «España con honra» reivindicada por los políticos revolucionarios: «Somos la España sin honra, y huimos, desaparecemos, pobres gotas perdidas en el torrente europeo» (TD, 758). Pero Santiago y Teresa no son los únicos personajes cuyo «nomen est ornen». Ciertos personajes secundarios tienen unos nombres transparentes que pueden llegar a tener un impacto más o menos grande en el desarrollo de la intriga novelesca. Como religiosa, la hermana de Pepe Fajardo se llama Sor Catalina de los Desposorios; este nombre alude al desposorio místico de santa Catalina de Alejandría con el Niño Jesús. Significativamente, las acciones de la religiosa van todas encaminadas al casamiento de su hermano, que observa después de una primera entrevista con ella: «(...) ¡vaya, que el nombre tiene miga!» (T, 1391). Después de la boda, el narrador hace una alusión a las prisas de los parientes de su novia para casar a la niña, «hostigados, sin duda, por mi bendita hermana, Sor Catalina de los Desposorios, querían apresurar los míos con María Ignacia» (N, 1457). La identificación del personaje con su nombre y su proyecto es completa. Los amantes de Teresa también llevan nombres motivados: el último mencionado en O'Donnell se llama Risueño: «(...) era gran caballista, gran bebedor, si se ofrecía, cuentista gracioso, y en fin, se llamaba Risueño, que es lo mejor que podía llamarse un hombre de sus circunstancias» (OD, 188). Jacinto González Leal, el amigo de Prim que gastó su último dinero para financiar el movimiento revolucionario, tiene un comportamiento 'leal' frente a Teresa: la ayuda económicamente y la cuida cuando está enferma, como ella misma lo reconoce después (P, 607). Muere por la traición de alguien que no entiende de lealtad: Manolita Pez. Un cambio de la personalidad puede combinarse con un cambio del nombre. El mejor ejemplo de este fenómeno en la cuarta serie es Santiuste que se convierte en Confusio en Carlos VI, en la Rápita, después de haber pasado por un período de indecisión: ¡Vive Dios que no sé ya cómo me llamo! Yahia dicen los del Mellah al verme; Alarcón me saluda con apodos burlescos, Profetángano, don Bíblico, para algunos moros maleantes soy Djinn, que quiere decir diablillo, geniecillo; y mi venerable amigo el castrense don Toro Godo me ha puesto el remoquete de Confusio (con ese) (CR, 331).
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El personaje no menciona ni su apodo Tuste, utilizado por las niñas de doña Jerónima y por Teresa en O'Donnell ni el ampuloso «Juan el Pacificador» con el que se había introducido en el barrio judío de Tetúan. Después de sus aventuras, «quierfe] reconstruir [su] ser sintético» (ibídem) porque está convencido de que sigue siendo quien era cuando salió de España. El lector que conoce la obra sabe que lo que va a suceder es lo contrario: Santiuste no va a reconstruirse, sino a descomponerse más aún. Cuando el cura castrense se despide de él, lo llama «buen Confusio (con ese)» (CR, 343), indicando lo que tiene de facticio y de hallazgo humorístico el apodo. En Madrid, su patrón Beramendi lo aprovecha y casi lo oficializa: Yo creo que Confusio te va bien para segundo apellido. Quédate con el nombre de pila, añadiéndole un patronímico cualquiera, y llámate Juan Pérez de Confusio. ¿Qué te parece? —Como el Confusio no les suene a mentira o artificio, paréceme que no está mal mi nuevo nombre, y que da cierto eco de personalidad erudita y casi filosófica (CR, 376).
El personaje sigue consciente de las asociaciones que se pueden hacer a partir de su segundo apellido. Su objeción acerca de su poca verosimilitud no carece de fundamento, ya que el Arcipreste de Ulldecona le advierte: «Es la primera vez que veo un cristiano que así se llame» (CR, 382). A partir de aquí la conversión es definitiva y al final del libro firma su carta a Fajardo «con el clarísimo nombre de Confusio» (CR, 428), declaración no poco irónica. Ahora no hay regreso posible, y cuando reaparece el personaje, ya no se acuerda de su nombre verdadero. El personaje que se llamó Santiuste ya no existe, y por eso su nombre ha desaparecido. El cambio de nombre no siempre corre parejas con la destrucción de la personalidad. Un nombre nuevo puede significar el comienzo de una nueva etapa en la vida: es lo que ocurre con la monja escapada de su monasterio con la que Diego Ansúrez se encuentra en la calle y que luego será su mujer. Se llama Angustias, nombre que a Diego le suena mal; luego «resolvió él con franca autoridad rebautizarla y ponerle nombre de Esperanza, que al ser pronunciado ensancha el corazón en vez de oprimirlo...» (VM, 431). Doña Esperanza vive una vida muy feliz con su marido y su hija hasta que se pone enferma y en su delirio revive el ambiente del convento. Ahora su hija comunica a Diego «con palabras angustiosas» (VM, 438) que ocurre algo grave. La hija de Diego Ansúrez se llama Mara, abreviación de Marina, y el propio Diego descubre a posteriori en el nombre una relación con la vida agitada de la joven:
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A la hija mía puse yo nombre de Marina por la Santísima Virgen del Mar, y no hay nombre que mejor le cuadre, porque lleva en sí toda la sal del Océano; tiene también su oleaje, el vaivén de las aguas; y para que la semejanza sea completa, la mueven temporales duros (VM, 480).
Los personajes y los narradores de la cuarta serie manejan la atribución de nombres como hitos de legibilidad, ya que estos nombres son programáticos. Encierran al personaje en un determinismo relativizado por la ironía. 1.2. Designaciones y epítetos Segismunda Rodríguez es calificada por el narrador de «mujer de entendimiento y de voluntad firme» (T, 1379). Para su esposo es «su musa, su Minerva» (ibídem). Pronto comprende Pepe que su hermano agencia préstamos con usura y que la fuerza motriz detrás del negocio es la inflexible Segismunda, que no perdona ninguna deuda a nadie. Desde entonces, empieza a verla de otra manera: (...) contemplé su belleza y la expresión dura de su rostro, que parecía verdaderamente trágico cuando mostraba de perfil sus líneas helénicas; me pareció una euménide o la propia cabeza de Medusa con serpientes por cabellos (T, 1381).
Seguimos en el ambiente clásico, pero cambiamos de signo: de figuras míticas positivas («musa», «Minerva») a una figura negativa, la Medusa. Si ponemos momentáneamente la mitología griega entre paréntesis, el rostro 'trágico' podría ser una 'consecuencia' obligatoria del nombre: Segismunda recuerda a Segismundo, protagonista de una de las obras más célebres del teatro clásico español. A partir del fragmento citado, la asociación entre Segismunda y Medusa es definitiva, y volverá en el texto de diferentes maneras. El narrador afirma que «gracias a Segismunda» que, con toda su dureza de euménide, es una gran administradora» (T, 1382), posee unos trajes decentes, proposición que repite de forma algo velada la designación mitológica. He aquí una variante estilística: «mi cuñada Segismunda, la Medusa que tiene culebras por cabellos» (T, 1403). Segismunda-Medusa entra nuevamente en acción cuando Pepe se atreve a pedirle un préstamo: «Creí ver enroscarse las serpientes que tiene por cabellos y su boca griega, volviéndose cuadrada, como la de una máscara de tragedia, vomitó sobre mi pena injurias que sonaban a sordidez furiosa y a egoísmo de parientes desnaturalizados» (T, 1421). Aquí volvemos a la mitología griega y al teatro: la máscara4 4 No es Segismunda el único personaje con atributos griegos en la serie. A principios de La revolución de julio el narrador Pepe Fajardo y su suegro están en el
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insinúa que la mujer tiene comportamientos plenamente estereotipados, caricaturescos, teatrales. Cuando Pepe está arruinado y perseguido por los usureros, le aconseja que se case: Pero no me convencía, y viendo cómo se enroscaban ante mí las serpientes de sus cabellos y cómo sonaban con metálico timbre las voces que salían de su cuadrada boca de máscara griega, érame a cada instante más odiosa, y sus consejos me sonaban a horrible sugestión de los demonios (T, 1447). Esta descripción impresiona más que las anteriores, porque las voces se contaminan de las connotaciones negativas de las serpientes que permiten, además, la transición de la mitología griega a la cristiana, en la que la serpiente es una representación del demonio. A partir del momento en que Fajardo acepta el matrimonio y Segismunda le propone administrar sus deudas, la comparación con la Medusa cesa. Conviene añadir que no todos los atributos tradicionalmente asignados a Medusa funcionan en el texto: Segismunda constituye un poder peligroso, pero no inmovilizador, como la figura mitológica 5 . A través de su asociación con Medusa, Palacio y se enteran del atentado cometido a pocos metros de donde están ellos. De pronto, Fajardo se fija en su suegro: «(...) y volviéndome encaré con mi suegro, el señor don Feliciano de Emparán, en quien reconocí la imagen del terror: su boca era como la de una máscara griega, de la guardarropía de Melpòmene, y sus cabellos, si no los empobreciera la calvicie, habrían estado en punta como las crines de un escobillón...» (RJ, 9). Aunque la máscara griega sirve aquí para expresar otro sentimiento (terror en vez de furia), don Feliciano se convierte como Segismunda en una caricatura. La ironía se subraya por la mención de la «guardarropía» de la musa. Pero la asociación del terror con una máscara griega y cabellos erizados no es exclusiva de la cuarta serie: proviene de Angel Guerra donde es una imagen del horror sin ningún matiz irónico. Al principio de la novela se recuerda cómo Ángel, de niño, asistió al fusilamiento de los sargentos de San Gil y cómo la vista de un loco le impresionó más que la ejecución propiamente dicha: «El desconocido que parecía demente salió otra vez de entre los escombros, los ojos desencajados, los cabellos literalmente derechos sobre el cráneo. Por primera y última vez en su vida observó Guerra que la frase del cabello erizado no es vana figura retórica. La cabeza de aquel hombre era como un escobillón, su rostro una máscara griega contraída por la mueca del espanto... De su cuadrada boca salió, más que humana voz, un fiero rugido que decía: '¡Esto es una infamia, esto es una infamia...!'» (Obras completas, V, 1239). El recuerdo del loco con cara de máscara griega persigue a Ángel en sus pesadillas incluso en la edad adulta. 5 La interpretación psicoanalítica de la Medusa petrificadora porque refleja la imagen de la culpabilidad personal (Chevalier y Gheerbrant 1982: 482) tampoco parece convenir aquí.
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Segismunda entra en la galería de personajes femeninos galdosianos fuertes y fríos, dotados de un gran poder negativo. Hay otro personaje femenino que lleva consigo a lo largo del texto una designación estable, sujeta a pequeñas variaciones: doña Manolita Pez, la madre de Teresa. La designación que la caracteriza se encuentra en Prim. En el verano de 1865, Teresa cae enferma y «su madre, la sutil tramposa Manolita» la cuida (P, 556, en cursiva en el texto). Sutil tramposa, con variaciones, será el 'epiteton ornans' con el que se designará a Manolita hasta el final de la serie. En Tarancón, la «sutil tramposa» (P, 591, 595, 597) se encarga de encontrarle a Teresa un nuevo protector y delata a Leal a la guardia civil. Teresa decide huir de la «sutil zurcidora de Manolita Pez» (P, 598). La sutil tramposa reaparece en Madrid en casa de doña Mauricia Pando y allí conoce a Santiago Ibero. La «más fina zurcidora que vieron los siglos» (P, 621) quiere vender su hija a don Enrique Oliván. En La de los tristes destinos Teresa, que vive en Francia, recibe una carta de su madre desde España y con Santiago comenta «los manejos de la sutil tramposa» (TD, 697). Cuando Santiago busca a Manolita en Madrid, en los días de la revolución de septiembre, «no tuvo que hacer indagaciones para encontrar a la tramposa sutilísima» (TD, 745). La designación de Manolita Pez se basa en tres componentes fundamentales: 'sutil', 'tramposa' y 'zurcidora'. El último término sobre todo alude a las actividades 'celestinescas' del personaje, ya que, según nos enseñan los diccionarios, 'zurcidor, -a de voluntades' significa 'alcahuete'. Al lado de esta primera serie, hay otra, basada en el sustantivo 'dueña'; cuando madre e hija están en Tarancón, aparece la designación «ingeniosa dueña» (P, 591); cuando Manolita se excita con la sublevación de San Gil que se prepara en la casa al lado de la suya, se convierte en «la bellaca dueña» (P, 629). Puede situarse en la misma línea la descripción de Manolita Pez cuando viene a pedir auxilio a Fajardo para recuperar a su hija: —Señor marqués, una madre desolada viene a solicitar su amparo... Y diciéndolo levantó con solemne ademán el velo y mostró la faz dolorosa y marcadamente desnutrida de doña Manuela Pez (...) —No me niegue usted su amparo —dijo la triste dueña— (P, 683). Manolita sabe que el marqués tiene relaciones suficientes en las altas esferas para hacer volver a Teresa y Santiago 'manu militari' a España. Beramendi se niega, pero Manolita vuelve al ataque: «volvió a presentarse la dueña con la misma cancamurria, de rodillas, tal como ante Don Quijote la Micomicona, pidió al caballero el auxilio de su fuerte brazo»
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(P, 683). He aquí una de las numerosas alusiones cervantinas de la serie. Pero la situación de doña Manolita se parece mucho más a la de otro personaje cervantino que implora la ayuda del Caballero de la Triste Figura: doña Rodríguez. La princesa Micomicona —Dorotea disfrazada— pide ayuda a Don Quijote para liberar su reino de un gigante, Pandafilando de la Fosca Vista. La primera vez que la 'princesa' ve a Don Quijote cae de rodillas delante de él y se niega a levantarse6. Si consideramos la postura que adopta el personaje femenino frente al personaje masculino, vemos que hay efectivamente coincidencia. Pero la coincidencia es mayor en el caso de doña Rodríguez, que se echa a los pies delante de don Quijote cuando éste está comiendo con los Duques: hasta que don Quijote, compasivo, la levantó del suelo y hizo que se descubriese, y quitase el manto de sobre la faz llorosa. Ella lo hizo así, y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar; porque descubrió el rostro de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la otra enlutada era su hija, la burlada del hijo del labrador rico 7 .
Tanto en el caso de doña Rodríguez como en el de Manolita Pez se trata de una mujer desconocida cubierta de un velo negro, que suspira y gime profundamente y que resulta persona conocida cuando levanta el velo. Los personajes son madres preocupadas por la suerte de su hija deshonrada. A las dos se las designa mediante la palabra 'dueña'. Manolita Pez no deja subsistir muchas dudas sobre la responsabilidad de Teresa en su desaparición, mientras que la dueña cervantina defiende la virtud de su hija, que luego no resulta ser tan honesta como pudiera parecer. Pero esta diferencia puede deberse al 'espíritu de los tiempos' que ha cambiado entre la época de Cervantes y la de Galdós. ¿Debemos suponer que Galdós ha sustituido una reminiscencia cervantina por otra sin darse cuenta? 1.3. Caracterización por el lenguaje Un personaje se caracteriza por lo que dice pero también por la manera en que utiliza el lenguaje. La lengua permite situar a un personaje geográfica y socialmente. Los mismos personajes son absolutamente consParte I, capítulo XXIX, «Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había puesto»(Cervantes: Don Quijote, 219). 7 Parte II, capítulo LII del Quijote, «Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña dolorida o angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez»(Cer6
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cientes del fenómeno; Lucila Ansúrez, por ejemplo, demuestra cómo la pronunciación sirve para clasificar a los hablantes según su origen social. Dice a su amante: «(...) tengo que arreglarte un poco tu sala, tu gabinete, tu camarín y toítas estas dependencias maníficas, como decimos las manólas, y maggg... níficas, como decimos las señoritas del pan pringado... (DC, 1571)». Pero el uso del lenguaje, tanto hablado como escrito, sirve también para individualizar a los personajes. La misma Lucila adivina quién es el protector de su amiga Rosenda porque ha notado en su conversación una frecuencia inusitada de términos taurinos (DC, 1650). Teresa Villaescusa sabe que Leovigildo Rodríguez es el que escribió una carta anónima a su protector, Risueño, denunciando sus paseos con Juan Santiuste porque reconoció unas típicas faltas de ortografía suyas (OD, 213). Si el uso que hace determinado personaje del lenguaje escrito o hablado contribuye a identificarlo, es también un instrumento que permite al lector darse cuenta de cómo evoluciona. Don Matías de Rebollo, el protector de Pepe Fajardo que patrocina sus estudios en Roma, va perdiendo la salud física y mental. Uno de los signos indicadores de su mal es el deterioro del lenguaje: don Matías, que siempre había hablado con Pepe un «castellano neto», de pronto «mascullaba un italiano callejero que era verdadera irrisión en su limpia boca española» (T, 1362). En la cuarta serie, Galdós hace un uso muy moderado de las muletillas para caracterizar a sus personajes8. Aplica el procedimiento también a un personaje referencial, el cura Martín Merino. Cuando aparece por primera vez para asistir a la moribunda Antonia, dice que se le puede llamar a cualquier hora: «Yo no duermo..., quiero decir, duermo muy poco...» (T, 1429). En el momento en que Fajardo le invita a compartir su comida, le contesta: «Gracias, señor; yo no como..., quiero decir, como muy poco» (T, 1429). Y responde a su interlocutor que le pide una explicación acerca de lo que acaba de decir: «Sabrán ustedes que yo no hablo, quiero decir que hablo poco» (T, 1431). Así se introduce una pequeña nota
vantes: Don Quijote, 688). Montesinos (1980: III, 244) observa la sustitución pero tampoco le encuentra explicación. 8
Esta técnica es utilizada con frecuencia en las Novelas contemporáneas. William
Shoemaker ( 1 9 8 0 1 : 1 6 4 ) menciona las triplicaciones de Pez, el «tremendo» de Irene en El amigo Manso, la «cosa atroz» de Doña Cándida en Tormento y el «ñales» de Francisco Torquemada en las novelas dedicadas a esta figura, así c o m o el «francamente... naturalmente» de Ido del Sagrario. Ver también Vernon A. Chamberlin, «The 'muletilla': an important facet of Galdós' characterization technique» (1961).
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cómica en la situación lúgubre. Paralelamente con esta reutilización del estribillo, llama la atención la acumulación de citas latinas de los salmos de David que se produce en las réplicas del cura. El cura vuelve en Los duendes de la camarilla pero sin muletilla cómica. Permanecen el tono apocalíptico de sus sentencias en materia política y sus citas bíblicas en latín. El maquinista Fenelón, hijo de francés y de catalana, se caracteriza por sus galicismos: «por ejemplo», en cursiva en el texto (VM, 454, 455, 478, 481, 482,486, 521) y citado por Ansúrez que dice acerca de su yerno: «Con odiarle me consolaba yo, y ahora resulta que..., por ejemplo, como usted dice..., debo quererle» (VM, 457). Otro galicismo, mucho menos frecuente, es «mi palabra» (VM, 454, 481). Ezequiel Paredes no tiene una muletilla fija como Fenelón, pero en el momento en que acompaña a Lucila, que va a Leganés a ver si encuentra allí a su amante, dice tres veces en el espacio de tres páginas que «vela y está al cuidado», con mínimas variaciones: «Duerme más y descansa, que yo velo; yo velo por los dos... y estoy al cuidado» (DC, 1620); «No; rezo y velo yo, que debo estar al cuidado» (ibídem); «Acuéstense en estas sacas (...) y duerman tranquilas, que yo velo y estaré al cuidado» (DC, 1622). Resulta que las mujeres que pretende proteger tienen más experiencia de la vida que él y que la protección funcionaría mejor en el sentido inverso. 1.4. Componentes del retrato 1.4.1. La tez, la salud y el carácter Vernon Chamberlin (1964) ha subrayado la importancia del color amarillo para la caracterización de los personajes galdosianos. Los que tienen la tez amarilla están afectados de una enfermedad del hígado —y en este caso también pueden tener la tez verde— o tienen un carácter negativo: son tacaños (como el usurero don Juan Amarillo en Gloria) cobardes o pérfidos. Ejemplo del primer caso es don Juan Prim que tiene un problema de salud. Prim sale al primer plano en Aita Tettauen. Cuando el héroe de los Castillejos entra en la tienda de O'Donnell para una reunión de estado mayor tiene la tez «sombría en su color pálido verdoso» (AT, 270). En Prim, el general ha desembarcado cerca de Valencia y espera el momento en que los coroneles que han entrado en la conspiración vendrán a buscarlo para que se ponga a la cabeza de los regimientos sublevados. Pero la tentativa de sublevación se queda en nada porque hubo traición: «(...) la cara del héroe se ponía verde y sus ojos arrojaban un fulgor lúcido» (P, 582). El verde aparece aquí como el 'superlativo' del ama-
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rillo. Prim reaparece en el escenario en La de los tristes destinos; está en Londres y sus correligionarios le comunican que en su propia casa tiene a un traidor, que comunica su correspondencia secreta al embajador de España: «En presencia de la terrible verdad, Prim quedó mudo; la lividez verdosa de su rostro daba espanto» {TD, 722). Cuando penetra en la habitación del espía tiene «la cara verde» (TD, 723). La tez amarilla está asimilada con la perversidad en la percepción que tiene Lucila de Martín Merino: «Decía esto el maldito viejo iluminando con la luz siniestra de sus ojos el rostro impasible, amarillo, de una rigidez estatuaria de talla vieja despintada y cuarteada» (DC, 1642). La cara de una persona constituye un texto interpretable según una clave, como lo demuestra la frase siguiente: «No entendía bien Lucila el lenguaje gráfico de aquel rostro (...)» (DC, 1643). Otro caso marcado es el del cabo de mar Binondo, el antagonista de Diego Ansúrez, cómplice en el rapto de su hija. La primera descripción de Binondo se nos da cuando está en peligro de muerte después de una caída: El rostro de Binondo, modelo de fealdad malaya, era de los que no se alteran visiblemente ni con las alegrías, ni con las agonías mortales. Ansúrez no halló en él otra novedad que el cambio de color amarillo cobrizo en un verde sucio con arrebato febril en los pómulos ( V M , 460).
La tez amarilla-verde y el calificativo «malayo» relacionado con lo oriental, seguirán acompañando al personaje a través de toda la novela: «el llanto que corría por las mejillas verdes», «el rostro chato y verde» {VM, 461), «la cara plana y verde caída sobre el pecho» {VM, 469). Binondo tiene «expresión de recogimiento budista» {VM, 469), es un «zorro malayo» {VM, 470), «es el malayo con verdoso fulgor en su morada de santo budista» {VM, 512). De tez amarilla al principio, tira al verde; el color puede deberse a causas físicas, pero tiene también connotaciones simbólicas: el verde puede asociarse con la muerte9. Se trata de una técnica muy tradicional, de la que no se abusa pero que puede resultar gratificante para el lector cuando descubre y sigue estos hilos discursivos. 9 En el largo artículo sobre el color verde, Chevalier y Gheerbrandt destacan su ambivalencia: «(...) il y a un vert de mort, comme un vert de vie (...) Le vert possède une puissance maléfique, nocturne, comme tout symbole femelle. Le langage le connote, on peut rire vert, être vert de peur, comme vert de froid» (Chevalier y Gheerbrandt 1982: 1005).
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1.4.2. La voz En la descripción de personajes masculinos, el timbre y la fuerza de la voz se asocia con la virilidad. Los ejemplos considerados por separado pueden no parecer convincentes, a causa de la discreción del autor en materias sexuales, pero el conjunto permite descubrir cierta sistemática. Veamos primero un par de casos en los que la virilidad del personaje no sufre ninguna duda. Al volver Espartero a Madrid en julio de 1854, hace su entrada triunfal en la ciudad y cuando el coche no puede avanzar por el gentío que le detiene, el general arenga a la multitud: «(...) y soltando aquella voz tonante, sugestiva, de brutal elocuencia con que tantas veces arrastró a soldados y plebe, lanzaba conceptos de una oquedad retumbante, como los ecos del trueno (...)» (OD, 122). La crítica de la ausencia de ideas políticas del general es evidente, pero es cierto que su voz potente se oía. La figura de Juan Prim aparece en el primer plano cuando se relata la batalla de los Castillejos. He aquí cómo el narrador describe al general: «Prim empuñó el mástil de la bandera; al viento dio la tela, y con la tela unas palabras roncas, ásperas, como si las soltara con un desgarrón de su laringe....» (AT, 261). Reaparece en circunstancias menos dramáticas cerca de Valencia; su voz suena distinta: «(...) aquella voz un poquito parda, de timbre lleno, expresivo sin estridencia, como el dulce sonido del oro...» (P, 578). Aquí tenemos una imagen auditiva más seductora, pero no menos viril. Cuando Teresa Villaescusa conoce a Juan Santiuste, no ve a un individuo sino a un pobre. La segunda vez que lo encuentra se fija en su voz: «La voz del pobre no era como su facha, sino una voz espléndida, de timbre sonoro, dulce, varonil» (OD, 190). Es la bella voz del pobre la que suscita la curiosidad de Teresa y que será la principal arma de seducción de Juan. En cambio, hay personajes masculinos que tienen un timbre de voz problemático, y el primer ejemplo que se encuentra en la serie es el de don Francisco de Asís. Pepe Fajardo lo describe de la manera siguiente: (...) no le vi conforme al anticipado retrato, al menos en lo esencial, pues si bien no suena su voz con el timbre más robusto, en finura de trato, extensión de conocimientos comunes para poder hablar superficialmente con todo el mundo y arte real de desplegar toda la amabilidad compatible con la etiqueta, creo que no hay en la familia quien pueda superarle (N, 1539).
Las características positivas del personaje son las del cortesano: es culto, amable, su pronunciación es pura. Pero la voz no es robusta, el rostro demasiado bonito y el cuerpo desproporcionado. La falta de «gravedad va-
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ronil» parece caracterizar globalmente al personaje. En La de los tristes destinos Pepe Fajardo se despide de la reina en San Sebastián, y allí ve al rey consorte: «Su figura y su voz, no muy apropiada a las grandezas, aftadieron escaso interés a la escena dramática (...)» (TD, 753). Entre las dos descripciones que concuerdan perfectamente, median siete novelas. Hay que relacionar esta frase con la descripción de Carlos Marfori en la misma escena. Marfori no parece ser un Adonis, pero la «recia complexión sanguínea», «la figura garbosa» en lo físico, y su carácter «impetuoso, autoritario, ejecutivo» (TD, 752) lo oponen totalmente al rey consorte si nos referimos al concepto corriente de la virilidad. Si es lícito añadir a la caracterización literaria el conocimiento 'enciclopédico' que el lector español de principios de siglo poseía acerca del rey, la ambigüedad que podía eventualmente subsistir, desaparece, ya que el comportamiento licencioso de la reina se explicaba comúnmente por el fracaso sexual que constituía el matrimonio con su primo Francisco de Asís. El fracaso del matrimonio de Virginia Socobio se explica por motivos similares. En su primera carta escribe a Fajardo que «Ernesto no es un marido, ni sabe más que hacer cuentas» (R], 29). La descripción siguiente de Ernesto de Rementería por Fajardo puede contribuir a aclarar por qué Virginia se fue: En su rostro epíscopo-infantil vi pintada una tranquilidad seráfica y un evangélico menosprecio de los juicios de la opinión. Ya veo claro que Virginia, no aviniéndose a tener por marido a un marmolillo, lo ha tirado al arroyo (R], 35).
La palabra 'infantil' apunta hacia un personaje cuya sexualidad no está plenamente desarrollada, visión reforzada por las alusiones a la vida religiosa: 'episcopal', 'seráfica', 'evangélica'. La frialdad del «marmolillo» completa el panorama. En O'Donnell reaparece Ernesto en una comida elegante: «(...) poco había cambiado en figura y acento desde la época de su matrimonio, como si no fuera que eran algo más orondos sus mofletes, y más chillona y delgada su voz» (OD, 166). Sigue un retrato donde se repite un elemento importante del esbozo anterior por Pepe Fajardo: la asociación con la vida sacerdotal: «Conservaba (...) el tipo de sacerdote francés con melenita, la escasez de pelo de barba, la finura de trato y la absoluta insustancialidad de cuanto decía» (OD, 166). Estos retratos llenos de insinuaciones se completan por otro, proporcionado por la reina en una conversación con Manolo Tarfe: Y no hay que culpar a Virginia, sino a sus padres, que la casaron con un afeminado y bobalicón, sin maldita gracia para el matrimonio (...) De los tres
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales personajes de ese drama de familia no conozco más que a Ernestito... ¡Qué modales ridículos, qué voz de tiple acatarrada! (TD, 642).
Aquí también llama la atención la coherencia del retrato de un personaje secundario presentado en dos etapas complementarias separadas por cuatro libros. La voz de Ernestito se caracteriza como una voz aguda de mujer, lo que puede evocar en el lector asociaciones con los cantantes castrados de la ópera italiana del siglo xviii. En su viaje a Valencia, Teresa Villaescusa encuentra en el tren a Enrique Oliván, «funcionario público de subido rango, casado con mujer rica, joven por no pasar de los treinta y seis años, viejo por la respetabilidad de una calva precoz y el cascado timbre de su palabra sensata» (P, 574). Físicamente, el personaje ya no parece rendir demasiado y le cae fatal a Teresa. Como vimos en el capítulo dedicado al tratamiento del espacio, se le sitúa en un medio que constituye un contraste irónico con su prematura vejez: la casa de Sementales del Estado. En los ejemplos examinados aquí aparece, por lo tanto, una relación clara aunque no siempre explícita entre la voz de los personajes masculinos y su virilidad. Esta relación queda establecida por los narradores y por personajes femeninos, como la reina Isabel II. Los rasgos analizados muestran que existe cierta sistemática en la delineación de los personajes que contribuye a reforzar la coherencia de la gran cantidad de 'nombres' y 'caras' con la que el leci or se ve enfrentado. Son otras tantas 'configuraciones discursivas'10. Los personajes son incontables, pero el estudio de algunos elementos que los constituyen y que reaparecen en varios de ellos muestra que existe cierta lógica que los organiza. Los personajes puestos de relieve mediante las técnicas que acabamos de ilustrar son tanto personajes ficticios como referenciales. Estimamos que las caracterizaciones a veces sorprendentes que hemos analizado sirven también para borrar la diferencia cualitativa entre los personajes principales y los personajes secundarios: no intervienen muy a menudo, no son retratados en detalle, no recibimos sobre ellos comentarios desde distintas fuentes, pero su caracterización los salva del olvido.
10 Se trata de unas categorías sémicas recurrentes que no sólo sirven de base a la estructuración del texto, sino que también «contribuyen a la circulación de los valores del discurso propuesto por dicho texto» (Yáñez 1996: 14 para la formulación; el término proviene de la Semiótica de Greimas).
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2. ALGUNOS 'HISTORIADORES' DE LA CUARTA SERIE
Philippe Hamon distingue una categoría de 'personajes-conectores' o 'portavoces' que marcan la presencia en el texto del autor, del lector o de sus delegados (Hamon 1977:122-123). Esta categoría es importante cuando el crítico se propone descubrir el 'mensaje' de la obra: si se sabe con seguridad qué personaje hace de portavoz, pueden adscribirse sus opiniones al autor. Tanto Brian Dendle (1980) como Montesinos (1980) parten del principio que muchas frases de personajes pueden considerarse como manifestaciones de las ideas del autor y las comentan en esta perspectiva. En la cuarta serie hay personajes de los que el lector puede suponer e incluso afirmar con razón que defienden los puntos de vista del autor. Por ejemplo, cuando Santiuste, nada más llegar a Ceuta, piensa lo que va a escribir a Beramendi y se dice: «Mañana escribiré que todavía no sabemos adonde vamos...; que quizá el Estado Mayor tampoco lo sabe...; que el desembarco en Ceuta es un disparate estratégico» (AT, 245), podemos aceptar que la última subordinada expresa la idea de Galdós. La campaña estaba mal planteada y el lector de 1905 —y más aún el actual— recuerda al mismo tiempo las desventuras cosechadas por el ejército español en tierras africanas en los primeros años de este siglo. Las reflexiones de este personaje acerca del celibato eclesiástico reflejan probablemente unas preocupaciones del mismo Galdós, que vuelve a tratar esta problemática hasta en su última novela, La razón de la sinrazón (1915). Y podríamos prolongar ad líbitum este tipo de consideraciones. No obstante, sería poco prudente identificar todo lo que dice el personaje Santiuste con lo que opina el autor. No es por esta vía que pensamos encaminar nuestro estudio de algunos personajes-conectores. Nos proponemos detectar qué personajes representan en el libro, no las ideas, sino el trabajo del escritor: efectivamente, hay varios personajes —Pepe Fajardo, Buenaventura Miedes, Juan Santiuste— que funcionan como 'historiadores' en el texto. Como Pepe Fajardo es, además de historiador y organizador de tareas historiográficas, narrador de tres novelas, discutiremos su caso en el capítulo VI dedicado a la narración. 2.1. Buenaventura Miedes A Fajardo le apasiona la interrelación entre acontecimientos públicos y privados, visión que irá afinando conforme avanza la serie, hasta que se estabiliza en el momento en que se convierte en organizador de la historiografía tal como la entiende. Uno de los elementos que contribuye a
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la configuración de su concepto de la función del historiador es el contacto con Buenaventura Miedes, que representa la Historia que no hay que escribir. Si la persona recibe una presentación positiva, el historiador no: (...) don Buenaventura Miedes, erudito investigador de las antigüedades atienzanas. Por su extremada bondad, por la pureza de su alma candorosa, le perdonábamos la pesadez e inoportunidad de sus históricas lecciones, y llevábamos con paciencia las prolijas noticias que nos daba de la antigua Tutia, capital de los afamados Thicios (N, 1465). Miedes va contando sus «rancias historias» a toda víctima que no pueda escaparse de su «desencadenada sabiduría». Su deporte favorito es establecer la etimología de apellidos modernos a partir de nombres antiguos, sean romanos, góticos, germánicos o árabes. Su gran pasión son los celtíberos11. Su vida familiar es un fracaso y ha sacrificado toda su fortuna personal a la compra de libros y de manuscritos antiguos: la historia le sirve de vía de escape de una existencia fracasada. He aquí un primer parecido parcial entre Fajardo y Miedes. Pasa hambre, y de tanto cavilar acerca de romanos y celtíberos, sin comer, su razón empieza a vacilar. El esfuerzo intelectual, sin duda considerable, de Miedes no puede llevar a nada productivo porque cultiva la Historia antigua por ella misma, sin que le importe su relevancia para los españoles del siglo xix12. El hallaz-
11 Antonio Regalado establece un paralelo entre Miedes y Joaquín Costa: «El arqueólogo Miedes (...) es una evocación parcial de Joaquín Costa, aragonés como éste, y con quien coincide en la descripción física que de él hace el novelista. Por las doctrinas de Costa, encarnadas en Miedes, percibe Fajardo la más remota tradición, viva en el presente, en la España eterna, en la intrahistórica, expulsada de la tierra y de la historia externa por un sistema político injusto y corrompido» (Regalado 1966: 380-381). Si Miedes transmite la idea de la permanencia del espíritu celtíbero, el mensaje social del polígrafo aragonés lo presenta otro personaje, Jerónimo Ansúrez, como el mismo Regalado expone unas páginas más adelante «El patriarca Ansúrez, a quien, por obra y gracia de Galdós, inspiran las ideas de Costa sin que nadie se las hubiera enseñado, representa la rebeldía, en toda su potencia, de la raza oprimida, repitiendo al cabo de muchos cientos de años la misma valiente actitud de sus remotos predecesores» (Regalado 1966: 385). La semejanza con Costa no convierte a Miedes en un modelo de historiador que pueda imitarse, porque el personaje no es consciente de la situación histórica presente. 12 Hay otro 'historiador' galdosiano que se merece los mismos reproches implícitos: don Cayetano, el erudito local de Orbajosa en Doña Perfecta que sólo se
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go más importante de Miedes no son sus elucubraciones medievales, sino una familia muy del siglo xix, los Ansúrez, que piensa dignificar convirtiéndolos en exponentes de la raza celtíbera que en ellos habría llegado pura hasta la actualidad. Pero las intenciones arcaizantes de Miedes no pueden nada contra la decidida modernidad del patriarca Jerónimo Ansúrez, que manifiesta comprender claramente las estructuras políticosociales en las que vive. Aunque los demás personajes consideran a Miedes como un loco inocente, sus conceptos circulan y encuentran ecos en los que conviven con él. El gentilicio 'celtíbero' continuará empleándose a través de toda la serie para referirse a los Ansúrez. Miedes convierte a Lucila en el símbolo del «alma española» (N, 1484), y el uso de este símbolo tampoco se limitará a su inventor. El delirio de Miedes resulta contagioso en el nivel de la búsqueda amorosa y en el de la investigación histórica. Aunque Fajardo se apasiona por la Historia que se está haciendo, no por la noche de los tiempos en la que Miedes va a buscar los orígenes, Lucila se convierte en el objeto de su pasión amorosa y de su pasión histórica. Tanto Miedes como Fajardo la transforman, aunque con matices distintos, en esencia ahistórica y la privan así de su verdadera entidad dinámica y personal. En cuanto esencia, Lucila se escapa siempre; sólo pueden conocerla los que se acercan a ella como a una mujer, a una persona. Miedes muere y Fajardo ordena sus papeles. Lo que encuentra no nos puede sorprender: una tesis escolástica, una epístola en versos, libros medio comidos por los ratones. Descubre una serie de cartas dirigidas a políticos que nunca se terminaron de escribir y tampoco se mandaron. Una interesa por sus excavaciones pero no se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor. Montesinos establece la relación entre los dos personajes (1980 III: 131). Lee Fontanella comenta así el final de la novela: «The content of Cayetano's letters, followed by the narrator's final words, makes it clear that Galdós wants to reject Don Cayetano as valid historiographer, not only because he reports inaccurately, but in some considerable part because Cayetano does not have his eye on the present, only on the past. In so doing, Galdós rejects a whole historiographic esthetic, one which posits the past as more historic.(...) Galdós is the proper alternative to Cayetano; Cayetano is 'out of style' so to speak, as far as our narrator is concerned» (Fontanella 1976: 64). Las observaciones de Fontanella sobre don Cayetano pueden aplicarse igualmente a Miedes y a Becerro, el historiador de El caballero encantado. Pero en el caso de la cuarta serie es difícil hacer distinciones tajantes entre el historiador 'malo' y el historiador 'bueno' ya que Fajardo, personaje positivo, se apropia ideas de Miedes.
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de ellas está destinada a Narváez y en ella Miedes le dice que la síntesis de su carácter es la unión de la fuerza y la libertad (N, 1489). Esta carta también es importante, porque sobrevive como elemento constitutivo de la figura de Narváez tal como se construye en la novela. Escribe Miedes a Narváez: La historia que de vuecencia se ha de escribir notará la concordancia de su carácter con el etimológico sentido de la palabra túrdulo, que se compone de thur (buey) y de dulth (exaltado), que suena lo mismo que liberal, de donde sale la especiosa síntesis de vuecencia, o sea el ayuntamiento y consorcio de los atributos de Fuerza y Libertad... (N, 1489).
El vocabulario de Miedes pervive en la mente de Fajardo y sale a la superficie cada vez que éste entra en contacto con Narváez: «Mira tú —dije a María Ignacia—, que sería muy gracioso entrar yo a la presencia de Narváez saludándole con el dictado de Buey liberal, que, según Miedes, es la fórmula sintética de su carácter» (N, 1499). El apodo sería otro caso de la fórmula «nomen est ornen.» Al salir de la primera entrevista con el general, Fajardo se dice que: «O no le dejan ser thur, que es como decir buey (fuerte), o no le dejan ser duluth (liberal), o le estorban sistemáticamente para dar al mundo la feliz combinación de ambas cualidades» (N, 1506). La conclusión negativa del narrador sobre el general también se expresa en términos que proceden de Miedes: «En suma, no era buey ni liberal, y por no determinarse a ser ambas cosas, o siquiera una, ha dejado tan incompleto y deslucido su papel histórico» (N, 1565). La pervivencia de las extravagantes etimologías de Miedes contribuye a la construcción literaria de Narváez. Es una perspectiva más que se añade a los retratos esbozados por Eufrasia Carrasco y San Román y contribuye a la complejidad del personaje. La historiografía practicada por Miedes no puede satisfacer a Fajardo y no influye en él, pero las ideas delirantes del erudito local sí que resultan contagiosas. Fajardo las acoge en un principio, porque constituyen una etapa para la elaboración de su programa personal y luego las supera. 2.2. Juan Santiuste 2.2.1. Andanzas Juan Santiuste aparece en la serie como un ser débil, incapaz de mantenerse por sus propios medios. Los problemas de Juan son de tipo psicológico, no de índole intelectual o artística: posee dotes de orador y una
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«despejada inteligencia» (AT, 231). El entusiasmo de Juan por la guerra de África se convierte en frenesí cuando Fajardo le consigue una plaza «en la Sección Volante de la Imprenta de Campaña» (AT, 238) y le confía la misión de cronista particular. Juan se ha tragado toda la propaganda oficial: cree en la misión histórica de España en África, en la repetición de las hazañas del Cid y demás héroes conquistadores del medievo y del renacimiento, en el heroísmo de los combatientes y en la gloria con que le cubrirá la guerra. El ejército pasa el estrecho y la travesía tiene como primer efecto el bajar algo los humos guerreros de Juan, que llega marcadísimo a las tierras africanas. La vista del primer encuentro armado, el recorrido del campo de batalla y la visita del hospital de sangre hacen trizas su militarismo ingenuo. El día después de llegar a Ceuta, el 'trovador' escribe dos cartas: Dio Santiuste, en sus dos cartas, noticias desacordes: en una pintaba la realidad; en otra dejaba correr su loca fantasía. Pero ya porque no tuviese costumbre de poner la debida atención en las cosas prácticas, ya porque su cerebro no estaba aún bien firme, equivocó los sobrescritos de los pliegos, enviando a Beramendi la carta imaginativa; la real, a Lucila y su niño... El cantor de glorias no se enteró del trueco hasta muchos días después, cuando vio en un periódico las lindas parrafadas poéticas que dirigió al adorado hijo de la celtíbera (AT, 246). Ya empieza la confusión que le servirá luego de apodo. Santiuste es un cronista fracasado porque descuida un factor esencial de la comunicación: no trastocar a los receptores. Desde el principio pierde el control sobre sus mensajes: que la carta escrita en «tonos de patriotismo infantil y sonrosado» fuera a llegar a la redacción de un periódico es lo último que se había imaginado el cronista. Su texto adquiere vida propia y circula independientemente de su autor. Igual suerte había conocido el manuscrito de Fajardo. Como Fajardo, Santiuste observa y escribe, pero no interviene. Explica a su amigo Leoncio Ansúrez: «Mi misión aquí no es hacer la Historia, sino contarla» (AT, 251). Su desilusión con la guerra y el hundimiento de su patriotismo lírico le obligan a reflexionar sobre el idioma: se han marchitado sus flores retóricas (el Cid, Fernán González, etc.) y necesita otra cosa. Dice a su colega Pedro Antonio de Alarcón: ¿No es verdad, amigo mío, que muchas palabras de constante uso no son más que falsificaciones de las ideas? El lenguaje es el gran encubridor de las corruptelas del sentido moral, que desvían a la Humanidad de sus verdaderos fines... (AT, 254).
