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Spanish; Castilian Pages [322] Year 1996
EVA CANTARELLA
La calamidad ambigua Condición e imagen de la mujer en la antigüedad griega y romana
EDICIONES CLÁSICAS MADRID
«Decir que el estudio de la mujer en el seno de las grandes culturas que se asentaron en las riberas del Medi terráneo antiguo se ha convertido desde hace algunos años en un hecho cada vez más frecuente resulta algo innecesario por mil veces repetido y certificado por los resultados. Era, por lo demás, algo que tema que ocu rrir: una serie de siglos, ya muy creci da, dedicada a contar la historia de la humanidad en masculino, resultaba una situación que atentaba no sólo contra la necesaria imparcialidad que debe caracterizar como principio todo tipo de estudios de índole histórica, sino fundamentalmente contra algo más de la mitad de las gentes que protagonizaron esa Historia, en la mayoría de los casos de una forma subalterna y, por lo tanto, relegada al olvido.» (Andrés Pociña). A pocos años de su primera apari ción, en abril de 1981, el libro L 'am biguo malanno. Condizione e immagine della donna nell’antichità gre ca e romana se ha convertido en un clásico sobre el tema de la mujer en Grecia y Roma, reeditado ya varias veces en Italia, traducido en Francia, Estados Unidos, Grecia... Un manejo
hábil y exhaustivo de las fuentes, no sólo jurídicas, sino también literarias, unido a una forma de escribir que conjuga sin problemas la fluidez de la lengua coloquial y una terminología tan amplia como depurada, hacen de esta obra un imprescindible instru mento para el investigador y una deli cia para el lector en general. La autora, Eva Cantarella, es en la actualidad Catedrática de Derecho Romano en la Universidad de Milán. Su traductor, Andrés Pociña, es Cate drático de Filología Latina de la Uni versidad de Granada.
Ilustración de cubierta: Sarcófago de Cen’eteri (VI clC.). Roma, Museo de Villa Julia.
EDICIONES CLÁSICAS es un proyecto editorial al servicio del Mundo Clásico
Eva Cantarella
LA CALAMIDAD AMBIGUA Condición e imagen de la mujer en la antigüedad griega y romana
Traducción y presentación de Andrés Pocifla
EDICIONES CLÁSICAS MADRID
SERIES MAIOR Colección Atalanta Dirigida por Andrés Pociña
Primera edición 1991 Segunda edición 1996
© Eva Cantarella © Andrés Pociña, de la traducción española © EDICIONES CLÁSICAS, S.A. Magnolias 9, bajo izqda. 28029 Madrid I.S.B.N.-84-7882-017-5 Depósito Legal: Μ-9959-1991 Impreso en España
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ÍN DICE
Presentación........................................................................... XI Introducción a la segunda edición italian a........................XIX Introducción................................................................................. 1 Primera parte: Grecia ...............................................................13 I. El matriarcado entre prehistoria, mito eh isto ria............. 15 1. El periodo neolítico...................................................... 15 2. La sociedad minoica: la potnia, Gran Madre M editerránea........................................20 3. Los reinos micénicos .................................................... 21 4. Los mitos matriarcales: las Amazonas y las Lem nias.............................................................. 23 5. Problemas de interpretación del mito: ¿historia olvidada o mundo impensable?..................25 6. Las mujeres en el origen de las ciudades: Caulonia, Tarento y Locros Epicefirios....................28 7. Las iniciaciones femeninas: reproductoras, tejedoras y panificadoras ..........................................29 8. Conclusiones ................................................................ 33 II. El origen de la misoginia occidental ..............................39 1. Los poemas homéricos ......................... ...................... 39 2. Hesíodo y Semónides....................................................52 V
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III. Excluida de la ciudad ................................................... 63 1. Los primeros legisladores. La represión del adulterio en Atenas, Locros y G ortina..................................... 65 2. La edad clásica. La exposición de las recién nacidas y su función................................................................70 3. Esponsales, matrimonio y divorcio: decididos por el p a d re ................................................72 4. La llamada «heredera»: adjudicada como esposa...........76 5. Las tres mujeres del hombre ateniense: esposa, concubina y h e te ra ........................................78 6. La prostitución femenina ........................................... 80 7. Conclusiones ................................................................81 IV. Los filósofos y las mujeres ............................................91 1. El debate sobre la reproducción de la mujer: ¿contribuye también la mujer? ................................. 91 2. Sócrates y Aspasia: las virtudes de las m ujeres...........92 3. Jenofonte y la esposa de Iscómaco. Los cínicos: Crates e Hiparquia ...................... .............................95 4. ¿Platón «feminista»? ................................................... 99 5. Aristóteles: la mujer-materia.................................... 101 6. Conclusiones ............................................................ 104 V. Las mujeres y la literatura ............................................ 111 1. Las mujeres en la literatura clásica.......................... 111 2. Las mujeres literatas ..................................................122 VI. Homosexualidad y am or.............................................. 133 1. Difusión o función de la homosexualidad masculina. Amores homosexuales en el m ito .......................... 133
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2. Sócrates y Alcibiades. Divinidades bisexuales e inversión de los papeles sexuales.............. Y........... 137 3. El mito platónico del Simposio: los sexos eran tres .............................................. ... 141 4. La homosexualidad fem enina....................................146 VII. La edad helenística: nuevas imágenes y viejos estereotipos...................................................... 155 1. La condición jurídica: hacia la paridad ....................155 2. Las mujeres y el poder político ..................................158 3. Las mujeres en la literatura........................................159 4. Conclusiones ............................................................164 Segunda parte: Roma ............................................................ 169 VIII. La hipótesis matriarcal ............................................ 171 1. La fase protoagrícola, el supuesto poder de las mujeres en territorio itálico y el mito de Tanaquil.................... 171 2. Las mujeres etruscas. Condición y sistema onomástico!.................................................. 175 3. Otros argumentos en apoyo de la hipótesis matriarcal: la couvade, la terminología de parentesco, el culto de Mater Matuta y el testimonio de los etnógrafos antiguos ................180 4. Las etapas fundamentales del debate sobre el matriarcado y su significado político ..................185 IX. La época monárquica y la república ........................ 193 1. La religión, las reglas jurídicas y la estructura de la familia ro m a n a ................................................193 2. Las esclavas y sus hijos: ¿son «frutos»?..................... 196
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3. Las mujeres libres y los poderes del paterfamilias'. la patria potestas ayer y h o y ....................................197 4. Esponsales, matrimonio y poderes del marido ............. 200 5. Represión del adulterio y prohibición de beber v in o ............................................................203 6. La capacidad patrimonial: el testamento de Acá L arencia............................................................205 7. Las mujeres sabinas....................................................206 8. Bajo tutela de por vida ..............................................208 9. La legislación augustea: disposiciones demográficas y represión criminal del adulterio............................. 210 10. El sistema onomástico latino: tria nomina y mujeres sin nombre ..............................................213 11. Descontento femenino, procesos por envenenamiento y cultos báquicos......................... 216 12. La crisis demográfica y sus causas ......................... 219 13. El modelo y la trasgresión: mujeres «diferentes» e inscripciones funerarias ........................................ 221 X. El Principado y el Im perio............................................ 235 1. Los siglos de la expansión y las reglas jurídicas: la patria potestas ......................................................235 2. El matrimonio y el divorcio........................................237 3. La dote, la tutela y el reconocimiento del parentesco en línea femenina ............................238 4. Los hechos y las ideas. Las mujeres emancipadas y la actitud de los hombres: Metelo Numidico y Tito Castricio, Marcial y Juvenal ........................242 5. El aborto y la «custodia del vientre»..........................252
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6. Las esposas ejemplares: A r r ia ................................... 254 7. Divinidades y cultos femeninos romanos: el culto de Vesta ..................................................... 256 8. Los cultos orientales: Isis........................................... 262 9. El cristianismo ............................................................264 10. La decadencia del Imperio y sus causas: ¿culpa de las m ujeres?............................................. 267 11. La política familiar: intervenciones sobre el matrimonio, represión del adulterio y criminalización del aborto .............................. ..... 269 12. Excluidas de los virilia o fficia ................................. 276 13. Aspiración a la castidad e hiperdulía de la V irg en ............................................................. 278 14. Los Padres de la Iglesia y la demonización de la m u je r................................................................281 XI.
El Imperio Bizantino ..........................................295
Conclusiones ..........................................................................303 Nota bibliográfica ..................................................................307
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PRESENTACIÓN Decir que el estudio de la mujer en el seno de las grandes cul turas que se asentaron en las riberas del Mediterráneo antiguo se ha convertido desde hace algunos años en un hecho cada vez más frecuente resulta algo innecesario por mil veces repetido y certificado por los resultados. Era, por lo demás, algo que tenía que ocurrir: una serie de siglos, ya muy crecida, dedicada a con tar la historia de la humanidad en masculino, resultaba una si tuación que atentaba no sólo contra la necesaria imparcialidad que debe caracterizar como principio todo tipo de estudios de índole histórica, sino fundamentalmente contra algo más de la mitad de las gentes que protagonizaron esa Historia, en la ma yoría de los casos de una forma subalterna y, por tanto, relega da al olvido. Semejante situación, contraria por completo a la más estricta justicia y a los más elementales principios de la investigación so bre la Antigüedad, o sobre cualquier época del desarrollo de la aventura humana, lleva desde hace años, como decía, visos de cambiar. En las principales Universidades y centros de investi gación de Europa y América han surgido voces y plumas que han comenzado a presentamos las culturas del Mundo antiguo desde el punto de vista de una de sus partes tradicionalmente marginadas: la mujer. No es este el lugar apropiado, por razones fáciles de com prender, para traer a colación nombres concretos: señalando tan sólo el de la autora de una de cuyas obras más significativas quieren servir de presentación estas líneas, la profesora italiana XI
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Eva Cantarella, podré disculparme de enumerar una larga serie de figuras representativas en este campo de estudio en los últi mos tiempos. Éstas son algunas de las razones que nos han empujado a promover la creación de la Colección Atalanta (La mujer en las culturas del Mediterráneo), que publicarán Ediciones Clásicas S.A., una laudable empresa dedicada a propugnar las publica ciones sobre el Mundo Clásico bajo la férula propicia del Doc tor Alfonso Martínez Diez, ayer profesor de la Universidad de Granada, en la actualidad de la Complutense de Madrid. ¿Por qué Atalanta en la cabacera de la colección? La elección no ha resultado fácil: nos salían al paso, agolpándose, una serie de personajes legendarios (Dafne, Deméter, Dido, Egeria —la ninfa—, Eurídice, Hersilia, Mnemósine, Polimnia, Sibila...), históricos (As pasia, Tanaquil, Lucrecia, Cornelia, Teodora...), literarios (Safo, Erina, Anite, Hortensia, Sulpicia, Egeria —la monja—, Ana Commena...) y tantos otros nombres de mujer que podrían figurar al frente de esta colección en la que hemos puesto muchas ilusiones. Al final, casi por sorteo, le tocó a Atalanta. Recordemos rápida mente la historia de esta mujer de la mitología griega, tal como nos la presenta un estudioso, pionero también en la preocupación por los estudios de la mujer, Pierre Grimai1: «Como su padre sólo quería hijos varones, abandonó en el monte Partenio a la niña recién nacida. Una osa la amamantó hasta un día en que aparecieron unos caza dores y la recogieron y criaron. Convertida ya en mujer, Atalanta no quiso casarse y se mantuvo virgen, dedicán dose, como su patrona Ártemis, a cazar en los bosques. Los centauros Reco e Hileo intentaron violarla, pero ella los mató con sus flechas. Tomó parte en la cacería del ja balí de Calidón, donde desempeñó un importante papel. En los juegos fúnebres celebrados en honor de Pelias ob tuvo el premio de la carrera —o quizás el de la lucha— con Peleo como adversario. XII
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Atalanta no quiso casarse, ya por fidelidad a Ártemis, ya porque un oráculo le había anunciado que, de ha cerlo, se convertiría en animal. Por eso, con objeto de alejar a los pretendientes, habían anunciado que su esposo sería únicamente el hombre capaz de jtaœrla en la carrera, con la condición de que si era ella la vencedora, mataría a su contrincante. Atalanta era muy ligera y corría velozmente. Dícese que empezaba dando un poco de ventaja a su rival y lo perseguía, ar mada de una lanza, con la que le atravesaba al alcan zarlo. Numerosos jóvenes habían encontrado la muerte de este modo cuando surgió un nuevo preten diente, llamado, ora Hipómenes, hijo de Megareo, ora Melanión (o Milanión), hijo de Anfidamante y, por tanto, primo hermano de Atalanta (...). El recién llegado traía consigo las manzanas de oro que le ha bía dado Afrodita. Durante la carrera, en el momento en que iba a ser alcanzado, el joven fue echando, uno por uno, los áureos frutos a los pies de Atalanta. Ella, curiosa —y quizá enamorada también de su preten diente y feliz de engañarse a sí misma—, se detuvo el tiempo necesario para recogerlos, con lo que Mela nión —o Hipómenes—, vencedor, obtuvo el premio convenido. Más tarde, en el curso de una cacería, los dos esposos entraron en un santuario de Zeus (o de Cibeles), don de saciaron su sed de amor. Indignado ante este sacri legio, Zeus los transformó a ambos en leones»2. Una heroína griega que comienza su vida con el injusto, cruel, y en la realidad frecuentísimo hecho de la exposición al poco de nacer; que con más éxito que tantas y tantas compañe ras mitológicas logra defenderse de la violación eliminando a los agresores; que no tiene como meta final de su existencia el matrimonio, con la consiguiente relegación al ámbito angosto del gineceo; que compite con el hombre en actividades que le son privativas, como las carreras..., puede ser un bello nombre XIII
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para encabezar una serie de títulos, que esperamos larga y fruc tífera, dedicados por mujeres y hombres del siglo XX al estudio de las féminas del Mundo Antiguo. $ f $
A relativamente escasos años de su primera aparición, en abril del año 1981, el libro L 'ambiguo malanno. Condizione e immagine délia donna nell’antichitá greca e rom ani de Eva Cantarella se ha convertido en un clásico sobre el tema de la mujer en Grecia y Roma. Vuelto a editar en diversas ocasiones en Italia, traducido en Francia, en los Estados Unidos y en Gre cia, tiene valores más que sobrados para que pueda leerse, por fin, en una de las grandes lenguas de cultura, la nuestra. Entre tales valores, quisiera destacar al menos tres. En pri mer lugar, uno imputable a la dedicación habitual de su autora: Eva Cantarella es, en la actualidad, catedrática de Derecho Ro mano de la Universidad de Milán; ello implica un conocimiento profundo y una óptima capacidad de interpretación de una de las grandes clases de fuentes para el conocimiento de la condi ción femenina en la Antigüedad, que, como es bien sabido, sue len clasificarse en textos literarios, fuentes jurídicas, textos epigráficos y documentos arqueológicos. El lector que se acerca por primera vez a La calamidad ambigua, queda sorprendido por un manejo hábil y exhaustivo de las fuentes jurídicas grie gas, latinas y bizantinas, que, en contra de lo que podría temer se, no empaña la agilidad del texto ni dificulta para nada su agradable lectura. Esto que digo se puede deber en buena parte al segundo mé rito que quería destacar, a saber, la gran preparación filológica de Eva Cantarella. Heredera —y lo digo porque sé positivamen te que ha de gustarle que lo haga— del fino sentido de un gran estudioso de la literatura griega, clásica y bizantina, el profesor Raffaele Cantarella, nuestra autora sabe que uno de los grandes defectos en que suelen incurrir los estudios de este tipo estriba XIV
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en basarse en un solo tipo de materiales. Al lado de las fuentes jurídicas, las literarias aparecen a lo largo de toda la obra en gran abundancia, a la que sólo sirve de límite un acertado crite rio selectivo, que pone de relieve mejor que cualquier otra nota esa profunda preparación en Filología clásica que dignifica a nuestra autora. El tercer valor que quiero destacar es la fluidez, casi me atre vo a decir la belleza literaria, de este libro. Indica Eva Cantare lla que su obra puede leerse de dos maneras: prescindiendo de las abundantísimas notas, o contando con ellas. Si se hace de la primera, dejando a un lado la omnipresente discusión científica, uno asiste al raro milagro de la lectura de un tratamiento serio y profundo de la problemática de la mujer en Grecia, Etruria, Roma y Bizancio, en una lengua italiana de aparente estilo co loquial, que implica al lector en lo que cuenta, con el recurso continuo a la oración nominal pura, a la pregunta directa, al planteamiento diatríbico... Estilo coloquial, tal vez, pero en una lengua italiana riquísima en matices, con un vocabulario am plio, acertado, depurado. Una delicia continua para el lector, un tormento constante para el traductor, que no siempre queda muy seguro de haber sabido verter los valores y la gracia del original. $ ^ #
Quiero, por último, decir una cuantas palabras sobre mi tra ducción. Tal vez sea preciso advertir que no soy profesional de la versión de obras científicas modernas, cosa que hago ahora por primera vez, y que no tengo intención de repetir por el mo mento. De esta experiencia quizá me va a quedar una lección: siempre había sentido el mayor de los respetos por los traducto res de lenguas modernas, a los que con frecuencia se mira un poco desde arriba, desde la atalaya de los traductores de len guas clásicas. No hay que hacerlo así. La traducción es siempre difícil, con independencia de la lengua desde la que se parte, y, XV
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por ende, respetable y digna de encomio. Hay que superar de una vez por todas la hispana costumbre de relegar al traductor de lenguas modernas a un mero nombre, con letras de cuerpo casi imperceptible, en una página par de las de portada interior. Ahora bien, es preciso señalar igualmente que un texto que trata sobre un tema que nos lleva al mundo clásico debe ponerse en manos de un traductor que tenga un mínimo conocimiento de ese mundo; de lo contrario, podemos pasar de una situación peno sa, en que apenas se traducían obras modernas sobre temas de la Antigüedad, a una proliferación de versiones plagadas de desa tinos, que a menudo obligan a tener que remitirse a los origina les. Sin pretender ponerme como ejemplo de nada, diré cómo he actuado ante algunos de los problemas que suelen plantearse al tra ductor de libros científicos de tema clásico. Uno de los más importantes es, sin duda, el de la transcrip ción de los nombres propios griegos y latinos. En el caso de los primeros, es imperdonable que sigan editándose obras plagadas de transcripciones atrabiliarias, a veces casi irreconocibles, sien do tan fácil servirse del precioso libro del Profesor Fernández Galiano, La transcripción castellana de los nombres propios griegos, dos veces publicado por la Sociedad Española de Estu dios Clásicos4. Con respecto a los latinos, probablemente pueda ponerse algún orden, o al menos cierta congruencia, por medio de mi aplicación de los presupuestos de Fernández Galiano en mi artículo «Sobre la transcripción de los nombres propios lati nos», que apareció hace algunos años en Estudios Clásicos5. Según he señalado más arriba, la obra de Eva Cantarella que ahora publicamos cita sin descanso fuentes clásicas, con párra fos más o menos amplios de autores griegos y latinos. Lo hace nuestra autora en italiano, cosa plausible, y que sin duda sus lectores le agradecerán; en la mayoría de las ocasiones, utiliza versiones italianas de reconocido prestigio; en unas pocas, ofre ce traducciones realizadas por ella. Tanto en un caso como en el otro, al traductor de L ’ambiguo malanno le hubiera sido suma XVI
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mente más fácil y cómodo traducir directamente del italiano: el resultado, como es obvio, habría sido una auténtica chapucería. Por tanto, he ofrecido casi siempre versiones españolas, bien sea de valor probado, bien aquéllas que me parecía que se adapta ban mejor a la finalidad documental que justifica las citas. En contadas ocasiones he preferido ofrecer mis propias versiones, directas, del griego y del latín, señalando escrupulosamente las ediciones de que me he valido para hacerlas. Es de justicia indi car, en fin, la gran ayuda que me ha prestado José Joaquín Caerols, que hizo una encomiable revisión de la traducción y de las pruebas de imprenta. Por último, he de señalar que no he querido interferir para nada en el contenido de la obra, ni siquiera en la bibliografía, en la que tan sólo he añadido puntualmente el nombre de los tra ductores españoles a cuya labor se deben las versiones utilizadas para las citas y, contadas veces, he indicado entre corchetes la existencia de traducciones españolas de libros modernos, así co mo unas pocas publicaciones españolas de muy última hora so bre los temas tratados por Eva Cantarella. Alguna vez, en fin, he tenido casi por fuerza (¿o por falta de capacidad?) que cambiar algún giro, algún período demasiado complicado, para servir a su fluidez en español. Espero, sin em bargo, que a pesar de ello mi traducción no se haya convertido jamás en una traición a La calamidad ambigua, un gran libro escrito por una gran amiga, Eva Cantarella. Andrés Pociña Granada, Navidad de 1989
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Notas 1. Director, por ejemplo, de la obra Histoire mondiale de la femme, Paris, 1965, de la que existe una trad. esp. por M a r Ia R osa Bo r r á S, Barcelona, Grijalbo, 1973, 4 vols. En ella, se debe a Grimai el libro correspondiente a la mujer romana. 2. P. G r im a l , Diccionario de la mitología griega y romana, trad. esp. por F r a n c isc o P a y a r o l s , Barcelona, Labor, 1965, s.v. Atalanta, p.58 s. 3. Roma, Editori Riuniti. Ia edición, abril de 1981; 2‘ edición, junio de 1985; 1* reedición, junio de 1986. 4. Madrid, S.E.E.C., 1961 (1* ed.), 1969 (2‘ ed.). 5. Est. C7ás.21(1977)307-329.
