Instituciones y sociedad en la Espanã de los Austrias

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historia

Antonio Domínguez Ortíz Instituciones y sociedad en la España de los Austrias

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ANTONIO DOMÍNGUEZ ORTIZ

INSTITUCIONES Y SOCIEDAD EN LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

EDITORIAL ARIEL, S. A. BARCELONA

En cubierta: fragmento de un mosaico del Palacio del Viso del Marqués (Ciudad Real) 1“ edición: junio 1985 © 1985: Antonio Domínguez Ortiz Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo: © 1985: Editorial Ariel, S. A. Córcega, 270 - ()8()()8 Barcelona ISBN: 84-344-6548-5 Depósito legal: B. 10.039-1985 Impreso en España Ninguna parte tic esta publitación, incluido el di.seño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecᬠnico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin pcrmi,so previo del editor.

ADVERTENCIA PRELIMINAR

Los trabajos reunidos en este volumen tienen la diver¬ sidad temática propia de todo volumen misceláneo. Fueron, además, escritos en épocas muy diversas; desde la aparición del más antiguo. La ruina de la aldea castellana, en 1948, hasta el más reciente. El primer esbozo de tolerancia reli¬ giosa en la España de los Austrias, redactado en 1979, corre un lapso de treinta y un años, plazo equivalente, o incluso más dilatado, del que suele asignarse como duración media de una generación, en el sentido intelectual de esta palabra. La formación, las perspectivas y hasta el lenguaje del histo¬ riador tienen que ser distintos dentro de ese ámbito tempo¬ ral. Por ello me parece indispensable indicar muy breve¬ mente por qué, cuando recibí el requerimiento de Editorial ARIEL, seleccioné estos trabajos y no otros, cuál es el hilo conductor que les presta cierta unidad. Por lo pronto, todos se refieren a la España moderna, con especial énfasis en el siglo XVII castellano, porque en él ocurrieron transformaciones decisivas, aunque tuvieran su preludio en el XVI y prolongaran sus consecuencias hasta el XVIII, y más allá, hasta la Edad Contemporánea en algu¬ nos casos. Los reinos no castellanos de la Monarquía expe¬ rimentaron aquellos efectos en mucho menor medida, esta es la razón primordial de que aparezcan rara vez en estos trabajos. Confieso, sin embargo, que un conocimiento más profundo de las fuentes documentales de estos países, sobre todo de los tesoros del Archivo de la Corona de Aragón, me hubiera sido muy útil para establecer correlaciones y rea¬ lizar estudios comparativos. La unidad del marco temporal y espacial no hubiera sido suficiente por sí sola para engarzar piezas dispares; por for¬ tuna, queda reforzada por una unidad temática rnás pro¬ funda: la correlación entre el conjunto político-institucional y el socioeconómico, que quizás en ninguna formación polí¬ tica aparece tan clara como en la Castilla moderna. Yo me inicié como investigador en una época en la que predomi-

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naba una concepción de la historia muy influida por el posi¬ tivismo documentalista, con atención preferente a lo que entonces se llamaba «Historia externa». Sobrevino la reac¬ ción, traída por variados conductos. No todo provino del Congreso Internacional de Ciencias Históricas de 1950. Dos años antes había aparecido España en su Historia de Américo Castro, potente revulsivo, y por ello meritorio a pesar de sus defectos. Don Ramón Carande nos había dado ya espléndidos frutos de su magisterio. Sería largo señalar pre¬ cedentes. De todas formas, es justo decir que sin el dina¬ mismo de Jaime Vicens la renovación de los hábitos de in¬ vestigación y enseñanza de la historia hubiera sido mucho más lenta. En este sentido, la Historia de España y América que él dirigió señala un corte y, a la vez, un hito. Refirién¬ dose a ella hay que hablar de un antes y un después. Como suele suceder, la reacción fue en ocasiones más allá de lo justo. La historia político-institucional sufrió una desvalorización, pasajera, y, en el caso de la España mo¬ derna, completamente injustificada; su trayectoria económica y sus transformaciones sociales no tienen explicación si no se insertan en el cuadro de un imperialismo planetario del que fue protagonista y víctima. Tan evidente me parecía esta realidad que, hallándome ante un vacío casi total en el cono¬ cimiento de la Economía y la Hacienda de la Monarquía española del siglo XVII, tuve que improvisarme historiador de la Economía para poder comprender lo que ocurría en aquella sociedad y en aquella época. Hoy las cosas han cam¬ biado, y la Hacienda española de aquel siglo es un tema bastante bien conocido. También, gracias a John H. Elliott, H. Kamen, Pedro Molas, B. González Alonso, Francisco To¬ más y Valiente y otros destacados historiadores que sería largo enumerar, nuestro conocimiento de la Política, la Ad¬ ministración y las Instituciones se ha enriquecido de modo notable. Aunque subsistan lagunas e incertidumbres, nues¬ tro siglo XVII ya no es el siglo desconocido. Pienso que las monografías reunidas en este volumen pue¬ den ayudar a comprender ese engarce entre dos órdenes de hechos que nunca deben disociarse. En La ruina de la aldea castellana planteaba las razones, en su mayoría políticas, que hicieron inhabitables tantos pequeños lugares y motiva¬ ron su despoblación: las cargas militares, el exceso de tri¬ butación, los abusos jurisdiccionales de los municipios urba¬ nos sobre las aldeas que les estaban sometidas. El tema me llevó a plantear algunas hipótesis sobre la evolución demo-

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gráfica de Castilla que en cierta medida han confirmado in¬ vestigaciones posteriores. Ventas y exenciones de. lugares durante el reinado de Felipe IV abordaba un tema que me había encontrado repe¬ tidamente en la documentación, en las Actas de las Cortes, en las historias locales, en los escritos de políticos y arbi¬ tristas y que, inexplicablemente, apenas había merecido aten¬ ción, a pesar de su enorme trascendencia. Centenares de pueblos cambiaron de régimen jurídico, algunos conquista¬ ron su plena autonomía, otros, los más, cayeron bajo el régi¬ men señorial para satisfacer las necesidades financieras de la Corona. Un estudio a fondo de este fenómeno hubiera bas¬ tado para llenar toda una vida; yo me limité a una somera exploración que otros han continuado con mayores arrestos. Me resulta especialmente grato recordar aquí al malogrado profesor Moxó y su magistral estudio sobre los señoríos de Toledo. También debo confesar mi deuda con el marqués de Saltillo, que sólo vertió en sus libros algo de lo mucho que sabía. De La desigualdad contributiva en Castilla durante el siglo XVII dijo Vicens que era una superficial exploración de una veta muy rica, y éste es un juicio muy certero, por¬ que lo que constituye el núcleo de ese artículo es la demos¬ tración de que los Austrias, y, sobre todo, Felipe IV, no por motivos éticos ni de alta política, sino por la imperiosa nece¬ sidad de buscar el dinero donde lo había, se ingeniaron para hacer tributar a los estamentos privilegiados, iniciando un rudimentario igualitarismo fiscal que luego perfeccionaron los Borbones. Creo que la tesis era muy nueva para su época pero la demostración era incompleta. Luego pude profundi¬ zarla en Política y Hacienda de Felipe IV y ha recibido nue¬ vos refuerzos gracias a la labor de ilustres investigadores. La venta de cargos y oficios públicos en Castilla exami¬ naba el inagotable tema de las consecuencias de la fiscalidad real desde otro ángulo, ya explorado en Francia de forma monográfica por R. Mousnier. Carecemos nosotros aún del estudio definitivo de un fenómeno de tanto interés, que espe¬ ramos nos dé algún día don Francisco Tomás y Valiente como culminación de sus valiosas monografías. El primer esbozo de tolerancia religiosa en la España de los Austrias se centra en un episodio al que creo no se había dado el relieve que merece: la concesión de libertad privada de culto a los comerciantes ingleses por el tratado de paz de 1604, que luego se hizo extensiva a los holandeses y han-

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seáticos. Concesión arrancada (ésta es la palabra exacta) a unos reyes muy piadosos, que cinco años después expulsa¬ rían a los moriscos, por motivos estrictamente políticos, a pesar de las protestas del influyente arzobispo de Valencia Juan de Ribera, a pesar de la mala voluntad de la Inquisi¬ ción, que nunca acabó de digerir esta derrota. Los inquisido¬ res previeron, y así sucedió, que la convivencia pacífica con extranjeros de otros credos iba a modificar de manera apre¬ ciable la mentalidad de los habitantes de los grandes cen¬ tros de comercio y tráfico. En dicho artículo (originaria¬ mente, un discurso pronunciado en una ceremonia celebrada en la Universidad Complutense) se cita un caso bien elo¬ cuente sucedido en Sevilla. Instituciones políticas y grupos sociales en Castilla du¬ rante el siglo XVII recoge el texto de una comunicación pre¬ sentada a un coloquio hispanoitaliano celebrado en Roma, 1977. Puede valer lo mismo como introducción que como resumen de las ideas que forman el fondo común de los trabajos agrupados en el presente volumen. Diré, finalmente, que ninguno de dichos trabajos ha sido actualizado, circuns¬ tancia que resalta, sobre todo, en las citas bibliográficas. Actualizarlos tenía ventajas, pero entonces ya no serían los originales. Serían otra cosa. A.

Domínguez Ortiz

INSTITUCIONES POLÍTICAS Y GRUPOS SOCIALES EN CASTILLA DURANTE EL SIGLO XVII *

En su obra, tan llena de sugerencias, sobre la España de Carlos V, P. Chaunu contrapone sus tendencias aperturísticas en los terrenos políticos y económicos y la tendencia a replegarse en sí misma en dominios espirituales: rechazo del erasmismo, estatutos de limpieza de sangre, prohibición de estudiar en universidades extranjeras. Pero no es ésta la única paradoja de la España de los Austrias; también podemos contraponer una Castilla muy tempranamente llegada a la fase del estado moderno, con una madurez que tardaron mucho en adquirir otras naciones europeas, mientras lo que suele llamarse con alguna impro¬ piedad Imperio Hispánico, del que Castilla fue centro y mo¬ tor, beneñciaria y víctima, permaneció anclado en sus orí¬ genes medievales, con una organización rudimentaria, como una nebulosa de cuerpos políticos mal soldados entre sí, separados por fronteras celosamente guardadas, sin más nexo de unión que la persona del monarca, sin más institu¬ ciones comunes que un Consejo de Estado cuyos encumbra¬ dos títulos no podían disimular su ineñcacia y unas secre¬ tarías de Estado cuya principal ñnalidad era procurar cierta unidad frente al exterior a aquel conjunto informe. La úni¬ ca tentativa seria para uniñcar, al menos, el esfuerzo militar de sus partes fue la Unión de Armas, imaginada por el Con¬ de Duque y cuyos efectos fueron casi nulos. Por ello, restrinjo mi exposición a la Corona de Castilla, cuya evolución puede describirse en términos coherentes, a pesar de su propia heterogeneidad interna. El Estado se constituyó como una superestructura asentada sobre célu¬ las autónomas que pueden reducirse a dos tipos: municipios » Publicado en Anuario dell’lstituto Storico Italiano per l'Etá Moderna, XXIX-XXX, pp. 115-138.

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de realengo y señoríos. Mientras su dependencia de la Co¬ rona fue voluntaria y teórica, el poder real fue débil. Según se ha puesto de relieve muchas veces, el Estado moderno cre¬ ce con el afianzamiento del poder real gracias a la constitu¬ ción de un ejército eficiente, de una burocracia y de una orga¬ nización hacendística. Todo ello acompañado de la justifica¬ ción que le procuran los teólogos y legistas formados en las universidades, cuya misión consistió en racionalizar los he¬ chos consumados. El papel de los altos centros de enseñan¬ za en la preparación de profesionales aptos para las nuevas tareas fue fundamental; pero no debemos apresuramos a ponerlo en relación con el desmedido aumento de las uni¬ versidades en el siglo xvi; la mayoría de ellas formaban pro¬ fesionales de grado medio e inferior. El predominio de Sa¬ lamanca se mantuvo inalterable; de ella y más concretamen¬ te de sus colegios mayores, salió la mayor parte de la alta burocracia hasta el reinado de Carlos III. Valladolid parti¬ cipó, en mucho menor grado, a través de su colegio mayor de Santa Cruz. La universidad de Alcalá, creada por Cisneros con criterios humanísticos, con vistas a una renovación del clero hispano, quedó, a pesar de sus esperanzadores comien¬ zos, en una situación claramente inferior a la de Salamanca. En cuanto al Colegio Español de Bolonia, se limitó a formar cuadros para los territorios hispánicos de Italia; pocos de sus colegiales obtuvieron altos puestos en España.' La creación del Estado Moderno fue, pues, una tarea que requirió unas premisas intelectuales, docentes, y no podía surgir antes de que se dieran; estas premisas no eran sólo políticas, económicas, sociológicas: también debían ser inte¬ lectuales. No se efectuó por vía de revolución, sino de evo¬ lución continuada, aunque coyuntural, es decir, con fases de estancamiento y otras de avance rápido; y es del todo nor¬ mal que haya cierto paralelismo entre esta marcha fluctuante y el carácter de cada reinado, la fisonomía de cada mo¬ narca: los baches de estancamiento y aun de aparente retroceso corresponden a las épocas de Felipe III y Car¬ los II; el avance sostenido a los Reyes Católicos, Carlos V, Felipe II y Felipe IV. Nada nuevo crearon, en apariencia, los Reyes Católi¬ cos en el terreno institucional; antes de ellos ya había un Students and Society in Early Modera Spain, Balti¬ more, 1974. Concretamente del Colegio Español de Bolonia y su papel en el reclutamiento de personal dirigente suministra datos la tesis (inédita) de Dámaso de Laño, Profilo Storico del Collegio di San Clemente di Bologna: 1568-1659.

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Consejo Real, una Chancillería, secretarios reales, corregido' res... La novedad estaba en el vigor y el carácter sistemático con que prosiguieron la construcción de un edificio adminis¬ trativo comprometido por la debilidad de sus predecesores. La organización del reino de Granada puede darnos algunas pistas sobre sus intenciones, puesto que la conquista les daba la oportunidad de edificar sobre nuevas bases; crearon municipios según el modelo castellano; crearon en Granada una segunda chancillería, adonde irían en apelación todos los pleitos de la mitad sur de Castilla. Crearon obispados, y obtuvieron en ellos de la Santa Sede el Patronato Regio, es decir, unos derechos más amplios que los que gozaban en las otras diócesis. Crearon también señoríos para premiar servicios, pero en terrenos montuosos y de importancia más bien mediocre. En suma, las instituciones que articularon el recién adquirido reino eran las tradicionales, pero, a tra¬ vés del Capitán General, la Chancillería, los inquisidores y los obispos, los reyes conservaron un control muy firme sobre él. Conforme se va conociendo mejor aquel reinado se com¬ prueban las tensiones que en todas las capas sociales (y no sólo en la aristocracia) despertaba el autoritarismo regio; si los nobles lamentaban las limitaciones a la libertad anár¬ quica que antes gozaban y las ciudades las restricciones a su autonomía, las órdenes religiosas sufrieron una reforma sin contemplaciones, mientras el pueblo murmuraba de las cargas militares y fiscales.^ Al sobrevenir el cambio de rei¬ nado, estas causas de malestar, complicadas con las previ¬ sibles consecuencias de la integración de Castilla en un sis¬ tema universal, dieron lugar al estallido de ese fenómeno tan complejo llamado las Comunidades, punto de conver¬ gencia de descontentos de diverso signo, entre los que des¬ tacan dos factores básicos: una revuelta urbana, de índole política y nacionalista, y una revuelta rural, de signo antise ñorial. Como en otros movimientos posteriores, la interfe¬ rencia de reivindicaciones sociales que podríamos llamar clasistas rompió la primitiva unidad de la resistencia y mo¬ tivó su fracaso. Las consecuencias de este fracaso fueron decisivas para la futura definición estatal de Castilla, que quedó más sometidá, más moldeable por la autoridad real que ningún otro 2. St. Haliczer, «Construcción del Estado, decadencia política y revolu¬ ción», en Homenaje a Emilio Gómez Orbaneja, pp. 301-323,

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de los reinos sometidos a los Habsburgos. Cuando en las Cortes de 1538 el Brazo Noble protestó de los proyectos tri¬ butarios de Carlos I, no halló apoyo en los representantes de las ciudades, únicos que en adelante integrarían las Cor¬ tes castellanas, mientras en los demás reinos subsistía la representación corporativa de la Nobleza y el Clero. Reforzada por estos hechos, la monarquía castellana avanzó con rapidez por el camino de la racionalización y la burocratización; fueron creados nuevos consejos, lo que im¬ plicó mayor demanda de letrados, «gente media entre los grandes y los pequeños», según los definió Hurtado de Men¬ doza.^ En cambio, el emperador, cuya incapacidad en mate¬ rias económicas era notoria, no pudo establecer una Hacien¬ da Pública sobre nuevas bases, capaz de hacer frente a las necesidades de una política mundial; vivió en perpetuos agobios, valiéndose de expedientes y arbitrios ocasionales. Ésta fue una laguna grave en el desarrollo de un Estado mo¬ derno en Castilla, y otra de no menor entidad la falta de un ejército nacional: los contingentes que lucharon en aquel reinado, carentes de unas bases racionales de reclutamiento y administración, estaban todavía muy lejos de ser un ver¬ dadero ejército moderno. Felipe II, por sus cualidades personales, estaba mucho mejor dotado para remediar estas insuficiencias; tanto en el desarrollo de la administración como en el militar y el hacendístico, hizo progresar la maquinaria burocrática cas¬ tellana hasta el punto de servir después de modelo a la fran¬ cesa en ciertos aspectos. Ante todo, el rey quería estar bien informado, y gracias a ello conservamos encuestas y estadís¬ ticas que para su tiempo no tienen rival. Hizo un gran es¬ fuerzo por paliar la falta de un ejército permanente por me¬ dio de la institución de milicias, si bien hay que reconocer que esta medida, tomada en los años finales del reinado, tras la dura lección de la guerra de Granada, sólo fue una solu¬ ción a medias. Mucho más eficaz fue su labor hacendística; gracias a la creación de nuevos tributos que pesaron sobré todas las clases de la población, pudo (mal que bien y al precio de varias bancarrotas) qostear los elevadísimos gas¬ tos de una política internacional demasiado ambiciosa. os avances más significativos se obtuvieron en la orga3

Guerra de Granada, p. 70 de la ed. de la Biblioteca de Autorp^ Fe

Mendo^ aáuéía f..p“fñ ® ^ De creer a Hurtado de tenaoza, aquella fue una innovación que Europa tomó de España

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nización burocrática, que alcanzó un alto grado de comple¬ jidad y perfección, como lo demuestra el incremento de la documentación existente en nuestros archivos nacionales a partir de la década de los sesenta. Es indudable que las características personales de Felipe II, espíritu detallista y organizador, reconcentrado, poco inclinado a los contactos personales, aficionado a la letra escrita y dotado de una gran capacidad de trabajo, influyeron decisivamente en el perfec¬ cionamiento de la maquinaria estatal. A un soberano itine¬ rante sucedía otro sedentario que estableció en Madrid una capitalidad fija; una capital que, a diferencia de París o Lon¬ dres, fue en sus principios un centro burocrático con escasa vida económica propia. El caso de Felipe II ilustra en qué medida pueden ser adaptados o modificados unos factores estructurales por una fuerte personalidad, pues la transformación de Castilla en un Estado renacentista, en el sentido que Chabod da a esta expresión, estaba facilitada por la vitalidad de sus bases económico-sociales en el siglo xvi y por una mentalidad en la que Armas y Letras (la espada y la toga) se completaban, se realizaban en las figuras del soldado escritor, del caballero letrado, tan frecuentes en aquel siglo. Pero aquellas posi¬ bilidades, para llegar a pleno cumplimiento, requerían un monarca que las encarnara en una época en la que el mo¬ narca era el alma y el motor del Estado. Sin embargo, por mucha admiración que suscite la cons¬ trucción estatal de Felipe II, hay que reconocer que, en cuanto al aspecto gubernativo interno, seguía siendo una superestructura edificada sobre materiales preexistentes, un agregado de células (municipios, señoríos) dotadas de vida autónoma. La esfera del poder municipal seguía siendo am¬ plísima y ello explica que suscitara tantas apetencias; en manos de las oligarquías locales estaban los aprovechamien¬ tos comunales, la ordenación gremial, la formación de pa¬ drones de nobles y plebeyos, la organización de las milicias y, en gran parte, las obras públicas, la sanidad, la beneficen¬ cia, la enseñanza... Con mayor o menor intervención del señor jurisdiccional, la situación era la misma en los terri¬ torios del señorío. La superestructura estatal centralizaba y coordinaba estos poderes locales por medio de sus órganos de inspec¬ ción y control: consejos, chancillerías y audiencias. Por en¬ cima de las justicias y ordenanzas señoriales y locales había una legislación común, unos tribunales de apelación y, en

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cada localidad importante, un corregidor que transmitía los deseos del soberano y le informaba acerca del grado de cum¬ plimiento de sus órdenes; los que se resistían a ellas, aun¬ que se mantuvieran dentro del plano legal, se exponían a verse excluidos de la multitud de cargos de honor y prove¬ cho que distribuía el rey de España, como eran las enco¬ miendas y hábitos de las Órdenes Militares. Gracias a este sistema, el soberano controlaba toda Castilla con un aparato administrativo muy reducido; media docena de consejos, dos chancillerías, dos audiencias y un centenar de corregi¬ dores; en total, el personal requerido era sólo de medio mi¬ llar de letrados que ocupaban los altos puestos, asistidos de dos o tres millares de empleados subalternos." Aunque sea de manera incidental, no será superfino ha¬ cer constar que este mismo sistema de aprovechar fuerzas sociales preexistentes fue utilizado por la Monarquía en la conquista y colonización de América. Aquella obra gigan¬ tesca fue llevada a cabo bajo la dirección de la Corona, pero sin que ella arriesgara hombres ni dinero; en una primera fase le bastó celebrar contratos con particulares que, a cam¬ bio de una participación en los posibles beneficios de la empresa, reclutaron las huestes conquistadoras. La organi¬ zación de las flotas corría a cargo de los consulados de co¬ mercio. Casi lo único que subvencionó la Corona con fondos propios fue el envío de misioneros. En general, y dentro de las grandes diferencias existentes entre el Antiguo y el Nuevo Mundo, en éste también realizó la proeza de gobernar in mensos territorios con un personal y unos medios financie¬ ros reducidísimos. ¿Cómo, entonces, llegó a verse la monarquía hispánica en tan terribles apuros, en un estado de bancarrota casi perpetua? Porque aquel sistema no era aplicable al exterior; aquella administración, que limitada al interior de Castilla hubiera sido casi perfecta, resultó distorsionada por las ne¬ cesidades de la política internacional, que fue el campo pre¬ ferido de acción de aquellos monarcas. Y aquí está la raíz, no única pero sí principal, de la «crisis del siglo xvii». 4. «Durante el siglo xvi y primeros decenios del xvii (incluso en la época de Luis XIV) la Monarquía Católica sirve de modelo a la del Rey Crisíianisimo en muchos aspectos por ser su organización más avanzada en el orden burocrático» (Diez del Corral, La Monarquía hispánica en el pensa¬ miento político europeo, Madrid, 1977, p. 93). La información minuciosa y la gran masa de documentación en los órganos centrales del Estado no se alcan¬ zaron en Francia hasta muchos años después de Felipe II, con Richelieu y, sobre todo, con Colbert (Georges Durand, États et Insiitutions, París, 1969, p. 38).

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La «crisis del siglo xvii» se manifestó en la monarquía hispánica con especial intensidad, y era inevitable que tu¬ viese repercusiones en el aspecto institucional; pero no hay que olvidar que en el transcurso de un siglo se dieron situa¬ ciones muy variadas, y que dentro de él se pueden intentar varias periodizaciones basadas en distintos criterios: los meramente políticos, basados en el carácter de cada uno de los tres monarcas y de sus más íntimos consejeros; los que pudiéramos basar en la coyuntura económica; y los que, de contornos más indecisos, pueden apoyarse en las íluctuaciones de las mentalidades colectivas. Por supuesto, un tema tan amplio no es susceptible aquí más que de algunas indicaciones. El reinado de Felipe III (1598-1621) resulta bastante homogéneo por su relativa bre¬ vedad y por su coincidencia con un tramo bien definido de la coyuntura económica, en cuanto aquellos dos primeros decenios del xvii significan una especie de rellano o meseta, una situación de estancamiento que precede a la clara dete¬ rioración que comienza a partir de 1620. Desde el punto de vista político se caracteriza, hacia el exterior, por un replie¬ gue de la política belicosa de Felipe II a posiciones más moderadas; y en política interior porque aparece, en la per¬ sona del duque de Lerma, la figura del valido. El contraste con el reinado anterior es total, y aunque el personal gober¬ nante heredado de la anterior etapa, penetrado de sus ideales y de una alta competencia, actúa como un volante que ate¬ núa la discontinuidad, es visible que, con la corrupción y el favoritismo, comienza el deterioro de la máquina adminis¬ trativa forjada en los dos reinados anteriores. En el largo reinado de Felipe IV (1621 1665) hay que dis¬ tinguir dos partes; una primera en la que el deterioro de la situación política y económica es evidente, pero aparece enmascarado por la poderosa personalidad del Conde Duque, poniendo en tensión todos los recursos de la Monarquía para alcanzar el predominio amenazado por Francia y las potencias protestantes; y una segunda mitad en la que la lucha sigue por inercia, sin esperanzas de triunfo, hasta llegar a las paces de Westfalia y ios Pirineos, que consagra¬ ron, a la vez que la derrota de la Monarquía, el agotamiento de Castilla. La fecha que puede elegirse como divisoria entre ambas partes es la de 1643, año en que Olivares renuncia a su cargo. Es también la fecha en que se llega al fondo de la depresión económica, que se prolongaría hasta la dé¬ cada de los setenta.

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Carlos II es, como monarca, una figura borrosa; ni siquie ra puede decirse que tuviera validos escogidos y sostenidos por él; primero gobernó su madre; después, figuras que se apoyaban en la alta nobleza (D. Juan José de Austria, Medinaceli, Oropesa...) y que trataban de salvar de alguna ma¬ nera el vacío de poder que se había producido. Si Lerma recuerda a Buckingham y Olivares a Richelieu, a los minis¬ tros de Carlos II es difícil hallarles paralelos europeos; en algunos de ellos se advierte la influencia de Colbert; pero los intentos de establecer un mercantilismo que renovara la vitalidad del país tuvieron en Castilla mucho menos eco que en la Corona de Aragón. La aparición de los validos suscitó en su tiempo abun¬ dante literatura, no toda de sentido adverso, aunque cabe sospechar que los elogios y justificaciones más bien pro¬ vinieran del deseo de complacer al valido de turno que de íntima convicción. Para Maravall, «el valimiento es un re¬ medio suscitado en nuestra historia para suplir las deficien¬ cias orgánicas y personales de la Monarquía en un momento dado».* En efecto, la cosa aparece clara en la época de Car¬ los II; tenía que haber alguien que gobernase, ya que el rey no lo hacía. Pero es necesario intentar una tipología de los validos para no confundir bajo una misma denomi¬ nación al parasitismo vergonzoso de Lerma y a la actividad bien intencionada y en estrecha colaboración con el rey que desarrolló el Conde Duque. No fue ésta la única novedad de nuestro siglo xvii: ano¬ temos rápidamente, en el terreno institucional, los siguientes hechos: Las Cortes de Castilla, reducidas, como sabemos, a las delegaciones de un corto número de ciudades, siguen siendo reunidas con gran frecuencia; su tarea consistía en votar nuevos impuestos y, en contrapartida, dirigir peticiones que, tras la sanción real, se convertirían en leyes. Su descrédito llegó a ser tan grande que cuando, a la muerte de Felipe IV, dejaron de convocarse, no se produjo ninguna protesta. La función de los consejos también decayó, aunque no en tal medida. La falta de coordinación entre aquellos órga¬ nos demasiado especializados era una rémora para la buena marcha administrativa. Para remediarla se ampliaron las funciones de los secretarios del despacho, germen de los 5. Estado Moderno y mentalidad social, II, 455, Madrid, 1972, y F. Tomás y Valiente, Los Validos en la Monarquía española del siglo XVll, Madrid, 1963.

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futuros ministros, y se multiplicaron las Juntas para asun¬ tos especiales; en ellas entraban miembros de diversos con¬ sejos, secretarios reales y técnicos, incluyendo teólogos, pues casi todos los asuntos públicos tenían un aspecto moral que había que atender. Las Juntas fueron ya numerosas reinando Felipe II. El obispo Mauriño de Pazos, que fue presidente del Consejo de Castilla, en unas curiosas instruc¬ ciones que transmitió a su sucesor en el cargo se lamentó de las Juntas, que eran un obstáculo para la buena mar¬ cha de los consejos.* En el siglo xvii su número aumentó, y algunas se hicieron permanentes.’ Su edad de oro fue el gobierno del Conde Duque. Después, bajo Carlos II, la degra¬ dación general del sistema se manifestó también en este aspecto; no sólo perdieron atribuciones los consejos, sino que las juntas en las que se decidían las más importantes cuestiones eran reuniones privadas que solían estar forma¬ das por el ministro o favorito de turno, el confesor real y algunas hechuras suyas que tomaban decisiones verbalmente. La venta de cargos no fue una novedad absoluta de nues¬ tro siglo XVII; ya en el anterior se habían vendido hidalguías, cargos, tierras y señoríos. La novedad consistió en la exten¬ sión de este sistema, llamado a tener hondas repercusiones en la estratificación social castellana. Por supuesto, no se trataba de una invención española: era práctica generali¬ zada en todo Occidente, y hay que añadir que ni en sus mayores apuros los Habsburgos pusieron en venta los altos cargos militares y judiciales. No se formó en Castilla una noblesse de robe como en Francia, pero sí una clase media de funcionarios, la mayoría superfinos e incluso dañosos, que recargaron las nóminas de los cuerpos administrativos inferiores e invadieron, sobre todo, la administración mu nicipal.* La desenvoltura con la que la Corona nombraba cargos vitalicios y hereditarios en los municipios, es el me¬ jor exponente de la decadencia de la institución municipal. La venta de hidalguías tuvo poco éxito; la simple hidal6. «Copia de una carta que el obispo de Córdoba D. Antonio Mauriño de Pazos, Presidente que avia sido del Consejo, escrivió al Sr. Conde de Barajas a la entrada de su Presidencia al dicho Consejo», Ms. de la Biblio¬ teca Universitaria de Sevilla, 7. C. Espejo, Enumeración y atribuciones de algunas Juntas de la Ad¬ ministración española desde el siglo XVI hasta el año 1800.^ 8. Un resumen de la cuestión, por lo concerniente a España, lo he dado en mi artículo «La venta de cargos y oficios públicos en Castilla y sus con¬ secuencias económicas y sociales», Anuario de Historia Económica v Sociíd. t. III, J. H. Parry y F. Tomás y Valiente también trabajan sobre este tema, que aguarda una obra definitiva.

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guía, o sea el rango inferior de la nobleza, se cotizaba poco. Para destacar socialmente había que pertenecer, por lo me¬ nos, al rango de los caballeros y poseer un hábito de las Órdenes Militares. Su venta se hizo descarada y en propor¬ ciones masivas, y ésta fue una de las causas, quizá la prin¬ cipal, del enorme aumento de estas distinciones honoríficas, de tal manera que la Orden de Santiago, que tenía, en 1572, 221 caballeros, comprendía 1.459 en 1625, y este número si¬ guió aumentando rápidamente; en efecto, los 168 nombra¬ mientos del quinquenio 1616 1620 se convirtieron en 515 en el de 1621-1625, es decir, en los comienzos del reinado de Felipe IV, y el ritmo de aumento continuó, batiéndose el récord en 1641-1645 con 542. Después de la separación del Conde Duque bajaron las cifras, pero conservándose aún muy altas respecto a los reinados anteriores.’ La venta de títulos de Castilla siguió rumbos paralelos y alcanzó su mᬠximo en los últimos años del reinado de Carlos II. Como antes hemos dicho acerca de la venta de cargos, hay que repetir aquí que no se trataba de un fenómeno específica¬ mente castellano. Nunca se vendieron en Castilla títulos con tanta prodigalidad como en Inglaterra en los decenios que precedieron a la Guerra Civil, con las repercusiones que ha puesto de manifiesto Lawrence Stone. Lo que sí fue específicamente castellano, español, fue el problema de la limpieza de sangre, es decir, la exigencia de que para ocupar ciertos cargos hubiera de acreditarse no tener antecedentes familiares de mahometanos, judíos o pe¬ nados por la Inquisición. Muchas corporaciones exigieron este requisito a quienes deseaban ingresar en ellas. El Es¬ tado, en general, mostró repugnancia a exigir esta cualidad a sus servidores; repasando la legislación castellana no se encuentra ninguna disposición de tipo general que prohíba acceder a los cargos administrativos a los que fueren de sangre no limpia. Tampoco era preceptivo este requisito para los obispos, de nombramiento real, mientras que sí lo era en muchas iglesias catedrales para ser canónigos, beneficiados e incluso para cargos muy subalternos, contra¬ dicción que no dejaron de subrayar los enemigos de los estatutos de limpieza. Sin embargo, sobre este punto rigie ron costumbres y leyes no escritas bastante eficaces, como veremos a continuación. 9. L. P. Wright. «The Military Orders in xvi and xvii Centurv Spanish Society». Past and Present, n.» 43 (mayo 1969)

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La interferencia del requisito suplementario de limpieza produjo en la sociedad castellana (y, con menos fuerza, tam¬ bién en la de los otros países hispánicos) complicaciones desconocidas en el resto de Europa. Quienes, a su falta de nobleza, unían la de limpieza (caso de los moriscos) no te¬ nían prácticamente ninguna oportunidad de acceder a cargos administrativos. La gran masa de la población no noble {es¬ tado general o llano) proclamaba muy alto su limpieza de sangre, una especie de nobleza secundaria que facilitaba su ascenso social. Una buena parte de la alta nobleza estaba contaminada por uniones desiguales contraídas en la Edad Media, y aunque sus casos fueron tratados con complacencia, no dejaron de producirse incidentes penosos y rechazos de los que no solía quedar constancia escrita, pero cuya verda¬ dera causa se sospechaba y comentaba. La nobleza media y la burguesía fueron las más afectadas por esta situación peculiarísima. Hay muy pocos y muy parciales estudios sobre el reclu¬ tamiento del personal de la administración central del Es¬ tado según su procedencia social; por eso, las indicaciones que damos a continuación deben estimarse como meramente indicativas. Las fuentes, sin embargo, son abundantes; hay en nuestros archivos una multitud de relaciones de méritos y servicios que los pretendientes elevaban a los gobernantes para obtener cargos o recompensas; los militares alegaban sus hechos de armas; los civiles sus estudios universitarios, y no raramente se mezclan ambos tipos de servicios. Lo que para nosotros resulta más característico es que se ale¬ guen los servicios de sus ascendientes como un factor de peso decisivo que confería un verdadero derecho. Por eso no es raro encontrar en los memoriales frases de este tipo: D. X.X.... heredero de los servicios de su padre X.... de su abuelo X.... de su tío X.... (con expresión detallada de los mismos). Al no existir oposiciones, concursos ni ningún otro pro¬ cedimiento general y reglamentado para acceder a la alta burocracia, eran inevitables las importunidades de los pre¬ tendientes que invadían la Corte y asediaban a los conse¬ jeros, secretarios y privados. Los reyes fueron conscientes de lo que había de irregular en esta situación; más de una vez expresaron su deseo de ser informados por las autori¬ dades provinciales (en la práctica, los corregidores, y, a veces, personas eclesiásticas) de los sugetos hábiles para obtener empleos, con objeto de no depender sólo de los

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memoriales, parciales y poco objetivos, de los propios inte¬ resados. En la práctica, este problema fundamental no fue resuelto por el Antiguo Régimen, y los nombramientos si¬ guieron dependiendo de los tres factores que enumeró Furió Ceriol: los merecimientos, el favor y el poder.'" Era inevitable que, incluso los monarcas, como Felipe II, que quisieron atender, sobre todo, al primer factor, se deja ran influir por las personas que los rodeaban; que personas de valía quedaran postergadas mientras que los personajes más afortunados lograban convertirse en cabezas de verda¬ deras dinastías de altos funcionarios." Era, también, inevi¬ table que, al no poder materialmente el soberano controlar personalmente las aptitudes de tantos pretendientes, su se¬ lección quedara en la práctica limitada a muy pocas perso¬ nas: para los altos cargos eclesiásticos la influencia del con¬ fesor real solía ser decisiva; para los civiles, la Cámara de Castilla, emanación del consejo del mismo nombre. Podía suceder que la terna que presentaba fuera rechazada, pero lo habitual era que el rey aceptara el parecer de sus con¬ sejeros. El reclutamiento del alto personal partía de bases más democráticas en la Iglesia. Aunque la nobleza del preten¬ diente era un factor que se tenía muy en cuenta, encontra¬ mos en carreras eclesiásticas ascensiones fulminantes de hombres salidos de muy bajos estratos; tal, por ejemplo, aquel Martínez Silíceo, de humilde familia extremeña, que llegó a ser preceptor de Felipe II. arzobispo de Toledo e introductor en su cabildo del estatuto de limpieza de sangre, precisamente por odio hacia los altos dignatarios que lo despreciaban por su baja extracción. Otro ejemplo extraordi¬ nario, ya en el siglo xviii; D. Manuel Ventura Figueroa, hijo de un barbero del Hospital Real de Santiago, negociador 10. Su cita y otras concernientes al mismo asunto, en José García Mar¬ tín, La burocracia castellana bajo los Austrias, Sevilla, 1976, pp. 192 y ss. 11. Un ejemplo: Francisco Garnica de Soria fue contador mayor, un cargo de tipo medio, durante el reinado de Felipe II; su nieto. Francisco Garnica, fue consejero de Hacienda, caballero de Santiago, señor de Valdetorres y Silillos. Su hijo continuó con el cargo de consejero, obtuvo tam¬ bién el hábito de Santiago y, como aposentador mayor, tuvo un puesto cercano a Felipe IV'. En 1652 casó con una hija de los condes de Guaro. Ya en el reinado de Carlos II, su hijo Mateo Garnica y Chumacero es marqués de Valdetorres, emparenta con los marqueses de Naharros, obtiene una encomienda de Santiago, mucho más productiva que un simple habito, y la codiciadísima presidencia de Indias. Y sigue siendo, como sus antece¬ sores, miembro del Consejo de Hacienda. Un buen ejemplo de coniinuníad en el progreso.

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del Concordato de 1753 y presidente de Castilla. Tales casos son excepcionales pero significativos. La influencia de los eclesiásticos en la alta administra¬ ción fue más bien indirecta, a través de los confesores y predicadores reales y de los teólogos llamados a las juntas, sin que faltaran técnicos y expertos ocasionales, como aquel jesuíta, Hernando de Salazar, amigo del Conde Duque, in¬ ventor, entre otros recursos hacendísticos, del papel sellado. Los pareceres acerca de la conveniencia de introducir ecle¬ siásticos en los altos órganos de gobierno eran encontrados.'^ En un documento capital, el Gran Memorial dirigido a Fe¬ lipe IV por Olivares al comienzo de su privanza, dice de ellos: «Son buenos para visitadores, por hacerlos más libres su mayor independencia y comodidad. En las presidencias han probado bien algunos, particularmente en las chancillerías, donde casi se ha asentado que lo han de ser... y en la presidencia de Castilla también se han experimentado buenos efectos».'^ En conjunto, los eclesiásticos, excluidos de las Cortes desde 1538, carecían de un órgano colegiado de expresión, porque la Congregación de Iglesias de Castilla sólo se reunía para proveer a la recaudación de dos impuestos típicamente eclesiásticos: el Subsidio y el Excusado. Su in¬ fluencia sobre los actos del Gobierno era grande, pero indi¬ recta y difusa, a través de sus poderosos medios de acción y comunicación sobre las masas. Salvo excepciones, los eclesiásticos nunca estuvieron inte¬ grados en el funcionariado; algunos de ellos fueron desig¬ nados para las más altas magistraturas, por libre designación del monarca y sin seguir un previo cursas honorum. No hubo en el siglo xvii personajes eclesiásticos tan relevantes como en el anterior lo fueron los cardenales Cisneros, Quiroga. Espinosa y Granvela; fueron personajes mucho más grises los que ocuparon la presidencia de Castilla bajo los últimos Austrias: los Acebedo, el cardenal Trejo, los arzo¬ bispos Valdés e Ibáñez de la Riva y algunos otros de infe¬ rior categoría. Excepcionalmente, algunos fueron presidentes de otros consejos y virreyes de reinos no castellanos. Para acabar de formarse una idea de los servicios que el clero podía rendir al Gobierno, hay que agregar que la Inquisición estaba enteramente en manos del rey, y que, aunque aquel 12. García Martín, op. cit., pp. 173 y ss. 13. John H. Elliott ha publicado, en colaboración con José F. de la Peña, una edición crítica de este documento {Memoriales y carias Jel Conde [laque de Olivares, l, Madrid. 1978).

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tribunal fuese de índole eclesiástica y destinado a reprimir la herejía, podía ser utilizado eventualmente con fines polí¬ ticos, como ocurrió en los casos de Antonio Pérez, el protonotario Villanueva, íntimo de Olivares, que lo arrastró en su caída, y el padre Froilán Díaz, víctima de las turbias intrigas que promovió la sucesión de Carlos II. El estamento noble estaba considerado como el vivero de la alta administración: concurrían a esta creencia diver¬ sas corrientes: el prejuicio de que los nobles eran los más nobles, fieles e inteligentes servidores con que podía contar la Monarquía; la realidad de que su situación social y sus medios económicos les permitían una formación que la ma¬ yoría de los plebeyos no podían alcanzar; la repugnancia de los nobles a ponerse a las órdenes de quienes no tuvieran aquella calidad; la tradición de la nobleza como servicio, contrapartida de sus privilegios, el servicio militar ante todo, pero también de consejo, según tradición de remoto origen. De competidora, la nobleza se había convertido en aliada de la Corona, según el esquema europeo bien conocido; la alianza para mantener el orden establecido ya era visible en la monarquía del Renacimiento y se afianza en la del Ba¬ rroco ante la presión de una serie de hechos entre los que no habría que olvidar la proliferación de disturbios en los que se adivinaba, aunque no fuera claramente expresado, un inquietante trasfondo social. ¿Justifican estos hechos expresiones como las de refeudalización y reacción aristocrática que suelen aplicarse al siglo XVII? En el caso castellano habría que proceder con mucha cautela, porque algunos de los síntomas que suelen aducirse no tienen mucha fuerza probatoria; la multiplica¬ ción de caballeros de hábito y de títulos de Castilla no fue sentida como un refuerzo de la casta nobiliaria, sino todo lo contrario; la multiplicación de los honores y su origen inconfesable tendían al desprestigio del estamento entero. La venta de unos doscientos nuevos señoríos, con muy limi¬ tadas atribuciones, no significó un gran refuerzo para la institución señorial si consideramos que, al mismo tiempo y por las mismas razones (razones fiscales, naturalmente), a muchos grandes señores, sobre todo andaluces, les fueron reclamadas las alcabalas que venían tradicionalmente per¬ cibiendo sin título y que, en muchos casos, eran su más sustanciosa fuente de ingresos. Como tampoco cuadra con este punto de vista la explotación económica de que fue

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objeto la nobleza por medio de alistamiento de voluntarios, donativos, descuentos de juros y otros recursos extraordi¬ narios que a no pocos miembros de la nobleza alta y baja los llevaron al borde de la ruina; solamente al borde, porque la institución del mayorazgo, con sus patrimonios inaliena bles, los ponía a cubierto de la ruina completa. Para que hubiera habido en el siglo xvii una reacción aristocrática habría que demostrar que en el siglo anterior hubiese una política sistemática de depresión de la nobleza. Esa demostración hasta ahora no se ha hecho, aunque el gobierno muy personal de Felipe II, su alto concepto de la autoridad y la justicia y su desconfianza hacia algunos altos personajes produzcan a primera vista esa impresión; pero, examinando la nómina de altos cargos de aquel reinado, se observa que la proporción de los no nobles fue mínima. Bajo los últimos Austrias se produjo un progresivo eclipse de la autoridad real y un deterioro de la máquina adminis¬ trativa, de la que resultaron beneficiados los más fuertes: la alta nobleza, el alto clero, la alta burguesía. Bajo Carlos II el Consejo de Castilla no se atrevía, como en otros tiempos, a tratar con dureza a los nobles delincuentes, no sólo por solidaridad de clase, sino porque no se sentía respaldado. Para aclarar lo que haya de cierto en la supuesta reacción aristocrática sería de interés tener las listas de procedencias de los altos cargos; trabajo que apenas está iniciado.** Ante todo, hay que distinguir entre las misiones extraordinarias que el rey confiaba a miembros de la más alta nobleza y el funcionariado. Aquéllas se consideraban un derecho y un deber; lo mismo podían ser prebendas codiciadas, como el virreinato de Nápoles, que cargas onerosas. Recordemos la pesadumbre que causó al conde de Gondomar la orden de regresar a la embajada de Inglaterra o la dureza con que fue tratado D. Fadrique de Toledo, muerto en prisión por resistirse a tomar de nuevo el mando de la Armada del Océa¬ no (1634). Las embajadas, si eran para los grandes ocasión de lucimiento, también lo eran de enormes dispendios, y aunque se les concedían ayudas de costa, no bastaban, y tenían que gravar sus mayorazgos con pesadas deudas. Oli¬ vares creyó que ésta había sido una política deliberada de 14. Concretamente en cuanto a los consejeros, esperamos poder apro¬ vechar pronto el trabajo que prepara Mme. Fayard, de la Universidad de Dijon.

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Felipe II para arruinar a las grandes familias." Pero ésta era una suspicacia exagerada: los reyes echaron mano de los grandes para embajadas y altos cargos militares, no sólo porque podían suplir con su hacienda propia los cuan¬ tiosos gastos, sino porque, dentro de la mentalidad de la época, no se concebía que los cargos supremos no se conftaran a miembros de las más destacadas familias. En cam¬ bio, rara vez aceptaban puestos en los consejos, por parecerles demasiado burocráticos e interiores a su dignidad. Una excepción la constituía el Consejo de Estado, de com¬ posición eminentemente aristocrática. Conforme se ahondaba el foso entre los titulados y los simples hidalgos se delineaba más clara la diferencia entre el grupo de los grandes y el de los demás títulos, que, por su misma multiplicación y el mediocre origen de muchos, iban perdiendo categoría. La progresión en este sentido es evidente a lo largo del siglo, hasta llegar a provocar verda¬ deras crisis políticas: una huelga de grandes fue el golpe definitivo para la privanza de Olivares, y otra conjuración de grandes acabó con la privanza de D. Fernando de Valenzuela, favorito de D.^ Mariana de Austria. Desde entonces hasta el final de la dinastía el grupo de presión formado por los grandes resultó ser de una fuerza incontrastable. Los simples titulados (marqueses, condes) no desdeñaban los cargos de consejeros, por lo menos en aquellos consejos que, ya que no altos sueldos, proporcionaban influencia, como el de Indias, en el que, en 1671, entre trece consejeros había seis títulos de Castilla. Incluso en el de Hacienda había algunos, reclutados entre banqueros y asentistas que ha¬ bían conseguido un título y eran reputados como expertos. Se advierte cómo aumenta su número a lo largo del siglo, e incluso aparecen en algunos corregimientos y gobiernos militares, puestos considerados como subalternos. No es ex¬ traño que el cargo de asistente de Sevilla fuera desempe¬ ñado por un miembro de la alta nobleza, por la gran impor¬ tancia de aquella ciudad. Incluso puede comprenderse que el conde de Puertollano fuera designado gobernador de Cá15. «Los caminos de ahajallos de que usaba el señor rey don Felipe el segundo eran tales que sin poderse ellos quejar, sino antes quedar agrade¬ cidos, se conseguía el fruto, pues con las embajadas y con las jornadas honrosas venia a ponerlos en aquel estado*'. Fl Gran Memorial es ile Iti24. es decir, de comienzos de su privanza. Después, los ardides que Olivares atribuía (probablemente sin fundamento) a Felipe II él hvs usó con descaro y violencia, favoreciendo a sus amigos v deudos \ tratando de arruinar a sus enemigos, como en el citado caso de D. Fadrique de Toledo.

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diz en 1686. Pero sorprende ver nada menos que a un conde de Fernán Núñez desempeñando el corregimiento de Sanlúcar, y al marqués del Castillo el de León. Acaso la expli¬ cación esté en que en la segunda mitad de aquel siglo se unió al cargo de corregidor el de superintendente de rentas del partido, con lo que llegaron a ser puestos lucrativos. Sin embargo, lo normal era que un corregidor fuera un letra¬ do de origen burgués o un simple hidalgo, salido de una universidad secundaria; era una carrera mediocre y con escasas posibilidades de ascenso. El campo de acción de la nobleza no se agotaba con su presencia en los puestos de la administración central; en los municipios, gracias a la mitad de oficios,'” tenía una influen¬ cia desproporcionada a su número; en las ciudades preten¬ dían un monopolio que los burgueses (en parte de remoto origen judío) contrarrestaron, ya por medio de alianzas ma¬ trimoniales, ya aprovechando la oportunidad que les facili¬ taba la venta masiva de cargos hecha por los reyes. Una de las grandes ventajas de ingresar en el ayuntamiento era poder manipular los padrones en que se anotaban las listas de hidalgos y plebeyos. Cuántos de éstos pasaron de tal for¬ ma a ser hidalgos, es imposible calcularlo. El resultado final de este turbio proceso de fermentación social fue la forma¬ ción de oligarquías urbanas en las que, junto a nobles autén¬ ticos, había una multitud de ennoblecidos por los más varia¬ dos procedimientos. En las mayores ciudades incluso la alta nobleza se preciaba de tener cargos de regidor o alférez, aun¬ que rara vez asistieran a los cabildos y se hicieran repre¬ sentar por sustitutos; no era sólo una cuestión de prestigio, era también de interés, por la referida amplitud de las com¬ petencias municipales. En cuanto a las dieciocho ciudades de voto en Cortes, poseer un cargo de regidor equivalía a tener una oportunidad de ser designado procurador en Cor¬ tes, con las favorables perspectivas de medro individual que esto ofrecía. Esto significa que la exclusión del brazo noble a partir de 1538 no significó la ausencia de la nobleza de las Cortes; puede asegurarse que la práctica totalidad de los procura¬ dores pertenecían a la clase media nobiliaria: los caballeros. Y, naturalmente, defendieron en las Cortes sus intereses de clase, que eran también los de la media y alta burguesía 16. Con esta expresión se designaba la práctica habitual en los municipit's castellanos de repartir en dos mitades los cargos entre el estatio nc'ble y el general.

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con las que estaban estrechamente asociados. En este punto aparece clara la diferencia con los eclesiásticos, que ellos sí quedaron sin representación en aquellas asambleas, no poco influyentes por disminuidas y desacreditadas que estu vieran. Presencia, pues, general del estamento nobiliario en to¬ dos los grados de la administración estatal y local; predo¬ minio indiscutible de un grupo social que numéricamente sólo representaba la décima parte de la población total.’’ ¿Cuál era su ideal de gobierno? Un ideal de moderación dentro de su indiscutible primacía; un ideal de equilibrio entre los diversos estamentos bajo la vigilancia del monarca, árbitro imparcial; porque, de lo contrario, «unos, por altivos, pierden el respeto a las leyes y desprecian la obediencia; los otros, por abatidos, no la saben sustentar ni tienen te¬ mor a la infamia ni a la pena, y viene a ser una comunidad de señores y esclavos, pero sin respeto entre sí... y si bien es imposible dejar de haber este contraste en las repúblicas por la diferente calidad de las partes de que constan, con el mismo se sustentan si es regulado o se pierden si es dema¬ siado»." Palabras que, a tres siglos de distancia, concuerdan con las de un eminente hispanista temprana y recientemente desaparecido: «Aquella sociedad estaba dominada por la idea de que el Estado existe para mantener, en un orden y buena voluntad recíprocas, el predominio de los nobles, pero sin aplastar a los villanos»." Claro predominio, pues, de la nobleza en un Estado que, legalmente, le reservaba la mitad de los cargos municipales y, extralegalmente, por la fuerza de la costumbre y de la mentalidad común, la casi totalidad de los altos puestos de la Administración Central. Pero ya hemos mencionado la exis¬ tencia de un factor peculiarísimo que alteraba todas las relaciones sociales y afectaba en especial a la nobleza: la limpieza de sangre, a la que apenas se alude en la legislación general, pero que se tenía muy en cuenta a la hora de selec¬ cionar los cargos. Fernando el Católico no tuvo escrúpulos

17. Annie Molinié-Bertrand, «Les ‘'ttidalfios” dans le Royaume de t'astille á la ñn du xvi siéclc», Rcviir cir. cap. 6.”

circunstancia en favor de los hidalgos del País Administración de los Austrias; pero su menor confinarlos en tareas que exigían más fidelidad y cultura: caso de los secretarios reales.

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dominio de los colegios mayores. En el Gran Memorial expresa la opinión de que para proveer las plazas de ma¬ gistrado debería atenderse a la capacidad de los candidatos, «en quienes concurriendo otras grandes cualidades les falta este examen de limpieza»; pero no sólo no disminuyó el predominio de los colegiales en la alta burocracia sino que se reforzó con el decreto del 1623 que atribuía los nombra¬ mientos de catedráticos de Salamanca al Consejo de Castilla, nido y trinchera de los colegiales. No es que ellos preten¬ diesen la cátedra por sí misma: este cargo les parecía demasiado modesto para sus aspiraciones; pero en una hoja de servicios, en un memorial de méritos, no solía faltar el de haber ocupado una cátedra de Derecho en la universidad sal¬ mantina, y por eso la ocupaban durante unos años aunque les faltara la competencia necesaria. Los avances del grupo de presión formado por los cole¬ giales se traslucen a través de las tablas de Kagan; en las chancillerías ocuparon en el reinado de Felipe IV el 61 % de las plazas de oidores; en el Consejo de Castilla tuvieron el 68,5 y llegaron al 72,1 en el reinado de Carlos II. Aunque faltan investigaciones similares acerca de su papel bajo los primeros Borbones, puede conjeturarse que todavía aumentó más después de la reacción que, en la época de Felipe V, protagonizó Macanaz y que fue desbaratada por la interven¬ ción de la nueva reina Isabel Farnesio. Fortalecidos los co¬ legiales con su alianza con la Inquisición y los jesuítas (en el siglo XVII no faltaron fricciones entre estos grupos), llega¬ ron a tal poder, que se necesitó toda la autoridad y energía de Carlos III y sus ministros para deshacer aquel sólido núcleo de intereses que amenazaban formar un Estado den¬ tro del Estado. ¿Qué repercusiones tuvo en la administración el casi mo¬ nopolio que alcanzó la casta colegial? Si hubiéramos de creer a los panegiristas de los colegios mayores, como el marqués de Alventos, aquellos centros eran unos semilleros de varones eminentes, sapientísimos, integérrimos. En cam¬ bio, sus detractores los pintaron como nidos de corrupción, favoritismo e ignorancia. Ambos puntos de vista son exage¬ rados; de los colegios salieron muchos funcionarios incom¬ petentes, esto es seguro." También salieron algunos hom¬ bres probos, doctos y laboriosos. En conjunto, apenas puede 27. manca,

Véanse los documentos alegados por Sala Balust. Colegios de Sídii1623-1770. Valladolid. 1956, pp. 41 y ss.

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dudarse de que, aparte de la inmoralidad intrínseca de aquel sistema de provisión de cargos, su influencia en las esferas gubernativas fue nefasta por varias razones: Porque el tipo de formación que recibían, unido a sus prejuicios de casta, predisponía a los colegiales a un abso¬ luto inmovilismo político, social e intelectual. Porque contribuyeron a establecer el predominio de las Letras sobre las Armas en el sentido que entonces se daba a estas palabras, es decir, el predominio de los estudios jurí¬ dicos sobre la profesión militar, lo que fue una de las cau¬ sas de que la nobleza se apartara de la Milicia, viendo que en ella se obtenían tan pocas ventajas, mientras los hábitos de las Órdenes Militares se daban a personas civiles e inclu¬ so a mujeres y niños. Lo cual, para una Monarquía basada sobre una estructura militar, era nefasto y tenía que acarrear su derrumbamiento. Porque los colegiales no procedían de la alta nobleza, sino de la media, e incluso de la baja; en una consulta de la Cámara en 1625 se decía: «Lo más ordinario en las provi¬ siones de plazas es elegir V. M. colegiales, que salen con gran pobreza de sus colegios, y algunos no tienen para vestirse».^ Por ello miraban con respeto y hasta con temor a los miem¬ bros de las más altas casas, cuyos excesos no se atrevían a corregir. El dominio absoluto de los grandes en el reinado de Carlos II se vio así facilitado por la falta del contrapeso que hubiera podido ejercer un cuerpo de altos funcionarios con suflciente independencia. En lugar de ello se llegó a un reparto de funciones; los grandes se atribuyeron las deci¬ siones políticas fundamentales, mientras los colegiales aca¬ paraban la rutina administrativa. Por estas razones y otras que se podrían agregar es evi¬ dente que el casi monopolio otorgado a los colegiales ma¬ yores para la provisión de altos puestos en la Administra¬ ción debe considerarse como uno de los factores mayores de la crisis del siglo xvii en Castilla.

28. AHN. Consejos, 4.423, n.“ 252. Estas palabras hay que tomarlas cum grano salís, porque el objetivo de la consulta era que se les dispensara del pago de la mesada, un impuesto nuevamente establecido. De todas maneras, es un hecho que los nobles de primera magnitud no enviaban a sus hijos a los colegios, ya porque menos¬ preciaran la carrera administrativa, ya porque tuvieran la posibilidad de obtener los más fructuosos cargos directamente, por concesión regia (caso frecuente en los ricos obispados).

LA RUINA DE LA ALDEA CASTELLANA *

La despoblación de la Meseta es un tema que interesa por igual al historiador y al geógrafo, al sociólogo y al economis¬ ta; es uno de los fenómenos capitales de nuestra historia moderna, sobre el cual, por desgracia, no poseemos aún toda la información necesaria; por lo general, los que han tocado este punto se han limitado a glosar algunas fuentes impre¬ sas, especialmente el Censo de población de la Corona de Castilla en el siglo XVI, publicado por don Tomás González con datos del Archivo de Simancas, obra fundamental, pero que contiene bastantes aspectos de dudosa interpretación, y que en cuanto al siglo xvii sólo proporciona datos aislados que no merecen entera confianza. Que hechos de tal trascendencia permanezcan aún en la penumbra mientras se investiga con toda minucia la vida privada de soberanos, validos, caudillos militares y aun de personajes de poca monta, parece indicar que la loable la¬ boriosidad de eruditos profesionales y simples aficionados a curiosidades históricas no siempre halla el debido com¬ plemento en la tarea de síntesis que es la que en definitiva puede valorizar los datos dispersos encuadrándolos en un marco más general. Los estudios biográficos son preciosos porque proporcionan los elementos fundamentales, «la mate¬ ria prima, ya que en último análisis la Historia es una co¬ lección de hechos singulares»; una etapa posterior ha de ser la de construir conjuntos con estos elementos. Análisis exac¬ tos sin ulterior elaboración resultan incompletos, pero tienen un valor propio, mientras que generalizaciones atropelladas hechas sobre bases deleznables son estériles cuando no da¬ ñosas. Una cierta ponderación entre hechos individuales y de masas, entre factores materiales y espirituales, es condición indispensable para construir Historia en el más pleno sen•

Publicado en Revista Internacional de Sociología (1948), pp. 99-124.