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Aplica esta idea a la situación inmediata: los hechos guerreros y el diario de Alarcón tienen el mismo objetivo, el de «fascinar al pueblo» (AT, 255) lo que equivale a decir «engañarlo», para que trague la política del partido de O'Dortnell. Para cumplir este propósito, Alarcón tiene un instrumento hecho: el castellano de la epopeya y de la glorificación de las hazañas bélicas de los antepasados. Su arte consiste en adaptar este lenguaje arcaico a la moda del día para que sus lectores acepten sin más sus textos, lo que implica que intensifica el engaño. Alarcón cumple aquí para Santiuste el mismo papel que Miedes para Fajardo: representa el tipo de historiador que no hay que imitar13. Alarcón no aporta ningún argumento en contra de lo que acaba de exponer Juan, pero desvía su atención de la palabra escrita a la hablada: como Juan tiene ideas tan fantásticas y tan fuera de lo común, tendría que meterse a orador, a «apóstol de la paz» (AT, 255). Efectivamente, Juan vive una crisis de la comunicación; ha perdido su instrumento: H e usado y abusado de la trompa, sin cuidarme de atenuar la ronquera de su sonido, y ahora, en esa transformación de mis ideas, y en esta repugnancia de la épica militar, m e he quedado sin instrumento, pues aunque soplara la trompa, no sacaría de ella m á s que lamentos desacordes. ¿Qué pito tocaré yo ahora? Esta es mi confusión... Entiendo que ya no hay pito ni flauta para mí (AT,
257).
La conclusión de Juan es que Alarcón escribe a lo castellano —luego, a lo cristiano— pero piensa y siente a lo musulmán, ya que reivindica la guerra y la venganza, mientras que el verdadero cristiano es él ya que aboga por la paz y la tolerancia. La lengua común les crea problemas de comunicación a estos dos interlocutores, puesto que sus sistemas de connotación entran en conflicto (AT, 257)14. 13
Torres Nebrera (1989: 404) define a Santiuste c o m o el 'anticronista', opues-
to a Alarcón. 14
Lécuyer y Serrano observan en este fragmento una reorganización del len-
guaje: «Pour Alarcón, nous avons le système suivant: I o /christianisme/
-* gue-
rre religieuse, vengeance de l'affront des armes espagnoles, évangélisation. Pour Juan, au contraire, nous avons: 2° /guerre/, tianisme/
(vengeance/
- » musulman; 3°
/chris-
- » paix, concorde, tolérance. Dès lors, la réalisation (en I o ) qu'Alarcón
fait de /christianisme/
apparaît (en 2°) c o m m e distinctif de /musulman/
chez
Santiuste. L'unité de langage, r é p u t é c o m m u n p u i s q u ' e s p a g n o l , d e J u a n et d'Alarcón est brisée; la communication devient impossible ou du moins suppose de constants réajustements, qui passent par une redéfinition du langage» (Lécuyer y Serrano 1976: 319).
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La reflexión de Alarcón que veía en Juan un orador tenía su lógica: ahora que ya no puede utilizar la crónica escrita porque no sirve para sus propósitos pacifistas, tiene que escoger otro canal de comunicación, el de la lengua hablada. Efectivamente, Juan se lanza a la elocuencia y consigue algo bastante difícil: eliminar los tópicos patrióticos gastados que han contaminado la oratoria hablada tanto como la crónica escrita y emplearla para fines nuevos, pacíficos: Elocuente era Santiuste aún después de arrancar de su cerebro lo que él llamó después talco y lentejuelas históricas; elocuente [a]l desechar ese tono colérico que informa las manifestaciones del patriotismo agudo, al adoptar los tonos tranquilos del que excluye en absoluto de su doctrina la muerte airada de nuestros semejantes (AT, 266-267).
Cuanto menos escribe, más quiere hablar, porque se sabe más convincente hablando que escribiendo. La tarea que el marqués de Beramendi le había confiado queda puesta entre paréntesis. Juan se pone enfermo y sus ideas pacíficas y humanitarias adquieren una dimensión cada vez más avasalladora. Sus amigos deciden que tiene que volver a España. El día de la partida, Juan sale efectivamente en dirección de la Aduana, pero en vez de embarcarse, se disfraza de moro y se dirige hacia la ciudad de Tetuán. Ha perdido su razón de ser y busca valores nuevos. Quiere hacerse otro hombre y va a descubrir otra cultura. Los primeros seres humanos con los que se encuentra son moros que le tiran piedras. Juan corre más lejos, y se encuentra delante de un «extraño grupo» de personas: Una de las hembras estaba en pie; las otras, a gatas, arrancando hierbecillas de entre la espesa vegetación de un extenso prado que abrillantaban las gotas de rocío. En la misma actitud, cuchillo en mano, había visto Santiuste, en campos españoles, a las aldeanas cogiendo verdolagas y cardillos (AT, 281).
Como Lécuyer y Serrano (1976: 319) han visto muy bien, lo que se acentúa finalmente en el fragmento no es la diferencia, sino la similitud: las mujeres no sólo se comportan como las aldeanas españolas, sino que también hablan un idioma que Juan reconoce como parecido al español. La comunicación verbal entre las judías sefardíes de Tetuán y el desertor español vestido de moro se realiza sin problemas15. Juan intenta llevar a cabo su proyecto de ser apóstol de la paz y en la pequeña comunidad lo llaman Yahia y lo consideran profeta. 15 La credibilidad del judeo-español que Galdós pone en boca de sus personajes ha sido el punto más estudiado de Aita Tettauen. El juicio de Vernon
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La tercera parte de la novela implica un cambio radical de la perspectiva: leemos el relato que El Nasiry —Gonzalo Ansúrez— escribe sobre la guerra para un jefe árabe. En la cuarta parte de la novela, que cubre el mismo lapso de tiempo que la tercera, Juan va conociendo sobre todo la parte judía de Tetuán. Saca de sus observaciones la conclusión siguiente: Rodando por Tetuán, pudo apreciar el aventurero que si moros y judíos se peleaban por cuestiones de ochavos, nunca lo hacían por motivos religiosos: sinagogas y mezquitas funcionaban con absoluta independencia y recíproco respeto de sus venerados ritos. Observó también que los sacerdotes hebreos, así como los musulmanes que sin carácter eclesiástico prestan servicio en los templos del Islam, eran casados, o disfrutaban la posesión de mujeres con más o menos amplitud. De esto quizás provenía la tolerancia, porque, a juicio de Santiuste, el celibato forzoso es como amputación que trae el desarrollo de los instintos contrarios al amor: el egoísmo y la crueldad (AT, 318).
El celibato es tema de discusión incesante a lo largo de la novela. Alarcón le había dicho que su misión era el sacerdocio, pero Juan se había negado precisamente porque no quería renunciar al amor humano. Tiene sobre el tema una discusión con el rabino Baruc Nehama (AT, 319-320), paralela con la que había tenido en el campo español sobre el mismo tema con el cura castrense, don Toribio Godino (AT, 275). Poquito a poco pierde el gusto por la predicación: quiere ser apóstol de la paz «no sermoneándola, sino haciéndola» (AT, 319)16. Santiuste completa su conocimiento de la cultura sefardí seduciendo a una bella judía, Yohar, un poco antes de que el ejército español tome posesión de la ciudad. Santiuste ha conquistado un cuerpo de mujer, los españoles una ciudad que también tiene figura femenina: el color pardo de los ponchos se iba extendiendo y llenando calles y plazuelas, como sangre inyectada en las venas vacías de la ciudad. La virginal Ojos
Chamberlin (1963) es negativo. El estudio de Juan Martínez Ruiz (1977) llega a conclusiones bastante diferentes de las de Chamberlin: Galdós no sólo se basó en fuentes escritas, sino que pudo observar directamente el habla de los comerciantes judíos de Madrid así como el lenguaje hablado por los judíos de Tánger, adonde viajó para preparar su novela. Clark M. Zlotchew (1980) se interesa por las vías de contacto que Galdós tenía con el mundo hebreo, y concluye que lo conocía tanto a través de contactos personales como por los libros. 16 Geoffrey Ribbans califica el personaje como «an early and enthusiastic exponent of 'Make love not war'» (Ribbans 1993: 234)
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de Manantiales estaba ya hinchada de españoles y pletórica de aquel rico elemento vital que se difundía por todo su cuerpo... (AT, 326) Pronto se verá que ni la conquista armada ni la conquista amorosa tendrán larga vida. Los militares, en su «furor bautismal» (CR, 332), quieren dar nombres españoles a las calles de Tetuán. Pero igual «furor bautismal» es el que se apodera de Juan en relación con Yohar. Cree haberla convencido de que debe abandonar el judaismo para abrazar el cristianismo, pero la chica se niega. Llaman la atención las figuras guerreras que emplea el apóstol de la paz para hablar del problema: «Creía yo haber tomado la plaza, y ésta me mostraba al siguiente día sus muros inexpugnables (...)» (CR, 335). La conquista de Yohar por Santiuste es tan momentánea como la de Tetuán por el ejército español. No consiguen llegar más allá de la superficie: «Los vencedores estampan en el cuerpo de la ciudad la marca de su prepotencia; en él practican una especie de tatuaje con los nombres de todas las unidades de su ejército y de los famosos territorios y pueblos de España» (CR, 322). De la metáfora ciud a d / c u e r p o pasamos a la de ciudad/libro: Ojos de Manantiales ha venido a ser un diccionario de la guerra y de la paz. Los tetuaníes hojean el indigesto infolio sin entender una sola letra; saben que están vencidos; sienten la mano del dominador: pero miran con desprecio las muestras de su escritura y lenguaje que el español va pintando en las paredes (CR, 322). Mediante las dos imágenes queda claro que los conquistadores no pueden ir más allá de la piel, las paredes, la superficie. El ejército español y Santiuste tienen que abandonar la plaza. Yohar obedece a su padre y se casa con un judío rico. Entonces cae definitivamente la careta del apóstol de la paz que quiere vengar su honor y batirse con el novio de Yohar. Su furor llega al colm o cuando se entera de que el padre y el novio de la bella quieren darle una cantidad de dinero para que pueda volver a España sin problemas. Resulta que Santiuste sólo se ha transformado a medias. Si ha eliminado el amor a la guerra y los fantasmas épicos, no se ha desprendido todavía de su orgullo personal y de su machismo, igualmente fuentes de agresividad. En este punto empieza la segunda etapa de Santiuste a través de las culturas y del pasado español. El Nasiry lo lleva consigo desde Tetuán, lugar de encuentro y de convivencia pacífica entre diferentes pueblos, a Tánger, territorio plenamente musulmán. Para pasar desapercibido, Juan
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tiene que disfrazarse de judío pobre17; este segundo disfraz —de español a judío— es un eco del primero —de español a moro—. Ahora ya no rige la convivencia pacífica y el judío en tierra mora es un esclavo sin personalidad propia que los musulmanes pueden maltratar impunemente. El camino peligroso, subiendo y bajando montañas, le recuerda paisajes españoles y los viajes que se hicieron a través de ellos a largo de la Historia de España (CR, 347). La comparación entre los caminos de la España antigua y el África contemporánea hace eco a la primera impresión que Juan recibió de las mujeres judías que estaban cogiendo verduras y las dos complementan la visión inicial de Jerónimo Ansúrez, que reconocía muchos elementos árabes en el modo de vivir hispano18. Lo que explora Juan, viajando por el norte de África, es el pasado español. Cuando los viajeros ven el panorama de Tánger y al otro lado del Estrecho, España, el espacio se va cargando de Historia: —Allí tienes la tierra de la caballería y del honor. ¿Ves aquel caserío que blanquea en la orilla del mar? Es Tarifa, donde Guzmán llamado el Bueno ..., ya sabes... Corre la vista hacia la izquierda, y verás blanquear otro pueblo. Es Conil... más acá verás un cabo... Es Trafalgar, donde los ingleses... ya sabes... ¡Hermoso espectáculo!... ¡Confusión grande de los ojos y de la mente!... ¡En tan corto espacio, cuanta Historia! (CR, 355).
Juan va a intentar por segunda vez apropiarse de una ciudad y una cultura, poseyendo a una mujer. Las prohibiciones de El Nasiry, que no quiere que Juan se acerque a sus mujeres, le excitan más. Santiuste se propone «violar los secretos del harén» invocando a su destinatario, Beramendi: «De fijo lo primero que ha de preguntarme Beramendi será si he logrado penetrar en un harén y ser dueño de sus poéticos arcanos» (CR, 359). Santiuste 17 Robert Ricard sugiere que se trata de una reminiscencia del padre Foucauld, que pasó una temporada corta en Tetuán con este disfraz. Galdós conocía este detalle y otros sobre el papel social de los siervos judíos en las familias rifeñas por una carta que le dirigió Ruiz Orsatti desde Tánger, el 23 de febrero de 1905 (Ricard 1968: 111).
Antes de que Juan se fuera a la guerra, Jerónimo Ansúrez le había recordado lo siguiente: «Otra cosa les digo para que se pongan en lo cierto al entender de guerras africanas, y es que el moro y el español son más hermanos de lo que parece. Quiten un poco de religión, quiten otro poco de lengua, y el parentesco y aire de familia saltan a los ojos. ¿Qué es el moro más que un español mahometano? ¿Y cuántos españoles vemos que son moros con disfraz de cristianos?» (AT, 226). 18
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quiere creer que Beramendi ve también el mundo africano bajo el prisma cervantino19, lo que no es cierto. Pero el fracaso de las tentativas de Juan les proporciona a Beramendi y su círculo un gran placer de lectores. Juan vuelve a España con bastantes seguridades menos: su militarismo inicial se ha trocado en pacifismo, más fácil de aplicar en la esfera pública que en la privada; su sentido del honor y de la dignidad personal, ligados al concepto de la caballerosidad, se ha quedado en nada debido a las humillaciones sufridas como 'judío' de El Nasiry. Nada más llegar, se encuentra con que Pepe Fajardo le tiene preparada una tercera salida con un nuevo apellido, Pérez de Confusio y un tercer disfraz, el de seminarista. Así se cumple irónicamente el destino sacerdotal que Juan se había inventado para sí mismo. Al irse para Cataluña, Fajardo le repite la orden de misión: Santiuste es la 'correa de transmisión' entre España y él mismo, condenado a quedarse en su puesto de observación. María Ignacia también le da instrucciones: prefiere que escriba sobre sus aventuras personales y quiere enterarse de «costumbres no conocidas, sucesos que se apartan de lo vulgar, escenas pintorescas (...) personas ridiculas o hermosas (...)» (CR, 374). Estas recomendaciones recuerdan las que ha dado a su marido en La revolución de julio, cuando quería orientarle hacia los aspectos de la vida española que se asimilan a la comedia casera20. En este tercer viaje, que será también una excursión al pasado de España que coexiste con el presente, Juan verá realizado su sueño de un sacerdocio sin celibato en la figura de don Juan Ruiz Hondón, arcipreste de Ulldecona, que sin embargo no puede tomar por modelo. «Don Juanondón», como lo llaman sus feligreses, tiene tanto de guerrillero como de cura. Este personaje lleva a Santiuste a una casa que tiene en Rosell de Cenia, donde es servido por varias mujeres, que constituyen una especie de harén. Cuando Santiuste ve a Donata, se enamora otra vez sin remedio. Donata es la tercera mujer, la tercera cultura por conquistar. 19 En un párrafo anterior del mismo capítulo dice Santiuste: «(...) soñé que en mí se reproducía la historia del cautivo contada por Cervantes en el Quijote» (CR, 359). La empresa amorosa de Santiuste puede leerse como una versión libre de algunos episodios del relato del Cautivo (Cfr. los capítulos XXXIX, XL y XLI de la primera parte del Quijote). 20 «La misma sociedad me indica el camino que debo seguir, pues ella no quiere ya cuentas con el género trágico, y se ha hecho pura comedia con sus puntas de sátira, y la exhibición de pasiones tibias, de caracteres excéntricos o graciosos. Esto vino a decirme mi cara esposa, aunque no con los términos que yo empleo, sino más a la pata la llana» (RJ 18).
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Desde este momento, la comparación de las culturas se hace en el sentido opuesto al primero: ahora, todo le recuerda a África: Lo verdadero y real era que aún permanecía en Tánger, y que reposaba en el poyo de mi camarín sobre tapices morunos. Y allí recreaba mi mente con la imagen de Donata, que no era Donata, sino Ehrimo, la esclava de ideal hermosura, sólo comparable a los ángeles de los cielos católicos y mahometanos. En esclavitud vivía Donata, digo, Ehrimo, y a mí me enviaba Dios para libertarla de la garra de El Nasiry, digo, del fiero sultán Mos'en Hondon. Sonábame este nombre como el más bárbaro que pudiera inventar la rudeza oriental o marroquí (CR, 387).
Nunca merece Juan su apodo de Confusio mejor que aquí. África y España son lo mismo, las mujeres son esclavas que hay que liberar, don Juan es un tirano oriental que ejerce su «califato político, social y militar» en un bodegón del pueblo (CR, 399). A partir de allí, las alusiones a y las comparaciones con África, El Nasiry y su mujer Ehrimo son constantes. Pero todo esto no basta para transformar el viaje por la región del bajo Ebro en un descenso al pasado de España. Don Juan se convierte en figura arcaica —estando al mismo tiempo sólidamente anclado en el presente— cuando confiesa su fanático culto a la Virgen y reza una oración que Santiuste —y el lector— identifica como un poema de Juan Ruiz, arcipreste de Hita. Y con don Juan tiene Santiuste la última conversación sobre el celibato eclesiástico. Como era de esperar, su interlocutor le dice que el amor de la mujer no impide el amor de Dios y que el hombre, luego el sacerdote, es un ser completo, que debe preocuparse de las necesidades del alma, pero sin descuidar las del cuerpo (CR, 400-401). En lo que sigue, Santiuste nos informa con prolijos detalles de todo lo que hace y piensa, y sobre todo de cómo progresa su campaña de seducción de Donata. Su texto empieza a parecerse en varios aspectos a las Memorias de su patrón: preocupación por los lectores, sinceridad, esfuerzo para producir un relato ordenado, problemas para encontrar un lugar adecuado donde poder escribir. Santiuste maneja también el concepto de la «página histórica». Ve cómo el príncipe carlista Montemolín y su hermano llegan derrotados a Tortosa y siente lástima de ellos. Pero resulta que no habrá castigo, que los presos son tratados con la mayor suavidad, incluso, que Montemolín puede mandar un telegrama a su casa. Comentario del narrador: «La página histórica terminaba con un recadito a la familia: 'Estamos buenos. Se nos trata con la debida consideración'»(CR, 419). El desenlace del pronunciamiento, aunque resulta decepcionante para el público que esperaba por lo menos un castigo tan
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duro para las cabezas coronadas del carlismo como para el general Ortega, ejecutado, resulta interesante para Santiuste: (...) pues me siento encariñado con las decadencias históricas, considerándolas como el completo derribo de una época, que nos permite cimentar en el mismo solar otra más fuerte y vividera. Quizás me equivocaré; quizás la vulgaridad e insignificancia del fin de la famosa intentona no remata la brutal epopeya carlista, sino que es un falso desenlace, como los que en las obras de imaginación sirven para preparar mayores enredes y trapatiestas (CR, 420).
Santiuste no emite juicios definitivos, porque sabe que carece de perspectiva. La atribución de una interpretación terminante convertiría lo que ve en materia de archivo. Quiere dejar caminos abiertos. Juan logra llevar consigo a Donata, pero en cuanto la mujer, tan aferrada a su vida de beata como Yohar a su fe judía, aprende que su amante no piensa seriamente hacerse sacerdote, su entusiasmo se enfría. Juan no ha conseguido penetrar en ninguna de las tres culturas —aunque éstas sí que han penetrado en el relato— y sus tres amores fracasan. Yohar vuelve a la religión y al bienestar material de su familia, Ehrimo está demasiado bien guardada para poder salir, Donata se cansa de él y se irá a vivir con un canónigo rico en Murcia (VM, 431). La tolerancia, entrevista como posibilidad en Tetuán, se esfuma en el viaje a Tánger y en Ulldecona no queda ni rastro de ella. La misión del apóstol de paz es un fracaso, una farsa porque Juan distingue las situaciones según determinados estereotipos y reacciona siempre de la misma manera casi mecánica, producto de un atavismo del que no se puede liberar. No se da cuenta de las diferencias que existen pero que él no percibe: ciego ante la personalidad bien definida de las mujeres que seduce, se lleva un chasco cuando éstas se comportan como personas autónomas, y no según los esquemas de él. En el nivel de la interpretación simbólica de la novela, conviene recordar el ideal de tolerancia enunciado por el viejo Ansúrez. No parece que los españoles, por muy dotados de sensibilidad que sean, puedan realizar en el presente esta tolerancia que se dio tal vez en la Edad Media. La conclusión de Sara Schyfter a propósito del papel de Santiuste es esclarecedora al respecto: «Thus, if Santiuste represents the Spanish conscience looking inward, the integration of the past is difficult and elusive» (Schyfter 1978: 99). 2.2.2. Confusio y la Historia lógico-natural Después de haberse presentado a Beramendi para dar cuenta de su misión en Cataluña, en abril de 1860, Santiuste desaparece del escenario.
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Vuelve a aparecer en Prim en febrero de 1862. Beramendi ha recogido a Santiuste, ahora ya definitivamente llamado Confusio, cuando se estaba curando de un tifus horrible que le ha dejado desconocido. Ya no es lo que fue, pero persiste un elemento que asegura la relación con la época anterior de su vida. Explica Fajardo a Manolo Tarfe: De su ser anterior y del desplome de su entendimiento y de su memoria no restan más que el sentimiento patrio y una idea, una sola idea y propósito: escribir la Historia de España no como es, sino como debiera ser, singular manía que demuestra el brote de un cerebro brutalmente paradójico y humorístico. Como entiendo que la ociosidad ha de perjudicarle, en vez de combatir esa manía, le estimulo para que trabaje en lo que él llama Historia lógico-natural de los españoles de ambos mundos en el siglo x¡x... (P, 547).
La importancia de este intento de rehacer la Historia de España con arreglo al sentido común, no reside sólo en los hechos que Confusio cambia (por ejemplo, hace ejecutar a Fernando VII en Cádiz y deja a Riego con vida), sino también en los pretextos que cree para que otros personajes se hagan preguntas y discutan sobre lo que hubiera podido ocurrir en España si... La Historia de Confusio es un libro que parte del concepto de una convivencia tolerante entre los españoles, todos de acuerdo para poner fuera de juego a sus antiguos opresores. En este sentido la obra sirve de continuación de la misión malograda de apóstol de la paz que el personaje había intentado asumir en África21. La distinción entre el primer Santiuste y Confusio no es tajante: en África había intentado mantenerse, primero como patriota, luego como apóstol de la paz, luego como hombre de honor y a cada vez las circunstancias le habían quitado su ilusión que era al mismo tiempo su protección, y se había visto en la necesidad de crearse otra nueva. Ahora se aferra a sus construcciones 'lógico-naturales' y cuando las amenaza la realidad, se ve amenazado una vez más de aniquilación. Es lo que ocurre cuando Beramendi intenta convencerlo de que el reinado de Alfonso XII no puede ser ni largo, ni feliz, ni próspero, como quiere Santiuste, porque el príncipe no recibe la educación que le conviene. Confusio, sin embargo, no tiene más remedio que mantener su idea primitiva: Es inspiración, señor; es aviso del cielo que siento en mi alma; y si y o abandonara este criterio para adoptar otro, m e moriría sin remedio..., porque, cré-
21 Para la significación de la empresa de Confusio en el marco del concepto de Historia que está en la base de la cuarta serie, ver el capítulo VII.
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alo el señor marqués, mi vida está estrechamente enlazada a estas dulces mentiras (TD, Ó78)22.
Las conversaciones con Confusio son para Beramendi una vía de escape. El narrador describe al marqués como «un platónico de la Libertad, un idealista ocioso, que mataba su hastío paseándose por las nubes o correteando por el suelo pedregoso de la realidad» (P, 574). Su nube es Confusio, que emplea él mismo una oposición espacial de tipo similar para caracterizar su trabajo: Yo abandono el ambiente putrefacto que nos rodea; saco mis pies de este lodo de los hechos menudos y subo, señor mío, subo hasta que mis oídos pierden el murmullo terrestre y mis ojos el falso brillo de las mentiras barnizadas de verdades. Yo subo, señor, y arriba escribo la historia lógica y pinto la vida ideal. Mis lectores no son de este mundo (P, 619).
Este creador de espacios alternativos de libertad terminará, como Maxi Rubín, en Leganés. 3 . L A CONSTRUCCIÓN DE UN PERSONAJE REFERENCIAL: ISABEL I I
La manera en que un personaje referencial23 conocido aparece en una novela histórica es una de las cosas que más pueden interesar al lector aficionado a este tipo de obras. Como hemos tenido ocasión de comprobar al consultar la bibliografía sobre los Episodios Nacionales, los críticos se han preocupado bastante por la 'exactitud de la representación' de la reina Isabel II o del general Narváez en las novelas de la cuarta serie24. Por otro lado, los personajes que han existido en la Historia, una vez que se encuentran dentro del marco de una novela, se convierten también en entes de ficción. Escogeremos el ejemplo más representativo de la serie: la reina Isabel II. Presentaremos los diferentes elementos que constituyen el retrato multifacético para hacer justicia a su multidimensionalidad, complejidad y coherencia literarias. Un primer procedimiento, que se inEste fragmento es una ilustración más del índole quijotesco de Santiuste: cuando Don Quijote abandona su identidad ficticia para recobrar la de Alonso Quijano, se muere. 23 Ver Philippe Hamon (1977: 122) sobre estos personajes que deben pertenecer a la enciclopedia que comparten autor y lector para poder funcionar. 24 Para Antonio Regalado Galdós es demasiado suave en su presentación de la reina: «Su juicio del reinado de doña Isabel, por la que sentía debilidad, es suave con exceso; toda su bilis la descarga sobre la abstracción del sistema de go22
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serta sin ningún problema en la ortodoxia realista, es la constitución de Isabel II en objeto de conversaciones y comentarios en boca de otros personajes más o menos calificados. La construcción del personaje se realiza, además, a través de los intentos fallidos de varios personajes para dirigirle un discurso auténtico y través de sus retratos 25 . 3.1. Voces sobre Isabel II El 'mundo' de los Episodios es un mundo de voces 26 que siembran juicios y alusiones sobre la reina a lo largo de la obra. Así, en la primera no-
bierno para salvar en lo posible los políticos que ocuparon el poder» (Regalado 1966: 425). Según Enrique Ledesma «Pérez Galdós fue prácticamente el defensor perpetuo de doña Isabel II. (...) Galdós hace uso de varios personajes imaginarios para favorecer y beneficiar a Isabel como creación histórica-literaria» (Ledesma 1979: 133). No menciona este crítico el uso de otros personajes imaginarios para desfavorecer a la reina. Antonio Urrello compara el tratamiento de Isabel II en La de los tristes destinos y en La corte de los milagros de Valle-Inclán. Según este crítico, Galdós humaniza a sus personajes históricos y proporciona una visión más bien positiva de la reina; no carga sus personajes históricos de ninguna responsabilidad individual y lo atribuye todo al destino, como lo indica el título de la novela (Urello 1972: 31). Montesinos dedica quince páginas al tratamiento de Isabel II en la cuarta serie. Se interesa mucho por la autenticidad de acontecimientos y frases mencionados en los libros, e intercala entre el comentario de los fragmentos citados su visión personal sobre el período histórico en cuestión. La lectura de estas páginas es interesante, porque vemos cómo el texto de Galdós sirve para poner en marcha la reflexión apasionada de un especialista del período isabelino. Pero no se trata de un análisis propiamente literario (Montesinos 1980: III, 149-164). Geoffrey Ribbans ha dedicado un estudio interesante a la representación de la reina en las Novelas contemporáneas y en las históricas en las que no sólo se interesa por los aspectos referenciales, sino también por los literarios (Ribbans 1981). Estas reflexiones están reelaboradas y ampliadas en History and Fiction in Gald'os's Narratives (1993). 25 Isabel II se construye, además, a través del juego de identidades y diferencias entre ella y otros personajes femeninos. Para este aspecto remitimos al capítulo 'Women and Writing in the Fourth Series' del libro de Diane Urey (1989:101146). 26 A este propósito, retomamos a nuestra cuenta lo que dice Bakhtine a propósito de las múltiples voces de la novela: «Le roman c'est la diversité sociale de langages, parfois de langues et de voix individuelles, diversité littérairement organisée. (...) Grâce à ce plurilinguisme et à la plurivocalité qui en est issue, le roman orchestre tous ses thèmes, tout son univers signifiant, représenté et exprimé.
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vela de la serie, los contertulios del padre de Pepe Fajardo en Sigüenza comentan las dificultades que hubo en el otoño de 1847 para reconciliar a la reina con su marido: La comidilla de esta tarde en la botica ha sido la reconciliación del rey y la reina. Vaya, picaruelos, se os perdona, pero no volváis a poneros moños que perturban la tranquilidad de estos reinos. ¡Ay qué cosas han dicho los tertulios, santa Librada bendita! Que si costó más trabajo reconciliar a los reyes que casarlos..., que Serrano y Narváez se entendieron, retirándose el primero a la Capitanía general de Granada, y cogiendo el otro las riendas del Poder... (T, 1373-1374).
Este fragmento constituye un buen ejemplo del conocimiento previo que Galdós esperaba de sus lectores. La relación entre la reconciliación de los reyes y el alejamiento geográfico de Serrano sólo se entiende si se sabe que Serrano fue amante de la reina (Tuñón de Lara 1976 I: 165-166). La voz del pueblo es a menudo femenina. Así Lucila Ansúrez, curada de espantos tras haber servido de figurante en las intrigas palaciegas, no pierde la fe en la reina: «Sólo una persona sería justa si la dejaran, y es la reina; pero no la dejan: la tienen metida en un fanal pintado de mentiras para que no vea la justicia ni la verdad» (DC, 1652). Pero los comentarios evolucionan según el ritmo de los acontecimientos políticos. La de los tristes destinos empieza con la ejecución de los sargentos que participaron en la sublevación del cuartel de San Gil. Uno de los sargentos muertos era amante de una prostituta, Rafaela la «Zorrera», que lamenta la falta de piedad de la reina: Yo confiaba..., ¿verdad, Generosa?, confiábamos en que la Isabel perdonaría... Para perdonar la tenemos... ¡Bien la perdonamos a ella, Cristo! ¡Y ahora nos sale con ésta!... Pues ésta no te la pasa Dios, ¡mal rayo!... A un general sublevado le das cruces, y a un pobre sargento, pum!... Tu justicia me da asco. —No hables mal de ella —dijo la Pepa con alarde de sensatez—, que si no perdona es porque no la deja el zancarrón de O'Donnell, o porque la Patrocinio, que es como culebra, se le enrosca en el corazón... (TD, 637).
La reacción de la Pepa nos recuerda la visión de Lucila, que confiaba en la fundamental bondad de la reina y en la maldad de sus consejeros. Rafaela no maneja únicamente criterios sentimentales: se muestra al tanLe discours de l'auteur et des narrateurs, les genres intercalaires, les paroles des personnages, ne sont que les unités compositionnelles de base, qui permettent au plurilinguisme de pénétrer dans le román» (Bakhtine 1978: 88).
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to de la vida licenciosa de la reina, de su oportunismo político y de su justicia 'de clase' 27 . Los emigrados en París siguen de cerca la política española. Califican de suicidio político que la «bondadosa reina sin seso» nombrara a González Bravo sucesor del fallecido Narváez. Santa María, el jefe de Santiago Ibero, le tiene compasión: Esa pobre señora está ya completamente ida de la cabeza... Hablo de doña Isabel... Entiendo yo que no hay en ella perversión, sino falta de juicio. La verdad, siento hacia la reina más lástima que odio. Si pudiera yo hacer algo por esa señora, abrirle los ojos, librarla de los cuervos que la rodean, tendría la mayor satisfacción de mi vida. Pero ya no hay quien la salve... (TD, 710). Santa María añade su voz a la de los que anuncian los «tristes destinos» inevitables de la reina, que ya está perdiendo sus atributos: la califica de «pobre señora», denominación que puede confundir al interlocutor y por eso precisa que se trata de «doña Isabel». No emplea la palabra 'reina'. Su párrafo compasivo se centra en el tema de la ceguera mental y en los personajes nefastos que rodean a la reina. Los cuervos son animales maléficos, portadores de muerte, y por el color negro de sus plumas constituyen una clarísima alusión al elemento clerical que rodea a la reina. Si las voces populares avanzan argumentos sentimentales y se basan en una visión ética de claros contrastes entre lo bueno y lo malo, hay voces mejor informadas, que juzgan en sus comentarios la competencia de Isabel II como gobernadora. Sirva de ejemplo la voz del general Narváez, jefe de gobierno: 27 José María Jover Zamora comenta así el carácter de la represión: «La represión fue dura y, según se deja ver, jerárquicamente discriminada; la puesta a salvo estuvo en razón directa con la jerarquía de los comprometidos. (...) Generales, jefes y oficiales, a más de la relativa homogeneidad de sus connotaciones políticas (moderados o unionistas por lo general), están ligados entre sí por la pertenencia a un estrato social que es, también, relativamente homogéneo; era difícil que una represión que alcanzara a los mismos dejara sin lastimar muchas fibras sensibles de una de las más caracterizadas elites de la España isabelina. Los sargentos representan, empero, otro estrato social bien definido, más estrechamente relacionado con las clases populares y artesanas; más distante de la mentalidad aristocrática (o mesocrática en cierto sentido afín a la antigua hidalguía) que impregna los cuadros del ejército, desde cadete hacia arriba» (Jover Zamora 1974: 33).
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La reina es un ángel; pero... no está averiguado que los ángeles sirvan para ceñir la corona en una Monarquía constitucional... pero, en fin, es buena, y como ella pueda hacer el bien, crea usted que lo hace.... No falta sino que pueda hacerlo, que la dejen..., que no se atraviese ninguna influencia mala (N, 1535).
El general separa las cualidades de Isabel II como persona de sus aptitudes para la política. La conclusión del jefe de gobierno es clara: la reina no tiene las capacidades necesarias para ejercer correctamente su profesión y carece de voluntad para oponerse a las malas influencias clericales que la rodean. Cuando en el verano de 1856, O'Donnell consigue desalojar a Espartero del poder y desarmar la Milicia Nacional con la cooperación de Serrano, éste hace las siguientes consideraciones: Conocía muy bien el salado general la veleidosa condición de la reina, sus sarcasmos y disimulos, heredados de Fernando VII y sus preferencias por la política moderada; conocía también, y mejor que nadie, la flaqueza del corazón de Isabel ante las taimadas sugestiones de una beata embaucadora; sabía qué fácilmente se ganaba la real voluntad. Isabel podía desechar el temor del Infierno por sus personales culpas: pero no por el pecado de consentir que su pueblo cayese en los abismos del descreimiento y la corrupción masónica. En esto tan sólo era consistente su voluntad: en lo demás se desmenuzaba, reduciéndose a migajas que el viento esparcía (OD, 146).
Si sacamos las calificaciones de este retrato, vemos que las negativas son netamente predominantes: Isabel II es veleidosa, sarcàstica, hipócrita, no tiene voluntad salvo en asuntos de política religiosa. El personaje no distingue entre la mujer y el jefe de estado: la condena se hace en bloque. No sólo los políticos hacen de voces autorizadas. También hay personas privadas que tienen contactos personales con la reina por su alta posición social. Aquí topamos con otra voz femenina, la de Eufrasia Carrasco. Eufrasia cree que las pasiones gobiernan el mundo y presenta su alternativa de gobierno: «Si yo fuera reina haría de España una gran nación. Yo sabría ser mujer y soberana, sin que la soberana y la mujer se estorbasen la una a la otra» (N, 1526). Eufrasia no le reprocha a la reina su vida sexual muy libre, sino su incapacidad de separar su vida íntima de su vida de jefe de Estado. Isabel II no escoge bien a sus colaboradores y no se preocupa por la eficacia de su administración. Por otro lado, Eufrasia se da cuenta de la complejidad de la profesión de reinar, porque hay que tener en cuenta un gran número de grupos de presión que de-
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fienden causas opuestas: el pueblo, la iglesia, el ejército, los políticos profesionales. Defiende un sueño de absolutismo ilustrado: el soberano debe servir al pueblo y contribuir a su bienestar sin instituciones intermedias que impidan la transparencia. Más lejos en la novela, Eufrasia se revelará como una feroz adversaria del sistema parlamentario. Pero, en conjunto, el juicio de Eufrasia sobre las capacidades 'profesionales' de la reina es negativo. En esto, su juicio coincide con el del general Narváez. Las valoraciones de la reina por Eufrasia se hacen más blandas conforme avanza la ascensión social de la «dama moruna». En la segunda novela ya ocupa un puesto palaciego cerca de Isabel II. En Prim, Eufrasia Carrasco le explica a Manolo Tarfe cómo funciona la psicología de la reina: en el fondo, es liberal, pero olvida su amor a la libertad cuando su confesor le exige concesiones políticas a cambio del perdón de sus pecados personales (P, 551). Ha llegado a sentir una verdadera amistad por la reina. Si comparamos su primer juicio con éste, vemos que la crítica disminuye en beneficio de la comprensión. Esta relación amistosa explica la falta de previsión en una persona tan aguda y tan bien informada como Eufrasia: todavía en septiembre de 1868 se encuentra en San Sebastián al lado de la reina y cuando queda claro que ya no hay nada que hacer, intenta aconsejarle la decisión más oportuna para abandonar el poder decorosamente (TD, 751). Además de las voces de personajes ficticios y referenciales, también se hace oír la del narrador 'omnisciente', como veremos a continuación. A principios de 1863 cae el gobierno de O'Donnell. A cada crisis se nota un mayor descontento popular, pero la reina parece no darse cuenta: La bondadosa y antojadiza reina no veía ni oía nada de esto. Descuidada dormía en sus esparcimientos por la virtud de las opiatas que le daban sus mayores enemigos, que eran los más próximos, sin que una voz patriótica gritara en su oído: «Mujer, las reinas no duermen tanto» (P, 555).
Los dos adjetivos de la primera frase son contradictorios, y lo que predomina es «antojadiza» porque por su posición justo antes del sustantivo anula el efecto de «bondadosa». La reina se presenta como una drogadicta, que necesita que le griten para darse cuenta de las cosas. Incluso después del manifiesto de los progresistas, sigue «ciega y sorda» y su nombre «que había sido emblema de libertad, alegría de los pueblos, corrompido como estaba ya en el corazón de las muchedumbres, y no sabía salir a los labios con ningún sentido respetuoso» (P, 555-556). Cae el Ministerio Mon, «sin otro motivo que la corazonada o el antojo de la señora» (P, 560). En este capítulo, se pone en escena el compor-
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tamiento político de la reina: se reproducen tres diálogos imaginarios entre la reina y un candidato a la presidencia del gobierno, que empiezan de la misma manera: Bien puede estamparse aquí, sin temor de atrepellar la verdad histórica, este breve dialoguillo: «—Narváez... »—¿Qué, señora? »—Ahora, más que nunca, te necesito. He despedido a Mon. Fórmame un Ministerio a tu gusto. Todo te lo permito con tal que no me traigas el reconocimiento de Italia y que me amanses a Prim y a esos endiablados progresistas» (P, 560). Los dos dialoguitos imaginarios con Istúriz son muy similares a éste y crean una atmósfera de absurdo28. La presentación teatral de la escena implica que la política de la reina es una farsa29. Valle-Inclán no anda lejos. 3.2. La imposibilidad de comunicación, y como
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Los contactos directos entre personajes referenciales y personajes ficticios son delicados en las novelas históricas si se pretende no forzar demasiado los límites de la verosimilitud inscritos en el pacto entre autor y lector. Así, en la cuarta serie, el contacto directo entre Pepe Fajardo y la reina, que se produce en Narváez, ya se prepara en la novela anterior, don-
«Sin temor de atrepellar la verdad, puede estamparse aquí otro breve dialoguillo: »—Istúriz... »—¿Qué, señora? »—Narváez me ha engañado: tengo que prescindir de él. Además, no estoy conforme con el abandono de Santo Domingo. Me formarás un Ministerio con elementos unionistas que no estén muy gastados... »¿Yo, señora? ... Yo...» (P, 562). «A las tres menos cuarto: »—Istúriz... »—¿Qué, señora? »—Que no hay nada de aquello. Ha venido Narváez... ¡Ay, qué cosas me ha dicho!... Dejémoslo para otra ocasión. »—¡Ay, dejémoslo!... Respiro.» (P, 562). 29 Ver Behiels (1993) para la función de las imágenes teatrales en la cuarta serie. 28
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de asistimos al ascenso social de Fajardo, cuyas memorias lee la reina. Es absolutamente verosímil que el primer contacto resulte decepcionante y que no se intercambien más que banalidades (N, 1542). A través de las anécdotas que cuenta la reina aparece como una mujer poco instruida. Incluso en el arte que pretende dominar bien —no confundir a las personas unas con otras— se equivoca lamentablemente. Le gusta hacer favores y cuenta a Beramendi una anécdota de su infancia: cuando pidió veinte mil duros a don Martín de los Heros para ayudar a un grande de España, el intendente se los dio, pero en monedas, para que aprendiera a darse cuenta del valor del dinero. Pero la reina no ha aprovechado la lección, como lo indica el mismo Beramendi: «Por lo visto, ni con la lección de don Martín se ha curado vuestra majestad de su esplendidez» (N, 1545)30. La falta de comunicación auténtica es la norma protocolaria, sobre todo si tenemos en cuenta la atmósfera de hipocresía y de engaño que caracteriza el palacio real. No hay canal directo y verosímil para hacer llegar a la reina mensajes verdaderos. De allí que algunos personajes construyen sus propios canales alternativos, no muy eficaces, por cierto, entre los que figura el monólogo interior. La primera muestra se encuentra en las frases de despedida que Fajardo cree estar dirigiendo a la reina, al terminarse la recepción en la que le fue presentado en Aranjuez; resulta que al decirlas, la reina ya se había marchado y que está hablando solo: Me asaltó la duda de que la reina me hubiese ayudado, dialogando conmigo, a la descripción de la bella figura que veo y siento... Pronto adquirí la certidumbre de que yo me lo había pensado y dicho solo... Cuando dije a su majestad que la historia de su reinado podría ser triste, ella no pronunció más que estas palabras: «¿Por qué? ... ¡Me asustas!», y se alejó de mí, solicitada su atención de los otros grupos (N, 1549).