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INTRODUCX3ÓN A LA SEGUNDA EDICIÓN ITALIANA
La ocasión para la segunda edición de este libro, a cuatro años de distancia de su publicación, me la ha ofrecido la necesi dad de actualizar la bibliografía, con vistas a su traducción en Francia, en los Estados Unidos y en Grecia. Las más recientes investigaciones sobre la condición femeni na en la Antigüedad han explorado, en efecto, aspectos de la vida de las mujeres que las investigaciones precedentes, orientadas a la reconstrucción de un primer cuadro de conjunto, habían dejado inevitablemente en un segundo plano; además, han señalado nuevos problemas y nuevos campos a tratar; y, sobre todo, han perfeccionado los métodos de estudio. Por ello, los resultados de estas nuevas investigaciones son de tal importancia que no pueden ser relegados a un simple apara to bibliográfico. Estimulada por ellos, consideré en un primer momento oportuno y, más tarde, indispensable proceder a un ampliación de la primera edición. Y esto por dos razones: la pri mera, por la necesidad de dar cuenta de los resultados de tales novedades de la investigación; la segunda, por el deseo de pro fundizar y de reflexionar de nuevo sobre algunos problemas por aquéllas suscitados. Al replantearme esta Calamidad ambigua (Ambiguo malanno) he desarrollado, en consecuencia, algunos temas, he profun dizado sobre algún aspecto, he documentado con mayor detalle alguna toma de postura; en definitiva, no sólo he ampliado el li bro, sino que lo he vuelto a elaborar. Pero, al hacerlo, he inten tado respetar la idea que había inspirado la primera edición, XIX
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esto es, la de escribir un libro que pudiese alcanzar también a un público de no especialistas, lo más claro posible en el lenguaje y en los contenidos, y que no diese nunca nada por descontado o por archisabido. Esta es la razón por la que los problemas por así decirlo más sofisticados, los debates metodológicos o doctri nales, las cuestiones sujetas a controversia, la confrontación con opiniones diferentes a las expresadas en el texto, en una pala bra, todo aquello que podría obstaculizar la lectura haciéndola más difícil, ha sido casi siempre relegado a las notas. Por consiguiente, el libro puede ahora prestarse (al menos ha sido pensado para ello) a dos formas de lectura: la primera es la basada exclusivamente en el texto, encaminada a trazar un cua dro de conjunto y a dar una primera información, completa en cualquier caso; la segunda, en cambio, puede integrar los datos ofrecidos en las notas, y está dedicada, además de a los estudio sos, a quienes deseen profundizar sobre temas diferentes y espe cíficos. Milán, febrero de 1985 Eva Cantarella
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INTRODUCCIÓN ¡Oh Zeus! ¿por qué, pues, sacaste a la luz del sola las mujeres, una calamidad ambigua, para los hombres? (Eurípides, Hipólito, w. 616-617)
1. LA TRAMA DE LA DISCRIMINACIÓN
Repasar la historia de las mujeres en la Antigüedad griega y romana no es simple curiosidad de erudito. Los cambios radica les acaecidos en las condiciones de la vida femenina, el recono cimiento de la plena capacidad de las mujeres de ser titulares de derechos subjetivos y poder ejercitarlos, la conquista de la pari dad formal con los hombres, todavía no han cancelado por completo la herencia de una ideología discriminatoria de varios milenios, de la que solo la historia puede ayudar a comprender las raíces y señalar las causas. Observar la vida y seguir los avatares de organizaciones so ciales como la griega y la romana ayuda a descubrir, si no el momento en que nació la división de los roles sexuales, sí aquél en que tal división fue codificada y teorizada y, en consecuen cia, comenzó a ser vista no como un hecho cultural, sino como la consecuencia de una diferencia biológica, automáticamente traducida en inferioridad de las mujeres. La vida de una formación social como la polis griega (pres cindiendo por el momento de sus antecedentes) implicaba la 1
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exigencia de la fijación de roles sexuales rigurosamente determi nados e infranqueables, como condición para su supervivencia. Y no fue casual, por tanto, que precisamente en aquel período se conformase la teorización sobre la diversidad e inferioridad «naturales» de la mujer, y que Aristóteles, identificando la mu jer con la «materia» (en contraposición al hombre «espíritu» y «forma»), y en consecuencia excluyéndola del logos, dominio de la «razón», proporcionase la justificación teórica de la incapaci dad de las mujeres tanto en el terreno político como en el del de recho privado1. Y tuvieron que pasar muchos siglos antes de que la «natura lidad» de la inferioridad de las mujeres fuese sometida a discu sión. El cristianismo (que sin embargo predicaba la igualdad de todos los seres humanos), no solo no rebatió la necesidad de la subordinación femenina, sino que exasperó los tonos de una mi soginia ampliamente presente ya en la cultura antigua. Mientras en algunos aspectos contribuía, indiscutiblemente, a modificar la concepción del matrimonio, visto por primera vez también como ámbito del amor, la predicación cristiana contenía no po cos elementos contradictorios, que remachaban la idea de la in ferioridad femenina, y «demonizaban» a la mujer, símbolo e instrumento de la tentación y del pecado. Aunque en la Carta a los Gálatas (3.23-28) escribe que ya no debía haber «ni judío, ni griego, ni esclavo, ni libre, ni mujer, ni hombre», en la Carta a los Corintios (1.11.3 y 7) San Pablo afir maba que «el hombre es la cabeza de la mujer... el hombre es imagen y gloria de Dios, mas la mujer es gloria del varón». San Agustín teorizaba la existencia de un orden natural, según el cual la mujer estaba destinada a servir al hombre (Quaestiones in Heptateuchum 15), y Tertuliano predicaba que la mujer era la «puerta del diablo» (De cultu foeminarum 1.1). Tampoco mejoró la situación después de la caída del Imperio romano. En los reinos bárbaros, la condición femenina era de total sujeción. El derecho longobardo codificó, en el 643, el de 2
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recho de los machos de la familia a obligar a la mujer a casarse, a acusarla de brujería y, en fin, a darle muerte, en caso de que se hubiera unido a un siervo (Edicto de Rotado, 195, 197 y 221). En la Edad Media, las necesidades de un grupo familiar amplio, compuesto no sólo de padres e hijos, sino de abuelos, tíos, so brinos, cuñados y primos, provisto de armas y de magistraturas internas, dotado, en suma, de un poder no sólo privado, sino también político y militar, determinaron una discriminación ca da vez más amplia de la mujer. Tomada en consideración sólo en su papel de reproductora, se veía inexorablemente obligada a casarse y a pasar de la familia paterna a la del marido, llevando consigo una dote de la que normalmente se convertía en propie tario éste último. En la nueva familia se encontraba sometida al i us corrigendi del marido, que en sus disensiones podía usar me dios de castigo violentos, como la fusta. Tampoco era mejor su situación si no se casaba, porque en ese caso no le quedaba más que el convento como única alternativa. Sólo hacia finales del siglo XVIII comenzaron a aparecer fer mentos de renovación, si bien únicamente en el plano teórico. Locke en Inglaterra, Rousseau en Francia, Cesare Beccaria en Italia, aunque desde perspectivas diversas, criticaron la concep ción de la sociedad entendida como unión de familias, y no co mo «unión de hombres» (Beccaria, Dei deJitti e delle pene, pár. 39), y denunciaron los costes individuales de una concepción de tal naturaleza. Pero ni siquiera la desaparición de la vieja familia medieval liberó a la mujer, aun a pesar de que la teorización de su inferio ridad empezaba a ser sometida a discusión. Hobbes, en el siglo XVII, descartaba que entre hombre y mujer hubiese diferencias «de fuerza y de prudencia» tales como para determinar inevita blemente el dominio masculino, aduciendo un ejemplo de muje res que no pudieron ser sometidas: las Amazonas, guerreras que, según la leyenda, habían vivido en los confines de Anato lia, es decir, en el límite del mundo conocido2. En el siglo si3
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guíente empezaron a conocerse situaciones sociales (y no solo míticas) en que la posición de las mujeres parecía ser realmente distinta de la de las mujeres europeas. Lafitau, el famoso misio nero explorador, al publicar los resultados de sus estudios sobre los indios iraqueses en 1724, afirmó que en las tribus de este pueblo (dónde las mujeres tenían un papel muy importante, tanto en el ámbito de la familia como en el social) la regla origi nal era la descendencia por línea materna; confrotando esta si tuación con ciertas afirmaciones de Heródoto, llegó en el colmo de la fantasía a decir que los iraqueses eran descendientes de los licios, que habían debido abandonar su tierra (la actual Tur quía) como consecuencia de migraciones en cadena provocadas por la expulsión de los hebreos de Canaán3. Al margen de esto, el XVIII fue, sin embargo, un siglo nada benévolo con las mujeres. Fue precisamente en este siglo cuan do los medécins philosophes, los médicos que interpretaban la medicina como ciencia apta para explicar el hombre en su inte gridad «física» y «moral», reprodujeron una vez más en térmi nos naturalísticos el discurso de la «diversidad» de la mujer, do tada de «haces nerviosos más débiles» y «tejido celular más abundante» que los hombres a causa «del útero y de los ova rios», según escribía Cabanis, el más célebre de ellos. Partiendo de esta diversidad física (opinando que el hombre, en su totali dad, era explicable a partir de la anatomía) Cabanis llegaba a la conclusión de que la mujer era también distinta en lo «moral», entendiendo por tal todo lo que tenía que ver con la esfera de la sensibilidad y del conocimiento: a causa de la debilidad muscu lar y de la riqueza de tejido celular, según sostenía, las mujeres no son autosuficientes, sino que tienen siempre necesidad de en contrar protección, de agradar a los otros. «De ahí su capaci dad de simulación, sus pequeños manejos, sus buenas maneras, sus arrumacos, en fin, su coquetería»4. Fue solamente en el XIX, por tanto, cuando empezaron a cambiar realmente las cosas. Los exploradores etnólogos, en pri4
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mer lugar, siguieron dando cuenta de la existencia de sociedades en las que el papel femenino era determinante: entre los baronda, en Africa, eran las mujeres las que dominaban. El marido, en el momento del matrimonio, se trasladaba a la aldea de la es posa. Los hijos, en caso de separación, se quedaban con la ma dre. Y, además, las mujeres se sentaban en las asambleas al lado de los hombres5. Pero lo que resulta más interesante es que por esos años se planteó la hipótesis de que una situación de «poder femenino» no solo era suponible entre los llamados «primitivos», sino co mo una etapa del desarrollo histórico por la que todos los pue blos debían pasar, y por la que lo habían hecho, entre otros, los griegos y los romanos. En 1861, en efecto, el historiador suizo J.J. Bachofen sostuvo esta tesis en su famoso Das Mutterrecht6, y en los años siguien tes algunas investigaciones antropológicas parecieron confir marla. En 1865, McLennan afirmó, a su vez, la existencia de un momento de organización matrilineal7. En 1877, Morgan publi có Ancient Society, donde comparaba la organización de los iraqueses con la organización gentilicia de los griegos y los ro manos, y formulando la hipótesis de que todas las sociedades habrían pasado de la fase originaria de la horda promiscua a la más avanzada de la familia monogámica a través de una fase caracterizada por una familia matrilineal8. Aunque los antropólogos, por lo general, hablaban de des cendencia matrilineal y no de matriarcado, la hipótesis de Ba chofen parecía confirmada. Algunos años después la retomaría Engels, reproduciendo en el Prefacio a la cuarta edición del Ori gen déla familia la interpretación bachofeniana de la Orestía de Esquilo, vista como la descripción de la lucha entre derecho ma triarcal y derecho patriarcal, y como victoria del segundo sobre el primero9. La «historización» del concepto de familia quedaba cumpli da y, con ella, la «historización» de la condición femenina. Y si 5
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las hipótesis matriarcales han revelado posteriormente su fragi lidad frente a indagaciones históricas más avezadas, y tras el afloramiento de nuevos datos, ello no resta mérito a quien, cen trándose en la hipótesis matriarcal, puso en discusión la hege monía de un modelo, descubriendo su caracter «cultural» y per mitiendo imaginar otros diferentes. Pero volvamos a Grecia y a Roma.
2. PROBLEMAS DE MÉTODO
Las páginas que siguen no prentenden reconstruir la historia completa de las mujeres en la Antigüedad griega y romana; se proponen tratar sólo algunos momentos y aspectos de esta his toria, escogidos y destacados por su particular significación. Pe ro escribir la historia de las mujeres no es cosa fácil. Una histo riografía desde siempre atenta a la política, a los acontecimien tos, a las fechas y a los grandes personajes, ha borrado su paso, conservando, como mucho, el recuerdo de algunas figuras cuya vida fue excepcional, como excepcional ha sido su entrada en la historia. Es difícil, en suma, reconstruir la vida de la mujer griega y romana que ha permanecido en el anonimato. Quienes se ocu pan de otras épocas pueden en ocasiones valerse de documentos preciosos para este fin: los libros parroquiales de los siglos XVII y XVIII, por ejemplo, donde se registran decenas de millares de casos, han permitido escribir la historia demográfica de las mu jeres de la época, saber a qué edad contraían matrimonio, cuán tas maternidades llevaban a término y a qué distancia unas de otras, cuáles eran las diferencias entre las condiciones de vida de las mujeres burguesas y de las proletarias10. El historiador de la Antigüedad, en cambio, no dispone de documentos de ese tipo. Exceptuando al historiador del Egipto greco-romano, que tiene 6
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a su alcance gran cantidad de documentos preciosos como con tratos de matrimonio, testamentos, transacciones patrimoniales de varios tipos o verbales de procesos, el que estudia la edad an tigua puede sacar información de fuentes prevalentemente no objetivas. El que narra los acontecimientos de la época (no impor ta si reales o imaginarios) introduce de hecho, inevitablemente, en el relato sus propias valoraciones, sus sentimientos, su «ideología»: en cierto modo interpreta los hechos, por más que se esfuerce en ser objetivo. Y, si es verdad que el peso de la ideología sobre la condición femenina es tal que no puede haber historia de las muje res que no sea al propio tiempo historia de las representaciones mentales, también es cierto que debemos estar en condiciones de distinguir estas representaciones de la realidad. Es necesario, en re sumen, reconstruir, dentro de los límites de lo posible, las condicio nes reales de vida de las mujeres, basándose en documentos que describen los hechos como son, y no como los ve un intérprete, sal vando, además, la lectura inevitablemene subjetiva que hace de ellos quien los lee hoy. No es casual, por lo tanto, el hecho de que recientemente los estudios sobre la condición femenina en la antigüedad hayan adoptado como campo de investigación de particular interés las inscripciones funerarias. Las nuevas investigaciones en este sector han abierto, de he cho, perspectivas de gran alcance, que permiten una mejor valo ración de las fuentes literarias11. Y, sobre todo, contienen datos sobre la vida cotidiana de mujeres desconocidas, es decir, de aquéllas cuyo recuerdo han borrado las otras fuentes12. Pero, además de esto, otro tipo de fuentes puede ofrecer una contribución fundamental a la reconstrucción de la condición fe menina, a saber, las fuentes jurídicas. Aunque desde una perspecti va diferente, también las reglas jurídicas proporcionan indicaciones objetivas y neutrales sobre la vida de todas las mujeres. Y, si entre la reglamentación jurídica y la realidad puede existir, y regularmente existe, un desacuerdo, ello no impide, sin 7
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embargo, que el análisis de las normas del derecho sea el presu puesto del que hay que partir para medir su eventual distanciamiento de la realidad y para establecer cuál es el sentido de tal distanciamiento. La costumbre puede ser, de hecho, más o menos rígida que las reglas del derecho. Según los casos, puede conceder a las mujeres una libertad y una autonomía mayor o menor que las que les están reconocidas formalmente: en otras palabras, puede ser más o menos avanzada que el derecho13. ¿Cómo medir, pues, la entidad y el sentido de ese desacuerdo? Como ocurre a menudo, la complejidad de los hechos socia les no permite una respuesta única. Incluso en un mismo momento y en un mismo lugar ocurre que la distancia entre derecho y costumbre puede ser diferente —en primer lugar— según el tipo de reglas jurídicas que se to men en consideración. La práctica cotidiana de las relaciones familiares, por ejemplo, puede alejarse del rigor abstracto del derecho con mayor facilidad que lo que suele ocurrir en materia de derecho público, penal o procesal14. La distancia con respecto al derecho, además, puede variar de signo según la condición social de la mujer a cuyo comporta miento se haga referencia. Y aún caben otras posibilidades dis tintas. Pero más allá de este problema, lo cierto es que derecho y costumbre son complementarios, y sólo de su examen combina do y de sus interacciones puede surgir un cuadro de la condi ción femenina que no sea abstracto, esquemático y, en definiti va, descaminado. Y es con esta premisa, por lo tanto, como tra taremos de evaluar las informaciones de tipo jurídico: a partir de ellas, allí donde existan, daremos comienzo a nuestra pesqui sa. ¿Por qué razón? Porque, como ya hemos dicho, las reglas del derecho, en su abstracción y generalidad, permiten reconstruir la vida de todas las mujeres que han pasado por la historia sin entrar en ella. Y la vida de estas mujeres o, mejor, los «momen
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tos» de su historia que trataremos de reconstruir, tal vez podrán ayudamos a aclarar las razones que han hecho necesaria su su misión, las formas de manifestación de ésta, las construcciones teóricas que sucesivamente la han justificado, presentándola co mo «natural» e inevitable. Todo ello, con consecuencias que se han hecho sentir bastante más allá de los tiempos de la historia de Grecia y de Roma.
Notas 1. Véase La donna eiñlosofí. Archeologia di un’immagíne cultúrale, a cura di S. CAMPESE - S. CASTALDI, Bologna 1977, pp.52ss., así como S. CAMPE SE, «Madre Materia: donna, casa, città nell’antropología di Aristotele», en S. CAMPESE - P. M a n u l i - G. SlSSA, Madre Materia. Sociología e biología della donna greca, Turin 1983, pp,15ss. 2. T. HOBBES, Leviatán, Π, XX. Cf. además Elementi dilegge naturale e p o litica, Π, cap. IV, 2. Sobre este tema: G. C o n ti O d o sirio , «La teoría del matriarcato in Hobbes», en DonmWomanFemme (=DWF), I, n.3, 1976, pp.21ss., y «Matriarcato e patriarcalismo nel pensiero politico di Hobbes e Locke», en Matriarcato e potere delle donne, a cura di I. M a g l i , Milano 1978, pp.37ss., así como las consideraciones ya antes desarrolladas por mí, y retomadas aquí, en los «Cenni storici» introductorios de Donne e diritto (= Lessicopolitico delle donne, 1), Milán 1978. 3. J.T. LAFITAU, Moeurs des sauvages amériquains comparées aux moeurs des premiers temps, Paris 1724, pp.69 y 89-92. 4. P. G. C a ban is , Rapports du physique et du moral de l ’homme, Paris 1813, vol.I, p.274, sobre cuyas hipótesis véase S. MORAVIA, La scienza dell’uomo nelsettecento, Bari 1978, pp.50ss., y con referencia más específica al proble ma de las mujeres, I. M a g l i , La donna un problema aperto, Florencia 1974, pp.9ss. 5. D. L iv in g sto n , Missionary Travels and Researches in Southern Africa, Londres, 1857. 6. J.J. BACHOFEN, Das Mutterrecht, Sttutgart 1861, parte del cual, junto con otros pasajes escogidos de las obras del mismo autor han sido traducidos al
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italiano por E. CANTARELLA, II potere femminile, storia e teoría, Milán 1977. 7. J.F. M c L e n n a n , Primitive Marriage, Edimbourgh 1865, y Studies in A n cient Society, Londres 1876. 8. L .H . M o r g a n , Ancient Society, L ondres 1877; trad. ital. Lasocieti anti ca, M ilán 1970. 9. Sobre la Orestia volveremos a hablar en el cap. V. 10. Para un célebre ejemplo de historia demográfica véase P. GOUBERT, Beauvais et le Beauvaisis de 1600 à 1730, París I960, parcialmente reeditado en Cent mille provinciaux au X V II siècle, Paris 1968. Sobre este tipo de in vestigación y, de forma más general, sobre la renovación de los estudios his tóricos, véase el ensayo introductorio de J. LE G o f f a La nouvelle histoire, París 1980, trad. it. La nuova storia, Milán 1982. Por lo que respecta en par ticular a las mujeres, entre las ahora numerosas investigaciones inspiradas en métodos no tradicionales véase, con referencia a períodos diversos, los vols. 27 (núms. 4-5,1972) y 30 (núm. 4,1975) de Armales E. 5. C!; y de corte dife rente, pero no menos interesante, Family and Inheritance. Rural Society in Western Europe 1200-1800 (edd. J. G o o d y , J. T h ir s k , E.P. T ho m pso n ), Cambridge University Press 1976. Para una discusión teórica del problema relativo no sólo a las mujeres, sino a todos los «marginales», véase por último B. VINCENT (éd.), Les mar ginaux et les exclus dans l h’ istoire, Paris 1979; y J.C. SCHMITT, «La storia dei marginali», en La nuova storia, a cura di J. LE G o f f , cit. Y, en fin, so bre la conveniencia de catalogar a las mujeres como «marginales», C. SARA CENO, «La condizione femminile come caso specifico di emargmazione?», en Quademi di sociología 3(1980-198 l)524ss., con comentario de G. M a r TTNOTTI (p.534) y respuesta de C. Sa r a c en o (pp.535ss.). 11. Cf. S. H u m ph r e y s , The Family, Women and Death. Comparative Stu dies, Londres 1983, y anteriormente, de la misma autora, «Family Tombs and Tomb Cult in Ancient Athens: Tradition or Traditionalism?», en Jour nal o f Hellenic Studies 100(1980)96ss. 12. C o m o dem uestran las fuentes de este tipo recogidas p o r M. L e f k o w it z M. F a n t , Women’s Life in Greece and Rome, L ondres 1982, y com o ha puesto en evidencia M. L e f k o w it z en Princess Ida, The Amazons and a Women’s College Curriculum, Times Literary Supplement 27-11(1981)13991401.
