La Conciencia Cristiana En El Siglo De Las Luces


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Georges Gusdorf

LA CONCIENCIA EN EL SIGLO DE LAS LUCES Editorial Verbo Divino

GEORGES GUSDORF

La conciencia cristiana en el siglo de las luces

EDITORIAL VERBO DIVINO Avda. de Pamplona, 41 ESTELLA (Navarra) 1977

CONTENIDO

Prólogo a la edición española 1. Ambigüedades de una descristianización

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2. El nuevo espíritu religioso

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3. La internacional deísta. El pietismo europeo

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4. La internacional deísta 1. La inversión de las relaciones entre la filosofía y la teología 2. La demistificación del cristianismo: crítica del entusiasmo 3. La desmitologización 4. El deísmo y la teología racional 5. La aparición de las ciencias religiosas Tradujo: Alfonso Ortiz García . Título original: Dieu, la nature, l'homme au siécle des lumiéres . © Payot - © Editorial Verbo Divino, 1976 . Es propiedad . Printed in Spain . Talleres gráficos: Editorial Verbo Divino, Avda. de Pamplona, 41 . Estella (Navarra) . Depósito Legal: NA.: 211-1977 ISBN 84 7151 113 4

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1. De la revolución de Galileo a las ciencias religiosas 2. Religiones y religión 3. De la mitología comparada a la historia de las religiones 4. La hermenéutica cristiana 5. Conclusión

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PROLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Según una interpretación generalmente admitida, al menos entre los historiadores franceses, el siglo x v m habría sido el siglo del ocaso de la providencia. La incredulidad y el ateísmo, que culminarían en la impiedad triunfante de la revolución francesa, serían las señales precursoras del fenómeno moderno de la muerte de Dios. Pero se trata de una visión parcial —en el doble sentido de la palabra—, contraria a una sana apreciación histórica. Los sabios se han dejado influir por ciertas opciones ideológicas; han escogido, entre la masa de datos, los que correspondían a sus deseos. La historiografía, bajo las apariencias del rigor y de la honradez, es con frecuencia fruto de la apologética o de la polémica. La reputación del siglo de las luces intelectualista, crítico, irreligioso y «pre-revolucionario», quedó establecida a partir de 1815, por obra de los adversarios de un sistema de pensamiento al que hacían responsable de los excesos y catástrofes del período 1789-1815. Los vencedores de la restauración escribieron a su modo la historia de un siglo culpable a sus ojos de las desdichas de Europa. La revolución francesa les parecía como la culminación de un complot satánico elaborado por los impíos

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La conciencia cristiana

Prólogo a la edición española

del siglo xvin. El inglés Burke y el saboyano Joseph de Maistre fueron de los primeros en afirmar esta teoría, que repetirían otros muchos, entre ellos el joven Lamennais en la requisitoria del Essai sur l'indifférence en matiére de religión contra el «prodigioso desvarío de la conciencia contemporánea».

no puede considerarse como una marca de ateísmo. Es verdad que el ateísmo va acompañado generalmente de anticlericalismo; pero no siempre ocurre lo inverso. El mejor ejemplo sería aquí el de la supresión de la Compañía de Jesús, considerada de ordinario como uno de los grandes combates y triunfos de las luces. Se olvida que esta supresión fue realizada por los soberanos católicos y ratificada finalmente por la Santa Sede, lo cual obliga a reconocer que no se trata de ateísmo en este asunto capital. El caso personal de Voltaire es igualmente significativo; los partidarios y los adversarios del cristianismo se han puesto muchas veces de acuerdo para ver en él al campeón de la irreligión. Pues bien, este anticlerical decidido, este enemigo apasionado de los jesuítas, es un admirador de los cuákeros anglosajones, cristianos evangélicos de estricta observancia. La actitud de Voltaire frente a la religión no es negativa; se pueden vislumbrar en él los rasgos de un cristianismo muy liberal, cercano al deísmo; habría encontrado, sin duda, sitio en la iglesia de Inglaterra que, en su prudencia, practicaba una amplia apertura teológica y filosófica.

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Frente a esta ofensiva de los reaccionarios triunfantes, los vencedores, ufanándose de aquello mismo que les reprochaban, aceptaron esta imagen de un pasado reciente, garantía de sus esperanzas. Contra los jesuítas, contra los oscurantistas de toda índole, reanudaron el combate de Voltaire, de Helvetius, de Holbach, de los grandes antepasados revolucionarios, fraternalmente confundidos en un cliché estilizado. Estas disputas alimentan el combate político durante los siglos xix y xx en terreno francés. Por eso, la historiografía de las luces en Francia resulta ser patrimonio de los liberales, de los progresistas de toda especie, y actualmente de los marxistas. El combate republicano, laico, masónico, se despliega en los estudios consagrados al siglo xvm desde hace ciento cincuenta años. Las raras excepciones no hacen más que confirmar la regla. Este esquema, inspirado por el racionalismo inconsciente de los escritores franceses, ofrece una idea inexacta de la situación cultural en el terreno occidental. Francia no es Europa, ni el catolicismo francés es el cristianismo en su conjunto. La crisis francesa de la ilustración se sitúa en la esfera de influencia de la iglesia romana; Inglaterra y una gran parte de Alemania se sitúan en el espacio de la reforma, en donde el cuestionamiento del cristianismo tradicional no presenta ni mucho menos el carácter inexplicable que se observa en ciertos teóricos de Francia. Locke y Newton, maestros del pensamiento del siglo xvm ilustrado, son creyentes perfectamente convencidos; el propio Kant, considerado a veces injustamente como anticristiano, es un cristiano liberal. Otra confusión frecuente consiste en considerar el anticlericalismo, la crítica de las estructuras eclesiásticas, como un signo de ateísmo. Pues bien, el cuestionamiento de ciertas tradiciones, de ciertos abusos y usurpaciones de las autoridades religiosas,

La religión de los ilustrados, en el siglo xvm, podría caracterizarse como una especie de protestantismo liberal, abierto al racionalismo crítico, cuya teoría se esforzaban en elaborar los neólogos luteranos en Alemania. No se trata ni mucho menos de una contestación radical de la religión, sino más bien de un neocristianismo, deseoso de integrar las nuevas certidumbres del conocimiento científico y filosófico. Al condenar a Galileo en 1633, la iglesia católica había puesto a la ciencia fuera de la ley religiosa. Pero este éxito de la contrarreforma tendría consecuencias tremendas. Los que habían condenado a Galileo se vieron a su vez condenados por la historia sucesiva de la ciencia. El protestante Newton no estaba bajo la competencia del Santo Oficio; su obra genial, canonizada por la razón de los ilustrados, imponía un nuevo curso al pensamiento científico y filosófico. La sentencia de 1633 recaía sobre un católico convencido, acusado de herejía; proclamaba que las adquisiciones de la investigación científica no son compatibles con la revelación bíblica. Galileo objetó inútilmente en su defensa de que la biblia no es un tratado de física o de matemática, y que su autoridad se

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La conciencia cristiana

limita al terreno espiritual. Sus jueces, asustados de las posibles consecuencias de un choque de la razón con la revelación, eligieron rechazar pura y simplemente todo cuestíonamiento de la verdad tradicional. Solución fácil, porque al rechazar la revolución de Galileo, la iglesia católica no hacía más que retroceder para saltar luego mejor. El aggiornamento se realizará con un retraso de cuatro siglos en el Concilio Vaticano II. Este largo retraso es una de las razones más importantes de la crisis de la conciencia europea en el siglo xvin. Los espíritus ilustrados no aceptan la condenación de las nuevas evidencias; la emprenden contra las autoridades eclesiásticas, a las que acusan de oscurantismo, y se comprende que esta reacción resultase especialmente violenta en la esfera de influencia romana, en donde se perpetúa con frecuencia un catolicismo barroco, hostil a la renovación de los valores. En Inglaterra, en Alemania y en los países protestantes se afirma, por el contrario, un nuevo espíritu religioso, preocupado por realizar un compromiso entre la ciencia moderna y el cristianismo tradicional. En esta perspectiva, que podría llamarse galileana, se va abriendo paso la idea de que se puede admitir un desdoblamiento de la revelación: el Dios de la revelación bíblica es al mismo tiempo el creador del orden del mundo que descifran los sabios. La revelación natural de la razón y de la ciencia no debe considerarse como incompatible con la revelación sobrenatural de las escrituras sagradas. Esta nueva alianza define la orientación dominante del pensamiento de las luces, fuera de toda referencia al ateísmo o a la incredulidad. Todo lo contrario, el conocimiento científico ofrece los elementos de una nueva apologética, la fisioteología, nueva versión racionalizada del cántico de las criaturas, que encuentra en el orden de las cosas y en la estructura de los seres de la naturaleza un motivo de edificación incensantemente renovado. Dicho esto, es cierto que hubo en el siglo x v m cierto número de ateos, declarados o enmascarados; pero siempre los hubo, incluso en los grandes siglos de cristiandad. Unas cuantas excepciones no permiten definir una regla. El pensamiento de las luces, incluso en sus osadías, sigue siendo de obediencia cristiana.

Prólogo a la edición española

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Este análisis es, por otra parte, insuficiente y puede ser ilusorio. La cultura de las luces no concierne más que a una parte muy restringida de la población europea. El noventa por ciento de los franceses son campesinos y esta cifra puede ser todavía más elevada en otros países de Europa. La intelligentsia se recluta entre las gentes de la ciudad; y está muy lejos de abarcar a la totalidad de los ciudadanos. Por consiguiente, el nuevo espíritu religioso no concierne más que a un número muy pequeño de individuos, de los que puede hacerse una idea pensando en la cifra de alumnos que frecuentan los colegios, que no pasan del tres por ciento en los países más avanzados. Las masas rurales siguen siendo fieles a la religión tradicional. En España y otros lugares, los campesinos, guiados por sus sacerdotes, harán fracasar todos los intentos de una élite por hacer prevalecer en el reino un espíritu nuevo. Estadísticamente, el cambio religioso no es más que un fenómeno de superficie; los pueblos de Europa siguen viviendo en un régimen de cristiandad. En la situación espiritual del siglo xvm, otro de los hechos importantes es la aparición de un movimiento de resistencia contra el triunfo del intelectualismo patrocinado por la ciencia de Galileo y de Newton. Los espíritus ilustrados chocan con la objeción de conciencia de las almas sensibles, cuyas evidencias y certezas se arraigan, no en las demostraciones físico-matemáticas, sino en las razones del corazón, extrañas a la razón propiamente dicha según la palabra de Pascal. A las luces del espacio de fuera se oponen las iluminaciones del espacio de dentro. Existe, frente a la Europa de las luces, una Europa pascaliana. El Dios sensible al corazón es el Dios de Fénelon y de madame Guyon, el Dios de Zinzendorf y de Wesley, de otros muchos creyentes oscuros, que buscan una fe silenciosamente viva en la amistad con Dios. El pietismo protestante y el quietismo católico emprenden por caminos paralelos la aventura espiritual del amor divino. Los historiadores de las luces han hecho mal en dejar de lado este segundo camino del siglo; porque en el debate entre los espíritus ilustrados y las almas sensibles, son éstas últimas las que prevalecerán cuando la ola romántica sumerja al pensamiento europeo. La revolución galileana choca con otra revolución no-galileana, fenómeno de compensación y explosión de lo reprimido.

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La conciencia cristiana

Las luces y el corazón parecen señalar los dos polos del espacio mental de un siglo xvm, considerado no ya en una óptica partidista, sino en la plenitud de su afirmación. Esta oposición polar obliga a una lectura por partida doble de un tiempo que no se sitúa exclusivamente ni en una parte ni en otra. El ensayo que presentamos al lector se propone introducirle en una nueva comprensión de una época muy rica en su diversidad. Quizá puedan encontrarse aquí algunos elementos para una reflexión sobre la historia contemporánea del cristianismo.

Ambigüedades de una descristía n ización

G. GUSDORF

Desde la época constantiniana, las sociedades de occidente habían vivido dentro de unos cuadros mentales inspirados en una axiomática cristiana. La dislocación de la Romanía en tiempos de la reforma, si por una parte había roto la unidad dentro de la obediencia, había reforzado por otra parte las motivaciones religiosas en las provincias desmembradas de la cristiandad tradicional, divididas entre sí y opuestas unas a otras en aquellas sangrientas contradicciones de las guerras de religión. En el siglo xvm a nadie se le hubiera ya ocurrido que la religión pudiera dar origen a una guerra; los espíritus ilustrados no soñaban más que con la paz religiosa, adquirida incluso a costa de una disolución de la fidelidad cristiana. El hecho de que antaño se hubieran matado alegremente entre sí por la mayor gloria de Dios y del evangelio, lejos de haber sido un honor para ese Dios, la verdad es que acabó separando de él a los hombres de buena voluntad, orgullosos de su cosmopolitismo fraternal. Ya antes del siglo de las luces había habido objetores de conciencia frente al cristianismo reinante, algunos de los cuales ni siquiera retrocedieron ante las negaciones radicales. Pero el ateo del siglo xvn no es más que la excepción que confirma la regla, así como el punto de aplicación de una apologética con-

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denada a luchar en el vacío contra un adversario que siempre acaba vencido. El interlocutor de Pascal es un hombre encubierto; por otro lado, Pascal denuncia, como buen jansenista, la increencia de esos cristianos sin convertir que pueblan las iglesias, con la misma energía con que combate al ateísmo en el sentido propio de la palabra, absolutamente incapaz —y con razón— de poner de manifiesto su negación radical. La profesión de ateísmo convierte a su autor en un fuera-de-ley en lo divino y en lo humano, excluido por el sabio y tolerante Locke de todo pacto social. Las cosas parecen ser distintas en el aspecto mental del siglo xvill. En octubre de 1765, Hume fue invitado a la mesa del barón de Holbach; como se le hubiera ocurrido declarar que no se había encontrado nunca con ningún ateo, su anfitrión le respondió que por lo menos quince de los dieciocho comensales presentes eran ateos.1 Esta anécdota, significativa de la diferencia de clima espiritual entre las dos orillas del canal de la Mancha, demuestra que el ateísmo y la incredulidad en sus diferentes formas podían en adelante afirmarse en Francia, si no con absoluta libertad, sí al menos con algunas precauciones elementales. El caballero de la Barre fue ejecutado en 1766, no ya por ateísmo, sino como consecuencia de un escándalo público en el que intervenían ciertas acusaciones de sacrilegio y blasfemia. En aquella Francia totalmente católica, en donde la iglesia romana gozaba de un estatuto de unanimidad teórica y de privilegios exorbitantes, el cristianismo parecía estar afectado de una consunción interna: «Ante el fulminante progreso de la propaganda filosófica, cambia el tono de los apologistas —escribe un historiador—; tras la confianza altiva de los primeros viene hacia el 1730 la inquietud y la indignación, y hacia el 1750 la amargura. En el último tercio de siglo, las blasfemias ya no preocupan y se presenta el cansancio de las tardes de derrota; todavía se lucha por el deber, por el honor, pero sin ilusiones».2 Y también en Inglaterra, Leslie Stephen subraya los signos de lo

Ambigüedades de una descristianización

que él llama «una eutanasia natural de la teología»,3 que parece dormirse dulcemente en una muerte tranquila. Esta degradación de la energía teológica se presenta como un fenómeno europeo, sin distinción de denominaciones confesionales. Los problemas del deísmo habían apasionado, en un sentido o en otro, a los mejores espíritus de Inglaterra; la disputa se había ido acallando poco a poco; en 1750, podemos decir que la polémica se ha extinguido por falta de combatientes, en medio de un letargo general: «¡Era el final de un siglo de literatura apologética! Había ido declinando paulatinamente aquella disposición a justificar el cristianismo poniendo de relieve su excelencia espiritual...». 4 Esta falta de interés no afecta solamente a los defensores de la fe, sino incluso a quienes la critican, cuyas obras van cayendo en el olvido. En 1790 observa Burke: «De entre los nacidos en los últimos cuarenta años, ¿quién ha leído una sola palabra de Collins, de Toland, de Tindal, de Chubb y de Morgan, y de toda aquella ralea que se daban el nombre de librepensadores (freethinkers)? ¿Quién lee actualmente a Bolingbroke? ¿Quién lo ha leído alguna vez por entero?».5 En Francia, por el año 1750, monseñor de Fitz-James, obispo de Soissons, señala un desinterés análogo: «Habría que pensar seriamente en reanimar los estudios de teología, que se hallan totalmente postrados, y procurar formar ministros de la religión cristiana que la conozcan y sean capaces de defenderla. La religión cristiana es tan hermosa que no creo que sea posible conocerla sin amarla; los que blasfeman contra ella es porque la ignoran. Si pudiéramos resucitar a Bossuet, a Pascal, a Nicole, a Fénelon, la sola consideración de sus doctrinas y de sus personas haría más bien que mil censuras...».6 Entre los cuatro nombres ejemplares que se le han ocurrido a monseñor de Fitz-James figuran dos jansenistas y uno conde3

' DIDEROT, Lettres á Sophie Volland, 6 octubre 1765; ed. Babelon, N.R.F. 21938, II, 77. 2 A. MONOD, De Pascal a Chateaubriand. Les défenseurs trancáis du chrístianisme de 1670 a 1802. Alean 1916, 9.

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L. STEPHEN, History of Englisb Thought in the 18tb Century (1876). London 41927, I, 32. 4 O. c, I, 462. 5 Citado en L. STEPHEN, O. C, ibíd. 6 Carta a Montesquieu del 29 setiembre 1750, en P. HAZARD, La pensée européenne au XVIII' siéde. Boivin 1846, I, 107.

La conciencia cristiana

Ambigüedades de una descristianización

nado por quietista; Bossuet es el único representante de la ortodoxia doctrinal. La causa de la fe movilizó en el siglo x v n a los grandes espíritus y a los mejores escritores. Todavía quedan apologistas en el siglo de las luces, pero se trata de personalidades de segundo plano, cuyos nombres sólo recuerdan los eruditos. El defensor más célebre del cristianismo de lengua francesa es Jean-Jacques Rousseau; pero su Profession de joi du Vicaire savoyard no tiene nada que ver con el mundo eclesiástico.

única persona que conocían de cierto mérito que profesase creer en el cristianismo. Pero, cuando pregunté sobre el tema a mi interlocutor, descubrí en seguida que nunca se había interesado en serio por esta cuestión y que ignoraba lo que era realmente el cristianismo». 9 La increencia camina a la par de la ignorancia; las dos son señales de un total desinterés.

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Si la teología ha quedado abandonada, es porque la religión resulta sospechosa a los ojos de la opinión ilustrada. El obispo anglicano Joseph Butler (1692-1752) observa en 1736: «No sé cómo muchas personas han llegado a considerar como una verdad sólidamente asentada que no vale la pena interrogarse por el cristianismo y han acabado por descubrir que todo él era una pura invención. En consecuencia, lo tratan como si éste fuera, en nuestra época, un punto adquirido para todos los buenos espíritus y como si no hubiera ya nada que hacer con él más que convertirlo en objeto de burla y de ridículo, en venganza, por lo visto, de la larga interrupción que ha impuesto a los placeres de este mundo». 7 Montesquieu, que visitó Inglaterra de 1729 a 1731, confirma la idea del obispo Butler: «No hay ya religión en Inglaterra; hay cuatro o cinco personas de la cámara de los comunes que van a la misa o al sermón de la cámara, excepto en las grandes ocasiones en que todos van puntualmente. Si alguno habla de religión, todos se echan a reír. Una persona dijo en cierta ocasión: 'Lo creo como si fuera artículo de fe'; todos estallaron de risa. Hay un comité para estudiar la situación de la religión; todo eso se mira como ridículo». 8 El químico y teólogo Joseph Priestley (1733-1804) fue admitido en 1774 en los círculos ilustrados de París. «Yo había tomado la determinación de presentarme siempre como cristiano —indica en sus memorias—. Algunos me dijeron que era la 7

BUTLER, The analogy of religión, natural and revealed, to the constitution and course of nature. Advertisement, en P. GAY, The Enlightenment. Alf. A. Knopf. New York 1967, 339. ' MONTESQUIEU, Notes sur l'Angleterre, en Oeuvres. Pléiade, I, 883 s.

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En Alemania parece ser que fueron más lentos los progresos de la indiferencia religiosa; en este país, dividido en pequeñas soberanías, las fronteras políticas coinciden muchas veces con las fronteras religiosas, y esto produce y mantiene las tensiones internas. La subida de Federico I I al trono de Prusia en 1740 permite ocupar el primer plano al discípulo y amigo de Voltaire y de d'Alembert; sus ideas irradiarán a partir de Berlín a través del espacio germánico. En 1740, el Directorio planteó la cuestión de si podía ser admitido un católico como ciudadano de Frankfurt; Federico le respondió que «todas las religiones son iguales y buenas, con tal que quienes las profesan sean personas honradas. Si se presentasen los turcos y los paganos con la intención de poblar el país, les construiríamos mezquitas y templos». Hay que mantener las escuelas militares católicas, ya que «todas las religiones tienen que ser toleradas, y el administrador debe velar solamente para que ninguna haga daño a las otras, ya que cada uno tiene que conseguir la salvación a su modo {nach setner Fasson)».w Federico considerará un honor acoger en sus territorios a los desterrados y perseguidos de toda clase, ateos o jesuítas. La academia de Berlín es el hogar internacional de un ' Citado en B. WILLEY, The 18th Century Background. Penguin Books, 165. 10 En P. GAY, O. C, 348-349; cf. el siguiente pasaje del Essai sur les formes de Gouvernement de Federico II, Oeuvres, ed. Preuss, IX, 207: «Se le puede obligar a la fuerza a un pobre miserable a pronunciar ciertas fórmulas en las que niegue su consentimiento interior; pero con eso no ha ganado nada su perseguidor. Pero si nos remontamos a los orígenes de la sociedad, es evidente que el soberano no tiene ningún derecho sobre la forma de pensar de los ciudadanos... Esta tolerancia es tan provechosa para las sociedades en donde está establecida que constituye la felicidad del estado... Cuando el culto es libre, todo el mundo está tranquilo... En Francia ha habido provincias cuya población sufrió y sigue sufriendo todavía por la revocación del edicto de Nantes» (en H. BRUNSCHWIG. La crise de l'Etat prussien a la fin du XVIII' siecle et la gene se de la mentalité romantique. P.U.F., Paris 1947, 9-10).

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pensamiento más libre que el que se afirma en las demás sociedades sabias de Europa. Si la doctrina de Reimarus casi no logra salir de la clandestinidad, otros hombres como Lessing, Mendelssohn y Nicolai, ya antes de Kant, tratan las cuestiones religiosas con una gran independencia de espíritu.

tomamos como referencia los esquemas dogmáticos del siglo XIII, e incluso el integrismo católico o reformado del siglo xvn, el espíritu del sínodo de Dordrecht o el de Bossuet, entonces el siglo xvnr con su cultura se presenta como la época de la gran abjuración, prefiguración sacrilega de todos los modernismos venideros. Pero semejante actitud carece de sentido histórico y de sentido común: no vemos por qué una época va a tener que seguir siendo prisionera de las normas de la época anterior, y de tal época en vez de tal otra. Se ha dicho que el siglo de las luces ha sido un siglo anticristiano, como si esta expresión tuviera un sentido evidente por sí misma. Sería necesario precisar de qué cristianismo se trata y cuáles son los individuos calificados para representar válidamente a un «siglo» cultural. Estas sencillas cuestiones bastarían para justificar la apertura de un proceso de revisión de la opinión recibida. Y entonces se descubre la complejidad casi irreductible del problema verdadero, que equivaldría a establecer un índice de religión válido de un individuo y de un período determinado. Un caso límite sería el de Voltaíre, largamente expuesto a la execración de la gente bien; la religión de este campeón del anticristianismo ha sido objeto de una profunda investigación, cuyas conclusiones no son ni mucho menos un certificado de ateísmo; hay una «religión de Voltaire», que define uno de los ejes privilegiados de la vida y de la actividad de Voltaire." Se ha catalogado demasiado pronto a Voltaire; primero habría que leerlo y procurar entenderlo. Para decretar la irreligión de Voltaire, los historiadores, consciente o inconscientemente, han adoptado la actitud dogmática del inquisidor, o la del anti-inquisídor, que es por el estilo.

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La tolerancia, afirmada de hecho y de derecho por Federico II, es normal en Inglaterra. En Francia va ganando terreno, gracias a las campañas de los filósofos; pero los protestantes tendrán que esperar hasta las vísperas de la revolución para obtener una existencia legal. En Austria, en varios de los estados italianos, en Portugal y hasta en España, se va afirmando contra la autoridad de la iglesia católica un anticlericalismo de estado, cuyos signos aparentes son la persecución de los jesuítas y las trabas que se oponen al funcionamiento de la inquisición. Este nuevo espíritu administrativo y jurídico tiene que comprenderse como una afirmación de la soberanía del estado moderno, que no admite ingerencias por parte de autoridades extranjeras, de cualquier naturaleza que sean. Pero esas políticas anticlericales no habrían sido posibles sin el consentimiento de la opinión pública, que aprueba este género de medidas y a veces las reclama. El espíritu de las leyes, el espíritu de las costumbres, en los países occidentales, se niega a verse arrastrado por la pasión que suscita esas guerras santas, nacionales o internacionales. Sólo la revolución francesa será capaz de dar a los batallones de masas la inspiración mesiánica de una cruzada sin cruz, decididamente laica. El elemento religioso que predominaba hasta hacía poco en la vida social e individual deja de desempeñar un papel predominante en el contexto de una desacralización general. Pero incluso esta comprobación merece que la examinemos más de cerca; la aparición de un nuevo estilo religioso ha sido interpretada como el triunfo de la irreligión por los partidarios del viejo estilo; la acusación de ateísmo o la de escepticismo ha sido lanzada demasiado contra los innovadores. Es un error afirmar tan pronto, para alegrarse de él o para deplorarlo, el fracaso del cristianismo en el siglo de las luces. Lo que afirman los testimonios es una transformación de la conciencia religiosa ante la prueba de las evidencias y de las exigencias de los nuevos tiempos. Si

Una manera objetiva de plantear la cuestión consistiría, suponiendo que fuera posible, el intentar determinar la parte que tuvo la religión en el conjunto de la cultura; esto permitiría llegar a una valoración del lugar y de la función del elemento religioso en el espacio mental de la época. Los métodos cuantitativos pueden darnos indicaciones muy útiles. Albert Monod, que ha intentado un inventario de la apologética en lengua francesa, católica o protestante, observa que «desde 1670 hasta 1802 11

R. POMEAU, La religión de Voltaire. Nizet 1956.

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se publicaron cada año 7 apologías por término medio, es decir, 950 obras, algunas de ellas en varios volúmenes».'2 Esta estimación, limitada sólo a los libros de apologética en sentido estricto, no señala una baja de este género de producción a medida que pasa el tiempo; el número sigue más o menos constante; lo único que sufre cierta modificación es el tono de estas obras, en el sentido de una inquietud cada vez mayor y de cierto desánimo de la ortodoxia.

En el terreno francés, los modernos continuadores de Gatterer que han hecho algunos sondeos en el número de autorizaciones para publicar libros concedidos en el siglo xvm señalan una franca regresión en las obras religiosas. Los gráficos señalan, para los años 1723-1727, una proporción del 35 % de libros de carácter teológico; esta proporción baja al 25 % para el período 1750-1754; es solamente del 10 % en 1784-1788, cifras a las cuales conviene añadir las publicaciones de historia eclesiástica y de derecho canónico.15 Estos datos corresponden, a comienzos del siglo xvm, al «desarrollo autorizado de una abundante literatura de devoción popular de matiz jansenista, que constituye más de la mitad de nuestras obras de religión».16 Los entusiasmos jansenistas se van apagando con el siglo y se va desarrollando paralelamente la deflación de la literatura religiosa, mientras que va aumentando por otra parte el número de libros sobre temas científicos, artísticos o literarios; estos dos movimientos correlativos ofrecen, según opina el investigador, «una luz interesante sobre los ritmos de la desacralización del mundo». Las obras de religión que desaparecen son las de liturgia y devoción. La teología y la apologética movilizan hasta finales de siglo, bien sea a la sensibilidad jansenista, o bien a un tradicionalismo que aparece por los años ochenta contaminado por la «filosofía»: las verdades cristianas «filosóficamente demostradas se han puesto de moda. Por otra parte, se ha abandonado casi por completo el latín. Pero la relativa escasez de folletos piadosos y de rituales mandados editar por las diócesis constituye un índice de la falta de público...».17

Gatterer, el historiador de Gottingen, en el primer número del «Historisches Journal», la veterana de las revistas históricas, presenta en 1772 una estadística del trabajo editorial en Alemania, según los catálogos de Leipzig de 1769-1771, en plena época de la ilustración.13 Los datos indican una producción en vías de crecimiento, que se sitúa alrededor de los 1.500 títulos por año, 4.709 en total. De esta cifra, Gatterer señala 935 obras de teología, algo más del 20 %; los libros de historia se presentan en número ligeramente superior (956), pero habría que tener en cuenta el hecho de que un gran número de las obras de esta categoría pertenecen a la historia eclesiástica, calculándose la proporción en un cuarto para la producción editorial francesa de esta época.14 Si conservamos, a falta de otros datos, este mismo porcentaje en Alemania, tenemos 20 + 5 = 25 % de libros religiosos, a los que habría que añadir sin duda la porción de obras jurídicas referentes al derecho canónico y a la administración eclesiástica. Para un período que se dice de descristianización, la cifra resulta bastante elevada. Es verdad que Gatterer, bien situado en Hannover para observar las realidades inglesas, opina que las publicaciones religiosas no representaban más que el 1112 % de las ediciones británicas, mientras que los libros políticos constituían el doble de esta cifra, lo cual pone de relieve la situación original de Inglaterra en oposición a la Europa continental.

12 A. MONOD, De Pascal a Chateaubriand. Les défenseurs trancáis du christianisme de 1670 á 1802. Alean 1916, 8. 13 GATTERER, Historisches Journal, I. Goetting^n 1772, 281. ,4 F. FURET, La «librairie» du royaume de France au XVIII' siécle. Mouton, Paris-La Haye 1965, 18.

Se observará la prudencia de este juicio, confirmado por otra parte por las investigaciones realizadas sobre el contenido de dos de los principales periódicos franceses del siglo xvín, el «Journal des savants» y las «Mémoires de Trévoux». La estadística de artículos pone de relieve «el retroceso de la teología y del derecho eclesiástico»: «La sequedad de las cifras demuestra palpablemente el desinterés del público por las cuestiones religiosas, 15 16 17

Ibíd., gráfico de la p. 21. Ibíd., 18. Ibíd., 20.

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La conciencia cristiana

Ambigüedades de una descristianización

una indiferencia peor que la hostilidad y que debió ser la actitud de la mayoría».18 También aquí hay que subrayar el carácter hipotético de las conclusiones a que da lugar la frialdad de un rigor matemático. Las cifras no gozan de una validez absoluta; a veces su exactitud es decepcionante, y hasta engañosa. A mediados de siglo, se nos dice, «el análisis de las cifras relativas a las ciencias nos deja perplejos: estamos lejos de aquel progreso triunfante de que a veces se habla. ¿Habrá que creer que la curiosidad científica fue tan pujante a comienzos de siglo, a menos en los ambientes intelectuales, que ya no se podía progresar más?».19 En otras palabras, se les pide a las estadísticas que verifiquen una opinión recibida y, si se niegan a ello, estará dispuesto el crítico a darles la vuelta y a reducirlas a su afirmación preconcebida. Del mismo modo, «podría uno extrañarse del extraordinario progreso de la categoría 'literatura' en vísperas de la revolución, en el 'Journal des savants', en tiempos en que la opinión ilustrada —según se cree— tenía otras preocupaciones en la cabeza. Pero es que la 'literatura' desempeña entonces la función de categoría-refugio (...). Se comprende mejor que es posible leer el 'Journal des savants' entre 1785 y 1789 sin vislumbrar, ni por un solo instante, que Francia va a emprender una revolución...».20

de la interpretación cualitativa, que reconoce ciertos núcleos de resistencia, ciertos puntos de elevada intensidad en la continuidad de la trama estadística. Robinson Crusoé, el Espíritu de las leyes, la Crítica de la razón pura, son acontecimientos bibliográficos especiales, que merecen una consideración particular, incluso desde el punto de vista editorial.

No se trata, evidentemente, de rechazar en bloque los métodos cuantitativos; pero conviene interrogarse sobre la significación de sus resultados. Las estadísticas sobre publicaciones deberían completarse con otras estadísticas sobre tirada y difusión de las obras publicadas. Un título es diferente de otro en valor y en derecho; el sufragio universal de los catálogos tiene que ser corregido y compensado por el sufragio no menos universal de los compradores y por el sufragio todavía más difícil de computar de los verdaderos lectores. Habent sua fata libelli; los libros tienen un destino, que no se encuentra predestinado en su partida de nacimiento. La dimensión cuantitativa no dispensa 18 J. EHRARD y J. ROGER, Deux périodiques francais du XVIII' siécle: le Journal des Savants et les Mémoires de Trévoux, en la colección citada Livre et Société, 54. 19 Ibíd. Ibíd., 56.

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La relación entre las estadísticas editoriales y la vida intelectual no puede ser una identificación pura y simple. Los libros de los novelistas populares se venden más que los de los grandes escritores; las obras de vulgarización superan en número a las de los verdaderos sabios. El rigor de las cifras corre el riesgo de hacer caer en la ilusión o en el error, si se computa de la misma forma a La nueva Eloísa y a un catecismo diocesano aparecido en 1762. Lo que pasa es que nos meteríamos en dificultades insolubles si quisiéramos ponderar la notación de cada obra en función de consideraciones de valor. En sus estudios sistemáticos sobre los catálogos de bibliotecas en el siglo XVIII, Daniel Mornet se ha encontrado muchas más veces con el Spectacle de la nature del abate Pluche, considerable obra apologética de matiz científico, que con la Enciclopedia? Pues bien, se designa el siglo xvin como el «siglo de la Enciclopedia», sin que a nadie se le ocurra definirlo como el «siglo del Spectacle de la nature». Parece fallar aquí la estadística y no se ve cómo podría salir por sí misma de esta dificultad. Habría que tener en cuenta la repercusión que tuvo el libro en su tiempo y en el curso de los años posteriores. La Enciclopedia sigue leyéndose hoy; el Spectacle de la nature es ilegible, excepto en el caso de obligaciones profesionales. ¿Cómo medir el coeficiente de actualidad característico de una gran obra y que persiste por encima de su época de aparición? Más todavía. Aunque sólo se les reconozca a las indicaciones estadísticas el valor de una sociología del conocimiento, de un inventario de las opiniones de un tiempo determinado, esos cálculos se inscriben en el marco de una clasificación previa, inspira21 Cf. D. MORNET, Les sciences de la nature en France au XVIII' siécle. Colin 1911, 9; Mornet ha contado 206 ejemplares de Pluche por 82 de la Encyclopédie.

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da en la que prevalece en la clasificación de las grandes bibliotecas. Hay una rúbrica referente a la teología y a la religión, otra al derecho y a la jurisprudencia, otra a la historia, otra a la literatura, etcétera. Y cada una de esas divisiones se subdivide en rúbricas más especializadas. Esta distribución metódica resulta indispensable, pero plantea el problema de las obras que no pueden encuadrarse en ese esquema o que habría que clasificar a la vez en varios conceptos.

poemas de Ossian, y en los innumerables imitadores de estos célebres maestros.

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Catalogamos sin ninguna vacilación una obra de teología sistemática; pero un libro puede tener una significación religiosa sin ostentar de manera evidente la marca teológica. El Spectacle de la nature suele considerarse como una obra de ciencias naturales, pero pertenece al género tan floreciente en el siglo xvm de la físico-teología; es un libro de religión que tiene muchas oportunidades de no ser catalogado como tal. La Profession de foi du Vicaire savoyard es uno de los textos religiosos fundamentales del siglo x v m europeo; se trata de una parte del Emilio, que el estadístico clasificará bajo el título de pedagogía, subsección de la filosofía. Las dos obras de mayor tirada de la literatura francesa del siglo xvm han sido el Telémaco y La nueva Eloísa; pues bien, estas novelas son inseparables de las grandes corrientes de la vida espiritual. Han ejercido en este terreno una influencia que no puede compararse con la de la de ningún tratado de teología; han inspirado actitudes, han dado estilo a sentimientos, han dictado decisiones que, además de poner en crisis a los conformismos eclesiásticos, correspondían a una autenticidad religiosa indiscutible. Las estadísticas de bibliotecas no pueden reconocer en el Telémaco y en la Eloísa más que obras literarias, encuadradas en la literatura. Si por religión se entiende cierta presencia del hombre ante sí mismo y ante los demás, ante el mundo y ante Dios, una relación con la totalidad y con la trascendencia que da sentido a la existencia, esta preocupación no resulta ciertamente extraña al siglo de las luces. Se afirma claramente en las novelas de Richardson y en Robinson Crusoé, en la Mesíada de Klopstock y en las Confesiones del alma de Wilhelm Meister; la encontramos en esa vena poética que empapa las obras de Gray y de Young, de Gesner y de Haller, en los

La cuestión de la descristianización en el siglo xvm es una cuestión mal planteada. Las estadísticas demuestran que los libros de teología y los manuales de espiritualidad, todavía muy numerosos, son sin duda menos abundantes a finales del siglo xvm que al principio. Pero esta comprobación pierde mucho de su rigor si se reconoce como uno de los caracteres significativos de aquel tiempo el hecho de que la religión viva se sitúa con frecuencia fuera de las teologías decadentes y más o menos desacreditadas. Si es cierto que la exigencia religiosa queda fuera de los marcos de las rúbricas bibliográficas, hay que prescindir de esas cuentas. Tendremos que contentarnos con la indicación, ciertamente importante, de que la religión en el siglo xvm hay que buscarla preferentemente fuera de las religiones positivas, y entonces hay que reconocer la falta de exactitud de los estudios estadísticos. Pero hay más todavía. Suponiendo que se llegara a contabilizar de manera adecuada la presencia del factor religioso en el conjunto de la producción literaria, cabe preguntarse qué es lo que significa ese dato en relación con la realidad histórica. La correspondencia exacta entre lo impreso y lo vivido no pasa de ser un postulado; como hemos visto, el catálogo de textos recogidos en vísperas de la revolución de 1789 no muestra ninguna huella de aquel acontecimiento inminente, del que se reconoce generalmente que fue suscitado en gran medida por la propaganda intelectual. Los hombres no dicen todo lo que piensan, y el pensamiento de uno no puede identificarse con las palabras que pronuncia; más aún, los hombres no publican tampoco todo lo que piensan ni todo lo que dicen. Existen varios grados de diferencias, cuya exploración ni siquiera se ha intentado, entre lo impensado y lo pensado, entre lo pensado y lo dicho, entre lo dicho y lo escrito, entre lo escrito y lo publicado en letra impresa. Suponiendo que hayan sido resueltas todas estas dificultades y que se haya podido establecer la variación en el índice de religiosidad para la materia impresa en el siglo xvm, semejante re-

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sultado solamente concernería a la categoría social de los que escriben y leen, pero no afectaría para nada al conjunto del pueblo inglés, del pueblo francés o del pueblo alemán, ni tendría un sentido real más que para lo que hemos llamado la «clase cultural».22 En la Europa predominantemente agrícola del siglo XVIII, son mayoría los analfabetos; y dentro de la minoría de los que saben leer, son una minoría lo que se interesan por las publicaciones de las grandes ciudades. Las especulaciones teológicas no han apasionado nunca más que a un número restringido de individuos; partiendo de los documentos teológicos, se obtendrán estadísticas relativas a ese mundillo cerrado de los teólogos, y esas estadísticas tendrán ciertamente su significado. La historia, realizada a partir de un conjunto de documentos, sólo vale dentro de los límites restringidos del campo documental. Las especulaciones que pueden hacerse a partir de las publicaciones teológicas no comprometen la vida religiosa de una sociedad en su conjunto. La «eutanasia» de la teología en el siglo x v m afecta al pequeño grupo de especialistas en esta disciplina y a su clientela, que es también de una amplitud restringida. La opinión ilustrada sólo se moviliza accidentalmente por estas cuestiones; por ejemplo, cuando las disputas jansenistas y el genio literario de Pascal confieren a las Provinciales un relieve de actualidad; en la prolongación de ese mismo debate, el proceso a los jesuítas en los años 1755-1765 concederá también amplia resonancia a un asunto religioso, convertido en polémica política. Pero, fuera de esas ocasiones, la teología de los teólogos será un mero asunto entre eruditos.

conciernen casi siempre a la aristocracia, especialmente a la alta aristocracia, y más en concreto a los hombres de letras y al ambiente en que se mueven. No hay nada que nos permita considerar a esas categorías como representativas del conjunto del pueblo, del que ellos constituyen, estadísticamente, un porcentaje muy bajo.

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En cuanto a los progresos de la crítica y del libre pensamiento, podrían realmente estudiarse en una estadística de la irreligión, suponiendo que se descubriera un medio para discernir, a través de diferentes rúbricas en la contabilidad de los libros religiosos, los que están a favor de los que están en contra. Pero tampoco aquí los resultados tendrían ningún sentido, a no ser en relación con el grupo restringido de los que constituyen la «opinión ilustrada» en un país concreto. Los casos particulares que se aducen para subrayar la irreligión del siglo de las luces 22 Cf. G. GUSDORF, Les principes de la pensée au siécle des Lumiéres. Payot, 466 s.

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Se habla de descristianización en el siglo xvm, en la medida en que se señalan en esta época ciertos índices de desánimo teórico, de independencia intelectual y de indisciplina frente a los sistemas religiosos establecidos. Pero la sociología religiosa, que también recurre a los métodos cuantitativos, no justificaría ni mucho menos la tesis de un descenso en la tensión del pueblo cristiano. El bautismo, el matrimonio, la sepultura, son puntos de paso obligado para el conjunto de la población; es imposible nacer, vivir y morir fuera de la iglesia. El ministro del culto es un funcionario civil, y esto obliga a los protestantes franceses a un régimen de inexistencia legal. El propio Voltaire, en el paroxismo de su gloria, no tiene derecho a morir más que como cristiano. Las estadísticas de la sociología religiosa, en lo que concierne a la recepción de los sacramentos, darían porcentajes muy cercanos a la unanimidad.23 Los historiadores con ganas de realizar un censo de los analfabetos en una población determinada toman como base de referencia los archivos parroquiales en donde se registran los matrimonios, para contar en ellos —entre los casados y los testigos— cuántos son capaces de firmar y los que firman con el dedo. Estadísticamente, los datos así establecidos valen de la población en su conjunto. En las diversas regiones de Europa, la parroquia no representa únicamente un marco religioso, sino también un marco social y político. El sacerdote transmite a los fieles, durante los servicios religiosos, las normas e instrucciones del gobierno. En la Prusia del siglo xvm, «más que el funcionario real o señorial, es el pastor el que representa a la aldea»;24 «en los países cató" Cf. las indicaciones estadísticas sobre la práctica religiosa en países católicos que ofrece J. DELUMEAU, Le catholicisme entre Luther et Voltaire. P.U.F., Paris 1971, c. V. 24

H. BRUNSCHWICG, La crise de l'Etat... 25.

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lieos, el párroco desempeña un papel análogo. Europa vive en régimen de cristiandad; hasta los potenciales inconformistas tienen que aceptar la conformidad, aunque sólo sea para su tranquilidad personal». 25 Voltaire, señor de Ferney, cumple solemnemente con pascua en 1761; vuelve a hacerlo en 1768, subiendo incluso al pulpito en aquella ocasión, para pronunciar un sermón contra el robo y la embriaguez. 26 Voltaire y Buffon, en quienes a nadie se le ocurriría ver unos cristianos ejemplares, figurarían entonces de una manera positiva en las estadísticas de la práctica religiosa católica.

elemental de la vida. La comunidad aldeana se reúne en la iglesia el domingo por la mañana, bajo la mirada vigilante de su pastor (sir Roger de Coverley, el señor de la aldea descrito por Addison, o el señor de Buffon, ocupan la presidencia). En un tiempo en que no existe todavía la idea nacional, o el civismo está reducido a una vaga lealtad monárquica, la celebración del servicio divino es uno de los raros signos de la alianza entre los notables y el pueblo, fuera de los vínculos de dependencia económica y social.