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LA ALÜLA CVSTLLI.ANA

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Helo de esta palabia; «si se limita a lo individual, no es más que biogralia; si atiende solo a los aspeetos eoleetivos, entiamos de lleno en el campo de la Sociología»; pero el anᬠlisis sociológico se basa en realidades indiviuuaies, por doncie llegamos a la conclusión de que entre Historia v Socioloaía no hay oposición, ni siquiera límite preciso; es más bfen una dilerencia de método, en parle porque la Sociología puede valerse, para esclarecer ciertas cuestiones, de disci¬ plinas auxiliares que caen luera del ámbito histórico. Es lástima que historiadoies y sociólogos no permanezcan en más estiecho contacto, porque ambas ciencias se comple¬ mentan maravillosamente. El tema de que tratamos es una prueba de ello; los estudios demográficos son una rama im¬ portante de la Sociología y a la vez interesan profunda mente al historiador; pero ni éste se halla siempre al co¬ rriente de la producción sociológica ni el sociólogo se orienta con facilidad por la intrincada selva de la bibliografía histó¬ rica; de donde omisiones, repeticiones, pérdidas de tiempo, labor imperfecta, en suma. Aquí, como en tantos otros terrenos, se impone una racionalización del trabajo cien¬ tífico.

Entre lo mucho que se ha escrito sobre la decadencia de España bajo los Austrias nunca deja de hacerse referen¬ cia a la despoblación. Lo mismo los contemporáneos que los modernos han tenido la intuición de que constituye uno de los aspectos más tangibles y más decisivos del ocaso de un pueblo. Es innegable que España, y concretamente su región central, sufrió en el siglo xvii un descenso económico al que estuvo ligada, como causa o como efecto, una pér¬ dida de población; ahora bien, ¿fue esta despoblación abso¬ luta o sólo relativa? ¿Se trató de una verdadera pérdida de vidas humanas o de fenómenos migratorios que alteraron el equilibrio demográfico? Sus causas, ¿hay que buscarlas en la Geografía o en las circunstancias históricas? Preguntas a las que no estamos en condiciones de dar una contesta¬ ción decisiva; demasiados estudios previos son indispensa¬ bles. Las Relaciones topográficas sólo se han publicado frag¬ mentariamente; permanece inédito el ms. L. 1. 19 de El Es¬ corial, titulado Nomenclátor de algunos pueblos de España cotí los vecinos y rentas que pagaban. Años de 1552-54, cu¬ yos 509 folios contienen un tesoro de datos estadísticos re¬ ferentes a casi todos los pueblos de la Corona de Castilla;

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sólo una mínima parte, la reterente a los pueblos del obispaüo de Cuenca, ha sido publicada por el P. Zarco Cue¬ vas en apéndice a su edición de las Relaciones topográficas de dicho obispado. Mucha documentación inédita guardan los archivos generales, sobre todo el de Simancas, pues se¬ ría equivocado creei" que don Tomás González agotó este venero; he podido comprobar la ingente copia de datos es¬ tadísticos que encierra la casi inexplorada sección de «Ex¬ pedientes ele Hacienda», en los que se contienen multitud de padrones para el repartimiento de alcabalas, unos de ve¬ cindario sólo, otros también de bienes. También los archivos eclesiásticos contienen abundantísimo material para estudios demográficos, no solamente en los libros parroquiales de bautizos, defunciones y casamientos, sino en los padrones de vecindario que cada año debía hacer o rectificar el pᬠrroco para vigilar el cumplimiento del precepto pascual. No sólo se hallan inéditas casi todas las fuentes esencia¬ les, sino que las conocidas son de difícil interpretación por varias causas; los documentos oficiales casi siempre esta¬ ban redactados con miras fiscales, y ello, a más de hacernos sospechar una cuantiosa ocultación, nos priva de conocer el volumen de los exentos de tributación, que variaba mucho según los casos; en ocasiones tributaban todos, por ejem¬ plo, para los millones, otras veces sólo los pecheros, y la proporción de éstos con el total de la población variaba mucho según las regiones. Los documentos eclesiásticos son los más dignos de cré¬ dito, pero suelen estar expresados en almas de confesión, es decir, prescindiendo de los párvulos, y de aquí surgen dos motivos de incertidumbre; de un lado, desconocemos la «pirámide de edades» de aquella época y, por tanto, la re¬ lación entre el número de los párvulos y el del conjunto de la población, aunque no puede dudarse de que sería más elevada dicha proporción de lo que es hoy; de otro, la edad en que se iniciaba la práctica de la confesión era muy va¬ riable; por ejemplo, las Constituciones sinodales de Mondoñedo disponen que los párrocos lleven matrícula de los feli¬ greses, «y ninguno se deje de assentar de diez años para arriba» (título III, cap. II, Madrid, 1618); en cambio, las del obispado de Jaén ordenan que dicha matrícula com¬ prenda toda persona mayor de siete años (Constituciones svnodales del obispo de Jaén hechas... en el año de 1624, Baeza, 1626, título V, cap. II). Cuando la expresión vecino o fuego no denota una mera

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unidad impositiva, cuando equivale a familia, tampoco es seguro el coeficiente para convertirla en habitantes, y ésta es otra causa de inseguridad en las evaluaciones; algunos han pretendido que entonces la familia era mucho más prolífica y numerosa que hoy, por lo que debe adoptarse un coeficien¬ te superior a cinco; en un artículo publicado en la Revista de Trabajo (mayo 1944) demostré lo infundado de tal su¬ posición, y las razones allí aducidas podrían reforzarse con otras muchas; los autores contemporáneos se quejan unᬠnimes de que, por el exceso de clero y las malas condiciones económicas, la nupcialidad era escasa; aunque los matrimo¬ nios fuesen fecundos, la mortalidad infantil era tremenda¬ mente elevada. Tengo el convencimiento de que el coeficien¬ te cinco, aplicado a la familia de los siglos xvi-xviii, lejos de ser pequeño, peca por exceso; he aquí algunos datos con¬ cretos, entre los que he recogido en relación con este asun¬ to, que lo demuestran hasta la evidencia; León Pinelo refiere que cuando la expulsión de los mo¬ riscos salieron de Madrid 123 familias integradas por 389 personas y a pesar de que los moriscos tenían fama de ser muy prolíficos. {Anales de Madrid, p. 90; ed. de R. Martorell.) El censo de 1587, por obispados, inserto por don Tomás González, da para el Reino de Sevilla a la vez el número de vecinos y el del total de habitantes (sin clérigos); la re¬ lación entre ambos números es de 4,2, que a lo sumo subirá a 4.5 añadiendo el clero. En las Cortes de 1592 98 se hizo el siguiente cálculo; «Considerando que hay 1.175.000 casas en todo el Reyno, conforme a las averiguaciones que entonces (1591) había, y que a cuatro personas (subrayamos nosotros) por cada casa son 4.700.000 personas...» (Actas de las Cortes de Cas¬ tilla, XVI, p. 206.) Fray Alonso Fernández, que había consultado buenas fuentes, dice que las 136 poblaciones del obispado de Plascncia contenían 32.250 vecinos, «donde avrá mas de 140.000 almas», es decir, una relación de 1 a 4,3; y al decir «almas» no se refería sólo a los adultos, pues más adelante agrega; «Año 1622 tomaron la bula de la Santa Cruzada en este Obis¬ pado 94.530 personas». (Historia y Anales de la ciudad y Obispado de Plasencia, cap. V.) En el siglo xviil, en el que las condiciones demográficas eran iguales o tal vez más favorables que en el anterior, abundan extraordinariamente los datos que confirman nues¬ tro aserto; para no alargar demasiado esta digresión, nos

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limitaremos a consignar que, según Asso, la natalidad en Zaragoza no excedía de la modesta cifra de 28 por mil (His~ toria de la Economía política de Aragón, cap. III) y que en las relaciones enviadas por los párrocos a don Tomás López, utilizadas en nuestro trabajo «El Reino de Sevilla en el siglo XVIII», se consignan las siguientes cifras: Marchena, 3.000 vecinos, 9.000 almas de comunión; Coronil, 689 y 1.825 (más 286 párvulos); Arahal, 1.626 vecinos, 7.000 habitantes; Alájar, 480 y 1.800; Alanís, 460 y 1.500. Basándome en esto, creo que las estimaciones corrientes sobre la antigua población de España no pecan por defecto, y que nunca llegó a los diez millones hasta la segunda mitad del siglo xviii; concretamente, en cuanto a la población de Castilla en el siglo xvii creo que la cifra que más se aproxima a la realidad es la que consigna un Memorial que presentó a las Cortes en 1623 don Fernando de Toledo, maestre de campo y embajador de Venecia, con objeto de establecer un impuesto equitativo universal; para ello consultó los li¬ bros de la Tesorería de las Bulas y halló que las tomaban cuatro millones de personas en números redondos; y como algunos creyesen este número demasiado alto, respondió que había sacado la cuenta con todo esmero y que tal mé¬ todo es más seguro que el de contar por vecinos, «porauv si se diese a cada vecino una persona más o menos serian 700.000 personas de yerro, y al infinito número de gente en los lugares de comercio y fábrica sin vecindad». {Cortes, 1. 39, pp. 141. 150 y 226.) Añadiendo los párvulos y los que no sacaban bula (que eran muy pocos!, tenemos que la pobla cion de la Corona de Castilla en dicha fecha era sólo de seis millones de habitantes, y la de toda España, de siete y m.cdiu.

Las someras consideraciones que preceden no tienen más ohicto que mostrar la complejidad del problema y la nece¬ sidad de estudios monográficos previos para llegar a su re¬ solución. A esta finalidad va encaminado el presente estudio, que más bien debe considerarse como apuntes o esbozo de otro más amplio. .No me ocupo de la despoblación de Castilla (especialmente de la Meseta) en general, sino de la de sit'; más pequeñas entidades; lugares v aldeas. Es la deeatlencia de ciertas ciudades que se hicieron famosas por su aclix idad industrial y comercial, como Sexilln, Toledo. Segovia, Bur¬ gos, .Medina del Campo, lo que más ha llamado la atención de los historiadores modernos; pero los contemporáneos

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insistieron sobre todo en el éxodo rural, en el abandono de los cultivos y de los lugares de pequeña población, con la intuición muy justa de que aquí estaba la clave, la máxima gravedad del mal, como no podía menos de ser en un país eminentemente rural. La tremenda presión que la carga de la política exterior de los Austrias hizo gravitar sobre Cas¬ tilla afecto mucho más profundamente a las pequeñas enti¬ dades que a las ciudades y villas de mediano tamaño; otras causas puramente internas aumentaron su indefensión y su miseria: desgobierno local, e.xacciones tributarias, vejaciones militares... No poseemos un estudio sobre la aldea castellana como el que Babeau consagró a la francesa, pero si se reali¬ zara veríamos que las condiciones lueron aquí muy distintas que al otro lado de los Pirineos. El Antiguo Régimen no supo hacer habitable la aldea, y esto (y no sólo las circunstancias geográficas que suelen inxocarse) determinó una creciente concentración de la población hasta llegar, en ciertos casos extremos, a esos campos manchegos o andaluces en los que pueblos de muchos miles de habitantes se hallan separados por quince o veinte kilómetros de desierto. Mi tesis es que, más que pérdida de población en Ca.stilla, lo que hubo en el curso del siglo xvii fue una redistri¬ bución de población, que favoreció a los pueblos grandes, a las comarcas menos castigadas, a las regiones privileniadas, a costa de las aldeas y lugares más expuestos a todos los excesos del Poder; sin duda que, como toda tesis expuesta en forma general, resulta demasiado esquemática y compor¬ ta numerosas excepciones, mas ello no quita que en sus líneas fundamentales sea exacta. Es éste un problema socio¬ lógico, en el sentido de que a su resolución deben contribuir la Historia, la Geografía y la Ciencia Económica. Mi apor¬ tación se reduce a alegar los testimonios que me han pare¬ cido más pertinentes acerca de la despoblación de las aldeas y sus causas, utilizando diversas fuentes manuscritas e im¬ presas, particularmente las Actas de las Cortes de Castilla, ingente publicación de la que no se ha sacado todo el pro¬ vecho que se debiera por su misma mole, que arredra al in¬ vestigador; debiera haberse hecho una selección eliminando los muchos desarrollos superfluos que contiene.

El rasgo más acusado de la Geografía Humana de Espa¬ ña es el contraste entre la población concentrada de la Ibe¬ ria seca y la muy dispersa de la húmeda; entre los polos

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extremos de esta constelación, la diferencia es brutal: cua¬ renta y dos municipios tan sólo en la provincia de Cádiz, con pocos o ningún agregado; ¡treinta mil! entidades de población en Galicia, y en ciertas comarcas vascongadas la dispersión es aún mayor. Entre ambas zonas se extiende otra intermedia de anchura variable y con islotes, en la cual predomina la aldea de cien a mil habitantes, como sucede en Burgos y la Alcarria. Largo tiempo han buscado los geó¬ grafos la explicación de estos diversos tipos de agrupación en los factores naturales, principalmente en el clima: en las regiones húmedas, con abundancia de fuentes y cursos de agua, la población se hallaría dispersa, mientras que en las secas debería concentrarse en torno a los puntos donde se encuentra el líquido vital; también el relieve influiría, favore¬ ciendo la aglomeración en las llanuras y la diseminación en las montañas. Recientemente se ha reaccionado con vigor contra este determinismo demasiado simplista, poniendo de relieve el papel que corresponde al sentimiento de sociabi¬ lidad, a la necesidad de seguridad, al régimen de propiedad y a otros factores humanos y, en definitiva, históricos. En España sería pueril negar la influencia que el relieve y el clima ejercen sobre los tipos de agrupación humana, mas no por ello debe subestimarse la influencia de los fac¬ tores históricos; el Sur y el Este, más tarde el Centro, se hallaron muy pronto incluidos en el radio de acción de las culturas mediterráneas, eminentemente urbanas; el régimen de ciudad estado, con sus perpetuas luchas, sembró de acró¬ polis nuestro suelo, al par que las tempranas relaciones co¬ merciales fomentaban el auge del urbanismo; luego, los lati¬ fundios, la sujeción política y social del campo, consolida¬ ron el triunfo de la ciudad. Entre las tribus nórdicas, apenas romanizadas, faltaban estos supuestos; allí las ciudades fue¬ ron creaciones efímeras del vencedor para asegurar su domi¬ nio, que en su mayoría desaparecieron con él. Así, la dife¬ rencia Norte-Sur se nos aparece como un hecho primario desde los comienzos de nuestra Historia. Sin embargo, yo quisiera destacar que la concentración excesiva de la población castellana y andaluza es un hecho reciente, agravado desde el siglo xvi. Sólo podemos indicar los grandes rasgos de este proceso. En la época romana, junto a las ciudades existieron millares de villas, cada una de las cuales era una unidad económico demográfica; éste es un hecho que las excavaciones arqueológicas en el Valle del Guadalquivir han puesto fuera de duda; basta ojear, por

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ejemplo, las publicaciones de don Jorge Bonsor para com¬ probar cuánto más densa y más racional era aquella pobla¬ ción agrícola que la que hoy existe en aquellas campiñas; en vez de pueblos enormes, que no son otra cosa que mercados de jornaleros, explotaciones provistas de personal perma¬ nente. Tal sistema parece haber persistido en esencia después de la conquista visigoda y aun de la árabe; las villas cam¬ biaron de dueños y se llamaron alquerías, pero siguieron siendo el rasgo fundamental de la estructura social. Su nú¬ mero era ingente; nada menos que tres mil recibieron (o recuperaron) los descendientes de Witiza como premio a su traición, según reñere uno de ellos, el cordobés Benalcotia, en su crónica (Ed. Ribera, p. 3). Edrisi reñere que Sevilla tenía jurisdicción sobre ocho mil lugares, y si este dato pa¬ rece exagerado, los Repartimientos de Sevilla y Carmona conñrman la impresión de una población rural bastante di¬ seminada, señalando inñnidad de lugares hoy desaparecidos. Una situación análoga nos atestigua Benaljatib respecto a Granada y Córdoba al decirnos que el territorio de la pri¬ mera estaba lleno de inñnidad de alquerías, de las que sólo unas cincuenta tenían mimbares, mientras los tenían todas las de Córdoba, lo que indica que aquí los núcleos humanos eran mayores. (Cit. por Seco de Lucena, La ciudad de Granada.) La transformación del dominio en aldea, que en casi toda Europa occidental se operó sin solución de continuidad, se vio perturbada en España por la Reconquista, el hecho más decisivo de nuestra historia. Mientras en la Meseta septen¬ trional la repoblación se hizo a base de aldeas y pueblos pequeños (no por imperativo de ningún determinismo geográñco, sino por modalidades jurídicas peculiares), en la Me¬ seta Sur y en Andalucía desaparecieron muchas pequeñas entidades, no tanto por el sistema de latifundios, que allí no eran ninguna novedad, como por el estado crónico de inseguridad que azotaba la campiña abierta. La tendencia a la concentración persistió hasta el ñn de la Edad Media, como lo demuestra el gran número de despoblados que ya había al comenzar la Moderna, si bien es cierto que no todos proceden de abandono de lugares habitados; en muchos casos se trata de simples cambios de emplazamiento en busca de un sitio más cómodo, más salubre o más seguro. Ep la Edad Moderna, las causas que desde hacía siglos venían minando la existencia de los pequeños grupos rura-

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les se intensificaron, y otras nuevas surgieron, en relación con la nueva coyuntura política interna y exterior. Enume¬ remos tas más decisivas.

Levas de soldados

Las crecientes necesidades militares de la Monarquía obligaron a intensificar el reclutamiento, ya voluntario, ya forzoso. Los daños y molestias de todas clases que estas tropas indisciplinadas causaban en los lugares de ruta y alojamientos eran incontables, y pesaban especialmente en los lugares de corto vecindario, carentes de fuerza para re¬ chazar atropellos que en poblaciones importantes no eran consentidos. Las requisas forzosas, el embargo de medios de transporte, en muchos casos la rapiña y la violencia desca¬ radas hicieron poco deseable la vecindad de los lugares si¬ tuados a lo largo de los caminos más transitados por los soldados, y en primer término el más importante de todos, el que de Madrid conducía a Sevilla y Cádiz; a pesar de la importancia comercial de esta vía, que parece hecha para atraer la población a sus bordes, tuvo que ser repoblada en tiempos de Carlos III, porque, a excepción de ciertas ciudades y grandes pueblos muy distanciados, era un verda¬ dero desierto. «De Madrid a Sevilla no hay más que terre¬ nos incultos», escribió un viajero francés anónimo de me¬ diados del XVII, citado por Foulché Delbosc (Estudios in memoriam de A. Bonilla, II, pp. 285-300). No silenciaron los escritores el gran daño que los pobres labradores recibían de la desenfrenada soldadesca: como poco conocidos, citaré unos párrafos de un Memorial sobre los daños de las levas y alojamientos y modo de evitarlos de Fernando Vallejo (cua¬ tro folios, sin año, pero de la primera mitad del xvii; Biblio¬ teca Universitaria Central de Granada, Varios, Colección Montenegro, 4-H-83-35): «El tiempo que dura la leva, la ciudad y sus comarcas padecen los mismos daños que si se hallaran poseídas de enemigos. No ay vida ni hazienda segura: porque los cami¬ nos son cuadrillas de robadores públicos, las calles de capea¬ dores... Los lugares pequeños son tratados como lo pudie¬ ran ser del Olandés; no ay insulto que no cometan, pudiéranse referir muchos que por no infamar a esta nación se callan. »E1 alojamiento de una sola noche de una compañía

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ele duscicntos hombres cuesta al lugar donde entra más de cien ducados... cuando dura un mes, el lugar de mayor po¬ blación y más rico queda perdido, muchos vezinos dexan sus casas y haziendas, otros pierden sus mujeres e hijas, otros sus muías y bagages y casi todos sus haziendas en lo que gastan en sustentarlos; pagan a peso de oro el eseusar el alojamiento de una noche, y el de algunos días dexa los Concejos empeñados para siempre.» Cosas aún más terribles se dicen en un «Memorial del Presidente de la Audiencia de Valladolid al Consejo sobre los estragos que hacen unas compañías de soldados en Tie¬ rra de Campos y Salamanca» (Codoin, VC, pp. 791-793). Entre otras cosas denuncia que los soldados y las mujeres que los acompañaban exigían raciones dobladas y dinero, robaban, maltrataban y violaban hasta que las aldeas entregaban al capitán una cantidad para que se los llevara a otro sitio. Aun¬ que estos casos extremos puedan considerarse excepciona les, el mal era lo bastante general para que las Cortes ele¬ varan al Monarca un Memorial solicitando remedio a estos abusos, después de oír al procurador por Sevilla don Mar¬ tín de Jáuregui, quien dijo que «una de las causas más prin¬ cipales de estar tan acabados los lugares de la tierra y pro¬ vincia de Sevilla es la vejación y molestias que reciben con el alojamiento que en ellos hacen las compañías de los ga¬ leones de la guardia de las Indias». (Cortes de 1609, t. XXV, pp. 121 y 131.) Sería de gran utilidad que estas indicaciones generales se completasen con investigaciones concretas acerca del des¬ censo de población en las corriarcas afectadas por el trán¬ sito y embarque de tropas. Se trata, claro está, de circuns¬ tancias normales, y no de tiempos de guerra, en los que eran aún peores. Consta que durante las hostilidades de Portugal las poblaciones de la frontera extremeña sufrieron mucho por los excesos de nuestros propios soldados, y ya es sabido cómo la exasperación de los campesinos provocó la suble¬ vación de Cataluña.

Exacciones tributarias

Acerca de este punto la literatura es tan abundante que es un v'erdadero lugar común decir que los tributos exce¬ sivos, y en particular el de millones, arruinaron la población agrícola. Nos limitaremos a concretar que dichos daños.

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aunque generales, castigaron más duramente los lugares de corto vecindario por una serie de razones obvias: menores posibilidades de defensa contra los desafueros de los recau¬ dadores, contra los ricos y poderosos, que recurrían a todos los medios para conseguir exenciones, contra las injusticias de la ciudad o villa cabeza de partido, que' para aligerar su carga, agravaba la de las aldeas. Para evitar los desafue¬ ros de los recaudadores, la mayoría de las poblaciones se encabezaron, esto es, concertaron a un tanto alzado el im¬ porte de los millones (o alcabalas) que debían pagar, recau¬ dándolos por su propia cuenta; esta solución satisfactoria contenía sin embargo un germen de peligro: como todos los vecinos eran responsables in solidum del importe del en¬ cabezamiento, cuando por cualquier causa se iniciaba la emigración la situación de los restantes se agravaba en tales términos que podía terminar con una desbandada general. Grande era la tentación de hacer frente a las contribuciones enajenando los bienes de propios y comqnes, alivio momen¬ táneo que a la larga empeoraba aún más la situación de los lugares. Por eso, hacia 1621 escribía Belluga de Moneada: «La principal consistencia de conservar la vecindad en los luga¬ res es la relevación de los tributos... puédolo asegurar de infinitos lugares acrescentados y otra mayor infinidad destruydos por esta misma ragon en Andalucía y Castilla la Vieja.» (Simancas, Patronato Real, 15-11, memorial ms. sin título.) Álvarez Osorio es de los que con más vivos colores pintaron las consecuencias del exceso de fiscalidad en los pequeños núcleos rurales: «Los recaudadores —dice— se van entrando por las casas de los pobres labradores y demás vecinos, y con mucha cuenta y razón les quitan el poco di¬ nero que tienen; y a los que no tienen les sacan prendas, y donde no las hallan les quitan las pobres camas en que duer¬ men... Los saqueos referidos van continuando, obligando a los más vecinos de los lugares a que se vayan huyendo de sus casas, dejando baldías sus haciendas de campo, y los cobradores no tienen lástima de todas estas miserias y aso¬ laciones, como si entraran en lugares de enemigos. Las casas que hallan vacías, si hay quien se las compre, las venden, y cuando no pueden venderlas las quitan los teja¬ dos y venden la teja y madera por cualquier dinero. Con esta destrucción general no han quedado en pie en los lugares la tercera parte de las casas y se han muerto de necesidad gran multitud de personas.» (Cit. por Juderías, España en

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tiempos de Carlos II, pp. 121-122.) Quejas análogas son fre¬ cuentes en los escritores del xvii; en los del xviil las tintas se suavizan mucho.

Absentismo

Motivo de decadencia económica y despoblación para el agro era (y por desgracia sigue siéndolo) la emigración de los ricos propietarios, que abandonando sus mansiones so¬ lariegas consumían sus rentas en otras ciudades o en la Corte. Este factor ha sido debidamente valorizado por el señor Viñas Mey en El problema de la tierra en España de los siglos XVI y XVII (cap. I). Verdad es que no sólo afec¬ taba a las pequeñas poblaciones, sino a las medianas y aun a las grandes, como lo demuestran las quejas de Toledo con¬ tra aquellos de sus vecinos que la habían abandonado para establecerse en Madrid y sus inverosímiles intentos de que fueran restituidos a ella a viva fuerza. Por ello, nos limita¬ mos a recordar unos párrafos del abate Gándara, cuyos Apuntes sobre el bien y el mal de España fueron escritos en tiempo de Carlos III, pero sus afirmaciones valen a fortiori para el siglo anterior. Según él, la emigración de los nobles a la Corte es a la vez causa y efecto de la ruina de los lugares: «A la verdad, no hay aliciente que los detenga en sus países. Las casas por tierra, las tierras incultas o mal cultivadas, los labradores por puertas, las artes sin uso, las fábricas muertas, el comercio en la agonía, las industrias sepultadas, las gentes desnudas, los exactores sacando y ven¬ diendo mantas, calderos y arados, la alegría enlutada y men¬ digos que se cruzan; todos objetos tristes que los empujan hacia la Corte... »Con sus ausencias menguan sus estados, decaen sus ma¬ yorazgos, van a menos sus haciendas, crecen los empeños y las deudas, salen de las provincias los productos que ha¬ bían de consumirse allí para regarlas y fertilizarlas; se aumenta la ruina de los edificios, va a más la destrucción de los pueblos, y la necesidad crece por días.» Y termina: «Los lugares están ya hechos un cadáver.» Sin embargo, mu¬ chos de los peores excesos que azotaron la aldea castellana habían ya desaparecido. (Se publicaron los Apuntes de Gán¬ dara en el Almacén de frutos literarios, t. I, Villanueva y Geltrú, 1813; los párrafos citados están en las pp. 104-106.)

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Opresión de los i.ikiares vecinos y de las villas CABEZAS DE PARTIDO «He tocado también —escribía Moya Torres-— gravísimas tiranías y estafas en las aldeas y villas sujetas a ciudades y villas capitales de ellas tratando a aquellos vasallos, que se han de juzgar libres, y no siervos, como a tales, pues hasta el más mínimo alguacil de la capital continuamente los es¬ tafa.» (Manifiesto Universal..., p. 108.) En estas palabras del tan notable como poco conocido memorialista se resume un cúmulo tan grande de humilla¬ ciones y extorsiones de toda índole que no dudo en afirmar que pueden considerarse como la causa principal de la dis minución y aun de la total despoblación de muchas aldeas; sometidas a la arbitrariedad de la cabeza del municipio en materia de policía, ordenanzas rurales, justicia, impuestos y tantas otras materias que entonces competían a la muy extensa y autónoma administración municipal, se hallaban prácticamente sin defensa, porque la apelación al poder cen¬ tral era empresa tan lenta, costosa y aleatoria que pocas veces se resolvían a acometerla. En ciertos casos (que es de creer serian excepcionales) una conducta tiránica tenía los más deplorables efectos en los pequeños núcleos rurales; por ejemplo, es notorio que el miserable estado de los juidanos es, en buena parte, una herencia de los abusos juri.sdiccionales de La Alberca; acerca del odio de las aldeas del término de Teruel a esta ciudad, manifestado en sangrien¬ tos episodios, pueden leerse curiosos detalles en «El Tribu¬ nal del Santo Oficio en Aragón», de A. Floriano (BAH, t. 86). Sin llegar a tales extremos, las noticias de vejaciones y desa¬ fueros perpetrados por las autoridades concejiles son dema¬ siado frecuentes para que puedan tomarse por excepciones; no como caso aislado, sino como sintomático, debe leerse la petición del lugar de Villamanta a las Cortes de 1625 para que lo eximiesen de la jurisdicción de Casarrubios del Monte y lo hiciesen villa, «por las vejaciones y molestias que cada día recibe el dicho lugar, llevando la justicia ordinaria dél presa por muy leves ocasiones, y a los vecinos particulares haciéndoles costas y denunciaciones sólo a fin del aprove chamiento de los oficiales de la dicha villa, lo cual es causa de que se haya despoblado el dicho lugar, pues de trescientos vecinos que tenía sólo han quedado ciento sesenta, porque muchos dellos, por no ver a sus hijos molestados... los casan fuera de la jurisdicción de la dicha villa, y siendo el dicho

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lugar muy abundante... por la despoblación dél están la mayor parte de los campos desiertos y sin lavores...» (C'ortes, XLIII, p. 190.) Mucha y cruda luz arroja sobre la triste situación de las aldeas un Memorial que la Iglesia de Plasencia dirigió al Consejo de Castilla en 1664 sobre el mal gobierno de aquella ciudad. Entre otras cosas, dice que, teniendo sólo quinientos vecinos seglares, hay cincuenta regidores, muchos emparen¬ tados entre sí, no pocos que han tomado el oficio en arren¬ damiento, y todos confabulados para sacar el máximo posi¬ ble del cargo. Cuando se les dio comisión para hacer leva de gente para la guerra de Portugal se desparramaron como langostas por los lugares, dejando tranquilos a los que tenían medios para sobornarlos, y sólo enviaron al Ejército a los que carecían de bienes que entregar. Denuncia también que mediante ciertos arbitrios compró Plasencia unos lugares, pero al solo efecto de granjearse con ellos los regidores, ha¬ ciéndose nombrar justicias y sacando dinero a sus habitan¬ tes. (AHN, Consejos, legajo 7.174, n.° 84.) Se comprende que la posesión de un extenso término fuera un buen negocio para la villa, y en especial para los caciques y tiranuelos locales; así, cuando el atrabiliario arzo¬ bispo Siliceo quiso castigar a Alcalá de Henares, con la que estaba en malas relaciones, no discurrió nada mejor que emancipar la mayoría de sus aldeas (Portilla, Historia de Compluto; V. Lafuente, Historia de las Universidades, II, p. 116). Cuando en el transcurso del siglo xvi se hizo general el anhelo de emancipación, las villas y ciudades resistieron con todas sus fuerzas, utilizando sobre todo como instru¬ mento a las Cortes, que, dicho sea de paso, y en contra de una opinión muy esparcida, salvo raras ocasiones no obra¬ ron como representantes del sentir nacional, sino de estre¬ chos sindicatos de intereses. No hay petición que repitan con más insistencia que ésta; en las de Madrid, 1563, piden (cap. XVI) que puedan los pueblos recobrar los lugares exi¬ midos pagando lo que éstos dieron por su exención; las de Madrid, 1566, se quejan (cap. XXXII) de «que los pue¬ blos exemtados, aunque lo sean con condición de que no se altere la comunidad de pastos, no lo cumplen». Vuelven a pedir las de 1570 que no se emancipen los lugares (cap. XXIV) y las de 1573 (petición 15) y las de 1576, etc., sin de¬ sanimarse por el ambiguo «mandaremos mirar» y otras fór¬ mulas dilatorias que prodigaba Felipe II; incansables con¬ tinuaron las Cortes su oposición a las justísimas demandas

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de los pueblos en pro de la igualdad jurídica y la autono¬ mía administrativa durante los reinados siguientes. Por for¬ tuna, su propio interés egoísta estaba en pugna con el de la Real Hacienda, que obtenía pingües derechos de la con¬ cesión de villazgos; por lo regular, se tasaba a razón de siete a nueve mil maravedises por vecino; pero si era un pueblo importante y rico podía entablarse entre él y su ca¬ beza una puja sensacional; quizá ningún pleito de esta clase fue tan famoso como el de Bujalance con Córdoba a fines del siglo xvi; el primero ofreció cuarenta mil ducados por su exención y Córdoba cincuenta mil para que continuara bajo su jurisdicción. (El valor adquisitivo de cincuenta mil ducados en aquella fecha equivalía por lo menos al de un millón de pesetas oro.) En 1592, Talavera de la Reina ofre¬ ció 180.000 ducados para que no se eximieran 50 lugares de su jurisdicción. {Cortes, XII, p. 140.)' Aunque atenuadas las causas que lo produjeron, el movi¬ miento emancipatorio continuó hasta fines del siglo xviii; to¬ davía en 1784 Lupión, aldea de Baeza, pidió su emancipa¬ ción, alegando tener alcabalatorio y dezmatorio, fructuoso término, cárcel, parroquia, pósito, etc., y que Baeza lo tira¬ nizaba en el nombramiento de autoridades, confiriendo los cargos de Alcaldes de Campo y de Hermandad a los depen¬ dientes y criados de los Veinticuatros, etc. Se abrió expe¬ diente, y en 1795 Carlos IV lo emancipó, previo pago de 7.500 maravedises por cada uno de sus 82 vecinos, poniendo horca y picota como emblema de jurisdicción. {Don Lope de Sosa, 1916, pp. 74-75.) Naturalmente, las ciudades poderosas e influyentes resis¬ tieron mejor la presión de los lugares y mantuvieron su ju¬ risdicción sobre extensos territorios; así se explican los enor¬ mes términos municipales que poseen varias del sur de España, como Córdoba (1.240 km^) y Jerez, que en esta materia posee un record, con más de 130.000 hectáreas; en estos amplísimos términos, donde se conservan numerosos vestigios de antiguos núcleos de población rural, apenas existe hoy un corto número de viviendas diseminadas; el contraste entre la apiñada población del centro urbano y la solitud de sus fértiles campiñas es tan impresionante como desfavorable en sus consecuencias económico-sociales; no hay que hacer responsable de él a la Naturaleza, sino al hom¬ bre, y en su mano está reparar el daño mediante una inteli¬ gente labor de colonización y redistribución de la población rural. Y, aunque sea incidentalmente, no podemos omitir la

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mención de don Fermín Caballero por la clarividente expo¬ sición que de este problema hizo en su Fomento de la po¬ blación rural. No se crea que con obtener administración municipal P^opis se resolvían los problemas de los pueblos pequeños; para satisfacer los gastos que esta concesión requería empe¬ ñaban sus bienes, contraían deudas gravosas para todos los vecinos, en provecho a veces de unos pocos que sólo querían eliminar a los caciques de la villa para ponerse en su lugar; éste es un reproche que se halla repetido en papeles y en las Actas de las Cortes; aunque el testimonio sea interesado, no parece haber carecido de fundamento. El curioso «Memorial» de Juan de Bedoya (impreso en Madrid, 1597) así lo recono¬ ce, pero añade que los lugareños prefieren que sean sus convecinos quienes los extorsionen mejor que las autorida¬ des de la ciudad. Por otra parte, en aquel tiempo, en que' la fuerza pública era rudimentaria en las ciudades y casi inexistente en los campos, las incesantes disputas entre lu¬ gares vecinos a propósito de límites, pastos, aguas, aprove¬ chamientos de montes, etc., solían dirimirse a estacazo lim¬ pio (véase, p. e., Cerdán de Tallada, Verdadero Gobierno desta Monarchia..., 1581, cap. VI), y aquellos de muy corto vecindario salían, como es lógico, mal parados.

El caso de Redueña El análisis de un caso concreto ilustrará mejor lo que acabamos de decir. Redueña es hoy un minúsculo municipio de la provincia de Madrid, a pocos kilómetros de Torrelaguna. Las vicisitudes que atravesó están sintetizadas en el expediente abierto con motivo de su venta a don Baltasar Gilimón de la Mota (Biblioteca Nacional, ms. 6.734, folios 366-382). De los documentos insertos resulta que dicho lu¬ gar, que pertenecía a la Mitra de Toledo, fue uno de los mu¬ chos que Felipe II secularizó en aquella desamortización a que le obligó su crónica falta de pecunio; fue vendido pri¬ mero al príncipe de Salemo, luego pasó por otras varias manos, hasta que en 1579 el pueblo compró su jurisdicción criminal, rentas jurisdiccionales y demás derechos pertinentes a una villa exenta, para lo cual tuvo que contraer deudas que con el tiempo, acumulándose atrasos e intereses, resul¬ taron harto gravosas para sus reducidas posibilidades; por ello, y por «los malos tratamientos que los vecinos de la

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dicha villa an recibido de los lugares comarcanos —expresa¬ ban al Rey en 1627—, se a ydo despoblando de manera que siendo assi que tenía más de ochenta vecinos quando se tanteó y los más dellos caudalosos, al presente no tiene más de veinte personas pobres que no pueden llevar las cargas del concejo ni de los tributos y otras cosas que se les re¬ parten...», por lo cual, «en concejo avierto llamado y junto a campana tañida», los vecinos acordaron «venderse a señor que pague lo que deven y los defienda y ampare a ellos y su término y los aprobechamientos dellos», como así lo hicie¬ ron a dicho Gilimón de la Mota, presidente del Consejo de Hacienda, por 3.200 ducados, que se invertirían, parte en pagar las deudas de la villa y el resto en comprar bienes comunales. De especial interés es el párrafo en que los vecinos es¬ pecifican «que atento que el henderse esta villa a sido y es por el grande aprieto y necesidad con que se alia respeto de los dichos censos y sus corridos y de las grandes bexaciones y molestias que le an hecho y hazen cada día los vecinos de las villas de Torrelaguna, Uzeda y Buytrago con quien confinan sus términos... en sus pastos, viñas y panes y término bedado sin que los vecinos de la dicha villa hayan podido remediar[lo| por su poca vezindad, y que de dos años a esta parte por dos veces que an yntentado defender que no se les hagan los dichos daños se an resistido al jus¬ ticia de la dicha villa vezinos de las arriba referidos tratán¬ dolos mal así de obra como de palabra, yriendo al Alcalde Hordinario que salió a defenderlo sin haverlo podido reme¬ diar por haver salido los vezinos de Torrelaguna con esco¬ petas y otras armas y sobre casso pensado y diciendoles muchas palabras feas y afrentosas y que los an de destruir y hechar de la villa y alzarse con ella y otras cossa dignas de remedio, es condición expressa que el Señor ni sus he¬ rederos... no la ha de poder vender ni enajenar... a ninguna de las dichas villas ni a ningún vecino dellas, ni a otros nin¬ gún lugar que estuviese tres leguas en contorno». Tenemos aquí bien delineado el caso de una pequeña co¬ munidad rural que abdica voluntariamente su autonomía y se entrega a un señor que sea capaz de garantizar su segu¬ ridad frente a vecinos rapaces. Hoy, una tal situación sería inconcebible; entonces, no, por la insuficiencia de los órga¬ nos grubernativos que hubiesen debido asegurar la libertad, el orden y la igualdad a todos los vasallos de la Corona: lo que traía como consecuencia que, a pesar de las reconocidas

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desventajas del régimen señorial, muchos lo prefirieran al de lealengo, extremo este que podríamos documentar abundan¬ temente SI no temiéramos apartarnos demasiado del objetivo que nos hemos propuesto. Sólo mencionaremos un caso que recuerda mucho al de Redueña: en 1624 las Cortes accedie¬ ron a la petición del lugar de Arguijuela, jurisdicción de Ménda, para venderse a un particular, «por estar cercada de cuatro lugares de señorío, que como más poderosos le consurñen, talan y cortan y comen sus pastos; y que las vezes que a tratado de su remedio no lo ha hallado en los pesqui¬ sidores que ha llevado, y después vuelven a ser más grave¬ mente molestados de los culpados, sobre que ha ávido muer¬ tes y heridos, y últimamente, de más de 250 vecinos que tenía no ha treinta años oy tiene 29, y esos tan pobres y desampa rados que abrán de dejar el lugar con beneficio de los dueños de sus censos, que tomarán posesión de sus propios, y tam¬ bién de los lugares vecinos de señorío... adonde pasarán los pocos vecinos que quedan a ser amparados, como hasta ago¬ ra lo han hecho más de ciento cincuenta...» {Cortes, XLII, p. 94.) Poco después, con ocasión de votarse la venta de veinte mil vasallos para subvenir a las necesidades de la guerra, el procurador de Salamanca don Antonio Carvajal protestó con palabras reveladoras; entre otras cosas, dijo que «se reconocen las villas de señores particulares en estos Reynos más sobrellevadas que los lugares de jurisdicción realenga, y ansí útil les viene a los vasallos de que se eximan villas. Deste mismo discurso... se reconoce el gran daño del Reyno en que se vendan jurisdicciones, pues el augmento sólo se conoce en las villas; éste no les ha venido porque la naturaleza les dé más abundantes frutos, sino porque cargas suyas las sacuden en los lugares realengos adonde el soldado no tiene defensa a su exceso y el tributo no tiene quien pro¬ cure minorarlo... como lo tiene toda villa que es de algún particular, que como de ordinario tiene poder se vale dél para que si la compañía de soldados avía de alojarse en su villa se pase al lugar, y si se le devían repartir para sus de¬ rramas cuatro no se les reparten sino dos, y cargue lo res¬ tante a los lugares, y como quiera que siempre se procura en las villas augmentar la vecindad, sea siquiera de la mala calidad que se ymagine, allí con seguridad se acoje y defiende al foragido y delincuente, de donde sale a hacer sus ynsultos y se impide el castigo, ni los de la villa le tienen de los agra¬ vios que hacen a los lugares vecinos, pues la genfe miserable del los no consigue justicia ante los Señores de las villas, y se

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hallan ymposibilitados de pedirla en los tribunales supe¬ riores, a cuya causa, y por estas exemptiones, todo lo que se augmentan estas villas viene a ser quanto se disminuyen los lugares.» {Cortes, XLIII, pp. 126 y ss. Véase también XXIII, p. 175, corroborando lo que se dice en El problema de la 'tierra..., de don Carmelo Viñas, apéndice l.“, p. 222; todo el documento que allí se transcribe es de importancia para estudiar las causas de la despoblación rural.) Por cierto que aquella venta de 20.000 vasallos se hizo en condiciones tales que, aunque se conformasen con los usos de la época, producen la más penosa impresión; en los asien tos que se hicieron en 1625 con los italianos Octavio Centu¬ rión, Carlos Strata y Vicencio Squarzafigo, y en 1626 con Balvi y Justiniano, aquellos pobres vasallos fueron evalua¬ dos como las reses: los de la derecha del Tajo se estimaron a razón de quince mil maravedises por cabeza; los de la iz¬ quierda, a dieciséis mil. Los lugares de menos de 100 vecinos podrían venderse por habitantes o por extensión, calculando los de la derecha del Tajo, o sea los de la Chancillería de Valladolid, a 5.600 ducados la legua cuadrada, y los de la izquier¬ da, correspondientes a la de Granada, a 6.400. (Vadillo, Discur¬ sos económico-políticos..., p, 303.) Es posible que mejoraran de condición pasando a manos de señores particulares, pero ello no es una disculpa, sino una condenación indirecta de aquel régimen.

Los

DESPOBLADOS

Nos hemos referido a ciertas causas de despoblación de la aldea castellana (que además sufría otras muchas que afectaban por igual a grandes y pequeñas poblaciones: deca¬ dencia general de la Monarquía, venta de bienes y cargos concejiles, exceso de clero, atracción de las Indias, etc.). Es¬ tas causas pueden resumirse en una sola palabra: indefen sión; el lugarejo, la aldea, el caserío, estaba indefenso ante el exactor implacable, ante el soldado brutal, ante el vecino poderoso; por eso, como en la Edad Media feudal, y por las mismas razones que entonces, encontraba muchas veces ven¬ tajoso entregarse a un señor; con tal de conseguir la segu¬ ridad, renunciaba de buen grado a su problemática libertad, hecho que rara vez o nunca se produjo en poblaciones de gran vecindario. Las citas que hemos transcrito demuestran que los contemporáneos no ignoraron ni las causas ni la

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gravedad de este fenómeno; alegaremos una más, y bien elo¬ cuente: en un «Memorial sobre el acrecentamiento de la labranza y crianza», dirigido por las Cortes a Felipe III, des¬ pués de expresar que «lo que principalmente ha causado disminución en la labranza es la falta tan notable que hay de gente en estos Reynos, pues se ven muchos lugares des¬ poblados, y a los que no lo están del todo les falta casi la mitad de los vecinos», y enumerar algunas de las causas de esta despoblación, encontramos el siguiente párrafo: «Y como casi en todas las ciudades y villas principales no se pagan los pechos ni todos los géneros de servicios por los vecinos en particular, porque unas son francas y otras lo tienen comprado, y otras lo pagan de bienes del Concejo en sisas, ni se alojan en ellas soldados ni hombres de armas, todos huyen de las aldeas, a donde no sólo paga cada uno lo que debe de su hacienda, pero sobre ello es molestado, y se le hacen muchas costas, y padecen lo que adelante se dirá con los soldados»; a continuación se extiende en los daños de los alojamientos, levas, requisas, etc. {Cortes, XV, p. 752.) Todo el Memorial es^el mayor interés para conocer la si¬ tuación de la población rural, pero las palabras copiadas son las que más directamente se refieren a nuestro tema. Repasando los volúmenes de las Actas de las Cortes de Castilla se observa que la despoblación era ya muy sensi¬ ble en pleno siglo xvi, cuando Haebler y otros suponían que se había llegado al ápice demográfico; en las de 1579 se dice que «no hay ciudad de las principales de estos reynos ni lugar ninguno de donde no falte notable vezindad, como se echa bien de ver en la muchedumbre de casas que están cerradas y despobladas, y en la baxa que han dado los pre cios de los arrendamientos...» (tomo V, p. 524). Sin embar¬ go, es cierto que al comenzar el siglo xvii la situación parece haber empeorado súbitamente; junto a los testimonios de Navarrete, Cabrera, González Dávila, etc., puede colocarse la petición 44 de las Cortes de 1604, elocuente en su laconismo: «Castilla está tan despoblada cuanto se echa de ver en las aldeas della, donde hay tanta falta de gente que infinitos lugares de cien casas se han reducido a menos de diez, y otros a ninguna.» (XXVII, p. 450. Un cálculo, que debe aco¬ gerse con reservas, sobre la progresiva disminución de la población castellana se halla en el t. 38, «Papel impreso que el Sr. Presidente...», cap. III.) En efecto, el campesino castellano, aunque miserable por otros conceptos, tenía libertad personal; ningún impedimen-

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to jurídico le vedaba moverse libremente, al contrario de lo que acontecía en otros países de Europa, donde la condi¬ ción de los villanos era una servidumbre confinante con la esclavitud. Cuando la vida en la aldea se le hacía imposible, se alistaba en los tercios, marchaba a las Indias o, sencilla¬ mente, se iba a la corte, a la ciudad más próxima o a una villa de señorío; los huecos dejados por la expulsión de los moriscos también atrajeron a muchos labradores castella¬ nos. En el transcurso de la decimoséptima centuria bastan¬ tes poblaciones de nutrido vecindario se incrementaron a ex¬ pensas de las aldeas; no me refiero sólo a Madrid, Sevilla y otras grandes ciudades; aglomeraciones mucho más mo¬ destas fueron también focos de atracción local, como Alcalá de Henares, de la que decía Portilla: «...es el refugio y asilo de todos los lugares de su tierra, y donde se acojen todos aquellos labradores cuyos caudales descaecen». (Historia de Compluto, I, p. 270). Entre tanto, las Cortes tenían que con¬ ceder rebajas de millones a muchas aldeas castellanas redu¬ cidas a la mitad y a la tercera parte de su vecindario, como Catón (Valladolid), que en pocos años bajó de 170 vecinos a 19; Villamuriel, de 70 a 4, etc. Villalazo, de la provincia de Palencia-Toro, expuso que, reducida a trece vecinos, tuvo que vender las campanas y empeñar los vasos sagrados para pagar los impuestos. (XXIX, p. 381. Una larga relación de aldeas a quienes se tuvo que acordar remisión o disminución por tales circunstancias, en XXX, pp. 59-81, 104-108, 129-132, 281, 295 y ss.) Los «despoblados» eran ya numerosos en la Edad Media; el Itinerario de Hernando Colón y las Relaciones topográfi¬ cas citan muchos; las causas del abandono de estos lugares eran de diversa índole: guerra, peste, atracción de comar¬ cas más favorecidas, etc. Muchas veces se trataba sólo de un cambio de emplazamiento porque el primitivo estaba mal elegido en lo referente a salubridad, aguas o cualquiera otra circunstancia; numerosos fueron los pueblos fundados en lo alto de un cerro que más tarde, buscando la comodidad, ba¬ jaron al llano, y sólo quedó en la altura una ermita como resto de la primitiva población. Ciertos despoblados fueron la consecuencia de sinecismos, como Serradilla de Plasencia, formada por la unión de varias alquerías hoy desapare¬ cidas; otros, por el contrario, de una especie de desintegra¬ ción espontánea, caso muy raro, pero del que puede citarse un notable ejemplo: Tejada, la importante ciudad mediexal situada a mitad de camino entre Sevilla y Huelva, cuyos

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habitantes la abandonaron repartiéndose entre varios pueblecitos del Aljarafe. En el siglo xvii el número de despoblados aumentó en grandes proporciones, sobre todo en las dos Castillas y An¬ dalucía occidental; muchos se convirtieron en palacios, cotos y haciendas particulares; la parroquia, no pocas veces anti¬ gua y artísticamente notable, permaneció enhiesta entre las desmoronadas viviendas. No siempre el abandono fue total; entre los 31 despoblados que mencionan las estadísticas de la Única Contribución en el Reino de Sevilla los hay con doce vecinos (Quema) y con dieciséis (Heliche), pero lo corriente era de uno a cuatro. El conservadurismo administrativo del Antiguo Régimen no admitía fácilmente la desaparición de¬ finitiva de una entidad; en todas las relaciones, los despobla¬ dos figuraban como una categoría más, después de las ciu¬ dades, villas y aldeas; la villa despoblada seguía teniendo una personalidad, pasaba al último rango sin que ello equi¬ valiera a la desaparición. Aunque su término se incorporase al de la villa más próxima, no se confundía con él, por lo menos al principio; formaba dentro de él una unidad, un coto redondo. La administración eclesiástica, más conservadora aún y más reacia a admitir la prescripción contra los derechos históricos, como puede comprobarse por la distribución de las sedes episcopales, mantuvo los despoblados como uni¬ dades de percepción de diezmos con el nombre de limita¬ ciones, por lo menos en Andalucía, que es donde hallo docu¬ mentada esta palabra: «Por cuanto en este Obispado —dicen las Constituciones sinodales de Jaén—, ay cuadrillas y limita¬ ciones... ordenamos que todo el diezmo que se uviere en las dichas... venga a ellas por entero» (libro IV, tít. III, cap. XXXII). Las Constituciones sinodales de Córdoba las definen así: «Las limitaciones despobladas de este Obispado, que hoy se llaman mitaciones, son términos decimales que un tiempo fueron poblaciones y tuvieron iglesia...» (Constituciones sino¬ dales, hechas... por... D. Francisco de Alarcón, Córdoba, 1789, p. 277.) En dicho volumen hay una lista de dichas limitacio¬ nes; por si algún erudito cordobés tiene la curiosidad de identificar estas antiguas poblaciones, voy a transcribirlas: Arcedianato de Córdoba: Villarrubia, La Parrilla, Villar de Menga, Mezquitiel, Loeches, Castro Gonzalo, Paterna, He¬ rreras, Caragoza, Al-Haro, Villaverde, Leonís, Mariximeno, Pradana, Arroyuelos, Alcabo, Palomarejos, Teba, Puente Guadajoz, Picacho, Moratilla.

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Arcedianato de Castro: Torre AlJjaen, Guadalmazán de Córdoba, Guadalmazán de Guadalcázar, Caños de Modín, Cañaveral, Membrilla, Culebrilla, Gurrumiel, Gallarín {op. ctí., pág. 274). Limitación se transformó en imitación, y por ultimo en mitación, término que ha dejado rastros en nuestra topo¬ nimia (por ejemplo, Bollullos de la Mitadón). No carecería de interés un estudio de conjunto acerca de los despoblados; los materiales son abundantes, pues, aparte de la documentación estadística inédita en nuestros archivos, las historias locales dan cuenta de un número cre¬ cidísimo de ellos; de los de Aragón trata Asso en el capítu¬ lo III de su tan conocida obra; Altadill se ha ocupado de los de Navarra, aunque está muy lejos de haber agotado el tema (Bo/. Com. Monum. Navarra, 1922). Abundantes detalles de los de Ciudad Real da Inocente Hervás en su Diccionario, y de los de Málaga, García de la Leña (seud.) en las Conver¬ saciones históricas malagueñas. Los de Extremadura pueden investigarse con ayuda del Aparato de Barrantes; que allí la población estaba antes mucho más dispersa que hoy resulta de los historiadores locales, como Díaz Pérez, Historia de Talavera, p. 50, y. Matías Ramón Martínez, El libro de Jerez de los Caballeros; este último escribe: «Si de la población pasamos al término, tenemos noticias que acusan la existen¬ cia de una población rural prodigiosa», y cita algunas de estas aldeas y alquerías desaparecidas (cap. VIII). Estos ejemplos, escogidos un poco al azar, pueden dar una idea de la riqueza de datos que acerca de este aspecto de nuestra historia social hay desperdigados.

El abandono de tantos pequeños lugares no dejó de in¬ quietar al Gobierno de los Austrias, aunque sus proyectos rara vez pasaron de la categoría de tales. Una de las mandas del testamento de Olivajres dispone la creación de un Monte de Piedad en Sevilla para poblar lugares despoblados. (G. Marañón, El Conde-Duque, p. 167.) Ignoro si esta curiosa iniciativa recibió un comienzo de aplicación siquiera, pero es evidente que no se podía combatir con medidas de esa clase un mal que tenía raíces tan hondas. Ya en el reinado de Carlos II, el auto acordado de 14 de junio de 1678 ordena a los corregidores que informen acerca de los despoblados que haya en su jurisdicción y medios de repoblarlos: al parecer, fue el inspirador de esta medida Miguel Díaz de Noriega, cuya

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Representación política estudia don Carmelo Viñas en su documentada obra', pero añadiendo que «nada debió resol¬ verse en deñnitiva» {El problema de la tierra..., p. 139). Hasta el reinado de Carlos III no se emprendió la repo¬ blación del agro castellano, aunque limitada a ciertas zonas en donde e! éxodo rural había sido particularmente sensible, como la de Ciudad Rodrigo, en la cual había 130 despoblados de un total de 190 entidades (Ministerio del Trabajo, Los Reyes y la Colonización interior de España, 1929, Apéndice). Una circular de 8 de enero de 1772 dirigida a los Ministros de la Sala Primera de Gobierno del Consejo les intima a res¬ ponder en su punto décimo «Si hay algunos despoblados que pudieran recibir nuevo vecindario: quáles son, quién los disfruta y su calidad» (BN, ms. 13.297, folios 5-8; el libro VII, título XXII, de la Novísima Recopilación contiene otras interesantes disposiciones). La colonización de Sierra Mo¬ rena, iniciada en 1767, no fue propiamente repoblación, sino fundación de nuevas poblaciones. En esta materia, los efectos de la acción directa del po¬ der habían de ser forzosamente muy limitados; fueron más bien los efectos indirectos de la nueva política nacional e in¬ ternacional, aliviando el intolerable peso de los sacriñcios de oro y sangre, los que determinaron una notable mejoría en la situación económica de España. Pero no fue Castilla la que se aprovechó de esta nueva situación, dado que la Me¬ seta seguía obrando como un polo de repulsión, en beneñcio de las comarcas del litoral mediterráneo, sobre todo desde la desaparición o atenuación de la piratería berberisca, mientras las del litoral cantábrico prosperaban también por impulso propio, limitando el éxodo hacia el sur; aquí inter¬ venían factores especiales cuyo examen no puede hacerse a la ligera; por eso no hemos hecho referencia en las ante¬ riores páginas a la población de las provincias nórdicas, que conservó su carácter disperso gracias a una evolución pecu¬ liar. En la Edad Contemporánea, ciertas partes del centro de España (la Mancha, por ejemplo) han experimentado un no¬ table impulso demográñco, mientras otras permanecen esta¬ cionarias o incluso retroceden, siguiendo la corriente gene ral que se observa en casi todos tos países, y que desde la generalización de los medios de transporte tiende a vaciar las comarcas más pobres en favor de las más ricas, con arre¬ glo a lo que H. del Villar llamó ley de la atracción del óptimo; así es como, por ejemplo, en Inglaterra, las Tierras Altas de Escocia no han cesado de despoblarse mientras el conjunto

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del país aumentaba de modo vertiginoso su población; es lo que se observa en nuestras provincias de Teruel, Soria, AT mería, etc. No hay en este fenómeno nada de inquietante, sino un producto de la tendencia a alcanzar un nivel de existencia más elevado. Tampoco, dicho sea de paso, debemos inquietarnos (con¬ tra lo que he leído recientemente) porque la mayoría de la población de España se aglomere en la periferia; ello no es sino un fenómeno perfectamente normal y corriente, pro¬ ducto de factores naturales que sería vano querer contra¬ rrestar. Si en el siglo xvi la Meseta pesaba más en el conjun¬ to de España no es porque estuviese más habitada que hoy, sino porque las costas lo estaban menos. Para refutar la afirmación de que tal situación supone .una debilidad na¬ cional, basta mirar lo que sucede en los principales Estados del mundo. En Alemania, las mayores densidades están en los bordes, sobre todo en Renania; en Inglaterra, Japón, Ita lia y Escandinavia, casi toda la población está en las costas, en contraste con la soledad de los espinazos orográficos interiores; en Francia, el Macizo Central tiene densidades mínimas; las mayores están en la región de París y hacia la frontera belga; en Norteamérica, la mitad del efectivo huma¬ no está condensado entre el Atlántico y los Grandes Lagos. Para terminar, diremos que en los últimos tiempos se advierte una cierta tendencia a reaccionar contra la aglo¬ meración excesiva; reviven viejas aldeas, se crean nuevos lugares y caseríos, y si el número de ayuntamientos permane¬ ce estacionario, crece continuamente el de las pequeñas en¬ tidades anejas. La Desamortización, junto a los muchos males que causó, tuvo por lo menos la virtud de desconges¬ tionar un poco los grandes lugarones agrícolas, creando, en lugares alejados del término, fincas, cortijos, con un personal de explotación estable; es como una resurrección de las an¬ tiquísimas villas romanas, que algún fundamento geográfico perenne deben tener cuando dan pruebas de tanta vitalidad. El hecho ha sido demostrado para Andalucía occidental por Niemeyer apoyado en una documentación minuciosa. Los recientes trabajos del Instituto Nacional de Colonización se orientan en el mismo sentido, y es de esperar que, dentro de un plazo que sin duda habrá de ser muy largo, se llegue a una distribución más racional de la población agrícola de España y a que a esa humilde pero indispensable célula del gran cuerpo nacional que es la aldea se le insufle una vida renovada.

VENTAS Y EXENCIONES DE LUGARES DURANTE EL REINADO DE FELIPE IV*

En estos últimos años se viene dedicando bastante aten¬ ción por los investigadores al fenómeno de la formación tar¬ día de señoríos, lo que Noel Salomón llama, con discutible exactitud, reacción señorial o neofeudalismo.' M. Torres Ló¬ pez, al manifestar, en una notable monografía, su sorpresa ante el hallazgo de una carta puebla que reproducía, en pleno siglo XVI, los elementos típicos de este género de do¬ cumentos, que solían creerse propios y exclusivos del Me¬ dievo, escribía: «Está por hacer la historia de nuestro régimen señorial desde los Reyes Católicos hasta la desapa¬ rición de los señoríos jurisdiccionales en el siglo xix».^ Hoy no puede ya hacerse añrmación tan rotunda, pues, aparte de monografías tan estimables como la del citado señor Torres López sobre el señorío de Benamejí, y la de Palomeque sobre el de Valdepusa,’ han aparecido algunos trabajos de índole general; entre ellos ha de contarse, en primer lu¬ gar, la extensa obra de Guilarte, que, si bien enfocada más hacia el aspecto jurídico que el propiamente histórico de la institución, contiene puntos de vista generales y documen¬ tación de valor inestimable/ A continuación mencionaremos el extenso artículo de Salvador de Moxó,’ anticipación de un estudio más amplio. Tanto Guilarte como Moxó se re¬ fieren más al siglo xvi que al xvii,* en cambio, en el capítulo Publicado en Anuario de Historia de! Derecho Español (1964). pp. 16.’'207.

