Historia Social Y Economica De Colombia I (1537

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HISTORIA ECONÓMICA Y SOCIAL DE COLOMBIA I 1537-1719

por Ger m á n C o lm en a r es

P y O

0

Universidad del Valle

BANCODE LA REPÚBLICA

COLCI€NCIAS

1 EDITORES

1 EDI TORES

•TERCER M UNDO S A SANTAFÉ DE BOGOTÁ TRANSV 2a. A. No. 67-27. TELS. 2550737 - 255! 539, A A 4817. FAX 2 125976

EDICIÓN A CARGO DE HERNÁN LOZANO HORMAZA CON EL AUSPICIO DEL FONDO GERMÁN COLMENARES DE LA UNIVERSIDAD DEL VALLE

Diseño de cubierta: Héctor Prado M., TM Editores Primera edición: noviembre de 1973, Universidad del Valle Segunda edición: diciembre de 1975, La Carreta, La Oveja Negra Tercera edición: junio de 1978, La Carreta Cuarta edición: agosto de 1983, TM Editores Quinta edición: agosto de 1997, TM Editores © Marina de Colmenares © TM Editores en coedición con la Fundación General de Apoyo a la Universidad del Valle, Banco de la República y Colciencias Esta publicación ha sido realizada con la colaboración financiera de Colciencias, entidad cuyo objetivo es impulsar el desarrollo científico y tecnológico de Colombia ISBN: 958-601-719-2 (Obra completa) ISBN: 958-601 -603-X (Tomo) Edición, armada electrónica, impresión y encuademación: Tercer Mundo Editores Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia

L'historien n'est pas celui qui sait II est celui qui cherche. Lucien Febvre

C o n t e n id o

Ín d ic e d e

cuadros

ix

ÍNDICE DE GRÁFICOS

X

ÍNDICEDEMAPAS

X

A brev ia tu ra s u t il iz a d a s

xi

F u en tes pu b l ic a d a s

x ii

NOTA DE LOS EDITORES

XÜi

P r ó lo g o

xv

In tr o d u c c ió n

xxi

Capítulo I. LA OCUPACIÓN ESPAÑOLA La naturaleza de la Conquista Etapas de la ocupación La fijación de una frontera provisoria

1 1 5 11

Capítulo II. LA SOCIEDAD INDÍGENA Y SU EVOLUCIÓN POSTERIOR a la

C o n q u is t a

Los grupos originales y sus transformaciones La población indígena

29

29 68

Capítulo III. L a s fo r m a s d e d o m in a c ió n

109

La encomienda El tributo El trabajo

109 135 161

Capítulo IV. LA TIERRA La apropiación de la tierra: ¿un problema histórico o un problema jurídico? El proceso histórico de la apropiación de la tierra Las composiciones

199

199 203 ' 217

■viii

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y s o c ia l

I

Los resguardos indígenas La magnitud de los resguardos Conflictos de los resguardos La extinción de los resguardos en la provincia de Tunja

231 240.' 251 253

Capítulo V. EL ORO Ciclos del oro y expansión geográfica Los distritos mineros Minas: técnicas, empresarios y mineros Los esclavos Las cifras de producción Las crisis

267 267 273 288 299 321 343

Capítulo VI. EL TESORO REAL

361

Las cajas reales y el sistema de finanzas los guardianes del tesoro Los quintos del oro La reforma fiscal de 1590

361 367 375 378

Capítulo VII. E l COMERCIO Los caminos La moneda Los comerciantes y sus operaciones

385 385 404 413

Capítulo VIII. L a so c ie d a d c o l o n ia l e n e l sig l o xv n El poder La sociedad de los «españoles-americanos» Los mestizos

425 425 434 446

A u to res

455

c it a d o s e n e l t e x t o

o n o m á st ic o

457

ÍNDICE GEOGRÁFICO

469

Í n d ic e

ÍNDICE DE CUADROS

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29.

Tribus del occidente colombiano (según Trimborn) 34 Visitas de la tierra 82 Población indígena de la Nueva Granada. 1558-1564 (1567) 89 Cifras de población y tasas de decrecimiento 92 Población indígena de la región de Pasto 95 Provincia de Tunja. Población por corregimientos (tributarios) 96 Pueblos y encomiendas de la provincia de Cartagena 102; índices por tributario 107 Encomenderos de las primeras expediciones (según F. de Ocáriz) 116 Encomenderos y tributarios por encomienda, hacia 1560 123 Número de tributarios por encomienda en la región de Pasto 124 Tabla de salarios indígenas (Auto de 2 de septiembre de 1598) 166 Composiciones en el corregimiento de Duitama 225 Avalúos de las propiedades de la provincia de P9payán, según los pagos de las composiciones (1637) 230 Avalúos de las propiedades del corregimiento de Duitama, según los pagos de las composiciones (1640) 230 Producción de trigo en la estancia de Chiquinquirá 241 Remates de los resguardos indígenas 260 Comercio de esclavos negros en Cáceres. 1620-1644 313 Importación de esclavos a Cartagena 319 Producción de oro en el distrito de Santa Fe' 329 Producción de oro en el distrito de Cartago 329 Producción de oro en el distrito de Popayán 331 Producción de oro en-el distrito de Antioquia 331 Llegadas de oro a España y producción en la Nueva Granada 332 Oro acuñado en la Casa de la Moneda de Santa Fe 334 Producción de oro en la Nueva Granada. 1682-1696 337 Producción de oro en la provincia de Popayán. 1660-1749 339 Distancias desde Santa Fe hasta los centros mineros más importantes 364 Reparto del derecho de alcabala en la ciudad de Tunja - 384

ÍNDICE DE GRÁFICOS

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15.

Curvas de población indígena (Tunja, Cartago, Pamplona) 93 Producción de oro en la Nueva Granada. Curva de Hamilton 268 Importación de esclavos negros a Cartagena 320 Producción de oro en el distrito de Santa Fe 326 Producción de oro en el distrito de Popayán 326 Producción de oro en el distrito de Remedios 327 Producción de oro en el distrito de Cartago 327 Producción de oro (crisis) en el distrito de Santa Fe de Antioquia 3 Producción de oro (crisis) en el distrito de Zaragoza 330 Producción de oro (crisis) en el distrito de Cáceres-Guamocó330 Producción de oro en el distrito de Popayán-Anserma 341 Acuñación de moneda en Santa Fe 341 Producción de oro en la Nueva Granada. Proporciones 348 La renta de los quintos y las demás rentas 377 Envíos de oro a España 381

ÍNDICE DE MAPAS

1. 2. 3. 4. 5.

Nuevo Reino de Granada. Ocupación española Caminos y divisiones administrativas Indígenas no sometidos y campañas militares 1575-1675 Nuevo Reino de Granada. Densidad de la población indígena Provincia de Tunja. Densidad de la población indígena. 1600-1603. Visita de L. Henríquez 6. Provincia de Tunja. Densidad de la población indígena. 1635-1636. Visita de J. de Valcárcel 7. Distritos mineros de la Nueva Granada 8. Yacimientos de la Nueva Granada (Según R. West)

15 17 25 87 97 98 275 276

A b r e v ia t u r a s u t il iz a d a s AGI.

Archivo General de Indias de Sevilla. Dentro de este archivo, las referencias se hacen a varios fondos, así: Patr. Cont. Contr. Santa Fe Quito Eser. Cám. Ind. gral.

Patronato Contaduría Contratación Audiencia de Santa Fe Audiencia de Quito Escribanía de Cámara índice general

AHNB. Archivo Histórico Nacional de Bogotá: Vis.. Boy. Visitas de Boyacá Vis. Bol. Visitas de Bolívar Vis. Tol. Visitas del Tolima Vis. Sant. Visitas de Santander Min. Cauca . Minas del Cauca Minas de Antioquia Min. Ant. Minas de Santander Min. Sant. Min. Tol. Minas del Tolima Min. Ant. y Cund. Minas de Antioquia y Cundinamarca Neg. y esc. Ant. Negros y esclavos de Antioquia Neg. y esc. Tol. Negros y esclavos del Tolima Tierras Boy. Tierras de Boyacá Resg. Boy. Resguardos de Boyacá Pob. Boyacá Poblaciones de Boyacá Rl. Hda. Real Hacienda • Rls. Céds. Reales Cédulas Cae. e ind. Caciques e indios Not. I a Tunja. Los volúmenes no están numerados y se distinguen por el año que aparece en el lomo. Se conserva la foliación original.

F u e n t e s p u b l ic a d a s

CDI.

Colección de documentos inéditos, relativos al descubrimiento, conquista y colonización de las posesiones españolas en América y Oceanía (Edit. por Pacheco, Cárdenas y Torres de Mendoza). La cifra romana designa la serie, los números arábigos, el volumen y la página. DIHC. Documentos inéditos para la historia de Colombia (Edit. por Juan Friede). FCHTC. Fuentes coloniales para la historia del trabajo en Colombia (Edit. por G. Colmenares, M. de Meló y D. Fajardo). ACHSC. Anuario colombiano de historia social y de la cultura. Universidad Nacional de Colombia. BHA. Boletín de historia y antigüedades de la Academia Colombiana de Historia. BCB. Boletín cultural y bibliográfico de la Biblioteca Luis Ángel Arango. CCRAQ. Colección de Cédulas Reales dirigidas a la Real Audiencia de Quito.

N o t a d e l o s e d it o r e s

En la trayectoria editorial de la Historia Económica y Social I ocurre un cambio crucial en la segunda edición. La primera (1973), es deficiente y torpe, tanto en los aspectos verbales como en los gráficos. La segunda (1975), en cierto sentido normaliza y estabiliza la obra. Las ediciones ulteriores siguen la pauta de la segunda, pero lejos de conservar el texto o de corregirlo, muestran un proceso creciente de estragamiento. Para esta quinta edición se ha tomado como prototipo un ejemplar de la tercera, anotado por el autor. Se ha hecho un cotejo generalizado de las notas de pie de página tomando como prototipo las de la segunda edición. Se ha hecho un esfuerzo deliberado de cotejar las que remiten a otras obras. En lo referente a las que remiten a archivos se ha considerado prácticamente imposible la verificación/por consiguiente se toman como válidas también las remisiones que aparecen en la segunda.

Pró lo g o

L a publicación de las Obras completas de Germán Colmenares representa una importante contribución al desarrollo de la investigación histórica co­ lombiana. Como lo podrán ver los lectores, a los libros más conocidos de Colmenares, a los que todo historiador ha leído o al menos revisado, se unen decenas de artículos y de textos que sólo sus estudiosos más fieles pudieron seguir, para configurar una obra de amplitud sorprendente y ex­ traordinaria solidez. Casi todo tiene que ver con temas históricos, pero aun para quienes conocían los amphos intereses literarios o la afición al cine de Colmenares va a resultar insólita la variedad y el volumen de las notas y artículos dedicados a estos asuntos, y la calidad y brillantez de muchos de sus análisis. Por la cantidad de material disperso reunido aquí por primera vez, por la variedad de los temas tratados, por la oportunidad de revisar textos pu­ blicados en remotas revistas, esta excelente edición —que debemos al afec­ to, la erudición y la paciencia benedictina de Hernái? Lozano— resulta de vital interés para los conocedores de la obra de Colmenares, para quienes siguieron paso a paso su trabajo desde los sesentas hasta su muerte en 1990. Esta nueva lectura probablemente reconstruirá en forma abreviada el diálogo, que originalmente siguió una inevitable secuencia cronológica, con un autor que a lo largo de treinta años transformó muchas de las for­ mas de concebir la historia de Colombia. Se tratará, sin embargo, de una reconstrucción llena de ventajas, pues será posible encontrar en las obras tempranas los esbozos, los puntos de partida, de meditaciones y estudios que sólo se desarrollaron plenamente en otros trabajos. El lector sabe a dónde se dirigía la ruta, extraordinariamente coherente, de Colmenares, y ese saber no puede dejar de influir la relectura de todos sus trabajos. Sin embargo, poder mirar la evolución de las concepciones e interpre­ taciones del autor a lo largo de tres décadas no debe llevar a convertir las obras iniciales en simples orígenes, etapas en una marcha que adquiere gradualmente su sentido. En realidad, desde las obras iniciales los libros de Colmenares son bastante autónomos y autosuficientes. Los nuevos lec­ tores que esta edición atraerá, las nuevas generaciones de historiadores,

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menos interesados quizás en la evolución de un historiador ejemplar que los contemporáneos de éste, menos preocupados por las transformaciones de una disciplina que a lo largo de treinta años ha tenido un complejo y apasionante devenir, podrán encontrar allí una serie de obras cuyo interés es del todo independiente, y que ofrecen al estudioso de la historia una introducción inmejorable a los temas abordados en ellas. La calidad de esta introducción se deriva ante todo de que se trata de obras en las cuales es posible seguir el pensamiento del autor, la forma en que se plantea las preguntas que definen su campo de interés y los pro­ cedimientos por los cuales un determinado corpus documental viene a sustentar una discusión de los diferentes aspectos estudiados. No son sim­ plificaciones ni obras de síntesis, que realmente Colmenares nunca quiso hacer: los artículos que escribió para obras colectivas, como el Manual de historia de Colombia o la Nueva historia de Colombia fueron pequeños ensayos sobre asuntos ligados al tema que se le había encomendado, bastante re­ motos de las convenciones expositivas de los trabajos informativos. Lo que sí hacía en forma impecable Colmenares era enfrentar un pro­ blema de investigación histórica y desde el comienzo generar una serie de desplazamientos en los temas de interés y en las preguntas que guiaban el análisis, que abrían el campo a un tratamiento siempre original del mate­ rial documental. En cierto modo, es como si su obra se hubiera escrito con base en un procedimiento metodológico aparentemente simple: a partir de un área general de interés, identificar un conjunto de documentos que pu­ dieran iluminarlo, y simultáneamente, apoyado en la lectura de estudios sobre temas similares realizados por historiadores de gran creatividad, redefinir y transformar radicalmente el horizonte de interpretación y aná­ lisis, para leer los documentos a la luz de este horizonte: hacerse las pre­ guntas que la historiografía tradicional no había hecho sobre los temas estudiados. Es fácil detectar a lo largo de sus libros la continua polémica con una historia convencional y académica que se mantiene presa de cues­ tiones irrelevantes, y sobre todo de una orientación ideológica originada en el proceso de creación, tras la independencia, de una tradición de in­ terpretación histórica para liberales o conservadores decimonónicos. Esta polémica —que de algún modo está en la raíz de su último libro, Las con­ venciones contra la cultura— sirve para mostrar cómo la historiografía tra­ dicional es incapaz de preocuparse por la historia real, por la complejidad de los procesos sociales, por las formas como el poder se construye y ejerce, porque sólo la mueve un discurso justificatorio o condenatorio, o un some­ timiento al documento como si de éste pudiera derivarse, sin interpreta­ ción, un sentido de los procesos.

P rólogo

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Una rápida y superficial mirada a sus obras principales permite por lo menos señalar cómo en cada uno de sus trabajos intentó replantear el tema estudiado y reformularlo para dar una visión alternativa a la historia aca­ démica. En sus tres primeros trabajos, el terreno nuevo coincide en térmi­ nos globales con el ámbito de problemas planteados por Jaime Jaramillo Uribe, uno de sus profesores en la Universidad Nacional. Sin embargo, si las preguntas eran afines —y Colmenares siempre subrayaría, con Lucien Febvre, que en historia lo importante eran las preguntas —usualmente se distanció bastante de las respuestas de Jaramillo Uribe. Su tesis de grado, que se convirtió, probablemente a partir de los argumentos de Lukacs en Historia y conciencia de clase, en Partidos políticos y clases sociales, es un inten­ to de mirar en su complejidad las formas de conciencia sociopolítica de los dirigentes y escritores de la Nueva Granada. Escrito cuando apenas se pu­ blicaba el libro de Jaime Jaramillo sobre Las ideas colombianas en el siglo XIX, Colmenares intentaba una aprehensión alternativa del pensamiento político en los años cruciales de 1848 a 1856, dejando en un plano muy marginal los problemas de influencias y filiaciones ideológicas, y tratando de ver la ideología como algo inscrito en una práctica social integral, muchas veces herramienta de combate de intereses vinculados a procesos de constitu­ ción de clases y de creación de formas de conciencia colectivas. Su segundo libro estuvo dedicado a Las haciendas jesuítas en el Ñuevo Reino de Granada. Aunque el tema correspondía a lo flue Jaramillo Uribe y Friede estaban señalando en. sus clases y estudios como central —el análisis de la estructura social y económica de la Colonia, a partir de documenta­ ción de archivos— el diálogo del autor se realiza ante todo con historiado­ res latinoamericanos y europeos. El trabajo fue escrito en Chile, con base en un fondo documental jesuíta conservado allí. Es un libro competente, y aunque no tiene ni la audacia de su primer libro ni la ambición de su si­ guiente trabajo, son varias las nociones que incluye y que serán desarrolla­ das luego: la idea de una economía colonial, la afirmación de la existenciá de órdenes de magnitudes locales, el análisis de las estrategias empresaria­ les de los jesuítas, el nacionalismo postulado por los historiadores hispa­ noamericanos en el período posterior a la independencia. Otra vez, sin embargo, vale la pena subrayar que Historia económica y social de Colombia nombre del libro publicado en 1972, se mueve en el ám­ bito de los problemas que en Colombia proponían Jaramillo Uribe y, en menor escala, Juan Friede. Ambos habían iniciado la discusión sobre la población indígena en el momento de la Conquista, apelando a fuentes tributarias: Jaramillo había optado, en 1964, por una lectura cuidadosa pero muy restrictiva de los datos, mientras que Friede, en trabajos menos

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bien argumentados y técnicamente más deficientes, había intuido lo que a partir de Colmenares se iría trasformando radicalmente en la dirección’ apuntada por Friede: que los recuentos hechos por razones tributarias per­ mitían postular poblaciones tres o cuatro veces mayores que las que hasta Jaramillo se habían aceptado. Algo similar ocurre con temas como el de la encomienda y su presunto carácter feudal, el tributo, el comercio, la circu­ lación monetaria, el trabajo indígena. Eran todos temas tratados localmen­ te por Jaramillo y Friede, que Colmenares desarrolló con base en un uso muy eficiente de las fuentes documentales y bajo la influencia de historia­ dores como Earl Hamilton, Lesley B. Simpson, W. Borah y Magnus Moerner, además de un apoyo más conceptual en el grupo de los Anuales, en especial Fernand Braudel y Pierre Vilar. Historia económica y social ofrece un panorama muy completo de la so­ ciedad colonial neogranadina en los siglos XVI y xvn, con énfasis en los temas de estructura social y organización de la economía. Incluso la po­ lítica recibe un tratamiento que, aunque breve, resulta novedoso, al su­ brayar —otra vez en contraposición con la historiografía tradicional— el carácter conflictivo de la Colonia y la existencia de un conjunto de luchas políticas alrededor del poder regional. El libro muestra algunos rasgos de apresuramiento —el manejo de cifras de población y de producción de oro está lleno de descuidos menores—, se concentra, pese a su título, en el aná­ lisis del oriente colombiano —el Nuevo Reino— y termina en forma un poco abrupta e inesperada, sin un esfuerzo por redondear los argumentos o integrar las narrativas: este último rasgo sería común a casi todos los libros de Colmenares. Y sin embargo, es un libro extraordinario, con una visión compleja e integral de la primera fase de la Colonia. Nunca antes se había escrito un libro de tanto valor y amplitud este período. Con los artículos de Jaime Jaramillo Uribe y la obra de Friede —cuya recepción en el medio universitario fue más tibia— constituyó a partir de 1972 el punto de parti­ da inevitable para todo tratamiento de la Colonia, y en esta función influyó decisivamente todo el desarrollo de la investigación histórica posterior. La negativa de la Universidad de los Andes de recontratarlo como do­ cente en 1971, cuando llegó recién doctorado de Francia, condujo a su vincu­ lación a la Universidad del Valle, donde enseñaría hasta 1990. Allí entraría en forma inmediata a someter a un amplio análisis la documentación de las notarías caleñas, que le permitió publicar en 1975 un libro que en buena parte completaba La historia económica y social. En Cali: terratenientes, mine­ ros y comerciantes, Colmenares analizó los procesos sociales que configura­ ron la sociedad de grandes propietarios caleños, la conformación de su rígida jerarquización y la evolución de sus actividades económicas, hasta