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Cuando se le pidió al psicólogo Binet una definición de la inteligencia, de la que había emprendido una investigación experimental, se contentó con responder: «La inteligencia es lo que yo mido por medio de mis tests». Las conclusiones sacadas de los métodos cuantitativos corren el riesgo de ilusionarnos; lo que miden con tanto rigor es algo sumamente impreciso. Las diferentes indicaciones que se ponen de relieve tienen un valor de síntoma y provienen de un juicio de apreciación mucho más que de un cálculo numérico. El cristianismo del siglo x v m , bajo sus diferentes denominaciones, es una religión de masa; la cristiandad vive un régimen de unanimidad; el presupuesto totalitario pone en seguida de relieve la más pequeña señal de inconformismo. El historiador, al sentir atraída su atención por el hecho de excepción, no tiene que olvidar la existencia de la regla. La parroquia anglicana o luterana, católica o reformada, no es solamente una estructura administrativa; define para la mayoría de la población el marco 25 BUFFON «manifestó todos sus respetos por una religión que consideraba necesaria. En sus tierras de Montbard, se sometía incluso a las prácticas de culto, comulgaba, iba a misa, y entregaba todos los domingos un luis de oro en la colecta»... El mismo declaró a Hérault de Séchelles: «Cuando caiga gravemente enfermo y sienta cercano mi fin, no dudaré en pedir los sacramentos; es el tributo que debemos al culto público, y los que obran de otra manera son unos locos; no hay que chocar nunca de frente, como hicieron Voltaire, Diderot y Helvetius; este último era amigo mío; en diferentes ocasiones pasó más de cuatro años en Montbard; yo le recomendaba, esta moderación y, si me hubiera hecho caso, habría sido más feliz» (MOREAU DE LA SARTHE, Eloge de Buffon, en su edición de las Oeuvres de Vicq d'Azyr, 1805, I, 61-62). 26

R. POMEAU, O. C, 431-434.

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Esta preeminencia del marco religioso es uno de los rasgos esenciales del antiguo régimen. La desintegración de la comunidad religiosa consagrará el final de la sociedad tradicional. En el siglo x v m , la iglesia sigue siendo el centro cultural de los que no tienen acceso a la cultura; asegura la enseñanza de una moral elemental, a nivel del catecismo y de los sermones; rompe la monotonía de los días de trabajo mediante la celebración de fiestas, domingo tras domingo; va dando ritmo al desarrollo del año con las festividades litúrgicas, navidad, pascua, Pentecostés, fiestas patronales. Ayuda a los hombres y a las mujeres a vivir bien y a bien morir, instruye a los niños, socorre a los pobres, vela por los desamparados. Es cierto que no todas las parroquias son ideales; hay sacerdotes incapaces y sacerdotes indignos; no hay que confundir al pastor de Wakefield con el cura Meslier, aunque puede pensarse en que el cura Meslier, cuando realizaba sus funciones eclesiásticas, respetaba más o menos las reglas del juego: guardaba para su interior sus opiniones radicales y se contentaba prudentemente con confiar a sus papeles su profesión de fe comunista y atea. Si el cura Meslier estaba totalmente descristianizado, su parroquia no lo estaba. Este caso límite nos permite tomar conciencia del equívoco de la «descristianización». Los pensadores más osados del siglo de las luces no se forjaban ilusiones a este propósito. Diderot confía a un interlocutor que hay que «acuchillar a la teología», 27 pero este proyecto no tiene sentido más que en lo que concierne a la especulación reservada a los iniciados. Por muy " Conversación con un visitador inglés, en J. TEXTE, Jean-Jacques Rousseau et les origines du cosmopolitisme littéraire. Hachette 1895, 465.

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libre que fuera, Diderot no se imagina a una sociedad privada de los socorros de la religión. En un texto confidencial, destinado solamente a Catalina de Rusia y fechado en los últimos años de su vida, el animador de la Enciclopedia se expresa claramente sobre este punto: «El grueso de una nación seguirá siendo siempre ignorante, cobarde y consiguientemente supersticioso. El ateísmo puede ser la doctrina de una pequeña escuela, pero nunca la de un gran número de ciudadanos, y mucho menos la de una nación un poco civilizada. La creencia en la existencia de Dios, el viejo tronco, permanecerá siempre en pie. Pues bien, ¿quién sabe lo que ese tronco, dejado a su libre vegetación, puede producir de monstruoso? Por eso yo no conservaría a los sacerdotes como depositarios de las verdadees, sino como obstáculos contra unos posibles errores más monstruosos todavía; no como preceptores de la gente sensata, sino como guardianes de los locos; y dejaría que siguieran en pie sus iglesias como asilos o refugios de cierta clase de imbéciles que podrían ponerse furiosos si se les desatendiera por completo».28

fe de los ilustrados, fuente de valores, puede prescindir de toda justificación religiosa. Pero esta radical autonomía de juicio y de acción queda reservada a una minoría de espíritus lúcidos y animosos, que pueden prescindir de los consuelos de la fe. Incapaz de semejante desprendimiento, la masa de individuos tiene que mantenerse dentro de los marcos doctrinales y disciplinares de las iglesias instituidas. Diderot y Voltaire manifiestan un estado de espíritu común a los deístas, a cuyos ojos la religión de la razón no exige ni mucho menos la descristianización de los pueblos. Como dice un portavoz de Hume, «la religión, por muy corrompida que esté, vale mucho más que la ausencia de toda religión. La doctrina de la existencia de un estado futuro es para la moral una seguridad tan fuerte y tan necesaria que nunca jamás hemos de abandonarla ni descuidarla. Porque si las recompensas y los castigos finitos y temporales tienen tanto efecto como vemos todos los días, ¿cuánto más hemos de esperarlo de los castigos y recompensas infinitas y eternas...? Es oficio propio de la religión dirigir los corazones de los hombres, humanizar su conducta, empaparlos del espíritu de templanza, de orden y de obediencia...».30

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Voltaire comparte las ideas de Diderot en esta materia: «Distingue siempre entre las personas honradas que piensan y el populacho que no está hecho para pensar. Si la costumbre te obliga a asistir a una ceremonia ridicula para agradar a esa canalla, y si por el camino te encuentras con alguna persona inteligente, indícales con una señal de cabeza, con un guiño, que piensas como ellos y que no se rían». Por eso Voltaire, en Ferney, cumplirá con pascua. La prudencia consiste en favorecer a las luces, pero sin romper abiertamente con el orden social y sin escandalizar a los pobres de espíritu: «Vete debilitando poco a poco todas las supersticiones antiguas y no introduzcas ninguna nueva... Si la sirvienta de Bayle muere en tus braos, no le hables como a Bayle, ni a Bayle como a su sirvienta...».29 Nos encontramos aquí con el tema tradicional de la doble verdad, cuyos orígenes se remontan al averroísmo medieval. La 28 Plan d'une université pour le gouvernement de Russie (anterior a 1776), en Oeuvres de Diderot, ed. Assezat, III, 517. 29 VOLTAIRE, Dictionnaire philosophique, en la palabra Ble; Voltaire, siguiendo la opinión corriente, considera a Bayle como incrédulo.

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El tema de la «religión para el pueblo» hace de ella un principio de conservación del orden establecido. En vísperas de la revolución, el financiero y estadista protestante Necker, en su ensayo De l'importance des opinions religieuses, no rotrocede ante esta forma cínica de apologética: «En nuestros viejos estados europeos en que aumenta continuamente la diferencia de fortunas con el aumento de las riquezas y va siendo cada vez mayor la distancia de las diversas condiciones sociales, en nuestros viejos cuerpos políticos en que estamos apretados unos contra otros y en donde la miseria y la magnificencia se encuentran continuamente mezcladas, se necesita absolutamente una moral, robustecida por la religión, para contener a esos numerosos espectadores de tantos bienes y objetos envidiables y que, colocados tan cerca de todo eso que ellos llaman la felicidad, no pueden jamás 10

HUME, Dialogues sur la religión naturelle, XII (1779); trad. de M. DAVID, Oeuvres philosophiques de Hume. Alean 1912, II, 294; cf. F. E. MANUEL, The 18th Century conjronts the Gods. Harvard University Press, Cambridge Mass. 1959, 65 s.

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pretenderlo».31 Voltaire no habría seguramente criticado el punto de vista de Rivarol: «Si mi lacayo no me mata en un rincón del bosque por miedo al diablo, no se me ocurrirá quitarle ese freno al pobre idiota, lo mismo que tampoco le quitaré el miedo a la horca; si no puedo convertirlo en una persona decente, lo convertiré en un devoto».32

tizaban con las nuevas tendencias del pensamiento. «De todos los auxiliares de la Aufkl'árung —escribe un historiador alemán— el más precioso es sin duda el pastor».33 Esto no significa que el pastor se haya convertido en un agente eficaz de la descristianización, sino que ha descubierto, a la luz de la Aufklarung, un nuevo sentido al mensaje cristiano. Otro tanto podría decirse de gran número de clergymen de la iglesia en Inglaterra, ya que también el debate del deísmo, en lugar de oponer a esta iglesia contra sus adversarios, se situó en el propio seno de la iglesia establecida entre los que mantenían opiniones diferentes. Hume tenía no pocos amigos en las filas de la iglesia de Escocia.

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No se trata aquí de pronunciarse sobre la autenticidad religiosa del cristianismo considerado como una fuerza fundamental para el mantenimiento del orden. Lo cierto es que ese estado de espíritu es una realidad histórica. Después de la experiencia revolucionaria, Bonaparte negociará con Roma un concordato, con la intención manifiesta de procurarse los servicios de una «gendarmería sagrada». Estas indicaciones impiden esperar resultados apreciables de una estadística de la irreligión en la Europa del siglo xvin. La increencia es cuestión de un pequeño número de privilegiados de la cultura y de la fortuna, que se prohiben a sí mismos difundir sus certezas —o sus incertidumbres— entre la mayoría; está arrinconada en una porción muy estrecha del espacio mental y social, en donde sus construcciones voluntarias y las censuras oficiales la mantienen en un estado de latencia y de represión. No es ciertamente un elemento despreciable, pero sí un factor recesivo. La cuestión se complica todavía mas si pensamos en que no existe un frente de batalla que separe a los creyentes de los no creyentes. La organización eclesiástica presupone un estatuto de unanimidad; teóricamente, las iglesias abrazan a todo el mundo; pero la pertenencia eclesiástica no corresponde necesariamente al repudio de las nuevas ideas. El equipo de la Enciclopedia comprende un gran número de abates; y el propio cura Meslier, a pesar de sus choques con la jerarquía que le dieron aquel aire de independencia, vivió hasta su muerte dentro del estado clerical; estadísticamente hablando, es un sacerdote. Sin llegar al radicalismo de sus actitudes, gran número de sus hermanos simpa-

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En Francia, el monolitismo católico no impidió al clero sentir los efectos de la renovación de los tiempos. Es cierto que la formación adquirida en el universo concentrado de los seminarios no predispone a los clérigos a simpatizar con las luces. Pero la administración eclesiástica es la única red cultural extendida de una forma continua por toda la superficie del país. La crisis jansenista, a la que no consiguió poner fin la bula Unigenitus de 1713, obligó a los eclesiásticos a afirmarse individualmente, en un debate político tanto como religioso. La reflexión, una vez despertada, no se duerme en el camino. Un historiador subraya «el nuevo lugar que ocupa el bajo clero en la vida de la iglesia», y esto ya en el reinado de Luis XIV; «tanto si el obispo es un cortesano, que vive en Versalles siempre lejos de su diócesis, como si es uno de esos obispos jansenistas, siempre devorados por la actividad apostólica y administradores incansables, el resultado es el mismo: ese párroco (cuya importancia en la vida eclesial se ha hecho bruscamente sensible después de la firma del Formulario de 1661, impuesto a todos) está ya presente en todos los debates de la época».34 La tormenta jansenista desempeñará un papel de reactivo durante un largo período; todavía en 1752, el asunto de las células de confesión, que hace de la reprobación de las ideas condenadas una exigencia de conciencia para los sacerdotes, obliga a cada uno de ellos a tomar partido. La

31

NECKER, De l'importance des opinions religieuses, 1788, 58 s.; citado en B. GROETHUYSEN, Origines de l'esprit bourgeois en Trance, I: L'église et la bourgeoisie. N.R.F. 1927, 292. 32 RIVAROL, Seconde lettre a M. Necker, en Oeuvres, 1808, II, 138.

157.

33

H. BRUNSCHWICG, O. C,

34

R. MANDROU, La Franoe aux XVII' et XVIII' siécles. Colín 1967,

24.

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expulsión de los jesuítas será el contragolpe de su triunfo completo; los sacerdotes, tanto como los laicos, se apasionarán por esa disputa religiosa que se había convertido en toda Europa en un asunto de estado.

descristianización, sino como una modificación del sentido cristiano. Ese «retroceso de la vida regular en el interior de la iglesia galicana» se debe a múltiples causas: «Prestigio del laicado, prioridad de las funciones seculares, e incluso de las misiones fuera de Francia, a las que se consagran casi por entero ciertas órdenes, como las Ursulinas...».37 Los espíritus ilustrados ven con malos ojos a los contemplativos y la contemplación; en los países católicos, los monasterios han ido acumulando a través de los siglos inmensoo territorios, que cultivan para su exclusivo beneficio en vez de ponerlos al servicio del bien público. En el artí:ulo Population de la Enciclopedia se lee: «Las riquezas de las gentes de manos muertas y, en general, de todos los cuerpos cuyas adquisiciones toman un carácter sagrado y se hacen inalienables, tienen para el estado solamente la utilidad que tiene un cofre para un avaro, que lo abre sólo para meter más dinero en él... ¿No sería más provechoso a la república que unos terrenos tan extensos permitiesen vivir en el trabajo a un número de familias igual al número de ciudadanos célibes y aislados que viven de ellos en la ociosidad?».38

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El clero, que aprueba o desaprueba la actitud de las autoridades políticas y religiosas en esta materia, o que quizá juzga estériles todos estos debates, se ve provocado al ejercicio libre de su juicio; «a finales del siglo xvm, se codea con Rousseau y la Enciclopedia».15 Estos sacerdotes, en su mayoría, no renuncian sin embargo al ejercicio de su ministerio después de esta forzosa reflexión; pero desembocan muchas veces en una concepción nueva de este ministerio. Sensibles a los valores de humanidad, de filantropía, descubren que el servicio de Dios camina a la par con el servicio a los hombres; el lugar privilegiado del sacerdote en la comunidad le permite ser el agente eficaz de una transformación del género de vida. De ahí la aparición de un cristianismo encarnado, utilitario, y a veces tecnológico, cuyos representantes característicos podrían ser esos sacerdotes españoles que participaron en los esfuerzos de las sociedades de Amigos del País, institución significativa de la ilustración ibérica en beneficio de las poblaciones especialmente atrasadas. La adhesión decidida de la mayor parte del bajo clero francés a la revolución francesa en sus comienzos demuestra esa sensibilización de los eclesiásticos a los nuevos valores. Pero, excepto algunos casos particulares, no hay que ver en esa actitud la consecuencia de una renuncia al cristianismo; se trata de la afirmación de un sentido nuevo de la exigencia cristiana. Igualmente, es también un hecho que el siglo de la luces vio la decadencia de la institución monástica, tan floreciente a comienzos del siglo xvn. «Tras la fiebre de vocaciones y de nuevas órdenes que empieza a calmarse por los años 1640-1650, escribe Robert Mandrou, empezaron a cerrarse muchas casas abiertas precipitadamente por falta de medios materiales y de nuevas vocaciones, en la segunda mitad del siglo XVIII». 36 Es un hecho indiscutible, ciertamente; pero hay que interpretarlo, no como un signo de

Hay en este texto una nota de anticlericalismo, pero este anticlericalismo es tan antiguo como la propia institución monástica. En el siglo xvm, se tratará de un anticlericalismo gubernamental. En 1766, el gobierno real francés crea una comisión para el examen de los regulares, encargada de censar y reorganizar los conventos, de los que cerrará por su cuenta unos quinientos;39 en 1773, hay menos de doscientos novicios en el conjunto de monasterios. Las medidas tomadas por la monarquía cristianísima de Francia corresponde a la política deformadora emprendida por José II en el sacro imperio de Austria. También él, por razones de utilidad, la emprenderá con las órdenes religiosas, cerrará muchos conventos y consagrará sus terrenos a mejores usos. El josefismo no era una política destinada a descristianizar a Austria; tampoco el gobierno de Luis xvi pretendía seguramente 37

Ibtd., 55. El artículo es de Damilaville; Turgot, en el artículo Fondations, había formulado ideas análogas. 38

Ibtd., 158. Ibtd., 154-155.

37

39

MANDROU, O. C, 154.

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descristianizar a su reino. El anticlericalismo gubernamental es una tradición europea. Al encarnizarse contra los templarios, Felipe el Hermoso no pensaba en cuestionar al catolicismo. Los valores cristianos sufren la influencia del estilo propio del contexto socio-cultural de cada época de la historia. El «cristianismo» no constituye un modelo intemporal (quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus) con el que sea suficiente confrontar la diversidad de los tiempos para descubrir la dosis de religión o de irreligión característica de tal o cual época. El integrismo, muchas veces inconsciente, de los historiadores suscita falsas respuestas por haber planteado falsas cuestiones. ¿Cuál será, por otra parte, el modelo elegido?

por la Santa Sede en 1773. Este conjunto de hechos, revelador de una modificación de la sensibilidad religiosa en el terreno católico, pertenece a la historia religiosa, pero no a la historia de la irreligión o del ateísmo.

Desde la reforma no han dejado de multiplicarse los tipos de cristianismo, viéndose obligados por la fuerza de las circunstancias a reconocerse mutuamente por lo menos cierto grado de autenticidad. El fiel de la iglesia de Inglaterra no puede considerar en bloque como ateos a los papistas, a los adeptos de la Kirk presbiteriana de Escocia o a los inconformistas de cualquier género. El luterano de Sajonia no puede negar la cualidad cristiana del reformado del Pala tinado o de Prusia. El propio catolicismo presenta una diversidad intrínseca: el modelo de Bossuet no es el de Raneé; la religión que se practica en Versalles no se parece mucho a la que reina en la Trapa; hay un catolicismo jansenista y un catolicismo jesuítico, y los observadores objetivos del siglo de las luces estarían seguramente de acuerdo en que el catolicismo más descristianizado es el que prevalece en Roma. La cultura del siglo xvm sigue siendo cristiana, por la sencilla razón de que los espíritus más independientes y más avanzados serían incapaces de definir los valores fundamentales de una cultura de recambio. Las afirmaciones de irreligión e incluso de ateísmo tienen el carácter de excepciones que confirman la regla. Los casos de conciencia de algunos intelectuales extremistas no pueden ser considerados como representativos de la situación de la masa, apegada a un género de vida inseparable de la inspiración cristiana. La modificación de ciertos hábitos y actitudes de pensamiento se sitúa en el interior del propio cristianismo. La Compañía de Jesús es atacada, perseguida y finalmente expulsada de los países católicos de occidente y suprimida

39

Los signos disonantes en que tanto insisten algunos no pueden prevalecer contra el testimonio unánime de un género de vida que se impone a las multitudes. Este cristianismo masivo puede ser de calidad muy desigual; a partir del momento en que los ritos y las observaciones religiosas resultan impuestos por el conformismo social, es imposible pronunciarse sobre la autenticidad de las demostraciones individuales. El principio cujus regio, ejus religio, que terminó prevaleciendo en el siglo xvi en el terreno alemán, sigue teóricamente determinando en el espacio germánico a la religión de los subditos en función de la del príncipe. La iglesia establecida goza en todas partes de privilegios exorbitantes. En Inglaterra, un papista es un traidor en potencia, y en Francia un reformado no tiene existencia civil. El orden político y el orden religioso son estrechamente solidarios entre sí; los asuntos eclesiales son asuntos de estado; el orden religioso es un aspecto más del orden público; cualquier escándalo en este terreno tiene que ser reprimido por la fuerza pública, responsable del mantenimiento del orden. Esto no significa solamente que deben ser censurados y puestos en entredicho los libros peligrosos para la ortodoxia instituida, sino también que las decisiones de la jerarquía eclesiástica sobre las cuestiones que dividen a los fieles tienen el mismo valor ejecutorio que los decretos de la administración pública. El abogado parisino Barbier, espíritu ilustrado y buen observador de las realidades francesas, no puede admitir los desórdenes suscitados por los partidarios del jansenismo, condenado oficialmente por la bula Unigenitus: «Habría sido mejor, opina, no haber dado esa bula, tan inútil en sí misma; pero, como ha sido registrada en el parlamento y ha sido más o menos recibida de buena gana por la mayor parte de los obispos y de la Sorbona, como es absolutamente indiferente para el público y para el comercio que hayan sido justa o injustamente condenadas las ciento una proposiciones, había que apagar de todas formas esta

La conciencia cristiana

Ambigüedades de una descristianización

disputa y castigar con severidad y de la misma forma a los sujetos de ambos partidos que hubieran faltado contra ella».40 Cuando vuelve a brotar la discusión quince años más tarde, el mismo Barbier indica: «Para imponer silencio al mismo tiempo a los dos partidos, habría que desterrar a la vez a los obispos, párrocos y demás personas que sean violentos molinistas, y por otra parte a los obispos, sacerdotes y consejeros del parlamento que sean jansenistas avanzados y agentes de partido; con esto se tranquilizarían las personas de paz».41

del orden religioso. Pero en la Europa del siglo XVIII, lo espiritual y lo profano seguían siendo inseparables y sus intereses andaban mezclados. La opinión francesa atribuye a Madame de Pompadour, aliada del duque de Choiseul y del «partido» de los filósofos, la responsabilidad de la expulsión de los jesuítas. La Pompadour murió en 1764 y su sucesión volvió a poner en cuestión la política religiosa. Los vencidos de ayer cobran nuevas esperanzas: «El reinado de Madame du Barry proporcionaría a los jesuítas una revancha inicial; el destierro de Choiseul y la supresión de los parlamentos fueron considerados por el partido devoto como el castigo por la expulsión de 1762, atribuyendo su mérito a la nueva dueña». En todo esto no hay nada que resulte chocante para las costumbres de la época: «La presentación de la favorita en la corte (febrero de 1769) fue saludada por el clero de París como la señal de una nueva orientación de la política interior; según decían, es hoy cuando ha tenido lugar la presentación de la nueva Ester, que ha de sustituir a Aman para sacar al pueblo judío de la opresión».42

40

El abogado Barbier no es ni un iletrado ni un imbécil. Pero no le entra en la cabeza que estas disputas teológicas son también problemas de conciencia y que hay que respetar las convicciones de todo el mundo. La conformidad religiosa es de orden público; cualquier falta contra la fórmula oficial de la religión toma el sentido de una oposición política. Por eso, a través de toda la Europa católica, en Francia, y especialmente en Italia, el jansenismo, vacío de su sustancia teológica, revestirá el significado de un liberalismo opuesto al absolutismo monárquico. La politización de lo religioso es también sensible en Inglaterra, en donde el episcopado, que ocupa 24 asientos en la cámara de los lores, representa para el gobierno un apoyo interesante; el poder se preocupará de promocionar a los obispos para pagar su fidelidad política. En la Alemania protestante, la administración eclesiástica constituye una sección especializada de la administración general. Esta situación corre el peligro de ser mal comprendida por los modernos, habituados a la autonomía más o menos completa 40 Chronique de la Régeme et du régne de Louis XV (1718-1763) o Journal de BARBIER, edición de 1857, en noviembre de 1937, I I I , 416, citado en M. ROUSTAN, Les philosophes et la société francaise au XVIII' siécle. Lyon 1906, 301.

"

BARBIER, Journal, mayo de 1752, V, 224, en M. ROUSTAN, O. C,

302; cf. las reflexiones de Barbier a propósito del escándalo suscitado por las tesis del abate de Prades, uno de los colaboradores de la Enciclopedia (enero de 1752, V, 148; en ROUSTAN, O. C, 301): «Hay que confesar que semejantes proposiciones son demasiado finas y delicadas y que la buena educación no debería admitir todas estas disputas de escuela, basadas en distinciones y en interpretaciones de los pasajes délas escrituras».

41

Los signos de descristianización no conciernen más que a una porción estadísticamente despreciable de la población europea. Pero este estatuto de unanimidad impide al observador forjarse una idea concreta de la autenticidad de las actitudes personales. Según un historiador anglosajón, que estudió particularmente la vida religiosa en una provincia francesa, «uno siente la tentación de preguntarse: ¿en qué medida la masa de la población celebra el don de la gracia sacramental y en qué medida no hace más que abandonarse a su gusto por la pompa cívica y por las festividades íntimas? No es posible dar una respuesta satisfactoria a estas preguntas, ya que se trata de una sociedad en donde lo espiritual y lo temporal se encontraban tan estrechamente asociados y en donde la imaginación general ni siquiera concebía la posibilidad de disociarlos. En virtud de toda la legislación existente, 'feligrés' y 'ciudadano' eran sinónimos... Es difícil encontrar criterios para valorar la vida religiosa de la gente ordinaria, que seguía en su vida cotidiana el ciclo del calendario eclesiástico de una forma tan automática como se levantaba por la mañana al 42

M. ROUSTAN, O. C, 122.

La conciencia cristiana

Ambigüedades de una descristianización

sonido de la campana catedralicia o se cambiaba de ropa de invierno y ropa de verano por pascua y por Todos los Santos...».43

total del cristianismo que rechace las simplificaciones, tiene que dar razón, por lo menos a partir del siglo xvm, de dos curvas que se entrecruzan continuamente. Una sube y otra baja. La primera expresa una religión cualitativa y la segunda una adhesión cuantitativa; la primera traduce la fidelidad a un mensaje evangélico cada vez mejor comprendido, la segunda revela un conformismo que se hunde a medida que se va transformando la civilización».45

42

El observador puede señalar la decadencia de ciertas formas de devoción, pero la verdad es que hay otras nuevas que las sustituyen. La religión, una parte más de la decoración de la existencia, se afirma en cada esquina de la calle y figura en las paredes de las casas particulares bajo la forma de emblemas familiares. Resulta entonces difícil apreciar la dosis de la impiedad o de la piedad popular. En 1731, el asunto de los convulsionarios del cementerio de San Medardo apasiona a todo París; en 1757, un canónigo de la catedral de Angers abrió en aquel edificio una tumba olvidada, corrió el rumor de que aquel sepulcro era el de un santo y corrió la muchedumbre en busca de reliquias. El 8 de febrero y el 8 de marzo de 1750 se sintieron en Londres algunas ligeras sacudidas sísmicas; se extendió el rumor de que el 8 de abril habría un terrible cataclismo; la población abandonó en masa la ciudad amenazada. Hume refiere en su correspondencia que el obispo de Londres publicó entonces una pastoral recomendando las mejores «pildoras contra los temblores de tierra (earthquake pills): el ayuno, la oración, el arrepentimiento y la mortificación». Aquella pastoral obtuvo un éxito enorme y el filósofo añade, no sin cierta ironía, que el editor de sus Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano juzgó más prudente retrasar la salida de una reedición, que habría caído mal en aquellos momentos.44

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En el siglo de las luces, la fe de los fieles gana en inteligencia y en fervor; pero los cristianos consuetudinarios van siendo cada vez menos numerosos. El cristianismo sigue predominando en las ideas y en las costumbres. Los vencedores de la Bastilla no eran ateos; subieron en procesión a Santa Genoveva. «Había por las calles las mismas colgaduras y las mismas flores que antaño, el incienso se elevaba por los aires y subía hasta el cielo mezclado con las plegarias. El 31 de mayo de 1793, en el barrio de las Halles, los parisinos arrodillados inclinaban sus frentes bajo la bendición de los sacerdotes constitucionales, mientras que el sagrado cortejo desfilaba con los esplendores acostumbrados. Aquel mismo día fue invadida la asamblea, y Robespierre, tras una larga requisitoria, proponía el arresto de los girondinos, que serían ejecutados poco después. Empezaba el Terror, pero el pueblo seguía celebrando sus fiestas religiosas según los ritos de los siglos crisnanísimos».

El fervor de las masas permanece casi intacto en el siglo xvni; las poblaciones, que seguían siendo en su mayor parte iletradas, no recibían más instrucción que el catecismo, y no se comprende en nombre de qué podrían haber discutido aquella única enseñanza. Se mantiene la religión más vulgar; la que se transforma es la religión de los ilustrados. Un historiador reciente, después de haber pasado revista a los datos estadísticos relativos a la práctica religiosa, subraya el hecho esencial: «Una historia 43 J. MCMANNERS, Vrench ecclesiastical society under the Ancien Régeme. A study of Angers in the 18th century. Manchester University Press 1960, 19.

"

J. DELUMEAU, O. C,

307.

45

Cf. P. GAY, The Enlightenment; an Interpretation, o. c, 253-354.

44

M.

ROUSTAN, o. c,

408.

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El nuevo espíritu religioso

Si queremos iluminar la autenticidad religiosa del siglo xvm, será en el interior del terreno cristiano donde habrá que buscar los signos de renovación o de diferencia. Esta investigación tiene que trasladarse del orden sociológico, casi sin explorar, al terreno de la religión como conciencia individual y como experiencia vivida. Hay nuevos valores y nuevas actitudes que se van afirmando tanto en lo que se refiere a la reflexión intelectual como en lo que atañe a la orientación de la piedad. Hay ciertos cambios que afectan a la relación de los hombres con Dios, signos de una fidelidad viva que no se contenta con repetir los módulos estereotipados, las liturgias y las devociones esclerotizadas, heredadas del pasado. El radicalismo de algunos espíritus fuertes, comprometidos en la cruzada anticristiana, se cree que corresponde a la opinión media de los espíritus ilustrados. De ahí una concepción maniquea que opone a los «filósofos», hombres de tolerancia y de progreso, encarnación de las fuerzas del bien, a los campeones oscurantistas de una fe reaccionaria y caduca, en quienes se afirma el espíritu del mal. Pero este esquema no corresponde a la realidad histórica; en esta cuestión el partido filosófico predomina quizás en intolerancia, en sectarismo y en dogmatismo, y

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quizás en mala fe, sobre el partido clerical. La cultura francesa del siglo x v m no queda resumida en las figuras de Voltaire, de Holbach, de Diderot y de d'Alembert, ni en el personaje simbólico del cura Meslier, a los que se presenta de ordinario en las escuelas de niños como campeones sin miedo y sin tacha de la buena causa laica y republicana, a pesar de las persecuciones que les valió su animosa atividad. Voltaire, Holbach, Diderot y d'Alembert, que supieron aprovecharse del régimen establecido, no vacilaban ni mucho menos ante la posibilidad que se les ofrecía de recurrir al brazo secular para que censurasen o encarcelasen a sus adversarios, como la Baumelle, Fréron, etcétera, a quienes calumniaban cuanto podían.

prevalece en Francia. La renovación del espíritu puede realizarse allí sin romper abiertamente con la creencia tradicional, lo cual hará de la Europa protestante el lugar de origen o la fuente de desarrollo de los nuevos valores religiosos. Leslie Stephen, autor de la History of the english thought in the 18th century, cuenta que su proyecto inicial no era el de presentar una historia general del pensamiento británico en el siglo xvni; deseaba limitarse al terreno del pensamiento religioso; pero se dio cuenta de que este pensamiento se prolongaba en el conjunto del espacio cultural. «He intentado, escribe, indicar la aplicación de los principios admitidos en filosofía y en teología a las cuestiones morales y prácticas, y su proyección en la literatura de imaginación contemporánea».3 El pensamiento religioso vivo no puede disociarse de las diversas formas de afirmación de la conciencia humana. «Esta obra, tal como es, concluye el autor, ha adquirido tales dimensiones que me he sentido incapaz de caracterizarla de manera suficiente y satisfactoria con un título distinto del que le he dado, a pesar de su ambición».4

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Albert Monod reconocía en 1916: «El siglo xvm es el gran siglo anticristiano. Hasta ahora solamente ha sido estudiado a través de los filósofos. Sabido es que de las luchas entre jansenistas y ultramontanos nació una abundante literatura de controversias; se ignora generalmente al enemigo común».1 Más recientemente, un historiador anglosajón observaba: «El pensamiento de la época de las luces, más que el de cualquier otra época de la misma importancia en la historia moderna, ha sido estudiado principalmente a través de unos escritos que no expresan más que un lado de la cuestión».2 Los grandes escritores y los espíritus más originales se encontraban todos del mismo lado; la literatura apologética recogida por A. Monod y por R. R. Palmer resulta actualmente ilegible; sin embargo, la verdad es que entonces se leyó. Además, se olvida demasiadas veces, en Francia, que el campo de los defensores del cristianismo cuenta con un gran espíritu y un escritor genial, Jean-Jacques Rousseau, al que de ordinario se margina en este aspecto por no ser católico y porque demuestra una libertad de espíritu que los historiadores formados en una atmósfera católica juzgan incompatible con el cristianismo. El ciudadano de Ginebra pertenece a la otra Europa, cuyo espacio espiritual no está regido por la alternativa maniquea que ; ' 1

A. MONOD, O. c,

1.

R. R. PALMER, Catholics and Unbelievers in 18tb Century France. Princeton University Press 1939, 7,

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El gran eje religioso atraviesa de parte a parte la cultura británica; Newton y Locke, los inspiradores de la ciencia físicomatemática y de la ciencia del hombre, pertenecen ambos a la historia del pensamiento religioso. La controversia deísta moviliza a todos los animadores de la conciencia británica en un sentido o en otro, sin poner en causa al propio cristianismo, cuya validez es reconocida por unos y por otros. La existencia del catolicismo proporciona a los no católicos una bonita excusa; cuando se trata de denunciar los abusos y perversiones de la religión auténtica, siempre cabe el recurso de atacar al papismo, amansando de esta forma la susceptibilidad de los defensores de la iglesia establecida. Una situación por el estilo es la que se da en la Alemania protestante. Emmanuel Hirsch, autor de una considerable Historia de la teología evangélica moderna en su relación con los movimientos generales del pensamiento europeo, para situar las corrientes de la conciencia protestante, evoca la evolución de la 3

L. STEPHEN, O. C, I, VIII.

4

Ibid., IX.

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filosofía occidental en su conjunto.5 Nos cuesta trabajo imaginarnos una historia de la teología católica, concebida dentro del mismo espíritu; ésta, en vez de ir simpatizando a través de los tiempos con el espíritu contemporáneo, parece mostrarse deseosa de apartarse, de encerrarse dentro de sus propias certezas, lanzando el anatema contra las diversas expresiones de la conciencia profana. Ocurre como si la diversidad de denominaciones religiosas se tradujese, a nivel de la conciencia, en un dualismo de lo cerrado y lo abierto, que supone en las regiones católicas un bloqueo de la afirmación de la fe; ésta, condenada a mantenerse en una actitud defensiva, no podrá asumir un rostro conforme con la renovación de los valores.

basta para conjurar la tentación del espíritu científico; la física matemática tiene que refugiarse en la clandestinidad y en la ilegalidad hasta finales del siglo xvin. Cuando sus consejeros eclesiásticos pusieron al rey de Francia en guardia contra el movimiento jansenista, éste obtuvo de su iglesia, y luego de Roma, las medidas necesarias para poner fin a aquellas tendencias subversivas. La bula Unigénitas, de 1713, acabaría con las últimas resistencias. La desviación molinosista es tratada en Roma de la misma manera; Molinos, después de haber reconocido sus errores y los escándalos de su vida, fue condenado en 1687 y murió en la cárcel nueve años más tarde. Fénelon, arzobispo de Cambrai, pareció que renovaba la herejía de Molinos en su Explicaüon des máximes des Saints (1697); el libro fue condenado en 1699, Fénelon tuvo que abjurar de su quietismo y sufrió en su diócesis un destierro que duró hasta su muerte en 1715.

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Teniendo en cuenta esta diferencia de terreno, el cristianismo europeo del siglo x v m posee ciertos caracteres comunes, de los que el más evidente es que ha dejado de ser un cristianismo triunfante. Las jerarquías eclesiásticas, aliadas con los poderes políticos, conservan todavía un dominio muy fuerte sobre las masas cuya gestión espiritual aseguran gracias a la administración de los sacramentos. Pero esta soberanía totalitaria se ve en crisis debido a un profundizamiento interior de la conciencia cristiana, tanto en el orden de la reflexión como en el orden de la fe, entre los individuos de mayor cultura. Aunque domina sociológicamente, el cristianismo va dejando de ser poco a poco lo que antes era, en el secreto de los corazones y de las conciencias, para una minoría ilustrada. Las religiones del siglo xvn viven bajo el régimen del espíritu de la ortodoxia. La autoridad jerárquica decide de lo verdadero y de lo falso; determina de forma soberana las obligaciones impuestas a los fieles, so pena de sanciones graves y a veces capitales, cuya ejecución será asegurada por el poder civil. Esta estructura absolutista se advierte de forma especial en el caso de la iglesia romana, en la que reina el espíritu del concilio de Trento y que se defiende a base de anatemas contra las amenazas reales o supuestas. La condenación de Galileo en 1633 5 E. HIRSCH, Geschichte der neuern evangelischen Theologie im Zu sammenhang mit den allgemeinen Bewegungen des europáischen Denkens. Bertelsmann Verlag, Gütersloh 1949 s.

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El papa de Roma, que tiene las llaves del cielo, ha de tener siempre en todo la última palabra. Roma locula, causa finita. Esta política de la íuetza encuentra su campeón en la persona de Bossuet, hombre de todas las intransigencias, que combate en todos los frentes y no deja de actuar hasta que logra aplastar al adversario. La revocación del edicto de Nantes por Luis XIV en 1685 es el símbolo de este absolutismo; de un plumazo, y para la mayor gloria de Dios, una gran parte de la población francesa queda despojada de su identidad cristiana. Surgirán protestas en los países no católicos, pero la opinión francesa aprueba y se calla. Y Roma entona un Te Deum, Fuera del ámbito de Roma, las otras denominaciones cristianas adoptan de buena gana una actitud autoritaria en materia de religión, imponiendo también a los fieles unas conformidades obligatorias. En 1619, el sínodo reformado de Dordrecht, en los Países Bajos, decide en favor de los ortodoxos el debate sobre la predestinación. Los pastores arminianos, más liberales, tienen que sufrir el destierro durante varios años. En Inglaterra, durante todo aquel siglo, las diversas confesiones se entregan a luchas sangrientas por el poder; los vencidos pasan a ser ciudadanos de segunda clase. En los diversos estados alemanes existe también de hecho, en diferentes grados, un césareopapismo. El dogmatismo religioso no vacila lo más mínimo en hacer causa

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común con el poder político para asegurar su dominio sobre las almas.

rato eclesiástico, que tiene la misión de transmitir a los hombres las exigencias divinas. La disciplina externa, la obediencia, no debería estar nunca separada de la convicción plena y entera. El siglo x v m no careció de grandes figuras religiosas, cuya profesión de fe seguía siendo la expresión de una fe auténtica. Bossuet fue uno de esos hombres; pero resulta que la fe no está de acuerdo con la profesión de fe impuesta por la autoridad, y surge entonces el drama de los jansenistas. Pascal se reserva el derecho de apelar del juicio de Roma al tribunal de Cristo. Y resulta también a veces que la profesión de fe no es más que un vano simulacro que dispensa de la fe.

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Este dogmatismo no encontró oposición alguna durante la mayor parte del siglo xvn, pero pronto se hicieron sentir algunos síntomas de cambio; el integrista Bossuet se preocupaba ya por las repercusiones de la nueva filosofía en la fe tradicional. Creía haber encontrado en el pensamiento de Descartes un apoyo para la apologética de la iglesia, pero pronto se dio cuenta de los nuevos signos de los tiempos. Y anuncia: «Veo que se está preparando un gran combate contra la iglesia bajo el nombre de la filosofía cartesiana..., porque con el pretexto de que no hay que admitir más que lo que se entiende con claridad —lo cual, reducido a ciertos límites, es muy verdadero— todos se toman la libertad de decir: 'y° entiendo esto y no entiendo aquello'; y sólo con este fundamento aprueban o rechazan lo que les gusta... Bajo este pretexto se introduce una libertad de juicio que hace avanzar temerariamente, sin consideración alguna con la tradición, todo lo que uno piensa...». 6 Denunciando este peligro inminente, Bossuet saluda al siglo nuevo en el que se realizará el desanquilosamiento de la verdad religiosa. Esta no se reducirá ya a un formulario impuesto a cada individuo por el azar geográfico de su nacimiento. El espíritu de ortodoxia implica la subordinación de la conciencia individual a la tradición, mantenida por la autoridad eclesiástica con la colaboración del poder civil. Hasta el siglo xvm, la religión se presenta como un presupuesto del ambiente social, como una fórmula de vida a la que hay que respetar sin más por parte de los miembros de tal o cual comunidad concreta. Montaigne no ve razón alguna para no seguir la religión de su nodriza, y Descartes se acoge a la de su rey. Semejante fidelidad extrínseca permanece sujeta a caución y el propio catolicismo, en principio, pide mucho más, ya que concibe a la fe con toda su autenticidad, como una adhesión íntima y una consagración de la vida personal a las normas de espiritualidad difundidas por el apa6 Carta a un discípulo del P. Malebranche (M. d'Allemans), 21 de mayo de 1687, en BOSSUET, Correspondance, ed. Urbain et Levesque, Hachette 1910, III, 372-373.

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Hasta el siglo xvn, pudo mantenerse el equilibrio, como regla general, entre la exigencia de las aspiraciones íntimas y la presión impuesta por la pertenencia a una organización eclesiástica. Las excepciones suscitaban ciertas medidas represivas que aseguraban más o menos bien la vuelta al orden; el no-conformista se veía obligado a entrar en vereda o, en todo caso, a callarse y a marcharse a veces. Este sistema funcionará, en el siglo xvm, cada vez peor; se irán concretando aquellas amenazas que vislumbraba Bossuet, y los medios que empleaba eficazmente el obispo de Meaux no bastarán ya para conjurar los signos de inconformismo que se multiplicaban por todas partes. La autoridad eclesiástica, a pesar de la ayuda del poder político, no logra hacerse dueña de una situación que se le escapa. Los gritos de alarma de los dirigentes de las iglesias establecidas, sus precauciones frente a lo que consideran como una descristianización general, son síntomas del retroceso general de las ortodoxias. En la cristiandad tradicional, la institución eclesiástica era el lugar de la relación del hombre con Dios, que tenía que llevarse a cabo siguiendo el camino obligado del orden jerárquico. La iglesia, medio de acceso a la trascendencia, se había convertido en un fin en sí; se había sacralizado a sí misma, identificándose con la realidad divina; era imposible distinguir el servicio a Dios del servicio a la iglesia. El clericalismo es una tentación continua para los que poseen un poder sacramental, que confunden de buena gana sus deseos y sus ambiciones con los caminos de la divinidad. La reforma de Lutero, después de otras muchas tentativas fracasadas, había afirmado la necesidad de una bus-

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queda de Dios fuera del aparato eclesiástico esclerotizado, que constituía un obstáculo a todo encuentro auténtico del fiel con la divinidad. Pero Lutero y los demás reformadores habían caído a su vez en la misma dificultad que atacaban en el catolicismo: la inspiración, para subsistir, degenera en institución, en virtud de una inevitable degradación de la fidelidad religiosa. Las iglesias nacidas de la reforma habían formulado por su cuenta nuevos conformismos teológicos y, para hacer prevalecer su soberanía dentro de su esfera de influencia, habían establecido fructuosas alianzas con los poderes temporales.