1.

La campagne de Nouvelte Caslille á la fin du XVI siécle daprés les

topográficas». París, 1964. . „ 2. «El origen del señorío solariego de Benameji y su carta puebla de 1549», Bol. Univ. Granada (1932). 3. «El señorío de Valdepusa ». ANDE (1946). 4. El régimen señorial en el siglo XVI. Madrid, 1962. dcl regi* 5. «Los señoríos. En torno a una para el estudio 5. «LOS señoríos, lumu a uim problemática ... men señorial». Hispania. nps 94-95. Anteriormente había publicado Imorpo Tildón df señoríos q Iü Coronüf Valladolid, 1959. tRelaciones

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que dediqué al «Ocaso del régimen señorial» atendí más bien a las circunstancias reinantes con posterioridad al 1700.‘ Esta enumeración no sería completa si omitiésemos el nombre del señor Lasso de la Vega, marqués de Saltillo, que consultó una enorme documentación sobre los nuevos se¬ ñoríos; por desgracia, no sacó de ella todo el partido posible a causa de la orientación exclusivamente biográñco-genealógica de sus trabajos.’ Queda, pues, a pesar de todo, mucho terreno virgen que explorar en este campo; mi propósito es contribuir a su conocimiento con algunas aportaciones referentes al reinado de Felipe IV, que es cuando más intensidad alcanzó el fenó¬ meno. También querría poner de manifiesto que la consti¬ tución de señoríos fue sólo un aspecto de un hecho más general que alteró el status jurídico de muchos municipios castellanos; a él pertenecen también las exenciones de luga¬ res de las villas o ciudades de quienes dependían; las autoventas de lugares constituyen otra manifestación muy sin¬ gular y poco conocida de las mismas circunstancias econó¬ mico-sociales.

La creación de nuevos señoríos bajo los tres PRIMEROS AUSTRIAS

Sólo a modó de antecedente, diremos unas palabras acer¬ ca de esta cuestión. La diferencia esencial que hay en este punto entre el siglo xvi y el xvii, es que en el primero los reyes vendieron lugares eclesiásticos, y en el segundo sólo enajenaron los de realengo. Carlos I y Felipe II, monarcas piísimos, fueron también los primeros monarcas desamortizadores, aunque, eso sí, de pleno acuerdo con los pontí¬ fices, que concedieron las bulas autorizando la venta de nu¬ merosos lugares de obispados, monasterios y Órdenes Mi¬ litares. Hay numerosos datos sobre estas operaciones en los trabajos generales citados anteriormente y en un artículo de S. de Moxó.' Agréguese, para el reinado del emperador, la obra fundamental de don Ramón Garande,’ y para las ena6. A. Domínguez Ortiz, La Sociedad española en el siglo XVlll, Ma¬ drid, 1955. 7. Historia nobiliaria española, t. I. Madrid, 1950. 8. «Las desamortizaciones eclesiásticas del siglo XVI», AHDE, XXX (1961). 9. Carlos V y sus banqueros, especialmente II, pp. 412 y ss. (1.» ed ).

VENTAS Y EXENCIONES DE LUGARES

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jenaciones efectuadas bajo Felipe II, la reciente obra de don Modesto Ulloa v un artículo de don Nicolás López Mar¬ tínez." De esta época datan señoríos de importancia; algunos (pocos) adquiridos por la vieja nobleza; por ejemplo, Pastrana; la mayoría, por la alta burocracia; don Francisco de los Cobos, Eraso, Garnica..., o por comerciantes y banqueros extranjeros: Negrón, Centurión. No poseemos la lista com¬ pleta de las enajenaciones efectuadas; incluso hay discre¬ pancias fundamentales, pues mientras Guilarte dice que Fe¬ lipe II, en su lecho de muerte, reconoció haber rebasado los 40.000 ducados de renta que contenía la autorización con¬ cedida en 1574 por Gregorio XIII," hay testimonios feha¬ cientes de que al comenzar el reinado de su sucesor quedaba aún mucho que vender." Abona este supuesto el que la bula de Clemente VIII en 1604 sobre restitución de los bienes eclesiásticos no menciona un exceso de ventas; sólo aduce que Felipe II, en su lecho de muerte, sintió escrúpulos de que la bula que alcanzó de Gregorio XIII fuera obrepticia y que sus frutos no se hubieran destinado al ñn convenido, por lo que encargó a su hijo la restitución." Felipe III entabló una larga negociación en Roma para cumplir la voluntad paterna con el menor quebranto posible para la Hacienda; en un principio, la Curia se había hecho excesivas ilusiones, basándose en la piedad del joven rey; el cardenal Aldobrandini encargaba al nuncio Ginnasio ges¬ tionase la devolución ordenada por Felipe II, pero el nuncio le comunicó que no había propósito de restituir, puesto que el duque de Lerma acababa de comprar Valdemoro, que había sido de la Iglesia de Toledo, a su primitivo comprador, 10. La Hacienda Real de Castilla en el reinado de Felipe II, Roma, 1963. 11. «La desamortización de bienes eclesiásticos en 1574», Hispania, n.® 86. 12. Op. cit., p. 309. 13. En 1600 certificaba un contador real que de los 40.000 ducados con¬ cedidos a Felipe II sobre bienes eclesiásticos quedaba aún mucho sin em¬ plear (Arch. Embajada Esp. cerca de la S. Sede, leg. 93). El mismo año, en consulta de 7 de octubre, decía el presidente de la Cámara de Castilla al rey: «Sr. — Envío a V. M. la consulta de todo lo que se ha tratado en las ocho Juntas que ha habido largas sobre lo de volver a las Iglesias los vasallos que vendió el rey que aya gloria, que aunque el Breve fué para cuarenta mil ducados de oro al año no se han vendido mas de 9.424.-- A la mayor parte de la Junta parece que lo que conviene es escribir a Roma para sacar un perinde valere de S. S. en que apruebe las ventas que se han hecho.» (AHN, Consejos, 15.201.) 14. La bula, en el Bullarium Romanum Pontificum, t. V, parte 3.®, pp. 66 y ss.

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el marqués de Auñón.” Sin embargo, no fue poco lo que obtuvo con el acuerdo que cristalizó en la referida bula: restitución de los bienes aún no vendidos y compensación por los enajenados. La compensación se hizo mediante la entrega de juros. En el reinado de Felipe III sólo se vendieron algunas villas realengas a cortesanos, con gran disgusto de sus mo¬ radores; al marqués de Espinóla se trató de liquidarle los alcances que tenía contra la Real Hacienda dándole siete villas en la Tierra de Campos, pero ante la oposición de aquellos vasallos se le pagó en Cruzada y otras consigna¬ ciones.'* No tuvieron tanta fortuna los moradores de las villas que el omnipotente duque de Lerma recibió en 1611 como compensación a una vieja y ya casi olvidada reclamación que tenía contra la Corona su casa por el condado de Cas¬ tro. De los once lugares que adquirió a tan poca costa, «en uno, llamado Santa María del Campo, quitaron las armas de Su Excelencia de la puerta de la villa y volvieron a poner las de S. M. En otro, llamado Torouemada, las ensuciaron; y se ha proveído un alcalde para que vaya a hacer la averi¬ guación contra los culpados; y otro alcalde se envió los días pasados a Tudela, que es cerca de Valladolid, sobre ciertos pasquines que habían puesto contra el Duque».” Es, sin embargo, en el reinado de Felipe IV (1621-1665) cuando las ventas de lugares adquieren un gran volumen, como parte de una política más amplia, dirigida a incre mentar los recursos de la Real Hacienda por medio de ven¬ tas de cargos, oficios, mercedes y jurisdicciones; política que no fue privativa de España; en otros países, como Fran¬ cia, la venta de cargos aún alcanzó mayores dimensiones, y dio lugar a consecuencias sociales de gran alcance.'* Las ventajas que, desde el punto de vista real, presentaban estos medios de arbitrar ingresos eran fundamentalmente dos: en primer lugar, suscitaban menores resistencias que los impuestos de carácter general; en segundo término, si las Cortes se mostraban reacias, el rey podía alegar que se trataba de regalías, es decir, de derechos inherentes a la 15. Olarra, Correspondencia entre la Nunciatura en España y la Santa Sede. t. I. n.® 162, y II, n.°s 93 y 226. 16. Cabrera, Relaciones de las cosas sucedidas en la Corte de España, Madrid, 1857, p. 469 (año 1612). 17, Cabrera, op. cit., p, 347. 18, Mousnier. La venalité des offices sous Henri IV et Louis XIII. Rouen, 1946. En sentido más general, K. W. Swart, Sale of offices in the XVII cen~ tury. La Haya, 1949.

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Corona, de los cuales podía disponer, en caso de necesidad, aun con la oposición del Reino. Hay que decir, sin embargo, que aun considerando como regalías las ventas de tierras y oficios, las alteraciones monetarias, etc., Felipe IV, en aten¬ ción a su extraordinaria gravedad, casi siempre quiso contar con el consentimiento previo de las Cortes. (Verdad es que dicho consentimiento perdió en la práctica su valor por el falseamiento deliberado a que fue sometida dicha institu¬ ción; pero éste es otro cantar.) No sabemos cuándo surgió la idea de vender vasallos de realengo; la primera indicación concreta es una consulta del Consejo de Hacienda, de fecha 27 de abril de 1625, avisando al soberano que era preciso pedir a las Cortes el consenti¬ miento para verificar esta operación, pues de lo contrario no podrían cumplirse los asientos estipulados con los hom¬ bres de negocios, es decir, con los banqueros reales.” A pesar de la oposición de algunos procuradores, acaudillada por el representante de Granada, don Mateo Lisón de Biedma,“ el Reino concedió autorización para vender 20.000 vasallos, «así de behetría como de villas que tienen jurisdicción pro¬ pia, o aldeas de cualesquier ciudades o villas», derogando la prohibición contenida en las condiciones de millones, en 19. Archivo General de Simancas, Consejo y Juntas de Hacienda, lega¬ jo 614. En adelante citaremos este fondo con la sigla CJH. Los números de los legajos son los de la numeración antigua, pues la moderna es el resul¬ tado de la agrupación facticia de dos o más legajos antiguos. 20. Este curioso personaje, que se titulaba «Señor del lugar de Algarinejo, veintiquatro de la ciudad de Granada y su procurador en Cortes», bulló mucho en aquellas Cortes y dejó impresos varios memoriales, escritos con bastante libertad, y algunos de los cuales entregó al monarca en propia mano. Los que se refieren al asunto que estudiamos son tres: «Memorial por la ciudad de Granada que dió a S. M. sobre la venta de los 20.000 va¬ sallos destos Reynos y provincias de Castilla» (Madrid, 1625, cuatro hojas); «1 raslado de una petición presentada en el Consejo Supremo de Justicia a 21 de febrero de 1626 por parte de la ciudad de Granada sobre la venta de los 20.000 vasallos» (Madrid, 1626, tres hoias), y el «Informe y relación que D. Matheo de Lison y Biedma -. hizo a S. M. en la audiencia, viernes once de junio de 1626, sobre la contradicción de la venta de los vasallos, juntamente con D. Benito Suarez de Molina, D, Antonio Terrones de Ro¬ bles, Juan de Precona--. regidores de otras ciudades•••» (s. 1. ni a., ocho folios). Puede imaginarse de cuán mal talante vería el Consejo de Hacienda las gestiones del regidor granadino; habiéndosele remitido un memorial del Reino contra las ventas de vasallos, que se intentaban hacer sin respeto a los privilegios de las ciudades ni intervención del Consejo Real, el de Ha¬ cienda replicó que «aunque el memorial suena ser de las ciudades del Reyno, se tiene entendido que quien lo forxó es don Matheo Lison, veintiquatro de Granada, y que quando mucho se abrá juntado para ordenarle con tres o quatro personas particulares de las ciudades que él abrá combocado.» Añadía que se le debía pedir el poder que tenía para hablar en nombre de las 18 ciudades e imprimir el memorial que había enviado a S. M. Ter¬ mina la consulta justificando el arbitrio de la venta de vasallos, que dice ha

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atención a los gastos hechos en la conservación de «la repu¬ tación y authoridad desta Monarchia»." Estaban recientes las victorias del Brasil y Breda; todavía estas palabras gran¬ dilocuentes respondían a una realidad. Las cédulas correspondientes se expidieron el siguiente año; las de 15 de enero, 31 de marzo y 20 de agosto de 1626 autorizaban a Octavio Centurión, Carlos Strata y Vicencio Squarzafigo para vender 17.500 vasallos en pago de las pro¬ visiones que habían hecho por valor de 1.580.750 ducados y escudos; los 20.000 vasallos se completaron con 1.666 ven¬ didos a favor de Antonio Balvi, por su asiento de 100.836 escudos, y 834 para indemnizar a Pablo y Agustín Justiniano por otro de 50.419. Las ventas incluían la jurisdicción civil y criminal, alta y baja, mero y mixto imperio; los señores podían poner alcaldes mayores que juzgasen las causas en primera instancia (la segunda se vendía aparte). El precio era el mismo a que se vendieron las jurisdicciones en el siglo anterior (lo que, habida cuenta del alza de precios, implicaba una reducción notable); 15.000 maravedises por vecino para las poblaciones situadas a la derecha del Tajo, es decir, en territorio de la Chancillería de Valladolid, y 16.000 en los de la izquierda de dicho río, pertenecientes a la Chancillería de Granada; pero también podían venderse, atendiendo a la extensión del término, a 5.600 y 6.400 duca¬ dos, respectivamente, la legua cuadrada, y la Hacienda Real podía elegir la evaluación que le resultase más beneficiosa. El primer trámite para la transacción era fijar la pobla¬ ción aproximada de la villa que se pretendía adquirir y depo¬ sitar el tercio de su valor. Después se hacía la medición del término y el censo de la vecindad, contando los hidalgos, clérigos y viudas por medio vecino. Casi siempre el resul¬ tado era superior al calculado, porque los compradores te¬ nían interés en rebajar la población presunta para disminuir el tercio adelantado.^ Los primeros 20.000 vasallos se vendieron con bastante rapidez. Como el Reino protestara de que continuaran las ventas, por entender que ya se había sobrepasado el cupo sido el mejor de los recibidos de los particulares, y del que se estaba sacando mucho fruto hasta que con estos rumores había aflojado la venta. (CJH, 632, cons. de ll-Vn-1626.) Por este documento nos enteramos de que la ini¬ ciativa de las ventas había partido de uno de los muchos individuos que proponían arbitrios con la esperanza de lograr una recompensa. 21. Actas de las Cortes de Castilla, XLIII, p. 126. 22. Véase en el Apéndice I una lista parcial de lugares vendidos con expresión del vecindario calculado y el que resultó de las averiguaciones.

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concedido, don Antonio Álvarez de Bohórquez informó en 5 de diciembre de 1628 que hasta entonces iban vendidos 14.229, pero que en realidad eran muchos más, porque dicha cifra se basaba en las evaluaciones preliminares, que casi siempre resultaban inferiores al vecindario definitivo. Ade¬ más, se habían obtenido fuertes cantidades de varias ciuda¬ des para que no se les vendieran lugares: 12.000 ducados de Badajoz, 20.000 de Cáceres, 30.000 de Trujillo. Opinaba que se podían señalar al Factor General, Espinóla, 3.000 vasallos en lugares vendibles: y declarar cancelado este ser¬ vicio El buen resultado de este primer intento animó a repe¬ tirlo. Previo consentimiento de las Cortes, una R. Cédula de 15 de mayo de 1630 dispuso que se vendieran (junta¬ mente con una regiduría en cada ciudad, villa o lugar del Reino) otros doce mil vasallos para satisfacer una provisión de 666.000 escudos ajustada con el Factor General. Las con¬ diciones eran idénticas a las anteriores, pero el mercado empezaba a saturarse y la demanda flojeaba; así lo parti¬ cipaba Espinóla al Consejo de Hacienda cuatro años des¬ pués; atribuíalo a que también se habían puesto a la venta muchos oficios municipales, más baratos y que daban la mis¬ ma influencia y poder en los lugares. Sin embargo, en 1638 participaba al rey que ya estaban vendidos todos los vasallos y había compradores para más. Felipe IV pidió y obtuvo autorización para vender otros ocho mil, cuyo producto ser¬ viría como parte de pago para una provisión de 600.000 es¬ cudos. Los detalles de la operación, semejantes a los de las anteriores, se expresaron en la cédula de 11 de marzo de 1639.^' Las perturbaciones internas y la crisis económica ge¬ neral hicieron muy lenta y dificultosa la venta de este último lote.

Veinte, más doce, más ocho mil vasallos son 40.000. Sólo estas ventas fueron autorizadas de modo expreso, pero des¬ pués de cumplirse este cupo siguieron haciéndose ventas. En 1652 se vendieron doce pueblos; en los posteriores se registraron cifras más pequeñas, pero en 1658 llegan a ca¬ torce; en los últimos años del reinado de Felipe IV sólo hay algunas ventas esporádicas; en los primeros de su hijo y 23. Se halla este informe en el ms. 9.372 de la Biblioteca Nacional de Madrid, folios 82 y ss. 24. CJH, leg. 700, cons. de 28-XII-1634, y 784, cons. de 26-11 y 22-IV-1638.

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sucesor siguen haciéndose, aunque en pequeño número, cin¬ co en 1667, otras cinco en 1668, etc.” En 1670 el Reino pro¬ testó de que continuaran las enajenaciones y pidió se hiciera el ajuste de las hechas hasta aquel momento. Se averiguó que subían a 53.089, es decir, 13.089 vasallos más de los auto¬ rizados; la reina dispuso que este exceso se abonara al Reino por cuenta de los nueve millones en plata por trienios vota¬ dos en las Cortes de 1650.” Todavía durante la mayoría de edad de Carlos II se hicieron algunas ventas de lugares,” pero, en realidad, aquel episodio podía darse ya por termi¬ nado. Veamos cuáles fueron sus consecuencias. 53.089 vasallos, aplicando el coeñciente 4,5, son unos 230.000 habitantes. Hay que tener en cuenta que no todas estas ventas dieron lugar a la formación de señoríos; en muchos casos, las villas o lugares se compraron a sí mismos para evitar caer en poder de un señor o para exentarse de la cabeza de su jurisdicción. En cambio, quizá habrá que agregar a dicha cifra las poblaciones entregadas por el mo¬ narca a ciertos señores en pago de deudas o servicios; por ejemplo, en 1652 concedió cierto número de vasallos a la viuda de Ruy Gómez de Silva, duque de Pastrana, por los servicios que hizo su marido en las embajadas de 1623 a 1626.” Al marqués de Leganés concedió ocho lugares de la Comunidad y Tierra de Segovia en 1647.” Los servicios mi¬ litares del marqués de Mortara y de don Felipe de Silva fueron premiados con 400 y 500 vasallos, respectivamente, que debían escogerse en la Sagra toledana. Éstos parece que eran a cuenta de los que el Reino había concedido.” De otros 25. 26.

Saltillo, op. cit., pp. 296 y ss. R. Cédula inserta en el legaio 51.440 del AHN, sección de Consejos suprimidos. También se hace historia de la cuestión en una consulta de 7-V1I-1682 iCJH, 1.435). 27. Por ejemplo, en 1682 se vendieron a Francisco Muñoz Carrillo los lugares de Zarzuela y Villalba de la Sierra (Cuenca) en 6.400 ducados de plata. En 1691 se vendió a D. José F. de Villavicencio, conde de Cañete, el pueblo de Cabezas de San Juan, según las cédulas de factoría. (CJH, 1.590.) 28. Entre los pueblos afectados estaba Horche, que. prevaliéndose de su privilegio de no ser enajenada de la Corona, puso pleito al duque; se resolvió por avenencia, entregando Horche una cantidad (Catalina. Rela¬ ciones de Guadalajara, III, p. 457). 29. La cesión, sin embargo, no tuvo efecto por haber ganado Segovia el pleito al marqués (Mariano Grau, «Un despojo evitado». Estudios Segóvianos, I 119521. PP- 216-218). 30. CJH. 1.009. Decreto de 8-XII-1652: «Por parte del marques de Mortara se me ha representado que le hice merced de 400 vasallos en la Sagra de Toledo en los lugares que la hice de otros 500 a D. Phelipe de Silva, suplicándome que respeto de no haber señalado mas del titulo en el lugar de Olias Ise refiere al marquesado de Olías] fuese servido mandar

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casos semejantes se podría dudar. De todas formas, la masa de población que sufrió cambios en su status jurídico, si no parece muy grande en relación con la total de Castilla, sí lo fue dentro de ciertas comarcas preferidas por los com¬ pradores. En efecto, contra la intención de las Cortes de repartir la carga con cierta equidad, las zonas afectadas fueron rela¬ tivamente pocas. Hubo ciudades que a fuerza de ducados consiguieron que no se les vendieran sus aldeas; en otras regiones no se efectuaron ventas por falta de compradores; tal ocurrió en todo el norte de España.” La casi totalidad de los nuevos señoríos se crearon en el valle del Guadalquivir y en el interior de un círculo trazado en torno a la Corte con un radio de cien kilómetros, aproximadamente. Guada lajara fue la ciudad más castigada, hasta el punto de que, cuando en 1636 don Carlos Ibarra pretendió adquirir su aldea de Tórtola, el Consejo de Hacienda se opuso, alegando que ya habían sido enajenadas 24 de las 28 que primitiva¬ mente integraban la jurisdicción de dicha ciudad.” La escasa potencia económica de Guadalajara explica su incapacidad de reacción ante las demandas de exención de sus aldeas, al par que su proximidad a la Corte despertaba las apeten¬ cias de muchos compradores; pero ¿por qué esta polariza¬ ción en torno a Madrid y, en menor grado, a otras grandes ciudades? Esto nos lleva a explicar cuál era el móvil de estas adquisiciones. Una cosa podemos tener por segura; pocas veces dicho móvil fue de naturaleza económica; sólo parece haber inte¬ resado comprar jurisdicciones cuando la Hacienda admitió, como parte del pago, créditos de particulares que de otra se le despache cédula y ponga en posesión de los dichos 400 vasallos en Olias y la Alameda, y si faltasen vasallos, el Juez que fuere se los cumpla en Cabañas o Albala, como se hizo con el dicho D. Phelipe de Silva. Tengo por bien que esto se cumpla en la forma referida.» Toledo se opuso a esta cesión, basándose en sus privilegios. El marques (que también tenía concedidos 200 vasallos en Cataluña) ofreció entonces comprarlos al precio de la factoría, pero el rey contestó que se suspendiera todo hasta que se resolviera en justicia la protesta de Toledo. No sé en qué paró este asunto. 31. El único caso que conozco se refiere a una situación heredada del siglo anterior; Noya fue una de las villas desmembradas del arzobispado de Santiago por Felipe II; en virtud del medio general de 1577 fue entre¬ gada al asentista Baltasar Lomelin. el cual la vendió al conde de Temos, pero no en su totalidad, porque algunas feligresías quedaron en poder de la Real Hacienda, que en 1633 trataba de venderlas al monasterio de So¬ brado (CJH. 700, cons. 21-VI11-1633). 32. CJH, 752, cons. 2I-VI-I636.

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manera hubieran sido incobrables.” Cuando Felipe IV, com¬ prendiendo que no podría reintegrar las medias anatas de juros, autorizó a indemnizar a sus titulares con oficios y jurisdicciones, muchos aprovecharon esta oportunidad; tal vez esta circunstancia explica el aumento de ventas a partir de 1652. Hubo que ordenar que al menos la tercera parte del importe se pagase al contado y en plata; pero el hecho de que al terminar el siglo se debieran a la Hacienda grandes cantidades por este concepto sugiere que a muchos compra¬ dores se les ponía en posesión de los lugares a cambio de sus créditos y que obtuvieron largos aplazamientos para el pago que debían realizar en metálico. Pero esto sólo era comprensible dentro de la relajación administrativa de los últimos decenios del siglo. Las primitivas ventas había que pagarlas, y si el pueblo tenía regular vecindario, importaba sumas considerables. ¿Qué recibía el señor a cambio? Las cédulas de factoría sólo mencionan «las penas de Cámara y de sangre, calumnias, mostrencos y demás rentas juris¬ diccionales», cuyo producto era casi nulo y apenas cubría los gastos de administración; aparte de esto, el señor sólo podía contar con el regalo de Navidad que los pueblos so¬ lían ofrecer y que, tratándose de lugares pequeños, se redu¬ cía a la docena de gallinas acompañadas de la arroba de miel, la fanega de higos o castañas o cualquier otra humilde ofrenda de valor más simbólico que real. Claro está que los poco escrupulosos podían aprovechar su autoridad señorial para usurpar las tierras baldías y comunales, práctica no infrecuente;” pero más fácil de realizar en los señoríos anti33. Un ejemplo: el duque de San Germán, gobernador del ejército de Badajoz, compró varios lugares de la jurisdicción de Plasencia. pagando la mitad al contado y descontándosele 3.000 ducados que se le debían (CJH, 1.012, cons. 7-VIIM653). Otro: En 1660 se autorizó a don Diego Gómez de Sandoval. conde duque de Lerma, a comprar la jurisdicción y oficios de tolerancia de Fuente la Encina y Moratilla, que tenían en conjunto 650 vecinos, pagando 10 000 reales de a ocho, y el resto «a cuenta de lo que se le está debiendo a la condesa de Saldaña, su madre, de los 6.000 ducados que goea en los con¬ sejos por los gaies que tocaban a su marido el conde de Saldaña, caballerizo mayor de V. M.» {CJH, 1.003). 34. «Muchos lugares se han despoblado por culpa de los señores; por¬ que con la codicia de quedarse con los badios han afectado la despoblación» (Fernández Navarrete, Conservación de Monarquías, discurso XVII). «Las dehesas boyales que tienen los señores en sus lugares son las mas sospecho¬ sas de usurpación; porque demas de ser propio vinculado a las cosas pu¬ blicas el desamparo, pocos tienen ardimiento para oponerse a los señores en defensas de ellas. Y así, la dificultad no consiste más que en intentarlo para alzarse con lo que les parece. Y algunos piensan que con la jurisdicción y vasallaje se les concede también el dominio de los propios concejiles y pú¬ blicos, lo que es contra las leyes de estos Reynos.» (Caja de Leruela, Restau¬ ración de la antigua abundancia de España, cap. 18.)

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guos, en los que los derechos señoriales eran mayores. Lo que sí constituía un buen negocio era la compra de las alca¬ balas y ramos agregados (tercias y unos por ciento). En una villa de algún movimiento comercial el comprador tenía bue¬ nas oportunidades para sacar un buen rendimiento a su desembolso, ya exigiendo el diez por ciento íntegro de las ventas, en vez del tres o cuatro habitual, ya, por el contrario, bajando el tipo impositivo para atraer mercaderes. No es extraño que los documentos nos presenten compradores de alcabalas dentro de una extensa gama social: desde eí gran señor hasta el negociante anónimo.” Pero la pura y simple jurisdicción de un pueblo no era una inversión interesante. Así nos explicamos que entre los compradores ñguren pocos banqueros, asentistas y hombres de negocios. Si los banqueros genoveses adquirieron algunos lugares fue para poder titular sobre ellos; así fue como Carlos Strata se con¬ virtió en marqués de Robledo de Chávela, y Lelio Imbrea en conde de Yebes. Tampoco fueron compradores ñnancieros tan expertos como los Balbis, Levantos y Piquinotis. La vieja aristocracia mostró escaso interés: los duques de Alba, Béjar, Infantado, Medinasidonia, Medinaceli, Maqueda... no adquirieron lugares. Adquisiciones en masa sólo hicieron Lerma, el Conde Duque y, en menor grado, D. Luis de Haro; promovidos a un supremo rango por el favor real, quisieron tener amplios señoríos (estados, como entonces se decía), en consonancia con su nueva situación, adquiridos en ven¬ tajosas condiciones, gracias a la influencia de que disfru¬ taban. Era, pues, un móvil de prestigio el que los impulsaba, y lo mismo puede decirse de la mayoría de los compradores de lugares. Si su adquisición no tenía (generalmente hablan¬ do) un significado económico, sólo podía tener un valor: el de facilitar a su poseedor un ascenso en la escala social. Incluso en épocas de fuerte depresión económica hay clases favorecidas por la coyuntura; los documentos contemporᬠneos nos comunican, a través de quejas más o menos fun¬ dadas, quiénes acumulaban entonces honores, riquezas y car¬ gos; los consejeros reales, los legistas, los altos cargos mili¬ tares, los asentistas y arrendatarios de tributos; es decir, la 35. Por ejemplo, el ya citado Francisco Muñoz Carrillo, a la vez que los lugares de Zarzuela y Villalba de la Sierra, compró las alcabalas, ter¬ cias y unos por ciento de veinte villas y lugares del obispado de Cuenca a 34.000 el millar, es decir, capitalizándolos al tres por ciento. {CJH, 1.590, año 1682.)

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alta burocracia, y también la oligarquía ciudadana que aca¬ paraba los cargos municipales. Para los miembros de esta clase, las ventas de lugares ofrecieron una excelente opor¬ tunidad: la posesión de una villa o aldea, no sólo colmaba su vanidad permitiéndoles hacer de cabeza de ratón reci¬ biendo el homenaje de los lugareños; además de la casa y el soto donde salir a recrearse,^ además de la bóveda con sus armas y el lugar preferente en la iglesia, la posesión de un lugar, por pequeño que fuera, daba ingreso a la cate¬ goría de señor de vasallos, paso previo para el ingreso en la nobleza titulada. Así nos explicamos que su adquisición tuviera tan poco interés, de un lado, para la antigua y cali¬ ficada nobleza, y, de otro, para los capitalistas puros, que preferían los ducados y escudos de metal precioso a los de papel, o que desconfiaban (caso de los marranos portugue¬ ses) de poder conseguirlos por muchas riquezas que acu¬ mularan. Quedan citadas algunas adquisiciones de banqueros genoveses. Entre las hechas por la alta burocracia madrileña recordaremos las de Romanones e Irueste (Guadalajara), por don Juan Morales Barnuevo, consejero de Castilla;” la de Canillas, por don Miguel de Salamanca, de los consejos de Castilla y Hacienda;” la de Tudela de Duero, por D. Luis Gudiel, también consejero y miembro de numerosas juntas, y la de Boadilla, por José González de Uzqueta, importante personaje de aquel reinado, que desempeñó, entre otros car¬ gos, la presidencia de Indias y la de Hacienda.” Los regido¬ res de Sevilla, Granada y Córdoba concentraron sus adqui¬ siciones en torno a las ciudades respectivas. Su pista puede fácilmente seguirse en la obra del Marqués de Saltillo. 36. Sin duda, por esta función, precursora de nuestros fines fie semana. en algunas relaciones de pueblos en venta se expresa si tienen sotos, huertas u otras recreaciones. 37. A Irueste, que compró en 1647, se empeñó en cambiarle el nombre por ei de Valdemorales, Con el tiempo, ambos pueblos recayeron en la fami¬ lia Torres, creándose los títulos de conde de Romanones y vizconde de Irueste. 38. AHN, Consejos, 7,168. n.o 40, cons. 29-IV-1658. 39. La villa fue primero vendida al duque de Nájera, de quien la com¬ pró José González en 1640: hecho que documenta el empobrecimiento de los grandes y correlativo enriquecimiento de la alta burocracia, porque la viuda del duque tuvo que vender Boadilla para componer con el Fisco las alcabalas de Nájera. También compró González las alcabalas y unos por ciento de los lugares vecinos, y en 1655 quiso adquirir Majadahonda. si es cierta la anécdota que refiere Barrionuevo: «Vinieron los de Majadahonda a quejarse al Rey de que José González los quería comprar. Fué a discul¬ parse. diciendo lo hacia para salirse a recrear. Respondió que para eso Boadilla le bastaba.» (Avisos, II, p. 228.)

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Otra categoría de enriquecidos por artes muy dudosas fue la de los generales y almirantes de las flotas de Indias; por lo menos tres de ellos aparecen como compradores de lugares; D. Carlos Ibarra, Gerónimo Gómez de Sandoval y Díaz Pimienta; este último, comprador frustrado, como ve¬ remos, de Puerto Real. Gómez de Sandoval compró en 1640 Ontiveros; a razón de 120 vecinos calculados, el precio fue de 4.800 ducados.'" Don Carlos Ibarra condujo a España nu¬ merosas flotas, que debieron producirle bastantes beneficios; compró Centenera, lugar de Guadalajara, del que se titulaba vizconde en 1638. Para redondear su posesión compró a D. Miguel de Cárdenas, alcalde de Casa y Corte, Taracena, Iriepal y Valdenoches en 20.000 ducados. Por cierto (y es dato curioso para comprobar cómo los nuevos señores querían revalorizar sus posesiones) que su primer comprador obtuvo permiso del Consejo para que Iriepal y Valdenoches fuesen rebautizados con los nombres, más eufónicos, de Villaflores y Valdefuentes, que conservaron, por lo menos, hasta fines del siglo XVIII. Hay que añadir a este catálogo algunos pobres diablos que se embarcaron en una empresa superior a sus fuerzas: un descendiente de Moctezuma, que redujo sus pretensiones a ser señor de una villa granadina, que no pudo acabar de pagar, y a quien por respeto a su estirpe se trató con bene¬ volencia;*' Pedro Piñar Castillo, que en 1639 solicitó se anu¬ lase la compra que nueve años antes había hecho de Loranca del Campo (Huete) por no poder satisfacer su importe; *^ y D. Juan de Riquelme, que compró limeña, desmembrada de la jurisdicción de Ronda, en siete cuentos de maravedises y no pudo pagar más de uno. Los ejecutores acabaron de arruinarlo y el hijo obtuvo como un favor que se anulara la venta, perdiendo el dinero entregado.*' Creo que con estos ejemplos queda definido el tipo medio del comprador de vasallos; caballero provinciano o burócra¬ ta enriquecido. No están ausentes los títulos, pero se hallan en minoría, y sus motivos no son característicos.

40. CJH. 752: con.s. 5-VI-1636. Refiriéndonos a esta época puede esta¬ blecerse la equivalencia aproximada de un ducado con 250 pesetas de 1966. 41. Se trataba del pueblo de La Peza (CJH. 632). 42. En vez de los 40 vecinos que se habían calculado resultó tener 87. y el comprador se confesó incapaz de satisfacer su importe (CJH. 795, cons. 18-VII-1639). 43. CJH, 852, año 1643.

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La actitud de los pueblos ante su obligado cambio de estatuto jurídico nos es desconocida en la mayoría de los casos. Tratándose de localidades muy pequeñas, es posible que vieran su conversión en señorío con resignación o indi¬ ferencia; quizá con alegría más veces de lo que pudiera sos¬ pecharse, porque pasar de la jurisdicción de una villa o ciudad a la de un particular podría traerles ciertos beneñcios. Algunas ejercieron su derecho de tanteo, sea para conquistar su exención, sea para no caer en manos de un señor. Santa Cruz de la Sierra (Trujillo) se empeñó en una puja tan en¬ carnizada con D. Juan de Chaves, que quería comprarla, que el rey dijo que debía moderarla. Algo parecido sucedió en¬ tre el marqués de las Navas y Robledo de Chávela y Valdemorillo; ambas poblaciones se sacaron a la venta en 5.000 ducados y se mostraron dispuestas a dar 6.000 por su libertad; el marqués ofreció entonces ocho mil, las villas subieron a nueve mil y el marqués a once mil, pero el Consejo de Ha¬ cienda dijo que las villas habían ofrecido un precio razo¬ nable y debían quedar libres.” Sin duda para evitar la repe¬ tición de casos como éste, se aclaró en 22 de septiembre de 1627 la real cédula de 31 de marzo del anterior en el sen¬ tido de que, pujando las villas, al menos, el 2 por 100 de su precio, quedasen libres de la venta (o exentas de la cabeza de la jurisdicción) sin admitirse ulteriores pujas. Tales casos no eran frecuentes, y deben explicarse por piques o rivalidades personales, como este de que nos in¬ forma una consulta del Consejo de Hacienda: Arcicolla era una aldea de Toledo, compuesta de 44 vecinos, tres viudas, cuatro menores y tres clérigos. Ante la noticia de que se había presentado comprador, el cura y otros vecinos repre¬ sentaron «que de vender el lugar a don Alonso de Villaseca resultarían grandísimos inconvenientes por los vandos y disensiones que él y Félix Serrano de Burgos, su sobrino, han tenido y tienen con todos los demás vecinos del pueblo, y por deber deudas considerables al común dellos, que aun sin ser dueños no las quieren pagar, y con quienes el mismo concejo y particulares dél han traido grabisimos pleitos so¬ bre las hidalguías que actualmente están pendientes y no 44. CJH, 632 (1627). Sin embargo. Robledo de Chávela no pudo man¬ tener su condición realenga; en 1640 fue adquirida por el asentista italiano Carlos Strata. Sobre el pleito pendiente entre la villa de Santibáñez con don Juan de Ligarte, que la compró en 1654, por un lado, y, por otro, con el conde de Castro y las justicias de Castrojeriz, que reclamaban jurisdicción sobre ella, véase CJH, 1.183, cons. 6-V-1664.

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acabados, y seria darles ocasión de venganza, y si llegasen a ser dueños de la jurisdicción, o se despoblaría el lugar, o tratarían de vender sus haciendas para tantearse y librarse de semejante opresión»/* Salvando estos casos particulares, hay un hecho que pa¬ rece demostrar que a muchos pueblos no les asustaba cam¬ biar su condición de realengos por el de señorío: los nume¬ rosos ejemplos de autoventas de lugares, que, si bien tenían precedentes,** en el reinado de Felipe IV adquieren una am¬ plitud mucho mayor. Este fenómeno reflejaba las pésimas condiciones económico-sociales producidas por las continuas guerras y los impuestos creados para alimentarlas. Algunas villas que habían comprado su jurisdicción, abrumadas por el peso de los censos que tuvieron que contraer, acabaron por declararse vencidas; tal fue, entre otros, el caso de Morata, una de las desmembradas en 1574 del arzobispado de Toledo, que, para no caer en señorío, acudió al tanteo y tomó a censo para su paga 24.000 ducados. En 1633 acudió al Con¬ sejo de Hacienda manifestando que sólo había podido amor¬ tizar 400 ducados del principal, y que debía muchos réditos que no podía pagar por hallarse sus vecinos muy pobres, «porque aunque los propios valen trescientos ducados al año, se convierten todos en salarios, costas y gastos forzo¬ sos». Se le concedió licencia para venderse al mejor postor mediante el pago de 300 ducados a la Real Hacienda." A través de los documentos se observa cómo la mayoría de estos lamentables episodios corresponden a lugares de ambas Castillas; reflejo de la creciente pobreza y despobla¬ ción de la Meseta. Entre las varías aldeas emancipadas de Guadalajara, pocas pudieron mantener su autonomía; Chiloeches se empeñó de tal manera, que en 1640 se vendió, jun¬ tamente con sus anexos de Aboleque y La Celada, a Manuel Alvarez Pinto, que se titulaba «ñdalRO de la Casa del Rey», en 6.171.000 maravedises, con la obligación de pagar a su nuevo señor cien ducados anuales de renta, cien fanegas de cebada, seis de trigo y 400 reales de vellón, cal para la casa que pensaba levantar, enterramiento con sus armas y estrado

45. CJH, 664 (1630). Atendiendo a estas razones fue vendida a otro postor, llamado don Alonso de Mesa. 46. Algunos casos de autoventa durante el reinado de Felipe III citó don Cristóbal Esoeio {El Consejo de Hacienda balo la presidencia de! mar¬ qués de Poza). Sobre un caso típico, el de Redueña, traté en «La ruina de la aldea castellana», Rev. Internnc. de Sociología (1948). 47. CJH, 700. cons. 19-11-1633.

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en la iglesia." Hontova se vendió en 1646 a D. Francisco Andrés de Abarca, caballero de Santiago, Tesorero General de la Cruzada." Quer, eximida de Guadalajara en 1640, pidió en 1665 permiso para pasar al señorío de los duques de Pastrana mediante 6.500 ducados, alegando que en aquellos 25 años había descendido su población de 114 a menos de 60 vecinos.™ Romanones, cuya exención de Guadalajara databa de 1560, se vendió a D. Juan de Morales Barnuevo en 1671?' Valdeberuelo, desmembrada de la misma ciudad, y vendida a Bartolomé de Anaya por la facultad de los 20.000 vasallos, se tanteó pujando el dos por ciento; en 1632 sus vecinos re¬ presentaron que debían aún parte de los 1.569.230 maravedi¬ ses que la exención le había costado, más los intereses de un censo y los gastos de los pleitos que se ofrecieron. Se le auto¬ rizó a vender su jurisdicción pagando al rey 300 ducados.” Pa¬ recida historia refirió en 1636 Ontanar; había comprado su exención al Factor General (Espinóla) en 53.140 reales de plata, que con el precio que entonces tenía ésta llegó a 70.738 de vellón; para ello tomó el dinero necesario a censo, pero la acumulación de intereses al 8 por 100, los impuestos y servicios a que tenía que acudir y la presencia de varios ejecutores la habían reducido a tal extremidad que no veía otra solución que venderse a D. Cristóbal de Benavente y Benavides (el ilustre diplomático). Previo informe favorable del Consejo, se le concedió la licencia que pedía, sirviendo con 150 ducados.” Casos de este género son desconocidos en Andalucía y Extremadura; incluso en otras regiones de Castilla son muy poco frecuentes, tal vez porque los pueblos no encontraran los ricos e influyentes compradores que a los situados en el partido de Guadalajara proporcionaba la cercanía de la Cor¬ te. Podemos citar a Sonseca, que por no poder pagar la can¬ tidad en que había comprado su jurisdicción en 1629 pasó a poder de Duarte Fernández de Acosta en 1640.” Campo Real, desmembrada de la Mitra toledana en el siglo xvi. tomó a censo 20.790 ducados para comprar su jurisdicción; 48. J. Catalina, op. cii.. IV. p. 69. 49. Ihid.. p. 147 50. Saltillo, op. cii., I. p, 342. 51. //»>/.. p. 345. 52. CJH. 688. cons. l-V-1632. 53. Ihicl.. 752, cons. 19-IV-1636. 54. Saltillo. 1. p. 345. Probablemente, este Duarte Fernández es el cono¬ cido hombre de neaocio.s. banquero de Felipe I\'. Él y Sebastián Cortizos serian los únicos de estirpe judeoportuguesa que habrían participado en las compras de lugares

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prósperos o confiados, sus vecinos compraron las alcabalas del pueblo en 1614, para lo cual se cargaron con otro censo de 36.070 ducados. Después compraron un oficio «que llaman la Moxona, cuyo exercicio es pesar y medir», por 12.000 rea¬ les. También redimieron la obligación, que pesaba sobre los pueblos situados en un radio de cinco leguas en torno a la Corte, de enviar víveres para el abastecimiento de la misma, lo que les costó otros 1.700 ducados. No era difícil prever cómo terminaría tanta euforia; pocos años después se de¬ clararon incapaces de seguir pagando los réditos de los cen¬ sos contraídos. Reunidos en cabildo abierto, 235 vecinos de los 270 asistentes acordaron venderse a quien quisiera com¬ prar la villa. El permiso necesario les costó 400 ducados.” La mitad sólo de esta suma costó a Sevilla la Nueva pasar del estado de realenga al de señorío, «como han hecho otras villas y lugares que no pudieron con lo que montaron sus tanteos». Apartada del término de Segovia y vendida por cuenta de los 20.000 vasallos a doña Catalina de Mendoza, se tanteó en 2.998.423 maravedises, pero en 1631 aún debía más de la mitad de esta suma, y los intereses aparte; hacía diez meses que tenían contra ellos un ejecutor causando molestias y gastos, carecían de propios y los vecinos estaban a punto de desamparar a sus casas y abandonar el lugar (como tantos otros que en aquel siglo se despoblaron). Ig¬ noro si encontró comprador.” En algunos casos no hubo propiamente venta, sino in¬ cautación de la prenda por el acreedor. Así fue como San Martín del Campo cayó en 1636 en poder de doña Teresa Pacheco Benavente de Benavides, propietaria del censo que habían contraído para eximirse y que no pudieron pagar. Algo parecido sucedió en 1614 a Valdebimbre, desmembra¬ da del obispado de León en 1598 y ejecutada por el canónigo Antonio Centeno.” Salir de señorío era más difícil que entrar en él. Esto es lo que resulta de una consulta de 1660 referente a la villa de Anguiano, que Enrique III había dado en 1404 al Adelantado de Castilla; después pasó a otras manos y, finalmente, a la abadía de Valvanera, que en 1659 la vendió a D. Juan de Soto López en 9.200 ducados, más 300 por la obtención del permiso real. El mismo señor compró también la jurisdic¬ ción de permisión y tolerancia (o sea, el derecho a nombrar 55.

56. 57.

CJH. 752, cons. 6-V-1636 Ibid., 676, cons. 30-VI-163I.

Saltillo, I, p. 56.

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justicias municipales) en 69.979 reales, mitad de plata y mitad vellón, a razón de 5.000 maravedises por vecino. Inmediata¬ mente, la villa acudió al Consejo para recuperarla por vía de tanteo, pero se le contestó que esto no corría por tanteo, sino por puja, y que su actual poseedor, que ya había com¬ prado las alcabalas en 200.000 reales, ofrecía 10.000 reales de a ocho por conservar la villa.” De los casos citados y otros que pudieran aducirse resul¬ ta que la actitud de los pueblos no era uniforme en cuanto al cambio de situación jurídica; es decir, el paso de realengo a señorío. La perspectiva no parece haber entusiasmado a ninguno, pero pocas veces se registraron reacciones vio¬ lentas. El cambio parece haber sido aceptado con resigna¬ ción, e incluso como mal menor. Hay que tener en cuenta que las ventas afectaron casi únicamente a núcleos de po¬ blación muy pequeños, incapaces de resistir, y además (ésta me parece ser la razón fundamental) sometidos a una villa o ciudad, de la que quizá recibirían un trato más desconside¬ rado que el de su nuevo señor. En realidad, lo que hacían era cambiar de amo, pues las relaciones de las aldeas con la ca¬ beza de su jurisdicción tenían un cierto sello de vasallaje feudal. En cambio, ciudades y villa.s autónomas no se hubie¬ ran dejado enajenar sin fuerte oposición. ¿Ganaron o perdieron los lugares que de grado o por fuerza pasaron a constituir señoríos? No hay datos suficien¬ tes para dar una respuesta general a esta pregunta. En pue¬ blos donde vivían hidalgos se dieron casos de ausentarse és¬ tos para no vivir sometidos a un señor;” pero en aldeas de pecheros el cambio de dominio pudo ser beneficioso; el se¬ ñor tenía interés en valorizar su nueva posesión; con fre¬ cuencia ofrecía privilegios, atraía pobladores, hacía funda¬ ciones piadosas y defendía a los lugareños de los excesos de recaudadores y ejecutores. Cuando el consejero D. Mi¬ guel Salamanca compró Canillas, estaba a punto de despo¬ blarse; sólo tenía cuatro vecinos que trataban de abandonar el lugar. Don Miguel atrajo a otros e interpuso su influencia para que el arzobispo de Toledo pusiese cura y reparase la iglesia.*" 58. CJH, 1.111, cons. 3-XI-1660. 59. En el siglo xvm, un párroco escribía a D. Tomás López que desde el año 1630 en que se vendió a Perafán de Ribera, la población de Guillena (Sevilla) fue a menos, «pues con dicha enajenación se retiraron de ell-a mu¬ chos hombres de igual jerarquía que el comprador, como fueron los Guzmunes. Landas. Bilbaos, Árasquemaos, etc.» (BN, ms. 7.306). 60. AHN, Consejos, 7.168, núm. 48, cons. 29-IV-1658.

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Así comprendemos mejor que en las Cortes de 1625 el procurador por Salamanca, D. Antonio Carvajal, se opusiera a la venta de vasallos, no por el perjuicio que les vendría a éstos, sino a los demás, puesto que «se reconocen las villas de señores particulares en estos Reynos mas sobrellevadas que los lugares de jurisdicción realenga... en las que el sol¬ dado no tiene defensa a su exceso y el tributo no tiene quien procure minorarlo como lo tiene toda villa que es de un particular, que como de ordinario tiene poder, se vale dél para que si la compañía de soldados había de alojarse en su villa se pase al lugar, y si se le debía repartir cuatro no se le repartan sino dos...».‘' Es indudable que la frase vender vasallos tiene más de escandalosa en las palabras que en la realidad. Porque, si vamos a la entraña del asunto, ¿qué es lo que el comprador adquiría? Nada que perteneciera a la persona o bienes de los habitantes; por tanto, cualquier parangón con el régimen feudal sería falso, e incluso la expresión de neofeudalismo, tan cara a ciertos autores," induce a error. Pues no sólo no se quitaba nada a los vasallos, sino que no vemos claro lo que el nuevo señor recibía del rey. En las cédulas de factoría se expresa que los lugares se venderían «con jurisdicción ci¬ vil y criminal, alta, baxa, mero mixto imperio, señorio y vasallage, penas de Camara y de sangre, calumnias, mostren¬ cos y demas rentas jurisdiccionales, con las escribanías si fuesen anexas a dicha jurisdicción»." Lo que se ocultaba bajo esta pomposa palabrería era poca cosa; el derecho a poner justicias en las localidades pequeñas resultaba más gravoso que útil." Ni siquiera resultaba claro que por la sim¬ ple compra del pueblo se adquiérese tal derecho; más bien parece que se trataba de actos distintos. En un «Discurso sobre la Real Hacienda», anónimo, pero obra de persona bien informada, se dice acerca de esto: «Corrientes estas ventas, el año 1634 se propuso a S. M., entre otros medios, el de las jurisdicciones que usan los lu61. 62. 63. cédulas

Cortes, XLIII, p.

127. Entre ellos, el citado Noel Salomón. También recibía la propiedad del castillo, si lo tenía el lugar. Las de venta de vasallos pueden leerse en la Práctica de la administra¬ ción de las rentas reales, de Ripia, II, pp. 349-382. 64. En 1682, el Consejo de Hacienda decía, sobre la pretensión de D. Juan Fernández de Córdoba de comprar la jurisdicción de Algarinejo, que se decía aceptar ésta y cualquier demanda análoga, «pues siempre queda en V. M. la suprema jurisdicción, y sólo se les vende la que corresponde a un corre¬ gidor, y es beneficiosa a los pueblos, porque tienen quien cuide de su conservación».

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gares de señorío nombrando sus alcaldes ordinarios y los demás oficios de justicia por tolerancia o permisión de S. M., cuyo es este derecho y regalía como cabeza y centro de la Justicia, y para beneficiarse este expediente se dieron dife¬ rentes comisiones por el Consejo de Hacienda, mandando fuese admitido a la compra el dueño del lugar, y también al mismo lugar en aquello que fuese conservarse en el estado y ejercicio de jurisdicción que tuviere de tolerancia, por los precios en que se conviniesen las partes, según la calidad de los lugares y las jurisdicciones que ejerciesen. En esta con¬ formidad fueron acudiendo muchos de los interesados, y par¬ ticularmente de los antiguos, y muy pocos de los modernos, a quienes se han hecho las ventas de estas jurisdicciones en diferentes precios, regulados por un tanto cada vecino, que el más corto no ha bajado de cinco mil maravedises, la mitad o el tercio en plata, y muchos han llegado a ocho, diez y doce mil maravedises, según las contingencias que ha havido de pujas y competencia entre los señores y los lugares. »Con que es constante no haber sido comprendida en las ventas de vasallos la jurisdicción de tolerancia, porque en donde S. M. la ha vendido a los señores ha sido dándoles fa¬ cultades para hacer estas elecciones (es decir, estos nombra¬ mientos de justicias) libremente a su voluntad, sin propo¬ sición alguna ni dependencia de los vasallos. »Y aunque algunos compradores de vasallos lo han que¬ rido interpretar a su favor, no puede tener fundamento cuan¬ do con cada uno está capitulado lo contrario, y por S. M. declarado y resuelto en la venta de la villa de Casa Tejada a D. Pedro Valle de la Cerda, que no entraba la jurisdicción de tolerancia en la que se le hizo del vasallaje, y como pa¬ rece por resolución a consulta que el año 1640 hizo al Sr. Conde Duque de dicha jurisdicción de tolerancia de los lu¬ gares del estado de Sanlúcar la Mayor y otros, y se ha visto estos días en la pretensión que ha tenido de la misma juris¬ dicción D. Baltasar de Vergara, que ha comprado el vasallaje de la villa de Aznalcázar»." No obstante, el autor de este escrito confiesa que en las cláusulas de venta había una que autorizaba al comprador a quitar los alcaldes ordinarios, los de hermandad, los al¬ guaciles «y otras qualesquier personas que ejercen jurisdic¬ ción», y poner otras. Esto además se infiere por analogía 65. Discurso sobre la Real Hacienda, ms. anónimo de mediados siglo XVII, Academia de la Historia, Col. Salazar, K-80, folios 168-179.

del

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con lo que se concedía a las villas eximidas y explicaría por qué los compradores rara vez pedían se les concediera un derecho que, interpretando a su favor dicha cláusula, ya te¬ nían por suyo. Este punto queda dudoso. ¿Podían los señores nombrar por sí las justicias de los pueblos que habían com¬ prado, o sólo podían elegir entre las propuestas duplicadas que les elevaban los vecinos? Quizá hubo variedad de situa¬ ciones, valiéndose los señores de la ambigüedad de las cláu¬ sulas para resolverlas a su favor. De todas maneras, la auto¬ ridad de las justicias que pusiesen tenía un tope muy de¬ finido: «No tengan más jurisdicción con el señor... que tu¬ vieron al tiempo de la venta con el corregidor a quien esta¬ ban sujetos.»“ Era, pues, sólo una primera instancia civil lo que el señor tenía, en el caso más favorable. La expresión mero mixto imperio era sólo una cláusula de estilo, un fósil jurídico sin ninguna efectividad.

Exenciones de lugares

Mucha más pasión se descubre en las luchas de los pue¬ blos por eximirse de las villas y ciudades de que dependían y hacerse «villas de por sí», con derecho a nombrar sus pro¬ pias justicias, administrar sus bienes, tener y acotar un tér¬ mino propio (aunque a veces se conservara la comunidad de montes y pastos), encabezar y repartir los impuestos y sa¬ lir, en fin, de un estado de tutela para gozar de amplia auto¬ nomía municipal. Esta aspiración era antigua, y ya los reyes la habían explotado para obtener recursos. Si no habían dado más impulso a la emancipación, había sido por las reclama¬ ciones de las Cortes, representantes de los intereses de las ciudades. Las de 1563 solicitaron poder recobrar los lugares eximidos pagando lo que éstos hubieran dado por su exen¬ ción; las de 1566 se quejaban (cap. XXXII) de que «los pue¬ blos exemptados, aunque lo sean con condición de que no se altere la comunidad de pastos, no lo cumplen». Las de 1570 volvían a pedir que no se eximieran lugares, petición que encontramos después repetida en todas las condiciones de millones', las razones alegadas (sin contar otras, inconfe¬ sables por interesadas) eran que tales exenciones las pro¬ movían los particulares más ricos de las aldeas, que eran los que esperaban sacar más provecho de la nueva situación, aca66.

Ripia. II. p. 352.

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parando cargos e influencia, para lo cual no dudaban en im¬ poner pesadas cargas de censos a sus convecinos. Así ^ lo expresaba un memorial de Avila en 1587 contra la pretensión de El Hoyo de separarse de su jurisdicción y constituirse en villa, cosa que, según Avila, sólo deseaban 17 de sus 250 ve¬ cinos," y las Cortes de 1592 manifestaron que era «dañoso y perjudicial, así para las cabezas de los partidos, por dis¬ minuirse sus fuerzas y autoridad, como para los mismos lu¬ gares, porque para pagar su exención se empeñaban en gran¬ des cantidades... y no tienen en la administración de justicia la buena orden que conviene»." No puede negarse que hay un fondo de verdad en estos alegatos: los labradores ricos debían ser los más interesa¬ dos en alcanzar la exención, pero el deseo de emanciparse debía ser general; de otra forma, no hubiese podido triun¬ far en el concejo abierto que solía reunirse en estos casos. Ciertamente, las deudas que contrajeron resultaron lo bas¬ tante pesadas como para obligarlos a vender su jurisdicción a un señor, de lo que ya hemos visto algunos casos; pero no conozco ningún ejemplo de una aldea que se restituyera vo¬ luntariamente a la villa de que se había separado. Los móviles interesados que animaban a las villas y ciu¬ dades se maniñestan en las enormes sumas que ofrecían para evitar la desmembración. A título de precedente de otros casos que citaremos, será oportuno recordar que Talavera de la Reina adquirió en 1592 la propiedad sobre los lugares de su tierra (procedentes del arzobispado de Tole¬ do, es decir, de la desamortización ñlipina) mediante el pago de 200.000 ducados, cantidad enorme que en buena parte recayó sobre los propios lugares." Afortunadamente, la Corona, no por favorecer a los lu¬ gares, sino por allegar recursos, hizo caso omiso de las pe¬ ticiones de las Cortes, de las promesas reales y aun de una

67. Cortes, IX, p. 68. 68. Ihid., XII, p. 19. En el memorial que elevaron al rey las Cortes de 1610 se dice que «los hombres poderosos de los lugares, por alzarse con el gobierno, procuran dichas exenciones, y a costa de los propios de las repúblicas y de arbitrios perjudiciales a los pobres vienen a comprar la superioridad con aue los destruyen y vengan sus pasiones» (IJjid.. XXV. p. 788). 69. Los detalles de esta operación pueden leerse en «El pasado eco¬ nómico-social de Belvis de la Jara», de Fernando Jiménez de Gregorio (Estudios de Historia Social de España, II. pp. 668-670). Por entonces. Talavera ofrecía 180 000 ducados porque no se concediese la exención a 50 lu¬ gares anejos (Cortes, XII, p. 140). Algunos otros ejemplos aduje en mi citado estudio sobre «La ruina de la aldea castellana».

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real cédula expedida en 1632/° y mientras duraron las ventas de vasallos se ofreció a los lugares una oportunidad de ob¬ tener su autonomía, pues, aunque los efectos jurídicos obje¬ tivos fuesen distintos, tal como estaba planeada aquella ope¬ ración hacendística, era indiferente que la opción partiese de un particular o de los propios vasallos. Por el mismo pre¬ cio que podía ofrecer un particular, un pueblo tenía libre el camino para comprarse a sí mismo. Desde el punto de vista fiscal no había ninguna diferencia, pero sí la había en la realidad social, pues mientras las compras de particulares solían recaer sobre núcleos de corto vecindario, las aldeas que tenían más interés y posibilidades de eximirse eran las que habían alcanzado riqueza y población suficientes para emprender un costoso pleito. Las cédulas de factoría les ofre¬ cieron una oportunidad de abrir brecha en la cerrada defen¬ sa de las ciudades; pero, independientemente de ellas, de¬ bieron venderse otras jurisdicciones, pues consta que en 1637 era éste uno de los efectos que beneficiaban al conde de Castrillo, y por cuenta de él se habían consignado 133.333 du¬ cados a los asentistas.’' Las formalidades requeridas para incoar estos expedien¬ tes eran los mismos que venían rigiendo en los reinados an¬ teriores. «La petición se solía hacer por un vecino del pue¬ blo interesado; se mandaba cédula al corregidor para que fuese al lugar, reuniese concejo abierto y depusieran cuantos quisiesen sobre la utilidad o daño que pudiera seguirse de la medida.» Las peticiones se fundaban en agravios recibidos de la cabeza de la jurisdicción; distancia a ésta, que hacía incómodos los desplazamientos y la buena administración de justicia; aumento de la riqueza y vecindario, etc.” Estos expedientes, y los pleitos a que daban lugar, corrían a cargo del Consejo de Hacienda, cuyo punto de vista era parcial, ya que el interés del fisco solía prevalecer sobre las consi¬ deraciones objetivas. Aunque los abusos de las cabezas de jurisdicción eran ciertos en muchos casos, en otros su oposición al desmem¬ bramiento de un territorio que secularmente había formado una unidad de explotación económica puede perfectamente explicarse sin acudir a motivos sórdidos. Por ejemplo, Ma¬ drid, que nunca tiranizó a sus aldeas, se quejó en 1627 de que los daños que padecía por la deforestación de sus alre70. 71. 72.