13. Para limitamos a dos ejemplos: D.M. SCHAPS, Economic Right o f Wo men in Ancient Greece, Edimbourgh 1979, en particular pp.89ss., sobre cu-
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yas hipótesis volveremos a hablar, considera que en la edad clásica la cos tumbre era más avanzada que el derecho. S.G. COLE, «Could Greek Women Read and Write?», en H.P. FOLEY (ed.), Reflections o f Women in Antiquity, New York/L on d res/Paris 1981, pp.219ss., ha reconstruido, en cambio, la proporción entre alfabetos y analfabetos en el Egipto griego, y establecido que las mujeres pertenecían más bien a la segunda categoría, llegando a mos trar, por tanto, que la libertad real de las mujeres, en aquel período y en aquel lugar, estaba más limitada que la teóricamente reconocida por el dere cho. 14. Los intentos de demostrar que existía un corte entre posición política y posición social de las mujeres producen, en realidad, no poca perplejidad. Pienso particularmente en la afirmación de J. LE GALL, según el cual las mu jeres, incluso no siendo ciudadanas, sin embargo eran declaradas por su pa dre a la fratría en el momento de su nacimiento (cf. «Un critère de différen ciation sociale, la situation de la femme», en Recherches sur les structures so ciales dans l ’antiquité classique, Paris 1970, pp.257ss.). Pero como ha señala do con precisión J. GOULD, tal afirmación no encuentra ningún apoyo en las fuentes («Law, Custom and Myth: Aspects of Social Position of Women in Classical Athens», en Journal o f Hellenic Studies 100(1980)37ss. y en parti cular pp.40-42). Diferentes y más difuminadas, en cambio, son las posiciones de C. MossÉ - R. d i D o n a t o , «Status e/o funzione. Aspetti della condizione della donna-cittadina nelle orazioni civili di Demostene», en Quademi di sto ria 17(1983)151 ss., y la de D.M. SCHAPS, «The Women in Greece in Warti me», en CZ.fiM77(1982)193ss., que del examen de la actitud de las mujeres griegas durante las guerras concluye que «citizen women did not see themsel ves as an enterely disfranchised group» (p.213). Circunstancia sobre la cual yo creo que se puede estar de acuerdo, así como, quizá, sobre la posibilidad de que «the sympathy between women and men was greater than we might perhaps have expected from a society so heavily patriarcal». Pero yo creo, sin embargo, que debemos ser muy cautos en la generalización de estas observa ciones, válidas en circunstancias excepcionales, a la hora de extenderlas a los tiempos de paz y a la vida cotidiana.
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Primera Parte Grecia
I. EL MATRIARCADO ENTRE PREHISTORIA, MITO E HISTORIA
1. EL PERÍODO NEOLÍTICO
Hubo un momento, en la historia de la humanidad, en que las habitaciones eran cabañas de madera, en que entre las armas empezó a usarse la honda y entre los instrumentos musicales la flauta, en que los ríos y los lagos comenzaron a ser surcados por embarcaciones construidas ahuecando el tronco de un árbol (las piraguas). Y en que, según una opinión muy difundida en el si glo pasado, pero que encuentra todavía defensores, las institu ciones estaban caracterizadas por un dominio de las mujeres: en otras palabras, en que la sociedad era matriarcal1. Cronológicamente, esta fase habría coincidido con el mo mento en el que ocurrió una modificación fundamental en las condiciones de vida del hombre, es decir, con el paso de la vida nómada a la sedentaria, y con la introducción de la agricultura, cosa que ocurre en Asia unos 12.000 años antes de Cristo. Antes de aquella época, se suele decir que el hombre vivía de la caza y la mujer contribuía a la búsqueda del alimento recogiendo ba yas, frutos y raíces, que completaban y variaban el alimento procurado por el hombre, pero no en grado de poder sustituirlo. Cuáles eran las condiciones de vida de estos grupos es cosa muy discutida. Según algunos, habrían llevado una vida muy difícil y precaria, debido a la necesidad de continuos y a veces imprevistos cambios de lugar, a la inseguridad ligada a la difí15
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cuitad de procurarse el alimento y, en consecuencia, a la imposi bilidad de programar el futuro, ni siquiera a un plazo muy cor to. Según otros, en cambio, lo característico del paleolítico no habría sido la escasez, sino al contrario la abundancia de los re cursos. La búsqueda del alimento, en estas condiciones, habría sido fácil, y habría ocupado sólo una pequeña parte del tiempo, dejando un espacio amplio al descanso. Trabajar demasiado ha bría querido decir, en realidad, acumular riquezas, no sólo inú tiles (para quien no tenía ningún sentimiento de posesión), sino fastidiosas, por difíciles de transportar. El paleolítico habría si do, en suma, un período feliz. Sólo en los comienzos del oligoceno, quizá, un período de escasez de la caza habría empeorado las condiciones de vida. Pero no es éste el problema que nos in teresa. Como quiera que sea, en un cierto momento sobrevino un cambio: en algunas zonas de Asia particularmente favora bles (sobre todo, por razones climáticas) las bandas de cazado res y recolectores comenzaron a establecerse y a cultivar las tie rras que rodeaban la zona de su asentamiento, dando vida a las primeras organizaciones de aldeas: y la relación hombre-mujer, que hasta aquel momento había registrado el predominio mas culino, habría comenzado lentamente a cambiar. En efecto, las mujeres, ayudadas por los niños (mientras los hombres continuaban dedicándose a la caza), se dedicaron con in tensidad siempre creciente a la agricultura, adquiriendo competen cias y especializaciones que los hombres no tenían, y convirtiéndo se en las principales proveedoras del alimento: a medida que iban afinando las técnicas agrícolas y otras relacionadas con ellas (como la de la cerámica, necesaria para la conservación de los productos del campo, y la del tejido, que permitió sustituir las indumentarias de piel por las obtenidas de hilaturas vegetales), conquistaban, en consecuencia, también el poder. Las instituciones sociales y religiosas habrían experimentado en este momento un cambio, marcado por una tendencia a transformarse en sentido matriarcal: en el centro de la religión 16
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vinieron a situarse ritos de fecundidad, como el hieros gamos, la unión sagrada entre la diosa y su compañero, en la tierra desnu da, donde el arado había excavado un surco: los mismos ritos que aparecen atestiguados, en la mitología griega, por las unio nes entre Zeus y Hera, y entre Deméter y Jasón, y de los que quedan trazas, en época clásica, en los misterios eleusinos. Las divinidades femeninas comenzaron a tomar la delantera, antici pando el culto de la Diosa Madre, la Potnia, que se convirtió en la figura divina preminente en la religión mediterránea. Las mu jeres se convirtieron en detentadoras exclusivas de poderes mis teriosos que ejercitaban sirviéndose de «filtros» obtenidos de las hierbas. Se convirtieron en magas, en suma, como en la leyenda griega Circe, Medea y Helena. El mundo conoció, según se dice, un período en el que el poder fue de las mujeres. Pero un nuevo cambio en las condiciones de vida determina ría una ulterior modificación en la relación entre los sexos. Las labores de la tierra, con el desarrollo de las técnicas, se orienta ron hacia el cultivo intensivo. El plantador fue sustituido por la azada más simple. La necesidad de realizar obras de irrigación y de mejora se hizo cada vez más acuciante, y creció por ello la demanda de mano de obra y, en particular, de mano de obra masculina. El desarrollo de la agricultura trajo consigo el del comercio, y éste determinó la necesidad de realizar obras de protección de los pueblos, cada vez más expuestos a las corre rías de las tribus nómadas. La nueva riqueza, en fin, determinó situaciones de conflicto, e hizo necesario que las poblaciones agrícolas tuviesen un jefe capaz de defenderlas, es decir, capaz de organizar la guerra: en otras palabras, un jefe masculino. En tomo a esa cabeza militar muy pronto se colocaron grupos de personas, parientes y secuaces, que gozaban de una serie de be neficios, determinados por la proximidad al poder: es decir, na cieron grupos privilegiados, muy interesados en institucionali zar y consolidar el poder del jefe. La democracia, que caracteri zaba la vida de las aldeas protoagrícolas matriarcales, cedió pa 17
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so a una sociedad desigual, en la que las mujeres, de forma gra dual, pero inevitable, perdieron su poder. Esto es, al menos, lo que afirman los defensores de la historicidad del matriarcado. Florecido en Asia aproximadamente entre el 12.000 y el 6.000 a. C., el matriarcado habría sido, por lo tanto, la organi zación social característica del período neolítico. Pero en las di ferentes zonas de la tierra la humanidad llegó al neolítico en épocas diversas. En Europa, particularmente (donde en el VI milenio habitaban todavía grupos de cazadores y pescadores mesolíticos, y donde, en la zona mediterránea, la cultura neolíti ca se difundió por vía marítima, partiendo de centros de difu sión identificables con gran probabilidad con Siria y Cilicia), la civilización protoagrícola se coloca entre el V y el IV milenio, y ha dejado trazas, entre otros lugares, en las islas de Chipre y de Creta, en Fócide, en Tesalia, en Argólide, en Beocia y (en el te rritorio ahora itálico) en Sicilia, y en el Adriático meridional, con una particular concentración en Apulia2. j^á^ues, el poder femenino habría caracterizado las institu ciones sociales y religiosas en momentos históricamente diver sos y, a veces, muy distantes entre sí. Y en el Mediterráneo, en particular, habría continuado caracterizándolos, más allá del fin del neolítico, también durante la edad del bronce, alcanzan do los umbrales del llamado Medievo griego: en otras palabras, habría caracterizado la cultura minoica, la cultura micénica subsiguiente, y habría dejado trazas, incluso, en la sociedad des crita en los poemas homéricos. Pero en este punto es necesario plantearse una pregunta: ¿cuál es exactamente el significado del término matriarcado! Los que han hablado y hablan de matriarcado atribuyen al tér mino significados profundamente diversos, según los casos. Uno primero es aquél, etimológicamente exacto, de «poder fe menino», en el que por poder se entiende no sólo el poder fami liar, sino también, y sobre todo, el político, en concordancia perfecta, por tanto, con el significado del término griego arche. 18
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Uno segundo, menos exacto, pero más difundido, es, en cam bio, el de «sociedad» o «derecho matrilineal», es decir, sociedad caracterizada por un predominio de las mujeres en el seno de la familia; en ella, el matrimonio es matrilocal (es decir, el marido, en el momento del matrimonio, se traslada a la casa de la espo sa) y la descendencia se realiza por línea femenina, y los dere chos de sucesión corresponden a las mujeres; en esta sociedad, a pesar de ello, el poder político puede estar, y regularmente está, en manos de los hombres. Y un tercer significado es, por últi mo, el más genérico de sociedad en la que las mujeres tienen un puesto de relieve en la religión y en la sociedad. Según esto, resulta evidente que, según se utilice el término en un sentido o en otro, la respuesta a la pregunta de si ha exis tido el matriarcado puede ser distinta. Cuando por matriarcado se entienda «podef político femenino» (como lo hacía parte de la literatura del XIX), la respuesta parece que debe ser negativa. En otros términos, no existe prueba alguna de la existencia his tórica de un matriarcado semejante, ni entre los pueblos de la antigüedad, ni entre las poblaciones que hasta el siglo pasado (y, a veces, hasta este siglo, en los límites en que han permaneci do indemnes a las profundas transformaciones determinadas por el contacto con otros pueblos) han mantenido organizacio nes de tipo tribal. Si por matriarcado se entiende, en cambio, «derecho mater no», entonces la respuesta puede ser diferente: documentada en tre algunos pueblos «primitivos», de hecho, la existencia de un «derecho materno» en la antigüedad no puede ser probada, pe ro tampoco excluida. Y si, por último, se entiende por matriar cado una sociedad caracterizada por una fuerte presencia feme nina en la sociedad y en la religión, entonces la respuesta puede ser positiva, tanto en referencia a los pueblos «primitivos», co mo a la sociedad mediterránea más antigua3. Pero intentemos ahora aclarar la situación.
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2. LA SOCIEDAD MINOICA: LA POTNIA, GRAN MADRE MEDITERRANEA
En el Mediterráneo, antes de que llegasen las poblaciones eu ropeas del grupo heládico, se había consolidado el culto a una divinidad femenina, madre y generadora, cuya imagen aparece en las representaciones minoicas con dos animales rampantes a sus flancos o (como en una celebérrima iconografía), con dos serpientes en sus manos alzadas; o, también, sobre una embar cación sagrada. Según se deduce de ello, una diosa ya sea de la tierra, ya del mar, una señora (Potnia) omnipotente, símbolo de la fuerza generatriz femenina, Gran Madre Mediterránea, única figura femenina divina de una religión en la cual su esposo, el paredro (lit. «el que se sienta al lado, compañero»), sería una imagen totalmente pasiva y exclusivamente ligada a la función de satisfacer los instintos sexuales de la Potnia. En esto, y sola mente en esto (además de ciertas interpretaciones, por otra par te discutibles, de algunos mitos, sobre los cuales volveremos) se basan las hipótesis de quienes sostienen la existencia de un pe riodo matriarcal mediterráneo, en particular en Creta durante la época minoica, es decir, a partir del III milenio4. Pero el do minio de una figura femenina en la religión no implica necesa riamente el poder femenino. Prescindamos de la consideración del hecho de que algunos de los principales estudiosos de histo ria de las religiones han puesto en duda el monotesímo de la re ligión cretense, es decir, han contemplado la posibilidad de que existieran divinidades masculinas al lado de la Potnia. Aun ad mitiendo que la Potnia fuese la única divinidad, ello puede sig nificar, como mucho, que las mujeres disfrutaban de una posi ción social elevada. Y, en efecto, una serie de elementos puede avalar esta hipótesis. En primer lugar, en la religión minoica las mujeres cumplían la función socialmente privilegiada de sacer dotisas. En segundo lugar, como muestran los frescos y, en ge neral, la iconografía, participaban en los espectáculos y en las 20
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cacerías. En tercer lugar, la parte destinada a las mujeres en los palacios no estaba retirada (como ocurrirá en las casas griegas), sino, por el contrario, estaba en contacto directo con las otras partes de la casa-fortaleza, señal evidente, por lo tanto, de una libertad femenina de la que se pierde la pista en épocas sucesi vas. Pero no se puede ir más allá de esto y, en particular, es muy difícil probar (como, sin embargo, se ha sostenido a menudo) que la sucesión hereditaria se realizase per foeminass. En apoyo de esta afirmación viene sólo la consideración de que trazas de descendencia por línea femenina se encuentran en el derecho de ciudades cretenses como Gortina, sobre el que volveremos. Pero, dado que las leyes de estas ciudades son de época muy posterior a la minoica, no es posible decir con segu ridad si contienen residuos de una descendencia femenina más antigua o si, al contrario, señalan la conquista de nuevos dere chos femeninos. Para concluir, no existe ningún elemento que pruebe la exis tencia de un matriarcado minoico. Tampoco existe (si bien no hay igualmente elementos para excluirlo) la posibilidad de afir mar que la descendencia se realizaba per foeminas. Existen, en cambio, algunos elementos que indican una notable libertad, una cierta dignidad y, en conjunto, una elevada posición social de la mujer6.
3. LOS REINOS MICÉNICOS
La lectura de los documentos escritos con los caracteres silá bicos llamados lineal B (descifrados en 1952 por el inglés Mi chael Ventris, que demostró que se trataba de una escritura que escondía una lengua griega) ha permitido reconstruir la vida de los reinos en los cuales, a partir del 1400 a.C. (para llegar hasta el 1230, aproximadamente), las primeras poblaciones griegas se 21
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organizaron bien en la isla de Creta, bien en el continente, y que se denominan reinos micénicos, a partir del nombre del más po deroso de ellos, Micenas7. La sociedad micénica, a la luz de las informaciones sacadas de la cantidad, ahora notable, de documentos descifrados, de los datos arqueológicos y de los iconográficos, era notablemen te diferente de la sociedad minoica. En primer lugar, al lado de las divinidades femeninas, la religión micénica veneraba nume rosas divinidades masculinas, como Zeus, Posidón, Ares, Her mes y Dionisio. A pesar de que la iconografía sigue documentando una am plia participación femenina en la vida pública, los restos arqui tectónicos parecen señalar que las zonas de los palacios destina das a las mujeres estaban más separadas del resto del conjunto del edificio que en época minoica. Las tablillas documentan, además, la existencia de trabajadoras asalariadas. Y el análisis del trabajo femenino revela un dato de notable interés. En Micenas, en efecto, existen trabajos típicos de mujeres y típicos de hombres. Los hombres, además de ocupar todos los puestos de mando, desarrollan actividades ligadas al pastoreo y el artesa nado, y tienen funciones directivas en los grupos de trabajo fe meninos. Las mujeres, en cambio, trabajan en la manipulación de cereales, en la custodia y distribución de los mismos; están asignadas a trabajos auxiliares y, en el campo del artesanado, participan, por último, sólo en las actividades relacionadas con el tejido. Como se ha puesto de relieve con exactitud, la organi zación del trabajo femenino, en Micenas, permite ya distinguir algunas características del mismo que serán una constante de la sociedad griega8. El complicado sistema de concesiones de la tierra revela, ade más, la exclusión de las mujeres en líneas generales: si algunas resultan de hecho concesionarias de parcelas, a veces incluso amplias, se trata siempre y exclusivamente de sacerdotisas, es
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decir, de mujeres privilegiadas, cuya condición social no permi te hacer generalizaciones. Aun teniendo en cuenta que el desciframiento de ulteriores tablillas podría modificar el cuadro surgido hasta el momento, en el estado de nuestros conocimientos parece que se puede con cluir que la sociedad micénica (la primera sociedad griega que conocemos) asignaba a las mujeres un puesto diferente del que habían tenido en la sociedad minoica. La fuerte presencia de di vinidades masculinas indica un cambio del papel femenino, por lo demás perfectamente adecuado a la organización típicamente militar de la sociedad. Aunque eran más libres que las mujeres griegas de la época siguiente, las micénicas empiezan a .corres ponder al modelo al que se adecúan perfectamente en el Medie vo griego.
4. LOS MITOS MATRIARCALES: LAS AMAZONAS Y LAS LEMNIAS
Los defensores de la tesis matriarcal han basado a menudo sus afirmaciones (o, cuando menos, las han apoyado) en la in terpretación de algunos mitos, en los que se movería la sombra del recuerdo de situaciones en que el poder, incluso político, ha bría correspondido a las mujeres. Y entre estos mitos figuran, en primer lugar, los de las Amazonas y las Lemnias. Las Amazonas, como es sabido, era un pueblo de guerreras, entre las cuales los hombres eran admitidos tan sólo en condi ción de esclavos. Engendraban ellas sus hijos uniéndose a ex tranjeros y, en el momento del parto, mataban a los hijos m a chos o, según otra tradición, los cegaban. Y a las hijas mujeres les cortaban un seno, para que pudiesen guerrear mejor, mane jando sin dificultad el arco y la lanza: de ahí venía precisamente el nombre de Amazonas, de a-mazos, sin seno. 23
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Las Lemnias, en cambio, tenían maridos. Pero, habiendo ofendido a Afrodita, habían sufrido el castigo de la diosa: afec tadas por un mal olor terrible ( dysosmia), habían sido rechaza das por sus hombres, que se habían refugiado en los brazos de jóvenes y más agradables esclavas tracias. Entonces, las terribles Lemnias, para vengarse, habían degollado a todos los machos de la isla y, a partir de aquel momento, Lemnos se había con vertido en una comunidad sólo de mujeres, gobernada por la virgen Hipsípila. Sin embargo, un día llegó Jasón en la nave Ar go y marcó el fin del poder femenino: los argonautas se habían unido a las Lemnias, cuyo mal olor había desaparecido en el momento en que acogieron a los hombres. Jasón se casó con la reina Hipsípila y, a partir de aquel momento, para recordar el acontecimiento, en Lemnos se celebraba periódicamente una fiesta, cuyo ritual reproducía estos acontecimientos. Pero intentemos leer los hechos con un mínimo de atención: ante todo, tanto las Amazonas como las Lemnias eran mujeres muy crueles, las Lemnias salvajes sin más, hasta el punto de de vorar «carne cruda». Además, tanto las Amazonas como las Lemnias eran comunidades de mujeres exclusivamente: en nin guno de los dos relatos, por lo tanto, las mujeres reinan en una sociedad compuesta normalmente por hombres y mujeres, co mo quería el matriarcado. Y, además de esto, si el reino de las Amazonas es indeterminado en el tiempo; el de las Lemnias queda delimitado en un período por así decirlo patológico de la vida del grupo y, como tal, destinado a desaparecer tan pronto se presenta con los hombres la posibilidad de volver a la norma lidad. Más que representar un momento de poder matriarcal, estos mitos parecen querer, por el contrario, «exorcizar» la idea de un eventual poder femenino. Y, por lo demás, en época reciente han sido objeto de interpretaciones muy diferentes de la del si glo XIX, que fundamentaba en ellos una reconstrucción históri ca. El mito de las Amazonas, en particular, ha sido interpretado 24
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como la representación monstruosa, hecha por los griegos, de un mundo bárbaro y salvaje, opuesto a la «cultura»: no es ca sual, pues, que esté formado sólo por mujeres9. El rito en que se representaba el mito de las Lemnias, por ejemplo, ha sido inter pretado como una descarga «catártica» de la tensión entre los sexos, que tendría la función de impedir que tal tensión se trans formase en un verdadero y auténtico conflicto10. Por otra parte, es muy significativo el hecho de que las mujeres de Lemnos es tuvieran acompañadas por un mal olor, hasta el momento en que acogieron de nuevo a los hombres. También durante la fies ta de las Tesmoforias, en plena época clásica, en Atenas, las mujeres, separadas de los hombres, emanaban mal olor: ligero, en este caso, porque su separación de los hombres era ocasio nal. Pero en Lemnos, donde la separación (al menos en la inten ción) debía ser definitiva, el olor era realmente nauseabundo. Tampoco faltan otros mitos que señalan la innaturalidad de la separación de la mujer del hombre: por ejemplo, el mito de las hijas de Preto, que habían rechazado casarse, a pesar de haber sido pedidas en matrimonio por todos los griegos (panellenes). Y por haber despreciado de este modo a Hera (la diosa protec tora del matrimonio) y a Dionisio (el dios iniciador), habían si do castigadas con una enfermedad que les hacía perder los ca bellos y su piel se cubría de manchas blancas: el mal olor (u otra sanción) castigaba, por tanto, regularmente, el rechazo del hom bre, señalando su aspecto patológico y negativo11.