Si ciertos individuos como Voltaire y Condorcet, campeones del espíritu crítico en la línea de Bayle y de la tolerancia, se interesaron tan seriamente por Pascal y dialogaron con él, es porque reconocían en él al testigo de una autenticidad cristiana, en los antípodas de su propio pensamiento; se sentían atraídos por ese hechizo que ejercen uno sobre otro los extremos opuestos. Pascal representa al cristiano en estado puro, sin adulteraciones eclesiásticas; su experiencia está emparentada con la experiencia pietista, una de las formas maestras de la espiritualidad del siglo XVIII.

El cristianismo, que comienza con la afirmación de la libertad gloriosa de los hijos de Dios, se había atascado en las argumentaciones teológicas, los formularios eclesiásticos y las sutilezas del derecho canónico. Si los contemporáneos de la reforma habían podido esperar que las iglesias nuevas se verían libres de los defectos de la iglesia tradicional, esa esperanza había desaparecido al cabo de siglo y medio. La reforma no se había hecho; estará haciéndose siempre: ecclesia reformata semper reformártela. La autenticidad cristiana tiene que ir conquistándose continuamente, a costa de un combate y de un esfuerzo por subir la cuesta del costumbrismo sacramental y del sopor dogmático. Pascal había cosido en sus vestidos el famoso Memorial, como un toque de atención contra la tentación constante de olvidar que la relación con Dios debe prevalecer sobre todas las demás relaciones de la vida del cristiano. Combatía a su manera contra la alienación eclesiástica de la fe. Otros, como Bayle por ejemplo, o como Locke, reaccionaban contra la alienación teológica de la razón: los teólogos jugaban con una razón de iglesia tan funesta como la razón de estado, que —con el pretexto de obediencia a Dios— impone el respeto a intereses demasiado humanos. Una teología que justifica la revocación del edicto de Nantes no proclama la verdad de Dios.

Si se admite que la preocupación religiosa constituye, tanto para Pascal como para Bayle, el núcleo de todo pensamiento, no se extrañará uno de que cierto historiador haya podido declarar: «El cristianismo condiciona el curso de la filosofía del siglo XVIII en su conjunto».7 La apologética se desarrolla en el sentido del pro y el contra. La relación con Dios, en ambos casos, sigue siendo el objeto principal, el meollo del pensamiento. La crítica de alguna de las formas de cristianismo no es ni mucho menos un testimonio de irreligión. El que ataca las adulteraciones y los abusos, el que denuncia las mistificaciones y los absurdos eclesiásticos, incurre ante los mantenedores del orden establecido en la acusación de ateísmo. Algunos espíritus como John Toland y Anthony Collins, partidarios de un cristianismo razonable, han sido denunciados como ateos por sus adversarios. Samuel Reimarus, profesor de Hamburgo, cuyos fragmentos postumos fueron publicados por Lessing en los años 1774-1778 con el título de Fragmentos de un anónimo, incurrió en esta misma acusación por parte de ciertos campeones de la ortodoxia luterana. Pues bien, el manuscrito de Reimarus se titulaba Apología para los adoradores racionales de Dios; no se trataba, ni mucho menos, de negar la existencia de Dios, sino de buscar los caminos de un culto razonable, en espíritu y en verdad, de los que se habían desviado los cristianos. Reimarus no es más ateo que Spinoza, otro de los que habían permanecido mucho tiempo bajo la execración de Ja gente bien. Lessing se inspira en una espirituali-

Pascal y Bayle eran herejes, sospechosos cada uno de ellos para sus ortodoxias respectivas. Pascal fue considerado a veces como un escéptico por no admitir la soberanía de la razón; por ese mismo motivo, Bayle pasó por ser un apologista del agnosticismo, si no del ateísmo. Pero Pascal y Bayle representan unos valores cristianos que se fueron afirmando durante el siglo XVIII.

R. P. PALMER, Catholics and Unbelievers in 18tb Century Frunce. Princeton University Press 1939, 136.

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dad análoga; el cristianismo no tiene a sus ojos una validez absoluta, sino que constituye una encarnación histórica de la religión universal.

de recentramiento de la vida religiosa; ya no es lo que había sido desde siempre, y esto hace pensar que está en vías de desaparición. De aquí esa impresión de extrañeza y de malestar para algunos, llenos de angustia ante una realidad que contradice sus hábitos más queridos. El presidente de Brosses, en Roma, tiene la impresión de que el catolicismo está a punto de morir por consunción; y Winckelmann, que a pesar de todo se convirtió para poder vivir entre los tesoros de la antigüedad, comparte a veces este sentimiento,8 que es también el de los pensadores radicales, sensibles a todos los signos de debilidad que atestiguan que al «infame» le queda ya poco tiempo de vida. Voltaire solo, sin otra ayuda, es capaz de hacer retroceder las fuerzas oscuras que han promovido la condenación del desventurado Calas y de imponer su rehabilitación. El mismo Voltaire puede impunemente dedicar al papa de Roma una tragedia titulada Mahomet, en donde predica la tolerancia, sin atraer sobre su cabeza más que complacidas enhorabuenas. ¡Cuánto han cambiado los tiempos!

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Estas acusaciones de ateísmo son características de un nuevo aspecto de la situación espiritual. En adelante, será ya posible pensar fuera de los marcos de tal o cual religión establecida; cabe manifestar expresamente ciertas reservas sobre tal o cual dogma de la iglesia anglicana o de la iglesia luterana; se puede criticar en la Enciclopedia o en el Diccionario filosófico ciertos aspectos del catolicismo. Sigue habiendo riesgos todavía, pero no tan graves como en las épocas anteriores; las polémicas han sustituido a las guerras de religión, de las que representan una forma considerable atenuada. Empieza a prevalecer la idea de que la religión no puede identificarse con la profesión de fe ni con la estructura eclesiástica vigente en un país determinado. Ya la reforma había relativizado al cristianismo pluralizándolo; en el siglo xvni, los progresos de la información en materia de geografía cultural y de historia de las civilizaciones introducen en las costumbres intelectuales un ensanchamiento del espacio religioso, en cuyo seno el cristianismo pierde su monopolio y se convierte en una religión entre otras varias. En adelante, la palabra «religión» admite el plural: una idea ante la que retrocedían anteriormente la mayoría de los espíritus decentes. Y la diversidad de religiones está pidiendo una unidad más amplia, en cuyo seno el cristianismo tiene que aceptar la confrontación con modalidades diferentes de la relación con Dios a través del mundo. Todas las confesiones, afectadas por una especie de desinstalación, encuentran el terreno resbaladizo en este nuevo espacio, en cuyo seno no pueden ya disfrutar de sus seguridades familiares.

No son nuevas estas ideas; se iban afirmando ya en las reflexiones de ciertos espíritus del renacimiento: Nicolás de Cusa, Guillaume Postel, Jean Bodin...; pero habían sido el secreto de estas personalidades excepcionales. En el siglo de las luces no se trata ya de especular sobre el futuro, sino de comprobar un estado de hecho. El joven Turgot llevó la sotana en la Sorbona hasta 1750; renunció a ella sin romper abiertamente con el estado eclesiástico. Destinado a elevadas funciones administrativas y políticas, este amigo de los enciclopedistas y de los fisiócratas no es ni un fanático ni un rebelde. El juicio que da sobre el cristianismo es sumamente significativo: «Reconozco el bien que el cristianismo ha hecho al mundo, pero el mayor de esos beneficios ha sido el de haber iluminado y protegido a la religión na-

El sentido de este cambio no está inmediatamente claro. Ni los defensores del orden establecido en materia eclesiástica ni sus adversarios se dan cuenta de antemano del conjunto del fenómeno. Unos y otros reaccionan confusamente, a propósito de incidentes locales, cuyas consecuencias no acaban de medir. Lo que los contemporáneos, y tras ellos los historiadores, consideran como la subida de la irreligión o el progreso de la descristianización corresponde a un complejo proceso de descentramiento y

8 Cf. C H . DE BROSSES, Lettres familiéres sur l'ltdíe (1739-1740), ed. Y. Bezard, II. Didot 1931, 149: «Si se va perdiendo cada vez más el crédito del pontífice, es porque también se va perdiendo la manera de pensar que lo hizo nacer... Fijémonos en la diferencia sobre este artículo entre Jos tiempos de Enrique IV y los nuestros». Winckelmann escribe en 1760 que «el dominio de los sacerdotes va disminuyendo por todas partes; comienza ya su caída y su desaparición». En esta misma época, el estadista napolitano Tanucci anuncia la disolución de la iglesia3 católica (cf. C. JUSTI, Winckelmann und seine Zeitgenossen. Leipzig 1923, III, 17).

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tural. Por otra parte, la mayoría de los cristianos sostiene que el cristianismo no es el catolicismo; y los más ilustrados, los mejores católicos, sostienen que menos aún es la intolerancia. En esto están de acuerdo con todas las demás sectas verdaderamente cristianas, ya que los signos más característicos del cristianismo son y tienen que ser la mansedumbre y la caridad».9

los demás hombres sería aquí imposible, y el sacrificio de su verdadero interés sería un crimen. El estado, la sociedad, los hombres en grupo, no significan nada respecto a la elección de una religión; no tienen derecho a adoptar una de ellas arbitrariamente, ya que una religión está basada en una convicción. Por tanto, una religión no es dominante más que de hecho, no de derecho».12 Turgot, después de haber desechado a la irreligión y a la superstición fanática, se pronuncia en favor de la religión natural, la que favorece a la concordia en todos los terrenos: «La religión natural, debidamente sistematizada y acompañada de un culto, al defender menos terreno, ¿no resultaría también más inatacable?».13

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Cincuenta años después de la muerte de Bossuet, portavoz del absolutismo religioso, se encuentra relativizada la idea misma de religión. Ninguna confesión puede pretender imponerse a todos los espíritus por la fuerza de la autoridad; ante la posible pluralidad de opciones, le toca a cada individuo decidir en lo que le atañe. «Los hombres pueden juzgar de la verdad de la religión, escribe Turgot, y precisamente por eso no son los otros los que tienen que juzgar por ellos, ya que las cuentas se le presentarán a cada uno; por otro lado, en todo caso, si alguno pudiera juzgar por otros, ¿acaso habrían de ser los príncipes?; ¿sabía más de todo esto Luis XIV que Leclerc o Grotius?».10 El estado no debe conceder sus privilegios a ninguna religión particular; y mucho menos tiene derecho a imponer a los ciudadanos tal o cual forma particular de culto: «Exactamente hablando, ninguna religión tiene derecho a exigir más protección que la libertad; pero pierde sus derechos a esa libertad cuando sus dogmas o su culto son contrarios al interés del estado».11 Los valores se han trastrocado por completo; todas las religiones sin discriminación quedan sometidas a la condición restrictiva del orden público.

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La reorganización del espacio religioso está inspirada en los principios ya desarrollados por Bayle y por Locke. Lo más curioso es que, sin darse cuenta de ello, Turgot, partiendo del catolicismo, llega a preconizar un estatuto que corresponde a las exigencias de un protestantismo liberal, el mismo que Rousseau propondrá en la profesión de fe de su poco católico vicario. Este protestantismo liberal, que cobraba fuerzas en Bayle y en Locke, y que se encontrará en el pensamiento religioso de Kant, corresponde a un punto medio en la evolución de los valores confesionales en el siglo de las luces. Los observadores católicos del siglo XVIII y los historiadores franceses posteriores no han sabido reconocerlo: se trataba en aquel caso de una forma de religión que ignoraban y que correspondía quizá, a sus ojos, a la designación de una religión digna de ese nombre.

Más aún, el análisis de Turgot, al separar a las iglesias del estado, separa al individuo de la iglesia en el mismo momento en que decide por su cuenta la actitud que va a tomar. Si la Aufklarung, según Kant, es la situación de un espíritu que ha alcanzado la mayoría de edad, la emancipación se extiende también a la elección de una confesión: «El interés de cada individuo es independiente en relación con la salvación; en su conciencia no tiene más que a Dios como testigo y como juez... La ayuda de

El hecho de que Turgot haya podido concebir estas ideas demuestra la transformación del clima intelectual en la esfera de influencia católica, al menos en lo que se refiere a los espíritus ilustrados. El integrismo no tiene ya fuerzas para hacer prevalecer su fuerza; a pesar de las censuras persistentes, pero impotentes, el espíritu de ortodoxia queda reducido a una defensiva sin muchas esperanzas. La Enciclopedia fue víctima de toda clase

' Deuxiéme lettre a grand Vicaire sur la Tolérance (1754), en Oeuvres, ed. Schelle. Alean 1913, I, 425. ,0 lbíd., 413. " Premiére lettre a un grand Vicaire (1753): lbíd., 387.

'- lbíd., 388. 13 lbíd., 391; pueden relacionarse estas ideas de Turgot con la opinión de ROUSSEAU sobre la «religión civil», al final del Contrato social, 1. IV, c. VIII.

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de persecuciones, pero la empresa pudo llegar a buen fin. Y los 4.000 suscriptores de la edición original, lo mismo que los numerosos compradores de sus reediciones, pudieron leer, además de otras condenaciones del clericalismo, la que figura en el artículo Population, bajo la pluma de Damilaville: «Ese ansia de reducir a todos los hombres a una misma fórmula religiosa y obligarles a pensar todos lo mismo... es un azote cuyos horrores no experimentó la humanidad en el paganismo... Este despotismo espiritual que pretende sujetar hasta el pensamiento bajo su cetro de hierro tiene que tener todavía el terrible efecto de producir a la larga el despotismo civil. El que cree que puede forzar las conciencias, no tarda en convencerse de que lo puede todo. Los hombres están demasiado inclinados a aumentar la autoridad que tienen sobre los otros; y ansian demasiado igualarse con los que creen que están por encima de ellos para resistir el ejemplo que les da el fanatismo en nombre de la divinidad».

Este nuevo espíritu religioso anima en el fondo los grandes debates del siglo; está ya presente en el enfremamiento entre Leibniz y Bossuet, cuando el pensador alemán sostenía las tesis de un pluralismo confesional y del respeto a las conciencias frente al monolitismo granítico del obispo de Meaux, empeñado en mantener la inmutable divinidad del dogma católico. Leibniz es uno de los maestros del pensar del siglo de las luces, en el que Bossuet se queda sin discípulos, incluso entre los defensores de las iglesias establecidas, obligadas a toda clase de concesiones. El antiguo régimen confesional se ve afectado de consunción interna mucho antes de la revolución francesa.

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El despotismo civil y el despotismo religioso se alian fácilmente en una política en la que la autoridad establecida reivindica una soberanía de derecho divino, fuera de todo arbitraje racional. Pues bien, el absolutismo confesional es contrario al derecho natural. «La naturaleza, sigue escribiendo Damilaville, no ha grabado más que un culto en el fondo de los corazones»; el espíritu de ortodoxia rompe la unidad humana. Los hombres «levantan entre sí unas barreras que todos los esfuerzos de la razón no pueden destruir. Se diría que no son ya seres de una misma especie ni habitantes de un mismo globo. Cada culto, cada secta forma un pueblo aparte, que no se mezcla con los demás...» Se puede ver en la Enciclopedia una suma del ateísmo. Pero el anticlericalismo, el liberalismo en materia confesional no pueden considerarse igual al ateísmo propiamente dicho. La Enciclopedia no ha sido redactada por ateos para otros ateos; es más legítimo ver en ella una expresión de ese nuevo espíritu religioso que prevalece en Europa occidental y que se impone también a la oponión ilustrada en Francia, en donde un Voltaire, un Turgot o un d'Alembert no pueden ser catalogados como ateos, a pesar de sus sospechas en contra de las iglesias establecidas, a las que reprochan, y con razón, que abusan de las masas y que utilizan lo espiritual para fines temporales.

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La religión tradicional imponía una armadura rígida a todas las existencias indistintamente; realizaba una síntesis del género de vida, fundamento de los valores más diversos. Las normas morales se definían por los mandamientos de Dios; si fallaba ese fundamento, el individuo no podía menos de caer en manos de todos los desórdenes, y esto convertía al ateo en un criminal en potencia, excluido del pacto social, según opina el propio tolerante Locke. Fianza de la obligación moral, la religión es también garantía del orden público; sólo Dios puede asegurar la autoridad de un régimen político, ya que todo poder viene de Dios (omnis potestas a Deo). Hobbes, a pesar de todas las sospechas que caían sobre él por materialista y ateo, asocia a la autoridad política con la autoridad religiosa, que la reviste de su trascendencia. Por tanto, se aplica una estilización religiosa uniforme a la vida moral y a la vida social, que parecen inconcebibles fuera de un control ejercido desde el punto de vista del absolutismo teológico. La religión orienta en el sentido de la historia, decidiendo el significado del pasado y el porvenir de la humanidad. Dicta los valores epistemológicos,, ya que el conocimiento humano no puede transgredir sin error y sin delito las indicaciones ofrecidas por la palabra de Dios. No es libre el juego de la inteligencia, y los tribunales eclesiásticos tienen la misión de llamar al orden a los temerarios que se fían de sus razonamientos y de sus cálculos más que de la revelación. Hasta el siglo xvn, el cristianismo se había impuesto umversalmente como una axiomática del pensamiento y de la acción para unos hombres que vivían en situación de cristiandad. Como

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escribía Faguet, «las diversas tendencias religiosas son las formas que iban tomando en los hombres las ideas fundamentales y los sentimientos profundos. En el seno del cristianismo en que vivían, pensaban todos ellos según su complexión íntima; y su pensamiento, en vez de convertirse en un sistema filosófico, tomaba como forma y como expresión una de las diversas interpretaciones del cristianismo que entonces existían».14 Es casi imposible para un hombre del siglo xx no referirse más o menos a una de las tendencias políticas dominantes; del mismo modo, antes del siglo xvin, un hombre no podía afirmar su identidad personal más que en función de unas referencias religiosas. La religión había proporcionado un fundamento a la inducción, un principio de orden en el mundo y en el hombre. San Agustín le pedía a Dios que asegurase y mantuviese la unidad de su personalidad, amenazada de dislocación, a partir del momento en que Dios dejase de concederle la garantía de su gracia. Bossuet no puede imaginarse que haya un vínculo social fuera de la obediencia a Dios; la política se deduce de la sagrada escritura. El cambio consiste en el descubrimiento de que el hombre y la sociedad, en ausencia de la contra-seguridad teológica, pueden mantenerse en virtud de un orden puramente humano. «A través del medio siglo transcurrido entre 1700 y 1750, resume Roger Mercier, la religión y la moral van ultimando la transformación que les llevó a situar al hombre en el centro en lugar de Dios».15 Los hombres de la ilustración experimentan la muerte de Dios: a sus ojos Dios está muerto, al menos el Dios de la religión tradicional. Dios ha muerto; pero el mundo, privado del sostén teológico, no por eso se hunde en una catástrofe sin precedentes. Los hombres siguen viviendo, y no faltan incluso buenas razones para pensar que son todavía más felices que antaño. Bayle había enunciado la aparentemente peligrosa paradoja de que podía concebirse una sociedad sin religión. El mismo Hobbes, espíritu valiente, no se habría atrevido a llegar a concebir un estado sin religión de estado. «No pondré ninguna dificultad, 14

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escribe Bayle, si se desea saber mi opinión sobre una posible sociedad de ateos; me parece que, en lo que se refiere a los costumbres y a las acciones civiles, sería muy parecida a una sociedad de paganos. Es cierto que habría en ella leyes muy severas, y muy bien ejecutadas, para el castigo de los criminales. Pero ¿es que no se necesitan en todas partes?».16 El temor del Señor no es necesariamente el comienzo de la sabiduría. Con referencia o sin referencia a Dios, es la organización jurídica, apoyada en el aparato represivo, lo que permite mantenerse a las sociedades. Por consiguiente, cabe la posibilidad de disociar a la comunidad social de la comunidad religiosa, a fin de evitar los abusos que acarrea el clericalismo. El orden político puede encontrar sus justificaciones según los principios de la religión universal y de la utilidad común; el pacto social se basa en una libre asociación con vistas al bien de todos. La tolerancia se dará por descontado cuando la religión pase del terreno público al terreno privado. Lo mismo que la cohesión social, la cohesión personal tiene que verse asegurada por nuevos medios. Agustín opinaba que, fuera de la invocación a Dios, su personalidad caería en pedazos. La psicología y la moral del siglo xviu emprenden una nueva búsqueda a fin de asegurar la unidad, ya problemática, del ser humano. El principio de identidad, asegurado hasta ahora dogmáticamente como una responsabilidad delante de Dios, se basará en las responsabilidades y utilidades sociales. Hume duda de la realidad del yo, por la misma razón con que duda de los argumentos en favor de la existencia de Dios. Kant refiere el origen de los valores, no ya a la razón teórica, sino a la razón práctica, orgullosa de su autonomía, que decreta libremente su orientación. Estos valores, caídos del cielo a la tierra, buscan fines apropiados a la existencia humana: «El objetivo que se propone el hombre de bien no es ya la obediencia a la ley dictada por Dios, sino la realización de la felicidad de los hombres, del mayor número de hombres posible...».17 Por tanto, no es que se niegue a Dios; pero interviene solamente en segundo lugar. Antes había cubierto con su autoridad soluciones ya hechas:

E. FAGUET, Dix-septiéme siécle. Boivin s. d., 447.

R. MERCIER, La réhabilitation de la nature humaine, 1700-1750. V".emomble 1960, 441.

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P. BAYLE, Pettsées diverses sur la Comete, 1682, CLXI.

17

R. MERCIER, O. C, Ibíd.

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ahora que ha sido puesto entre paréntesis, aparecen las verdaderas cuestiones, que habían enmascarado los conformismos religiosos.

giosos que habían prevalecido hasta entonces en la cristiandad de occidente: absoluto de la iglesia, absoluto de la tradición, absoluto de la biblia. La iglesia jerárquica deja de presentarse como una estructura de comunicación entre el cielo y la tierra, que goza de una garantía divina que se ejercería de arriba abajo por la mediación del sacramento. El anticlericalismo ataca a la institución, denunciando su carácter demasiado humano; lo sagrado, en manos de quienes lo manejan, se convierte en un medio de poder, en un instrumento para gobernar las almas recurriendo a todas las técnicas de la mistificación. En cuanto a la tradición, que pretende marcar la afirmación de la iglesia a través de los tiempos con el sello de la inmutabilidad, queda desmentida por el hecho de que existe una historia de la iglesia, que enseña las variaciones que ha habido en su pensamiento y en sus dogmas, al compás de las renovaciones del contexto cultural. La perspectiva histórica sugiere una desacralización del devenir religioso. En una humanidad en transformación constante, el cristianismo no permanece fijo en una postura de eternidad, bajo la tutela de una jerarquía revestida con todos los atributos de la trascendencia.

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También en el orden intelectual se impone la tarea de reconstruir un espacio mental que no esté sometido al dominio de la revelación, de la que los teólogos hacían un principio regulador del conocimiento y de la ciencia. La revolución de Galileo consagra la emancipación del discurso científico, nuevo prototipo de verdad. La universalidad racional de las leyes de la ciencia revela la arbitrariedad de los dogmas teológicos, que no han podido probar nunca su catolicidad verdadera. Buffon, cuando vio condenados por la Sorbona los primeros volúmenes de su Historia natural, se contentó con publicar la condenación en la primera página de las siguientes ediciones, añadiendo que se retractaba humildemente de todos los errores denunciados por los señores teólogos. Esta «retractación» tiene el mismo valor que un indiferente encogerse de hombros; no engañó a nadie, ni siquiera a los teólogos, que no insistieron más, porque sabían que la situación había dejado de serles favorable. La razón reivindica el control del espacio mental en su totalidad. Descartes se negaba a poner en cuestión a la revelación, le daba un prudente rodeo y se esforzaba en subordinar siempre su reflexión metafísica y científica a los imperativos de los teólogos. Kant escribió un tratado sobre La religión dentro de los límites de la simple razón; no le toca a la razón inscribirse dentro de los límites que le imponía la religión. La fe y la doctrina de las iglesias tienen que someterse a una verificación de sus poderes. La crítica filológica, la exégesis histórica, la psicología, reivindican un derecho de examen de la afirmación cristiana, lo mismo que de las demás religiones del universo. El mensaje religioso no se impone ya como un dato macizo; se analiza en sus diversos elementos, que están lejos de presentar todos ellos el mismo valor. Las ciencias religiosas no son el fin de la religión, sino el comienzo de una concepción que emplea una nueva inteligencia para desembocar en la afirmación de una fe de un nuevo estilo. Esta peripecia corresponde al desgaste

de los absolutos

reli-

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La reforma había denunciado lo absoluto de la iglesia y lo absoluto de la tradición. Pero había mantenido lo absoluto de la biblia, en la que Dios se había anunciado en un tiempo, pero para todos los tiempos. El literalismo bíblico era una postura de repliegue para quienes reprobaban la confiscación y la adulteración de la afirmación cristiana inicial por parte de la institución católica. Pero también empezaría a cuartearse la fortaleza bíblica, debido a la misma atención que se le dirigía desde que fue considerada como la fuente única de la autenticidad cristiana. El progreso de los estudios hebraicos, la reconstitución de la situación histórica de los pueblos de la biblia iluminan con una luz nueva la lectura de los textos sagrados. Fuera incluso de los malentendidos que la han deformado a través de las vicisitudes de los tiempos, la palabra de Dios no se ha pronunciado en un vacio total de significaciones, como un mensaje dirigido por un orador divino a todo el mundo y a nadie, para siempre y para nunca. La revelación bíblica es siempre uno que habla a otro, en cir-

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cunstancias muy concretas, que conviene restablecer si se quiere comprender lo que está en cuestión. Lo absoluto de la iglesia y lo absoluto de la tradición parecían estar ya fuera de cuestión para la mayoría de los espíritus ilustrados, y el anticlericalismo se extendía por doquier. Al contrario, la interpretación de la biblia planteaba problemas comunes a los católicos y a los protestantes e interesaba incluso a los pensadores independientes y a los teóricos radicales. Pero era un asunto que habían de resolver los especialistas, formados en las disciplinas históricas y exegéticas, ciencias que se estudiaban en las universidades de Alemania y de Holanda, en donde se proseguían los estudios hebreos, renovados en el renacimiento y fecundados por los descubrimientos y reflexiones de Spinoza y de Richard Simón. A pesar de las resistencias con que tropezaban los pioneros, a pesar de las sospechas de los ortodoxos, esas investigaciones permitieron precisar el alcance de las enseñanzas del Antiguo y del Nuevo Testamento, fundamentos obligados de toda teología. El advenimiento de las ciencias religiosas se presenta como una ventaja de la razón sobre la revelación. Apoyado en las luces de la exégesis, el teólogo descubre que la teología no es un discurso de Dios sobre Dios, sino un discurso en el que el hombre es a la vez sujeto y objeto. No hay teología revelada; Dios no es el primer teólogo, ni Jesús de Nazaret el segundo. La teología, reflexión humana sobre la verdad de Dios, se constituye como una visión humana de la eternidad, y como la humanidad no deja de cambiar, el propio diálogo tiene también que renovarse a medida que se renuevan los lenguajes culturales. La hermenéutica bíblica se esfuerza en descubrir el sentido intrínseco del mensaje escriturario en su tiempo; la teología tiene la tarea de poner de relieve la actualidad de ese mensaje para los tiempos que sucedieron a las épocas de la revelación histórica. Este es el significado del debate religioso en el siglo xvni, disimulado muchas veces por las acusaciones de ateísmo y la polémica a favor o en contra de los derechos del libre pensamiento. Estos temas son un producto de la disgregación de la antigua síntesis que aseguraba la cohesión del género de vida en su con-

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junto. El fracaso del dogmatismo y de los métodos autoritarios lleva consigo una impresión de angustia en unos hombres cuyas certezas fundamentales se hunden con ese mismo fracaso. Son muy pocos los que, a golpe de anatemas, emprendieron un combate desesperado para defender unas posiciones fijadas una vez para siempre. Algunos se desanimaron, profesaron un escepticismo de buen tono y respetuoso de las conveniencias sociales, o bien, dejándose llevar de lejanos resentimientos, dieron curso libre a su agresividad y adoptaron un ateísmo más o menos radical. Sin embargo, el devenir de la conciencia religiosa no se sujeta a esas actitudes negativas. La descalificación de los conformismos sociológicos, el fracaso de la institución y del espíritu de ortodoxia, tienen como consecuencia una transformación de la verdad religiosa. Hasta entonces era una verdad lógica, natural; apenas se exigía el consentimiento del fiel, al que se imponía sin más, sin que fuera posible una hipótesis de alternativa. Pero a partir de entonces la religión plantea cuestiones; se ve aparecer un nuevo tipo de creyentes y un nuevo tipo de nocreyentes, a cuyos ojos el cristianismo podría no ser verdadero. Hasta entonces, se le había exigido al fiel renunciar a su propio juicio, recibir una verdad religiosa ya hecha, garantizada por la autoridad superior. El dogmatismo, el juridicismo, el literalismo bíblico eran las modalidades de aplicación de una certeza objetiva, a la vez transpersonal e impersonal. La sumisión de la conciencia individual le aseguraba un confort espiritual, decorado por las liturgias de la práctica religiosa y exonerado de todo riesgo. Es verdad que en la historia del cristianismo había habido refractarios, que se habían negado a dejarse reducir a la condición de almas muertas manipuladas por la jerarquía: un Lutero, un Pascal; pero habían sido sospechosos, herejes, de los que cabía esperar que acabarían abjurando sus errores para ponerse más pronto o más tarde bajo el amparo de la ortodoxia. Todo ocurre como si, en el siglo xvni, la conciencia religiosa dejara de ser una conciencia colectiva para pasar a ser una conciencia individual. La fe no es ya la aceptación pasiva de una certeza impuesta masivamente, sino el compromiso por el que cada uno decide tomar una actitud. Las razones de creer son insuficientes, y por otra parte la superabundancia de razones que

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aducen los teólogos debería preocupar a los espíritus sin prevenciones. Bayle es un creyente sin ilusiones sobre la validez de las pruebas del cristianismo; H u m e , cuya reflexión se mantiene en el plano intelectual, suspende su juicio. Kant distingue entre la ciencia, cuyas enseñanzas son satisfactorias tanto en lo referente a la razón objetiva como a la suficiencia personal, y la fe, que mediante una decisión subjetiva colma las insuficiencias de los motivos objetivos de credibilidad. 18 El siglo de las luces realiza la revolución copernicana en materia de religión. Mientras que la conciencia individual giraba hasta hace poco en torno a la iglesia una y santa, que tenía en sus manos el monopolio de la presencia divina, desde ahora el compromiso personal será el que decida sobre la pertenencia eclesiástica. Dios mueve de fuera hacia adentro; conviene buscarlo en la intimidad de la conciencia más que sobre los altares de tal o cual confesión. La tradición enseñaba: fuera de la iglesia no hay salvación; los espíritus auténticamente religiosos del siglo XVIII tienden a proseguir la obra de la salvación fuera de las iglesias en donde se reúne la muchedumbre, en el fervor de pequeños grupos de fieles o en la soledad de un cara a cara secreto entre el alma y su Dios. Del mismo modo, los hombres de reflexión se creen capaces de llevar a cabo la elucidación del problema religioso fuera de toda pertenencia eclesiástica. El libre pensadador (free thinker), a la manera de Anthony Collins, no hace ni mucho menos profesión de anticristianismo; pero se toma el derecho de separar, en el cristianismo establecido, los elementos válidos para la razón de los que carecen de validez. Béat de Muralt, observador suizo de las realidades inglesas, indicaba: «En materia de religión, casi podría decirse que cada inglés ha tomado su propio partido; unos la aceptan, al menos a su modo, y otros no; en esto su país, a diferencia de todos los demás, no conoce la hipocresía». 19 El punto de aplicación del pensamiento religioso, como el de la fe, es la conciencia de cada 18 Cf. Crítica de la razón pura, II: Teoría trascendental del método, c. II, tercera sección: De la opinión, la ciencia y la fe. " B. DE MURA.LT, Leltres sur les anglais et les ¡raneáis et sur les voyages, 1125, 16; del mismo autor, cf. L'instinct divin presenté aux bommes (1727). Muralt es un pietista de Berna.

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uno, en donde se pronuncia ese «instinto divino», fundamento de toda obligación, para recoger una fórmula del mismo Béat de Muralt, que encontraría una prolongación de sus ideas en la obra de Jean-Jacques Rousseau, así como en las de Jacobi y de Kant. La ortodoxia como religión de la institución y de la letra deja paso a una religión del espíritu y del corazón, en el respeto a la libertad de una conciencia que no debe verse coaccionada por ninguna fuerza exterior. Las iglesias establecidas no carecerán de campeones que defiendan su causa; pero incluso entonces, lo cierto es que la apologética eclesiástica triunfante, al estilo de la de Bossuet, dejará sitio a un estilo más humano. Las iglesias tienen que justificarse por medio de argumentos que presuponen el derecho nuevo que tiene cada persona de decidir de sus orientaciones fundamentales. De esta remodelación del espacio religioso podríamos ver un ejemplo, a la vez internacional e interconfesional, en la singular estima de que gozan los cuáqueros anglosajones entre los maestros franceses de la ilustración. Las cuatro primeras de las Cartas filosóficas de Voltaire (1734) están dedicadas a su apología, que se convierte en un lugar común y que vuelve a aparecer en la monumental Histoire... des établissements et du cotnmerce des européens dans les deux Indes, de Raynal (1770), verdadera suma del radicalismo filosófico. «Si hay algo, escribe Raynal, que distinga honorablemente a los discípulos de Jesús de los hijos de Mahoma, son las armas que los primeros parecían haber abandonado en manos de los últimos. ¿No fue la persecución y el martirio lo que distinguió al cristianismo en su nacimiento? Pues bien, los cuáqueros se han multiplicado bajo los verdugos, bajo los conquistadores... La virtud, cuando va dirigida por el entusiasmo de la humanidad, por el espíritu de fraternidad, se reanima lo mismo que el árbol bajo el golpe del hacha... El hombre justo, el cuáquero, no pide más que un hermano para recibir de él una ayuda o para prestársela. Id, pueblos guerreros, pueblos esclavos y tiranos, id a Pensilvania, y allí encontraréis todas las puertas abiertas, todos los bienes a vuestra discreción, ni un solo soldado, y muchos comerciantes y labradores...». 2 0 20

RAYNAL, Histoire philosophique et politique des établissements et

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En el siglo xvm nos encontramos con toda una literatura en alabanza del cuáquero, el buen civilizado, como contrapartida del buen salvaje. No cabe duda de que va también muchas veces mezclado el anticlericalismo y el anticatolicismo en la exaltación de este tipo ideal del siglo de la filantropía. La paradoja está en que los cuáqueros son cristianos de una intransigencia radical, cuya fe no retrocede ante esas manifestaciones y «entusiasmo» que deberían resultar molestas a los racionalistas ilustrados: «cuáquero» significa «el que tiembla», y esa denominación se les dio a los discípulos de George Fox y de William Penn, debido a las convulsiones en las que ellos reconocían la señal de la presencia divina en un individuo.21 Pero el cuáquero subordina su vida a la exigencia religiosa, que se le impone como un «dictamen de la conciencia», por recoger una fórmula de Bayle. Estos cristianos absolutos son partidarios de la libertad absoluta de conciencia, son anticlericales que no se inclinan ante ninguna grandeza eclesiástica o política, son antimilitaristas por objeción de conciencia, y por eso defienden un cristianismo social y utilitario, que trabaje por el bien de la humanidad reconociendo a los demás la tolerancia que reivindican para ellos mismos. La existencia de los cuáqueros es la prueba de la posibilidad de una coexistencia entre los hombres de fe y los hombres de razón. Voltaire le presta a uno de estos creyentes la idea de que «la religión natural es el comienzo del cristianismo, y el verdadero cristianismo es la ley natural perfeccionada».22 Los cuáqueros se habrían negado a admitir semejante doctrina; pero, gracias a ella, Voltaire opina que puede relacionarlos con una de las experiencias más importantes de la ilustración, que será también la de un Lessing y la de un Kant. A los ojos de los pensadores radicales, no se trata ni mucho menos de negarle al crisma commerce des Européens dans les deux Indes. Amsterdam 1770, VI, 294. 21 La denominación auténtica de los cuáqueros es Sociedad de amigos; de ahí el nombre de Filadelfia, ciudad de la amistad fraternal, que se dio a aquella metrópoli americana. 22 Lettre d'un Quaker a Jean Georges le Franc de Pompignan, évéque du Puy-en-Velay..., 1763, en Oeuvres de VOLTAIRE, ed. Lahure-Hachette 1860, XIX, 94.

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tianismo el derecho de existir. Lo que se pone en discusión es el mal uso del cristianismo, sobrecargado de significaciones abusivas por las autoridades eclesiásticas, con la complicidad de los poderes públicos. No hay ninguna alternativa entre la religión natural de la humanidad, basada en la razón universal, y la religión basada en la revelación sobrenatural, con tal de que ésta se deje reducir a la pureza de su significación. Este acuerdo entre la razón y la religión resulta inadmisible para los defensores de esos absolutos, ya caducados, que son la iglesia instituida, la tradición y el literalismo bíblico. El catolicismo, prisionero de sus presupuestos dogmáticos, parece que es el más amenazado; los progresos del espíritu nuevo le obligan a replegarse a unas posiciones defensivas. Tiene que ceder terreno; los gobiernos ilustrados, sensibles a los valores del siglo, proceden a ciertas reformas que imponen a la jerarquía religiosa la ley del poder civil. José II de Austria, Carlos III de España y sus imitadores encarnan el nuevo espíritu religioso; su anticlericalismo de gobierno demuestra que es posible ser católicos sin encerrarse dentro de las barreras oscurantistas. Así, pues, existe un catolicismo ilustrado, al nivel de la conciencia individual o del dirigismo administrativo, que sigue este movimiento. El origen del mismo se encuentra en el pensamiento protestante. El clima del debate religioso en el siglo xvm, el planteamiento de las cuestiones y la orientación de las respuestas corresponden al estado de espíritu del protestantismo liberal. Esta denominación se aplica del mismo modo a Locke y a Newton, maestros de las luces, que a Rousseau, a Lessing, a Herder y a Kant. Raynal se había dado cuenta de esta transformación: «Con un impulso basado en la naturaleza misma de las religiones, escribía, el catolicismo tiende sin cesar al protestantismo, el protestantismo al socinianismo, el socinianismo al deísmo, el deísmo al escepticismo».23 El catolicismo se libraría de la disolución protestante y volvería a afirmarse en el siglo xix, a salvo del escepticismo. Sin embargo, el punto focal del debate de la ilustración en el terreno religioso se sitúa ciertamente entre 23

RAYNAL, O. C, ed. de Genéve 1782, X, 9.

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el protestantismo y el deísmo. En cuanto al socinianismo, esa forma del protestantismo que minimiza o que niega la divinidad de Cristo, perseguido como tal, se desparramó tanto por el siglo XVIII que no aparece ya presente, por así decirlo, bajo ese nombre, sino que se confunde con ese cristianismo razonable en el que se sueña un poco por todas partes. El espíritu de las luces es anticlerical; más generalmente podemos decir que, cuando falta la pasión, es no clerical, e incluso a veces no confesional. Las distinciones establecidas por el dogmatismo entre catolicismo, protestantismo, socinianismo, deísmo, etcétera, tienden a difuminarse en aquellos que reivindican un libre acceso al terreno religioso, fuera de todo control de una autoridad extrínseca. La puesta en discusión del antiguo régimen religioso permite el desarrollo de una búsqueda libre de presupuestos, en la que cada interesado tiene que correr sus propios riesgos y peligros. La especulación reflexiva, lo mismo que la investigación experimental del encuentro con lo divino, se convierten en aventuras en las que puede precisarse el sentido de la condición humana. La religión, que era hasta hace poco un conjunto de formularios prefabricados, una cárcel del espíritu y del corazón, se presenta ahora como una plenitud en la que la persona logrará afirmarse poniendo de relieve sus auténticos valores. Lo que pierde terreno, al menos entre los espíritus adultos, es la religión de masa, ese conjunto de hábitos estereotipados, que continúa dominando todavía entre la gente iletrada, caída en una somnolencia dogmática. Pero los cristianos despiertos gozan de un lavado de la inteligencia y de la piedad, que suscita una nueva edad religiosa, por encima del fracaso de las teologías tradicionales. Se puede hablar ciertamente de una retirada de Dios, característica de la mentalidad de las luces. En el universo de Newton no queda ya lugar para el milagro; el orden de los valores, en vez de mirar a la gloria trascendente y gratuita de Dios, obedece a fines utilitarios, al servicio de los hombres. Pero esta naturalización de la naturaleza, esta humanización de la humanidad, no significa un abandono de toda referencia a lo divino. La presencia divina se advierte en filigrana, en la reflexión cósmica de Newton y de los físico-teólogos. Y esta misma referencia a Dios justifica esa actividad múltiple de los fi-

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lántropos, de los educadores, de los administradores que trabajan por mejorar la condición humana. No es una casualidad que ciertos cuáqueros hayan desempeñado un papel capital en la lucha contra la esclavitud, o en la reforma de las cárceles, o en una psiquiatría liberada de los métodos bárbaros de antaño. El cristianismo tradicional había conseguido muchas veces oponer a los hombres en conflictos contrarios a su inspiración más profunda; el cristianismo ilustrado, desprendido de las alienaciones clericales, emprende la tarea de acercar a unos y a otros, afirmando en todos ellos la vocación de humanidad. Y esto permite a Voltaire y a los cuáqueros, a pesar de sus diferencias, encontrarse en el mismo terreno.

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El terreno religioso del siglo xvm no puede comprenderse a partir del mapa confesional en el que cada denominación cristiana se afirma como distinta y separada de todas las demás. Las fronteras han dejado ya de definir los frentes de batalla entre apologéticas opuestas; las tensiones más serias no se dan ya entre sistemas teológicos contradictorios, sino que se sitúan tanto en el interior como en el exterior de cada comunidad eclesiástica. Los teólogos siguen polemizando entre sí, pero también tienen que vérselas con el campo nuevo de los no teólogos, o de los antiteólogos, filósofos sin iglesia, que pondrían voluntariamente a todas las iglesias dentro del mismo saco, lo cual supone la apertura de un frente nuevo donde los adversarios de ayer tienen que hacer causa común contra el enemigo de hoy. El cristianismo occidental no ha logrado reconstruir esa unidad comunitaria con la que soñaba, entre otros, Leibniz. Pero, a falta de esa unidad administrativa y jurídica, elaborada por ciertos teólogos expertos de las diversas denominaciones, parece que se realiza una unidad de hecho, indiferente a las divergencias dogmáticas. En el orden de la piedad, como en el de la reflexión, hay una comunidad de inspiración que relaciona a algunos cristianos pertenecientes a horizontes espirituales diversos.