Inserta en Aftas de las Cortes, LI, pp. 307-308. CJH, 773.

Cristóbal Espejo, El Consejo de Hacienda-p. 84.

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dedores se habían agravado por la venta de varios lugares de su término, que ya no tenían quien les fuera a la mano en la tala y carboneo abusivo. El Consejo Real ratificó el nombramiento que le propuso la Villa de un magistrado es¬ pecial para evitar la deforestación, «pero como las personas que habían comprado los lugares del cinturón eran muy in¬ fluyentes, los exceptuó de su jurisdicción».” No es, pues, de extrañar que ciudades y villas se impusie¬ ran graves sacrificios económicos para evitar la venta o exen¬ ción de sus aldeas; hemos citado algunos casos, y los ejem¬ plos pueden multiplicarse." Ahora bien, la Administración, por necesidad o falta de escrúpulos, no se mostró muy res¬ petuosa con los derechos adquiridos. Cuando, en 1632, re¬ presentó el ayuntamiento de Murcia que, a pesar de haber pagado en distintas ocasiones más de 40.000 ducados para conservar la integridad de su jurisdicción territorial, se le había vendido La Alberca a un particular, se le contestó que la venta hecha no se podía deshacer, y que en adelante no se le venderían más lugares." Ronda había pagado al fisco 6.377.500 maravedises en 1558 con el mismo objeto (sumaban entonces los lugares de su término 1.275 vecinos). Sin embar¬ go, con motivo del donativo general de 1630, Cortes compró su exención mediante la entrega de 7.000 ducados, de lo que se le siguieron graves perjuicios, porque se rompía la anti¬ gua comunidad de pastos; ofreció 14.000 ducados por resta¬ blecer el primitivo estado de cosas; Cortes pujó 500 ducados más, y Ronda, que debía tener un enorme interés en recobrar su jurisdicción, ofreció dar 26.000 maravedises por cada uno de los vecinos de su antigua aldea, propuesta que aceptó encantado el Consejo de Hacienda, porque calculó que pro¬ duciría más de 50.000 ducados." 73. Urgorri, «Ideas sobre el gobierno económico de España en el siglo XVII». Rev. Bibl. Arch. Mus. Ay. Madrid (1950). p. 183. 74. CJH. 700. cons. de 8-VI-1634, sobre el servicio de 22.000 ducados que hizo Málaga para que no se le desmembrasen lugares. 75. Ihid., 689, cons. 7-111-1632. Una consulta de 29-V1-I650 se refiere a la queja de Sevilla por habérsele vendido en 1645 Alcalá de Guadaira con sus alcabalas al marqués de Villanueva del Río; Sevilla consiguió que se le reintegrara en su posesión aduciendo sus privilegios, pero el marqués introdujo pleito. Es característico, para la comprensión de las relaciones entre la ciudad y sus lugares, que Sevilla adujese que, en caso de que Alcalá saliese de su jurisdicción, no podría obligarla a que la abasteciera de pan y agua, ya que, aún hoy, estando sujeta, «le quita muy ordinariamente el agua para sus molinos», El Consejo reconocía estos perjuicios, pero mani¬ festó Que no teniendo medios la Real Hacienda de devolver al marqués los 76000 ducados que había dado, si Sevilla no se los pagaba era forzoso que siguiese el pleito. (CJH, 968.) 76. CJH. 700.

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Por grandes que fueran los apuros en que se debatía, no es posible aprobar los procedimientos de una Administra¬ ción que para obtener dinero explotaba los odios entre lu¬ gares vecinos y entregaba tranquilamente el más débil a la venganza del más poderoso si con ello obtenía algunos du¬ cados más. El caso de Cortes y Ronda no fue único, ni mu¬ cho menos; de otros muchos hemos hallado huellas docu¬ mentales. Una consulta de 1639 se refiere al pleito que man¬ tenían, en el Consejo de Castilla, Salvatierra (Álava) y sus lugares; éstos, a pesar de su pequeñez, ofrecían 24.000 duca¬ dos por su exención.” Interesantes aspectos ofrecen las de-

77. AHN, Consejos suprimidos, leg. 7.155, n.» 4. Amplios detalles sobre este interesante pleito ofrece el Memorial de! pleito que la villa de Salva¬ tierra y el estado de los labradores de once lugares de los diez .v seis que tiene en su jurisdicción... sobre la exempcion de los dichos diez ,v seis lugares concedida por el Sr. Conde de Castrillo, por 24.000 ducados de plata con que ofrecieron servir de donativo (Madrid. 1637, 198 folios). Según resulta de este escrito, ya en 1599 y 1614 el Consejo de Hacienda había rechazado las peticiones de la aldea ante las reclamaciones de Salvatierra, que decía ser dueña del suelo y la jurisdicción: el Conde de Castrillo se la había otorgado, no en virtud de las cédulas de venta de vasallos, sino de una comisión especial. Las aldeas habían pagado ya 6.000 ducados a cuenta de los 24.000 ofrecidos, pero los labradores u hombres buenos se quejaron de que la exención la pretendían sólo los hidalgos reunidos en la junta de San Millán (los labradores se agrupaban en la cofradía de San Jorge), que les sacaban dinero para el donativo y el pleito y que Salvatierra siempre los trató bien. Sin embargo, en la probanza del Fiscal y lugares se probó con, tes¬ tigos: «Que dichos lugares padecen vejaciones de los justicias de Salvatierra, llevándoles excesivos derechos en los pleitos, prendiéndolos por causas li¬ vianas y haciéndoles grandes costas en las visitas, por lo que muchos vecinos se van a vivir a otras jurisdicciones» (folio 111). «Que la vara de alcalde ordinario de Salvatierra siempre anda entre padres y hijos, hermanos, tíos y parientes, y se toman unos a otros la residencia, de modo que los agraviados no pueden alcanzar justicia, y quando alguno la quiere intentar contra ellos es necesario ir a la Chanciliería de Valladolid, a donde gasta más hazienda en las costas que el principal» (folio 114). «Que la villa de Salvatierra tiene más de 2.000 ducados de renta en sisas y otras cosas para reparo de murallas y los gastan en efectos pro¬ pios suyos, y molestan a los lugares en más de mil ducados de reparti¬ miento a título de reparos de murallas, siendo así que la mayor parte están derribadas» (folio 116). «Que el haber revocado los poderes algunos del estado de labradores ha sido por miedo de las extorsiones que les han amenazado hacer y han hecho los poderosos de Salvatierra, porque antes todos vinieron de un acuerdo en la exempción» (folio 120). En cambio. Salvatierra aportó testigos de que siempre había tratado bien y defendido sus aldeas, por lo que la gente pobre y común le era favorable; «y esto es de manera que muchos lugares comarcanos que no son de la jurisdicción de la villa desean mucho serlo - » (Se refiere a va¬ rios lugares que eran del duque del Infantado.) También insistía en que la exención la pretendían los más poderosos, en detrimento de los pobres, y pensando que no les costaría tanto.

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liberaciones a que dio lugar la disputa entre Cáceres y su aldea de El Casar. Alegaba la primera que había pagado 10.000 ducados en tiempo de Felipe II para conservar íntegra su jurisdicción; que estaba en la raya de Portugal, con sólo 1.600 vecinos y muy pocos vasallos (repárese en el uso de este término), pues si se le apartaba El Casar, que tenía 800, sólo le quedarían Malpartida, con 300; Aliseda, con 120; Sierra de Fuentes, con 100; Aldea del Cano, con 50, y Que¬ mados, con 10, entre los cuales había muchos hidalgos y exen¬ tos, lo que no sucedía en El Casar, «por tener privilegio que no pueda vivir en él ninguno que sea hijodalgo», de suerte que, quitándoselo, no quedaría con fuerzas para acudir a las cosas del real servicio. Sospechando que las razones solas tendrían poco peso, Cáceres ofrecía un donativo de 14.000 ducados. El Consejo de Hacienda dividió sus pareceres, y es cu¬ rioso que el voto de la mayoría, favorable al privilegio de Cáceres, se fundó en que, siendo ciudad de mucha nobleza y propensa a bandos, convenía que tuviese corregidor «de capa y espada», y que si se le eximía El Casar «quedaría tan tenue que de aquí adelante no podría haber en él sino corre¬ gidor letrado». El rey resolvió en favor de Cáceres, pero exigió que aumentara el servicio ofrecido hasta 20.000 du¬ cados.'* El más largo y reñido de estos litigios fue, según creo, el que sostuvo San Vicente con Valencia de Alcántara. Ésta había dado ya, en 1585, 10.000 ducados para que no se le des¬ membrasen las aldeas, y para que se confirmase este privi¬ legio dio otros 100.000 reales en el donativo del año 1629. San Vicente, que tenía ya cuatrocientos vecinos, se creía con derecho a gozar de su vida municipal autónoma. Hizo pre¬ sente que también había servido con 9.000 ducados en aquel donativo y se manifestó dispuesto a pagar por su libertad otros 27.000, mucho más de lo que le correspondía según las cédulas de ventas de vasallos, obligando al pago las hacien¬ das de los vecinos; se mostraba tan quejoso de los agra¬ vios que recibía de las justicias y hombres poderosos de Valencia, que si no se les ponía coto anunciaba la despo¬ blación de San Vicente. Sin embargo, en consulta de 20 de febrero de 1632, el Consejo de Hacienda propuso, y el sobe¬ rano aprobó, la ratificación de su privilegio a Valencia me¬ diante un pago adicional de 6.000 ducados. 78.

CJH.

64.\

cons.

20-VIII-1628.

VENTAS Y EXENCIONES DE LUGARES

81

Esto no era más que el principio de una larga serie de enmarañadas gestiones y pleitos que no podemos seguir en detalle, aunque no dejan de ser muy instructivos en cuanto a las condiciones de la vida rural en aquella época. Resumi¬ remos sus principales etapas. En 24 de octubre de 1634 acu¬ dió San Vicente al Consejo de Órdenes, de quien dependía su territorio, y sin ponerlo en antecedentes de sus anteriores gestiones, le ofreció 30.000 ducados de plata por la exención, oferta que fue aceptada a pesar de las protestas de Valencia de Alcántara. Ésta acudió entonces al Consejo de Hacienda, que se le mostró favorable, mientras que el de las Órdenes tomaba partido por San Vicente, alegando que los privilegios de Valencia debían considerarse caducados por haber abu¬ sado de ellos. Agregaba que los 25.000 ducados que ofrecía por seguir en posesión de este lugar los había sacado en gran parte del propio San Vicente; éste, por su parte, estaba dispuesto a dar 36.000 ducados de plata, que, reducidos a vellón, con el premio del 25- por 100, subían a 46.000, con los que se podían reintegrar los 25.000 de Valencia, quedando un apreciable excedente para el Tesoro Real. El negocio pareció lo bastante grave e intrincado como para formar una Junta especial que entendiese en él. Esta Junta falló a ñnes de 1639 contra las pretensiones de San Vicente. Durante bastantes años no se oye hablar más de este litigio, pero, muerto ya Felipe IV, nos encontramos con un memorial del cabildo eclesiástico de Alcántara dirigido a la regente doña Mariana de Austria en 1672, en el que se dice que los de San Vicente se habían emancipado con siniestras relaciones de la villa, usurpando sus baldíos y poniendo sus mojones a tiro de mosquete. Otro memorial hace historia del pleito, del triunfo obtenido por Valencia en 1639, y de cómo el Consejo de Cámara había aceptado las demandas de San Vicente; el de Castilla, en cambio, estaba de parte de Valen¬ cia, y había dado orden al corregidor de Cáceres para que restableciera su jurisdicción, pero los vecinos de San Vicente le habían salido al encuentro armados y tuvo que retirarse sin haber ejecutado su comisión. Exponía también las pér¬ didas sufridas por la villa durante la guerra con Portugal, en la qtie había perdido sus propiedades, mientras los de San Vicente, que habían aceptado el yugo portugués, habían crecido en población y riqueza.” No debieron prevalecer las 79. Los documentos citados en AHN, Consejos suprimidos, 7.182.

el

texto

se

hallan

en

CJH,

795,

y

82

‘la ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

quejas de Valencia de Alcántara, porque, si bien desconozco la fecha en que se reconoció la exención de San Vicente, ésta era un hecho en el siglo xviii. Otras muchas exenciones de lugares se verificaron de for¬ ma pacífica,*" pero todas gravaron pesadamente las hacien¬ das de los nuevos municipios con los censos que para com¬ prar su autonomía se veían obligados a contraer.” No pocos se vieron muy apurados e incluso imposibilitados para cum¬ plir sus compromisos. La Hacienda concedía largos plazos para la paga, pero el oneroso interés del 8 por 100, com¬ binado con el de los censos, agotaba los recursos de los pue¬ blos en el pago de réditos, quedando siempre subsistente la deuda principal. En 1661 se perdonó a Arriate (Ronda) lo que aún debía de los 2.186.670 maravedises en que com¬ pró su exención en 1630.** En 1628, con cargo a los 20.000 vasallos, Vilches había obtenido su separación de Baeza; se le calcularon 400 vecinos, que a 16.000 maravedises sumaban 6.400.000; pero la Hacienda se reser\’aba el derecho a fijar

80. Además de las mencionadas en el texto y en el Apéndice 1. podemos citar, por vía de ejemplo, pues no pretendemos establecer una lista comnieta. la de Ataquines respecto a Olmedo, realizada en 1627 por 2.040.000 marave¬ dises; la de La Seca de Medina del Campo en 1629 (aún se litigaba en 1661 sobre lo que aún le faltaba por pagar, por alegar que Medina seguía en posesión de un monte que era lo mejor de su término; CJH. 1.140). La de Chiloeches y Cabanillas. desmembradas de Guadalajara; la de Montoro, que ofreció 26.000 ducados en 1632 por librarse de la sujección de Córdoba, pero que sólo consiguió al año siguiente dando triple cantidad, treinta cuen¬ tos de maravedises {CJH. 689. y Criado, Historia de Montoro. p. 118). El alcance y contenido de los textos legales correspondientes puede verse en la transcripción que el Sr. Lope Toledo hace de la real cédula de 7 de agosto de 1636 que eximió a Cenicero de Nájera, previo consentimiento del duque de este título («Cenicero, villa libre», Berceo. VII, p. 703). 81. Sobre la carga que representaban los censos, véase El problema de la tierra en los siglos XVI y XVII. de Viñas Mey, parte l.'t, cap. 2 y la bibliografía que allí se cita. En relación con este asunto debe ponerse el siguiente párrafo del obis¬ po Soria y Vera; «Los labradores sugetos a la jurisdicción de corregimien¬ tos y gobernaciones reciben gran molestia y daño de los ministros de jus¬ ticia con tan continuadas opresiones y costas que les hazen; y los que se eximen de esta jurisdicción entran en otro mayor daño, porque venden sus baldíos, en que criaban sus ganados, y toman grandes censos para comprar la libertad y para consumir oficios de regimiento, y quedan obli¬ gados a pagar perpetuos tributos, y no pudiendo pagarlos les toman pose¬ sión de sus propios y haciendas concejiles; y los que son ricos y podero¬ sos en sus lugares se hazen dueños de ellos, a costa de los pobres que han pagado y pagan esta libertad, y se hazen alcaldes y regidores; y lo que peor es, quedan, si quieren muy libres para vivir vida rota ellos, los es¬ cribanos, sus parientes, amigos y paniagados, sin que aya quien les pueda ir a la mano; lo que no acontece con tanta libertad a los que tienen cerca sus governadores, de que tengo harta experiencia» {Tratado de la ¡iistificación y conveniencia de la tasa del pan -. Toledo. 1633, cap. 5; creo que hay edición anterior, de 1621). 82. CJH. 1.140.

VENTAS Y EXENCIONES DE LUGARES

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el valor por la extensión del término si así le resultaba más ventajoso, y como en vez de dos y media leguas cuadradas que el pueblo había declarado resultó tener 13, a 6.400 duca¬ dos, montaban 31.232.133 maravedises, de los cuales, y sus in¬ tereses, sólo había satisfecho una pequeña parte ocho años después. Alegaba que el conde de Santisteban y el marqués de Santa Cruz se habían apoderado de lo mejor de su término, dejándole sólo lo más montuoso, y consiguió del Consejo una transacción en virtud de la cual se le rebajó el precio y se alargaron los plazos.®^ Fuera por las deudas o por otras circunstancias, algunas de las aldeas eximidas, en vez de hallar en su nuevo estado prosperidad y aumentos, cayeron en lastimosa decadencia; tal fue el caso de Cardenete, que en 1634 se eximió de Moya (Cuenca), y después fue en tal disminución que, de 300 veci¬ nos acomodados que tenía, con yuntas y trato de cordellates, bajó a 216 en 1650, y doce años después a 172, muy po¬ bres todos por las malas cosechas y otros accidentes.*'' La tremenda deterioración de las condiciones económicas que a partir de 1640 sufrió Castilla entera, sin distinción de lugares realengos o de señorío, hizo para muchos más difi¬ cultoso el cumplir las obligaciones que habían contraído, hasta el punto de que algunos no hallaron otra salida que enajenar su recién ganada libertad. Y es curioso comprobar que ninguno de ellos pidió volver a la dependencia de su antigua cabeza de partido; todos preñrieron venderse a un particular que les ofreciera hacerse cargo de sus deudas v, en ocasiones, concederles otras ventajas.** Algunos casos he¬ mos citado ya. El de Cúllar Baza (Granada) es también bas¬ tante curioso. Cúllar se eximió de Baza en 1628, pagando, a razón de dos leguas y media de territorio, 18.125 ducados. También com¬ pró sus alcabalas en 3.043.250 maravedises. Pero al hacerse la medición resultó que debía pagar, hecha por el aire, 24.790.177 maravedises y por la tierra, 36.634.855.*'' Esta cantidad, in¬ crementada con los intereses, resultó demasiado pesada 83. thid.. 750. cons. de 28-1X-I636. 84. ¡hid.. 1.153. cons, 28-III-1662. 85. Algunos detalles curiosos, en mi citado artículo La ruina de la al¬ dea castellana. Puede añadirse el caso de Cabanillas, eximida de Guadalaiara en 1628; siete años después se vendió a un particular por hallarse agobiada con 18.400 ducados de deudas iCJH, 729). 86 Supongo que la expresión «por el aire» se referirá a una trian¬ gulación planimétrica que no tenga en cuenta las ondulaciones del terreno, y «por la tierra» a una medición hecha por los métodos corrientes de agri¬ mensura.

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LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

para la villa, que, encontrándose abrumada por los ejecuto¬ res, pidió composición; en 1636 se le concedió que hiciera un pago final de 30.000 ducados en ocho años al 8 por 100. Sin embargo, tres años después alegó que estaba imposibi¬ litada de pagar sus deudas y en peligro de despoblarse; pidió y obtuvo facultad para vender su jurisdicción y alca¬ balas a doña Juana de Guevi (a quien, además, entregaría durante doce años el medio diezmo de sus cosechas) en la cantidad de 51.000 ducados, de los que 47.000 servirían para extinguir sus débitos y los otros 4.000 quedarían en beneficio de la Hacienda." Un memorial dado años después por Baza trata de los daños producidos por haberse concedido la exención, con¬ tra sus privilegios, a Cúllar, Caniles y Benamaurel; esta última también se había vendido, al duque de Alba, «que¬ dando sus vecinos con el desconsuelo de verse vasallos de particulares, pudiendo serlo de V. M. por haberse eximido de la jurisdicción de Baza, que los había mantenido en paz...», y daba cuenta de «las disensiones y guerras civiles por haber cortado los vecinos de Caniles las presas y con¬ ductos de la agua que nace en ella, con que riegan y ferti¬ lizan los campos de aquella ciudad, pretendiendo las dichas villas escusarse de las contribuciones y servicios [de Baza], imposibilitándola por este medio del cumplimiento de sus obligaciones."

Análisis de un caso típico

Terminaremos haciendo una breve historia de la proyec¬ tada compra de Puerto Real por el almirante Díaz Pimienta, el fracaso de este proyecto, sus derivaciones e inesperado desenlace. Un episodio que ilumina con cruda luz ciertos as¬ pectos de la administración castellana en el siglo xvii. Corría el año 1645, con tan mala fortuna para nuestras 87. CJH, 785, cons. de 17-III-1639. Nada menos que en 1680 se perdo¬ naron a Torreperogil 6.694.226 maravedises de intereses que debía de la com¬ pra que hizo de su jurisdicción en 1642 por 6.085.660 hasta 1665 que estuvo sin poder usar de ella por los pleitos que le puso Ubeda, en que le hizo gastar 30.000 ducados, a más de las costas y molestias de ejecutores «que aún duran» (CJH, L, 410). Otro caso en que la R. Hacienda tuvo que dar facilidades fue el de Baños, eximida de Baeza. Se le había hecho el cómputo, no por vecinos, sino por el término, computándole 16 leguas en Sierra Morena, tierra inútil en su mayor parte (CJH, 894, cons. 21-1-1646). 88. CJH, 968, cons. 7-1-1650.

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armas y hacienda, que don Luis de Haro, sucesor de su tío el Conde Duque en la real privanza, hubo de marchar preci¬ pitadamente a Sevilla para arbitrar recursos, pues, a pesar de su evidente decadencia aún era cierto lo que un cuarto de siglo antes escribió el contador Antonio de Rojas: que «Madrid y Sevilla eran lo más principal, o por mejor decir, el todo de estos Reinos».*’ Sin embargo, el donativo que le otorgó Sevilla era largo de cobrar, y se precisaba dinero de contado con toda urgencia. Acababa de regresar de América el almirante don Francisco Díaz Pimienta, quien, a pesar de sus modestos orígenes, había amasado una gran fortuna uti¬ lizando los medios que solían emplear los generales de las Armadas de Indias.*" El favorito le sugirió un medio de em¬ plear con provecho sus caudales: comprar la villa de Puerto Real en las ventajosas condiciones que ofrecían las cédulas de ventas de vasallos. Díaz Pimienta se dio cuenta inmediatamente de las venta¬ jas que tendría su adquisición; situada en el amplio seno de la bahía gaditana, en sus manos estaría hacer de Puerto Real lo que los duques de Medina Sidonia habían hecho de Sanlúcar y los de Medinaceli del Puerto de Santa María; un ac¬ tivo centro de contratación mediante facilidades y toleran¬ cias especiales a los comerciantes nacionales y extranjeros. El contrato se firmó el 8 de febrero de 1646, y el comprador abonó en el acto los 13.824.636 maravedises de plata que re¬ sultó valer con arreglo a la extensión de su término. El vecin¬ dario se estimó en 660 vecinos, cifra que las averiguaciones practicadas con posterioridad elevaron a 740. También se le vendieron ciertos derechos reales en Cádiz y lugares de su jurisdicción. A pesar de la necesidad desesperada de dinero, el Conse¬ jo de Hacienda no se sintió muy feliz con la noticia de esta enajenación. Por principio era opuesto a la venta de lugares marítimos que podían prestarse al fraude.” En el caso de Puerto Real, este temor era más justificado por significar otro portillo abierto a la defraudación, ya tan intensa y di¬ fícil de reprimir, que en toda la bahía se hacía con la plata 89. 90.

la moneda, dirigido al Conde Duque (1623). J. Wangüemert y Poggio, El almirante D. Francisco Díaz Pimienta y su época, Madrid, 1905. 91. Cuando se trató, en 1639, de la venta de Lobras y Molvizar, dos lugares próximos a Motril, a D. Pedro de Torres y Acebedo, el marqués de Trujillo disintió, en voto particular, por ser lugares marítimos y con co¬ secha de azúcar, lo que significaba a la vez riesgo militar y peligro de de¬ fraudación (CJH, 795, cons. 5-IX-1639). Discurso sobre

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y géneros de América. Por otra parte, los vecinos de la villa, orgullosos del título de Real que llevaba desde su erección por los Reyes Católicos, se resistían a pasar de la condición de xealengos a la de señorío. La respuesta de Felipe IV a esia consulta deja traslucir un cierto maquiavelismo, pues mani¬ festaba que era indispensable aceptar el precio, y que luego se estaría a las resultas del pleito que había de entablarse. Lo cierto es que el almirante, a pesar de haber desembol¬ sado los ducados, no llegó a ejercer en ningún momento ju¬ risdicción sobre la villa, ni hay en ella nada que recuerde su nombre. En 1650 la traspasó por testamento a sus here¬ deros, manifestando que quería ser enterrado en ella; pero al morir, dos años después, el pleito incoado, que por consi deración hacia él se había mantenido indeciso, tomó un giro francamente desfavorable para sus herederos: basándose en que «por estar [Puerto Real] a la mar y a dos leguas de Cᬠdiz, donde los metedores hallan acogida, sin poder ser juz¬ gados por la justicia realenga», una Junta particular forma¬ da al intento comunicó a los herederos que S. M. anulaba la venta. Como no había ni que pensar en devolver el precio, se les invitó a proponer su cambio por otra villa. Eligieron Vicálvaro, ofreciendo restituir o aceptar la diferencia de va¬ lor; se aceptó la permuta, y en 1664 se celebró la escritura de asiento por el Secretario de Estado, don Luis de Oyanguren, marido de la viuda del general, doña Alfonsa Jacinto de Vallecillo. No tuvieron más suerte esta vez que la primera. Madrid había pretendido en 1626 quedar inmune de las ventas de vasallos exhibiendo un privilegio de Fernando IV, pero sólo en el transcurso de un año le vendieron Hortaleza, Húmera, Chamartín y Boadilla. Al aparecer en 1630 la segunda cédula de factoría, decidió conjurar sus efectos con algo más posi¬ tivo que unos pergaminos y entregó 150.000 ducados (inclui¬ dos los 60.000 que ofreció en compensación de los mil solda¬ dos que se le habían pedido para Italia) para que no se le vendiesen más lugares, oficios ni regimientos.” Se compren¬ de el disgusto con que vería esta nueva enajenación y el aliento que dio a la resistencia de los lugareños. Cuando lle¬ garon a Vicálvaro los comisionados para hacer las averigua¬ ciones de vecindario y medición del término, encontraron al vecindario reunido en la plaza en actitud de franca hostili¬ dad; con ellos estaban algunos regidores madrileños. Los 92.

CJH. 632

y 664.

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justicias de Vicálvaro arrebataron sus despachos a los co¬ misionados y les dijeron que la real cédula la obedecían pero no la cumplían, por haber sido obtenida con siniestra rela¬ ción, por lo que tuvieron que volverse. Tal actitud de resistencia hubiera sido incomprensible de no tener tras sí la villa al poderoso municipio madrileño, que acudió al Consejo Real, el cual formó competencia con el de Hacienda. Es característico de la debilidad del régimen en aquel momento que Felipe IV, aunque dijo que debía castigarse aquel exceso, no mandó dar posesión de Vicálvaro a los herederos de Díaz Pimienta, sino que les avisó que bus¬ caran otra villa mientras se sustanciaba el pleito. La solución no llegó sino en 1672, cuando se indemnizó a la viuda, que se había quedado sin señorío y sin dinero, con el título de marquesa de Villa Real, merced que la Cámara tasó arbi¬ trariamente en la exorbitante cifra de 28.000 ducados.”

APÉNDICE DOCUMENTAL

I (A. S. CJH, 622) CONSl'LTA DE 6-1X-1626 SOBRE VENTA DE LUGARES DE LA .lURlSDICCIÓN DE MADRID

«Señor. — Por consulta desle Consejo de 21 de julio deste año se dio quenta a V. M. de lo que se ofrecía en orden a la venta de 20.000 vasallos... y habiéndole remitido V. M. dos memoria¬ les, uno en nombre de las ciudades del Reyno y otro de la villa de Madrid, con orden de que se viesen en este Consejo y se con¬ sultase lo que pareciese...» Da cuenta de que Madrid había re¬ presentado los daños que se le seguían de la venta de sus luga¬ res y pedía se le guardasen sus privilegios, o en caso de ven¬ derse, se le admitiese el tanteo, a lo cual opinaba el Consejo que se debía acceder. Lo que más ponderaba el consejo madri¬ leño era que la venta de jurisdicciones la dejaría cercada, pues 93. Los hechos fundamentales, incluyendo el testamento de Díaz Pimien¬ ta y la R. cédula de 1663. en la citada obra de Wangüemert. Algunas preci¬ siones suplementarias en Saltillo. I. p. 349. y en CJH, 1.183, cons. 24-111-1664. La R. cédula de 1664 haciendo pública la escritura de venta de Vicálvaro la ha publicado S. de Moxó en el Apéndice VIH a su artículo en Hispania so¬ bre los señoríos.

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LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

«que por partes de ella llega al arroyo de Brañigal y a la hermita del Ángel de la Guarda». Por ello, «ha parecido que V. M. debe servirse de mandar que no se venda ninguno de los lugares de la jurisdicción de esta Villa que están dentro de una legua bulgar de Madrid, y los que estuviesen fuera desta legua no se les de termino ni jurisdicción que entre dentro de la dicha legua hacia Madrid». También pedía que en los lugares que se hubie¬ sen vendido pudiese la justicia de Madrid atravesarlos con vara alta. A continuación hay una curiosa relación de los 32 lugares comprendidos en los tres sexmos de Madrid, con la vecindad de cada uno. Los números que figuran en el margen izquierdo deben indi¬ car la población rectificada.

Sexmo de Vallecas 600

50

30 30

20

15

40

50

El lugar de Vallecas está una legua de Madrid, tiene 500 vecinos, es de buena cosecha de pan y donde tienen trato de yeso y cal y panaderías. No tiene recreación alguna. Ambroz tiene 30 vecinos, está dos leguas de Madrid, tiene algunas huertezuelas, está cerca de la ribera del Xarama, una legua del Soto del Negralejo. Coslada tiene la misma vecindad y está en el mismo paraje. Rivas tiene 20 vecinos, está 3 leguas de Madrid, lugar muy pobre, está cerca del Xarama, tiene un monasterio de frayíes descalzos mercedarios, cuyos patronos son los condes del Castellar, que tienen allí hazienda. Velilla está 4 leguas de Madrid, de la otra parte del Xara¬ ma, tendrá 20 vecinos, gente pobre, está rodeada de muchos sotos. Todas las tierras deste lugar son de cavalleros de Madrid y del monasterio de Santo Domingo. Bacialmadrid tiene cosa de 20 vecinos. Está tres leguas de Madrid, orillas del Manzanares y Xarama, en el camino real de Valencia. Tiene allí S. M. una muy buena y grande casa. Todas las tierras que allí se labran son de Madrid y de cavalleros particulares. Está cerca del Soto del Por¬ cal y otro que ay en aquellas riberas. Rejas está tres leguas de Madrid, en el camino de Alcalá, y tiene 20 vecinos. La mayor parte de las haziendas deste lugar son de D. Lope Zapata, del monasterio de Constantinopla (¿) y otros cavalleros de Madrid, y el dicho D. Lope Zapata tiene comprada la jurisdicción de su casa, que está en medio de la plaza. Tiene este lugar algunas huertas y palomares. Canillejas está en el mismo camino de Alcalá, dos leguas de Madrid, tendrá 30 vecinos; hay algunas huertas. Este lugar es de vecinos y de Madrid.

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89

150

Vicálvaro está legua y media de Madrid. Tendrá 200 veci¬ nos, tratan en cocer pan y yeso, y hay en este lugar mu¬ chas haciendas de cavalleros particulares. 20 Canillas está dos leguas de Madrid y tiene 18 vecinos. Nin¬ gún trato. Las mugeres lavan ropa de Madrid. 60 Hortaleza está en el mismo paraje, tendrá 40 vecinos, en él hay muchas huertas y casas particulares de Madrid. 6 Chamartín tendrá cuatro vecinos. Está legua y media de Madrid; en él tiene el duque de Pastrana casa y huerta, y otros vecinos de Madrid. 300 Fuencarral está dos leguas de Madrid, tiene doscientos ve¬ cinos, que los más son monteros y criados de S. M. No es lugar de recreación. 30 Fuente el Fresno está cuatro leguas de Madrid, tiene treinta vecinos, está media legua de Xarama. Sexmo de Villaverde 300

1.200 300 50

40

3

4

Villaverde está una legua de Madrid, en el camino de Aran juez, tendrá 150 vecinos, y en él hay muchas casas y haciendas de cavalleros de Madrid. Hay algunas huertas. Xetafe tiene 1.200 vecinos, está dos leguas de Madrid. Fuenlabrada está tres leguas de Madrid. Tiene 300 veci¬ nos. No es lugar de recreación, los más son arrieros. Torrejón de la Calzada está cuatro leguas de Madrid en el camino real de Toledo, tendrá veinte vecinos, los más son mesoneros. Casarrubuelos está cinco leguas de Madrid, en el camino que va del monasterio de la Cruz a Illescas; tiene 30 ve¬ cinos. Humanejos tendrá tres vecinos, está a la mano izquierda como se va a Toledo, entre Parla y Torrejón, tres leguas V media de Madrid. Perales tiene dos o tres casas de vecinos de Xetafe. Está tres leguas de Madrid en la ribera de Manzanares.

Sexmo de Aravaca 100

Arabaca está una legua de Madrid en el camino real de Valladolid, tiene cerca de cien vecinos, las más de las tierras que labran son de la villa de Madrid y de particulares: su trato es ser leñadores cosarios de las dehesas de Madrid. 150 Pozuelo de Aravaca es de 150 vecinos, está dos leguas de Madrid. Maxalahonda está tres leguas de Madrid, las más tierras que labran son roturas de Madrid; tendrá 200 ve¬ cinos. 20 Humera tendrá doce vecinos; los más dellos lo son de Madrid.

90 300

250 500 500 30

LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

Las Rogas tendrá 300 vecinos. Está tres leguas de Madrid, en el camino real. Era lugar de mucho ganado, aunque ahora hay muy poco. Alcorcón está dos leguas de Madrid. Tendrá 200 vecinos, su trato es hacer cosas de barro. Leganés está dos leguas de Madrid. Tiene cerca de 300 ve¬ cinos. Es lugar de muchas huertas y jardines. Los Caravancheles están media legua de Madrid; el de abaxo tendrá 250 vecinos, y el de arriba cerca de 150. Usadello.

II

{CJH, 622, año 1626) Memoriales de Madrid y

Leganés

CONTRADICIENDO LA VENTA DE ESTE LUGAR

«Señor. — Diego Duarte, Gonzalo Fernández, Vicente Labrandero y Marcos Gómez, diputados del lugar de Leganés, dicen; Que el concejo de aquel lugar tiene contradicha la posesión que se ha dado de la jurisdicción a D. Diego Messia, Cavallero del hábito de Santiago, y en prosecución della se dió memorial a V; M. y se mandó que acudiesen a esta villa de Madrid, y se conformaron con ello, y han ofrecido de ayudalla con la tercia parte de lo que monta el desempeño de la dicha jurisdicción, y por no haberse resuelto la dicha villa han dado memoriales, ofreciendo de pagar el precio que se ha dado por la dicha juris¬ dicción, y de pagar más dos ducados en cada vasallo de los que el dicho lugar tiene. Y ahora de nuevo se afirman en el dicho ofrecimiento con las calidades que le tienen hecho, aue es, que la jurisdicción quede incorporada en el concejo de dicho lugar para usalla por sus alcaldes ordinarios en la misma forma que se ha dado a D. Diego Messia. Y porque con esto viene a ser beneficiada la Real Hacienda y se consigue el fin que el Reino tuvo, que fue que V. M. se pudie¬ se valer del precio, piden y suplican a V. M. se sirva de admitir este ofrecimiento.» «Señor. — La villa de Madrid dice que por otros memoriales tiene suplicado a V. M. le haga merced de mandar que no se venda ningún lugar de su jurisdicción por el gran daño que re¬ cibe, y que se le guarde el privilegio que tiene para ello, y que si fuese necesario se le dé de nuevo, por lo qual ha ofrecido servir a V. M. con algún servicio particular, para ayuda de los quales gastos que tiene, y porque se van haciendo ventas de mu¬ chos lugares de su jurisdicción y admitiéndo pujas de otros, su¬ plican a V. M. se tome concierto con la Villa para que no se

VENTAS Y EXENCIONES DE LUGARES

91

vendan, y que si por estar vendido el lugar de Leganés y tomada posesión dél no se sirve de mandar se deshaga la dicha venta, esta villa por lo que le toca la consiente y se aparta de las con¬ tradicciones y protestas que tiene hechas con tal que no se trate de mas ventas en los dichos lugares de su jurisdicción, y las que estuviesen tratadas no se hagan, y por ello servirá a V. M. con lo que pareciere justo, sirviéndose V. M. de darle licencia para romper en sus baldíos en la parte que parezca más conveniente 4.000 fanegas de tierra y arrendarlas por seis años, o vender en propiedad 1.500 dellas, y asimismo que de los 20.000 ducados que tiene consignados cada año en las sisas para redimir censos, pue¬ da tomar cada año 10.000 dellos, hasta estar enteramente pagado V. M. y también que por el mismo tiempo pueda tomar de laS sisas que llaman de la sexta parte otros 8.000 ducados cada año...» En el mismo expediente están el privilegio concedido por Fer¬ nando IV a Madrid y los autos de la venta de Leganés.

III

{CJH, leg. 676) Consulta

y

decreto

de

30

de

junio

de

1631

sobre

la

exención

QUE solicitaba EL LUGAR DE SORQANO

«Por parte del lugar de Sorgano se a representado que es aldea de la villa de Nalda del condado de Aguilar, partido de Soria y que de estar subjeto a la Justicia y repartimientos de la dicha villa se le an seguido grandes daños e inconve¬ nientes por las bexaciones que padecen de llevarlos a ella, que es una lengua de allí, por fuerga quando están labrando sus haciendas, a cuya causa no han quedado más que cincuenta vecinos, y si no se exime de la dicha villa no quedará ninguno. Por lo qual a suplicado a V. M. le haga merced de eximirle della, dándole título de villa con jurisdicción por si en la forma y con las calidades con que otros lugares se han eximido de sus cabegas, por [lo] que a ofrecido servir con 8.500 maravedis por cada vecino de los que ay en él. Y visto en el Consejo, y que por ser el dicho lugar y la villa de Nalda su cabega de señorío a traído y presentado consenti¬ miento del conde de Aguilar para la exención que se pretende, y también de la mayor parte de las ciudades de voto en Cortes para que sin embargo de las condiciones de Millones que lo prohiven se le pueda conceder, a parecido que siendo V. M. servido se podrá hazer así con las calidades y en la forma que se an concedido otras exenciones de lugares de señorío, sirvien¬ do con los 8.500 maravedís que a ofrecido pagados en plata doble en tres pagas iguales... Decreto de S. M.: “Assí.”»

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LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

IV (AHN, Consejos suprimidos, leg. 7.171, n.° 40) Consulta del Consejo de Castilla en 1661 sobre la pretensión DEL CONDE DE CASTRO A COMPRAR LA JURISDICCIÓN DE Arenillas de Río Pisuerga

«Señor. — La villa de Arenillas de Río Pisuerga es una de las villas de la Corona de V. M. y el Sr. rey don Fernando el Catholico, por su Real cédula de 3 de junio de 1478, dió su fee y palabra de no dividirla ni apartarla de su patrimonio y Co¬ rona Real en tiempo alguno, y el Sr. Emperador Carlos V en 20 de enero de 1537 prometió lo mismo, y por ser la dicha villa de la Corona Real y behetría de mar a mar se dio en enco¬ mienda al Señor rey Don Phelipe II que entonces era Príncipe en Castilla, y se mandó en ella al alcalde mayor del Adelanta¬ miento de Castilla, partido de Burgos, tubiese en encomienda la villa en nombre de dicho serenísimo Príncipe. En esta posesión ha estado de ser de la Corona Real y de exercer sus alcaldes hordinarios la jurisdicción civil y criminal, mero y misto ymperio en nombre de V. M. hasta que el año de 1568 los condes de Castro la comentaron a ynquietar en la jurisdicción, sobre lo qual la villa les movió pleito el año de 1595, que ha durado hasta este de 1661, haviendose comentado en la Chancillería de Valladolid, donde tubo sentencia de revista en su favor, la qual se confirmó por el Consejo de Castilla en Sala de Mil y Quinientas, de que se le despachó executoria, y además de las molestias y vexaciones que ha padecido de las justicias del conde de Castro ha gastado más de 40.000 ducados en su seguimiento, que le han reducido a suma pobrega. Ha tenido noticia de que el dicho conde de Castro, marqués de Camarasa, en odio y emulación del dicho pleito trata de com¬ prar su jurisdicción y vasallaje, y por este medio conservarse en la usurpación que ha tenido de la merindad de Castrojeriz, que se compone de ciento trece villas y lugares, tocando y per¬ teneciendo a V. M. por no tener título ninguno, porque los que tiene y de que se ha valido en el pleito con la villa de Arenillas, además de no ser ciertos, están desestimados por la ejecutoria que la villa ganó en la Chancillería de Valladolid y en el Con¬ sejo...» Terminaba el alegato de la villa suplicando que se le confirmara su privilegio de ser realenga, pero el Consejo opinó que, de no usar el derecho de tanteo, debía comparecer ante el Consejo de Hacienda a representar sus privilegios, y el mo¬ narca se conformó con este parecer. No sé en qué terminó el largo calvario administrativo de esta villa.

VENTAS Y EXENCIONES DE LUGARES

93

V Consultas del Consejo de Indias sobre incidentes derivados de LA COMPRA DE LA PezA (GrANADA) POR EL CONDE DE MOTEZUMA

Existe una copiosa bibliografía sobre este personaje, que puede consultarse en el tomo LVII del Diccionario Heráldico y Genealógico de García Caraffa (p. 188). No se escatimaron mercedes a los descendientes de los antiguos reyes de México, que emparentaron con la mejor nobleza de España, pero su situación económica distaba de ser brillante, según resulta de los memoriales y consultas existentes en el legajo 780 de In¬ diferente General del Archivo de Indias, correspondiente al año 1665. En una de dichas consultas (12-VII-1665) se recuerda que, mediante escritura hecha en Madrid, en 26 de enero de 1612, ante Gerónimo Fernández, escribano del número, D.^ Francisca de la Cueva, viuda de D. Diego Luis Motezuma, y sus hijos D. Pedro Tesifon, D. Francisco, D. Felipe, D. Cristóbal y D.® María, nietos del último emperador mexicano, transigieron con el rey de España los derechos que pudieran alegar a dicha corona mediante concesiones bastante modestas: dos hábitos, uno para D. Pedro y otro para quien casare con D.^ María; 1.000 ducados de renta en indios vacos a D. Pedro, el primogénito, sobre los 3.000 pesos que ya gozaba, y 1.500 a cada uno de los otros her¬ manos, con cargo de acudir a su madre con 300 anuales de alimentos; y «con calidad que reciviendo cualquiera de ellos otra merced equivalente, o heredando el mayorazgo, o acomo¬ dado alguno en prebenda, vacase la renta». D. Pedro pensó hacer un buen empleo de su dinero com¬ prando en 1631 a Bartolomé Espinóla, Factor General, encargado de la venta de los 20.000 vasallos, la villa de La Peza, jurisdic¬ ción de Guadix. En la carta de venta, que se halla incluida en el expediente, consta, entre otros curiosos detalles, que se re¬ putó su vecindad en 200 vecinos, a la que correspondía un pre¬ cio de 3.626.000 maravedises. La cantidad no era grande, pero cuando murió, en 1641, aún no había terminado de pagarla, circunstancia que su hijo y sucesor en el mayorazgo aseguraba desconocer. Grande fue su aflicción cuando, mucho tiempo des¬ pués, en 1664, se le intimó de parte del Presidente del Consejo de Hacienda la orden de pagar el resto o abandonar la villa; representó que «se halla sin medios ningunos y con mucha ne¬ cesidad, que le obliga a vivir fuera de esta Corte, y no tener otra parte donde poder asistir si no es en la dicha villa», y que le sería de mucho descrédito tener que salir de ella; que se le perdonase la cantidad que restaba debiendo, pues, aunque era muy corta, estaba imposibilitado de pagarla. El Consejo con¬ firmó esta aseveración pues, «o por las dificultosas cobranzas de lo que en Indias se le situó, o por la injuria de los tiempos.

94

LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

siempre lo han pasado los poseedores de esta Casa con mucha necesidad, y es al presente de calidad, que se suelen pasar pocas semanas en que la Condesa [de Motezuma] no acuda a pedir en la Cámara se le pague lo atrasado o se le de algún socorro para su sustento... y cada día viene a ser mayor esta necesidad». (Consulta de 20-VII-1665.)

VI (AHN, Consejos, leg. 7.176, n." 75) Consulta del Consejo de Castilla, sin fecha (1666), sobre un MEMORIAL DEL CONDESTABLE OPONIÉNDOSE A LA EXENCIÓN QUE PRETENDÍAN LOS LUGARES DE LA MERINDAD DE BuREBA (BURGOS)

«Sra. — D. Iñigo Fernández de Velasco y Tovar, condestable de Castilla y León, dize a más de doscientos años son de su Casa los noventa lugares de que se compone la Merindad de Bureba, sugetos a las Justicias que él y sus antecesores an puesto en su villa de Virbiesca [5ic por Briviesca] dando siempre la visita a sus ministros, teniendo en ellos por executorias las apelaciones al Alcalde Mayor de su Casa y estado y otros derechos de seño¬ río. Y habiendo dicha Merindad pretendido eximirse de su Casa y villa de Virviesca con el pretexto de ser encomendados, la con¬ siguieron por una cantidad moderada, sin darse al condestable treslado, de que se halla con conocido perjuicio y despojado de dichos lugares cerca de dos años, sin ser del servicio del Rey nuestro Señor y V. M. pues con la corta vecindad de algunos ay experiencias de lo mal que se pueden governar, siendo el fin de los mayores, con justicias propias tener más libertad, y particu¬ larmente los poderosos contra los pobres, pues faltándoles aora el recurso de una apelación tan vecina y la del Adelantamiento, Tribunal Real, es preciso padezcan muchas incomodidades, obli¬ gándoles a buscar mayor distancia, como la de una Chancillería, en que gastarán sus haziendas... siendo cierto que estos lugares con las exempciones no aumentan los reales intereses por los continuados fraudes que hacen a la Real Hacienda con protec¬ ción de las justicias naturales, siendo ellas mismas las que los ocasionan y por lo que desean estas exempciones... Con este exemplar, y sin ser oydo el Condestable, consiguieron la misma exempción los lugares de Tormantos y Fuencaleche, jurisdicción de la villa de Zerezo, propia de su Casa de tiempo inmemorial... y habrá un año consiguieron su libertad, uno por cuatrocientos ducados y otro por quinientos, que es de tan corta consecuencia a la Real Hacienda y de tanto descrédito a la Casa del Condestable...» Prosigue el memorial diciendo que, con atención a estas con¬ sideraciones, Felipe IV, por decreto de 30 de mayo de 1664, or-

VENTAS Y EXENCIONES DE LUGARES

95

deno al Consejo de la Cámara que se guardasen a su Casa los respetos y atenciones- debidos a su linaje y servicios, con lo que se suspendieron las exenciones que por ella se tramitaban. Enumera los_ servicios de sus progenitores. D. Bernardino, su padre, tue 22 años gentilhombre, 18 Montero Mayor, 10 Cazador Mayor levantó a su costa 1.500 infantes, sirvió en Flandes y Catalu¬ ña, etc. Por gastos derivados de estos servicios estaba pagando a la sazón su Casa réditos de más de 450.000 ducados. Pide que, como se hizo con su padre cuando fue a servir, en 1645, el puesto de Gobernador y Capitán General de Galicia, se ordene a los Con¬ sejos de Hacienda y Cámara no admitan demandas de exención de lugares durante su ausencia. Así lo acordó la reina por de¬ creto de 9 de enero de 1666, del cual pidieron traslado las ocho cuadrillas de la Merindad de Villadiego, que también solicitaban su exención.

VII Resumen de los lugares y vasallos vendidos en

1626-1668

Compuesto ya el presente trabajo, he recibido el volumen En Espagne. Développement économique, Subsistance, Declin, de J. Gentil da Silva (París, Mouton, 1965). Entre la mucha v valiosa documentación que aporta, inserta (p. 182) una relación cuyo resumen es el siguiente.

Año 1626 1627 1628 1629 1630 1631 1632 1633 1634 1635 1636 1637 1638 1639 1640 1641 1642 1643 1644 1645 1646

Lugares vendidos 31 40 30 24 5 13 5 9 2 8 3 3 1 3 6 5 —

2 4* 2 2

Vasallos 6.827 5.467 4.605 3,475 1.194 2.414 379 1.260 318 629 404 621 100 336 1.324 1.404 _

222 611 470 1.000

LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

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Año

*

Lugares vendltíos

Vasallos 60 605

1647 1648 1649 1650 1651 1652 1653 1654 1655 1656 1657 1658 1659 1660 1661 1662 1663 1664 1665 1666 1667 1668

1 3 — 1 3 8 7 6 6 5 2 2 2 12 4 3 2 2 1 1 2 4

812 477 2.681 2.109 1.227 2.199 476 191 266 282 4.599 367 308 283 930 392

Total

275

52.306

100 455 320

El texto dice por error 44.

El promedio de vecinos por lugar era sólo de 190 (unos 850 ha¬ bitantes). Del total de 52.306 vecinos, 20.082 corresponden a jurisdiccio¬ nes compradas por los propios lugares; es decir, que no dieron lugar a la formación de señoríos. (Es verdad que, en cambio, habría que incluir las autoventas, cuyo total desconocemos.) Los nobles adquirieron sólo 8.916 vasallos y los compradores no no¬ bles 23.307, lo que justifica las afirmaciones hechas anteriormente.

LA DESIGUALDAD CONTRIBUTIVA EN CASTILLA DURANTE EL SIGLO XVII *

La desproporción en los sacrificios exigidos a los vasallos de los reyes españoles durante los siglos xvi y xvii para aten¬ der a las cargas públicas, puede considerarse bajo un triple aspecto: 1) Mayor esfuerzo tributario requerido de Castilla, res¬ pecto a los demás reinos que componían la Monarquía. 2) Desigualdad legal, nacida de la existencia de clases con privilegios de inmunidad fiscal. 3) Distribución poco equitativa de las cargas a conse¬ cuencia de vicios administrativos. No vamos a tratar del primer aspecto, limitándonos a re¬ cordar que fue conocido y deplorado por los contemporᬠneos; los presupuestos que han llegado hasta nosotros del siglo XVII, aunque imperfectos, documentan el hecho, poco frecuente en la historia, de que la cabeza del Imperio, lejos de sacar provecho material de su hegemonía, se arruinaba en beneficio de las demás partes: los territorios de la Corona de Aragón, de Italia y de Flandes sólo tributaban lo necesario para su propia conservación, de suerte que, salvo los ingre¬ sos, de cuantía muy variable, procedentes de Indias, el peso abrumador que representaba sostener la política internacio¬ nal de los Austrias recayó casi íntegro sobre la fidelísima Castilla. El segundo aspecto es el que reviste mayor interés, pero, antes de consagrarnos a él, dedicaremos unas palabras al tercero. Aunque, en principio, unas mismas leyes tributarias regían para todo el territorio castellano, la distribución ar-

* Publicado en Anuario de Historia del Derecho Español (1951-1952), pp. 1,222-1.268.

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LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

bitraria de las cantidades que correspondían a cada región o lugar, la circunstancia de estar o no encabezadas las rentas reales, la posesión, por usurpación o justo título de muchas de ellas, por los señores territoriales, la índole de los arren¬ dadores y exactores, unas veces ávidos y tiránicos, otras dispuestos a complacencias y rebajas por humanidad o por propio interés bien entendido, la existencia de tributos es¬ peciales a ciertas comarcas y villas, mientras otras disfruta¬ ban de privilegios e inmunidades, creaban tal cúmulo de desigualdades que daban a la Hacienda castellana la imagen de un auténtico caos. A veces, bastaba desplazarse al pueblo inmediato para pagar la mitad o la cuarta parte que en su punto de origen, lo que debía determinar, como hemos nota¬ do en otra ocasión,' continuas migraciones de la población rural y el abandono de las localidades menos favorecidas, transformadas en los centenares de despoblados, cuyas rui¬ nas aún salpican tantas de nuestras regiones. Aunque no podremos prescindir por completo de las alu¬ didas circunstancias, nuestro propósito se concreta a la apor¬ tación de datos sobre la desigualdad tributaria personal, de mucho más valor histórico social y aun filosóñco que la te¬ rritorial por basarse en supuestos ideológicos de carácter general. Nos concretaremos en lo posible al siglo xvii y, dentro de él, al reinado de Felipe IV, en el cual se consuman las transformaciones decisivas. La crisis del privilegio de inmunidad a favor de ciertas categorías de personas fue consecuencia de la disolución del esquema tripartito medieval: Nobleza, Clero y Estado Gene¬ ral,' que nunca respondió exactamente a la realidad, y que en el siglo xvi, por el crecimiento y diferenciación del tercer estado, aparecía como una forma vacía. El privilegio tribu¬ tario de las dos primeras clases fue justificado, hasta una fecha muy tardía, por la prestación de servicios a la sociedad que equivalían a los económicos que incumbían a los plebe-

1. «La ruina de la aldea castellana». Revista Internacional de Sociología. n.í' 24 (1948). . 2. Ésta es la denominación que en España se empleó con mas frecuen¬ cia y que equivalía a la del «tercer estado» francés. En realidad, no hubo una denominación específica para designar a los no nobles; la voz plebeyo, de origen erudito, introducida por los romanistas, no tuvo nunca popula¬ ridad ni alcance legal, y en cuanto a la de pechero, tampoco abarcó a to¬ dos los individuos del estado general, entre los que hubo muchos que. por razones personales o por vivir en localidades dotadas de cxenci.’’in o privi¬ legio fiscal («villas libres»), no pagaban pecho. Esta indecisión terminoló¬ gica responde muy bien al hecho innegable de que las fronteras entre las clases sociales, nítidas en teoría, en la realidad eran muy confusas.

DESIGUALDAD CONTRIBUTIVA EN CASTILLA

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yos. la Nobleza la defendía con sus armas y el Clero, con sus oraciones. Pero el servicio militar de la Nobleza decae con la institución de los ejércitos nacionales y el descrédito de la profesión militar tan visible en el siglo xvii,^ hasta tal punto de que, a pesar del empeño de Felipe IV y Olivares muchas veces se utilizó la calidad de hidalgo no para ir, sino para no ir a la guerra.^ En cuanto al Clero, su inmunidad descansaba en más sólidos fundamentos y, teóricamente, nunca fue atacada, mas la importancia de sus riquezas y el estar empeñada España en guerras de religión también le obligaron a contribuir, y en un grado extraordinariamente elevado. No fue sólo el egoísmo lo que impulsó a los privilegiados a defender su inmunidad; era más bien el sentimiento de que ésta iba ligada a su propia posición social. Aunque en un Estado ya tan evolucionado fuera patente anacronismo, per¬ manecía todavía viv^ en Castilla la idea que asociaba el tri¬ buto con el deshonor y la servidumbre; esta idea, cuyas raí¬ ces medievales son bien conocidas,' fue la que alentó la re¬ belión de los nobles en las Cortes de 1538, la que, más de medio siglo después, condujo al patíbulo, en Ávila de los Ca¬ balleros, a don Diego de Bracamonte.' La indignidad de «hacer pechera a la Iglesia», a la que Cristo, muriendo en la cruz, hizo libre (la frase es del obispo Palafox), fue lo que envenenó las controversias entre ambas potestades en la de¬ cimoséptima centuria. Sin embargo, incluso en materia tan pasional para el sus¬ ceptible honor castellano, el realismo tenía que imponerse lentamente. Muy avanzada la edad moderna, no era posible seguir considerando al impuesto como un signum servitutis, ni pretender que los gastos siempre crecientes del Estado fueran sufragados por el soberano con el producto de los bie3. «Yo vi en un lugar de España ir un hijo de labrador a sentar plaza de soldado contra la voluntad de su padre y andar el padre y parientes llorando por la calle y diciendo que quería ser su hijo infamia de todo su linaje... Está tan persuadido el pueblo de que todos los que sientan pla^a es gente infame, que no habrá sastre ni zapatero que no tenga por gran deshonra que su hijo lo sea.» (De un ms. de la BN cit. por Juderías, Es¬ paña en tiempo de Carlos II, p, 301.) 4. Casos de este género hubo muchos, sobre todo cuando, a partir de 1640, Felipe IV quiso obligar a la Nobleza a cumplir sus deberes militares; recuérdese, por ejemplo, el ignominioso Acuerdo del Cabildo de Sevilla para no ir a la hueste, que Cánovas insertó en apéndice a sus Estudios sobre el reinado de Felipe IV, 5. Véanse las autoridades que sobre este punto alega Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros, II, pp. 496-497. 6. Sobre este aleccionador episodio, Abelardo Merino, La sociedad abᬠlense en el siglo XVI. La Nobleza, pp. 98 y 142-146.