Al principio de La revoluci'on de julio se pone de relieve el gran amor que el pueblo español profesa a su reina después del atentado. Pepe Fajardo se dirige a ella en un monólogo interior y la pone en guardia: ¿Ves, Isabel? Todos te quieren, así los que están de servilleta prendida en la mesa del Presupuesto, como los que ha largos años contemplan lejos del
Según Geoffrey Ribbans este rasgo muestra también la incapacidad de la reina para adquirir un sentido de la responsabilidad política: «While generosity even of this ingenuous sort is not perhaps entirely negative, it is essentially a symptom of a graver defect: the fact that she never grows up to a sense of political responsability» (Ribbans 1981: 279). 30
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festín las ollas vacías. Todos te aman; en todo corazón español está erigido tu altar. Míralo bien y advierte lo que esto significa, lo que esto vale. Considera, Isabel, a cuánto te obliga ese amor, y con qué pulso y medida has de ejercer el poder, la autoridad y la justicia que tienes en tus bonitas manos. Aviva el seso, reina, y no juegues (R], 13).
Sólo para sí mismo puede formular su advertencia, que contiene al final una amenaza velada. El que Fajardo utilice el imperativo para dotar su mensaje de una mayor fuerza implica que la observación alerta de lo que la rodea no forma parte de los hábitos reales. Para los personajes referenciales existe la misma barrera. Cuando la reina despide a O'Donnell y repone a Narváez porque no quiere aceptar la segunda desamortización, O'Donnell le habla en un monólogo interior. Está convencido de que la reina comprende perfectamente sus motivos para querer realizar la desamortización, pero que la rechaza porque quiere seguir gobernando a la antigua y añade: «Tú, reina, no olvides que para mantenerte en esas alturas hay que tener educación política, educación social, principios, formas...; tú me entiendes...» (OD, 160). Recuerda a la reina que sería absurdo tener que armar otra guerra civil para que la Iglesia soltara sus posesiones, cuando ya se ha derramado tanta sangre en la primera, que fue necesaria para mantener a Isabel II en el trono en contra, precisamente, de la voluntad de la gente de la Iglesia. Le reprocha que acepte los consejos de los vencidos en la primera guerra civil: Cuidado, reina; no se juega con la vida de un pueblo... de una nación viril, por más que sea la gran Casa de caridad. El hospiciano sigue diciendo: «Quiero ser bárbaro, quiero ser pobre»; pero lo dice por rutina... Detrás de ese estribillo suena un querer oculto, suenan otras voces que apenas se entienden... Tú no sabes oír estas voces; yo las oigo..., las oímos muchos... A Palacio no llegan sino cuando nosotros te las decimos y tú no las escuchas... Abre los oídos, reina; abre los ojos, para que oigas y veas... (OD, 160).
O'Donnell se niega a considerar a la reina como una pobre víctima engañada por inmorales cortesanos que erigen una pantalla entre ella y la nación. La considera responsable de su ceguera y de su pasividad. Pepe Fajardo y su mujer son recibidos por la reina en la última novela de la serie, La de los tristes destinos. Como vimos ya en Narváez, el marqués de Beramendi no puede decir a la reina lo que quisiera. Pero aquí esta imposibilidad de comunicación se pone de relieve por un procedimiento técnico nuevo. Fajardo habla con la reina en dos niveles: en un primer nivel le dirige realmente la palabra y le dice las mentiras que a ella le gusta oír; en un segundo nivel se dirige a ella con sus pensamien-
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tos, que contradicen lo que sale de sus labios. Reprocha a la reina su adhesión al absolutismo, que es su gran error político. Pone de relieve la imposibilidad de llegar a una comunicación verbal auténtica con ella, porque la sinceridad la asustaría, y la acusa de rechazar la verdad: Tú, más que otros reyes, inclinada a lo familiar y plebeyo, dejas que llegue a ti la verdad española en cosas externas, decorativas y verbales; pero en las cosas de carácter público no quieres más que la mentira, porque en ella estás educada, y falsedad es la misma capa religiosa, mejor dicho, velo transparente con que quieres encubrir tus errores políticos y no políticos, reina descuidada y sin ventura (TD, 681).
El personaje explica la manera de reaccionar de la reina (a la verdad prefiere la mentira porque en ella está educada) pero no la disculpa (en el fondo la reina no quiere saber lo que ocurre). El apelativo «reina descuidada y sin ventura» es una variante de «los tristes destinos» del título. El diálogo verbal que sigue ilustra la mentira continua en la que vive la reina. Cuando atribuye «la tirantez» de la situación política a «acaloramientos de unos y otros» de la que ella no tiene la culpa, Beramendi le da la razón y carga la responsabilidad de la «situación embrollada y penosa» en las espaldas de los «hombres públicos, movidos siempre de la ambición, del egoísmo» (TD, 682). Sigue el monólogo 'pensado' de Beramendi. Se niega a aceptar la falsa religiosidad de la reina, que no es más que superstición. Compadece a la «majestad ciega, dadivosa y destornillada», otra variante sobre el título. Y prosigue: «Yo reconozco tu bondad, tu ternura; mas no bastan esas prendas para regir a un pueblo... El pueblo español se ha cansado de esperar el fruto de ese árbol de tu bondad, que has entregado al fariseísmo para que lo cultive» (TD, 682). Lo interesante de este fragmento es ver cómo vuelven a utilizarse elementos léxicos ya empleados por otros personajes: como hemos visto más arriba, Narváez reconocía la bondad de la reina pero declaraba que era insuficiente para gobernar. La imagen del árbol y del fruto había sido utilizada ya por Lucila, cuando describe los dos bandos en lucha por el dominio psicológico de la reina: «Palaciegas de este bando y del otro (...) todas son unas, y todas tuercen el árbol, porque torciéndolo se suben a él para coger fruta...» (DC, 1633). La despedida hablada se dobla también de una despedida 'pensada' y en ella vemos la síntesis de los elementos de caracterización ya presentados anteriormente en la serie: Adiós, reina Isabel. Has torcido tu sino. Empezaste a reinar con las caricias de todas las hadas benéficas, y esas hadas protectoras se te han convertido en diablos que te arrastran a la perdición... Como en tus oídos no sabe
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sonar la verdad, no puedo decirte que reinarás hasta que O'Donnell dé permiso a los generales de la Unión para secundar los planes de Prim. ¡Pobre reina!, ¿cómo decirte esto? Me tendrías por loco, me tendrías por rebelde y enemigo de tu persona, y asustada correrías a pedir consuelo a tus diablos monjiles y a la odiosa caterva que ha levantado un denso murallón entre Isabel Segunda y el amor de España... Y al separar de tu nombre mis afectos te digo: Adi'os mujer de York, la de los tristes destinos31... Dios salve a tu descendencia, ya que a ti no te salva (TD, 682). La imposibilidad de realizar una comunicación auténtica entre la reina y el pueblo implica la imposibilidad de amor. A lo largo de las novelas de la serie observamos cómo se modula la distancia frente a Isabel II de las voces que emiten juicios sobre ella. Cuanto más cercana la voz, más matizada, y más dramático el contraste entre las facetas atractivas y repulsivas que componen el personaje. En las últimas novelas de la serie asistimos, frente al monólogo cercano pero impotente de Fajardo, a las observaciones distantes del narrador, cuyo sarcasmo constituye una condena sin remedio. 3.3. Los retratos Los retratos son poco numerosos y más bien cortos. En la cuarta serie, los personajes referenciales comparten este tratamiento con los espacios referenciales, que tampoco se describen. En ambos casos, el autor construye su mensaje histórico y literario sobre unos conocimientos previos del lector. El primer retrato se nos ofrece cuando Fajardo es presentado a la reina en La Granja. No se trata de un retrato propiamente dicho de Isabel II: es como si se diera por supuesto que el lector está familiarizado con sus rasgos físicos. En cambio, podemos leer unas consideraciones histó31 Walter Shoemaker ha encontrado la fuente del título de la novela, que a primera vista parecía una alusión a Richard 111 de Shakespeare: «In a speech in the Cortes on July, 4, 1865, Aparisi opposed the prospective recognition of Víctor Emmanuel's new kingdom of Italy by Isabel II and her government. If Francisco de Nápoles is thus illegally and by an 'hecho brutal' deprived of his throne, said Aparisi, the same may well happen soon in Spain, for momentum will be given to a movement already under way in Paris and Florence to put an end to 'la dinastía de los Borbones'; and, he continued, 'yo me temo mucho que alguno esté esperando que se haga ese infausto reconocimiento para decir en alta voz aquellas palabras dolorosas de Shakespeare: «Adiós, mujer de Yorck [szc], Reina de los tristes destinos»' (Shoemaker 1970: 141-142).
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ricas y sociales acerca de la soberana. A partir del análisis de este primer retrato de Isabel II que tiene entonces diecinueve años, podremos trazar unas líneas de caracterización que irán bastante más allá de la escena del encuentro. El focalizador es Fajardo: No he visto mujer más atractiva que Isabel II ni que posea más finas redes para cautivar los ánimos. Pienso que una gran parte de sus encantos los debe a la conciencia de su posición, al libre uso de la palabra para anticipar su pensamiento al de los demás, lo que ayuda ciertamente a la adquisición de majestad o aire soberano. Pero no hay duda que ella ha sabido crearse una realeza suya en perfecta armonía con sus azules ojos picarescos y con su nariz respingada, realeza que toca por un extremo con la dignidad atávica y por otro con no sé qué desgaire plebeyo, todo gracejo y donosura. Es la síntesis del españolismo y el producto de las más brillantes épocas históricas. Manos diferentes han contribuido a formar esta interesante majestad. No es difícil ver en tal obra la mano de Fernando III, de Felipe IV, quizá la de otros reyes y princesas de la sucesiva y cruzada serie, manos austríacas y borbónicas, y si hay manos de poetas castizos digamos que la última pasada se la dio don Ramón de la Cruz (N, 1541).
La realeza del personaje no parece un rasgo innato, sino cultivado y provocado por la predominancia social: dirige las conversaciones, y así da la impresión de estar por encima de la asistencia, y de haber hecho «adquisición de majestad o aire soberano», de haberse «creado una realeza suya». La reina aparece como una constelación de elementos heterogéneos, en el nivel social —une lo más «alto», la realeza, con lo más «bajo», el «desgaire plebeyo»— y en el histórico —une lo medieval, Fernando III, con lo casi contemporáneo, Don Ramón de la Cruz—. Los «ojos picarescos» y la «nariz respingada» son rasgos fisionómicos populares, no aristocráticos. De no ser por su origen, parecería una joven del pueblo disfrazada de reina32. La reina es una «síntesis del españolismo», pero no se trata de una síntesis homogeneizada: los elementos sociales e históricos que la constituyen parecen existir unos al lado de otros. No se compenetran, se combaten entre sí, y a lo largo de las novelas el lector se da cuenta del carácter fundamentalmente artificioso y ambiguo del personaje. El concepto de 'síntesis' está sujeto a reinterpretación conforme progresa-
32 Los demás personajes vuelven a insistir en las características populares de la reina hasta el final de la serie: en Prim, Eufrasia Carrasco dice a Pepe Fajardo: «Es bondadosa, es generosa; pero se diría que nació y la criaron en la calle de Embajadores. Tiene todas las supersticiones de la mujer del pueblo...» (P, 561).
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mos en la lectura de las novelas: la reina no es, ni mucho menos, la figura que establece la unión entre la aristocracia y el pueblo, y la síntesis histórica que representa ni es productiva ni tiene perspectivas de futuro. El retrato a primera vista tan simpático y halagüeño para la reina queda puesto en entredicho de manera casi sistemática. El fiasco comunicativo que ya discutimos se deriva en cierto modo del retrato y del mecanismo conversacional allí descrito. La reina maneja los turnos de palabra y puede así desanimar las expresiones de sinceridad que la desagradan. De tal modo, las opiniones ajenas sólo le llegan muy filtradas. El segundo retrato de la reina figura en la última novela de la serie. Estamos en 1866, la reina tiene treinta y seis años. Ahora el focalizador es Manuel Tarfe: Vestía doña Isabel un vaporoso traje de crespón de seda azul, con volantes y adorno de encajes negros. Su peinado, bajo, achaparraba su cabeza, haciéndola más aburguesada de lo que era realmente. Por haber transcurrido unos dos años sin verla de cerca, fijóse el caballero en la creciente gordura de la reina. Las formas abultadas algo fofas iban embotando su esbeltez y agarbanzando su realeza... Aquel día no se hallaba la señora de buen talante. Parecía distraída, y sus ojos, de un azul húmedo y claro; sus párpados ligeramente enrojecidos, más expresaban el cansancio que el contento de la v i d a Eran los ojos del absoluto desengaño, los ojos de un alma que ha venido a parar en el conocimiento enciclopédico de cuantos estímulos están vedados a la inocencia (TD, 641).
El único punto común con el retrato anterior son los ojos azules. El retrato va marcando la decadencia, primero física —el peinado que «aburguesa», la gordura que «agarbanza»—, luego moral —el «cansancio» de la vida, el «absoluto desengaño» y sobre todo la desaparición absoluta de la inocencia—. Mientras que el primer retrato presentaba a la reina como un conjunto de potencialidades, éste muestra la degradación realizada. El último retrato de la reina es la descripción de una pintura, es decir de una ausencia, soñada por Santiago Ibero: En la última [estancia] vio a Doña Isabel pintada con tintas y pinceles de adulación, vestida de azul y plata, el cabello en cocas, medio cuerpo dentro del inflado miriñaque, coronada la frente, los claros ojos azules diciendo bondad, pereza mental, abulia; la mano derecha blandamente caída sobre un cojín rojo, donde estaban la Corona y un cetro ideal, semejante al que llevan los reyes de baraja (TD, 750).
Ibero sueña con una imagen que no existe de verdad. Sólo los ojos azules, que constituyen una especie de 'leitmotiv', forman el nexo con los
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otros retratos ya mencionados. En este caso se trata además de una representación más halagadora que la realidad que, sin embargo, permite ver las contradicciones fundamentales del carácter del modelo: «bondad, pereza mental, abulia». La pereza mental recuerda las acusaciones 'pensadas' por Fajardo y O'Donnell y corresponden al «avive el seso» del primero. La abulia se relaciona con la maleabilidad de la reina que la convierte en juguete del partido clerical. La revelación de la falsedad del reinado se reserva para el final: el cetro se asocia con el de los reyes de la baraja, y el reinado de Isabel II también. Fajardo asiste a la salida de los reyes de San Sebastián en dirección de la frontera francesa. La despedida de la reina está teñida de una fundamental ambigüedad: Los Beramendi vieron pasar a doña Isabel, que en pie, dejando ver media figura en la ventanilla, saludó a todos, de emperador inclusive abajo, con el aire de majestad delicada y bondadosa que era su gran éxito personal en los actos solemnes. Así lo vio María Ignacia. Otros creyeron que el paso de los claros ojos azules de la soberana fue rapidísimo y cortante, como el del diamante que raya el cristal (TD, 755).
La ventanilla constituye un marco que nos permite contemplar el último retrato fugaz de la soberana. El «aire de majestad» recuerda la «adquisición de majestad o aire soberano» del primer retrato. La alusión a los actos solemnes muestra claramente que se trata de una pose artificial. Vuelve el 'leitmotiv' de los ojos azules. Pero la interpretación de la figura es contradictoria. Isabel II sigue siendo un enigma hasta el momento mismo de su desaparición de la vida española. El retrato moral se caracteriza por la ambigüedad: la reina es aristocrática y plebeya, de ayer y de hoy, una y varias. Este rasgo no sólo la convierte en una figura que despierta lecturas contradictorias —véanse las interpretaciones divergentes de su despedida—, sino que hace obstáculo a la comunicación con otros personajes. La incomunicabilidad reviste diversas formas, y se manifiesta en los monólogos interiores, las conversaciones imaginarias y las declaraciones 'pensadas' que doblan las réplicas 'pronunciadas'. Isabel II no sabe, no quiere o no puede comunicarse con los demás personajes porque a la hora de la verdad le interesa más esconderse detrás de su realeza oficial y protocolaria. Quiere coincidir con sus retratos palaciegos y los retratos no hablan. Los rasgos conflictivos del carácter y de la presentación de la reina pueden organizarse según diferentes ejes: el de la competencia, el de la voluntad, el del saber y el del resultado. La reina no puede cumplir con
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sus funciones de monarca constitucional porque no ha recibido la formación necesaria para ello: no puede compensar su falta de competencia mediante la bondad, la generosidad y la ternura que todas las voces que emiten un juicio sobre ella le conceden. Tampoco adquiere la madurez individual necesaria para contrarrestar la influencia nefasta de su formación y de su medio ambiente33. La reina no quiere vencer esta falta inicial de competencia, porque se niega a establecer un canal de comunicación abierto entre ella y su pueblo por el que pudiera circular la verdad. Se hace responsable de su propia ignorancia. Prefiere la mentira de la adulación a la verdad de las advertencias serias y la mentira del fariseísmo religioso a la religiosidad auténtica. Repetidamente se alude a su falta de voluntad propia, a su pereza mental, a su abulia. La reina no sabe cuál es su misión auténtica, y profesa un vago deseo de hacer felices a los españoles. Ignora lo que ocurre en su reinado, porque hay un «murallón» que impide la transmisión de la información relevante y que no le interesa derribar. Su falta de conocimientos auténticos la hace depender de los que tienen el control de la información y que la mantienen en la ignorancia. Su falta de voluntad y su falta de saber hacen fracasar tanto su misión oficial de reina constitucional como su infantil proyecto personal de hacer feliz a la nación. La figura de la reina oscila constantemente entre el ser y el parecer, la verdad y la mentira. Los ojos azules, presentes en los tres retratos, expresan al máximo la ambigüedad, mantenida hacia el final: no sabemos si se trata de una mirada afable o de una mirada agresiva. ¿Es aristócrata o mujer del pueblo? Su nobleza es exterior, y su amor al pueblo también se limita a las apariencias. Es buena y mordaz, generosa y vengativa, tonta y aguda, según los temas y las circunstancias. Es un enigma, y conserva su secreto hasta su desaparición. Pero el balance final es negativo: deja tras sí un número incalculable de muertos. La elaboración literaria del personaje de Isabel II obedece a una gran cohesión a través de la cuarta serie de los Episodios Nacionales. La ambigüedad alrededor del personaje no se resuelve. Este rasgo es interesante Geoffrey Ribbans formula una observación similar: «Her mental immaturity leads to the frequent inconsequentiality of her conversation and her actions, to the extreme ease with which she is influenced; to her notorious favoritism; and to the capriciousness, not exempt from the deceit, cunning and cruelty associated with her father, with which it functions. Youth and inexperience soon cease to provide excuses for her whims, indicated by the frecuency with which words like antojo and veleidosa are used to describe her actions» (Ribbans 1981: 281). 33
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porque es ilustrativo de la manera en que Galdós concibe la función pedagógica de la cuarta serie: no se trata de presentar verdades incuestionables. Galdós invita a sus lectores a descifrar a Isabel II como un personaje plenamente literario y a construirla con él. La significación de Isabel II no queda configurada de antemano, descubrirla es una empresa problemática. Descubrir el significado de la Historia reciente no lo es menos. Intentarlo a través de una obra literaria tiene su interés, porque la lectura literaria exige la cooperación del lector en el descubrimiento de un sentido huidizo y precario.
CAPÍTULO VI LA NARRACIÓN
En este capítulo analizaremos dos puntos esenciales: quién ve los acontecimientos y quién cuenta los relatos de la cuarta serie. Así distinguimos los dos elementos básicos del 'modo' y de la 'voz' narrativos que juntos se comprenden tradicionalmente por la perspectiva narrativa. La separación de estos dos aspectos es esencial pero no por eso menos difícil1. Empezaremos por Aita Tettauen que presenta unas condiciones de narración particular. Luego analizaremos el papel de Pepe Fajardo, narrador e historiador en Las tormentas del 48, Narváez y La revolución de julio y el de Juan Santiuste en Carlos VI, en la Rápita. Después analizaremos la problemática narrativa en las demás novelas, que tienen un narrador 'omnisciente'. Finalmente estudiaremos los puntos que los diferentes narradores tienen en común. 1 . NARRACIONES CONFLICTIVAS: AITA
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1.1. Focalizaci'on Aita Tettauen es una novela en cuatro partes, en la que la instancia narrativa es variable. La primera parte del libro se caracteriza por la focaliVer Graciela Reyes: «Cuando los personajes sirven de puntos de mira (de lugar donde está situado el foco, en términos de Genette), el narrador narra lo que el personaje percibe o cree, y nos encontramos frecuentemente con el problema de distinguir un modo de hablar de un modo de ver: problema general de la asignación de discursos, del oscilar entre la atribución y la apropiación. En efecto, al citar un punto de vista, el narrador puede citar, simultáneamente, un lenguaje. La confusión entre voz y perspectiva, que denunció Genette, está inscrita en el fenómeno mismo de la expresión narrativa» (Reyes 1985: 115). 1
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zación cero: el narrador no parece limitar su campo de visión. En la segunda parte de la novela no cambia el narrador, pero sí la focalización: ahora se trata de una focalización interna (Bal 1985:111), el narrador mira a través de los ojos de Juan Santiuste y los límites de su visión son los del personaje 2 . Hay una constante a pesar de los cambios: el saber 'ilimitado' del narrador 'omnisciente' 3 de la primera parte y el saber limitado del de la segunda tienen una restricción en común: su ignorancia del mundo africano. La visión de Juan Santiuste, a pesar de que reniegue de la epopeya guerrera y que se convierta en apóstol de la paz, sigue siendo una visión profundamente española. En la tercera parte cambian la instancia narrativa y la focalización: ahora el narrador es El Nasiry y el conocimiento de los datos que se transmiten tiene los límites de su visión y de su saber. No se puede hablar de un salto de nivel narrativo, porque el relato de El Nasiry no se subordina a ningún otro discurso: aparece yuxtapuesto a las otras partes. El cambio radical de la focalización se advierte desde los primeros párrafos: Es esta la guerra del español desde que apareció en el valle de Tettauen, y se refiere con verdad y estimación natural de todos los hechos presenciados por el narrador para que los venideros conozcan la brava defensa que de su religión venerada hacen los hijos de El Mogreb El Aksá.
2 Esta focalización se mantiene globalmente a lo largo de la segunda parte, pero hay excepciones: hay fragmentos en los que el narrador sobrepasa los límites del campo de visión de Juan, como por ejemplo en el de las meditaciones sobre O'Donnell en el capítulo IX: «Si consideramos al ejército español empantanado en las marismas del río Capitanes como un gran cuerpo de hombre, y en todas la partes de este cuerpo, entrañas, miembros, sangre y piel, suponemos el cruel padecimiento resultante de la horrible situación moral y física, debemos afirmar que el dolor más intenso y vivo estaba en el cerebro y el cerebro era O'Donnell. Hombre bien templado para el infortunio, lo soportaba con estoica entereza» (AT, 269).
Tradicionalmente se considera 'narrador omnisciente' al que demuestra saber más de lo que puede saber una persona. María del Carmen Bobes Naves (1985: 322) distingue diferentes tipos de omnisciencia según el tipo de limitaciones que pueden observarse: la temporal, la espacial y la psíquica. En el caso que nos interesa, el primer narrador no tiene omnisciencia psíquica o más precisamente no tiene omnisciencia sémica porque ignora los códigos culturales africanos, no demuestra conocer el desenlace de la historia así que no tiene omnisciencia temporal, y tiene omnisciencia espacial porque ningún espacio está vedado a su mirada. 3
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Nuestros aborrecidos hermanos, los de la otra banda, los hijos del Mogreb El Andalus, avanzaron desde Sebta hasta El Medik, sosteniendo combates terribles con nuestros valientes montañeses y tropas regulares. El número de cristianos que perecieron en aquellas refriegas no se puede calcular: los moros perdimos escaso número, y en casi todos los encuentros quedábamos vencedores (AT, 282).
El objeto principal de la visión sigue siendo el mismo, pero la manera de considerarlo es muy distinta. Es lo que ya se advierte en el léxico: no se habla más de «la guerra de África», sino de «la guerra del español», Tetuán recobra su nombre árabe Tettauen, al igual que Ceuta el suyo, Sebta. El espacio se divide en El Mogreb El Aksá, el territorio propio, y El Mogreb El Andalus, el ajeno. La separación entre los 'nuestros', los musulmanes, y los 'otros', los españoles, queda clarísima. Dentro de la nueva visión se impone una nueva lógica guerrera: los marroquíes son valientes, luego ganan, los españoles lo son menos, luego pierden. El Nasiry es un hombre poderoso y bien relacionado, lo que le permite acercarse a las fuentes de la información militar que necesita para su relato: visita al príncipe Muley El Abbás y se agrega a su séquito, lo que le permite observar batallas en posición segura. Cuando vuelve a Tetuán, tiene que convencer a los habitantes de que no abandonen la ciudad; esta misión le pone en contacto con los prohombres del lugar, tanto judíos como árabes, que le comunican sus reflexiones y sus proyectos. Lo que opone las visiones de Juan y de El Nasiry es el origen, la cultura, la religión y el temperamento. Juan es una conciencia atormentada por el furor de la guerra; El Nasiry, en cambio, la acepta como parte integrante de la vida. En la cuarta parte de la novela, la focalización es la misma que en la segunda. 1.2. Tiempo de la narración Con respecto a este tema, Aita Tettauen es probablemente la novela más compleja de la serie. De las cuatro partes, la primera parte es una narración ulterior (Genette 1972: 232) tradicional, en la que se cuentan los acontecimientos desde la declaración de la guerra a Marruecos hasta el día de la salida de Juan Santiuste para África. La segunda parte, también narración ulterior, trata las andanzas de Santiuste desde noviembre de 1859 hasta finales de enero de 1860. La tercera parte es una narración intercalada entre los momentos de la acción. El Nasiry escribe para El Zebdy una crónica de los acontecimientos de Tetuán que cubre muy pocos días: desde finales de enero hasta el seis de febrero de 1860. No tenemos la fe-
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cha en que se inicia la redacción pero sí la fecha final: «Vencido el islam, y dueños ya de Tetuán los españoles, hoy lunes 13 de rayab de 1276, te pide tu bendición y la venia para no escribirte más de estas cosas tu ferviente amigo y deudo» (AT, 317). Exactamente el mismo período queda cubierto por la cuarta parte, otra vez una narración ulterior, en la que se nos cuentan las hazañas de Juan Santiuste en Tetuán desde su escapada del campo español a finales de enero hasta la entrada de los españoles el lunes 6 de febrero de 1860, fecha del calendario gregoriano que corresponde con el 13 de rayab islámico. 1.3. Voces En Aita Tettauen el texto de la primera, segunda y cuarta partes pertenece a una misma voz narrativa, que no interviene en la historia. Este narrador es la voz privilegiada, ya que abre y cierra la novela y se responsabiliza de la organización del relato4. Cuando empieza la cuarta parte, se reinstala en el relato y anuncia que va a llenar el «vacío biográfico» (AT, 317) de Santiuste basándose en las informaciones de la vieja Mazaltob. La tercera parte emana de una voz diferente, la del personaje El Nasiry, y se distingue de la primera en varios aspectos. También dirige su escrito a otra instancia, que no se puede identificar, sin embargo, con el destinatario del primer narrador. El Nasiry escribe para su patrón y protector: «He aquí la historia que para recreo del cherif Sidi El Hach Mohamed Ben Jaher El Zebdy escribe su amigo y protegido Sidi El Hach Mohamed Ben Sur El Nasiry» (AT, 282). En esto se le puede comparar con Santiuste que escribe para su patrón y protector Pepe Fajardo, marqués de Beramendi. El hecho de escribir para un musulmán creyente y poderoso determina la narración de El Nasiry: lo que escribe, cómo lo escribe, y lo que se calla. Es difícil saber hasta qué punto este narrador se autocensura, porque de sus silencios no queda rastro. Pero hay momentos en el texto en los que se ve que tiene muy en cuenta a su receptor. Cuando pasa algunos días en Samsa, con su amigo Requena, éste se muestra escéptico frente a la eventual victoria de los marroquíes: «Debo deciros que Requena no disimula su desconfianza de que el Mogreb se 'sacuda fácilmente las moscas españolas'. Empleó esta frase, que copio fielmente» (AT, 295). Como frente a El Zebdy, El Nasiry no puede dejar translucir ni el menor
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Es lo que Genette llama «fonction de régie» (1972: 262).
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escepticismo, tiene que marcar fielmente sus distancias frente a la desconfianza de Requena, citándolo literalmente. Puede insertar trozos como el que precede sin comprometerse porque su patrón le encomendó que «al par de los hechos de la guerra pusiese en [sus] cartas copia fiel de la opinión de la gente» (AT, 292). En este aspecto también podemos notar el parecido entre la misión que cumple El Nasiry para El Zebdy y la que recibió Juan Santiuste de Fajardo. Lógicamente, los españoles son en el relato de El Nasiry los 'malos', que sólo ganan alguna que otra batallita gracias a las artes mágicas que los ponen en contacto con los diablos que les vienen en ayuda, y los del Mogreb son los 'buenos', valientes y victoriosos, gracias a la ayuda de Allah. El lector sabe que El Nasiry es Gonzalo, el hijo 'renegado' de Jerónimo Ansúrez. Se da cuenta que El Nasiry miente a veces a su protector. La máscara narrativa que ha adoptado no corresponde con su verdadero ser. El Nasiry es un narrador consciente de las dificultades de su tarea y cuida la impresión que El Zebdy recibirá a través de su texto. Procura que sus mentiras sean coherentes con la imagen que El Zebdy tiene de él: la de un musulmán fervoroso 'a nativítate'. El día 23 de enero de 1860 se oye un fuerte cañoneo en el campo español, que nadie en el campo marroquí puede explicarse. Aquí interviene El Nasiry que explica su conocimiento de las fechas importantes de la vida española recurriendo al pretexto de su afición al estudio: «El día de ayer corresponde a un día en que los cristianos aclaman y santifican a los reyes suyos que se llamaron Alfonsos, y al heredero de la Corona, que también lleva ese nombre...» (AT, 283). No añade que varios Alfonsos contribuyeron a derrotar los ejércitos musulmanes durante la reconquista. Explica también a su príncipe quiénes son los Voluntarios Catalanes (AT, 297). Dentro de la misma línea se sitúa su relato del primer encuentro con Juan Santiuste, al que tiene que presentar como un loco, si no quiere despertar la sospecha de su destinatario, que podría preguntarse cómo el español Santiuste pudo reconocer al moro El Nasiry. Pero a veces se rompe la máscara. En la batalla decisiva en la que los españoles conquistan la entrada del Río Martín que defiende Tetuán, blasfema en español y lo confiesa a El Zebdy (AT, 302). Se disculpa alegando el pánico que siguió la derrota. Este movimiento de exhibirse y retractarse luego es un juego peligroso del narrador con su narratario, si lo comparamos con la otra posibilidad que le queda abierta: la autocensura. Le escapan exclamaciones traicioneras; «¡Con doscientos y el portero!» (AT, 307), por ejemplo, es una exclamación típica del patriarca Jerónimo Ansúrez, que conocemos de Narváez: «Labrar la tierra es cosa dura, ¡ay!...
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¡con doscientos y el portero!(...)» (N, 1473). Este dicho castellano contrasta vivamente con los «loores a Allah todopoderoso» que se encuentran en multitud de ocasiones en el relato del renegado. La ambigüedad de la posición del narrador, moro pero en el fondo cristiano, marroquí pero español, se refleja en la ambigüedad del texto que mima el espíritu musulmán e imita el estilo florido de las crónicas árabes, que va destinado a un lector de expresión árabe, pero que aparece en una versión española, sin que se indique el eventual traductor5. La atmósfera árabe se rompe regularmente con la inserción de exclamaciones españolas 'castizas'. Lo que hace interesante la crónica de El Nasiry es precisamente la tensión entre la 'mentira' que pone en escena y la 'verdad' que controlada o incontroladamente viene a perturbarla6. El Nasiry es, para su narratario, un narrador indigno de confianza, pero aquél no es muy perspicaz. Las señales de su falta de credibilidad son tan manifiestas que el lector las detecta sin ningún problema. Poco a poco se construye un narrador que se opone al de las otras partes del libro por lo que sabe —conocimiento del mundo español/cristiano y del mundo africano/musulmán— pero no tanto por lo que siente, ya que sus reacciones espontáneas se parecen bastante a las españolas. Este narrador-personaje, por pertenecer a dos culturas, 'sabe' más que el narrador primero. La cuarta parte constituye una reduplicación temporal de la tercera. Por lo que se refiere a la problemática narrativa, ocurre también una especie de reduplicación: se confirma explícitamente, por el personaje El Nasiry, cuyo discurso está citado por el primer narrador y va dirigido a Juan Santiuste, lo que el lector perspicaz ya había deducido de la tercera parte. El Nasiry explica el objetivo de su narración: cumplir una misión que
5 Galdós disponía para esta tercera parte de un texto árabe, un capítulo de la Historia de Marruecos del El Nasiry histórico, que el arabista español Ruiz Orsatti le tradujo espontáneamente cuando supo que el novelista tenía previsto un libro sobre la guerra de África. Según Torres Nebrera (1989: 388) Galdós no lo utilizó. 6 Lécuyer y Serrano consideran que esta tercera parte de la novela constituye un fracaso, porque Galdós ya no produce lenguaje, sino que traduce (1976: 330). Es cierto que la traducción de conceptos árabes puede considerarse como una torpeza, porque rompe la ilusión de que la crónica está destinada a un narratario árabe, que no necesita las explicaciones dirigidas al destinatario de la novela, en el supuesto que el lector exige el tradicional respeto a la verosimilitud. Pero resulta obvio que a lo largo de la serie el lector se enfrenta con múltiples juegos de lenguaje que le recuerdan que lo que lee es una obra de arte y a esta altura Galdós ya lo tiene bien acostumbrado.
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le ha encargado El Zebdy. Pone de relieve los fallos en la coherencia de su relato pero no se preocupa, ya que no tiene en mucho la perspicacia de su protector: Cierto que si el fárrago de mis cartas cayera en manos de un español listo y versado en letras, vería que por los huecos de aquella balumba de citas coránicas y de adulaciones al Mogreb y a sus bárbaras tropas, asoman las ideas cristianas, todo el saber que se trae uno al mundo desde que le ponen en la frente la sal del bautismo (AT, 328).
Podría considerarse que estas explicaciones son en gran medida superfluas, ya que el lector atento se ha dado cuenta de las trampas de El Nasiry al leer el texto. Pero esta confesión se dirige en primer lugar a otro personaje, Juan Santiuste, que no conoce el texto de su amigo. De este modo se da retrospectivamente la 'regla de lectura' de la tercera parte. El modo alternativo de narrar de El Nasiry queda así integrado dentro del marco general de la narración primera. 2 . P E P E FAJARDO: NARRADOR E 'HISTORIADOR'
2.1. ¿Que sabe y cómo se informa? El historiador más importante de la cuarta serie es Pepe Fajardo7. Su carácter de personaje central de la serie no se explica por su protagonismo en el nivel de la historia: es únicamente Sujeto de Las tormentas del 48 y Narváez. Pero incluso en estas dos primeras novelas ya funciona como 'historiador' de su propia vida. En las novelas siguientes, Pepe Fajardo se desarrolla cada vez más como la figura central de una empresa historiográfica con varios colaboradores. Cuando el personaje se presenta a sí mismo, comprobamos que es informado por la literatura8. Vuelve de los Estados papales9 con una caja de libros que se ha mojado: «el estropicio fue tan grande, que los filósofos, historiadores y poetas llegaron como si hubieran venido a nado...» (T, 1357). La metonimia tradicional (los autores por los libros) permite la Ver también Ribbans (1993: 229-231) para una discusión del papel de historiador desempeñado por Fajardo. 8 Ver Behiels (1992) para un análisis del papel de la literatura italiana en Las tormentas del 48. 9 Para un análisis histórico de los conflictos político-religiosos que se desarrollan durante la estancia romana de Fajardo, así como de su repercusión en la España de los años 1850 y 1900, ver Journeau (1988). 7
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personificación que sigue («venir a nado») y continúa en la frase siguiente: «lo primero que hemos hecho mis libros y yo es ponernos a secar»10. Literalmente, Pepe Fajardo tiene un gran 'bagaje intelectual'. En una de sus primeras meditaciones sobre la Historia, que tiene valor programático, explica que cada vida humana es histórica porque puede tener valor de enseñanza para las generaciones futuras. Está convencido también del valor ejemplar de su propia vida y decidido a continuar sus memorias, incluso cuando de la vida italiana exaltante vuelve de nuevo a la rutina de la vida española (T, 1372). Fajardo entra en la vida madrileña precedido por una reputación de erudito: su primer jefe en la oficina dice que no tiene que trabajar, porque no quiere privarle de «consagrar las más de sus horas a revolver libros y compulsar códices en las bibliotecas públicas» (T, 1377). Cuando conoce al ministro Sartorius, que ha leído su manuscrito, éste le recomienda una carrera literaria y le aconseja probar fortuna en el teatro, en la novela o en la «Historia nutrida y amena». Lo que no conviene hacer es erudición estéril y aburrida sobre períodos remotos, que no consigue despertar el interés del lector contemporáneo, y sentimentalismo. Lo que se valora positivamente es lo ameno, relacionado con cierta tradición literaria española11. Pero otros personajes tienen una concepción distinta del ideal literario al que debería dedicarse Fajardo. Su madre le escribe desde Sigüenza que «aquí corre la voz que has empezado a escribir una magnífica obra sobre el Papado y... no sé qué otras cosas, la cual no tendrá menos de quince tomos» (T, 1378). En la novela siguiente, hasta la reina le recuerda su proyectada Historia del Papado (N, 1548), que nunca ha tenido la ambición de escribir. En Narváez Fajardo sigue con su proyecto de «historiador y crítico anatómico» de sí mismo (N, 1457). Fajardo es un observador curioso, inteligente, con una vida social intensa y acceso a múltiples fuentes de información. Pero es irreflexivo, algo ingenuo y no tiene voluntad. Manifiesta además en varias ocasiones su 10 Se trata aquí de una muestra más de la recuperación del sentido literal de los clichés, explorada por Isabel Román en el capítulo III de su libro sobre la creatividad en el estilo de Galdós (1993). " Sartorius funciona aquí como portavoz de las ideas literarias de Galdós, que opinaba que el realismo y el naturalismo decimonónicos no eran en el fondo más que actualizaciones de la tradición literaria del Siglo de Oro, y más concretamente de la novela picaresca, tradición con la que conectaron a su modo los costumbristas. (Ver el prólogo para la reedición de La Regenta de Clarín (Madrid, Fernando Fe, 1901) en Pérez Galdós 1972: 215).
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desinterés por la vida pública. Este desinterés ya se manifiesta en Las tormentas del 48. En la secuencia del 30 de marzo de 1848 describe su reacción frente a los sucesos revolucionarios: Por mi parte, declaro que no me quitan el sueño las políticas inquietudes, ni los problemas que, según dicen, señalarán el presente año como uno de los más agitados del siglo, porque he decretado mi absoluta independencia del organismo general, creando un sistema planetario para mi exclusivo uso, y de él no me sacan atracciones públicas de ningún género (T, 1402).