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Las iglesias tradicionales siguen en pie, pero su vitalidad está en baja; el devenir del cristianismo se escapa del control de las estructuras jerárquicas eclesiales. El catolicismo vivo no reside en Roma, y sólo la modestia congénita de los clérigos no romanos les impide observar el papel difuminado de sus dignatarios. El siglo xvni es la época de las iglesias sin cristianos y de los cristianos sin iglesia. La espiritualidad, la piedad viva, se sitúan fuera del orden establecido, bien en la oposición, bien en la indiferencia frente a las apelaciones controladas y las actitudes cerradas. Esta situación se va afirmando tanto en el terreno de la religión vivida como en el orden de la especulación religiosa. Pascal distinguía entre el Dios de los filósofos y de los sabios, el Dios de la razón especulativa, y el Dios de Abrahán y de Jacob, el Dios vivo de la revelación histórica. Este desdoblamiento de la divinidad, que disocia los caminos racionales de acercamiento existencial, sigue siendo un rasgo fundamental del debate religioso en el siglo de las luces. Las devociones de la época no tienen mucho en común con la reflexión especulativa, que se ingenia en compensar la ausencia de la divinidad, la inmensa distancia que la separa de la humanidad, recurriendo a las mediaciones racionales. El cristianismo que conciben los filósofos y los teólogos es un cristianismo para todo el mundo, o mejor dicho, un cristianismo para los demás. De esta religión impersonal hemos de distinguir la fe, vivida como un acontecimiento personal, en el interior de sus perspectivas de adhesión insustituible, en primera persona. La distinción entre una religión existencial y una religión problemática corresponde a una polaridad permanente, en el interior de la afirmación cristiana. La vocación de los primeros discípulos, tal como nos la refieren los evangelios, se presenta como una interpretación directa, que suscita la adhesión plena del individuo que responde a ella; su vida cambia entonces de sentido, y es esto precisamente lo que significa la palabra «conversión». Pero bien pronto, apenas ha desaparecido Cristo, la predicación cristiana sólo puede llevarse a cabo a través de la persona de otro, de los primeros apóstoles. El mensaje no deja de ir despersonalizándose o impersonalizándose; la persuasión

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concreta del testimonio vivo se ve sustituida por la retórica abstracta y universal de la argumentación, que se apoya en los principios del pensamiento más que en la adhesión a la realidad humana en su integralidad. Jesús no era un teólogo; tampoco lo eran sus discípulos. La historia de la teología comienza con san Pablo, el único de los apóstoles que no tuvo ocasión de encontrarse personalmente con Cristo vivo. Las epístolas de Pablo son los primeros signos de la mediatización de la experiencia cristiana, que deja de ser un contacto directo para proyectarse en el orden de la especulación, según las normas de aquella cultura antigua cuya herencia había recibido Pablo, una vez más solo entre los demás apóstoles. El mismo éxito de la predicación, su difusión cada vez más amplia, hasta su triunfo dentro del marco del imperio constantiniano, no dejan de acentuar cada vez más esta desnaturalización de la afirmación inicial. Una religión de muchedumbres, convertida en regla de conformidad para masas inmensas, no puede conservar el carácter propio de la fe de unos cuantos elegidos, iluminados por la gracia divina. La enseñanza y la propaganda exigen formulaciones sencillas y explicaciones satisfactorias para la mayoría de la gente. Por lo que atañe a los especialistas, ya sabían ellos desplegar para su uso doctrinas refinadas, capaces de rivalizar con los brillantes sistemas de los filósofos paganos, de los que no tendrán ningún reparo en sacar ciertos elementos para sus nuevas construcciones. El misterio cristiano de la fe ha quedado proyectado en una problemática teológica. En adelante, a lo largo del progreso cristiano de la cultura habrá también una historia de la espiritualidad, en donde se irán definiendo las formas sucesivas que fue revistiendo cada siglo el trato del alma cristiana con el Dios «sensible al corazón». Paralelamente se irá desarrollando la tradición de los filósofos y de los doctores, que van elaborando el dato de la revelación según las normas del entendimiento. En principio, la creencia y el discurso tienen el mismo contenido; pero de hecho no dejan de separarse o de ponerse mutuamente en cuestión, tal como demuestra la distinción pascaliana entre el orden del espíritu y el orden de la caridad. Pero este debate, interior a la conciencia cristiana y a su devenir cultural,

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es una fuente de renovación; la fe y la reflexión se mantienen vivas gracias a sus mutuos desafíos. El cristianismo en primera persona de Agustín, arraigado en la experiencia de la presencia divina, recurre a las formas de la especulación según el espíritu platónico. El cristianismo en tercera persona de Tomás de Aquino, que parece subordinarse a los axiomas lógicos y dialécticos de Aristóteles, no tiene sentido más que en el horizonte de una adhesión de orden cuasi-místico a la divinidad de Dios, trascendente a todos los tinglados discursivos. La fe y la especulación se sirven mutuamente de trasfondo de referencia; las épocas más preclaras de la cultura cristiana, por ejemplo el siglo xni occidental, son aquellas en que ambas logran combinarse en una armonía superior. En otros tiempos prevalece la tensión y amenaza la ruptura.

«Tuve que anular el saber para reservar un sitio a la fe»} Un Rousseau, un Jacobi, un Hamann, se inscriben en esta línea de pensamiento que conduce de Pascal a Bayle hasta llegar al maestro de Kónigsberg. Kierkegaard prolongará, en el siglo xix, este camino regio de la conciencia occidental.

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Tal es la situación espiritual del siglo xvm, de la que nos ofrece una anticipación el testimonio de Pascal. Matemático y físico, Pascal comprueba el carácter ineludible de la revolución de Galileo; el discurso científico ha conquistado su autonomía. La razón especulativa, anclada sólidamente en las certezas conquistadas en su lucha, se escapa del control de los teólogos, que tienen que renunciar al absurdo y nefasto combate que habían emprendido por frenarla. El cristianismo no es una ciencia de la ciencia; tiene que evacuar el terreno que había ocupado imprudentemente para volver a su propio terreno, en donde las pretensiones de la racionalidad objetiva pierden todo su significado. El corazón tiene sus propias razones, que definen la especificidad del orden religioso. El combate de Bayle contra los abusos de la razón dogmática y teológica van en el mismo sentido que el análisis pascaliano. El triunfo legítimo de la razón tiene que desembocar en una delimitación de los poderes de la misma. Bayle ha sido juzgado por sus contemporáneos y por la mayor parte de sus historiadores como si fuera un escéptico, pero su escepticismo tiene que comprenderse en toda la plenitud de su significado: escepticismo en cuanto a la validez de la fe en materia de razón, y escepticismo en cuanto a la validez de la razón en materia de fe. Bayle ha sido uno de los autores más leídos del siglo xvm, y sus enseñanzas son sin duda una de las mejores preparaciones para la famosa fórmula de Kant:

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Designamos con el nombre de pietismo esta actitud espiritual, sin desconocer la insuficiencia de este término, que no puede aplicarse sin riesgo de equívocos a Pascal y a Fénelon, o al inglés Wesley, extraños todos ellos a la historia confesional de los países germánicos. El molinosismo y el quietismo de inspiración católica, el metodismo de origen anglicano, no pueden ser considerados como variedades del pietismo, cuyos orígenes propios y cuyos desarrollos se sitúan más bien en el terreno luterano. No obstante, y a falta de otra palabra más apropiada, el término «pietismo» en su significación más amplia y fuera de todo egoísmo confesional parece que puede aplicarse a un movimiento de espiritualidad viva, en el que comulgan sin distinciones de etiqueta religiosa gran número de europeos, entre los que los más representativos resultan sospechosos a sus ortodoxias respectivas y se sienten a veces desligados de todo vínculo con una iglesia establecida. Más bien que una especificación tardía del cristianismo, el pietismo constituye un aspecto continuo de la afirmación cristiana, a través de las vicisitudes de los tiempos. El pietismo histórico no sería entonces más que la expresión de un estado de espíritu independiente de las circunstancias particulares. La religión de los primeros cristianos había sido la afirmación espontánea de una fe exenta de toda axiomática clerical, pero la espera escatológica del retorno inminente de Cristo en su gloria había dejado su lugar a una fe de tipo distinto. El reino de Dios, prometido a la esperanza de los elegidos en sus comienzos, parece haberse ido alejando a medida que se desarrollaban las comunidades cristianas. La fe de los apóstoles y de los discípulos no estaba hecha para durar mucho, ya que se proponía vincular directamente al tiempo con la eternidad; pero la eternidad ' Crítica de la razón pura. Prólogo a la segunda edición, trad. de M. Fernández Núñez. Madrid 1934, I, 156.

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no vino y la iglesia fue entonces el medio, para los cristianos, de poder tomar partido por el tiempo, de establecerse en el tiempo, para durar en él sin olvidarse por completo de la eternidad prometida. La invención de la iglesia remedió la ausencia de Dios por medio de la constitución de un gigantesco tinglado, a la vez litúrgico, administrativo y jurídico, destinado a asegurar un encuadramiento a la humanidad, resignada finalmente a permanecer en la espera de un Dios que no acaba de venir. La cultura de occidente se ha visto impregnada en sus más hondas profundidades por esta disciplina totalitaria, que ha ido madurando lentamente en el curso de los siglos.

hoguera; otros, como Francisco de Asís, serán canonizados después de haber quitado mordiente a su empresa. En sus orígenes, la revuelta de Lutero no es muy distinta de otros muchos movimientos anteriores: se trataba de despertar a una cristiandad dormida en el sueño dogmático de la iglesia establecida. El propio Lutero, después de haber arruinado a la institución romana, chocó con la necesidad, contradictoria con su propia iniciativa, de restablecer un orden nuevo, so pena de ver triunfar un anarquismo religioso, del que los anabaptistas ofrecían un buen ejemplo. Constituidas en iglesias establecidas, las comunidades salidas de la reforma conocieron a su vez las dificultades insolubles del espíritu de ortodoxia y las trampas de la institución; la ventaja de las iglesias reformadas sobre la iglesia de Roma consiste en que, al ser más pequeñas y menos poderosas, se neutralizan unas a otras; su modestia congénita les impide divinizarse.

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La estabilidad eclesiástica lleva consigo un riesgo de degeneración para la inspiración religiosa. El espíritu se siente sofocado por la letra; la iglesia pasa a ser un sistema de instituciones, un estado mayor sagrado, encargado de hacer que se respete la corrección de las liturgias y la administración de los sacramentos. La teocracia lleva dentro de sí el riesgo de olvidarse, en medio de sus triunfos, de su razón de ser; se desarrolla buscando unos fines que le son propios. Se encuentra más a gusto en la celebración de un Dios muerto que en la de un Dios vivo, tal como lo manifiesta la parábola del Gran Inquisidor, imaginada por Dostoyevski. El Gran Inquisidor reconoce en un agitador religioso, traído a su presencia, al Cristo que ha vuelto a la tierra; declara sospechoso a aquel hombre, a quien ha reconocido, y lo condena a la pena capital, por el hecho de que su presencia no puede menos de perturbar el buen funcionamiento de la iglesia. La iglesia que ha proclamado su propia santidad no sabe ya qué hacer con la santidad de Dios. Existe una tradición de objetores de conciencia contra el imperialismo eclesiástico, desde los heresiarcas de los primeros siglos hasta los franciscanos, los hermanos del espíritu libre y los hermanos de la vida común; el dualismo entre la inspiración y la institución, que anima a los intentos de reforma, representa una tradición tan antigua como !a misma iglesia. El sistema eclesiástico se defiende de estas amenazas, reprimiendo con la violencia ciertas iniciativas y admitiendo otras a costa de ciertas correcciones que las hacen lo más inofensivas posible. Muchos de estos contestatarios de la fe se verán condenados a la

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La cristiandad tradicional mantiene el equilibrio entre las exigencias contradictorias gracias a la autoridad. La verdad teológica y la verdad espiritual no están bajo el poder del individuo; su validez es a la vez transpersonal y transracional. La doctrina del magisterio de la iglesia asegura el orden dentro de la esfera de influencia romana; en los países reformados, las instancias episcopales o sinodales logran con mayor o menor eficacia definir ciertos conformismos más o menos obligatorios. Sin embargo, el siglo xvn conoció algunas crisis: la crisis jansenista en el campo romano, la crisis arminiana entre los reformados; a pesar de las muchas y obstinadas resistencias, acabó prevaleciendo el orden y la autoridad, al menos a nivel de las apariencias. El siglo xvni parece estar caracterizado por el fracaso de las jerarquías, que no consiguen ya controlar las conciencias. A pesar de todas las condenaciones, el jansenismo logró sobrevivir, tanto en Francia como fuera de Francia; en cuanto al protestantismo liberal, condenado bajo su forma arminiana en 1619 en Dordrecht, se muestra más pujante que nunca en el siglo xvni. El pietismo es una vuelta a la autenticidad cristiana, ocul-

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ta bajo revestimientos abusivos. El primer obstáculo es el de la teología, discurso sobre Dios que reduce a Dios a no ser más que un objeto del discurso, siendo así que en su esencia misma Dios se sitúa fuera y más allá de todo discurso; la fidelidad religiosa ha quedado seducida por la pasión lógica; la presencia real se disuelve en análisis intelectual, engendrando conflictos insolubles en favor de los cuales los cristianos no han cesado de olvidar las exigencias cristianas. En este punto, el pietismo hace causa común con el espíritu general de la época. Lo que Leslie Stephen califica de «eutanasia de la teología» es la consecuencia de un descrédito general en el que están de acuerdo fieles e infieles. En su programa de educación nueva, La Chalotais, que no es pietista, pero que tampoco hace profesión de irreligión, declara que «las discusiones teológicas... son el oprobio de la religión y de la razón, el azote de los estados, de las letras y de los buenos estudios».2 Esas «bagatelas sagradas» son extrañas al espíritu del cristianismo. Leibniz, cristiano convencido, pero no pietista, coincide en este punto con La Chalotais: «Encuentro en la historia, escribe a la electriz Sofía, que las sectas han nacido ordinariamente por culpa de la gran oposión que se mostraba contra aquellos que tenían alguna opinión particular; con el pretexto de impedir las herejías, se les daba nacimiento... Por miedo a que les falten herejes, los señores teólogos hacen a veces todo cuanto pueden para encontrar algunos y para inmortalizarlos. Les dan nombres de partido, como chiliastas, jansenistas, quietistas, pietistas, payonistas. Algunos obtienen con frecuencia el honor de ser heresiarcas sin saberlo».5 Los teólogos transforman el espíritu de la piedad cristiana en un espíritu de ortodoxia; la devoción auténtica se degrada hasta convertirse en una pasión que se olvida de la inspiración que pretendía defender. La caridad ha desaparecido cuando se afirma el espíritu de partido. El fanatismo, la rabies theologica, 2 LA CHALOTAIS, Essai d'éducation nationale, 1763, 109; cf. DIDEROT, Projet d'une université pour le gouvernement de Russie: «hay que simplificar todo lo posible la enseñanza teológica; de ahí es de donde salen todas las herejías, las disputas y las agitaciones más funestas» (Oeuvres, ed. Assezat, III, 514). 3 Leibniz a la duquesa Sofía (1691), en Klopp, Die Werke von Leibniz. Hannover 1864-1884, VII, 151-152.

deshonran a la humanidad y al mismo tiempo a la divinidad, tal como las conciben los mejores espíritus del siglo xvni. El conde Zinzendorf (1700-1760), el gran pietista alemán, vivió en París durante su juventud durante los años 1719 y 1720; allí frecuentó los ambientes eclesiásticos y trató especialmente con el cardenal de Noailles, arzobispo de París, que desempeñó un gran papel en las disputas teológicas de su tiempo. Pero, nos cuenta Zinzendorf en su autobiografía, aquellos señores se dieron cuenta de que tenían que vérselas con un individuo al que le repugnaba entrar en ese género de debates y que buscaba la religión de la fidelidad del corazón, fuera de toda idea de negociar un sincretismo intelectual entre las confesiones. «Se sumergieron conmigo en la insondable profundidad de la pasión y de los méritos de Cristo, y de la gracia, adquirida a ese precio, de la alegría y de la santidad. Y así permanecimos juntos, íntimamente unidos, con el corazón lleno de un gozo celestial, sin preocuparnos ya de lo que podía ser exactamente la religión del uno o del otro». Añade Zinzendorf que esta amistad espiritual continuó hasta la muerte del cardenal, que le escribió en cierta ocasión: «Que la diferencia de nuestros sentimientos (opiniones) no llegue hasta el corazón».4 El diálogo entre Zinzendorf y Noailles se enmarca dentro de un clima espiritual muy distinto de aquel enfrentamiento sin salida entre Leibniz y Bossuet unos veinte años atrás. Según los cristianos más auténticos del siglo xvín, los intentos por restablecer la unidad cristiana a la fuerza o por el camino de la negociación habían fracasado. El ecumenismo de los perseguidores y el ecumenismo de los teólogos iban por mal camino. La unidad cristiana tiene que ser la de los corazones y de la buena voluntad, en el espacio interior, donde la salvación no se decide por las etiquetas confesionales de cada uno. Un historiador católico emplea, a propósito de Madame Guyon, la ninfa quietista de Fénelon, la expresión de «cosmopolitismo religioso». Durante su estancia en Blois, a partir de 1704, la señora Guyon se rodeó de un grupo de ingleses y escoceses no 4 Citado en M. WIESER, Der sentimentale Mensch, gesehen aus der Welt hollandischer und deutscher Mystiker im 18en ]ahrbundert. GothaStuttgart 1924, 48.

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católicos; pero no usó de su autoridad para convertirlos: «A Madame Guyon no le preocupa mucho llevar a sus discípulos al catolicismo cuando son protestantes; a su juicio, es suficiente con el puro amor, bajo su dirección. Ellos eran sus 'queridos samaritanos', a los que decía con maternal indulgencia: 'Estáis divididos de nosotros a la hora del sacrificio, pero creéis en Dios; lo esperáis todo del mismo salvador. A vosotros se dirige el mismo espíritu interior... Y en vosotros lo hará también fructificar Jesucristo'».5

rado que su caso tenía que ver más bien con la patología mental; pero entonces también Fénelon era un loco, al haber sido hasta el final, y a pesar de sus protestas de sumisión al juicio de la iglesia, un amigo, admirador y discípulo de aquella loca. Un caso análogo es el de Antoinette Bourignon (1616-1680), mística y visionaria, también de origen católico, refugiada en Holanda, donde encontró algunos discípulos y no pocos enemigos; su predicación fue un signo de contradicción para toda Europa, lo bastante duradero para que su nombre volviera a aparecer al cabo de un siglo en la pluma de Kant. A su lado, y después de ella, el pastor calvinista Pierre Poiret (1646-1719) será el Fénelon de esta otra Guyon, filósofo, escritor y editor incansable de su mensaje espiritual.

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El joven escocés Ramsay, curiosa figura de aventurero religioso (1686-1743), se instaló en Cambrai, junto a Fénelon (1651-1715), hacia el año 1710. Será el biógrafo y el editor postumo del autor del Telémaco, bajo cuya influencia hizo profesión de catolicismo. Madame Guyon desaprueba aquella conversión;6 a pesar de ser católica, teme el abuso del espíritu de ortodoxia, cuyos rigores ella misma tuvo que sufrir. Por su parte, el pietismo germánico se desarrolla en el seno de las iglesias luteranas, como un movimiento de «réveil», que se propone solamente convertir a los propios cristianos a la verdad religiosa que profesaban sin haber jamás profundizado en ella. El pietismo encontrará su prolongación en los ambientes calvinistas, con un movimiento de espiritualidad exento de toda denominación confesional. La internacional píetista se reconoce por esa negativa del espíritu de campanario propio de las iglesias establecidas, que tienden cada una de ellas a considerar la fe cristiana como un patrimonio que administran en exclusiva. Los pietistas se verán reprobados y condenados donde el control eclesiástico es fuerte; serán sencillamente sospechosos, donde es débil. El español Molinos (1628-1696), que profesa un misticismo anticlerical, es condenado por Roma en 1687, lo mismo que su discípulo, el cardenal italiano Petrucci y otros comparsas. Fénelon es condenado en 1699; Madame Guyon conoció en varias ocasiones los rigores de la Bastilla; la mayor parte de los historiadores, siguiendo los pasos de los inquisidores eclesiásticos, han considé5

A. CHEREL, Fénelon au XVIII' siécle en Frunce. Hachette 1917, 55. • Ibid.

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La historia religiosa, que se muestra de buena gana confesional, no ve bien a todos e3tos heterodoxos; desde el punto de vista de una historia de la verdad, todos ellos constituyen una historia del error. Molinos, Bourignon, Guyon, se ven arrojados al cubo de la basura de la historia; por lo que se refiere a Fénelon, todos subrayan de buena gana que abjuró de sus errores e incluso algunos sostienen que «Fénelon no fue jamás quietista»;7 esto significaría no solamente que la Santa Sede se engañó al tratarle como tal y condenarle por ello, sino además que el propio Fénelon estaba equivocado cuando creía que seguía las ideas de Madame Guyon. Estos absurdos demuestran que el presupuesto de ortodoxia ofrece una perspectiva poco adaptada para hacer justicia a una actitud espiritual extraña al espíritu de ortodoxia. En este sentido, la obra de Leszek Kolakowski, Chrétiens sans église; la conscience religieuse et le lien confessionnel au xvm e siécle? permite una visión más justa de las cosas, ya que pone en el centro de su estudio a aquellas personas que los historiadores confesionales sitúan al margen. Kolakowski recoge el proyecto que ya había utilizado el historiador pietista Gottfried Arnold (1666-1714) en su gran Histoire impartíale des églises et des hérétiques depuis le Nouveau Téstame»t jusqu'a Van de gráce 1688. La historia, proyección retrospectiva de la fe, impone la necesidad de una generalización .'. F. VARILLON, Fénelon et le pur amour. Aubier 1957. 8 Trad. A. POSNER. N.R.F. 1969.

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sin exclusivismos. El cristianismo aparece como una unidad superior, en la que comulgan las aspiraciones de todos los creyentes de buena voluntad. El éxito considerable de Fénelon en el siglo XVIII no quedó circunscrito a las fronteras de la esfera de influencia católica. El arzobispo de Cambrai, condenado en Roma y desterrado de Versalles, es un maestro espiritual de la cristiandad de occidente; su influencia fue grande en Inglaterra, considerable en Holanda y en Alemania, fuera de toda referencia confesional. El inglés Wesley (1703-1793) se levantó contra la esclerosis espiritual y social de la iglesia establecida; tenía la intención de devolverle el sentido de su vocación, cuando se limitaba a mecer las almas muertas de los cristianos dormidos en el confort espiritual y las buenas costumbres litúrgicas, olvidándose de las masas miserables, abandonadas a sí mismas y movilizadas por la revolución industrial. Wesley no pensó jamás en dejar la iglesia de Inglaterra; el nacimiento del metodismo, en cuanto denominación distinta, fue contrario a las esperanzas iniciales de su creador. La fe de Wesley estaba alimentada por maestros católicos, a quienes concedió un amplio espacio en su Christian Library, en 50 volúmenes, aparecidos de 1749 a 1755; encontramos allí los Pensamientos de Pascal, así como ciertos textos de Fénelon, las obras de Saint-Cyran, de Molinos, y el Traite de la solide vertu de Antoinette Bourignon; en 1776, Wesley publicó un resumen de la vida de Madame Guyon. 9 Esta actividad espiritual demuestra un horizonte religioso de singular amplitud. H a pasado ya el tiempo en que se refutaba a los autores de las otras confesiones, sin tomarse la molestia de leerlos. Ahora se les lee, para edificarse con su lectura y sin la más mínima idea de refutarles. Ya antes de Wesley, el reformado Pierre Poiret había desarrollado en el continente una actividad análoga, publicando incansablemente, no sólo los 19 volúmenes de escritos de Antoinette Bourignon, sino también los textos fundamentales de la mística católica española, francesa e italiana, la Théologie germanique, los escritos de Molinos y los tratados de Fénelon. '

C£. J. ORCIBAL, Les spirituels francais et espagnols chez }ohn Wesley et ses contemporains: Revue de l'Histoire des Religions (1951).

Estas mismas influencias, y especialmente la de Fénelon, 10 se dejan sentir en el pietismo alemán, que ha ejercido una influencia considerable en el curso de la cultura germánica, tan considerable incluso que resulta difícil determinar dónde comienza y dónde acaba, en el caso de unas personalidades como las de Klopstock, Jacobi, Hamann, Kant, Goethe, Novalis o Kierkegaard. Mejor que el metodismo en Inglaterra, el pietismo pudo desarrollarse en el seno de las iglesias establecidas, no sin despertar ciertas sospechas, pero evitando de ordinario la ruptura. El denominativo de «pietista» ha sido utilizado por los contemporáneos extraños al movimiento para designar a los que participaban en las reuniones de pequeños grupos de fieles (collegia pietatis), fuera de los oficios regulares, para la lectura de la biblia y la edificación mutua. La iniciativa había venido del pastor luterano de origen alsaciano Philipp Jacob Spener (1635-1705); su idea central era que había que volver a la fe de Lutero, apagada por la institución luterana y por la alianza demasiado estrecha de las iglesias con los poderes políticos; se trataba sencillamente de enlazar de nuevo con la tradición de la autenticidad cristiana. 11 Los pietistas habrían prescindido de buena gana de toda denominación particular. El mismo Zinzendorf protestaba contra «ese viejo término tan antipático de 'pietista', que de todas formas no es ni griego, ni latino, ni alemán... No sería necesario matarse mucho la cabeza para encontrar una definición. El hombre que quisiera pasar de 'su' religión a la nuestra no tendría necesidad de abrir muchos libros; podría saber, sin escuchar nada más que nuestro nombre, que somos los hombres del salvador, como si la rueda del tiempo hubiera dado una vuelta completa y hubiera regresado al punto de partida, al día en que se empezó a llamar a los discípulos cristianos según el nombre de Cristo». 12 Siguiendo a Spener, a August Hermann Francke y a sus seguidores, Zinzendorf pretende únicamente conducir de Sobre la influencia de Fénelon en Alemania, cf. M. WIESER. O. C, ai

s.

La obra fundamental para el estudio del pietismo alemán sigue siendo la de A. RITSCHL, Geschichte des Pietismus. Bonn 1884. Citado en J. B. NEVEUX, Un siécle de vie spirituelle entre le Rhin et la Baltique. Klincksieck, XIII-XIV.

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nuevo a los pseudofieles de las iglesias demasiado bien establecidas a la fe de los primeros días. Recogiendo ciertas fórmulas de Kierkegaard, podríamos decir que la intención del pietista es la de hacerse un contemporáneo de Cristo, un discípulo de primera mano. La intención del pietismo europeo es la de un retorno a la fuente cristiana, que se había perdido de vista por culpa de la estabilización cristiana. El desánimo teológico deja su sitio libre para una fe que se niega a dejarse enmarcar dentro de las profesiones de fe. El pietismo no es una confesión, ni una secta, sino un estado del alma, que desafía a las clasificaciones de los especialistas de la teología y de la historia de las religiones. Por eso ha quedado muchas veces ignorado por los historiadores de la cultura europea, fuera del ámbito alemán, en donde se manifestó con suficiente densidad sociológica. El metodismo de Wesley es admitido como una historia británica sin relación alguna visible con el continente. El molinosismo y el quietismo, condenados por la autoridad jerárquica, pasan por ser sólo unas aberraciones del catolicismo. Parece como si fuera materialmente imposible una percepción de conjunto de estos episodios disociados; automáticamente, se ve reforzada la hipótesis de un siglo XVIII «descristianizado», una vez que se niega la realidad de su afirmación religiosa más interesante. La internacional pietista agrupa, desde finales del siglo xvn y durante todo el siglo XVIII, a toda una red de afinidades espirituales en la que es preciso reconocer un cosmopolitismo cristiano, que a pesar de todos los entredichos del mapa confesional realiza esa unidad de los cristianos, imposible de reconstruir jurídicamente. De ahí la simpatía de un Leibniz por Fénelon, víctima como él de la rigidez y del exclusivismo de Bossuet.13 El siglo XVIII será feneloniano y Bossuet no tendrá ningún sucesor digno de él. También Rousseau demuestra una admiración apasionada por el autor del Telémaco. El vicario saboyano, educador religioso del joven Emilio, es un sacerdote católico, quizás por la sencilla razón de que el libro iba destinado al pú13

32 s.

blico francés, ignorante de toda otra forma de religión. Pero ese vicario ha tenido conflictos con su obispo y ha tenido que refugiarse en Italia, esperando siempre obtener de nuevo el favor de su prelado para volver a encontrar un sitio en su diócesis de origen. Pues bien, el personaje encargado, en el libro cuarto del Emilio, de presentar a ese honrado vicario no puede disimular sus dudas a propósito de su ortodoxia: «¿Qué iba yo a pensar cuando le oía a veces aprobar ciertos dogmas contrarios a los de la iglesia romana y dar la impresión de estimar poco todas sus ceremonias? Habría creído que era un protestante disfrazado, si no lo hubiese visto fiel a esas mismas prácticas de las que parecía hacer tan poco caso; pero, al ver que cumplía con sus deberes sacerdotales con la misma perfección en privado que cuando estaba delante de los demás, no sabía ya qué pensar de esas contradicciones».14 Será el propio vicario quien resuelva esta dificultad: «Sirvo a Dios con sencillez de corazón, explica. Procuro saber sólo lo que importa a mi conducta. En cuanto a los dogmas, que no influyen ni en las acciones ni en la moral, y por los que se atormenta tanta gente, la verdad es que me preocupan muy poco. Yo veo a todas las religiones particulares como otras tantas instituciones saludables que prescriben en cada país una manera uniforme de honrar a Dios por medio de un culto público y que pueden todas ellas tener sus propias razones en el clima, en el gobierno, en el genio del pueblo o en cualquier otra causa local que hace a una preferible a las demás según los tiempos y los lugares. Creo que son todas buenas cuando se sirve en ellas a Dios de una forma conveniente. El culto esencial es el del corazón...».15 Y el vicario señala el resumen de su fe: «Sea cual fuere su opinión, piensa que los verdaderos deberes de la religión son independientes de las instituciones humanas; que un corazón justo es el verdadero templo de la divinidad; que en todo país, en toda secta, la ley se resume en amar a Dios por encima de todo y al prójimo como a sí mismo».16 "

Cf. E. NAERT, Leibniz et la querelle du Pur Amour. Vrin 1959,

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15 14

Entile, 1. IV, en Oeuvres. Bibliothéque de la Pléiade, IV, 563. lbid., 627. lbid., 631-632.

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El vicario es cristiano por esencia y católico por accidente; su actitud no se distingue en nada de la de un Poiret o de un Wesley, fieles de otras confesiones separadas de Roma, que no vacilan en publicar para el uso de las cristiandades reformadas las obras de los maestros espirituales del catolicismo. Rousseau pertenece a la internacional pietista, cuyas enseñanzas ha recibido por medio de Madame de Warens; esta señora era natural del país de Vaud, en donde las iglesias reformadas habían sufrido muy pronto la influencia de la renovación cristiana en las iglesias luteranas germánicas. Algunos jóvenes pastores se convirtieron en propagandistas de este movimiento: «Durante los treinta primeros años del siglo, el pequeño rebaño místico esparcido por toda la Suiza protestante hizo brillar a su alrededor la fe que la animaba...».17 La futura Madame de Warens, nacida en 1699, había tenido por tutor a Francois Magny (1650-1730), magistrado valdés, pietista convencido, traductor de los inspiradores alemanes y testigo de la renovación evangélica, a pesar de todas las molestias que esta actitud le valió por parte de las autoridades civiles y religiosas. Estos hechos permiten comprender la conversión de Madame de Warens, así como el paso del joven Rousseau al catolicismo bajo la influencia de su protectora y su vuelta al calvinismo en 1762. Las etiquetas confesionales se sitúan en el orden de la oportunidad, mientras que la fe viva encuentra su sentido en el respeto a las indicaciones del «instinto divino» que se pronuncia en el corazón de nuestra vida espiritual. El no-clericalismo de Rousseau, su indiferencia dogmática, el acento que pone en las relaciones con Dios fuera de toda mediación racional, hacen de él un miembro de la familia pietista en el sentido amplio de la palabra; más aún, la espiritualidad propia de Rousseau lleva consigo ciertos rasgos de misticismo que permiten hablar de pietismo a propósito de sus ideas. Las influencias de Fénelon y de Madame Guyon lo han marcado hondamente, a través de Madame de Warens.18 '' E. RITTER, La famille et la jeunesse de ]ean-]acques Rousseau. Hachette 1896, 243. " Sobre el quietismo de Rousseau, cf. P. M. MASSON, La religión de ]ean-]acques Rousseau, II: La «profession de fot» de Jean-Jacques. Hachette 1916, 230.

El pietismo europeo v,

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La profesión de fe del vicario saboyano es una expresión fundamental de la conciencia religiosa del siglo XVIII. Voltaire, el adversario por excelencia, se dejó escapar un día, después de haber expuesto sus quejas, estas sorprendentes palabras: «En fin, ha compuesto el Vicaire savoyard; por eso se lo he perdonado todo».19 Rousseau es un hombre aislado, un refractario, un sospechoso. Su genio lo convierte en el representante ejemplar de todos esos inconformistas que, al margen de todos los apelativos controlados, actúan como francotiradores de un cristianismo liberado de las alienaciones confesionales. Esos hombres oscuros, a veces reprobados y condenados, constituyen una iglesia del semi-silencio y de la oscuridad; convendría que una historia finalmente cristiana les restituyese el lugar que se les debe, reconociendo que las herejías forman parte de un cristianismo, cuyo monopolio exclusivo no puede reivindicar ninguna institución humana. Ha llegado para la historiografía el momento de manifestar un espíritu de tolerancia. La obra de Kolakowski sobre los «cristianos sin iglesia» ha sacado recientemente de la sombra a algunos de esos irregulares del siglo xvn.20 Esos creyentes que reivindican una relación directa con Dios, agrupando a su alrededor a algunos fieles, siguen siendo todavía numerosos en el siglo XVIII. Algunos crean sectas más o menos duraderas; otros no llegan a romper con las instituciones eclesiásticas de su país de origen, sobre todo en las regiones protestantes en donde se muestran más inciertas las exigencias de la ortodoxia. El libro de Max Wieser, Der sentimentale Mensch, presenta a un buen número de estos personajes atípicos, como Zinzendorf, Wolf de Metternich, Johann Michael von Loen (1694-1776), etcétera. El fervor y la mística no están ausentes del siglo de las luces. El ilustre biólogo holandés Swammerdam (1637-1680) estuvo entre los fieles de Antoinette Bourignon. El químico y "

VOLTAIRE, Lettre a du Peyrou (1766), en C H . GUYOT, La pensée

religieuse de Rousseau, en Jean-Jacques Rousseau. Neuchátel 1962, 139. :o A Kolakowski, historiador agnóstico, sólo se le puede reprochar el haber presentado como patológicas ciertas manifestaciones de la conciencia religiosa cuyo sentido está por encima de su comprensión.

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médico Stahl y el gran fisiólogo Albrecht von Haller fueron pietistas convencidos. El iluminismo y el ocultismo definen una de las grandes corrientes de aquel siglo; 21 estuvieron ligados en gran parte a la masonería, que les proporcionó el refugio de su semiclandestinidad. Entre otros, podemos recordar la obra del sueco Swedenborg (1688-1772), cuyas iluminaciones suscitaron las críticas de Kant y convencieron por el contrario a Balzac. A esta rama teosófica de la aventura pietista, en cuyo seno se va preparando la explosión del romanticismo europeo, pertenecen también Court de Gébelin, Saint-Martin y Fabre d'Olivet en Francia, Iselin y Lavater en Suiza, Jung Stilling en Alemania. Todos ellos buscan un acceso a la verdad en su plenitud por el camino de la experiencia interior, fuera de los caminos trillados de la ortodoxia.

la enseñanza o del rito, predominantes en las religiones instituidas. La fidelidad carece de sentido fuera de la relación inmediata entre el hombre vivo y el Dios vivo. La asistencia a los oficios, los sacramentos, la sumisión a la autoridad jerárquica no bastan para definir la identidad del cristiano, como tampoco la reafirmación mecánica de tal o cual profesión de fe. La relación del alma con Dios puede indudablemente establecerse dentro de un marco confesional, o incluso teológico, pero puede también existir fuera de la fe, lo mismo que la fe puede existir fuera de ella. De ahí el aspecto no confesional del pietismo, a cuyos ojos la institución y la comunidad masiva llevan consigo el riesgo tremendo de olvidar lo único necesario.

La historia no confesional del cristianismo viviente se encontraría con la diversidad de tradiciones occidentales, con la multiplicidad de opciones personales, con las contradicciones entre los campeones de la renovación, con las dificultades suscitadas por los excesos adonde unos y otros se dejan arrastrar. No es posible definir una profesión de fe común que logre reunir a estos enemigos del espíritu de ortodoxia. La unidad del fenómeno no se deja percibir más que con la condición de ceñirse a unos cuantos temas de especial simplicidad, que cada una de las tendencias irá enriqueciendo de variaciones conformes con sus propias aspiraciones. Se puede vislumbrar en la internacional pietista un estilo católico y un estilo protestante; el mismo estilo luterano no es idéntico al estilo reformado; el lenguaje común no excluye la multiplicidad de las retóricas. El iluminismo de finales del siglo x v m propone una mística que mantiene ciertas distancias respecto a las cristiandades tradicionales; Fabre d'Olivet, Saint-Martin y sus émulos hablan un lenguaje en el que ya no se halla ninguna marca católica ni protestante; con ellos se lleva a cabo la laicización de la mística. Todas estas tendencias tienen en común la importancia que conceden a la experiencia religiosa, considerada como el elemento fundamenta] y que relega a segundo plano la función de 21

Cf. A. VIATTE, Les sources occultes du Romantisme. Champion 1928.

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Desprendida de formularios y de instituciones, la subjetividad se abre un acceso a la divinidad, en su presencia total. Un pietista luterano resume así la afirmación común a todos los testigos de la nueva fe: «Ha llegado el tiempo del Espíritu Santo, aquel que anunciaban los profetas y los apóstoles, en el que brilla la luz y las tinieblas se disipan. Esto no se lleva a cabo por medio de signos exteriores, ya que el reino de Jesús no está ni aquí ni allá, no está en el desierto ni en las casas, sino en lo más profundo de nosotros mismos. Y allí es donde hemos de buscarlo con una vida oculta en Dios en Jesucristo, con una negación plena y entera, con un abandono y un sacrificio de nuestro ser en Dios. Es un pueblo libre lo que Dios quiere, que le sirva en virtud de una obediencia y de una sumisión voluntaria». 22 Este texto, exento de toda marca confesional y desprovisto de toda originalidad en su tiempo, pertenece a la tradición mística del occidente, la de Eckhart y Taulero, cuya inspiración forma un tronco común a la espiritualidad católica y a la espiritualidad de la reforma. La actitud mística se caracteriza por una conversión del alma al espacio de dentro; una conciencia solitaria, en su vocación particular, se expone, al peligro de Dios, recorriendo en el secreto una odisea que debe conducirle a la

32 Texto de J. S. Karl, pastor de Halle, aparecido en 1744 en el folleto pietista Die Geistlichc Fama, citado en M. WIESER, o. C, 125.

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felicidad de los elegidos. La iglesia católica ha desconfiado siempre de los místicos y ha perseguido a los más grandes con una sospecha tenaz; un Juan de la Cruz y una Teresa de Avila han sido víctimas de su ojeriza; es algo que se comprende fácilmente, ya que la revelación individual que experimenta el místico se le escapa al magisterio jerárquico. No es posible prohibirle a la gracia de Dios hacer algunas excepciones, pero cada una de ellas es un mentís que se inflige a la estructura eclesiástica. Esta se defiende contra tal amenaza; por eso mismo la fe y la sinceridad del místico sólo se reconocen generalmente después de su muerte, cuando ya no cabe dudar de su locura.

espiritualidad: indiferencia ante las directivas confesionales y el aparato eclesiástico, propósito de no acceder a las reclamaciones y exigencias del entendimiento, abdicación de la propia voluntad. El español Miguel Molinos (1628-1696) publica en 1675 su Guía espiritual, que desembaraza al alma y la conduce por el camino interior hasta alcanzar la contemplación perfecta y el rico tesoro de la paz interior. Este manual, que apareció primero en español y en italiano, fue traducido al francés, al alemán y al inglés; Roma lo condenó en 1687. Molinos lleva a los fieles hacia el abandono total en Dios mediante el «santo reposo» del alma, una vez que ha abdicado de todos los cuidados de este mundo. Hay que amar a Dios mismo y refugiarse en él, considerando como indiferentes los cuidados, las preocupaciones y las tentaciones de este mundo, lo cual justificará por parte de las autoridades eclesiásticas la acusación tan seria de inmoralismo.

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El individualismo religioso busca la salvación por los caminos de Dios mejor que por los de la iglesia, como si la salvación fuera posible fuera de la iglesia. Cuando la reacción contra la amenaza protestante se desarrolla según los principios del concilio de Trento, resulta claro que habrá que reprimir todo atentado contra las instituciones eclesiásticas, cuestionadas por la reforma. Aparte de sus numerosos pecados, enumerados en los textos condenatorios, el molinosismo y el quietismo son obra de unas personas que esperan encontrar la salvación sólo con la ayuda de Dios. Según Kolakowski, «el ethos específico del quietismo consiste en hacer una llamada universal a una espiritualidad basada exclusivamente en una contemplación de la divinidad en sí misma, no diferenciada interiormente, liberada de toda reflexión, de sentimientos y de imaginaciones, una contemplación desinteresada e ininterrumpida, una vez admitido que dicha contemplación supone previamente la destrucción de la voluntad propia y del conocimiento de sí mismo y que es totalmente obra de la gracia, que se apodera por entero del vacío dejado por la autodestrucción del yo y que, paralizando la libre disposición de las facultades inferiores del hombre (el cuerpo y la parte animal del alma), se convierte en dueña y soberana de su parte espiritual».23 Esta descripción pone de relieve los caracteres de la nueva 23 L. KOLAKOWSKI, Cbrétiens sans église. La conscience religieuse et le lien confessionnel au XVIP siécle. N.R.F., 495.