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la crisis a la que fueron arrastrados todos los grupos por el hundimiento de la minería chocoana a comienzos del siglo xix. Este libro, además de tratar de un occidente que había sido ignorado en buena parte en el libro anterior, reforzó en Colmenares la conciencia de la importancia de los es­ tudios regionales, pues le permitió subrayar la gran autonomía de las es­ tructuras provinciales frente al poder central y la constitución en el marco de esta autonomía local de los núcleos y temas de la política neogranadina, desde la época colonial hasta bien entrado el siglo XIX. Pero Cali era una provincia marginal, incluso en términos del occidente colonial: el verdadero eje de la economía y la sociedad regionales pasaba por Popayán, y Colmenares dedicó un poco más de.un año de investiga­ ción a los documentos del Archivo Central del Cauca. Las estructuras de la sociedad esclavista —para, cuya caracterización cbnceptual Eugene Genovese le resultó muy sugerente, aunque extendiera su ámbito a una región que Genovese había considerado excluida de ella, así como Fogel y Engermann lo llevaron al debate sobre rentabilidad de la esclavitud— fue­ ron reconstruidas sobre todo a partir de documentos notariales, así como las relaciones que convertían a todo el occidente colombiano, sobre todo a las regiones de Popayán, Cali y Chocó, en un espacio económico integrado, en una economía regional. El libro, para cerrar el esfuerzo de ofrecer una visión global de la Colonia, recibió el nombre, algo forzado, de Historia económica y social de Colombia II: Popayán, una economía esclavista 1680-1800. Forzado, porque el ámbito temporal tratado no iba realmente hasta finales del siglo XVIII, y porque cada uno de los dos tomos se refería a su región en épocas muy distintas. El gran ausente era, por supuesto, el oriente durante el siglo XVIII, pues en el volumen I sólo la eliminación de los resguardos había recibido una discusión amplia. Pero otra vez la calidad del trabajo se impone, sobre todo por la capacidad de ofrecer nuevas perspectivas y por la discusión detallada del proceso de formulación de los planteamientos del autor. Si los diez años que se cerraron con el tomo II de la Historia económica y social se movieron en el ámbito de lo que en sentido convencional se ha denominado historia económica y social, los trabajos principales de la dé­ cada siguiente representaron una evolución de Colmenares que de alguna manera lo llevaba, temáticamente, a su punto de partida —la historia de las ideas o de la cultura o de las representaciones— pero con una estructu­ ra conceptual mucho más compleja y un dominio mucho más seguro del conjunto de los procesos históricos. Un interesante primer desvío hacia la historia cultural lo constituyó el libro Rendón una fuente para el estudio de la opinión pública, de 1984, en el cual las caricaturas políticas del dibujante

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antioqueño se presentaron —alguna influencia tuvo la lectura de Gombricht y Panofsky de estos años— como indicadores de una opinión públi­ ca que por primera vez se conformaba en el país, y como guías para una visión renovada de la política. El libro tiene más la estructura de un argu­ mento sugerente y brillante que de un tratamiento integral: sin estudios adecuados sobre la prensa, sobre el papel del clero y quién sabe sobre qué otros temas, definir la opinión pública a partir de un sólo caricaturista tie­ ne mucho de tour de forcé, y lo mismo ocurre con la historia de los conflictos políticos, apenas esbozados. Pero el verdadero fruto de este retorno a la historia intelectual resultó ser una pequeña obra maestra, Las convenciones contra la cultura, escrito en 1986 y en el que se anudó el conocimiento de la sociedad colonial con la percepción de los procesos de conformación de las historiografías naciona­ les, con sus convenciones narrativas y estilísticas,, su rechazo al pasado y su creación de héroes y símbolos nacionales, a partir de la independencia. En la medida en que los primeros historiadores nacionales- tuvieron que ajustar cuentas con el pasado colonial, al que endurecieron en una imagen de quietud ahistórica, este ajuste permitía a Colmenares-revisar otra vez esa máscara que él mismo había destruido, y retomar, desde un punto de vista totalmente diferente, en un texto no siempre claro pero audazmente generalizador y sugerente, las intuiciones que había manifestado desde sus trabajos de la década del sesenta. De este modo, un libro cuyo tema se inscribía en el siglo xix constituyó de todas maneras un excelente cierre de discusión al problema de la socie­ dad anterior a la Independencia y una culminación indirecta pero estrecha­ mente pertinente de todo el esfuerzo de Colmenares por redefinir nuestro pasado colonial. Al comenzar su trabajo como historiador, la visión conven­ cional de la Colonia comenzaba a sufrir las transformaciones impulsadas por Jaramillo Uribe y Friede. Al escribir el libro sobre las historiografías coloniales, bajo la inspiración, de Hayden White, de Roland Barthes y de otros estudiosos de las retóricas del discurso, esa imagen había sido ya transformada, y la misma visión de la historia económica y social se sacu­ día por el surgimiento de nuevos problemas y nuevas preguntas. La fami­ lia, la mujer, la ciudad como trama social —al morir preparaba, además de una edición revisada de la Historia económica y social, un libro sobre la his­ toria de Bogotá— la lectura, la ciencia: viejos y nuevos temas que definen hoy los intereses de los historiadores, pero que se inscriben inevitablemen­ te en el ámbito creado por Germán Colmenares. Jorge Orlando Meló

In t r o d u c c ió n

E ste libro es el resultado de algunas investigaciones iniciadas en 1968 den­ tro de un programa del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes. En 1970 y 1971 se ampliaron en el Archivo de Indias de Sevilla para sostener una tesis de doctorado en la Universidad de París, auspicia­ da por la Escuela Práctica de Altos Estudios. En 1972 y 1973, con el apoyo de la Corporación para el Fomento de las Investigaciones Económicas, pu­ dieron integrarse de tal manera que presentara un panorama de la historia social y económica de la Nueva Granada en los siglos xvi y xvn. El estudio cubre, en esencia, el período que va desde 1537 hasta 1719. Respecto a algunos problemas específicos se amplió hasta 1780, pero esta ] transgresión no afecta mayormente el plan del libro. En él se busca mostrar con algún detalle las formas peculiares de un desarrollo histórico, que se inscriben dentro de dos polos: uno, ascendente, a partir de la Conquista hasta fines del siglo XVI y comienzos del XVII; otro^de declive, desde la segunda o tercera década del siglo XVII hasta comienzos del siglo xvm, cuando aparecen síntomas de una vitalidad renovada. La fecha límite, 1719, es ape­ nas indicativa y coincide con las reformas de Pedroza y Guerrero y la crea­ ción del virreinato de la Nueva Granada. La visión que aquí'se expone parecerá familiar a muchos estudiosos de otras áreas del Imperio español. La temática y los métodos de investiga­ ción que se esbozan no son nada nuevos y por eso este libro no podría ser sino una forma de homenaje a estudiosos de otros países y a algunos colom­ bianos. Ciertos fenómenos indican, por ejemplo, la similitud de los proble­ mas de las colonias españolas. Así, la fórmula redactada para la atribución de las encomiendas se repite con escasas variantes en todas las regiones de la América española. El proceso de uniformización del tributo es semejante en México y en la Nueva Granada. La institución del «repartimiento» de los indios que se destinaban al trabajo agrícola sucede al monopolio de la encomienda con rasgos semejantes en estas dos regiones. Con todo, existe un desfase cronológico que debe tenerse en cuenta para comprender la evolución propia de cada una de las colonias. Así, en el otorgamiento de las encomiendas se anula la prestación de servicios per­

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sonales en México a partir de su prohibición en 1548, en tanto que en la Nueva Granada, a pesar de la abolición en 1564, las formas de servidumbre, indígena permanecen intactas a todo lo largo del siglo xvi. La uniformización de los tributos se llevó a cabo en México entre 1557 y 1563, pero en la Nueva Granada solamente a fines del siglo XVI y comienzos del XVII se lo­ gra fijar, en algunas regiones, un tributo de dos pesos per cápita. Finalmen­ te, el repartimiento mejicano data del período 1568-1580, en tanto que este desarrollo en el monopolio de la mano de obra indígena no se produce en la Nueva Granada sino hasta 1593-1604. Todas estas medidas de orden administrativo obedecen a un cierto gra­ do de madurez de los fenómenos que les sirven de base, pero ellas no los crean. En México, como en la Nueva Granada o en el Perú, estas medidas surgen de una evolución sui géneris de la población indígena, del creci­ miento urbano, de la extensión de las apropiaciones de tierras por parte de los españoles. Algunos fenómenos no se reproducen a la misma escala ni con igual intensidad. La estructura agraria mejicana, por ejemplo, no en­ cuentra una equivalente, sino por aproximación, en otros países de Amé­ rica. En la Nueva Granada ni la hacienda ni el peonaje reemplazan el viejo sistema de repartimientos en el curso del siglo XVII. Los conciertos de tra­ bajo se perpetúan hasta el aniquilamiento casi total de la población indíge­ na y las haciendas acuden siempre a las reservas de mano de obra que se enquistan en los resguardos. El minifundio y el latifundio coexisten, como en otras partes, gracias a los resguardos. Éstos, a su vez, van a ser hereda­ dos por los mestizos en el siglo xvm. La decadencia de las explotaciones de aluviones auríferos, localizados sobre todo en la parte occidental del país y en las tierras bajas del distrito de Santa Fe (corregimiento de Mariquita), es paralela a la de las poblacio­ nes indígenas. El recurso al trabajo de los esclavos negros, de los cuales Cartagena se convirtió en la factoría para toda América del Sur desde 1587, no parece haber sido capaz de colmar el vacío dejado por los indígenas. Aunque existía un consenso social sobre la importancia de las explotacio­ nes mineras para la supervivencia económica de la colonia, éstas terminaron por volverse impracticables debido al aislamiento creciente de los distritos mineros. La atonía aparente del siglo xvu no es otra cosa que el signo de una liquidación: la de las posibilidades (en indígenas y en oro) de la fron­ tera fijada desde la Conquista. El siglo xvm va a ver reaparecer la explota­ ción de aluviones en gran escala pero esta vez localizados en una nueva frontera, el Chocó, que pertenece casi exclusivamente a la provincia de Po­ payán.

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El empobrecimiento de la colonia en el papel que le había sido asignado en el conjunto imperial americano se refleja en la actitud de españoles y criollos. La rigidez de un sistema aristocrático se atempera para incorporar elementos cuya riqueza deriva de muchas fuentes. El éxito económico in­ dividual, ora en la explotación de la tierra, ora en el comercio o en las mi­ nas, se ve reconocido y sancionado por alianzas familiares. En medio de la incertidumbre de las empresas económicas durante el siglo X V II, el acceso a escalones intermediarios del poder político corona la promoción y coloca a ciertos individuos en una posición privilegiada. Este carácter patrimo­ nial de la sociedad y del Estado va a desembocar en la vocación burocrática de los criollos, manifestada tan ávidamente en el siglo xvm, vocación que se prolonga hasta nuestros días. Las minas de oro son el primer fracaso de una larga serie y la respuesta al fracaso casi no varía. Mi deseo, en el momento de redactar este trabajo, es el de que todos aquéllos que me han ayudado con sus enseñanzas o su simpatía puedan encontrar algunas huellas en él. En el curso de su elaboración y aun antes, he contraído deudas de gratitud con muchas personas. Con mis profesores, Antonio Antelo, Jaime Jaramillo Uribe, Alvaro Jara y Rolando Mellafe de las universidades Nacional de Colombia y la de Chile. Con el profesor Fernand Braudel, quien gentilmente se prestó a dirigir mis investigaciones en Sevilla. Con los profesores Pierre Vilar, Fredéric Mauro y Ruggiero Roma­ no, quienes, como jurados de la tesis, expresaron reservas que he procurado allanar posteriormente. Con Jean Meyer, Sylvia y Jean» Vilar, cuya amistad y simpatía fueron un estímulo. Con los profesores John Phelan, W. Borah, J. P. Berthe, Magnus Morner y Marcelo Carmagnani por el interés tan ha­ lagador que han mostrado por este trabajo. Con Francisco Pizarro de Brigard, Miguel Urrutia y los miembros de la CORP, sin cuyo auxilio oportuno no hubiera podido iniciar ni terminar este trabajo. Con la Universidad de los Andes y la Fundación Ford, por su ayuda financiera. Con Leda Elvira Casas y Antonio Useche,' quienes trabajaron en los gráficos. Con mi esposa, que hace parte tan entrañable de este libro.

Universidad del Valle, 1972

C apítulo I LA OCUPACIÓN ESPAÑOLA

LA NATURALEZA DE LA CONQUISTA

E l examen de los contratos, que se conocen con el nombre de «capitulacio­ nes», acordados entre la Corona española y los conquistadores, ha reve­ lado hace tiempo el carácter privado de los intereses que intervinieronen -la-conquista de América1. A este análisis jurídico han sucedido estudios acerca de los mecanismos propiamente económicos que permitieron las aventuras individuales de penetración, primero en las islas del Caribe y luego en el continente. Finalmente, se ha subrayado en estas aventuras la presencia de factores más o menos complejos que jugaron también su pa­ pel, de una acumulación —por llamarla así— de elementos no cuantita­ tivos. No hay duda de que en la Conquista intervinieron no solamente osados «empresarios», aventureros y caudillos de huestes, sino también —entre bambalinas— algunos comerciantes avisados de las islas o de Sevilla. Exis­ te la certidumbre de que la acumulación de capital necesaria para las empresas más vastas (la conquista de México, del Perú y de la Nueva Gra­ nada) se obtuvo a través de la misma conquista, concebida globalmente como empresa. La explotación inmisericorde de los primeros sectores de esta empresa y el provecho obtenido por los comerciantes que abastecían las avanzadas españolas bastaban para financiarlas penetraciones ulterio­ res. Un mecanismo de «reinversión» operaba no solamente en las especu­ laciones de los comerciantes establecidos en Sevilla o en las islas, sino que se reproducía, en escala más modesta, entre los soldados mismos. Después 1.

Cf. Silvio Zavala, Las instituciones jurídicas en la conquista de América, Madrid, 1935. Un resumen de la tesis central en Ensayos sobre la colonización española en América. Buenos Aires, 1944. El historiador chileno Alvaro Jara subraya ese aspecto en la guerra secular contra los araucanos en Guerre et société au Chili. Essai de sociologie coloniale. París, 1961. Un análisis local de los mecanismos económicos de la conquista en Mario Góngora, Los grupos de conquistadores en Tierra Firme (1509-1530). Santiago de Chile, 1962.

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de jornadas agotadoras, cuando el premio alcanzado no parecía suficiente, se pagaba cualquier precio por un arnés guerrero para proseguir la bús­ queda de una recompensa mejor. La expectativa de un simple salario no hubiera bastado para desenca­ denar las energías que se desplegaron en esta empresa. Los argumentos de índole económica no bastan, pues, para explicarla en su totalidad. Una buena parte del esquema tradicional sobre la Conquista permanece intacto y los relatos de Bernal Díaz del Castillo, Agustín de Zárate y Cieza de León (o la versión más moderna de Prescott) siguen actuando en la imaginación histórica que trata de desentrañar el sentido y las líneas de fuerza de la ocupación del suelo americano. Si se despojan estos relatos de su ropaje de ingenuidad épica y de apología interesada siguen constituyendo una fuen­ te de primera mano para intentar una sociología de la Conquista. Se ha insistido demasiado, por ejemplo, en que laxanquistadeAmérica no constituye-sino una-especie~de prolongación de las hichas-de-la-recon­ quista española. Se supone la continuidad de una cruzada expansiva para la cual España se había estado preparando por siete siglos. En realidad, se trataba de una experiencia mucho más reciente. Sólo a mediados del siglo XV los castellanos comenzaron a asediar las plazas musulmanas del norte de África y a practicar razzias muy parecidas a las que llevaron a cabo más tarde en las Antillas2. La experiencia continental, a su vez, fue el fruto de una experiencia adquirida en las islas y en las costas de Tierra Firme. Cier­ tas maneras de guerrear (guerra de emboscadas y de exterminio) constitu­ yeron así un elemento muy difícil de estimar hoy día pero cuyo valor era muy apreciado por los caudillos que querían penetrar en el continente. En el caso de la conquista de la Nueva Granada, que se benefició de la experiencia adquirida tanto en las razzias.de las Antillas y .de la Tierra Fir­ me como de las «cabalgadas» o empresas permanentes de pillaje en la costa del Caribe, se distinguen algunos tipos de caudillos cuyos rasgos corres­ ponden a su experiencia militar o a la fuente financiera de sus actividades. No sobra advertir que ningún esquema de esta clase podría reflejar con precisión una realidad que no se desenvolvió a partir de centros exclusivos de decisión. Ni la Corona' de Castilla, ni la banca de los Welsner, ni los créditos acordados por comerciantes de Sevilla y Santo Domingo podían controlar en muchos casos la actividad desenfrenada de un puñado de aventureros. Sin embargo, existe siempre la tentación de simplificar un 2

Cf. Pierre Vilar, Oro y moneda en la historia, 1450-1920. Barcelona, 1969, p. 59.