5. PROBLEMAS DE INTERPRETACIÓN DEL MITO: ¿HISTORIA OLVIDADA O MUNDO IMPENSABLE?
El relato mítico es, pues, susceptible de muchas interpreta ciones, diferentes de aquélla según la cual es el recuerdo de una historia olvidada, aunque, obviamente, esto no significa que no 25
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guarde relación con la realidad social. La polémica sobre el sig nificado de los mitos y sobre el método para su estudio tiene por lo demás varios siglos de existencia. Bernard Le Bouvier de Fontenelle (el mismo autor que había publicado en 1686 una Histoire des oracles en que sostenía que los oráculos paganos no expresaban la voluntad divina, sino la de los detentadores del poder), en una obra titulada De l ’origine des Fables, publicada en 1724, había afrontado el problema si tuando el mito entre los «errores de los antiguos»: al descubrir la analogía entre la creencia de los indios de que las almas de los muertos se encuentran en algunos lagos y la griega, según la cual andaban por las orillas de la Estigia o del Aqueronte, había intuido la importancia del estudio comparado del mito, señala da también por Lafitau en esos mismos años. Giambattista Vico, en la Scienza Nuova, había insistido en la credibilidad histórica del mito, «espejo de la historia», y como tal indispensable para comprenderla. Voltaire, la figura más fa mosa de la Ilustración, había escrito en cambio, en el Essai sur les moeurs (1758), que para comprender la civilización pagana no se necesitaba estudiar los mitos, «fábulas absurdas que con tinúan infectando a la juventud», sino más bien las sociedades «salvajes» contemporáneas. La polémica proseguía en el siglo XIX, cuando Max Müller se había propuesto explicar el elemento «irracional» y «salvaje» del mito, en la esperanza de conseguir conciliario con su imagen ideal de la civilización griega (con la que estaba en contraste in salvable), y lo había explicado como una «enfermedad del len guaje», nacida de la observación y de la personificación por parte de los «primitivos» de fenómenos naturales y, en particu lar, del sol: producto, en resumen, de una incapacidad de los «primitivos» para representarse las abstracciones. Y abriendo el camino para la comparación con culturas diferentes de la grie ga, Müller había señalado la vía en que se movería J.G. Frazer, que, observando los mitos de las poblaciones todavía capaces 26
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de crearlos, sostendría la posibilidad de que un mito griego fue se explicado, por ejemplo, por medio de su comparación con uno polinésico. Para llegar por fin a nosotros, ¿cuál es la tendencia que pre valece en la actualidad? Aunque no tiene la hegemonía total, posee amplia difusión en nuestros días el método «estructural», según el cual «la mitología de una sociedad está constituida por un conjunto de relatos que tienen más afinidad entre sí que con cualquier otro discurso o forma de pensamiento al que hayan podido asociarlos las astucias de la cronología o la casualidad de la información»12. En otros términos, el mito es un discurso autónomo, cuya re lación con la realidad (sea natural o social) no es directa e inme diata, sino, al contrario, mediata hasta tal punto (para llegar a nuestro problema) que las instituciones en él representadas pue den ser lo contrario de las reales. Aunque a veces va ligado a un acontecimiento histórico, el mito reelabora ese acontecimiento y lo re-inscribe en estructuras diferentes: y los mitos matriarcales, si esto es cierto, pueden significar exactamente lo opuesto de lo que los estudiosos del XIX consideraban que significaban, de lo que todavía ahora tiende a atribuirles la literatura feminista. Pueden describir, en realidad, un mundo «trastocado», «puesto al revés», justamente opuesto a la realidad. Como se ha dicho, un mundo hasta tal punto diferente del real que es franca mente impensable. Y para confirmar esta interpretación pa recen acudir, en efecto, algunos mitos sobre los orígenes de las ciudades.
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6. LAS MUJERES EN EL ORIGEN DE LAS CIUDADES: CAULONIA, TARENTO Y LOCROS EPICEFIRIOS
El origen de muchas de las ciudades griegas de Italia está li gada, en el relato mítico, a mujeres. En primer lugar, Caulonia habría sido fundada por Caulón, hijo de la amazona Clite, que, cuando se dirigía a Troya para dar sepultura a su compañera Pentesilea, muerta por Aquiles, fue alcanzada por una tempes tad y arrojada sobre las costas itálicas. Y en Caulonia, en efec to, según la literatura del XlX^habria existido el matriarcado. Tarento sería fundada por ulotas que, durante la guerra de Esparta contra Mesenia, se habían unido a mujeres espartanas libres y que, al fm de la guerra, habían sido expulsados. Locros Epicefirios sería fundada por los esclavos de los locrios de Grecia que, mientras sus amos combatían junto a los espartanos, se habían unido con las mujeres de Esparta: mujeres y esclavos, por tanto, en los orígenes de algunas ciudades13. ¿Pero que hay más impensable, para un griego, que el poder de un esclavo? Diferente del hombre libre «por naturaleza» y, por tanto, objeto, en vez de sujeto de derecho, el esclavo no po día tener, ni haber tenido jamás, poder alguno. La asociación entre esclavos y mujeres en estos mitos es, en consecuencia, muy significativa. De hecho, también la mujer estaba excluida de to da participación en la vida de la ciudad, un «club de hombres», según se la ha definido. Los mitos que representan situaciones en que el poder está ligado a mujeres y esclavos se refieren por tanto a la realidad, pero por oposición. Y la moraleja que se sa ca de ello es que el poder, por definición, pertenece sólo a los hombres14.
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7. LAS INICIACIONES FEMENINAS: REPRODUCTORAS, TEJEDORAS Y PANIFICADORAS
Llegamos de este modo a un último problema, representado por las ceremonias de iniciación. En las sociedades llamadas primitivas existen ritos que marcan la entrada del individuo en la colectividad, y determinan su posición en el interior de ésta. Rigurosamente regulados por el grupo al que es admitido el ini ciado, estos ritos se celebran según normas consuetudinarias de las que tienen conocimiento solo los miembros del grupo, y re presentan un momento fundamental en la vida del individuo: con más precisión, el momento que simboliza y determina el ac ceso a la sabiduría de la colectividad, el reconocimiento de que forman parte de ésta, y la correlativa certeza de que quien no pertenece a ella es diferente. Cuando se trata de ritos de iniciación al grupo político, son signo del acceso al poder. Su importancia para los fines que nos proponemos es, en consecuencia, evidente: puesto que también los griegos, como los «primitivos», celebraban «iniciaciones», la participación o la exclusión de las mujeres es un indicador nada desdeñable de la condición femenina. Y es indicador que (anti cipando los resultados a que llegaremos) confirma de manera evidentísima, para toda el área griega, la exclusión de las muje res de la vida pública y su destino exclusivo al papel de repro ductoras. De hecho, es cierto que en Grecia existían ceremonias en las que eran iniciadas las mujeres, pero se trataba de ceremo nias separadas y diferentes de las masculinas. Y la razón es evidente. El ritual iniciático servía, en realidad, para señalar el puesto que el individuo ocupaba en la comunidad y para «transformarlo» según la «regla» que la comunidad le propo nía o, mejor, le exigía: el puesto de las mujeres, la «regla» de su comportamiento, en otras palabras, su papel, eran eviden temente diferentes del puesto, de la «regla» y del papel mascu 29
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lino. Pero veamos más exactamente cuáles eran los ritos de iniciación en el mundo griego. Comenzamos por las instituciones de las zonas dóricas don de, a diferencia de lo que ocurre en las áticas, los ritos iniciáticos permanecieron en vigor incluso en plena época clásica, en particular, en Esparta. El carácter iniciático de la educación es partana es clarísimo: por clases de edad, a partir de los siete años, los jóvenes espartanos eran introducidos en grupos coetá neos y, a través de una serie de experiencias y de ritos, se con vertían al final en omoioi (iguales), es decir, en ciudadanos de pleno derecho, destinados cpmp tales a dominar a aquéllos que no lo eran, los periecos y lommtas. MLjjjaes, a los siete años los niños les eran quitados a las fa milias y entraban en una «grey» (agela), donde, después de ha berles afeitado los cabellos, se preparaban para los problemas de la vida. A los doce años entraban en una nueva fase, en la que las dificultades aumentaban: provistos de un solo vestido, el mismo para todas las estaciones, dormían en una yacija de jun cos, que debían hacerse por sí solos. A los veinte años, por últi mo, se convertían en eirenes, con funciones de vigilancia y de educación de los más jóvenes. Entrar en muchos detalles es superfluo: después de haber vi vido una experiencia homosexual (todos los muchachos, en efecto, eran escogidos en un cierto momento como eromenoi por erastai adultos, aspecto sobre el que volveremos en el capí tulo correspondiente) y haber aprendido a arreglárselas en todo tipo de circunstancias (su alimento era tan escaso que les empu jaba al robo y, si eran sorprendidos, se les castigaba por su inep titud), los jóvenes espartanos, al término de la iniciación, esta ban preparados para ser aquello para lo que los había educado la colectividad, es decir, ser guerreros. Pasemos a los ritos iniciáticos femeninos. En Esparta, ade más de las masculinas, existían también iniciaciones femeninas, pero separadas. Aunque la vida llevada por los hombres redu 30
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cía, por su propia naturaleza, dentro de límites estrechísimos sus funciones de esposas y de madres, las mujeres no eran ad mitidas a las iniciaciones masculinas. Y a pesar de estar m o deladas según las masculinas, las ceremonias iniciáticas fe meninas se diferenciaban de ellas de forma muy significativa. De hecho, tampoco en Esparta podían participar las mujeres en el gobierno de la ciudad: aun siendo diferentes de las otras mujeres griegas, más libres, más adiestradas para las activi dades físicas, las mujeres espartanas tenían, sin embargo, también ellas, una sola función, que era la de engendrar hijos para la ciudad. Por ello no es casual que las mujeres, a diferencia de los ma chos, no pasasen por muchas clases de edad, sino solamente por la de parthenoi (vírgenes). En la vida del macho, una serie de etapas señalaba la conquista de la calidad de ciudadano. En la vida de la mujer, incluso de la espartana, había una sola etapa fundamental: el matrimonio. Las características de las iniciaciones femeninas son cla ras. Las muchachas espartanas eran puestas bajo la protec ción de Ártemis, la diosa virgen. Al llegar a una edad que no es posible precisar, pero que presumiblemente se trata de aquélla en que alcanzaban la pubertad por término medio, se colocaban bajo la protección de otra divinidad, Helena, a la que se confiaba la tarea de hacer de ellas mujeres a su ima gen. Y el paso de la protección de Ártemis a la de Helena coincidía con la celebración de un rito iniciático que, a través de un período de segregación, de desorden y de trastrueque de las reglas sexuales civilizadas, señalaba su entrada en el mundo de las mujeres adultas, aptas para el matrimonio15. Las iniciaciones femeninas espartanas no eran, por tanto, muy diferentes de las atenienses, que, por fortuna, podemos reconstruir con mayor amplitud de detalles, gracias al testi monio contenido en el coro de las mujeres atenienses en la Lisístrata de Aristófanes. En este coro, las mujeres manifies 31
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tan, en realidad, su gratitud a la polis por la educación que han recibido, e ilustran las etapas de la misma: «Apenas tuve siete años, fui arrephoros, después, a los diez, era aletris para nuestra arvheghetis, después llevé la túnica color azafrán como arktos(osa) en las Brauronias, y, al fin, convertida en una hermosa muchacha, fui kanephoros, con el collar de higos secos»16. Los versos describen algunas ceremonias religiosas que, a fi nales del siglo Y, cuando escribía Aristófanes, eran confiadas a las muchachas. Las arréforas, para ser más precisos, eran cuatro vírgenes, elegidas entre las más nobles de la ciudad, que estaban encarga das de tejer el peplo para Atena. Las aJetrides molían el grano para la hogaza sagrada de la diosa. Las osas eran las sacerdoti sas que celebraban un rito destinado a expiar una culpa cometi da en relación con Ártemis (una vez, una osa se había refugiado en el templo de la diosa y se le había dado muerte; la diosa, en colerizada, había enviado una carestía, y el oráculo había orde nado ofrecer una muchacha como medida expiatoria, cuyo sa crificio era recordado por la osa). Y las canéforas, en fin, eran las muchachas que en las Panateneas llevaban las cestas con los adornos y las ofertas sagradas17. Pero si éste es el significado del pasaje con referencia a la época en que fue escrito, detrás de las palabras del coro no es difícil descubrir las líneas fundamentales de un antiguo sistema iniciático, según el cual todas las muchachas, a medida que se acercaban a la pubertad, pasaban a través de cuatro grados, ca racterizados por ritos y funciones particulares y emblemáticos. Y completando la noticia dada por Aristófanes con otras fuen tes es posible describir algunos de estos ritos. Las arréforas, durante el primer grado, eran separadas por un cierto tiempo en la Acrópolis, donde, llevando un vestido 32
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blanco, se ejercitaban en el arte típicamente femenino del tejido. El segundo nivel de iniciación, que comportaba también un pe ríodo de retiro, preveía el aprendizaje de la función femenina fundamental de preparar el pan. El tercer grado era caracteriza do (además de por el usual período de segregación) por un sim bolismo de muerte y resurrección, típico de muchas iniciaciones primitivas; y del estado de muerte salía la muchacha pasando por una fiesta orgiástica, al término de la cual, preparada por fin para entrar a formar parte de las mujeres adultas, era admi tida de nuevo en la comunidad, cumpliendo los ritos prescritos, y llevando nuevas enseñas18. ¿A qué momento histórico nos conducen estos ritos de inicia ción? Habitada desde el neolítico, el Ática fue después sede micénica. ¿En cuál de estos períodos hunden sus raíces los ritos descritos por Aristófanes? Es muy difícil establecerlo. Pero sin pretender ofrecer respuestas, que serían de cualquier modo azaro sas, se puede decir que, hasta donde es posible remontarse a través de estos ritos en la historia del Ática, resulta que las mujeres no han tenido un papel dominante. El puesto que la comunidad les asigna ba, indicado por los ritos iniciáticos, no era, en realidad, distinto del que tendrán en época histórica: tejedoras y panificadoras, es de cir, organizadoras de la vida familiar, encaminadas desde su más tierna edad hacia su función de esposas y madres.
8. CONCLUSIONES
Llegamos así a las conclusiones. En todo lo que es posible re troceder en la historia del Mediterráneo, no existe posibilidad alguna de probar la existencia de una sociedad matriarcal, en el sentido etimológico del término. La minoica era, ciertamente, una sociedad en que la posición de la mujer era elevada, una so ciedad cuya religión reconocía como divinidad suprema una fe 33
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menina, y asignaba a las mujeres funciones sacerdotales; una socie dad en que las mujeres participaban en la vida social. Pero, más allá de esto, no se puede decir nada. No sólo no hay trazas de po der político femenino, sino que ni siquiera existe la posibilidad de hablar con seguridad de «descendencia por línea materna». Si es cierto, en realidad, que algunos indicios parecen señalar un sistema matrilineal, también lo es que se trata de indicios cuya interpreta ción es muy problemática. Por lo tanto, el «derecho materno» minoico, si no puede ser excluido, tampoco puede ser confirmado. Y vayamos al micénico. Superponiéndose a las poblaciones pre-griegas, los griegos micénicos organizan una sociedad que, mientras perpetuaba algunos elementos de la minoica, introdu cía otros nuevos y diferentes. Al lado del culto a la Potnia se si tuó el de divinidades masculinas; las mujeres fueron excluidas de la administración de los bienes (al menos, a nivel de conjun to), si es que se admite que hubiesen participado antes en ella. Aunque libre en sus movimientos, no del todo' excluidas de las funciones religiosas y de la vida social, las mujeres micénicas viveron una situación por así decirlo de transición: la condición femenina, en perfecta coherencia con el carácter militar de la so ciedad, comenzó a registrar una disminución de status. Y la so ciedad griega que emergió de la destrucción de los palacios eli minó esta doble valencia, escogiendo un camino bien definido, que intentaremos seguir en el capítulo siguiente.
Notas 1. Prescindimos aquí de la literatura del XIX, a la que hemos hecho alusión en la Premisa, remitiendo de todas formas, para mayor información, a E. C a n t a r e l l a , «J.J. Bachofen tra storia del diritto romano e scienze socia li», en Sociología del diritto 3(1982)1 llss., publicado de nuevo con algunos cambios como prefacio de J.J. BACHOFEN, Introduzione al diritto materno, Ro ma 1983. Entre los paleontólogos nos limitaremos a recordar G. P atron i , La
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preistoria, I, Milán 1937, y P. LAVIOSA Z a m b o tti , Π Mediterráneo, ¡’E uro pa, l ’Italia durante la preistoria, Turin 1954, y Origini e diffusione della civiltà, Milán 1957. Los historiadores que han creído en el matriarcado en Grecia y en Roma se citarán más adelante. Para la discusión sobre las condiciones de vida en el paleolítico, a las que aludiremos en el texto, remitimos por último a M. Sa h l in s , L 'economía dell’etá della pietra, Milán 1980.
2. Sobre el neolítico, para su situación cronológica y espacial, véase R. FuRON, Manuale di preistoria, Turin 1961, pp,273ss.; F. R i t t a t o r e V onwiLLER - V. Fusco, La preistoria in generale, extracto de Preistoria e vicino
Oriente antico (Nuova storia universale dei popoli e delle civiltà), Turin 1969, pp.53ss. Con referencia más específica al neolítico en Italia cf. G. LuRASCHI, Comum oppidum, Como 1974, pp.218ss. Por lo que se refiere más concretamente a la historia de la agricultura (y por lo que hace a las conse cuencias que se pueden sacar sobre el papel de las mujeres en el periodo de su difusión) señalamos las recientes investigaciones expuestas por D. FORNI, «Rendiconti delle ricerche condotte da] centro di museologia agraria nel pe riodo ottobre 1978 - novembre 1979», en Rivista di storia dell’agricoltura 3(1979)170ss., según las cuales la agricultura derivaría de la ignicultura, es decir, de la práctica de quemar zonas más o menos extensas de vegetación, para hacer cláreos y atraer a los hervíboros. Del fuego se derivaría un pirolimax, matriz de las gramináceas domésticas, posteriormente cultivadas con el arado: en otros términos, la agricultura habría sido por tanto inventada por los hombres, aunque más tarde la desarrollaran las mujeres. 3. Sobre las sociedades primitivas con derecho materno véase R. Fox, la pa rentela e il matrimonio. Sistemi d i consanguineitá e affmità nelle societá tribali, trad, ital de B. B e r n a r d i , Roma 1973, y también I. M a g l i , Matriarcato epotere delle donne, Milán 1978. Sobre el derecho materno entre los an tiguos pueblos del Mediterráneo cf. E. B o u l d in g , The Underside o f His tory. A View o f Women through Time, Boulder Colorado 1976, pp,140ss. 4. La hipótesis fue sostenida entre otros por R. Br if fa u l t , The Mothers, 3 vols., Londrés 1927, I, pp.388ss.; G. THOMSON, Studies in Ancient Greek Sodety. The Prehistoric Aegean, Londres 1949, pp,147ss.; U. P estalo zza , Religione mediterranea, Venecia 1954, y Μ. M a r c o n i , «La primitiva espressione dei divino nella religione mediterranea», en Rendiconti Istit. Lom bardo di Scienze c Lettere 79(1945-1946}247ss. Una interesante crítica y dis cusión actualizada de la hipótesis matriarcal se encuentra ahora en B. W a g n e r , Zwischen M ythos und ReaJitát. D ie Frau in der frühgriechischen Gesellschaft, Frankfurt am Main 1982, pp.l3ss.'. Die Frage der Matriarchats.
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5. Así por ejemplo R.F. WILLETTS, Aristocratic Society in A ndent Crete, Londres 1955. 6. Véase sobre este particular C.G. THOMAS, «Matriarchy in Early Greece», en Arethusa 6-2(1973)173ss., que por otra parte concluye declarándose, si bien dentro de la inseguridad, a favor de una posible existencia del derecho materno cretense. 7. Para las informaciones fundamentales sobre la sociedad micénica véase J. C ha d w ick , The Mycenaean World, Londres 1976 [Trad. esp. E lmundo micénico, Alianza, Madrid 1977], 8. Así P. Di F id io , «La donna e il lavoro nella Grecia arcaica», en Nuova DWF, DonnaWomanFemme 12-13(1979)188ss. Sobre la condición femeni na en Micenas véase además P. CARLIER, «La femme dans la société mycé nienne d’après les archives en linéaire B», en La femme dans les sociétés anti ques (Actes colloques Strasbourg, mai 1980 - mars 1981, édités par E. Lévy), Strasbourg 1983, pp.9ss., y J.C. Billig m eier - J.A. T u r n e r , The Socio economic Roles o f Women in Mycenaean Greece: a B rief Survey from Evi dence in the Linear B Tablets, en Reflections o f Women in Antiquity, cit., pp.lss., que, a diferencia de Di Fidio, subrayan la presencia femenina en to dos los sectores de actividades, la importancia del papel sacerdotal femenino, y la participación de las mujeres en la distribución de las tierras. 9. Así R.J. CARLIER, «Voyage en Amaxonie Grecque», Acta Ant.Acad. Scient. Hung. 27(1979)38 Iss., y la voz Amazones cn Dictionnaire des m ytho logies, Paris 1981, pp.9-10. Sobre la inversion mítica, de forma más general, véase F. H a r t o g , Le miroir d ’Hérodote. Essai sur la représentation de l ’a u tre, Paris 1980, pp.225ss. 10. Así W. BURKERT, «Jason, Hypsiphile and New Fire at Lemnos, a Study in Myth and Ritual», en CÇ20(1970)lss. Sobre las Lemnias (cuyo mito es narrado en Apoll.Rhod.A/#.I.636ss.) véase además G. D u m éz il , Le crime des Lemniennes, París 1924, y M. DETIENNE, I giardini di Adone, Turin 1975, pp,117ss. 11. El mito de las hijas de Preto se encuentra en Hesíodo (fr. 26-29 Rz). So bre el significado del mal olor y de las enfermedades, véase A. Br e l ic h , Paides e parthenoi, Roma 1969, pp.472-473, y M. DETIENNE, I giardini di A do ne, cit..., p.104. 12. Así M. DETIENNE, «Mythes grecques et analyse structural: controverses et problèmes», en Π M ito greco (Atti convegno intemaz. Urbino 1973), Ro ma 1977, y a continuación en Dionisio e la pantera pro fumata, Bari 1981, pp.9-10, donde se encuentra la bibliografía fundamental. Del mismo autor
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véase también lim ito. Guida storica e critica, Barí 1975; Repenser la m ytho logie, en M. I z a r d - P. Sm it h (eds.), La fonction symbolique, Essai d’anthropo logie, P a ris 1979, pp.71ss.; y luego L ’invention de la mythologie, Paris 1983. Aproximación diferente en M. E l ia d e , Aspects du mythe, Paris 1963 y Trai té d ’h istoire des religions, París 1968, y en S.G . KlRK, La natura deim itigreci, Bari 1977. 13. Sobre las fuentes véase E. ClACERl, Storia della Magna Grecia, I, Milán 1924, pp.82ss., y J. BÉRARD, La Magna Grecia, T u rin 1963, pp.l46ss. 14. Cf. P. V id a l N a q u e t , «Esclavage et gynécoeratie dans la tradition, le m ythe, l ’utopie», en Le chasseur noir. Formes de pensée et formes de société dans le monde grec, P a ris 1983, pp.267ss.; S.G . PEMBROKE, «L ocre et T áre n te: le rôle des femmes dans la fondation de deux colonies grecques», en Annales E.S.C. 25-4(1970)1240ss.; D . B r iq u e l , «Tarente, lacres, les Schytes, T hera, R om e: précédents antiques au thèm e de l ’am ant de Lady C hatterley?», en Mélanges de l'Ecole française de Rome 86(1974)673ss.; R. VAN COMPERNOLLE, «L e m ythe e la gynécocratie-doulocratie argienne», en Hommages à C. Préaux, Bruselas 1975, pp.355ss.