Unas semanas más tarde, la revolución lo sorprende en la cama. En Narváez su actitud sigue siendo más o menos igual. Reacciona negativamente cuando sus conocidos, que le consideran un experto, le piden su parecer sobre los sucesos de Italia en 1849 (N, 1492). Estas reacciones corresponden al tipo de 'historiador' que quiere ser: para él, la historia privada puede llegar a ser tan interesante o más que la pública. Como cuenta su propia historia conforme se va desarrollando, hay cosas que no entiende cuando se ve enfrentado con ellas y sólo comprende después. En Las tormentas del 48 el paso de la incomprensión inicial a la comprensión ulterior mediante unas informaciones descubiertas a lo largo del tiempo, se presenta varias veces: en la secuencia del 28 de enero (T, 1379) «no se atreve a pedirle explicación clara» a su cuñada acerca del trabajo de Gregorio, en la del 8 de febrero revela que ha descubierto la verdad (T, 1380); en la secuencia del 18 de febrero describe el baile de Villahermosa y el encuentro con la misteriosa máscara que se hace pasar por Barberina (T, 1384), y en la del 13 de marzo cuenta cómo conoció en una tertulia a Eufrasia Carrasco, que no tarda en identificar con la desconocida (T, 1396). Cree que está despedido porque se ha negado a obedecer a su segundo jefe y deja de acudir a la oficina; pero despiden al jefe y le ascienden a él. Gracias a su ex jefe empieza a entender que el origen de los misterios se sitúa en el convento de La Latina. Pero el mismo 'suspense' rige también para asuntos más importantes en su vida. Sólo al final de la novela entiende por qué su hermana tiene un ascendiente tan grande sobre la familia de Emparán: don Feliciano se enriqueció comprando a bajo precio bienes de la Iglesia, cuando la primera desamortización, y la entrega de su hija a alguien designado por la comunidad de las franciscanas forma parte del precio que paga por la tranquilidad de su conciencia. Pero la incógnita más grande no se resuelve en la novela: tenemos que esperar Narváez para que el narrador recupere su manuscrito. En esta segunda novela de la serie, las incógnitas vuelven, pero ahora se sitúan también en el nivel de la política: Fajardo se ve metido en
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ella sin que en un principio le interese. Ahora se trata de la conspiración contra Narváez que tiene una ramificación en la casa de sus suegros, pero que se discute principalmente en casa de Socobio. Es el propio Narváez quien le informa de la conspiración y del objetivo de las actividades secretas en casa de Emparán y de Socobio. Sólo al final de la novela aprende Pepe la versión de Eufrasia, que ni en ocasión de su entrega amorosa confesó el fondo de sus ambiciones políticas. Otra incógnita es el paradero de Lucila: la ve desaparecer en San Ginés y no vuelve a dar con ella. La solución de este misterio la recibe el lector, y no el personaje, en la novela siguiente. Estos enigmas sucesivos hacen que el personaje siga investigando y el lector siga leyendo. En La revoluci'on de julio Fajardo adopta el papel de Sujeto de la reflexión histórica: pero allí también su información es parcial y va de descubrimiento en descubrimiento. Ahora el enigma principal es la 'revolución doméstica' de Virginia Socobio que se revela mediante las cartas que le escribe a Pepe. Cuando Fajardo conoce el paradero de Virginia, descubre también la revolución política: la segunda le deja una impresión amarga, la primera le parece una conquista valiosa. Fajardo es curioso y se informa sobre lo que no sabe. Uno de los grandes objetos de su curiosidad es Eufrasia. Sobre la «dama moruna» le informan Virginia y Valeria de Socobio y el escritor Navarrete. Una vez que ha conseguido ganar la confianza de Eufrasia, ésta se transforma en una informadora crítica de primera importancia para el narrador. La curiosidad de Fajardo va ampliándose, y el círculo de sus contactos familiares y sociales ya no basta para completar su información. En La revolución de julio Fajardo toma a su servicio a Sebo que le mantiene al tanto de los manejos de los políticos, tanto los del régimen como los de la clandestinidad. El hecho de contar con personajes bien informados para completar su conocimiento de la historia es un factor positivo para la credibilidad de Fajardo como narrador. Pero hay elementos negativos que se oponen a esta credibilidad. Fajardo se ve afectado de una especie de manía que llama 'efusión popular' y que le impide ver las cosas como son. 2.2. Focalizacion En Las tormentas del 48, Narváez y La revoluci'on de julio Pepe Fajardo es al mismo tiempo el focalizador y el narrador. Nos enteramos de lo que observa y de lo que sabe a través de sus diarios. Al principio de la primera novela se construye la situación narrativa y se instala la focalizacion. Conocemos los sucesivos puestos de observación de Fajardo y sus
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objetos de análisis preferidos: él mismo y su entorno inmediato. Como la segunda novela es la continuación de la primera, no hace falta volver a precisar el alcance del enfoque. Pero al principio de la cuarta novela debe marcarse la diferencia con la anterior, Los duendes de la camarilla, que cuenta con un narrador omnisciente y un focalizador externo. En los primeros párrafos de La revolución de julio vemos un especial cuidado para volver a situar la focalización: Madrid, 3 de febrero de 1852. En el momento de acometer Merino a nuestra querida reina, cuchillo en mano, hallábame yo en la galería del Norte, entre la capilla y la escalera de Damas, hablando con doña Victorina Sarmiento de un asunto que no es ni será nunca histórico... La vibración de la multitud cortesana, un bramido que vino corriendo de la galería del costado Sur, y que al pronto nos pareció racha de impetuoso viento que agitaba los velos y manos de las señoras, y precipitaba a los caballeros a una carrera loca, tropezando en sus propios espadines, nos hizo comprender que algo grave ocurría por aquella parte... «Ha sido un clérigo», oí que decían; y en efecto, recordé yo haber visto entre el gentío, poco antes, a un sacerdote anciano cuyas facciones reconocí sin poder traer su nombre a mi memoria... (R], 9).
La mención de la fecha nos recuerda que estamos leyendo un diario. La precisión espacio-temporal es extrema: el momento es el de la agresión de Merino contra la reina, el lugar de observación es un punto exacto de la geografía del Palacio Real. Los personajes reciben impresiones visuales y auditivas que no pueden interpretar de inmediato. Se trata de un movimiento vago que no puede definirse: «vibración», «bramido», «racha de viento», «algo grave». El lugar de la acción se define en relación con el lugar de la observación: «la galería del costado Sur», «por aquella parte». Al final del párrafo se encuentran varios verbos de percepción: «oí», «recordé yo haber visto», «reconocí». En lo que sigue, el observador se desplaza en dirección del foco de agitación: «vi un oficial de alabarderos», «vi a la reina», «creí oírla pronunciar algunas palabras», «vi que movía su hermoso brazo», «rápida visión fue todo esto», «al rey no le vi», «vi a Tamames; creo que vi también a Balazote», «vi la cabeza cana de Merino», «la vi luego subir» (R], 9). Quiere ver a la reina, pero no lo consigue. Mediante esta acumulación de referencias a la visión queda bien establecida la focalización. En la misma página queda definitivamente restablecida la identidad del observador: «(...) encaré con mi suegro, don Feliciano de Emparán (...)». Ahora el lector sabe que no habrá diferencias fundamentales entre la focalización en esta novela y en las dos primeras.
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Fajardo determina la focalización en las tres novelas de las que también es el narrador. Pero cede muy a menudo la palabra a otros hablantes e incorpora también visiones conflictivas. El mejor ejemplo de dos enfoques conflictivos se encuentra en la escena delante de San Ginés, cuando Fajardo, que está hablando con el pintor Jenaro Villaamil, ve desaparecer a Lucila en la iglesia. Él sólo tiene ojos para la chica; el pintor ve las cosas de otra manera: ¡Qué cuadro! Es la primera vez que veo en Madrid un asunto poético y una composición prodigiosa... La mujer furtiva es lo de menos... ¡Pero la plazuela iluminada por la luna, el arco de San Ginés, donde se alcanza a ver el farolillo del sereno..., luz rojiza..., los desiguales edificios, la disposición irregular de las casas y tejados...! Es un cuadro, Pepe, un soberbio cuadro... (N, 1522).
Pepe no puede ver lo que ve Villaamil, porque su enamoramiento le cierra los ojos para todo lo que no sea Lucila; Villaamil puede ignorar a la mujer para fijarse en las bellezas pintorescas de la plaza. Es como si los dos observadores viesen un espectáculo diferente. Este detalle es una muestra más de la conexión establecida entre personajes referenciales —Villaamil es un pintor romántico 'de verdad'— y personajes ficticios12. 2.3. Tiempo de la narración Pepe Fajardo escribe sus memorias en forma de diario. Es decir que en cada secuencia cuenta lo que le pasó desde el momento de la redacción de la secuencia anterior. Su narración es en parte posterior a los acontecimientos, en parte simultánea, porque a veces medita sobre su escritura, y entonces tiempo de la narración y tiempo de la historia coinciden: tanto en Las tormentas del 48 como en Narváez se trata de una narración intercalada. Veamos algunos ejemplos. Al principio de la novela se ancla la escritura en la cronología:
12 Este fragmento recuerda un fragmento célebre de La deshumanización del arte sobre la importancia del punto de vista en el arte moderno: «Un hombre ilustre agoniza. Su mujer está junto al lecho. Un médico cuenta las pulsaciones del moribundo. En el fondo de la habitación hay otras dos personas: un periodista, que asiste a la escena obitual por razón de su oficio, y un pintor que el azar ha conducido allí. Esposa, médico, periodista y pintor presencian un mismo hecho. Sin embargo, este único y mismo hecho —la agonía de un hombre— se ofrece a cada uno de ellos con aspecto distinto. Tan distintos son estos aspectos, que apenas si tienen un núcleo común» (Ortega y Gasset 1983: 21).
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Antes de que mi voluntad desmaye, que harto sé cuán fácilmente baja de la clara firmeza a la vaguedad perezosa, agarro el primer pedazo de papel que a mano encuentro, tiro de la pluma y escribo: «Hoy, 13 de octubre de 1847, tomo tierra en esta playa de Vinaroz, orilla del Mediterráneo, después de una angustiosa y larga travesía en la urca Pepeta, ¡mala peste para Neptuno y Eolo! desde el puerto de Ostia, en los Estados del Papa...» (T, 1357).
En este fragmento se pone en escena el acto de la escritura y se anuncia un relato, la historia personal del narrador o la anécdota de la travesía, no sabemos qué se nos ofrecerá primero. La preocupación por la posteridad convierte los componentes de las Confesiones en históricos, ya que cuando se leerán, el presente de la narración se habrá trocado en Historia. Este cambio genérico lo expresa el narrador cuando al principio de Narváez le pide a la Posteridad, ya convertida en interlocutora, que guarde su secreto en el arca de la vida futura, «donde renazca con toda la verdad que pongo en mis Confesiones» (N, 1457). Otro bonito ejemplo del hecho de que un diario es una mezcla de narración ulterior y simultánea es el siguiente fragmento en el que se muestra que escribir es vivir. Las dos modalidades llegan a confundirse: Escribo por la mañana, tras largo insomnio, y noto que el acto de trasladar al papel mis dolorosas impresiones amansa mis penas y las hace tolerables. Parece que hay alguien que a soportarlas me ayuda, o que mis propios escritos, transmitidos a una Posteridad lejana, me dicen que la vida es larga y que en ella no pueden ser duraderos los infortunios, como no lo son las dichas (T, 1421-1422).
Hasta aquí, nada que no sea muy normal en una novela que se presenta como un diario. A primera vista, en La revolución de julio se trata otra vez de un diario ficticio, ya que el primer capítulo empieza por una indicación temporal: «Madrid, 3 de febrero de 1852» (RJ, 9) como las que nos son familiares de las dos primeras novelas. Sin embargo, aunque la narración simultánea y la ulterior sigan coexistiendo, esta novela se acerca más a la autobiografía ficticia que al diario, porque hay períodos enteros resumidos —en un libro que fingiera imitar sencillamente los diarios 'reales' habría más bien huecos, no resúmenes sistemáticos— y porque el narrador se distancia bastante de la persona a la que se le pasan las cosas. El narrador empieza a verse distinto del personaje que acaba de vivir los acontecimientos. Los capítulos XXII, XXIII y XXIV abarcan una secuencia muy larga, que lleva como indicación temporal «sigue julio» (RJ, 82); allí se describen los acontecimientos revolucionarios en los que el narrador se ha visto mezclado.
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Reflexionando sobre los acontecimientos a posteriori, en el momento de la narración, dice: Recordando ahora, un poco lejos ya de aquel día y de aquellos sucesos, lo que entonces pensaba yo y decía, obligado me veo a reconocer que no me encontraba, el 18 de julio, en la completa serenidad de juicio que normalmente disfruto. Las escenas trágicas del 17, el fulgor de las hogueras, mis ansias de belleza, el desarreglo estítico, digámoslo así, que se inició en mí desde el regreso de Vicálvaro, habían turbado mi espíritu (R], 92).
2.4. Voz Fajardo, narrador autodiegético (Genette 1972: 253) relata su propia vida, a la que atribuye interés histórico. Escribe para la posterioridad y se dirige explícitamente a sus futuros lectores. Las tormentas del 48 empieza así: Vive Dios que no dejo pasar este día sin poner la primera piedra del grande edificio de mis Memorias... Españoles nacidos y por nacer: sabed que de algún tiempo acá me acosa la idea de conservar empapelados, con los fáciles ingredientes de tinta y pluma, los públicos acontecimientos y los privados casos que me interesan, toda impresión de lo que veo y oigo, y hasta las propias melancolías o las fugaces dulzuras que en la soledad balanceen mi alma (...) (T, 1357).
El personaje se identifica con un autor: escribe para un vasto público, los «españoles nacidos y por nacer» y se dirige directamente a ellos, sin intermediarios. Pronto veremos que los «españoles nacidos» de cierto círculo madrileño conocerán el manuscrito bastante antes de lo que el autor había pensado y después de la pérdida de la primera parte de su obra limita su público a los «españoles por nacer». En Narváez se excluyen explícitamente los lectores contemporáneos: «No escribo éstas [Confesiones] para los vivos, sino para los que han de nacer; (...)» (N, 1457). Fajardo se pregunta si sus escritos llegarán a la posteridad, e imagina la mano erudita que salvará sus escritos del olvido: «(...) un erudito rebuscador o prendero de papeles inútiles que coja estos míos, les sacuda el polvo, los lea y los aderece para servirles en el festín de la general lectura» (T, 1357). Esta frase es más que una festiva reminiscencia cervantina. El erudito aficionado a los papeles viejos vuelve a presentarse en el texto como interlocutor imaginario: «Voy a contarte ahora, oh tú, mi futuro compilador, la vida y milagros de mi hermano Gregorio (...)» (T, 1378). La posteridad se convierte en una interlocutora más, debidamente personificada: «Advierto que la fisgona Posteridad, volviendo hacia atrás la
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cabeza, me interroga con sus ojos penetrantes...» (T, 1357). El sustantivo abstracto «posteridad» se convierte en nombre propio caracterizado por la mayúscula; tiene cuerpo de persona («cabeza, «ojos») y puede comunicar intenciones («interroga», «ojos penetrantes»). La posteridad sigue siendo la interlocutora privilegiada de Fajardo a lo largo de la novela. El capítulo X, por ejemplo, empieza por una invocación: «Señora Posteridad, mi amiga y dueño» (T, 1386)13. Más lejos en el texto, las competencias comunicativas de la figura se concretizan: si bien puede interrogar, no puede contradecir al narrador: «Hablando con la Posteridad, que está tan lejos y no puede contradecirme y burlarse de mí, me atrevo a consignar que mi figura es buena, que no desagrado al bello sexo» (T, 1382). Fajardo no controla su propia producción: su cuñada le roba el manuscrito de la primera parte de sus Memorias que empiezan a circular por la buena sociedad madrileña. Así se desarrolla un segundo nivel narrativo: a partir del capítulo VII de Las tormentas del 48 la búsqueda del primer manuscrito constituye un elemento esencial en la redacción del segundo. Las memorias y los diarios íntimos tanto ficticios como auténticos obedecen a ciertas convenciones: producción más o menos regular, la más frecuente posible, impresión de continuidad. Conforme avanzan los relatos contados por Fajardo se pierde la sensación de estar leyendo un diario: la cantidad de otros discursos integrados hace que el narrador se aleje del primer plano, que ocuparán otros discursos. Dentro del contexto del diario ficticio sorprende la presentación escénica de muchos acontecimientos. Si nos preguntamos qué descripción le cuadra mejor a la narración de Fajardo, la de ejercicio de pensamiento (lenguaje interior) o la de ejercicio de habla (lenguaje exterior), la respuesta es sencilla: incluso en momentos de introspección, las reflexiones de Fajardo se presentan como monólogos dirigidos hacia un receptor, y su relato es un ejercicio de habla. El capítulo XXIX de Las tormentas del 48 consiste principalmente en una meditación del narrador sobre la justicia social en general y sobre la significación de su ascenso inmerecido en particular, que contrasta con esta idea general. El largo monólogo presenta varias características típicas del discurso hablado. Abundan las preguntas retóricas («¿Qué organismo social es éste, fundado en la desigualdad y en la injusticia, que ciegamente reparte de tan absurdo modo los bienes de la tierra?», T, 1449), 13 Estos monólogos anticipan los sabrosos coloquios de Tito con Mariclío en la quinta serie.
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las repeticiones intensificadoras («Yo, señorito holgazán, inútil para todo; yo, que no sé trabajar ni aporto la menor cantidad de bienes a la familia humana (...)»/ T, 1449) y las exclamaciones grandilocuentes («¡Y con qué incongruencias nos sorprende nuestro juguetón Destino!», T, 1451). El factor que más contribuye a hacer de las meditaciones íntimas de Fajardo un discurso es su apostrofe a los futuros lectores: ¡Yo, que tan donosamente me burlé de la llamada Economía Política, negándole títulos y honores de ciencia, ahora ved cómo me vuelvo economista, económico o como queráis llamarme! (T, 1451).
Es como si el narrador fuese incapaz de reflexionar sin hablar al mismo tiempo. Lo que leemos no son las ideas o los sentimientos recién surgidos en la conciencia, sino una reelaboración en forma de discurso racional de esta materia prima. Hemos visto en el apartado anterior que Fajardo es un narrador cada vez más informado sobre el mundo porque lo comprende mejor y que se descubre a sí mismo conforme va pasando el tiempo. Lo que nos interesa ahora es ver en qué medida comunica la información que posee. Un escritor de memorias destinadas a un público quiere seducir y convencer; dos vías principales se abren ante él: la autocensura —hacer que los lectores no se enteren de lo mezquino, de lo feo, de lo despreciable de su vida—, o la confesión completa, en la que los aspectos negativos se compensan mediante la sinceridad, virtud suprema del narrador autobiográfico, que no puede ejercerse cuando no hay cosas feas que contar: no se trata entonces de narrar un relato bonito, sino un relato verdadero. Fajardo opta resueltamente por la segunda solución y lo cuenta todo: cobra del Estado sin trabajar, seduce a una muchacha del pueblo que se enamora de él, y hace lo que puede para desasirse de ella, juega, se endeuda, engaña a su familia, intenta seducir a una señora casada, se casa con una chica por su dinero. Después de la descripción despiadada de la feúcha María Ignacia, escribe: (...) veo que la confesión última (...) es irrespetuosa y depresiva para mi futura compañera. Pero atento a que la sinceridad resplandezca siempre en cuanto escribo, no borraré aquellos conceptos, impresión fiel de lo que entonces pensaba y sentía (T, 1451).
La simpatía que sin embargo inspira, se explica por su arte de contar ameno y humorístico que apela a la complicidad del lector, al que comunica sus razonamientos y sus sofismas y al que fuerza de alguna manera a compartir sus conclusiones, como ocurre en el párrafo siguiente:
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Sabed, ¡o posteri! que practico el nosce te ipsum; que por las noches, una vez cumplida la obligación de emborronar papel, examino mi interior y hago cómputo y análisis de mis pensamientos y mis acciones. Pues bien: declaro que me siento altanero; atribuyo este fenómeno al efecto del ambiente en que vivo y a mi fácil asimilación de caracteres y costumbres. Cuando los años me den mayor experiencia haré la crítica de esta nueva evolución mía, ahondando en sus causas; hoy por hoy me limito a consignar el caso y echo la culpa al tiempo, a la atmósfera, como hacemos comúnmente en el primer diagnóstico de nuestras dolencias (T, 1382).
El examen de consciencia ya predispone favorablemente al lector. El que reconozca el cambio de su carácter, también, porque demuestra capacidades de autoanálisis. Luego el narrador empieza a escabullirse: no tiene la responsabilidad del cambio, provocado por las circunstancias. Posee la lucidez para reconocer unas «malas influencias» en el medio que lo rodea, pero presenta las cosas como si no hubiera posibilidad de lucha o de resistencia. La hipocresía es total cuando identifica el cambio en su carácter con una enfermedad, de la que nadie es responsable. Fajardo no ocupa constantemente el primer plano en su narración y cede la palabra a otros, reproduce muchos diálogos. 'Edita' las réplicas de los demás, presentándolas en su contexto y añadiendo los datos situacionales que permiten comprender adecuadamente lo que se dice. También se integran en la narración textos preexistentes: en Las tormentas del 48 se trata de las cartas de doña Librada, la madre del narrador. Las cartas de doña Librada constituyen interrupciones en el curso del relato. La pobre señora no sabe lo que hace su hijo pero le escribe cómo se imagina su vida. Lo que pasa es que su versión de la vida de Pepe y la versión que descubrimos en el diario son bastante divergentes. La primera carta se menciona en la secuencia del 22 de enero y es una reacción al destino que recibió Pepe a poco de llegar a Madrid. Aparece claramente la ingenuidad de doña Librada, que atribuye el destino a la alta inteligencia de su hijo. Le recomienda que no trabaje demasiado y no se cargue del trabajo de sus compañeros. Reproduce un rumor que circula en Atienza según el que Pepe estaría preparando una Historia del Papado. Finalmente le recuerda que tiene que cumplir sus deberes religiosos. Mientras tanto, del diario se puede deducir que el destino no tiene nada que ver con la inteligencia del candidato pero todo con el juego de las influencias burocráticas puesto en marcha por Agustín Fajardo, que Pepe, lejos de asumir las responsabilidades de sus compañeros ni siquiera cumple con las suyas, porque casi nunca pasa por la oficina, que la Historia del Papado no existe ni en proyecto, y que la práctica religiosa no debe preocuparle mucho al narrador, ya que nunca la menciona.
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El engaño en el que vive la madre del narrador va en aumento y las cartas son testimonio de ello. La que se reproduce en la secuencia del 26 de febrero contiene principalmente un elemento de información: Sor Catalina insiste para que su hermano menor la visite. El resto de la carta lo ocupan los ensueños de la buena señora, que se imagina que su hijo se dedica totalmente a sus estudios y a la religión y que ha evitado mezclarse al barullo del Carnaval. Mientras tanto ha podido leerse en el diario que Pepe Fajardo se ha enamorado locamente de una señora disfrazada de campesina italiana en un baile de Villahermosa. Los sentimientos de culpabilidad que tiene el narrador son tan grandes, que quiere desengañar a su madre. Su primer impulso es proyectar una carta que contenga algunas revelaciones sobre su vida, pero opta por la discreción. La tercera carta, reproducida en la secuencia del 30 de abril, subraya, una vez más, por contraste el comportamiento frivolo de Pepe: doña Librada dice que sabe «por el pajarillo que le cuenta todo» (T, 1416) que su hijo vive una vida seria y retirada. Le aconseja que se compre dos trenes de ropa negra y que evite los chalecos vistosos y las corbatas de colorines. El lector que descubre la carta ya sabe que el origen de las deudas del narrador se sitúa entre otras cosas en el gasto exagerado que le supone la ropa a la última moda. La madre está convencida de que gasta su dinero en la compra de regalitos para sus familiares, cosa de la que no hay ni rastro en el diario. «Sabe» que la Historia del Papado progresa bien. Le anuncia el envío de un chorizo de fabricación casera y de ochenta reales que ha podido ahorrar. Como siempre cuando recibe una carta de su madre, la mala conciencia del narrador empieza a manifestarse. Pero la acalla pronto. Va a buscar a la dirección indicada el chorizo y el dinero, que conserva en casa para no «profanarlo» en una casa de juego. Los contrastes entre la realidad de la vida de Fajardo y la imaginación de su madre llegan a su punto culminante en la última carta, que es el texto que cierra el libro. Casi se podría hablar de humor negro: la buena señora alaba al Señor por la realización de una boda de amor entre dos seres que se han enamorado nada más verse. Para ella, María Ignacia es una criatura de una belleza celestial: «con la inocencia pintada en su rostro angélico, los ojos como luceros, la boca como la misma pureza entre rosas y jazmines, y el cuerpo tan gallardo que no hay palmeras ni juncos que se le puedan comparar...» (T, 1455). En páginas anteriores, el narrador ha descrito a su prometida como una idiota fea y gordísima. Doña Librada se alegra de que la novia sea millonaria, a causa de los muchos millones que la pareja podrá dedicar a la Iglesia y a los pobres. La riqueza tiene una segunda ventaja: dando limosna, erradicarán el so-
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cialismo. Como para los otros temas que aparecen en las cartas maternas, el socialismo y la revolución social ya han sido objeto de las reflexiones de Pepe. En Roma coqueteaba con los ideales revolucionarios. Con la franqueza algo cínica que le caracteriza como narrador, cuenta cómo se pasa al otro bando: ¡Yo, que había mirado con tan tiernos ojos al dulce clérigo Lammenais, viendo en él al apóstol del proletariado en nombre de Cristo primer pobre; yo, que como él llamaba esclavitud moderna al viejo pauperismo, y pedía la redención de los menesterosos, víctimas de un corto número de opresores y verdugos, ahora me paso con armas y bagajes a esta minoría cruel y egoísta, y sentado en la mesa de Epulón, arrojaré los huesos y piltrafas a la humanidad desheredada por inicuas leyes!... (T, 1450).
Esta «traición» a los ideales juveniles de progreso social continuará persiguiendo al personaje y sólo la escritura podrá contrarrestar sus sentimientos de culpabilidad. Su madre ve en el socialismo el mal de los tiempos modernos, que puede eliminarse mediante la caridad cristiana: «Vivan mis hijos, a quienes Dios concede tanta riqueza para que alivien las miserias de la Humanidad, para que les quiten de la cabeza a los pobres esa mala idea de revolucionarse por el tuyo y mío» (T, 1455). Esta carta, que termina la novela, no recibe ningún comentario. Las cartas de doña Librada son un elemento importante para la interpretación de la novela: constituyen una versión alternativa de hechos contados por Fajardo. El lector se ve enfrentado así con dos enfoques opuestos que emanan de dos narradores limitados: doña Librada monta sus ensueños sobre la base de una información parcial y filtrada, Pepe Fajardo, a pesar de su franqueza y sinceridad, intenta ganarse a sus lectores. La inserción de las cartas introduce una especie de distanciamiento irónico que permite al lector 'rectificar' las interpretaciones y los comentarios del narrador14. ¿Dónde está la verdad? No se resuelve esta cuestión en el texto, el lector tiene que juzgar.
En su libro dedicado al punto de vista en las Novelas contemporáneas, Kay Engler relaciona la falta de credibilidad de los narradores 'en primera persona' con su 'inconsciencia': «(...) the unreliable narration of these (...) novéis is the result of 'inconscience', an unconsciously ironic narrative. This inconscious irony and the resultant unreliability is necessary to maintain the dialectic of appearance and reality, of perceiving consciousness and external reality characteristic of Galdós' realism» (Engler 1977: 182). Esta conclusión puede aplicarse también a 14
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Las condiciones de la narración cambian en el cuarto libro de la serie, La revolución de julio, cuando Pepe Fajardo vuelve a narrar su relato después de una novela contada por un narrador omnisciente. Si como centro de la focalización puede ser más interesante que en las dos primeras novelas porque es más maduro y tiene más experiencia de la vida, como narrador su libertad de expresión está coartada por su familia. En 1851 se pone enfermo, y su mujer y su suegra aprovechan la ocasión para registrar sus papeles. Queman —cervantinamente— una parte de su manuscrito, la que corresponde al año 1850 y principios de 1851. Después de un viaje a Italia, durante el que se le prohibe coger la pluma, Fajardo puede volver a escribir, pero siguiendo las reglas de conducta dictadas por María Ignacia: La primera es que no consagre a este recreo cerebral más que hora y media, a lo sumo dos horas, en cada veinticuatro; la segunda, que no reserve de su curiosidad mis papelotes, reconociéndole el derecho de revisión, censura y aun de enmienda si fuera menester... (RJ, 13).
María Ignacia se convierte en co-editora de las Memorias y las discusiones entre los esposos sobre lo que puede ser materia digna de consignarse por escrito se reproducen en el diario. Así por ejemplo, después de haber esbozado el panorama político de febrero de 1854, el narrador dice: «He leído a mi mujer estos párrafos, y le han parecido bien» (RJ, 34). María Ignacia se interpone así como un filtro entre el narrador y el narratario. En La revoluci'on de julio ocurre algo aparentemente similar a lo que pasa en Las tormentas del 48: el narrador recibe varias cartas que ritman la novela. Pero las diferencias son esenciales: las cartas de Virginia Socobio tratan de ella misma, no de Pepe, y constituyen un elemento motor, que incita al narrador a la acción. Acción primero puramente intelectual —intentar comprender por qué se fugó Virginia—, luego más dinámica cuando Fajardo interviene con el jefe de la policía para descubrir su paradero y cuando organiza una excursión a Vicálvaro para encontrarla. Las cartas de Virginia constituyen un ejercicio de lectura interpretativa para los esposos Fajardo. La primera, discutida en la secuencia del 17 de enero de 1854 (RJ, 28-29) sólo provoca estupor y confusión. La segunda, en Pepe Fajardo y a Juan Santiuste —en el caso de El Nasiry no se puede hablar de inconsciencia— pero la tensión realidad / v / apariencias se manifiesta en la cuarta serie también en el nivel temático, en la oposición entre historia interna e historia externa y en la búsqueda de la 'historia verdad', como veremos.
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la que Virginia canta su libertad (marzo de 1854, Rf, 35-37) sirve para poner de relieve la reacción diferente de Pepe y María Ignacia: ella cree que Virginia los engaña y que no es posible la felicidad en la vida salvaje, él cree que sí y a partir de los mínimos datos de la carta pone en marcha su imaginación para reconstruir hipotéticamente su modo de vivir. No llegan a una conclusión común. La tercera carta es la más bucólica de todas: en ella cuenta Virginia cómo su amante estuvo a punto de morir y cómo consiguió sacarle adelante y curarle. Aquí la lectura está entrecortada por varias pausas, porque los Fajardo tienen que respirar hondo y secarse las lágrimas antes de continuar. La reacción dominante de los dos es la compasión, que no acalla sin embargo el sentido crítico de María Ignacia. Esta carta da lugar a una interesante discusión acerca de la narración escrita. María Ignacia cree que han llorado porque Virginia es hábil escritora y adorna los hechos: «¿Habría producido el mismo efecto contado por ella o visto por nosotros?» (R], 44). La respuesta de Pepe es matizada: Algo de arte hay siempre en lo que se escribe, y los hechos, aun referidos en forma descarnada, se revisten de un extraño resplandor, más o menos vivo, según la sensibilidad de quien los refiere. En la carta de Virginia resplandece la narradora, que no carece de habilidad: adorna un poquito. Pero bien se ve que es cierto lo que nos cuenta, y en el sello de la verdad está todo el interés y todo el encanto de lo que hemos leído (R], 44).
Este párrafo autorreferencial podría servir de arte poética para las Memorias que Pepe está escribiendo y para toda la cuarta serie: 1) es imposible eliminar todo rastro de la voz del que narra; 2) la autenticidad o la inautenticidad del relato se perciben siempre, incluso cuando el narrador es muy hábil; 3) lo que constituye el interés de un relato es su verdad, criterio superior de valoración literaria. Si los esposos llegan a ponerse de acuerdo sobre este problema literario, no comparten sin embargo el mismo juicio moral: Pepe defiende una moral que emane de los corazones, María Ignacia lucha entre la moral social y la moral personal. La cuarta y última carta de Virginia (secuencia del 15 de junio, Rf, 5961) trata un tema de justicia social del que los esposos no discuten, y propone un medio para que Pepe entre en contacto con la fugitiva. Esta ausencia de acuerdo entre los dos se da también en otros casos, por ejemplo cuando los Fajardo descubren la 'cara oculta' de Domiciana Paredes a través de las confidencias de Sebo. María Ignacia no sabe con qué Domiciana quedarse, con la débil o con la fuerte. Fajardo opta por la Domiciana fuerte, pero usa el condicional, lo que debilita su opción: «Yo me quedaría
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siempre con la fuerte. En Napoleón Bonaparte, la acción enérgica eclipsa todo lo demás: los errores, las vanidades, las infamias menudas...» (RJ, 56). El cambio narrativo más importante en esta novela frente a las dos primeras, como ya hemos indicado, es la reconversión del 'diario' ficticio en otra cosa que se parece más a las 'memorias' pero que presenta características que no se asimilan convencionalmente a las memorias 'fingidas' o 'verdaderas'. El narrador sigue fiel a las convenciones del diario —secuencias que se siguen con relativa regularidad, comunicación de las impresiones a lo vivo, ausencia de distanciamiento entre el momento de la vivencia y el de la comunicación— cuando le interesa: al principio de la novela (el atentado) y a partir de la segunda mitad (la revolución). Allí tenemos indicaciones claras de las fechas. Pero en otras ocasiones se pierde el carácter del 'diario' y la evolución hacia las 'memorias' se hace sentir cuando el narrador introduce una distinción explícita entre su 'yo' confuso metido de lleno en los acontecimientos, y su 'yo' más clarividente en el momento de la narración. 2.5. Juan Santiuste, lugarteniente de Fajardo Carlos VI, en la Rápita se cuenta también desde una focalización interna, la de Juan Santiuste. Su conocimiento de la historia que va a contar es tan parcial como el de Fajardo: no escribe su relato a posteriori, sino que compone una especie de diario de viaje que manda periódicamente a su mecenas. Está viviendo su historia casi al tiempo de redactarla. Ha partido para Marruecos sin conocer para nada el país, lleno de ilusiones. Poquito a poco los 'filtros' que oscurecen su visión van desapareciendo: el militarismo épico, el concepto quijotesco del honor, los secretos del serrallo. Lo que nunca desaparece es la afición por las mujeres. Podría pensarse que conforme se van cayendo estos velos, Santiuste se hace más receptivo hacia las cosas tal como se presentan delante de él y se convierte en un narrador más consciente y mejor informado. Lo que ocurre es que los filtros sucesivos que pone en juego le son vitales, y que sin filtro protector se ve amenazado de desintegración. Su «vida está estrechamente enlazada a estas dulces mentiras» (TD, 678), como dice a su patrón. Las limitaciones inherentes a la condición del personaje tal como está construido, se compensan de alguna manera mediante las excelentes informaciones que obtiene de los demás. En Marruecos, El Nasiry le informa ampliamente sobre la vida y costumbres africanas. En la región de la desembocadura del Ebro, es el Arcipreste Juan Ruiz quien cumple la misma
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función. Los enigmas que Juan se plantea no suelen ser de tipo político: lo que investiga preferentemente son las maneras de entrar en comunicación con una mujer que desea. Allí tiene que contar con su perspicacia propia, ya que los que podrían informarle mejor, y de hecho le informan sobre otras cosas, son los 'propietarios' de las mujeres deseadas. Los dos focalizadores Fajardo y Santiuste tienen elementos en común que permiten compararlos: su temperamento es curioso, activo y enamoradizo, lo que los empuja hacia afuera y los lanza a aventuras interesantes de contar. Se informan sobre cosas que no saben, pero la apertura hacia los datos que vienen de fuera se ve a veces perturbada por las manías que los afectan: la 'efusión popular' de Fajardo y la creciente 'confusión' de Juan Santiuste-Confusio. Carlos VI, en la Rápita se presenta como una crónica personal redactada por Juan Santiuste para Pepe Fajardo, y enviada a su narratario en forma de cartas que relatan los acontecimientos que acaba de vivir. Se trata, pues, de una narración intercalada entre la vivencia de los hechos. Como en la primera novela de la serie, el redactor introduce a veces el momento y las circunstancias materiales de la actividad narrativa en su relato (CR, 337). Juan Santiuste, narrador de Carlos VI, en la Rápita, comparte la mayoría de los rasgos de Fajardo: se dirige explícitamente a su narratario, cede la palabra a otros y reproduce sus diálogos, no pretende imponer una interpretación de sus vivencias. Esta similaridad confirma su papel de 'lugarteniente' de Fajardo. 3 . NOVELAS CON NARRADOR 'OMNISCIENTE'
3.1. Focalizacion: la importancia de los 'incipit' Las novelas que nos quedan por discutir en este capítulo se caracterizan por la focalizacion típica de la novela tradicional: la visión no está a priori frenada por las imperfecciones de un observador que sufre las limitaciones 'humanas'. Las cinco novelas tienen un 'narrador omnisciente' que a veces abandona sus privilegios. Los principios de las novelas son importantes porque sitúan la focalizacion. Las primeras páginas de Los duendes de la camarilla pueden analizarse como si se tratara de un guión de cine en el que los movimientos de la cámara se indican claramente. El primer movimiento que se observa es una reducción del campo de las posibilidades: «Medio siglo era por filo..., poco menos. Corría noviembre de 1850. Lugar de referencia: Madrid, en una de sus más pobres y feas calles, la llamada de Rodas, que sube y baja entre Embajadores y el Rastro» (DC, 1 5 6 9 ) . Ahora que el lu-
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gar de observación queda identificado, la cámara empieza a registrar: la embocadura de la calle de Rodas, un farol, un ciego, el sereno, una mendiga. Se enfoca a una mujer: «En el momento de mayor soledad, una mujer dobló con decidido paso la esquina de Embajadores y puso cara y pecho a la siniestra calle (...)» (DC, 1569). El narrador hace como si no conociera a la mujer: deduce su juventud de la viveza de su marcha, se extraña de sus zapatos rojos, la ve entrar en una casa, saludar a una vecina, supone que hay un motivo urgente por el que no quiere detenerse, la ve continuar su camino por pasillos y escaleras y entrar en una buhardilla por una ventana. Se revela el nombre de la mujer porque ella misma lo menciona hablando: Cigüela. En el tercer capítulo de la novela se la identifica: «Especiales accidentes de su vida, que aún no conoce bien el historiador, dieron a la hija de Ansúrez, dos años antes, ocasiones de valimiento en dos lugares donde residía todo el poder humano (...)» (DC, 1577). Ahora ya estamos en la narración 'omnisciente', puesto que los límites del saber del observador van desapareciendo. Este procedimiento recuerda lo que Genette (1972: 207-208) llama el «introito enigmático» que caracteriza novelas importantes del siglo xix. El 'incipit' de O'Donnell parece casi un prólogo. La novela empieza así: «El nombre de O'Donnell al frente de este libro significa el coto de tiempo que corresponde a los hechos y personas aquí representados» (OD, 115). Parece emanar de un observador que está fuera del 'mundo' de la cuarta serie. Presenta el relato literalmente como un libro preexistente redactado por un autor: «O'Donnell es el rótulo de uno de los libros más extensos en que escribió sus apuntes del pasado siglo la esclarecida jamona doña Clío de Apolo (...)» (OD, 115). Pero aquí cesa el artificio, y a partir de ahora el narrador sabe tanto como Clío, cuyo relato narra por su cuenta. La vuelta al mundo en la «Numancia» tiene un doble punto de partida. En el primer párrafo la focalización emana del mismo personaje que cierra la novela anterior: Juan Santiuste. El segundo párrafo se centra en Diego Ansúrez, y allí el narrador manifiesta su omnisciencia temporal, ya que conoce el pasado de Diego. Es como si la novela sólo arrancase de verdad aquí: «En febrero del cuarenta y nueve fue a Játiba Diego Ansúrez a negociar cambalache de aguardiente anisado por pieles y arroz (...)» (VM, 429). Se nos comunican las coordenadas espacio-temporales y los objetivos de un personaje, lo que constituye un perfecto principio de novela. Es la historia de Diego Ansúrez, pero es el narrador quien la asume y la cuenta. El primer capítulo narra cómo Ansúrez encontró a su mujer. El segundo capítulo empieza de una manera similar al primero: «La con-
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tinuación de estas noticias biográficas dejó en la memoria de Confusio y Donata los puntos más salientes, a saber: la edad de la monja fugada no pasaba, según su cuenta, de los veintiséis años» (VM, 431). Aquí cambia el enfoque: el narrador nos hace compartir lo que saben Juan y Donata. Han escuchado la historia de Ansúrez y la monja fugada, y el narrador cuenta a su narratario la historia como ellos la conocen. La focalización corre de la cuenta de la pareja, el narrador comparte su enfoque y por de pronto no parece saber más que ellos. En el tercer párrafo se estabiliza la situación: Donata y Juan desaparecen, y la focalización se amplía: «En este punto se desvanece la historia, y los sucesos se diluyen por la dispersión de los seres que los informan» {VM, 431). La historia que se desvanece es la de los tres personajes juntos, ya que se van dos; por fin el narrador 'omnisciente' estará solo para observar, comprender e informarnos sobre Diego Ansúrez. En Prim el narrador demuestra de entrada su 'omnisciencia' acerca de uno de los personajes principales: tiene informaciones fidedignas que contrasta con otras menos dignas de confianza: El primogénito de Santiago Ibero y de Gracia, la señorita menor de CastroAmézaga, fue desde su niñez un caso inaudito de voluntad indómita y de fiera energía. Contaban que a su nodriza no tenía ningún respeto, y que la martirizaba con pellizcos, mordeduras y pataditas; decían, también, que le destetaron con jamón crudo y vino rancio. Pero éstas son necias y vulgares hablillas que la Historia recoge, sin otro fin que adornar pintorescamente el fondo de sus cuadros con las tintas chillonas de la opinión (P, 527).
Pero no es posible determinar ni el momento ni el lugar desde los que el narrador dirige sus miradas sobre Ibero. Es una voz autorizada e irónica que no necesita situarse. La de los tristes destinos, al contrario, empieza por un enorme plano panorámico que engloba Madrid y sus afueras. De entrada, se trata de una visión coloreada por una interpretación: Madrid, 1866. Mañana de julio seca y luminosa. Amanecer displicente, malhumorado, como el de los que madrugan sin haber dormido... (TD, 635).
La visión sigue el movimiento de los rayos del sol: el campo del Abroñigal, los árboles del Retiro, los tejados de la Villa, los huecos de la Puerta de Alcalá, la fachada del cuartel de Ingenieros, un montón de gente en la calle alta de Alcalá. Ya está circunscrita el área dentro del que la visión va a ejercerse en el primer capítulo.