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poco el proceso dé la Conquista,_cuyas grandes líneas se enmadejan confu­ sam en te^ los relatos delipo heroico. Se debe mencionar, ante todo, a los verdaderos empresarios de la Con­ quista, gentes que se habían establecido en Santo Domingo y que acumu­ laban capitales con el comercio. Su afición por los negocios los inclinaba a hacer inversiones todavía más provechosas, principalmente en el comercio de esclavos que se sustraían de las costas de Tierra Firme con la ayuda de algunos navegantes expertos. Estos rapaces empresarios, de la especie de Rodrigo de Bastidas, Fernández de Oviedo, Pedro de Heredia o Alonso Luis de Lugo condujeron más tarde las «cabalgadas» a lo largo de la costa sin arriesgarse a una conquista definitiva del interior. Habiendo adquirido un compromiso contractual con la Corona para poblar la Tierra Firme a su costa, recibieron privilegios desproporcionados con respecto a una tarea que nunca llevaron a término. La Corona decidió confiarla entonces a fun­ cionarios de la Audiencia de Santo Domingo, como los licenciados Vadillo y Santa Cruz, o a hombres ya vinculados a los asuntos coloniales en España y en otras partes, como García de Lerma, Fernández de Lugo o Miguel Diez de Armendáriz. Pero la Conquista no constituía simplemente un asunto administrativo o financiero. Aun si hoy en día tiende a subestimarse el problema militar tomo una reacción natural contra la epopeya fantasista, no debe olvidarse en ningún momento quel la Conquista era una_aventurs militar tanto como una empresa comercia lí La experiencia en este dominio era altamente valorada y las prácticas colonizadoras iniciadas en las Canarias, en las Azores y en Santo Domingo, constituían un elemento indispensable de la aventu­ ra. El papel de hombres como Quesada, Robledo, Belalcázar, Orsúa y sus equivalentes en toda América, que habían participado en las guerras de Italia o de Flandes y que habían completado su experiencia en las islas o en la asolación de las costas de Tierra Firme, se reveló decisivo. Allí en donde los simples comerciantes, los funcionarios o los letrados habían fra­ casado, estos hombres, que sabían afirmar su prestigio en medio de tropas indisciplinadas y llegaban a dominarlas, tenían abiertas las puertas del éxito. Así, una buena parte de la Conquista habría sido el fruto de la actividad dé aventureros sedientos de oro y de preseas, hombres insaciables y vio­ lentos desplazados de un campo de operaciones ya agotado en el viejo con­ tinente. Esta imagen tan difundida de un conquistador audaz, temerario y sin escrúpulos contiene su parte de verdad. Un inconveniente reside en que, forjada por la historia-epopeya y adaptada al uso de los manuales escolares con un excesivo patriotismo hispánico, esta imagen vela la pre-

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senda de realidades mucho más banales pero tan persistentes que a la lar­ ga fueron más decisivas. Ante todo, los conflictos frecuentes entre los empresarios financieros o los abogados destacados de la Audiencia de Santo Domingo y los soldados que entraban a saco en los pueblos indígenas para apropiarse de un botín. El reparto suscitaba siempre querellas acerca de los privilegios de los hom­ bres de negocios y respecto a la flaqueza de lo que tocaba a los soldados. Los oficiales de la Corona se quejaban también de los abusos cometidos por los caudillos en detrimento del Tesoro real3. Estas querellas podían surgir tanto de la ausencia de una verdadera jerarquía militar y de la im­ popularidad de los caudillos improvisados como de la insuficiencia misma del botín que debía repartirse. La conquista se imponía entonces como un hecho militar destinado a ampliar las disponibilidades de distribución y a calmar las ambiciones nutridas en la espera. Ningún tesoro, sin embargo, hubiera bastado para saciar las oleadas de aventureros que se embarcaban para América. Agotadas las riquezas acu­ muladas por las sociedades indígenas, se hacía necesario alimentar con regularidad las huestes que se habían internado profundamente en el con­ tinente, sin posibilidad de retorno. Era preciso sistematizar la explotación de sociedades indígenas para mantener los frutos de la conquista. En mu­ chos casos bastaba sustituir las jerarquías de la misma sociedad indígena y adoptar modos señoriales de vida, familiares en la sociedad europea. Por eso la Conquista significó la construcción de un sistema de poder y no solamente el saqueo sin freno que habían practicado funcionarios y comer­ ciantes entre 1502 y 1537. Mientras que Pedro de Heredia o García de Lerma reivindicaban constantemente los límites muy vagos de sus provincias con el fin de mantener intacto un coto de caza, la finalidad de estas mismas reclamaciones en el caso de un Belalcázar o de los Quesadas era la de pre­ servar las bases de un verdadero poder político. Así, todo un sistema de poder se veía lesionado cuando un capitán decidía emprender una nueva fundación, utilizando los recursos de una más antigua. Este fenómeno ex­ plica, por ejemplo, el rencor asesino de Belalcázar contra su lugarteniente Robledo, quien había mermado el dominio de los encomendadores de Cali con la fundación de Anserma y Cartago. El hecho más significativo d e ja Conquista lo constituyó la fundación de ciudades. El historiador sueco Magnus MSrner ha explorado en detalle el complejo ideológico del cual se derivaba esta política, iniciada a partir 3

DIHC. 1,216. H, 11,18, 64,127,177,193. m, 113,264,271,297,317. IV, 133,184.

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del gobierno de Ovando en Santo Domingo (1501-1509)4. Frente a civiliza­ ciones extrañas, el europeo sentía la necesidad de agruparse para subordi­ narlas y al mismo tiempo para preservar su «ser europeo». La afirmación de ciertos valores culturales sólo podía darse en ese contexto urbano, pues vivir en «república» equivalía a «... llevar una vida urbana bien arreglada y ordenada»5. Tal vez se haya insistido con exceso en el carácter individua­ lista de la conquista española. Lo cierto es que las huestes d eja Conquista sólo alcanzan un reconocimiento político de-parte-de-la borona a^pLartir de este principio ideritificádor. el núcleo urbano. Éste constituye no sólo una concentración de fuerza que subordina a sus necesidades el contorno «ru­ ral» indígena sino que se erige como nexo de continuidad entre la civiliza­ ción urbana mediterránea y el Nuevo Mundo conquistado. Son entonces lns privilegÍQS,deiás„ciudadeslos-queintegranjan_primer núcleo de poder ^olíticoy-derivanhonores-y.privilegios para sus «vecinos». Así, no resulta extraño que toda la historia de la Conquista esté jalonada por la funda­ ción de ciudades. Núcleos urbanos que son las mallas que aprisionan un espacio y que hacen retroceder una frontera que las rodea. En la funda­ ción de la ciudad termina la conquista para recomenzar delante de una frontera. ETAPAS DE LA OCUPACIÓN

Cari Ortwin Sauer y Mario Góngora6 han subrayado la precariedad de las primeras ocupaciones españolas a lo largo de la costa norte de la Nueva Granada, la personalidad peculiar de los ocupantes y, sobre todo, el alcan­ ce económico de las empresas de pillaje conocidas como «cabalgadas» y que se desarrollaron a partir de 1510. De estos análisis se desprende la ausencia de una actitud colonizadora, (ocupación permanente del suelo o de un pro­ yecto de largo aliento) de parte de los españoles. Los contactos con las civilizaciones indígenas fueron pasajeros —la necesidad misma de tales contactos estaba determinada por las condiciones demográficas cada vez peores en Santo Domingo— y fueron, en general, devastadores. Este fenó­ meno de inestabilidad se debe en parte, sin duda, al hecho de que los con­ quistadores no pudieron conocer sino muy tardíamente la extensión real

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Cf. Magnus Morner, La corona española y los foráneos en los pueblos de indios de América. Estocolmo, 1970, pp. 18 y ss. Ibid. Góngora, op. cit., C.O. Sauer, The Early Spanish Main. Berkeley and Los Ángeles, 1966.

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de sus primeros descubrimientos7. La visión del espacio jugó esta vez un papel paralizador, postergando indefinidamente una exploración prome­ tedora pero llena de incertidumbres. El estudio de M. Góngora ha demostrado la rentabilidad de esta prime­ ra empresa, la «cabalgada», de la cual se señalan también los aspectos so-' oológicos. Efanalísísde Sauer, mucho más descriptivo, coloca la geografía de la costa del Caribe en el contexto general de un primer núcleo del Im­ perio español. Estos dos estudios, como muchos otros, advierten las difi­ cultades contra las cuales tropezaban los conquistadores, la usura de la primera empresa acometida en las islas, la larga espera de treinta años (el término de una generación) al acecho de una ocasión favorable para aco­ meter una aventura que se presentía fructuosa. El poblamiento de Santa Marta, aun si éste responde a los rasgos de las ocupaciones efímeras des­ critas por Góngora, pudo finalmente constituir un punto de apoyo indis­ pensable para relanzar las expediciones que conducirían a la ocupación de las altas mesetas de la Nueva Granada. En 1522, Gonzalo Fernández de Oviedo había fletado una carabela bajo el mando de dos navegantes expertos, Juan de la Cosa y Alonso de Ojeda. Muy poco después, Fernández pedía una autorización real para hacer una fundación en los alrededores de Cartagena. La aventura fracasó y Juan de la Cosa encontró la muerte en manos-dejndígenas de la costa8. Éste era uno de los numerosos episodios que habían caracterizado la caza de esclavos a lo largo de las costas de la Tierra Firme desdel-502. Aunque no fue el últi­ mo, debe tenerse en cuenta, sin embargo, porque apenas tres años después se verificaba la fundación de Santa Marta. Hasta la llegada de García de Lerma (1529), los habitantes del villorrio habían vivido del botín que les procuraban las «cabalgadas». Continuaban también las incursiones de piratas que despojaban' las costas de sus habi­ tantes a pesar de existir un privilegio otorgado a los gobernadores de la provincia. El nuevo gobernador se preocupó por organizar expediciones a las que se fijaba una finalidad más ambiciosa que la de vegetar en un villo­ rrio de frontera. Puesto qué cada desembarco de españoles planteaba cada vez con mayor acuidad el problema de ocuparlos y alimentarlos, se hacía preciso agrandar el campo de operaciones: El 10 de abril de 1529, el gober­ nador lanzaba una primera expedición compuesta de 250 infantes y 50 de a caballo. Su objetivo era llegar hasta el mar del Sur, idea que se acordaba '7 8

Cf. Juan Friede, Los Welser en la conquista de Venezuela. Caracas, Madrid, 1961 pp. 94 y ss. Idem, Invasión del país de los chibchas, Bogotá, 1966, pp. 24 y ss. DIHC. I, 97.

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con la de la existencia no de un continente sino de una isla que se alargaba desde Panam á. A l m ism o tiem po quería asegurarse el abastecim iento de la colonia y remediar algo de la pobreza que padece y... pacificar por bien lo que pudiere...

A partir de ese momento el gobernador alterna expediciones simple­ mente punitivas contra indígenas insumisos con otras que pretenden ser de descubrimiento pero que no conducen sino a rapiñas cada vez más ex­ tendidas10. Con todo, García de Lerma fue el primero en salirse, por poco que fuera, del cuadro de la simple cabalgada. El gobernador pensaba que este sistema de r a p i ñ a ,j L U . y a finalidad económica apenas per mití a.la.sub.sistencia..debía, reemplazarse por una verdadera colonización. .Soñaba con una empresa militar d e gran envergadura y con un poblamiento sistemático, con una cadena de fortalezas que,aseguraranla^exisienciaj±el-tráfÍGO-comercial. En febrero de 1531 esbozó estas ideas, que se inspiraban en las experiencias castellanas en el norte de Africa. Santa Marta, como muchas de las fortale­ zas arrancadas a los infieles musulmanes, le parecía el puesto de avanzada de una frontera que daba sus espaldas al mar. De allí que un poco más tarde, a comienzos de 1532, intentara una vez más una expedición que debía seguir el curso del. Gran Río, el Magdalena. Esta aventara fue un fracaso en apariencia pero ella señalaba la ruta de las expediciones en el futuro11. La financiación de esta empresa fue posible gracias al descubrimiento de «sepulturas», los montículos apenas perceptibles en donde yacían jefes indígenas rodeados de objetos de orfebrería. Hasta entonces los ocupantes españoles habían subsistido gracias a la expoliación de los indígenas de los alrededores y a los créditos que los mercaderes de Santo Domingo les acor­ daban a largo plazo12. Las mercancías que debían recibir los conquistadores pasaban por las manos del factor real y éste descontaba los vencimientos sobre_ los beneficios de las «cabalgadas»13. Como el pillaje se había convertido en sistema, la Corona también participaba en él y el factor descontaba asimismo los quintos reales sobre estas ganancias dudosas14. Ante la perspectiva de una 9 10 11 12 13 14

Ibid. H, 52. Ibid. 74 y ss. 207,265,269. Ibid. 200 y ss. Ibid. 1,58. Ibid. 56. Ibid. 127.

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«cabalgada», los habitantes del villorrio se endeudaban para procurarse armas y caballos. Los gobernadores intervenían como capitalistas y encon­ traban la manera de aumentar su participación en el botín adelantando dinero a sus soldados. Esta precaria situación cambió un poco con el descubrimiento de las sepulturas. El 10 de abril de 1529, García de Lerma comunicaba el hallazgo que habían realizado algunos canteros. Éstos, ... yendo a buscar canteras para sacar piedra y otros vecinos de esta ciudad con ellos, hallaron y descubrieron ciertos entierros y sepulturas de indios de donde se hubieron y sacaron hasta doce mil pesos de oro bajo que redu­ cidos en bueno, quilatado, fueron cuatro mil pesos...15

Las primeras excavaciones no fueron muy alentadoras pues solamente tres resultaron fructuosas entre cien16. El tesorero de la ciudad concluía correctamente que los tesoros sólo podrían encontrarse en las sepulturas de los jefes17. Por el contrario, en Cartagena los hallazgos fueron más durables. Desde 1535, el gobernador Pedro de Heredia comenzó a hacer excavaciones con esclavos negros en la región del Sinú (o Cenú)18. Al cabo de un año, los oficia­ les de la Corona escribían que las sepulturas parecían agotarse19. El licenciado Vadillo afirmaba lo mismo algunos meses después, pero en febrero de 1537 comunicaba nuevos descubrimientos20. A fines de este año, sin embargo, pa­ recía evidente que los tesoros de las sepulturas se habían agotado21. El episodio de las sepulturas fue la primera ocasión que se ofreció a los españoles de montarjina.explotació:n_.econó.mica-que.no. estuviera fundada enJa-japiña_de los combates. Se trataba, en escala muy modesta, de un preludio de la futura economía minera. La explotación se desenvolvía en los límites estrechos de una acumulación indígena anterior a la conquista y en el contexto de una búsqueda afiebrada. Muy pocos pudieron benefi­ ciarse con los hallazgos, puesto que los dos núcleos, el Sinú y la región del Darién, estaban alejados de Cartagena, el abastecimiento era difícil y la

15 16 17 18 19 20 21

Ibid. E, 50. ' Ibid. 57. Ibid. Ibid. III, 260. Ibid. IV, 94. CDI. 1,41,356 y ss. Ibid. 397 y ss.

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mano de obra muy escasa. Algunos, como el mismo gobernador, podían dis­ poner de algunos esclavos negros, privilegio reservado entonces mediante un sistema de licencias a los dignatarios civiles y eclesiásticos. Al término del episodio, los oficiales de la Corona concluían que sólo 35 personas se habían aprovechado y que más de 500 no tenían un pan qué comer22. Sin embargo, el episodio de las sepulturas atrajo la atención de los con­ quistadores hacia las fuentes presumibles de tantas riquezas. Pedro de He­ redia se obstinó en hacer averiguaciones entre los indígenas utilizando la tortura con largueza23. Se suponía correctamente que existía un comercio del oro entre los indígenas del Sinú y del Darién y aquéllos que debían encontrarse del otro lado de las sierras. Después de la expedición de Fran­ cisco César a la región de Antioquia, enviada en 1536, este cálculo se reveló exacto. Según el licenciado Vadillo —quien más tarde se vio impulsado a repetir la expedición él mismo—, los indios del Sinú debían remontar el río para llegar hasta el mercado en donde intercambiaban el oro. La pala­ bra que designaba este mercado, Mocly, era repetida constantemente por los indígenas y los españoles llegaron a pensar que se trataba de la provin­ cia en donde se encontraba el oro24. En realidad los indígenas del Sinú eran' apenas los orfebres del oro en bruto que recibían a cambio de mantas, sal, esclavos y piezas de orfebrería . Vadillo sacaba la conclusión de que, puesto que el oro de la costa representaba una cantidad considerable y provenía únicamente del comercio, sus fuentes debjan ser excepcional­ mente ricas. Las noticias sobre el descubrimiento del Perú reforzaron las esperanzas. Los gobernadores de Cartagena y de Santa Marta debían recurrir alterna­ tivamente a las promesas y a las amenazas para retener a sus soldados y al mismo tiempo se obstinaban en alcanzar, a través del Gran Río de la Mag­ dalena, el término de este mundo que debía ser el mar del Sur. Este deseo de marchar hacia el sur explica las enemistades que surgieron entre las provincias de Cartagena, Santa Marta y Venezuela. Eran siempre los otros, particularmente los alemanes de Venezuela, los que al internarse más pro­ fundamente devastaban el país. Las expediciones se sucedían y siempre «■

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DIHC, V, 148. M í. IV, 38. CDI. 1,41,397 y ss. Ibid. 406. Los testimonios de los cronistas acerca de la explotación y del comercio de oro entre los indígenas han sido cuidadosamente analizados por Hermann Trimbom, Seño­ río y barbarie en el valle del Cauca (estudio sobre la antigua civilización quimbaya y grupos afines del oeste de Colombia). Madrid, 1949, Cf. especialmente pp. 160,167,174,175,178. -

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encontraban las huellas lamentables que habían dejado a su paso los con­ quistadores de otras provincias. Por eso se pedía con insistencia a la Coro­ na que prohibiera la penetración a los vecinos y se les acusaba de usurpar los supuestos dominios de la provincia26. Hasta finales de 1534, García de Lerma abrigó la esperanza de llegar por tierra hasta el Perú27. La empresa, mucho más ambiciosa de lo que suponía entonces, se veía complicada por el hecho de que el gobernador se encon­ traba trenzado en escaramuzas constantes con los indígenas de la misma provincia de Santa Marta. Así, todos sus esfuerzos se saldaron en fracasos. La penetración no había ido más allá de los umbrales del Magdalena Me­ dio y sólo había logrado ampliar el campo de operaciones de las «cabalga­ das». Hacían falta capitales, abastecimientos, armas y soldados. Éstos sobre todo no debían inmigrantes bisoños sino que se requerían hombres de las islas, habituados ya a este tipo de empresas. Con todo, la experiencia acumulada no resultaba inútil a la larga. Cuando uno de los lugartenientes de Pedro Fernández de Lugo llevó a término la aventura definitiva a las altas mesetas andinas, una buena parte de la ruta había sido explorada y se había calculado el costo en hombres y en mate­ rial. Fernández de Lugo, el adelantado de las Islas Canarias (el título lo había heredado de su padre), se encontraba en mejores condiciones que sus predecesores en la gobernación. Él podía aportar recursos financieros y, como el momento era propicio, se había asegurado un apoyo de parte de la Corona con el que los otros no habían contado del todo28. El adelantado ofrecía conducir mil infantes y ciento cincuenta hombres de a caballo, cons­ truir tres fortalezas y seis naves, todo a su costa. La Corona, por su parte, le garantizaba privilegios desconocidos hasta entonces por los gobernadores. No cabe duda de que el descubrimiento del Perú estimuló este último esfuerzo. Otro tanto puede decirse de la ocupación del occidente de la Nueva Granada, llevada a cabo por lugartenientes de Pizarro. Hasta ese momento (1533) la concepción geográfica estaba limitada por el núcleo en torno al mar interior del Caribe y por la idea de que la Tierra Firme confinaba hacia el sur con el mar Pacífico. La aventura peruana amplió esta noción, aun cuando los nuevos descubrimientos se ubicaran en la imaginación como los últimos confines concebibles de ese mar ignoto. La certidumbre era tran­ quilizadora y podía empujar a los devastadores de la franja costera hacia empresas mayores en un espacio que ya se había limitado. •26 DIHC. II, 269,277 y ss. III, 63,97,155. IV, 127. 27 Ibid. IR, 155. 28 Ibid. 170 y ss.

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En agosto de 1536, Juan de Vadillo, entonces gobernador de Cartagena, había enviado una expedición bajo el mando de Francisco César hacia el sur29. A su retorno, César relató que había encontrado en las sabanas, más allá de las montañas de Abibe, treinta mil indios y jefes rodeados de respe­ to. Según los oficiales reales, ... Créese, según esto, que están cerca de los fines y confines del Perú, por­ que andan con sus mantas atadas por debajo del brazo como gente de la Nueva España o del Perú y las mujeres vestidas con dichas mantas cubier­ tas sus vergüenzas y gran reconocimiento de vasallaje, especialmente a un Nutibara Cinufana que es el señor de estas primeras sabanas...

El descubrimiento de los grandes imperios americanos había desperta­ do tales expectativas que cualquier signo de alta cultura se asociaba con la vecindad de riquezas sin cuento. Pero antes de que el espacio de la Nueva Granada fuera enteramente circunscrito era preciso que se siguieran hue­ llas perdidas y extravíos repetidos. El encuentro de tres conquistadores, que habían partido de tres puntos diferentes, en la altiplanicie chibcha era así la recompensa de una larga serie de fracasos. Aquel año, 1537, señalaba un mojón definitivo en la Conquista. A partir de entonces bastará unir los puntos de un periplo ya conocido. Robledo sigue las huellas de Belalcázar en la conquista de Antioquia (1539-1540) y recorre a la inversa el camino de Francisco César y del gobernador Vadillo31. Orsúa recorre parte del ca­ mino de Hernán Pérez de Quesada y vuelve a encontrar la ruta de Alfínger. A partir de la meseta chibcha se abren los caminos hacia los muzos, los panches, los calimas. Por lo pronto, los ocupantes van a heredar las fron­ teras del reino chibcha. LA FIJACIÓN DE UNA FRONTERA PROVISORIA La fundación de ciudades 32

Las Leyes Nuevas de 1542 intentaron atajar la dinámica expansiva de la ocupación española en América o al menos regularla. La prohibición de 29 CDI. Loe. cit. Pedro Cieza de León, La crónica del Peni. Madrid, 1947, pp. 362 y ss. 30 DIHC. IV, 247. 31 Cf. Juan Friede et al.. Historia de Pereira. Pereira, 1963, pp. 190 ss. La fuente más conocida para estas expediciones en CDI. 1,2,267 y ss. También Cieza de León, op. cit, pp. 362 y ss. 32 Cf. El texto publicado por Antonio Muro en Anuario de Estudios Americanos, Vol. 2. Sevi­ lla, 1942.