De forma más general sobre el matriarcado (independientemente de la relación mujeres-esclavos del mito) véanse además los estudios en los que Pembroke ha demostrado la imposibilidad de documentar su existencia in cluso con referencia a uno de los países considerados con mayor frecuencia «matriarcales», es decir, la Licia: «Last of the Matriarches: a Study in the Inscriptions of Licia», en Journal o f the Economic and Social History Orient 8(1965)217ss., y «Women in Charge: the Function of Alternatives in the Early Greek Traditioin and the Ancient Idea of Matriarchy», en Journal o f the Warburg and Courtauld Institutes 30(1976)1 ss. 15. Sobre las iniciaciones espartanas, véase A. BRELICH, Paides eParthenoi, cit., pp.ll3ss., y C. CALAME, «Hélène (le culte d’) et l’initiation féminine en Grèce», en Dictionnaire des mythologies, cit. 16. Ar.Zy.s.641-645. [Las traducciones de textos griegos y latinos se toman con frecuencia de las publicadas por prestigiosos filólogos españoles; en otros casos, han sido realizadas por Andrés Pociña, teniendo presente el te nor de las ofrecidas en el texto italiano por Eva Cantarella, sobre todo por lo que hace a las peculiaridades en razón de la cita. En el caso presente, por ejemplo, se dejan en forma griega los términos que marcan las etapas de la educación de la mujer, tal como hace Cantarella en su versión italiana, reali zada por ella misma].
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17. Cf. de nuevo A. BRELICH, Paides e parthenoi, cit., pp.229ss. Sobre las iniciaciones masculinas en Atenas véase además G. THOMSON, Eschilo e Ateiie, Turin 1946, pp,163ss.
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Π. EL ORIGEN DE LA MISOGINIA OCCIDENTAL
1. LOS POEMAS HOMÉRICOS
Homero, «historiador total» déla Grecia arcaica, y la condición de la mujer «homérica» El primer documento que describe con detalle las condicio nes de vida de la mujer griega son los poemas homéricos. Y a nuestros efectos son documento «histórico», con total inde pendencia del hecho de que los acontecimientos narrados hayan realmente acaecido, que los personajes sean verdaderamente históricos y que la guerra de Troya haya tenido efectivamente lugar. Como es sabido, la polémica sobre el asunto ha visto tomar posiciones a quienes por un lado, considerando la guerra una realidad, han intentado situarla en el espacio y en el tiempo, y, por otro, a quienes (como M.I. Finley, uno de los mayores estu diosos de la sociedad homérica) han creído y creen, en cambio, que se trata de una invención poética. Pero, para nuestros efec tos, la solución del problema es irrelevante: los poemas no nos inte resan como historia de «acontecimientos», sino como documento que transmite la memoria de una «cultura» en su globalidad. Por lo menos hasta el siglo VIII, la cultura griega fue en rea lidad pre-literaria, es decir, su transmisión no era confiada a do cumentos escritos, sino que se realizaba por vía oral. Ni siquiera 39
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es relevante a tales efectos el hecho de que los griegos micénicos hubiesen utilizado una escritura. De esta escritura (la lineal B, como es sabido) se habían servido tan sólo para fines adminis trativos, limitándose a usarla para registrar las operaciones ne cesarias en la compleja organización burocrática de sus reinos: traslados de tropas, organización de trabajos de utilidad públi ca, concesiones de tierras en usufructo a privados, etc. Pero la transmisión del patrimonio cultural de la sociedad, de su histo ria, de sus valores y de sus reglas, no había sido confiada a la es critura. La civilización micénica, en suma, era «oral», como «oral» fue la civilización que, olvidada la escritura micénica, de saparecida con la caída de los «palacios», emergió de las ruinas de éstos y se consolidó en los siglos siguientes. Y en todos estos siglos (con más precisión, al menos hasta el VIII, cuando los griegos comenzaron a usar una nueva escritura alfabética, to mada de los fenicios) la memoria de los griegos, el recuerdo de las gestas de sus antepasados, la difusión y transmisión a lo lar go de las generaciones de los modelos de comportamiento, de las reglas sociales y de las religiones fue confiada a la poesía1. A lo largo de todos los siglos del llamado Medievo griego los aedos y los rapsojdlé/ cantando las gestas de los antepasados, desarrollaron junto"a la función recreativa, una importante fun ción pedagógica, enseñando a los griegos lo que debían sentir y pensar, cómo debían ser y cómo debían comportarse. Y así co mo los hombres aprendían del epos a adecuarse al modelo del héroe, al mismo tiempo, las mujeres, escuchando a los poetas, aprendían qué comportamientos debían tener y cuáles evitar2. En este sentido, pues, la Diada y la Odisea, en las que conflu yeron los cantos aédicos y rapsódicos, son para nosotros docu mento histórico. Aunque no fueran verdaderas, en realidad, las situaciones que los cantores describían, tenían que ser, de todos modos, verosímiles, y los diversos personajes debían compor tarse de acuerdo con reglas y convenciones sociales reales, y la moral que inspiraba sus actos debía ser la que la poesía, casi 40
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institucionalmente, enseñaba y transmitía. En conclusión, la so ciedad descrita en la Ilíada y en la Odisea es el espejo de la so ciedad griega en los siglos que median entre el fin de la civiliza ción micénica y el VIH, y la condición femenina que representan es la real de las mujeres que vivieron en aquellos tiempos. Veamos, por tanto, cuál era esa condición. Según la opinión corriente, a diferencia de la mujer griega de la edad clásica (se gregada, despreciada y casi incapaz de derechos), la mujer ho mérica habría sido respetada y libre. Hacia fines del siglo pasado, Samuel Butler, traductor inglés de Homero, llegó a sostener que la atención prestada a los te mas femeninos y la profundidad del análisis psicológico de los personajes de la Odisea eran tales que hacían pensar que había sido escrita por una mujer, identificada sin rodeos con una no ble de Trapani, cuya personalidad estaría descrita autobiográfi camente en la de Nausica3. Sin llegar a estas cimas de fantasía, la idea de una Odisea do minada por figuras femeninas de gran relieve, que revelarían la consideración en que era tenida la mujer homérica, vuelve a re hacerse periódicamente, induciendo, por ejemplo, a parangonar a Atenea, la diosa que protege a Ulises y a Telémaco en su pro yecto de reconquistar el poder, con la figura de Beatrice en la Divina Comedia4, o a sostener que en la edad del bronce exis tían comunidades en las que el poder real era confiado a una mujer, el matrimonio matrilocal y la descendencia por línea ma terna5. Para verificar todas estas hipótesis, las confrontaremos ahora con las situaciones descritas en los poemas y con los «va lores» que éstos transmiten, reflejados, por un lado, en las virtu des o cualidades que las mujeres debían tener, y, por otro, en las reglas de comportamiento a que debían atenerse los miembros de la familia homérica y, en particular, las mujeres.
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Las virtudes femeninas y la discutible fidelidad de Penélope: el modelo y la realidad supuesta En primer lugar, una mujer debía ser hermosa: la primera ca racterística sobre la que se para constantemente Homero cuan do presenta a un personaje femenino, es la belleza, que la hace semejante a una diosa6. Y cuando es semejante a la de Helena, la belleza hace perdonar todo: por Helena, bella como una dio sa inmortal, dicen los viejos troyanos sentados junto a la Puerta Escea para ver la batalla, «no es vergonzoso que los teucros y los aqueos de hermosas grebas por largo tiempo pasen penali dades»7. Además, la mujer debía cuidar su aspecto físico y preo cuparse de su vestimenta: son éstas las cualidades con que una mujer conquista para sí «fama gloriosa»8. Después, debía sobre salir en los trabajos domésticos. Y, por encima de todo, debía obedecer: «Conque, vamos, marcha a tu habitación y ocúpate de las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a tus esclavas que se apliquen a las suyas. El arco será cuestión de los hombres y, principalmente, de mí, de quien es el poder en este palacio»9, le dice a Penélope su hijo Telémaco. Y Penélope obedece. La misma Andrómaca, uno de los personajes Citados por quien cree en un antiguo poder femenino10, no está menos sometida a su marido de lo que lo está Penélope a su hijo durante la ausen cia de Ulises. En las relaciones entre Héctor y Andrómaca emerge, a decir verdad, una concepción de las relaciones conyu gales diferente de lo que es normal entre el héroe y su mujer: un trato más humano, ciertamente inhabitual en los poemas11. Pe ro, como recuerda Héctor a su esposa, con la mismas palabras que dirige Telémaco a su madre, el puesto de Andrómaca es, sin embargo, siempre la casa, su trabajo es sólo el doméstico y es 42
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inconveniente que se atreva, simplemente, a pensar en cosas re servadas a los hombres, como la guerra12. Riguroso respeto a la división de los papeles y obediencia, por tanto, son las virtudes que se esperan de una mujer, junto con el pudor y la fidelidad: virtudes típicas, todas ellas, de una mujer subalterna. Y quizá se puede decir más. La mujer homé rica no es sólo subalterna, sino también víctima de una ideolo gía inexorablemente misógina. Bajo la capa de un afecto pater nalista, por lo demás bastante frágil, el héroe homérico descon fía de la mujer, incluso de la más devota y sometida. Ulises, vuelto a ítaca, espera a haber matado a los preten dientes antes de descubrirse a su mujer. Revela su personalidad a Telémaco, a Euriclea, a Eumeo. A Penélope, en cambio, lo hace tan sólo después de haber cumplido la venganza. No sin razón, «por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reve les todas tus intenciones, las que tú sepas bien, mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta»13, le había aconsejado la sombra de Agamenón en el Hades. Aga menón, asesinado por su esposa Clitemestra, tenía, es cierto, buenos motivos para pensar de este modo. Pero de su experien cia personal había sacado una generalización: «Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu pecho: dirige la nave a tu tierra patria a ocultas, y no abierta mente, pues ya no puede haber fe en las mujeres»14. Por lo tanto ni siquiera Penélope (a quien, sin embargo, ala ba Agamenón por su fidelidad) queda libre de sospecha. A Te lémaco, que se encuentra en Esparta en busca de noticias de su padre, Atenea le aconseja volver inmediatamente a casa. El pa dre de Penélope y los pretendientes iás^eh para que ella vuelva a casarse. Pero la razón del apresuramiento no es, como podría 43
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pensarse, la necesidad de ayudar a su madre a evitar la boda. El peligro es otro: «Guárdate de que no se lleve de casa, contra tu volun tad, algún bien. Pues ya sabes cómo es el alma de una mujer: está dispuesta a acrecentar la casa de quien la despose olvidando y despreocupándose de sus prime ros hijos y de su esposo, una vez que ha muerto. Conque ponte en camino, y deja todo en manos de la esclava que te parezca mejor, hasta que los dioses te den una esposa ilustre»15. Débil, interesada, incapaz de sentimientos duraderos. Siendo el matrimonio su lugar de destino y de existencia, sus intereses y sus afectos viven sólo en función de aquél: así es la mujer. Pero, ¿por qué sorprenderse de ello? Anteponer el matrimonio a todo, ¿no es acaso lo que se le ha enseñado? Desde luego. Pero las mujeres, ya se sabe, no tienen sentido de la medida, carecen de equilibrio. Incluso las mejores de entre ellas, las que han hecho buen uso de la educación recibida, pueden ser peligrosas: corren el riesgo de ser más papistas que el Papa. Casadas de nuevo, pueden olvidar al marido desaparecido, los hijos del primer ma trimonio, todo. He aquí por qué, sean como sean, están contro ladas. Las figuras femeninas, admiradas, respetadas, poderosas, de las que se habla tan a menudo, resultan bastante difíciles de en contrar. Las virtudes que las mujeres debían poseer no las con vertían en protagonistas, sino al contrario. Sus cualidades eran de tal manera que podían y debían ser utilizadas exclusivamente en el interior del limitado círculo de sus atribuciones y de su rol, sin proyectarse lo más mínimo al mundo exterior. Una sola figura femenina tiene un papel diverso: Atenea, la diosa que aconseja a Ulises y a Telémaco en cuestiones típica mente masculinas, como son las relativas al poder. No es casual que sea Atenea la diosa nacida de la cabeza de Zeus, la diosa
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parthenos, la virgen que rechaza la boda y, por tanto, no asume nunca un papel femenino. Esta consideración no carece de im portancia: la única mujer que ejerce un influjo constante y a la que se le reconoce un papel de consejera y protectora, no es un mujer verdadera. Pero, ¿cómo son los otros personajes femeninos? Cuando no se trata de personajes míticos (en cuyo caso suelen ser insidiosos y peligrosos, como Circe y la Sirenas)16, son, en realidad, imáge nes social e intelectualmente pálidas y subordinadas, excluidas y, en el mejor de los casos, ignoradas por el mundo masculino. Ni consoladora ni consejera, la mujer homérica era solo el instrumento de la reproducción y de la conservación del grupo familar. Fácil a las lágrimas —como los hombres, todo hay que decirlo—, llora, sin embargo, lágrimas muy distintas de las mas culinas. Las suyas no son lágrimas violentas, manifestación de un carácter fuerte, enérgico, heroico, como las de los hombres. Las suyas son prolongados sollozos que consumen, gemidos y lamentos inútiles, que no conducen a nada. En definitiva, una prueba más de su impotencia17. Para concluir, relegada ideoló gicamente al interior del oikos (a pesar de una cierta libertad fí sica del movimiento), y fuera de él inexistente. A la luz de estas consideraciones tal vez se puedan explicar algunos rasgos, muy singulares, del personaje de Penélope. La esposa de Ulises, que entra en la historia por su fidelidad, se comporta, en realidad, de manera que hace surgir dudas so bre esta virtud suya tan alabada. La fidelidad a ultranza es, de hecho, sólo uno de sus ropajes: más de una vez se revela muy deseosa de casarse y, sobre todo, se comporta con reprobable coquetería. Desde hace cuatro años nada menos burla a sus pre tendientes, haciéndoles promesas a cada uno de ellos (y son 108) y enviándoles billetes18. Si no se decide a casarse de nuevo, es porque teme ser criticada por el pueblo, fiel al recuerdo de Ulises. Además, en varias ocasiones, y por parte de varias per sonas, surgen dudas sobre la paternidad de Telémaco. Atenea, 45
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Néstor, el propio Ulises, no están nada seguros a este respecto. Incluso el propio Telémaco, preguntado por su padre, queda per plejo: mi madre dice que soy hijo de Ulises, contesta, pero «yo no lo sé; nunca nadie pudo por sí conocer su propio linaje»19. Mater certa, por lo tanto, pater semper incertus: que la afir mación de este principio aparezca con tanta frecuencia, y siem pre a propósito de Penélope, es cósa verdaderamente extraña. A menos, tal vez, que se piense en lo qüe sobre las mujeres pensa ban los hombres, y no sólo los extraños, sino también sus pa dres, sus maridos, sus hijos. Las ambigüedades de Penélope se deben, quizá, a dos hechos contradictorios. Por un lado, estaba la necesidad de la poesía épica, dada su función de formación cultural, de proponer un modelo de mujer que fuera el símbolo de todas las virtudes que la mujer debía tener. Por el otro, esta ba una ideología misógina, que desconfiaba profundamente de las mujeres20. Penélope, quizá, es el fruto de estos dos hechos que contrastan: imagen, a un tiempo, del «deber ser» y del «ser» (a los ojos de los hombres, se entiende) de la mujer homérica.
Las reglas de comportamiento: esposas, concubinas y esclavas. El adulterio de Afrodita Después de cuanto hemos visto sobre las virtudes femeninas, que el primer deber de una mujer fuese el ser fiel a su marido no puede sorprender lo más mínimo; y, de nuevo, el epos nos hace saber lo que les ocurríala las adúlteras. En los poemas, además de Clitemestra, la adultera) por antonomasia, otra mujer, una diosa, quebranta el vínculo conyugal: Afrodita, tan hermosa co mo feo y derrengado era su marido Hefesto. Zeus, su padre, se había encolerizado un día porque, durante una de las muchas peleas entre él y su esposa Hera, Hefesto había intentado defen der a su madre, librándola de los golpes de su marido; por ello, cogiéndolo por un pie, Zeus lo había arrojado del Olimpo, pre 46
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cipitándolo durante todo un día, hasta que cayó en Lemnos, donde fue recogido por los sintios. No debe maravillar, por tanto, que Afrodita, tan hermosa y dorada que todos los dioses habrían querido acostarse con ella, tuviese una relación amorosa con Ares, el dios de la guerra. Pe ro Hefesto se había enterado, porque el Sol había servido de es pía. Simulando ir a Lemnos, Hefesto preparó una red invisible, sutil como la de una araña, y la extendió alrededor del lecho pa ra que los adúlteros quedasen aprisionados al entrar en él. Y cuando esto ocurrió, y los amantes se encontraron atados, He festo, el «cojo glorioso», llamó a todos los dioses como testigos de la traición. No liberaré a los adúlteros, había dicho, «hasta que mi padre me devuelva todos mis regalos de esponsales (eedna), cuantos le entregué por la mu chacha de la cara de perra»21. La sanción que castigaba a la esposa infiel, por tanto, era el repudio, acompañado de la restitución al marido de los eedna, es decir, los bienes que, en el momento del matrimonio, había pagado al que tuviera la potestad sobre la esposa, y que eran al mismo tiempo señal tangible del nuevo estado de la mujer (so cialmente tanto más elevada, cuanto más grandes habían sido los eednà) y de la adquisición del poder familiar sobre ella por parte del marido22. En cambio, no hay ninguna referencia al poder del marido de castigar a la esposa infiel inflingiéndole una de las penas corporales que el cabeza de familia tenía el po der de imponer a todos los que estaban bajo su poder, incluida la esposa. Tomemos el caso de Zeus, que no sólo golpeaba ha bitualmente a su esposa Hera, incluso con la fusta, sino que la sometía a castigos durísimos, como ocurrió, por ejemplo, cuan do la encadenó y la suspendió en el vacío, atándole dos yunques a los pies23. Obviamente, esto no significaba que colgar a la es posa fuese un hábito de los maridos griegos. La relación ZeusHera era de tipo especialmente combativo y violento y, desde 47
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luego, no puede ser tomada como modelo de las relaciones ma trimoniales. Pero ello no impide que, más allá de esta caracterís tica, represente un cuadro de relaciones conyugales que el públi co aceptaba de alguna manera, evidentemente acostumbrado a considerar los castigos como un aspecto no patológico de la re lación. En otras palabras: de los excesos de Zeus el público po día reírse, pero no se horrorizaba. Pero la mujer homérica no tenía que sufrir solamente casti gos físicos: debía tolerar que el marido tuviese una concubina y mantuviese relaciones (aunque con relevancia social diferente) también con otras mujeres, como las piisioneras de guerra, que eran asignadas al héroe como parte del botín, y las esclavas de casa, con las cuales es muy probable que el patrón tuviese rela ciones sexuales. Y de estas mujeres el hombre tenía hijos que, aun siendo espurios (nothoi),no eran, sin embargo, discrimina dos con relación a los legítimos (gnesioi ), como en el derecho clásico posterior. Los nothoi, en efecto, vivían con frecuencia en casa del padre, y a su muerte participaban en la herencia junto con los hijos legítimos, si bien en condiciones de inferioridad con respecto a éstos. En vez de una cuota del patrimonio (que se dividía en partes iguales entre los hijos legítimos), recibían uno o varios bienes determinados, por lo demás de valor nada despreciable, como una casa o una esclava: tenían, en suma, de rechos diferentes e inferiores a los de los legítimos, pero dere chos a fin de cuentas. La mujer, pues, frente a sus muchos deberes, no tenía ni si quiera el privilegio de asegurar a sus hijos la exclusividad del patrimonio familiar. Pero esto no significaba que el marido no tuviese algún deber en sus relaciones. El hecho de que le fuese concedida una libertad que llegaba al reconocimiento social de una relación de concubinato al lado de la matrimonial (con las consecuencias recordadas sobre el estado de los hijos ilegíti mos), no impedía que existiese entre esposa y concubina una je rarquía de valores, que debía ser, por una parte, bien visible 48
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desde el exterior y, por otra, perceptible por parte de la esposa en las relaciones conyugales. La concubina, en resumen, gozaba de un cierto prestigio o, al menos, no carecía por completo de dignidad social: si no es técnicamente exacto, como se ha hecho, hablar de poligamia del hombre homérico (puesto que la esposa era una sola), el concu binato era, sin embargo, un vínculo reconocido. Pero la jerar quía era respetada: el hombre homérico debía consentir que só lo la esposa compareciera a su lado en la vida social, y no debía descuidarla por la concubina24. La no observancia de estos deberes maritales, por otra parte, no era sancionada con castigos concretos y físicos, como los que garantizaban la observancia de los deberes de la esposa: de he cho, los agravios que el marido hacía a la mujer eran sanciona dos sólo a nivel social. Para no considerar, en fin, que, si bien el hombre tenía deberes, aunque fuesen sólo sociales y morales, en relación con su esposa, no tenía ningún deber hacia la concubi na, ni hacia las otras mujeres con las que mantenía relaciones. Así, las prisioneras de guerra, amadas y respetadas de palabra, de hecho no eran ni más ni menos que esclavas. Y las esclavas de casa, las criadas, eran obligadas no sólo a la obediencia, sino quizá también a la fidelidad sexual en relación con el patrón, que, además del poder de inflingir castigos corporales, tenía so bre ellas el derecho de vida y muerte, como demuestra el caso de Ulises que, vuelto a ítaca, mató cruelmente, ahorcándolas, a doce criadas que lo habían traicionando. Concluyendo, los intentos de demostrar que los poemas con servan trazas de organizaciones matriarcales, así como la afir mación de que la mujer homérica disfrutaba de algunos privile gios y de una dignidad social mayor que la de la mujer de la época clásica, aparecen en evidente e insuperable contraste con los valores y las reglas de comportamiento heroicas. El hecho de que en los poemas haya algunas referencias a personajes femeninos dotados de algún poder no significa nada: 49
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se trata de referencias aisladas, absolutamente inconciliables con el cuadro general de la organización tanto familiar como política. La posición de la mujer en la edad del bronce, lejos de ser privilegiada, era, en realidad, de ineluctable subordinación a un cabeza de familia cuyos poderes, cuando se trataba del mari do, estaban limitados solamente por el poder concurrente del padre. Y es precisamente el examen de la condición de Penélope (la mujer que debería transmitir el poder real)25 el que revela cuán fantástica es la imagen de una mujer homérica, si no pode rosa, al menos libre. Penélope, en primer lugar, no puede rechazar la boda con sus pretendientes: de hecho, no le incumbe a ella decidir si vuelve a tomar marido o no. A quien correspondía esta potestad no está muy claro en realidad, puesto que algunos pasajes se lo atribu yen a su padre Icario, y otros a su hijo Telémaco. Pero una cosa es cierta: la decisión no corresponde a Penélope, que sólo pue de, cuando otros decidan su boda, escoger entre los pretendien tes el que prefiera. En el colmo de la liberalidad, Telémaco llega en una ocasión a decir que no se atreve a echar a su madre de casa, obligándola a volver a casarse: con ello demuestra precisa mente que, si quisiera, tendría el poder de hacerlo. Y, hay que decirlo, es éste el único miramiento que tiene para con su ma dre, a quien recuerda siempre que es suyo, y solamente suyo, el mando de la casa durante la ausencia de Ulises. Ésta es, por consiguiente, la situación doméstica de la mujer homérica, y no sólo de Penélope, sino de todas las mujeres que aparecen en el contexto de un grupo familiar26. Distinto es, en cambio, el caso de figuras como Circe o Calipso, magas y ninfas «autónomas», con poderes mágicos, personajes —junto con las Sirenas— de relatos que corrían quizá desde hacía siglos en bo ca de los marineros y que habían confluido después en el gran poema aqueo: según se ha dicho, recuerdo de desaparecidos po deres femeninos27. Pero, en cualquier caso, ciertamente no es sobre ellas sobre las que se puede construir un discurso históri 50
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co: las mujeres, las madres, las hermanas y las hijas de los hé roes homéricos vivían, en realidad, una condición muy diversa de la de las ninfas y las magas. La condición femenina homérica real era ésta: exclusión total del poder político y de la participa ción en la vida pública. Ineluctable e indiscutible subordinación al cabeza de familia, y sumisión a sus poderes punitivos. En fin, segregación ideológica, si no física. Incapaz de pensar en más cosas que en las domésticas, aunque libre para salir de casa, no puede ni siquiera hablar de las cosas masculinas. Infiel, débil, voluble, la mujer es mirada con desconfianza y suspicacia. Las raíces de la misoginia occidental se echan en una época bastante más remota de lo que se suele afirmar, y son bien firmes ya en el documento más antiguo de la literatura europea28. Y, cierta mente, no es posible pensar que los poemas expresen una posi ción individual, la misoginia de un personaje (o de dos persona jes, para quienes creen en la existencia de dos autores diversos para la ¡liada y la Odisea). Incluso prescindiendo de la consideración, por lo demás de terminante, de que en los poemas confluyen cantos transmitidos y reelaborados durante muchos siglos, y que la función didácti ca y socializante de la poesía épica requería que los relatos aédicos y rapsódicos expresaran y, al mismo tiempo, contribuyeran a formar la opinión popular, la desconfianza que expresan con relación a la mujer encuentra una correspondencia perfecta en las obras literarias del período inmediatamente subsiguiente: entre ellas, en primer lugar, la poesía de Hesíodo.