El quietismo de Madame Guyon (1648-1717) recoge los temas de Molinos. En 1685, aparece el Moyen court et facile pour l'oraison que tous peuvent pratiquer tres aisément, et arriver par la en peu a une haute perfection. Este método, accesible a los espíritus más sencillos, consiste en dejar actuar a Dios en sí mismo, por el abandono de toda iniciativa personal, en la que se afirma el egoísmo invencible de todo ser humano. En su autobiografía, después de haber narrado su conversión a la vida espiritual cuando tenía diecinueve años, Madame Guyon refiere: «Desde este momento que digo, mi oración quedó vacía de toda forma, especie e imagen; durante mi oración no pasaba nada por mi cabeza, sino que era una oración de gozo y de posesión en la voluntad, en la que el sabor de Dios era tan grande, tan puro y tan simple, que atraía y absorbía a las otras dos potencias del alma en un profundo recogimiento sin actos ni discursos... Era una oración de fe, que excluía toda distinción, ya que no tenía ningún pensamiento de Dios ni de los atributos divinos; y todo quedaba absorbido en una fe sabrosa, en la que se perdían todas las distinciones, para dar lugar al amor a que amase con más amplitud, sin motivos ni razón de amar. La voluntad, soberana de las potencias, absorbía a las otras dos y les quitaba todo objeto distinto para unirlas mejor en ella, a fin

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de que, al no detenerlas lo distinto, no les quitase tampoco la fuerza unitiva ni les impidiera perderse en el amor».24

Una carta de dirección espiritual a Madame de Maintenon señala: «Dios se mete, por así decirlo, entre mí y yo; me separa de mí mismo; quiere estar lo más cerca posible de mí, más que yo mismo, por ese puro amor; quiere que yo me mire como miraría a un ser extraño; que yo salga de los límites estrechos de ese yo y que lo sacrifique sin recompensa».27

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Madame Guyon no se cansa de describir esta experiencia fundamental. Esta autodidacta tenía tanta fuerza de persuasión que logró la adhesión de aquel enorme espíritu que fue Fénelon, cuyas Explications des máximes des saints sur la vie intérieure, publicadas en 1697, fueron condenadas en Roma en 1699, por instigación de Bossuet y tras un proceso cuyas peripecias no resultan muy honrosas para el obispo de Meaux. El quietismo se convierte, en la meditación de Fénelon, en la doctrina del puro amor. Dios, escribe, «es él mismo su fin único y esencial en todas las cosas. Para entrar en ese fin esencial de nuestra creación, hay que preferir a Dios más que a nosotros y no querer ya nuestra bienaventuranza más que por su gloria; de lo contrario, invertiríamos el orden. No es el interés propio de nuestra bienaventuranza lo que debe hacernos desear su gloria; al contrario, es el deseo de su gloria lo que debe hacernos desear la bienaventuranza como una cosa que él ha querido referir a su gloria. •• Lo que hace que los hombres tengan tanta repugnancia a entender esta verdad y que esta palabra les resulte tan dura, es que se aman y quieren amarse por propio inte'

25

res...». El ser propio del fiel tiene que abolirse en Dios hasta llegar de alguna forma a ser indiferente a su salvación personal. «Se puede amar a Dios con un amor que es una caridad pura y sin mezcla alguna con el motivo del propio interés. Entonces se ama a Dios en medio de las penas, de forma que no se le amaría más aun cuando colmase al alma de consuelos. Ni el temor a los castigos ni el deseo de recompensas tienen parte en este amor... Se le amaría lo mismo aun cuando, en un supuesto imposible, él tuviera que ignorar que se le ama o aun cuando quisiera hacer eternamente desgraciados a quienes lo habían amado».26 "

La Vie de Madame Guyon, écrite par elle-méme. Cologne 1720, 1,

81, en KOLAKOWSKI, o. c, 25

523.

FÉNELON, Oeuvres spirituelles, ed. por F. Varillon. Aubier 1954,

238. aé

Explication des máximes des saints (1967), ed. por A. Chérel. Blond 1911, 124-125.

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Fénelon, escribiendo a Madame de Maintenon, se acuerda del Deus intimior intimo meo de Agustín; recoge el tema del «yo odioso» tan caro a los jansenistas Pascal y Nicole. Los procesos católicos por desviacionismo teológico tienen siempre su principio en una mezcla de política y de religión; responden a una politización de lo religioso. Molinos es víctima del odio de los jesuítas; Fénelon incurre en la cólera de Bossuet y es un enemigo discreto —pero decidido— de la política de grandeza de Luis XIV. Si prescindimos de estas consideraciones demasiado humanas, el quietismo, constituido y solidificado hasta cierto punto por los especialistas de la represión de la herejía, defiende en su principio la permanencia de ciertos valores cristianos; pero resulta que esa pasividad con la que choca el iluminado exaspera su afirmación y le lleva a denunciar con violencias a la iglesia establecida y visible, proclamando como inminente el final de los tiempos con toda la exaltación de una conciencia profética. Tal es el caso de Antoinette Bourignon (16161680) que, separada del catolicismo, anuncia el advenimiento de una religión liberada de todos los ritos y la salvación por medio de la contemplación que identifica al creyente con Cristo. Fénelon había sido hijo espiritual de Madame Guyon; Antoinette Bourignon encontraría también un discípulo y un evangelista, en su refugio de Holanda, en la persona del pastor reformado Pierre Poiret (1646-1719), que dejó su parroquia para vivir a su lado, y luego, después de ella, la misma experiencia religiosa. Su obra principal, en siete volúmenes, apareció en 1687 con el título de L'économie divine ou systéme universel et demontre des oeuvres et des desseins de Dieu envers les hommes. Poiret enseña la teología y la pedagogía del corazón, cu27 Citado en A. CHÉREL, De Télémaque a Candide, en Histoire de la littérature francaise, dirigida por J. Calvet. Gigord 1933, 247-248.

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yos elementos ha encontrado en Madame Guyon y en Fénelon, en Madame Bourignon y también en la tradición de la Imitación de Cristo y de la mística europea hasta el visionario Jacob Boehme. De esta forma se encuentra ya definido el espacio espiritual de la religión del sentimiento. El calvinista Poiret asegura la comunicación entre las vertientes católica y protestante de la Europa pietista, a la que sus numerosas publicaciones ofrecen un repertorio de referencias bibliográficas interconfesionales. La tierra holandesa seguía siendo el asilo de los creyentes libres, que podían desarrollar allí sus experiencias individuales o comunitarias. Cerca de Inglaterra, Holanda se sitúa también en la desembocadura de la gran riada renana, eje de la espiritualidad europea desde antes de la disociación de la reforma, y que sigue siendo a continuación una vía de comunicación entre las cristiandades separadas.

formas litúrgicas y los equilibrios teológicos, los iniciadores querían recordar a las masas de fieles ciertos valores esenciales del cristianismo, que había valorado Lutero, pero que sus sucesores, herederos de una iglesia instituida, habían perdido a veces de vista. Johann Arndt (1555-1621) puede considerarse como su precursor, con sus tratados Del verdadero cristianismo (16051616) y De la unión de los creyentes con Jesucristo, cabeza de la iglesia. Alimentándose en Taulero, en la Teología germánica y en la Imitación de Cristo, Arndt deplora el progreso del intelectualismo doctrinal y del formalismo ritual, que hacen olvidar la fe viva, descanso en Dios de los que se entregan a él huyendo del mundo y de sus tentaciones. El tema del matrimonio místico del alma con Dios desempeña un papel importante en esta meditación.

El pietismo protestante se distingue del quietismo o del molinosismo en el hecho de que no reviste el carácter de una herejía perseguida. En el clima católico, el quietismo fue un peligroso privilegio de unos cuantos individuos condenados, calumniados y deshonrados con un odio vigilante por parte de los guardianes de la ortodoxia; su represión tuvo como consecuencia la exasperación de las víctimas, que cayeron en el extremismo o tuvieron que someterse, de buena o de mala fe, a los entredichos que les impusieron. El pietismo católico es un fenómeno recesivo; los individuos y los grupos —si los hubo— que se unieron a él no pudieron llevar más que una existencia clandestina, en las afueras de la ortodoxia impuesta. En el campo protestante, el pietismo se desarrolla en el interior de las iglesias existentes como un estilo de devoción, propagado por unos jóvenes eclesiásticos deseosos de reavivar la fe un tanto esclerotizada por el hábito y el formalismo. Estas manifestaciones de renovación suscitaron ciertas resistencias por parte de algunos miembros del cuerpo pastoral. De ahí ciertas agitaciones y polémicas; algunos pastores, sospechosos por su activismo, tuvieron que cambiar de parroquia. Pero estas reacciones no iban mucho más allá en su amplitud que los diversos movimientos que animan la vida religiosa de cualquier iglesia. Frente a una ortodoxia preocupada sobre todo de salvar las

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«Arndt es, entre los luteranos, el primero que introdujo este tema específico de la devoción medieval como proyecto fundamental de la fe viva».28 El diálogo del alma con Cristo se desarrolla bajo las formas de una experiencia espiritual por los caminos interiores del arrepentimiento y de la unión nuevamente encontrada con el salvador, fuera de las agitaciones mundanas. «En nuestro corazón, escribe Arndt, es donde se halla la verdadera escuela del Espíritu Santo, el verdadero taller de la santa Trinidad, la verdadera casa de oración en espíritu y en verdad».29 El pietismo propiamente dicho procede de la enseñanza y de la actividad de Philippe Jacob Spener (1635-1705), hombre de iglesia, como Arndt, que no pensó jamás en cuestionar su pertenencia al luteranismo, considerado como la forma eclesiástica más próxima al cristianismo auténtico. Pero esta actividad, al negar el privilegio de exclusividad a una denominación cualquiera, le permite a cada una de ellas gozar de las riquezas espirituales que existen en las otras confesiones. Según la fórmula de un discípulo de Spener, «los hermanos en la fe de las otras iglesias están más cerca de nosotros que los hermanos en la iglea

A. RITSCHL, o. c,

» Ibíd., 50.

II, I,

42.

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sia de nuestra propia iglesia». De ahí la abertura a la tradición mística católica, pero también a los escritos de Fénelon y de Madame Guyon. A estas influencias hay que añadir las de un iluminismo germánico, nacido en el seno del luteranismo, y que procede de la obra de Jacob Boehme (1575-1624). El misticismo profético del zapatero de Silesia dará vida, a través de la historia, a un pietismo extremista que admite, fuera de la biblia, las revelaciones directas de la iluminación divina y el nuevo nacimiento del alma en Dios. Pero Boehme y sus discípulos no reniegan de su pertenencia a la comunidad luterana.

teológicos, a fin de preparar mejor para su misión a los guías espirituales del pueblo cristiano.30

El manifiesto de la nueva espiritualidad fue el prólogo publicado en 1675 a una reedición de ciertos escritos de Arndt, con el título de Pia desideria necessariae emendationis evangelícele verae ecclesiae serio suscipienda. Este texto saca las conclusiones de una experiencia realizada por Spener, a partir de 1670, en su parroquia de Frankfurt. Este título tiene todo el valor de un slogan, conforme con las exigencias de la reforma, que no pretendía reducirse a una rectificación histórica de la institución eclesiástica, realizada una vez para siempre. La intención renovadora tiene que mantenerse de forma permanente, si no quiere sucumbir bajo el peso de la institución y de la costumbre y caer en una inevitable degradación de la energía religiosa; hay que recomenzar continuamente la reforma (ecclesia reformata semper reformanda). Para reaccionar contra el conformismo de las asambleas masivas, a Spener se le ocurrió completar los oficios regulares con unas pequeñas reuniones informales de fieles, consagradas a la edificación mutua por medio de la lectura en común y la meditación de la escritura. Estas pequeñas iglesias en la gran iglesia (ecclesiolae in ecclesia), dando a cada uno la palabra, ponían en práctica el sacerdocio universal, en conformidad con la afirmación reformada. Los participantes debían realizar allí el aprendizaje de una vida religiosa personal, en el espíritu de una piedad profunda. El esfuerzo por la autenticidad cristiana iba acompañado de una simplificación de la enseñanza doctrinal, de una reforma de la predicación, liberada de todo aparato retórico, lo cual suponía una orientación nueva de los estudios

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En este programa no hay nada de revolucionario. Los collegia pietatis serán los puntos de aplicación de una empresa de renovación de la iglesia instituida. Los discípulos de Spener chocarán naturalmente con la resistencia de los defensores del orden establecido, que sospecharán de estos activistas y se imaginarán que quieren dividir a la comunidad cristiana. El mismo Spener prefiere la designación de «cristiano» a la de «luterano» y profesa un verdadero liberalismo religioso; protesta contra la denominación de «pietista» o de «speneriano» aplicada a los miembros de los grupos constituidos según sus principios. En contra de lo que era usual entonces, reserva el nombre de «ateos» a los que niegan la existencia de un Dios salvador y creador, siendo así que esta designación infamante se aplicaba generalmente a todos los que, de una manera un poco estridente, se apartaban de la ortodoxia.31 El cristianismo de Spener es un cristianismo en primera persona; la fe viva, experiencia personal de la salvación, supone la iluminación del Espíritu Santo, que suscita el nuevo nacimiento del fiel, llamado de este modo a la vida sobrenatural en la comunión con Cristo. El hombre interior encuentra su equilibrio en la habitación del salvador en su alma, que reconoce a través de la señal de la alegría que entonces siente. La angustia del pecado, abolida por la muerte de Cristo, se ve sustituida por la exaltación dichosa de su resurrección. Este cristianismo del sentimiento se encuentra a gusto en el vocabulario contemporáneo del quietismo católico. A pesar de todas las resistencias, la red de células pietistas contribuiría ampliamente a sacar de su letargo a las iglesias luteranas de Alemania. En 1686, ocho profesores de Leipzig fundan en la universidad un Collegium philobiblicum para el estudio de los textos 30 E. HIRSCH, Geschichte der neuern evangeliseben Theologie itn Zusammenhang mit den allgemeinen Bewegungen des europaischen Denkens, II. Bertelsmann Verlag, Gütersloh 1951, 92. 51 Ibíd., 103; sobre Spener, cf. también, RITSCHL, O. C, 97-147.

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sagrados dentro del espíritu definido por Spener. Uno de los dirigentes de este círculo de estudios, cuyo programa engloba la exégesis y la teología, es August Hermann Francke (16631727), orientalista, profesor y pastor, que proporcionará a la inspiración pietista unas formas institucionales, capaces de asegurar su duración. En 1691, Spener fue llamado a Berlín, sede de la administración del Brandeburgo. Bajo su influencia, y gracias a la incansable actividad de Francke, el pietismo tendrá su centro de irradiación en la ciudad de Halle, donde se creará una universidad según el espíritu de renovación de la fe; empezó a funcionar en 1697 y pasó a ser rápidamente una de las mejores universidades de Europa. Con el favor del margrave Federico de Brandeburgo, que sería pronto el primer rey de Prusia, el pietismo encontró todas las puertas abiertas. Este reconocimiento oficial de la nueva espiritualidad contrasta con el triste destino del molinosismo y del quietismo en tierras católicas. La represión deformó y desnaturalizó al quietismo, mientras que el pietismo se fue desarrollando en la libertad y fecundó todo el conjunto de la cultura germánica; la fe católica estuvo ausente de la cultura de los países católicos que, al no poder desarrollarse con la fe, se desarrolló en contra de ella. Las ambiciones de Francke tenían una amplitud tan grande que han podido compararse con los proyectos de Leibniz; se trataba de trabajar por la transformación del mundo, dentro del espíritu de una filantropía cristiana.32 Las instituciones creadas por Francke son el núcleo de una empresa más considerable todavía. El «seminario universal» con que soñaba no se realizará nunca; pero logró dar impulso a varias instituciones de ayuda a los pobres, a un orfelinato, a una escuena normal; hizo nuevas fundaciones pedagógicas, con la esperanza de cooperar de esa manera a una gran obra de Dios. La universidad recogió todas estas iniciativas y empezó a formar personal selecto para guiar al mundo según el espíritu de la fe. El pietismo de Halle está centrado en una experiencia espi32 Cf. F. PAULSEN, Gescbicbte des gelehrten Unterrichts auf den deutschen Schulen und Úniversitaten... Veit Verlag, Leipzig 21896, I, 526.

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ritual cuyo modelo había sido definido por Francke. La conversión se adquiere a costa de un combate, gracias al cual el arrepentimiento da acceso a la gracia de Dios; esta gracia permite al fiel llevar una vida reconciliada y gozosa, en el abandono a la voluntad del salvador. Este esquema, al que los contemporáneos dieron el nombre de «sistema de Halle», no tiene mucho de original; pudo incluso haber sido un obstáculo para ciertos individuos que no lograban encontrar en las orientaciones de Halle el sentido propio de su destino espiritual. Francke no es un teólogo; es un hombre de acción y de organización. En materia de teología, ve a los doctrinarios de su tiempo con una sospecha muy similar a la antipatía que Lutero tenía contra la escolástica. Lo que le interesa, a pesar de su competencia en exégesis, es la teología práctica, las formas que debe revestir la afirmación evangélica si desea dar un testimonio eficaz en el mundo moderno. La institución de Halle suponía una ruptura con las universidades tradicionales, más o menos prisioneras todavía de la tradición escolar renovada por Melanchton. Francke se asocia, en la formación de la nueva universidad, con el jurista y filósofo Christian Thomasius; los dos, profesores en Leipzig, no podían soportar la atmósfera que allí reinaba. El racionalismo ilustrado de Thomasius no se ponía fácilmente de acuerdo con las costumbres universitarias de Leipzig; lo mismo le ocurría al pietismo de Francke. La presencia de ambos en Halle hará del nuevo establecimiento el hogar de una mentalidad original. «En Halle, escribe Paulsen, emprendieron su carrera victoriosa por Alemania la Aufklarung y el pietismo, el racionalismo filosófico, político y finalmente teológico».33 A pesar de su oposición aparente, la religión del corazón y el intelectualismo ilustrado pudieron mantener una asociación precaria pero característica de la cultura alemana durante la primera mitad del siglo XVIII. Hubo fricciones y tensiones internas, por ejemplo, el célebre episodio de la expulsión del filósofo Christian Wolff, que perdió su cátedra en 1723; pero volvió a ella en 1740, con ocasión de la entronización de Federico II. El racionalismo integral de Ib'td., 524.

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Wolff fue mal visto por los pietistas más decididos; enemigos de toda teología racional, veían con malos ojos el éxito que tenían los cursos de Wolff entre los estudiantes de teología. Inde irae.

delssohn sigue apegado a la fe judía; el físico de Gottingen, George Christoph Lichtenberg (1742-1799), respeta las iluminaciones de Jacob Boehme. Esta misma actitud conciliadora aparece en el pensamiento de Kant, maestro de razón crítica, en el que se formó su juventud. La filosofía moral y religiosa de Kant respeta los valores del corazón y reconoce sus exigencias fundamentales. El idealismo alemán de la gran época podría comprenderse como una sublimación reflexiva de la afirmación pietista.

Pero la tensión es signo de vida. Halle, orgulloso de haberse liberado en todos los terrenos del espíritu de ortodoxia, tiene conciencia de asegurar la libertas philosophandi, en virtud de un liberalismo que no es corriente todavía en la Europa de aquel tiempo. Le toca a cada uno negociar las relaciones entre el sentimiento y el entendimiento; el diálogo entre la devoción y la reflexión resulta fructuoso para ambas. El pietismo «no es enemigo del racionalismo; podía decirse más bien que es su válvula de seguridad. Las dos tendencias se equilibran. Su coexistencia permite a los más diversos temperamentos expresarse de forma adecuada; y es la que proporciona al siglo XVIII su extraordinaria riqueza y su estabilidad moral, asegurando a su literatura la variedad de inspiración que la ha hecho tan completamente humana».34 Hacia mediados de siglo, el polo pietista de Halle encontrará su contrapartida en el polo racionalista de Berlín, en donde Federico II presta su patrocinio a su academia reformada, a partir de 1740. Pero este antagonismo no reviste jamás el carácter de una lucha desesperada, en la que cada antagonista desearía la muerte del otro. La Aufklarung germánica está profundamente marcada por la combinación, en dosis variables, entre el espíritu pietista y la reflexión racional, ya característica de la obra de Christian Thomasius (1655-1728). El pietismo se presenta como un modernismo religioso, que separa la experiencia de la fe de las superestructuras teológicas que la tenían amordazada; y es esto lo que abre el camino para una inteligencia laica de pleno ejercicio en el terreno profano. Durante mucho tiempo podrán equilibrarse estas dos exigencias; le tocará a cada uno de los interesados encontrar por su cuenta una fórmula de concordia. Los racionalistas de la Aufklarung, un Lessíng, un Nicolai, no sueñan ni mucho menos en aplastar la vida religiosa; Moi'se Men-

"

H. BRUNSCHWICG, O. C, 15.

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La historia del pietismo alemán después de Francke moviliza a varias personalidades originales, la más fuerte de las cuales es sin duda la de Zinzendorf (1700-1760), animador de las comunidades moravas. En el seno de las iglesias luteranas y calvinistas, y a veces fuera de ellas, la religión del corazón se mantiene como un fermento que anima la vigilancia de las almas. El pietismo es una de las fuerzas vivas que suscitaron el florecimiento del Sturtn und Drang, primera ola germánica del romanticismo europeo. El romanticismo puede concebirse como un rompimiento de las olas de la marea pietista. En el orden propiamente religioso, las grandes figuras de Schleiermacher y de Kierkegaard aparecen como las prolongaciones de esta renovación de la fidelidad cristiana. Hasta el presente, se ha desconocido la historia del pietismo europeo, ya que la amplitud de este fenómeno supera los límites de la historia tradicional de las religiones, encerrada demasiadas veces dentro de las fronteras confesionales y nacionales. Pues bien, la internacional del corazón extiende su irradiación a través del espacio cultural de occidente sin distinción de denominaciones ni de categorías especializadas. Rousseau, por ejemplo, no ha sido considerado como un hombre de iglesia, y la mayor parte de los historiadores franceses que se interesan por él, aunque no ignoren por completo que era protestante, no tienen en cuenta sin embargo esta referencia religiosa. Emmanuel Hirsch, historiador competente, ve en él al «primer representante claro y decidido del neo-protestantismo»; este apelativo corresponde a una conciencia religiosa liberada de la revelación bíblica y de la enseñanza doctrinal, para la que el sacer-

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docio se reduce a la cura de almas».35 La inmensa influencia de Rousseau a través de Europa supone una predicación religiosa, que no reconocen como tal gran número de quienes la escuchan.

denuncia el «necio proyecto», o mejor dicho, el proyecto sacrilego de Montaigne: «el yo es odioso», porque se afirma como centro de valor, independientemente de toda referencia a la divinidad, que es su lugar propio y su justificación.

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El hecho pietista nos mueve a pensar que no es posible considerar al siglo xvra como un siglo de descristianización. Es verdad que se rechazan ciertas formas religiosas, pero aparece un nuevo estilo, un neo-cristianismo podría decirse, generalizando la expresión de neo-protestantismo aplicada por Hirsch a Jean-Jacques Rousseau. Las actitudes religiosas no son solamente la expresión de formularios especializados, sino que ponen en juego a toda la vida personal en su conjunto. La relación del hombre con Dios orienta también sus relaciones con el mundo, con los demás y consigo mismo. Desde el punto de vista de la antropología, el pietismo puede presentarse como el aspecto religioso de una conversión de los valores, que afecta al terreno de la sensibilidad, así como a sus expresiones en el orden cultural. El siglo de las luces es también el siglo de las almas sensibles y de los hombres de deseos, de los tormentos y de las delicias del corazón. El pietismo agrupa y estiliza bajo una rigurosa disciplina a todas estas aspiraciones confusas. Hasta la aparición de los tiempos modernos, los axiomas doctrinales aprisionaban la intimidad dentro de la red de sus determinaciones. La vida personal estaba sometida al esquema dogmático del destino humano definido por los teólogos, que ordenan los datos naturales según las normas de lo sobrenatural. La revolución de Galileo rompe los lazos que mantenían el terreno físico bajo el dominio de las categorías escolásticas de la teología. Hasta el siglo XVII, si exceptuamos a Montaigne, se creía que el devenir de cada conciencia obedecía a los ritmos cristianos, tal como los administraban los directores de conciencia. La atención a sí mismo tenía que ser una consecuencia de la obediencia a Dios; la psicología se reducía a ser una dependencia de la liturgia. Nicole, moralista jansenista, utiliza la palabra «el yo» para denunciar a ese ídolo de la individualidad que pretende ser digno de su propia atención, emancipándose de Dios, su origen y fin. De ahí la fórmula de Pascal, cuando E. HIRSCH, o. c, III,

127.

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La conciencia pietista es una conciencia religiosa, pero una conciencia individual que se complace en afirmar su individualidad. El alma pietista no goza de una autonomía en pleno ejercicio; sin embargo, aunque existe para Dios, existe también para sí misma. La búsqueda de Dios es inseparable de la búsqueda de uno mismo; así se prepara el momento en que la búsqueda de sí mismo podrá llevarse a cabo independientemente de la búsqueda de Dios. El autor de la Profesión de fe del vicario saboyano es también el de las Confesiones; el pietismo es una fase intermedia en la evolución de una conciencia humana en vías de emancipación. «Incluso fuera del contexto social y político..., el término pietismo es una de las traducciones de esas ambigüedades del yo que se conoce —muy mal, por cierto— gracias a las incertidumbres conjugadas de la introspección y de la observación del otro; la conciencia de ese carácter dudoso del conocimiento de sí mismo hace que se presente como compensación eso que podría llamarse self righteousness o fariseísmo. A partir de entonces, la historia del alma es la historia de sus vacilaciones entre los períodos de duda extrema y los períodos de satisfacción íntima que dan origen a un lenguaje de iniciados, destinado a paliar ese carácter ciclotímico en que el individuo ve su mayor debilidad».36 La denominación de «pietismo» subraya la primacía concedida a la devoción sobre la doctrina, a la actualidad del fervor sobre la mediación racional. La fe es afirmación de sí en la presencia de Dios, y eventualmente en su ausencia y su silencio. El «Dios oculto» de la biblia se mostraba por todas partes en la civilización tradicional, no solamente en la trascendencia arquitectónica de la iglesia, sino en cada rincón de la calle y en los símbolos piadosos presentes en cada uno de los hogares. Dios se metía en la vida cotidiana y se mostraba en ella de tal forma que ya no se le veía a fuerza de verlo tanto. Se había diJ. B.

NEVEUX, O. C,

XXXI.

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suelto en signos sin significación, en automatismos. El pietismo, en reacción contra ese retrato de Dios, insistía en la interiorización de Dios. El Dios del pietismo es el Dios que se oculta en el secreto de los corazones, el Dios confidencial de una existencia confidencial, el Dios de una vocación personal que habla de alma a alma: «Yo he derramado esta gota de sangre por ti». En oposición contra el Dios instituido de la religión de masas, la revelación pasa a ser en el pietismo una aventura personal.

La conciencia individual, si desea verse libre de la amenaza de aniquilación que hace pesar sobre ella la inmensidad de la realidad exterior, tiene que centrarse sobre sí misma en la experiencia inefable de la fe.

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Puede considerarse al pietismo como una constante cultural, como la reafirmación de una tradición espiritual que mantiene la irreductibilidad de la conciencia religiosa, amenazada de disolución por ciertas influencias que niegan su carácter específico. La revolución de Galileo pretende dar una ex-plicación de los fenómenos, esto es, un despliegue, un desarrollo de toda realidad, a fin de exponer a la vista de todos una verdad concebida en extensión según las dimensiones del espacio-tiempo físico. El pietismo mantiene la autenticidad de la vida religiosa concebida como un retorno a sí mismo, como una vuelta sobre sí mismo. A una verdad de explicación corresponde una verdad de implicación; la relación del alma con Dios es una relación de profundización y de intimidad. El pietismo se presenta como una reacción contra la amenaza de olvido de sí mismo y de olvido de Dios, que lleva consigo la atención exclusiva a las realidades del mundo exterior. No se trata entonces solamente de una práctica religiosa, sino de una dimensión espiritual que encontrará su prolongación natural en la especulación filosófica, en donde la inspiración pietista justificará una renovación. En reacción contra el intelectualismo de los berlineses, un Nicolai, un Mendelssohn y hasta un Lessing, se desarrolla la meditación de un renano como Friedrich Heinrich Jacobi (1743-1819). A la edad de ocho o nueve años, Jacobi tomó súbitamente conciencia de la infinidad del tiempo en cuyo seno quedaba abolida su duración perecedera; esta experiencia espiritual, cuyo sello seguirá conservando hasta el punto de que le fue posible reactivarla a lo largo de toda su vida, fue el punto de partida de una investigación, mantenida y cultivada por la lectura de Pascal, de Fénelon y de Rousseau.

Frente a las contradicciones del racionalismo de los filósofos y de los teólogos, Jacobi no ve más salida que el salto mortal, ese salto peligroso por el que la conciencia, escapándose de las limitaciones y de los absurdos del intelecto, encuentra el principio de su equilibrio en la confianza en un Dios trascendente. Así quedan superados los caminos y los medios de la apologética demostrativa; el tema del salto mortal significa que es preciso escoger la pérdida de la razón para encontrar una verdad que dé sentido a la existencia. «Demostrar que el hombre es por naturaleza una criatura religiosa y que tiene que tener siempre presente a Dios en su pensamiento, so pena de descubrir que la verdad de toda verdad es que no haya verdad alguna: eso es lo que pretendo», escribe Jacobi.37 Y en una carta a su amigo Hamann concreta más aún el sentido de este realismo de lo suprasensible: «Me parece que nuestra filosofía se ha metido en un funesto callejón sin salida. A fuerza de buscar la explicación de las cosas, pierde de vista a las cosas mismas. Y de esta manera, la ciencia se hace sin duda muy exacta y los espíritus muy ilustrados; pero al mismo tiempo y en esa misma proporción la ciencia se queda vacía y los espíritus secos. En mi opinión, la función propia del filósofo consiste en «desvelar lo que es». La explicación no es para él más que el medio, el camino que conduce al fin, un fin provisional, pero no el fin último. El fin último es lo que no se deja explicar, lo simple, lo irreductible al análisis... Esto es lo que yo he intentado hacer comprender en mis obras, testimoniando de este modo mi desprecio por esa innoble filosofía de nuestro tiempo, que tanto me horroriza... La luz está en mi corazón, pero se apaga apenas quiero transportarla al entendimiento. ¿Cuál de las dos claridades es la verdadera? ¿La del entendimiento que nos presenta ciertamente formas bien definidas, pero detrás de ellas un abismo sin fondo? ¿O la del corazón, que nos da sin duda al"

JACOBI,

Carta a Schlosser, del 17 enero 1971, en L. LÉVY-BRUHL, La

philosophie de jacobi. Alean 1894, 70.

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gunas esperanzas sobre el más allá, pero que no nos ofrece ningún punto de conocimiento distinto?».38

claro y de hacer claro —mediante unos relámpagos lingüísticos— lo que parece impenetrable. Es uno de los objetores de conciencia contra la razón triunfante de las luces. La revolución de Galileo dio a los hombres el dominio sobre el orden de las cosas; pero el saber objetivo, para quienes lo tomen en serio, no es más que una fantasmagoría, ya que priva de la presencia a uno mismo y a Dios, punto de partida y punto de llegada de toda sabiduría digna de ese nombre.

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Jacobi es un filósofo de la alternativa, en el sentido kierkegaardiano de la palabra. Entre las exigencias contradictorias, le corresponde al hombre escoger, y su opción no puede consistir más que en un compromiso personal, al no haber suficientes elementos objetivos para decidir. El pensamiento ilustrado del siglo ha descubierto, con Locke y Hume, Condillac y Kant, la limitación del conocimiento humano. Pero la conciencia del límite implica ya una superación de ese límite; el salto mortal realiza esa transgresión, en la que culmina la experiencia metafísica. De temperamento fundamentalmente racionalista, el mismo Kant ha reconocido esa necesidad de negociar sobre las relaciones del saber y de la creencia, que hay que reconocer incluso cuando uno pisa el suelo firme del saber. Por muy diferentes que sean estos dos pensadores, su búsqueda de la verdad supone aspectos comunes, ligados a su formación pietista, y estos elementos suscitarán entre Jacobi y Kant uno de esos diálogos entre sordos que ilustran la historia de la filosofía.39 Jacobi contaba entre sus amigos al holandés Hemsterhuis (1720-1790), inspirador del iluminismo y del ocultismo de la ilustración. Estaba relacionado con el fisionomista Lavater, con Jean-Paul Richter, el escritor romántico, y también con Johan Georg Hamann (1730-1788). Pequeño funcionario de la administración de aduanas de Kónigsberg y apellidado el «mago del norte», este aduanero Rousseau de la metafísica es paisano del profesor Kant; a la Crítica de la razón pura opuso su Metacrítica del purismo de la razón pura; frente a Federico II, el «gran filósofo sin preocupaciones», se presentó como el «pequeño filósofo de la gran preocupación». Pensador profundo, un tanto preciosista y de una ironía que evoca a la de Kierkegaard, Hamann tiene la genialidad de hacer oscuro lo que es ™ Carta a Hamann, del 16 de junio de 1783, citada Ibid., 81. Cf. el artículo de KANT, ¿Qué significa orientarse en el pensamiento? (1786), que precisa la postura del autor de las Críticas ante la afirmación de Jacobi. 39

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La protesta de Hamann se sitúa en la perspectiva pietista de defensa e ilustración de la subjetividad, camino de acceso a toda verdad de cierta importancia. En efecto, «sólo el conocimiento de sí mismo, un verdadero descenso a los infiernos, abre el camino de la apoteosis».40 A la verdad que se enseñe en los libros de ciencias hay que oponer la verdad que se oculta en las profundidades de la conciencia. «El árbol del conocimiento nos ha privado del árbol de la vida».41 Los filósofos de las luces se imaginan que la identidad del hombre se establece en su relación con el mundo, ya que el individuo no es más que un centro de perspectiva en una red de relaciones abiertas a la vista de todos. Según Hamann, fiel a la inspiración bíblica más estricta, la identidad de la criatura se oculta en el nombre que le ha dado el Dios creador. Volviendo la espalda a la falsa razón de los intelectualistas, cuya claridad no hace más que cegar, Hamann busca el camino de la edificación intentando descifrar los textos sagrados, considerados como una inmensa parábola de las aventuras del alma humana. «La experiencia y la revelación, escribe Hamann, no constituyen más que una sola cosa, las alas o las muletas indispensables para nuestra razón, sin las cuales estaría paralizada e incapacitada para volar. La sensibilidad y la historia constituyen el fundamento y el terreno. Por muy engañosa que sea aquélla, y por muy ingenua que sea ésta, las prefiero a todas las arquitecturas aéreas».42 40 HAMANN, Werke, ed. de F. Roth. Berlín 1821-1843, II, 193; cf. la obra de R. UNGER, Hamann und die Aufklarung. Niemeyer, Tübingen 21963, 2 vols. 41 Carta de Hamann a Jacobi, en P. KLOSSOWSKI, Les méditations bibliques de Hamann. Minuit 1948, 260. 42 Carta a Jacobi, del 14 de noviembre de 1784, en KLOSSOWSKI, O. C., 262-263.

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De este modo, el pietismo se convierte en el principio de una inversión de las alianzas epistemológicas y metafísicas. En vez de intentar reducir el cristianismo a la razón, hay que poner todo pensamiento a la escucha de la revelación. «Cada uno de los relatos bíblicos es una profecía que se cumple a través de todos los siglos y en toda alma humana. Cada relato está hecho a imagen del hombre; el hombre tiene un cuerpo que no es más que tierra y nada, la letra carnal, pero también un alma, que es el soplo de Dios, luz y vida, que brilla en las tinieblas y que no puede ser comprendida por las tinieblas...».43 El conocimiento humano no puede llegar a una inteligibilidad perfecta de la verdad de Dios, cuya significación vislumbra a través de un turbio espejo. Lo ideal sería volver a la situación original, no estropeada aún por nuestra desobediencia, de las mañanas de la creación: «Cada fenómeno de la naturaleza era una palabra; el signo, el símbolo y la prenda de una unión, de una comunicación, de una comunidad de energía y de ideas divinas, nueva, secreta, inefable, pero sumamente íntima. Todo lo que el hombre escuchaba al principio, todo lo que veía y contemplaba con sus propios ojos, todo lo que tocaba con sus propias manos, era palabra viva; porque Dios era la palabra».44

no ha pasado por esta experiencia, no es un cristiano auténtico. El conformismo de la religión antigua formaba parte de la decoración de un género de vida demasiado fácil; la práctica religiosa no era más que un aspecto del respeto al orden establecido. Esta idea de una religión que camina por sí misma, deja paso a la de una religión que hacemos caminar nosotros, que lleva consigo una adhesión profunda, un compromiso. Kant, después de haber mostrado la insuficiencia de todas las pruebas racionales de la existencia de Dios, hace de esta existencia un postulado de la acción moral. El hombre honrado quiere que Dios exista, ya que de lo contrario la existencia humana no tendría ningún sentido. Esta afirmación es sin duda alguna una lejana prolongación de la formación pietista recibida por Kant en su juventud.

no

Hamann, que convierte la realidad en una red de jeroglíficos divinos, toma a contrapelo la ideología de la ilustración. La hermenéutica no tiene nada que ver con las investigaciones de los especialistas de la exégesis científica; la paciencia del fiel, en la obediencia de la fe, espera de Dios la manifestación de los signos que habrán de decidir de su destino. El cristianismo es esta ausencia en la presencia, esta presencia en la ausencia, esta alianza íntima entre la desesperación y el gozo, ya vivida por Pascal y que pronto vivirá Kierkegaard, locura a los ojos de los hombres que se creen ilustrados, y que no es ciencia, sino profecía per speculum in aenigmate. La insistencia jansenista en la elección y en la predestinación subraya la necesidad de una relación en primera persona entre el fiel y Dios; el que " Werke, o. c, I, 50, en J. BLUM, La vie et l'oeuvre de J. G. Hamann. Alean 1912, 40. 44 Les derniéres déclarations du chevalier Rosencranz sur les origines divines et humaines du langage, en KLOSSOWSKI, O. C, 249.

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La teoría kantiana de los postulados invierte el sentido de la marcha, haciendo depender a Dios del hombre, y no al hombre de Dios. Esta doctrina consagra la transferencia de la dimensión religiosa del terreno público al terreno privado de la vida personal. El siglo xvm ha inventado la vida privada, tanto en el orden literario, especialmente con la novela, como en el orden de la disposición y de la decoración de las habitaciones. El Dios sensible al corazón de los pietistas es un Dios de la intimidad, centro de gravedad de la vida personal cuyos altibajos se miden por el grado de presencia o de ausencia del alma en relación con su salvador. La novela de Goethe, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1794-1796), incluye, en el libro VI, titulado Confesiones de un alma hermosa, un episodio pietista. El propio Goethe nos ha indicado que esa alma hermosa evoca la personalidad de una amiga de su madre, la señorita de Klettenberg: «De sus conversaciones y de sus cartas nacieron las Confesiones de un alma hermosa, que inserté en 'Wilhelm Meister»?5 El novelista había sufrido en su juventud algunas influencias de este tipo; puede concedérsele a este texto el valor de un documento auténtico. Para el «alma hermosa», lo esen45 Poésie et Vérité, 1. II, c. VIII, trad. de P. du Colombier. Aubier, 218.

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cial de su vida se sitúa en la relación con el «amigo invisible», con ese salvador cuyo nombre no se atreve nunca a pronunciar. «Apenas si me acuerdo de uno solo de los mandamientos; no hay nada que tome a mi vista la forma de una ley; es un instinto ** el que me guía y me conduce siempre por el camino recto; obedezco libremente a mis inspiraciones y conozco tan poco el miedo como el arrepentimiento. Bendigo a Dios de que me haya dado a conocer a quién le debo esta dicha y de que no piense en estos privilegios más que con humildad. En efecto, jamás correré el riesgo de gloriarme de mi capacidad y de mis aptitudes, ya que he visto con demasiada claridad qué monstruo puede nacer y desarrollarse en el corazón de todo hombre, cuando no hay allí una fuerza superior que lo preserve».47

género literario, que desembocó en aquella otra obra maestra de la literatura privada, las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau.

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La motivación religiosa se convierte en el principio de una constante atención a sí mismo, ya que esta íntima vigilancia es el foco de toda verdad. La alianza del hombre con Dios será el principio de una nueva alianza del hombre consigo mismo. La biografía y la autobiografía se convierten en reveladoras de la presencia divina. Ramsay pasa a ser el biógrafo de Fénelon, Poiret el del Antoinette Bourignon; Madame Guyon narra su propia vida en tres volúmenes. Son numerosas las autobiografías pietistas, desde la de Spener hasta la del «alma hermosa», pasando por otras, menos conocidas.48 Estas confesiones y estos diarios íntimos no son solamente testimonios para uso de los demás; responden a la disciplina necesaria del examen de conciencia, para poder definir la situación de esas relaciones del alma con Dios; constituyen una psicoterapia consigo mismo, una ascesis espiritual que se esfuerza en mantener a través de las vicisitudes de la experiencia humana una fidelidad siempre tambaleante. El famoso Memorial de Pascal, y sin duda una parte de sus Pensamientos, tienen que relacionarse con este * Hay que recordar aquí el «instinto divino», celebrado por el pietista suizo Béat de Muralt, y después de él por el vicario de Jean-Jacques Rousseau. " Les années d'apprentissage de Wilbelm Meister, 1. VI, final; trad. de B. Briod, en GOETHE, Romans. Bibl. de la Pléiade, 777. ,8 Cf. la selección de textos publicada por M. BEYER-FRÓHLICH con el título Pietismus und Rationalismus. Darmstadt 1970.

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Desde los Pensamientos hasta las Confesiones, el camino de esta cultura del yo es el de una desacralización del yo. O mejor dicho, lo sagrado de la trascendencia se va naturalizando poco a poco en un sagrado de la inmanencia. En definitiva, en el pensamiento kantiano, la misma persona humana, considerada como un fin en sí, acaba proponiendo una sacralidad sustitutiva, tal como demuestra la autobiografía de Rousseau. Cuando el yo, emancipado de la presencia divina, sea reconocido como un objeto entre los demás objetos, como una naturaleza en la naturaleza, habrá llegado el momento de una psicología autónoma, que ocupará un lugar entre las ciencias del hombre. Hay una correlación entre la afirmación del pietismo y la aparición de una psicología digna de este nombre. El diario íntimo del fisiologista Albrecht von Haller, o el del pastor Adam Berndt, en donde se registran las intermitencias del corazón y de la fe, son importantes documentos psicológicos y psicopatológiCOS.

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Podría sacarse una contraprueba de ello en el pensamiento de Hume, en los antípodas de la espiritualidad pietista. La crítica de Hume deshace los argumentos racionales en favor de la existencia de Dios y de las verdades reveladas; una crítica paralela lleva también consigo la disolución del yo, reducido a la condición de una «cosa vaga», como decía Valéry. Estas dos críticas son correlativas, ya que la consistencia del ser humano es solidaria de la consistencia de la divinidad. Suprimida la sustancia, no quedan más que accidentes sin sujeto. El yo se pierde en el mundo, si Dios no lo reúne. Pero entonces puede nacer una ciencia del hombre, encargada de coordinar los fenómenos mentales según las leyes de asociación de las ideas, copiadas de Newton. La experiencia pietista es una prueba entre otras varias de la interdependencia entre la teología y la antropología. CualCf. los textos que figuran en la colección antes citada.

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quier modificación de la imagen de Dios es solidaria de una modificación de la imagen del hombre. La revisión pietista de los valores cristianos no puede disociarse de la aparición de una nueva conciencia humana. Herder, cuyo pensamiento es una prolongación de la inspiración pietista, resume uno de los descubrimientos más importantes de esta renovación de la conciencia: «Una señal interior de la verdad de la religión es que es integralmente humana».50 Esto no significa ni mucho menos que Dios no exista a los ojos del pastor Herder, sino solamente que el hombre no puede alcanzar a la divinidad más que a través de su propia humanidad.

4

1.

50 HERDER, Vom Erkennen und Empfinden der menschlichen Seele (1778), al final, en Werke, ed. J. von Müller. Karlsruhe 1820, VIII, 92.