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toda nueva conquista que no estuviera autorizada por las Audiencias obe­ decía al designio de la Corona de retomar la carga que ella había abando­ nado a la iniciativa de los particulares desde el comienzo. Se quiso ante todo hacer cesar un derroche de vidas humanas, las de los indígenas que eran arrancados de sus comunidades para servir en las expediciones de donde no retornaban jamás y las de los pueblos conquistados, tratados como enemigos y arrojados a las minas o torturados para sonsacarles «el secreto de la tierra». En la Nueva Granada, sin embargo, la fundación de ciudades se prosi­ guió después de 1537 y la prohibición contenida en las Leyes Nuevas no fue óbice para continuar la penetración del territorio aun después de su promulgación, en 1548. Cada expedición desencadenaba otras, destinadas a aumentar los bienes a repartir. Siempre quedaban descontentos que que­ rían obtener una encomienda o escalar los rangos sociales y convertirse en alcaldes y regidores de una ciudad, por modesta que fuera. Se trataba casi siempre de fundaciones que no sobrepasaban los cien vecinos, y a veces no ^llegaban a cincuenta. Frente a la inmigración española a otras partes de América, un estudio reciente33 demuestra que, entre 1520 y 1538, correspondió a la Nueva Gra­ nada un 7.3% del total de inmigrantes españoles. México, Santo Domingo, Perú y aún Río de la Plata y Panamá recibieron muchos más en el mismo período. Para el período subsiguiente (1540-1559), posterior a la ocupación de las mesetas andinas, la Nueva Granada asciende su participación a 10.2% y se coloca en tercer lugar después del Perú y la Nueva España (37% y 23.4%, respectivamente)3 . Aun así, hacia 1547 no habitaban más de ochocien­ tos españoles en todo el Nuevo Reino35. Esta cifra de ocupantes tan modesta pesaba, sin embargo, demasiado sobre los recursos indígenas. De allí que Diez de Armendáriz se preocupara por organizar una expedición destinada a so­ correr al licenciado La Gasea en el Perú y, cuando este objetivo se volvió in­ necesario por la victoria sobre los revoltosos, enviara a los mismos hombres 33 Cf. Peter Boyd-Bowman, «Regional Origins of the Spanish Colonist of America: 15401559», en Buffalo Shidies on Latín America: A Miscellany. Vol. IV, Ns 3, August, 1968, pp. 3 y ss. 34 Ibid. p. 16. 35 Según un despacho de Miguel Diez dé Armendáriz. (DIHC. VIH, 312). Sin embargo, Pedro López afirmaba que Diez de Armendáriz había encontrado 200 vednos (enco­ menderos) y diez mil mercaderes, soldados y estantes y apenas 200 mujeres. Cf. Pedro López, Rutas de Cartagena de Indias a Buenos Aires y sublevaciones de Pizarro, Castilla y Hernández Girón. 1540-1570. Transe, de Juan Friede. Madrid, 1970, p. 53. Naturalmente, debe preferirse la aseveración del mismo Diez.

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a descubrir una ruta más expedita al Magdalena, lo que dio por resultado la fundación de Pamplona. Por el contrario, cuando, en 1541, Hernán Pérez había comunicado su decisión de emprender la búsqueda del Dorado, los cabil­ dos de Tunja y Santa Fe se habían opuesto porque las dos ciudades quedaban desamparadas y desprovistas de hombres para defenderlas. La fundación sucesiva de Vélez, Tunja, Tocaima y Pamplona alcanza­ ron los últimos confines de la influencia chibcha. La llegada de los oidores de la Audiencia marca un término convencional a la Conquista. En reali­ dad, a partir de entonces crece el número de gentes deseosas de entrar a saco en nuevos territorios. Una vez que la paz se restableció en el Perú (1548), el Nuevo Reino se vio asediado por una oleada de aventureros que intentaban atravesarlo puesto que la travesía por Nombre de Dios había sido prohibida. Del sur llegaban también rebeldes en busca de refugio, de­ seosos de incorporarse a cualquier expedición. Con ellos se fundó, por ejem­ plo, ,San Sebastián de la Plata, en 1550. La Audiencia, por su parte, autorizó la expedición de Andrés López de Galarza y la fundación de Ibagué, lo mismo que una expedición de Melchor Valdez destinada a pacificar a los muzos. Según la Audiencia, ... por la necesidad en que la tierra se ponía, y por la vejación que los espa­ ñoles y naturales recibían en los sustentar, ha parecido ser cosa conveniente que se enviase a poblar los dichos pueblos que hemos dicho, y por cualquier vía que posible sea, procuraremos desaguar la más genté que queda en este Reino, por los inconvenientes que de estar en ella gente holgada se sigue...36

Hombres salidos de los rangos de las tropas de Belalcázar, Quesada, Lebrón o de la comitiva de Diez de Armendáriz y de los oidores empren­ dieron estas nuevas expediciones. Según la Audiencia, era necesario «po­ blar», es decir, someter a la influencia de un núcleo urbano un espacio hostil. Se debía también «desaguar» el Nuevo Reino de un exceso de hom­ bres descontentos que no habían encontrado todavía una recompensa. El argumento vuelve a repetirse algunos años después. En 1558-1559, el capi­ tán de Angulo, en nombre de las ciudades del Nuevo Reino, eleva una instancia para-que se autoricen nuevas fundaciones. Según el capitán, ... además del bien que se hace a los dichos naturales, saldrán del Nuevo Reino mucha copia de gente de españoles que están ociosos y sin tener ofi-

36 DIHC. Jbid.X, 336.

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do alguno de que todo el Reino recibe gran daño y perjuicio por ser la tierra pobre y estrecha...

Por ninguna parte, pues, se vislumbra un comienzo de colonización es­ pañola. Los españoles que habitan en las fundaciones más antiguas es­ peran al acecho una oportunidad para emprender nuevas expediciones, alojados y alimentados en las casas de los encomenderos. Sólo la autoridad del primer presidente de la Audiencia, Andrés Diez Venero dé Leiva, im­ puso una pausa a la expansión entre 1564 y 1574. Fueron diez años de res­ piro en los que la progresión de una frontera cedió el paso a lajiecesidad de instaurar algún orden dentro del espacio va conquistado. De este perío­ do datan las visitas de la tierra más importantes, las de Angulo de Caste­ jón, Diego de Villafañe, García de Valverde, López de Cepeda y Juan de Hinojosa. De allí se derivan las primeras victorias alcanzadas por la Coro­ na por poner término a los abusos de los encomendadores al imponerles las primeras sanciones, tasar a los indios e intentar la abolición de la servi­ dumbre personal. El presidente impidió la salida de dos expediciones ya preparadas; una de Diego de Vargas que intentaba una vez más alcanzar el Dorado, que se situaba en los Llanos Orientales, en los confines con Venezuela; otra de Diego de'Ospina a la región de Antioquia38. Estas dos fronteras debían esperar todavía: la de Antioquia hasta el descubrimiento de sus yacimientos de oro y la de los llanos hasta nuestros días. Sin embargo, los grandes ejes de la Nueva Granada habían sido fijados ya desde 1542. Habían bastado apenas cinco años para recorrer todo el territorio que iba a colocarse bajo la jurisdicción de la Audiencia. Una ju­ risdicción más bien teórica, sin duda. Todavía quedaba el problema de co­ municar las fundaciones unas con otras, de animar un comercio, de abrir caminos a través de malezas impenetrables a lo largo de los flancos de las cordilleras y en los valles profundos que las separan. Un vistazo sobre un mapa da cuenta de la organización del espacio ga­ nado por los conquistadores entre 1537 y 1550. Las ciudades fundadas en esos años (v. Mapa 1) se alinean en dos ejes casi paralelos, el de las altipla­ nicies que se prolongan desde la sabana de Bogotá hasta Pamplona y el de la ruta de Vadillo y de Robledo sobre las márgenes del Cauca39. Quedan 37 AGI. Patr. L. 27, r. 22. 38 Ibid. Justicia L. 516 dt. por Ulises Rojas, Corregidores y justicias mayores de Tunja. Tunja, 1962. p. 70 y ss. También AGI. Patr. L. 156 r. 6. 39 El relato de Cieza de León, por ejemplo, se desenvuelve en un recorrido lineal que va desde Cartagena hasta Pasto. Cf. Cieza, op. cit., p. 360 y ss.

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MAPA 1 NUEVO REINO DE GRANADA. OCUPACION ESPAÑOLA

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los espacios vacíos de las tierras calientes, las vertientes de las cordilleras que caen sobre el valle del Magdalena y que separan netamente las conquistas de Belalcázar y de Robledo de las de Quesada y sus capitanes. Era necesario lle­ nar este espacio y hacer ceder una frontera interior para comunicar las dos regiones. En 1550 se establecen las ciudades de Neiva e Ibagué. La de Neiva que­ da ubicada a medio camino entre Timaná y Tocaima, los accesos a Popayán y Santa Fe. Ibagué sirve de etapa intermedia en el recién descubierto cami­ no a Cartago, a través de la selva del Quindío (v. Mapa 2). En el caso de Ibagué existía un interés suplementario para su fundación. Según la Au­ diencia, la región estaba ... muy cerca de donde son las minas que al presente este Reino trata... Pi­ dióse por parte de esta ciudad que se fuese a poblar, así por lo que convenía al sustento y seguridad de dichas minas, como por la mucha gente que en este Reino había perdida...

El oro, pues, era el que despertaba el interés por estas regiones y que multiplicaba las fundaciones de las tierras bajas, pobres en indígenas y muy lejos de los recursos agrícolas del Nuevo Reino. En 1562, el fiscal Gar­ cía de Valverde mostraba su desaprobación por estas fundaciones al rendir su concepto sobre la petición de los vecinos de Vitoria: ... con no tener los dichos vecinos de Vitoria más que una mina consumen y acaban los indios en ellas trayéndolos con gran desorden en las dichas minas porque como aquella tierra es de arcabucos cerrados y de grandes montañas de mal temple y sin ninguna recreación y adonde ni se dan plan­ tas ni se crían ganados y la comida de maíz muy poca y caro, ningún otro intento tienen si no es echar los indios a minas, como gente que está de paso y va de camino y que en aquel paso y poco tiempo han de sacar y aprove­ charse sacando todo el oro que pudieren aunque sea con sangre y a costa de las vidas de los dichos indios y aun de las almas, porque todo va para lo ir a gastar y vivir a otras partes, porque de más que aquella tierra no es para perpetuarse, los indios son pocos y se acabarán con brevedad...

La ocupación de estas regiones fue la más lenta puesto que duró más de treinta años sin asegurar una verdadera colonización y sin poner al abrigo a sus habitantes de rebeliones indígenas. Fueron también estas regiones las que proporcionaron rasgos de violencia perdurable a la sociedad colonial 40 DIHC. X, 333. 41 AHNB. Min. Tol., t. 5 f. 737 v.

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MAPA 2 CAMINOS Y DIVISIONES ADMINISTRATIVAS

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y que prolongaron en ella el espíritu de la Conquista. El encajonamiento del vaüe del Magdalena y los flancos de la cordillera Central se imponían como límites naturales a la expansión del Nuevo Reino y las expediciones iban hasta allí en búsqueda del oro que no habían encontrado entre los chibchas. Las guerras y las rebeliones indígenas, que seguían amenazando la frontera del reino chibcha, atrajeron primero empresas de «pacificación» y luego la ocupación del territorio. No es sino después de haber ahogado rebeliones de esta clase en Tocaima, Mariquita e Ibagué que las tropas es­ pañolas avanzan y fundan Vitoria (1557) y Remedios (1560). Después de la interrupción impuesta por el presidente Venero de Leiva, el adelantado Jiménez de Quesada, que ha debido combatir primero a los indios rebeldes de Gualí, funda Santa Agueda (1574). Al sur, y a partir de Ibagué, se avan­ za hasta la región de Páez para fundar allí la última avanzada del Nuevo Reino, San Vicente, rodeada por todas partes de indígenas rebeldes42. ¿Era preciso ir tan lejos para asegurarse una defensa militar? La política de las fundaciones parece responder más bien a la sed de oro que al deseo de fijar una frontera destinada a defender actividades pacíficas de coloni­ zación. Cuando, en Í573, los oficiales de la Corona comprueban que las minas son cada día más flacas43, no dudan en desaprobar la política de abstención de Venero de Leiva. Aconsejan emprender nuevas fundaciones para ganar territorios de los cuales se dice que recelan una gran riqueza aurífera. Aún más, estos territorios poseían el elemento indispensable para las explotaciones: mano de obra no utilizada hasta entonces. Por eso los oficiales instaban para que se hiciera retroceder la frontera infestada de indígenas rebeldes (sutagaos, pijaos) y se los émpleara en las minas44. El episodio de la conquista de Antioquia (o de la provincia de «entreríos») combinaba el cálculo con la necesidad de rechazar ataques indí­ genas. La provincia de Antioquia estaba reducida, todavía en 1570, a la jurisdicción de un puesto fronterizo en las márgenes del Cauca. La ciudad de Santa Fe de Antioquia subsistía penosamente como un centro minero de escala muy modesta, asediada por todas partes de tribus hostiles. Después de la ejecución de su conquistador, el mariscal Jorge Robledo, fue preciso que transcurriera una generación para disipar los rencores que el episodio había suscitado. Un hombre muy joven en esa época, Gaspar de Rodas, fue designado por Belalcázar para gobernar la provincia. Al cabo de treinta 42 Cf. Pedro de Aguado, Recopilación historial. Bogotá, 1966. T. II, pp. 19 y 80. 43 AGI. Santa Fe L. 68 r. I Doc. 44 Ibid. Doc. 19.

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años, Rodas llegó a ser muy rico pues añadía a sus explotaciones mineras actividades agrícolas y ganaderas. En 1576, frente a una rebelión indígena provocada por las incursiones del gobernador Andrés de Valdivia en el interior de la provincia, Rodas se propuso la conquista de los territorios situados entre los dos ríos, el Cauca y el Magdalena. Evidentemente, la conquista era necesaria si la ciudad de Santa Fe iba a sobrevivir. Arrinconada en un valle estrecho, las propiedades —principal­ mente las de Gaspar de Rodas— se veían a cada momento amenazadas por las hostilidades de los indígenas. El interés de Gaspar de Rodas era casi personal pues se trataba de un propietario ... de mucho posible e de repartimiento de indios, cuadrilla de negros escla­ vos que le sacan oro, cantidad de ganados, de vacas, puercos, yeguas, potros, todas haciendas conjuntas en las comarcas de las dichas tierras y conquista y es persona que él solo tiene más cantidad de ganados que todos sus vecinos juntos de la villa de Santa Fe de Antioquia...

De otro lado, se sabía que la región entre los dos ríos poseía muy ricos yacimientos de oro. Santa Fe de Antioquia no podía menos de aspirar a constituirse un territorio que le sacara de la tutela de Popayán. Por esta razón había proporcionado armas, soldados y víveres a la fracasada expe­ dición de Andrés de Valdivia, un minero de la ciudad que había logrado capitular con la Corona para la creación de la provincia y a quien los gober­ nantes de Popayán tachaban de usurpador46. Así, Rodas no hacía otra cosa que suceder a Valdivia despúés de la muerte de éste. La fortuna de las fundaciones de Gaspar de Rodas fue sorprendente. Apenas habían transcurrido cinco meses de la fundación de Cáceres (1576), cuando sus habitantes' encontraron ricos yacimientos. Zaragoza, fundada poco después (1581), se convirtió casi inmediatamente en el centro minero más productivo de toda la historia colonial47. Con estas fundaciones culmina un período en el que la ciudad y el cen­ tro minero se confunden a mentido. A partir de 1570, en efecto, la o cu/ pación de las regiones bajas no persigue otro objeto que la búsqueda de f yacimientos, puesto que ¿(sometimiento de los indios con fines puramente/ agrícolas resulta imposible. Se trata casi siempre de indígenas insumisos que ponen en peligro las fundaciones. De veintidós fundaciones estableci45 Ibid. Patr. L. 160 Na Ir . 8. 46 Ibid. Santa Fe L. 65 Docs. 3 y 36. 47 Sobre los primeros tiempos de Cáceres y Zaragoza y las rebeliones indígenas y de escla­ vos que ocurrieron, ibid. Patr. L. 165 N2 4 r. 1. L. 166 Na 3 r. 1 L. 168 Na 3 r. 1 y Ns5 r. 1.

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das a partir de 1570 subsistirán apenas la mitad en el siglo siguiente48. Mu­ chas fueron destruidas por los indios, otras arrastraron una vida miserable hasta su abandono o su traslado a un sitio más seguro. Esta situación contrasta con la de las fundaciones de los períodos ante­ riores. En la época de las primeras fundaciones (1537-1550) el interés de los españoles consistía más bien en hallar un emplazamiento apropiado para la ciudad, un sitio provisto de aguas, pastos, bosques y sobre todo de indí­ genas. Enseguida venia el interés por las minas que podían encontrarse, por azar, muy cerca de la ciudad, como en el caso de Pamplona. El hallazgo mismo podía conducir a la fundación y así surgieron Tocaima, Mariquita, La Plata o Remedios. Estas ciudades quedaban sujetas en todo caso a la jurisdicción o a la influencia del centro que las había originado, con mayo­ res posibilidades de abastecimientos y de mano de obra. Así, de las veinte ciudades que fueron fundadas entre 1537 y 1550, solamente dos fueron abandonadas más tarde. A partir de 1550, la Audiencia estimuló la funda­ ción de centros mineros y entre 1550 y 1560 se cuentan once fundaciones, contra seis apenas entre 1561 y 1570, la década en que el presidente Venero se preocupó más bien de la fundación de colonias agrícolas como la que lleva su nombre, Villa de Leiva. El Nuevo Reino y las provincias La geografía de la Nueva Granada aparece (aún hoy) como el hecho más decisivo de su historia. La cadena de las tres cordilleras que la atraviesan la compartimentan en regiones irreductibles. De un lado, la región orien­ tal, a caballo sobre la cadena oriental de los Andes, extiende su influencia a las vertientes que dan sobre el valle del Magdalena y abre algunas puer­ tas a los Llanos Orientales. De otro lado, el occidente colombiano, encajo­ nado entre los valles que se amplían o que se estrechan a lo largo del río Cauca. La ruta que comunica las dos regiones en el siglo XVI debe buscar un paso de acceso por la cordillera Central desde Popayán para descender al valle profundo del Magdalena. Desde Timaná se extiende una región de frontera que debía atravesarse con el temor que despertaban los indígenas más aguerridos del país (pijaos, paeces, natagaimas y coyaimas) hasta la ciudad de los Panches (Tocaima), la puerta del Nuevo Reino. El descenso 48 Cf. Juan Flórez de Ocariz, Genealogías del Nuevo Reino de Granada. Bogotá, 1943. T. I. pp. 353 y ss. Aguado, op. cit., passim. Lucas Fernández de Piedrahíta, Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada. Bogotá, 1942. T. IV, passim.