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LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS

nes de la Corona y de algunas escasas regalías, según la tradi¬ ción feudal. Si los legistas no se encargaran de introducir otras doctrinas, la dura realidad mostraría la necesidad de que todos los vasallos contribuyeran a las cargas comunes, y que esta contribución no era cosa deshonrosa, sino justa y meritoria. Desde que los privilegiados empiezan a sentir con¬ fusamente los deberes que les impone la nueva situación que se está creando, su anhelo unánime es; pagar, pero de forma que esto no perjudique a su rango social. Jamás consentiría la Iglesia subsidios sin autorización del Pontífice; jamás de¬ jarían los hidalgos que se les impusiera un tributo directo, una capitación personal que parecería infame pecho', en cam¬ bio, se resignan a los impuestos indirectos de carácter gene¬ ral, siempre que, para salvar el principio, se les conceda una refacción, es decir, una cantidad, ordinariamente mínima, que el Estado o el municipio les conceden como indemniza¬ ción por la parte de sisa correspondiente a su consumo per¬ sonal. En el siglo xvii, los privilegiados tributan, a veces exorbitantemente, salvando con todo la ficción legal de su inmunidad por medio de distingos y arbitrios que hoy nos parecen pueriles; no pocos señores quedaron arruinados por donativos que no tenían de tales sino el nombre, pero lo esencial era que su nombre no figurase en aquellos padrones de pecheros, que en tantos pueblos de Castilla eran el único documento público que atestiguaba la división de estados. No se trataba, pues, de una mera cuestión de nombre, de un ridículo bizantinismo, sino de la defensa de algo que se estimaba ligado al propio honor y al de la descendencia. Estos que pudiéramos llamar respetables prejuicios, uni¬ dos al empeño de los reyes de hacer tributar, de una manera o de otra, a todo el mundo, fueron los que, a partir de la creación de los famosos millones en las postrimerías del rei¬ nado de Felipe II, impusieron los tributos sobre artículos de gran consumo como elemento fundamental de la Hacienda pública (y, más adelante, también de muchos municipios). Las Cortes, por los motivos que luego apuntaremos, fueron los más eficaces agentes de esta tendencia, y la apoyaron dicien¬ do que era «lo más justo, igual y exequible». No participaron de esta opinión la gran mayoría de los escritores de Política y Economía, que a porfía denunciaron las alcabalas, sisas y millones como injustas y gravosas para los más pobres. Mariana pedía que en vez de los artículos de primera nece¬ sidad se gravasen los de puro lujo, «los aromas, el azúcar, la seda, vinos generosos, volatería y otros muchos que lejos

DESIGUALDAD CONTRIBUTIVA EN CASTILLA

101

de ser necesarios para la vida no hacen más que afeminar los cuerpos y corromper los ánimos. Favoreceríase así a los pobres, de que hay en España tan gran número, se pondría coto al desenfrenado lujo de los ricos, se evitaría que disi¬ pasen sus tesoros en los placeres de la mesa, y ya que esto no se alcanzare, se haría redundar su locura en bien de la República. No se estrujaría así a los pobres dando motivo a graves trastornos ni se permitiría que aumentasen excesi¬ vamente su poder y riqueza los que ya son opulentos, pues creciendo el precio de los artículos de lujo habrían de tener mucho mayores gastos».’ Ceballos, Alcázar Arriaza, Martínez de la Mata, Centani y otros muchos que escribieron después de Mariana tuvieron aún mayores motivos de reproche para aquel sistema tributario; el autor de un «Papel sobre la de¬ sigualdad en la contribución de alcabalas» dice que éstas gravitan sólo «sobre los que trabaxan en criar mantenimien¬ tos o en hacer otras cosas que se benden y asi todos los que pagan alcabala están ya muy pobres, particularmente los mas de los labradores y quanto mas pobres mas pagan, por¬ que compran fiado el pan para vender y sembrar y pagan al¬ cabala, y en cogiéndolo llevanlo a hender para pagar lo que han comprado fiado y pagan otra alcabala... y los alcabale¬ ros, porque ven que no podran cobrar toda la alcabala, no quieren arrendalla sino muy barata, y porque ven que esta muy cara pagando de diez uno y es cargo de conciencia lle¬ varle tanto, se conciertan o mandan a pregonar que no quie¬ ren que le paguen mas que tan solamente de treynta o de quarenta uno»; y contrapone la miserable situación de los labradores y ganaderos a la desahogada de los oficiales rea¬ les, clérigos, artesanos, catedráticos, etc., que no la pagan.* Todavía, a fines del siglo xviii, cuando muchas de las in¬ justicias de este tipo de contribución se habían atenuado, Jovellanos explicó largamente en su luminoso «Informe sobre la Ley Agraria» cómo y por qué los impuestos que gravitan sobre artículos de primera necesidad, aunque por ser gene¬ rales parezcan justos, pesan más sobre los pobres, por mu¬ chas razones, de las que tres son decisivas: por no tener fru¬ tos de cosecha propia; por no gozar, como los poderosos, del favor de justicias y arrendadores, y, sobre todo, porque el pobre destina a dichos artículos la mayor parte de sus in¬ gresos. 7. 8. ms.

De rege, lib. III, cap. 7.» Papel sobre la desigualdad 13.239, folios 467 y ss.

en

la

contribución

de

alcabalas,

BN,

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Es decir, que las sisas y arbitrios análogos, combatidos en el siglo xvi en nombre de los privilegios, lo fueron en los siguientes en nombre de la igualdad, lo que indica con qué velocidad cambiaban los'términos del problema; ya no con¬ sistía éste en que contribuyesen todos, puesto que «este prin¬ cipio era por todos admitido, mediante el empleo de fórmu¬ las adecuadas para no herir ciertas susceptibilidades, sino en hacer que cada cual contribuyese según sus medios; ya no era pleito entre privilegiados y pecheros, sino entre po¬ bres y ricos, y hay que decir que el privilegio de hecho re¬ sultó más duro y más inextirpable que el de derecho. Lo que complica singularmente las cosas es que entre unos y otros privilegiados sólo había coincidencia parcial; si del Guada¬ rrama al sur nobleza y riqueza solían ir unidas, hacia el norte abundaban los hidalgos de escasa fortuna, y aun po¬ bres de solemnidad, mientras que en el estado general, al lado de los desheredados, había poderosos cuyos intereses se confundían con los de las clases superiores. La literatura de la época da la impresión de que no fue capaz de abarcar la nueva situación creada y hacer la teoría de la fiscalidad en el naciente Estado moderno; teólogos y ju¬ ristas vivían en el mundo de las ideas más que en el de la realidad, y hasta el fin del Antiguo ‘Régimen se limitaron (con alguna excepción, como la citada de Mariana) a repetir las opiniones tradicionales sobre la naturaleza del impuesto y las inmunidades legales con tal falta de originalidad y sen¬ tido de la realidad que su estudio ofrecería muy poco inte¬ rés.’ En cambio, políticos, economistas y arbitristas ven la cuestión en sus exactas dimensiones, saben que los antiguos privilegios apenas subsisten más que de nombre y se preo¬ cupan sólo de que tributen todos según sus fuerzas, sea cualquiera' la clase social a que pertenezcan; pero estas obras realistas no eran bastante respetables por carecer de las suficientes citas del Digesto y los glosadores para hacerlas ilegibles, ni tampoco, hay que reconocerlo, poseían una só¬ lida base científica; eran observaciones de empíricos, de expertos, de gente en general bien intencionada y de pocos alcances que no podía fundar una escuela de pensamiento. Por ello, la gran reforma fiscal que se inicia en las pos¬ trimerías del reinado de Felipe II con la implantación de los millones y el primer donativo general se hizo atropella-

9, Juan Laurés, Ideas fiscales de cinco grandes jesuitas españoles, Ra¬ zón y Fe, LXXXIV.

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damente, a tientas, empujados los gobernantes por necesida¬ des que no admitían demora, haciendo mucho mal para ob¬ tener poco beneficio, no por falta de buena voluntad y de sentido de la justicia, que, como veremos, no les faltó, sino porque procedían por caminos no trillados, sin plan ni visión de conjunto, atentos a remediar la necesidad del momento aunque fuese hipotecando el mañana. ¿Es que los hombres de hoy, aun provistos de un mejor bagaje doctrinal, pueden hacer en este terreno muchos reproches a los antiguos? Carlos I reinó constantemente amargado por la imposibi¬ lidad de adecuar los ingresos a las expensas de su política imperial; él ensayó la mayoría de los expedientes ruinosos con los que sus sucesores intentaron suplir la insuficiencia de unas rentas que bajaban cuando los gastos crecían. Fe¬ lipe II inauguró su reinado con una quiebra y la cerró con otra, aunque ambas cediesen en volumen y consecuencias a la famosísima de 1575. Desdq él hasta Carlos III, ningún rey de España montó al trono sin encontrarse las rentas reales empeñadas y gastadas con anticipación de varios años. Felipe III se encontró con una deuda de trece millones de ducados y el compromiso moral de no crear nuevos im¬ puestos, porque había entrado con él un personal gobernante muy opuesto al del reinado anterior, y no quería recaer en la impopularidad que los tributos causaron a su padre en sus últimos años. Seguir en detalle sus esfuerzos por no apartarse de esta línea de conducta y a la par mantener una corte fastuosa, una política exterior de prestigio y un fa¬ vorito insaciable sería curioso, pero nos apartaría de nues¬ tro objeto. Baste apuntar los siguientes hechos: Se mandó registrar la plata de iglesias y de particulares, aunque se desistió del embargo;'" se pidieron a los judaizantes portugueses 1.860.000 ducados para que pudieran trasladarse libremente al país que desearan; se trató de perpetuar las encomiendas de Indias, lo que no se llevó a efecto por haber representado en contrario el Consejo de Indias; se obtuvo un millón y medio del crecimiento de los juros. Estas medi¬ das y otras análogas pertenecen al puro arbitrismo, pero ofrecen dos características estimables y que revelan la duc¬ tilidad de Lerma en contraste con la dureza de Olivares: se trata de buscar dinero sin agraviar a los desvalidos y se retrocede antes de llegar a la ejecución si la medida parece 10. Según Cabrera de Córdoba (Relaciones---, p. 10), «afirman no pasa toda de tres millones».

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impopular. Sin embargo, este afán de hacer dinero sin que nadie tuviese que pagarlo condujo a lo que al principio pa¬ reció la piedra filosofal y luego se comprobó ser el más ruinoso de los arbitrios: la primera alteración monetaria, realizada por la duplicación del valor nominal del vellón en 1603." En general, puede decirse que el temor a la imposi¬ ción de nuevos tributos fue de fatales resultados, porque impulsó a los gobernantes a buscar recursos por medios menos productivos y, a la larga, mucho más dañosos, como fueron, a más de las alteraciones monetarias, las ventas de oficios públicos, de propios y baldíos, de hidalguías, la con¬ fiscación de las remesas de Indias y la enajenación de las rentas reales. El duque de Lerma rechazó una propuesta del procura¬ dor de Burgos, Pedro de la Torre, de hacer un repartimiento general a todos los que poseyeran más de dos mil ducados de hacienda «por ser muy perjudicial para estos reinos y de mala consecuencia para otros casos que se puedan ofrecer»." No queriendo disgustar a los altos ni a los bajos, y escar¬ mentados del mal éxito de arbitrios que en estado de pro¬ yecto parecían muy seductores, no quedó a los responsables de la cosa pública más salida que multiplicar las deudas y consumir por anticipado las rentas. Añadiendo a esto las enajenaciones efectuadas por reyes anteriores, se comprende con cuánta verdad pudo decir un ministro de Hacienda a Fe¬ lipe IV que cuando entró a reinar sólo encontró el título de rey, porque las rentas que no estaban enajenadas a perpe¬ tuidad estaban ya gastadas hasta el año 1627.” No hay materia más compleja, y al propio tiempo más instructiva, que el estudio de la hacienda de Felipe IV. Aquí nos limitaremos a entresacar algunos datos que ilustren el tema del presente trabajo. La situación financiera que heredó parecía no poder ser peor; sin eriibargo, al terminar su aza¬ roso reinado, aquellos años debieron parecerle una especie de Edad de Oro, tales fueron los apuros a que lo redujeron las terribles crisis del Imperio. Entre las medidas que adoptó para procurarse fondos las hay de todas especies, desde la bancarrqta pura y simple hasta ingresos, como el del papel

11. Hamilton, Monetary inflation in Castile. 12. Actas de ¡as Cortes de Castilla, XXIII, p. 560. 13. El más completo y luminoso resumen sobre la hacienda de Felipe IV es una exposición fechada en marzo de 1660, obra seguramente de D. José González, que obra manuscrita en la BN (ms. 9.400, folios 116-147). Tene¬ mos el proyecto de publicarla con un comentario.

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sellado, que luego fueron adoptados por las demás naciones. Las rentas que se crearon entonces configuraron la Hacienda de Castilla en sus rasgos esenciales, que apenas cambiaron hasta comienzos del siglo xix. En completo contraste con los miramientos de Lerma, Olivares se hizo odiar desde un principio por la dureza con que recabó los fondos necesa¬ rios para la prosecución de su política exterior, único obje¬ tivo que le interesaba. En este punto no reconoció diferen¬ cias estamentales, y si estrujó a los poderosos tanto como a los humildes, no fue en nombre de un ideal de justicia so¬ cial, sino porque, desde la altura en que se colocaba, todos, grandes y pequeños, no eran sino una masa de vasallos so¬ metidos a las exigencias de la tiránica Razón de Estado, cuya encarnación era el rey. Este concepto de la igualdad en la sujeción aparece aquí prefigurado mucho antes de que lle¬ gue, en el xviii, a su total realización. Mas cuando, perseguido por el odio de los Grandes, cae Olivares, el desencanto es general cuando se advierte que el monarca, prisionero también de la Razón de Estado, no puede hacer nada para aliviar la carga de sus súbditos. Al contrario, los años posteriores a 1643 no traen sino nuevas agravaciones. Lo único que puede advertirse es el redoblado empeño del rey, producto de su natural bondadoso y de las exhortaciones de los sacerdotes de que se rodeaba, por aho¬ rrar sufrimientos a los humildes y hacer contribuir a todos según las normas de las más estricta equidad; en 1652 escri¬ bía a Sor María de Agreda; «Os aseguro que se hace cuanto es posible para el alivio de los pobres vasallos y para que los ministros les traten con el amor y blandura que es razón. En lo que toca a los medios, se atenderá a usar de los más blandos y a igualar los ricos con los pobres, que, sin duda, es muy conveniente».'^ Y en la Proposición real a las Cortes de 1655 declaró que no pretendía nuevas contribuciones, sino «que se elija un medio universal que rinda lo mismo [que las existentes] y que con igual proporción grave a los que tienen caudal y no caiga sobre el pobre mendigo, sobre el jornalero, el oficial y otras personas que sólo se sustentan del trabajo personal. Que en este medio se subroguen las contribuciones que hoy se executan, que gravan tanto al Reyno; pues por solo las de las sisas de 24 millones y dos de quiebras contribuye casi diez millones cada año, y S. M. cuando más, no percibe tres y medio; todo lo demás lo 14.

Silvela, Cartas de Sor María de Agreda y Felipe IV, carta 317.

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usurpan personas de todos estados, unos dexando de pagar lo que les toca, y otros cobrando para sí lo que contribuye el rnás pobre jornalero y oficial... con que se destruye el Reino, se ofende la justicia y la igualdad».'* El propósito era excelente, pero ¿cuál era el artículo de consumo universal que podía ser la base de una contribu¬ ción única? Salvo un ensayo desafortunado que se hizo en 1630-1632 con la sal, era la harina el que parecía más obvio, y, en efecto, desde el reinado de Felipe II menudearon los proyectos en este sentido; pero si un impuesto único sobre la harina presentaba grandes ventajas en cuanto a simplici¬ dad y economía en la recaudación, ¿podía decirse que fuera equitativo? Ésta fue la objeción que en el reinado de Feli¬ pe III, tras largos debates, motivó su abandono. Volvió a sus¬ citarse el proyecto en el de Felipe IV, sobre todo a partir de 1646; parece que su principal mantenedor era el Presi¬ dente de Hacienda, D. José González, pero tropezó con la oposición de los teólogos, en especial del dominico Fr. Juan Martínez, confesor regio, quien, en sus Discursos theológicos y políticos''" trata largamente de esta cuestión, y alaba a Felipe IV porque nunca quiso aprobar este arbitrio, «...cui¬ dando de la causa de los pobres y de tanta multitud como había de padecer hambre y necesidad». 15. Danvila, El Poder civil en España, t. VI, documento 1.023, La Pro¬ posición real a las Cortes de 1660 se expresó en términos casi idénticos (ibid., doc. 1.027). 16. Alcalá de Henares, 1664, 768 folios. Consagra a esta cuestión los Discursos 6.0 y 7.°, de gran interés para la historia social. Dice que el tri¬ buto de cuatro reales en fanega de trigo fue propuesto muchas veces en los últimos catorce años, y contó con aprobaciones de teólogos, ministros y prelados (véase Colmeiro, Historia de la economía política en España. I, p. 571), pero nunca con la del rey. La injusticia de este tributo la fundamenta en que para los pobres el pan representa las tres (cuartas) partes de su sus¬ tento; calcula que los acomodados, que hacen sólo dos comidas, comen un panecillo a la mañana y otro a la noche; total, una libra; pero los campe¬ sinos «comen cada uno más de tres libras, porque almuerzan, comen, me¬ riendan y cenan; y lo que más comen son migas y sopas, sobre todo desde que las sisas han encarecido la carne, pues las ollas que comen son de ber¬ zas o nabos y algún poco de cecina o tocino»; todo lo cual dice que lo ha visto y preguntado. Truena contra un memorial cuyo autor no cita (tal vez uno fechado en 17 de abril de 1630, BN, ms. 6.389, que una anotación atribuye a D, José Gónzález), por decir que los pobres pueden comer pan de calidad inferior; se indigna de que se destine a los trabajadores el «pan de perros», y el de flor a los ricos. Tiene además el arbitrio por impractica¬ ble, porque habría que poner estrecha vigilancia en los molinos; ahora bien, en muchos lugares «los molineros en toda su vida se desnudan, ni tienen más camas que unos pellejos, y duermen pegados a un poco de lumbre»; los recaudadores no podrían sobrellevar esta vida tan miserable. En el Discur¬ so 6.0 hace suyas las durísimas palabras que San Juan Crisóstomo dirigió a los ricos por el trato que daban a los labradores. Este acusado sentido social, en defensa de los menesterosos, fue fre¬ cuente en la Iglesia española; ya a principios del reinado de Felipe III con-

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En definitiva, el impuesto único fue' una aspiración cien veces renovada en el transcurso de dos siglos, que nunca pudo ponerse ert ejecución; ni el tantas veces discutido pro¬ yecto de la harina, ni la capitación propuesta por Duque de Estrada,” ni la contribución general de Alcázar Arriaza,” ni el impuesto progresivo del P. Bautista Dávila,” ni el’ im¬ puesto único sobre la tierra, preconizado por Centani,“ ni otros muchos medios y arbitrios propuestos, algunos de notable audacia, precursores de modernísimas orientaciones, llegaron a establecerse, unas veces por motivos de concien¬ cia, otras, por la resistencia de los interesados; las más, porque una reforma de tal envergadura se temía, con razón.

siguieron los eclesiásticos que se desechase el tributo sobre la harina (Ca¬ brera, Relaciones-p. 2). Sin embargo, no faltaban quienes preconizaban dicho tributo como más justo; por ejemplo, el autor del susodicho memorial atribuido a D. José Oonzalez, que comienza así: «Señor. — La obligación de contribuir los va¬ sallos para la defensa del estado y conservación de los reynos está fundada en derecho divino y natural, y uno y otro disponen que el tributo ha de ser general y proporcionado a la posibilidad del vasallo y a la necesidad del Príncipe»; palabras que reflejan el punto de vista de los «altos funcionarios» de formación romanista. 17. El Memorial de D. Juan Duque de Estrada (BN, ms. 18.728-40) comprende dos partes: la primera sobre una leva de 24.000 soldados; la segunda es un proyecto de sustitución de todos los impuestos por una capi¬ tación, partiendo del supuesto ilusorio de que se hallaría un millón de per¬ sonas que dieran veinte ducados al año y medio que diesen cuarenta. Dice que el duque de Pastrana, al explicarle el proyecto, dijo que de buena gana daría dos mil ducados pagando por veinte personas, y que lo mismo harían otros. 18. Medios para el remedio único y universal de España, librados en la ejecución de su práctica, Córdoba, 18 folios, 1646. El folleto de Alcázar Arriaza, aunque impreso, es menos conocido de lo que merece por las curiosas no¬ ticias que contiene. En la primera parte de su discurso propone la supresión de todos los impuestos menos los pechos reales «para que no se perjudique la nobleza»; se sustituirían por una contribución voluntaria en su cuantía, pero que no podría ser inferior a un ducado anual para los pobres y el 2 por 1.000 del capital para los ricos; con tan módico tipo contributivo pretende que se podrían recaudar 31 millones, suponiendo que existían 100.000 grandes for¬ tunas de 30.000 ducados; 500.000 labradores y ganaderos poderosos a 8.000; 500.000 fabricantes y mercaderes, un millón de «gente mediana» a 3.000, y un millón de pobres. Parece increíble que un funcionario de Hacienda hiciese unos cálculos tan quiméricos; de ser ciertos, la renta nacional de Castilla pa¬ saría de 750 millones de ducados, cuando apenas llegaría a la quinta parte de esta cantidad. De más valor para contrastar la realidad es la segunda parte, que trata de la desigualdad en la tributación, «pues casi todo recae sobre los pobres». 19. Resumen de los medios prácticos para el general alivio de la monar¬ quía, 1651 (cit. por Colmeiro, Historia de la Economía, I, p. 576). 20. «Tierras. Medios universales propuestos desde el año 665 hasta el 671 para que con planta, número, peso y medida tenga la Real Hacienda dota¬ ción flja para asistir a la causa pública. Remedio y alivio general para los po¬ bres, cortando fraudes de que han hecho patrimonio los que los dominan» (La Lectura, II, pp. 296-312. Edición costeada por el georgista norteamericano Fiske Warren).

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que produjera, durante la etapa de transición, una baja de la recaudación, y las necesidades eran tan continuas y apre¬ miantes que obligaban a preferir el pájaro en mano por desmedrado que fuera. Un medio muy socorrido en el rei¬ nado de Felipe IV fue el aumento del valor nominal del ve¬ llón, acerca del cual ha escrito Hamilton con su reconocida competencia, aunque, por haberse confinado en el estudio de los textos legales y su repercusión en los precios al por mayor, no pueda considerarse agotado el tema; falta estudiar sus efectos en las diversas clases sociales, acerca de lo cual hay abundantes y sabrosos datos en la literatura de la épo¬ ca. Lo que de ellos se desprende (no podemos hacer aquí sino apuntar aquellas conclusiones que, bien documentadas, requerirían amplio espacio) es que, a pesar de su apariencia general e igualitaria, dicha medida resultó injusta y dañosa en alto grado. Keynes escribió, tal vez en sentido irónico, que la inflación es el impuesto ideal porque es, aproximada¬ mente, proporcional a la fortuna y no implica gastos de recaudación, pero las alteraciones monetarias de Felipe IV no apoyan esta tesis, pues, de un lado, la operación, por los desechos del resello, las falsificaciones, etcétera, producía importantes pérdidas, y, por otra, lejos de gravar proporcio¬ nalmente a las fortunas, perjudicó poco a los grandes seño¬ res, cuyas riquezas consistían, sobre todo, en bienes raíces y objetos suntuarios, mientras que arruinó a muchos comer¬ ciantes, artesanos y burgueses. Lo que más se aproximó al impuesto progresivo sobre las fortunas fueron los donativos y empréstitos forzosos, de los que Felipe IV hizo uso en mayor escala que ninguno de sus predecesores o sucesores, hasta el punto de que constituye¬ ron una de sus principales fuentes de ingreso; por ello, y por la significación que tuvieron como medio de hacer contri¬ buir a los poderosos sin distinción de clase ni rango, merecen ser examinados con alguna mayor detención.^' 21. La documentación referente a donativos está casi toda en el Archivo de Simancas. CJH, legajos 538. 544. 573, 1.260 a 1.293, 1.763-65, 1773-80, 1.782-83, 1.825, 1.827 y 1.840. También hay algo en la sección Diversos de Castilla, y en el Archivo antiguo del Consejo del AHN. Bibliografía general: «Donativo real. De la amorosa y recíproca correspon¬ dencia que deven tener con su príncipe y señor natural como el César con sus vasallos» de fray Damián López de Haro, Madrid, 1625, 60 hojas, 4.° «Con¬ veniencias del donativo voluntario que hacen a S. M. sus Reinos. Propónelas D. J. Maldonado y Pardo, Abogado de los Reales Consejos, y las dedica al Conde de Castrillo», 14 hojas (Paz, Cat. docs. esp. Archivo Ministerio Asuntos Extr. París, n.® 641). Navarrete, «Conservación de Monarquías», discurso VIII, «Del donativo voluntario». Alosa, «Exhortación al Estado eclesiástico para que con voluntarios donativos socorra a los exércitos católicos de España», Madrid,

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En los últimos años del reinado de Felipe II, las Cortes emitieron varias veces la idea de un empréstito forzoso que librara a la Hacienda de las garras de los asentistas; el mo¬ narca ordenó ponerlo en ejecución poco después del desastre de la Invencible, encargando de su recaudación a religiosos de diversas órdenes. A pesar del nombre de empréstito, se admitieron también donativos; algunos fueron de gran cuan¬ tía; p. e., el arzobispo de Sevilla dio 30.000 ducados; el duque de Arcos, 70.000; el de Osuna, 70.000, y otros tantos presta¬ dos, etc. Muchos nobles pidieron facultad para vender o to¬ mar a censo sobre sus bienes de mayorazgo; el carácter excepcional de la petición estimulaba la generosidad, que luego, con la reiteración, se fue extinguiendo.^ Gran sen¬ sación causó esta pública confesión de la inopia del señor de ambos mundos, y una exagerada frase de González Dávila, que hablaba de «pedir limosna de puerta en puerta», marcó, desde entonces, como un estigma el ocaso de aquel reinado. Tenemos escasas noticias de un donativo que se pidió en los primeros años del reinado de Felipe III, hasta el punto de que algunos autores no creen que llegara a realizarse. Pa¬ rece que se destinaba a saldar débitos pendientes con los banqueros Centuriones. El primer donativo del reinado de Felipe IV empezó a cobrarse en 1625“ o quizá algo antes, pues en un billete de 16 de enero de dicho año, dirigido a las Cortes para agrade¬ cerles su aportación de 114.000 ducados, decía que pasaba ya

1655, 74 hojas, 4.° Fue reproducida casi íntegra a principios del siglo xviii por Vega Vergado, «Exhortación general-«El donativo voluntario que a la Magestad Católica hacen sus reinos-.-», 4 folios impresos, s. 1. ni a. Anónimo (BN, ms. 6.389). Obra de un eclesiástico a juzgar por la abundancia de citas bíblicas; cita como precedente el donativo que se hizo a Carlos V en 1526 para la guerra de Hungría; después enumera; el de 1596-1597 para Felipe II, el de 1604 para Felipe III, y otro que por la mención de la donación de joyas por la reina y la infanta, debe ser el de 1625; dice que la idea no partió del monarca, sino de un «alto eclesiástico» para ayudar al rey sin lastimar a los pobres. Pocas y no muy exactas son las noticias que proporciona Canga Ar¬ guelles, Diccionario de Hacienda, art. «Donativos». 22. Respuestas que dieron los Grandes, Prelados, Cabildos y Universida¬ des del Reino a las Cartas de S. M. para que tomasen parte en el empréstito del año 1590. Arch. Simancas, Diversos de Castilla, legajo 30. Esta interesante documentación ha servido de base a dos artículos: «Cómo se hacía un emprés¬ tito en el siglo xvi», de J. Paz (RABM, X, 1904, pp. 98-408) y «El P. Domingo Báñez y Felipe II. Historia de un empréstito» (Ciencia Tomista, enero 1927). Una brevísima nota sobre «Valladolid en el empréstito de 1592» apareció en el Bol. Soc. Cast. Exc., IV, p. 526. 23. C. Espejo, «Preliminares en Madrid y su jurisdicción del donativo de 1625» (RÁBMA, Madrid, II, pp. 553-559). A. Martínez Salazar, «Repartimien¬ to de 1625», Galicia, II (1888), pp. 623-624.

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de millón y medio lo que se le había ofrecido. Agregaba que lo que se recaudase se había de emplear «solamente en el desempeño de mi hacienda, sin que para ninguna necesidad, por apretada que sea, se haya de llegar a este donativo, de que doy mi fe y palabra real».^‘ Contribuyó a él todo género de personas, desde la reina y la infanta 0.“ María, que se des¬ prendieron de algunas joyas, hasta los gremios de artesanos. Una carta del corregidor de Madrid al Presidente del Consejo, publicada por Espejo, detalla la forma en que se pidió el do¬ nativo. Personalmente, acompañado de un regidor, el párro¬ co y un escribano, visitó a los vecinos pudientes, exhortándo¬ los y avivando su emulación con lo que habían dado otros. Reunió los gremios y les ponderó las ventajas que resultarían el desempeño de las rentas reales. A las villas y lugares llega¬ ba un día de ñesta y, a la salida de la misa, pedía, uno por uno, a los vecinos, y después al Ayuntamiento como entidad. A ñn de que nadie pudiera excusarse con la falta de numera¬ rio, se admitían también créditos y dádivas en especie. No to¬ dos los corregidores desplegarían igual celo, pues, de hacerlo, la recaudación hubiera sido ingente. Sevilla, entonces en la cúspide de su opulencia, destacó por su generosidad; dio, se¬ gún manifestaciones de un regidor, 500.000 ducados, y dos mil soldados pagados por un año en Italia.“ Animado por el buen éxito de este primer ensayo, y obli¬ gado por las necesidades del Erario, que, lejos de quedar des¬ empeñado, se hallaba exhausto por las guerras, el monarca ordenó en abril de 1629 se pidiera un nuevo donativo a los particulares, ayuntamientos, prelados, cabildos y comunida¬ des eclesiásticas; los encargados de representarles las nece¬ sidades públicas fueron personas enviadas por el Consejo, las cuales convocarían los concejos, les concederían los arbitrios necesarios para la recaudación del donativo, darían facultad para tomar censos sobre bienes vinculados y de mayorazgos, indultarían o conmutarían penas, visitarían las cárceles, «aun¬ que fuesen de Chancillerías y Audiencias», avocando así las causas civiles y criminales, examinarían los libros de Conce24. Actas de las Cortes, XLIl, p, 154. La circular anunciando la petición del donativo puede leerse impresa en las Memorias históricas■■■ de Zamora, de Fernández Duro,' II, p. 562. La Junta del Donativo la formaban el CondeDuque; el conde de Chinchón; D. Diego Contreras, del Consejo de Indias; D. Juan de Castro, corregidor de Madrid; Horacio Doria, canónigo toledano, y el secretario Francisco Gómez de Lasprilla. 25. Guichot, Historia del Ayuntamiento de Sevilla, 11, p. 218. Sólo el co¬ mercio sevillano dio 300.000 ducados (ibid., p. 248). En cambio, el siguiente donativo de 500.000 ducados se recaudó mediante ciertos arbitrios que gravaban a todos los vecinos.

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jos, las cuentas de Propios, Pósitos y Arbitrios para hacer las ejecuciones y cobranzas que conviniesen, etc.“ Como en la ocasión anterior, Sevilla fue la ciudad que aprontó mayor cantidad: 500.000 ducados pagaderos en diez años, mediante la concesión de ciertos arbitrios. Aparecen aquí elementos nuevos que, si bien eñcaces para incrementar la recaudación, se revelarían más tarde de ma¬ lísimas consecuencias; la paga de las cantidades ofrecidas mediante sisas equivalía a un incremento de los dañosos mi¬ llones, y la conmutación de penas por dinero interñrió la nor¬ mal acción de la justicia." Otros inconvenientes, no pequeños, del nuevo sistema fueron la prolongación de las cobranzas, que daba apariencias de impuesto permanente a lo que debía ser rasgo momentáneo de desprendimiento, y las consigna¬ ciones a proveedores y hombres de negocios sobre los pro¬ ductos del donativo." Hume menciona un donativo en 1632 que debió ser muy general, pues dice que se aceptaban entregas desde cuatro rea¬ les.” Lo de «la limosna de puerta en puerta», que era exagera¬ ción inadmisible tratándose del pedido por Felipe II, se iba haciendo realidad. Las «Cartas de Padres de la Compañía de Jesús» mencionan, en 1634, una orden del Consejo al corregi¬ dor de Salamanca «...para que pida en esta ciudad un dona¬ tivo de esta suerte: que entre en cada casa y pida de por sí al marido; luego de por sí a la mujer; después a cada hijo, y últimamente a cada criado o criada. Está el corregidor afli¬ gido, y se ve obligado a hacerlo»." El no haber hallado otras 26. La carta circular del monarca se halla impresa en las Noticias y do¬ cumentos para la historia de Baeza, de Fernando Cózar Martínez, Jaén, 1884, pp. 460-462. 27. Los autos y consultas de la Sala del Donativo contienen en este aspec¬ to particulares muy curiosos; por ejemplo, lo referente al indulto de dos indi¬ viduos que habían escalado un convento de monjas de Allariz; la Sala lo soli¬ citaba por entender que no llegaba a la categoría de delito grave, que no pu¬ diera redimirse con dinero; pero el rey no quiso otorgar el perdón (AHN, Con¬ sejos, legajo 7.145). Los donativos solían administrarse por una Junta especial (véase Espejo, Enumeración y atribuciones de algunas Juntas de la Admón. es¬ pañola)-, pero la de 1629 se llamó Sala, quizá porque todos sus miembros per¬ tenecían al Consejo de Castilla. 28. En el legajo citado en la nota anterior hay una consulta sobre los inconvenientes que resultaban de que a los herederos de Marcos y Cristóbal Fúcar, proveedores de la Casa Real, se les hubiese librado el cobro de 56 cuen¬ tos 250.000 maravedises en el donativo para las guerras de Italia porque intro¬ ducirían ejecutores para su cobranza, contra el carácter suave que debería te¬ ner. Felipe IV decretó, con la bonhomie que le era natural: «Como quiera que desto pende mi comida, me conformo con la Sala, advirtiendo a los a quien tocare satisfacer a los Fúcares que si no lo hiciere no comeré, y quedo cierto que con esto no habrá falta.» 29. La Corte de Felipe IV, cap. VI. 30. Memorial Histórico Español, XIII, pp. 59-60.

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huellas de estos donativos, nos induce a pensar que fuesen medidas locales, quizás para saldar el que empezó a cobrar¬ se en 1629. Fue en 1635, fecha de la entrada franca en guerra de Francia contra la Casa de Austria, cuando este medio de procurarse ingresos extraordinarios tomó un volumen que desde entonces no cesó de crecer, y al par adoptó una fisono¬ mía completamente nueva; aunque por guardar ciertos mi¬ ramientos se conserven los nombres de donativo y emprés¬ tito, nadie se engaña acerca del carácter de contribuciones extraordinarias o derramas forzosas que toman, y las veja¬ ciones a que dan lugar originan protestas; pero el cada vez más impecunioso monarca, lejos de prescindir de este arbi¬ trio, lo prodigó con tal frecuencia, que resulta difícil seguir la serie de los donativos, porque aún no había terminado la cobranza de uno cuando comenzaba la del siguiente. Dicho año 1635 otorgaron las Cortes nueve millones de ducados en plata,’’ pagaderos en tres años; de ellos, cinco millones y medio se obtendrían de un donativo que se pedi¬ ría en España e Indias. Su cobranza duró hasta 1637, y no se dejó ningún resorte por tocar para que la recaudación fuera copiosa. La «Instrucción general» enviada a los comisiona¬ dos para pedirlo dice, entre otras cosas: «Que este donativo se ha de pedir a los prelados, comunidades y particulares eclesiásticos, y ansí mismo a todos los particulares de qualquier calidad y estado que estuviesen en el Reyno con más comodidad, proponiéndoles las causas con las fuerzas que ellas traen consigo y que se espera de tales ministros, y pro¬ curando que lo que pareciese justo dé el particular a quien se pide sea de contado, y en plata lo más que ser pueda... »Que se ha de discurrir por todos los lugares de [cada] obispado, y en ellos se ha de pedir por sus propias personas a cada particular, ayudándose de todos los medios que le pareciesen convenientes para que las persuasiones aprove¬ chen... Y porque los hijosdalgo en todas partes están aper¬ cibidos para salir a las fronteras quando S. M., y esta salida está ya en estado que será muy breve, y se imbiará orden muy presto a los lugares para que se vayan acercando los dichos hijosdalgo a las fronteras para esperar a S. M. Y por¬ que se entiende que avrá muchos hijosdalgo en el Reyno que por impedimentos y otras razones particulares desea¬ rán quedar en su casa, se dá facultad al señor . para que pueda componer a dinero en plata lo más que pu31.

Danvila, «Cortes de Madrid de 1632-1636», BAH, XVI.

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diere y a plazos esta obligación de salir con S. M. por el precio que justo pareciese, con atención a los caudales de los dichos hijosdalgo. »Este donativo no se ha de pedir a los ayuntamientos se¬ culares, por quanto se desea que no grave a los pobres» (porque los ayuntamientos los sacarían de sisas o de los caudales de Propios); sin embargo, más adelante se advierte que «... este donativo ha de ser general, y se ha de pedir a todas las personas en particular, con esta distinción: que de los pobres se ha de tomar lo que dieren, de los más des¬ cansados se ha de sacar lo que se pudiese; pero con los más ricos se han de hazer diligenciad..., informándose primero del caudal de cada uno con todo secreto, y de las obligacio¬ nes que tiene, y esto de personas muy confidentes y de buena intención, y si aviendo precedido estas diligencias y las exhortaciones que en esta instrucción se advierten no pudiese reduzirlos a lo que fuese justo, podrá valerse de los medios que le pareciesen menos ruidosos, y quando nada desto valga, les mandará por un auto que dentro de uno o de dos días a lo más largo, y con las penas que le pareciese, parezcan ante [el comisionado del Consejo]». Se advierte que a los familiares del Santo Oficio se ha de pedir como a los demás, «porque se presupone que son las personas más ricas».“ He aquí la descripción de la cobranza de este donativo en Granada hecha por un vecino de esta ciudad: «En este año de 1636, estando S. M. muy apretado con tantas guerras envió a pedir a esta ciudad de Granada un donativo que llamaron el grande, porque comprendió a pobres y ricos con precisa obligación, haciendo los repartimientos conforme a la hacienda y caudal de cada uno, y para conseguirse le dió comisión de ello al licenciado D. Luis Gudiel, del Consejo de S. M. y su oidor en el Real de Castilla, que fué oidor en esta Real Chancillería de Granada, el qual vino a ella de asiento con su casa y familia para el dicho efecto y ansí mismo para vender oficios tocantes y pertenecientes a S. M. Empezóse el repartimiento del dicho donativo con tanto rigor aunque su paga había de ser pagada en tercios reparti¬ dos en tres años. Dixose de muy cierto que de la pesadum¬ bre de tan grande repartimiento murieron algunas personas en esta ciudad, y fué cierto el morir Juan de Almazán, escri¬ bano del rey ntro. Sr. y Don Diego Enriques de Horozco, 32.

BN, ms. 6.434, folios 363-364.

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secretario del Crimen desta real Chancillería, porque le re¬ partieron mil ducados de plata. 'También se dixo de muy cierto que de la pesadumbre de otro repartimiento grande perdió el juicio el jurado Martín de Herrera, y a otras per¬ sonas a quienes se les recrecieron las enfermedades».” Debió haber algo más que habladurías en los excesos atri¬ buidos a los encargados de recaudar el donativo, porque el Consejo se hizo eco de las quejas; una de las consultas se refiere a D. Diego Angulo, fiscal de la Chancillería de Gra¬ nada, encargado de pedir en el obispado de Badajoz; decíase que había obligado a huir, abandonándolo todo, a individuos a quienes había repartido cantidades excesivas.” También se quejaban las ciudades de que los comisionados alentaban a sus lugares a pedir la exención, prometiéndoles privilegios de villazgo mediante la entréga de ciertas cantidades. Más delicado aún era el punto de justicia por las conmutaciones, apelaciones e indultos de penas que pronunciaban, hasta el punto de que hubo que revocar (25 de junio de 1637) los indultos de galeotes, porque los habían alcanzado un gran número, precisamente en sazón que hacían tanta falta en las galeras que llegó destinado D. Pedro de Amezqueta a Anda¬ lucía para procurárselos por todos los medios posibles.” Quizás, recordando estas incidencias, las Cortes, al votar a fines de 1638 un nuevo servicio de nueve millones en plata, pusieron por condición que en los tres años que había de durar «no se pueda pedir donativo voluntario ni involunta¬ rio», pero la Junta de Cortes opinó que «sólo le toca pre¬ venir el involuntario y no el voluntario».” El siguiente año, por el retraso de la Flota, se debían a los hombres de nego¬ cios 1.400.000 ducados de plata, de los cuales se resolvió obtener por vía de empréstito 550.000 en Castilla y 250.000 en Aragón y Portugal. Un decreto de Felipe IV precisa que no se admitiría nada como donativo, y que devengaría el 8 % de interés, empeñando su real palabra de pagar tan pronto llegasen los caudales de Indias. Los ministros del Consejo debían aprontar 50.000 ducados; a los prelados se pedirían 40.000, y por este tenor al resto del Clero, Chancillerías y Audiencias, corregidores, etc. Desde 1640, las demandas de donativos y empréstitos for33. F. Henríquez de Jorquera, Anales de Granada (ed. Marín Ocete), ai año 1636. 34. AHN, Consejos, legajo 7.145. 35. AHN, Consejos, legajo 7.155, n.® 7. 36. Danvila, El Poder civil en España, VI, doc. 981.

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zosos se suceden sin interrupción, unos generales, otros limi¬ tados a ciertas categorías de personas, por ejemplo, los titu¬ lares de cargos públicos, o los individuos del comercio de Indias, que varias veces fueron requeridos para aprestar fondos para la Flota. Cada vez recurrió el Gobierno con más frecuencia a este medio, que tenía la doble ventaja de pro¬ curarle el dinero con rapidez y casi sin gastos recaudatorios para las inaplazables necesidades que continuamente ocu¬ rrían. Un «Donativo general por fuegos», planeado en 1640 con anuencia de las Cortes, no pudo realizarse por las in¬ mensas dificultades que surgieron, y fue reemplazado por peticiones de dinero a las personas acomodadas de las prin¬ cipales ciudades.” «Se comenzó en Madrid —dice Novoa—, por vía de fuerza de justicia a pedir a la gente de ella, como médicos, abogados, hombres de negocios, mercaderes, pla¬ teros, roperos y a los demás oficios, a quién mil ducados, a quién quinientos, trescientos, doscientos, sin bajar de cua¬ trocientos reales de plata, que ya no querían cuartos, por¬ que todos los habían cogido y encerrado en la casa del Teso¬ ro. Pedíase tomasen juros sobre el papel sellado, y también se pedía por empréstito hasta la venida de galeones, dando a tanto por ciento que después salía vano, y al que de grado no consentía le ponían guardas».” Esta última frase demuestra el rigor con que se exigían los supuestos donativos; y no es encarecimiento del maldi¬ ciente Novoa, pues en 1644, con ocasión de otro empréstito forzoso, el Consejo representó al rey los inconvenientes que traían consigo estos apremios. Mostróse de acuerdo el mo¬ narca, pero hubo aquellos años, con los franceses en Lérida y los portugueses talando Extremadura, momentos tan som¬ bríos, que había que posponer todo miramiento. Así, cuando en 1645 representó el Presidente del Consejo: «El donativo de esta Corte se va juntando sin cesar, no ha parecido pro¬ ceder con prisiones ni guardas por no hacer odioso el ser¬ vicio y levantar clamores, y así es fuerza dure la ejecución; si fuere menester mayor aprieto, se pasará a él», respondió

37. Este donativo se exigió también en plata; así se desprende del siguien¬ te párrafo de la carta de un padre jesuita: «Pidiósele este mes de octubre [de 1640] a los de Sevilla que aprontasen para S. M. 500.000 ducados a 6 % y valió a 50 %.» En efecto, el premio de la plata sobre el vellón llegó aquel año al 50 %. Cuatro años antes, cuando se pidió el primer donativo en plata, sólo estaba a 25. Otra carta de la misma colección dice: «En Madrid repartieron por fuerza a 75 individuos 10.000 ducados de plata, y a otros muchos a me¬ nos» (Cartas de algunos PP. de la C.« de J., IV, pp. 32 y 255). 38. Historia de Felipe IV, III, p. 352.

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el rey que lo que importaba era que la recaudación no se demorase.” En esta ocasión, fue el propio D. Luis de Haro, sucesor en la privanza del Conde Duque, el que tuvo que ir precipitadamente a Madrid a buscar dinero para lo más ur¬ gente; de allí sacó 400.000 ducados, y a continuación 200.000 al Ayuntamiento de Sevilla, a quien halagó diciendo de parte del rey «que de todo su Reino era el brazo derecho Sevi¬ lla»; " el municipio sevillano fue más largo en prometer que en cumplir; ordenó repartir aquella cantidad por casas, pero nueve años después sólo se habían hecho efectivos 30.000 ducados.^' Como sería largo y fatigoso seguir detallando las inciden¬ cias de los posteriores donativos, nos limitaremos a mencio¬ nar: el reparto forzoso de juros a 10.000 el millar, hasta un total de 1.460.000 ducados, autorizado por las Cortes en 1646;^^ el donativo ofrecido por el Consejo en 1648 para la jornada de la reina; ” el mencionado por Novoa en 1649,” que tal vez sea idéntico al anterior; el de 1651 para satisfacer a los hombres de negocios, que consistió en un millón de repartimiento entre todos los que servían oficios y 400.000 a pagar por las provincias, iglesias y comunidades;” el de 1654, que contenía la novedad de limitar la cantidad máxi¬ ma exigióle a 500 ducados de plata;” el de 1659 para los gas¬ tos del tratado de paz y casamiento de la infanta, que montó dos millones, uno se pidió a los particulares y otro a los Ayuntamientos,” y el de 1664, para la guerra de Portugal, que fue el último que pidió Felipe IV; también se exigió a las ciudades, villas y lugares, los cuales solían aprontar la can¬ tidad requerida con sisas y otros arbitrios, o empeñando sus Propios. Esto representaba la total desnaturalización del sistema de donativos. 39. 40. 41.

Codoin, 95. p. 194. Op. cit., lib. XIII.

Guichot, II, p. 257, y Arch. Munic. de Sevilla, Papeles importantes.

Donativos.

42. C. Espejo, «Un empréstito forzoso en el reinado de Felipe IV», Bol. Soc. Cast. Exc. (junio 1910). 43. AHN, Consejos, legajo 7.160, exp. 59. 44. Op. cit., IV, p. 549. 45. AHN, Consejos, legajo 7.137. El repartimiento por provincias tiene interés para conocer la riqueza que tenía (o que se atribuía) a cada una; la de Sevilla va a la cabeza con 96.300 ducados, seguida por Toledo, con 50.350, y Madrid, con 36.600. También se repartió más a la mitra de Sevilla (6.000 du¬ cados) que a la de Toledo (4.000). Esto demuestra el papel que aún desem¬ peñaba Sevilla, a pesar de que acababa de sufrir la desastrosa peste de 1649. 46. Danvila, «Nuevos datos para escribir la historia de las Cortes en el rei¬ nado de Felipe IV», BAH, XII. 47. AHN, Consejos, legajo 7.169.

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Empréstitos y donativos se habían convertido ya en una pieza irregular, mas indispensable, de la Hacienda castella¬ na; Carlos II siguió usándolos, no con tanta prodigalidad, pero con parecidas características: unas veces, como en 1668, guardas que devengaban cuatro reales diarios, a los reacios, era el préstamo a pagar cuando llegara la plata de Indias; otras, como en 1677, el reparto forzoso, adjudicando cuatro Hacen su última aparición en la Guerra de Sucesión, durante la cual se pidieron varios muy pesados, y después, con la mejora y regularización de la Hacienda, se pudo prescindir de un arbitrio que comenzó acertado y terminó por ser in¬ justo y gravoso. A fines del xviii, cuando la memoria de tales exacciones se había ya perdido, tuvo enorme éxito el donativo, auténtico y espontáneo, para la guerra contra los revolucionarios franceses, que, según Cangas Argüelles, pro¬ dujo 160.000.000 de reales. Con él se cierra este capítulo de nuestra historia financiera. Otros medios de hacer contribuir a los más acaudalados fueron puestos en práctica en el siglo xvii; se pidió la plata labrada a los particulares y a las iglesias; se retuvo unos años la totalidad, otros, la mitad de los juros;'* se estable¬ ció la media annata de mercedes;” se pidió a los grandes y títulos que levantasen soldados a su costa; se convirtió el servicio personal de lanzas, en prestación pecuniaria, etc. La raíz de todas estas disposiciones que tan duramente castiga¬ ban a las clases más elevadas hay que buscarla en la impo¬ sibilidad en que se hallaba el pueblo de sostener los gastos de una guerra interminable; fue, pues, un motivo oportu¬ nista, y a la vez impregnado de sentimientos de equidad y conmiseración hacia los pequeños, el que impulsó a Feli¬ pe IV y sus ministros a dirigir hacia arriba los tiros de su 48. J. Barthe Porcel, Los ¡uros, Murcia, 1949. Poco espacio dedica a las vicisitudes de los juros en el siglo xvn. 49. Media annata de mercedes. Reglas generales para su administración, beneficio y cobranza, Madrid, 1664, 1664; impreso de 24 folios en el que están recopiladas todas las disposiciones relativas a este impuesto, creado en 1631, aumentado un 50 % en 1642 y restituido a su primitiva cuantía en 1649. No se extendía a todos los cargos retribuidos (los corregimientos, por ejemplo, es¬ taban exentos), y en cambio incluía muchos honoríficos. Por él nos enteramos de que una plaza de cronista mayor de Aragón devengaba 40 ducados; un ca¬ ballerato de id., 600 reales; un título de ciudadano honrado de Barcelona, 400 reales de plata; de otras ciudades de la Corona de Aragón, 200; los títulos de dones, 200; siendo por vidas, 400; perpetuos, 600; «todo en plata, por ser para las Coronas de Aragón e Italia». (Aquí lo de Quevedo: «Yo he visto sastres y zapateros con don --» Todavía a fines del xviii incoaba el Consejo de Castilla expedientes para el uso de don.) En cambio, un examen de médico sólo tributaba tres ducados por media annata, dos el de un boticario y otros tantos el de un cirujano.

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fiscalidad devorante. Por desgracia, las medidas draconia¬ nas que castigaban a los ricos, tales como repartos forzosos y retenciones de juros, tenían carácter extraordinario, mien¬ tras que los arbitrios y sisas en artículos de consumo se consolidaron como fundamentales, por lo que puede decirse que en el fondo, aun después de reconocida la igualdad de todos ante el impuesto, aquel sistema tributario seguía siendo injusto. Es interesante anotar, en los primeros años del reinado siguiente, la disparidad de criterio entre la regente y el Consejo en cuanto a tributación por conceptos de lujo; se oponía el segundo a la imposición de arbitrios en la nieve y los coches, basándose en que los perjudicados serían se¬ ñores y eclesiásticos;” no tuvo la reina en cuenta estas inte¬ resadas razones, mas, en cambio, triunfó el criterio del Con¬ sejo al dictaminar contra un proyecto de impuesto suceso¬ rio, moderadísimo, pues sólo se gravaría el 5 % y quedarían excluidos de él los ascendientes y descendientes directos; aquellos dignos consejeros no encontraban palabras bastan¬ te duras para estigmatizar la propuesta a pesar de que, por su formación romanista, debían estar familiarizados con la vicessima haereditatum; ponderaban el desacato a la volun¬ tad del testador, el descrédito a que daría lugar el inventa¬ rio de bienes, la multiplicación de pleitos que se originaría y otros argumentos del mismo jaez, y terminaban su largo alegato encareciendo que nunca jamás se admitiese un arbi¬ trio tan perjudicial, con cuyo parecer se conformó la reina.” Realmente, parece inexplicable que en una época en que no se desechaba ningún medio, por poco escrupuloso que fuera, de arbitrar ingresos, no se echara mano de éste, que parecía tan obvio, pues no puede caliñcarse derecho sucesorio la práctica brutal de los expolios episcopales. El único intento en este sentido fue la tasa del 5 % establecida sobre la suce¬ sión de censos y oñcios; las Cortes quisieron ampliarla, en 1638, a las sucesiones de juros, pero el rey no aceptó la pro¬ puesta ” y la Junta de Cortes no sólo aprobó esta negativa, sino que propuso suprimir también la tasa sobre los cen¬ sos, basándose en las vejaciones que causaba y en su escaso rendimiento (dos cuentos en 1635 1638). El impuesto suce¬ sorio sólo aparece, tímidamente, en las postrimerías del An¬ tiguo Régimen. 50. 51. 52.

AHN, Consejos, legajo 7.177. Consulta de 1667 inclusa en el legajo citado en la nota anterior. Danvila, El Poder civil..., VI, doc. 981.

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A pesar de las tendencias apuntadas por el Consejo en los primeros años del reinado de Carlos II, no puede decirse que la presión tributaria creciera, antes experimentó algún alivio: se rebajaron algunas contribuciones, cesaron las ven¬ tas de oñcios y las periódicas inflaciones de la moneda de vellón. No hay que atribuir este alivio a las dotes de los gobernantes, que fueron muy mediocres, sino a la mejoría de nuestra situación internacional: se hizo la paz con Portu¬ gal y no estábamos solos en la guerra contra Francia. Lo más terrible de la crisis había pasado, pero dejando empo¬ brecida a la nación entera. Veamos cuál fue, sobre las dos clases privilegiadas, el efecto de los sacriñcios económicos que durante aquella centuria les fueron impuestos. Para medir la extensión de los que fueron exigidos a la Iglesia puede servirnos de guía una publicación que puede considerarse manifestación oñcial u oñciosa del sentir del Clero español en esta materia: la recopilación de documen¬ tos hecha por Guillén del Águila y Villamarín Suárez, cuya 2.® edición apareció en 1666.” Allí flguran, entre otras piezas interesantes, el «Razonamiento que se hizo por el Dr, Fran¬ cisco Álvarez al Emperador en nombre de la Iglesia de To¬ ledo y las demás de estos reinos, en Barcelona, sobre una décima que se trataba de conceder de las haciendas decima¬ les»; la traducción de una carta de Paulo V a Felipe II, que¬ jándose de los gravámenes que pesaban sobre la Iglesia española («...Sabemos por relación cierta que demás de averse disminuido por diversas vías las rentas decimales, pues apenas gozan las Iglesias desos Reynos de cuatro par¬ tes una de todos los diezmos que les deverían pertenecer, y que sobre esa poca parte que les ha quedado se han impuesto tantas otras cargas e imposiciones que de solo el subsidio paga qualquiera pobre eclesiástico mucho más que el mayor tributario de la República»); el Breve de Gregorio XIV (1591) concediendo al rey de España que el Clero sea comprendido en la contribución de millones, atento que «pro defensione Catholicae Religionis in tuis et exteris ditionibus et regnis propria aeraría consumpsisse, et nisi magno aliquo ac celeri remedio in tuis praesentibus difflcultatibus succurratur, maxima Religioni Catholicae detrimenta inminere ac praeparari»; (esta concesión se hizo por un sexenio prorrogable; a veces tardó en obtenerse el breve de prorrogación, como 53. La primera edición de esta importante compilación se publicó en 1635; la segunda, con adiciones, se titula Nueva impresión del Libro de breves y bulas pontificias tocantes al estado eclesiástico---, Madrid, 1666, 528 folios.

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veremos); papeles sobre el inventario de la plata de las igle¬ sias en 1601, en el que se cometieron algunos excesos que Felipe III, en carta, deploró protestando que no había sido su intención que se pesaran las custodias y vasos sagrados, etc. El más elocuente de estos documentos es la «Contra¬ dicción que se hizo por el Procurador general del Estado eclesiástico en el tribunal del Nuncio sobre repartimiento de la décima de los 800.000 ducados». Inocencio X concedió en 1648 a Felipe IV un subsidio eclesiástico extraordinario, con el nombre de Décima, por importe de 800.000 ducados, a pagar en dos años por todos los miembros del Clero secular de Castilla (con algunas ex¬ cepciones). La exacción pareció tan fuerte, que después de algunos debates se rebajó a medio millón. En 1662, Alejan¬ dro VII repitió la concesión, pero esta vez había de cobrarse también en la Corona de Aragón, incluidas Baleares y Cerdeña. Esta última Décima es la que motivó la susodicha «Contradicción»; comienza diciendo que el Clero español se hallaba «gravado con tan innumerables contribuciones, y tan exhausto y acabado de rentas, que le es imposible a muchos particulares poder pagar lo que les tocare sin fal¬ tar a la decencia de su estado y sustento preciso de sus per¬ sonas». Esta necesidad era imputable, por un lado, a la mul¬ titud de gravámenes; por otro, a la disminución de rentas por la decadencia general de la nación. En 1592, dice, se hizo un cómputo de todos los diezmos y rentas eclesiásti¬ cas; y «siendo aquellos años los más felices y opulentos que han tenido estos Reynos», se halló importaban 10.400.000 du¬ cados anuales. De esta masa hay que descontar: Más de dos millones que importan las tercias reales. 542.000 ducados de diezmos y rentas eclesiásticas que pertenecen a las Mesas maestrales de las tres Órdenes Mi¬ litares. 405.100 ducados que gozan sus 174 encomiendas. 162.000 del Priorato y encomiendas de la Orden de San Juan. 250.000 en que está concordado el Excusado. 30.000 que importan las vacantes de obispados y preben¬ das, que presenta S. M. 290.000 de las pensiones cargadas en 5 arzobispados y 31 obispados de estos reinos, «que si bien no los goza S. M., sirven de premio a sus criados y personas que le han servido». 40.000 ducados de rentas que Felipe II vendió de lugares

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y jurisdicciones en virtud del Breve de Gregorio XIII; y si bien en su testamento mandó restituirlas, Felipe III obtuvo otro Breve supliendo la restitución. Y más de 200.000 ducados de rentas que se han sacado y agregado para dotaciones de conventos, hospitales y capillas. Todas estas partidas importan cuatro millones, que, re¬ bajados de diez, darían seis, pero la verdad es que queda mucho menos por los males que durante los últimos años llovieron, y de los que el Procurador general hace una im¬ presionante pintura: «Apenas ha quedado la mitad de la gente, pues se han despoblado inñnitos lugares, grandísimo número de familias se han pasado a Indias, y la poca gente que ha quedado está tan miserable y atenuada que no se halla quien cultive los campos»; unos se aplican a la gue¬ rra, otros a la vagancia, «infinitos se entran religiosos por escaparse destos infortunios». Añádanse las pestes de Mᬠlaga, Córdoba, Sevilla, Murcia y Cartagena, «donde murieron casi todos los habitantes destas ciudades y provincias tan populosas»; las exenciones de diezmos concedidas a casi todas las Religiones y a muchos caballeros y comunidades, y, lo que es peor, las opiniones erróneas que se han espar¬ cido acerca de los diezmos, enseñando que se puede descon¬ tar de ellos el valor de la simiente, los animales muertos y otras costas y pérdidas. Los libros que tales cosas decían han sido puestos en el Indice, pero la malicia y la necesidad hacen que estas opiniones y prácticas se mantengan, «de forma que ha sido innumerable la minoración de los diez¬ mos sin que baste diligencia humana a reformar este per¬ nicioso abuso; pues el que más no puede, por lo menos diez¬ ma lo peor, y de tan mala calidad que no tiene la tercera parte del valor que solía». La prueba de esto es que ya na¬ die quiere arrendar los diezmos, como no sean «hombres fallidos y de malas costumbres, de quien es imposible co¬ brarlos», y son infinitas las quiebras de mayordomos, teso¬ reros y receptores. De aquí resulta que los eclesiásticos no pueden socorrer a los labradores en las sementeras, con daño de todos. Las demás rentas eclesiásticas han experimentado análoga baja, porque la mayoría de las casas están vacías, los molinos no se arriendan, y muchas tierras están abando¬ nadas. «Los capitales de censos han faltado, así por la falta de hipotecas como por las redenciones que se han hecho desde el año 1628 con ocasión de las baxas de moneda, cuyo accidente sólo ha hecho perder más de las dos tercias par¬ tes dellos como es notorio. Los juros situados en rentas

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reales, tanto por la minoración dellas, como por averse va¬ lido S, M. desde el año 1635 a esta parte de la mitad desta renta, los pocos que han quedado han venido en tal dismi¬ nución y desprecio que sus capitales no se estiman en la vigésima parte de su valor... Las nuevas fundaciones de capellanías son muy pocas, y las que se fundan, de muy corto caudal; y los más, temerosos de estas cargas, las redu¬ cen a patronatos mere laicos...» En correlación con la disminución de los ingresos pone el aumento de los gravámenes: «El estado eclesiástico con¬ tribuye con la mitad más que los seglares»; paga el Subsi¬ dio y Excusado, con el premio de la plata y los gastos de cobranza; contribuye en los millones, en el papel sellado y otros recientes tributos; no pagan alcabala de lo que ven¬ den, pero sí de lo que compran, porque los vendedores «les venden en tanto más precio las cosas que necesitan, que es muy considerable suma». Contribuyen en las sisas municipa¬ les, no se libran de las aduanas y géneros estancados, «así que sólo dejan de contribuir en lo que llaman pecho, en que también son privilegiados los hidalgos, capitanes, doctores y otros». Consecuencia de esto es la pobreza grande en que vive una gran parte del clero castellano. Hasta aquí la alegación, que, como de parte interesada, desorbita un poco las cosas; mencionar, por ejemplo, la in¬ corporación de los maestrazgos a la Corona como una des¬ membración de las rentas de la Iglesia es un aserto muy dis¬ cutible. Tampoco tiene en cuenta, al tomar como base de cálculo una evaluación de fines del siglo xvi, la devaluación monetaria que desde entonces se había producido. Sin em¬ bargo, aun haciendo estas reservas, no puede negarse que la Iglesia española había tenido que consentir enormes sa¬ crificios pecuniarios y esta impresión está reforzada por variedad de testimonios; se sabe de obispos que vivieron en suma pobreza y estrechez, agobiados por los deberes de cari¬ dad que les imponía su cargo, pero más que nada por el coste de las bulas, las pensiones, que podían importar hasta un tercio de las rentas, los donativos al rey y otras mil saca¬ liñas; tal fue el caso del venerable Palafox; del obispo de Tarazona, por cuyo alivio intercedió Sor María de Agreda a su regio corresponsal; de otro obispo de Zamora que pre¬ firió renunciar a una dignidad que no podía mantener con decencia.’^ Cuando a veces se daban estos casos en el epis54.