La internacional

deísta

La inversión de las relaciones entre la filosofía y la teología

La teología no puede reducir el misterio de la presencia divina y de la fe; tiene que desarrollar, según el orden de la tercera persona, una religión problemática, enfrentándose con las consecuencias del presupuesto revelado, del que ha recibido, en virtud de una revelación trascendente, el dato original. Dosificando de una forma compleja el racionalismo y la irracionalidad, aplica al dato cristiano, presentado como un misterio, ciertos procedimientos racionales, que no conciernen al fondo de las cosas, sino solamente a la retórica de la exposición. Esta alianza entre unos elementos quizás incompatibles, impuesta ya por los padres de la iglesia, no podía cuestionarse mientras la autoridad eclesiástica mantenía el derecho de control sobre el conjunto de la cultura. La doctrina de la iglesia proporcionaba los postulados iniciales de las axiomáticas intelectuales y axiológicas: la teología y la filosofía, la ciencia y la moral. Si en algún terreno se manifestaba el más mínimo deseo de emancipación, los guardianes de la ortodoxia se apresuraban a movilizar todas las instancias represivas y las cosas volvían a su cauce,

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La internacional deísta Filosofía y teología

con el gracioso concurso del brazo secular. Así fue como la tentación del racionalismo integral, encarnada por el averroísmo medieval, se vio, si no eliminada —ya que la inquisición no puede afortunadamente investiga1- el secreto de las conciencias—, al menos controlada para que no pudiera hacer daño. Hasta el siglo xvn, los teólogos, en posición de fuerza, ocupan el terreno de la filosofía; y cuando llega la hora en que no pueden ya, como en la florida época escolástica, ejercer personalmente como filósofos, al menos tienen bajo sospecha y vigilancia a los nuevos pensadores en quienes se afirma la vocación de la razón a la independencia. El prudente Descartes, cuando se permite hablar de Dios, no deja de afirmar su humilde sumisión a la autoridad teológica; Spinoza escoge la clandestinidad; y Malebranche, a pesar de su espíritu religioso y de su fe inquebrantable, no logró escapar de la condenación del índice. Por otra parte, también esa condenación recaerá de forma postuma sobre la doctrina de Descartes, no obstante su exquisita prudencia. Pero la multiplicidad de estas censuras demuestra que la ortodoxia se mantiene ahora a la defensiva; las condenaciones sirven de propaganda a las ideas que se proponían reprimir. La reforma consagró la derrota de este espíritu de ortodoxia; la liberación del control de Roma de ciertas regiones de la cristiandad, al multiplicar las teologías, las relativizó a todas ellas, impidiéndoles presentarse como absolutas, aun cuando alguna siguiera proclamándose como tal. Por otra parte, las nuevas líneas doctrinales mostrarán una dureza desigual, y esto permitirá a la reflexión crítica desarrollarse en los países donde el control es más débil, aprovechándose de las facilidades ofrecidas por el liberalismo relativo de Jas autoridades reformadas. La intransigencia católica verá sus posiciones amenazadas desde fuera; es difícil, a la larga, mantener el integrismo en un solo país. Poco a gusto en el clima francés, Descartes está dispuesto a ir a pensar entre los protestantes holandeses. Hasta Galileo, la autoridad eclesiástica podía pretender mantener bajo su control la totalidad del espacio mental del saber humano. Galileo denuncia lo absurdo de este conglomerado

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realizado entre ciertos elementos de la revelación bíblica y la doctrina del intelectualismo helénico. La biblia no es un libro de física; la ciencia de la naturaleza, obra de la razón, tiene que revalidar las conquistas del saber humano, con tal de que éstas se apoyen en justificaciones suficientes y controlables. No hay ortodoxia que se resista contra las adquisiciones del método físico-matemático. Galileo juzga a sus jueces, que ni siquiera logran imponerle silencio. Hay impresores en Estrasburgo y en Leyde, entre los herejes, que publican las obras del condenado; los hay incluso en París, en donde las decisiones romanas no tienen ya la autoridad absoluta de antaño. Hay toda una red de activas complicidades que asegura la evasión de los textos y la revancha del anciano florentino.1 Este precedente de Galileo consagra la transferencia a la autoridad de la razón de un territorio sometido hasta hace poco al control teológico. Se ha iniciado un proceso de desintegración, que ya no se detendrá; la ortodoxia lo único que puede hacer es retrasarlo con su obstinación. Proceso ejemplar, el proceso de Galileo lo ha perdido la acusación tras la apelación ante la opinión ilustrada de Europa. Pues bien, el meollo del debate consistía en la subordinación de la razón a la fe. Reconocer la autonomía de la astronomía era abandonar el derecho de soberanía de la teología, intérprete de la revelación, sobre el conjunto del conocimiento. Aflojar un poco las riendas era comprometerse, a largo plazo, a soltarlas por completo. Y fue aquello lo que ocurrió, a pesar de la animosa resistencia de los jueces. Ganando cada vez más terreno, el modelo de la epistemología galileana suscitó ciertas axiomáticas, cada una de las cuales pretendía gobernar un terreno particular del saber. Galileo sostenía que la biblia no es un tratado de astronomía; otros declararán que tampoco los libros sagrados son competentes en materia de química, de física, de geología, de historia natural o de medicina; y esto autorizará a los sabios a proseguir sus investigaciones sin referencia alguna a la revelación y a sus autorizados intérpretes. El teólogo no es ya más que un especialista entre otros especialistas. Tendrá su lugar en la 1 Sobre todo esto, cf. G. GUSDORF, La révolution galiléenne. Pavot 1969, I.

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Enciclopedia, pero no le pertenece a él, sobre la base de sus presupuestos, constituir una enciclopedia. La teología no engendra ya ninguna suma; ha quedado reducida al estado de fracción; los directores de la Enciclopedia serán filósofos desligados de toda vinculación con la autoridad eclesiástica y sin ninguna afición a sus enseñanzas. Este hecho simboliza el traslado de poderes intelectuales, la translatio imperii, que se lleva a cabo en el siglo de las luces. Por muy poco que se le conceda a la razón, siempre se le da demasiado, ya que la razón no admite ningún límite a su expansión. La teología había logrado durante mucho tiempo limitar los estragos, manteniendo el uso del discurso racional dentro de los límites de la revelación. Pero, con los avances de la razón conquistadora, el discurso teológico tiene que echar marcha atrás ante un discurso racional que toma como tema al propio Dios. La filosofía de la religión compite con la teología; la razón, maestra de la universalidad, lejos de portarse como esclava de la teología, pretende englobarla dentro de un conjunto más amplio. La revelación cristiana se presenta como un canal represivo que particulariza la afirmación totalitaria de la verdad. El teólogo reflexiona a partir de la revelación bíblica y de la tradición dogmática, a las que atribuye una validez absoluta; esta pretensión queda desmentida por la irreductible pluralidad de revelaciones y de religiones, que atestigua el conocimiento de otros hombres lejanos, más allá del horizonte estrecho de la comunidad judeo-cristiana.

tica exterior, y esa presencia se manifiesta en el orden del pensamiento en un Roger Bacon, un Raimundo Lull y un Francisco de Asís. Pero hay que reconocer el fracaso de la cruzada armada y de la misión intelectual, que tendían a imponer la soberanía exclusiva del monismo cristiano. El tema de una confrontación, gracias a la cual el cristianismo habría de situarse en el concierto de las religiones, aparece ya en Abelardo. Se ve expresado luego enérgicamente, en vísperas de la conquista de Constantinopla por los turcos, en el De pace fidei de Nicolás de Cusa (1453). Un siglo más tarde, bajo el golpe de la ampliación de los horizontes occidentales por obra del renacimiento, el De orbis terrae concordia (1544) de Guillaume Postel, y luego, hacía el 1593, el Colloquium Heptaplomeres del jurista Jean Bodin, plantean claramente la cuestión de la coexistencia pacífica entre las religiones, cristianas y no cristianas.

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La generalización del concepto de religión lleva consigo una inversión de las funciones. Los filósofos de antaño tenían que justificarse ante los teólogos, como lo había hecho Descartes. En adelante, los teólogos tendrán que justificarse ante los filósofos, tal como lo demuestra la nueva apologética cristiana. La idea de una religión generalizada exige la relativización de todas las religiones. El cristianismo, despojado de su condición de privilegio, tiene que emprender un nuevo combate de resultado incierto. La idea de que la religión cristiana no podía mantenerse en un régimen de soberbio aislamiento no era nueva. El pensamiento medieval había tenido que vérselas con el islam; los «infieles» pertenecen a la historia de la cristiandad, al menos como polí-

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El presupuesto de todos estos escritos es que los interlocutores del portavoz de la ortodoxia romana, en vez de ser tratados como campeones del error, son considerados como testigos, si no de la verdad misma, al menos de una verdad disimulada bajo su propia conciencia. Si se les pide que se unan al catolicismo, es por fidelidad a sus propios principios. Jean Bodin no llega a exigir tanto, sino que se pronuncia por la tolerancia mutua en un plano de igualdad, exceptuando solamente al ateísmo. Incluso cuando se mantiene la preeminencia del cristianismo, se emprende el camino de una apologética abierta, llamada a minimizar las diferencias para ampliar las semejanzas. Disminuye la parte de la revelación histórica, en lo que tiene de accidental, en provecho de la del verbo universal, capaz de servir de común denominador para todos los creyentes que están animados de la misma buena voluntad. Por la lógica de su demostración, el cristiano tiene que mostrar la compatibilidad entre las enseñanzas de su confesión y aquellas otras que mantienen sus interlocutores. Habría, por tanto, una revelación de Dios a la humanidad, anterior de hecho y de derecho a las religiones positivas. La búsqueda de la armonía entre las diversas religiones supone que el cristianismo se sitúa en esta perspectiva; la convergencia no puede establecerse más que bajo la forma de un monoteísmo racional en el que comulgan

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el judío, el musulmán, el cristiano y los que siguen otras religiones más lejanas, al menos tal como se los imaginan.

Por encima del antagonismo estéril de las teologías, el discurso filosófico podrá servir de enlace a los espíritus que buscan la unidad. Así es como se impone, una vez admitido el arbitraje de razón, la primacía de la filosofía sobre una teología que resulta ahora sospechosa.

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Pero estas ideas eran prematuras; las tesis del cardenal Nicolás de Cusa, si no resultaron escandalosas, la verdad es que tampoco despertaron mucho eco. Postel es un irregular, un iluminado, cuyas visiones no podían tener muchas consecuencias. En cuanto al Colloquium de Jean Bodin, permaneció manuscrito hasta mitad del siglo xix; semejante liberalismo necesariamente habría de resultar intempestivo y peligroso en aquella época de las guerras de religión. La idea de tolerancia irá progresando poco a poco; brillará con toda su luz cuando se vea que las armas y la violencia no son capaces de dar la solución definitiva. En Inglaterra, en Alemania, después del cansancio de las guerras, hay que aceptar una fórmula de concordia; un mal compromiso vale más que una buena guerra. El pluralismo es de hecho la escuela de la coexistencia; lleva consigo el desarme de las ortodoxias, cuyos privilegios serán defendidos en adelante de una forma mucho más suave. Sólo los países católicos mantendrán el monopolio de la religión del estado, impuesto a hierro y fuego en España y en Italia, evitado en Francia por la política sensata de Enrique IV, pero renovado por la inconsciencia de Luis XIV. La revocación del edicto de Nantes (1685) y la insurrección de los camisardos, que fue su consecuencia a finales del siglo xvni, son episodios de guerra religiosa. Pero la opinión europea se escandaliza ante las medidas inhumanas que tomó el gobierno francés. La injusticia de esta situación violenta que entonces se creó despertó de su letargo a ciertas conciencias, cómplices hasta entonces de la represión gubernamental. Francia, último país en donde se encendió una guerra de religión, será también el primer foco de la guerra de irreligión emprendida por los filósofos contra la opresión eclesiástica. Desde Bayle hasta Voltaire, Helvetius y Holbach, esta inversión del sentido de la guerra religiosa es una preparación para las medidas radicales de la revolución francesa. La nueva Europa, que parece haber emprendido su camino siguiendo las líneas de demarcación impuestas por la reforma, tiende a reagruparse en una comunidad cultural cuyos valores permitan reducir a la unidad a las distintas variables religiosas.

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La cuestión de la unidad o de la diversidad de religiones tiene mucho que ver con la cuestión de la unidad o la diversidad de la humanidad, planteada a partir del siglo xvi por el inventario de los nuevos horizontes de la geografía y de la etnología. Pasó ya el tiempo en que la Romanía, replegada sobre sí misma en la comunión de una fe unitaria, podía creerse exclusivamente elegida por Dios, cuando los infieles, perdidos en la lejanía, no planteaban ninguna cuestión a la buena conciencia occidental. La pluralidad religiosa es ahora un hecho, y al mismo tiempo un escándalo. La recapitulación de la historia resulta humillante para las pretensiones de aquellos, sean los que fueren, que pretenden ser los depositarios exclusivos de la voluntad de Dios. Si al árbol se le juzga por sus frutos, las confesiones cristianas movilizan preferentemente los bajos instintos, la ferocidad pasional de los hombres; lo cual no deja de ser una paradoja, si se piensa que esas mismas religiones apelan a un Dios de justicia y de bondad. ¿Cómo establecer la más mínima relación entre la caridad que profesan los cristianos y las atrocidades, persecuciones y matanzas de las guerras de religión? Los chinos, los japoneses, los mismos turcos, cuyos dioses son considerados como falsos, se muestran más sensatos y más humanos que los europeos en este aspecto. Los espíritus ilustrados del siglo xvm admitirían de buena gana que la religión es una cosa demasiado esencial y demasiado delicada para abandonarla en manos de los sacerdotes, cuya preocupación esencial parece ser la de apartarla de sus propios fines; por culpa de ellos y con la complicidad de los poderes, ha logrado prevalecer un monstruoso malentendido. Hay que reducir a la religión al respeto de sus principios y al cumplimiento de sus deberes. Hay que acabar con los estragos de la razón de iglesia reduciendo a la iglesia a la razón. La autoridad eclesiástica pretende ser depositaría e intérprete de la voluntad de Dios; pero lo absoluto no pertenece a nadie y la

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pretensión de tener lo absoluto es el principio de todos los extravíos.

ginarse un cristianismo inmutable en un universo que se renueva; habría que admitir entonces que el cristianismo es extraño a las realidades concretas de la existencia humana.

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Los representantes de las iglesias establecidas denunciarán a todos los que pretendan oponer al derecho divino, que ellas afirman poseer, un derecho humano de disidencia y de protesta, sobre todo cuando esa protesta apela a las enseñanzas de Cristo. La acusación de ateísmo confunde a los inconformistas de toda especie, ya que el único cristiano auténtico es el que acepta sin vacilación ni murmuraciones la doctrina y la disciplina de tal o cual ortodoxia. Spinoza y Bayle, Toland, Locke, Collins y más tarde Reimarus, y el propio Kant, como los socinianos del siglo x v n , al negarse a aceptar la enseñanza impuesta, son acusados de no aceptar nada, y esto les vale el título de sospechosos, incluso a los ojos de los historiadores, respetuosos también ellos a su pesar de las normas integristas. Sin embargo, la actitud más honrada es la de no negar el apelativo de cristianos a quienes lo reclaman, aun cuando su profesión de fe no esté de acuerdo con tal o cual obediencia particular. En el siglo de las luces hubo algunos incrédulos, como H u m e ; hubo también ateos, como el abate Meslier, Helvetius, Diderot, Holbach y sus amigos. Pero el cristiano liberal no es un incrédulo, y el incrédulo no es un ateo; es tarea de la historia darle a cada uno lo que se le debe. No hay derecho a contar a los deístas en el número de los adversarios del cristianismo, ya que reconocen en las escrituras cristianas un medio privilegiado de acceso a la verdad. El que se ponga el acento en la revelación natural no significa, en la mayor parte de los que así lo hacen, que se rechace pura y simplemente la revelación sobrenatural. Si se juzga el pensamiento religioso del siglo XVIII según las normas simplistas de Bossuet, se puede hablar en este tiempo de una agonía del cristianismo. Pero quizá Bossuet sea un mal juez y un falso testigo, con su actitud de inquisidor siempre en vela y con el odio con que persigue a sus víctimas hasta aniquilarlas. El siglo XVIII consagra el fracaso de Bossuet y de la inquisición; pero si se quiere admitir que la salvación puede encontrarse fuera de Bossuet, se verá que el siglo de las luces ha concebido un estilo cristiano apropiado al estilo cultural de una época en situación cambiante. Difícilmente puede ima-

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El inquisidor que tortura y quema a sus víctimas en nombre de la caridad cristiana aparece como una figura simbólica. Para evitar esos absurdos tan funestos, conviene mantener el ejercicio de la religión bajo una vigilancia capaz de reprimir sus excesos. Y ése es el punto de partida, difícilmente discutible, del racionalismo cristiano; la experiencia histórica demuestra que ciertos individuos que se creen posesores de una verdad absoluta, si por ventura se hacen con el poder, acaban destruyendo a la humanidad en nombre de su verdad. Fiat veri tas, pereat mundus es la divisa de todos los fanatismos. No es posible admitir la validez incontrolada de cualquier religión; la ausencia de control es sinónimo de superstición. Un personaje de H u m e , cuando uno de los interlocutores se pone a exaltar los méritos sociales de la religión, le responde agudamente: «Entonces, si la superstición vulgar es tan saludable a la sociedad, ¿cómo es que toda la historia abunda en relatos de sus perniciosas consecuencias sobre los asuntos públicos? Facciones, guerras civiles, persecuciones, gobiernos derribados, opresión, esclavitud; ésas son las nefastas consecuencias que acompañan continuamente a su dominio sobre el espíritu de los hombres. Siempre que se trata de espíritu religioso en una narración histórica, estamos seguros de encontrar a continuación la descripción detallada de las miserias que lo acompañan». 2 Es ésta una evidencia para el siglo XVIII, en relación con el descrédito general en que se tiene al período medieval, víctima de la «barbarie gótica». La conciencia ilustrada afirma sus valores en oposición a los que prevalecían en los siglos cristianos, «repugnantes siglos de fe, de lepra y de hambre», como diría Leconte de Lisie. De aquí no se sigue que haya que suprimir toda religión; la mayor parte de las críticas se limitarán a exigir una depuración, que transforme a la religión salvaje en una religión ilustrada. La Aufklárung puede ser considerada como ' HUME, Dialogues sur la religión naturelle, trad. M. David, en Oeuvres philosophiques de Hume. Alean 1912, I, 294.

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una segunda reforma; la primera reforma había encontrado su principio en la exigencia de un retorno a las fuentes bíblicas, mediante una limpieza de las escorias que había ido acumulando sobre ellas la tradición romana; la segunda reforma será una vuelta a la autenticidad del sentido y de los valores que con frecuencia habían perdido de vista las iglesias históricas, incluidas las iglesias reformadas.

sospechoso de querer eliminar la revelación cristiana, a la que se esfuerza en interpretar hasta el final de sus días. Locke es un hombre de razón, pero ni mucho menos un integrista de la razón, cuyas fronteras intenta delimitar en su obra filosófica. No ha llegado aún la hora de oponer el dogmatismo racional de los defensores del radicalismo filosófico al dogmatismo de los teólogos, un fanatismo contra otro fanatismo. La certeza religiosa posee un carácter específico que resiste todas las pretensiones del totalitarismo racional. «Esta actitud paradójica de Locke, escribe un comentador, es el resultado de una comprensión prudente de las limitaciones humanas. La razón sola es inadecuada. Es inadecuada tanto en la esfera de la religión como en la esfera del conocimiento natural».4

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Una ortodoxia constituida en iglesia no puede ser juez de sí misma. Los mejores espíritus se esfuerzan en descubrir el principio de una ortodoxia superior, cuya autoridad universal permite rectificar los manejos dogmáticos y prácticos de las religiones particulares. Para acabar con las tentaciones continuamente renovadas del fanatismo, hay que poner a las religiones bajo el derecho común de la humanidad. Según Hume, «Locke parece haber sido el primer cristiano que se atrevió a afirmar abiertamente que la fe no era más que una especie de razón, que la religión era solamente una rama de la filosofía y que había toda una cadena de argumentos, parecida a la que establecía una verdad cualquiera en el terreno moral, político o físico, que trabajaba continuamente por descubrir todos los principios de la teología, tanto natural como revelada».3 La revolución de Galileo avala la reivindicación nueva de un cristianismo razonable. Se le puede acusar a Locke de haber inaugurado el comienzo del fin del cristianismo; pero entonces hay que sostener la tesis de un cristianismo irracional y desrazonable, con todas las consecuencias de semejante actitud, incluido el riesgo de fanatismo y de superstición. Locke estuvo comprometido personalmente en las luchas político-religiosas; conoció las sospechas y el destierro; si se convirtió en abogado del sentido común y de la tolerancia, fue con conocimiento de causa; afirmó la concordancia de la fe y de la razón, sin negar por ello la autenticidad de la fe; pero el control racional se impone en todo lo que concierne a la fe y a sus consecuencias prácticas. Lector asiduo y comentador de las escrituras, no puede Locke resultar

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El intelectualismo crítico de Locke presenta a una razón consciente de sus insuficiencias. De ahí un liberalismo de buena fe, característico del pensamiento anglosajón; volveremos a encontrarlo en Hume, el incrédulo que, a diferencia de Locke, dudará de la validez del cristianismo. Según uno de los interlocutores de los Diálogos sobre la religión natural, «la razón, en su fábrica y en su estructura, nos es realmente tan poco conocida como el instinto o la vegetación; y quizá incluso esa palabra vaga e indeterminada de naturaleza, a la que el vulgo lo refiere todo, no sea en el fondo tan inexplicable. Los efectos de estos principios nos son conocidos por la experiencia; pero los propios principios y su modo de obrar son totalmente desconocidos...».5 Hume sigue siendo liberal en su escepticismo, a diferencia de los ateos franceses, cuya intolerancia le chocó durante sus visitas a París. No hay nada que le extrañe tanto al autor de los Ensayos renovados de Montaigne como el fanatismo del antifanatismo. La glorious comprehensiveness británica explica que Inglaterra haya podido ser la madre patria, o la tierra escogida, de las nuevas actitudes religiosas. «La bandera de la ortodoxia, escribe Leslie Stephen, cubría diferencias mayores que las que 4 R. I. AARON, John Locke, 1937, 304, en G. R. CRAGG, Reason and Authority in the 18th Century. Cambridge University Press 1964, 11.

Ibid., 196.

5

HUME, o. c,

244.

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separaban a sus partidarios de sus adversarios; en muchos casos no se necesitaba más que un ligero cambio del punto de vista o un pequeño suplemento de información relativo a los resultados de la crítica, para que la distribución de las fuerzas se modificase por completo. El cristianismo de un gran número de autores consistía sencillamente en expresar opiniones deístas en una fraseología a la antigua usanza».6 Desde el siglo xvii, Inglaterra tuvo una brillante escuela de espiritualidad en la persona de los latitudinarios, cuya denominación indica una voluntad de acogida y de generosidad sin exclusivismos. Fieles a la iglesia anglicana, estos liberales hacían profesión de rechazar el espíritu de ortodoxia, dando de este modo a la Europa continental una lección que por desgracia pocos escucharon.7 La palabra «latitudinario» no tiene equivalentes en francés o en alemán, ni mucho menos en italiano o en español. Este estado de espíritu aparece claramente en un texto del diplomático y ensayista William Temple (1628-1699), que había sido en Cambridge alumno del platónico Cudworth: «Jamás he podido comprender, escribe, cómo los que se dan a sí mismos el nombre de personas religiosas, y a los que el mundo da corrientemente este nombre, llegan a conceder tanto peso a esos puntos de la fe en los que jamás han podido ponerse de acuerdo los hombres, en detrimento de los de la fe y de la moral, en los que casi nunca ha mostrado nadie su desacuerdo».8 La correlación entre la razón y la fe permite a la razón corregir los extravíos de la fe, pero permite también a la fe remediar ciertas insuficiencias de la razón. Se da una complementariedad entre la luz racional y la luz sobrenatural de la revelación «La razón es una revelación natural, por medio de la cual el padre de las luces, fuente eterna de todo conocimiento, 6

L. STEPHEN, History of english thought, I, 91. Podrá consultarse útilmente el librito de R. L. COUE, Lighl and Enlightenment. A study of the Cambridge Platonists and the Dutch Arminians. Cambridge University Press 1957; cf. también F. J. POWICKE, The Cambridge Platonists. London-Toronto 1926. 8 W. TEMPLE, Observations upon the united Provinces of the Netherlands, 1673, en Works. Edinburgh 1754, I, 151; citado en P. MARAMBAUD, Sir William Temple, s. 1. 1969, 148. 7

comunica a los hombres esa porción de verdad que ha puesto al alcance de sus facultades naturales. Y la revelación es la razón natural, aumentada con un nuevo fondo de descubrimientos emanados inmediatamente de Dios, cuya verdad establece la razón mediante el testimonio y las pruebas que ella emplea para mostrar que vienen efectivamente de Dios».9 Existe una armonía preestablecida entre la razón y la fe, ya que tienen un origen común. La razón no puede dar testimonio en contra de ese Dios de quien procede; y la fe no tiene derecho a rechazar la razón: «El que proscribe a la razón para dejar sitio a la revelación, apaga a la vez esas dos lumbreras y hace lo mismo que el que quisiera convencer a un hombre para que se arrancase los ojos a fin de recibir mejor, por medio de un telescopio, la luz lejana de una estrella que no puede ver con ayuda de los ojos».10 El racionalismo cristiano de Locke se sitúa en los antípodas de la alternativa de Kierkegaard y del credo quia absurdum en todas sus formas. Sin embargo, Locke mantiene el carácter específico de un «nuevo fondo de descubrimientos» que viene a «aumentar» el capital del conocimiento racional. Opina sin duda, como ya lo había hecho Spinoza, que la enseñanza de Cristo fue un medio demasiado corto para llevar a la masa de espíritus las verdades esenciales que no habrían podido descubrir por sí mismos. Pero Locke no da nunca a entender que los sabios y los ilustrados puedan contentarse con las luces de la razón. El mismo no dejó nunca de escudriñar las escrituras. «Locke está indiscutiblemente exento de la más ligera complicidad, directa o indirecta, con todo cuestionamiento de la autenticidad de la revelación cristiana. Su candor se afirma en cada una de las líneas de su obra... Ningún niño, ningún hombre de iglesia de la época actual podría aceptar la inspiración plena de las escrituras con una fe más simple que aquel que fue el padre de todos los iconoclastas del siglo xvín». 11

LOCKE, Essai philosophique concernant Ventendement humain (1690), trad. de P. Coste, 1700, 1. IV, c. XIX, a. 4. 10 lbid. L. STEPHEN, History of english Thought, 94.

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La armonía de ambas revelaciones, la natural y la sobrenatural, conduce sin embargo a una reducción del sumario de la fe, depojada de las superestructuras eclesiásticas y de las sobrecargas teológicas. El cristianismo lockiano, no confesional, se contenta con afirmar la mesianidad de Cristo y su resurrección, según el testimonio de los evangelistas y de los apóstoles. Las epístolas de Pablo están ya cargadas de enseñanzas adicionales; hay que atenerse a las interpretaciones sencillas, las más accesibles al conjunto de los mortales. Jesús es un hombre de Dios, un revelador de la voluntad de Dios; pero Locke deja de lado todo lo que se refiere a la divinidad de Cristo, así como las sutilezas teológicas de la doctrina de la trinidad. Sus relaciones con los arminianos y socinianos de Holanda y con los latitudinarios británicos hacen pensar que está muy cerca de los antitrinitarios, lo mismo que su amigo Newton. El socinianismo, perseguido y denunciado en el siglo xvn, lejos de haber desaparecido en el siglo xvm, existe un poco por todas partes de forma difusa. No ha perdido más que su nombre, pero sigue siendo una de las tendencias vivas del cristianismo angloamericano; las iglesias unitarias, que introdujo en los Estados Unidos el teólogo, historiador y químico Joseph Priestley (17331804), se han mantenido hasta nuestros días sin dejar de afirmar su identidad cristiana.

inaccesibles a la razón demostrativa: «Demostrar, propiamente hablando, es desarrollar una idea clara y deducir de ella con evidencia lo que esa idea encierra necesariamente. Y, según creo, no tenemos ideas lo suficientemente claras para hacer demostraciones, más que la de extensión y la de número. La propia alma no se conoce a sí misma; no tiene más que el sentimiento interior de sí y de sus modificaciones. Por ser finita, no puede ni mucho menos conocer los atributos de lo infinito. Entonces ¿cómo puede hacerse alguna demostración sobre esto? Por lo que a mí se refiere, yo sólo construyo sobre los dogmas de la fe en las cosas que le atañen, pues estoy cierto, por mil razones diversas, de que esos dogmas están sólidamente asentados».12

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Las dificultades relativas a la trinidad son el efecto del choque de la razón con la religión. Jesús no enseñó este dogma; no enseñó ningún dogma; los dogmas son el producto de la actividad de los teólogos operando a partir de los textos sagrados según ciertas normas de su invención. La encarnación y la trinidad serán los puntos neurálgicos del pensamiento religioso en el siglo xvm; figuran entre los principales misterios de la teología cristiana. Pues bien, el misterio es un desafío a la razón; pretende ser transracional; sirve de base a los desarrollos de los teólogos, pero se basa él mismo en una decisión gratuita atribuida a Dios en persona, ya que ha sido su voluntad trascendente la que ha impuesto al respeto y a la piedad de los hombres esta cláusula irreductible al análisis. Esta cuestión fue planteada por Malebranche en una carta del año 1714, en donde mantiene que las verdades de fe son

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El carácter específico de los «dogmas de la fe» es una piedra de escándalo para la razón. El piadoso Malebranche admite sin reparos la humillación de una facultad que participa de la decadencia de la naturaleza humana. La fe, que pertenece al orden de la gracia, trasciende las exigencias del pensamiento. Pero Locke no consiente en este sacrificio del intelecto: Jesús habló a los hombres; si les dio una enseñanza, es porque confiaba en su facultad de reflexión. Las palabras del evangelio son sencillas; la evidencia sobrenatural no está en contradicción con las certezas naturales, pues sin ellas Cristo no habría podido ser entendido por las gentes sencillas a las que iba dirigida su predicación. Los teólogos, para imponer los dogmas con que han sobrecargado la palabra de Cristo, se apoyan en la autoridad de la iglesia, en la tradición. Pues bien, en vida de Jesús no había ni iglesia instituida ni tradición dogmática; si Jesús QO tenía necesidad de apoyarse en esos fundamentos para convencer a sus discípulos, cuya fe sigue siendo ejemplar para nosotros, no vemos por qué los cristianos de hoy tienen que aceptar una mutilación del pensamiento, sometiéndose pasivamente a unos «misterios» de los que no nos dijo nada el maestro de los evangelios. Locke denuncia la usurpación de los teólogos, que se afirma 12 MALEBRANCHE, Lettre a Dortous de Mairan, 6 setiembre 1714, en Correspondance avec Dortous de Mairan, ed. J. Moreau. Vrin 1947, 171-172.

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ya en las epístolas de san Pablo. La crítica de la teología procede de la misma intención que la crítica del conocimiento; se trata de llevar a cabo una limpieza a fondo del espacio mental, que los forjadores de teorías y de sistemas habían ido llenando de construcciones abusivas. El espíritu humano, consciente de sus fuerzas y de sus límites, tiene que decidir de sus compromisos con conocimiento de causa. La intención del cristianismo no consiste en mutilar, sino en llevar a su pleno cumplimiento la humanidad del hombre. El tema, ya presente en Spinoza, de una pedagogía divina se conjuga en el siglo de las luces con el del progreso, el desarrollo gradual de las sociedades humanas hacia un estado de civilización más cercano a la perfección. De ahí el nuevo rostro de Cristo como agente activo de esta «educación de la humanidad», de la que hablará Lessing.

licismo al protestantismo, hombre de gran cultura al mismo tiempo que pobre oficinista, que debía su pan cotidiano a sus protectores aristócratas. Aparte de otros escritos de polémica política y religiosa, Toland es el autor de un libro cuyo título resume todo su sentido: Christianity not mysterious, or a Treatise showing that there is nothing in the Gospel contrary to reason ñor above it (1696) (El cristianismo sin misterio; tratado para demostrar que no hay en el evangelio nada contrario a la razón o superior a ella). Locke había realizado un compromiso entre la religión tradicional y la nueva filosofía, dentro del espíritu de los latitudinarios; Toland va más allá, afirmando resueltamente la primacía de la luz natural, que es la única llamada a proporcionar el criterio de validez de las afirmaciones que proceden de la luz sobrenatural; sobre todo, adopta el tono de una agresividad decidida en contra de las desviaciones que denuncia. Los misterios de la religión son abusos de conciencia sin los cuales «jamás habríamos oído hablar de la transubstanciación y de otras fábulas ridiculas de la iglesia de Roma, ni de todas esas basuras bizantinas que han caído casi todas en nuestro muladar occidental».13 El papismo sirve de testaferro para el conjunto de las doctrinas religiosas impermeables a la simple razón, desacreditadas en cuanto que son tapujos y añadiduras de las supersticiones judías y paganas, superpuestos a la simple revelación natural. El sistema sacramental es abusivo; la religión queda absorbida en la moral. La revelación cristiana no es la única; existen otros libros sagrados; ¿cómo reconocer la validez de cada uno de ellos, a no ser por el arbitraje racional? Ese arbitraje no puede dar la razón a unas pretensiones que van en contra de la razón o que pretenden huir de su control.

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Locke es uno de los primeros partidarios de esta religión reconciliada con la naturaleza, en la que el peso del pecado cuenta menos que la buena voluntad del individuo moral, capaz de aceptar libremente una enseñanza dirigida a hombres libres. En 1695 publica un tratado titulado The reasonableness of Christianity as delivered in the Sscriptures (El cristianismo razonable, tal como es anunciado en las escrituras); luego, en 1705, publica An Essay of the understanding of Saint Paul's Epistles by consulting Saint Paul himself (Un ensayo de comprensión de las epístolas de san Pablo según el propio san Pablo). La atención especial que presta a los textos de san Pablo subraya la diversidad intrínseca del Nuevo Testamento. Las epístolas de Pablo deben ser interpretadas en función de la situación concreta de las primeras iglesias cristianas; hay que desembarazar los escritos del apóstol de las especulaciones teológicas que se han ido acumulando sobre ellos y que obstaculizan el acceso a los mismos. Una vez eliminado el camuflaje escolástico, la verdad evangélica deja de ser objeto de los juegos intelectuales y se convierte en la exigencia práctica de una vida honrada, en conformidad con el modelo definido por el maestro divino de las escrituras. La evacuación del misterio religioso, esbozada por Locke, fue poco después radicalizada por el irlandés John Toland (16711722), espíritu original, que pasó a los dieciséis años del cato-

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Las ideas del prudente Locke, con su expresión mesurada, no suscitaron reacciones de importancia; Toland promovió un auténtico escándalo; su libro fue censurado y quemado por la autoridad pública. Los defensores de la ortodoxia se esforzaron en mantener la integridad de la fe amenazada; pero la situación se había transformado por el hecho de haberse dicho cier13

TOLAND, Christianity not mysterious... London 1696, 25.

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Filosofía y teología

tas cosas. Un discípulo de Locke afirmó en alta voz que los errores papistas habían contaminado también a las iglesias protestantes; había que volver al principio de la reforma y darle todo su sentido a la libertad de conciencia. Tal es la tesis sostenida por Anthony Collins (1676-1729) en un libro publicado anónimamente en 1713, A Discours of Free-thinking, occasioned by the rise and growth of a sect called free-thinkers (Un discurso sobre la libertad de pensamiento, suscitado por el nacimiento y el desarrollo de una secta llamada de librepensadores).

certidumbres de la historia y de la exégesis bíblica, las contradicciones de la doctrina son tales que el sentido común está pidiendo que se le deje a cada uno la libre disposición del juicio en estas materias.16 Collins evoca la larga tradición de espíritus libres que honran a la humanidad: Sócrates era «un libérrimo pensador»;17 después de él, Aristóteles, Epicuro, Séneca, pero también Salomón y los profetas, Orígenes, luego Erasmo, Bacon y Hobbes, como también Descartes, Gassendi, Grotius, Herbert de Cherbury, Henry Moore, Cudworth, William Temple y Locke.

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La expresión «libre pensamiento», que habría de conocer un gran éxito en el futuro, designa «el uso del entendimiento para intentar descubrir el sentido de toda proposición, sea la que fuere, considerando la naturaleza de los elementos favorables o desfavorables y pronunciando su juicio en conformidad con la fuerza o la debilidad que resultan del balance de estos testimonios».14 El libre ejercicio del juicio es un fin en sí mismo; tiene que prevalecer la razón crítica, incluso en materia de religión, en donde es la única capaz de eliminar la superstición. El libre pensamiento corresponde a la razón de ser del protestantismo, que representa una forma de cristiandad libremente consentida, en oposición a las supersticiones papistas, que son las que engendran la incredulidad. En las escrituras y en la doctrina cristiana hay muchos puntos oscuros, y esto es lo que suscita controversias entre las diversas confesiones, y hasta entre los representantes de una misma confesión. El texto de la biblia no está perfectamente establecido, y el mismo canon está sometido a discusión. Si les falta la libertad de pensar, los hombres se ven reducidos a tener que recibir una religión ya hecha y definida a gusto de los sacerdotes, que los mantienen en la infancia, con el riesgo de suscitar la rebeldía de aquellos que no aceptan semejante disciplina; «de tal suerte que la ignorancia es el fundamento del ateísmo, y el libre pensamiento es su remedio. El libre pensamiento puede producir ateos; sin embargo, esos ateos son siempre menos cuando se permite el libre pensamiento que cuando se impide».15 Las in" 15

A Discours... London 1713, 5. Ibíd., 105.

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Esta enumeración, que mezcla a los christiani virtuosi con los latitudinarios, traza un palmares del liberalismo europeo. Collins está cerca de Locke, de Toland, de Shaftesbury; trató con los espíritus libres que vivían en Holanda, Desmaiseaux, el amigo de Bayle, y Jean Le Clerc. El Discourse of Free-Tbinking aparece como la profesión de fe de una intelligentsia europea, que se atreve a formular públicamente ciertas ideas reservadas hasta entonces por prudencia. El libre pensamiento celebra los funerales del espíritu de ortodoxia y del método de autoridad; la reflexión no tiene que ceder más que a su propia evidencia. No se rechaza al cristianismo en cuanto tal; pero su validez no se admite más que en la medida en que no contradice a las exigencias del entendimiento; hasta entonces había gozado de una excepción de jurisdicción; pero ahora se convierte en un terreno de pensamiento como los demás, sin privilegios de extraterritorialidad. Esta absorción del misterio no adquiere necesariamente un carácter revolucionario. Nos encontramos con ella ya en Leibniz, en su oposición al integrismo de Bossuet: «Para salvar al hombre del pesimismo y de la incredulidad, para liberar a la sociedad de todos los separatismos, Leibniz cree que es preferible, en una época en la que tantas personas no respetan ya la revelación ni los milagros, demostrar que no hay nada en la fe que no pueda ponerse de acuerdo con la razón, y que los dogmas son capaces de una interpretación racional que les permite Ibíd., 98-99. ibíd., 123.

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Filosofía y teología

triunfar en todas las objeciones. Para él, sólo son infalibles las luces de la razón. Bossuet no puede hacer otra cosa más que desconfiar de una metafísica que pretende englobar los misterios y hacerlos accesibles a una razón oscurecida y decaída».18 El Cristo de Leibniz no es ni mucho menos distinto del de Spinoza, del de Lessing o del de Kant; su misión reviste el carácter de una pedagogía para el uso del género humano: «Jesucristo acabó de hacer pasar a la religión natural a él mismo, dándole la autoridad de un dogma público. El solo hizo lo que tantos filósofos habían intentado hacer inútilmente; y cuando los cristianos se impusieron finalmente en el imperio romano, dominando sobre la parte mejor del mundo conocido, la religión de los sabios pasó a ser la de los pueblos. Más tarde, Mahoma no se apartaría de estas grandes líneas de la teología natural...» 19

sada en la razón y ser en cierta medida natural».21 Cristo corresponde a «la idea personificada del buen principio»;22 el Jesús histórico tiene que ser autentificado por su referencia a las exigencias fundamentales del pensamiento: «El mismo santo del evangelio ha de ser primero comparado con nuestra idea de la plenitud moral antes de que se le reconozca como tal».23 El Cristo a priori de la razón legitima al Cristo a posteriori de la historia; el Cristo kantiano ha venido a traernos el evangelio de la razón práctica, de la misma manera que la buena nueva del Cristo de Spinoza se encontraba sustancialmente en su Etica. La razón y la revelación no constituyen dos fuentes distintas de la moral y de la religión; «en todas las cosas, la última piedra de toque (Probirstein) de la validez de un juicio no puede buscarse más que en la razón solamente... Cualquier fe, incluso la fe histórica, tiene que ser racional, ya que la última piedra de toque de la verdad es siempre la razón...»,24 afirma el autor de la Crítica de la razón pura en un ensayo que lleva el título significativo de ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?, dirigido contra el fideísmo irracional de Jacobi.

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La Teodicea apareció en 1710. Leibniz se encontró con Toland en Hannover en 1701; leyó el Cristianismo sin misterio, que había aparecido en 1696; lejos de escandalizarse, recogió por su cuenta su tesis fundamental. En 1700, escribía a su amiga la electora Sofía: «Estoy convencido de que la religión no tiene que tener nada que sea contrario a la razón... Entiendo por razón, no ya a la facultad de razonar, que puede estar bien o mal empleada, sino al encadenamiento de verdades que no puede producir más que verdades, y una verdad no puede ser contraria a otra... En Europa necesitaríamos misioneros de la razón, para que predicasen la razón natural, sobre la que se funda la revelación misma, y sin la cual la religión será siempre mal aceptada».20 Leibniz es el testigo de un estado de espíritu que será comúnmente admitido en el siglo XVIII, a pesar de algunas resistencias. La primacía de la razón natural entra en las costumbres conceptuales de las luces. Según Kant, «el crecimiento es la idea de la religión que de una forma general debe estar ba-

El racionalismo religioso de Locke, de Leibniz y de Kant se va afirmando en un clima de pensamiento menos agitado que el clima francés; pero el propio Voltaire, si es verdad que se expresa en otro tono, no dice en el fondo nada distinto. La religión natural, despojada de todas las adiciones superfluas, es una religión universal; a ella es a la que apela el joven Diderot, antes de su conversión al ateísmo: «Esta religión es preferible a todas las demás, ya que no puede hacer más que el bien y nunca el mal. Pues bien, esa es la ley natural, grabada en el corazón de todos los hombres. Todos ellos encontrarán dentro de sí mismos las disposiciones necesarias para admitirla, mientras que las otras religiones, basadas en principios extraños al "

KANT, Le conflil des facultes (1798), trad. Gibelin. Vrin 1935, 49. KANT, La religión dans les limites de la simple raison (1793), trad. Tremesaygues. Alean 1913, 68. 23 KANT, Cimentación para la metafísica de las costumbres (1785), trad. C. Martín Rodríguez. Aguilar, Buenos Aires 1961, 91. 24 KANT, Was heisst: Sich im Denken orientieren? (1786), en Werke, ed. Academia de Berlín, VIII, 140. 22

" E. NAERT, Leibniz et la querelle du pur amour. Vrin 1959, 45. " Prólogo de la Théodicée, en Oeuvres philosopbiques de Leibniz, ed. P. Janet. Alean 1900, II, 3. 20 Carta a la electora Sofía (abril de 1709), en O. KLOPP, Leibniz; historisch-politische und staatswissenschaftliche Schriften, IX, 300,

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Critica del entusiasmo

hombre y por consiguiente necesariamente oscuros para la mayoría de ellos, no podrán dejar de suscitar disensiones. Pues bien, la experiencia nos dice que las religiones pretendidamente reveladas han causado mil desgracias, han armado a los hombres unos contra otros y han teñido de sangre todos los rincones. Por el contrario, la religión natural no ha costado ni una sola lágrima de sangre».25

religiosa; los espíritus ilustrados, aun cuando hagan profesión de cristianos, sienten la necesidad de romper su solidaridad con esa serie tan larga de episodios criminales que consagran el fracaso de cierto tipo de actitudes y de comportamientos y que dan un testimonio humillante contra la validez de las profesiones de fe de donde proceden.