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brusco desde los páramos al clima ardiente del valle era letal para los in­ dios que se empleaban como acémilas. Según Sebastián de Magaña, el te­ soro de Popayán, ... los indios... parte en los páramos, parte en el valle de Neiva, de los que acá fueren, han de quedar muertos, y los que escaparen no quedarán muy vivos...

Hacia 1550, casi por azar, se descubre otra ruta. Francisco Trejo, que había llegado a la Nueva Granada con Alonso Luis de Lugo en 1543, había participado en el descubrimiento de los lavaderos de Tocaima (Sabandija, Venadillo, Portillo) y había acompañado a López de Galarza en la funda­ ción de Ibagué, relata que ... luego como se pobló la dicha ciudad de Ibagué, tuvo noticia que pasada la cordillera del páramo estaba un pueblo de españoles que entendió era la dudad de Cartago, fue por todo aquel despoblado y abrió el camino hasta llegar a ella y llevó caballos...

Se trataba de la ruta del Quindío, apenas un sendero en medio de la selva que los indígenas ya transitaban, pero por donde era posible transitar con bestias de carga (v. Mapa 2). Así, no resulta fácil visualizar las relaciones entre estas dos regiones cuyo acceso recíproco resulta tan difícil. Y, sin embargo, se trataba de dos zonas en cierto modo complementarias. Los españoles se veían atraídos, de un lado, por la riqueza de aluviones innumerables en los afluentes del Cau­ ca. De otro, tenían la oportunidad de establecerse a poca costa y de manera permanente en los altiplanos que atraviesan oblicuamente la cadena orien­ tal de los Andes. Dos ejes, dos densidades de población (v. Mapa 2), dos geografías: los nexos entre las dos regiones parecen muy frágiles desde el principio. Lo serán mucho más a partir de 1564, cuando se creó la Audien­ cia de Quito que atrajo a su jurisdicción y a su influencia la gobernación de Popayán. El acceso de las tropas de Quesada a la región de los altiplanos, en 1537, originó un establecimiento'durable, provisto de los recursos necesarios para asegurar la supervivencia de varias ciudades. La presencia de un pueblo de indios pacíficos que poseían ya una organización social y política avan­ zada simplificó el proceso de apropiación de excedentes destinados a ali­ 49 DIHC. X, 142. Despacho de 12 de noviembre de 1549. 50 AGI. Patr. L. 161 N9 2 r. 2.

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mentar la «república» de los españoles, es decir, el primer núcleo de un establecimiento urbano. La sujeción de los antiguos vasallos de los caci­ ques de Tunja, Bogotá y Sogamoso fue una tarea que se llevó a cabo en un lapso muy breve. Aparte de algunas resistencias provocadas por la violen­ cia de los conquistadores, la sola presencia de éstos bastaba casi siempre para imponer su dominación. Fue así como surgió el Nuevo Reino, cuyos límites no fueron otros du­ rante los primeros años que los que habían correspondido al reino chibcha y a sus zonas de influencia. Se trataba, desde el comienzo, de una entidad distinta de la antigua provincia de Santa Marta, de donde había salido la expedición de Quesada. Así lo hicieron saber los cabildos municipales a Jerónimo Lebrón, que se había internado en 1540 para reclamar lo que él consideraba todavía como una dependencia de su gobierno. En los años siguientes, el Nuevo Reino se extendió con la fundación de nuevas ciudades en el sur hasta la región de Páez, reivindicada por la pro­ vincia de Popayán (v. Mapa 2) y en el norte hasta Vitoria y Remedios. Ex­ pediciones salidas de Pamplona fundaron a San Cristóbal y a Ocaña y otras salidas de Tunja dieron al Nuevo Reino una jurisdicción vaga sobre los llanos orientales, en donde se fundaron algunas ciudades: Medina de las Torres, Santiago de las Atalayas, San Juan de los Llanos. En cuanto a la provincia de Popayán, ésta había sido conquistada por lugartenientes de Pizarra y algunos factores confluían para que la región se integrara a la influencia del virreinato peruano. Desde muy temprano, por ejemplo, las rebeliones indígenas impidieron establecer una comuni­ cación permanente con el Nuevo Reino, como en 1544 la revuelta de los paeces . Inclusive las opiniones de los habitantes de la región se dividían entre aquéllos que pensaban que Popayán debía incorporarse al Nuevo Reino y los que preferían una unión más estrecha con Quito, de donde provenían muchos de sus abastecimientos52. Según el obispo de Santa Marta, fray Martín de Calatayud, a quien originalmente correspondía toda esa vasta diócesis, las ciudades de Popayán, Cartago, Arma y Anserma estaban más cercanas al Nuevo Reino que a Quito. Bastaba pues abrir una ruta más directa entre Cali y Neiva para aproximarlas aún más53. La actitud del mismo Belalcázar era ambigua, si no de un claro distanciamiento. Durante las guerras peruanas, suponiendo que el caudillo po.51 DIHC. VE, 173. 52 Ibid. 53 Ibid. IX, 27.

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día inclinarse del lado de los revoltosos, la Corona retardó la residencia que debía instruir el juez Diez de Armendáriz. El episodio de muerte de Robledo, nombrado gobernador de Antioquia por Diez, y condenado y eje­ cutado por Belalcázar, distanció aún más al conquistador del juez real y de su sede en el Nuevo Reino. Diez pensaba, por el contrario, que la provincia de Popayán debía abastecerse en el Nuevo Reino ... porque aquí es mucha la abundancia que hay de puercos y de lo dicho allá mucha falta y, a lo que se entiende, mucha grosedad de minas...

Las vacilaciones de Belalcázar a propósito dé la apertura de la Provincia hacia el Nuevo Reino eran compartidas por sus partidarios. Cuando se tra­ tó del establecimiento de una Audiencia, Pedro Cepero —teniente de go­ bernador y encomendero— insistía en que debía escogerse como sede a Popayán. Afirmaba que la autonomía de la región era completa respecto al Nuevo Reino puesto que mantas y puercos que se consumían allí prove­ nían de Quito y de Guayaquil y que desde estos puntos podía llegarse fá­ cilmente a Buenaventura55. Inclusive un oficial de la Corona, el contador Luis de Guevara, apoyaba estas pretensiones haciendo notar las distancias que separaban a Popayán del Nuevo Reino y las dificultades del trayecto, en el cual se sucedían tierras ardientes o muy frías en el curso de ciento diez leguas. Sin embargo, la Audiencia fue establecida en Santa Fe y la comunicación con Popayán resuelta en parte por el camino del Quindío, que acortaba el viaje en más de veinte días. A fines de 1550, los miembros de la Audiencia informaban que las comunicaciones con Popayán eran satisfactorias y des­ tacaban a uno de los oidores, el licenciado Briceño, para que practicara las residencias pendientes, revisara las cuentas de las Cajas reales y despacha­ ra el producto de los quintos a Santa Fe56. Pocos años después, en 1564, una buena parte de la provincia fue desmembrada y colocada bajo la jurisdic­ ción de la Audiencia de Quito, recién creada. No obstante, los límites reales entre las provincias no podían ser fijados por una simple decisión administrativa. Los territorios conquistados de­ pendían de la influencia dé un núcleo urbano y de su control sobre el con­ torno rural o sobre otras ciudades que le habían debido su fundación. Esta dependencia tendía a debilitarse a medida que cada centro iba cobrando 54 Ibid. X, 185. 55 Ibid. 97. 56 Ibid. 332.

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importancia debido a la abundancia de sus propios recursos. Santa Fe, por ejemplo, podía afirmarse fácilmente sobre Tocaima, Vélez'y Mariquita pero difícilmente sobre Tunja y Pamplona. Buga dependía de Cali pero ésta ten­ día a guardar cierta autonomía frente a Popayán y aun a disputarle su pre­ eminencia en el territorio de la provincia. Este particularismo de las ciudades se comprende mejor si se piensa en la precariedad de los lazos que podían unirlas al contorno rural. La base de sustentación de la «república» de los españoles eran las economías agra­ rias de los pueblos sometidos, a los que sólo la vinculación directa y per­ sonal podía arrancar los excedentes necesarios para mantener el núcleo urbano. Este no se presentaba, pues, como un mercado al que afluyeran los productos dentro de un intercambio natural sino como un simple reducto de poder que sometía a sus exigencias las regiones vecinas. Ahora bien, ¿hasta dónde podían hacerse tales exigencias? Esto dependía, naturalmente, del grado de control que se alcanzara sobre un espacio dado. Los contornos de este espacio eran necesariamente una «frontera» cuando no alcanzaban a estar sometidos por otro núcleo urbano. Los vacíos no podían ser colma­ dos ni siquiera por intercambios entre ciudades que por eso mismo tendían a la autarquía. La precariedad de estos lazos ha sugerido al historiador chileno Rolan­ do Mellafe la existencia de una «frontera» en el seno mismo de las funda­ ciones españolas para el caso del virreinato peruano57. Mellafe designa como frontera el conjunto de relaciones no integradas entre las dos sociedades (es­ pañola-india) pero que estaban en camino de formarse. Subraya todo aquello que parece provisorio en estas relaciones debido a la novedad de los contactos y, al mismo tiempo, describe de una manera notable el carácter forzosamente dinámico de este choque entre dos horizontes culturales. Dentro de este con­ texto puede hablarse, en rigor, de un movimiento dialéctico que afectaba todos los dominios de un complejo muy vasto en relaciones. Histórica­ mente, esta frontera coincide con los procesos de asimilación de una socie­ dad por la otra, que se realiza entre 1533 y 1590 (en el caso del Perú) y cuya primera manifestación consiste en la investidura de un mero poder políti­ co. De esta manera el concepto tiende a mostrar la precariedad de tal po­ der, su ausencia de medios para alterar las estructuras existentes y, sobre todo, la dependencia profunda de los núcleos urbanos con respecto a los recursos de las sociedades indígenas. 57 Cf. Rolando Mellafe, «Frontera agraria: el caso del virreinato peruano en el siglo XVI», en Tierras Nuevas. Edit. por A. Jara, México, 1969. pp. 11 a 42.

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MAPA 3 INDÍGENAS NO SOMETIDOS Y CAMPANAS MILITARES 1575-1675

CONVENCIONES ____ Fijaos Cararés (1602)

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Sutagaos

Moanamas cirambiras Síndaguas Paeces

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El concepto de frontera, como todas aquellas palabras de uso corriente que pugnan por elevarse al rango de concepto científico, arrastra consigo una multiplicidad de contenidos que lo hacen muy sugestivo pero que lo dotan también de una esencial ambigüedad. Con este concepto trata de explicarse la conformación de individualidades históricas en el interior de un espacio definido. Los cambios que se operan en el interior de esta indi­ vidualidad histórica o el impacto que sufre del exterior por la acción de otras individualidades del mismo tipo modifican la frontera. Así, el análi­ sis pone de manifiesto varios elementos que configuran el concepto. Uno, el de la individualidad histórica o grupo social que actúa dentro de un espacio. Otro, la noción misma de este espacio. Finalmente, un elemento dinámico que tiende a modificar las relaciones entre el grupo y el espacio que lo contiene. Pero partamos de la noción mucho más simple de la línea divisoria o de linde o límite que asociamos corrientemente al concepto de frontera. Pare­ cería que este elemento sólo puede surgir como una elaboración conscien­ te, al final de un proceso al que precede la identificación del grupo social58. Obsérvese, sin embargo, que-el espacio está-definido_daantemano-pflLel contenido-de sus-reeursos. La-apropiación de estos recursos es la que-mueve a la ocupación del espacio y su explotación la que sustenta lavida-del grupo. A partir de allí surgen todas las elaboraciones que animan este es­ pacio y lo modifican. La frontera no puede definirse entonces en función exclusiva de la actividad consciente de un grupo, de su organización (ci­ vil, militar, económica), pues ésta sólo tiende a perpetuar un hecho más simple, el de la ocupación y la explotación de ciertos recursos indispensa-. bles para la vida humana. Frente a la conquista española estamos ante una ocupación y una apro­ piación sui géneris de los recursos que brindaban sociedades ya establecidas. Pero, ¿qué coherencia adquiría esta implantación frente a las sociedades ¡sometidas? ¿Acaso no se percibe una línea de ruptura, en alguna parte, que podamos llamar una frontera? Obviamente existía un deslinde puramente espacial entre las regiones sometidas desde un principio a la dominación española, en donde las jerarquías autóctonas fueron sustituidas por las pretensiones del dominio de los conquistadores, y aquellas otras que pre­ 58 Owen D. Lattimore, de quien se ha tomado el análisis del concepto de «frontera», hace excesivo hincapié en esta elaboración consciente. Aquí se hace énfasis más bien en la existencia de recursos que determinan la ocupación. Cf. O. D. Lattimore, «The frontier in History», en Theory in Anthropology. Edit. por Robert O. Manners y David Kaplan. Chicago, 1968. pp. 374 y ss.

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sentaron resistencias y que no pudieron ser sometidas sino al cabo de mu­ cho tiempo. En el caso de la Nueva Granada, la frontera tiene este sentido mucho más literal de un espacio que confina con otro, ambos replegados sobre sí mismos. Se trata, ante todo, de una división geográfica cuyos rasgos mar­ can distintamente la región oriental, el Nuevo Reino, de la parte occidental del país, la provincia de Popayán. Las fundaciones que se establecen a lo largo del valle del Magdalena, desde Timaná hasta Ibagué, son una tenta­ tiva de comunicar estas dos zonas. El río es también un rasgo de unión puesto que a través de ambas márgenes se distribuye el comercio que pro­ viene de Cartagena, A través de Mompox, Ocaña, Rionegro, Carare y Hon­ da se alcanzan los centros mineros de la región antioqueña, Pamplona, Mariquita, Santa Fe y Popayán. Rasgo de unión, es cierto, pero frontera también, permanentemente amenazada por indígenas hostiles. Al hecho geográfico se superpone el hecho histórico. Los límites políti­ cos y administrativos de la Nueva Granada reflejan el fenómeno de la Con­ quista y no una voluntad política o un designio racional de organización interna. Provincias, gobernaciones, corregimientos no derivan de un orden constitucional sino que son un hecho que se desarrolla según su dinamis­ mo propio. La subordinación de una ciudad a otra o el lugar que ocupa cada una dentro de una jerarquía tiene un origen puramente histórico, de­ terminado en muchos casos por un desarrollo regional anterior a la Con­ quista. Así, la pretendida «invención de América»59 encuentra ciertas limitaciones. En las divisiones administrativas no existía ninguna lógica elaborada conscientemente por los conquistadores. Se trataba de meras si­ tuaciones de fuerza, en las que una frontera retrocedía paulatinamente a partir de núcleos separados, los establecimientos urbanos. Santa Marta, Cartagena, Santa Fe, Tunja o Popayán constituyen el ori­ gen de esta penetración, y poco a poco van esbozando su propio espacio que un día llegará a ser su jurisdicción. Por eso el Nuevo Reino desconoce muy pronto la autoridad del núcleo primitivo, la ciudad de Santa Marta. En cuanto a Popayán, sus lazos con el virreinato del Perú son demasiado débiles. Los límites del Nuevo Reino, como los de Popayán, son los de las con­ quistas de sus capitanes: al norte hasta Mérida y Barinas, al sur hasta Neiva y San Vicente de Páez. Esto explica la enorme extensión del corregimiento 59 Cf. las ideas inspiradas por la filosofía de Husserl y Heidegger y aplicadas de una ma­ nera sibilina por Edmundo O'Gorman en La invención de América (el universalismo de la cultura de occidente). México, 1958.

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de Tunja, que incluye las provincias de Vélez, Guane, Pamplona y Mérida. O la jurisdicción de Santa Fe sobre las dos vertientes de la cordillera Orien­ tal y sobre el corregimiento de Mariquita que se extiende a lo largo del valle del Magdalena.

Capítulo II LA SOCIEDAD INDÍGENA Y SU EVOLUCIÓN POSTERIOR A LA CONQUISTA

LOS GRUPOS ORIGINALES Y SUS TRANSFORMACIONES Estructura social y aculturación

L a conquista española v el sistema de la encomienda implantado en segui­ da tuvieron como efecto la desintegración de las sociedades indígenas ameri­ canas. La consecuencia más palpable de la ocupación española fue, sin duda alguna, la desaparición casi fulminante de vastas masas humanas allí en donde los conquistadores se iban asentando. Las Antillas, México, Tierra Firme y el Perú experimentaron este fenómeno que ha dado origen a con­ troversias enconadas desde el momento mismo de la Conquista. El fenómeno de la desintegración social indígena (y creemos, sus con­ secuencias demográficas) puede verse, como lo sugiere Elman R. Service1, en función de la relativa complejidad de los grupos aborígenes afectados por las relaciones impuestas a raíz de la Conquista. El choque de dos cul­ turas tuvo que producir desajustes violentos en aquella que, por su grado de evolución, estaba condenada a doblegarse frente a la cultura invasora. Al referirse a las altas culturas que se desarrollaron en los altiplanos (el caso, principalmente, de los grandes imperios americanos), Service encuentra similitudes estructurales con la cultura europea de la época. En esencia, ambas culturas estaban basadas en una agricultura intensiva y en la explo­ tación de una masa de trabajadores.agrícolas. Este fundamento material era posible gracias a una jerarquización adecuada —en lo político y en lo religioso— que mantenía una cohesión social2. La coincidencia de tales ras­ gos sugiere a Service que estas sociedades indígenas habrían podido pre­ 1 2

Cf. «Indian-European Relatíons in Colonial Latín America», en Theory in Anthropology, dt. pp. 285 y ss. Ibid. pp. 288-289.

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servar intactos muchos eje los elementos de su organización original. Por el contrario, grupos menos evolucionados habrían encontrado mayores di­ ficultades en el ajuste, pues éste podía producirse sólo en virtud de la des­ trucción de la estructura original. Para Service, y en general para cualquier antropólogo, esta distinción puede explicar la rapidez con que se operan fenómenos de aculturación en el continente americano. Lentamente en las regiones en donde pudo con­ servarse en parte la organización social primitiva (aun como medio de do­ minación de los conquistadores), más rápidamente allí donde se operaron procesos de mestizaje, y de manera casi nula en regiones marginales3. Frente al hecho histórico de la exterminación física de los indígenas, el concepto de aculturación encuentra ciertas limitaciones. ¿Hasta qué punto, por ejemplo, un proceso de adaptación a nuevos patrones culturales pudo preservar físicamente a las sociedades americanas? Las sociedades indíge­ nas que presentaban rasgos de jnay^or complejidad en su estructura social eran asimismo aquellas que poseían una mayor densidad de población. Si bien es cierto que mientras m< nos re ¡istencias ofrecieron estas sociedades a formas de aculturación fueron menos vulnerables a la exterminación vio­ lenta, tampoco el sometimiento voluntario pudo preservarlas. Así, él he­ cho de que aún subsistan vestigios de estas altas culturas se explicaría por su importancia numérica original y no por el hecho de que fueran menos vulnerables. Juan Friede llega a sostener4, refiriéndose sin duda a grupos de escasa evolución cultural, que en América no se cumplió un proceso de aculFuración del indio sino que simplemente sé le destruyó. Según este autor, las leyes de la Corona española que quisieron evitar este resultado no perci­ bieron su causa real, la debilidad económica y política del indio. Esta de­ bilidad era relativa. La exterminación indígena fue al menos más lenta allí donde pudieron darse formas de adaptación de la estructura social indíge­ na a patrones culturales equivalentes. Tampoco el mestizaje significó una forma depresí rvacion. Al contrario, este fenómeno creó nuevas tensiones en el seno de la dualidad social esta­ blecida araíz de la Conquista. El mestizo no fue un elemento de transición entre las dos «repúblicas» sino que sirvió a menudo como instrumento di­ recto de dominación. Su status jurídico estaba mal determinado y deTtodas maneras se luchó por segregarlo de las sociedades indígenas de donde pro-3 4

Ibid. p.292. Cf. J. Friede, Los Andaki (1538-1947). Historia de ¡a acirttiiración de una tribu selvática. México-Bs. As. 1953,'p. 120.