Fernández Duro, Memorias históricas de Zamora, III, p. 10.

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copado, puede imaginarse que los de estrechez y aun franca pobreza entre el clero medio e inferior no serían raros. Pero, en esta clase social, los contrastes eran muy acusados, y como no faltaban los ejemplos de opulencia, como se mul¬ tiplicaban las fundaciones y los edificios suntuosos, como los seglares cometían muchos fraudes, poniendo sus bienes en cabeza de algún pariente eclesiástico para aprovechar los residuos de la inmunidad canónica, como el clero español era entonces demasiado numeroso para ser selecto, no fal¬ taron plumas oficiosas que abogaran por una total supresión de la inmunidad como único medio de cortar los fraudes que a la sombra de ella se cometían; ni siquiera faltaron algunos embozados proyectos de desamortización, como lo hizo en 1620 el ledo. Cevallos, regidor de Toledo, en un arbi¬ trio que fue airadamente contestado por el Dr. Feliciano Marañón.” Nunca participaron de tales ideas los monarcas 55. El escrito de Cevallos, que no he visto, se imprimió en 1620; la Carta y católico discurso, de Marañen, en 1621; acerca del problema bibliográfico que plantea este folleto, véase la Biblioteca de Gallardo, n.o 2.909; de creer a Marañón, los eclesiásticos contribuían al Estado con la mitad de sus bienes, y los seglares con la vigésima parte (p. 98). El último aserto es erróneo; el primero quizá no, si se cuentan como gastos públicos las obras de asistencia social que mantenía el clero. También contestó a Cevallos don Gutierre Mar¬ ques de Careaga («Papel del Dr. -- por el Estado Eclesiástico y Monarquía española. Respuesta al discurso del licenciado Gerónimo de Cevallos .., en que intentó persuadir que la Monarquía de España se iba acabando y destruyendo a causa del Estado Eclesiástico-••», Madrid, 1620). Otros escritos podríamos citar en un sentido y en otro; el religioso Ángel Manrique, obispo de Badajoz, publicó «Socorro que el Estado eclesiástico de España podrá hacer al Rey en el aprieto de hacienda en que se halla. ■•», Salamanca, 1624, 16 hojas; reim¬ preso en Madrid, 1814. Pero, como es lógico, la mayoría de los eclesiásticos escriben en pro de una desgravación. Una exposición al rey de la congregación de las Santas Iglesias y Clero de Castilla y León (24 folios, sin fecha; 1634?), con motivo de los nuevos servicios votados en Cortes, que se harían extensibles al clero, contiene, a más de los argumentos tradicionales en pro de la inmuni¬ dad eclesiástica, algunos datos curiosos. Refiriéndose a la décima o subsidio extraordinario de 600.000 ducados concedida por el Pontífice en 1632 (anterior a las dos que se citan en el texto), dice que «ha brumado de modo a los ecle¬ siásticos estos tres años, que si pasara adelante fuera imposible sufrirla, ni aun hasta ahora se ha podido cobrar, dexándose muchos estar en censuras, faltando a sus ministerios espirituales por no poder pagar. Y muchos conventos pobres, especialmente de monjas---, se hallan ligados con excomunión, sin poder entrar en los coros a celebrar el oficio divino. Y es tanta la necesidad del clero, que aviendo los Cabildos hecho algunos donativos a V. M., a que no alcanzaron sus fuerzas, fué preciso tomar a censo la cantidad -- Y consecutivamente viene a pagar un eclesiástico seis veces mas que un seglar, siendo ansi que quedan sobre sus ombros los pobres, y si les faltase su socorro perecerían los lugares, especialmente su parentela, que toda está pendiente de un clérigo del linaje--De modo que debiendo ser los eclesiásticos privilegiados y exemptos, tubieran por buen partido contribuir con los seglares.» Tampoco les parece justo que el clero de Castilla y León peche con la carga que debiera incumbir al de toda la Monarquía. Lamentaciones y quejas parecidas pueden leerse, ya entrado el siglo xviii, en una Representación de don Luis Salcedo, Arzobispo de Sevilla, con motivo del Concordato de 1737.

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del XVII, y si, obligados por las necesidades públicas utili¬ zaron en amplia medida las riquezas de la Iglesia, siempre protestaron que querían respetar su inmunidad. Como no cabe sospechar que tal afirmación tuviera sentido irónico, es evidente que, en su pensamiento, la inmunidad se había convertido en algo tan sutil como los alambicados conceptos en que se movía entonces la vida entera; se trataba de salvar el honor, respetar los principios, mantener idealmente las distancias. La Iglesia pagaría, pero sus tributos serían con¬ sentidos (en realidad, mediante la ficción de las Cortes, todos los tributos eran consentidos); se les daría en ocasiones a los eclesiásticos una pequeña refacción; y se impetraría el permiso de la Santa Sede. Pero poco a poco las exigencias se hicieron tan duras, que el cuidado por salvar las aparien¬ cias no apaciguaba el disgusto de los eclesiásticos. Al llegar a cierto punto de presión, aun la voluntad mejor dispuesta se subleva, y en el reinado de Felipe IV, sobre todo desde que comenzó la guerra declarada con Francia, se llegó a este punto de saturación, origen de penosos incidentes. Conforme se prolongaba la guerra y se multiplicaban las exacciones, la impaciencia de los eclesiásticos se acentuaba y a veces degeneraba en abierto motín. En Murcia, durante el otoño de 1644, el vicario excomulgó al administrador de millones; seguidamente, las órdenes religiosas organizaron una procesión, con cruces enlutadas, y pasando ante la casa del administrador le tiraron muchas piedras, «distinguién¬ dose —dice la consulta—, los capuchinos»." El detalle no deja de tener interés, por cuanto, no cabiendo en aquellos men¬ dicantes pensamientos interesados, su airada actitud sólo puede explicarse como reacción contra lo que se suponía un intento de menoscabar la dignidad del estado eclesiástico en general. En Andalucía, donde abundaban los clérigos co¬ secheros, se mezclaban los motivos materiales con los idea¬ les para rechazar los registros y aforos de cosechas que prac¬ ticaban los empleados y arrendadores de millones, fundán¬ dose, con el apoyo del Consejo, en que sólo la porción destinada a su propio consumo debía gozar de inmunidad.” 56. AHN, Consejos, legajo 7.157, expediente n.o 28. 57. Entre otros papeles que aparecieron sobre esta materia, es curioso el tMemorial que dió la clerecía de Antequera a--- fr. Antonio Enriquez, obispo de Málaga, acerca del aforo de los frutos eclesiásticos» (Biblioteca Univ. de Granada, 2 folios. Una nota ms. lo atribuye al padre Diego Madueño, «leyendo Moral en Antequera, año de 1639». «■••Sobre la refacción que se ofrece pasará lo que con los ocho reales impuestos en el azúcar, los derechos sobre el papel, pescados y otros, que pagan sin diferencia de los laicos»).

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El arzobispo de Sevilla, D. Agustín Spínola, se puso franca¬ mente de parte de la autoridad real en esta ocasión; fulminó censuras contra D. Luis de Castro y Farfan, clérigo y abogado de Sanlúcar de Barrameda. por haber dado a la estampa en 1645 un papel contra la validez del breve de Inocencio X, prorrogando la contribución del clero. La clerecía de Jerez,' indignada del rigor con que les registraban el vino los mi¬ nistros reales, y más aún del apoyo que encontraban en el vicario, acometieron a éste con ánimo de matarle. Narra el biógrafo del cardenal cómo, agotados los medios de rigor, consiguió la sumisión de los rebeldes por medios blandos,' hasta el extremo de que el cabecilla de un grupo que andaba huido por los montes se presentó voluntariamente en la cárcel arzobispal, la que «estando llena de clérigos delinquentes de Morón, Ezija y Osuna que avían remitido presos los visitadores, como eran muchos, se resolvieron a romper la cárcel y huirse», y sólo él no quiso escapar. Al año si¬ guiente llegó a Sevilla el P. Pimentel, S. J., a pedir un dona¬ tivo para el rey; le dio el cardenal 6.000 ducados y exhortó al clero de la diócesis a que contribuyera. Un catedrático de Osuna tuvo la avilantez de hacer circular un papel acu¬ sando al cardenal de haber incurrido con esta acción en las censuras de la bula In Coena DominiJ’ A poco murió Spínola y le sucedió en la sede hispalense el dominicio fray Pedro de Tapia, que ya, como obispo de Segovia, Sigüenza y Córdoba, se había distinguido en el ser¬ vicio del rey, pero en cierto momento no dudó en colocarse frente a él en actitud irreductible. Él fue, juntamente con el venerable Palafox, el actor principal de un ruidoso episo¬ dio que señaló el punto culminante de la lucha de la Iglesia española por la salvaguardia de su inmunidad. Desde que se dictó, en octubre de 1655, una nueva ins¬ trucción para la cobranza de las sisas, los rozamientos eran continuos; la refacción ofrecida a los eclesiásticos parecía muy pequeña, y Barrionuevo escribía a sus corresponsales: «A cada eclesiástico han mandado volver doce reales cada año por el cuarto de la carne y demás contribuciones. Mire V. m. con esto cómo ha de suceder cosa buena ni les ha de hacer Dios merced».” En este punto venció la última conce¬ sión hecha por el- Sumó Pontífice en 1650 para la contribu¬ ción del clero, y las gestiones para lograr la prórroga por 58. Gabriel de Aranda, Vida del cardenal Don Agustín Spínola, Sevilla, 1683. caps. VIII. IX y X. 59. Avisos, III, p. 40.

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otro sexenio se dilataban, en parte, por haber coincidido con la muerte de Inocencio XI. Como los apuros de la Hacienda real no admitían dilación, se ordenó que continuara la co¬ branza, aun cuando no hubiese llegado el Breve. No era ésta una medida exorbitante, ni carecía de precedentes, pues lo mismo se había hecho en 1639, sin que se suscitaran protes¬ tas. Esta vez, sí las hubo; y la irritación de ambas partes se delata en el tono de algunos escritos que entonces vieron la luz. Por parte del rey escribieron, entre otros, Felipe Anto¬ nio de Alosa “ y Andrés de Riaño;“ el primero exhortaba al clero de Castilla a socorrer al rey en su grave necesidad, re¬ cordándole los motivos de agradecimiento que para con él tenía, las grandes riquezas acumuladas por la Iglesia y la im¬ posibilidad en que se hallaban los seglares de hacer mayores sacrificios. En cuanto a Riaño, era miembro del Consejo de Hacienda y de la Comisión de Millones del Reino, y decía haber hecho su discurso «por mandado de Su Majestad». Es el carácter semioficial del escrito lo que da mayor gra¬ vedad a sus cargos y denota la poca armonía que reinaba en aquel momento entre ambas potestades. Riaño sostiene, con la autoridad de varios teólogos y canonistas, entre otros Suárez, Molina y Sánchez, que en caso de necesidad el Príncipe puede obligar a los eclesiásticos a contribuir al remedio de las urgencias públicas, aun sin autorización del Pontífice. «Así se practicó en los años de 598 y 639, en que aviendo V. M. consultado los mayores ministros de la Monarquía fué servido de resolverlo, y se executó hasta el año 644 en que Su Santidad fué servido de conceder el Breve, que se pro¬ rrogó el año pasado de 1650 para la contribución del Estado Eclesiástico, exceptuando tres casos solos, que son consumo de cosecha propia, limosna en especie y lo necesario para el culto divino. Y la razón es, porque los eclesiásticos son vasa¬ llos del Príncipe secular, y aunque su previlegio los exima de la jurisdicción temporal, no los hace libres de la naturaleza y vasallaje, y con ciudadanos y parte del pueblo, y si por esta razón se sirve V. M. de los obispos y personas eclesiásticas en las Embajadas y otros ministerios temporales, también tienen obligación... de venir a los llamamientos del Prínci¬ pe». Estas afirmaciones, de claro matiz regalista, están apo¬ yadas con citas de juristas de esta tendencia: Larrea, Boba60. Op. cit., en la nota 21. 61. «Memorial al Rey Ntro. Sr. sobre la contribución del estado eclesiás¬ tico en las sisas; y el medio que se puede elegir para prevenir los daños que resulten de los fraudes que se experimentan», s. 1. ni a., 34 folios.

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dilla, Solórzano, Páez, Salgado... El principio fundamental invocado es que, cuando las fuerzas de los seglares no bastan al sostenimiento de la República, están obligados los ecle¬ siásticos a contribuir, pues en caso de necesidad urgente y universal cesa su inmunidad. Esta obligación, dicen, nace de la ley natural, no de la dispensa del Papa. A continuación, el memorial de Riaño especifica algunos tipos corrientes de defraudación usados por personas ecle¬ siásticas: 1." Admitiendo donaciones supuestas que sus parientes y amigos les hacen de sus haciendas para liberarlas de con¬ tribuciones. 2° No consintiendo las declaraciones, aforos y registros de cosechas, aunque en 1635 la Universidad de Salamanca declaró que estaban obligados a ello, y en el año 1639 ordenó el cardenal Borja a los de la diócesis de Sevilla que no pu¬ siesen impedimento. 3. ° Aunque consientan en el registro, no quieren ajustar a fin de año la cuenta del consumo propio, que se considera¬ ba inmune. 4. " Tranquilizan su conciencia diciendo que lo que por estas vías defraudan al Estado está compensado con lo que pagan por las medias annatas de juros y otros tributos que creen injustos. 5. “ No pagan los maravedises que perciben de las sisas en los frutos que venden de sus cosechas a S. M. Por eso se mandó en un decreto de 1639 que si no se allanaban a los registros no se les consintiera tener tabernas ni vender sus frutos. Y añade Riaño: «Los servicios de 24 millones. Señor, rinden, según lo que contribuyen los vasallos, más de seis mi¬ llones cada año, y no percibe V. M. tres, siendo la principal causa el quedarse con lo que importa la diferencia el estado eclesiástico, teniendo carnicerías y tabernas públicas los más conventos de religiosos y todo género de eclesiásticos de ma¬ yores y menores órdenes, con tan gran descrédito del hábito clerical y religioso que profesan, que no sólo son públicos ne¬ gociadores destos géneros, sino que se introducen a defender¬ los con muchas resistencias a las justicias y diferentes armas de fuego, como se experimentó en las ciudades de Granada, Córdoba, Sevilla, Jerez y Jaén, y en las villas de Osuna y Es¬ tepa y otras partes, de que han venido informaciones autén¬ ticas. Y según va cundiendo este contagio, serán dueños en

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breve tiempo desta Regalía si V. M., usando de la que le toca, no pone en breve tiempo remedio conveniente».“ Puede imaginarse la indignación que causarían tales escri¬ tos, acres y violentos, aunque contuviesen no poca parte de verdad, en personas de la clase más respetada de la nación, que miraban lastimada su dignidad, acusados de avarientos cuando estaban persuadidos de que, con menoscabo de sus derechos, contribuían en mayor proporción que ninguna otra clase a los gastos públicos. En tal sazón llegaba la orden de continuar el cobro de los millones a los eclesiásticos sin ha¬ ber llegado la bula; hubo un movimiento general de resisten¬ cia, con actos de fuerza, excomuniones, etc. Sin embargo, la mayoría de los prelados no se atrevieron a desacatar abierta¬ mente las órdenes reales. El cardenal primado, Sandoval, se halló en una posición muy embarazosa; un momento pareció que haría causa común con los duros, y escribió al rey una carta bastante atrevida, en la que decía que, si los apuros pre¬ sentes le autorizaban a imponer nuevos tributos al estado se¬ cular, «porque de él es señor absoluto», no así al eclesiástico, cuya contribución más eficaz para la guerra deben ser las oraciones; antes de llegar a la extremidad de tocar el patri¬ monio de Cristo, «debe estrecharse V. M. en su persona y servicio, sin perdonar joyas y plata, como hicieron sus pre¬ decesores», debe mejorar la recaudación de sus rentas, pues no está el estado secular tan pobre como se supone; «bien lo probó la ostentación de riquezas que se hizo en Madrid y ad¬ miró al mundo en la entrada de la Reyna Ntra. Sra. y las que en otras ocasiones suelen hacerse». Debe, en fin, y éste es el consejo más grave, solicitar la paz: «Conviene que V. M., con un desprecio christiano de reputaciones políticas, se alargue todo lo posible en la cesión de sus derechos, para que las pa¬ ces con los príncipes christianos católicos tengan efecto; pues todo cuanto por este camino se perdiere es nada en compa¬ ración de la ruina que padecen sus reynos por causa de la guerra con ellos».“ Pero no quiso llevar las cosas a la última extremidad con censuras y entredichos. Más ruidoso fue el incidente promovido por D. Juan de Palafox. Llamado a España después de sus choques con los jesuítas en Indias, fue destinado al mezquino obispado de Burgo de Osma. Aunque varón pío y de vida integérrima, el semidestierro en que vivía y el mal semblante que le hacía 62. 63.

Op. cit., folios 15 y ss. Semanario Erudito, XII, pp. 245-259.

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la Corte, unido a lo duro y anguloso de su carácter, le lleva¬ ron a extremar el celo de lo que estimó ser su deber pas¬ toral; prohibió a sus clérigos pagar lo que se les exigía, ful¬ minó censuras contra los ministros reales y redactó un escri¬ to titulado «Razones que se le han ofrecido para obedecer y no cumplir dos reales provisiones despachadas por la Real Chancillería de Valladolid sobre la materia ocurrente a la eclesiástica inmunidad»,” en el que se mezclan algunos so¬ fismas con razones que no carecen de fuerza, por ejemplo, al lamentarse de que, mientras a los seglares se les reúne en Cortes para pedirles tributos, a los eclesiásticos se les imponen sin su consentimiento; protesta contra la idea de que éstos vivan rodeados de comodidades y abundancia; los obispos están cargadísimos, con las pensiones, gastos de bulas y otras obligaciones. (En esto hablaba por experiencia, pues, según su biógrafo González de Rosende, a pesar de vivir con la mayor economía no consiguió hasta su muerte verse libre de deudas.) Afirma que, por lo menos en los tres o cuatro primeros años de su nombramiento, un obispo no era más que «un tributario de sus pensionistas y administra¬ dor de sus acreedores». En cuanto a las demás dignidades, «miradas por su exterior lucimiento parece que resplandecen, y por adentro están llenas de pobreza, congoja y penali¬ dad. Y si esto sucede en el Clero secular, que a los ojos del mundo es lo más lucido, mande V. M. ver qué será en el regular, donde se profesa pobreza». La actitud de Palafox le valió una reprensión que fue a leerle en su palacio el corregidor de Soria; más graves me¬ didas pedía contra él el Consejo de Castilla, pero lo impidió Felipe IV, que nunca permitió se llegara a los últimos extre¬ mos. Parece que Palafox guardó silencio, levantó las cen-

64. BN, ms. 5.767, folios 89-112, y Obras completas, III, 2.a, pp. 472-515. Muy poco dicen de este incidente los biógrafos de Palafox, González de Rosende y Genaro García; éste yerra al decir que el rey, «lejos de extremar su en¬ fado, comprendió que era justo lo pedido por Palafox y no siguió cobrando tributos al estado eclesiástico» (Don Juan de Palafox, México, 1918, cap. X). La Biblioteca Universitaria de Sevilla guarda algunos papeles mss. (inéditos, se¬ gún creo) sobre esta disputa; uno es carta de Felipe IV al Venerable, fechada en el Pardo a 28 de enero de 1657, reprochándole las censuras que había lan¬ zado contra los administradores de millones; «lo que extraño por ser notorio que empleo gran parte de mis rentas reales en la defensa y aumento de la Religión, y que las rentas que goza el estado eclesiástico se aumentan con nuevas fundaciones y dotaciones en más de diez millones al año, y que a pesar del daño que con esto recibe el estado secular, y que diversas veces se me ha propuesto que ponga limitación en esto, no lo he permitido-Otro es una carta de Palafox a un destinatario desconocido en la que hace histo¬ ria de la polémica. (Biblioteca Universitaria, 110-157-151.)

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suras y depuso, exteriormente, su actitud. A fines de aquel año (1656) escribía Barrionuevo, desilusionado; «Lo cierto es que sólo se ha visto que tiene valor el de Sevilla.» Según el biógrafo del arzobispo de Sevilla, fray Pedro de Tapia, dolíase éste, más que de las órdenes que llega¬ ban de Madrid, del modo como las ejecutaban los minis¬ tros inferiores; según dice, «llegaban a entrar en las casas y hacer vaciar las ollas que estaban a la lumbre para reco¬ nocer si la carne que tenían era vaca, carnero, macho o tocino, y si la habían tomado de las carnicerías o casas particulares».*’ Huele a ponderación, pero tales eran los pro¬ cedimientos de los recaudadores, que todo puede creerse. Abundaba Sevilla en clérigos de órdenes menores y simples tonsurados, materia propicia a la revuelta y el motín, como se vio más de una vez; llegaban quejas al prelado, y éste escribía al confesor real y a otras personas de la Corte. Una de estas cartas, dirigida en marzo de 1656 a D. Juan de Góngota, presidente de la Sala de Millones, fue impresa subrep¬ ticiamente en Écija por un familiar del arzobispo; mucho escándalo causó la siguiente frase: «Fatigada se halla la Igle¬ sia, pero no rendida, porque nos consolamos con las santas escripturas que nos enseñan que la Iglesia puede padezer pero no perecer; en su defensa obraremos con toda la mo¬ deración que permitiere la conciencia, etc.» Reprendido por el Consejo, protestó fray Pedro que no era él responsable de la impresión ni se había permitido correr en la diócesis, pero su respuesta no fue meramente defensiva; las afirmaciones más interesantes que contiene su réplica son: No es ni se debe creer necesidad extrema la que consiente superfluidades tan excesivas como es notorio en gastos, salarios y mercedes. La necesidad presente del rey no es por falta de tribu¬ tación, sino por mala administración de ella, «y el defecto enmendable de gobierno no está obligado el vasallo a su¬ plirle con nuevo tributo, y menos el eclesiástico, cuya obli¬ gación es solamente en caso de no haber otro remedio». Los fraudes de los eclesiáticos, suponiendo sean ciertos, no son la centésima parte que los de los seglares, con la agra65. Fr. Antonio Lorea, El siervo de Dios... fray Pedro de Tapia-■■ Istoria de su apostólica vida y prodigiosa muerte---, Madrid, 1676, cap. XI. Rezabal y Ugarte (Biblioteca escr. Alumnos de los Colegios Mayores), cita una obra de don Cristóbal Moscoso y Córdoba sobre la resistencia de fray Pedro de Tapia, arzobispo de Sevilla, al pago de millones, que no he podido hallar.

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vante de que a éstos suelen concurrir los ministros reales de que hay mil ejemplares. «Que se proceda contra los clérigos tratantes conforme dispone el Derecho, siempre lo estimará el Estado eclesiás¬ tico, por ser conservación del lustre y decencia suya.» «No está obligado el eclesiástico a contribuir más que el seglar, y es evidente que hoy paga mucho más.» Tampoco se verifica la circunstancia de que el seglar no tenga ya suficiente caudal para acudir a los gastos públicos.^ En otra notable carta de 29 de junio de 1656 enumeraba los servicios que había prestado al rey y a la Hacienda real; su intervención en el apaciguamiento del motín de 1652 en Córdoba; las limosnas que repartía, sin reservar cosa para sí. La enumeración de los géneros de eclesiásticos defrauda¬ dores es curiosa; los había metedores de la plata de Indias (o sea, introductores clandestinos de plata sin registrar); «que me ha confesado Don Luis Moreno que no ha quedado en Sevilla eclesiástico alguno deste género»; había «famosos batidores de moneda de oro y plata y abridores de sellos de papel público, cogiéndolos con los trújeles [troqueles] y otros instrumentos, echando unos a presidio y otros a galeras, en que han obrado mucho los jueces de mi Audiencia, contra¬ bandistas con Francia y Portugal», etc. Añadiendo que si hace mención de estos servicios es para demostrar que su actitud presente está sólo dictada por el sentimiento del deber. En otra carta (6 de junio) escribe que ha impedido que los eclesiásticos se alboroten y quemen las casas de los ministros de millones, «como han hecho otras veces»; y que están muy sentidos de que se cobren en Sevilla con más rigor que en ninguna parte." Propúsole el rey un medio de concordia que ofrecía una salida decorosa al conflicto en que se habían empeñado am¬ bas potestades: continuaría la cobranza, depositándose las cantidades, que se restituirían al clero caso de no conse¬ guirse el Breve de prorrogación. Respondió el arzobispo (8 de agosto) que las Juntas de teólogos que había reunido creían que ni aun así debía pagarse la contribución, «pues tan pronto estaba el estado eclesiástico para pagar si hu¬ biera Breve para ello, como el rey lo estaba para restituir si no lo hubiese». Carteábase, entre otros, con los prelados

66. Archivo Municipal de Sevilla, Papeles del Conde del Aguila, t. 5.°, en folio, n.o 16. 67. Existe esta carta (con otras) en el volumen citado en la nota anterior.

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de Toledo, Segovia, Lugo, Calahorra, Murcia, Málaga, Alme¬ ría, y más que con ninguno, con Palafox; pero, poco a poco, todos fueron cediendo: sólo el anciano prelado hispalense permanecía inflexible, aunque no dejaba de padecer inten¬ samente por los sinsabores y las cartas llenas de reproches que recibía. Acusábanle de ingrato para con su monarca, porque ya nada más podía recibir de él. La continua preo¬ cupación, escribe su biógrafo, le tenía hecho un esqueleto, y «solamente se divertía en el estudio y conferencia sobre estos puntos, y lo mismo que le quitaba la vida era lo que le daba algún desahogo». A petición del Fiscal del Cabildo, hizo proceso y excomulgó a todos los administradores de millones del Arzobispado; era entonces asistente de Sevilla D. Pedro Niño de Guzmán, conde de Villaumbrosa, que luego fue presidente del Consejo Real. Fue a intimar al arzobispo la orden de suspender los procesos de los administradores, y lo halló inflexible y preparado a todo evento. Sabía que el Consejo tenía resuelto embargarle las temporalidades, y por su parte, lo tenía todo dispuesto para salir a pie con un compañero, sin más bienes que un báculo y el breviario. La noticia de su determinación debió divulgarse por toda Es¬ paña, porque Barrionuevo, que escribía en Madrid, infor¬ mó de ella.“ El escándalo supremo fue evitado por Felipe IV; cuando le llevaron a la Arma el decreto, lo rompió diciendo: «Bueno fuera que se dijera en el mundo que yo echaba de mi Reino a un prelado tan santo como el arzobispo de Sevilla.» Las emociones y disgustos llevaron pronto al anciano arzobispo a la tumba; murió el 12 de agosto de 1657, Arme en su actitud, casi a la vez que el pontíAce Alejandro VII, mediante la concesión de un nuevo Breve, ponía punto Anal al conflicto. No hubo otro de esta entidad en el resto del reinado; pero a comienzos del siguiente, o sea durante la minoridad de Carlos II, aconteció un hecho muy signiflcativo, tanto que lo creo único en su clase: la negativa del clero español a pagar subsidios votados en Cortes, a pesar del Breve pontiñcio para que contribuyese. Habían prorro¬ gado las Cortes los servicios llamados de ocho mil soldados, dos millones de quiebras, tres millones en las carnes y otros tres en el vino, vinagre y aceite, con la cláusula habitual de que el clero también contribuyese; cuando después de algu¬ nas diferencias con la Corte romana se obtuvo el oportuno Breve, en septiembre de 1668, comenzaron a llover sobre la 68.

Avisos, III, p. 128.

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reina gobernadora memoriales de obispos, cabildos y con¬ ventos y a producirse encuentros con los recaudadores.*’ Con¬ viene advertir que aún estaba cobrándose el anterior servi¬ cio,de 19 millones cuando se pedía el nuevo, que importaba en total 10.800.000 ducados. La vuelta atrás del gobierno debe ponerse en relación con la crisis interna del año 1669; en junio, D.® Mariana tuvo que desprenderse, muy a su pe¬ sar, de su confesor y mentor el P. Nithard y aceptar a Don Juan de Austria; en julio, éste hizo firmar a la reina un decreto dirigido al obispo de Segovia, presidente del Con¬ sejo, comunicándole que, no obstante el Breve de S. S., «haviendo entendido el embarazo que se les havía puesto [a los administradores de millones^ en su cumplimiento por algunos prelados y jueces eclesiásticos, y representándose¬ nos también por diferentes cartas y memoriales del Cavildo de la Santa Iglesia de Toledo y otras y algunos prelados los motibos que tenían para no concurrir a ellos... y atendiendo a que estándose tratando de nuestra orden con tanta aplica¬ ción de aliviar en general a todos los vasallos de las cargas que padecen, no parece combeniente grabar al mismo tiempo con nueba contribución al estado eclesiástico quando nues¬ tro único fin es el privilegiarle...», se ha desistido de dicha cobranza.” Aunque consiguió eludir esta nueva agravación, el clero castellano siguió, hasta el fin del Antiguo Régimen, contribu¬ yendo en las especies gravadas por millones; algún roza¬ miento que de tarde en tarde se produjo, como la negativa del primado Portocarrero en 1686 a permitir continuase su cobro por haberse retrasado el oportuno Breve,” no tuvo la importancia de. los anteriores. Teniendo en cuenta la doc¬ trina ordinaria sobre inmunidad eclesiástica, la Iglesia de Castilla, salvo algunos naturales movimientos de impacien¬ cia y malhumor, dio pruebas de moderación y patriotismo aviniéndose a contribuir, en la amplia medida que permitían sus riquezas, a los gastos públicos. Puede decirse que de su inmunidad apenas quedó a salvo más que el mero principio, apoyado, como el de la Nobleza, en discriminaciones de ínfi¬ mo valor material. 69. Representaciones de varios cabildos contra el Breve pontificio para que contribuyeran en la nueva imposición de 10.800.000 ducados de millones. AHN, Consejos, legajo 7.179, expediente sin número. 70. BN. ms. 721, folio 66. 71. BN, ms. 10.422, folios 167-210, Correspondencia entre el Rey, el Ar¬ zobispo Portocarrero y Oropesa sobre la continuación del pago de los 19 mi¬ llones y medio que el Pontífice había autorizado en 1680 por un sexenio.

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Contrariamente a la Iglesia, la Nobleza no formaba cuer¬ po; sólo tuvo organismos locales, hermandades, más tarde maestranzas, pero ninguno con categoría nacional desde que, a partir de 1538, dejó de ser convocado el brazo noble de las Cortes castellanas. Con todo, aun después de esta am¬ putación, las Cortes manifestaron muchas veces la opinión de la Nobleza, afirmación que tal vez parecerá extraña, ya que todavía sigue muy válida la opinión de que representa¬ ban al estado general o pechero. Nada más inexacto. Las Cortes castellanas del siglo xvii, ni representaban a la na¬ ción en total ni al pueblo en particular. Eran una emanación de los concejos de dieciocho ciudades; una Cámara de los Comunes o Comunidades como las análogas de Aragón y Valencia, pero con un carácter privilegiado mucho más acen¬ tuado que en estas últimas, donde el número de ciudades y villas representadas era muy superior. El tercer brazo de las Cortes de Castilla era, pues, tan privilegiado como los otros dos; procedía de las oligarquías concejiles que goberna¬ ban una oligarquía de ciudades. Algunos de esos concejos eran de estatuto, es decir, que se necesitaba probar nobleza para entrar en ellos; aun en los que no tenían un carácter aristocrático tan cerrado, había muy pocos plebeyos y nin¬ gún eclesiástico.” Las Cortes reflejaban fielmente esta composición de sus elementos originales; si en ellas no aparecían los Grandes (con alguna excepción, como la del duque del Infantado, que representó algunas veces a Guadalajara) por no frecuentar a quienes no eran sus iguales, predominaban en cambio los burgueses ahidalgados, la pequeña y media nobleza. La prue¬ ba de que todos o casi todos los procuradores eran hidalgos es que la mayoría pedían mercedes de hábitos como recom¬ pensa a su docilidad, como puede comprobarse por la docu¬ mentación aducida por Danvila. Quizá ello explique el que, siendo la impopularidad de las Cortes grande y merecida, no se hallan apenas invectivas contra ellas salidas de plumas hidalgas, mientras que sí salieron, y muy acerbas, de ecle-

72. Algunas ciudades de voto en Cortes metían en las suertes de procu¬ radores a los individuos de ciertos linajes nobles, aunque no fueran regidores; así lo hacían Madrid (un caballero de cada parroquia, por turno): Zamora (un caballero, por elección); Soria (aquí no elegían regidores, sino dos caballeros de los doce Unaies)\ Guadalajara. Cuenca y Valladolid (en esta última se tur¬ naban los linajes de Tovar y Royo). Otra demostración evidente del carácter nobiliario de las Cortes la hallamos en la petición 56 de las de 1649-1651. soli¬ citando que los regidores, veinticuatros y jurados de las ciudades de voto en Cortes hayan de ser hijosdalgo de sangre (Danvila, «Nuevos datos--., BAH, XI).

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siásticas. Veamos un par de ejemplos: «¿No se queja con¬ tinuamente el pueblo de que se corrompe con dádivas y es¬ peranzas a los procuradores de las ciudades, sobre todo desde que son elegidos, no por votación, sino por el capricho de la suerte, nueva depravación de las Instituciones que re¬ vela el mal estado de nuestra República?» Así hablaba Ma¬ riana.” En 1669, el Cabildo eclesiástico de Guadix atribuía la nue¬ va concesión de millones a que los procuradores recibían la quinceava parte de todos los servicios que votaban, «y a más, crecidos acostamientos con que se les asiste mientras duran las Cortes, y grandes mercedes que antes y después se les hacen, siendo esto tan notorio, que como frutos de los regi¬ mientos suelen tratarse y no pocas veces litigarse entre los interesados en los tribunales supremos».” El examen de las Actas de las Cortes de Castilla revela que, si en el siglo xvi conservaron cierta entereza, en el si¬ guiente, no sólo se plegaron a todas las exigencias tributa¬ rias, sino que procuraron salvaguardar en lo posible los in¬ tereses de los poderosos; más de una vez se repite en ellas la afirmación de que debe evitarse todo impuesto directo que podría ofender a la Nobleza, y casi siempre recurrieron a los impuestos indirectos sobre artículos de primera nece¬ sidad que, siendo en apariencia iguales para todos, pesaban más duramente sobre el pobre. Nos concretaremos a exami¬ nar bajo este aspecto la labor de las Cortes de 1623. Los grandes proyectos con que se inauguró el reinado de Felipe IV se extendían también a la esfera económica; si las economías introducidas, incluso en la Casa Real, tendían a sanear la Hacienda, las necesidades de una enérgica política exterior reclamaban nuevos ingresos, y esto es lo que se pi¬ dió a los procuradores en nombre del í-ey. Merecen desta¬ carse en la Proposición real con que se abrió aquella legisla¬ tura las palabras con que se afirma que la monarquía es un régimen de igualdad y justicia para todos: «La justicia es el principal fundamento en que estriba el ser, substancia y conservación de las Monarquías... En todos estos reinos se goza, a Dios gracias, de seguridad y quietud, sin turbación ni confusión, con igualdad, sin diferencia de estados y personas, sin que por autoridad y mano propia se obre en beneficio

73. 74.

De rege, cap. VIII. En el legajo indicado en la nota 69.

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de unos y en perjuicio de otros, sin que el favor, poder o di¬ ferencia de estados cause vejación ni violencia».” Estas nobilísimas palabras están en consonancia con el proyecto que el presidente del Consejo Real sometió a las Cortes y que en esencia era un empréstito forzoso para nu¬ trir el capital fundacional de unos Erarios, especie de Bancos ideados por Valle de la Cerda, de los cuales se pro¬ metían maravillas; debían contribuir todos los vasallos de la Corona de Castilla que tuviesen más de cuatro mil duca¬ dos de capital, a razón de mil ducados por cada veinte mil, pagaderos en cinco años.” Puesto a discusión, se rechaza por gran mayoría, y los motivos que alegan los procuradores son; «porque no contribuyen todos y porque contiene en sí gran desigualdad respecto de pagar los grandes señores muy poca cantidad según sus fuerzas, y porque esta contribución no es voluntaria, sino forzosa, y nunca en contribución personal ha pagado la nobleza, sino en las sisas que se han impuesto en los mantenimientos, y porque su execución parece impo¬ sible respecto de haberse de hacer valuación de las hacien¬ das, cosa sujeta a muchos agravios, porque no es [ni] la dé¬ cima parte de los vecinos la que ha de contribuir... y cual¬ quier contribución por sisa es más suave y igual».” Es la reacción que cabía esperar de una asamblea formada por la media y pequeña nobleza, con alguna participación burgue¬ sa. Conviene advertir que, como el límite mínimo para la contribución era cuatro mil ducados de capital, «o doscien¬ tos [anuales] de renta», quedaba incluida toda la mesocracia. Desechado este medio, las Cortes se dedicaron a examinar oíros arbitrios. Uno de los memoriales que se discutieron fue el del Dr. D. Fernando Álvarez de Toledo, notable e instruc¬ tivos por varios conceptos; con su experiencia de regidor ase¬ guraba que las alcabalas y millones eran ruinosos e injustos por cargar casi solamente en los pobres: «¿Qué escribano exclama—, qué alguacil, qué regidor, qué hombre que tenga mano en la justicia y gobierno en los lugares particulares paga millón del vino que gasta, qué comunidad paga millón del vino, qué pobre es relevado de la sisa de la carne y del tocino y aceite, qué rico no lo viene a ser en el peso y en la medida de entrambas a dos cosas?» ” Un procurador de Burgos propuso exigir por una sola vez 75. 76. 77. 78.

Cortes, Cortes, Cortes, Cortes.

XXXVIII, p. 25. XXXVIII. p. 168. IXL, pp. 5 y ss. IXL, p. 256.

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el 2,5 por 100 de sus haciendas a todos los que tuviesen más de 4.000 ducados. Otros propusieron: gravar las mercedes reales hechas en los últimos cincuenta años, los salarios de todos los cargos públicos, los juros y censos, las encomiendas, las rentas en general, incluso las eclesiásticas, una impo¬ sición sobre los coches, etc. Llegó a aceptarse en principio un proyecto que imponía, entre otras cosas, el 5 por 100 sobre los juros y censos; el 12 sobre los salarios y gajes de cargos y oficios reales, «así destos Reinos como de todos los demás estados y señoríos de S. M.»; el 20 sobre todas las mercedes reales, incluso encomiendas de Indias; el 1 de la renta de todas las cosas que pagaban diezmo: la octava parte de las rentas de las encomiendas de las Órdenes Militares; el 5 por 100 del valor de las sederías, tapices y otros tejidos de lujo; dos reales en fanega de sal: 0,5 por 100 en los cam¬ bios que se hicieran para fuera del Reino, y otro tanto, sobre el valor de los oficios de escribanos;" pero, en definitiva, los acuerdos que se tomaron fueron: aumentar la alcabala con un 1 por 100 adicional; acrecentar el valor de la sal e im¬ poner diversos tributos sobre el papel e impresiones. Deci¬ didamente, la idea de hacer pagar más a los más ricos no era popular en aquellas Cortes. Algo semejante podría decirse de las siguientes; aunque a veces alardeasen de defender los intereses de los pobres, por ejemplo, al rechazar el repetidamente propuesto tributo único sobre la harina, aunque tal cual vez aceptasen, por imposición superior, alguna medida poco agradable a los po¬ derosos, los resultados de su orientación fiscal pueden sinte¬ tizarse diciendo que la alcabala fue incrementada con los «cuatro unos por ciento», y que los recargos sobre artículos de primera necesidad, aumentados con las sisas municipa¬ les, llegó a veces a igualar el valor inicial de los productos. Cuando D.® Mariana de Austria dejó de reunir las Cortes, por no ser ya más que un organismo inútil y gravoso a los pueblos, no cabe duda de que realizó una medida de buen go¬ bierno. La virtual extinción de las Cortes coincidió con la crista¬ lización del sistema fiscal que había ido elaborándose en los últimos reinados, sobre todo, el de Felipe IV, en el cual es¬ tuvieron reunidas casi sin interrupción; su papel fue san¬ cionar y legalizar los nuevos tributos, y su anhelo íntimo, logrado en gran parte, conciliar la igualdad fiscal, que era ya 79.

Cortes, XL, pp. 242-246, y XLII, passim.

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un imperativo insoslayable, con los mayores miramientos po¬ sibles hacia los intereses de las clases burguesa y noble; con¬ siguiéronlo perpetuando los impuestos sobre consumos, mientras que las medidas radicales a que tuvo que acudirse en lo más fuerte de la crisis, consideradas excepcionales, fueron poco a poco desapareciendo. Las audaces propues¬ tas de la Junta de teólogos de 1655 “ y los intentos de estable¬ cer impuestos sobre las rentas fueron abandonados. Sin embargo, había una cosa cierta: la exención tributa¬ ria de la Nobleza, como la de la Iglesia, se había convertido en mera fórmula desde el punto de vista económico, aunque los padrones de pecheros, donde los había," seguían teniendo valor probatorio en los juicios de hidalguía. Lo mismo que en el clero, el efecto de la presión tributaria del siglo xvii sobre la Nobleza no puede generalizarse por la falta de uni¬ dad interna de esta clase social. La mayoría de la antigua No¬ bleza sufrió mucho; en cambio, los que por cargos y rique¬ zas consiguieron el ennoblecimiento desplegaron, a veces, un lujo insultante. No tenían los nobles la cohesión de la clase eclesiástica, ni órganos unificadores de su acción como era la Sagrada Congregación de Iglesias de Castilla; por eso, las protestas aisladas de algunos grupos de hidalgos contra el pago de los nuevos tributos caían en el vacío.” «Si el funda¬ mento de la Nobleza era no pechar —escribe Novoa—, y ser libre de pechos y alcabalas, en esta era, por la inmensa inun¬ dación de los pedidos, se había extinguido el lustre de este privilegio, porque nobles y villanos, grandes y pequeños, todos pagaban y eran tributarios de cuanto se les echaba o se les pedía, y esto por justicia y con rigor, embargando las haciendas y enviando jueces sobre ellas, como se efec¬ tuaba con el más humilde labrador.» ” Un diplomático holandés que llegó a Madrid en 1655 dice que en las últimas guerras la nobleza castellana ha padecido tanto, que tributa casi la mitad de sus ingresos. Contrapone 80. Duque de Alba, «Documentos sobre arbitrios del Archivo de la Casa de Alba», BAH, CIV, pp. 421-448. Formaban dicha Junta el abad de Santa Anastasia, don Pedro Pimentel, Agustín de Castro, fray Nicolás Baptista, fray Alonso de Herrera, fray Gaspar de la Fuente y Manuel de Ávila. 81. En Andalucía y otras partes del sur de España no solía haberlos, y los nobles tradicionalmente tributaban como los demás. (Véanse Actas de Cor¬ tes, Xlll, pp. 63-82, y Mesía de Contreras, Sumario sobre la sentencia arbitraria que los caballeros hijosdalgos de la ciudad Ubeda tienen -.. Granada, 1613.) 82. AHN Consejos, legajo 7.169, n.° 14. Se desestima una petición de la merindad de Aguiar (Bierzo) contra el pago de millones y se llama a los re¬ gidores para amonestarlos (1659). 83. Historia de Felipe IV, II, p. 103 (1635).

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a su apurada situación el enriquecimiento de los consejeros, secretarios y otras gentes «de toga y pluma»,** es decir, de lo que en Francia se llamó noblesse de robe, pues también en España llegó entonces a su más alto grado el poder de los juristas, lo que no contribuyó poco al menosprecio de las armas, en las que los peligros eran ciertos y los premios pocos y tardíos. Fabulosas eran las riquezas de algunos grandes, pero también fue inmensa su contribución al esfuerzo de guerra. Ya en 1640, es decir, en vísperas de los grandes desastres, decíase que habían sacado al duque de Arcos, en lo que iba de reinado, 900.000 ducados, 800.000 al de Priego, «y por este camino a todos los demás; y para el ejército que se pensaba hacer, apretándoles saliesen, decían que ya no tenían con qué».** El duque de Medinaceli representó al rey en 1643 que en los últimos años le había servido con 503.000 duca¬ dos; «mas pidiéndole un donativo general el Presidente de Castilla que hoy es, sin exceptuarle de las reglas generales por lo servido, ofreció, por no tener un real, 10.000 ducados de facultad contra la Casa y Ducado de Alcalá, porque la de Medinaceli no vale ya dos cuentos de maravedís».** Algo parecido manifestaba el propio año el Condestable de Castilla cuando se le invitó a tomar el cargo de Capitán General de Andalucía en sustitución del duque de Medina Sidonia; «El puesto que V. M. ha sido servido de darle acepta, sirviéndose V. M. de concederle medios... por ha¬ llarse su hacienda en el estado más trabajoso que padece hoy ninguna de cuantas hay en Castilla, no sólo por haber servido a V. M. con más de 400.000 ducados, sino por ha¬ berle costado servir el cargo de Castilla la Vieja más de 80.000, y el de la Caballería, 50.000, y porque ha tres años que no administra su hacienda por haber estado sirviendo, irá a Madrid y reconocerá el estado que tiene, y conforme a él propondrá a V. M. los medios que hallare para que le sea posible servir...».” Estas grandes Casas sobrevivieron a la tormenta gracias a sus grandes patrimonios inalienables, pero muchas peque¬ ñas y medianas se arruinaron y desaparecieron. Una de las consecuencias de la casi total extinción de la inmunidad tri84. Viaje de Antonio de Brunel por España, R. Hi. XXX (1914), caps. X y XI. 85. Novoa, III. p. 191. 86. J. Paz, Series de los documentos más importantes del Archivo de Me¬ dinaceli, t. I, doc. CLI. 87. Codoin, t. 95, pp. 131-135.

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butaria fue la disminución de la manía de ennoblecimiento que en cierta época se había apoderado de toda la nación. En el siglo xvi eran numerosas las quejas de los pueblos porque los que por diversas vías, no siempre legales, acce¬ dían a la hidalguía quedaban exentos y aumentaban con ello el gravamen de los pecheros. En el xvii continuó el furor del ennoblecimiento, pero en el xviii remite considerablemente, y ello se debía en no poca parte a que, si la hidalguía con¬ fería distinción social, sus privilegios tributarios se habían volatilizado. He aquí un elocuente ejemplo de cómo un he¬ cho político, las guerras por la defensa del Imperio, a través de fenómenos económicos, desemboca en una transforma¬ ción social.

Aunque estas notas se limitan al siglo xvii, no será super¬ fino completarlas con algunas indicaciones sobre el xviii, sólo en la medida necesaria para mostrar cómo llegó a su natural desenlace la aspiración a la igualdad contributiva que la Monarquía absoluta llevaba radicada en su propia esencia. La implantación de la dinastía borbónica tuvo como uno de sus primeros resultados, eliminar la chocante discri¬ minación que en este punto existía entre Castilla y los reinos de la Corona de Aragón; pero no se intentó introducir en éstos el sistema tributario castellano, justamente desacre¬ ditado; lo que se implantó con los nombres de catastro, talla y equivalente fue una contribución directa sobre la propie¬ dad y las rentas de trabajo que no tenían en cuenta ningún privilegio; un sistema moderno, racional, «ilustrado», que, aplicado como castigo a las regiones que combatieron a Fe¬ lipe V en nombre del Archiduque, se reveló tan justo y efi¬ caz que suscitó en Castilla el deseo de tener otro análogo. Los proyectos que durante todo el siglo se elaboran con vistas a la «Ünica Contribución» se basan en gran parte en el contraste entre la equidad y fácil administración de estas imposiciones directas y el caos que reinaba en las «Rentas provinciales» de Castilla, cuyos principales elementos eran las vetustas alcabalas y los odiados millones. Las quejas que suscitan en la primera mitad del siglo son análogas a las del precedente; Zabala y Auñón escribía por el 1732: «Uno de los mayores perjuicios de la naturaleza y práctica de estas rentas es que la mayor suma que de ellas se exije la pagan los más pobres»; y lo razonaba así: Si el lugar se encabeza, el repartimiento lo hacen las justicias

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y regidores con especial atención a no indisponerse con los poderosos y ricos, esperando que cuando cambien los car¬ gos concejiles los traten con el mismo rasero, mientras des¬ cargan el mayor peso en los pobres de quienes nada temen ni esperan. Si se administra, los ricos tienen frutos propios por los que no pagan, y en los que compran gozan de trato preferente por parte de los recaudadores.” De ser cierto un dato que recoge Canga, las diferencias entre unas y otras regiones seguían siendo exorbitantes aun después de los de¬ cretos de Nueva- Planta, puesto que en Aragón cada vecino contribuía con cinco pesos; en Valencia, con nueve; en Ca¬ taluña, con tres, y en Toledo, con cuarenta y cuatro.” Es posible que haya exageración en este dato, pero ello explica el anhelo de lograr una reforma tributaria inspirada en el principio de la justicia fiscal. Felipe V, envuelto en continuas guerras y dilapidador cual ninguno en los gastos de su Corte, lejos de suprimir tributos tuvo que crear algu¬ nos nuevos. Sin embargo, a él se debe una medida que alivió itiucho al contribuyente: la sustitución del arrendamiento de las rentas por la administración (1725); esto, si no anuló los vicios recaudatorios, disminuyó los abusos más flagran¬ tes. Otra fuente de quejas y protestas remedió la R. Cédula de 3 de junio de 1734, que prohibió las carnicerías de cabil¬ dos y comunidades eclesiásticas. En la dedicatoria que Feijóo dirigió a Femando VI del tercer tomo de sus «Cartas eruditas» se asombra de que en sólo dos años de gobierno se hayan planteado tantas re¬ formas beneficiosas, no sólo sin acudir a nuevos impuestos, sino rebajando algunos de los existentes. En efecto, la labor de los ministros de aquel rey, en especial de Ensenada, res¬ pecto a la Hacienda es digna de todo elogio: su corona¬ miento hubiera sido la Ünica Contribución que haría pagar a cada ciudadano en proporción a su riqueza y con menos sacrificio del contribuyente rendiría mayores sumas al Es¬ tado. El relato de los avatares de esta obra ingente y su fra¬ caso final ha sido esbozado, poco ha, por una pluma más competente.” Baste recordar que después de haberse obte¬ nido la bula pontificia para que contribuyeran los eclesiás¬ ticos (1757), después de haberse gastado cuarenta millones de reales en operaciones catastrales, hubo que desistir, sin 88. mero. 89. 90.

Miscelánea económico-política, Madrid, 1732, primera parte, punto pri¬ Diccionario de Hacienda, artículo «Rentas provinciales». Matilla Tascón, El Catastro de Ensenada, Madrid, 1949

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que podamos decidir qué pesó más para llegar a esta reso¬ lución abandonista, si las quejas de los bien hallados con las corruptelas o las innegables imperfecciones de la base es¬ tadística, como asentada en meras estimaciones y en decla¬ raciones de los propios interesados. Mucho trabajó Floridablanca bajo el reinado de Carlos III por resucitar la Ünica. Llegaron a expedirse, en 1770, los oportunos decretos «para la extinción de las rentas provin¬ ciales... y subrogación de su importe en una sola contribu¬ ción», pero no fue posible llevarlos a cumplimiento; Caamaño Pardo lo atribuye a que las autoridades locales encarga¬ das de la tasación de bienes cometieron infinidad de injus¬ ticias, y a la imposibilidad de graduar las rentas de cada uno.” Por su parte, Floridablanca se expresa de esta forma: «Yo he hecho cuanto he podido por ejecutarla... y después de inmensos gastos, juntas de hombres afectos a este sis¬ tema, exámenes y reglas de exacción ya impresas y comu¬ nicadas, ha habido tantos millares de recursos y dificulta¬ des, que han arredrado y atemorizado a la Sala de Ünica Contribución, sin poder pasar adelante».” Sin embargo, Floridablanca se jacta, por boca del rey, de haberse aproximado lo más posible a la equidad fiscal; los pobres, dice, son los que más se han beneficiado de la rebaja de las alcabalas y de los artículos comestibles; tam¬ bién los ganaderos, cosecheros y comerciantes han visto dis¬ minuidas sus cargas. Las quejas provienen de la nueva con¬ tribución del 5 % de los bienes raíces, llamada de «frutos civiles», pero «era una injusticia insufrible que las personas más poderosas del reino, llenas de lujo y abundancia, no pagasen por sus rentas el tributo equivalente a ellas, des¬ pués de llevarlas a consumir a la corte y capitales, donde regularmente viven, privando a los pueblos que las producen de las utilidades del consumo de ellos».” Efectivamente, la contribución de frutos civiles fue como un sucedáneo redu¬ cido de la Ünica; sólo se aplicó en Castilla y su rendimiento fue mediocre, pero el principio en que se basaba, imponer a cada uno según su capacidad, estaba ya universalmente reconocido. Quedaba al reinado de Carlos IV sacar sus últimas con¬ secuencias; cualesquiera que sean sus lacras de otro orden, en 91. Substitución a las rentas provinciales con la única y universal contri¬ bución, Madrid. 1798. 92. 93.

Instrucción reservada a la Junta de Estado, párrafo CCLXXII. Instrucción reservada, párrafo CCLXI.

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este aspecto merecen alabanza. Aún restaba, como testigo de una situación pretérita, un impuesto, el servicio ordinario y extraordinario, cuya calidad de fósil lo revela el hecho de que había permanecido invariable en su cuantía desde hacía dos siglos; importaba ciento cincuenta cuentos de marave¬ dises, cantidad que en otro tiempo fue importante y que en la fecha de su supresión (1795) ya no significaba gran cosa: la importancia de dicha supresión es que con él desapareció (por ser específicamente pechero) la última distinción legal de carácter fiscal entre nobles y plebeyos. Lo que da todo su realce a esta medida es que se tomó en una época en que los apuros del Tesoro eran grandes por los gastos de las guerras, con Francia primero, y después con Inglaterra. Y, coincidencia significativa, los nuevos in¬ gresos se buscan en imposiciones de carácter suntuario, que habían de ser sufragados por las clases más elevadas: im¬ puestos sobre los coches (1794), sobre los domésticos (1799)... Aparecen por primera vez los derechos de sucesión, aunque muy moderados (del 0,75 al 6 «o). Respecto a la Iglesia, Godov no se conforma con sujetarla al trato común; va más allá, aprovechando la forzada sumisión a que la había redu¬ cido el despotismo del reinado anterior; secuestra una gran proporción de las prebendas para crear el Fondo Pío Beneficial y llega al franco despojo con las primeras leyes desamortizadoras. Los términos se estaban invirtiendo; lejos de reconocérsele privilegios, a la Iglesia española se le iba a negar incluso el trato del derecho común. La supresión de desigualdades legales no quiere decir que no persistieran otras. La justicia fiscal estricta es un ideal rara o nunca vez alcanzado. Los últimos reyes austríacos y los primeros borbónicos trataron de aproximarse a él lo más posible, pero tropezaban con la dificultad de renovar un sistema tributario arcaico, hecho a retazos, de modo empí¬ rico, amontonando tributos inconexos conforme se presen¬ taban las necesidades; y esos tributos eran casi todos in¬ directos porque faltaba una estadística de riquezas y ren¬ tas. Quien considere la imperfección de las que hoy tenemos no recriminará el poco éxito de las que ordenaron los mi¬ nistros del XVIII (Catastro de Ensenada, continuado bajo Floridablanca, y Censo de Frutos y Manufacturas, ordenado por Godoy). Ya es bastante mérito el haberlo intentado. Tampoco era fácil de resolver de una plumada el problema de los señoríos y el de las rentas enajenadas, otra fuente de notorias desigualdades.

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Añadamos a esto el caciquismo rural, los abusos de las oligarquías concejiles que la supervisión de los intendentes y corregidores no era bastante a desarraigar, para compren¬ der cómo a pesar de todas las reformas y de todas las me¬ joras aún se estaba lejos, en tiempos de Carlos IV, de la equi¬ dad contributiva; pero estas desigualdades, aunque a veces fueran irritantes, no dimanaban ya de una ñlosofía social, no eran la manifestación de una dualidad legal entre nobles y pecheros, entre privilegiados y pueblo, sino entre pobres y ricos: término de una gran evolución silenciosa, signo de nuevas ideas y de nuevos tiempos.

Las consecuencias que se deducen de cuanto, con la mᬠxima concisión posible, llevamos apuntado, pueden sintetizar¬ se así: La' disolución de la Sociedad de Estamentos durante los siglos de la Edad Moderna tiene su réplica en la evolución del sistema fiscal. El término legal de esta evolución es la igualdad de to¬ dos ante el impuesto. El término real implica muchas co¬ rruptelas en favor de los privilegiados del dinero, sobre todo por el hecho de que éstos son los dueños de los mu¬ nicipios. El agente de la transformación es la insaciable necesidad de recursos del Estado moderno, acrecentada en el caso de Castilla por las exigencias de la política imperial durante los siglos XVI y XVII. El incremento de la recaudación se logra, sobre todo, a expensas de los artículos de gran consumo; las Cortes se muestran opuestas a los impuestos directos, y los reyes, sólo en contadas ocasiones, recurren a derramas o levas so¬ bre el capital disfrazadas de donativos. No hay una escuela ideológica que fundamente la teoría de la igualdad ante el fisco; ésta se impone paulatinamente por el volumen de las necesidades, por la tendencia iguali¬ taria del Estado absoluto y por los sentimientos de justicia y caridad cristiana que expresan ministros, economistas, confesores reales y otras personas influyentes como mani¬ festación de un estado de ánimo cada vez más generalizado. Esta última constatación es importante para no hacer¬ nos caer en la tentación de ver en los avances logrados du¬ rante el siglo xviii la prueba de una influencia extranjera, de una influencia del iluminismo francés; si algo influyó éste

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en la política hacendística de los ministros de Carlos III y Carlos IV debió ser en pequeña medida, pues Francia se hallaba en este aspecto más retrasada que España. En esta materia, como en otras, se toma a veces como artículo de irnportación lo que no es sino el desarrollo, la continuación lógica de principios tradicionales, operantes ya antes de la ascensión de los Borbones. Aleccionador es el contraste en^e la moderación con que los privilegiados aceptaron en España la ley común y la tenacidad, el rabioso egoísmo con que defendieron sus posiciones en Francia hasta en las Asambleas de Notables, en las mismas vísperas de la Revo¬ lución. Si aceptáramos la tesis de que la causa principal de ésta fue económica, habría que concluir que en España, motejada de retrógrada por los filósofos, no había motivos para una explosión análoga.