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3.2. Tiempo de la narración Con Los duendes de la camarilla se abandona la forma del diario novelado y surge una novela a primera vista de lo más tradicional. Se trata de una narración ulterior: el narrador produce el relato cuando la historia está terminada. La historia empieza en noviembre de 1850 y se termina el 2 de febrero de 1852, día de la boda de Lucila Ansúrez y del atentado contra la vida de Isabel II, pero la narración no lleva fecha. Podemos suponer que la distancia es mayor que un par de años, ya que el narrador consigue oponer el tiempo de la historia a los tiempos subsiguientes; así cuando describe un secadero de pieles: «(...) aquellos imponentes pellejos hinchados de viento que tanta semejanza tenían con los hombres públicos de aquel tiempo... y de otros» (DC, 1617). Volvemos a este tipo de novela con O'Donnell. Se trata de una narración ulterior, hecha por un narrador que conoce el desarrollo de los acontecimientos, y que no esconde su 'omnisciencia' temporal y espacial. Por ejemplo, en el capítulo XX se menciona el levantamiento agrario del Arahal sofocado por Narváez. El comentario refleja la visión de don Mariano Centurión y contiene una observación del narrador: Cuando se hicieron públicos los graves sucesos del Arahal, una revolución más agraria que política, no bien conocida ni estudiada en aquel tiempo, no podía el buen hombre contener su ira (...) (OD, 177).
El narrador escribe desde un 'ahora' que se opone al 'entonces' en que Narváez mataba a los campesinos sublevados. Pero no hay indicaciones para situar este 'ahora' con más precisión frente al tiempo de la historia. La vuelta al mundo en la «Numancia» es igualmente una narración ulterior. Los comentarios histórico-moralistas del narrador permiten situar vagamente el tiempo de la narración frente al de la historia: El hecho que debe ser puesto aquí, como guión de los que marcan el paso de la Historia, fue el siguiente: nuestro Gobierno de entonces, ni más cauto ni más animoso que los que le precedieron y después le heredaron, se sintió de súbito aterrado de la prolongación dispendiosa de la campaña del Pacífico (VM, 512).
El momento de la escritura debe estar lo suficientemente alejado de los acontecimientos como para poder presentar ciertas actitudes oficiales como constituyentes de un guión que se repite. El narrador anónimo podría muy bien ser contemporáneo de Galdós en 1906, y asociar la campaña del Pacífico con la política colonial de España entre 1868 y 1898.
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Hace otra observación, esta vez sobre la sublevación de los campesinos de Loja, que permite confirmar esta hipótesis: dice de Pérez del Alamo, el organizador de la revuelta, que «representó una idea que en sus tiempos se tuvo por delirio. Otros tiempos traerían la razón de aquella sinrazón» (VM, 422). En Prim se trata también de una narración ulterior, producida por un narrador lo suficientemente alejado de los hechos para poder juzgarlos o para poder rectificar interpretaciones erróneas. Un ejemplo: la sublevación militar ideada para el día 10 de junio de 1865 fracasa; Vicente Jiménez, el huésped de Prim, consigue desviar la atención de la policía y embarcar al general sin problemas: ¿Dónde estaban los carabineros, cabos de mar y polizontes? Nadie lo sabía. Se dijo que Villalonga arregló la salida de Prim por un lado, mientras la Policía echaba ojos por otro. Años adelante, hablando de esto con sus amigos, Prim lo negaba rotundamente, y toda su gratitud era para el valiente y oscuro Vicente Jiménez (P, 584).
Teniendo en cuenta las referencias a lo que llamaremos la 'actualidad' del narrador —«años adelante»— podemos situar el momento de la narración bastante después de los acontecimientos narrados, incluso en el momento de la redacción de la novela, en 1906. Nos apoyamos en fragmentos tales como el siguiente: Admirable cosa era que, gozando de tantos bienes domésticos, mujer buena y hermosa, lindos, inteligentes hijuelos, floreciente negocio comercial, todo esto y su reposo y su tiempo y sus ganancias los sacrificase Chaves en altares idolátricos de la política. O eran aquellos tiempos de mayor inocencia o de mayor virilidad. De todo habría seguramente. Ello es que, sin el llamado candor progresista, de que tanta burla han hecho los oligarcas de poco acá, no se habría limpiado esta vieja nación de algunas herrumbres atávicas que la tenían paralizada y como muerta. Si héroes anónimos hubo siempre en nuestras epopeyas guerreras, también los hubo en los dramas políticos: héroes de abnegación no menos grandes que los que arriesgaron la vida y el honor militar (P, 623).
A partir de 1874 la opinión conservadora había intentado enterrar los valores del sexenio revolucionario. El narrador quiere rescatar los ideales que funcionaron como punto de partida de una revolución que no supo realizarlos. Esto implica distancia en el tiempo. En La de los tristes destinos se trata de una narración ulterior, como en las dos novelas anteriores, producida por un narrador irónico y parlan-
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chin. Aquí también puede situarse el tiempo de la narración bastante después del de los sucesos contados, y se dan leves indicaciones que permitirían hacerlo coincidir con el momento de la redacción de la novela, por ejemplo: «(...) que en aquellos tiempos ya nuestros Gobiernos solían mandar los soldados a la guerra sin la conveniente provisión de pólvora y balas» (TD, 694). En esta frase la falta de munición 'entonces' implica una comparación con la situación similar 'ahora', en el momento de la redacción. 3.3. Voces Los narradores dirigen la lectura de sus narratarios, a los que se dirigen explícitamente, cosa frecuente en la novela decimonónica. Narrador y narratario comparten valores y conceptos, como se ve en el fragmento siguiente, en el que el narrador incita a su público a utilizar los conocimientos que posee ya sobre Domiciana para comprender su actuación futura: «Por lo que hasta allí se conoce de la vida de esta mujer singular se habrá comprendido que eran extraordinarias su penetración y astucia» (DC, 1629). El deíctico 'allí' parece implicar que el narrador abandona su relato para dirigirse al narratario que sitúa en otro espacio más cercano, 'aquí'. El narrador de O'Donnell adivina las eventuales objeciones de su auditorio a la descripción encomiástica que está haciendo de Teresa Villaescusa, y contesta: La tez de un blanco alabastrino, el cabello castaño, los ojos negros: ¿verdad que no pudo idear combinación más bonita el Supremo Autor de toda hermosura? Pues espérense un poco, y verán qué obra maestra (OD, 127).
La familiaridad de tono del narrador frente a su auditorio implica confianza y criterios compartidos; es lo que le permite al narrador utilizar la primera persona del plural para hablar en su nombre propio y en el de su público al mismo tiempo. Se trata de un 'nosotros' inclusivo: «No había caído mala nube sobre nuestra pobre España» (OD, 175). El narrador no sólo habla con su narratario, habla también con los personajes. El primer narrador de Aita Tettauen se dirige a Santiuste del modo siguiente: ¡Oh Yahia, profeta gracioso y venturoso! Tus empresas de paz dejarán memoria entre los humanos, por lo atrevidas y eficaces: tú domas el fanatismo, aproximas las razas enemistadas, y pides para todos los pueblos la bendición del Sumo Dios Único... (AT, 324).
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Por encima de la comunicación con el personaje pasa un mensaje para el lector; si sigue leyendo, se dará cuenta de que es enteramente irónico: las empresas de paz de Santiuste dejan huella precisamente por la magnitud de su fracaso. El personaje no sabe domar el fanatismo en el fondo de su propio ser, no aproxima las razas y su idea de la única religión de amor no cuaja. El narrador de La de los tristes destinos se dirige explícitamente a Santiago Ibero en el momento en que prevé una época difícil para el personaje: «¡Infeliz Ibero!, ya los benéficos espíritus se cansaron de protegerte, y caíste en poder de los espíritus aviesos, que aborrecen la paz y abominan del amor» (TD, 710). Los narradores externos que estamos estudiando cumplen una función ideológica: determinan los valores y las normas que están en la base de los juicios que se forman sobre personajes y acciones (Genette 1972: 262-263). En O'Donnell se explica el hecho de que Teresa comprende enseguida lo que está pasando entre Guillermo de Aransis y Valeria por la inserción de la chica en una clase: Era Teresita una de estas vírgenes que, por asistir demasiado cerca al batallar de las pasiones, están privadas de toda inocencia: no bien ocurridos los hechos, los comprendía y apreciaba en toda su real gravedad, sin asustarse de cosa alguna (OD, 133).
Según esta interpretación, la inteligencia de Teresa no tiene nada excepcional, porque con las chicas que están en su situación siempre ocurre lo mismo. La explicación se presenta como válida a causa de su carácter general. Un fenómeno esencial para la interpretación de la serie es la presentación de hechos simultáneos, relacionados entre sí, pero que se producen en niveles muy distintos; en estos casos, la interpretación del primero se completa por la del segundo. Juan Prim, en el momento del pronunciamiento definitivo en Cádiz, no tiene uniforme. Manda que le hagan una faja de lanilla roja que de lejos se parezca a una faja militar, y toma la gorra de un oficial de Marina. El narrador comenta: «Véase cómo un gran suceso de la historia contemporánea fue precedido de incidentes vulgares, cómicos, contrarios a toda solemnidad» (TD, 731). Sin la perspectiva del hecho 'grande', el hecho 'pequeño' no tendría sentido, y el hecho 'pequeño' acerca el hecho 'grande' a lo cotidiano, por no decir que lo empequeñece. El narrador de O'Donnell empieza el capítulo XV con detalles sobre una fiesta de Palacio y dice: «En la madrugada del 11 ocurrían otras co-
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sas igualmente insignificantes en apariencia, pero que aquí se refieren porque su simplicidad se nos presenta enlazada, horas después, con hechos de evidente complicación y gravedad» (OD, 158). Así proporciona al lector una clave interpretativa sobre la anécdota que va a seguir, clave que puede servir como 'regla de lectura' para todas las anécdotas a primera vista insignificantes de la novela. En este caso se trata de un desaire que hizo la reina a O'Donnell en un baile, significándole así su dimisión. Se observa a veces una combinación de un principio, basado en el sentido común, y su aplicación a un caso concreto. En el ejemplo que citaremos, el principio es que toda guerra tiene que tener una finalidad y el caso concreto, la guerra del Pacífico: Toda guerra tiene o debe tener una finalidad militar o mercantil: los fines de la nuestra en el Pacífico no se veían claros, como no fueran el fin sin fin de abandonar los principios de la historia nueva para reanudar una historia concluida (VM, 502).
Esta guerra se condena porque sólo tiene consecuencias negativas y anacrónicas: volver a actitudes coloniales anticuadas. Como el narrador es el que introduce los valores en la obra, puede expresar juicios morales. En La vuelta al mundo en la «Numancia» se presenta la situación siguiente: la guerra del Pacífico estalla a causa de la inadecuada acción diplomática de España frente a sus ex colonias, y la flota española se ve en el extremo de tener que librar batalla en una situación particularmente desairada. El narrador moraliza: «Así la incauta y soñadora España llegó a encontrarse sola frente a dos repúblicas que ante ella desplegaban un frente de casi mil leguas; (...) Pocas manos eran para tantas cosas» (VM, 501). Los juicios morales se hacen más explícitos en las últimas novelas. El narrador de Prim medita acerca de las consecuencias sanguinarias de la cuartelada de San Gil: ¡Lástima de brío militar empleado sin fruto y perdido en el torrente político más espumoso! Creyérase que el morir hombres y más hombres era necesario, por ley fatal, para la consolidación de nuestros altares y tronos, de perfecta índole asiática. ¡Vive Dios que ningún Poder se asentó jamás sobre tan ancha y alta pila de cadáveres! (P, 632).
Aquí el lector recibe los hechos y la interpretación, ya no tiene que esforzarse para atribuir un significado a lo que lee15. Los comentarios me15 Algo similar ocurre cuando el narrador comenta el tipo de revolucionario que es Chaves: fanático en la calle pero conservador en la vida cotidiana. La ob-
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lancólicos del narrador a propósito de este mismo tema se repiten en La de los tristes destinos. He aquí las reflexiones dedicadas a los resultados de la batalla de Alcolea: Melancólica también era, sin duda, la victoria alcanzada por la Libertad. Los novecientos cadáveres de ambos ejércitos en aquella trágica tarde, entristecían el triunfo y aumentaban la horrorosa estadística de vidas españolas sacrificadas por la fatídica doña Isabel o contra ella (TD, 740). 4 . ASPECTOS COMUNES A TODOS LOS NARRADORES
4.1. La función organizadora El primer narrador de Aita Tettauen organiza el trabajo interpretativo de su narratario. Los otros narradores hacen lo mismo: dicen a sus narratarios cómo hay que leer y comprender el texto. Pepe Fajardo introduce el tema de sus amistades femeninas, luego se da cuenta de que ha olvidado un dato importante cronológicamente anterior, pide perdón a sus lectores por el desorden de su relato, vuelve atrás, y después de la anécdota intercalada vuelve al punto de partida: «Ya estoy aquí otra vez. Perdónenme el plantón los que no quisieron volver atrás conmigo. Quedamos, si no recuerdo mal (...)» (T, 1395). Juan Santiuste hace honor a su apodo Confusio cuando desde el principio de su relato advierte a su(s) lector(es) que el texto que van a leer no se caracterizará por una estricta organización de la comunicación: Espero que este relato de mi vida en tierras africanas me dará nuevas ocasiones de explanar con detenimiento materias tan sutiles, y ahora, puesto a infringir, quebranto el método natural de toda narración, y divago a mi antojo, volando de idea en idea y de impresión en impresión (CR, 332).
El narrador O'Donnell explica que Hay tanto que decir de Riva Guisando (...) que no conviene decirlo todo de una vez, sino soltar el personaje en esta historia, para que él mismo hablando se manifieste, y sea fiel pintor de su persona y el intérprete más autorizado de sus ideas... (OD, 166-167). servación final del narrador no deja subsistir ninguna duda en cuanto a su juicio: «Y la causa era, en suma, un ideal fantástico y verboso, un Progreso de fines indecisos y aplicaciones no muy claras, una revolución que tan sólo cambiaría hombres y nombres y remediaría tan sólo una parte de los males externos de la nación» (P, 617).
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Este recurso permite al narrador preparar al lector y agudizar su curiosidad y significa al mismo tiempo un paso hacia una mayor autonomía del personaje: aunque el narrador conoce toda su historia, dejará al personaje la oportunidad de revelarse a sí mismo. El narrador le hace partícipe a su lector de la construcción de su relato al explicar a qué vienen los detalles biográficos que acaba de mencionar acerca de los servidores personales de Prim: «Saca el narrador a cuento estos caracteres secundarios por un suceso acaecido en la casa de Prim (...)» (TD, 722). La visión prospectiva del narrador se observa también cuando, al describir las desgracias de Mariano Centurión —cesante, con la mujer enferma, el vecino y amigo Leovigildo herido y sin un céntimo— anuncia catástrofes aún peores «que se referirán a su debido tiempo» (OD, 177). A veces el narrador se esconde detrás de su fuente para anunciar lo que va a ocurrir: cuando ha explicado que Santiago Ibero duda entre la paz doméstica al lado de Teresa y la revolución al lado de Chaves, anuncia el relato de esta lucha interior: «Entablóse una corta porfía, de la cual hablará Clío familiar en las páginas siguientes (...)» (TD, 686). Estos anuncios adoptan a veces el estilo de las novelas por entregas, cuando se colocan entre dos capítulos: «(...) y ella (...) empezó a relatar el caso, poniendo en él todo su donaire y agudeza, como verá el que quiera leer un poquito más» (TD, 695). El narrador asegura la continuidad entre los distintos libros de la serie. Cuando Teresa vuelve a presentarse en Prim después de tres novelas de ausencia casi total, se la anuncia como «mujer graciosa y despierta, ya conocida del desocupado lector» (P, 554). Esta frase constituye un elemento más a favor de la unidad de lectura que forma la cuarta serie: hay que conocer la vida de Teresa tal como se relató en O'Donnell para poder comprender su actuación ahora. El narrador organiza también la coherencia en el nivel de los Episodios Nacionales en su totalidad. Cuando introduce a Ernesto Oliván, comunica su origen familiar (P, 574). Pero no hace falta haber leído la tercera serie en la que actúa su padre: se nos recuerda la vida y hazañas del burócrata, que pudo ascender a un alto puesto en el Tribunal de Cuentas y colocar a todos sus hijos gracias a los amantes de su mujer. 4.2. Visiones sin conciliar Si hay momentos en que los narradores orientan clara y explícitamente la interpretación de los lectores, ocurre también que se nieguen a concluir, aunque una conclusión se impone. Es una característica que comparten con ciertos personajes. Pepe Fajardo oye acerca del general Narváez opiniones
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y relatos emanados de diversas fuentes. El general San Román, amigo del jefe de gobierno, comunica su visión favorable del personaje y añade gran número de anécdotas de las que sale un Narváez autoritario, impulsivo, pero no carente de simpatía. Es esta visión la que influye en Pepe cuando celebra su primera entrevista con el general, y su impresión es igualmente positiva. Pero a esta visión inicial halagüeña de Narváez, Eufrasia Carrasco opone su punto de vista, igualmente subjetivo, ya que se sabe víctima de las burlas del general acerca de su pasado amoroso. A las anécdotas de San Román opone otras, situadas en La Mancha durante la primera guerra carlista, en las que aparece un Narváez innecesariamente sanguinario, casi sádico. El narrador cuenta que los participantes en la conversación, entre los que se incluye, no llegaron a ninguna conclusión: dejaron «sin comentario el terrible cuento manchego» (N, 1517). La tarea de enfrentar y de juzgar las diferentes visiones sobre Narváez se deja al lector. En Carlos VI, en la Rápita queda un enigma: Juan Santiuste se enamora de oídas de una de las mujeres de El Nasiry, Erhimo, que cree hermosísima. Recibe un billete de la desconocida que le propone huir juntos. Pero al día siguiente, Juan tiene que coger el barco para España y enseña a su amigo la cartita de Erhimo. El Nasiry dice que el texto demuestra la pérdida de las facultades mentales de la pobre mujer, que está enferma, feísima y que corre el riesgo de perder un ojo a causa de su mal. Como Juan nunca ve a Erhimo, no sabe si El Nasiry miente o si dice la verdad. Cuando llega a Madrid, la belleza de la desconocida es un tema de discusión para los esposos Fajardo. Dice María Ignacia a Juan Santiuste: Anoche pasamos un rato delicioso leyendo el pasaje de la invisible odalisca Erhimo, y luego, hasta muy tarde, estuvimos discutiendo si El Nasiry le engañó a usted o no con aquella salida de que la esclava es tuerta y le huele mal la boca... Pepe sostiene que hubo engaño y que Erhimo es una preciosidad; yo estoy por la contraria: creo que no hubo trampa, que Erhimo es tuerta y sucia, y que fue una gran suerte para usted la imposibilidad de libertarla (CR, 374).
Los esposos no llegan a un acuerdo, y el narrador Juan no puede desatar el nudo, porque tampoco ha comprendido muy bien lo que le pasó. El resultado para el lector es el mismo: él tiene que decidir si la esclava era guapa o no, o dejar la cuestión sin contestar. La técnica de las visiones contrapuestas se observa también al final de la serie, cuando el narrador observa las diferentes interpretaciones que dan los distintos observadores de la mirada de la reina cuando se despide en la estación de Hendaya: para María Ignacia, es señal de «majestad
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delicada y bondadosa», para otros es como el «diamante que raya el cristal» (TD, 755). El narrador se limita a exponer las dos visiones. 4.3. La constitución de un universo hablado Todos los narradores de la cuarta serie son parlanchines, ya lo hemos visto: explican, comentan, orientan su relato. Pero al mismo tiempo son generosos porque ceden con suma facilidad la palabra a los personajes. Es hora de estudiar la relación entre el discurso del narrador y el de los personajes. Esta relación puede establecerse esencialmente de dos maneras: en forma directa y en forma indirecta. Al lado de esta distinción esencial quedan otros elementos por observar: la manera de reproducir el discurso ajeno y la crítica del lenguaje. 4.3.1. El discurso directo Tanto en las novelas que simulan un diario o una crónica por cartas como en las demás abunda el discurso directo: los personajes hablan entre sí y el narrador reproduce su discurso, señalando los turnos de la palabra, identificando los hablantes, caracterizando sus palabras y los modos de decirlas. El narrador cita a los personajes para fundamentar sus conclusiones. Así Fajardo prueba la simpatía que le tiene Eufrasia, citándola: Amable con todos la dueña de la casa, lo estuvo conmigo singularmente, más que por lo que me dijo, por lo que con cautelosas y bien medidas razones me dio a entender. He aquí la muestra: (...) (T, 1397).
El narrador continúa con una «segunda muestra» (T, 1397) y una «tercera muestra, la segunda noche, invitado a comer» (T, 1398) que reproduce un diálogo entre él y Eufrasia. El narrador suele ceder la palabra a sus personajes sin preámbulos, pero en Las tormentas del 48 explica su preferencia por el estilo directo, cuando Aransis comunica que ha encontrado dinero: «¿Cómo? Le dejo hablar, y así será más fácil la explanación del caso» (T, 1429). El estilo directo sirve para fomentar la economía del relato; esta explicación no sólo sirve para el fragmento concreto que acabamos de citar, sino para toda la cuarta serie. 4.3.1.1. Los diálogos Capítulos enteros hay escritos a base de puro diálogo: el capítulo XXIII de Narváez (N, 1531-1534) reproduce la conversación entre Saturno de Socobio y algunos políticos moderados acerca de los diputados que reciben
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un sueldo de un ministerio. Los capítulos V, VI, VII y VIII de Los duendes de la camarilla (DC, 1582-1593) son una larga conversación entre Lucila y Domiciana, que está contando cómo era su vida de monja. Los capítulos XII y XIII de La revolución de julio (RJ, 48-55) contienen las primeras conversaciones entre Sebo y Pepe Fajardo. Para indicar que Sebo no para de hablar y que las intervenciones de su interlocutor tan sólo tienen interés social, no se reproducen: las réplicas de Sebo se separan por una línea de puntos, y el lector puede adivinar lo que dice Fajardo analizando la manera en que Sebo continúa hablando después de las interrupciones: «Gracias, señor, por su ofrecimiento de socorro» (RJ, 50) implica que Fajardo ofrece su ayuda, «Razón tiene mi señor don José (...)» (RJ, 51) significa que los dos interlocutores están de acuerdo, en este caso, sobre la composición heteroclita del personal de Palacio. Y podríamos seguir multiplicando los ejemplos. En La vuelta al mundo en «La Numancia» hay fragmentos en que los diálogos adoptan una forma puramente teatral, con acotaciones escénicas entre paréntesis. En Prim hay un diálogo similar entre Fajardo y un militar, Pavía, en los pasillos del Ateneo, la noche de San Daniel, cuando la revuelta de los estudiantes. Fajardo intenta sacarle información sobre una posible conspiración centrada alrededor de Prim: —¿Pavía, eh?.. Perdone un momento. ¿Sabe usted algo de Clavería? Hace dos semanas que no se le ve en el Casino ni en ninguna parte. —Creo que está en Valencia. —¿Preparan algo allí? — N o sé... (La sonrisa del militar más bien indica discreción
que ignorancia.)
No
he dicho nada..., tampoco aseguro que esté Clavería en Valencia, sino que allá pensó ir (P, 568). Es evidente que no se trata de una novedad en la novelística galdosiana. A partir de La desheredada (1881) Galdós intercala de vez en cuando fragmentos dialogados con acotaciones escénicas, Realidad (1889) es una novela dialogada, así como El abuelo (1897). Pero se trata de una muestra más de las variadas técnicas puestas en juego por el narrador para ritmar su relato. Los diálogos sobre todo lo divino y lo humano mantienen el interés del lector y dan a las novelas un carácter muy vivo a causa de la diversidad de los idiolectos y sociolectos de los personajes y de su aguda conciencia lingüística. 4.3.1.2. Los monólogos pensados Los personajes de la cuarta serie no hacen monólogos o soliloquios en el sentido teatral de la palabra, es decir, no hablan solos en voz alta. Las
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palabras o pensamientos que se reproducen en forma de monólogo se formulan con claridad, pero rara vez llegan a pronunciarse. Los personajes incluso se inventan a veces un interlocutor para dirigirle sus pensamientos formulados pero no dichos. Es lo que ocurre con Domiciana Paredes: en la larga conversación con Lucila intercala un monólogo imaginario que fue destinado a Sor Patrocinio. He aquí la introducción: (...) llegaba a creerme que tenía delante de mí su rostro blanquísimo, sus ojos que ven los pensamientos, sus manos de cera con los estigmas de las llagas, sombrajo entre rosado y verdoso... Y viéndola de presencia, como hechura de mi imaginación, le decía: (...) (DC, 1590).
Sigue el discurso de Domiciana, que se caracteriza gramaticalmente como un discurso 'in praesentia': los 'yo' se refieren a la emisora, Dominicana, los 'tú' a la receptora imaginada, Patrocinio. 'Yo' y 'tú' son además los polos temáticos del discurso, ya que la monja opone sus ocupaciones socialmente útiles de especialista en plantas medicinales a los embustes de su interlocutora. Domiciana, que se convierte aquí en reproductora de su propio texto, concluye subrayando que lo que le interesa aquí es sobre todo el contenido de sus palabras: «Esto le decía yo en mis pláticas solitarias, y aún creo (no puedo asegurarlo), que se lo dije de palabra viva (...)» (DC, 1590). Más lejos en la misma novela tenemos el soliloquio de Lucila después de su malogrado intento de liquidar a Domiciana. Aquí se trata de otro tipo de monólogo, ya que el personaje es al mismo tiempo emisora y receptora de su mensaje. El 'yo' y el 'tú' del monólogo se refieren ambos a ella misma: Lucila, eres digna de que esa ladrona, después de robarte las guindas y de comértelas, te arroje los huesos al rostro. Aguanta y límpiate, triste pava ... escóndete donde nadie te vea (DC, 1637).
Tratándose de 'tú', Lucila se convierte en objeto de su propia mirada y se ve a sí misma como si fuera otra. En los dos fragmentos citados hemos visto cómo la reproducción de pensamientos se hace como si se tratara de palabras, ya que las técnicas de organización discursiva son típicas del lenguaje hablado. Sin embargo, hay dos ejemplos interesantes de otro tipo de monólogo, más íntimo, más libre, menos guiado por principios de estructuración lógica. Estos dos monólogos se sitúan en el momento en que el personaje está a punto de dormirse: se le va la concentración, intenta retener las ideas pero no puede. El primer monólogo de este tipo es el de Domiciana Paredes. El narrador explica que cada noche la mujer suele distribuir como un «hábil general (...) sus mentales fuerzas para el día siguiente»
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(DC, 1613). Primero sus pensamientos siguen un orden lógico: el tema es el nombramiento del nuevo Patriarca de Indias y las distintas candidaturas para el puesto. Es como si Domiciana meditara en voz alta: imagina el diálogo que la reina podría tener sobre el asunto con Bravo Murillo. Pero le asalta el sueño y sus frases se hacen más cortas, se multiplican los puntos suspensivos, y finalmente se le escapa el control: Mañana, tarea de cera. La Semana Santa, con la nueva feligresía, será muy linda, muy lucida y... ¡dinero, dinero!... Lindas botas con caña de tafilete verde me voy a comprar... Tomín... ¡Ay!, que no me ponga a soñar ahora... Rezo un poquito: Dios te salve (DC, 1614).
Domiciana se da cuenta de que de pronto surge un tema tabú: su enamoramiento del amante de Lucila, que sólo conoce a través de los relatos de su amiga. La oración sirve para desviar el 'mal pensamiento' que Domiciana reconoce como tal. El tono del monólogo es el de la conversación cotidiana, lo que aumenta la credibilidad del mensaje expresado16. El segundo caso es el de O'Dortnell. En un baile en Palacio, la reina le ha significado la dimisión rompiendo el protocolo y bailando con Narváez y no con una persona del cuerpo diplomático. Aquella noche O'Dortnell sufre de insomnio porque no puede dejar de pensar. Se dirige a la reina: «No jugar, señora, no jugar con los hombres ni con los partidos... Con estos juegos y humoradas las coronas se caen de las cabezas... (...)» (OD, 159). Está a punto de rendirse al sueño: «El hablar de tú a su majestad era señal de que se dormía» (OD, 160). Pero se despierta otra vez, y sigue defendiendo su política en una diatriba imaginaria dirigida a la reina. Otra vez el tutear a la reina indica que se está durmiendo. Se multiplican las frasecitas cortas, incompletas, separadas por puntos suspensivos: «Abre los oídos, reina; abre los ojos para que oigas y veas... Estás a tiempo aún... Algún día dirás: ¿qué ruido es ése?... Pues ese ruido ¿qué ha de ser más que...?» (OD, 160). Como en el caso de Domiciana, el pensar nocturno no respeta los tabúes y libera las emociones: el tabú
Jennifer Lowe ha dedicado un artículo interesante a los monólogos en algunas Novelas contemporáneas y establece la relación entre el estilo de los monólogos y el estilo conversacional de los personajes. Sus reflexiones pueden aplicarse también al monólogo de Domiciana: «The first-person monologues naturally reflect the speech idiosyncracies which are found when the same character engages in normal dialogue. This helps us to believe that we are eavesdropping on often hesitant thought-processes rather than listening to a polished stage performance» (Lowe 1984: 117). 16
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de Domiciana es el amor reprimido, el de O'Donnell son las ganas de romper el protocolo comunicativo. El pensar diurno se define frente al nocturno como más coherente, lógico y respetuoso de las convenciones: El libre y atrevido pensamiento quedábase para los instantes que preceden al sueño, o para los que inmediatamente le siguen, cuando aún no ha entrado la plena luz en la alcoba, ni se ha oído más acento que el de los gallos que cantan en la vecindad (OD, 161).
Incluso estos dos relatos de pensamientos nocturnos son relatos de pensamientos hablados, pero se caracterizan por una estructura más libre, más guiada por la asociación espontánea que por la lógica, pero siempre coherente. No se puede hablar todavía de un 'stream of consciousness' a la James Joyce. Los relatos siguen siendo perfectamente comprensibles para el lector. Por eso el 'relato de pensamiento' galdosiano puede estudiarse perfectamente dentro del 'relato de palabras' y que no hay para qué hacer distinciones entre los dos. Si, con Genette, partimos del hecho de que el discurso puede relatar acontecimientos, y que algunos de estos acontecimientos son verbales (Genette 1983: 43), los monólogos que estudiamos aquí son acontecimientos verbales reproducidos por el narrador. 4.3.1.3. La 'vox populi' En los diálogos y en los monólogos que acabamos de analizar, nunca había problemas para atribuir las réplicas a los hablantes. El narrador repartía los papeles e indicaba los turnos. Cuando sólo dos personas están hablando no es muy difícil seguir los turnos de palabras gracias a los guiones. Pero hay momentos en los que un grupo comenta un hecho que despierta vivas emociones. Entonces todos los participantes en el coloquio están hablando al mismo tiempo, y es como si el narrador se retirara momentáneamente al segundo plano y abdicara de su función de organizador. Un buen ejemplo del fenómeno se encuentra en Narváez cuando se anuncia la caída del general: Llegó luego Tassara y nos contó que la primera noticia de este gatuperio la tuvo Molíns, ministro de Marina, el cual, comiendo en su casa, recibió un pliego de la reina, incluyéndole una carta que le había escrito su marido, en la cual éste le decía, en sustancia: «Narváez y compinches son unos tales y unos cuales, y para que no acaben de perder a la nación, hay que sustituirles inmediatamente por estos caballeros muy dignos, cuyos nombres van en la adjunta lista.» —¿Quiénes son?
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—No recuerdo más que al conde de Cleonard y al señor Cea Bermúdez, conde de Colombi... La lista ha sido inspirada por personas que traen recados del Altísimo. —Esto es ignominioso. —Esto es simplemente cómico, y no puede prevalecer. ¿Y el duque? —Al llegar a su casa se encontró con una comunicación semejante a la que recibió Roca de Togores (N, 1551).
Esta larga cita es interesante porque nos permite ver cómo funciona la 'polifonía' de voces que es una característica esencial de la narración de la cuarta serie. El primer párrafo contiene una serie de mensajes insertados unos en otros: el rey escribe a la reina que Narváez tiene que desaparecer; la reina escribe una carta a Molíns incluyendo la carta de su esposo; Molíns cuenta el contenido de la carta de la reina, que contiene la carta de don Francisco, a Tassara (entre otros); Tassara cuenta a la reunión lo que le contó Molíns. La pregunta «¿Quiénes son?» no tiene emisor identificable. Podemos inferir que la respuesta es de Tassara, que llega con informaciones frescas. La réplica siguiente, «Esto es ignominioso» puede ser del hablante que ha hecho la primera pregunta, pero no necesariamente. La observación «Esto es simplemente cómico (...)» tampoco tiene emisor identificable. La última réplica citada podría ser de Tassara pero tampoco es muy seguro. El narrador vuelve a asumir sus funciones en la frase siguiente: «Puso fin a la confusión Andrés Borrego refiriendo que (...)» (N, 1551). Mediante la palabra 'confusión' el narrador no sólo hace referencia a la situación que está describiendo, sino también a su propio trabajo de coordinación: admite que ya basta de complicaciones. Pero vuelve a las andadas en la misma página: «Es forzoso —dijo no recuerdo quién— abrirle a la opinión unas tragaderas del tamaño de esta casa» (N, 1551). Las réplicas siguientes también tienen emisores anónimos: «Y otro», «Y otro», «Y todos» (N, 1551-1552). Algo similar ocurre en la secuencia siguiente, en la que el narrador cuenta las reacciones populares al advenimiento del nuevo gobierno: «Las voces más absurdas y los dicharachos más irrespetuosos animaban los corrillos de la carrera de San Jerónimo y calle de Sevilla» (N, 1555). A continuación sigue una serie de réplicas que quedan en el aire, ya que el lector no puede atribuirles a nadie en concreto. Estos diálogos que parecerían teatrales si llevasen acotaciones, no son el privilegio del narrador-personaje Pepe Fajardo, algo veleidoso y vago. En O'Donnell, relato contado por un narrador 'omnisciente', asistimos a una función de lo que llamaremos el 'coro polifónico de funcionarios progresistas' reunidos en la tertulia de Centurión:
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales (...) y la conversación era un tejido de frases como éstas: —El trabajo que me ha costado llegar a doce mil, sólo Dios lo sabe... —Heme aquí estancado en los catorce mil, y ya tenemos a Mínguez, con sus manos lavadas, digo, sucias, encaramado en veinte mil... —Vean ustedes a Pepito Iznardi con el cascarón pegado todavía en semejante parte, disfrutando ya sus diez mil, que yo no pude obtener hasta pasados los treinta años... —Madoz me ha dado palabra solemne de que tendré pronto dieciocho mil... —Pues yo, si entra en Hacienda, como parece, mi amigo don Juan Bruil, los veinte mil no hay quien me los quite (OD, 125).
Hubiera sido perfectamente factible poner nombres a los hablantes, ya que en la página anterior se enumera a los participantes de la tertulia. Se presenta aquí una actitud colectiva, creada a partir de experiencias similares: favoritismo, preocupación por la carrera propia, envidia por los ascensos de los demás. La tertulia de Centurión no funciona como coro mixto: hay dos coros, uno compuesto de hombres, que hablan de asuntos burocráticos, otro compuesto de mujeres, cuyo tema favorito es el comportamiento licencioso de las damas de las clases altas. Pero al contrario de sus contertulios masculinos, las mujeres no tienen todas la misma parte en el coro. La voz cantante la lleva la marquesa de San Blas, antigua camarista en Palacio y muy docta en estos temas y la conclusión es presentada por la dueña de la casa, doña Celia. En estas novelas, la palabra circula en todas las direcciones y es como si se desplazara sola, de modo autónomo, sin que la responsabilidad de la puesta en circulación de mensajes sea siempre claramente asumida. 4.3.1.4. El estilo indirecto y el estilo indirecto libre Para ilustrar cómo se integran los pasajes en estilo indirecto e indirecto libre, volveremos a los contextos en que se sitúan los diálogos y monólogos ya analizados. Aunque los capítulos V a VIII de Los duendes de la camarilla son puro diálogo entre Lucila y Domiciana, hay que precisar que la transición entre el capítulo VI y VII se hace en estilo indirecto. El capítulo VI se termina de la manera siguiente: «Contestó Lucila que dispusiese de aquella prenda y de cuanto ella poseía, y acto continuo se sentaron y cada cual la emprendió con un bartolillo, Domiciana como golosa y Lucila como hambrienta» (DC, 1587). Y en capítulo VII continúa la misma situación: «Sirviendo a su amiga el dulce rosoli e invitándola a no ser demasiado melindrosa en el beber, la exclaustrada dio principio con desordenado plan y gracioso estilo a sus cuentos monjiles (...)» (DC, 1587).
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El pasar momentáneamente al estilo indirecto y el sacar la botella de rosoli tienen una función similar: la de crear una transición hacia el tema siguiente en la conversación, la vida y las aventuras de Domiciana en el convento de las franciscanas. Cuando intentamos volver a transponer las réplicas de los personajes del estilo indirecto al directo, vemos que hubo adaptación del registro; es poco probable que Lucila dijera a Domiciana, refiriéndose a un par de zapatos rojos: * «Disponga usted de esta prenda y de todo cuanto posea», o que Domiciana, cuyo tonillo un poco sarcàstico empieza a conocer el lector, dijera a Lucila: «No seas demasiado melindrosa en el beber». Se puede observar también un uso discreto del estilo indirecto libre. Como no hay verbo declarativo introductor, a veces puede originarse una confusión entre las palabras del narrador y las del personaje. En la cuarta serie, suele quedar bastante claro cuáles son las palabras que hay que adscribir al narrador y cuáles al personaje. Inmediatamente después del fracasado intento de sacarle la verdad a Domiciana sobre la desaparición de Gracián se cuenta que la joven va a casa de Antolín de Pablo y de Eulogia, y que puede quedarse allí. En el fragmento siguiente el narrador asume las palabras del personaje: Si no quería recibir ya los socorros de la cerera, y gustaba de mantenerse honrada, allí tenía su casa, allí no le faltaría lecho en que dormir y un panecillo con que matar el hambre. Donde comen dos comen tres, y alabado el Señor, que a él y a su buena Eulogia les daba medios de mirar por el prójimo (DC, 1637).
La transposición al estilo directo no plantea ningún problema: «Si no quieres recibir ya los socorros de la cerera, y gustas de mantenerte honrada, aquí tienes tu casa, aquí no te faltará lecho en que dormir y un panecillo con que matar el hambre. Donde comen dos comen tres, y alabado el Señor, que a mí y mi buena Eulogia nos da medios de mirar por el prójimo». En la transposición de las supuestas palabras de Antolín han cambiado los deícticos ('tú' > 'ella', 'yo' > 'él', 'nos' > 'les', 'aquí' > 'allí') y los tiempos verbales (presente > imperfecto, futuro > condicional). El dicho queda en un presente permanente y la exclamación «alabado el Señor» también mantiene su carácter directo y espontáneo al ser transferida tal cual. No es nuestro objeto hacer un análisis exhaustivo y sistemático de la técnica del estilo indirecto libre, pero queremos ilustrar con un ejemplo más cómo se consigue la transparencia en la distribución de los papeles entre narrador y personajes. Suele haber una frase intermedia entre la na-
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rración propiamente dicha y el estilo indirecto libre, lo que permite hacer una transición exenta de confusiones. Es lo que ocurre en la escena en la que O'Donnell le hace a su mujer la lectura del folletín del periódico: (...) retiróse como de costumbre doña Manuela a su estancia apenas terminada la tertulia. Tras ella fue don Leopoldo, y como las anteriores noches la invitó a que se acostara. ¿Qué necesidad tenía de calentarse la cabeza, vestida, leyendo junto al velón? (OD, 185).
La primera frase citada es puramente narrativa; la segunda algo menos, ya que presenta como acción un acto verbal, la invitación, que sirve de transición hacia la tercera frase en estilo indirecto libre. Si el lector quisiera transponer mentalmente la frase al estilo directo, no tendría ningún problema: «¿Qué necesidad tienes de calentarte la cabeza, vestida, leyendo junto al velón?». El estilo indirecto libre en la cuarta serie se utiliza como forma más económica y más cercana al estilo directo, con el que tiene más características en común que con el estilo indirecto: el estilo indirecto libre permite guardar ciertos giros del idiolecto del personaje y el orden de palabras se acerca rítmicamente al del estilo directo. Como se cuidan las transiciones, no se produce confusión para el lector entre palabras del narrador y palabras del personaje17. 4.3.2. Modos de reproducir el discurso ajeno Dentro de la economía de las diez novelas que estudiamos, las palabras de los personajes ocupan un lugar importante: se narran, se transponen y se reproducen abundantemente. Pero la cita no es siempre literal. Por una variedad de motivos, el narrador puede optar por cambiar la formulación de lo que dicen los personajes. Es otra manifestación de su poder organizador en el relato. Así Pepe Fajardo adapta el lenguaje de su cuñada Segismunda cuando ésta reprocha a su marido que tiene el coEl resultado de nuestro análisis concuerda con el de Kay Engler con respecto a las Novelas contemporáneas: «Galdós' narrative is free flowing, moving constantly from mimetic narration and description through indirect free style to character narration to interior monologue and again to mimetic narration. The shift is seldom abrupt, often it is quite gradual but always easily discernible through linguistic clues which measure the extent of its variation from the language of the narrator in its mimetic or expressive function» (Engler 1977: 97). 17
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razón demasiado blando con los deudores: «Mutatis mutandis, acabó diciéndole (...)»(T, 1381). El dicho latino ya indica que se trata de una reformulación de las palabras de Segismunda, lo que se confirma al cerrarse la cita: «Esto dijo, y yo, sin variar a sus ideas ni un ápice, condimento la frase para quitarle su bárbara crudeza» (T, 1381). Evidentemente, cabe preguntarse si quitar la crudeza a las palabras de Segismunda no implica quitarle fuerza de convicción al contenido de su mensaje. Juan Santiuste, narrador de Carlos VI, en la Rápita también modifica las palabras que reproduce por motivos estéticos: «Esto dijo El Nasiry, y sus ideas reproduzco vistiéndolas con un poco de ornato retórico» (CR, 366). Los narradores de la cuarta serie se interesan por todos los aspectos de la comunicación verbal. En O'Donnell aparece el francés Isaac Brizard que habla mal el español porque lo ha aprendido «en la conversación y sin principios» (OD, 167). Antes de citar una intervención de este personaje en una conversación, precisa el narrador: «Al reproducir aquí su lenguaje, se tiene con este simpático extranjero la caridad de enmendarle las desafinaciones del acento» (OD, 167). El narrador salva a su personaje del ridículo. Si hace falta, el narrador recurre a la traducción para poder citar a sus personajes: Juan Santiuste traduce del catalán lo que le dicen los trabajadores del puerto de Tortosa sobre el duque de Montemolín: «Traduzco lo que querían decir, no la viveza y gracia de la dicción catalana expresando tales atrocidades. Que el que lo lea lo adivine...» (CR, 420). En Aita Tettauen Jerónimo Ansúrez opone los españoles a los moros con respecto a las modas que los primeros siguen y los segundos no. Después de meditar sobre las diferencias entre los dos pueblos, comenta el narrador: «No expresó el agudo celtíbero estas ideas en la forma que aquí se les da, sino con la frase seca, desnuda y categórica que usar solía» (AT, 233). Esta cita, tanto como las anteriores, parece apuntar hacia una norma media aceptable del lenguaje hablado con la que la producción lingüística de los personajes debe cumplir para que se reproduzca tal cual. El texto del narrador se encuentra en otro nivel que el de los personajes: puede ser retórico y algo altisonante sin que la verosimilitud sufra por ello. Es lo que ocurre en el fragmento siguiente de La vuelta al mundo en la «Numancia». Anselmo Pinel, amigo de Diego Ansúrez, quiere convencerle de que se embarque en la Numancia. Expone sus argumentos en estilo indirecto libre: «La vida del marino real era toda abnegación y sacrificio, con la añadidura de la soledad, más completa en la extensión del Océano que en los áridos desiertos de tierra» (VM, 450). Aquí se superponen la enunciación del narrador y la del personaje. La
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frase siguiente revela que la idea es del personaje, pero la formulación del narrador: «En este sentido le habló, aunque con términos más llanos (...)» (VM, 450). 4.3.3. Autocrítica lingüística y crítica de la palabra ajena Al referir un diálogo con Eufrasia, el narrador Pepe Fajardo prefiere censurar sus réplicas y privilegiar las de la dama, citando «los retazos más bonitos de la admirable tela que tejió con sus palabras» (T, 1398). Como las palabras de Eufrasia son de calidad superior, no modifica nada. Los comentarios elogiosos sobre las palabras de la mujer deseada se combinan con una feroz autocrítica lingüística: (...) todo aquello de la divinidad, del ideal y del altarillo pertenece al manoseado repertorio de los amantes que por primera vez en su vida abordan tan grave cuestión. Muy santo y muy bueno que con una inocente o novata de amor emplease yo tales pamplinas; pero con mujer que ha corrido ya temporales duros en el océano de la pasión, estimo que debí emplear otro lenguaje y método (T, 1400).