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venía. Socialmente, el mestizo sufrió los prejuicios y hasta el rechazo de la sociedad española pero fue un hombre libre, no sometido a la carga del tributo. En sus orígenes era un elemento urbano —es decir, pertenecía a la «república» de los españoles— y sólo un largo proceso histórico lo convirtió en el campesino actual. Cuando —en el siglo XVI— salía del ámbito urbano era para convertirse en «calpisque» o capataz al servicio de los encomen­ deros. Desde otro punto de vista, el esquema antropológico explica el hecho histórico del asentamiento español. Los conquistadores buscaron establecerse allí donde la jerarquización de las relarKjnes sociales indígenas podía suplantarse a poco costo y en donde ya existía urmca^t¥^mgmteTYá~en la'época de liTCoñqMstarCiézSllFLeón asociaba correctamente la cohe­ sión social, a través de una jerarquía establecida, con el sometimiento a los españoles, una vez que se operaba una simple sustitución de poder. Según Cieza, ... los del Perú sirven bien y son dóciles y domables, porque tienen más razón que esos y porque todos fueron sujetos por las leyes incas, a los cuales dieron tributo, sirviéndoles siempre, y con aquella condición nacían...

Por estas razones, el estudio de la organización social-indígena. aparece cada vez como menos gratuito. No se trata de un mero objeto de curiosidad pretendidamente científica, cuya conocimiento esté orientado como una concesión a problemáticos ancestros. Tampoco de un tema justificativo, en el que se busquen las «raíces» de la nacionalidad y en el que no se pone demasiada convicción. Es, en cambio, en los estudios históricos, uno de los elementos esenciales para comprender el resultado de un choque inicial. Como lo observa Service, áreas enteras en Latinoamérica conserva­ ron remanentes de población indígena (Perú, Bolivia, México), en tanto que otras experimentaron un proceso acelerado de mestización (el caso, precisamente, de la Nueva Granada). El clima de las relaciones sociales imperantes en estas zonas nunca fue el mismo. Fenómenos de violencia esporádica denuncian todavía desajustes evidentes, mal encubiertos por la imposición de patrones de .conducta. Naturalmente, las tensiones sociales de Latinoamérica no pueden referirse a componentes raciales sino en casos muy localizados. Pero, en cambio, queda mucho por investigar acerca de 5

Citado por J. Friede, Ibid. p. 101, nota 49. Esta idea era muy generalizada entre los espa­ ñoles de la época. Aguado se expresa en términos muy parecidos. Cf. Recopilación, II, p. 428. Citado por D. Fajardo en El régimen de la encomienda en la provincia de Vélez (población indígena y economía). Bogotá, 1969, p. 6.

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las estructuras de dominio que comenzaron a actuar en el momento mismo de la Conquista y que entonces sí tenían fundamentos raciales evidentes. Grupos indígenas del occidente colombiano (Trimborn y la sistematización de los cronistas) Si se atiende al sustrato económico de la organización social indígena, y se adopta el esquema antropológico6 de sus estadios de evolución, puede in­ tentarse una clasificación regional de los grupos que habitaban en la Nue­ va Granada en el momento de la Conquista. Estas distinciones ponen de manifiesto puntos neurálgicos, zonas en donde perduraron relaciones de frontera durante algún tiempo o en donde los grupos indígenas se mostra­ ron impermeables al contacto europeo. Los efectos de la encomienda —ya fuera como sujeción simplemente personal o como vínculo que acarreaba el pago de un tributo uniforme—, de la política de «poblamientos» y de la organización de doctrinas, de la regulación del trabajo en las minas o en el campo según patrones europeos, etc., tuvieron efectos diferentes según el grado de evolución de la sociedad indígena. En el territorio de la Nueva Granada coexistieron los tres tipos de socie­ dades tipificadas por Service7. Agrupaciones que poseían una estructura so­ cial compleja, capaces de producir excedentes agrícolas considerables, de una elevada densidad con respecto a los altiplanos que ocupaban. Habitantes de las vertientes y de los valles interandinos, organizados en pueblos multifamiliares y con una cultura comunitaria, cazadores y pescadores, a veces hor­ ticultores (que empleaban el sistema de rozas), de menor densidad que los anteriores. Finalmente, pueblos marginales, organizados como banda o como familia extensa, simples recolectores y cazadores, dotados de una gran mo­ vilidad. El análisis más detallado no podría reducir todos los grupos que habi­ taban el territorio de la Nueva Granada a las líneas muy generales de este esquema. Trimborn8 encuentra, por ejemplo, que en el occidente colombia­ no no sólo coexistían diferentes estados de evolución sino que muchos gru­ pos apuntaban hacia formas de cohesión suprafamiliar o intertribal. En la base de esta evolución,.Trimborn afirma una unidad original de todos los grupos que habitaban las márgenes del Cauca. Esta unidad étnica (chib6 7 8

Cf. E. R. Service, Primitive Social Organization. An Evolutionary Perspective, Nueva York, 1966. Idem. Art. dt., pp. 290-291. Op. cit., pp. 244 y ss.

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cha), poseedora ya de una alta cultura, habría sido modificada por la in­ fluencia de pueblos asimilados y por las diferencias del medio ambiente9. Con todo, excepto por los testimonios materiales de estas culturas, los datos que poseemos sobre su organización social son casi siempre pre­ carios. Los testimonios históricos son muy desiguales y van desde la ob­ servación casual de los cronistas y de los conquistadores hasta respuestas precisas, aunque muy tardías, a cuestionarios relativos a la organización social indígena. Ambos tipos de fuentes, sin embargo, presentan dificul­ tades de interpretación. El estudio de Trimborn, por ejemplo, sobre los grupos del occidente colombiano está basado en el examen exhaustivo de cronistas y observadores de la época de la Conquista. El autor aprovecha no sólo la uniformidad de las noticias sobre puntos concretos de etnografía sino también todos los vestigios de cultura material que pudieran con­ firmarlos. No obstante, si reducimos las observaciones a un cuadro de frecuencias, inmediatamente saltan a la vista ciertas peculiaridades de los testimonios de la época de la Conquista (véase Cuadro 1). Las observaciones más frecuentes, aquellas que se refieren a cerca del 50% de los 44 grupos estudiados, indican más bien las preocupaciones pe­ culiares de cronistas y conquistadores. Así, el uso de un arma determinada está señalada para 29 pueblos, la antropofagia de 26 y la poligamia en 12. Aunque existe hoy en día una tendencia a dar cada vez menos crédito a los testimonios de los conquistadores sobre los actos de canibalismo que dicen haber presenciado, o la interpretación se limita a hacer énfasis sobre el ca­ rácter ritual y más bien excepcional de este fenómeno, no hay duda de que los testimonios de cronistas y conquistadores constituyen un material et­ nográfico cuyo valor ha sido puesto de relieve por la obra de Trimborn. Con todo, como puede observarse en el cuadro, relaciones más complejas y menos aparentes no impresionaban mucho la imaginación de estos observa­ dores y por eso se consignaron raramente. No menos de veinte grupos indí­ genas identificados al norte del cañón de Arma aparecen apenas con algunas características distintivas, con mucho menos frecuencia que en el sur, lo que hace pensar en la deficiencia de nuestros datos sobre regiones enteras. La estructura social de los chibchas Los testimonios históricos contenidos en las visitas y que provienen de los mismos indios son muy tardíos. Casi todos son posteriores a 1560 y en 9

Ibid. pp. 52 y ss.

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U nO re c Tre 3m w S n momento culminante de la lucha entre propietarios y encomenderos, 1Q mismo que en un crecimiento perceptible del grupo mestizo. Este grup0 podía medrar al lado de las posesiones indígenas de los resguardos y es posible que a mediados del siglo XVII hubiera alcanzado ya cierta im p o r­ tancia en el contexto rural. La diversificación de grupos sociales dentro de la sociedad española misma puede percibirse a través de los conflictos que los enfrentaban por el goce de la mano de obra indígena. En el caso de la Villa de Leiva, el proceso reviste un mayor interés debido a las circunstancias en que se fun­ dó la villa, notoriamente por fuera de los patrones de fundaciones más antiguas. La fundación había sido solicitada en Tunja al presidente Venero de Leiva por varios labradores, inmigrantes recientes que habían saüdo de España con ánimo de colonizadores. La fundación fue autorizada el 29 de abril de 1572. En mayo, algunos vecinos de Tunja declararon que los «be­ neméritos», es decir, los descendientes de los conquistadores, debían ser preferidos a los nuevos pobladores en el otorgamiento de solares, huertas, y estancias de la villa que debería fundarse. Los colonizadores se quejaron de que la fundación ordenada estaba siendo obstaculizada y objetaron a los vecinos de Tunja que para recibir solares deberían avecindarse en la nueva fundación. El 21 de mayo, el presidente Venero de Leiva encargó de la fundación a Hernán Suárez de Villalobos y éste procedió a hacerla el 12 de junio junto con Miguel Sánchez, alcalde ordinario de Tunja, y los regi­ dores perpetuos Francisco Rodríguez y Diego Montañez153. El fundador procedió a distribuir solares pero sólo desde el 15 de di­ ciembre de 1572 se repartieron las estancias. El reparto se encargó esta vez al contador Juan de Otálora, quien entonces ocupaba el cargo de corregidoi y justicia mayor de Tunja. Otálora repartió 215 fanegas de sembradura en­ tre nueve personas de las que se habían avecindado en la villa como labra152 Ibid. Tierras Boy., t .17 f. 817 v. ss. FCHTC. p. 293. 153 Ibid. Pob. Boy., t. 2 f. 340 r. ss.

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¿otes, entre otros a Elvira Báez, viuda de Juan de la Barrera, en cuyas es­ tancias de Saquencipa se había llevado a cabo la fundación154. Los caciques deNíomquirá y Saquencipa iniciaron un pleito con los vecinos por despojo de sus tierras pero al final accedieron a hacer dejación de 150 fanegadas de sembradura que se repartirían entre los vecinos (1576). Hacia 1592, las es­ tancias se habían multiplicado a 31 en Saquencipa y 12 en Moniquirá, siem„re en detrimento de los indios155. A p e n a s 13 años después de la fundación de la villa, se suscitó el primer conflicto con la ciudad de Tunja. Desde 1572, la villa había quedado sujeta a la ciudad por haberse fundado en su términos, en tierras encomendadas a vecinos de Tunja y por iniciativa de su Cabildo. Éste conservaba la pre­ rrogativa de nombrar alcaldes y regidores de la villa como señal visible de su tutela. En abril de 1585, el procurador general de la villa, Salvador de la Hoya, se quejó de que el Cabildo de Tunja empleaba esta prerrogativa en desmedro de la villa, eligiendo personas que ni siquiera eran vecinos. Atri­ buía la política de Tunja a una rivalidad económica puesto que en los tér­ minos de la villa se cosechaba trigo en abundancia y de la mejor calidad y por eso acudían allí las recuas de los comerciantes y no a la ciudad de íTunja ■156 . El elemento preponderante de la villa estaba constituido por labradores que apenas podían disponer de la mano de obra de lós repartimientos ve­ cinos, del partido de Sáchica. Según un alegato de 1588,^la ciudad de Tunja podía emplear 25.000 indios, en tanto que la villa sólo contaba con unos 3.000157. Esta situación enfrentaba a los vecinos labradores con los enco­ menderos y, más tarde, con los corregidores. En 1638, los labradores del valle de Ecce Homo se quejaron precisamente de.que'los encomenderos de pueblos que estaban en términos de Vélez acaparaban la mano de obra y ocasionaban la ruina de sus cosechas. Un labrador, Pedro Núñez de Losa­ da, acusó al corregidor Juan de Guzmán de procurar también la ruina de los vecinos para hacerse rico él mismo pues hacía Sembrar a los indios 200 fanegas de sembradura de trigo158.,En' esta ocasión el corregidor Guzmán rindió un informe a través del cual puede apreciarse la situación de Villa de Leiva. Según el corregidor, en la villa había 36 vecinos labradores, es decir, población urbana cuyo sustento económico era la agricultura, 4 en154 Ibid. Resg. Boy., t. 3 f. 350 v. 155 Ibid. f. 331 r. 156 Ibid. Pob. Boy., t. 2 f. 337 r. 157 Ibid. Cae. e ind., t. 34 f. 702 r. .158 Ibid. t. 63 f. 64 r. ss.

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comenderos dueños de estancias, 31 propietarios rurales y 20 pegujaler o arrendatarios de pequeñas porciones de tierra. Entre éstos se repartí^ 1 250 indios de los pueblos de Moniquirá, Sáchica, Tinjacá, Vrancha, Ráqu¡tj ! y Tijo. Los seis encomenderos de estos pueblos usaban como concertados (gañanes, pastores, vaqueros, etc.) a 106 indios, es decir, el 40%, y el resfo j debía repartirse entre los 87 labradores restantes. Un solo encomendero el ¡ capitán Bartolomé Bermúdez Olarte, encomendero de Tijo, empleaba ^ ' indios, es decir, el 16% el total159. i La importancia agrícola de Villa de Leiva era reconocida y por esta cau­ sa el presidente Martín Saavedra y Guzmán accedió, en 1644, a que i0s pueblos de Iguaque y Chíquiza, del corregimiento de Paipa, sirvieran a los vecinos de la villa y que los indios del corregimiento de Sáchica fueran reservados de conducciones a las minas de plata de Mariquita. En 1654 se intentó desagregar a los dos pueblos del corregimiento de Paipa para in­ corporarlos al de Sáchica pero el corregidor de Paipa ofreció dar el servicio a los vecinos de la villa y la agregación se suspendió en 1656. Ésta debió tener lugar más tarde puesto que en el siglo XVIII Chíquiza (al que se había agregado Iguaque) pertenecía al corregimiento de Sáchica160. De lo expuesto, parece claro que, en regiones agrícolas en donde la po­ blación indígena contaba todavía para algo, la crisis del sistema de la en­ comienda había dado paso a formas de contratación que beneficiaban a propietarios no encomenderos. La competencia por lo que restaba de la mano de obra indígena contribuyó, sin duda, a desintegrar todavía más las comunidades indígenas mediante la captación de «agregados». En alguna medida, los indígenas quedaban adscritos a las haciendas y eran retenidos allí con la complicidad de los corregidores. No debe perderse de vista, sin embargo, que los resguardos, en lo que se criaba también una población mestiza, contribuyeron a mantener una reserva de mano de obra, papel que se atribuye modernamente al minifundio. También se comprueba la existencia, en algunas regiones del altiplano, de «pegujaleros» o arrendatarios, probablemente mestizos o españoles po­ bres, desde una época muy temprana. La proporción de estos .arrendata­ rios debió crecer paralelamente a la población mestiza, como lo indican las limitaciones impuestas, a mediados del siglo XV II, por el presidente Dioni­ sio Péréz Manrique.

159 Ibid. f. 74 r. ss. 160 Ibid. 1.18 f. 260 r. ss.

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La imagen más frecuente sobre la explotación de los españoles del suelo aniericano se ha conservado en la iconología de la época que pinta los tra­ bajos en los lavaderos de oro. Los procesos de extracción, el transporte, métodos rudimentarios de purificación de las escorias, y no pocos detalles dramáticos que indican los métodos de coerción impuestos sobre el trabajo indígena , aparecen minuciosamente consignados. Estas imágenes, deriva­ das del ciclo antillano del oro y de los escritos de Las Casas, daban cuenta en Europa de los aspectos menos placenteros de los Dorados americanos. Una vez apropiadas las acumulaciones de metal que las civilizaciones in­ dígenas habían exhibido ante los ojos codiciosos de los conquistadores, és­ tos se apresuraron a utilizar la mano de obra que se les brindara mediante el sistema de la encomienda y de la mita en el laboreo de las minas. Con las excepción de las minas de plata de Mariquita, para las cuales se organizó un sistema de «conducciones» de indígenas desde los altiplanos afines del siglo xvi, el sistema de la mita no fue utilizado en el territorio de la Nueva Granada. Si bien, como se ha visto, en muchas regiones exis­ tieron entre los indígenas nexos de subordinación y jerarquías que, en el momento de la Conquista, evolucionaban hacia formas más elaboradas de organización social, los invasores no pudieron recurrir — como en el caso del Perú— a estructuras preexistentes de trabajo colectivo y de canaliza­ ción de excedentes en un sistema parecido a la mita. » Muchos indígenas conocían el trabajo en las minas e inclusive el oro se contaba entre los artículos de trueque más frecuente entre las tribus. Pue­ blos de orfebres, los más notables de Amérjca, explotaban el oro o lo reci­ bían en bruto de otras tribus para su elaboración.-Inclusive, los jefes podían llegar a tener una participación en los metales extraídos, los cuales exhi­ bían como símbolo de prestigie! o dedicaban a prácticas rituales. A partir de la Conquista, la mano de obra dedicada a estos menesteres fue el privi­ legio de los encomenderos quienes, algunas veces, podían derivar también una renta del alquiler de sus indios a otros españoles dedicados exclusiva­ mente a la minería. El trabajo en las minas, como en la agricultura —y en mucho menor grado el trabajo en las ciudades, en donde se estableció el sistema de la «mita urbana»—, fue objeto de críticas y aun se intentó suprimirlo muchas veces. La abolición de servicios personales para los encomenderos, que nunca pudo realmente llevarse a cabo, quiso liberar esta mano de obra y crear un sistema de salariado. Estos intentos se reforzaban con el proyecto de sustituir a los indígenas, cuyo número declinaba en forma alarmante,

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con esclavos negros. Pero la política de la Corona española fue demasiado fluctuante en esta materia y las presiones en contra demasiado apremian tes como para que pudiera operarse un cambio súbito. En todo el períorj0 que va desde 1540 a 1729, los hechos económicos —concretamente, el mar gen de rentabilidad de las explotaciones mineras— superaron todas la, buenas intenciones expresadas por la Corona e hicieron flaquear su políti­ ca de abolición de la servidumbre en las minas. Puede discutirse todavía si el empleo de los indígenas en las minas era de algún modo inevitable y s¡ su agotamiento no era más catastrófico para el conjunto de la economía colonial. Pero, en todo caso, el contexto social y los esquemas de la domi­ nación española imponían este empleo pues la encomienda, como sistema privado de explotación, implicaba un índice muy alto de derroche de re­ cursos humanos. i Así, los encomenderos agotaron primero la mano de obra casi gratuita ; de los indígenas. Como se verá más adelante, el recurso los esclavos negros fue tardío y se confinó a las regiones en donde prácticamente los indígenas ■ habían desaparecido. En 1544, cuando se conocieron las Nuevas Leyes que prohibían formalmente echar a los indios a las minas, los encomenderos de toda la provincia de Popayán hicieron oír sus quejas. Según ellos, resultaba imposible mantenerse en las ciudades sin el concurso del trabajo indígena. Encomenderos de Cali, Popayán, Cartago y Anserma añadían como argu­ mentos que los indios de esas regiones poseían una organización social precaria, que se mantenían en guerras perpetuas y que resultaba imposible integrarlos a un circuito económico del que la ciudad española era un centro permanentemente amenazado151. Los indios —agregaban— no eran muy numerosos y cada encomendero apenas había recibido repartimien­ tos de doscientos y trescientos. La falta de capitales para hacer inversiones en esclavos imponía el empleo de los indios en las minas, que comenzaban a explotarse . Aunque bien es cierto que las mismas ciudades solicitaban franquicias para introducir, mil, dos mil y tres mil esclavos. La insistencia en la necesidad de emplear a los indígenas hace sospechar que estas licen­ cias de importación dé esclavos se pedían solamente para revenderlas en el mercado de Sevilla. Todavía en 1549, la prohibición no había entrado en vigor y, según des­ pachos del tesorero Sebastián de Magaña, resultaba imposible su promul­ gación sin provocar inquietudes entre los habitantes de la provincia. Pero ni aun la publicación final de las Nuevas Leyes fue capaz de cambiar la -t ¿ n *