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Eva C an ta rella
2. HESÍODO Y SEMÓNIDES
Pandora: «dolos améchanos», el «engaño inevitable» Tanto en la Teogonia como en Trabajos y días, Hesíodo na rra la creación de la primera mujer29. Irritado porque Prometeo había robado el fuego a los dioses, Zeus, para castigar a los hombres, decidió enviarles una desgracia, Pandora, la primera mujer ni más ni menos, cuyo nombre venía a significar que cada dios le había dado un don: belleza, encanto, gracia, habilidad en los trabajos femeninos, pero «alma de carne, y carácter enga ñoso», «embustes y blandas palabras». En consecuencia, cuan do Pandora llegó a la tierra, todo cambió. Antes de su llegada los hombres vivían felices, inmunes a las fatigas y enfermedades, pero desde aquel momento: «(...) mil diversas amarguras deambulan entre los hombres: repleta de males está la tierra y repleto el mar. Las enfermedades, ya de día, ya de noche, van y vienen a su capricho entre los hombres acarreando penas a los mortales en silencio, puesto que el provi dente Zeus les negó el habla»30. Pero lo que es mas interesante, en la historia de Pandora, es la consideración de su naturaleza. Creada con «tierra y agua»31, Pandora es un producto artesanal, realizado por Hefesto, «se mejante a una virgen casta», y perfeccionado por Atenea, que le da la capacidad de seducir32. Por consiguiente, así fue construida Pandora, este «mal tan hermoso» del que desciende «el género maldito, las tribus de las mujeres»33. Para llevarles daño a los hombres, usa la capacidad de seducir. Y no es poco. Seducción y belleza son un poder enorme, como dice con indiscutible gracia un fragmento conser vado en las Anacreónticas·. 52
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«La Naturaleza cuernos a los toros, cascos les dio a los caballos, ligereza de patas a las liebres, a los leones su abismal dentadura, a los peces el arte de nadar, a los pájaros el volar, a los hombres la cordura; para las mujeres ya nada tenía. ¿Qué les da, entonces? La belleza en vez de todos los escudos, en vez de todas las lanzas; pues vence el hierro y al fuego la que es bella»34. Pero la galantería del desconocido poeta no es ciertamente la re gla. Hesíodo veía de manera bien diferente el poder de la belleza: «Que no te haga perder la cabeza una mujer de trasero emperifollado que susurre requiebros mientras busca tu granero. Quien se fía de una mujer, se fía de ladro nes»35. Belleza y encanto, para él, no pueden ser sino peligrosos. El uso que las mujeres hacen de ellos (dada la razón para la que fueron creadas) es inevitablemente para daño de los hombres. A Pandora Afrodita le dio como regalo «gracia», «deseo terrible» y «afanes que enflaquecen los miembros» (charis, pothos argaleosy gyj'okoroj meledonai ). Pero Hermes le dio «mente desca rada» (kyneos noos) e «índole ambigua», y en su corazón puso «engaños» (pseudea) y «discursos arteros» (logoi aimylioi )36. Provista de estas dotes, Pandora es, por lo tanto, inevitable mente, un «terrible azote» {pema mega), un «engaño del que no se puede escapare ( dolos améchanos)37.
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Mujeresy animales: «una viene déla abeja» Como Hesíodo, también Semónides considera que las muje res están hechas de tierra y agua. O mejor, algunas mujeres: «A otra la moldearon con tierra los Olímpicos y se la dieron al hombre como embotada; nada malo ni bueno sabe una mujer de tal tipo; la única labor que sabe hacer es comer. Y si los dioses mandan un duro invierno, tirita de frío antes que acercar su banqueta al fuego. Otra procede del mar, y se comporta de dos maneras: se ríe y está contenta un día, y la elogiaría el huesped que la viera en su casa: “No hay una mujer mejor que ésta en toda la humanidad, ni más hermosa”. Pero al otro día no es sufrible mirarla ni acercarse a ella, sino que anda enloquecida, inabordable, como una perra vigilando a sus cachorros, y resulta áspera con todos y desagradable tanto para sus enemigos como para sus amigos. Como el mar muchas veces sereno se queda calmo y propicio, gran alegría para los marinos, en la estación del verano, pero muchas veces enloquece, por olas de sordo golpear arrebatado: a él es a quien más se parece una mujer así, por su carácter agitado: también el mar tiene naturaleza cambiante.»38. Pero si las mujeres hechas de tierra o nacidas del mar son una desventura, todavía son peores las otras mujeres que, según su índole, derivan de animales, de los que tienen todas las carac terísticas: «(...) Una procede de la cochina de largas cerdas, en su casa todo está lleno de suciedad, tirado en desorden y rodando por el suelo; y ella, sin lavarse y con las ropas sucias, 54
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sentada entre montones de estiércol, engorda. A otra la hizo dios de la maligna zorra; es la mujer que lo sabe todo: nada malo, ni nada bueno le pasa inadvertido, pues a unas cosas las llama con frecuencia malas, a otras buenas: pero su disposición es tan pronto de una manera como de otra. A otra, hija de la perra, la hizo irritable e impulsiva; quiere ésta oírlo todo, saberlo todo, y por todas partes curioseando y dando vueltas pega ladridos, aunque no vea a persona alguna. No la puede calmar su marido ni amenazándola, ni aunque, irritado, le salte con una piedra los dientes, ni hablándole cariñosamente, ni siquiera si está sentada en casa ajena; sino que prosigue sin cesar su inútil ladrido. (...) Otra procede del asno gris y cosido a palos; por la fuerza o por las amenazas apenas lo soporta todo y realiza trabajos ásperos. Mientras tanto, come en su habitación toda la noche, todo el día, y come junto al hogar. No obstante, para el trabajo de Afrodita acepta a cualquier compañero que se presente. Otra procede de la comadreja, especie miserable y triste, pues no tiene nada bello ni deseable, nada agradable, nada amable. Y está loca por el lecho de Afrodita, pero al hombre que tiene le produce náuseas. Con sus robos causa muchos daños a los vecinos, y muchas veces se come las víctimas ante de sacrificarlas. A otra la engendró la hermosa yegua de largas crines, y huye ante los trabajos serviles y la aflicción, y no podría tocar la piedra de un molino, ni coger una criba, ni sacar la basura de casa, ni sentarse junto al homo para evitar el hollín; pero enamora al hombre con una fuerza invencible. Se quita la suciedad todo el día, 55
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dos veces, tres veces, y se unge con perfumes; siempre lleva bien peinado su cabello, espeso, adornado con flores. Un bello espectáculo es una mujer así para otros, mas para su dueño resulta un daño, a menos que sea un tirano o un rey de los que se complacen con semejantes cosas. Otra procede del mono: ésta es, sin duda, el mayor mal que Zeus ha enviado a los hombres. Su cara es feísima; una mujer de éstas va por la ciudad provocando la risa de todos los hombres; corta de cuello, le cuesta moverse, sin nalgas, con la piel en los huesos. Pobre hombre el que abraza semejante desastre. Sabe todas las tretas y artimañas, como el mono, y no le importa que se rían de ella. Jamás haría el bien a nadie, sino que lo que mira y lo que delibera todo el día es cómo hacerle a alguien el mayor mal posible.»39. Cochina, zorra, perra, comadreja, yegua, mona: cada una peor que la otra. Solamente una se salva: «Otra procede de la abeja: dichoso el que la consigue. Solo ésta no recibe ningún reproche, y por ella florece y aumenta la vida. Amada envejece junto a su amante marido, madre de una prole linda y famosa. Y llega a ser ilustre entre todas las mujeres, y le rodea una gracia divina. No le gusta sentarse entre las mujeres cuando hablan de asuntos de amor. Estas son las mujeres mejores y más inteligentes que Zeus otorga como gracia a los hombres.»40. Pero, ¿existe de verdad una mujer nacida de la abeja? Si exis te, es muy rara, y surge la sospecha de que para Semónides no
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la hay en realidad41. De modo que, concluyendo su catálogo, puede tranquilamente afirmar sin desdecirse que: «La mayor calamidad que hizo Zeus fue ésta, las mujeres. Aunque parezca servir para algo, para el que la tiene sobre todo es un mal; pues no pasa contento un día completo el que vive con una mujer, ni echará al punto de su casa el hambre, cruel huesped, dios adverso. Cuando un hombre cree estar más feliz en su casa, por disposición divina o por causa de un hombre, encuentra ella algún reproche y se arma para el combate. Porque donde hay una mujer, ni se recibe con agrado a un huesped que llega. La que parece ser precisamente más sensata, ésa es la que en realidad más ultraja, pues, embobado el marido, los vecinos se diverten viendo cómo también él se equivoca. Cada uno alabará a la mujer propia cuando hable de ella, y criticará a la ajena: no reconocemos que tenemos el mismo lote. La mayor calamidad que hizo Zeus fue ésta, e hizo una irrompible atadura de grillos desde que Hades recibió a aquéllos que luchaban por una mujer.»42.
Notas 1. Sobre el problema véase L.E. Rossi, «I poemi omerici come testimonianza di poesía orale», en Origini e sviluppo délia dttá. Π medioevo greco (Sto ria e civiltá dei Greci, 1), Milán 1978, pp.73ss.; los escritos de varios autores sobre Oralitá, scrittura, spettacoJo, publicados por M. V eg e t t i , Turin 1983, y por último, comprendiendo la lírica, B. G e n t il i , Poesía e pubblico nella Grecia antica, Bari 1984.
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Véase sobre todo E.A. HAVELOCK, Preface to Plato, Cambridge Mass. 1978 (trad. ítal. Cultura orale e civiltá della scrítura, Barí 1973), y después The Greek Concept o f Justice form its Shadow in Homer to its Substance in Plato, Cambridge Mass. 1978 (trad. itaJ. Dike. La nascita della coscienza, Bari 1981), según el cual Homero habría tenido un papel «institucional» en la paideia griega. Y véase también E. CANTARELLA, Norma e sanzione in Omero, Milán 1979, pp.44ss. (de donde se han sacado, con algún retoque, los párrafos que siguen, dedicados a la edad homérica), y «La nascita della cos cienza», en Labeo 1984.
2.
3. S. B u t l e r , The Authress o f the Odyssey, Londres 1922, reed. 1967 (1* éd., 1892). 4. G. G e r m a in , Homère, Paris 1953, p. 133. 5. Pero véanse recientemente las justas observaciones de P. DI FlDIO, La donna e il lavoro..., cit., p.211, donde se pone de relieve la conexión de la condición femenina con la casa, y la ya evidente subordinación de la mujer. 6. Sobre la belleza de las mujeres homéricas véanse las observaciones de H. MONSACRÉ, Les larmes d ’Achille. Le héros, la femme et la souffrance dans la poésie d ’Homère, Paris 1984, en el cuadro de un amplio e interesante in tento de difuminar la habitual contraposición entre masculino y femenino, y de desvelar a diversos niveles las interferencias entre los dos mundos. 7. 773.156-157. 8. CW6.25-30. 9. Od.2l.350-353 (Versión de JOSÉ Luis CALVO, Hom. Odisea, Madrid, Cá tedra, 1987). 10. S.B. POMEROY, «Andromaque, un exemple méconnu du matriarcat», en Revue des études grecques 88(1975)16ss., y Goddesses, Whores, Wives and Slaves, New York 1975, (pp.22-25 de la trad, ital., Turin 1978). Trad. esp. por R ic a r d o L ezc an o , Diosas, rameras, esposas y esclavas, Madrid, Akal, 1987. 11. Según M. Ar t h u r , «The Divided World of Iliad VI», en Reflections o f Women in Antiquity, dt., pp,19ss., el coloquio entre Héctor y Andrómaca disiparía la oposición entre masculino y femenino, característica del poema, para dejar lugar a una relación dialéctica entre el mundo de la guerra y el de las mujeres. Esto, me parece, es de algún modo cierto, al menos por el lugar donde ocurre el encuentro, es decir, «un lieu frontière où chacun est separé de la sphère à laquelle il apartient et où s’opère la continuité entre les deux mon des», como escribe P. Sc h m it t -P a n tel , Annales E.S.C. 5-6(1928)1017. Pe-
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ro yo añadiría que sólo en parte, porque ocurre sólo en circunstancias excep cionales, por más que sean sintomáticas. 12. /7.6.490-493. 13.
OdA 1,441-443 (versión de JOSÉ LUIS CALVO).
14. Od. 11.454-456 (versión de J osé L uis C alvo ). 15. CW15.19-26 (versión de JOSÉ LUIS CALVO).
16. Cf. E. C a n t a r e l l a , «Ragione d ’amore. Preistoria di un difetto femminile», en Memoria l(1981)lss. 17. H. M o n s a c r é , op.cit., pp.,135ss. 18. Od., 2, vv. 90-92. Sobre todo este asunto y, en particular, sobre las dudas con relación a la fidelidad de Penélope, véase M.M. M ac tou x , Pénélope. Légende et M ythe (Ann. Litt. Univ. Besançon, 175), París 1975. 19. OdA.215-216. Sobre las dudas de Atena, de Nestor y de Ulises, cf. respec tivamente CW.2.274-275, 3.122-123 y 16.300. 20. Sobre la situación de las mujeres «a metà strada tra l’animalesco, il malanno bestiale contro il quale non c’è nulla da fars, e il sovrumano, oui si ac costa la moglie virtuosa», véase E. P ellizer , «La sposa funesta nei racconti di Ulisse», en ProspettiveSettanta 2(1976)120ss. 21. Od%.318-319 (versión de JOSÉ Luís CALVO). 22. Cf. M.I. F in l e y , «Marriage, Sale and Gift in the Homeric World», en RID A, ΙΠ serie 2(1955)167ss., y luego W.K. La cey , «Homeric Eedna and Penelope’s Kurios», en Journal o f Hellenic Studies 86(1966)55ss. 23. 77.15.16-21.
24. Sobre el matrimonio homérico véase E. Sc h eid , «II matrimonio omerico», en Dialoghi di Archéologie, n.s. l(1979)60ss., y M. WEINSANTO, «L’évolution du mariage de l’Iliade à l’Odyssée», en La femme dans les socié tés antiques, cit., pp.45ss., según el cual la Odisea valoraría el matrimonio más que la Blada y presentaría una situación menos fluida, en la cual los es tatutos personales (esposa/concubina; hijo legítimo/espurio) serían más pre cisos que en la Diada. Sobre los derechos de los hijos ilegítimos a la luz de los dos poemas véase, en fin, E. C a n ta rella , Norma esanzionein Omero, cit., pp. 175-177. 25. Sobre las mujeres transmisoras del poder véase A. TOURRAIX, «La fem me et le pouvoir chez Hérodote», en DiaJ.Hist. 2(1976)369ss., que lee en al gunos relatos de Heródoto las trazas de una sucesión matrilineal desapareci
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da, así como, más recientemente, basándose también en Heródoto, considera que puede remontar a formas familiares diferentes de la patriarcal V. AndÓ, «La comunanza delle donne in Erodoto», en Philias charin. Miscellanea in onore di E. Mani, I, Roma 1980, pp.85ss. Pero con argumentos mucho más sólidos, contra toda posibilidad de encontrar restos de ginecocracia en los et nógrafos antiguos, véase S. P em brok e , «Women in Charge: the Function of Alternatives in early Greek Tradition and the ancient Idea of Matriarchy», en Journal o f the Warburg and Courtland Institutes 30(1967)1. 26. M. VORONOFF, «La femme dans l’univers épique (Iliade)», en La femme dans les sociétés antiques, cit., pp.33ss., considera que la condición femenina en la Iliada no era tan subalterna y que las mujeres, si bien intervenían rara vez, tenían un cierto peso en las cosas públicas. Aunque se refiere en particu lar a las mujeres troyanas (cuya condición, por otra parte, no parece visible mente diferente de la de las mujeres griegas), esta opinión resulta en verdad muy difícil de compartir. 27. Cf. G. P a t r o n i , Commenti mediterranei all’Odissea di Omero, Milán 1950, pp.322ss. y 41 Iss. 28. La hipótesis de una «gran dignidad» de la mujer homérica vuelve, a me nudo, también en las reconstrucciones de quienes, a pesar de conocer bien la misoginia de los griegos, sin embargo colocan el nacimiento de ésta en época posterior a la documentada por los poemas: así, por ejemplo, M. Ar t h u r , «“Liberated” Women; the Classical Era», en Becoming Visible. Women in European History, ed. R. BRIDENTHAL & C. K o o n z , Boston 1977, pp.66ss. 29. Cf. J.P. VERNANT, «Le mythe prométhéen chez Hésiode», en M ythe et société en Grèce ancienne, Paris 1974, pp.l77ss.; N. Lo r a u x , «Sur la race des femmes et quelques unes de ses tribus», en Arethusa 11(1978)4388., ahora en Les enfants d ’Athéna. Idées athénienes sur la citoyenneté et 1a division des sexes, Paris 1981; G. A r r ig h e t t i , «Il misoginismo di Esiodo», en Misoginia emaschilismo..., Génova 1981, pp.24ss., y M.B. A r t h u r , «Cultural Strate gies in Hesiod Theogony: Law, Family and Society», en Arethusa 15.12(1982) ( = Texts and contexts: American Classical Studies in Honour o f J. P. Vernant),pp.63ss. 30. Op. 100-104, version esp. de AURELIO PÉREZ JIMÉNEZ y ALFONSO MAR TÍNEZ DÍEZ, Hes.Oh, Madrid, Gredos, 1978. El episodio ocupa los versos 42-104. 31. Op.61. En la Teogonia «hecha de tierra»: cf. v.571. 32. Sobre el regalo de la seducción cf. 7Ï?.571 -573. Sobre la capacidad de se ducir, v.572.
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Sobre este tema véase N. LORAUX, Sur la race des femmes et quelques unes de ses tribus, cit. Sobre la peligrosidad de Pandora véase ade más E. C a n t a r e l l a , Ragione d ’amore: preistoria di un difetto femminile cit. 33. Cf. 7S.585.