La autoconciencia lingüística del narrador resulta muy desarrollada y es gracias a ella que puede entender y explicar su error pragmático: ha escogido un registro totalmente inadecuado a la situación comunicativa, lo que le permitió a Eufrasia dominar el intercambio verbal, ya que ella no comete errores de este tipo. Al lado de esta autocrítica lingüística del narrador, puede observarse la crítica de la palabra ajena. Se trata no sólo de comentar la palabra y la manera de hablar de los personajes que actúan, sino también las modas lingüísticas típicas, de las que incluso los personajes no narradores son conscientes. El ejemplo más bonito del primer caso es la crítica del primer narrador de Aita Tettauen acerca de la manera altisonante y hueca en la que Juan Santiuste hace el elogio de la guerra de África. La entonación de Juan está asociada con una serie de instrumentos de viento: «Luego tomó Santiuste la flauta, y dijo: (...)» (AT, 231), «Puesta a un lado la flauta, cogió Santiuste el cornetín y tocó estas cláusulas vibrantes» (AT, 232), «(...) pero como no hiciera su música el efecto que buscaba, soltó el cornetín, cogió la trompa, y soplando en ella con toda su fuerza, produjo estos bélicos sonidos (...)» (AT, 232). Estas imágenes que son del narrador penetran en el discurso de Lucila, cuando le reprocha a Juan que sus efectos sonoros intranquilizan a Vicentito: «Conque hágame el favor de dejar la trompa cuando está aquí mi hijo; coja el flautín o la zambomba, y cuéntenos algo que nos entretenga y nos haga reír» (AT, 232).
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La crítica del lenguaje que está 'en el aire' se reparte entre narradores y personajes. Ya vimos que la muchacha del pueblo Lucila Ansúrez tiene una gran sensibilidad lingüística. La comparte la burguesa acomodada Eufrasia Carrasco, que se muestra consciente de los galicismos vigentes en su medio social. Al prometerle a Pepe que le invitará a su casa, le dice: «Sí, sí... vendrá usted a casa, o como ahora se dice, será usted de los nuestros» (T, 1396). Los narradores tienen dos blancos privilegiados que coinciden en muchos casos: el lenguaje de la prensa y el de los políticos. Pepe Fajardo aplica a su propio caso unos términos típicos de las clases altas conservadoras a las que pertenece gracias a su matrimonio. Las cursivas están en el texto y ponen de relieve que se trata de términos 'citados': A mi nombre va unida, con el flamante título que ostento, la idea de sensatez; pertenezco a las clases conservadoras; soy una faceta del inmenso diamante que resplandece en la cimera del estado y que se llama principio de autoridad; en mí se unen felizmente dos naturalezas, pues soy elemento joven, que es como decir inteligencia, y elemento de orden, que es como decir riqueza, poder, influjo (N, 1491).
La adecuación entre el léxico escogido y el mensaje es perfecta: el rango social del que goza Fajardo no le es propio y tampoco lo son las palabras que lo designan. La autocrítica cínica del narrador-personaje constituye al mismo tiempo una crítica del lenguaje político conservador. Al principio de La revoluci'on de julio Fajardo observa cómo los poetas se apoderan del tema del atentado de Merino: Ya echan también su cuarto a espadas los poetas. Uno de éstos nos habla del Tártaro, el cual, no sabiendo qué hacer un día, se distrae abortando al sacrilego, el cual sale de allí, armando la mano impía, sin más objeto que arruinar a España... Otro ve venir a un tigre disfrazado —con el sacro vestido— del sacerdote del Señor Eterno; y sospechando por su actitud sus dañadas intenciones de matar a la tierna cordera, empieza a dar gritos llamando al Le'on de España para que saque la garra y... etc. ... (Rf, 12).
La reproducción de estas líneas de los poetastros del romanticismo decadente que colocaban sus versos en los periódicos es la crítica más feroz que se les pueda hacer. Los narradores critican el lenguaje político a través de las palabras de ciertos personajes, que utilizan términos nuevos sin comprenderlos completamente. En La revoluci'on de julio esta crítica es explícita. El narrador comenta con su mujer el papel de la reina madre:
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales dirigimos nuestros tiros a la calle de las Rejas, palacio de Cristina, que es, según la fraseología de los papeles clandestinos, el 'antro de la corrupción, el inmundo taller de los chanchullos de ferrocarriles', y más, m u c h o m á s ..., es un serallo, es u n pandemónium
donde se fraguan todos los planes maquiavélicos
contra la libertad (RJ, 34).
A continuación relata una anécdota que le ha contado su mujer: los criados de la casa la han consultado para salir de las dudas léxicas que tienen a propósito de ciertas palabras. Cita las réplicas de los criados, lo que da lugar a unos bonitos ejemplos de etimologías populares. Bonifacia quiere saber lo que significa la palabra agio, «porque dice la Juana que debe ser algo así como ajos echados a perder...» (RJ, 35). María Ignacia explica la palabra como puede. Luego surge otra pregunta formulada por Tiburcio: Señorita, ¿quiere decirnos lo que es eso de que tanto hablan los papeles, el pandemoniúm? (y lo pronunció acentuando la última sílaba), porque, c o m o no sea el pan de munición que se da a los soldados, no sé qué demonches podrá ser (RJ, 35).
La señora de la casa tampoco lo sabe. El término pandemónium hace fortuna entre la gente del pueblo. Cuando Sebo le cuenta su vida a Fajardo, le dice: «(...) el señor Beltrán de Lis me metió en este pandeldemonio de la Policía, que es, hablando pronto y mal, el oficio más perro del mundo...» (RJ, 50). La deformación de la palabra es graciosa y la interpretación del personaje no carece de interés. La crítica del narrador, que ni modifica ni comenta, sólo se nota a través de la cursiva. El narrador de Los duendes de la camarilla usa exactamente la misma técnica para comentar el vocabulario de los progresistas que, si analizamos las deformaciones de Rosenda, tampoco quedaba claro para la gente de la clase media baja. Rosenda intenta resumir para Lucila un discurso de Juan Prim pronunciado en el parlamento: E n fin..., pidió mil gollerías y declaró que él es partidario del naufragio universal, de la libertad disoluta de la imprenta, del ateísmo libre y del ciudadano libre o del respeto al individuo suelto del derecho particular... vamos, que no sé decirlo... (DC, 1649).
Naufragio por sufragio universal es una etimología popular. Libertad disoluta habrá sido en el original libertad absoluta, ateísmo libre tiene trazas de proceder de libertad de religión y el último término deformado puede ser la libertad individual, o los derechos individuales, pero apenas si se puede reconocer nada concreto a través de la formulación de Rosenda.
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5 . E L UNIVERSO DE LA PALABRA HABLADA
Algunas novelas de la cuarta serie tienen un narrador 'omnisciente' con límites, otras tienen un narrador que es al mismo tiempo un personaje que participa en la historia, y Aita Tettauen tiene los dos tipos de narradores. Se explotan las posibilidades literarias inherentes a la elección: los narradores-personajes (con la excepción de El Nasiry) viven su propia historia, comienzan su narración con un conocimiento limitado de su entorno y van descubriéndolo poco a poco, lo que les permite con el tiempo convertirse en narradores más sagaces. Fajardo y Santiuste se comportan cada vez más como 'historiadores' de lo presente. La visión de El Nasiry es una visión desilusionada desde el principio: este narrador-personaje, a diferencia de Santiuste y Fajardo, no necesita la narración como medio para explorar al mundo que lo rodea, ya lo conoce. Estos narradores tienen una relación problemática con el destinatario de su mensaje: Fajardo escribe para un hipotético público futuro que es en determinado momento un público actual con el que no había contado. Santiuste escribe para Fajardo, y a través de éste, también para lectores del futuro. El Nasiry escribe para un destinatario concreto, y realiza a sabiendas una narración mentirosa. Las otras novelas tienen un narrador cuya 'omnisciencia' varía y que no siempre dice inmediatamente todo lo que sabe. Son narradores que no muestran un conocimiento del desenlace de la historia y que nunca rompen el 'suspense'. Se dirigen explícitamente al narratario, al «desocupado lector» cuya lectura orientan mediante comentarios ideológicos basados en una implícita comunidad de valores entre narrador y narratario. La fiabilidad de los narradores-personajes resulta limitada a causa de sus posibilidades de conocimiento, que no van más allá de lo que una persona sola puede conocer, y a causa de la coloración subjetiva que pueden dar a sus relatos. Pero la atención crítica necesaria al leer el relato de un narrador que tiene tales características, también se impone con los narradores a los que se presenta como 'omniscientes'. Estos últimos hacen referencia a fuentes que ellos mismos confiesan faltas de credibilidad y modifican las palabras de los personajes de acuerdo con sus normas de aceptabilidad literaria. En los dos casos se trata de narradores parlanchines y entrometidos, más o menos discretos según los casos, pero que no pueden no oírse. Esto no impide que cedan con facilidad la palabra a los personajes. El discurso ajeno se inserta, se critica, se comenta, se repite. El mundo de la cuarta serie es un universo de la palabra hablada. Incluso las puertas hablan, como ocurre en la casa de la madre de Fajardo en Atienza:
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales La puerta del comedor hablaba en griego y latín, y decía cosas de la misa para echarse después a reír con alguna frase desgarrada, más propia de boca de manóla que de una venerable puerta de casa ilustre; la que comunica el comedor con la pieza donde están los armarios de ropa, decía: «Madre, unos ojuelos vi» y los armarios remedaban rezos de monjas, ronquidos de durmientes, pregones como el «¡De Jarama, vivos!» que tanto habíamos oído en Madrid (N, 1488).
La sensibilidad lingüística de narradores y personajes es asombrosa. He aquí uno de los elementos que muestran mejor la relación entre la cuarta serie y las grandes novelas galdosianas, que constituyen una polifonía de voces, o como dice Stephen Gilman «un conglomerado de intensas relaciones orales» (Gilman 1963: 445). Hemos observado que en las diez novelas que estudiamos no hay saltos de nivel narrativo: no hay historias intercaladas. Esta ausencia que tal vez pueda asombrar en un conjunto novelesco tan extenso queda compensada por la abundancia de las conversaciones en las que los personajes se cuentan anécdotas, chismes y recuerdos pero que no implican cambios de nivel narrativo ni cambios de narrador. La abundancia de diálogos reproducidos acerca las novelas con narrador-personaje a las con narrador 'omnisciente': por la omnipresencia de la palabra de los demás, la voz del narrador-personaje se hace más discreta y se retira a un segundo plano. Hay que relacionar también la presencia avasalladora de la palabra pronunciada o pensada —y la similitud retórica entre las dos es llamativa— con la casi ausencia de introspección: ni siquiera los narradores-personajes se abandonan al autoexamen, y el análisis 'psicológico' de todos los personajes sólo se puede hacer a través de sus palabras. Este rasgo también contribuye a hacer olvidar los diferentes tipos de narración. Los narradores se entremeten tan a menudo en las discusiones de los personajes y dirigen y orientan la lectura de sus destinatarios de una manera tan evidente, que su silencio en momentos culminantes de la narración pasa casi desapercibido. Las múltiples perspectivas desde las que se dan a observar los personajes referenciales y ficticios importantes y los acontecimientos vitales no se unifican en una visión global que se superponga y se sustituya a las demás. En la narración, la reina Isabel II, Narváez, Domiciana Paredes, El Nasiry siguen siendo entidades ambiguas, y el 'juicio final' se deja al lector. La narración de la cuarta serie de Episodios Nacionales requiere un lector crítico y perspicaz, dispuesto a asumir la parte que le corresponde en el trabajo de la interpretación.
CAPÍTULO VII LA HISTORIA EN LA CUARTA SERIE
Ahora que hemos llevado a cabo un análisis de las principales categorías novelescas, cabe preguntarnos qué tipo de novela histórica es la cuarta serie de los Episodios Nacionales. Nos interesaremos por el concepto de la Historia que se maneja en la obra, la relación entre la Historia, la literatura y la retórica, los ángulos bajo los cuales se analiza la Historia política de España y el reflejo de esta visión de la Historia en la estructura novelesca. 1 . ¿ Q U É ES LA HISTORIA?
1.1. La Historia, proceso de generación continua En la cuarta serie la Historia es omnipresente pero se teoriza muy poco sobre lo que es en realidad. Todos los narradores, y más Fajardo y Santiuste, se refieren a sí mismos como a 'historiadores'. Unos ejemplos. El de O'Donnell: «(...) la verdad obliga al historiador a decir que tanto como escandalosa era Teresa caritativa» (OD, 188); el de la primera parte de Aita Tettauen: «(...) os dice el historiador que la hermosura de la sin par Lucila, hija de Ansúrez, se deslucía y marchitaba (...)» (AT, 223); el de La vuelta al mundo en la «Numancia»: «Pasados muchos días, sin que el historiador pueda precisar su número» ( V M , 481); el de La de los tristes destinos: «En aquella espesura nemorosa, no lejos del Paso del Roldán (Roncesvalles), les deja el discreto historiador» (TD, 665). El tono es alegre y la futilidad de los detalles que ofrecen o dejan de ofrecer estos 'historiadores' ya indica que la definición de la Historia es materia de ironía tanto como de filosofía. Los escasos fragmentos en los que un narrador se detiene para meditar sobre qué es la Historia contienen imágenes concretas más que con-
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ceptualizaciones abstractas. El primer narrador que reflexiona sobre la Historia es Pepe Fajardo en el capítulo VI de Las tormentas del 48: Cosas y personas mueren, y la Historia es encadenamiento de vidas y sucesos, imagen de la naturaleza, que de los despojos de una existencia hace otras y se alimenta de la propia muerte. El continuo engendrar de unos hechos en el vientre de otros es la Historia, hija del Ayer, hermana del Hoy y madre del Mañana. Todos los hombres hacen historia inédita; todo el que vive va creando ideales volúmenes que ni se estampan ni aun se escriben. Digno será del lauro de Clío quien deje marcado de alguna manera el rastro de su existencia, al pasar por el mundo, como los caracoles, que van soltando sobre las piedras un hilo de baba, con que imprimen su lento andar (T, 1371-1372).
Este fragmento contiene el núcleo que será desarrollado a través de diez novelas. Es importante fijarse en que la Historia no pertenece a la generación del ayer, sino a la del hoy. El movimiento que sigue la Historia no es cíclico sino progresivo, y lo que ha dejado de existir constituye un elemento nutritivo para lo que existe. La Historia se presenta aquí como un proceso continuo de generación; las palabras «hija», «hermana», «madre», evocan el paso de las generaciones en una familia. Esta visión permite conciliar lo permanente con lo provisional, la preservación de características esenciales con los cambios repentinos y radicales. La segunda idea esencial que se refleja en este fragmento es la igualdad de todos los hombres ante la Historia: todos los hombres 'hacen' Historia, y rescatarla del olvido dando fe de ella es una ocupación meritoria. Todo lo que ocurre es virtualmente histórico: así, cuando Fajardo y Teresa Villaescusa discuten sobre los preparativos revolucionarios de Prim, están haciendo los «borradores de la historia» (P, 574). Este concepto de la Historia que está haciéndose vuelve en una discusión entre Vicente Halconero y Santiago Ibero, que toma la idea prestada de Confusio: La Historia no es un ser muerto, sino un ser vivo, y como ser vivo, engendra cada año, con los hechos viejos, hechos nuevos. Si continuamente reproduce, también inventa. De forma y manera que si en siglos no destronó, en una hora destrona, y si en siglos durmió con reyes, un día despierta en la cama del pueblo (TD, 649).
Este fragmento de la última novela de la serie es testimonio de la permanencia del concepto histórico manejado en toda la cuarta serie. Lo que nos interesa aquí es la insistencia en el hecho de que la Historia no se repite: se encuentra en un continuo proceso evolutivo y reserva sorpresas.
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Hay que observarla y vigilarla. La renovación constante del proceso histórico se pone de relieve en la misma novela: cuando Santiago Ibero lleva a Sagasta la noticia de la muerte de O'Donnell, Sagasta «pensó en la Historia, próvida y renovante, que tras de la muerte trae la vida; tras el frío, el calor. Inmenso hueco dejaba O'Donnell; mas era el vacío que la nueva idea esperaba para cimentarse» (TD, 705). Aquí la dualidad 'renovación' vs. 'permanencia' no se expresa mediante la imagen de la generación permanente, sino mediante la de las estaciones, que se suceden pero nunca se repiten de manera idéntica. 1.2. Dicotomías Se distinguen varios tipos de Historia: la antigua y erudita, la de los acontecimientos políticos y militares que suelen ser el objeto de la historiografía profesional, y la Historia de la vida cotidiana. La convicción de que todos los hombres hacen Historia es la base que permite introducir la vida cotidiana como materia histórica al lado de los hechos que la constituyen tradicionalmente1. Así se crea una dicotomía que se repetirá con variaciones a lo largo de la serie. Desde la primera página de la primera novela aparece la dualidad 'público' vs. 'privado'. Fajardo va a apuntar «los públicos acaecimientos y los privados casos» que le interesan (T, 1357). Los dos aspectos de la Historia ocuparán variadamente la atención de este narrador que olvida mencionar una revolución porque sus problemas con las mujeres le ocupan demasiado. La escena clave para la determinación del tipo de Historia que persigue Fajardo es el encuentro con la reina en una recepción en el palacio de La Granja. Pepe tiene la oportunidad de hablarle sobre la Historia de su reinado. En cierto momento padece una especie de alucinación que le lleva a atribuir a la reina cosas que no puede haber dicho y a confundirla con Lucila: 1 Sobre este punto la cuarta serie de Episodios Nacionales no inventa nada. Si nos limitamos a la época moderna, la atención por los aspectos económicos, sociales y culturales se puede observar ya en Voltaire. Mariano José de Larra, en un artículo sobre las memorias del Príncipe de la Paz, pone de relieve la necesidad de una Historia de la vida de los pueblos: «Aun en manos muy hábiles, la historia es apenas todavía la cronista de los pueblos; primera cortesana en los palacios y la última, por lo visto, que los ha de abandonar, tarda en comprender su verdadera misión, y cree haber transmitido a la posteridad los hechos y las costumbres de una nación cuando ha referido los caprichos o los usos de un príncipe» (Larra: Artículos completos, 996).
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales —¿No crees tú que la Crónica mía, la de mi reinado, será bella? —Bella será..., pero ¿quién asegura que no será también triste? —¿Por qué?... Me asustas... Yo no ceso de penetrar en mi historia, y me la represento como una matrona gallardísima... —Sí, con un laurel en la mano y un león a los pies. Esa es la Historia oficial, académica y mentirosa. La que merece ser escrita es la del ser español, la del alma española, en la cual van confundidos pueblo y corona, subditos y reyes... —¡Oh, sí!... Así debe ser. —Y esa Historia me la represento yo como una diosa, mujer real y al propio tiempo divina, de perfecta hermosura... —Vestidita por la moda griega, con túnica muy ceñida, que marque bien las formas. Así representa el Arte todo lo ideal, así el ser de las cosas, así el alma de los pueblos. Esa figura que tú ves, como española castiza, será morena. —Tostada del sol, de este sol de España, que no es un sol cualquiera. —Y la verás esbeltísima, con poca ropa, descalza... no diré que sucia, sino empolvada..., naturalmente, de andar por estos caminos y vericuetos del demonio, por tanta sierra, por tanto páramo... País grandioso el nuestro, pero empolvado. —¡Oh, qué bien lo expresa vuestra majestad! Al decir yo esto, sentí turbación angustiosa. Hallábame solo apartado en un ángulo de la sala. Me asaltó la duda de que la reina me hubiese ayudado, dialogando conmigo, a la descripción de la bella figura que veo y siento... Pronto adquirí la certidumbre de que yo me lo había pensado y dicho solo... Cuando dije a su majestad que la historia de su reinado podría ser triste, ella no pronunció más que estas palabras: «¿Por qué?... ¡Me asustas!», y se alejó de mí, solicitada su atención de los otros grupos (...) Llegó el instante final. La reina y demás personas augustas nos hicieron reverencia y se retiraron. Los que no somos augustos nos fuimos a la calle. En la escalera de Palacio, resplandeciente, en la oscuridad de los jardines, llevaba conmigo la imagen de aquella ideal princesa Illipulicia, soñada por el celtíbero Miedes. Toda la noche me la pasé en este delirio... Mi cerebro era una linterna mágica. Reproducía en serie circular la plataforma del castillo de Atienza, el patio de San Ginés, un cielo turbio, un suelo árido, una estancia del Alcázar real... Isabel, vestida de manóla, me decía que escribiese su historia; Lucila callaba siempre, imagen y representación del inmenso enigma (N, 1549).
La búsqueda de la historia esencial de España no sólo se la plantea Pepe Fajardo para su quehacer de historiador, sino que constituye también el núcleo de toda la empresa de los Episodios Nacionales. Nos enfrentamos con una serie de representaciones contrapuestas: queda descartada la imagen tradicional de Clío, la musa griega de la historia, «con un laurel en la
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mano y un león a sus pies», símbolo de la historiografía oficial2, la de las batallas y de los sucesivos cambios de gobierno, incapaz de captar lo que le importa a «la corona» y al «pueblo». La historia ideal es una síntesis que va hacia lo esencial, hacia el «alma española» y la imagen que le corresponde también tiene que ser sintética, «real» y «divina», griega y española castiza, ataviada como las diosas antiguas de piedra pero mujer de carne y hueso con un pronunciado atractivo erótico, «con túnica ceñida que marque bien las formas.» Poco a poco, el nuevo icono de la historia se convierte en el retrato de Lucila Ansúrez tal como el narrador Fajardo la veía en su imaginación cuando se había alejado de Atienza: «esbeltísima, con poca ropa, descalza» y llena de polvo de caminar tanto por la geografía hispana. No es de extrañar que el narrador de pronto se dé cuenta de que esto no lo pudo decir Isabel II, que esto lo ha soñado él. La divinización de Lucila corre pareja con la popularización de la reina: al final del fragmento, Isabel se presenta «vestida de manóla», que es como el narrador vio a Lucila cerca de San Ginés en una noche madrileña. Al final de la novela, Fajardo logra formular de una manera explícita cómo concibe su arte: (...) es la historia interna y viva de los pueblos... Esa historia no puedo escribirla... para conocer sus elementos necesito vivirla, ¿entiendes? vivirla en el pueblo y junto al trono mismo. Y ¿cómo he de estudiar yo la palpitación nacional en esos dos extremos que abarcan toda la vida de una raza?... ¿No ves que es imposible? El ideal de esa historia me fascina, me atrae... pero ¿cómo apoderarme de él? (N, 1563). Fajardo ama en Lucila «el alma de un pueblo y la historia de las cosas vivas» (N, 1490) 3 . La «historia interna» 4 que anhela es una Historia integral, 2 Son numerosas las imágenes denigrantes para designar la historia académica, que «sale al mundo cubierta de artificios, como una vieja que se adoba el rostro, y todo lo lleva postizo, empezando por el lenguaje» (RJ, 39). 3 Es lo que diferencia su visión de la de Miedes: para Fajardo, Lucila es la quintaesencia del hoy, para Miedes es la representación de la raza en su origen, luego del ayer. Enrique Tierno Galván observa a este propósito: «Hay que no echar en olvido el menosprecio que Galdós sentía por quienes cultivaban la quincallería erudita, por el puro placer de acopiar datos, sin darles utilidad creadora alguna (...). Para Galdós el pormenor histórico no tenía significado erudito. Era una pieza que ayudaba a construir y sostener el edificio» (Tierno Galván 1969: 111). 4 A lo largo de la novela se repite el término con variantes: Fajardo anhela «la historia interna de los pueblos, la historia verdad» (N, 1561), «la historia interna
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es la fusión de lo que observa en el pueblo —Lucila— y cerca del trono —Isabel II—. Lo que le interesa conocer no son tanto los hechos, sino lo que se siente —la palpitación nacional—, cómo vive toda «la raza». Pepe estima que todo esto es demasiado complejo para que pueda conocerse. No quiere limitarse a considerar la superficie: «Debajo está el ser vivo, que ni tú ni yo conocemos. Es lo histórico inédito, que dejaría de serlo si yo pudiera cultivar mi arte» (N, 1563). La intuición del «ser vivo» determina la importancia de la búsqueda, aunque es improbable que llegue a resultados concretos. Otros personajes atribuyen a la historia una función decorativa. La reina quiere que le escriba la historia de Lola Montes (N, 1542). El rey le propone redactar una Historia de España: Una Historia imparcial, que se aparte del criterio extremado de las facciones, revisada por personas peritas y autorizada por la Iglesia, crea usted que sería una gran cosa. Y la publicación de esa obra no faltará quien la patrocine (N, 1548) 5 .
Pueden encontrarse algunas contradicciones en la definición por el rey de una «Historia imparcial», que cae más bien del lado de la Historia libresca y no tanto del de la Historia viva. No puede ser imparcial si tiene que ser autorizada por la Iglesia, que es parte activa en la Historia española del siglo, y que en más de un caso adopta «el criterio extremado» de una facción: la carlista. En un mismo orden de ideas se oponen Vicente Halconero y Santiago Ibero: Vicente es la «Historia libresca» (TD, 647), ha leído muchos libros sobre el glorioso pasado de su país, que le apasiona; Santiago es la «Historia vivida» (ibídem) porque conoce a Prim y ha ido a la cárcel por haber participado en actividades revolucionarias en los días de San Gil. Los conocimientos de Vicente, aislados de la Historia que se está haciendo, son estériles. Los dos jóvenes se pierden de vista porque Santiago se autoexilia a París. Allí se cruzan en un tranvía pero no se alcanzan y ya no se encontrarán en la novela. La Historia libresca no consigue conectarse con la Historia vivida6. y viva de los pueblos» (N, 1563), la que permite «ver el corazón y la interna fibra» (N, 1567) de las cosas. 5 El verbo «patrocinar» evoca el nombre de la monja de las llagas y alude a los contactos seguidos que existen entre el rey y las franciscanas ya señalados unas páginas antes en la novela (N, 1540). 6 Claire-Nicolle Robin presenta a Vicente como las ideas sin la acción y a Santiago como la acción sin las ideas: «II y a done un divorce profond qui s'est
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El rechazo de la Historia libresca se hace evidente en la burla que hacen todos los narradores del concepto de 'fuente histórica.' Así el narrador de Los duendes de la camarilla que opone las dos versiones que circulan sobre los problemas dermatológicos de las monjas franciscanas: (...) y como en tales días, que eran los del verano del 50, sufrieran algunas madres rabiosas picazones de cuerpo y manos, por efecto, sin duda, del calor (aunque otros autores de crédito sostienen que ello entró de golpe, como contagiosa epidemia fulminante), no paraba Domiciana (...) (DC, 1600).
La cuestión analizada es de detalle y la referencia ridicula. Se trata de fuentes indignas de crédito. Los narradores se muestran críticos frente a ellas, pero no siempre: su tácita aceptación de autoridades no fidedignas pone en entredicho su propia fiabilidad. Las referencias burlescas sirven también otro propósito: muestran que estamos dentro de un contexto de ficción. La presentación de una novela como la transcripción de una fuente preexistente es un lugar común en la novela del siglo xix y subraya que lo que estamos leyendo es literatura. 1.3. La Historia viva ¿Dónde se encuentra esta Historia viva? Ni en los discursos, ni en las ceremonias oficiales, ni en los periódicos: cerca de las personas que hacen o experimentan la Historia, en un contacto íntimo. El narrador encuentra la Historia viva en una conversación con Narváez que le hace penetrar en el fondo de sus amarguras políticas: «(...) lo que sólo había sido gacetilla fue Historia... Historia no fría y colada, como la que pasa a los libros, sino viva y caliente, como la sangre de nuestras venas» (N, 533). La Historia viva no se encuentra sólo en la proximidad de los prohombres de la política: el soldado Milmarcos, que volvió de la guerra de Africa con una pierna menos y con una medalla, constituye una gran fuente histórica para Santiago Ibero: consommé, le divorce entre les idées d'un côté, impuissantes (Vicente est boîteux) et l'action de l'autre (Santiago agit par impulsions et a besoin de maîtres, comme nous l'avons vu, pour diriger sa volonté» (Robin 1979: 245). La simetría de la imagen es seductora, pero no la creemos totalmente acertada: efectivamente, a lo largo de La de los tristes destinos asistimos a la lenta toma de conciencia de Santiago Ibero, cuyo motor esencial es la acción, pero que se hace cada vez más preguntas sobre los resultados, necesarios pero insuficientes, del movimiento revolucionario en el que colabora.
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La cuarta serie de los Episodios Nacionales El hombre iba desembuchando por todo el camino trozos de historia viva, no pasada por escritura ni por letras de molde. Ibero escuchaba silencioso, gozando en beber la Historia en su fresco manantial (P, 533).
En La revoluci'on de julio Fajardo persigue su ideal de Historia 'interna', de Historia global de España. La dicotomía 'trono' vs. 'pueblo' persiste, pero va a adquirir nuevos matices. Fajardo empieza sus observaciones cerca del trono: está presente en la sala donde Merino perpetra su atentado, asiste a su degradación eclesiástica y lo observa camino de la ejecución. Termina cerca del pueblo en una barricada de la calle de Toledo. La primera dicotomía se reestructura en una oposición 'acontecimientos políticos' vs. 'acontecimientos privados': Anhelo (...) que, si los sucesos políticos toman vuelo y se hinchan con trágica grandeza revolucionaria, salga del seno agitado de los tiempos algún privado suceso de los que se miden y confunden con los públicos, formando una conglomeración sintética (RJ, 28).
Lo privado funciona como contrapunto de lo público y sirve para llegar a una mejor comprensión de la Historia global. Su función es procurar un relieve que permita distinguir mejor la estructura del conjunto. Y pronto Fajardo está servido: la revolución privada de Virginia Socobio anuncia y comenta la revolución de julio. Sebo se presenta en la descripción de Fajardo como «página viva de la Historia nacional» (RJ, 49) y «susurro de la Historia» (RJ, 57), fórmulas que pueden considerarse como variaciones sobre el tema de la Historia viva. El personaje es la demostración de todo lo que va mal en el mantenimiento del orden público, y, generalizando, en la administración española: es incompetente, vago, cobarde, indigno de confianza, falto de lealtad pero astuto en cuanto a la organización de su supervivencia material. 1.4. La página histórica Otro concepto recurrente es el de la 'página histórica'. La página histórica es un acontecimiento significativo en dos planos: puede ser un hecho privado que ilumina la situación política o al revés. La primera vez que se emplea el concepto, en Naruáez, se describe la reacción furiosa de Eufrasia que había conspirado en pro del Ministerio Relámpago, esperando conseguir una cartera de ministro para su marido. La «dama moruna» había exigido al padre Fulgencio que arreglara el asunto, pero éste no pudo lograrlo. Eufrasia se enfada tanto que echa al escolapio de su casa después de bailar un zapateado sobre su sombrero. Fajardo comenta: «Página histórica me pareció
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el verídico cuento traído por Rafaela, y, pensando en él y en la profunda lección que entraña, me fui a correr por Madrid (...)» (N, 1557). Como el partido clerical no sirve para conseguir la ascensión social anhelada, Eufrasia se pasa al bando de Narváez. Transponiendo la anécdota, podríamos decir que la burguesía ascendente no consigue progresar socialmente aliándose con el partido clerical conservador y que busca la salvación con los moderados. Efectivamente, al cambiar de campo, Eufrasia obtiene un cargo en Palacio junto a la reina y un par de años más tarde ya es marquesa. Cuando Fajardo sale para Canillejas para encontrarse con Virginia y Leoncio, cambia sus proyectos cuando resulta que los militares sublevados bajo el mando de O'Donnell se encuentran precisamente en la misma zona: «lo más interesante para mí era la página histórica que de improviso ante mis ojos se abría» (RJ, 64). La batalla de Vicálvaro no le interesa mucho, y se aleja del ruido de las armas para hablar con la gente y recoger su opinión sobre la revolución. Pero la jornada no le proporciona el espectáculo de acontecimientos dramáticos que había esperado. Cree que la «verdadera página histórica, con gravedad y trascendencia» vendrá después (R/, 72). Fajardo se repone de su desencanto al errar por las calles de Madrid la noche del 17 de julio, cuando el pueblo pone fuego a las casas de sus 'tiranos': Veía, por fin, una página histórica, interesante, dramática, producida en el tiempo, sin estudio, por espontáneo brote en el cerebro y en la voluntad de millares de hombres que el día anterior ignoraban que iban a ser histriones de una teatralidad tan bella {RJ, 88).
Por la selección léxica, el narrador muestra que no se engaña totalmente. La belleza del espectáculo hace que se suspenda momentáneamente el juicio intelectual, a sabiendas de que se trata de una función de teatro. 1.5. La Historia integral Hay un concepto mediante el cual pueden integrarse la Historia 'interna', la de las cosas como las experimentan las personas que las viven, con la Historia 'externa', la de los acontecimientos políticos: la Historia 'integral'. El término aparece en O'Donnell y sirve para relacionar la conducta de Teresa Villaescusa con la de la reina: Pues, siguiendo paso a paso la Historia integral, dígase ahora que al tiempo que Isabel de Borbón decía con desgarrada voz de maja: «Yo no desamortizo», la otra maja, Teresa Villaescusa, gritaba: «Juro por las Tres Gracias que a mí nadie me gana en el desamortizar» (OD, 164).
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La «Historia integral» es la imposibilidad de «separar lo público de lo privado» (P, 556) y Fajardo continúa persiguiéndola a través de los relatos de Santiuste y de otros. En Carlos VI, en la Rápita, Beramendi escribe a su lugarteniente que le interesan más sus aventuras personales que las acartonadas narraciones de batallas. Santiuste explica al lector que él no es único cuyas andanzas quiere conocer el marqués: Sé que guarda papeles mil, escritos por hombres o mujeres extravagantes; que reúne cartas amorosas sin excluir las más ridiculas, y que a todo amigo que sale de viaje le pide una relación sincera de cuanto ve y padece en galeras y paradores. Hace colección de confidencias de locos o criminales, ya sean escritas para la familia, ya con el fin de solicitar una publicidad que difícilmente encuentran (CR, 337).
Juan se ve insertado en un proyecto histórico global, el que Fajardo exponía a su mujer al final de Narváez pero que no podía cumplir solo. Mediante la colección de testimonios individuales la Historia se humaniza y se hace más viva. Cuando Santiuste vuelve a Madrid, se entera por qué a Beramendi le interesan estas referencias particulares: «en ellas ve el colorido de la historia general, la cual, sin este matiz de sangre, de fuego anímico, no es más que un trazo negro que así fatiga la vista como la memoria» (CR, 369). 1.6. La cuarta serie y la intrahistoria A causa de la frecuencia de términos como 'Historia interna' e 'Historia integral' en la cuarta serie, varios críticos han relacionado el concepto galdosiano con la 'intrahistoria' unamuniana tal como aparece definida en los ensayos de En torno al casticismo (1895). Como veremos, los dos conceptos tienen ciertamente cosas en común, pero también hay grandes diferencias. Unamuno define su concepto como sigue: Las olas de la historia, con su rumor y su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del «presente momento histórico», no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intra-histórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna,
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esa labor que como la de las madréporas suboceánicas echa las bases sobre que se alzan los islotes de la historia. Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido; sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia. Esa vida intra-histórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentida que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras (Unamuno 1958: 185). La distinción entre la Historia de los acontecimientos externos y la de los hombres «sin historia» la hace también Galdós. Como a Unamuno tampoco le interesa la «tradición mentida» cuyo rastro se encuentra en los vestigios arqueológicos. Los dos estiman que la verdadera Historia hay que buscarla con el pueblo 7 . Pero el concepto de «tradición eterna» no encaja en la idea galdosiana de la Historia interna: mientras la tradición eterna implica una repetitividad de actos cotidianos de los que no hay manera de salir, la Historia interna implica cambio. Por un lado, la Historia interna galdosiana no niega que hay en la esencia del ser español factores permanentes: la celtibérica familia Ansúrez constituye el mejor ejemplo de ello. Además Fajardo ve en el campo la reserva de los valores que contribuyeron a hacer de la nación lo que es: En él recibimos enseñanzas más profundas de las que nos ofrece la sociedad formada; en él nos preparamos para el conocimiento sintético de la humana vida: ¡El campo, el monte, el río, la cabaña! No es sólo la égloga lo que en tan amplios términos se encuentra, sino también el poema inmenso de la lucha por el vivir, con mayores esfuerzos aquí que en las ciudades, y el cuadro integral de nuestra raza más enlazada con la Historia que con la civilización, enorme cantera de virtudes y de rutinas que componen el ser inmenso de esta nacionalidad (N, 1467). El campo, el monte, el río, la cabaña, en una enumeración que recuerda a Fray Luis, constituyen el núcleo de lo que van a ser otros paisajes hu7 Antonio Regalado relaciona las dos concepciones con la idea del 'Volksgeist': «(...) van animadas por la misma idea romántica del volkgeist [SÍC], adaptada al pensamiento y circunstancias del pueblo como verdadero agente de la historia, capaz de resistir con firmeza de roca bien asentada el oleaje del fluir del tiempo, que se lleva consigo el inestable artificio de gobiernos y de sistemas» (Regalado 1966: 297). Esta visión romántica no coincide realmente con la que emana de la cuarta serie, aunque el personaje Santiago Ibero formula algo similar mientras pasea por los barrios populares madrileños: «Era el pueblo que, con su miseria, sus disputas, sus dichos picantes, hacía la historia que no se escribe, como no sea por los poetas, pintores y saineteros» (P, 539).
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manos más evolucionados. Las virtudes de la gente del campo son las que posibilitaron el desarrollo histórico de la civilización de las ciudades que, sin embargo, no comparten su fruto con el mundo campesino8. Ya hemos visto en el capítulo dedicado al espacio que la estancia en el campo significa para Pepe Fajardo el despertar de la conciencia social. Cuando Prim va huyendo con su columna delante de las tropas leales, atraviesa unos pueblos semidesiertos de La Mancha. Los carboneros ven pasar a los húsares y no saben ni quiénes son ni a qué vienen. El narrador expresa su compasión: «Para ellos no había más obstáculos tradicionales que la nieve y ventisca, la miseria y el bajo precio del carbón» (P, 606). En este fragmento se pone de relieve la oposición entre la Historia 'externa' —Prim y la revolución burguesa— y la Historia 'interna'—de unos pobres trabajadores del campo. Pero esta oposición no implica una separación radical: el bajo precio del carbón relaciona una Historia con otra. No olvidemos que otro narrador, Fajardo, para escribir la Historia que anhelaba, quería situarse al mismo tiempo cerca del 'trono' y cerca del 'pueblo', que quería la Historia externa e interna a la vez. La tarea del historiador tal como Galdós la concibe en sus Episodios es precisamente la de intentar captar los leves cambios en el nivel de la vida cotidiana y de establecer una relación (de inclusión, de paralelismo, de oposición...) entre ellos y la Historia 'externa'. Por eso hay que ir a buscar la Historia donde menos se la espera y puede María Ignacia decir a su marido: «En los actos más insignificantes encontrarás el filón de pensamientos que buscas» (R], 26). Si hay puntos de contacto con la 'intraJuan Oleza estima que este interés por la esencia de España por parte de Galdós es un fenómeno de compensación: según este crítico, Galdós desvía su atención del devenir hacia el ser de la nación porque ya no ve ninguna solución global para los conflictos históricos: «Encerrado en este callejón sin salida, necesitado de esperar una España mejor y sin poder creer más que en el perfeccionamiento del individuo, Galdós reacciona lógicamente desviando su atención desde la historia (el ¿cómo es?) hacia la esencia (¿qué es?), del devenir al ser. De esta forma, enlazando con la generación del '98, su historia se desvía cada vez más de su primitivo concepto. Hasta ahora había pensado que sólo conociendo cómo fue nuestro pasado podría explicar cómo es el presente, y conociendo éste, preparar el futuro» (Oleza 1976: 131). 8
No estamos enteramente de acuerdo con la conclusión del crítico: estimamos que los dos movimientos se completan. Para Galdós, la búsqueda de los valores esenciales sirve para encontrar una nueva vitalidad y la evolución política no es ajena a la evolución personal, sino que la presupone.