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2. La demistificación del cristianismo: crítica del entusiasmo La imposición de la revelación natural sobre la revelación sobrenatural lleva consigo la disolución del misterio, cuyas sombrías intuiciones son incompatibles con la exigencia fundamental de las luces. Despojadas de todos los elementos oscuros con que se han ido rodeando, las religiones dejan de parecer irreductibles las unas a las otras. «¿No podría decirse, escribe Diderot, que todas las religiones del mundo no son más que sectas de la religión natural, y que los judíos, los cristianos, los musulmanes, no son más que naturalistas herejes y cismáticos?».26 La historia de las religiones se presenta entonces como una serie de funestos malentendidos, por los que los hombres han escogido dar la espalda a las evidencias fundamentales para complacerse en las alienaciones de su razón. Muchos pensadores de esta época tienen la impresión de que ha llegado el momento de abrir los ojos al hecho de que las grandes religiones, infieles a sus principios declarados, han sido víctimas de una intoxicación colectiva. La intolerancia, las persecuciones, las guerras de religión, las matanzas van jalonando la historia de una religión que ha perdido la razón. Hay que acabar con esta historia de la sinrazón para inaugurar la historia de la humanidad encaminada a su verdadero destino. Ya Lucrecio se escandalizaba de los males engendrados por la fe 25 DIDEROT, De la suffisance de la religión naturelle (1747), a. 13, en Oeuvres, ed. Assezat, I, 270. Ibíd., 271.

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O todas las religiones son falsas o se han desviado de su sentido, corrompidas por factores inherentes a la naturaleza humana o a la institución social. Para reducir el mensaje religioso a su pureza, hay que instituir una psicopatología que se remonte hasta las fuentes del mal. Los excesos de las guerras de religión suscitaron la aparición de una antropología religiosa, preocupada por aclarar el origen y la corrupción de la fe. Parece ser que fue en la Inglaterra del siglo xvm donde empezaron a desarrollarse estos análisis, bajo la doble influencia del empirismo baconiano y de la experiencia de los continuos y sangrientos conflictos adonde las motivaciones religiosas condujeron a los fanatismos contradictorios: los católicos, los anglicanos, los presbiterianos de Cromwell se disputaron el poder con diversa fortuna, invocando la voluntad de Dios al servicio de las ambiciones humanas. Los testigos de lo absoluto encuentran en estos enfrentamientos toda clase de ocasiones para suscitar las pasiones, decorándolas de intenciones escatológicas, lo cual las convierte en imposibles de expiar, como si el advenimiento del reino de Dios condujese a los hombres a un aniquilamiento fratricida. Pero poco a poco fue llegando la desilusión, el desánimo, y al mismo tiempo la reflexión. Los platónicos de Cambrigde, tranquilos profesores de universidad, eran testigos de su época. Los ingleses estaban ya cansados de los horrores de la guerra y la paz inglesa no podía ser más que un armisticio de las religiones. Un espíritu equilibrado, que quiera trazar el balance de las piadosas atrocidades cometidas en las islas británicas por la mayor gloria de Dios, desde los tiempos de Enrique VIII, no podrá dejar de preguntarse si el homo r'eligiosus no representará quizá una perversión peligrosa del homo humanus. Inquisidores y verdugos, los celadores del fanatismo parecen campeones del demonio más que de Jesucristo. La pasión religiosa se

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Crítica del entusiasmo

desencadena en nombre del absoluto, lo cual constituye la más irreductible de todas las locuras. El espíritu mecanicista, que extiende su jurisdicción al conjunto del terreno humano, se pone a reducir los fenómenos demoníacos a una inteligibilidad positiva. Empezó Montaigne dando ejemplo: los hechiceros y los posesos no son más que enfermos, afirmaba, y deben ser tratados como tales. Las naciones de occidente, al llegar el final del siglo xvn, fueron poco a poco aceptando esta opinión.27 El comportamiento de los fanáticos podría tener algo que ver, no ya con la santidad, sino con la alienación mental.

a la acción de Dios o a la del demonio y los tratará de manera consecuente. La actitud racional disociará a lo sobrenatural válido de lo que no lo es. Sin poner en discusión la autenticidad de la revelación cristiana, se insistirá en el carácter sencillo y humanamente inteligible de la enseñanza de Jesucristo. El Jesús de los evangelios no tiene nada de visionario, ni en el orden físico ni en el orden moral. El desencadenamiento de las fuerzas oscuras corresponde a una desnaturalización de la espiritualidad, bajo el efecto de las fuerzas ocultas de la personalidad, que deben ser interpretadas, no ya en lenguaje teológico, sino en lenguaje psicológico. Ese es el cambio de perspectiva que impone la revolución mecanicista.

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Esta inversión de valores está ya esbozada en la Inglaterra del siglo xvn, en donde puede constituir el objeto de un libre debate que no pone en causa para nada a la autoridad de la iglesia. La conciencia fanática apela a Dios; se atribuye el privilegio de una inspiración directa, fuera de las jerarquías eclesiásticas y de los cauces sacramentales. En un país en que las sectas eran numerosas y apasionadas, abundan los ejemplos de esta religión salvaje, encarnada en individuos o en pequeños grupos irregulares. Por consiguiente, cabe la posibilidad de emprender, en nombre del orden y de la disciplina, la denuncia de esos peligrosos abusos. Lutero había tomado partido en contra de los anabaptistas y de sus exacciones; Calvino había denunciado a los que él llamaba, con un nombre nuevo, los «libertinos». En los tiempos de agitación son numerosos los portavoces del Espíritu Santo, promotores de revueltas tanto más terribles cuanto más urgentes son las revelaciones personales de que pretenden gozar. Sus profecías van acompañadas de fenómenos sorprendentes: temblores, convulsiones, lenguas incomprensibles, paroxismos afectivos y motores, que evocan ciertos episodios de las escrituras y provocan a veces en los asistentes comportamientos análogos. La historia de las religiones es rica en episodios de fascinación colectiva, que movilizan a las masas en favor de cualquier cruzada, próxima o lejana, y empujan las energías liberadas por la intervención del profeta. La conciencia cristiana tiende a interpretar las realidades naturales según las normas y valores de lo sobrenatural; atribuirá tales fenómenos 27

Cf. G. GUSDORF, La révolution galiléenne. Payot 1969, I, 174 s.

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La psicopatología religiosa es una perversión de la exigencia cristiana por obra de unos factores puramente humanos. La superstición es una desnaturalización de la religión por parte de unos elementos que no tienen nada que ver con la dimensión de lo sagrado; no se trata ni de Dios ni del diablo, sino de una enfermedad de la imaginación cuyas alteraciones contaminan al pensamiento. Un platónico de Cambridge, John Smith (16181652), consagra un pequeño tratado, De la profecía, a establecer distinciones entre los verdaderos profetas, iluminados por Dios, que jamás «alinean la inteligencia», y los «impostores entusiastas de nuestra época», víctimas de un delirio, acompañado de sueños fantásticos. Smith se apoya en el análisis de los textos bíblicos y se pronuncia por la elección del contexto mental como criterio de autenticidad. El verdadero profeta es un hombre equilibrado, cuya vida entera demuestra una salud psicológica; el falso profeta es un desequilibrado tanto en sus pretendidas relaciones con Dios como en sus relaciones con los hombres. La profecía auténtica, exenta de cualquier tipo de frenesí visionario, es propia de un hombre despierto y plenamente dueño de sí mismo: «Esta especie de inspiración divina ha sido siempre más tranquila y serena que el otro tipo de profecía; no impone una postración tan honda ni actúa sobre la imaginación, ya que —a pesar de que los hagiógrafos o escritores sagrados se han expresado siempre en forma de parábolas y de semejanzas, que es el lenguaje de la imaginación— parecen sin embar-

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go no haberse servido de este lenguaje imaginativo más que para proponer su concepción de las cosas divinas de una manera más impresionante, aunque en sí misma fuera más natural y sencilla, como ocurre en cualquier otro tipo de escritos». 28 De la inspiración puede usarse bien y mal; según Willey, John Smith llegó a escribir la historia natural de un proceso que pretende ser sobrenatural. El profeta digno de fe es el filósofo, que posee la verdadera inteligencia de las cosas en su coherencia y en su contextura. «Este dominio de los primeros principios es el que aseguraba la preeminencia de Moisés y hacía de él un filósofo-rey según la concepción platónica». 29 La tradición religiosa expresa bajo la forma de complejos jeroglíficos unas cuantas enseñanzas muy sencillas. Pues bien, los jeroglíficos actúan muchas veces como invitaciones al desbordamiento de la imaginación y al frenesí de los comportamientos y de las costumbres.

pulso de la superstición no es de hecho más que una concepción errónea de la divinidad, que la hace terrible y aplastante, con todo su rigor imperativo; la representan como dura y pronta a la cólera, y sin embargo impotente y fácil de aplacar a costa de unas cuantas devociones cortesanas, sobre todo si van acompañadas de demostraciones ceremoniosas y de una solemne tristeza de espíritu. De esta raíz de la devoción brotan a veces la magia y los exorcismos, y con frecuencia ritos pedantes, vanas observaciones materiales y temporales, como lo demostró abundantemente Teofrasto. La superstición está constituida por la aprensión de un mal que viene de Dios; a costa de solicitaciones de pura fórmula y totalmente exteriores, espera llegar a aplacarlo sin aceptar una verdadera mejora de vida». 30

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La reducción de la revelación sobrenatural a los límites de la revelación natural tenía como consecuencia la disminución capital, si no la completa eliminación, del misterio religioso. La antropología religiosa tiende a una demistificación de la religión, despojada de todos los oropeles de que la han ido sobrecargando los fanatismos contradictorios de las pasiones humanas. Esta demistificación es obra de unos cristianos convencidos, gente de fe y de buena fe, que comprendieron, a la luz de los conflictos que presenciaban como testigos, como víctimas y quizá como actores, la necesidad de una revisión de los valores cristianos. La piedad que degenera en fanatismo es una piedad enloquecida; hay que sacar a la cristiandad de los callejones sin salida en donde se ha metido, definiendo qué es lo único necesario de la enseñanza religiosa auténtica. Locke tudinarios dedicados tal. Según

pertenece a la misma familia espiritual que los latiy los virtuosos cristianos, teólogos liberales o sabios a poner en obra el espíritu de la filosofía experimenun texto de su juventud, «la verdadera causa del im-

M J. SMITH, Of Prophecy (1660), en B. WILLEY, The seventeenth century Background. New York, c. VIII, 153-154. " Ib'td., 154.

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La superstición falsea la imagen de Dios; desnaturaliza a la divinidad al mismo tiempo que a la humanidad. La búsqueda de Dios según el cristianismo no puede separarse de un cumplimiento espiritual. Las religiones paganas se contentaban con exigir a sus fieles unas cuantas observancias rituales irracionales; el cristianismo, tal como lo predicó Jesucristo, es un culto razonable, en espíritu y en verdad; pero la tentación pagana sobrevive en el interior de las iglesias cristianas, como lo demuestra el ceremonial del papismo, los ritos y prácticas de naturaleza totalmente exterior que lo acompañan. La reforma fue una reacción saludable contra esta constante tentación de abandonar la religión del espíritu puro para acogerse a unas observancias de carácter imaginativo y folklórico. Este desvarío de la conciencia religiosa no sería posible si no se apoyase en ciertas disposiciones inherentes a la naturaleza humana. Las directivas y tentaciones exteriores movilizan a las pasiones imaginativas, que son las trampas por las que se deja coger la conciencia racional. Los análisis de los psicólogos ingleses son paralelos a los de Spinoza. Según el Tractatus theologico-politicus (1670), que corrobora ciertas indicaciones de la Etica, la religión popular se desarrolla en el nivel de la conciencia confusa e inadecuada y en el de las pasiones imaginatií0 LOCKE, Extracto del Commonplace Book (hacia 1661?), en KING, The Life of John Locke. London J1830, 11, 101.

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vas; la piedad popular, hechizada por las solicitaciones exteriores, lleva consigo una degeneración de la exigencia religiosa, desviada de sus fines y aplicada a unos objetos absurdos. Los liberales dan el nombre de entusiasmo a la ilusión propia de aquel que se cree directamente inspirado por Dios y se arroga el derecho de hacer que se respeten sus deseos. El entusiasta se cree lleno de Dios, siendo así que sólo está imbuido de sí mismo. Locke ha analizado este fenómeno en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690). El entusiamso, «cuando no está basado en la razón o en la revelación divina, sino que procede de la imaginación de un espíritu exaltado o lleno de sí mismo, no tiene ningún arraigo, aunque de momento tenga más influencia en las opiniones y las acciones de los hombres que la razón o la revelación, tomadas separadamente o juntas entre sí». Esta inflación de la subjetividad ejerce sobre el espíritu un dominio tiránico, «porque los hombres se sienten especialmente movidos a seguir los impulsos que reciben de ellos mismos... Cuando un pensamiento dominante ha llegado a apoderarse del espíritu, como si fuera un nuevo principio, lo arrastra fácilmente todo consigo; elevándose por encima del sentido común y liberado del yugo de la razón y del obstáculo de la reflexión, se transforma en una especie de autoridad divina, sostenida al mismo tiempo por nuestra inclinación y por nuestro propio temperamento».31 De esta forma, queda esbozada una psicopatología de la inspiración religiosa. «En todos los siglos, los hombres en quienes la melancolía va unida con la devoción y a los que la buena opinión que tenían de sí mismos ha convencido de que tenían una familiaridad más estrecha con Dios y más aceptación ante él que los demás hombres, se han jactado de tener un trato inmediato con la divinidad y frecuentes comunicaciones con el espíritu divino».32 No hay que creer al entusiasta por sus pala" LOCKE, Essai philosophique, 1. IV, c. X I X , a. 7; cf. también R. A. KNOX, Enthusiasm. A chapter in tbe history of religión with special reference to the 17th and 18th centuries. Oxford 1950; G. WILLIAMSON, The Restoration revolt against Enthusiasm, en Seventeenth century Contexts. London 1960. 12

LOCKE, Ib'id., a. 5.

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bras. O bien sus pretendidas revelaciones están en conformidad con la razón y con la enseñanza general de la fe cristiana, o bien no pueden compaginarse con ellas; en el primer caso, el entusiasmo no aporta ninguna novedad y es completamente inútil; en el segundo, es un falso testigo de la religión cristiana y corre el peligro de acarrear graves consecuencias. Por consiguiente, conviene denunciarlo con vigor. «¿Qué otra causa puede haber más apropiada para precipitarnos en los errores más extravagantes que aceptar de este modo a nuestra propia fantasía como suprema y única guía y creer que una proposición es verdadera o que una acción es justa solamente por el hecho de que nos lo creemos? La fuerza de nuestras convicciones no es ni mucho menos una prueba de su rectitud... ¿Cómo explicar entonces ese fanatismo ardiente e intratable en unos partidos diferentes y directamente opuestos?».33 El lenguaje de Locke es el del sentido común, en el momento en que la revolución de 1688, que tuvo como teorizante al autor de los dos 'Tratados sobre el gobierno civil, inaugura para Inglaterra una era de coexistencia finalmente pacífica entre las religiones. El Ensayo sobre el entendimiento humano ha sido uno de los textos fundamentales de la ilustración; su difusión a través de toda Europa contribuyó al establecimiento de un nuevo estado de espíritu frente a ciertos fenómenos considerados en adelante como aberrantes. Cristiano no menos convencido que Locke, Leibniz siente una repugnancia decidida por todas las influencias irracionales, incluso en materias de religión; «tengo miedo, escribe, de que todos esos que dicen que sienten un no sé qué, que no pueden expresar, estén deslumhrados por los falsos resplandores de la imaginación, que confunden con las luces del Espíritu Santo».34 El autor de la Teodicea adopta una actitud reservada frente a los iluminados, pietistas y quietistas de toda especie; incluso de buena fe, corren el peligro de ser víctimas de una confusión mental y moral a la que sólo puede poner remedio el ejercicio de la razón crítica, 3i

Ibíd., a. LEIBNIZ, Textes inédits P.U.F. 1948, I, 14

11. Carta a Morell (29 setiembre 1698), en GRÚA, Leibniz; d'aprés les manuscrits de la Bibliotheque de Hanovre. 137.

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llamada a pronunciarse sobre la autenticidad cristiana de la afirmación».35 La Europa de las luces, sin rechazar el principio de la inspiración religiosa, desea romper sus compromisos con todos los extremismos. El cristianismo liberal es una religión del justo medio, opuesto a todo lo que deshumaniza al hombre. El entusiasmo pretende trascender la condición humana apelando a Dios, pero de hecho esa trascendencia no es una trascendencia por arriba, una trans-ascendencia, sino sólo una trascendencia por abajo, una trans-descendencia, una bajada a los infiernos de la personalidad. Ese es el punto de vista que sostiene Shaftesbury, nieto de un patrono de Locke, en su Carta sobre el entusiasmo (1708). Shaftesbury recuerda la historia de Pan, que asustaba a sus adversarios por medio de clamores ampliados y repetidos por el eco de las rocas y de las cavernas. De ahí el carácter «pánico» de las emociones suscitadas en una muchedumbre, con el apoyo de la simpatía. «Así es como el furor popular puede ser llamado pánico, cuando la rabia de la gente los pone fuera de sí mismos —como a veces hemos podido experimentar—, especialmente si se mezcla en ello la religión. En esta situación, basta a veces una mirada para propagar la infección. El furor vuela de rostro en rostro y la enfermedad se transmite por simple contagio repentino... Hay muchos pánicos en la humanidad, aparte de los del miedo. Y de esta forma, la religión es también pánico, cuando se desencadena un entusiasmo de cualquier naturaleza que sea, como sucede con frecuencia en ciertas ocasiones deprimentes (on melancboly occasions). Naturalmente, se elevan ciertos vapores, sobre todo cuando las circunstancias son desfavorables y cuando están deprimidos los espíritus de los hombres (when the spirits of men are low), como sucede en las ca-

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lamidades públicas, en las perturbaciones meteorológicas o dietéticas, o en los casos de cataclismos naturales: tempestades, terremotos u otros prodigios sorprendentes...».36 La psicopatología se completa con una psicología colectiva y con una psicofisiología mecanicista, de la que había hablado ya antes Malebranche en el segundo libro de la Recherche de la vcrité (1674), bajo el título «De la comunicación contagiosa de las imaginaciones fuertes». La reflexión de Shaftesbury estuvo motivada por el asunto de los profetas cevenoles, refugiados camisardos franceses, cuyas limitaciones escatológicas habían suscitado en Londres una gran emoción; la propia justicia tuvo que intervenir para impedir los desórdenes. La Francia de Luis XV conocerá un escándalo análogo en el asunto de los «convulsionarios» jansenistas del cementerio de Saint-Médard en París, en 1727. Shaftesbury y los espíritu reflexivos sospechan que se da en estos fenómenos la influencia de lo que los modernos llamarían más tarde una histeria colectiva, que no tiene nada que ver con la auténtica vida religiosa. Shaftesbury, que se esfuerza es discernir en este terreno lo normal de lo patológico, hace del equilibrio, enemigo de los exiremos, un criterio de verdad. Su temperamento optimista le lleva a afirmar que «el buen humor (good humour) es no solamente el mejor preservativo contra el entusiasmo, sino también el fundamento más sólido de la piedad y de la religión verdadera».37 Denuncia el carácter morboso de ciertas representaciones cristianas: «El carácter melancólico de la enseñanza religiosa que hemos recibido nos impide pensar en ello con las debidas disposiciones. Recurrimos a ella sobre todo cuando surge la adversidad, la mala salud, la aflicción o la angustia de espíritu, el desequilibrio del temperamento».38 De ahí el carácter sombrío y opresivo de la religión, que se proyecta en la imagen de un Dios encolerizado, vengativo y terrorífico, en contradic-

35

Cf. este texto con fecha de 1687 (en GRÚA, O. C, I, 79): «Es fácil caer en la ilusión, como cayeron por ejemplo Valentín Weigelius, Antoinette de Bourignon y Jacob Boehme, artesano de Lusace, pero de un espíritu elevado, cuyas expresiones son admiradas por las personas sabias, hasta el punto de que la misma princesa Elisabeth, hermana del difunto elector Carlos Luis, que era una de las personas más juiciosas del mundo, no dejó de encontrar allí cierto gusto; sin embargo, yo creo que a veces ese artesano no se entendía ni a sí mismo» (cf. E. ÑAERT, O. C, 23 s.).

* ristics .ester "

SHAFTESBURY, A letter concerning Enthusiasm (1708), en Characteof Men, Manners, Opinions, Times, ed. J. M. Robertson. Glou1963, I, 13. Ibíd., 17. Ibíd., 24.

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Crítica del entusiasmo

ción con la idea de un Dios de bondad y mansedumbre conforme al espíritu religioso auténtico. Esta desnaturalización explica los excesos belicosos de las cruzadas y las consecuencias patológicas de una actitud que debería inspirar solamente sentimientos de humanidad.

tusiasta en materias religiosas es una especie de payaso obstinado; el supersticioso se parece más bien a u n galanteador insípido». 41 Si las sectas separadas de la iglesia anglicana recogen en su seno a los entusiastas, la iglesia católica es el asilo de la superstición: «Yo he visto al papa oficiando en San Pedro, escribe Addison; durante dos horas largas, no dejó de ponerse y de quitarse sus distintas vestimentas según los diferentes papeles que tenía que representar...». 4 2 Joseph Addison no siente ninguna simpatía por la irreligión. La emprende contra los zelotes del ateísmo, en quienes denuncia a los beatos de un nuevo género, que practican la «beatería del sinsentido {bigotry for non sense)».43 Más bien que la razón, es la religión lo que distingue al hombre de la bestia; pero tiene que ser una religión del equilibrio y del justo medio: «La devoción abre el espíritu a las grandes concepciones; lo llena de ideas más sublimes que todas las que se pueden encontrar en la ciencia más elevada, y al mismo tiempo inflama y conmueve más al alma que el placer sensual». 44 El pensamiento humano se siente naturalmente movido a rendir un culto religioso a u n ser supremo, a quien implora en sus necesidades y a quien da gracias por todos los beneficios que recibe, tal como demuestra la práctica de todos los pueblos de la tierra. La demistificación de la religión no pretende ni mucho menos suprimirla; lo que quiere es reducirla a su significación esencial.

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Shaftesbury, gran señor y hombre de mundo, de un liberalismo religioso que ronda con el deísmo, ejerció una gran influencia sobre Voltaire y contribuyó muchísimo a la hora de definir, a los ojos de los espíritus ilustrados, el tipo del hombre honrado según el siglo XVIII. Poco tiempo después de la Carta de Shaftesbury, otro de los arbitros del buen gusto, el escritor y periodista Addison, recogería este mismo tema en su «Spectator», que fue a comienzos de siglo el prototipo de las revistas literarias europeas: «Los dos errores principales en los que puede hacernos caer una religión mal comprendida son el entusiasmo y la superstición». 39 El entusiasmo es una forma de depresión melancólica, en la que corre el riesgo de caer un espíritu que se recalienta más allá de toda prudencia. «Tenemos que velar particularmente por conservar nuestra razón dentro de la mayor frialdad posible y preservar todos los aspectos de nuestra vida de la influencia de la pasión, de la imaginación y de la complexión física. La devoción, si no se mantiene bajo el control de la razón, se ve expuesta a degenerar en entusiasmo. Cuando el espíritu se encuentra suficientemente inflamado por sus devociones, se siente muy inclinado a pensar que no está ardiendo por su propia llama, sino que está alimentado por un principio divino que se afirma en su interior». El que se abandona a esta clase de sortilegio, pronto gozará de trances imaginativos y de éxtasis; «una vez que se imagina bajo la influencia de un impulso divino, no es extraño que desprecie los reglamentos humanos y se niegue a respetar las formas de toda religión establecida, ya que se figura que está bajo la dirección de una guía muy superior». 40

La crítica mecanicista se veía arrastrada por su lógica interna a eliminar del terreno natural toda usurpación de lo sobrenatural. Los hechiceros y los demonios fueron las primeras víctimas de esta inquisición racional; pero el movimiento tendría que llegar a cuestionar necesariamente a todos los elementos sobrenaturales del propio cristianismo; las visiones, las apariciones, los milagros, las profecías y los presentimientos, la eficacia de los votos y las plegarias son comunes a todas las religiones; movilizan a las pasiones humanas y a la credulidad, el

La superstición constituye otra alienación mental. «El en41 39

SPECTATOR 211 (octubre 1711); The works of the Right honorable Joseph Addison, ed. R. Hurd. London 21889, III, 71. 40 Ibíd., 72.

147

42 43 44

Ibíd. Ibíd., 73. SPECTATOR, 185; Ibíd., 54. SPECTATOR, 201; Ibíd., 71.

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Crítica del entusiasmo

miedo y la esperanza. La fe de Cristo tiene que purgarse de estos elementos regresivos. El pensamiento mecanicista mira con nuevos ojos el terreno del folklore y de la etnología religiosa. John Trenchard publica en 1709 una obra titulada The natural history of superstition, que describe el amplio universo de los poderes mágicos y de la adivinación en todas sus formas. Esta enciclopedia de la superstición presupone que, si el cristianismo se opone al paganismo como la verdad al error, tiene que ser purificado de todos los residuos arcaicos que subsisten en la piedad popular.45 Trenchard combina ciertos conocimientos psiquiátricos con informaciones sacadas de la crítica holandesa, como por ejemplo los trabajos de Van Dale y de Baltasar Bekker (1691-1693), en donde se esboza una historia comparada de las religiones, que pronto recogerá y desarrollará Fontenelle.

Locke y Addison respetan la esencia del cristianismo; lo único que pretenden es regenerarlo. Llevados por sus pasiones, los radicales franceses no ven en las realidades religiosas más que una inmensa intoxicación colectiva, y esto les hace cerrar los ojos a las realidades históricas. En el artículo sobre Ignacio de Loyola, del Dictionnaire philosophique, escribe Voltaire: «¿Queréis conseguir un gran renombre, ser fundadores? Volveos completamente locos, pero con una locura que venga bien a vuestro siglo. Tened en vuestra locura un fondo de razón que pueda servir para dirigir vuestras extravagancias, y sed excesivamente obstinados. Puede muy bien suceder que os cuelguen; pero, si no os cuelgan, también puede ser que os levanten altares. En conciencia, ¿hubo jamás un hombre más digno del manicomio que san Ignacio?... La cabeza le dio vueltas tras la lectura de la Leyenda de oro, lo mismo que a don Quijote de la Mancha tras la lectura de los libros de caballería... La santísima Virgen se le apareció y aceptó sus servicios... El diablo está sobre ascuas, viendo todo el daño que le harían los jesuítas algún día, y viene a armarle mil jaleos con sus diabluras y rompe todos los cristales de la casa; el vizcaíno lo echa con una señal de la cruz; el demonio se escapa por la pared... Su familia, al ver los trastornos de su espíritu, quiere encerrarlo y ponerlo en sitio seguro, pero él se libra de su familia lo mismo que del diablo...».

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La psicopatología religiosa, por consiguiente, ofrece explicaciones reductoras basadas unas veces en la psicología colectiva y otras en la psicología individual, según el espíritu del método empirista y genético puesto en obra por Locke. Estas nuevas ideas están de moda a finales del siglo xvn y a comienzos del xvni. Los filósofos del siglo de las luces no harán más que vulgarizar y radicalizar estos temas del protestantismo liberal. Los filósofos franceses no tendrán reparo en mostrarse como adversarios del cristianismo; su combate resultará todavía más violento gracias a la violencia de las resistencias que susciten; pero de hecho un Montesquieu, un Voltaire, un Holbach no añadirán gran cosa a los temas fundamentales de Toland, de Locke y de Shaftesbury. Holbach publicó en 1768 La contagión sacrée, ou histoire naturelle de la superstition, «obra traducida del inglés»; dos capítulos de este libro polémico están sacados de Trenchard; los desarrollos añadidos por el barón de Holbach no son más que variaciones propagandísticas de los temas ingleses. A través de Europa, se extiende toda una literatura de demistificación que propala los temas del «contagio sagrado», comparado con esos miasmas o esas partículas materiales suspendidas en el aire, que propagan las epidemias de la superstición. 45 Cf. F. E. MANUEL, The 18th. century confronts tbe Gods. Harvard University Press, Cambridge 1959, 72 s.

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Esta teoría tan radicalizada de la alienación religiosa le impide al historiador Voltaire toda comprensión de la realidad, pues en definitiva uno de los signos de la alienación es su impotencia para insertarse en la realidad común. «¿Cómo pudo ocurrir que semejante ser tan extravagante gozara en Roma de cierta consideración, que tuviera discípulos y que fuera el fundador de una orden tan poderosa, en la que ha habido hombres tan estimables?» La respuesta es poco convincente: «Es que era obstinado y entusiasta. Se encontró con algunos entusiastas como él y se los asoció». No acaba de verse cómo la locura, incluso la colectivizada, haya podido llevar a resultados positivos. Voltaire, llevado por su pasión, se contentó con comprobar la omnipresencia de la alienación religiosa, englobando en esa misma reprobación a los cuáqueros, a los que en otras oca-

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siones presentó como personas ejemplares: «No hace mucho tiempo que un palurdo inglés, más ignorante que el español Ignacio, estableció la sociedad de los llamados cuáqueros, sociedad muy por debajo de la de Ignacio. El conde Zinzendorf fundó también en nuestros días la secta de los moravos; y los convulsionarios de París han estado a punto de armar una revolución...». Sería cuestión de saber cómo unos cuantos «temblorosos» (quakers), variedad británica de los convulsionarios, han podido constituir y perpetuar una sociedad que el propio Voltaire juzga respetable. Cuestión insoluble para el autor del Dictionnaire philosophique, que no dispone de los instrumentos epistemológicos necesarios; de la misma manera, tampoco Voltaire, historiador del Essai sur les moeurs, logrará comprender el período medieval, viciado a sus ojos por un delirio religioso colectivo.

mo. Inglaterra se le presenta como purgada afortunadamente de la superstición papista. Según uno de sus historiadores, « H u m e parece haber sentido cada vez más fuertemente que la iglesia anglicana era el modelo casi perfecto de una iglesia establecida». 46 Hostil a las formas supersticiosas de la religión popular, H u m e parece ver en la institución eclesiástica una regulación social adaptada a un aspecto irreductible de la realidad humana. La iglesia de Inglaterra es objeto de un hermoso elogio por parte del historiador H u m e : «De todas las iglesias europeas que sacudieron el yugo de la autoridad romana, ninguna procedió con tanta razón y moderación como la iglesia de Inglaterra. Esta ventaja le vino en parte de la intervención de la autoridad civil en esta renovación, y en parte del progreso lento y gradual de la reforma en el reino. La rabia y la animosidad contra la religión católica se admitieron solamente en la medida más pequeña compatible con semejante revolución... Moderando el genio de la antigua superstición y haciéndola más compatible con la paz y los intereses de la sociedad, la nueva religión se mantiene en ese juego que siempre han buscado los hombres sabios, y que tan raras veces ha sido capaz de mantener el pueblo». 47

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El fanatismo antifanático de Voltaire, en el que se refleja el clima polémico francés, tiene que confrontarse con la posición moderada y positiva de H u m e , cuya filosofía está teñida de escepticismo. Pero este escepticismo, manifiesto en sus reflexiones sobre el terreno religioso, lo hace más reservado ante ese aspecto de la experiencia humana. El ensayo que lleva por título De la superstición y del entusiasmo (1744) recoge las críticas tradicionales de la patología religiosa; la Historia natural de la religión (1757) analiza los datos de la experiencia religiosa en el espacio y en el tiempo, junto con los malentendidos que pueden afectar a las prácticas y observancias de este orden en la especie humana. Los Diálogos sobre la religión natural, que no aparecieron hasta el año 1779, después de la muerte de su autor, proceden a una revisión metódica de los temas de la apologética tradicional. Las pruebas y los argumentos en favor de la existencia de Dios y del gobierno providencial de la realidad no proporcionan las demostraciones que prometían. Pero ese libro es más irreligioso que la Crítica de la razón pura, que unos años más tarde, en 1781, concluirá igualmente que son insuficientes las pretendidas «pruebas» de la existencia divina. H u m e adopta la actitud crítica del especialista de la ciencia del hombre, pero no se sitúa como adversario de la religión auténtica que parece consistir a sus ojos en una forma de teís-

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La neutralidad de H u m e frente a las realidades religiosas es una neutralidad benévola, claramente señalada en un prólogo en donde responde a las críticas de quienes le acusaban de haber puesto de relieve las distorsiones y los abusos del cristianismo en ciertas épocas de la historia: «El sofisma que consiste en sacar argumentos del abuso de una cosa en contra del uso normal de esa cosa es uno de los más groseros y al mismo tiempo de los más extendidos entre los hombres. La historia de todas las épocas, y particularmente la del período que estamos estudiando, ofrece varios ejemplos de abuso de la religión y no hemos hecho nada para evitar señalarlos en este volumen ni en el anterior. Pero si alguno sacara de aquí conclusiones desfavorables a la religión en general, razonaría de una forma muy precipitada y errónea. El oficio propio de la religión es reformar la 46 J. B. STEWART, The moral and political philosophy of David Hume. Columbia University Press, New York-London 1963, 283. 47 HUME, History of England. London 1778, V, 149-150, en J. B. STE-

WART, o. c,

283.

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vida de los hombres, purificar su corazón, reforzar en ellos el sentimiento de la obligación moral y asegurar la obediencia a las leyes y a la autoridad civil». Desgraciadamente, son sobre todo los abusos cometidos en nombre de la religión los que retienen la atención del historiador; hay que comprender, prosigue Hume, que éste «puede conservar el mayor respeto hacia la piedad auténtica, aun cuando exponga todos los abusos de una piedad falsificada... No es una prueba de irreligión en un historiador señalar alguna falta o imperfección en alguna secta religiosa que tenga ocasión de mencionar. Todas las instituciones, por muy divinas que sean, una vez adoptadas por el hombre, llevarán necesariamente la marca de la debilidad y de las deficiencias de nuestra naturaleza...».48

guarda no poca relación con esta necesidad de un culto desprendido de toda concesión a la imaginación, en donde el hombre puede encontrarse con Dios en espíritu y en verdad, sin abdicar para nada de las exigencias del pensamiento.

No creemos que haya motivos para dudar de la buena fe del pensador escocés. El mal uso de la religión no es toda la religión. Es fácil de ver la distancia que separa a Voltaire o a Holbach de Hume, uno de los espíritus más libres de la tradición británica. También en Alemania los adversarios del fanatismo se limitan a señalar en él una forma patológica de la verdadera religión. Kant publica en 1766 sus Sueños de un visionario explicados por medio de sueños metafísicos, en donde denuncia la perniciosa influencia ejercida por el iluminado sueco Swedenborg sobre ciertos cristianos demasiado crédulos. Pero el proceso hecho a la Sckwarmerei, al iluminismo místico, tiene solamente la intención de subrayar el buen uso de un cristianismo adulto, conforme con las exigencias de la humanidad, que es el que pretenderá justificar el autor de La religión dentro de los límites de la simple razón (1793). Los espíritus ilustrados del siglo x v m han constituido de este modo una psicopatología religiosa destinada a garantizar la libertad de conciencia contra los riesgos de la alienación. El free-thinker no es un fanático de la irreligión, sino un cristiano liberal y autónomo cuya afirmación está exenta de toda imposición de influencias ocultas. El éxito del movimiento masónico en el siglo de la luces, particularmente en los países católicos, "

Nota a The History of Great Britain. London 1756, II, 449-450,

reproducido en STEWART, O. C, 393 s.

153

Lo más sorprendente es que la patología religiosa, recogida en el siglo xvm y más tarde todavía por los radicales anticristianos, fue utilizada ya a finales del siglo xvn por un espíritu tan tradicionalista como Bossuet. El Discours sur l'histoire universelle (1681) recurre a una teoría de este tipo para explicar la apostasía del pueblo de Israel durante la cautividad en Egipto, y antes de las leyes de Moisés: «El género humano se extravió hasta llegar a adorar sus vicios y pasiones; pero no hay que extrañarse de eso: no había ningún poder más inevitable ni más tiránico que el de esos vicios. El hombre, acostumbrado a creer que es divino todo lo que es poderoso, al sentirse arrastrado hacia el vicio por una fuerza invencible, creyó fácilmente que esa fuerza estaba fuera de él y la convirtió en un Dios. Este es el motivo de que el amor impúdico haya tenido tantos altares y de que empezaran a mezclarse con los sacrificios horrorosas impurezas. Al mismo tiempo se presentó la crueldad. El hombre culpable, que se sentía confuso por el sentimiento de sus crímenes y que miraba a la divinidad como enemiga, creyó que no podría aplacarla con las víctimas ordinarias. Necesitaba derramar la sangre humana con la de animales...».49 Los hombres se pusieron a adorar a los ídolos, fabricados con sus propias manos; «¿quién lo hubiera podido creer, si la experiencia no nos hubiese demostrado que un error tan estúpido y tan brutal no era solamente el más universal de todos, sino además el más arraigado y el más incorregible entre los hombres?».50 De esta forma, Bossuet reconocía, lo mismo que los racionalistas y los deístas, e incluso antes que muchos de ellos, el carácter patológico de ciertos comportamientos religiosos en los que se desencadenan los bajos instintos de la naturaleza humana. Lo que pasa es que, a sus cjos, esa religión desnaturalizada " BOSSUET, Discours sur l'Histoire universelle, 1681, 2.' parte, c. III; ed. Garnier-Flammarion, 174. lb'td., 175.

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era propia de los paganos y de los idólatras. El cristianismo, en su versión auténtica, revisada y corregida por la ortodoxia romana, goza de excepción gracias a una jurisdicción que lo asegura contra toda influencia de las fuerzas oscuras. El catolicismo lleva consigo las luces de la verdad, inspiradas por el Espíritu Santo. Bossuet admite, lo mismo que Voltaire, la psicopatología religiosa; pero Voltaire, y los tres pensadores del siglo de las luces, no conceden ningún privilegio al cristianismo, sometido al derecho común. Bossuet salva al catolicismo por la virtud de la ortodoxia; en el siglo xvm, este espíritu de ortodoxia ha desaparecido, o mejor dicho, ha sido sustituido por la referencia a la ortodoxia única de la razón crítica, llamada a autentificar las pretensiones de todas las confesiones sin excepción.

sen tan entonces como fabricaciones artificiales, destinadas a mantener en la obediencia a las masas drogadas y fanatizadas. Esta teoría es la que defiende, por ejemplo, el abate Raynal: «La religión ha sido en todas partes una invención de hombres mañosos y políticos que, al no encontrar en sí mismos los medios de gobernar a sus semejantes a su antojo, buscaron en el cielo la fuerza que les faltaba e hicieron descender el terror. Sus sueños fueron generalmente admitidos con todos sus absurdos. Solamente el progreso de la civilización y de las luces fue lo que hizo que se les sometiera a examen y que la gente empezara a avergonzarse de esas creencias. De entre los razonadores, unos se burlaron de ellos y formaron la clase aborrecida de los espíritus fuertes; los otros, por interés o por pusilanimidad, queriendo conciliar la fe con la razón, recurrieron a ciertas alegorías de las que los forjadores del dogma no habían tenido la menor idea y que el pueblo no acabó de comprender y rechazó, para atenerse pura y simplemente a la fe de sus padres».51

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3.

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La psicopatología religiosa se aplica a los casos individuales, aislados los unos de los otros. La teoría del contagio sagrado explica la propagación del mal de un individuo a otro. Pero las diversas religiones no se contentan con ser una agrupación de individuos; los organizan, les dotan de instituciones y de reglas, destinadas a codificar su existencia y a permitir de este modo su difusión en el espacio y su permanencia en el tiempo. El análisis psicológico tiene que completarse entonces con un análisis sociológico, aplicado a la dimensión cultural. Unas cuantas iniciativas aisladas no bastan para dar cuenta del alcance que poseen los sistemas religiosos en la totalidad del mundo conocido. Para que esta forma de alienación haya adquirido tan gran ascendiente sobre la humanidad, ha sido menester que la hayan puesto en obra unos individuos lúcidos e interesados que, escapándose de la sinrazón común, hayan encontrado en esa sinrazón el instrumento de una conquista racional. Tal es el personaje del sacerdote, a los ojos de gran número de espíritus ilustrados: manipulador de la credulidad pública, justifica el anticlericalismo característico del siglo de las luces. La mayor parte de las religiones, si no la totalidad, se pre-

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De esta forma, se encuentran reunidas y articuladas la psicología individual y la psicología social. El análisis racional, en presencia de la universalidad de la institución religiosa, del carácter tantas veces absurdo de los ritos y de las prácticas, no encuentra más recurso que la hipótesis de un complot gracias al cual una minoría de individuos lúcidos asegura el control de la opinión general. El siglo del derecho natural y de la moralidad universal es incapaz de interpretar la variedad de sistemas religiosos, a no ser como resultado de una sabia mistificación. Tal es el sentido de la superstición, sobrecarga artificial del derecho natural. «En los libros inspirados hay dos morales, escribe Diderot: una general y común a todas las naciones, a todos los cultos, que es la que se sigue más o menos; otra, propia de cada nación y de cada individuo, que es la que se cree y se predica en los pulpitos, la que se preconiza en las casas y la que nadie sigue... Realmente, no vale la pena que un sabio legislador se preocupe de un sistema de opiniones curiosas, que 51

G. T. RAYNAL, Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes (1770), ed. de Genéve 1782, I, 62.

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sólo se impone a los niños, que incita al crimen con la comodidad de la expiación, que envía al culpable a pedir perdón a Dios por la injuria cometida contra el hombre y que envilece el orden de los deberes naturales y morales subordinándolos a un orden de deberes quiméricos».52

siásticas y políticas. La devoción de las turbas las mantiene en situación de esclavitud voluntaria; los sacrificios consentidos en honor de los dioses acaban siempre aprovechando a terceros.

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La interpretación racionalista está en conformidad con la tesis averroísta de la doble verdad; se necesita una religión para el pueblo, porque el pueblo no es capaz de aceptar la verdad racional en toda su simplicidad. Los espíritus ilustrados del siglo xvin parecen estar divididos entre un optimismo universalista, que reconoce la vocación racional de todos los humanos, y un pesimismo aristocrático, que cree que la masa de la humanidad es congénitamente incapaz de acceder a la cultura verdadera, fundamento de la libertad de juicio. Esta ambigüedad paradójica se resuelve indudablemente recurriendo al esquema del progreso: la rehabilitación de las clases inferiores, víctimas de un pecado original de naturaleza social, aunque sea imposible por ahora, se irá realizando poco a poco según la promesa de las filosofías racionalistas de la historia. El tema de la impostura de los sacerdotes se sitúa en esta perspectiva de la doble verdad. Para transformarse en explotadores de la credulidad pública, fue menester que los clérigos percibieran el sentido de una verdad que falsearon artificiosamente para el uso de los fieles de aquellas religiones que se cuidaron de instituir. Esta traición de los clérigos es un pecado contra el espíritu; la consigna de «aplastar al infame» traduce la justa indignación de los intelectuales volterianos contra sus indignos camaradas de los tiempos oscuros que dieron origen a las religiones.53 El tema de los tres impostores se encuentra en toda la tradición occidental, al menos desde la época de Federico II de Hohenstaufen: Moisés, Jesús y Mahoma, cada uno en su estilo particular, sometieron a la conciencia humana a un régimen de opresión, para mayor beneficio de las autoridades ecle" Entrenen a"un philosophe avec la Maréchale de... (1776), en Oeuvres de Diderot, ed. Assezat, II, 517. 53 Cf. A. G. RAYMOND, L'Infame: superstition ou calomnie? Studtes on Voltaire and tbe 18tb century, LVII. Genéve 1967.