161 DIHC. VII, 247,295. 162 Ibid. 322, VIII, 21,24,48.

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5Uerte de l°s indios. Según los oficiales de la Corona, los indígenas que tr a b a ja b a n en las minas estaban más contentos que los otros y ellos mismos reclamaban ese trabajo. Esta situación se prolongó hasta el momento de la tasación de los tribu­ tos por °bispo Juan del Valle y el oidor Tomás López. Las visitas que se sucedieron en la década de 1560 estaban asociadas a los dos problemas que p r e o c u p a b a n principalmente a la administración de Venero de Leiva: el del tributo, para determinar si se debía tasar en oro o en otros «frutos de la tierra», y el del trabajo de los indígenas en las minas y en la agricultura, problema que, sin duda, estaba íntimamente ligado al primero. El oidor Tomás López y el obispo Del Valle habían cuidado de tasar los tributos de la región en «frutos de la tierra», según el deseo expresado en jas Nuevas Leyes. Debido a la presión de los encomenderos y de los habi­ tantes de las ciudades, cargaron también a los indios con trabajos agrícolas e n regiones propicias. Poco más tarde, los oidores Angulo de Castejón y Diego de Villafañe tasaron de manera análoga los tributos en el Nuevo Reino. Este tributo contravenía de manera flagrante el principio estableci­ do de ahorrar a los indios la servidumbre personal, puesto que se les obli­ gaba a un trabajo forzado y no retribuido por un salario. En ambos casos, como se ha visto, el fiscal García de Valverde impugnó este tributo que gravaba a los indígenas más allá de sus fuerzas163. • Después de haber colaborado en Santa Fe con el presidente Venero de Leiva, en el intento de suprimir I9S servfcios personaleá, García de Valver­ de fue designado como oidor de la Nueva Audiencia de Quito. En este carácter, el antiguo fiscal firmó la orden que disponíá una nueva visita a Popayán por uno de sus colegas, el oidor Pedro de Hinojosa, en 1568. Según sus instrucciones, Hinojosa debía proceder a la Supresión de los servicios personales y a tasar de nuevo los tributos que García de Valverde juzgaba excesivos. En 1569, Hinojosa inquirió entre varios personajes de Popayán acerca de la estimación del monto del tributo, y sobre la conveniencia de fijarlo en oro. Según los encomenderos, la tása de Tomás López había sido nefasta para los indios de la provincia que se veían constreñidos a comprar mantas para satisfacer el tributo o pagar simplemente su equivalente en oro164. El cura Bartolomé Ruiz declaró que los encomenderos se aprovechaban de esta situación para hacer trabajar a los indios en las minas, entrando en arreglos con los caciques. El obispo de Popayán, fray Agustín de la Coruña,

163 AHNB. Cae. e ind., t. 5 f. 476 ss. AGI. Quito L. 16. Despacho de 1564. 164 AGI. Justicia, L. 369 Doc. 1 f. 31 v.

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había reprendido a menudo a los encomenderos por esta causa y se había atraído su aversión. El mismo obispo se apresuró a advetir al oidor que la tasación del tri buto en oro resultaría perjudicial a los derechos de la iglesia. El obispo se mostraba interesado en los diezmos que deberían pagarse sobre los pro. ductos agrícolas si el tributo se establecía en estos frutos. La intervención del eclesiástico provocó una respuesta muy áspera por parte de los enco­ menderos. Su líder, el heredero de Belalcázar, replicó que no estaban en juego los diezmos eclesiásticos sino el tributo y la protección de los indios Por otra parte, según los encomenderos, el visitador no podía ejercer su jurisdicción en materia de diezmos ni determinar, por lo tanto, si los tribu­ tos debían pagarlos o no. Sin embargo, Hinojosa se decidió por el pago de los tributos en oro. En casi todos los pueblos de indios que circundaban a Popayán, los hombres casados, mayores de veinticinco años y hasta la edad de cincuenta, debían pagar tres pesos anuales. Los indios de diez y siete hasta veintiún años pagarían solamente dos pesos. En cuanto a los indios que habitaban las montañas, mucho más pobres, pagarían dos pesos y medio y dos pesos, en cada caso. La fijación de los tributos en oro era evidentemente una concesión a los encomenderos. Pero la intención del oidor era que las cosas se detuvieran allí puesto que, por otra parte, prohibía todo tipo de servicio personal, así se tratara de trabajos agrícolas. En adelante, se suponía que él trabajo indí­ gena sería libre y mediando el pago de un salario, sin que se pudiera invo­ car la obligación del tributo para dedicar a los indios a cultivar la tierra. En cuanto a las minas, el trabajo indígena quedaba terminantemente prohibi­ do. El mismo Hinojosa se vanagloriaba más tarde de haber hecho que todos los naturales queden fuera de minas y servicios personales y cargas y esto queda ejecutado de tal manera y al parecer tan asentado como si nunca les hubiera habido ni hayan de retomar a ello...

Lo contundente de la afirmación parece recelar una duda invencible. Ni siquiera transcurrió, un año sin que los hechos vinieran a contradecir la aparente, seguridad del oidor. Y lo que parece más extraño, fue García de Valverde, el funcionario que hasta ahora había defendido con tanto coraje a los indios, quien se encargó de deshacer lo que Hinojosa había logrado. García prosiguió en 1570 la visita de Hinojosa, comenzada en el año ante165

Ibid. Doc. 2 f. 4 r.

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rior En esta ocasión, la actitud del antiguo fiscal de la Nueva Granada debía reflejar un cambio sobrevenido, entretanto, en la actitud de la Coro­ na español hacia los indios. Cuando García emprendió la tasación de los indios de Pasto y Alma-" guer, pidió la o p i n i ó n de dos personajes influyentes de la región. Según el oarecer del cura Juan Bautista Reina, no se debía obligar a los indios en las minas sino imponerles más bien un tributo, como se había hecho en Cali y en P o p a y á n . Naturalmente, los encomenderos de Pasto, como los de Popa­ yán y Almaguer, defendían el punto de vista opuesto. Según ellos, los in­ dígenas eran incapaces de pagar regularmente un tributo, tanto a causa de supobreza como porque eran perezosos. Así, resultaba mucho más seguro enviar a las minas cierta cantidad de indígenas cuyo número sería fijado por anticipado por el visitador, en la tasa de los tributos. En realidad, ésta era ya una práctica corriente, según se deduce de una averiguación practicada por el oidor. El recuento mismo de los indígenas que se llevó a cabo en el curso de la visita mostraba, sin lugar a dudas, que los indios sometidos a este trabajo, abades, sibundoyes e indios de Alma­ guer, desaparecerían mucho más.rápidamente que los del valle de Pasto, empleados en la agricultura. Es fácil imaginar hacia qué lado se inclinaba García de Valverde, quien en 1562 y 1564 había fulminado contra la venalidad de otros oidores atra­ pados como una presa fácil en la red de Ips intereses de^os encomenderos. Conocía bien, por otra parte, los efectos mortíferos del trabajo en las minas y así lo había expresado en 1564 cuando era gobernador interino de Popa­ yán. Y, sin embargo, su decisión final fue la de autorizar el trabajo de los indios en las minas, al menos de aquéllos qáe ya tra'bajaban en las de Aimaguer, y de los abades y los sibundoyes, én la región de Pasto. García limitó esta autorización con ordenanzas que reglamentaban las condiciones del trabajo: sólo la quinta parte de los tributarios, desde los diez y siete hasta los cuarenta años, irían a las-minas ocho meses del año (desde el primero de marzo hasta, el '31 de octubre, es decir, la estación seca) y los indios que hubieran servido un año debían ser reemplazados al siguiente. La jornada de trabajo se fijaba desde la aurora (seis de la maña­ na) hasta una hora antes de la caída de la noche (seis de la tarde)166. La permisión de García de Valverde, acordada a través del tributo —es decir, como servidumbre personal—, contrasta de manera chocante con la certidumbre expresada por su colega Hinojosa de haber abolido para siem­ 166 Ibid. L. 60. passim.

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pre el trabajo de los indios en las minas. Apenas un año antes, éste hab' pronunciado en Popayán varias sentencias de muerte, azotes y galeras con tra los mineros empleados por algunos encomenderos para administrar los indios. Ahora, lo que había sido tan severamente reprimido se tornaba legal. Seguramente, el antiguo protector de indios podía alegar, como lo hizo que un cambio sobrevenido en la política de la Gorona dictaba su decisión' Los encomenderos de Popayán habían defendido su causa ante la Corona y obtenido, en 1568, una Real Cédula por la cual se autorizaba el trabajo de los indios en las minas, ... porque hay falta de negros y no hay gente qué traer en las dichas minas...

Así, hasta 1570, la política de reemplazar a los indios por esclavos ne- ¡ gros había fracasado. Los encomenderos rehusaban hacer inversiones en esclavos por razones evidentes. Seguramente, ellos podían optar por el tra­ bajo esclavo en las minas y reservar a los indios para los trabajos agrícolas. Pero, desde su punto de vista, no valía la pena este exceso de previsión si se tiene en cuenta el número muy reducido de vecinos que habitaban las ciudades: doscientos o doscientos cincuenta en Pasto, en 1582; cien en Popayán; ciento veinte en Cali . Una población de treinta o cuarenta mil indígenas, aun si se encontraba ya muy diezmada, podía fácilmente sopor­ tar la carga de alimentar concentraciones urbanas tan modestas. Natural­ mente, ahorraba también a los encomenderos una inversión onerosa en esclavos. Sólo en los momentos más críticos de la despoblación indígena se contempló esta inversión como una alternativa, pero no antes. El pago de una parte del tributo en forma de trabajo dispensaba a los encomenderos de la obligación de pagar salarios a los indios. Las exigen­ cias sobre el trabajo multiplicaban el valor de las rentas de las encomiendas pues no sólo se imponía una carga mucho más pesada que la que estaba fijada por las tasaciones, sino que los encomenderos podían arrendar el trabajo de los indios cuando aquéllos no poseían minas o no ocupaban la tie­ rra. Según los oficiales de la Corona en Popayán, los indios de la encomien­ da de Francisco Mosquera, -J / Q

167 FCHTC. p. 51. 168 CDI. 1,41 p. 438 ss. Relación del padre Escobar. Cali había venido en decadencia, pues llegó a tener hasta 600 vecinos antes de la crisis de 1570.

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son de los mejores desta provincia, que dan dos mil pesos de tasa, y si an­ dan en las minas valdrán más de cuatro o cinco mil... Las prohibiciones reiteradas de la Corona de hacer trabajar a los indios en las minas no surtieron jamás el efecto deseado entre los encomenderos, iufenes veian en oro explotado por los indígenas la fuente más segura •¿esu sustento y, sobre todo, la manera de atraer artículos de consumo que de otra manera hubieran sido inaccesibles. Pero el cambio operado a partir de 1570 en la política de la Corona no se explica porque hubiera prevaleci­ do este punto de vista. Felipe II tenía entonces necesidades apremiantes de dinero y la Corona esperaba simplemente ver crecer los quintos. Éstos eran' ¡os años de la represión en los Países Bajos, de la guerra marítima contra las potencias protestantes, de la rebelión interior en las Alpujarras, de la preparación para Lepanto. El virrey del Perú, Francisco de Toledo, invoca­ ba a la cabeza de las ordenanzas destinadas a reglamentar el trabajo de los indios en Potosí las luchas crecientes del Imperio contra la herejía que se expandía en Europa, y contra el peligro del Islam170. Apenas un mes antes de que fueran expedidas las ordenanzas de Tole­ do en el virreinato peruano, la Audiencia de la Nueva Granada redactó sus propias ordenanzas sobre el trabajo indígena en las minas171. En 1568, la Corona había consultado la Audiencia ... sobre si es cosa conveniente que anden los dichos indips en las minas y entretanto den sobre ello la orden que mejor pareciere convenir... De la misma manera que las ordenanzas contenidas en las tasaciones de García de Valverde y las del virrey Toledo, lás de.la Audiencia de la Nueva Granada se fundaban en la idea de que si no era posible prescindir de la mano de obra indígena, podía, al menos, preverse algunas limitaciones en su empleo. Se insistía sobre la naturaleza voluntaria del trabajo en las mi­ nas y se admitía que los indios pudieran trabajár en ellas en su propio provecho: ... que los dichos indios sejían y entiendan que contra su voluntad no han de ser llevados ni apremiados a sacar oro, ni piedras, ni plata, ni otra cosa contra su voluntad, sino que como personas libres que son, queriéndolo ellos hacer, lo han de hacer libremente y para su aprovechamiento, de ma­ 169 AGI. Quito L. 19. Despacho de 1567. 170 Ibid. Patr., L. 238 Doc. 1. 171 AHNB. Cae. e ind., t. 44 f. 966 r. ss. FCHTC. pp. 54 ss.

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ñera que todo el oro o plata y piedras y otra cosa que sacaren sea para ellos mismos, pues les cuesta su trabajo, para comer y vestir y sustentar su casa y familia y para lo que debieren de sus tributos y demoras y finalmente hacer ,dello como de cosa suya propia lo que quisieren y por bien tuvie­ ren...

Los indios que se contrataran como jornaleros debían recibir seis granos de oro (medio tomín) diarios, más la comida y las herramientas necesarias sin que la jornada de trabajo pudiera exceder de siete horas diarias. Lós indios no debían ser trasladados a clima diferentes al suyo para los trabajos ni ser empleados en otros oficios. Se autorizaba a los encomenderos alqui. lar sus indios a los mineros, pero los indios alquilados no podían exceder de la décima parte de los tributarios del repartimiento y debían tener la edad y las fuerzas requeridas para el trabajo. Los visitadores fueron encargados en adelante de hacer comprender a los indios la naturaleza voluntaria del trabajo en las minas. La lectura de un documento redactado con este propósito se convirtió así en una parte del ritual que daba comienzo a cada visita. Sin embargo, esta lectura so­ lemne delante de todos los indios reunidos no podía impedir que, una vez que el funcionario abandonaba el lugar, los indios fueran echados de nue­ vo a las minas por la fuerza173. Una crisis provocada por la rareza creciente de la mano de obra indíge­ na debía ocurrir muy pronto. Apareció por primera vez en Popayán a más tardar en 1573, con la rebelión de los paeces que forzaron el abandono de las minas de Guambia y despoblaron la villa de San Vicente de Páez. Hacia 1587, poco después del descubrimiento de las minas de plata de Mariquita, la crisis afectaba a todas las explotaciones del distrito de Santa Fe situadas en «tierra caliente». Por esta razón, los propietarios solicitaban con insistencia préstamos a las Cajas reales para introducir esclavos negros174. La epidemia de 1586 asoló de nuevo la población indígena y la producción de oro en el distrito cayó a menos de cien mil pesos175. Sólo la tercera parte de lo que se envió ese año a España- con la flota correspondía a los quintos del oro. Según los oficiales de la Corona, la falta de indígenas elevaba los gastos de producción y la explotación se volvía cada vez más difícil para aquéllos que no poseían esclavos176. Fue entonces cuando, por primera vez, se pro172 173 174 175 176

Ibid. f. 967 r. AGI. Patr. L. 238 N‘J 3 r. 1. Ibid. N2 4 r. 1. Véase Gráfico 4. AGI. Santa Fe L. 17 r. 1 Doc. 5.

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uso adoptar el sistema de la «mita» que se practicaba en el Perú. Se trata­ ba de trasladar masivamente a los indios de los altiplanos de Tunja y Santa pe hacia los lugares en donde se trabajaban las minas, a Mariquita sobre todo. Casi marginalmente a las explotaciones auríferas tradicionales, surgie­ ron, a partir de 1580, las minas extraordinariamente ricas de Zaragoza, CácereS y la nueva Remedios. Su auge casi inmediato facilitó, sin duda, la introducción de esclavos en las dos últimas décadas del siglo xvi. Sin em­ barco, el hecho de que estas regiones carecieran de una abundante pobla­ ción indígena hizo siempre precarias estas explotaciones por la falta de cultivos para asegurar el mantenimiento de los esclavos. El presidente González, encargado de estimular la explotación de los yacimientos de plata y oro que se acababan de descubrir, pidió año tras año desde el momento de su llegada el envío de dos mil esclavos negros por cuenta de la Corona y con la garantía de los quintos que se acrecerían en el futuro. Entre tanto, ordenó trasladar quinientos indios de Santa Fe y Tunja a la región de Mariquita, en donde comenzaban a explotarse las minas de plata177. En 1594, el presidente propuso enviar también quinientos indios a Re­ medios, en donde los mineros tropezaban con el obstáculo de la falta de tierras de labor; los indios podrían roturar allí nuevaá tierras y asegurar así el abastecimiento de las minas178. Con todo, esta penuria de mano de obra agrícola no impedía a los propietarios dé minas de Renfedios emplear a los indios en las minas. Al mismo tiempo que el presidente vacilaba en enviar allí indios sacados de las encomiendas de la Corona, el fiscal Villalonga ordenaba que los indios empleados en las ijiinas se .dedicaran más bien a la agricultura179. Las necesidades de mano de obra en las minas de plata de Mariquita, desprovistas de esclavos todavía eri 1605, hicieron, desaparecer muy pron­ to las mejoras obtenidas en las condiciones del trabajo indígena. Las orde­ nanzas de Miguel de Ibarra (1598), que habían consagrado un sistema salarial para los indios, y las tasas’de tributos del mismo Ibarra y de Luis Henríquez (1593-1602), que.habían intentado romper el monopolio de la mano de obra indígena detentado por los encomenderos, no constituyeron un obstáculo a la participación de los indios en el trabajo de las minas. El sistema de las «conducciones», inaugurado por el presidente González con »

177 Ibid. r. 2 Docs. 64 y 67. 178 Ibid. r. 3 Doc. 102. 179 Ibid. Doc. 123 f. 5 r.

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indios «viciosos, jugadores y haraganes»180 fue continuado por el prcs¡ dente Borja en 1606. A partir de esta fecha, el sistema se regularizó, fíjgn dose en una proporción del 2% los tributarios que debían ser trasladados desde los altiplanos a Mariquita181. En 1605, Borja había visitado las minas de Mariquita. Encontró allí ape­ nas cien indios, de los quinientos que habían sido llevados en 1591, y c¡n_ cuenta esclavos negros 82. Al año siguiente encargó de la conducción a Diego de Ospina, «el Mozo», propietario de minas y de esclavos en Reme­ dios e hijo del fundador de esta ciudad. Resulta curioso comprobar que su tío, Diego de Ospina, «el Viejo», había sido condenado tres años antes por el delito de haber vendido treinta indios de su encomienda de Mariquita a Juan del Toro, minero de Remedios. En 1615, el fiscal Cuadrado Solanilla pidió al presidente Borja que los indios fugitivos de los distritos de Tunja y Santa Fe fueran compelidos a trabajar en las minas de plata recién descubiertas en Pamplona (Montuosa Baja). Los indios de esta provincia eran ya muy escasos y, por no estar tasados aún, sus encomenderos los empleaban exclusivamente en la explo­ tación de minas de oro o en sus hatos y estancias183. Así, una parte de los indios de la provincia de Tunja, los que habitaban la parte septentrional de la provincia (corregimiento del Cocuy), fueron conducidos en adelante a las minas de la Montuosa y Mongora, en Pamplona. Los de los ocho corre­ gimientos restantes se destinaban a Las Lajas y Santa Ana, en Mariquita. Lucas Fernández de Piedrahíta, el cronista del siglo XVII, no exageraba cuando denominaba a Mariquita y a sus minas «sepulcro lastimoso délos indios de este Reino»184. Las minas, tanto como las epidemias de 1618' y 1633, diezmaron la población indígena de Tunja y de Santa Fe en más de un 50%, entre 1600 y 1635, apenas con un ritmo menor que en el siglo XVI. Las conducciones eran un episodio lamentable que se renovaba cada año y al que los indios llegaron a temer como a la muerte. A pesar de que el trabajo en las minas de Mariquita fue el primero en organizar un sistema salarial por cuyo cumplimiento velaban funcionarios reales (los alcaldes de minas), el reclutamiento de mano de obra revistió siempre un carácter compulsivo que ahuyentaba a los indios en el momen­ to de las conducciones. En 1628, por ejemplo, Alonso Rodríguez Bernal, 180 181 182 183 184

Ibid. Doc. 64 cit. Ibid. L. 18 r. 1 Doc. 48. Ibid. Doc. 28. AHNB. Mise., t. 76 f. 43 r. Cae. e Ind., t. 32 f. 244 r. FCHTC. pp. 77 ss. Op. cit., p. 97.