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historia' unamuniana, la gran diferencia es la atención que en los Episodios se sigue a c o r d a n d o a los acontecimientos políticos y la importancia fundamental atribuida a los cambios 9 . 2 . ¿ C Ó M O DISTINGUIR Y DÓNDE ENCONTRAR LA HISTORIA 'VERDAD'?
Fajardo busca la Historia 'verdad'. Pero la distinción de la verdad y de la mentira en materia de Historia es un problema difícil que se plantea en la cuarta serie bajo diferentes formas relacionadas entre sí: por u n lado, la Historia se pone en relación con diferentes géneros literarios, por otro se discute la verdad histórica en términos de verosimilitud y absurdo 1 0 . 2.1. Historia y literatura Según la poética clásica, grosso modo, la Historia tiene que ser verdadera, mientras que la poesía no tiene que ser m á s que verosímil. L a 9 He aquí la conclusión de Hans Hinterhäuser sobre este asunto: «Pero si es muy posible esta influencia de Unamuno en Galdós, también es seguro, por otra parte, que éste no llegó (o por lo menos no del todo) a comprender el núcleo filosófico de la 'intrahistoria.' El pensamiento y la fantasía de Galdós estaban siempre dirigidos a lo empírico y concreto, a lo racionalmente comprensible, a lo plástico (el 'tiempo' en Galdós es siempre un tiempo plástico), y, por eso, el realismo de profundidad pre-existencialista unamuniano, al fin y al cabo, tendría que serle extraño. Así, pues, en los Episodios nacionales de fecha tardía, no se encuentra ningún intento de variar y profundizar la concepción primitiva en dirección a una 'intrahistoria'» (Hinterhäuser 1963: 111).
Es cierto que Galdós no 'aplica' el concepto de la 'intrahistoria'. Pero esto no implica, a nuestro parecer, que no lo comprendiera. Hinterhäuser presenta el concepto unamuniano como un progreso frente al galdosiano. No sabemos si la idea de Unamuno es necesariamente más progresiva que la de Galdós porque la sigue en el tiempo. Creemos que se trata de conceptos que pueden muy bien coexistir. Curiosamente, esto es lo que dice el propio Hinterhäuser en la página siguiente: «Se ha menospreciado frecuentemente a Galdós por causa de esta visión histórica suya y se ha intentado ver en el procedimiento de Unamuno, Valle-Inclán y Baroja un inmenso progreso. Habría, sin embargo, que preguntarse si en realidad tiene sentido hacer una comparación cualitativa entre los dos modos de exposición» (112). 10 Aquí conviene distinguir nuestro discurso crítico sobre los géneros del capítulo I del análisis del discurso literario galdosiano, que también maneja los términos 'verdad' y 'verosimilitud' pero se puede permitir a veces una fuerte dosis de ironía.
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tensión entre los dos conceptos se pone en evidencia desde la primera novela de la serie. Las «tormentas del 48» se presentan bajo un disfraz de literatura popular: «Salamanca, Buceta, lord Bullwer, Gándara y luego una cáfila de nombres de progresistas, llenaban la histórica aleluya» (T, 1437), que pone en duda la gravedad de los acontecimientos. Eufrasia Carrasco distingue claramente entre Historia y literatura cuando se declara preparada «con voz y autoridad de Historia para echar abajo esa mentira novelesca» del corazón sensible de Narváez bajo sus ademanes rudos (N, 1515). Llegada a un punto de su relato donde ya no está segura de la autenticidad de los datos, prefiere presentarlo como literatura: «Este es un punto que yo no me atrevo a sacar de la Fábula para llevarlo a la Historia: lo cuento como me lo contaron, y no respondo de ello» (N, 1516). Los géneros literarios con los que se compara la Historia son fundamentalmente de dos tipos: la literatura popular y el teatro. Además de ser 'aleluya', la Historia es a veces 'folletín', como en la conversación que tienen los miembros de la familia real sobre la Historia de España: —La de España —indicó María Cristina melancólica— es y será siempre un folletín. —Mamá, eso es tener mala idea de los españoles. —Tengo la que ellos me han dado —replicó la ex gobernadora (N, 1548).
El dicho de la reina madre circula y vuelve a la superficie en la tertulia de María Buschental donde se reciben los primeros rumores de la crisis gubernamental contra Narváez. En la confusa conversación que sigue, uno de los asistentes repite la frase de la reina. Otro replica: —Eso no lo inventa usted. Es frase de doña María Cristina... —Pero la reina madre habló del folletín sin calificarlo, y ahora debemos decir folletín malo... —No, folletín tonto (N, 1551).
Otro tipo de literatura que da lugar a frecuentes comparaciones con la Historia, es el género teatral. La Historia es sucesivamente o al mismo tiempo saínete, drama, comedia, tragedia. En La revoluci'on de julio se instaura este tipo de comparación y encontramos multitud de ejemplos. Merino es un caso trágico, y su muerte conmueve profundamente a Fajardo. La suerte del cura merece los honores de la historiografía, incluso de la más tradicional, ya que se trata de una tentativa de regicidio. Sin embargo, se trata casi de un anacronismo puesto que la tragedia ya no se estila, ni entre los reyes. La mujer de Fajardo le prohibe calentarse
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la cabeza con su afición a la Historia, y quiere alejar su atención de los temas candentes de la revolución y de la miseria social. Su marido tiene que rehuir los extremos y concentrarse en la vida de la clase media. Si las clases inferiores proporcionan materia de tragedia, las clases alta y media se presentan como motivo para una comedia. Dice el narrador: Para mi salud es conveniente que yo ponga un freno a esta recóndita querencia mía de las cosas trágicas, volviendo mis ojos a la sociedad alta y media, y a la política, que también es ya comedia pura, de enredo muchas veces, otras de figurón (RJ, 18).
La definición del género teatral se va afinando más aún: al lado de la comedia de enredo o de figurón tenemos la narración detallada de la evolución de los modos de vida que es, según María Ignacia, «comedia y de las entretenidas, es sátira, es pintura de costumbres» (RJ, 27), lo que nos sitúa en la tradición literaria costumbrista del siglo xix. Y Fajardo se interesa por la «comedia casera» informando la Posteridad de las bodas de Virginia y Valeria de Socobio. Expresa así su resignación: «Y voy con lo urbano y apacible, con lo que mi mujer llama comedia, y es la trama vulgar y descolorida de la existencia, mundo medianero entre la risa consoladora y el llanto dolorido, entre el saínete y el drama...» (RJ, 22). De vuelta a su casa después de asistir a la batalla de Vicálvaro, concluye que su «página histórica» le aparece ahora como «pliego de aleluyas o romance de ciego» (RJ, 80). Observamos un 'decrescendo' en los géneros literarios que sirven de pautas para la valorización: del drama anhelado pasamos al romance de ciego. Las comparaciones teatrales se suceden a lo largo de la serie. A Fajardo le impresionan los proyectos golpistas de la plana mayor carlista y dice que «el actual plan del absolutismo no es un risible saínete, sino un drama con gran arte compuesto» (CR, 375). Pero el pronunciamiento carlista del general Ortega no es sino un dramón: ¿De qué se ha de hablar más que de la calaverada orteguista, del estúpido desenlace de aquel drama político, el peor aderezado y compuesto que nos ofrece nuestra Historia, primer teatro del mundo en sediciones y pronunciamientos? (CR, 406).
La conclusión del pronunciamiento, la abdicación de Montemolín, también se discute en términos teatrales: «¿Quién pudo pensar que a la trágica epopeya del carlismo se le pusiera una escena final de comedia pedestre?» (CR, 423). El narrador de La de los tristes destinos describe el enfrentamiento entre militares sublevados y militares leales en los Pirineos como el «trágico duelo de España» (TD, 694).
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En La revolución de julio aparecen al lado de las comparaciones teatrales otras imágenes, ligadas a una actividad que no es ajena al teatro: el carnaval. En el mismo texto se establece además la relación entre los dos campos semánticos. El narrador contempla los incendios de las casas de Sartorius y de María Cristina que son el hecho de hombres «que el día anterior ignoraban que iban a ser histriones de una teatralidad tan bella» (RJ, 88). En la página siguiente parece que El Carnaval revolucionario, con chafarrinones de sangre y fuego, se acababa pronto. Los dioses, envidiosos del hombre, lo reducían a breves horas. En éstas los bromazos no llegaron al trágico desenfreno de las resoluciones más señaladas en la Historia. Casi todos los muertos eran de la clase humilde. El Carnaval de la turba emancipada ofreció la tremenda ironía de que, vistiéndose de jueces, las máscaras resultaron víctimas (R/, 89).
El carnaval es teatro, pero no llega al nivel de la tragedia. Los protagonistas de las revueltas callejeras no son más que histriones o comparsas de carnaval, no tienen un papel señalado porque su acción no produce ningún efecto serio, ningún cambio importante. Al contrario de lo que ocurrió en la revolución francesa, la clase alta acusada de corrupción y de explotación del pueblo no pierde la vida, sino únicamente algunas posesiones materiales. El pueblo sólo es juez durante el carnaval, hasta cuando se restablezca el orden. Pero de todos modos, ya es víctima, porque sufre el mayor número de pérdidas y será inevitablemente el objeto de la represión subsiguiente. 2.2. Verdad, verosimilitud, absurdo Al lado de las comparaciones teatrales para poner de relieve la inautenticidad de muchos aspectos de la Historia externa se encuentran también consideraciones relacionadas con los polos 'verdad' vs. 'verosimilitud'. El primer acontecimiento así caracterizado es el advenimiento del Ministerio Relámpago. Cuando llegan las primeras noticias, Fajardo no cree los rumores porque ha visto a Narváez. Pero los rumores persisten: «(...) a cada instante venían más densos y con más visos de verdad, de esa verdad inverosímil que aquí gastamos (...) (N, 1551). En este fragmento sigue en pie la regla clásica según la que la verdad, precisamente porque los hechos no respetan las convenciones, puede ser inverosímil. Fajardo no es el único personaje que tiene problemas al intentar interpretar una realidad que no sabe calificar. Lo mismo le pasa a Lucila Ansúrez cuando quiere comprender el relato de Domiciana sobre la desaparición de Gracián:
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si tales hechos encontraban en [su cerebro] como una nube de incredulidad sistemática que los empañaba y oscurecía, de los mismos hechos brotaban rayos de verosimilitud que esclarecían lentamente los espacios de aquella nube. ¿Era mentira que parecía verdad o una de esas verdades que se adornan con las galas del arte de la mentira verosímil? (DC, 1633).
Lucila quiere saber si el relato de Domiciana es Historia o literatura, si rige el criterio de la verdad o el de la verosimilitud. La duda es inevitable porque Domiciana es una virtuosa de la palabra, capaz de hacer igualmente verosímiles una verdad extraña y una mentira. Lucila intenta romper mediante sus preguntas precisas el tejido de palabras de Domiciana, pero no lo consigue. Días después, la duda persiste, y por falta de datos exteriores, Lucila aún no puede decidirse: (...) Nada de aquello era inverosímil. Bien podía resultar que fuese verdadero (...). Momentos había en que reconstruidas las famosas historias con elementos de realidad, las vio Lucila como novela verosímil; horas hubo, en los días siguientes, en que fueron para ella como el Evangelio (DC, 1637).
El rapto de Gracián vuelve a discutirse en la novela siguiente. En el relato de Sebo el protagonista es Gracián, Lucila apenas se menciona y Domiciana no se nombra pero se describe. Fajardo empieza a asociar datos, el relato pierde su estatuto fantástico y se convierte en verdadero: «Lo que juzgábamos absurdo, sólo por ser impersonal, nos parece verídico en cuanto el caso se cristaliza en el rostro de una persona conocida» (RJ, 53). Esto implica que la verdad es inasible: si es verosímil, se asemeja a los relatos ficticios, que también lo son; si es inverosímil, la mente se resiste a darla por auténtica. La verdad o la mentira no pueden deducirse del solo relato, se necesitan elementos de control fuera del relato mismo. Así vemos cómo la problemática que está en el corazón mismo de la discusión teórica sobre el género 'novela histórica' se trata explícitamente en la práctica de los Episodios. El problema de la verdad planteado en el nivel de las relaciones personales se presenta también en el de los acontecimientos públicos. Cuando la revolución de julio, el narrador se encuentra en la calle entre la gente, y se forma una opinión a base de lo que ve y oye, lo que le permite anticipar ciertos sucesos, como el incendio de las casas de Sartorius y de la reina María Cristina (RJ, 86). Fajardo rechaza el rumor según el que la reina madre hubiera huido de su casa disfrazada de hombre porque «ya sabe un ciudadano listo distinguir las mentiras absurdas de las verosímiles» {RJ, 86). La mentira absurda parece ser el superlativo de la inverosímil.
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Ya mencionamos la especie de 'prólogo' al principio de O'Donnell. Allí aparece una de las fuentes del narrador, Clío, la musa de la Historia: (...) la esclarecida jamona doña Clío de Apolo, señora de circunstancias que se pasa la vida escudriñando las ajenas, para sacar de entre el montón de verdades que no pueden decirse las poquitas que resisten el aire libre, y con ellas, conjeturas razonables y mentiras de adobado rostro (OD, 115).
Clío es una referencia que hay que utilizar con cuidado, ya que opera fuertes selecciones y su criterio no parece ser la búsqueda de la verdad desnuda, sino la de la verdad presentable. No sólo selecciona según un criterio discutible, además juega con la presentación literaria de los hechos seleccionados: «Lleva Clío consigo, en un gran puchero, el colorete de la verosimilitud, y con pincel o brocha va dando sus toques allí donde son necesarios» (OD, 115). Su papel no es tanto de revelar la verdad, sino de adecentarla. La Historia contada por Clío nunca se conoce en el estado puro, siempre lleva maquillaje. Pero también podría plantearse la cuestión desde otra perspectiva: la verdad necesita algo de maquillaje para poder comunicarse y para poder convencer11. Conforme avanza la serie, hay otro elemento que cobra una importancia creciente: el absurdo. El narrador de Carlos VI en la Rápita oye decir que el pretendiente ha desembarcado y camina en dirección de Zaragoza con un ejército que se amplía a cada paso. Su reacción es la siguiente: «Con recelo de que tal notición fuera verdad, un ejemplo más de la verosimilitud de lo absurdo en nuestra patria, me dormía aquella noche (...)» (CR, 378). Aquí las proporciones tienden a invertirse: cuanto más absurda e inverosímil sea una noticia, tanto más auténtica parece. Para narradores y personajes es como si se hubieran agotado todas las posibilidades de establecer razonamientos lógicos con algún valor predictivo o 11 La musa Clío vuelve en la última novela, al final del primer capítulo como «Clío familiar, que escribe en la calle, sentada en un banco o donde se tercia, apoyando sus tabletas en la rodilla...» (TD, 637). Será la musa de los sucesos de la vida cotidiana, no la de los acontecimientos políticos trascendentales. La musa de la Historia tendrá un papel mucho más importante en la quinta serie de Episodios Nacionales: la descendiente de «Clío familiar» se llama Mariclío, vive en la Academia de la Historia, calle del León, y tiene a su servicio al protagonista, Tito Liviano, al que pasa un pequeño sueldo. Se convierte en personaje hablante y actuante. Se pasea por España y su aspecto cambia según el nivel de los acontecimientos a los que asiste: si los protagonistas de la Historia se portan con dignidad, lleva coturnos, y si no, chancletas.
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interpretativo acerca del curso de los acontecimientos. Cuando en 1866 surgen los primeros rumores de la posible destitución de O'Donnell, Manolo Tarfe visita a su amiga Eufrasia Carrasco para que le informe: Yo, que de algún tiempo acá rindo culto al absurdo, me dije: «Cuando la cosa no tiene sentido común, debe ser cierta...» (...) ¡Ay Eufrasia!, en este horrible desconcierto lógico, viendo que la mentira es verdad y el absurdo razón, el hermoso Aransis me pareció un patán feísimo, zafio, grotesco... (TD, 640).
Ya no hay nada seguro, «el absurdo imperaba, y la lógica política era una ciencia definida por los orates» (TD, 642). Para escaparnos de este círculo vicioso no parece quedar otra vía que la Historia logico-natural de Confusio. 2.3. Posibles causas del absurdo ¿Cómo se explica la marcha de las cosas? No se da una respuesta clara a esta pregunta, pero se elimina claramente un eventual factor de explicación: la providencia. Se maneja un procedimiento eficaz para quitarle toda la relevancia a este concepto: su desdoblamiento. En la guerra de África, vemos que hay una providencia cristiana y otra musulmana. En enero de 1860, la «hispana Providencia» se despide anunciando un fuerte temporal: Y para que hagáis prueba de vuestro tesón y cristiana paciencia, voy a desencadenar, hoy mismo, con permiso de Dios, uno de los más terribles levantes que aquí tenemos para uso de los providenciales designios, y el viento y la mar no permitirán que os llegue el auxilio de víveres que de España se espera (AT, 267).
La desaparición de la providencia de los españoles se comprende como una crítica de la mala preparación de la campaña: los problemas de aprovisionamiento hubieran podido evitarse si el desembarco hubiera tenido lugar lo más cerca posible de Tetuán y no en Ceuta. A partir de ahora se multiplican las providencias. No sólo «hay una Providencia especial para los locos» (AT, 270), sino también una musulmana; dice el narrador: Si es cierto que [la Providencia de los cristianos] no les protegió de un modo ostensible sosegando las olas, hízoles el precioso favor de oscurecer el entendimiento de la morisma, para que a ésta no se le ocurriese desembarazarse de cristianos, cosa facilísima en la precaria situación de éstos. La Providencia musulmana debía de estar durmiendo aquellos tres días (...). Que Mahoma se volvió tonto, quizás por bebedizos que le dieron las Providencias de acá, no podemos dudarlo (AT, 270-271).
Aquí tenemos tres Providencias en juego al mismo tiempo, que se sustituyen y se combaten entre sí y recuerdan de alguna manera los dioses
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del Olimpo que ayudaban o dejaban de ayudar las partes combatientes en la guerra de Troya. El rechazo del concepto de la providencia se combina con una interpretación crítica de los aspectos 'maravillosos' de los acontecimientos. El narrador cuenta cómo Santiuste se niega a creer en la mitificación de Prim en la batalla de los Castillejos: En este punto, el soñador no era moro ni cristiano, sino un vulgar espíritu crítico, que diputó el engrandecimiento de la figura del conde de Reus como un efecto subjetivo en la retina y en el alma de los combatientes embriagados por la lucha, y esta idea le llevó prontamente a ver claro que la aparición del Apóstol Santiago en Clavijo fue un caso semejante (AT, 268-269).
No hay héroes sobrenaturales. Hay hombres excepcionales que pueden influenciar y arrastrar a sus seguidores, y nada más. La mitificación de los caudillos militares no tiene razón de ser. Si en la guerra de África hay varias providencias en juego, en la guerra del Pacífico hay diversas santas. Los peruanos se ponen bajo la protección de Santa Rosa de Lima, y los marineros españoles invocan la de la Virgen del Carmen. Como en el caso anterior, la oposición burlesca de las dos fuerzas protectoras se combina con una visión crítica del concepto de la providencia. Durante el combate, la Numancia es alcanzada por un proyectil pero la reparación es rápida y fácil gracias al blindaje del barco: —Gracias a la Virgen del Carmen —dijo Sacristá—, esto no ha sido nada. —La Santísima Señora —observó Ansúrez— ha sido la salvación del barco, poniéndose a nuestro lado en forma y sustancia de blindaje. Bendita sea la virgen y los que inventaron estas vestiduras de hierro (VM, 508).
El personaje se niega a confundir el verdadero sentimiento religioso con la superstición y no acepta causas transcendentales cuando hay causas materiales a mano. La providencia hace una última aparición burlesca en La de los tristes destinos. Santiago Ibero vive feliz con Teresa en París cuando se entera de que su padre está en camino para separar la pareja y llevarse a su hijo a casa: «la Providencia, con frío y cruel manotazo, le precipitó en la dura realidad, desatando sobre él todo el rigor de las desdichas» (TD, 710). El viaje de Ibero padre no tiene nada que ver con la providencia, se sitúa en la línea de las cosas previsibles. Tan previsibles que Teresa se opone a la imitación de modelos literarios gastados —La dama de las camelias etc.— y protesta que ellos hacen su vida «con hechos positivos y la verdad por delante» (TD, 712). La providencia no es más que una pantalla que esconde las causas verdaderas de las cosas; pueden descubrirse mediante un mínimo esfuerzo intelectual.
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La providencia no sirve, pues, como factor explicativo de la Historia reciente de España. Hay otro principio que manejan varios personajes referenciales y ficticios: la locura como enfermedad congènita española. El primero en quejarse de la irracionalidad fundamental de la vida española es el general Narváez, quien se pregunta: «Pero ¿seré yo solo el cuerdo entre tanto tocado, y mi papel aquí es el de rector de un manicomio?» (N, 1506). Narváez se irrita contra la confusión de valores, contra la desorganización del estado donde nadie «está en su papel», contra la reina —aunque no la nombre— ocupada en conspirar contra sí misma y a destruir su precaria posición por la que se derramaron ríos de sangre. Se indigna contra la improductividad de tanto esfuerzo y concluye diciendo: «todos locos» (ibidem). El marinero Diego Ansúrez, al que desconciertan las luchas políticas a las que asiste en Loja, tampoco comprende nada: «acababa por declarar que o los españoles son locos sueltos en el manicomio de su propia casa, o tontos a nativitate» (VM, 437). En la cuarta serie se encuentra una variante del tema de la locura: la epilepsia. Se trata de una imagen recurrente en la novela galdosiana. Tanto en las Novelas contemporáneas como en los Episodios la enfermedad ataca a varios personajes —Leré (Angel Guerra), Donata...— pero caracteriza también la vida de la nación española. Durante los días de la revolución de julio, el narrador observa lo siguiente: Y en esta Corte de las Españas parece que todos se vuelven epilépticos. Salgo a dar una vuelta y noto en las caras de los transeúntes un júbilo extraño, en los cuerpos síntomas claros del mal de San Vito (R], 82).
La imagen de la epilepsia sirve aquí para poner de relieve la tensión creciente que pronto va a estallar de manera incontrolable. En este sentido la empleaba el mismo narrador Fajardo al describir la tensión en Roma en noviembre de 1848: «El siguiente día, 16 de noviembre, trajo el desenfreno de la muchedumbre, las gesticulaciones del patriotismo epiléptico frente al Quirinal (...)» (N, 1494). Pero se puede ir más allá en la interpretación y aplicar la enfermedad a la sociedad española, aquejada de un mal incurable y que produce terror cuando explota12. Al lado de estas imágenes ligadas a la locura y a la epilepsia, se encuentran otras relacionadas con la enfermedad en general. España es un 12 Bernadette Poux dedicó un artículo a la epilepsia en la obra de Galdós y llega a la conclusión siguiente: «Dans toute son oeuvre, c'est l'image des convulsions qui lui semble encore le mieux décrire l'histoire, le peuple de ce xixe siècle
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país enfermo y necesita curación. En La de los tristes destinos, en una acalorada discusión con Confusio, Fajardo pide: «Revolución, cirugía política, ya que la medicina está visto que no sirve para nada... Amputación, hijo, pues no hay otro remedio» (TD, 678)13. La metáfora de España como nación enferma parece seducir a más de un narrador, pero no consigue instalar un determinismo absoluto: la Historia l'ogico-natural de Confusio sirve de antídoto. 2.4. Una interpretación alternativa: la Historia lógico-natural de Confusio En un contexto en que «el absurdo imperaba» (TD, 642), la presentación de la Historia contemporánea por un loco —por un «historiador quijotesco», como dice Gilman (1963: 437)— no debe sorprender. Juan Santiuste alias Confusio está escribiendo una Historia de España, no como es, sino como debería ser14. Parte de hombres políticos responsables, de monarcas competentes y bien instruidos, de reflejos altruistas. Esta es la lógica «dentro del principio de que los sucesos son como deben ser» (P, 547): el trabajo de Confusio es una utopía, pero una utopía racional y coherente. Fernando VII recibe la muerte que se merecía ya que Confusio lo hace fusilar en Cádiz. Se ahorra la primera guerra carlista fusilando a don Carlos María Isidro en el mismo momento que su hermano. Durante la infancia de Isabel II, hija espagnol, agité de guerres civiles et de coups d'état. Jusqu'à la fin de son oeuvre et de sa vie, Galdós semble avoir été hanté par l'idée de cette maladie, l'épilepsie apparaît comme une métaphore obsédante, apparemment banale, mais qu'il sait filer et incarner avec son génie propre» (Poux 1981: 24). 13 Teniendo en cuenta la presencia de ideas de Joaquín Costa en la cuarta serie, este concepto de la inevitable cirugía bien podría proceder del autor aragonés. La consideración de España como una nación enferma forma parte de los elementos que Brian Dendle estima comunes a Galdós y a los regeneracionistas (Dendle 1980: 27). Las metáforas médicas tendrán descendencia al menos hasta en La rebelión de las masas de Ortega y Gasset. 14 Geoffrey Ribbans observa que una primera tentativa galdosiana de reescribir la historia reciente se encuentra en el artículo que el autor publicó en 1904 sobre la reina Isabel II, recién fallecida en París. Allí Galdós imagina otro reinado alternativo, con un marido inteligente y de su gusto para Isabel II y Cánovas como primer ministro a partir de los años cuarenta (Ribbans 1993: 231-232). A pesar de lo que podría sugerir el título, el libro de Julián Ávila, La historia l'ogico-natural de los españoles de ambos mundos de Benito Pérez Gald'os (1994), sólo contiene referencias a Confusio y su empresa en la introducción. El libro se centra en las relaciones entre Galdós y el mundo canario y antillano.
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de Isabel de Braganza —así que María Cristina no interviene en ningún momento porque no hace falta para n a d a — se nombra una regencia compuesta de tres hombres brillantes: Mendizábal, Istúriz y Zumalacárregui. Confusio se inventa la Federación de los Estados Hispanos que discute durante cinco días sobre la formación del nuevo estado. Se observa una división entre el bloque castellano y el bloque aragonés que luego se juntan, aportando cada uno sus cualidades más relevantes. El resultado es una 'reedición' de los reyes católicos: el príncipe de Aragón se casa con Isabel de Castilla pero viven como monarcas constitucionales que se limitan a hacer ejecutar las leyes votadas por las Cortes. Es significativo que Confusio reconozca en Santiago Ibero, uno de los personajes más positivos de la serie, a su príncipe de Aragón: las cualidades de Santiago —el valor para la lucha contra la opresión y contra el autoengaño, la tolerancia y el amor basado en el respeto por la persona amada— se integran en el libro de Confusio, que se convierte así en una Historia llena de esperanza 15 . Al final de la serie, vuelven a encontrarse el historiador y el revolucionario. Confusio presenta la revolución de septiembre como «un lindo andamiaje para revocar el edificio y darle una mano de pintura exterior» (TD, 756) y anuncia su derribo para construir en su lugar una construcción nueva y sólida que sólo guardará de lo anterior el basamento. Santiago se marcha, diciendo: «Yo no tengo que poner los andamiajes de que habla Confusio para revocar un viejo caserón» (TD, 757) porque ya ha dejado atrás los prejuicios sociales y las ilusiones que imposibilitaban su vida en libertad con Teresa. Lo que distingue la historiografía ' n o r m a l ' de la practicada por Confusio es la diferencia de enfoque. El historiador loco se sitúa a una gran distancia de los hechos, los estudia «no en la superficie, sino en el fondo» (P, 634), por lo que los contornos bien marcados que distinguen acontecimientos y figuras empiezan a borrarse. La distancia entre el historiador y los sucesos es tan grande que su situación en una cronología estricta empieza a perder relevancia. Y así puede decir, al contemplar «el matadero de San Gil» (P, 633) que ha visto a Prim y a Serrano, el primero dentro y el segundo fuera del cuartel, y después del tiroteo, abrazados. Esta visión desde lejos hace inoperantes las distinciones entre presente, pasado y futuro. Así Confusio se puede lanzar a la narración del reinado de Alfonso XII que será largo y feliz: 15 Ribbans subraya que la Historia l'ogico-natural implica la posibilidad de una reconstrucción de la vida española a base de una reconciliación: «(...) it postulates a genuine and pacific reconciliation between authentic politic forces (...)» (Ribbans: 1993: 239).
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El reinado de Alfonso Doce será dilatado y próspero. No habrá pronunciamientos, porque el rey sabrá usar con tino la prerrogativa moderatriz y alternar con discreta cadencia y turno las dos políticas, reformadora y estacionaria. No habrá guerra civil, porque he tenido buen cuidado de matar y enterrar muy hondo a don Carlos y toda su prole, y de añadidura he ido escabechando y poniendo bajo tierra a todos los españoles que salían con mañas de cabecillas, y a todos los curas de trabuco. Verdad que, aunque por dos veces he matado a Fernando Séptimo, su espíritu anda vagando por España, y aquí y allí sugiere ideas de absolutismo teocrático y sopla en algunos corazones para encender las llamas de intolerancia y levantar humazo de Santo Oficio... (TD, 669). Como observó Montesinos (1980: III, 130), «hay no poco método en esta locura». Confusio razona a partir de elementos comprobables; la locura se sitúa en el nivel de la construcción narrativa. Son las fuerzas que intenta enterrar definitivamente las que han contribuido a convertir a España en manicomio. Una vez eliminadas, puede construirse una sociedad nueva, pero la vigilancia nunca está de más. Las dificultades de Confusio para llevar a cabo su obra se relacionan con la problemática de la verdad y la verosimilitud ya evocada: quita y pone personajes y acontecimientos para llegar a una construcción coherente, cosa por otra parte inevitable si quiere hacer de su trabajo una Historia l'ogica y comunicar una 'verdad poética' 16 . La 'verdadera' Historia no necesita ser verosímil: lo que importa es que sea auténtica. Confusio posee el arte de convencer. Es lo que Pepe Fajardo explica a su amigo Tarfe: «Abstráete, y llegarás a ver en esta historia algo tan sustantivo como los mismos hechos. Todo es cuestión de ver hacia fuera o ver hacia dentro...» (P, 559). Por lo que se refiere a la empresa de Confusio, la verdad y la belleza se encuentran en una relación de compensación: la belleza constituye un contrapeso importante cara a la falta de veracidad del texto. Manolo Tarfe exclama que su «historia es tan bonita, que casi no parece mentirosa» (P, 658). La calidad estética del trabajo de Confusio 16 Geoffrey
Ribbans pone de relieve el origen aristotélico de este modo de proceder: «Galdós introduces an Aristotelian concept of poetic truth into his episodios at a particularly crucial moment, both as regards the historical period he is describing ('story time', 1868) and the time at which he is writing ('discourse time', 1906). In Aristotle's terms, by dealing with universals rather than with singulars he endows Spanish society with a hope of eventual prosperity once the particular adversities of the nineteenth century and its many lost opportunities have been superseded» (Ribbans 1993: 244).
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permite relacionarlo con la música de Beethoven y Mozart 1 7 : ambas formas exigen una sólida estructura artística diseñada por el artista que tiene que determinar él mismo los factores que va a relacionar y el momento en que los que va a introducir (P, 570). El interés de la empresa de Confusio consiste en que permite a los personajes que la conocen — y al lector— distanciarse de la Historia tal como se va haciendo delante de ellos 18 . La posibilidad de imaginarse otra Historia de España implica que tal vez no había ninguna necesidad para que la Historia real fuera lo que es 19 . Según los personajes que se enfrentan con Confusio este distanciamiento desemboca en una actitud más o
«En la vaguedad de su solitario pensamiento, relacionaba el soñador Beramendi la música de Beethoven y Mozart con la Historia l'ogico-natural del eminente compositor Confusio, y descubría entre uno y otro arte semejanzas notorias, que saltaban a la imaginación y al oído» (P, 550-571). Algo parecido le ocurre a Santiago Ibero en Prim cuando escucha las improvisaciones del violinista Rodrigo Ansúrez: los sentimientos evocados por la figura del general revolucionario que el joven músico no puede expresar mediante palabras, los expresa mediante su instrumento. La música que hace Rodrigo puede compararse con la música programática del romanticismo: el violin canta el Romancero de Prim como Beethoven recordaba a Napoleón en la sinfonía Eroica. Ibero oye en la música de su amigo la vida y la muerte trágica de Prim. Su conclusión es: «Vaya, vaya; eso es tocar la Historia» (P, 540). Conviene recordar aquí que Galdós era aficionado particularmente a la música de Beethoven y que en su obra figuran regularmente alusiones a ella. Estos datos llevaron a Vernon Chamberlin a comparar la estructura de Fortunata y Jacinta con la Eroica en su libro Gald'os and Beethoven: «Fortunata y Jacinta». A symphonic novel (1977). 17
Stephen Gilman relaciona esta técnica con el distanciamiento irónico cervantino y evoca otras obras en las que Galdós usa de un contrapunto similar: «In the fourth series Confusio with his ideal history of the 19th century serves the novelist to achieve a double-edged irony. On the one hand, as Hinterhäuser points out (p. 70), he counterposes the Spain that might have been with the Spain that was, thereby teaching the reader; on the other, he enables Galdós the writer to achieve a previously unobtainable distance from his own subject matter. That is to say, like Cidi Hamete Benegeli, Confusio takes his chronicle seriously, and allows Galdós to play creatively with the factual necessities of his subject matter. He is thus related to Galdós' gradual mastery of Cervantine irony during the preceding years. In a sense, he is the Ido del Sagrario of the Episodios and his chronicle may be compared to the latter's 'novela rosa' in Tormento» (Gilman 1963: 437-438 nota 5) 18
19 Ver también Geoffrey Ribbans: «Insomuch as Confusio, even in his constant rectifications to his narrative, claimed to be unyielding in seeking a logical and
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menos crítica. Para doña Mauricia Pando, patrona de la casa de huéspedes, la función del relato es sobre todo consoladora: «aun siendo mentiroso lo que escribe, ha de gustar mucho cuando se imprima y pueda leerlo todo el mundo..., pues harto hemos llorado ya sobre las verdades tristes...» (P, 616). Imaginar la felicidad posible pero inalcanzable no es una crítica de lo existente, pero puede constituir un primer paso en esta dirección. Si las elucubraciones de Confusio colman la sensibilidad de doña Mauricia, impulsan las reflexiones históricas de Santiago Ibero y Vicente Halconero. Santiago ve una posibilidad de acabar con la monarquía en la colaboración de unionistas y progresistas y confiesa que debe la idea a Confusio, «más profeta que loco y más sabio que poeta» (TD, 649). El efecto más profundo de la narración de Juan Santiuste es el que ejerce sobre su patrón. Las paradojas de su protegido le ayudan a Fajardo a entender mejor las paradojas de la vida española, como, por ejemplo, la inevitabilidad de las intervenciones militares en la política: serán «por algún tiempo el remedio insano de una insanidad mucho más peligrosa y mortífera» (TD, 668-669). Los cambiazos históricos que espera de Confusio deben servir de compensación a su propia inactividad y a la ausencia de sus intervenciones en la vida real. Su propia actividad de 'historiador' constituye un medio para acallar su mala consciencia, y su intervención en la labor de Confusio sirve el mismo propósito: por un lado, le obliga a Juan a introducir en su relato una revolución para que el joven Alfonso pueda tener una educación digna en el exilio y volver como el príncipe inteligente que el 'historiador lógico-natural' se había soñado.
natural sequence of events, he was confounding a rigorous deterministic concept of Spanish history while it was actually evolving» (Ribbans 1993: 244). Esta interpretación se opone a la de Claire-Nicolle Robin que propone una lectura determinista de la serie insistiendo en la frecuencia del adjetivo 'fatal': «Pour le comprendre, il faut (...) se placer dans la perspective où se plaçait Galdós luimême: il fait une démonstration en remontant au milieu du xixe siècle, en voulant montrer tous les échecs successifs des révolutions et des gouvernements —même si d'aucuns ne les avaient pas considérés ainsi— pour arriver au dénouement inéluctable, la Restauration et sa fausse politique constitutionnelle: politique qui ne pouvait qu' aboutir au désastre, en particulier, celui de Cuba» (Robin 1976: 212213). Si la autora quiere decir que son ciertas decisiones políticas tomadas en la mitad del siglo xix las que causaron los desastres del cambio de siglo, no podemos más que estar de acuerdo. Si quiere decir que para Galdós, las cosas no hubieran podido ser de otra manera, discrepamos, ya que la Historia soñada por Confusio constituye un antídoto contra el fatalismo.
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Pero, por otro lado, una verdadera revolución es lo que más iría en contra de los intereses de Fajardo, así que se contenta con soñarla. Observamos también que la Historia 'real' y la 'lógico-natural' tienen más puntos en común de lo que pudiera parecer a primera vista. La manera en que la reina celebra la decisión de Prim de abandonar Méjico contra la opinión del consejo de ministros, lo que el narrador llama «el gracioso paso de Aranjuez», «aunque parece inventado por el diablo de Confusio, es de incontestable realidad» (P, 549). Si la Historia 'real' es un absurdo, ¿puede ser mucho más absurda una Historia 'inventada' basada en personal político con un comportamiento coherente y responsable? La Historia de Confusio se convierte en norma, y la Historia 'real' se define con relación a ella: Dice la Historia ilógica y artificial que González Bravo hizo unas eleccióncitas como para él solo, sacando de las urnas con suave mano una mayoría de carneros, con perdón, todos de familia y marca moderada (...) (P, 561).
La Historia de Santiuste sirve de contrapunto a la actualidad: cuando Manolo Tarfe viene a contarle a Fajardo lo que vio en el banquete de los progresistas en los Campos Elíseos, el 3 de mayo de 1864, éste le cuenta la Fiesta de la Federación de los Estados Hispanos de mayo del cuarenta y tantos inventada por Confusio, y que significó el entierro definitivo del absolutismo. El interés de la Historia lógico-natural reside precisamente en su carácter de paradoja: así se puede dudar, con Santiago Ibero, si Juan Santiuste es un loco, o si «poseía el secreto de la razón de la sinrazón» (P, 619). En última instancia, la Historia lógico-natural puede considerarse como un espejo y un comentario de la cuarta serie como empresa literaria: ¿cómo hacer un relato legible, luego lógico y verosímil, a partir de una realidad incoherente y absurda? 2.5. ¿Dónde encontrar la Historia en marcha? Si la Historia es un movimiento progresivo que se renueva periódicamente y si la Historia 'externa', y a veces la personal también, es absurda ¿adonde hay que ir para poder observar el trabajo generador de la Historia? La respuesta es clara, y se da al final de las dos novelas en las que se analiza un movimiento revolucionario importante, La revolución de julio y La de los tristes destinos: en la evolución de las mentalidades privadas. La revolución de julio resulta en un desengaño y la sublevación popular en las calles de Madrid es un carnaval. La conclusión de Fajardo es totalmente pesimista por lo que se refiere a los acontecimientos políticos:
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La pareja fuera de la ley es grande porque realiza a su escala un cambio fundamental: una unión libre, basada en el amor y en el respeto mutuo, y que realiza la fusión de las clases sociales. Seguirán luchando por su autonomía y provocan un cambio ejemplar en el nivel de la vida privada porque consiguen crear un clima de tolerancia y de transparencia en las relaciones humanas. Algo similar ocurre al final de La de los tristes destinos. La revolución política es un fracaso ético para Santiago Ibero porque comprueba en la nueva clase política un egoísmo y una falta de principios tan aterradores como en la vieja. Ha contribuido a la revolución política porque la estimaba necesaria, pero se da cuenta de su insuficiencia y le opone su revolución privada. Había advertido ya la imprescindible correlación entre los dos movimientos: «no podemos ser revolucionarios en lo público y atrasados o ñoños en lo privado» (TD, 734). Al final, se marcha con Teresa para construir un porvenir basado en el amor, la tolerancia y el trabajo. Comprobamos así que la Historia 'interna' y la 'externa' no corren siempre paralelas, aunque siguen interconectándose. Galdós se aprovecha de los 'blancos' de la Historia oficial para llenarlos como él lo entiende (Ricard 1970: 335). Así evita el anacronismo. La marginalidad de Leoncio y Virginia y la emigración de Teresa y Santiago, que no encuentran un lugar en la España oficial, constituyen un comentario irónico de la insuficiencia de los movimientos revolucionarios políticos. 3 . ¿ C Ó M O SE CONFIGURA LA HISTORIA 'INTEGRAL' EN LA CUARTA SERIE?
La Historia 'interna' y la Historia 'externa' pueden distinguirse, pero no separarse: constituyen dos planos que se presuponen mutuamente. Además, existe una tensión entre factores permanentes y factores cambiantes. ¿Cómo se convierte en literatura este entramado abstracto? 3.1. Conexión de los dos planos El procedimiento de la construcción de los Episodios en dos planos es suficientemente conocido. Ha sido eficazmente analizado por Juan Ignacio Ferreras que propone un esquema de siete puntos:
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I o . Existencia de dos planos bien diferenciados: el plano histórico y el plano novelesco. 2 o . Mediación del plano histórico sobre el plano novelesco. 3 o . Separación constante, aunque no tajante, entre los dos planos. 4 o . Aventuras paralelas o intencionadamente paralelas, entre los dos campos. 5°. Posibilidad de una narración novelesca, aparentemente independiente del plano histórico, y que, sin embargo, nos está sugiriendo el plano histórico no explícito. 6 o . Existencia de personajes novelescos o de personajes históricos mediadores entre los dos planos, pero nunca protagonistas de ninguno de los dos campos. 7 o . La mediación o el determinismo histórico, no se encuentra nunca explícito, materializado, en la novela (Ferreras 1979: 125).