LA VENTA DE CARGOS Y OFICIOS PÚBLICOS EN CASTILLA Y SUS CONSECUENCIAS ECONÓMICAS Y SOCIALES *

La venta de cargos y oficios públicos es un fenómeno que, en mayor o menor grado, se dio en todos los países europeos, precisamente en la época en que se consolida el Estado mo¬ derno como creación impersonal, superadora de conceptos medievales impregnados del contractualismo feudal. Apare¬ ce así como una antinomia entre las exigencias teóricas y los imperativos dimanados de la expansión de ese mismo Esta¬ do, que, al requerir unos recursos financieros fuera de pro porción con lo que podía rendir el rudimentario sistema ha¬ cendístico, forzaba a soluciones incompatibles en el fondo con su propia naturaleza; pues la venta de cargos introdujo en el aparato estatal un cuerpo extraño que hubo de ir eli¬ minando posteriormente, y en algún caso, al no hacerlo así, provocó en su seno una gravísima crisis (recuérdese la revo¬ lución de los parlamentarios, antecedente de la Revolución francesa, protagonizada por magistrados que eran propieta¬ rios de sus cargos y, como tales, inamovibles y sustraídos en gran parte a la autoridad real). Hay, pues, una motivación económica fundamental en este fenómeno, que a su vez entraña consecuencias económi¬ cas del más variado orden. Hay también una fundamentación política (en cuanto revela un concepto aún vacilante del Estado, que todavía no alcanzó su plena madurez) suscepti¬ ble de repercusiones también políticas, como en el aludido ejemplo francés. Y tiene {last but not least) una base social en la existencia de individuos y aun clases enteras dispues¬ tas a comprar cargos que significaban un ascenso en la esca¬ la de consideraciones jerárquicas, con las consiguientes mo¬ dificaciones en el status colectivo. • 137.

Publicado en Anuario de Historia Económica y Social, t. IIl, pp

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Por esta triple motivación y por el gran volumen que llegó a tomar, la venta de oficios y cargos públicos es un hecho que últimamente ha atraído la atención de los investi¬ gadores, pero hasta este momento sólo contamos con una obra de carácter general cuya consulta me ha resultado, has¬ ta el momento, inasequible, la de K. W. Swart, Sale of offices in the XVII century,' demasiado breve, sin embargo, para que pueda suministrar más que una visión de carácter muy general del problema. R. Mousnier es quien más a fondo ha estudiado esta cuestión, y, gracias a él, Francia es el único país que cuenta con una monografía que puede calificarse de exhaustiva.^ En España, lo realizado hasta ahora no es mu¬ cho: si para nuestras Indias contamos con el notable y do¬ cumentado estudio de J. H. Parry,’ para la metrópoli, aparte las breves indicaciones contenidas en obras de carácter ge¬ neral,* sólo podemos citar el artículo de M. Fraga y J. Beneyto «La enajenación de oficios públicos en su perspectiva histórica y sociológica»,* de carácter más bien jurídico-legal; la repercusión económico-social apenas está abordada; en cambio, es de gran utilidad la recopilación de opiniones de teólogos y juristas sobre la venalidad de oficios. Puede afirmarse, pues, que la obra básica sobre este as¬ pecto no secundario de nuestra historia aún está por escri¬ bir. Las páginas que siguen a continuación no tienen el vo¬ lumen necesario para llenar este vacío ni aspiran a ser otra cosa que una síntesis provisional susceptible de allanar el camino a más profundas investigaciones. Las fuentes son 1. La Haya, 1949, 153 pp. «Libro elegante y denso», le llama Fierre Goubert en nota inspirada por esta obra y la de Mousnier («Un probléme mondial: la vénalité des offices», en Armales: Économies, Sociétés, Civilisations, VIH [1953], pp. 210-214). 2. La vénalité des offices sous Henri IV et Louis XIII, Rouen, 1946, 629 pp. Mousnier se ha ocupado después reiteradas veces de este tema; cf., por ejemplo, los dos artículos que dedicó a la venalidad de oficios en Venecia (B. Soc. Hist. Moderne [1949] y Revue d’Histoire de Droit Frangais et étranger [1952]). Véase también su intervención en el simposium te¬ nido en la Sorbona, 1960, con participación de Trevor Roper y J. H. Elliott, e incluido en el volumen Crisis in Europe. 1560-1660. Essays from «Past and Presenté). Londres, 1965. 3. «The sale of public office in the spanish Indies- unded the Hapsburgs», Iberoamericana, n.o 37, Univ. of California Press. Berkeley y Los Ángeles. 1953, 73 pp. Algunas precisiones añadí en mi artículo para el Mercurio Peruano. titulado «Un virreinato en venta». Sobre el trabaio de Parry véase la recensión de P. Chaunu, en Revue Hispanique, n.» 456, pp. 343 y ss. 4. Sólo hay indicaciones sueltas en El Poder Civil en España, de Danvila. t. V, pp. 348-351. Colmeiro, La historia de la Administración Española, de J. Beneyto, etcétera. 5. Incluido en el volumen Centenario de la Ley del Notariado. Estudios Históricos, I, pp. 393-472. Madrid, 1964.

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muchas y dispersas: textos lépales, archivos públicos y pri¬ vados, memoriales, 'dictámenes, obras impresas de distinto carácter en que se enjuician los diversos as]3ectos y conse¬ cuencias de la institución. Simancas y el Archivo Histórico Nacional son los dos reservorios básicos que habrá que ex¬ plotar, ambos, sobre todo en la sección Cámara de Castilla, que solía ser la dispensadora de estas gracias. Para dar una idea de su volumen baste decir que las «Renuncias de ofi¬ cios», en dos siglos (1500-1700), llenan 261 legajos, más 41 de «Consumo y perpetuación de oficios». Mucho guarda también Simancas en sus inmensas series hacendísticas, con frecuencia disimulado bajo epígrafes poco expresivos, como «Donativos», «Gastos secretos» o «Junta de vestir la casa». Dificulta también la consulta y explotación de estos fondos el hallarse con frecuencia involucrada la ven¬ ta de oficios con la de hidalguías, baldíos y otros recursos a que acudió la insaciable fiscalidad de los Austrias. No pocas de estas ventas, por ejemplo los «Efectos que beneficia el conde de Castrillo», no han dejado más que huellas disper¬ sas en la documentación: al menos, yo no he conseguido hallar una ordenada y completa* recapitulación de su pro¬ ducto. Los archivos de Protocolos guardan los documentos (com¬ pra-ventas, renuncias, .alquileres) relativos a la contratación privada de los oficios. Si a esto se añade la indispensable consulta de los archi¬ vos de otros organismos, sobre todo los de municipios, que fueron los más afectados por las ventas, se comprenderá fácilmente la magnitud de la documentación que habría que manejar para llegar a una comprensión total del tema. Y no nos referimos a otra clase de fuentes que posiblemente ha¬ brían de dar también un importante contingente: los archi¬ vos nobiliarios, no sólo en cuanto sus titulares obtuvieron cargos que con frecuencia fueron objeto de arriendo, sino porque la venta y arrendamiento de oficios también se prac¬ ticó en los señoríos en un grado que queda por determinar. Hay que tener en cuenta la amplitud territorial del fenó¬ meno: prácticamente toda España, aunque en grado mucho menor en las provincias forales que en Castilla y sus Indias. Desde el punto de vista cronológico se inicia en la Baja Edad Media, se intensifica de modo extraordinario a partir de la segunda mitad de la decimosexta centuria y desde el rei¬ nado de Fernando VI se rarifica, cesando prácticamente las ventas, pero respetándose los derechos adquiridos, que sólo

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van liquidándose en el xix con los vaivenes propios de la transición del Antiguo al Nuevo Régimen. Es, por tanto, un escenario de tres siglos largos, dos de los cuales (Austrias y el primero de los Borbones) desarrollan el sistema mientras el último siglo ve su decadencia y liquidación. De acu rdo con este esquema, nuestra síntesis se centra en los dos siglos activos y en las comarcas castellanas con someras referencias a otras épocas y territorios que nos son imperfectamente conocidos.

I.

Precedentes del sistema

En una primera fase, la venalidad de cargos es instituida por señores y municipios, y el papel de la Corona se limita¬ ba a prohibir o regularizar aquellas prácticas viciosas. No entrando este aspecto plenamente en nuestro objeto, nos limitaremos a citar algunos precedentes. En 1387, Juan I prohíbe que los oñciales reales pongan sustitutos sin licencia. Pero la práctica debía tener hondas raíces, pues el mismo Juan I, Juan II y los Reyes Católicos tienen que reiterar esta prohibición.* Ha comenzado, pues, el comercio de oñcios; los reyes no piensan aún en mezclar¬ se en él, sino sólo en defender la integridad de la función pública. Todo induce a creer que fue en los poderosos y autóno¬ mos municipios castellanos donde más pronto arraigó la práctica de la venalidad. En 1436, Don Juan II mandaba «que ningunos oñcios de veinticuatrias, regimientos, alcal¬ días, alguacilazgos, ñeles ejecutores o juradorias no se pue¬ dan vender ni trocar ni dar en pago ni por otro precio..., agora lo den las personas en quien se renunciaren u otras personas por ellos directa o indirectamente, y lo mismo sea en los votos que se dieren en las elecciones y provisiones que se ñcieren por las ciudades, villas y lugares..., so pena que por el mismo hecho haya perdido el tal oñcio nuestra merced y voluntad fuere...».’ Un texto algo confuso de Colmenares’ dice que en 1431 comenzaron a venderse las regidurías de las ciudades para los gastos de la guerra contra los moros, sin especiñcar quién 6. N. R. VII, 7. Disposición 2, 8 (VII, 4, 8 de 8. Historia de

3, 18. Pasó a la Novísima (VII, 6, 1). reiterada por los Reyes Católicos, inserta en la N. R. VII. la Novísima). Segovia, cap. 29.

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había hecho dichas ventas, y añade que «en la nuestra [ciu¬ dad] se habían perpetuado noventa años antes para escusar molestias y bandos en los pueblos, que con las ventas se aumentaron, naciendo de la perpetuidad el señorío, y de la venta los abusos y calamidades de Castilla». Queja ésta de la que en adelante hallaremos sobrados testimonios. Pero todavía en esta época no puede atribuirse a la política real, que más bien se dirige a reprimir la tendencia a adquirir por compra los oñcios municipales que procuran poder, fa¬ vor y autoridad, y por ello fueron muy codiciados por los conversos, según resulta del erudito artículo de Francisco Márquez Villanueva.’ Y si bien algunos alcanzaron facultad real para adquirir y perpetuar oñcios durante los débiles rei¬ nados de Juan II y Enrique IV, los Reyes Católicos, en la ley de 1480, revocaron dichas mercedes.'" Y no es poco de alabar que rehusaran siempre Isabel y Fernando recurrir a tales medios para hacer frente a sus apuros ñnancieros. Las cosas amenazaron cambiar cuando, muerto Don Fer¬ nando, personas codiciosas se trasladaron a Flandes, donde Chiévres había ya abierto el mercado de oñcios, según testiñca Galíndez de Carvajal." Pero no creo que se trate aquí de la implantación de un nuevo sistema, sino de abusos oca¬ sionales de carácter privado, pues la administración de Car¬ los V, en un principio, siguió en este punto las normas de austeridad de sus abuelos. Se prohibió trañcar con las judi¬ caturas, y en 1525, a petición de las Cortes de Valladolid, 9.

«Conversos y cargos concejiles en el siglo xv». Revista de Archivos, LXIII (1957). 10. «Porque los oficios públicos de administración de justicia y alcaldías y alguacilazgos y prebostazgos, juzgados y regimientos y veintiquatrías, y voz y voto mayor de concejo, o alcaldías de sacas, y fieldades y executorias, juradorias, mayordomias de concejos y escribanías de concejo o de rentas y públicas del número, y otros cualesquier semejantes oficios públicos, y eso mismo las tenencias y alcaldías de castillos y fortalezas conviene que se den y provean a personas hábiles, varones prudentes y temerosos de Dios••• y porque de se haber proveído los tales oficios por juro de heredad o con facultad de renunciar en vida en sus hijos o en otras personas resulta no se poder proveer los dichos oficios en tales personas y otros inconvenientes; y porque la perpetuidad en los oficios públicos es cosa que los Derechos abo¬ rrecen-revocamos todas y qualesquier mercedes para que puedan traspasar o renunciar los dichos oficios...» (Puede leerse in extenso en la Nueva Recop., libro VII, tít. 3, ley 17. Pasó a la Novísima. VII, 8, 3.) En los mismos cuerpos legales pueden leerse otras dos disposiciones que en adelante dieron bastante juego: una sobre nulidad de las renuncias hechas menos de veinte días antes de la muerte del propietario del oficio público para evitar los fraudes que de este modo se cometían (ley de 1480. siguiente a la anterior), y otra de 1501 que obliga a los provistos en oficios renunciados a presentar los títulos en el plazo de sesenta días (N. R. VII. 4, 6). 11. Anales breves del reinado de los Reyes Católicos, cap. XVII: «De las personas que fueron a Flandes de estos reinos a dar avisos y comprar oficios, y del daño que de ello vino» (Codoin, XVIII, p. 397). Bibliotecas y Museos, t.

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mandó que «agora ni de aquí adelante no se pueda vender ni comprar oficio de jurisdicción en nuestra Casa y Corte ni fuera de ella, so las penas contenidas en las leyes de nuestros Reynos, y demás que sea infame e inhábil perpetuamente, así el que comprare como el que vendiere».'^ Sin embargo, incluso en estos primeros ejemplos debió la administración Carolina efectuar ventas de oficios muni¬ cipales, pues una ley de 1523, atendiendo la petición 60 de las Cortes de Valladolid, confesaba que «para ayuda de los grandes gastos que se nos ofrecieron facer en defensa de nuestros Reynos mandamos acrecentar en algunas de las ciudades y villas regimientos, juradurías y escribanías públi¬ cas, con que los primeros oficios que vacasen después se consumiesen en lugar de los acrecentados», y mandaba que así se guardase, pero dejando abierto un portillo de tal mag¬ nitud que hacía prácticamente inútil la restricción: «excepto si los oficios que vacasen fuesen de personas que tuvieran facultad para disponer dellos, o si se renunciasen, y el que renunció vivió los veinte días que la ley manda». Hubo, pues, ventas de oficios ya desde el comienzo del reinado de Carlos V, pero en forma esporádica y de no gran rendimiento, ya que Don Ramón Garande, el más profundo conocedor de la hacienda cesárea, sólo se ocupa de ellas muy a los fines del reinado, comentando un documento al que a continuación aludiremos. En realidad, parece que es a par¬ tir de 1545 cuando la Corona, acallando sus escrúpulos ante la presión creciente de las necesidades, convierte la venta de oficios en un ingreso, no regular (nunca llegó a serlo), pero sí usado cada vez con más frecuencia y desenvoltura.

II. El

sistema se configura

Nacida de manera vergonzante, la venalidad de cargos fue poco a poco admitida, institucionalizada, podríamos de¬ cir, como regalía de la Corona y fuente de ingresos en las épocas de apuro, que eran casi todas. La fecha de inicio de esta nueva etapa podemos fijarla en los años 1540-1545. La de terminación la situaremos con mayor vaguedad en los años finales del reinado de Felipe V. 12. Ley 7.^, tít. 3, libro VII, Recop., que pasó a ser la 9, tít. 5, li¬ bro VII de la Novísima. 13. Fue reiterada en la R. C. de 10 de agosto de 1543 (Novís. Recopila¬ ción, Vil, 7, 6).

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La fecha de 1545 es la de una circular, primaria (creemos) de su género, dirigida a los corregidores, alcaldes mayores y otras autoridades para que beneficiar un la facultad de tras¬ pasar regidurías, juradurías y escribanías. Un expediente de Simancas " contiene parte de las respuestas. El licenciado Noguerol, por elegir un ejemplo, juez de residencia en Loja, Alhama y Alcalá la Real, informaba del resultado de sus gestiones: En Loja no había recibido ofertas porque los ve¬ cinos no tenían dinero. En Alhama, dos regidores ofrecían por la facultad diez ducados, y otro, doce; los demás eran demasiado pobres para ofrecer ni aun estas mínimas canti¬ dades. Un jurado daría seis ducados, y otro, cinco. El escri¬ bano del concejo ofrecía diez ducados, y dos del número a diez cada uno. Un hombre honrado estaba dispuesto a com¬ prar un regimiento en 60.000 maravedises, y otro una jura¬ duría en 25.000. En Alcalá la Real dos regidores se alargaban hasta cincuenta ducados por la facultad de traspasar su oficio. No era esto lo que pretendía la Real Hacienda. La inten¬ ción era que, a cambio de la facultad de disponer del cargo por vía de arrendamiento o venta (pues, en el fondo, las re¬ nuncias o traspasos equivalían a esto), sirvieran con la mitad de su valor. La pretensión era exorbitante y no halló eco. Con el ejemplo antes citado puede verse que lo que estaban dis¬ puestos a dar los titulares en las pequeñas ciudades eran cantidades irrisorias, y, aunque se obtuviera más de las grandes ciudades, no sería cosa de consideración. Aún no habían llegado estos cargos al punto de ser apetecidos como más tarde lo fueron por los motivos que en su lugar se ex¬ presarán. Sin embargo, aún se hizo a fines de aquel reinado otra tentativa, según Carande, que extracta algunas de las pocas respuestas conservadas. El corregidor de Málaga dice que tiene comprador para dos regimientos y dos escribanías. El de Toledo había vendido ya regidurías a 1.500 ducados y esperaba vender cuatro más. «En Granada sería mayor la cosecha: había en la Chancillería tres escribanías en cada sala y “no sería excesivo” poner cuatro; valen hoy —dice el corregidor— a siete mil ducados y debería pedirse algo más; 14. Archivo General de Simancas (AGS), Diversos de Castilla, 47-33. En la misma sección, el expediente 1.141 contiene una «Carta que los consejeros de Hacienda escribieron a S. M., proponiendo, para arbitrar el millón de ducados que necesitaba, acrecentar regimientos y juradurías en los lugares del Reino en que menos perjuicio causaran», Valladolid, 19 de febrero de 1549, dos folios.

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asimismo, pretende poner en la Chancillería procuradores mayores y menores, a razón de 2.000 y de 400 ducados, res¬ pectivamente».” Entre tanto, las Cortes habían vuelto a insistir en sus peticiones de que se suspendiera la venta de oficios munici¬ pales; seguramente no guiaba sólo a los procuradores el celo del bien común; como representantes de las oligarquías urbanas, pretendían atajar la irrupción de nuevos elemen¬ tos, procedentes de la burguesía de negocios, que trataban de disputar a los nobles su fructuoso monopolio. De aquí la petición de 1547 de las Cortes de Valladolid de 1548, que sólo obtuvo una respuesta ambigua: «Porque algunos que son mercaderes y tratantes compran oficios de regimiento para mejor usar de sus tratos; mandamos a los jueces de residencia se informen de la qualidad de los tales regidores tratantes y de los inconvenientes que hay en que usen de los tales tratos y den dello noticia al Consejo para que pro¬ vea lo que convenga».” Como se ve, la Corte acepta el hecho corriente de la compra de oficios municipales y sólo ofrece una vaga promesa que a nada compromete. Felipe II no tuvo, pues, más que continuar por el sen¬ dero que ya había sido abierto. En la obra de D. Modesto Ulloa pueden hallarse datos abundantes y relativamente com¬ pletos sobre las cantidades ingresadas en las arcas reales por este concepto, aunque las cifras aparecen involucradas con las ventas de hidalguías.” Pero puede afirmarse que este segundo renglón fue mucho más débil, y que la mayoría de las sumas percibidas, que llegaron a un máximo de 128 cuentos en 15ó7, procedían de las ventas de oficios. Ya en 1557 la contratación era muy activa: una «Relación de re¬ gimientos y juradorias y vendidas» hasta mediados de dicho año menciona 123 veinticuatrías y regidurías, y 12 juradurías vendidas por un total de 143.000 ducados, sin incluir las ven¬ tas hechas en Medina del Campo, Huete y otras ciudades.” Las veinticuatrías de Córdoba se pagaban a 2.000 ducados, y las regidurías de Toledo, a 1.800; pero las de más elevado valor, sin comparación, eran las de Sevilla, entonces en la cumbre de su prosperidad; sus veinticuatrías se cotizaban a siete mil ducados, y hubo un cargo, el de Alguacil Mayor, 15. 16. 17. cap. 22

V y sus banqueros, III, pp. 466-467. Pasó a la Nueva Recopilación (III, 7. 25) y a la Novísima (VII, 9, 11). La Hacienda Real de Castilla en el Reinado de Felipe ll, Roma, 1963, y p. 441 (tabla con datos sacados del AGS, Contaduría Mayor de Carlos

Cuentas).

18.

Ulloa, op. cit., p. 94.

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vendido por la Corona al duque de Medinaceli en la suma, realmente increíble, de 160.000 ducados, algo así como cin¬ cuenta millones de pesetas actuales.'’ Las oligarquías municipales reaccionaron contra la intru¬ sión de elementos extraños, que amenazaban reducir a una minoría al viejo patriciado de caballeros y burgueses enno¬ blecidos. Desde esta óptica puede considerarse el debate que se entabló en las Cortes de 1570 sobre las calidades que de¬ bían reunir los regidores de las ciudades de voto en Cortes; se pretendía que ningún hijo de mercader pudiera serlo. Pro¬ testó el procurador borgalés Melgosa, apoyado por los dos de Sevilla y algunos otros; al fin, como solución transaccional, se acordó pedir que sólo se eliminase al que hubiera sido mercader por su persona, oficial mecánico o escribano, pero no a sus hijos. Merecen destacarse las palabras de Bal¬ tasar de Guerra, procurador por Zamora, refiriéndose a los daños que causaban los adquirentes de regidurías y escriba¬ nos, «porque, al menos, él no conoce en toda su tierra dos cristianos viejos, y que son rapaces, desalmados, que com¬ praron con ayuda de sus parientes los oficios para hacer mal con sus contratos».“ Las mismas Cortes (petición 5.^) solicitaron se derogase la disposición que prohibía que nadie pudiese pleitear sino por medio de los procuradores que se acababan de crear en todas las ciudades. El rey manifestó que accedía, si las ciu¬ dades reintegraban a los procuradores el dinero que habíaa pagado por sus oficios. Primer paso en una larga serie de chantajes contra las haciendas municipales. La petición 6.® se refería a los daños del acrecentamiento de regidores, fie¬ les ejecutores y otros oficios, y la 7.^, a los inconvenientes de haberse vendido cargos municipales a mercaderes, que los aprovechaban para sus tratos. Felipe II respondió, con una de sus características evasivas: «Esto se va mirando», y cuando, seis años después, vuelven a insistir sobre la incon19. Ortíz de Zúñiga, Anales de Sevilla, año 1589. Años antes, en 1536, se había vendido el mismo oficio a don Juan Tello, tesorero de la Casa de Contratación, en sólo 9.000 ducados (S. Montoto, Sevilla en el Imperio, pp. 57-58). Pero la venta que se hizo al duque de Medinaceli fue mucho más amplia: abarcaba las varas de todos los lugares de la tierra de Sevilla, que eran muchos, y además, en la misma capital, las de alguacil de la Justi¬ cia, la de vagabundos, la de entregas, el alguacilazgo de la Justicia de Triana y la alcaldía de la cárcel. Sólo este último cargo producía a mediados del xviii 15.950 reales, pero el provecho de todos los demás se había redu¬ cido a 11.050 (AHN, Hacienda, Catastro de Ensenada, libro 7.495. Relación de los efectos enajenados de la Corona en la ciudad y Reyno de Sevilla, con sus productos en reales de vellón, año 1755). 20. Actas de las Cortes de Castilla, III, pp. 87-93.

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veniencia de la creación de regidurías perpetuas, «de que han resultado tantos y tan notables daños a la gente pobre», pues los poderosos que sostenían pleitos con los concejos se han adueñado de ellos y de sus Propios, y colocado he¬ churas en sus cargos, creyó que bastaba con responder que el Consejo proveía en los casos que se le denunciaban." ¿Creía realmente que era esto un remedio suficiente? Duele com¬ probar cómo el monarca al que se pinta como guardador de toda justicia derribaba por sus propias manos el venerable edificio del municipio castellano. Es que precisamente aquellos años son los de la marea alta de las ventas, según los cuadros de Ulloa; el mismo autor apunta cómo el número y frecuencia de las ventas ini¬ ciaron la conversión de los oficios en títulos especulativos, y cita el caso de un Juan Arias que compró doce corredurías paia revenderlas y alquilarlas." Por ello, las disposiciones ya citadas sobre renuncias eran cada vez más burladas, a pesar de la reiteración de las órdenes y de algunas concesiones que se hicieron a lo que ya era inevitable: el tráfico de oficios públicos como de una mercancía." Se recrudeció la oleada de ventas después del desastre de la Invencible, y quedan huellas de las respuestas de los 21. Actas de las Cortes, t. V. Las de 1586 pedían una vez más el cese de las ventas de regimientos y escribanías «porque los compradores se hacen dueños absolutos de los pueblos y usurpan los propios, leña, de¬ hesas y pastos comunes, y se aprovechan de los panes y viñas de pañiculares sin que la gente prove (sic) les pueda ir a la mano». «A esto vos respondemos que de aquí adelante se tendrá la mano para que no se vendan los dichos oficios sino en caso necesario, y mandamos que los pueblos puedan tomar por el tanto los oficios vendidos» (Danvila, El Poder Civil..., V, p. 565). Como se ve, no se negaban los daños, pero se indicaba a los pueblos que el remedio tendría que ser a su costa. 22. Op. cit., cap. 22. 23. Una pragmática de 9 de mayo de 1582 decía: «Sepades que la expe¬ riencia ha mostrado que lo que se halla determinado por leyes destos Reynos quanto a renunciaciones de aquellos oficios que son renunciables no basta para que se dejen de hacer algunas cosas contra nuestra intención y en grande daño de nuestra preeminencia y patrimonio real y del bien público, porque como quiera que por ellas está dispuesto que no valga la renuncia¬ ción si no viviese veinte días el que renuncia, y que la persona en cuyo favor el oficio se renunciare se presente ante nos con la suplicación dentro de treinta días, y que dentro de sesenta después que le oviéremos dado la provisión de oficio la presente en el concejo de-la ciudad, villa o lugar y tome posesión dél, no ha bastado lo así proveído, porque con no estar deter¬ minado tiempo para sacar los títulos, algunas personas los sacan muchos meses y aun años después de haver hecho las renunciaciones y presenta¬ ciones ante nos, los quales no se les podían dexar de despachar, porque las presentaciones y renunciaciones que tanto tiempo tenían guardadas, aviendo vivido los veinte días, y por tal camino aseguraban los oficios contra nuestra intención y patrimonio real y bien público haciéndolos hereditarios». Para evitar este abuso, ordenaba que el título se sacase a los noventa días como máximo de hecha la renuncia y presentación, sin lo cual no sería válido.

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corregidores a las órdenes que se les cursaron para que ges¬ tionasen ventas de oficios. El de León, por ejemplo, contes¬ taba que se podrían aumentar los 16 regimientos de aquella ciudad a veinte, lo que produciría ocho mil ducados. Podría venderse un oficio de depositario de penas de Cámara en los conceptos de las Babias y otro en los Argüelles, que am¬ bos valdrían 600 ducados, más otros cuatro regimientos en los Argüelles, «como se hizo pocos días ha en las Babias al mismo respecto. Item, en los dichos Consejos, las escriba¬ nías de Ayuntamiento». El de Murcia proponía vender regb mientos a 3.000 ducados en la capital, y juradurías a mil.” Las ventas indiscriminadas de regidurías no se considera¬ ban, quizá, graves, porque siendo cargos colegiales no podían tomarse decisiones sin acuerdo de la mayoría; distinto era el caso de los oficios de justicia, que los reyes de España siempre repugnaron vender. Otros cargos, como escribanías, receptorías y procuradurías, requerían un mínimo de capa¬ cidad profesional en quien los compraba. A llenar esta fina¬ lidad respondía la pragmática de 19 de julio de 1589, que prohibía arrendar tales cargos; los propietarios debían ser¬ virlos por sus personas o renunciarlos en eí término de se¬ senta días; pero escasamente un año después otra de 13 de junio de 1590 permitía que tales oficios se pudieran «dar en confianza» (esta expresión parece designar una entrega en préstamo) con tal que el que lo recibiese no lo pudiese usar por sí ni por otra persona. Se exceptuaba el caso de que el propietario del oficio tuviese menos de veinticinco años o fuera mujer y lo tuviese por herencia; a estos tales se les autorizaba a «darlo en confianza» durante dos años; pasado este plazo debían renunciarlo.” Según las tablas de Ulloa, en los últimos años del reina¬ do de Felipe II decreció bastante la venta de oficios, ya fue¬ ra porque disminuyesen los compradores, ya porque hiciesen mella en el monarca las representaciones de los pueblos y otras consideraciones de orden moral. De que el disgusto era grande dan fe, entre otros testimonios, las manifestacio¬ nes hechas en el cabildo secular sevillano, el 24 de abril de 1598, pocos meses antes de la muerte del rey, por un 24. Danvila, op. cit., t. V, documento 180. 25. Como precedente de la preocupación por garandar la idoneidad de los que ocuparan cargos relacionados con las funciones judiciales puede ci¬ tarse una real carta de 1565 dirigida a la Chancillería de Granada, dispo¬ niendo que, si algún receptor renunciase su cargo, se hiciere examen de habi¬ lidad y suficiencia del nuevo titular. (Archivo de la Chancillería de Granada, volumen de reales cédulas sin catalogar, folio 173.)

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veinticuatro, D. Francisco Melgarejo. «Las personas —decía— que tratan de comprar las hidalguías y veinticuatrías son mercaderes, encomenderos y hombres de negocios que por su interés particular, y por tener buen despacho y mano en despachar sus mercaderías y las de sus encomenderos, dan excesivos precios por entrar en los oficios de administrado¬ res del Almojarifazgo, a fin de usurpar sus derechos, y que los oficiales dél, como a hombres poderosos, no miren sus cargazones»." Como todos los nuevos reinados, el de Felipe III se abrió en medio de generales esperanzas y promesas de enmienda de los pasados males. Los reinos de Castilla estaban cansa¬ dos, agotados y deseosos de que se aflojase la presión fiscal y el sistema de gobierno, que en los últimos años se había ido haciendo cada vez más duro y autocrático, en nombre de unos ideales que sólo entusiasmaban a una minoría. .Algunas disposiciones de los comienzos del reinado ali¬ mentaron estas ilusiones: en 1602 se ordenó consumir los oficios perpetuos creados en lugares o villas de 500 vecinos o menos, las juradurías y los regimientos acrecentados en cualquier villa o lugar desde 1540, y las escribanías y del número de ayuntamiento creados desde dicha fecha que, al parecer, se tomaba como el punto de partida de las ventas en masa.” Pero no tardaron mucho en recomenzar; a comien¬ zos del XVII se vendió el cargo de Correo Mayor de Milán al genovés Juan Bautista Serra en 47.000 ducados." En 1606, Cabrera de Córdoba, bien situado para conocer las interio¬ ridades de la Corte, escribía: «Se espera que saldrá un ar¬ bitrio de perpetuar los oficios renunciables dentro de veinte días para que cada uno pueda disponer del que tuviere en vida o en muerte, pagando la décima parte de lo que le cos¬ tó, y la veintena cuando lo vendiese, por el directo dominio 26. Santiago Montoto, op. cit., pp. 60-61. En Sevilla residían los dos almojarifazgos o aduanas; el Mayor y el de Indias, y la ciudad los tuvo bastante tiempo en arriendo. 27. Novís. Recop., leyes 12, 13 y 14 del título 7. libro VII. En 1609 se facultó a los pueblos, en cumplimiento de una condición de millones, para consumir los oficios de depositarios, tesoreros de alcabalas y otros simila¬ res (ibid., leyes 16 y 17). 28. C. Alcázar. «La política postal española en tiempo de Carlos V», en el volumen de Homenaje al Emperador, publicado por la Universidad de Granada. De este reinado son también las numerosas mercedes de cargo obtenidos por el insaciable duque de Lerma; entre otras, las escribanías de Sacas. Almo¬ jarifazgos y Francos de Sevilla, oficios de tanto provecho (para su poseedor) y daño (para la ciudad), que ésta los rescató en la exorbitante cifra de 173.000 ducados. Más tarde, cuando sus Propios se vieron concursados y su hacienda municipal en quiebra, los vendió a varios particulares.

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con el que el rey se queda de todos los oficios».” Es evidente en estas palabras la asimilación de los oficios a los bienes de na¬ turaleza feudal o señorial sobre los cuales los dueños del domi¬ nio directo percibían luismos y otros derechos de mutación. No sólo se trataba de buscar esta clase de recursos en Castilla, sino que una real cédula de 19 de marzo de 1614 ordenaba al corregidor de Guipúzcoa que se informase de si en aquellas provincias se podrían vender jurisdicciones de términos despoblados, exigir lugares y crear oficios de regi¬ mientos, alferazgos y otros.” De todas maneras, hubo en aquel reinado una evidente contradicción en el proceso iniciado en el siglo anterior. Cuando en 1621 Felipe IV sucedió a su padre, el nuevo equi¬ po gobernante pregonó a los cuatro vientos una reforma ge¬ neral de los vicios y defectos, entre los que no podían olvi¬ darse los causados por la venalidad de cargos públicos. Uno de los capítulos de Reformación dictados en 10 de febrero de 1623 disponía la reducción a la tercera parte de los ofi¬ cios de regidores, jurados, alguaciles, procuradores y escri¬ banos de las ciudades, villas y lugares «donde por ser excesi¬ vo el número son de inconveniente y perjuicio al gobierno, causando muchos daños, trocándose los fines para que se introdujeron».^' No hay que figurarse, sin embargo, que el cese de las ven¬ tas en aquel tercer decenio fue total. En 1621 se había dado a los hombres de negocios, como parte de sus consignacio¬ nes para que hicieran un asiento de 600.000 escudos para Flandes, 100.000 ducados en el oficio de impresor de las bu¬ las de Cruzada que se imprimían en el monasterio de Nues¬ tra Señora del Prado de Valladolid; este cargo lo tuvo el insaciable don Rodrigo Calderón, a quien se le había confis¬ cado, y producía unos siete mil ducados anuales de beneficio líquido. Se les ofrecía a los asentistas para que lo tomaran para sí o lo vendierein.“ El de tesorero de la Casa de la Mo29. Relaciones de la Corte de España, p. 290 (Madrid, 1857). Creo que no llegó a publicarse tal disposición. 30. Colección de reales cédulas-•• referentes a las Provincias Vascon¬ gadas, t. III, documento 128. El n.o 130 contiene la comisión a Hernando de Ribera para proseguir la información sobre venta de oñcios y jurisdicciones. 31. La Junta de Reformación, volumen preparado por don Ángel Gon¬ zález Falencia, documento 67. Pasó a la Novísima (18, 7, VII). Pero había en esta disposición un equívoco que nunca se disipó. ¿Cuáles eran los lu¬ gares donde «por ser excesivo el número» debían reducirse los oficios a la tercera parte? De hecho, sólo se aplicó a los lugares pequeños. 32. AGS, Consejo y Juntas de Hacienda, legajo 622, consulta de 17 de febrero de 1622. Había que vencer la resistencia del patriarca de Indias, que como comisario general de Cruzada se oponía a la venta de dicho cargo.

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neda de Madrid se había cedido a perpetuidad en 1614 al duque de Uceda. En una consulta de 1 de diciembre del mismo año se ano¬ taban como ingresos para el siguiente; «El valor del oñcio de tesorero de la Casa de la Moneda de Sevilla, que está empe¬ ñado en 130.000 ducados, que se ha de desempeñar del vellón que allí se labra y volverlo a vender». «El oñcio de medidor mayor de la albóndiga de Sevilla. El de repartidor de las comisiones de los receptores» (CJH 573). No se trataba en estos casos de creaciones de cargos, pero sí de ventas de algunos de los más productivos que ya existían. Si a esto se añade que los señores territoriales que podían hacerlo seguían vendiendo cargos en los lugares que les pertenecían," se advertirá que la tregua de aquellos años fue sólo relativa.

III.

El

apogeo de la venalidad

Hay una relación directísima entre el incremento de las ventas y el de las necesidades del Estado. La política paciñsta de Felipe III permitió moderarlas; los planes grandiosos de Olivares en política internacional obligaron a reanudarlas a partir de 1629; es la fecha en que fracasa la táctica de la facilidad; se había creído hacer frente al incremento de gastos públicos acuñando más y más monedas de vellón, acumulan¬ do más y más deudas con los asentistas; en 1627-1628 todo aquel artilugio se derrumba: hay que decretar a los asentis¬ tas (una especie de bancarrota que retira a muchos genoveses de la escena), rebajar el vellón e imponer tasas de pre¬ cios y salarios. Todo coincidiendo con la guerra de Mantua y el deslizamiento de Francia desde la falsa neutralidad hacia la guerra abierta. La crisis que entonces sé inaugura no ce¬ saría ya de agravarse hasta ñnes del reinado; su consecuencia directa, un gran incremento de la ñscalidad en todos sus ramos, incluyendo la venta de cargos, tierras, vasallos y tí¬ tulos nobiliarios, constituye en conjunto la más sangrien¬ ta contradicción con las promesas hechas a comienzos del reinado. Ante la imposibilidad de pormenorizar todos íos deta33. En 1622, el duque de Sesa, conde de Cabra, vendió la vara de al¬ guacil mayor de esta ciudad a don Alfonso Gil de Medellín en 2.600 duca¬ dos. (N. Albornoz, Historia de Cabra, p. 180.)

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lies de esta carrera alucinante, señalaremos algunos de los hitos más signiñcativos. Don García de Haro, conde de Castrillo, llegó a ser una de las ñguras claves de aquel reinado precisamente por su habilidad para obtener dinero por me¬ dios que estaban fuera de los cauces regulares. Los «efectos del conde de Castrillo» incluían ventas, gracias y mercedes del más diverso género, desde el indulto de un criminal a la dispensa de visitas a unos escribanos que debían tener mu¬ chas razones para temerla. En su papel de recaudador ex¬ traordinario tenía amplias atribuciones, y no perdonaba mo¬ lestias; recorría por sí mismo las comarcas, regateaba con las peticiones de gracias, se adelantaba él a ofrecerlas y en ocasiones casi a imponerlas. La venta de cargos fue uno de los ramos más productivos que cultivó. Algunos de los ne¬ gocios que concluyó fueron de bastante envergadura; de uno de ellos nos da noticia Salazar: cuando el conde de Castrillo pasó en 1630 por Valladolid, el conde de Osorno le compró el cargo de alguacil mayor de la Chancillería de Valladolid en 52.000 ducados, con facultad para tomarlos a censo sobre su mayorazgo, pues había de quedar incorporado a él. «Pero como no los hallase todos, S. M., por Real cédula de 9 de diciembre de 1631 permitió a su instancia que los concejos y vecinos de las villas y lugares de su Casa se puedan obli¬ gar, si quisieren, a la paga de los réditos del dicho censo, con lo cual se pudo perfeccionar la compra, y el conde ob¬ tuvo aquel oñcio, y le gozó su Casa muchos años, hasta que se vendió para satisfacer a sus acreedores.» ** Como se ve, no perdió el tiempo en su jornada vallisole¬ tana de paso para las tierras del norte que eran el objetivo de su viaje. No podemos seguir sus andanzas aquí, pero men¬ cionaremos otro negocio fructuoso que hizo en Pamplona con un tal Sancho de Monreal, a quien vendió en 20.000 du¬ cados varios oñcios en los tribunales de Navarra.” Claro está que ni este individuo los serviría personalmente todos ni, menos, el conde de Osorno, el alguacilazgo; se trataba en estos y otros muchos casos de operaciones especulativas. Otra gran oleada de enajenaciones se inició aquel mismo año (o quizá ya en 1629) para abonar al Factor General, Bar¬ tolomé Espinóla, una provisión de 666.000 ducados que ha¬ bía enviado a Flandes y Alemania. Para su pago concedieron las Cortes, además de la venta de doce mil vasallos de rea¬ lengo, la de una regiduría y una vara de alcalde en cada ciu34. 35.

Historia de la Casa de Lara, I, p. 656. Pérez Goyena, Ensayo de bibliografía de Navarra, II, p. 314.

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dad, villa o lugar. Las ventas las gestionaba directamente Espinóla, el cual, cuatro años después, se quejaba al Consejo de Hacienda de la diñcultad de efectuarlas, porque se habían lanzado también al mercado otros oñcios concejiles más ba¬ ratos y que proporcionaban la misma influencia." En efecto, los responsables de la Hacienda pública se in¬ geniaban, no sólo para vender los cargos existentes, sino para crear otros nuevos. Se multiplicaron especialmente los que se referían al paso y tráñco de especies (lonja, correduría, fiel medidor, peso real, etc.), sin duda porque resultaba fácil la cobranza de sus derechos. Así vemos cómo a don Fernan¬ do de Novela (¿Nombela?), hombre de negocios, en pago de las provisiones que tuvo a su cargo, se le concede, valo¬ rándolo en 120.000 ducados, el cargo de medidor mayor de veinticuatro lugares del reino de Sevilla, con facultad de co¬ brar cuatro maravedises en cada medida de cereales.” Apa¬ rece clarísimo en este ejemplo el carácter impositivo que tenían las creaciones de cargos. Otras veces el rey renunciaba a efectuar una venta ante las representaciones de los males que acarrearía, pero encar¬ gando al organismo correspondiente que buscase por otros medios la cantidad; es lo que sucedió cuando el Consejo de Indias manifestó los inconvenientes de vender el oficio de escribano de las flotas y armadas, por el que ofrecían 5.000 ducados, que habían de aplicarse al pago de los 10.000 de contado que se habían estipulado en el asiento con los par36. AGS, Consejo de Juntas de Hacienda, legajo 665. En el mismo le¬ gajo. la venta del alguacilazgo mayor de Mérida. La queja de Espinóla puede documentarse con una consulta del Consejo de Hacienda en 3 de junio de 1632 (legajo 689), aduciendo que muchas personas acuden al Consejo de Cámara a comprar oficios de regidores, fieles ejecutores, depositarios gene¬ rales y otros con voz y voto, embarazándose la venta de los anteriores, por¬ que aquí se apura más el precio, y dicen les cuesta doble o trióle. El Con¬ sejo de Hacienda se guiaba por los Libros de la Razón para hallar los valo¬ res de los oficios. Pedía que la Cámara no vendiese más efectos que los suyos propios, como ya se le había ordenado en 14 de septiembre de 1619. Recordaba que en dichas ventas estaban consignados 200.000 ducados para asientos en el exterior, que podían suspenderse si no se pagaban. En 15 de agosto replicó la Cámara que en varias ocasiones, previa con¬ formidad de S. M.. se habían vendido oficios para atender a sus gastos pro¬ pios y a los gastos secretos de S. M. Además, todas las ventas debían cesar por acuerdo del Reino. Sobre el contrato pasado con Espinóla, véase mi artículo «Ventas y exen¬ ciones de lugares durante el reinado de Felipe IV», AHDE, 1964. 37. Archivo Municipal de Sevilla. Escribanías de Cabildo, siglo xvi, t. XXII. n.o 48. La R. cédula es de 22 de febrero de 1633. Encontró fuerte oposición en Alcalá de Guadaira, perjudicada en su industria panadera. Otra R. cédula de 5 de marzo de 1643 concedió a Martín Ladrón de Guevara el título de fiel y mojonero mayor de Sevilla y su Reino, «y que por razón dello pueda llevar 4 maravedises en cada arroba de vino y aceite... por haver ofrecido servirme con 200.000 ducados de vellón». (Ibid., n.o 49.)

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tícipes de la fundición de cañones de Liérganes, creada po¬ cos años antes. El rey contestó: «Este negocio de la artille¬ ría de Liérganes importa tanto al bien de la monarquía que no puedo dejar de esforzar por cuantos caminos pueda el dar satisfacción a esta gente. El Consejo vea de dónde se podrían sacar estos cinco o seis mil ducados y me ajustaré a lo que se me consulte»." En 1635 Francia declaró la guerra a España. Crecían las necesidades al par que escaseaban los recursos. Faltaban dos millones de ducados para las provisiones de aquel año, y los ministros más expertos apuraban todo su ingenio para encontrarlos. Una vez más las ventas de cargos de todas cla¬ ses eran lo que se les ofrecía como más rápido y seguro ex¬ pediente." También servían para pagar deudas de la Real Hacienda. En 1636 se vendió al marqués de Mirabel el algua¬ cilazgo mayor de Plasencia, que la ciudad había comprado, pero no había podido pagar; los 10.500 ducados en que se valoraba se descontarían de los 39.000 en que alcanzaba a la Real Hacienda por los gastos de su embajada en Francia." Otra modalidad de esta práctica, que alcanzó gran difusión y variadas formas, fue la entrega de un cargo productivo al acreedor para que se indemnizara, pero sin adquirir su pro¬ piedad. Así fue como don Antonio Pimentel de Prado obtuvo el gobierno de la ciudad de Cádiz en compensación a los gastos que había hecho en el servicio diplomático; pero el ilustre hombre de Estado se dio tanta prisa a resarcirse a costa de los gaditanos, que hubo que relevarlo a los pocos años." Puede imaginarse que las protestas menudeaban, tanto más cuanto que para hacer más apetecibles los cargos se procuraba rodearlos de honores y atribuciones. Los oñcios de ñscales y contadores que vendió el conde de Castrillo se anunciaban así en hoja impresa; «Véndeme estos oñcios per¬ petuos por juro de heredad... Han de ser exentos de tutelas, curadurías, huéspedes, soldados, guías, bagages y carruajes, cogedores y cobradores y demás oñcios servñles de la Repú¬ blica... En cada ciudad, villa o lugar con jurisdicción sobre 38. AI, Indiferente General, legajo 758; consulta de 17 de mayo de 1634. 39. Véase el legajo 714 de Consejo y Juntas de Hacienda. 40. AGS, Consejo y Juntas de Hacienda, 752 (consulta de 19 de julio de 1636). Se le vendió el cargo «con las mismas calidades que al conde de Alba de Liste el de Zamora, al marqués de Malagón el de Toro y al de las Navas el de Avila». 41. Véase mi articulo «Don Antonio Pimentel de Prado, gobernador de Cádiz», Archivo Hispalense, n.® 119 (1963).

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habrá un promotor fiscal con vara alta, denunciador de las contravenciones de* leyes y pragmáticas, llevando la par¬ te que le toque como denunciador, con asiento en los estra¬ dos de la audiencia» ” Naturalmente, todas las exenciones y privilegios de los compradores de oficios recargaban al resto de los ciudadanos. Las reclamaciones eran tantas que se formó una Junta sólo para entender en ellas. Lo que no quitaba para que prosiguieran las ventas. Entre las consig¬ naciones hechas en octubre de 1637 para el año siguiente había una de 100.000 ducados «en lo que procediere de la venta del tercer regimiento acrecentado», 300.000 en ventas de oficios y otros efectos de la Real Hacienda, y más adelan¬ te se añadieron otros 500.000 en ventas de jurisdicciones y oficios. Decía el Consejo de Hacienda, en 26 de febrero de 1638, que las ventas habían cesado «por haberse vendido mu chos [oficios] y la estrecheza de todo, y por la última premática que permite que los lugares los puedan consumir, lo que ha quitado los pocos que acudían a comprar».^’ La supuesta debilidad de la demanda se contrarrestaba manteniendo el mercado abierto. La Cámara no dejaba de vender siempre que se le presentaba ocasión."’ El gobierno obtuvo de las Cortes de 1638 autorización para enajenar has¬ ta dos millones de ducados en oficios'y jurisdicciones, de los que en 1643 quedaban todavía por vender medio millón. El indispensable José González, con don Luis Gudiel, tomaron a su cargo estas ventas. Una consulta de 31 de agosto de 1640 se refería a la dificultad de hallar compradores, «así por ha¬ berse vendido y perpetuado los más apetecibles como por la falta general que hay de dinero y las muchas cargas y obligaciones con que se hallan los que habían de tratar de las compras»."’ Pero se aguzaba el ingenio, no siempre con respeto a otros derechos y situaciones adquiridas. Se ven¬ dieron escribanías y gobernaciones en los territorios de las Órdenes Militares a pesar del asiento de los Fúcares: "" comSÍ

42. AHN, Consejos, legajo 7.134, consulta de 11 de julio de 1637. El impreso adjunto está fechado en 22 de agosto de 1633. Los contadores harían las cuentas, particiones de herederos, cuentas de tutela, mayordomías, etc. 43. Consejo y Juntas de Hacienda, 784. 44. Un ejemplo: «Sr. D. Juan de Rojas y Guzmán y Andrés de Carmona. regidores de la ciudad de Ecija, suplican a V. M. se sirva de perpe¬ tuarles sus oficios por juro de heredad. Visto en la Cámara ha parecido que se les puede hacer la merced que suplican sirviendo con lo que fuere justo y que lo que se sacase destos efectos se convierta en limosnas y gastos forzosos deste Consejo.» Respuesta de S. M.: «Así.» (AHN, Consejos, 4.427, n.o 29. Consulta de 21 de febrero de 1639.) 45. Consejos y Juntas de Hacienda, 806. 46. AHN, Consejos, leg. 7.157, n.® 16; consulta de marzo de 1641.

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petían unos Consejos con otros, disputando los efectos que a cada uno correspondía beneficiar" y, lo que era más gra¬ ve, se comisionó a un tal don Pedro Pacheco para que ad¬ mitiese pujas a los oficios vendidos desde 1629. Cuando se hacían presentes al rey los daños del sistema, contestaba: «Lo cierto es que no es conveniente vender ningún oficio, pero las apreturas traen tras sí todos estos males».” A comienzos de 1645 fue apartado del gobierno el Conde Duque; por breve tiempo los castellanos creyeron que sus males iban a cesar como por ensalmo y el monarca hizo pú¬ blicos propósitos de enmienda. Dejarían de venderse hidal¬ guías y hábitos de las Órdenes. En cuanto a los oficios, los propósitos de reforma eran más moderados y están expresa¬ dos en un decreto de 28 de febrero de 1643, que dice así: «La justa satisfacción de la justicia distributiva pende de que los oficios se provean en personas de méritos sin más atención que a la suficiencia, virtud y partes, de que resulta también que los ministerios son más bien gobernados y los ministros con mayor reputación y autoridad pueden cumplir con su obligación, sin que el aver llegado a los puestos por dinero les trayga descrédito con motivo de varios discursos aunque vivan con ajustamiento, y si bien los aprietos han ocasionado a que haya havido alguna relaxación en benefi¬ ciar oficios, confío en Dios que obrando yo de mi parte lo que debo me asistirá para que de todas maneras se mejore el estado de mi Monarquía, y así he resuelto que de aquí adelante por ningún Consejo, Tribunal o Junta se me pue¬ dan consultar plagas ni oficios de justicia, compañías ni puestos de guerra, porque totalmente prohíbo que se haga 47. A fines de 1641, una junta, para hacer frente a los «ahogos», había resuelto se beneficiasen las segundas vidas de todos los oficios que no fueran de justicia con destino a los próximos asientos. A esta orden circular a los Consejos replicó el de Indias que si se le quitaba este medio no podría acudir al mantenimiento de las dos compañías de 400 infantes que tenía en el ejército de Cataluña, más de cien de presidios, a los que se debían grandes cantidades, y ahora el apresto de 150 caballos para la gente que se esperaba de Italia, añadiendo que, si además de las muchas juntas que beneficiaban efectos se daba al protonotario Villanueva esta facultad, faltarían totalmente los medios por ser la de las segundas vidas la única que podía dar gran rendimiento. A esta consulta contestó Felipe IV: «La prorrogación de oficios enteramente es privativa del protonotario, y en esto no hay que alterar. En quanto a oficios nuevos, quede a prevención, con tal que se dé noticia de aquellos que se rematasen por el Consejo por si acaso los pudiese subir el protonotario.» (AI, Indiferente, 762, consulta de 10 de enero de 1642.) 48. La Cámara representó en vano el disgusto que esta disposición cau¬ saría en los interesados y las enemistades y venganzas a que daría lugar. (AHN, Consejos, 4.428, n.» 60; consulta de 19 de septiembre de 1960.) 49. La respuesta se halla en una consulta de la Cámara de 1642, cuya signatura he extraviado.

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aunque mire a causa pública, ni por más justificados que sean los motivos en que se fundase, porque mi voluntad es que estos oficios se den por méritos, y que se tengan por incapaces a los que en fuerza del dinero quisieren adelan¬ tarse a merecerlo».” Como se ve, la prohibición de vender oficios se limitaba a los de justicia y guerra. En cuanto a los concejiles, nada cambió de allí adelante, si no es que empeoró aún más. Lo que sucedió al incorporarse Sanlúcar de Barrameda a la Corona es bastante demostrativo. Sanlúcar fue secuestrada al duque de Medinasidonia por su descabellada tentativa de sublevación.” En 1645 fue nombrado gobernador de la ciudad don Bartolomé Morquecho, hombre de carácter duro y que llevaba instrucciones para extraer de Sanlúcar todo el dinero posible con destino a los gastos de la próxima campaña. El procedimiento más rápido le pareció poner en venta todos los cargos y oficios, empezando por los del ca¬ bildo; el existente fue destituido y se nombró otro interi¬ no compuesto de catorce regidores, que irían cesando a medida que los nuevos propietarios comprasen sus cargos. Seis regidurías perpetuas se vendieron a 18.000 reales en 1646; otras se vendieron en los años siguientes a 12.000, y las cuatro últimas, en 1666, se adquirieron por sólo 9.000, sin duda porque la decadencia de la ciudad era ya tan mar- cada, que las regidurías no gozaban del lustre y provecho de antaño. Vendiéronse también doce escribanías del número en 2.100 ducados de vellón cada una y ocho oficios de procu¬ radores a 400; el cargo de alcaide mayor de la cárcel, con la facultad de nombrar dos alguaciles y un teniente, y la de tener voz y voto en el ayuntamiento, lo pujó en 18.500 ducados un regidor de Écija. La alcaldía de la calle de los Bretones, que era el centro comercial, se sacó a la puja en 1.600 ducados y se remató en 1.700, «con las calidades de perpetuidad, nombrar teniente y cobrar de cada tienda de ropa que hay en dicha calle y patios della, desde la es¬ quina hasta lo alto de la calle de Belén, cinco reales cada mes, y de las demás casas un real, y componer las penden¬ cias que hubiere en ella, como no se haga agravio, ofensa ni herida, e que no le han de poder ocupar ningunas jus¬ ticias ordinarias ni militares en ningún ejercicio ni repar50. 51.

BN, ms. 11.326. , , . o-.. • Véase mi artículo «La conspiración del duque de Medina-Sidonia», Archivo Hispalense, n.o 106 (1961).

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tifies huéspedes ni oficio concejil, y que ha de rondar de día y de noche la dicha calle, y hacerla limpiar, y que ha de ser libre y horro de alcabalas por esta venta, y tener dos esclavos moros o berberiscos para la limpieza de dicha calle». El comprador fue Gil Rabing, vecino de Sanlúcar. El oficio de fiel ejecutor lo vendió Morquecho en 9.000 ducados a don Agustín Vela de Lara, vecino de Jerez, fa¬ miliar de la Inquisición, con facultad de poderlo vincular, renunciar y nombrar tenientes y dos alguaciles, y de pes¬ quisar y llevar la tercera parte de las denunciaciones que hiciere, y hallarse presente al hacer las posturas de man¬ tenimientos, hacer visitas de pesos y medidas (incluyendo las de los barcos) y llevar los derechos correspondientes. Tendría juzgado propio para conocer de las denuncias. Otras ventas en Sanlúcar: «Una escribanía de rentas reales, rematada en 4.500 ducados a don Juan Crespo de Cea, vecino de Jerez, con facultad de vincularla y arren¬ darla, y nombrar teniente, y la promesa real [que se en¬ cuentra también en otras ventas] de que el rey no crearía otro oficio análogo. El mismo Crespo adquirió el alguaci¬ lazgo mayor de rentas en 4.000 ducados, con parecidas fa¬ cultades, más la de tener voz y voto en el Cabildo. El cargo de corredor mayor se dio a Julián Ebín por 3.000 ducados, con la garantía de que ningún otro gozaría del oficio de corredor ni gangano (sic); podría llevar el medio por cien¬ to de las ventas en que interviniere».” A primera vista parece inexplicable cómo un país empo¬ brecido podía absorber tantos oficios, máxime cuando mu¬ cho antes el mercado había dado señales de saturación, se¬ gún los testimonios que ya hemos alegado. En parte revela el misterio un decreto de 15 de noviembre de 1644, cuyo tenor es el siguiente: «De algunos años a esta parte se han ido introduciendo y vendiendo en las repúblicas algunos oficios supernumera¬ rios y con preeminencias de nombrar tenientes y sustitutos, llevando la mira los que los compran a estar libres de toda suerte de soldados ellos y sus descendientes, de que se sigue a reducirse los gremios a la gente pobre... y así ha resuelto que sólo se exceptúen de entrar en suertes aquellos que precisamente fueren menester para el gobierno de las ■ re-

52. 37-2.

El expediente de estas ventas se halla en Simancas, Patronato Real,

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públicas».” El deseo de librarse de las temibles levas venía a añadirse al de esquivar los pesados tributos, adquiriendo cargos que procurasen influencia, y al afán de buscar una inversión productiva cuando las fuentes normales de rique¬ za estaban obstruidas. De esta manera, la propia decadencia general de la monarquía orientaba a los que poseían algún dinero a invertirlo en la adquisición de oficios públicos. No faltando, pues, compradores, la Corona neincidía una y otra vez en el socorrido recurso. En las Cortes de 1650 se vio una orden del soberano para que prestasen consen¬ timiento a la venta de cinco procuraciones de Cortes y un nuevo regimiento acrecentado en cada ciudad, villa o lu¬ gar.” Las Cortes rogaron al rey que se buscasen otros me¬ dios, aduciendo entre otras cosas que no se debían que¬ brantar sus privilegios a las ciudades que habían pagado para que no se aumentasen más regidurías. El rey transi¬ gió, y en cambio ordenó que se repartiese un millón de ducados entre todos los propietarios de oficios.” De nuevo planteó a las Cortes de 1655 la petición de conceder dos millones en dicho arbitrio. Parece que se otorgó rebaján¬ dolo a millón y medio.” Fue ésta la última operación im¬ portante de este género que se hizo durante aquel largo e infeliz reinado, si bien aún continuaron las ventas hasta el final del mismo, ya en virtud de las concesiones anteriores, ya para atender a necesidades de la más varia índole.” El reinado de Carlos II, bajo la regencia de Mariana de Austria, también se abrió con propósitos reformistas, redu¬ cidos a aliviar la carga fiscal, que había llegado a ser into53. AHN, Conseios, 7.257. 54. BN, ms. 6.754, fol. 307. Sobre la venta de procuraciones en Cortes, véase mi artículo «Concesiones de votos en Cortes a ciudades castellanas en el siglo xvi», AHDE (1961). Adquirieron a buen precio este derecho Ga¬ licia (dividida entre sus siete ciudades), Falencia y Extremadura (por turno entre seis ciudades). Declinaron Oviedo, Jerez y Málaga. 55. Una nota anónima al manuscrito citado en la nota anterior dice; «Por esta consulta se enfadó S. M. y mandó disolver las Corles; entraron ministros a mediar y se prorrogaron, concediendo el Reino la venta de dos procuraciones a dos ciudades y un millón repartido en todos los que tuviesen oficio real, y a mí como regidor de Salamanca me tocó treinta ducados.» 56. Danvila, «Cortes de 1655-1658», BAH, t. 17, y Catalina García, Rela¬ ciones de... Guadalajara, III, p. 331. 57. AHN, Consejos, libro 2.726. Consulta de diciembre de 1655 sobre petición del administrador del hospital de San Lázaro de Toledo '■ara arbi¬ trar 3 000 ducados para reparos. Proponía sacarlos de seis perpetuidades de regiduría, cuatro facultades para fundar mayorazgos y dos licencias para que otros tantos clérigos pudiesen dejar a sus hijos dos mil ducados. En 1657 el Reino dio consentimiento para arbitrar 40.000 ducados en ventas de regi¬ durías para levantar un templo a San Isidro en Madrid (Fernández Duro, Memorias históricas de Zamora, II, p. 639).