34. F r. 24 B ergk {Poetae lirici graed, Π Ι) versión de A n d r é s P o c iñ A sobre la edición de M á x im o B r io s o Sá n c h e z , Anacreónticas, M adrid C .S.I.C ., 1981, pp.25s. 35. φ .3 7 3 -3 7 5 , version de A u r e l io P é r e z J im é n e z y A l f o n s o M a r t í D ie z .
nez
36. (9p.59ss. 37. Respectivamente Th.592 y Op.83. 38. Semon.7.21-42, versión de A n d r és P o c iñ A, sobre la edición de F r a n cisco R. A dr a d o s , Líricos griegos. Elegiacos y yambógrafos arcaicos (si glos VH -Va.C), Barcelona, Alma Mater, 1956, vol.I, pp,155ss. Véase H. LLOYD-JONES, Females o f the Species. Semonides on Women, Londres 1975. Sobre los versos 27-42 en particular véase E. P ellizer , «La donna del mare. La dike amorosa “assente” nel giambo di Semonide sopra le donne», en Quad. Urbin.cult.class. 32, n. s. 3(1979)29ss. 39. Semon.7.2-20 y 43-82, versión de ANDRÉS POCIÑA. 40. Semon.7.83-93, version de A n d rés P oci Na . 41. AsíN. L o r a u x , Sur la race des femmes..., cit. 42. Semon.7.96-118, version de ANDRÉS POCIÑA.
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ΙΠ. EXCLUIDA DE LA CIUDAD La ciudad griega representa la realización perfecta de un pro yecto político que excluye a la mujer1. A partir del siglo VII, según se sabe, las ciudades griegas co menzaron a darse las primeras leyes escritas, obra de personajes más o menos legendarios. Y entre estas ciudades, según es tam bién sabido, Atenas ocupa un puesto muy particular. La experiencia jurídia ateniense de hecho siempre se ha teni do, y continúa considerándose, como paradigmática de la expe riencia jurídica griega por dos razones: la cantidad de documen tos que permiten reconstruir su historia institucional, incompa rablemente más numerosos que los relativos a otras ciudades, y el predominio político, militar y cultural ejercido sobre el mun do griego. Y por esta razón, aun señalando la variedad y diversidad de la experiencia helénica, hablaremos de ahora en adelante de «ciudad griega» tomando a Atenas como modelo ejemplar, siempre que, obviamente, no se trate de ciudades dóricas, en cu yo caso —cuando las fuentes lo permitan— señalaremos de vez en cuando las analogías y las diferencias. A partir del siglo VII por lo tanto, según decíamos, la ciudad griega se definió a sí misma como comunidad política, por me dio de la exclusión de dos categorías de personas, representadas por los esclavos y las mujeres2. Y si bien las formas de exclusión de las mujeres y esclavos eran jurídicamente diferentes, no era diferente la justificación teórica de la misma: la «naturaleza», que hacía mujeres y esclavos diferentes del hombre macho y del hombre (ser humano) libre, respectivamente. 63
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Fue, por lo tanto, una «diversidad» ligada a la pertenencia sexual lo que impidió a la mujer ser parte de la polis (siempre que, obviamente, se tratase de una mujer libre). La exclusión de la esclava, en efecto, no estaba ligada específicamente a su con dición de mujer: «objeto» y no titular de derechos, en cuanto parte del componente servil, estaba señalada por una «diversi dad» que la oponía a los Ubres (fuesen hombres o mujeres), y la incluía en un todo con los esclavos de sexo masculino. De las condiciones de vida de las esclavas nos limitaremos, pues, a señalar su dureza: destinadas, entre otras cosas, a satis facer las exigencias sexuales de los machos de la familia, podían ser vendidas en cualquier momento y, por tanto, alejadas de he cho de la familia que habían formado eventualmente con otro esclavo. Sus hijos, naturalmente, pertenecían al patrón. Una vi da difícil, en suma, la de las esclavas. Pero ya que lo que nos in teresa es el recorrido que llevó a la marginación de la mujer en cuanto tal, de ahora en adelante nos ocuparemos de las mujeres libres, y de la codificación de su diversidad. De aquella «diversi dad sexual» que los griegos fueron definiendo a lo largo de si glos, a partir del momento en que Hesíodo imaginó una prime ra mujer hecha «de tierra y de agua», peligrosa e infiel, hasta lle gar a la construcción del modelo de la mujer-materia, dotado de un sólido y por así decirlo imperecedero estatuto teórico por parte de Aristóteles. Pero sobre todo esto, es decir, sobre la justificación teórica de la exclusión, volveremos más adelante, después de haber exa minado en su sucesión histórica las reglas jurídicas a través de las cuales la polis se identificó progresivamente a sí misma co mo una asociación de hombres, obviamente destinada, en cuan to tal, a responder a exigencias exclusivamente masculinas.
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1. LOS PRIMEROS LEGISLADORES. LA REPRESIÓN DEL ADULTERIO EN ATENAS, LOCROS Y GORTINA
Como hemos comprobado al ocupamos de la edad homéri ca, la idea de que la vida de las mujeres debía estar encaminada a la reproducción se apoyaba en una sólida tradición multisecular. Al menos a partir de la caída de los «palacios» (puesto que para la época micénica la documentación es demasiado escasa de noticias sobre lo privado como para permitir respuestas se guras), los griegos habían elaborado y traducido en rígidas nor mas consuetudinarias una ideología que organizaba la vida de las mujeres en tomo al eje de su función reproductora, pero, frente a lo que ocurrirá en los siglos sucesivos, con una suerte de elasticidad que, en los llamados siglos oscuros, les había permi tido una cierta libertad de movimiento y el derecho a participar (no obstante la exclusión de la vida política) al menos en algu nos aspectos y momentos de la vida social. Fue con el nacimiento de la polis cuando cambiaron las co sas y se encaminaron por la senda que llevó, en época clásica, a la total segregación del sexo femenino. Las ocasiones de estar presentes, de vivir al lado de los hombres en algunos momentos «extemos», de ver y conocer personas y hechos fuera del círculo familiar, dejaron de existir a partir del siglo VII, y las mujeres fueron progresivamente y cada vez más rigurosamente encerra das, no sólo en los estrechos confines del papel doméstico, sino también, materialmente, en las paredes de la casa (o mejor, de una parte de la casa, el gineceo), consideradas ahora su espacio vital. Una serie de leyes, lejos de concederles mayor libertad, li mitó a partir del siglo VII las pocas libertades antes existentes. Los legisladores que dieron a los griegos las primeras normas escritas, se preocuparon, de hecho, de regular, en primer lugar, el comportamiento sexual femenino, mostrando así que conside raban absolutamente imprescindible para la vida de la naciente ciudad el respeto de aquella regla fundamental que era la orga 65
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nización de una reproducción ordenada de los grupos familiares y, por lo tanto, de los ciudadanos. Y para probarlo bastaría el examen de la legislación de Dracón, el primer legislador de Ate nas, durante un tiempo considerado personaje legendario, pero al que hoy en día se tiende en cambio a creer figura histórica3. En los últimos decenios del siglo VII, Dracón dio a Atenas sus primeras leyes, la más importante de las cuales, y en cual quier caso la única llegada a nosotros, prohibió a los atenienses vengarse en privado de los daños sufridos, como hasta entonces habían hecho, y estableció que, a partir de aquel momento, quien hubiese matado a un hombre seria castigado con penas (la muerte o el exilio) inflingidas por tribunales instituidos a propósito para tal fin, y diferentes según que el homicidio fuese voluntario o involuntario4. Pero, al hacer esto, estableció una excepción. En detrimento de los nuevos y fundamentales princi pios que señalaban el nacimiento de un verdadero y auténtico derecho penal, estableció de hecho que no pudiese ser castigado (porque había cometido un homicidio dikaios, es decir, legíti mo) quien hubiese matado al moichos, esto es, el hombre sor prendido mientras, en casa de un ciudadano, mantenía relacio nes sexuales con la esposa de aquél, concubina (pallake), madre, hija o hermana, siempre que, como ya en época homérica, el moichos no hubiese pagado su deuda social ofreciendo una poine, cuya aceptación por otra parte era dejada a la total discre ción del ofendido. En suma, había en ello, para la naciente po lis, un comportamiento considerado tan grave e inadmisible co mo para inducir a no aplicarle a quien lo hubiese tenido la nue va regla, según la cual la culpabilidad debía ser declarada por un tribunal, y la pena impuesta por el mismo: era la moicheia, delito de tal gravedad que quedaba excluido del campo de apli cación de los nuevos principios. ¿Pero qué era exactamente la moicheiát No solo en la legislación de Dracón, sino durante to dos los siglos de desarrollo del derecho ateniense, fue algo más, y algo diferente, del comportamiento actualmente definido co 66
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mo adulterio. Moicheia era en efecto, cualquier relación sexual extramatrimonial, no sólo con una mujer casada, sino también con una mujer núbil o viuda. Pero hay más, es decir, hay otra característica de la legisla ción de Dracón, extremadamente significativa sobre el compor tamiento griego con relación a las mujeres. Con disposición a simple vista singular, la ley sobre la moicheia, mientras que con sentía matar al hombre que había cometido adulterio (como, por razones de comodidad, llamaremos de ahora en adelante al comportamiento de quien mantenía relaciones sexuales prohibi das), no aludía a la posibilidad de matar a la mujer, expuesta a sanciones de tipo diverso, representadas más precisamente por el repudio (si estaba casada), y por la prohibición de participar en las ceremonias sagradas, reforzada por la regla según la cual, si hubiese participado en ellas, cualquier ciudadano podría cas tigarla a su placer, pero sin provocar su muerte5. ¿Por qué este silencio? Porque, a la ciudad, la suerte de la mujer no le interesaba. Para la ciudad, la mujer no era un sujeto activo, un ser que razonaba y que quería. Bien mirado, de Helena a Clitemestra, poco a poco, a través de los siglos, hasta alcanzar a la mujer de Eufileto (acusado de haber matado a Eratóstenes, el amante de su esposa, y defendi do por Lisias invocando la santidad de la ley sobre el homicidio legítimo), la mujer que traicionaba a su marido era considerada seducida, más bien que adúltera. En todo caso, había sido co rrompida por el moichos, incluso si, como la esposa de Eufileto, no sólo había consentido, sino participado activamente en la preparación de la intriga. He aquí por qué la ley no se preocupa de la mujer. De esta eterna niña, de este ser casi irresponsable, debían ocuparse, para castigarla, los hombres de su oikos6. A la ciudad le interesaba sólo la suerte de su amante, el ciudadano que había violado las reglas: expuesto, en el caso de que no hubiese sido sorprendido en flagrante (y, por tanto, no pudiese ser matado), a una acción 67
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pública, la graphe moicheias, que, en cuanto pública, podía ser emprendida contra él no sólo por el cabeza del oikos al que per tenecía la mujer, sino por cualquier ciudadano, interesado, por el hecho de ser ciudadano, en que ninguna mujer en la ciudad infringiese las reglas de la organización y de la moral familiar; y expuesto, por añadidura, a penas alternativas, infamantes, co mo el paratilmos, consistente en el afeitado del pubis (que, por ser una práctica femenina, era infamante para un hombre), o bien la raphanidosis; consistente en el sometimiento a una vio lencia sexual practicada con un rábano7. Hasta aquí, Atenas. ¿Pero cómo reaccionaban ante el adulte rio las otras ciudades de Grecia? La afirmación, hecha por Li sias y Jenofonte, de que la muerte legítima del moichosera regla general, parece una generalización inexacta8. De hecho, en Lo cros, una ley, atribuida a Zaleuco, disponía que el adúltero fue se cegado9. En Lépreo el moichosera llevado por la ciudad du rante tres días, para ser expuesto al escarnio públióo, y era atimos ya para toda la vida10. Pero lo que se puede decir con seguri dad es que todas las ciudades, incluso si no preveían el homicidio legítimo, consideraban la moicheia delito a castigar con penas gravísimas. Salvo, quizá, una excepción: Gortina, ciudad dórica en la isla de Creta, no lejana de Festos, que á partir del siglo VII se dio un cuerpo de leyes, grabadas en lápidas de piedra. Parte de estas leyes, datables en el siglo V, dedicadas precisamente a la represión del adulterio, establecían de hecho que el adúltero debía pagar una pena pecuniaria, más o menos elevada a resul tas de tres elementos diversos, representados por la condición personal del hombre, la de la mujer y la del lugar en el que el deli to hubiera sido consumado11. En Gortina, por lo tanto, el adulte rio era castigado con una sanción pecuniaria. La cuestión, por otra parte, ha sido no poco debatida. Se gún algunos, en efecto, también en Gortina habría sido posi ble m atar al adúltero, y las sumas establecidas por la ley no habrían sido penas pecuniarias, sino la medida de la poine fi 68
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jada por la ciudad, que habría permitido al culpable evitar la muerte, dando otro tipo de satisfacción al ofendido12. Pero aunque fuese de este modo, es preciso observar que ha bría una diferencia fundamental entre la ley de Gortina y la de Atenas: en Atenas, según sabemos, el ofendido podía rechazar la poine y escoger el dar muerte al moichos. En Gortina, en cambio, la poine estaría impuesta por la ley. Mucho más real se presenta, sin embargo, en el estado actual de los conocimientos, la hipótesis de que en Gortina el adulterio estuviese castigado con una sación pecuniaria: en perfecta cohe rencia, por lo demás, con las características de una organización como la doria, en que las estructuras familiares tenían un peso bastante diferente del que detentaban en las ciudades jónicas, donde era diferente la relación familia y Estado y, en consecuencia, la condición femenina. Es lo que contribuye a mostrar, aunque sea con la incertidumbre debida a la poca fiabilidad de las fuen tes (que, siendo atenienses, se inclinaban a interpretar tenden ciosamente una situación desconcertante a sus ojos), la escasa pero, sin embargo, significativa documentación sobre las condi ciones de las mujeres espartanas. Educadas fuera de casa, habituadas a vivir al exterior y a fre cuentar estadios y palestras13, las espartanas eran consideradas por los atenienses de costumbres sexuales libres o, sin más, de senfrenadas: causa ésta, como dicen tanto Platón como Aristó teles, de la decadencia de su ciudad14. Tenían ellas además una gran autoridad sobre los hijos15 y sobre los maridos, hasta el punto de ser acusadas en una ocasión, por un extranjero que iba de paso, de ser las únicas mujeres que mandaban en los hom bres: pero también «las únicas —como respondieron con arro gancia al extranjero— que engendran verdaderos hombres»16. Informaciones fragmentarias y parciales, sin duda, episodios probablemente inventados, pero para nosotros muy significati vos. Más allá de las consecuencias y deducciones que sacaban los atenienses, las espartanas vivían de modo muy diferente a 69
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las mujeres jónicas, y tenían una relación diferente con los hom bres17. No debe extrañar, por lo tanto, que la ley de Gortina, ciudad dórica, considerase y castigase el adulterio de manera di ferente a como lo hacía Atenas. En la ciudad cretense, como quizá también en Esparta, el adulterio era considerado menos grave que en Atenas. Era delito, obviamente, pero no lo suficien temente grave como para justificar la muerte de un ciudadano. Éstas son, pues, las primeras normas escritas que regularon la vida de las mujeres dictando un código de comportamiento inequívocamente indicativo de la centralidad de su función bio lógica, organizada por la polis para garantizar el recambio or denado de los ciudadanos.
2. LA EDAD CLÁSICA. LA EXPOSICIÓN DE LAS RECIÉN NACIDAS Y SU FUNCIÓN
La procreación, señalada por las primeras leyes como la úni ca función femenina, con respecto a la cual se orientaba toda la vida de las mujeres, siguió siendo el punto en tomo al cual la polis, durante todos lo siglos de su vida, organizó la defensa y el reforzamiento de su seguridad económica, social y política. Y teniendo como referencia primera el momento de la procreación es, en consecuencia, como intentaremos seguir la vida de las mujeres griegas en la edad clásica, a partir del momento de su nacimiento, y siempre que escapasen a la suerte, que a menudo les tocaba, de ser «expuestas». La exposición, en efecto, era un uso que las leyes consentían y la conciencia social aceptaba sin problemas, y que (a pesar de la propuesta de Aristóteles de prohibirla)18 continuó practicán dose más allá de la época clásica, incluso en la época helenística. Como demuestra, entre otras cosas, una observación de Posidipo (autor de la Comedia Nueva, que vivió entre los siglos III 70
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y II a.C.), según el cual «un hijo macho lo cria el que es pobre, pero una hija hembra la expone hasta el que es rico»19, las hem bras eran expuestas con mucha mayor frecuencia que los ma chos. lo cual no puede maravillar a nadie. Para el grupo fami liar las hembras, calculándolo todo, no eran una buena inver sión. En efecto, después de ser criadas, había que proveerlas de una «dote» (condición esencial para la conclusión de un buen matrimonio). Y con esto, es decir, cuando se casaban, eran sus traídas al grupo de origen justo en el momento en que resulta ban productivas, cumpliendo su función biológica de madres. Una hija hembra, en suma, no «restituía» lo que se había gasta do con ella, si se casaba; y, si no lo hacía, seguía pesando sobre la balanza familiar como una carga del todo inútil. Esta es la razón por la que (como por otro lado ocurre en to das las poblaciones que practican el abandono de los recién na cidos) las hembras fueron, y continuaron siendo durante siglos, las víctimas preferidas de la exposición. En Grecia se realizaba colocando a las recién nacidas en una olla de barro (chytra, de donde el verbo chytrizein, «exponer a un niño dentro de una olla»), y abandonándolas en la calle, generalmente no lejos de casa20. Para concluir, en Grecia la exposición de los recién naci dos cumplía una función socialmente y, por tanto, políticamen te, útil, regulando el número de los miembros del grupo y, sobre todo, equilibrando la relación entre sexos, de modo que no hu biera mujeres en exceso, es decir, destinadas a quedarse solte ras21. Y a hacer que no hubiera mujeres núbiles contribuía (al lado de la actividad de la casamentera, figura muy difundida en Atenas)22 una práctica que fue vetada por una ley atribuida a Solón, pero que, por el hecho mismo de que hubo de ser prohi bida, se revela evidentemente como muy difundida, y, tal vez, nunca fue desterrada23: me refiero a la práctica, ciertamente drásti ca pero indiscutiblemente eficaz, de vender como esclava la hija a la que el padre corría el riesgo de ver convertida en una «vir gen canosa»24. 71
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3. ESPONSALES, MATRIMONIO Y DIVORCIO: DECIDIDOS POR EL PADRE
Criadas en casa por las esclavas cuando pertenecían a una fa milia acomodada (puesto que en Grecia las mujeres, cuando las condiciones económicas lo permitían, no educaban a sus hijos, ni siquiera en la infancia), las muchachas no permanecían mu cho tiempo en la casa paterna. Prometidas en matrimonio, en edad a veces infantil (en un caso famoso, a la edad de cinco años)25, esperaban la boda, que regularmente tenía lugar en tor no a los catorce o quince años, y las unía a un hombre que, re gularmente también, estaba en tomo a la treintena26. Y en el curso de estos años no recibían ningún tipo de educación: ni en la escuela, a la que no iban, ni en casa, donde pasaban el tiempo aprendiendo las labores femeninas y (siempre que fuesen de fa milia acomodada) dedicándose a pasatiempos que, desde luego, no contribuían a desarrollar su intelecto, como las muñecas (que en el momento del matrimonio consagraban ^ y%bmiá)¥, el aro, la pelota, la peonza y el columpio. ^ Las ceremonias que acompañaban a las bodas (al menos, a las más fastuosas) se prolongaban por tres días. El primer día el padre de la prometida hacía ofrecimientos a los dioses, ella ofre cía a A ^tem ^ su s juegos infantiles, y los dos novios hacían un baño nupcial con agua cogida en una fuente o en un río sagra do28. El segundo día, el padre de la novia ofrecía un banquete nupcial, al término del cual la novia, en un carro, era acompa ñada a la casa marital29. El tercer día, por último, la novia reci bía en la nueva casa los regalos de boda30. Pero ninguna de es tas ceremonias tenía valor constitutivo del matrimonio, desde el punto de vista jurídico. El acto que hacía legítimo el matrimo nio en Grecia (a partir de la época de Solón) era de hecho un acto que, como hemos visto, se celebraba a veces muchos años antes del comienzo del matrimonio propiamente dicho, es decir, la eggye (promesa). A la eggye, y no a los ritos nupciales, ligaba 72
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el derecho el efecto de transformar una simple cohabitación (synei· nai) en un verdadero y auténtico matrimonio (synoikeinf\ Aun que no daba vida a la relación matrimonial (que nacía solamen te cuando se iniciaba la convivencia) y aunque no era jurídica mente vinculante (en el sentido de que no obligaba a contraer matrimonio), la promesa era, en suma, «condición de legitimidad» del matrimonio mismo y constituía, en consecuencia, el acto de cu ya celebración dependía la legitimidad de la filiación. Pero, antes de proseguir, es necesario llamar la atención sobre una particulari dad del sistema matrimonial griego o, al menos, ateniense. En Atenas la existencia de una relación de parentesco entre los novios no constituía un obstáculo para la celebración del matrimonio, ni siquiera cuando tal relación era estrecha, como en el caso de tío y sobrina o, más incluso, hermano y hermana. Con una distinción, sin embargo: mientras el matrimonio entre hermano y hermana consanguineos (es decir, del mismo padre) estaba consentido, el matrimonio entre hermano y hermana uterinos (es decir, nacidos de la misma madre) estaba, en cam bio, prohibido32. Según algunos, la explicación de esta regla estaría en la histo ria. La prohibición de matrimonio entre hermanos uterinos se ría de hecho el residuo de una organización matrilineal, en la que los hijos de la misma madre no habrían podido esposarse por ser miembros de la misma familia, mientras que no habría existido ningún obstáculo para el matrimonio entre hermanos consanguineos, por cuanto pertenecían a familias diferentes. Pero yo creo que la regla puede encontrar otra explicación. Dando la hija en matrimonio al hermano consanguineo, en realidad el padre evitaba sustraer al patrimonio familiar los bie nes necesarios para darle una dote, que en este caso se queda ban en la familia. Era la ventaja patrimonial que se obtenía de ello, quizá, la verdadera razón que inducía a superar un tabú que (en los casos en que tal ventaja no existía) había vivido con toda la angustia testimoniada por el drama de Edipo33. 73
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La regla y su ratio, en conclusión, son bastante iluminado ras. Muy lejos de ser una relación personal inspirada por una elección afectiva, el matrimonio era determinado, normalmente, por razones de tipo patrimonial y social: necesidad de mantener intacto el patrimonio familiar (en el matrimonio entre herma nos), deseo de establecer o mantener relaciones con otras fami lias (en el matrimonio entre extraños). En todo caso, valoración de la familia, y no de la novia. Y vayamos ahora a las condiciones de vida de la mujer casada. Encerrada en la parte interna de la casa {gynaikonitis), a la cual no podían acceder los hombres, no tenía ninguna posibili dad de encontrar a personas distintas de las familiares. En Ate nas, en efecto, las compras las realizaban los hombres34. En los banquetes, las esposas (como, por lo demás, también las ma dres, las hermanas y las hijas) no podían participar35. En los es pectáculos teatrales parece que no estaba admitida la presencia de las mujeres3*’. «Mis hermanas y sobrinas —dice un cliente de Lisias— han sido tan bien educadas que se sienten cohibidas por la presencia de un hombre extraño a la familia»37. Solamente las mujeres de las clases más pobres se movían con una cierta libertad entre los hombres, yendo al mercado a vender pan y verduras, o, en los demos del Ática, trabajando la tierra y llevando los animales al mercado38. Pero para las muje res de las clases más pudientes había una sola ocasión de encon trarse con extraños: algunas ceremonias (fiestas públicas y fune rales) para las que, excepcionalmente, salían de casa, y de las que se aprovechaban los jóvenes atenienses para organizar en cuentros clandestinos como hizo precisamente Eratóstenes, que, habiendo encontrado a la esposa de Eufileto en los funerales de la madre de éste, se convirtió en su amante y, como sabemos, fue muerto por ello39. AsíyAies, relegada en casa, la mujer griega de la clase alta o media llevaba una vida vacía, privada de intereses y gratifica ciones, que ni siquiera era compensada por la seguridad de que 74
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su relación con el marido fuese exclusiva. Y esto no sólo por que, con bastante frecuencia, el marido tenía relaciones con un hombre (según un modelo griego muy difundido, sobre el cual volveremos), sino también porque, igualmente con frecuencia, mantenía otras relaciones con mujeres, reconocidas socialmente y, en parte, también jurídicamente, como veremos con detalle más adelante, después de haber completado estas notas sobre el matri monio con la ilustración de las reglas en materia de divorcio. El sistema matrimonial ateniense contemplaba (además de la muerte, obviamente) tres hipótesis diferentes de rompimiento de lazo. El primero, y ciertamente el más frecuente, era el repu dio por parte del marido, llamado apopempsis o ekpempsis, al que recurrían los maridos cuando lo deseaban, sin ninguna ne cesidad de justificar la razón, con la única consecuencia de tener que restituir la dote. El segundo era el abandono del lecho con yugal por parte de la esposa, llamado apoleipsis. Pero, a pesar de estar consentida por la ley, la apoleipsis no solo estaba cen surada por la costumbre, incluso aunque existieran graves moti vos para ella, sino que a veces era obstaculizada físicamente por los maridos, como ocurrió, por ejemplo, cuando Alcibiades im pidió a su esposa dirigirse junto al Arconte para pedir la autori zación necesaria40. Y, en fin, existía la llamada aphairesis pater na, es decir, el acto por medio del cual el padre, basándose en consideraciones propias, casi siempre de carácter patrimonial, decidía interrumpir el matrimonio de su hija41. Acto singular, este último, para cuya comprensión es preciso partir de un presupuesto: en Atenas, lo que marcaba el paso de finitivo de la mujer a la familia del marido no era el matrimonio en sí, sino la procreación. Solamente si le daba un hijo al mari do y solamente en el momento en que esto ocurría, por decirlo de otro modo, la mujer entraba a formar parte de modo irre versible del nuevo oikos. Y, por lo tanto, antes de que ocurriese esto, el padre podía en cualquier momento interrumpir su ma trimonio. 75
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Pero hay más: el padre de la esposa no era la única persona, además de los cónyuges, que podía interrumpir un matrimonio ya realizado. A veces el derecho de hacerlo, si bien en casos par ticulares, correspondía al pariente más cercano de la mujer. Pe ro para comprender esta hipótesis es necesario explicar breve mente la condición de la llamada heredera (epikleros), es decir, la mujer que resultaba ser la única descendiente de una familia donde no había machos (oikos eremos).