Según el propio crítico, la cuarta serie es modélica y se construye casi enteramente sobre el esquema expuesto (1979: 124). Efectivamente, los siete puntos son de fácil comprobación. La diferenciación de los dos planos se evidencia, por ejemplo, en los momentos en los que el narrador Pepe Fajardo manifiesta su desinterés por la política española y se dedica exclusivamente al análisis de su vida personal, o en la explícita oposición de los dos planos: mientras Isabel II se niega a desamortizar, Teresa Villaescusa, que vive en una esfera totalmente separada de la de la reina, se convierte en la «mano viva». La mediación del plano histórico sobre el novelesco es evidente: el relajamiento de la moral sexual tradicional, ejemplificado en el comportamiento de Valeria Socobio que manda a su marido a Filipinas para poder vivir a su aire, no se explica fuera de una sociedad en la que el dinero ha venido a sustituir los demás valores y donde todo está permitido a condición de salvar las apariencias. La separación entre los planos no es tajante, gracias a las figuras mediadoras. Pepe Fajardo tiene contactos políticos en las altas esferas, y Eufrasia Carrasco tiene un cargo oficial en Palacio al lado de la reina. Manolo Tarfe, también llamado «O'Donnell el chico» forma parte del círculo de amigos del general. Estos personajes sirven de informadores para los demás a los que el acceso al plano histórico está vedado. Los acontecimientos en los dos planos son paralelos hasta cierto punto: la fuga de Virginia y Leoncio corre pareja con el desarrollo de los preparativos de la revolución de julio. Cuando Pepe Fajardo cree ir al encuentro de la pareja, en realidad va al encuentro de la Vicalvarada. En los días de la revolución popular, Virginia y Leoncio están en Madrid y Leoncio participa en la defensa de las barricadas. Pero cuando vuelve el
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orden, se marchan otra vez. Lo mismo ocurre, ya lo señalamos, con la pareja revolucionaria Teresa Villaescusa y Santiago Ibero que abandonan España cuando triunfa la revolución de septiembre. El punto 5.°, la posibilidad de una narración aparentemente independiente del plano histórico, encuentra su mejor ilustración en Los duendes de la camarilla. Al salir el libro, la ausencia de Historia provocó incluso la indignación de un crítico, que no comprendía cómo este libro podía ser un Episodio Nacional: «Y ¿los Duendes? Increíble parece, mas no salen, sino que son personas de referencia, secundarias y entre bastidores. Ni un dato histórico nuevo, ni una relación desconocida» (Aicardo 1903: 272). Los personajes ficticios que son los mediadores más eficaces —Domiciana Paredes, Eufrasia Carrasco— no son protagonistas, pero ocupan un papel importante dentro del esquema actancial de varias novelas. 3.2. La hipertrofia de la mirada semántica Los puentes entre los dos planes se tienden con discreción. Ya hemos visto que Pepe Fajardo tenía que buscar la Historia 'verdad' examinando atentamente los pequeños hechos y los ínfimos cambios observables en la vida cotidiana. Esto implica que virtualmente todo se convierte en signo, que el acto más insignificante en apariencia puede cargarse de sentido histórico. Todo puede interpretarse en función del concepto de la Historia 'integral', que relaciona el microcosmos de la vida privada con el m a c r o c o s m o s de la vida colectiva. Pepe Fajardo mira los ojos de Eufrasia: «(...) y en ellos se me reveló su soberano talento, su apasionado corazón... Y su profunda inmoralidad... Eran sus ojos el signo de los tiempos» (T, 1453). Las novelas en las que más se observa la hipertrofia de la «mirada semántica» 2 0 son La revolución de julio y O'Donnell. En ambos casos la relación entre los dos planos se explícita haciendo referencia a las cosas de la 20 La definición es de María del Carmen Bobes Naves: «Generalmente el hombre percibe los objetos con mirada semántica, es decir, ve el objeto como un signo de clase social, de valor estético, de valor ético, etc., según una tradición cultural que se admite sin discusión. Particularmente en el relato, la descripción de objetos no es mero ejercicio testimonial; los objetos de un interior se describen contando con su valor metonímico o metafórico respecto a los personajes que habitan aquel ambiente» (Bobes Naves 1985: 264). En la cuarta serie, la «mirada semántica» cumple efectivamente las funciones enumeradas por la crítica, pero hay más: sirve para cuestionar la tradición cultural porque el objeto se sitúa en un proceso sujeto a cambios observables y discutibles.
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vida de todos los días. Fajardo y su mujer van de tiendas y descubren un establecimiento nuevo: «La Exposición Extranjera, suntuoso almacén de objetos de laca, de bronces para regalos y de mil bagatelas elegantes, graciosas, útiles, obras del inagotable ingenio parisiense» (R], 27). Observan cómo el bienestar y los productos de lujo extranjeros empiezan a venderse en Madrid, y discuten sobre el significado de estos signos exteriores de riqueza. Fajardo critica el hecho de que se introduzca la superficie sin la base y que los objetos que se toman como signos de progreso cultural no signifiquen de verdad, estén vacíos de contenido. Dice de sus compatriotas que «no empiezan por el principio, que es instruirse y civilizarse para después gozar» (R], 27). Valeria Socobio se convierte en la hija preferida de sus padres después de la fuga de su hermana. Sus padres le dan todo el dinero que pide, lo que le permite ir de tiendas caras. El comentario de Fajardo acerca del tema de las compras es coherente dentro de los presupuestos establecidos: «Historia nacional, retrato del pueblo español...» (R], 39). En O'Donnell ocurren cosas similares sobre el tema de la comida. Hay dos escenas largas (cap. XVII-XVIII y XXVIII-XXIX) en las que se cuentan dos cenas opulentas21. La primera se sitúa en la casa que Isaac Brizard ha hecho arreglar para Teresa Villaescusa. Los comensales son Brizard, Teresa, Ernesto de Rementería y Riva Guisando, célebre 'gourmet' y se sirven especialidades gastronómicas francesas. El tema de la discusión es la comida, primero concretamente la que se sirve, pero también la comida como signo de los tiempos. El capitalista Brizard, que invierte en la construcción de ferrocarriles, comenta a Riva Guisando que los dos son civilizadores a su manera: Usted empieza la campaña civilizadora por el fin, mi querido Guisando, porque quiere enseñar a los españoles cómo se come; yo la empiezo por el principio, enseñándoles a buscar lo que han de comer (OD, 169).
La lección es la misma que en la novela anterior: los cambios de superficie son signos engañosos si no van acompañados de cambios en profundidad: inversiones, industrialización, infraestructura... La segunda cena tiene lugar en un medio conservador: en la casa de Saturno de Socobio y su mujer Eufrasia. Los invitados son Pepe Fajardo, 21 Ver también el apartado 'The presence and absence of food' en Urey 1989 (130-137) para la deconstrucción de las precarias relaciones establecidas entre la comida, el sexo y la política en estas escenas.
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Manolo Tarfe, Riva Guisando, el político Cándido Nocedal, Serafín y Valeria Socobio. Eufrasia hace servir platos españoles. Como en la conversación anterior, se habla primero de comida. Los conservadores defienden el carácter ascético y espiritual de la cultura española, en la que el comer no cuenta. Resume Nocedal diciendo: «Es España la cristalización del milagro: vivir sin trabajar, trabajar sin comer, comer sin arte y hacer una historia que así revela el poder de las voluntades como el vacío de los estómagos» (OD, 206). Manolo Tarfe quiere otra España, nueva, joven, fuerte y bien alimentada gracias a la Unión Liberal de O'Donnell: «Su política es la regeneración de los estómagos, de donde vendrá la regeneración de la raza. Sin buenos estómagos no hay buenas voluntades ni cerebros firmes» (OD, 206). Así la segunda conversación constituye un comentario de la primera: la teoría de Brizard, que quería enseñar a los españoles a buscarse la comida trabajando, se completa por la de Tarfe, que cree en la necesidad de la desamortización para fomentar las inversiones y aumentar el bienestar general y se contrasta con la conservadora de Nocedal que establece una relación metonímica entre la comida y la historia 22 . 3.3. 'Vidas
paralelas'
La interrelación de los dos planos se ilustra también mediante trayectorias representativas que oponen a varios personajes. Virginia y Valeria Socobio, por ejemplo, tienen un punto de partido vital exactamente parecido, hasta tal punto que Pepe Fajardo, cuando las conoce, casi las confunde. En 1852 las jóvenes se casan el mismo día. Pero a partir de este momento sus trayectorias vitales se separan: Virginia vive un matrimonio sin amor, saca las consecuencias y se fuga con el hombre de su vida, Leoncio Ansúrez, pintor y cerrajero. La boda de Valeria tampoco es un 22 La siguiente observación de James Brown se puede aplicar en parte a O'Donnell: «In their critical capacity, nineteenth century French novelists use the fictional meal in order to demythify the bourgeois ideology; in their creative capacity, they use he same sign to remythify ancient, more natural eating practice» (Brown 1978: 331). La primera mitad de la cita nos parece un comentario interesante de las comilonas descritas en el Episodio; la segunda parte no se puede relacionar con O'Donnell, pero sí, por ejemplo, con Fortunata y Jacinta: uno de los motivos de Juanito para abandonar a Fortunata es la preferencia de la chica por la cocina casera madrileña y su incapacidad para preparar platos sofisticados a la francesa. También puede relacionarse con el tema de la marginalidad: en La revolución de julio, Virginia, una vez huida de su medio burgués, sólo prepara comidas muy naturales.
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éxito: su marido se pasa la vida en los cafés, conspirando. Cuando el dinero que le dan sus padres ya no le basta, toma una serie de amantes ricos. Incluso consigue mandar a su marido a Filipinas, para tener más libertad de movimientos. Virginia es la vergüenza de la familia porque rompe abiertamente un vínculo social. La sinceridad de su amor por Leoncio no se toma en consideración a la hora de juzgar su comportamiento. Se crea así una tensión entre la moral individual y la moral social que en teoría tendrían que coincidir. Según la moral social, Virginia es la mala y Valeria la buena, a sabiendas de que Virginia es fiel a Leoncio y Valeria cambia con frecuencia de amantes. Mientras que Valeria es un perfecto exponente de la sociedad de su tiempo en la que cuentan el dinero y las apariencias, Virginia navega valerosamente contra corriente. Valeria sigue funcionando en la serie como el exponente de un tipo social, incluso cuando abandona su vida licenciosa y se mete a beata bajo la influencia de Eufrasia Carrasco. Virginia se convierte en un modelo para una sociedad nueva, porque consigue consolidar su independencia a partir de la marginalidad. Otras trayectorias significativas son las de Sebo y Mariano Centurión. Los dos son funcionarios, pero su estatuto social es más o menos el único punto que tienen en común. Centurión hace su reaparición en Los duendes de la camarilla, conoce al padre de Domiciana, y como está al tanto de las intrigas palaciegas de la monja exclaustrada, intenta utilizarla para volver a integrarse en la administración. Este 'archicesante' se presenta como un mal nacional: «Somos una plaga española; somos una enfermedad de la nación, una especie de sarna, señora mía, y lo menos que podemos pedir es que se nos oiga o que se nos rasque» (DC, 1605). Los esfuerzos de Centurión para volver a encontrar un puesto son patéticos y abocados al fracaso, siendo progresista impertérrito bajo los gobiernos moderados de finales de los años cuarenta. En La revoluci'on de julio no interviene Centurión, pero hace su entrada Sebo. No tiene ninguna convicción política y no quiere aceptar ningún puesto antes de estar seguro que podrá guardarlo. Desaparece del escenario durante los días de la revolución de julio. Los dos funcionarios vuelven a aparecer juntos al principio de O'Donnell discutiendo sobre la situación política. Ambos han figurado en una junta, Centurión en la de Salvación, Armamento y Defensa y Sebo en la del Cuartel del Sur. Los dos esperan colocarse pronto gracias a los progresistas. Espartero vuelve a Madrid y Centurión «se constituyó en mosca de don Baldomero (...) hasta que su pegajosa insistencia logró del caudillo el anhelado nombramiento de la Obra Pía de Jerusalén» (OD, 122). Pero cuando la reina destituye a O'Donnell para sustituirlo por Narváez, todos los
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colocados por los progresistas, incluido Centurión, pierden otra vez su empleo. El capítulo siguiente comienza con la descripción de la suerte de Sebo, que ha conseguido conservar el trabajo. Teme el despido, pero su protector Pepe Fajardo le recomienda con el nuevo ministro de Gobernación, Nocedal, y le conserva el puesto. Cuando O'Donnell vuelve al poder, Teresa Villaescusa, «numen de la Unión Liberal», consigue puestos para sus familiares en la miseria a través de Manolo Tarfe. Centurión acepta, a pesar de sus escrúpulos: «Lo que no lograron los principios de un varón recto lo consigue la hermosura de una mujer torcida...» (OD, 213). La trayectoria de los dos funcionarios, tan diferentes, es significativa de la suerte de una categoría social en los años del medio siglo. Lo que menos cuenta, visiblemente, es la competencia y la probidad. Hay que saber venderse al partido oportuno y lo más eficaz, para seguir trabajando, es contar con un buen enchufe. El error de Centurión consiste en creer que hay moralidad en la política y en la administración española y comportarse según esta convicción. Sebo y Centurión, tal diferentes moral y políticamente, acaban de la misma manera: recomendados para un empleo del estado, mal pagado pero que permite sobrevivir. La contraposición de sus destinos es un comentario cínico sobre el funcionamiento de la administración pública. 3.4. Figuras simbólicas y arquetípicas En la visión de la Historia que subyace a la cuarta serie existe una tensión entre factores permanentes y factores cambiantes. La representación de lo permanente y de la esencia se realiza mediante un simbolismo nuevo en la obra de Galdós. Lucila Ansúrez — y en menor medida toda su familia— se presenta como símbolo de la esencia de la raza española desde su primera aparición en Narváez. La novela siguiente, Los duendes de la camarilla, en la que funciona como Sujeto, puede interpretarse como una lucha simbólica entre las fuerzas opuestas en la sociedad española. El esquema básico queda expuesto por Joaquín Casalduero: El atentado significativo del episodio no es el histórico, sino el novelesco, el de Lucila —España— contra Domiciana —la Sor Patrocinio novelesca—, las fuerzas oscurantistas que tratan y logran separar al Capitán (al ejército) del servicio de España (del amor de Lucila) para ponerlo al suyo propio. Muerta la Reina nada hubiera cambiado, a quien había que matar era a Domiciana: pero la buena Lucila, el buen pueblo español, se deja engañar y dominar fácilmente por las arterías de los reaccionarios, que no sólo salvan
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su vida en el momento de su mayor peligro, sino que desarman al pueblo y le dejan indefenso, mientras ellos van afianzándose cada vez más fuertemente en el poder (Casalduero 1961:155-156).
A este esquema básico se aportan variaciones. Un crítico contemporáneo y amigo de Galdós, Francisco Navarro Ledesma le añade una variación interesante al distinguir la «Historia antigua» •—Lucila, que busca refugio en la honrada clase media, con Halconero— y «la baja, prosaica Historia moderna en la capitana Rosenda, que abandona pronto sus ilusiones románticas y su entusiasmo por los oficiales progresistas para buscar el arrimo de un vejancón intrigante y aficionado a los toros» (Navarro Ledesma 1903: 92). La interpretación de Madeleine de Gogorza Fletcher va en mismo sentido que la de Casalduero pero da más precisiones históricas: en el momento del Ministerio Relámpago, existe la posibilidad de sujetar al partido reaccionario, pero Narváez se muestra incapaz de rematar la suerte (Gogorza Fletcher 1974: 47). Lo que llama la atención es que los críticos coinciden en los grandes rasgos de la interpretación simbólica de la novela, pero, a partir de allí cada uno distingue ramificaciones que le son propias. Esto significa que el simbolismo de Galdós no es opresivamente alegórico sino sugestivo, y por ende abierto a la interpretación. La concepción galdosiana de la novela histórica invita a buscar en cualquier componente del universo privado bajo consideración un elemento significativo, representativo de un aspecto del universo público. Los críticos aquí citados han seguido, pues, las líneas directrices sugeridas desde la misma estructura de la serie. Otro medio literario utilizado para comunicar la persistencia de lo permanente en la historia contemporánea es la presencia de arquetipos literarios. Globalmente, el procedimiento ha sido juzgado negativamente por los críticos que valoran a Galdós sobre todo como un novelista realistanaturalista. Así Walter Pattison considera el uso de arquetipos literarios como una señal de la creatividad declinante del autor, que ya no se esfuerza en ir hacia la realidad a observar a sus personajes (1975:152). Pero existe también otra perspectiva sobre la introducción de elementos simbólicos, míticos, alegóricos en los Episodios: Claire-Nicolle Robin, por ejemplo, estima que Galdós demuestra así que conoce la evolución literaria europea, que evoluciona desde el naturalismo hacia tendencias más espiritualistas, y elogia su modernidad23.
23 «Tout cela est tres nouveau par rapport aux techniques habituelles du réalisme du xixe siecle, mais ce sont des techniques qui commencent á se faire jour
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Don Quijote es omnipresente en la obra literaria de Galdós. No pretendemos hacer un análisis exhaustivo de todas las referencias a la obra de Cervantes que pueden encontrarse en la cuarta serie. Lo que nos interesa aquí sobre todo es la manera en que mediante alusiones cervantinas se presentan ciertos rasgos esenciales de la manera de ser española. El mejor ejemplo es sin duda el de Juan Santiuste, soñador empedernido, presentado en Aita Tettauen como una reedición del 'Caballero de la Triste Figura': «Podía pasar por un Don Quijote en la flor de su edad (veinticinco años), caballero en un Rocinante desmedrado por la mala vida más que por los años...» (AT, 251). El aspecto físico contribuye a la configuración del personaje, pero no es lo esencial. Lo que caracteriza a Juan como actualización de don Quijote es el prisma a través del cual mira la vida: la juzga a través de valores inamovibles, inadaptados a la situación presente. Es lo que le reprocha El Nasiry cuando le dice que los Cides y los Quijotes nada tienen que hacer en Marruecos (CR, 342). Los sueños le son imprescindibles a Santiuste, y más aún cuando se ha transformado en Confusio: se transforman en una condición de supervivencia (TD, 678). La crítica de esta actitud no se limita a la figura de Santiuste, sino que se extiende a otras figuras, e incluso a la sociedad española en su totalidad. Pepe Fajardo aplica a sí mismo la palabra 'quijotismo' cuando analiza los efectos de su 'efusión popular': En lo que sí coincidían mi primero y mi segundo ataque era en el olvido de mi cara familia, en el amor ardiente al pueblo y en la insana ambición de realizar yo una o más acciones heroicas, siempre dentro de lo popular, es decir que mi quijotismo tenía el carácter de amparo de los humildes por estado y nacimiento... (RJ, 108).
Así, Fajardo es doblemente quijotesco: primero porque persigue un fin nebuloso y anhela heroicas grandezas que es incapaz de realizar, segundo porque quiere defender a los humildes, tarea caballeresca y quijotesca por excelencia. Santiago Ibero, venido a Madrid para juntarse al ejército que Prim llevará a Méjico, se da cuenta de la hilaridad que este propósito provoca en su amigo Juan Maltrana: «No se desconcertó Ibero ante la hilaridad epiléptica del cortesano, pues contaba con que no podía ser de todos comprendido» (P, 536). Esta muy leve alusión se confirma media página más en Espagne et que l'on retrouve chez d'autres écrivains connus (Unamuno) ou moins connus (Felipe Trigo). On peut remarquer à ce propos l'extraordinaire adaptabilité de Galdós aux goûts du public» (Robin 1979: 214).
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lejos, cuando Maltrana le dice que en el café no saque a cuenta su «caballería andante» (P, 536). Por la imagen de la caballería andante se asocia la locura de Santiago con la del general Juan Prim que queda de alguna manera contaminado por el quijotismo: «Resucitaba en nuestro tiempo la andante caballería, desnudándola del arnés mohoso, y vistiéndola de las nuevas armas resplandecientes que van forjando los siglos» (P, 584). En su 'monólogo pensado', O'Donnell se exclama: «No hay manera de crear un país a la moderna sobre este cementerio de la quijotería y de la Inquisición» (OD, 159). Las referencias a la figura de Don Quijote son, pues, mayoritariamente negativas: la imitación del 'Caballero de la Triste Figura' es lo que hay que evitar si se quiere hacer de España un país que funcione. El rechazo del héroe cervantino es una manera para comunicar la lección moral de los Episodios24. El que Galdós considerase el personaje Don Quijote como un héroe al que no hay que imitar no impide ni el halo de simpatía con el que rodea a sus fracasados quijotescos ni su frecuente uso de las técnicas narrativas cervantinas. Cuando Juan Santiuste viaja a Tarragona es detenido por una partida de carlistas, cuyo jefe se revela más tarde como el vicario de Ulldecona, o, usando la terminología que el personaje prefiere, el arcipreste de Ulldecona. Se llama Juan Ruiz Hondón, y sus feligreses le designan como don Juanondon. Su mesa es abundante, sus vinos excelentes, y vive rodeado por una docena de 'amas' y 'sobrinas' que se ocupan del servicio de la casa. Su afición favorita es la «caza de hombres con hombres» (CR, 387). No le interesa la erudición y su biblioteca «es la Humanidad, y [sus] li-
Acerca de la interpretación galdosiana del Quijote es interesante la siguiente observación de Joaquín Casalduero: «El conflicto entre imaginación y realidad no lo proyecta metafísicamente como Cervantes, sino de acuerdo con su época, sociológicamente. El acento, naturalmente, cambia. La nota de desilusión y desengaño de Cervantes no la comprendió Galdós, porque no estaba en condiciones de comprenderla. Para él la derrota de Don Quijote no entraña ninguna melancolía, y pensaba que Cervantes la había sabiamente querido, sin comprender que lo único que hacía el inventor de Don Quijote era notar melancólicamente que en su época el ideal y el heroísmo sucumbían ante la realidad y lo burgués. Galdós interpreta el mundo cervantino con sus propios ideales, pues quiere que España deje de soñar y entre en el mundo de la realidad: que los delirios de grandeza sean reemplazados por el trabajo paciente: que el amor a la gloria y el heroísmo dejen su lugar a la disciplina, al servicio de la sociedad; que en lugar de pensar en Dulcinea se piense en las necesidades cotidianas» (Casalduero 1961: 71). 24
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bros, las flaquezas, las pasiones, las envidias, las luchas humanas por el pan o por el palo...» (CR, 392). En lo referente a la religión, cree todo lo que manda creer la iglesia y profesa un especial culto a la Virgen. Recita una oración que le enseñó su madre y que Juan Santiuste identifica como un poema del Arcipreste de Hita 25 : Las oraciones que acaba usted de recitar —le dije— son del arcipreste de Hita, varón docto, muy devoto de Nuestra Señora, poeta y sabio, aficionadísimo al buen vivir y al trato de mujeres, según él mismo nos cuenta en su magno Libro del buen amor. Menos en lo de acaudillar tropas y andar en guerra contra cristianos, usted y él en todo entiendo yo que se parecen; y para completar la semejanza, el de Hita era como usted, hijo de Alcalá de Henares; como usted arcipreste, y también se llamaba Juan Ruiz... (CR, 397). La fuerte correlación establecida entre don Juanondon
y el Arcipreste de
Hita 26 no convierte al primero en un estereotipo. L o que cautiva en este personaje es su fundamental ambigüedad, inscrita ya en los papeles actanciales que desempeña. Don Juan es Ayudante en la aventura intelectual de Santiuste y Oponente en la aventura amorosa, lo que corresponde con las c a r a c t e r í s t i c a s p o s i t i v a s y n e g a t i v a s que c o m p o n e n su
25 Los versos recitados por Juan Ruiz (CR, 397) pueden identificarse con varias estrofas del Libro de buen amor: cita la primera estrofa y parte de la segunda de los 'Gozos de Santa María' que se encuentran al principio del libro: «¡Oh María/ luz del día/ sé mi guía/ toda vía/ dame gracia y bendición/ de Jesús consolación», parte de la primera estrofa de los 'Gozos de Santa María' que siguen a la 'Petición final y fecha': «tú, Señora,/ dame, ahora/ la tu gracia a toda hora,/ que te sirva en toda vía» y la primera estrofa de los 'Loores de Santa María, segunda cantiga': «Santa Virgen escogida,/ de Dios madre muy amada,/ en los Cielos ensalzada,/ del mundo salud y vida» (Arcipreste de Hita: Libro de buen amor, 40, 226 y 233).
Hans Hinterhäuser atribuye a la influencia de los autores del 98 el interés por el autor del Libro de buen amor: «Galdós, estimulado por el descubrimiento y el culto de los autores del 98, ha hecho resucitar en este personaje la figura del Arcipreste de Hita» (Hinterhäuser 1963: 315). Para Montesinos la fuente de inspiración sería la Antología de poetas líricos (1892) de Menéndez Pelayo (Montesinos 1980 III: 133). 26 Daria J. Montero-Paulson enumera más parecidos: «Los dos Arciprestes están desavenidos con sus respectivos obispos y también ambos utilizan los 'servicios' de sendas Trotaconventos en sus asuntos amorosos» (Montero-Paulson 1986: 454).
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descripción psicológica. El personaje no tiene nada de esquizofrénico: es a la vez sanguinario y devoto, religioso y enamorado. Tal vez lo que une todas estas facetas sea su fervor, o, visto desde una perspectiva negativa, su fanatismo espontáneo que se manifiesta al mismo tiempo en su vida religiosa, en sus relaciones personales y en su concepto de la política. Lo que causa la admiración y el miedo de Santiuste es la naturalidad con la que defiende lo que estima de su propiedad: una religión, una mujer, un país. Viene a ser así el arquetipo del carlista, que vive a partir de valores medievales en pleno siglo xix27. Más importante que la identificación de los dos Arciprestes nos parece la perspectiva suplementaria sobre el Juan Ruiz moderno que ofrece el Juan Ruiz medieval. Bartolomé Gracián es una actualización de Don Juan, o mejor dicho, una actualización más de este arquetipo literario en los Episodios Nacionales. Como su modelo, le interesan todas las mujeres hasta el momento en que las posea. En Los duendes de la camarilla asistimos a una inversión irónica de la tradición en el sentido en que no es el don Juan el que persigue a las mujeres sino las mujeres que se disputan al don Juan, que cumple la función de Objeto en la estructura actancial. Tanto Lucila como Domiciana ponen en juego todos los medios que tienen a su disposición para asegurarse la posesión del 'objeto' de su amor. Fajardo conoce a Gracián a través del relato que le hace Sebo del rapto organizado por Domiciana. Se siente cautivado por el personaje, en el que ve «un soñador, que no se conforma con la realidad y busca siempre lo que está detrás de lo visible...» (R], 56), es decir, una especie de don Juan romántico, casi un Fausto. Fajardo encuentra a Gracián en Vicálvaro y juntos van hacia Madrid. Rápidamente se viene abajo la idealización romántica: (...) vi reproducida en él la figura del burlador de antaño, a un tiempo heroico y cínico. La degeneración del tipo es evidente, como lo es la de las víctimas, más fáciles hoy a la seducción (RJ, 76).
Si el burlador de Sevilla era cínico pero también heroico, su sucesor se queda sólo con el cinismo. El juego con el propio destino, el desafío metafísico, que hacía del héroe de Tirso de Molina algo más que un desafo27 Ver a este propósito Alfred Rodríguez: «As Galdós intended, there is no end of wonder, oí sobering wonder, in the fact that so nineteenth-century a personage should remain perfectly believable while evoking so much that is recognizably medieval» (Rodríguez 1967: 159).
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rado consumidor de carne femenina, Ha desaparecido por completo. El mismo Gracián alude a esta degradación, cuando explica la poca resistencia de las mujeres por el hecho de que ya nadie cree en el infierno. De ahí que ni siquiera haga falta valor para emprender campañas de seducción. En Bartolomé Gracián la negación de los valores morales de la sociedad establecida se combina con el furor revolucionario: estima que «los pecados mujeriles abren camino a las revoluciones» (R], 77). Fajardo vuelve a encontrarse con Gracián en los días de la revolución en Madrid y se da cuenta que el militar es un fanfarrón: Parecióme el valor de Gracián como un producto de la arrogancia histriónica y farandulera. Era valiente por el aplauso, y acometía y realizaba sus hazañas para que le viera el público. Su heroísmo era orgullo con guirindolas y cascabeles; se había imaginado el tipo del héroe popular, y como gran artista, encarnaba admirablemente el papel que para sí mismo había compuesto (RJ, 93).
Vuelve significativamente la metáfora teatral. Gracián se lanza a las acciones revolucionarias por el mismo motivo por el que seduce mujeres: por narcisismo, por autosatisfacción. No le interesa que la revolución tenga éxito o que las cosas cambien para mejor o peor: lo que quiere es anarquía para poder lucirse. Los compañeros de armas de Leoncio Ansúrez se niegan a batirse bajo los órdenes de Gracián a causa de su orgullo y de su vanidad. Si Gracián es un ser nocivo para la sociedad establecida, lo es también para la revolución. Cuando se ha apoderado de unas llaves que le permiten penetrar en la casa de Lucila, felizmente casada y madre de dos hijos, Fajardo se lo prohibe y lo mata de un tiro: «(...) y de golpe toda su arrogancia y toda su maldad cayeron en los profundos abismos» (R], 111). Así se ejerce una especie de justicia poética contra el que seducía mujeres por deporte y sublevaba al pueblo para satisfacer su pasión del mando. En su artículo dedicado a los don Juanes de los Episodios Nacionales, Alfred Rodríguez (1965) distingue dos categorías: las figuras que no se desvían significativamente del modelo —y en ella integra a Bartolomé Gracián— y los Don Juanes divergentes, categoría en la que sitúa a Juan Santiuste. Nos preguntamos si Juan Santiuste tiene elementos suficientes en común con la figura básica para considerarse como una actualización incluso divergente. Santiuste no puede vivir sin mujeres, pero lo que busca no es la seducción, sino el amor. Se enamora siempre perdidamente, nunca empieza una campaña de seducción por el placer de conquistar y de abandonar luego. Cuando se enamora de una mujer que le corres-
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ponde, hace proyectos hasta de matrimonio. No engaña nunca a ninguna mujer, más bien al contrario, ellas se burlan de él y lo abandonan. Si para ser una actualización de la figura de don Juan basta acumular una serie de experiencias eróticas, entonces, Santiuste lo es, pero para nosotros se trata de un criterio insuficiente. Rodríguez aporta un dato importante para un análisis psicológico del personaje: el hecho de que en el fondo Santiuste busca en las mujeres el calor del regazo materno28. Mediante las figuras arquetípicas se pretende poner de relieve algunos rasgos permanentes de la manera de ser española: el fanatismo religioso-político en el arcipreste de Ulldecona, la anarquía hiperindividualista en Bartolomé Gracián. Santiuste puede funcionar mejor en este esquema como actualización de Don Quijote, incapaz de encontrar los criterios con los que puede enfrentarse a su época.
Cfr. Alfred Rodríguez: «Santiuste es, en fin, el Don Juan que busca en toda mujer —sin darse cuenta cabal de ello— el calor y la seguridad del regazo materno, que se subordina siempre a la hembra fuerte y de maternidad exultante (tipo femenino que invariablemente le atrae) y que queda abandonado sin remedio al poco tiempo cuando ésta intuye o comprende su incapacidad radical frente a la vida» (Rodríguez 1965:174). El crítico sugiere que Galdós se adelanta a su tiempo y se refiere a Gregorio Marañón cuyos Ensayos sobre Don Juan se publicaron en 1937. 28
CONCLUSIONES
Después de haber analizado las categorías de tiempo, espacio, personajes y narración en la cuarta serie, y de considerar cómo la Historia se integra en ella temática y estructuralmente, vamos a relacionar nuestros hallazgos con la hipótesis del pacto de lectura formulada al final del capítulo I. Habíamos distinguido cláusulas con respecto al autor y con respecto al lector. Empezaremos por las primeras. Primera, la Historia reciente de España se puede conocer y escribir. La cláusula se mantiene, pero el conocimiento y la escritura de la Historia se presentan en la serie como una empresa problemática, que no por eso puede abandonarse. La Historia reciente —casi diríamos, la Historia contemporánea, la de las generaciones que siguen conviviendo con nosotros— es la única que vale la pena estudiar. No hay que gastar talento y energía estudiando la Historia antigua, la fosilizada, la que no tiene ninguna relevancia para el presente. Además, hay varios modos de aproximarse a la Historia: puede intentarse una interpretación racional, pero también se puede soñar la Historia, y el sueño 'lógico-natural' de Confusio procura un contrapunto complementario a la empresa. La Historia 'externa', la de los acontecimientos que tradicionalmente se recogen en los libros de Historia, se distingue pero no se separa de la Historia 'interna', los cambios que afectan en profundidad a la vida privada de las personas que los experimentan. Su síntesis es la Historia integral, que se puede captar cuando un hecho significativo de la vida política es análogo con un hecho de la vida privada. La Historia 'externa' es ante todo política, pero a partir de La revolución de julio también económica. La libertad política se compara con la libertad en el nivel de la vida privada, los cambios macroeconómicos se reflejan en un nuevo comportamiento microeconómico: asistimos a unas nuevas actitudes frente al dinero. La Historia 'interna' se refiere a actitudes emocionales y éticas y a cambios en las formas de vida.
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La oposición Historia 'externa' vs. Historia 'interna' es de algún modo paralela con la de 'Historia' vs. 'ficción'. Los personajes referenciales son los que se mueven en el plano de la Historia 'externa', los ficticios en el de la Historia 'interna'. Existen mediadores entre los dos planos, pero su función se limita a la de testigo o de informante. El general Narváez informa a Fajardo sobre la conspiración en su familia pero no interviene en ella; al revés, Pepe Fajardo no cambia las intenciones del general mediante sus discursos moralizadores. Si consideramos las diez novelas globalmente, podemos decir que en el nivel de la estructura básica, el plano de la vida cotidiana es el privilegiado, ya que ningún personaje referencial ocupa un puesto en los esquemas actanciales y que en todas las escenas figuran personajes ficticios. Lo que se elide y se resume son los procesos políticos, la vida cotidiana de los protagonistas de ficción queda expuesta con todo lujo de detalles. El plano político-social determina en parte la libertad de opción de los personajes ficticios, pero no de modo absoluto. Las decisiones personales y la responsabilidad individual siguen ejerciéndose. Segunda, el conocimiento de la Historia reciente de España es necesario para comprender la España de hoy (es decir, la España del momento de la enunciación galdosiana). La Historia se presenta como un organismo vivo, un árbol que se renueva periódicamente. Para comprender la sociedad contemporánea y para poder actuar en ella hay que entender cuál es la relación entre los elementos permanentes y los elementos nuevos. Hay que darse cuenta de que lo permanente también está sujeto al cambio, y que este cambio puede provenir de una combinatoria de aspectos que no se pueden determinar de antemano. El uso de personajes simbólicos y de arquetipos literarios contribuye a hacer comprender la tensión entre lo permanente y lo variable. La reflexión sobre estos procesos de cambio se impone si se quiere intervenir activamente en ellos. La Historia se convierte así en un ejercicio de libertad1.
1 Así Galdós se sitúa en la línea de los grandes historiadores de la primera mitad del siglo xix. El comentario de Hayden White a este propósito nos parece particularmente esclarecedor: «The exponents of realistic historicism —Hegel, Balzac and Tocqueville, to take representatives from philosophy, the novel, and historiography, respectively— agreed that the task of the historian was less to remind men of their obligation to the past than to force upon them an awareness of how the past could be used to effect an ethically responsible transition from present to future. All three saw history as educating men to the fact that their own present world had once existed in the minds of men as an unknown and frightening
Conclusiones
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Tercera, la elección de un modelo discursivo como la novela, que no hace referencia directa al mundo real, no imposibilita la transmisión de este conocimiento. El aspecto comunicativo de la cuarta serie comprende todas las técnicas puestas en juego para mantener el interés del lector y para hacer transparente la relación entre los dos planos. Aquí se impone una definición al menos tentativa de la 'lección' histórica que quería comunicar Galdós. Pretendía enseñar a mirar, a escuchar y a interrogar la sociedad española, y a tomar en serio no sólo los 'macrocambios' —cambios de gobierno, cambios de régimen, cambios de dinastía— sino también los pequeños hechos de todos los días como signo de los tiempos. Se transmiten de hecho muchos datos de Historia política y de Historia cultural en el sentido amplio de la palabra: discursos parlamentarios, conflictos armados, costumbres alimenticias... En la actualidad, cuando el mundo político interroga mediante encuestas y estadísticas la evolución social, la atención detallada por la vida cotidiana puede parecer evidente. No creemos que lo fuera entre 1902 y 1907. La elección de un género de ficción no imposibilita esta misión pedagógica, al contrario, puede agudizar la mirada del lector. Como el propósito del autor es enseñar una evolución, la novela, que es desarrollo de procesos en el tiempo —al menos en la tradición de la novela europea del siglo xix— constituye un excelente vehículo. Cuarta, la elección de un modelo discursivo como la novela, que ofrece posibilidades narrativas cerradas al discurso histórico, invita a una lectura diferente de la de un discurso histórico y, por el tipo de lectura diferente que exige, puede aumentar la eficacia pedagógica de mis libros. Como el propósito de Galdós es enseñar la Historia integral en la que los dos planos son igualmente importantes, la novela es un excelente medio, porque invita a ejercer la 'mirada semántica': nada está allí sin más, todo significa. La novela permite además ilustrar los cambios narrando la acción de los personajes ficticios o poniéndola en escena y dispone así de una batería de instrumentos
future, but how, as a consequence of specific human decisions, this future has been transformed into a present, that familiar world in which the historian himself lived and worked. All three saw history as informed by a tragic sense of the absurdity of individual human aspiration and, at the same time, a sense of the necessity of such aspiration if the human residuum were to be saved from the potentially destructive awareness of the movement of time. Thus, for all three, history was less an end in itself than a preparation for a more perfect understanding and acceptance of the individual's responsibility in the fashioning of the common humanity of the future» (White 1985: 48-49).
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de convicción de la que carece el discurso histórico con pretensiones científicas. El ejercicio de la 'mirada semántica' ayuda a descubrir e interpretar el simbolismo tanto en el nivel de las relaciones entre personajes y entre espacios como en el nivel de las palabras (los nombres simbólicos). El mayor logro estético de la cuarta serie nos parece ser la utilización funcional del discurso de los personajes representado mediante todas las fórmulas posibles: las tentativas de los personajes para esconder hablando lo que saben o sienten o para formular expresamente lo que viven y creen comprender, obliga a interrogar con oídos nuevos los acontecimientos históricos descritos como evidentes o inevitables en los libros de Historia. La contemplación de la Historia a través de una mirada tan 'ex-céntrica' como la de Confusio es una posibilidad sólo concebible dentro de las convenciones de una obra literaria. Pero el sentido crítico despertado por una figura como la del 'historiador loco' se extiende luego a lo expuesto por los 'historiadores' y narradores 'cuerdos'. La lectura de una novela exige otras técnicas que la lectura de un tratado histórico, técnicas incluso más exigentes. La estructura de una obra historiográfica suele ser dada de antemano, la estructura de una obra literaria es más abierta, la tiene que descubrir el lector. En una obra literaria existe una tensión entre lo dicho y lo no dicho que en una obra que no sea de ficción tiende a eliminarse. Nada es neutro: los elementos referenciales que ya tienen un significado anterior a la novela (los edificios públicos, por ejemplo), adquieren otros nuevos, a veces opuestos al significado inicial. No se trata aquí de dar una descripción exhaustiva de las diferencias pragmáticas entre los dos tipos de texto. Lo que nos parece esencial es subrayar que la actitud interrogativa necesaria para leer la cuarta serie de los Episodios Nacionales es precisamente la que se impone para 'leer' la Historia contemporánea como la entiende Galdós. Las cláusulas para el lector —o las reglas de lectura— pueden descubrirse al leer la serie. El lector necesita de antemano algún conocimiento enciclopédico del período comprendido entre 1848-1868 y del siglo xix español en general, porque la serie no es un manual escolar, y hay elementos que son necesarios para comprender la interrelación entre los dos planos que no se explican o a los que sólo se alude. Este saber implica un conocimiento de los escenarios en los que se sitúa la acción —y sobre todo de Madrid— porque apenas hay descripciones. Implica también cierta familiaridad con los actores principales de la Historia 'externa'. No se necesita un conocimiento de las figuras referenciales menores o de pequeñas anécdotas: éstas se mencionan de paso y subrayando su falta de relevancia.
Conclusiones
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El lector tiene que hacer él mismo buena parte del trabajo interpretativo. Los narradores son habladores y entremetidos y orientan la lectura; las señales de los fallos de su credibilidad o de su 'omnisciencia' son lo bastante claras como para poner en guardia al lector. Si algunas veces el simbolismo o el paralelismo latente entre dos planos se explicita, otras veces se manifiesta de modo irónico, lo que abandona la responsabilidad final al lector. Él tiene que decidir si participa o no en la tarea de interpretación del mundo circundante en busca de la Historia que le propone el autor. Hemos llegado al término de nuestra exploración literaria de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Creemos haber mostrado a través de los aspectos analizados que las diez novelas que nos ocupan constituyen una rica cantera para el estudio literario. Quedan muchos caminos abiertos para continuar el estudio: pensamos en primer lugar en el análisis estilístico más detenido del texto de la cuarta serie. Podrían profundizarse algunas vetas abiertas, por ejemplo en cuanto a las técnicas de caracterización de los personajes. Sería interesante integrar esta serie galdosiana en el estudio del lenguaje coloquial en el siglo xix. En varias ocasiones hemos llamado la atención hacia la relación entre las novelas de la cuarta serie y las Novelas contemporáneas. He aquí otro aspecto que merece una elaboración más amplia. A partir de nuestro análisis se podría dar un nuevo impulso a los estudios comparativos, no sólo por lo que se refiere a las novelas históricas de Unamuno, Baraja y ValleInclán, sino también con respecto a toda la literatura española de principios del siglo xx. Valdría igualmente la pena situar los Episodios Nacionales de la segunda época (3 a , 4 a y 5 a series), así como toda la producción tardía de Galdós, en el marco de la literatura europea del cambio de siglo.
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