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Las fuentes del anticlericalismo moderno se remontan más allá del averroísmo medieval. Desde la antigüedad, la reflexión sobre la diversidad de los cultos paganos, sobre sus pintoresquismos y sus contradicciones, planteaba la cuestión de justificar una floración de tradiciones poco compatible con la unidad de la razón humana. La casta sacerdotal es la que transmite los mitos y la que realiza los ritos sagrados; era natural imaginarse que los sacerdotes urdían en provecho propio un sistema de gobierno de los espíritus, en el que no creían ni ellos mismos, si es cierto que dos augures no podían mirarse a la cara sin echarse a reír. Estas ideas no son extrañas a la Aufkliirung antigua, al espíritu crítico en materia de religión, tal como lo encarnan un Lucrecio o un Cicerón, sin hablar del radicalismo de los escépticos. Varrón, citado por san Agustín, distingue tres teologías: una teología mítica, concreta y colorista, humanizada, desarrollada por los poetas y los hombres de teatro; una teología natural, abstracta y razonable, objeto de las especulaciones filosóficas y, finalmente, una teología civil, de donde proceden los cultos de la ciudad y las ceremonias que consagran la unidad entre los ciudadanos. Según san Agustín, Varrón —cuyas Antiquitates rerum divinarum et humanarum se remontaban al siglo i antes de la era cristiana— opinaba que los sacerdotes habían drogado conscientemente a los hombres, aplacando sus terrores por medio de invenciones mitológicas.54 Varrón, escribe Agustín, «dice, hablando de las religiones, que hay muchas cosas verdaderas que no sólo es útil que el vulgo no las sepa, sino que también, aunque fueran falsas, conviene que las estime de otro modo. Esta es la razón, añade, que movió a los griegos a ocultar tras el silencio y las paredes sus consagraciones y sus misterios».55 Los cultos paganos no son más que superchería (fallada); eran una obra en común de engañado54 Cf. el texto de VARRÓN en La ciudad de Dios, 1. VI, c. V, en Obras de san Agustín, ed. BAC XVI-XVII. Madrid 1958, 417 s. 55 La ciudad de Dios, 1. IV, c. XXXI: Ibíd., 320-321.

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res y de engañados (deceptores et deceptos). Un capítulo de La Ciudad de Dios expone «so color de qué interés quisieron los jefes de los gentiles que entre los pueblos a ellos sujetos se mantuvieran las falsas religiones».56 Agustín se contenta con resumir las ideas del filólogo romano: «Nota además (Varrón) que, en lo tocante a las generaciones de los dioses, los pueblos se inclinaron más a los poetas que a los filósofos; y ésta es la razón de que sus mayores, esto es, los antiguos romanos, admitieran el sexo y las generaciones y los unieran en casamiento. En realidad, esto no parece tener otro móvil que el negocio de los hombres prudentes y sabios en engañar al pueblo en las religiones... Así como los demonios no pueden poseer sino a aquellos que han engañado con falacia, así también los hombres jefes, no ciertamente justos, sino los semejantes a los demonios, aconsejaban a los pueblos con el nombre de religión verdadera, ligándoles de esta suerte más estrechamente a la sociedad civil y haciéndolos juguetes suyos».57

Varrón, antes de la encarnación de Cristo y del cumplimiento de la revelación cristiana, estaba virtualmente en disposición, a pesar de que ignoraba el Antiguo Testamento, de conocer, por lo menos en parte, al verdadero Dios, gracias a la revelación natural de su razón. La tesis de la impostura de los sacerdotes nació de la necesidad de mantener la anterioridad del monoteísmo respecto al politeísmo. El triunfo del cristianismo puso fin a las prácticas criminales de la casta sacerdotal; el clero cristiano está constituido por servidores de la única verdad. Semejante argumentación permite poner cierto orden en el devenir de las religiones, tal como debe organizarlo el cambio de perspectivas impuesto por el cristianismo, mantenedor de un monopolio de la verdad que tiene que remontarse hasta la creación del mundo. Era indispensable situar los cultos paganos como una aberración del culto en espíritu y en verdad, prescrito desde el principio por el creador a sus criaturas. La interpretación de Agustín se mantendrá en la tradición cristiana, asegurando el acuerdo entre la historia de la iglesia y la historia del paganismo; ésta fue la interpretación que recogió también Bossuet, cuando presentó el devenir de la verdad en el desarrollo de las sociedades humanas.59

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Los análisis de Agustín se inscriben en la polémica entre el monoteísmo cristiano y el politeísmo pagano. El esquema judeocristiano de la creación del mundo sitúa ya en el origen la revelación de un Dios único. Consiguientemente, el paganismo introdujo una desviación incomprensible: ¿Cómo es que, a pesar de poseer la verdad, los pueblos antiguos se apartaron de ella? La explicación se buscará en las artimañas de los sacerdotes, cómplices de los maleficios del demonio; con todo conocimiento de causa, conscientes de la verdad del monoteísmo, ellos inventaron el politeísmo para reducir a sus compatriotas a una situación de esclavitud espiritual. Agustín puede escribir: «Si (Varrón) pudiera algo contra la arcaicidad de un error tan enraizado, sin duda juzgaría que debería adorarse a un solo Dios por quien cree se gobierna el mundo, y adorarle sin imagen. Y, al hallarse tan cerca, quizá con facilidad cayera en la cuenta de que el alma es mutable y sintiera que el Dios verdadero, creador del alma misma, es una naturaleza inconmutable».58 56 57 M

Título del c. XXXII: Ibíd., 322. Ibíd., 322-323. Cap. XXXI: Ibíd., 322; cf. 321: «Este mismo autor tan profundo

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La renovación de los estudios clásicos desde el renacimiento había dado nueva vida a las especulaciones antiguas. Los mitos sirven de fundamento a la literatura y a las artes, objetos de un reverencia casi religiosa por parte de los eruditos. Parecía difícil destinar a la condenación eterna, por causa del paganismo, a los maestros antiguos, considerados como modelos de una perfección eterna. Erasmo está dispuesto a colocar a Sócrates en el número de los santos, y los devotos de Homero y de Virgilio no pueden resolverse a descalificarlos por causa de una noconformidad cultural. Los platónicos, como Marsilio Ficino, encuentran a través de los escritos de su inspirador el camino de y tan sabio dice que es de parecer que sólo comprenderán qué es Dios quienes creyeron que es ti alma gobernadora del mundo, con movimiento y razón (motu et ratione)... Sólo queda pendiente entre él y nosotros la cuestión de que él decía que Dios es un alma, y no más bien creador del alma». Cf. más arriba, página 154.

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una espiritualidad nueva. Estas obras no cristianas, precristianas, tienen un valor saludable, porque conservan las huellas de la autenticidad primordial y es imposible contentarse, como lo hacía Agustín, con ver en ellas el fruto de intervenciones diabólicas. La tradición de los clásicos del humanismo tiene que comprenderse como constitutiva de una fase de la historia de la verdad; y esto puede muy bien conciliarse con la tesis de una revelación natural concedida a la humanidad en su conjunto.

privilegiado, pero la dislocación de la iglesia desde la reforma relativiza las perspectivas cristianas. La catolicidad romana, cuyo fracaso ha sido sancionado por la historia, tiene que verse sustituida por una catolicidad racional de los hombres de buena voluntad.

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Los eruditos renacentistas emprendieron la tarea de reunir los elementos de las antiguas mitologías y el conjunto de los testimonios relativos a la vida religiosa de las civilizaciones clásicas. La devoción humanista se va prolongando en la filología exacta, con el acompañamiento de la crítica y de la historia; poco a poco se va constituyendo una enciclopedia de datos positivos, que fue un verdadero territorio epistemológico nuevo. Los sabios holandeses toman en este terreno el relevo de los filólogos italianos: Daniel Heinsius (1580-1655), Gerard Vossius (1577-1649) y el francés Samuel Bochart (1599-1667) proponen una documentación que da una imagen concreta de la antigua conciencia religiosa. La obra de Vossius, De Theologia gentili et Physiologia christiana, sive de origine ac progressu idololatriae (1642), sirvió de base a las reflexiones de Herbert de Cherbury (1583-1648), gentleman-filósofo, diplomático y militar, teórico de la religión natural. La intención de Cherbury es proponer un acuerdo entre las diversas confesiones que no dejan de combatirse. Cristiano liberal, admite que la verdad religiosa es coextensiva a la humanidad; presente desde el origen como un instinto e innata en las criaturas humanas, se encuentra en todas partes, a pesar de algunas oposiciones aparentes. El postulado de la unidad obliga a dar cuenta de las divergencias. Ese había sido el problema de Agustín; Cherbury se enfrenta con él sin tantas preocupaciones por la fidelidad a las exigencias particulares de la revelación histórica. La enseñanza bíblica era para Agustín, como lo seguirá siendo para Bossuet, el gran eje absoluto de la historia humana; a los ojos de Cherbury, la religión natural es la fundamental. El cristianismo histórico ocupa todavía un lugar

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Las tesis racionalistas del De veritate (1625) son aplicadas a la interpretación de los cultos paganos en el tratado De religione gentilium errorumque apud eos causis, que apareció en 1663 después de la muerte de su autor. El clero es el responsable de las desviaciones politeístas respecto a la verdad original, según los dos caminos posibles: el de la superstición, que rinde un culto falso al Dios verdadero, y el de la idolatría, que rinde un culto verdadero a los dioses falsos.60 Las vanas ostentaciones y las observancias rituales absurdas apartan a los hombres del culto interior que cada uno tiene que rendir a la divinidad, en su alma y en su conciencia. Los paganos no son responsables de esas monstruosidades que nos repugnan en su religión; la culpa de su desviación la tienen sus jefes espirituales: «Creo que es indudable que fueron los sacerdotes los que introdujeron las supersticiones y la idolatría y los que contribuyeron en todas las naciones paganas a las luchas y a las polémicas religiosas».*1 Cherbury demuestra abundantemente cómo la casta sacerdotal imaginó cultos múltiples dando una personificación divina a los elementos del universo: el sol, los planetas, la tierra, el agua, el aire, etcétera. Apartada de lo esencial, la religiosidad innata del hombre se fijó en divinidades fabulosas, cediendo de este modo a las solicitaciones de la impostura clerical. Herbert de Cherbury parece que es la fuente principal del anticlericalismo de las luces, o por lo menos el lazo por el que se transmiten las influencias más antiguas. La acusación se refiere solamente a los sacerdotes paganos; a Cherbury le gustaría ser un conciliador en el seno del conflicto de las religiones contemporáneas; dirige sus libros a los mejores espíritus de Euro60 H. DE CHERBURY, De religione gentilium errorumque apud eos causis. Amsterdam 1663, 228. Ib'td., 2.

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pa, y esto le prohibe cuestionar al clero de tal o cual confesión actual. Pero no acaba de verse por qué los abusos de confianza y de conciencia tuvieron que acabar con el nacimiento de Cristo. Puede pensarlo así san Agustín, pero no Cherbury, partidario de la religión natural única, desnaturalizada por las diversas denominaciones cristianas. El autor del De religione gentilium no quiere generalizar su crítica; serán los pensadores del siglo xviu los que realicen esta generalización. La «impostura de los sacerdotes» no se referirá solamente, en ellos, al pasado, sino también y más todavía al presente, sin que el análisis cambie de carácter. Una vez puesta en cuestión la validez absoluta de la revelación cristiana, ya no es posible pensar que los sacerdotes cristianos hayan estado exentos de las tendencias que mostraban sus colegas paganos. Los reformadores del siglo xvi y sus numerosos precursores se habían alzado contra los abusos que infectaban a la iglesia de Roma: el culto a los santos, la explotación de las peregrinaciones, el tráfico de indulgencias, el de las reliquias y otros objetos piadosos, la sobrecarga de rituales litúrgicos, presentaban numerosas analogías con las prácticas de las religiones antiguas, y el maquiavelismo del clero cristiano había quedado patente en muchas ocasiones.

nelle emprende una traducción libre de este escrito, enriqueciéndola con sus propias reflexiones. Detrás de la Histoire des oracles (1686), apareció un nuevo estudio, de carácter más general, redactado antes de 1700, pero publicado solamente en 1724, y que trata De Vorigine des jabíes. Allí se explica la génesis de las religiones a partir de las debilidades congénitas del espíritu humano, hábilmente explotadas por los sacerdotes. «Yo no creo que el primer establecimiento de los oráculos haya sido una impostura meditada, sino que el pueblo cayó en alguna superstición que dio lugar a ciertas personas un poco refinadas a aprovecharse de ella. Porque las necedades del vulgo son muchas veces tan grandes que son imposibles de prever, y con frecuencia quienes lo engañan no pensaban ni mucho menos en eso, sino que se veían invitados por él mismo a engañarlo».62

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El origen del oráculo de Delfos es fácil de explicar: «Había en el Parnaso una oquedad de donde emanaba una exhalación que hacía danzar a las cabras y que se subía a la cabeza. Puede ser que alguno de los más obstinados se pusiera a hablar de ello sin saber lo que decía y dijo algo de verdad. Seguro, es preciso que haya algo de divino en esa emanación...; poco a poco se fueron organizando ceremonias...».63 La Pitia de Delfos obtuvo un gran éxito, unos cuantos sacerdotes hábiles multiplicaron los lugares santos en las montañas, en donde el relieve natural hacía las cosas más fáciles, y hasta en las llanuras, mediante la instalación de equipos técnicos indispensables para producir los efectos deseados.

Fontenelle recoge la argumentación de Cherbury; pero mientras que éste se había expresado en latín, Fontenelle escribe en la lengua de todo el mundo, que maneja con una facilidad prodigiosa, tiñéndola de una ironía velada. Más agresivo que el filósofo inglés, no ataca de frente a la religión establecida, pero el lector atento descubre que sus análisis van más allá de las costumbres y tradiciones que critica directamente, desenmascarando su carácter artificial. Los primeros cristianos atribuyeron a los demonios las prácticas escandalosas de los cultos paganos; pero el reino de los demonios no ha sido abolido por la encarnación de Jesucristo, a no ser que se decida arbitrariamente que hay dos pesos y dos medidas en la historia de las religiones.

Fontenelle, después de Van Dale, pasó revista a cierto número de oráculos famosos en la antigüedad. «En estos santuarios tenebrosos se ocultaban todas las máquinas de los sacerdotes; ellos entraban por pasadizos subterráneos. Rufino nos describe el santuario de Serapis completamente lleno de caminos ocultos. Y para presentar un testimonio todavía más fuerte que el suyo, ¿no nos habla la sagrada escritura de cómo Daniel

En 1683 había aparecido un ensayo del erudito holandés Van Dale, titulado De oraculis ethnkorum dissertatio, en donde se estudiaba la cuestión de los oráculos de la antigüedad pagana dentro del espíritu de una crítica racional y reductora. Fonte-

" FONTENELLE, Histoire des oracles, I, XII, en Oeuvres completes, ed. de Genéve 1818, Slatkine Reprints 1968, II, 126; cf. J. R. CARRÉ, La philosophie de Fontenelle ou le sourire de la raison. Alean 1932, 113 s. 65 O. c, I, XI: Ibíd., 124.

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descubrió la impostura de los sacerdotes de Belus, que sabían entrar secretamente en su templo para recoger los manjares que allí se ofrecían?... ¿Acaso atribuye la escritura este prodigio a los demonios? Ni mucho menos, sino a los sacerdotes impostores...». 6 4 Mediante este ejemplo, la antigüedad bíblica se sitúa dentro del marco de la antigüedad clásica; para una y para otra tienen que valer los mismos principios explicativos. La tradición patrística que decía que los oráculos eran obra del demonio ha quedado eliminada, ya que la erudición demuestra que basta con unas cuantas maquinaciones clericales. La venida de Cristo, de la que se creía que había acabado con las intrigas de los demonios, no cambió en nada el curso de las cosas: «Los oráculos duraron cuatrocientos años después de Jesucristo; no se advirtió ninguna diferencia entre los oráculos que siguieron al nacimiento de Jesucristo y los que lo habían precedido». 65

al cristianismo no puso fin a la explotación clerical de la credulidad pública; los monjes del Serapeum tuvieron una larga descendencia de sucesores tan poco recomendables como ellos; el lector avisado n o dejará de considerar al genio del cristianismo con los ojos del «sofista Eunapius, pagano», partidario de las «luces de la razón».

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El prudente Fontenelle se guarda mucho de afirmar con claridad que la función sacerdotal se transmitió sin cambio alguno de los ministros de los dioses paganos a los sacerdotes de Jesucristo. Pero, de hecho, llevó muy lejos la caza a las hechicerías y a los demonios. Para los que leen entre líneas, resulta evidente que todos los sacerdotes están en el mismo nivel y que la renovación del contenido mítico no impide la continuidad de las técnicas utilizadas. «El sofista Eunapius, pagano, parece haber tenido mucha ojeriza al templo de Serapis y nos describe su desventurado fin con bastante bilis. Dice... que en aquellos sagrados lugares se introdujeron unos monjes, gente infame e inútil que, a pesar de llevar un hábito negro y sucio, tenían un poder tiránico sobre el espíritu de los pueblos; estos monjes, en vez de reverenciar a los dioses que se veían por las luces de la razón, daban a adorar algunas cabezas de bandoleros castigados por sus crímenes, después de haberlas salado para conservarlas mejor. Así es como este impío trata a los monjes y a las reliquias...». 6 6 La transmisión de poderes del paganismo 64 65 66

O. c, I, XII: Ibíd., 128. O. c, II, I: lbíd., 144. O. c, II, IV; Ibíd., 155-156.

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La Histoire des oracles pretendía explicar ciertas prácticas rituales; el ensayo De l'origine des jabíes pone de relieve los fundamentos de la mitología según las normas de un comparatismo del que Fontenelle es uno de los primeros artífices. Lo mismo que en la Histoire des oracles, el terreno de referencia es el de las religiones antiguas, pero los resultados del análisis pueden encontrar algunas confirmaciones en el interior del cristianismo. Sin pronunciarse nunca abiertamente, Fontenelle destruye el esquema tradicional según el cual la tradición judeocristiana sería el eje de una historia de la verdad, en oposición al otro eje del error que definiría el devenir de las culturas no cristianas. Semejante dualismo es incompatible con la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias y reacciones son las mismas a través del espacio y del tiempo. «Podría perfectamente demostrar, si fuera necesario, una extraña conformidad entre las fábulas de los americanos y las de los griegos». 67 De esta forma, queda denunciado el tabú que protegía a la mitología antigua, tesoro sagrado de la cultura humanista. Las fábulas de los griegos corresponden a un mismo funcionamiento intelectual que las de los salvajes. «La misma ignorancia ha producido poco más o menos los mismos efectos en todos los pueblos». 68 Los mitos han sido engendrados por una función fabuladora, inherente al pensamiento humano; no hay nada que nos autorice a admitir que el campo cristiano haya podido ser preservado de forma milagrosa de este orden; hay también un folklore cristiano, que ciertos contemporáneos católicos de Fontenelle se esfuerzan en separar de las tradiciones de la iglesia. La explicación teológica del mundo lleva también la huella de estas implicaciones míticas. Fontenelle se guarda muy bien de 67

O. c, II, IV: lbíd., 155-156. "" De Vorigine des fables, ed. J. R. Garre. Alean 1932, 30-31.

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afirmarlo, pero resulta lógico en su manera de pensar, por poco que se prolongue la línea de su razonamiento: «examinemos los errores de estos siglos y encontraremos que los han establecido, ampliado y conservado las mismas cosas». 69

otros por el juego de la analogía, primer principio de la generalización de fábulas; «el segundo principio que contribuyó mucho a estos errores fue el respeto ciego a la antigüedad. Nuestros padres lo creyeron; ¿vamos a pretender ser más sabios que ellos? Estos dos principios juntos obran maravillas. El uno, sobre el fundamento más pequeño que ofrece la debilidad de la naturaleza, extiende la necedad hasta el infinito; el otro, por poco establecida que quede, la conserva para siempre». 74

rontenelle reconoce en la mitología una prehistoria de la razón: «Estudiemos el espíritu humano en una de sus más extrañas producciones; con frecuencia es allí precisamente donde se da a conocer mejor». 70 Los primeros hombres narraron a sus hijos cuentos y leyendas. «En aquellos siglos bárbaros hubo también su filosofía, que sirvió mucho al nacimiento de fábulas. Los hombres que tenían un poco más de ingenio que los demás se veían naturalmente inclinados a buscar la causa de lo que veían...». 7 1 Los mitos no son fruto de la casualidad, no son consecuencias sin premisas; proceden de un modo general de inteligibilidad que se sitúa en los orígenes de la conciencia: «A medida que uno es más ignorante y tiene menos experiencia, ve también más prodigios. Por consiguiente, los primeros hombres vieron muchos y, como naturalmente los padres cuentan a sus hijos todo lo que han visto y lo que han hecho, en los relatos de aquel tiempo no había más que prodigios. Cuando contamos algo sorprendente, nuestra imaginación se enciende sobre su objeto y se inclina a agrandarlo y a añadir todo lo que podría faltarle para hacerlo más maravilloso todavía, como si tuviese miedo de dejar imperfecta aquella cosa tan hermosa». 72 Este régimen arcaico del conocimiento corresponde a una prehistoria de la explicación. A falta de datos positivos, el entendimiento se deja llevar por la imaginación: «De esta filosofía bárbara que reinó necesariamente en los primeros siglos nacieron los dioses y las diosas». 73 Una vez que la explicación prevaleció en ciertos casos particulares, se fue difundiendo a 69 70 71 72 73

Ibíd., Ibíd., Ibíd., Ibíd., Ibíd.,

28-29. 11. 15. 12-13. 17.

Así, pues, la mitología es el resultado de una mistificación voluntaria. La primera traición resultó fatal y la humanidad se vio prisionera de sus propias fabulaciones. «Aunque nosotros seamos incomparablemente más ilustrados que aquellos cuyo espíritu grosero inventó de buena fe aquellas fábulas, caemos fácilmente en la ilusión que hacía esas fábulas tan agradables para ellos; ellos se gozaban en todo eso porque le daban fe, y nosotros nos gozamos igualmente sin creerlo; no hay nada que demuestre mejor cómo la imaginación y la razón no tienen nada que ver una con otra, y que las cosas cuya razón ha quedado plenamente enturbiada no pierden nada de su agrado a los ojos de la imaginación». 73 La tentación mítica es una constante del espíritu humano. El progreso de la razón, ilustrada por el conocimiento científico, asegura una desmitologización en provecho de aquellos que son capaces de enfrentarse con la realidad sin ayuda de los socorros ilusorios de la función fabuladora. Fontenelle no trató más que de los mitos griegos, con los que relacionó las fábulas americanas; pero no acaba de verse por qué el campo cristiano va a poder librarse de la invasión de la epistemología reductora. Los prodigios y los milagros, el folklore de la leyenda dorada, caen bajo los golpes de la crítica; así lo admiten algunos contemporáneos de Fontenelle, cristianos de los que no cabe dudar, como los bolandistas, Launoi e incluso Mabillon. Pero ¿quién dirá dónde se sitúa en la tradición cristiana el límite entre lo histórico y lo maravilloso? ¿Acaso las sagradas escrituras no se vieron contaminadas por la imaginación creadora de los mitos? Ibíd., 27-28. Ibíd., 35.

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Fontenelle evita responder a estas cuestiones; e incluso se guarda mucho de plantearlas. Pero otros las plantearán después de él, sin vacilar ante las consecuencias radicales de sus interrogantes.

A una pretendida catolicidad cristiana, desmentida por los hechos, se opone la universalidad de la razón, confirmada por las evidencias. La demistificación y la desmitización tienen que aplicarse también a la revelación bíblica; el Antiguo y el Nuevo Testamento abundan en anomalías mentales y en fabulaciones míticas, disimuladas por el velo del respeto que protege a unos textos que pretenden ser sagrados. «¡Dios mío!, exclama el orador del Sermón des cinquante, si bajaras tú mismo a la tierra, si me mandaras creer en ese amasijo de crímenes, de robos, de asesinatos, de incestos, cometidos por orden tuya y en tu nombre, yo te diría: No, tu santidad no quiere que yo acepte esas cosas tan terribles que te ultrajan; seguramente es que quieres probarme...».77 El hecho de que la tradición judeo-cristiana haya podido considerar a la «historia sagrada» como una fuente de valores y una reserva de significaciones se presenta como un escándalo incomprensible, que procede de una intoxicación colectiva, con la complicidad de un clero decidido a mantener a las masas bajo el imperio de la superstición.

4.

El deísmo y la teología racional

La psicopatología y la psicosociología de los mitos permiten la constitución de una antropología y de una sociología religiosas, que ven en este tipo de fenómenos un desenfreno de la especie humana en estado de infancia, seducida por la falta de razón. Mantenida por el clero, esta falta de razón mantiene a la humanidad en una esclavitud, de la que es preciso liberarla ahora gracias a la emergencia de un entendimiento claramente ilustrado. La función crítica de la razón hace fracasar a las potencias oscuras de la angustia y de la esperanza; se niega a toda complacencia con la función fabuladora y rechaza la pretensión de los sacerdotes al gobierno de las conciencias. Los pensadores del siglo xvín no vacilan en aplicar estos principios a la crítica del cristianismo, del que ya no se admite que pueda gozar de un especial privilegio fundacional. Al ejercer la razón su soberanía sobre el espacio mental en su conjunto, tiene que sometérsele toda opinión religiosa. El Sermón des cinquante, obra semiclandestina de Voltaire, presenta un resumen de la nueva fe: «La religión es la voz secreta de Dios, que habla a todos los hombres; tiene que reunirlos a todos ellos, y no dividirlos; por tanto, toda religión que pertenezca solamente a un pueblo es falsa. La nuestra es en su principio la del universo entero, porque adoramos a un ser supremo como lo adoran todas las naciones, practicamos la justicia que todas las naciones enseñan y rechazamos todas esas mentiras que los pueblos se reprochan unos a otros; de esta forma, de acuerdo con ellos en el principio que los une, nos distinguimos de ellos en las cosas en que se combaten».76 76 Sermón des Cinquante, en Oeuvres, ed. Lahure-Hachette 1860, XVIII, 560. Según los editores de Kehl, este texto es la profesión de fe opuesta por Voltaire a la del Vicario saboyano (1762).

«Se nos dice que el pueblo necesita misterios, que hay que engañarlo... ¿Es posible cometer este ultraje contra el género humano? ¿No quitaron ya nuestros padres al pueblo la transubstanciación, la adoración a las criaturas y a los huesos de los muertos, la confesión auricular, las indulgencias, los exorcismos, los falsos milagros y las imágenes ridiculas? ¿No está ya acostumbrado el pueblo a la privación de todos esos alimentos de la superstición? Hemos de tener el coraje de dar aún un paso más; el pueblo no es tan imbécil como se cree; recibirá sin mucho esfuerzo un culto sabio y sencillo de un Dios único, tal como nos dicen que lo profesaban Noé y Abrahán, tal como lo profesaron todos los sabios de la antigüedad, tal como lo recibieron en China todos los letrados...».78 La impostura de los sacerdotes ha perpetuado la opresión supersticiosa de las conciencias; la reforma empezó la demistificación; hay que ir hasta el fondo de este movimiento y reconocer que «la secta cristiana no es en efecto más que la perversión de la religión natural». lbíd., 564. Ib'td., 571.

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Esta quedará restablecida dentro de su validez «cuando la razón, libre de sus cadenas, enseñe al pueblo que no hay más que un Dios; que ese Dios es el padre común de todos los hombres, qué son por tanto hermanos; que esos hermanos tienen que ser buenos y justos unos con otros; que tienen que practicar todas las virtudes y castigar los crímenes...».79

sus miembros y, por medio de ellos, sobre todo el pueblo, precisamente para poder eternizar dicha tutela. Yo afirmo, responde Kant, que esto es totalmente imposible. Semejante contrato, que decidiese apartar para siempre toda luz nueva del género humano, es radicalmente nulo y sin valor de ninguna clase, aun cuando lo hayan intentado legitimar la autoridad suprema, los parlamentos y los tratados de paz más solemnes...».83

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El deísmo se presenta como la culminación de la demistificación religiosa, una vez que han sido disipados los equívocos del sentimiento y su utilización por parte de unos sacerdotes hábiles que saben captar las conciencias. Los sacerdotes mantienen a la humanidad bajo tutela, y los teólogos ponen el entendimiento al servicio de la revelación, sometiéndolo a ella en virtud de una fuerza extrínseca. El lema del sacerdote, según Kant, es el siguiente: «No razonéis; creed».80 Los pensadores radicales franceses denuncian las trabas impuestas por la teología al ejercicio de la razón: «Los sacerdotes, escribe Helvetius, enseñan a los niños en términos claros unas cosas ininteligibles, y a los hombres ya hechos les enseñan unas cosas claras en términos ininteligibles».81 Si creemos a Diderot, «perdido en un bosque inmen: j durante la noche, no tengo más que una lucecita para orientarme. Llega un desconocido que me dice: 'Amigo, apaga esa candela para que encuentres mejor el camino'. Ese desconocido es un teólogo».82 En el terreno religioso, lo mismo que en todos los demás, la edad de las luces está caracterizada por el magisterio supremo concedido a la conciencia racional. Kant plantea la cuestión de saber si un sínodo, un colegio eclesiástico cualquiera, puede «fundamentarse en el derecho para hacer que se preste juramento sobre cierto símbolo inmutable, para hacer pesar por este procedimiento una tutela superior incesante sobre cada uno de "

Jbíd. KANT, Réponse a la question: Qu'est-ce que les Lumieres? (1784), en La Philosophie de l'Histoire, trad. Piobetta. Aubier 1947, 85. 81 HELVETIUS, Pensées et réflexions, C, en Oeuvres. 1795, XIV. 146-147. 82 Additions aux Pensées philosophiques (hacia 1762), a. 8, en Oeuvres philosopbiques de Diderot, ed. Verniére. Garnier 1961, 59. 80

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Las luces consagrarán esta ruptura del bloqueo de la razón humana, como consecuencia del deshielo de la metafísica. El espacio mental, fijado por la escolástica, había cambiado de figura con el advenimiento de la filosofía clásica, pero ésta se había contentado con sustituir un dogmatismo por otro; respetaba la trascendencia de la revelación cristiana, contentándose con limitar sus efectos al terreno de la conciencia religiosa. El siglo xvín sustituyó la razón triunfante de la metafísica clásica por una razón militante, perteneciente a la escuela del conocimiento científico, y cuyo ejercicio se extiende a la totalidad del terreno humano. Las autoridades eclesiásticas pretendían tomar las riendas del juicio reflejo; la situación dio la vuelta, y ahora es la razón la que se erige en arbitro universal en materia de religión. La teología tiene que justificarse ante la filosofía; y pronto se ve con claridad que carece de justificación. La filosofía digiere a la teología y sólo permite que pueda subsistir una modesta mínima parte de la misma. El cristianismo tiene que renunciar a sus privilegios tradicionales; ha de mantenerse dentro del estatuto de las religiones mundiales, respecto a las cuales la reflexión racional goza ahora de una anterioridad lógica y cronológica. El deísmo representa una postura media entre la ortodoxia tradicionalista y el ateísmo radical. El radicalismo ateo, encarnado —especialmente en Francia— por hombres como Fréret, el cura Meslier y el círculo de Helvetius y de Holbach, prolonga la exigencia racional hasta llegar a la completa disolución de la religión. Los deístas creen que pueden encontrar en un Dios reducido a la razón una garantía para los valores morales y sociales. Los radicales, fieles a la exigencia de un mecanismo 8j

Réponse a la question..., 88.

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integral, no ven en esos valores más que unas superestructuras abusivas. El materialismo biológico somete a la misma inteligibilidad el terreno físico y el terreno humano. Una vez puestos en claro los principios de la epistemología científica, los sabios y los técnicos serán los dueños y señores de la humanidad, lo mismo que de la naturaleza. El problema moral se reduce a una cuestión de organización social. La etocracia, «1 reino de las leyes morales, asegurará la felicidad del género humano en este mundo, sin tener que recurrir a la ficción de un Dios remunerador y vengador. La humanidad adulta se basta a sí misma.

en su Diccionario, atribuye el empleo de este término por primera vez al teólogo reformado Viret, en un escrito polémico de 1563. Los deístas se distinguen de los ateos en que admiten la existencia de un Dios creador y soberano, pero mantienen una prudente reserva frente a la revelación cristiana, lo cual indujo a Viret a asemejarlos a los judíos y a los turcos.84

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El ateísmo no tiene que confundirse con la indiferencia o la incredulidad. La incredulidad enuncia una falta de certeza; una vez que se ha comprobado la ausencia de elementos suficientes, no se saca ninguna conclusión y uno se contenta con seguir viviendo dentro de los marcos de la conformidad social. El ateo rompe ese pacto de conformidad, lo cual exige una fuerza de pensamiento y una fuerza de alma considerables en una época en que el ateísmo es un escándalo y hasta un crimen. Al dogmatismo de la creencia se opone otro dogmatismo, nacido de una extrapolación de los elementos positivos del conocimiento. El materialismo mecanicista es una filosofía de la naturaleza basada en analogías, en semejanzas y en hipótesis, pero no en las inducciones de la ciencia rigurosa. Los ateos darán muchas veces la impresión de ser unos fanáticos del antifanatismo, incluso a los ojos de unos liberales como David Hume y Edward Gibbon. Ciertas consideraciones de prudencia obligan por otra parte al ateo a una clandestinidad total, como al abate Meslier o a dom Deschamps, o a una semiclandestinidad, a través de unas publicaciones camufladas. En ningún sitio puede el ateísmo encontrar casa propia; ofrece argumentos polémicos y retóricos a los defensores de la ortodoxia, que agitan ante el auditorio de gente bien el espectro de la impiedad radical. Entre las posturas extremas del radicalismo de izquierda, encarnado por el ateísmo, y del radicalismo de derecha, en el que se perpetuaría el integrismo de Bossuet, lo esencial se sitúa en el medio. Inglaterra, en donde se impone el liberalismo político, será el lugar elegido del liberalismo religioso, entorno al tema del deísmo. Esta palabra tiene ya una vieja tradición: Bayle,

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El deísmo expresa el deseo de un universalismo religioso, que pone el acento en el monoteísmo, sin rechazar la tradición bíblica, a pesar de los acusadores, dispuestos siempre a desfigurar todo lo que combaten. Los que apelan a esta inspiración, afirman su fidelidad cristiana, pero ponen en cuestión el trabajo de elaboración teológica que ha logrado imponer la doctrina de la trinidad, de un Dios en tres personas, que no figura en los evangelios. Se puede muy bien juzgar que la enseñanza de Jesús es de origen divino, sin identificar por ello a Cristo con Dios. Desde los mismos orígenes de la iglesia, esta actitud había acarreado la condenación de Arrio, en el concilio de Nicea, en el año 325. Arrio, para afirmar el monoteísmo cristiano, hacía de Cristo un ser creado, el primero de todos, pero se negaba a igualar al Hijo con el Padre. La herejía arriana, después de la reforma, inspiró el movimiento sociniano, ala liberal del protestantismo, perseguido por todas las ortodoxias, pero que se difundió por toda Europa de una manera semiclandestina; el socinianismo inspiró especialmente a los arminianos o remostrantes de Holanda, que tienen en Grotius, expatriado por motivos religiosos, a su más ilustre representante. El socinianismo será atacado por los controversistas católicos y reformados, pero sobrevivirá a todas las denuncias, mediante algunas prudencias estilísticas.85 Desde finales del siglo xvni, los antitrinitarios serán conocidos por la denominación menos comprometedora de unitarios o unitarianos; entre sus simpatizantes figuran Locke, Newton y Joseph Priestley. El deísmo británico es todo un conglomerado de tendencias !4

Cf. G. GUSDORF, La révolution galiléenne, II, 50. Cf. Z. JEDRYKA, Le socinianisme et le siécle des Lumiéres. Troisiéme Congres international sur les Lumiéres. Nancy 1971, en Studies on Voltaire and the 18th century. !S

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más bien que una religión independiente. Acabará organizándose en iglesia separada durante el siglo XVIII y será considerado como una de las denominaciones cristianas en los países anglosajones. Los deístas, lejos de romper con el cristianismo, opinan que lo representan en su autenticidad. En Francia, los libros de los deístas de Inglaterra son considerados, por sus partidarios y por sus enemigos, como irreligiosos, mientras que en su país de origen se inscriben en el contexto de un debate entre cristianos que suscita con frecuencia el diálogo entre los clergymen de la iglesia anglicana.

tener éxito que en los países católicos».87 Los nombres más brillantes de la cultura británica en el siglo XVIII se muestran respetuosos del cristianismo y de la iglesia establecida; son raros, u oscuros, los que adoptan una actitud agresiva. Lo que pasa es «que lo que era considerado como cristianismo en Inglaterra, habría sido en Francia una herejía caracterizada... En Inglaterra, un protestante razonable podía encontrarse con el deísta a mitad del camino».88

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Según Leslie Stephen, «de la variabilidad de opiniones concluía Bossuet que todas, excepto una, tenían que ser aplastadas... Defender a una religión por la fuerza, más bien que por la argumentación, equivale a admitir que la argumentación la condena. En otras palabras, es autorizar el escepticismo. Antes de que terminara el siglo siguiente, los compatriotas de Bossuet tendrían que recoger la cosecha cuyos granos habían sido sembrados por su política desesperada. Los teólogos ingleses, acostumbrados a poner su confianza en la razón, aunque con una cierta dosis de tradición, y a practicar la tolerancia, aun cuando con no pocas restricciones, siguieron una línea diferente. Puesto que todos los hombres mantienen sobre muchos puntos diferencias irreductibles, tengamos en cuenta qué es en lo que están de acuerdo todos ellos. Y eso será seguramente la esencia de la religión y la enseñanza de la razón universal. De esta manera, podremos establecer un cristianismo razonable. Tenéis que ir todavía más lejos, decían los deístas, y contentaros con los axiomas comunes a todos los hombres. De este modo estableceremos, si no un cristianismo razonable, por lo menos una religión de la razón».86 En Francia, la polémica entre los mantenedores de la ortodoxia y sus adversarios revistió el estilo de una guerra de religiones traspuesta a un enfrentamiento ideológico: «En Inglaterra, el teólogo había estado de hecho tan hondamente impregnado de racionalismo que su intento de definir el esquema de una reconciliación permanente presentaba muchas más oportunidades de u

L. STEPHEN, History of englisb thought, I, 85.

Como las posturas eran más dúctiles, el diálogo podía sustituir al anatema. Nadie podía decir con precisión dónde empezaba y dónde acababa la ortodoxia, y esto concedía a la investigación la primacía sobre la polémica. El debate deísta fue uno de los núcleos de la vida intelectual inglesa a comienzos del siglo XVIII. «Durante unos cincuenta años, el deísmo mantuvo a la vida religiosa británica en estado de agitación... El deísmo interesaba a un público mucho más extenso que el que podía normalmente verse afectado por la controversia religiosa. Se preocupaba tanto de modificar la perspectiva del lector ordinario como de cambiar las ideas de los expertos en teología... Nunca jamás, desde la reforma, el debate religioso había cuestionado problemas tan fundamentales».89 Liberales por vocación, los deístas no podían definir una ortodoxia; se daban a conocer por el respeto a ciertos valores y por la insistencia en determinados temas. Los deístas integrales son raros, pero todo el mundo puede ser más o menos deísta, y en esta medida es como el deísmo pudo desempeñar semejante papel en la formación de la conciencia espiritual de la Inglaterra moderna. En Francia, el deísmo no afectó más que a un pequeño número de individuos, iniciados en las cosas inglesas: Montesquieu, Voltaire, Rousseau, que introdujeron ciertas modas intelectuales, apañándolas según su óptica personal. Inglaterra fue el teatro principal de esta experiencia intelectual, de la que Francia y Alemania no conocieron más que "'" Ibíd., 86. í! Ibíd., 89. '" G. R. CRAGG, Reason and Authórity in the 18th Century. Cambridge University Press 1964, 62-63.

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La internacional deísta

Deísmo y teología racional

sus prolongaciones exteriores. La finalidad de esta investigación era poner en claro una función universal de la religión que, aunque garantizando en lo esencial la validez del mensaje cristiano, permitiera reconciliar a los cristianos entre sí, logrando además reducir a la unidad a la totalidad de los hombres de buena voluntad. El cristianismo no puede ya pretender el monopolio de la verdad religiosa; se presenta como un caso particular, como un subconjunto respecto al conjunto de las religiones. La única salida para sacar a la humanidad de una situación desesperada, sin ser infieles a la exigencia cristiana, parece ser una generalización de la idea religiosa. La revelación histórica ha dividido a los hombres; la revelación natural, que se anuncia en el corazón de cada conciencia, proporciona los elementos de una comunión basada de hecho y de derecho en el consentimiento universal. Herbert de Cherbury (1582-1648) se esforzó en descubrir esta base de verdad que se encuentra inmanente incluso en las religiones paganas. El De veritate (1624) afirma la norma universal del dictamen de la conciencia, instancia soberana de salvación y de bienaventuranza para cada individuo, como mantendrán Bayle, Rousseau y Kant: «Bajo el dictado de la conciencia, el bien del alma es preferible al bien del cuerpo, el bien común al bien particular».90 Las nociones comunes (notitiae communes), afirmadas por un instinto natural (instinctus naturalis), tienen que bastar para llevar a buen fin al que acepte esas normas con un espíritu de obediencia.91

castigo bien en esta vida o bien en la ° t r a - Cherbury, que hace profesión de cristianismo, opina que estos cinco artículos constituyen un resumen de la fe, independi e n t e de ^a revelación cristiana. La religión natural y universal p°dtá encontrar justificaciones mítico-teológicas diversas, según los contextos culturales en los que se interprete; pero, reducida a estos cinco artículos, es necesaria y suficiente para poder asegurar a cada uno la salvación, sin distinción de confesiones.

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Sería injusto castigar como infiel a aquel que, en la lejanía del espacio o del tiempo, no ha podido gozar de la revelación de Cristo. Por otra parte, es posible encontrar bajo la superestructura de las religiones paganas las verdades fundamentales. Herbert de Cherbury, en su tratado De religione gentilium (1663), estableció los cinco artículos de fe de la religión universal: existe un Dios; tenemos que honrarlo mediante un culto; la virtud y la piedad constituyen lo esencial del servicio divino; hay que arrepentirse de los pecados y repararlos; la bondad y la justicia divina aseguran a todos la recompensa o el " *

H. DE CHERBURY, De veritate (1624), 31645, 106. Cf. Ibíd., 60 s.

Herbert de Cherbury hizo que llegaran sus escritos a las mejores cabezas de Europa, a fin de obtener su adhesión a su doctrina. Pero, por lo visto, no obtuvo grandes resultados: Gassendi, Mersenne, Descartes, no ahorraron sus objeciones a las ideas de este aristócrata, aficionado un poco simplista a la filosofía. Los teólogos, por su parte, no podían admitir un esquema de la salvación en donde no se hablaba para nada de Cristo, ni de la eficacia sobrenatural de s u s méritos para el perdón de los hombres y su reconciliación c o n Dios. Pero esta atenuación, o supresión, del papel redentor de Cristo acercará a Herbert de Cherbury a las tendencias socínianas y antitrinitarias, tan influyentes en el ala liberal del protestantismo. La postura media que había definido parecía adecuada para servir de programa común a todos los que estaban buscando una postura media en cuestión de religión. El deísmo es un estado de espíritu adaptado a una época en la