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lerable. También lo era para muchos pueblos la de los ofi¬ cios vendidos, no sólo por su número, sino por los abusos que cometían sus titulares. Un memorial de la Iglesia de Plasencia denunciaba al Consejo que, teniendo aquella ciu¬ dad sólo quinientos vecinos seglares, había cincuenta regi¬ dores, muchos emparentados, no pocos que habían tomado el cargo en arrendamiento, y todos confabulados para sa¬ carle el mayor provecho posible. Cuando se les dio comisión para hacer leva de gente para la guerra de Portugal se des¬ parramaron como langostas por los lugares, dejando tranqui¬ los a los que les entregaron dineros y enviando al ejército a los que no tenían con qué sobornarlos. Fueron también ellos los que impusieron arbitrios para que Plasencia com¬ prase varias aldeas al solo efecto de que los regidores pu¬ dieran exprimirlas, haciéndose nombrar para los cargos de justicia de ellas y por otros medios." Para acallar estos clamores se dispuso,- por R. cédula de •29 de mayo de 1669, que se consumiesen los oficios munici¬ pales perpetuos con voto vendidos desde 1630; se exceptua¬ ron las ciudades y cabezas de partido. Sus dueños debían acudir a una Junta especial que trataría de darles satisfac¬ ción de su precio. No tenemos detalles de cómo se verificó la operación; más extraño es que el Consejo de Castilla, máxima autoridad en política interior, confesara que tam poco los tenía cuando en enero de 1679 (iniciada la etapa reformista de aquel reinado) se le preguntó por qué no se habían consumido también los acrecentados en las ciudades y en los lugares de señorío. El Consejo contestó que la cé¬ dula de 1669 se había remitido a los corregidores, pero que no tenía noticias de su ejecución, pero que «se tiene por cierto que por omisión de los corregidores o por diligen¬ cias de los interesados se ha dexado de executar el consu¬ mo en mucha parte de los lugares del Reino». Añadía que la cédula no excluía los lugares de señorío, donde la necesidad era mayor, y en algunos se había consumido. En cuanto á la excepción de las ciudades y cabezas de partido pudo de¬ berse a las mayores dificultades que se hallarían, sobre todo en cuanto a reintegración del precio. Ahora proponía el Consejo que se extendiera a todos los oficios municipales acrecentados, sin excepción, y se nombró para ello una Junta.” La conclusión que se saca de esta increíble consulta, pa58. 59.

AHN, Consejos. 7.714, n.o 84 (año 1664). AHN, Consejos, 7.189, consulta de 18 de enero de 1679.

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ladina declaración de fracaso de una administración que en otros tiempos fue eficiente, es que la orden de consumir los oficios no se cumplió más que en contados lugares; en la mayoría no tuvo efecto por la confabulación de los inteteresados y los corregidores, contando con la complicidad o indiferencia del Consejo. De todas maneras, la reforma hubiera sido imposible de efectuar por la carencia de recur¬ sos para indemnizar a los adquirentes.“ Aunque en apariencia se tratara de reaccionar contra el anterior sistema, durante el reinado del último de los Austrias se siguieron vendiendo cargos, incluso de más impor¬ tancia que antes; estas ventas no respondían a ningún plan definido, sino a las necesidades del momento; de ahí la difi¬ cultad de hacerse una idea de conjunto y calcular su volu¬ men aproximado. Faltando los recursos regulares para las atenciones más indispensables, había que recurrir constan¬ temente al arbitrismo puro. En 1668 estaba encargado del apresto de la Armada el marqués de Trocifal. He aquí las partidas a las que proponía recurrir para reunir el dinero necesario: 60. Como de costumbre, los compradores más débiles fueron los menos afortunados. Un anónimo a quien, por las trazas, se le consumió su oficio sin indemnización, se quejaba en términos que demuestran tanta indigna¬ ción como falta de letras; «Excmos. Sres. Gobernadores. El Sr. rey D. Felipe IV vendió muchos oficios de regidores y otros a pobres ombres que les i?o mucha falta el dinero que por ellos dieron; ubo espulsion de ellos quedándose los pobres misera¬ bles sin la satisfacción, cosa que si se iciera en Inglaterra o donde ai liber¬ tad de conciencia no se Ilebara bien, quanto mas a los ojos de un principe catholico -.» Esto, dice, es contra justicia; como quitar al pobre una oveja, según reprendió el profeta a David. «Y para más bestirse esta ra^on, estos oficios se consumieron solo en los lugares y billas ¿que más pecaron estos que las ciudades y caberas de partido? (Niega que hubiera perjuicio del común] pues de aber ocho regidores aber doce poco iba, pues mientras mas ministros tubiera S. M. para acudir a sus reales ordenes mejor fuera, que según corren las gabelas ni los alcaldes ordinarios ni regidores antiguos pue¬ den con ellas... demas que es autoridad de S. M. y pueblos tener onrrados ministros, como se ve lo contrario en las regiones añales, labradores inabiles solo para que los escribanos del Cabildo hagan de ellos lo que quieren, escogiendo para estos oficios quien no sabe leer, destruyendo los vecinos con su ignorancia.» Asegura no usaban mal de sus oficios, porque las jus¬ ticias de las cabezas de partido no lo permitían. Los oficios suprimidos (mayordomo, procurador general, padre de menores, depositario general) eran útiles, y, sobre todo, el oficio de provincial de la hermandad, pues desde que se suprimió andan los bandidos en cuadrillas por Sierra Morena, y todos los que no tienen que comer se hacen ladrones; es verdad que en las cabe¬ zas de partido hay dos alcaldes de hermandad, pero sólo para presumir con las varas, no para salir al campo. Termina conjurando a Carlos II a que respete la memoria de su padre, que pidió y gastó aquel dinero. Firma, «La probincia del Andalucía, 15 de agosto de 1675». En las Consultas de gracia de 1670 hay muchas peticiones de regidores desposeídos sin indemnización (AHN, Consejos, 4.443).

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Venta de la Contaduría de unos por cientos de Sevilla . Venta del cargo de Guarda Mayor de los Millones de Sanlúcar ... Venta del cargo de id. de El Puerto de Santa María . Venta del cargo de Veedor del Contrabando de Sevilla . Venta del cargo de contador de las rentas reales de Cádiz .

71.500 reales 60.000

»

60.000

»

150.000

»

160.000

El resto proponía obtenerlo de ventas y composiciones de baldíos." Y puesto que hemos aludido a la Armada, no estará de más decir que hacía tiempo que los cargos de general o al¬ mirante de la misma se daban a quienes ofrecían un do¬ nativo o empréstito para su aparejo, lo cual era también una especie de venta; no insistimos en este aspecto por su gran interés, que requeriría un estudio especial. Sería fastidioso reseñar la multitud de hechos de este género que aparecen en la documentación. Después de los intentos reformistas de 1679-1682, los implacables agobios, la penuria general y la pésima administración imponen un re¬ florecimiento de las prácticas anteriores, aumentadas si cabe con detalles que tocan a la picaresca. Los regateos y cambalaches del marqués de Yscar con la Real Hacienda pueden servir de ejemplo para ilustrar este estado de co¬ sas. Al marqués se le había dado en 4 de junio de 1683 una plaza de capa y espada del Consejo de Indias con ejercicio y goce, «como se había hecho con D. Bernabé de Ochoa, en atención a sus servicios y al que ofrecía hacer de 60.000 pesos, y que por decreto de 31 de enero de 1687 se le re¬ formó, ordenando se le pague los efectos del Consejo un cinco por ciento de la cantidad que había enterado, y des¬ pués se ordenó que en parte de satisfacción de los 42.000 pesos que había dado se le aplicasen 20.000 que debía en¬ tregar al conde de Cereña, gobernador del tercio de galeo¬ nes, y 8.000 que faltaban de repartir de los 60.000 que ofre¬ ció D. Pedro Carrillo por la almirantía de los mismos ga¬ leones. Y por los 18.000 pesos en juros y otros efectos que dio para completar los 60.000 se le daría una encomienda de 1.500 pesos en indios vacos por dos vidas, la primera 61.

AHN. Consejos, 4.441, n.» 3. consulta de 15 de enero de 1668.

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de las cuales se dio a su hija Ana Josefa para ayuda de to¬ mar estado. Y que en la satisfacción de los 42.000 pesos se observase la pragmática que acababa de promulgarse de la extensión de la plata, entendiendo ésta en favor de la R. Hacienda, y librándosele 5.600 pesos escudos, que, según la extensión, faltaban en el crédito de 25.000, que tenía S. M. contra el conde de Villanueva de resto de los cien mil que ofreció de préstamo por el generalato de la Flota de Nueva España». No vamos a seguir en el detalle de las ale¬ gaciones del marqués ni las contraalegaciones del fiscal real. Sólo advertir que como parte de pago de los 60.000 pe¬ sos el marqués dio una plaza en la Casa de Contratación que él valuaba en 20.000 pesos y el fiscal en 12.000.“ Las provincias exentas no se libraron de estas prácticas. El virreinato del duque de San Germán en Navarra (16641670) fue especialmente fructífero en este aspecto; por sólo 500 ducados concedió a la universidad de Irache la facultad de dar grados en Medicina, aunque no tenía estudios de esta especialidad (lo que tal vez fuera en beneficio de los pacientes). Veinte particulares y tres villas navarras adqui¬ rieron voto en Cortes por cantidades que variaron de 300 a 600 ducados. Las Cortes de 1678 ofrecieron 13.438 ducados para anular estas mercedes.“ El reinado de Felipe V continuó las prácticas preceden¬ tes; incluso puede notarse un recrudecimiento de las ven¬ tas en Indias, a causa de las necesidades dimanadas de la guerra de Sucesión. La Junta de Incorporación no tuvo efecto práctico apreciable, y la Corona no sólo siguió ven¬ diendo oficios, sino autorizando a organismos religiosos o benéficos a que lo hicieran. Arruinado el monasterio de Roncesvalles en 1724 por un incendio, consiguió en 1727 una R. cédula para que pudiese usar varios arbitrios para su reconstrucción. Fíe aquí algunos de ellos: Juan M. de Vidarte dio, por la perpetuidad de la secre taría del Consejo, 1.000 reales.. Don José Navascués, por la escribanía del juzgado de Cintruénigo, 480. El marqués de Cortes, por un oficio de portero, 200. Don Joaquín de Arriaga, por los honores de palacio de cabo de Armería, 2.400. Don Juan Tomás de Borda, por la misma gracia, 4.000. Don Juan Eslava, por un oficio de receptor, 200. 62. 6.1.

AI, Indiferente, 794. J. Ibarra, Historia del monasterio y Universidad de Irache, p. 250.

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Don Juan B. Loperena, por perpetuidad del oficio de rey de armas, S-OOO.*^ Decididamente, la llegada de los Borbones no significó, como muchos piensan, una nueva etapa en nuestra admi¬ nistración. Ya hemos referido cómo al incorporarse Sanlúcar de Barrameda a la Corona se vendieron todos sus oficios mu¬ nicipales. Algo parecido sucedió en el. Puerto de Santa Ma¬ ría, incorporado en 1729 en castigo a la actitud antiborbó¬ nica del duque de Medinaceli. Las regidurías se vendieron en 22.000 reales, y el cargo de regidor decano, en 45.000. En total se sacaron de estas ventas 582.800 reales.*' Como en las ciudades de Castilla no quedaba ya mucho que vender, un Real Decreto de 1739 extendió a la Corona de Aragón las ventas por juro de heredad o vitaliciamente de los empleados municipales, los oficios inferiores de las audiencias «y los demás que puedan ser vendibles, a seme¬ janza de lo practicado en Castilla». Pero otro de 10 de no¬ viembre de 1741 revocó el anterior, «queriendo no se prac¬ tique más adelante en lo que toca al gobierno de los pueblos y que por lo pasado éstos puedan tantearse y quedar como antes, pagando a los compradores las cantidades que hayan contribuido, excepto las ciudades de Zaragoza, Valencia y Barcelona».** A pesar de la cortedad del plazo de vigencia, fue sufi¬ ciente para que un cronista mallorquín se escandalizase de que dos plebeyos hubiesen comprado regidurías de la ciu¬ dad de Palma.*’ El caso no fue, sin duda, único.

IV.

Decadencia y fin de los oficios enajenados

La enajenación de cargos públicos era un recurso al que el Estado moderno había recurrido por absoluta necesidad, pero que pugnaba con su propia esencia. Cuando mejoró su situación financiera, no sólo congeló aquel sistema, sino que trató de reparar el mal que había heredado. Sin em¬ bargo, el reformismo borbónico, que apunta a fines del rei¬ nado de Felipe V y triunfa en los de Fernando VI y Car¬ los III, no lo situó entre sus preocupaciones mayores. Tal 64. 65. 66.

J. Ibarra, Historia de Roncesvalles, p. 74Ü. H. Sancho, Historia de! Puerto de Santa Maria, Cádiz. 1943 Novís. Recop., nota a la ley 9, tít. V, libro VIH, y Cabrera, Histo¬ ria política de Cataluña, II, p. 418, 67. Campaner. Cronicón Mayoricense, año 1740.

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vez porque no entrañaba, como en Francia, un peligro para la Monarquía; sin duda, también por las diñcultades prác¬ ticas que se oponían a su extinción: la resistencia de los interesados y la ingente suma de dinero que se necesitaría para indemnizarlos. Por eso vemos que las medidas que se toman durante el período de la Ilustración son sólo palia¬ tivos que no atacan la raíz del problema. Una real orden de 19 de abril de 1750 reiteró la prohibi¬ ción hecha ya en las Cortes de Toledo de 1480 de que los corregidores, alcaldes y otros oficiales de justicia arrenda¬ sen sus cargos. Tampoco los concejos debían admitir como regidores más que a los propietarios de los regimientos.** Así se pretendía remediar uno de los abusos más visibles, el de convertir las funciones públicas en mera granjeria. En el gremio de escribanos era práctica ya tan admitida, que las relaciones entre ellos y los propietarios recuerdan tas que existían entre los colonos enfitéuticos y los dueños del dominio eminente; las pretensiones de los escribanos y receptores de la audiencia de La Coruña, que tendían a la consolidación de su situación como tenientes vitalicios, ob¬ tuvieron el apoyo de la Corona.*’ Otras peticiones dirigidas a rebajar el precio de sus arrendamientos tuvieron éxito vario.™ Era, en parte, exacto que el abuso en la creación de

68. Fue reiterada por provisión del Consejo de 28 de abril de 1768 (Nov. Recop., libro VIII, tít. VI, leyes 4 y 8). 69. AHN. Consejos, 489-515. «Los escribanos de asiento y procuradores de la audiencia de La Coruña y receptores de ella sobre que estos oficios sean vitalicios y los nombramientos absolutos.» Año 1755. Exponen los in¬ convenientes de la facultad arbitraria de los dueños, que dan los cargos al mejor postor. La audiencia informó también contra la práctica de arrendar estos oficios con cláusulas que permitían removerlos a voluntad. Los tenien¬ tes debían ser nombrados sin límite de tiempo por justo precio, y no cam¬ biarlos sin causa aprobada por tribunal competente. Así se acordó, aunque no consta la fecha en este expediente. 70. En . 1770 pedían reducción de sus pensiones dos notarios mayores de Poyo de la audiencia eclesiástica de Santiago. Uno de ellos, Domingo Zernadas, pagaba por tal concepto 800 ducados anuales al convento de Mercedarias; el otro, Andrés Gudin, 951 a don Agustín Guiráldez. Alegaban que había bajado mucho la contratación de escrituras y negocios eclesiásticos, bl Consejo dictaminó que los arriendos de oficios eran un abuso, pero auto¬ rizado por una costumbre secular. Basándose en un informe del arzobispo, resolvió que las pensiones no eran excesivas, y, por tanto, debía desestimar¬ se la petición (AGS, Gracia y Justicia, 209; consulta de 28 de marzo de 1770). En el mismo legajo hay otra consulta sobre petición de los procuradores del número de la audiencia de Galicia de que se redujera a 50 ducados anuales el arriendo de sus oficios. La audiencia informó que sólo habia doce procuradores que se mantenían con decencia y pagaban la misma pen¬ sión de cien años antes. No era factible que sirvieran los cargos sus pro¬ pietarios, ya por su calidad, ya por ser inhábiles. Una de las procuraciones pertenecía al cabildo de la Colegiata. Se acordó reducir la pensión a un tipo uniforme de 120 ducados.

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oficios se traducía con frecuencia por la baja del valor de los mismos, a causa de la poca cuantía de los ingresos. Pero éste era un problema que atañía a los interesados, y que a veces resolvieron ellos directamente. Por ejemplo, en Ante¬ quera había 23 escribanos del número (más siete reales); como no podían sustentarse, se pusieron de acuerdo para ir amortizando las plazas hasta dejarlas en la mitad. De manera análoga, los 23 procuradores se redujeron a 12.” No existió una política general por parte de los gobernantes para extinguir los oficios superfluos y reintegrar los útiles a la Corona. El más audaz de los reformadores, Campomanes, se conformó con superponer a los regidores propietarios unos procuradores del común electivos con el propósito de vitalizar el anquilosado municipio castellano. Sólo muy a fines del xviii, y por motivos más fiscales que reformistas, se dictó la R. orden de 24 de junio de 1797 disponiendo que cualquiera pudiera tantear un oficio y ser¬ virlo durante su vida, revirtiendo después a la Corona; éste hubiera sido un medio rápido y barato de efectuar la incor¬ poración; pero dos años después se revocó, sujetando, en cambio, a los dueños de oficios al pago de un tercio de su valor. En 1808, el problema estaba, pues, planteado en los mis¬ mos términos que un siglo antes. Los legisladores de Cádiz, al plantear un nuevo sistema administrativo, implícitamen¬ te derogaban la venalidad y sus consecuencias. Es curioso que, al contrario de lo que ocurrió en la cuestión de los señoríos, ésta no diera origen a debates enconados; tal vez porque estos cargos no proporcionaban ya las utilidades que antaño, o porque se creía que para ciertas categorías, al menos, serían objeto de indemnización. Restaurado el poder absoluto en 1814, no dejó, en este caso como en el de los señoríos, de sacar el partido posible de los cambios operados por el sistema liberal. La Comi¬ sión de Valimiento de oficios enajenados obtuvo, en 15 de abril de 1815, una R. orden disponiendo que la nueva ena¬ jenación de las escribanías de señoríos incorporados era privativa suya." Las etapas posteriores pueden resumirse de la manera siguiente: 71. Nifo, Correo español v descripción de lodos los pueblos de España t. IV, p. 70. 72. Archivo de la Chancillería de Granada. Cédulas de Hacienda, si¬ glo XIX, folio 234.

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Una R. cédula de 11 de noviembre de 1816 declaró tanteables todos los oficios enajenados, aunque en su título contuvieran cláusula en contrario. Otra de 13 de noviembre de 1817 reiteraba la anterior, aclarando que, si sus dueños querían seguir sirviéndolos hasta el fin de su vida, sin que nadie pudiese tantearlos, lo solicitaran en el término de tres meses, pagando la canti¬ dad que fijara el Consejo de Hacienda con destino al Cré¬ dito Público. Durante el Trienio sólo cabe citar la R. cédula de 12 de junio de 1822 reconociendo como acreedores del Estado a todos los poseedores de oficios públicos por título oneroso cuyo ejercicio fuera incompatible con la Constitución y las Leyes. Restaurado nuevamente, Fernando VI se limita a reite¬ rar la citada disposición de 1817 (que, a su vez, reproducía, en lo esencial, la de 1797). En 12 de febrero de 1830 se auto¬ rizó a la Comisión de Valimiento para la venta vitalicia de las escribanías incorporadas a la Real Hacienda. Como se ve, liberales y conservadores estaban de acuerdo en que los oficios vendidos debían cesar, discrepando sólo en la forma y el plazo. Por supuesto, ni unos ni otros dis¬ ponían de los fondos necesarios para las indemnizaciones. La Ley de Ayuntamientos de 1835 significó el fin de la enorme masa de oficios municipales enajenados. La de 10 de mayo de 1837 restableció la de 1822. ¡Poco consuelo se¬ ría para los despojados el que se les considerase acreedo¬ res del Estado! Los últimos vestigios de los oficios enajenados eran los escribanos de número; su situación fue regularizada por la ley del Notariado de 28 de mayo de 1862, que puede consi¬ derarse como el hito final de este proceso, aunque a tra¬ vés de las cargas de justicia todavía pueden seguirse las vicisitudes de algunos titulares de antiguos oficios. V.

Ensayo de síntesis

El rápido recorrido que hemos efectuado habrá servido quizá más para mostrar la complejidad de los problemas que plantea la venalidad de cargos y oficios, que para ofre¬ cer respuestas que, en el estado actual de la investigación, están muy lejos de poder ser concluyentes. Por eso termino enumerando las principales cuestiones que deberán ser ob¬ jeto de ulteriores puntualizaciones.

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Número y precio de los oficios vendidos

De momento no es posible contestar, ni aun aproxima¬ damente, a esta pregunta. Sabemos que en los años finales del reinado de Carlos V se vendieron bastantes. Las ventas se intensificaron mucho en el reinado de Felipe II. Según las tablas de Ulloa, importaron más de 640 cuentos entre 1567 y 1597; es verdad que están incluidas en la cifra las ventas de hidalguías, pero, como faltan datos de varios años, dicha cifra debe ser considerada como un mínimo. Un cálculo hecho en 1600 atribuía un valor de 2.293.500 ducados a los oficios municipales de las ciudades de voto en Cortes, tres veces más a los de las demás ciudades, vi¬ llas y lugares, y tres millones de ducados a los oficios no municipales (escribanías, receptorías, etc.). En total, unos doce millones de ducados.” La pragmática de 1602 dispuso el consumo de los oficios perpetuados en villas y lugares de menos de 500 vecinos. Las pragmáticas de reforma de 1623 también decretaron reduciones, y, aunque sus efectos prácticos fueron escasos, podemos suponer que contrapesaron las ventas hechas du¬ rante aquellos años. Pero vino luego la gran oleada de ven¬ tas a partir de 1630, cuyo importe total es difícil de calcu¬ lar, porque excedieron de las cantidades concedidas por las Cortes. En 1646 se habían vendido oficios y jurisdicciones por valor de 585 cuentos. La segunda concesión de dos mi¬ llones de ducados en ventas de oficios se calculó, en 1647, que se había sobrepasado en millón y medio.” Ya hemos visto (nota 55) que en 1650 se repartió un millón entre los propietarios de oficios, lo que supone una renta anual de varios millones y un valor proporcional. El autor de la nota citada dice que como regidor de Salamanca le correspondió pagar treinta ducados del millón. Si consideramos que una regiduría de Salamanca puede considerarse como un tér¬ mino medio entre los oficios más costosos y los más pobres, esto nos proporciona un orden de magnitud de treinta mil propietarios de oficios. Ahora bien, hay que tener en cuenta que ciertos oficios

73. Cortes, XVIIl, pp. 562-564. La estimación del valor de los oficios de las ciudades de voto en Cortes parece baja teniendo en cuenta que sólo los de Sevilla se valoraban en 1612 en un millón (Sánchez Gordillo, Memo¬ rial de la historia y cosas eclesiásticas de Sevilla, ms.). 74. Actas de las Cortes-■■ LVII, pp. 237-238.

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eran enajenados con facultad para que el titular, a su vez, nombrase tenientes y subalternos, de lo que hemos visto un ejemplo en las páginas precedentes. Así se multiplicaba el número de oficios enajenados y también el daño que pro¬ ducían. El mismo efecto multiplicativo tenían los arrien¬ dos, por cuanto el cargo debía producir para satisfacer no a una, sino a dos personas a costa del público.

2.“

Naturaleza de los cargos

En España no se llegó a los extremos que en Francia; salvo en casos excepcionales, los reyes rehusaron vender los altos cargos militares y judiciales; fueron, como hemos visto, los municipios los que sobrellevaron la mayor car¬ ga, ya perpetuándose los oficios que eran anuales, ya creán¬ dose otros nuevos. Y, yunque trataron de evitarlo tanteán¬ dolos o redimiéndolos en muchos casos, el resultado final fue una saturación de cargos, con el consi^iente despres¬ tigio, pues, si muchos los compraron sólo por satisfacer su vanidad, fueron la mayoría los que lo hicieron para lucrar¬ se en perjuicio del común. De ahí las quejas tan repetidas y, al parecer, plenamente justificadas: «Han desamparado los cabildos —decía un canónigo sevillano— la gente más granada y noble y los de más naturales obligaciones a mi¬ rar por el servicio de S. M. y han entrado por compra o al¬ quiler los que sólo atienden a la ganancia o a vivir de lo que disfrutarán del oficio, de suyo estéril; a defraudar los derechos y rentas reales, atravesando y metiendo los gana¬ dos, los vinos, los aceites... a conservarse con sus trapazas y vicios sin que los jueces y superiores se atrevan a repren¬ derlos, porque han menester sus votos para las ocasiones».’* El mal, muy grave en las grandes ciudades, se hacía graví¬ simo en las pequeñas, a pesar de las disposiciones sobre

75. «Para ganar uno el ministro ha de perder S. M. diez... Si un almo¬ jarife de Sevilla diese al administrador del 50.000 ducados por el oficio, es fuerza se quiten a S. M. mas de un millón, porque el administrador ha de sacar estos 50.000 ducados de mas de 600 provisiones de oficios que provee en su jurisdicción, y si 600 oficios, guardas, sobreguardas y sobrestantes com¬ pran los dichos oficios, fuerza es que saquen ei sustento de sus casas y mas lo que les costó -.» (Gaitán de Torres, Reglas para el gobierno destos Rei¬ nos, Cádiz, 1625, pp. 9-10). 76. Manuel Sarmiento de Mendoza en carta impresa en 1$32. (Ejemplar, quizá único, en la Biblioteca Universitaria de Granada.)

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consumo de oficios, que, como hemos visto, hallaban gran¬ des dificultades para ser llevadas a ejecución.” Además de los oficios municipalefs encontramos otros muchos del más variado género: el de proveedor general de la Armada se vendió, en 1638, en 12.000 ducados de pla¬ ta; se consumió en 1646 por los abusos a que daba lugar y se volvió a vender, en 1650, en 20.000 pesos.” Todos los cargos relacionados con la administración de rentas reales eran ocasionados por estos excesos. «Se han llegado a dar —escribía Cevallos— treinta mil ducados por un oficio de tesorero, que, rogando con el de balde, a muchos hombres no lo han querido, en que se echara de ver el intento de los compradores».” Lo mismo sé podía decir de los deposita¬ rios generales, receptores de millones y otros análogos. Ac¬ cediendo a una petición de las Cortes, una R. cédula de 17 de junio de 1647 suprimió las plazas de contadores de millones por ser los más dañosos de los que se han ven¬ dido, «pues cobrando los derechos que por sus títulos se les permite y los que han- añadido, con la mano poderosa que tienen en los lugares, en algunos montan tanto como los mismos servicios».*" Pero la indemnización a los compra¬ dores debía ser a cargo de las ciudades. Otros cargos, humildes y heterogéneos, eran a propósi¬ to para los que sólo querían sacar unos cuartos o satisfa¬ cer una pueril vanidad. Había, según García Rámila, un «visitador de boticas de las ciudades, villas y lugares del arzobispado de Burgos». En 1648 se vendieron varas del Santo Oficio para costear los 1.500 ducados de ayuda de costa que se dieron al inquisidor general para su viaje a 77. En 1673, un vecino de Mancha Real (Jaén) denunciaba que aquella villa estaba perdida porque, teniendo sólo 440 vecinos, de ellos 200 pobres y 100 medianos, llegó a haber 24 regidores, 30 jurados y 100 demandantes de hijosdalgos, todos ricos, que se eximían a ellos y a sus parientes de con¬ tribuciones. (AHN, Cons., 7.183.) Los testimonios literarios alusivos a esta situación no faltan: «De los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residen¬ cias y pretender otros cargos.» (Cervantes, La Gitanilla.) «Ninguno compra regimiento con otra intención que para grangería, ya sea pública o secreta. De esta manera pasa en todo lugar. Ellos traen entre sí la masa rodando, hoy por ti, mañana por mí, déjame comprar, dejaréte vender; ellos hacen los estancos en los mantenimientos, ellos hacen las pos¬ turas como en cosa suya, y así lo venden al precio que quieren. (Mateo Ale¬ mán, Guzmán'de Alfarache, libro I, cap. 3.°) «Murió ayer don Francisco de Sardineta, regidor de Madrid, riquísimo, que no hay quien no lo esté entrando en el Ayuntamiento.» (Barrionuevo, Avisos, II, p. 112.) 78. AI, Indiferente, 765. 79. Cevallos, Arte Real- -, documento 33. 80. Actas de las Cortes, LXII, pp. 310-314.

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Roma.*' Los alguaciles se multiplicaron, incluso en la Cor¬ te, motivando una consulta del Consejo en 16 de mayo de 1657. Hubo también tráfico abundante de corredores, al¬ motacenes, procuradores, etcétera. Pero fue el gremio de los escribanos el que llegó a convertirse en símbolo de la venalidad de cargos, pues prácticamente todos llegaron a ser propietarios de sus oficios.

3. "

Calidad e intenciones de los compradores

Todas las clases de la sociedad española participaron en las compras; para las grandes familias fue motivo de lus¬ tre y provecho tener incorporados en sus mayorazgos car¬ gos eminentes, regidurías de ciudades de voto en Cortes, alferezazgos y otros similares. Estos oficios eran suscepti¬ bles de arrendarse, concederse en dote, traficarse, en una palabra, como bienes muebles que eran. También las clases humildes participaron en la medida de sus fuerzas en esta gran almoneda, y no dudamos de que, como decía el anónimo comprador citado en la nota 60, mucho compradores de oficios fueron «pobres hombres que les i?o mucha falta el dinero que dieron por ellos». En el mismo sentido clamaba un memorial de Agustín de Casanate leído en las Cortes de 1624, lamentando la falta de trabajadores: «No hay zapatero ni sastre que si no pone a su hijo a estudio no quiera acomodarle en un escritorio o, si es más caudaloso, comprarle en cualquier precio un ofi¬ cio público».” Pero, aunque la nobleza y el pueblo participaran en las ventas, fue sin duda la burguesía rural y urbana la que más se aprovechó de ellas, con el doble fin de procurar su as¬ censión social mediante el poder y la influencia que procu¬ raban los cargos y el provecho económico que de ellos extraían. 4. "

La cuarta y última cuestión

Repercusiones de todo orden de la venalidad se deducen de las premisas anteriores. Las repercusiones políticas pro¬ piamente dichas (a escala nacional) fueron escasas o nulas, 81. M. de la Pinta Llórente. Aspectos históricos del sentimiento pioso en España, p. 17. 82. AHN, Consejos, 7.259, cons. de 16 de mayo de 1657. 83. Actas, t. 40, p. 295.

reli-

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por cuanto la Corona rara vez enajenó los cargos verdade¬ ramente decisivos. Pero al nivel municipal fueron de gran trascendencia; y no conviene perder de vista que durante el Antiguo Régimen fue en los municipios donde se refugió lo que, hasta cierto punto, podríamos llamar vida política, pues no sólo eran las ciudades de voto en Cortes las que aún conservaban algún medio de influir en las decisiones que afectaban a la generalidad del país, sino que, puesto que la generalidad de las ciudades estaba colocada al mar¬ gen de dichas decisiones, era en el seno de los municipios donde se ventilaban cuestiones de intereses, banderías per¬ sonalistas, política de campanario, en suma, que no por la mediocridad de los objetivos dejaba de apasionar, como se comprueba en los bandos y reyertas que se suscitaban en los municipios que aún conservaban algunas libertades de¬ mocráticas, mientras que en los importantes toda veleidad de oposición quedó suprimida, en gran parte por obra de la venalidad, que había eliminado los cargos electivos, con¬ virtiéndolos en patrimonio de un corto número de familias ricas contra las cuales no cabía al común más recurso que el rumor maldiciente o el pasquín anónimo. Si, como era frecuente en las grandes ciudades, buen número de altos cargos municipales pertenecían a grandes señores absentistas que los servían por sustitutos, la degradación del munici¬ pio como órgano representativo era todavía más completa. Las repercusiones económicas fueron profundas en va¬ rias direcciones. De un lado, aumentando el gasto público, pues como tal hay que contar el mantenimiento de decenas de millares de titulares de oficios que, si en parte suplían a otros tantos funcionarios, en gran número eran superfinos y tenían que sacar del público lo necesario para indemni¬ zarse el capital que les había costado la compra del oficio; pocos eran los que tenían un sueldo del Estado y aun és¬ tos necesitaban redondear sus ingresos por toda suerte de arbitrios legales o ilegales. Piénsese, por ejemplo, que en Madrid (un Madrid de 150.000 habitantes) las varas de al¬ guaciles de Casa y Corte llegaron a pasar de cien, que cos¬ taban a mediados del xvii unos cinco mil ducados, o sea, varios millones de pesetas cada uno. ¿Cómo extrañarnos de que tuvieran que acudir a todos los medios de la picaresca para subsistir?*' En muchos casos, los municipios redimie84. Véase el documento citado en la nota 82. Se ordenaron reducir las varas a 60, pero, por falta de dinero para indemnizar a los excedentes, aún había 106 en 1670, reducidos a 94 diez años después. (AHN. Conseios. 4.442. n.o 100.)

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ron los cargos que vendía la Corona para evitar gastos y extorsiones, pero solía ser a costa de imponer sisas o tomar censos, de forma que, en todo caso, siempre representaba una carga de larga duración, con frecuencia permanente, sobre las muchas que tenían que soportar los contribu¬ yentes. Desde el punto de vista de la economía general, el daño era doble: por un lado, los miles de brazos sustraídos a los sectores productivos, revelando la tendencia a la inflación del terciario que es característica de las sociedades sub¬ desarrolladas; por otro, inmovilizando capitales que podrían haber tenido mejor empleo. La compra de cargos como in¬ versión es otra faceta de la tendencia a invertir en renta fija que se desarrolló en Castilla; conforme se desacreditaban los censos y se despreciaban los juros, aparecía la compra de oficios públicos como una inversión atrayente y saneada. Claro que, como toda inversión, ésta también tenía sus riesgos; unas resultaron altamente productivas; otras se revelaron como un mal negocio. Las dimensiones de este trabajo nos vedan entrar en un estudio tan atrayente y curioso, pero pondremos un par de casos por vía de ejem¬ plo. Un negocio redondo fue la compra que hizo un patro¬ nato para el culto del Santísimo del uno y medio por cien¬ to de la entrada de géneros por la Aduana de Cádiz en 1.622.102 reales. Con el traslado del comercio de Indias a dicha ciudad, su producto aumentó tanto que, a mediados del XVIII, ese derecho rendía 457.439 reales anuales. ¡Casi un 30 por 100! La escribanía de Sacas, de la misma ciudad, había costado al marqués de Casa Madrid 462.000 reales y le producía 101.000 anuales, de los que había que deducir 26.000 para los dependientes. Un caso de rentabilidad me¬ dia en la misma ciudad: el oficio de fiel medidor de granos y semillas, comprado en 500.000 reales, producía 25.000.** En cambio, los casos de rentabilidad escasa o nula eran numerosos, llegándose en ocasiones al abandono de los cargos. La congelación y decadencia de los oficios en el siglo x\Tii es, en parte, reflejo de la restauración del po¬ der real, y de una administración más saneada y eficiente, pero también de una recuperación de la economía, con ma¬ yores oportunidades para las inversiones productivas. No hay que olvidar, sin embargo, que el rendimiento de los oficios no puede valorarse sólo en términos monetarios; S5.

Catastro de Ensenada, libro citado en la nota 19.

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había también otras razones sociales, utilitarias o de pres¬ tigio. La mayoría de ellos llevaban anejos privilegios co¬ diciados: exención de quintas, de alojamientos, etc. Con frecuencia también el voto, en el cabildo municipal, con todas las ventajas que esto significaba. Que muchos hayan comprado cargos meramente por deseos de promoción so¬ cial no puede dudarse, y esto nos muestra otra faceta del aspecto sociológico que por todas partes se descubre en este fenómeno. Cuando se sabe que por una regiduría de Sevilla o Cádiz, cuyos emolumentos legales eran irrisorios, se pagaban verdaderas fortunas, en seguida se piensa que los provechos ilícitos serían muchos, y, sin duda, en nume¬ rosos casos así ocurría; pero no todos las adquirían con propósitos tan sórdidos. Su comprador podía considerarse pagado con la influencia, la notoriedad y el prestigio que su posesión confería; por el mero hecho de adquirirla prego¬ naba que era rico y noble; el camino hacia los ventajosos enlaces y los codiciados honores estaba abierto; si no para el adquirente, que podía ser un mercader o un extranjero naturalizado, para sus hijos. Estas magistraturas municipales tenían otra ventaja: no se depreciaban con su multiplicación. Distinto era el caso de los cargos de tipo profesional. La degradación de la pro¬ fesión escribanil, tan visible a través de la literatura, tiene una de sus raíces en la excesiva multiplicación de estos cargos. Al haber demasiados escribanos, las ganancias eran pequeñas, la competencia feroz y la decadencia social ine¬ vitable. Incluso se asegura que el genio pleitista de los ga¬ llegos deriva de que, durante siglos, sus innumerables es críbanos, buscando su provecho, excitaron una inclinación que, por desgracia, tenía hondas raíces en la estructura agrosocial de dicha región. Otras profesiones muy cualificadas sufrieron de esta multiplicación. Las corredurías de Lonja de Sevilla llega¬ ron a ser sesenta: veintidós de la ciudad y treinta y ocho de particulares; el resultado fue que a mediados del xviii sólo se les calculaba un rendimiento medio de 300 duca¬ dos. Un cargo importante y codiciado se había convertido en una profesión mezquina.*" Apenas había un aspecto de la vida que quedara exento de la maléfica influencia de la venalidad de oficios. Por 86. Ibid. En cambio, las 60 corredurías de Cádiz, compradas por el marqués de Villarreal en tres millones de reales, le dejaban 120.000, y un millón a los arrendatarios.

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ejemplo, de ella deriva, en buena parte, la mala fama del antiguo régimen carcelario; siendo venales las alcaidías, eran los pobres presos los que habían de satisfacer las costas. A quien podía pagar no le faltaban comodidades, y a los que no podían o querían se les hacía la prisión intolerable. El sistema, muy frecuente, de servir estos cargos por te¬ nientes o arrendatarios, todavía los hacía más gravosos para quienes tenían que soportarlos." Entre los muchos ejemplos de la deplorable influencia de la venalidad de cargos para la moralidad pública y pri¬ vada, citaré dos por su excepcional relieve: el de la falsi¬ ficación de plata peruana, estudiada ya por mí en otra oca¬ sión, y cuyo origen hay que buscar en el exorbitante precio a que se vendían los cargos de ensayadores de las Casas de Moneda,** y la ruidosa quiebra de Juan Castellanos de Espinosa, banquero de Sevilla, a quien se vendió el oficio de depositario mayor de Casa de Contratación por 133.000 ducados, cantidad que sacó del mismo fondo de depósitos que se le había entregado, por lo que la Casa concluía con lógica que era la Corona quien -debía satisfacer aquel des¬ cubierto, ya que había entregado bienes tan sagrados como eran los de difuntos a quien tan mala cuenta dio de ellos, lucrándose el Tesoro con una enorme cantidad que no po¬ día llover del cielo, sino proceder de los mismos vasallos.*’ Daré fin a estos breves apuntes poniendo de relieve la contradicción de que una sociedad estamental, jerárquica, en la que (en principio) el dinero no desempeñaba un papel de promoción social, pusiera en vigor un sistema que basa¬ ba esas posibilidades de promoción en el desembolso de la cantidad requerida para la compra de un cargo público. Las compras de cargos, como las de títulos e hidalguías, revelan la disociación entre el ideal y la realidad, entre un status legal arcaico y una situación de hecho que tenía que acabar por imponerse. 87. En las Cortes de 1620 el procurador Ochoa denunció esta situación en la cárcel de Toledo, cuya alcaidía era propiedad de un personaje de la Corte, «que la alquila o coloca en ella un lacayo o un sujeto casado con una criada, exigiéndole un tanto mensual». (Cortes, VIII, n.o 35.) 88. «Vendiéndose los oficios de ensayadores en setenta ."nil reales de a ocho en cada uno —decía el Consejo de Castilla—, los compradores, que en sus principios no tuvieron más caudal que su maña e industria, habían de librar el desquite de este precio en fabricar la moneda viciada.» (AHN, Consejos, legajo 7.144; consulta de 6 de abril de 1650. Cit. en mi artículo «La falsificación de moneda peruana a mediados del siglo xvii» del Home¬ naje a don Ramón Carande, t. II.) 89. «Es cosa cierta que los 133.000 ducados del precio del oficio los sacó del mesmo dinero que se le entregó.» (Carta de contratación a S. M. en 29 de diciembre de 1615. AI, Contratación, 5.172.)

EL PRIMER ESBOZO DE TOLERANCIA RELIGIOSA EN LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS *

El interés de este episodio radica en que podemos ver, so¬ bre un ejemplo concreto, las relaciones entre los intereses políticos y los religiosos en la España de los Austrias, y también el papel de la Inquisición en este punto. Bien sa¬ bido es que a la Inquisición se le atribuye el haber sido un tribunal más político que religioso, y aunque, enuncia¬ da así, con esta generalidad, tal añrmación me parece com¬ pletamente errónea, no cabe duda de que en más de una ocasión los reyes se sirvieron de la Inquisición con ñnes políticos. En el caso al que nos vamos a referir sucede lo contrario; el rey ordena a la Inquisición, no que haga algo, sino que no haga, que disimule con la presencia en nuestro suelo de extranjeros no católicos, y esto en un momento en que la intransigencia era máxima, como iba a manifestarse pocos años después, en 1609, con el decreto de expulsión de los moriscos. Lo mismo Felipe III que su mujer, Marga¬ rita de Austria, eran extremadamente piadosos. Sin embar¬ go, la férrea razón de Estado les obligó a mostrarse toleran¬ tes con los ingleses que aquí venían a comerciar. La lista de los extranjeros que, habiendo arribado a Es¬ paña por motivos comerciales o por otra razones, fueron víctimas de la Inquisición sería larga si pudiera establecerse completa. Por eso, uno de los puntos en los que Jacobo I de Inglaterra hizo hincapié para ajustar las paces fue la seguridad de sus súbditos residentes en España; mucho repugnaba a los regios consejeros esta concesión, pero la necesidad de paz era grande y prevaleció contra toda otra consideración, y el capítulo 21 del tratado hispanoinglés de 1604 quedó redactado en estos términos;

* Publicado en Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea, Uni¬ versidad Complutense, 1981, vol. II, pp. 13-19.

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«Por cuanto los derechos del Comercio, que se siguen de la Paz, no deben resultar infructuosos, como lo serían si a los vasallos del rey de Inglaterra que van y vienen a los reinos y dominios del rey de España y en ellos se de¬ tienen con motivo de comercio o negocio (et ibi ex causa commercii vel negotti tnoram trahunt) se les causara mo¬ lestia por razón de conciencia; por tanto, para que el co¬ mercio sea sin peligro y seguro, así por tierra como por mar, el rey de España cuidará que por la referida razón de conciencia no sean molestados ni inquietados... siem¬ pre que no den escándalo a otros.» Como precedentes inmediatos de esta concesión, pueden citarse dos: la que se hizo en 1597 a los navios de la Hansa, cuyos marinos no deberían ser interrogados acerca de su religión, ni sus mercancías confiscadas por los comisarios inquisitoriales, que hacían la visita de los navios en los puer¬ tos; y la Orden de 27 de febrero de 1603 autorizando la arri¬ bada de navios holandeses que trajeran pasaporte de los archiduques, gobernadores de Flandes, pero esta segunda concesión fue anulada poco después. El tratado con Ingla¬ terra tenía una solemnidad de instrumento internacional que no tenían las disposiciones citadas, y añadía las palabras «que en ellos [los reinos de España] se detienen». Los inqui¬ sidores, que recibieron la noticia del capítulo de paces con disgusto, trataron de minimizar todo lo posible su alcance; sostenían que se refería sólo a los mercaderes que estaban de paso, y las palabras ibi... moram trahunt, allí se detienen, debían significar que sólo podían ampararse de sus cláusu¬ las los que para cargar o descargar mercaderías llegaban a los puertos y se detenían los días estrictamente necesarios para estas faenas, no los que tenían en España residencia fija; pero Felipe III favoreció la interpretación más amplia y en un Decreto de 16 de junio de 1605 aclaró el sentido que debía dársele: los mercaderes ingleses no serían responsa¬ bles por actos cometidos antes de su llegada; debían ser respetuosos si entraban en una iglesia; si en la calle se en¬ contraban con el Santísimo, debían arrodillarse o apartarse. En caso de contravención, la Inquisición podría confiscar sus bienes personales, pero no los que trajeran por cuenta de otro. La Inquisición siguió manteniendo que estas concesiones no rezaban con los herejes que moraban de asiento, pero tuvo que tolerar que en Sevilla, Cádiz, Málaga, Valencia y otras ciudades comerciales, incluso en la misma Corte, hu-

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hiera ingleses y escoceses anglicanos, y en 1609, al firmarse la tregua con Holanda, se extendió la misma concesión a sus naturales, lo que motivó la encendida protesta del patriarca Ribera, arzobispo de Valencia, que ya en 1608 había dirigido una carta a Felipe III protestando de que los ingleses vivían con publicidad en su secta y causaban escándalo. Pasada esta carta al Consejo de Estado, el comendador mayor de León dijo que era cierto que con el trato con los herejes se había perdido el horror que antes se les tenía, y que se averigua¬ sen los excesos denunciados por Ribera y fueran castigados por la Inquisición. A este parecer se unieron el conde de Ve¬ lada y el de Chinchón, mientras que el condestable y el con¬ fesor real defendieron la conveniencia de las paces. Lo cierto es que los extranjeros, y no sólo los ingleses, iban perdiendo el miedo a la Inquisición, porque veían que procedía con mayor lenidad; si alguno era apresado en los puertos con libros heréticos o bajo otra acusación, se discul¬ paban diciendo que habían sido educados en aquella secta, pero que conocían que la doctrina católica era mejor y que¬ rían ser instruidos en ella; entonces se les ingresaba en un convento para ser adoctrinados, y al poco tiempo -desapare¬ cían del convento sin que volviera a saberse más de ellos. En las ciudades de Andalucía cada vez llamaban menos la atención los extranjeros de diferente religión, y éstos, to¬ mando confianza, pasaban a hechos que no estaban previstos en los tratados, pero que resultaban inevitables viviendo de asiento; por ejemplo, el entierro en lugares propios, ya que, no eran admitidos en los ordinarios, que solían ser las igle¬ sias y sus inmediaciones. En carta de 27 de junio de 1609 la Suprema preguntaba al Tribunal de Sevilla «si había al¬ guna novedad o escándalo del trato de los ingleses, y si con¬ tinúan los entierros a su usanza, con sus ceremonias y con la publicidad de los pasados». Hay en la correspondencia de este Tribunal varias cartas ordenando se practiquen investi¬ gaciones sobre la vida de los extranjeros, y se da cuenta de todo a Madrid, pero no aparecen medidas punitivas porque la consigna era disimular. Uno de los puntales de la política exterior de Felipe III fue la amistad con Inglaterra, y cuan¬ do le sucedió en 1621 su hijo, Felipe IV, continuó la misma política, así como las interminables negociaciones para el matrimonio de la infanta María con el príncipe de Gales. Dos hechos acaecidos con poca diferencia de tiempo mos¬ traron el deseo de ambos reyes de no complicar estas rela¬ ciones con intervenciones inquisitoriales demasiado duras.

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Uno a fines de 1620, con motivo de manifestaciones hechas en la Univ'ersidad de Salamanca por un predicador anglicano que formaba parte del séquito del embajador inglés, diciendo que su religión era la mejor y que se ofrecía a mostrarlo en disputa pública. Por orden de la Inquisición de Valladolid fue puesto en las cárceles secretas y secuestrados sus bie¬ nes. El otro, a fines de 1621, reinando ya Felipe IV: un mer¬ cader inglés, al que los documentos llaman Juan Preu, y un criado suyo, residentes en Madrid, fueron presos por la In¬ quisición de Toledo. En ambos casos intervinieron fuertes presiones diplomáticas, y la solución que se les dio fue la misma, se les autorizó a salir de España y se les devolvieron sus bienes. Para salvar las apariencias se dijo que eran casti¬ gados con expulsión, pero esto era un subterfugio: tal san¬ ción no figuraba en los códigos inquisitoriales, y el hecho era que individuos recluidos en las cárceles secretas habían sido libertados sin proceso por intervención de la autoridad regia, la cual invocó motivos religiosos, a saber: «la conve¬ niencia de los católicos de Inglaterra y que la fe catholica estava en aquel Reino en mexor estado que otras veces». Poco después, a fines de 1622, la Inquisición de Sevilla prendió a Vitorín Chaseo (¿o Chosco?) y a otro inglés por motivos que no se especifican, pues se han perdido los pro¬ cesos. En febrero del siguiente año, el inquisidor general escribía a Sevilla: «Ordenaréis al alguacil dese Santo Ofi¬ cio que vuelva la espada y la daga que quitó al inglés que prendió, que las cosas de Inglaterra están en estado que no conviene se alteren por cosas menudas, y a ese Victorín le daréis un mes más de término para estar en Sevilla, y los embajadores (sic) de Inglaterra escriben a instancia mía a todos los lugares marítimos y en particular a esa ciudad que sigan con puntualidad los capítulos de las paces y que en ninguna manera impidan ni hagan contradicción a los yngleses que se quisieran reducir a nuestra santa fe catholica.» Estas últimas palabras parecen indicar que se les achacaba a los citados el oponerse a que compatriotas suyos se con¬ virtieran. La ruptura de hostilidades motivada por el ataque inglés a Cádiz en 1625 colocó en punto muerto el tratado hasta entonces vigente, y el inquisidor general Pacheco preparó una orden de expulsión de los súbditos no católicos del rey británico, pero Felipe IV, dice Lea, rechazó esta intromisión; hasta el siguiente año no se prohibió el comercio entre am¬ bas naciones; el decreto llevaba fecha de 22 de abril de 1626,

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y el mes siguiente la Suprema Inquisición ordenó a todos los tribunales procedieran contra los herejes ingleses que hu¬ bieran delinquido contra la fe católica. Como es de suponer que durante la ruptura procedieran con la mayor prudencia, el efecto práctico fue nulo, según creo, aunque sólo debie¬ ron recuperar la tranquilidad hasta que el tratado de paz renovó, en su artículo 19, las prescripciones del de 1604. Del disgusto con que los más afectos a la Inquisición so¬ portaban aquel estado de cosas da idea una carta que en noviembre de 1641 remitió el notario del Santo Oficio en Cádiz; «Abrá ocho días que murió en esta ciudad Ricardo Suarin, inglés hereje, que no se quiso reducir, y del haverse mandado llevar embalsamado a su tierra y de las ceremo¬ nias con que murió se ha ablado aquí mucho, y en particu¬ lar en la Aduana, y estos días me ha dicho Juan de Eusalde, administrador y otros que porqué no se havía de castigar por la Inquisición a los ingleses que con libros herejes y otras ceremonias de la misma forma que si estuviera en su tierra le ayudaron a bien morir, en particular Hugo Cradoque, inglés, que dicen era el que leía, en el libro, y anoche me volvieron a hacer recuerdo que si lo havía escrito al tri¬ bunal, y también que todos los más de los ingleses que es¬ tán en esta ciudad tienen estos libros heréticos en sus ca¬ sas...» En un tono muy embarazado, los inquisidores trans¬ mitieron esta carta a la Suprema, diciendo que, como las cosas estaban tan turbadas, no sabían cómo portarse con tales herejes y sus libros, y reiteraban su parecer de que el capítulo de las paces sólo debía entenderse con los ingleses que entraban y salían, no con los que vivían de modo per¬ manente; pero la Suprema se limitó a decir informaran de lo sucedido y si había habido escándalo. Es evidente que en las difíciles circunstancias que atra¬ vesaba la Monarquía no se podía arriesgar un rompimiento con Inglaterra, así que no sólo se mantuvieron las concesio¬ nes hechas en orden a la tolerancia, sino que en 1648 el tra¬ tado de paz con Holanda extendió estas concesiones a los súbditos de la referida nación, que, como era inevitable, se extendieron en la práctica más allá de lo que autorizaba la letra de los tratados, y así hallamos entre la documentación inquisitorial referencia al entierro que el cónsul de Holanda en Cádiz hizo a su mujer, con publicidad, llevando en el cor¬ tejo una cruz que portaba un negro. Hechos de esta clase es evidente que no significaban in¬ juria o menosprecio a la religión católica; a lo sumo se les

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podría calificar de propaganda indirecta de la suya. Los in¬ gleses, y los extranjeros en general, mostraban una gran pru¬ dencia; no querían arriesgar sus negocios por motivos reli¬ giosos. Lo que indignaba a los elementos más tradicionales no eran unas ofensas, que no existían, sino el mero hecho de que la convivencia pacífica con extranjeros de otra reli¬ gión iba destruyendo en el pueblo español el mito que se habla creado en torno a los herejes, pues comprobaban que eran personas respetables, sensatas y, en muchos casos, de una profunda religiosidad. Por eso el patriarca Ribera se quejaba de que estaba desapareciendo la «grima y horror» que antes suscitaba el solo nombre de herejes. Protestas cla¬ ras hubo pocas, encubiertas bastantes, como el sermón que predicó en Sevilla un tal don Alonso Pérez de Villalta, que, aunque envuelto en estudiada vaguedad, se refiere a los mer¬ caderes extranjeros que vivían en aquella ciudad en unos tonos apocalípticos. Otro aspecto de esa animadversión nos presenta un pasaje del Rey Pacífico y Govierno de Príncipe Católico, del trinitario fray Salvador de Mallea; pedía la interiUpción del comercio con extranjeros, aunque padecieran las rentas reales, porque con ellos entraban las herejías y vicios (fol. 17), y en otro lugar decía: «Muchos puertos de estos Reynos piden el remedio de este daño, adonde se v© cohabitan hereges con mujeres (cristianas en el nombre) que vestidas y regaladas las tratan como propias esposas y por esto se pervierten con mayor facilidad... En los varones, menos lances hace la herejía, pero es como el cáncer, que entra en el cuerpo del hombre con blandura...» (fol. 61). Un ejemplo curioso de esta suavización de relaciones fue denunciado a la Inquisición de Sevilla en 1674; un fraile mercedario del Colegio de San Laureano había impreso unas conclusiones teológicas perfectamente ortodoxas, pero dedi¬ cadas a un mercader inglés que no hacía ningún misterio de su religión anglicana. Y no era una dedicatoria corriente, sino ditirámbica; al inglés se le llamaba, entre otras cosas, «heroem ex antiquissimis anglicanae gentis prognatum nobilitatibus. Virum... (quem) Hispalis universa proclamat Maecenatem». Y terminaba: «Frater Pedro Verdugo aeternum amicitiae testimonium haec Theoremata Theologica dicavit.» La, Inquisición Suprema resolvió que el hecho denunciado no era delito, pero que se advirtiera al superior del colegio que era una incongruencia dedicar unas tesis públicas de Teolo¬ gía católica a una persona no católica. Muchas otras muestras podríamos aducir de esta amistosa

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convivencia por encima de la diferencia de religión; en 1610 avisó el comisario de la Inquisición en Málaga de que en al¬ gunos bautismos de niños habían sido padrinos ingleses no católicos. Como era de esperar, tratándose del contacto en¬ tre una gran masa y unos grupos muy minoritarios, las co¬ sas rodaron en dirección totalmente opuesta a como habían temido los más intransigentes. Hubo contaminación, ello era inevitable, pero no en cuanto a proselitismo extranjero; si hubo españoles que por estos contactos se añilaron al pro¬ testantismo, debieron ser casos muy aislados; en cambio, está documentada la conversión de muchos de los extran¬ jeros residentes, y si no ellos, sus hijos o sus nietos. En 1673 el obispo de Málaga escribía al inquisidor general que en aquella ciudad había protestantes de diversas naciones, y al gunos querían convertirse, pero en llegando a oír (decía el obispo) que es preciso que esta diligencia se haga ante mi¬ nistro de la Inquisición, se retiran por dos razones, la una porque temen que ha de haber alguna conñscación de sus bienes, y porque si tuvieran estas noticias los que les corres¬ ponden cesarían sus comercios, porque los mercaderes son enemigos unos de otros. Y también porque cualquier auto hecho ante la Inquisición se tenía por infamante. Por eso las conversiones suelen hacerse en el artículo de la muerte. Y convendría que estas ceremonias pudieran hacerse en se¬ creto. Hay otra carta del mismo prelado en la que se afirma que los que estaban en tales circunstancias eran muchos, y cita como causa «la comunicación con los católicos y ver experimentar las cosas de nuestra santa fe». Las posteriores rupturas diplomáticas y hostilidades no alteraron el status quo establecido. Las normas derivadas del tratado de 1604 siguieron definiendo el estatuto legal del extranjero de religión protestante en España hasta el fin del Antiguo Régimen, sin que durante la época del Absolutis¬ mo Ilustrado se registrara ningún progreso significativo. Hay que advertir, con todo, que aquel clima de convivencia y to¬ lerancia que se había logrado en los puertos y otros lugares de comercio no deberíamos extenderlo a las regiones de la España interior, en las que la penetración de este nuevo espíritu fue más lenta. Refiere García de Ouevedo que en 1672 murió en Burgos un inglés, y el pueblo profanó su sepultura arrojando cuernos e inmundicias. Sin embargo. Burgos había sido un centro comercial, acostumbrado al trato con extran¬ jeros. Por eso es tan peligroso generalizar en estas materias. Sin embargo, en conjunto es indudable que el tratado de

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1604 y los que después se celebraron según sus normas abrie¬ ron una brecha en el cerrado clima de intransigencia reli¬ giosa, y de esta manera unos hechos de orden político cau¬ saron una modificación en las mentalidades. Por otra parte, estos hechos nos ayudan a comprender cuáles eran las fron¬ teras del poder inquisitorial. Con esto finalizo el relato de unos hechos cuyo rastreo minucioso depararía sorpresas y descubriría que el ambiente español por aquellas fechas no era tan cerrado y monolítico como suele pensarse.

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA Para redactar este trabajo se han tenido presentes documen¬ tos de la sección de Inquisición del Archivo Histórico Nacional de Madrid, especialmente la correspondencia del consejo de la Suprema con los tribunales provinciales. La mayoría de los do¬ cumentos citados se encuentran en los libros 586, 590, 591, 592 y en los legajos 2.947, 2.953, 2.976, 2.992 y 3.003. No existen trabajos especiales sobre el tema. Noticias sueltas pueden encontrarse en las obras generales sobre la Inquisición española, especialmente las de Charles Lea y Henry Kamen Las estipulaciones del tratado de 1604 y siguientes pueden leerse en la Colección..., de Abreu Bertodano (Madrid, 1744-1745). Sobre el de 1604 hay un breve estudio de J. C. Salyer, «Algunos aspectos del tratado de paz entre Inglaterra y España», Siman¬ cas, I, pp. 371-382. La cuestión de los cementerios especiales para extranjeros se resolvió en el tratado hispanoinglés de 1665, que renovaba y ampliaba los de 1630 y 1660: artículo XIII: «Se or¬ denarán lugares decentes para enterrar todos los cuerpos muer¬ tos de los naturales de Inglaterra que muriesen en cualquiera de los dominios del rey de España.» La carta del patriarca Ribera, protestando por las paces, con¬ tra los ingleses puede consultarse en Los moriscos de España, de Boronat, t. II, pp. 119-123. El sermón de Alonso Pérez de Villalta se publicó en Sevilla, 1620, 33 hojas. La citada obra de fray Salvador de Mallea se imprimió en Génova el año 1646.

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