4. LA LLAMADA «HEREDERA»: ADJUDICADA COMO ESPOSA
En el derecho sucesorio ateniense, los hombres tenían una condición privilegiada respecto a las mujeres, puesto que la exis tencia de hijos y descendientes machos excluía de la sucesión a las hijas y descendientes hembras. Todo lo que se le reconocía a la mujer (llamada, en este caso, epiproikos) era el derecho a una dote, es decir, a un conjunto de bienes que, en el momento del matrimonio, se convertía en propiedad del marido. Y el haber recibido la dote excluía a la mujer de la participación en la he rencia paterna42. Pero cuando no existían descendientes ma chos, ¿qué ocurría con el patrimonio familiar? La mujer por sí misma no podía heredar el patrimonio (Ideros) paterno, pero era, sin embargo, el trámite a través del cual el patrimonio familiar se transmitía a los machos. El interés de los parientes en que la heredera no se casase con un extraño re sulta por lo tanto evidente. En consecuencia, son claras las ra zones de la regla según la cual tenía que casarse con su pariente más estrecho, es decir, las razones, todo menos sentimentales, por las que a menudo ocurría que una heredera fuese disputada por varios aspirantes, cada uno de los cuales afirmaba ser su pa riente más cercano. Y he aquí la solución, prevista por el dere cho ateniense: al término de un juicio a propósito, la heredera 76
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era «adjudicada» a aquél de entre los litigantes que había de mostrado estar ligado a ella por una relación de parentesco más estrecha. Y ciertamente no carece de interés reflexionar sobre la naturaleza de este juicio. En el derecho ateniense, la acción judicial que ponía fin a la controversia en materia de propiedad se llamaba diadikasia. Y el juicio que resolvía el litigio entre los diversos aspirantes a la mano de la heredera no era otra cosa más que una aplicación de la diadikasia, especialmente llamada epidikasia. Pero hay más: el interés preponderante del grupo familiar en que el matrimo nio no acabase en manos extrañas se revelaba en otra regla, to davía más significativa. Si la heredera estaba ya esposada en el momento en que su padre moría, y si no había tenido todavía hijos (cosa que, como ya sabemos, la ligaba de modo indisolu ble al oikos del marido), el pariente más cercano tenía el dere cho de interrumpir su matrimonio, ejerciendo la aphairesis, en lugar del padre muerto43. Solamente dos disposiciones, en este conjunto de normas tan poco respetuoso con los deseos de la mujer, fueron tornaé en fa vor de la misma. i / En primer lugar fue una ley, atribuida a Solón, qúé-se^5reocupó de la suerte de la «heredera» pobre. Privada de padres que pudiesen darle una dote (condición necesaria de hecho para contraer matrimonio), la heredera sin dinero corría el riesgo real mente de no encontrar marido. Y era tal la gravedad de este pe ligro para una mujer, que Solón consideró justo obligar al pa riente más cercano a proporcionarle una dote, si no quería ca sarse con ella44. La segunda disposición fue otra ley, atribuida también a So lón, que se preocupó en cambio de la epikleros rica (por tanto, casada por interés), que, después del nacimiento del heredero, corría el riesgo de ser ignorada por el marido. A éste le vino im puesto por ley tener con ella al menos tres relaciones sexuales por mes45. 77
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De este modo, por tanto, la legislación ateniense respondió a las exigencias de la epikleros: asegurándole un marido, indis pensable para una colocación social digna, y garantizándole una «ración» de relaciones sexuales con un hombre que, de to das formas, ella no había escogido46.
5. LAS TRES MUJERES DEL HOMBRE ATENIENSE: ESPOSA, CONCUBINA Y HETERA
Dice Demóstenes que el hombre ateniense podía tener tres mujeres: la esposa (damaro gyne) para tener hijos legítimos; la concubina (paJJaké) «para el cuidado del cuerpo», es decir, para tener relaciones sexuales estables; y, por último, la hetera, hedones heneka, esto es, para el placer47. Esta «tripartición» de las funciones femeninas en la relación con el hombre (de por sí ex tremadamente sintomática de la instrumentalidad de la relación hombre-mujer), plantea por otra parte algunos problemas, de terminados por la necesidad de delimitar los confínes del papel de concubina. En la costumbre cotidiana, de hecho, la relación con la pallake (que, a veces, era acogida incluso en la casa con yugal) eran sustancialmente idéntica a la que se tenía con la es posa, y estaba sometida a una reglamentación jurídica que por un lado imponía a la concubina la obligación de fidelidad, exac tamente como si fuese una esposa (de la cual derivaba el dere cho de matar «legítimamente» a su amante, contemplado, según sabemos, por la ley de Dracón), y por otro reconocía a los hijos nacidos de la concubina algunos derechos sucesorios, si bien su bordinados a los de los hijos legítimos48. Contrariamente a lo que se ha afirmado con frecuencia, esto no significa por otra parte que el derecho ateniense autorizase la bigamia, como sostienen algunos, citando una frase de Diógenes Laercio. En efecto, escribe Diógenes que los atenienses, «a 78
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causa de la escasez de hombres, deseaban aumentar la pobla ción y aprobaron una ley, según la cual un hombre podía casar se con una mujer ateniense y tener hijos con otra»49. Y también recientemente la frase ha sido considerada como prueba de que el derecho ateniense, si bien de modo temporal y en circunstan cias excepcionales, habría admitido la bigamia50. Pero, si se mi ra bien, la frase significa una cosa muy distinta. De modo más preciso, significa que los atenienses reconocieron a los hijos na cidos fuera del matrimonio un cierto status51. En otras pala bras, reconocieron y regularon jurídicamente la existencia de las concubinas, al lado de las esposas, pero en posición distinta a éstas, estableciendo una jerarquía precisa entre las dos relacio nes distintas que podía tener el hombre. Pero la gama de relaciones que un hombre ateniense podía tener con las mujeres no se agota aquí. Además de la esposa y la concubina, en realidad podía tener incluso una tercera mujer que, si bien no estaba ligada a él por una relación estable, tam poco era, sin embargo, una acompañante ocasional: esta tercera mujer era la hetera. Más educada que una mujer destinada al matrimonio, la he tera, destinada, en cambio, «profesionalmente» a acompañar a los hombres en los lugares en los que no podían hacerlo la espo sa y la concubina, era una especie de remedio, organizado por una sociedad de hombres que, habiendo segregado a las muje res, consideraba sin embargo que la compañía de alguna de ellas podía alegrar las actividades sociales, los encuentros entre amigos, las discusiones que las esposas, además de no deber, no estaban en condiciones de sostener. Y he aquí, por tanto, a la hetera, la tercera mujer, a la que el hombre remuneraba una relación (también sexual) que, aunque no era exclusiva, tampoco era meramente ocasional. Una «com pañera» por tanto (porque tal es el significado de «hetera»), a la que el hombre solicitaba (y pagaba) una relación en cierta medi da gratificante también bajo el perfil intelectual; y, por consi79
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guíente, completamente distinta tanto de la relación con la es posa como de la que podía mantener con una prostituta.
6. LA PROSTITUCIÓN FEMENINA
En la mayor parte de los casos de condición servil (pero, a veces, también nacida libre y, después de haber sido «expuesta» por su padre, destinada a la prostitución por el que la había re cogido para este fin), la prostituta (pome) era una mujer que, aunque ejercitaba una profesión no prohibida por la ley (que, como veremos, castiga como delito la prostitución masculina, pero no la femenina), era objeto de una pesada reprobación so cial, y era tomada en consideración por las leyes de la ciudad solamente por dos motivos: para fijar el límite máximo de su ta rifa, y para pretender de ella el pago de un impuesto sobre la «renta»52. Muy diferente de la de una prostituta común era, sin embar go, la condición de la mujer que, en vez de venderse por las ca lles o en los burdeles, lo hacía en los templos. Como en Oriente, también en Grecia existían en realidad prostitutas «sagradas» (hierodoulai) que, después de haber sido consagradas a la divi nidad, se vendían a los que pasaban, entregando el producto de su actividad al templo en el que prestaban su servicio. Cuál era el estado jurídico de las hierodoulai es cosa discuti da: consideran algunos que serían esclavas del templo, y otros, en cambio, que la consagración a la divinidad las hacía libres, si bien quedaban obligadas a vivir en el templo y a prestar allí ser vicio como prostitutas53. Pero a nuestros efectos la cuestión no tiene una relevancia particular. Como quiera que estaban desti nadas a venderse, las hierodoulai eran en todo caso prostitutas privilegiadas, y no sólo por la protección y las comodidades, cierta mente mayores que las que disfrutaban las otras prostitutas, 80
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que les provenían de su vida en el templo. Su privilegio consistía también, y sobre todo, en su «sacralidad», que las colocaba en la escala social en una posición muy diferente de la de las pornai, y rodeaba su actividad de un halo que les permitía, como dice Pindaro en su famoso skolion dedicado a las «muchachas sagradas» de Corinto, «sin reproche en los amables lechos de la tierna edad recoger el fruto»54, y que indujo a Semónides a dar les las gracias por haber contribuido, con sus oraciones, a la vic toria sobre los persas55.
7. CONCLUSIONES
Éstas son, por consiguiente, las posibles colocaciones sociales de las mujeres: esposas, concubinas, heteras o prostitutas. Una colocación, como es evidente, determinada exclusivamente por la relación, estable u ocasional, con un hombre. Y puesto que esta relación, a su vez, estaba organizada exclusivamente para la finalidad de responder a las exigencias masculinas, la condi ción de las mujeres no podía ser más que lo que era: personal mente insatisfactoria, socialmente casi inexistente, y jurídica mente regulada por una serie de normas que sancionaban su in ferioridad y su perpetua subordinación a un hombre, que antes del matrimonio era el padre, a continuación el marido y, a falta de éstos, el tutor. Por no hablar, obviamente, de la total exclusión de las muje res de todo tipo de participación política. El ejemplo de Atenas es paradigmático: en esta ciudad, de hecho, eran ciudadanos (politai ) solamente los que estaban en disposición de defenderla con las armas. Existía una excepción: aquéllos que, habiendo cometido delitos particularmente graves, eran considerados in dignos de hacerlo y, por lo tanto, habían sido declarados atim oi Privado de los derechos políticos, en suma, el atimos era 81
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ciudadano no sólo de segunda, sino de ínfima categoría y, en cuanto tal, era llamado astos, para significar su pertenencia a la ciudad en sentido físico (asty), pero su exclusión de la organiza ción ciudadana {polis). Y, como el atimos, también la mujer ciudadana era llamada aste56. Pero hay más: hasta la época de Pericles, la condición de aste de la madre no tenía ninguna relevancia a efectos de la transmi sión de la ciudadanía a los hijos. La pretendida «potencialidad» de ciudadana de la mujer, en cuanto transmisora de la ciudada nía, de la que se habla a veces, fue por lo tanto completamente inexistente durante muchos siglos: hasta el año 451-450, en que un decreto de Pericles estableció que el status de aste de la ma dre fuera condición necesaria para que los recién nacidos fuesen politai, el único elemento que determinaba la ciudadanía, transmiti da i uns sanguinis, era la condición de ateniense del padre57. Para concluir, reglas férreas eran las que la polis impuso a las mujeres, marginándolas y quitándoles prácticamente todo espa cio de libertad: reglas que las consideraban y, al mismo tiempo, las hacían inferiores. Y hacia el final de la. historia de la ciudad esta inferioridad, ya expresada en los hechos y firmemente per cibida por la conciencia social, encontró un ropaje teórico en la clasificación aristotélica de una humanidad (la libre, obviamen te) compuesta por un lado por los hombres, «espíritu» y «for ma», y por otro por las mujeres, «madres» y «materia»58. Pero si bien fue con Aristóteles cuando la codificación de la esencia y del papel femenino encontró un estatuto teórico desti nado a durar a través de los siglos, fue mucho antes de él cuan do los griegos comenzaron a discutir sobre la «naturaleza» y la diversidad de las mujeres, objeto durante siglos de un debate que es oportuno repasar ahora brevemente.
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Notas
1. Ciertamente no es posible afrontar aquí el complejo problema del origen de la polis, objeto de infinitos debates y que, en síntesis, se desarrolla en tor no a dos nudos: la relación Micenas/Homero, es decir, la discusión de las eventuales continuidades entre mundo griego pre- y post-micénico, y el de bate sobre la naturaleza de los aglomerados sociales homéricos, considera dos por algunos prepolíticos y por otros políticos. Sobre el primer problema, véase P. Vid a l -N aq UET, «Homère et le monde mycénien», en Armales ES. C., juin-août 1963, pp.730ss.; G. PUGLIESE CARRATELLI, D al regno miceneneo alia polis, en Scritti su) mondo antico, Nápoles 1976, pp,135ss.; y A.A.W ., Le origini deigrea, edición de D. M u sti , Bari 1984. Sobre el segundo, cf. V. EHRENBERG, «When Did the Polis Rise?», en Zur griechischen Staatskunde, hrsg. F. G sc h n h z e r , Darmstadt 1969, pp.3ss.; W. H o f fm a n n , Die Polis bei Homer, ibid., pp,13ss.; F. G schnitzer , «Stadt und Stamm bei Homer», en Chiron l(1971)lss.; y AA.W ., Origini e sviluppo della città. Π medioevo greco (Storia e civiltà dei greci 1), Milán 1978; B. Q u il l e r , «The Dinamics of the Homerie Society», en Symbolae Osloenses 56(1981)109ss., y W.C. RUNCIMAN, «Origins of State; the Case of Archaic Greece», en Comparative Studies in Society and History 24 (1982)351ss. 2. P. Vid a l -N a q u e t , «Esclavage et gynécocratie dans la tradition, le mythe, l’utopie», en Le chasseur noir..., cit., pp.267ss., y en particular p.269: «la cité grecque, dans son model classique, se définissait par un double refus: refus de la femme, la cité grecque est un ‘club d’hommes’, refus de l’esclave, elle est un ‘club de citoyens’». Pero véanse a propósito las recientes observaciones de L. G a l l o , «La donna greca e la marginalità: a proposito di un dibattito», en Quademi Urbinati di Cultura Classica 1985, que tiende a una postura más difuminada, que tenga en cuenta, entre otras cosas, un posible desacuerdo entre reglas jurídicas y práctica social; la posibilidad de que la relación entre el espacio doméstico (reservado a las mujeres) y el exterior, reservado a los hombres, sea tal que no se presuponga necesariamente la discriminación en oerjuicio del sexo femenino; y, sobre todo, la variedad de la experiencia grie ga, que desaconseja todo tipo de generalización de la experiencia ateniense. Todas estas circunstancias las he tenido obviamente presentes, pero, sin em bargo, no me parece que quiten peso a la validez de la hipótesis «exclusión». 3. Véase sobre este particular E. CANTARELLA, Studi sull’omicidio in diritto greco eromano, Milán 1976, pp.84-85, con bibliografía.
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E va C a n t a r e l l a
4. El texto de la ley, que se volvió a publicar en el año 409-408 y se grabó en una estela de mármol, fue descubierto en 1843 durante las excavaciones para la iglesia metropolitana de Atenas, y se conserva actualmente en el Museo epigráfico de Atenas, inventariado con la sigla EM 6602. Publicado en las ¿ascriptiones Graecae I2 115, ha sido reeditado por R. St r o u d , Drakon’s Law on Homicide, Berkeley & Los Angeles 1968. 5. Véase también E. CANTARELLA, Studi sull’omicidio..., cit., pp.l31ss., y en particular sobre la acción pública p. 154, y sobre las sanciones de la mujer pp.156-157. 6. Respecto a la primera edición estas paginas han sido modificadas e inclu yen las reflexiones desarrolladas más extensamente y con mayor profundidad en E. Canta rella , «Donne di casa e donne sole: sedotte e seduttrici? Fatto e diritto nella Grecia arcaica», en Nouva D W F Donna WomanFemme 1985 [una versión ulterior, en curso de publicación, en AURORA L ó pez , Cá n d id a M a r tín ez y An d rés P ociñ A (eds.), La mujer en el mundo mediterráneo antiguo, Granada 1990]. Por lo que hace a la esposa de Eufileto, cf. el discur so de Lisias De caede Herat. I. Cf. Ar.M/.1083-1084; PIA 6% y AchM 9, así como Sud. s.u. paratilletaiy raphanis. Sobre la acción pública por adulterio véase E. R u schenbu sch , Untersuchungen zur Geschichte des attischen Strafrechts, Koln 1968. 8. Lys.Zte caede Herat. 2 y X .Hier.3.3. 9. Ael. KH13.24. 10. Heraclid.Pont. apud Arist./v:611-642 Rose. Sobre el pasaje y, más en ge neral, sobre las penas para el adúltero previstas por otras ciudades cf. P. Sch m itt - PANTEL, «L’âne, l’adultère et la cité», en Le charivari, École des Hautes Etudes/Mouton, Paris 1972, pp.l 17ss. II. El texto de la ley (descubierto en 1884 por la Missione Archeologica ita liana) fue publicado en Inscriptiones Creticae. IV. Tituli Gortynii, Roma 1950, y reeditado por R.F. WlLLETS, The Law Code ofGortyn, Berlin 1967. La parte dedicada al adulterio es 2.20-28. 12. La hipótesis es de U.E. P aoli , en «La legislazione sull’adulterio nel dirit to di Gortina», en StudiFunaioli, Roma 1954, pp.306ss., y «Gortina (diritto di)», en Novissimo Digesto Italiano. Sobre los diversos y ulteriores proble mas planteados por el texto, además del ya citado W ilelts , véase L. GerΝΕΤ, «Observations sur la loi de Gortyne», en Droit et société en Grèce an cienne,, Paris 1955, pp.21ss. 13. X.Lac.1.4. Cf. además E.Auo/1269b9. 15. Flu.Laced. Apoph.240ss. y Ael. V.H.12.21. 16. Plu.^c.14.8. 17. Un cuadro de conjunto de la condición de las mujeres espartanas en J. R a e d f ie l d , «The Women of Sparta», en C773(1977-1978)146ss., y más re cientemente en P. CARTLEDGE, «Spartan Wives: Liberation or Licence?», en
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