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gcept°r de la Audiencia, sólo pudo enviar a Las Lajas 98 indios de 182 que staban designados para el repartimiento de Duitama. En el momento de organizar la conducción, los indios huían a los llanos o, una vez que se ¡levaban a la mita, se escapaban o al regreso se quedaban en hatos y estan­ cias para no ser conducidos desde sus pueblos una segunda vez185. En 1675, también en Duitama, volvía a registrarse el mismo fenómeno, a pesar ¿e la energía desplegada por los corregidores, quienes hacían responsables a los caciques y los amedrentaban con castigos para que reunieran a los indios de la mita186. En 1687, en el partido de Tenza, el corregidor ordenó que se enviara a los reservados de Suta puesto que todos los demás habían huido del pueblo. En la conducción de ese año figuraban también un hijo del cacique y el gobernador del pueblo de Somondoco. De los cinco pueblos del partido, apenas pudieron enviarse 39 indios, todos casados, con excepción i „ i 87 de uno . Andrés Pérez de Pisa, contador del Tribunal de Cuentas de Santa Fe y e n c a r g a d o de la alcaldía mayor de las minas de Mariquita en 1620, ensayó introducir métodos racionales para aumentar la productividad de los indios. El contador buscó, ante todo, asegurar el abastecimiento de los indígenas y, para conseguirlo, hizo que cada indio cultivara maíz en una parcela. Más tarde, Pérez de Pisa resumía su experiencia explicando que ... no hay prisión para el indio como ver nacer y crecer y esperar lograr el fruto de lo que él mismo ha trabajado y cultivado pa¿ra sí...

Este método muy simple de asegurar la alimentación y, además, el pago efectivo de los salarios produjo frutos cuya abundancia dio un gran pres­ tigio a Pérez de Pisa. Sus reformas arrojaroñ un provecho de 51.303 duca­ dos a la Corona en ocho años; es decir, que en Mariquita se produjeron cien mil pesos de oro en promedio cada año en las minas de plata. Sin embargo, estas reformas no pudieron detener la mortalidad de los indios. En 1628, como consecuencia de una averiguación, se suspendieron temporalmente las conducciones. * Esta fecha debe mirarse como un hito en el interés que hasta entonces había merecido la actividad minera. La averiguación de 1627 y la interrup­ ción de las conducciones no podían provenir de otra parte que de los en­ comenderos, alarmados a causa de la disminución creciente de sus rentas. 185 AHNB. Cae. e ind., t. 25 f. 248 r. ss. 186 Ibid. t. 40 f. 926 r. 187 Ibid. 1.10 f. 289 r. ss. 188 AGI. Santa Fe L. 26 r. 1 Doc. 11 f. 3 v.

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A sí, las conducciones llegaron a propiciar un debate cuyo tema era el de la supervivencia de lo que podía quedar de los indios, así como el de la con tinuidad de las labores agrícolas. En 1644, cuando se discutía la renovación de las conducciones, Pérez de Pisa observaba la actitud contradictoria de los encomenderos. Estos se que. jaban del aniquilamiento de los indios en las minas y de los perjuicios cau­ sados a sus rentas cuando las minas se trabajaban. Si la explotación cesaba se quejaban del mismo modo de la ineficacia del gobierno. En el fondo, los argumentos del contador tendían a probar que el Nuevo Reino no podía prescindir de la actividad minera. Las minas de plata proveían a todos los otros sectores del vehículo indispensable para las transacciones y la rique. za que representaban se repartía entre todos. Según Pérez de Pisa, ... todo lo que costean se reparte entre los indios que van a su labor, tratan­ tes que llevan mantenimientos y labradores que siembran maíces, arrieros que llevan la sal, y de unos a otros se van comunicando la plata en todo el cuerpo del Reino...

Los minerales se representaban, pues, como la fuerza vivificadora de todo el complejo económico. A diferencia de las minas de oro, las de plata no aparecían vinculadas directamente a las necesidades del comercio con la metrópoli y, por esta razón, el contador no se detenía en el análisis de esta vinculación sino que prefería identificar la plata con la moneda que empezaba a acuñarse. La respuesta de los encomenderos cuestionaba los puntos fundamenta­ les de la argumentación de Pérez de Pisa. ¿Eran realmente los metales los que aseguraban la existencia de una riqueza en el interior del Reino? Frente al hecho cierto de la despoblación, era necesario escoger entre la supervi­ vencia de los pocos indios que todavía quedaban ó continuar con la ex­ plotación de las minas que los aniquilaba. Esta toma de conciencia de los encomenderos era seguramente tardía pero indica hasta qué punto las actividades mineras habían sido abandonadas. Curiosamente, entre estos nuevos defensores de los indios figuraban algunos hijos de aquéllos que habían amasado una fortuna, sea con el comercio de Popayán y Antioquia, sea con las minas. Eran, por ejemplo, Félix Beltrán de Caicedo, cuyo padre había explorado y se había enriquecido con la mina de Manta, en Mariqui­ ta, y cuyo abuelo había sido propietario de minas en Remedios, Francisco Martínez de Ospina, nieto del fundador de Remedios e hijo de Diego de 189 Ibid. f. 2 r.

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¿^ 'FO R M A S D E D O M IN A C IÓ N

qspina,

Fernando de Berrío y José de Gauna, todos nombres bien conoci­ dos en los yacimientos mineros. Tal vez por esta causa, tenían el cuidado de señalar que la prosperidad ¿el Reino en el siglo anterior no había provenido de la plata sino del oro que se sacaba, según ellos, sin perjuicio para los indios:

... tampoco ha de negar el que con atención hubiere experimentado la gro­ sedad antigua de esta tierra y lo que hoy la sustenta, que esto no nace ni ha

estribado en la saca de plata sino en la del oro, que con la abundancia de naturales se sacaba y hallaba en todas partes, sin que este útil fuese de los perjuicios que ocasiona la dicha saca de plata... Los mineros de Mariquita ya no representaban, como en la generación anterior, en la que habían figurado Beltrán de Caicedo y Mena Loyola, un grupo poderoso que controlara el flujo de metales empleados en el comer­

cio interno. La actividad comercial de algunos de los habitantes de Ma­ riquita había desplazado, en parte, a este grupo, y mineros avisados se habían convertido sencillamente en terratenientes o aun en encomenderos. La decadencia misma de los encomenderos (o mejor, de la población indí­ gena) había arrastrado consigo el sector de la minería. Ahora, los nuevos encomenderos advertían que anteriormente no había existido nunca un conflicto de intereses entre su propio grupo y el de los comerciantes y mi­ neros. Como grupo dominante, es cierto, ellos habían yianejado la casi to­ talidad del complejo económico en el curso del siglo XVI y sólo la crisis del XVII podía diferenciar sus intereses de los de los otros sectores. Natural­ mente, los encomenderos velaban este fenómeno con la imagen de una pa­ sado mejor. Según ellos, ... no hay quien ignore que en los tiempos que había en este Reino cantidad gruesa de naturales abundaba en todo género de frutos, y ropa de lana y algodón que se hallaba todo por muy cortos precios, con que tenía saca de ■ Popayán, de Anserma y otras tierrás de oro en mucha cantidad... «í

Sostenían que ahora, además de que estos artículos se habían hecho ra­ ros en el mercado, la ruina de los distritos mineros se había consumado precisamente a causa del aniquilamiento de los indígenas. En el fondo, los encomenderos reprochaban a los pocos mineros que quedaba su obstina­ ción en mantener una actividad ingrata que ellos mismos, convertidos en 190 Ibid. f. 10 v. 191 Ibid.

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terratenientes y regidores en las ciudades, habían abandonado en el m0 mentó oportuno. Este mismo problema se había suscitado también en Popayán, en I 633 Allí, la respuesta fue completamente diferente y se buscó más bien un comí promiso entre el sector minero y el de la agricultura. El problema, es cierto se planteaba en Popayán de manera diferente a la del Nuevo Reino. En este último, como se ha visto, los oidores Miguel de Ibarra y Luis Henríquez habían intentado debilitar el sistema de la encomienda introdu­ ciendo un salario libre entre los indígenas. Con esta medida se pretendía liberar mano de obra y estimular a pequeños productores que se crearían con el proceso de las «composiciones» de tierra. Aunque este esquema no estaba explícito en las reformas introducidas a partir de 1590 —ideadas simplemente como medios de arbitrar recursos fiscales extraordinarios para la Corona—, Ibarra y, mucho más abiertamente, Luis Henríquez las encauzaron en este sentido. Su designio fracasó en gran parte pero al me­ nos los encomenderos no pudieron usufructuar en adelante el monopolio de la mano de obra indígena, al introducirse el sistema de los «conciertos» y al abolirse los servicios personales. En Popayán, el oidor de la Audiencia de Quito, Diego de Armenteros, impuso una nueva tasa de tributos en 1607. De esta tasa se deduce un con­ cepto diametralmente opuesto del que había inspirado las medidas tomadas por Ibarra y Henríquez. El oidor Armenteros actuaba, según sus propias palabras, ... enteramente teniendo atención y consideración al estado que hoy tiene esta tierra, pues en ella... no hay otra granjeria ni sustentación si no es el oro que della se saca...

Así, la tasa tenía en cuenta los intereses de los encomenderos más bien que el bienestar de los indígenas o del conjunto de la sociedad. Pues eran los encomenderos quienes poseían la tierra, se ocupaban de empresas mi­ neras y comerciales y detentaban el monopolio de la mano de obra indíge­ na. Allí no parecía que hubiera cambiado nada desde los primeros tiempos de la ocupación, excepto que los indios ya no encontraban defensores como Juan del Valle y Agustín de la Coruña ni los visitadores se complacían en mostrar hacia ellos la benevolencia del oidor Hinojosa. Sin embargo, debe observarse que el acento se había desplazado de la actividad que se reconocía como sustancial, la minería, hacia los proble192 Ibid. Quito L. 16.

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¡ñas que se derivaban de la falta de mantenimientos. La tasa se ocupaba antes que nada de los cultivos y se insistía en la necesidad de que los indios trabajaran en ellos más bien que en las minas. Al mismo tiempo que la tasa garantizaba el empleo de la totalidad de los indígenas en trabajos agríco­ las, limitaba el número de los que se podían emplear en las minas a un 20%, en el caso de encomenderos que no poseyeran explotaciones agrícolas, a un 25%. Las condiciones de trabajo en la agricultura eran mucho más duras todavía qué las que se habían impuesto en el Nuevo Reino en 1564; sólo [res indios debían ocuparse de cultivar una fanegada de trigo, contra doce en 1564, o 18 en una fanegada de maíz, contra 20 en la retasa de Angulo para el Nuevo Reino. Parece evidente que, en el curso de la segunda mitad del siglo XVI, se había producido un desfase en el desarrollo social de las dos regiones. Mientras que en Santa Fe el sistema de la encomienda había evolucionado en un sentido favorable al establecimiento de un salariado, en Popayán las condiciones de trabajo se volvían mucho más duras para los indígenas. En Santa Fe los encomenderos habían tropezado con la competencia de otros españoles y, sobre todo, de mestizos que les disputaban la tierra y que requerían mano de obra para emprender trabajos agrícolas. En Popayán, por el contrario, la estructura social parece haber sido mucho más rígida y haberse mantenido por mucho más tiempo en control económico por parte de los encomenderos y de sus allegados. . » Todavía en 1633, volvía a surgir allí el problema de la servidumbre per­ sonal de los indios. El gobernador Villaquirán, quien comenzaba a ejercer el cargo, recibió ese año la orden de elaborar una nueva tasa de tributos. El gobernador consultó con miembros del clero y concluyó que la tasa de Armenteros podía mantenerse pues atendía a las necesidades de la provincia. No obstante, la intención de I ep Corona al ordenar una nueva tasa había sido la de abolir los servicios personales admitidos en la tasa de los Armenteros. La Corona quería, como en el Nuevo Reino, liberar la mano de obra indígena, con el objeto de debilitar a los encomenderos y de estimular el trabajo de otros sectores sociales. El gobernador mismo parecía proceder de una manera neutral al atender el consejo de la Iglesia, más bien que las presiones de los encomenderos. Sólo que, aparentemente, no parecía existir ninguna contradicción entre ambos. La opinión del obispo y de la Compañía de Jesús* mostró ser un pragmatismo sorprendente, sin nada que hiciera pensar en consideraciones teológicas y morales, alegadas en otro tiempo por Juan del Valle y Agustín de la Coruña. Según el obispo,

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... estos indios son holgazanes y si no hicieran rozas y sementeras de trigo perecería toda la tierra pues todos cuantos estamos en ella vivimos de lo que ella produce mediante el sudor y trabajo de los indios, sin que haya otro trigo, ni maíz, ni fruto, ni hortaliza, legumbres, carnes o ganados más de los que con su trabajo crían...

Esta afirmación, en la cual las conclusiones no se acuerdan con la pre misa de la supuesta holgazanería de los indios, tendía a probar la necesidad de una coerción sobre el trabajo indígena. Se justificaba la existencia de la servidumbre consagrada por la tasa en provecho de los encomenderos, o cual, quier tipo de medidas —aun el salario— que atrajera los indios al trabajo. La Compañía de Jesús —ajena al interés de la diócesis por los diez­ mos— aconsejaba tener en cuenta más bien el carácter minero de la región Por esta razón la agricultura debía subordinarse a las necesidades de las minas y contribuir a mantener un margen de provecho para esta actividad Sin duda, muchos mineros se dedicaban también a la agricultura y esta combinación les permitía ahorrar en los gastos de mantenimiento de escla­ vos. Por esta razón los jesuítas razonaban ... que para el mantenimiento de las minas son menester mantenimientos de carne y maíz, para los cuales es fuerza que los vecinos que las tienen [las minas] hagan sementeras y los que pudieran tengan hatos de ganado ma­ yor y menor, sin lo que sería mayor o equivalente el gasto que el provecho de las minas...

Ya no se trataba, como a comienzos del siglo, de destinar a los indígenas a la explotación directa de los yacimientos. Según algunas evidencias el número de esclavos había crecido en la provincia y ahora se prefería que los indígenas contribuyeran a su abastecimiento. La concentración de los recursos en manos de una delgada capa social permitía que se pensara en la integración de las dos actividades y que las minas se siguieran explotan­ do con el concurso de la mano de obra indígena. La mita urbana y los obrajes Difícilmente puede medirse la intensidad del impacto que la mera presen­ cia de núcleos urbanos a la europea produjo en las sociedades indígenas 193 Ibid. 194 Ibid. 195 Cf. Peter Marzahl, The Cabildo ofPopayan in the Seventeenth Century: The Emergence oftlu Creóle Elite. Tesis de doctorado inédita.

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pelicanas. La ciudad surgió como un centro de concentración del poder , como un reciento privilegiado. A ella debían confluir todos los exceden­ tes de la economía indígena y sus necesidades crecientes ser satisfechas de ado o por fuerza. La vida señorial de los encomenderos tuvo allí su prin­ cipal escenario y, a pesar de que todos sus recursos provenían del contorno rural, se veían obligados, tanto por razones legales como para mantener su prestigio, a «poblar» casa en el recinto urbano. Sólo su empobrecimiento paulatino los obligó a refugiarse en posesiones rurales, desde comienzos del siglo XVII. La construcción de la ciudad misma exigió desde muy temprano la utili­ zación de los recursos de mano de obra que inicialmente parecían ilimitados. Casas, iglesias, conventos, acequias, molinos, reparaciones, etc., exigían la organización de un sistema de reclutamiento periódico de trabajadores, que se introdujo con el llamado «alquile», conocido más comúnmente con el nombre de «mita urbana». En 1599, los indios de Soracá afirmaban haber edificado casi íntegra­ mente la ciudad de Tunja sin haber recibido paga ni premio alguno. Sin embargo, el alquiler se había establecido como un sistema salarial, con un administrador de indios que debía velar porque cada pueblo aportara una cuota mensual de mano de obra y pagar él mismo los salarios que deven­ garan los indios. Según una Cédula de 1578 para la Nueva Granada (que tenía antecedentes en otras dadas para Gyatemala desdet1558), se autorizaba el alquiler de indios que habitaran a ocho leguas dé la ciudad y debía pre­ ferirse los indios ociosos y que no se ocuparan en las labores del campo196. Este tipo de trabajo, que ponía en contacto a los indios con el centro urbano y sus habitantes españoles, fue aprovechado por éstos para disimu­ lar abusos y servicios personales que habían querido abolirse desde 1560. En enero de 1584, el fiscal y de/ensor de indios Pedro López se quejó de que los habitantes, de Tünja se senvían no sólo d'é los indios de las enco­ miendas sino también de los mitayos para procurarse combustible, hacién­ doles traer leña de regiones distantes más de cinco leguas. La Audiencia ordenó que el corregidor, el administrador de indios y las justicias de Tun­ ja impidieran este abuso pero en mayo siguiente un nuevo defensor de indios, el licenciado Bemardino de Albornoz, volvió a hacer el mismo recla­ mo en nombre de los indios de la provincia. Jerónimo Holguín, procurador de la ciudad, argüyó que no podía prescindirse de los indios de alquiler porque Tunja ya poseía edificios que debían conservarse. Así, los indios

196 AHNB. Cae. e ind., t. 70 f. 635 r. FCHTC. p. 194.

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venían al alquiler al principio de cada mes y servían en traer agua, leña v forrajes y en la reparación de los edificios públicos. El procurador equ¡pa raba los mitayos a los jornaleros de Castilla por el hecho de recibir salarios estipulados. Se oponía al empleo de caballos para los transportes pUes además de ser escasos, los indios dejarían de ser alquilados, si se emplea! ban bestias de carga, y no recibirían en adelante los salarios, que Holgué calculaba en 1.200 pesos mensuales197. La mita urbana, lo mismo que los trabajos agrícolas, vino a reflejar la progresiva declinación demográfica indígena. Los administradores de in­ dios fueron excediendo el radio inicial de las ocho leguas para obligar a los indios de pueblos cada vez más distantes a alquilarse en la ciudad. Según Cristóbal Martínez de Herrera, defensor de los indios de la visita de Luis Henríquez, por estar los indios de Chipatá, Tópaga y Satova apartados de Tunja ... en distancia de once y doce leguas, nunca han ido al alquiler general, así por estar tan lejos como por los inconvenientes de ríos y quebradas... Agora D. Antonio de Pedraza, administrador de la dicha ciudad, ha enviado a los requerir para que se vayan a alquilar...

Los indios de Busbanzá y los de Tobón, a 12 y 13 leguas de Tunja, tam­ poco habían ido al alquiler hasta la administración de Pedraza, en 1601. El administrador, de manera similar a los corregidores, abusaba de su auto­ ridad y compelía a los indios ejerciendo presión sobre los caciques y capi­ tanes para que dieran los indios, aun si no estaban obligados, o para que dieran un número mucho mayor del que estaba previsto. Tampoco era raro que los salarios que debían pagarse a cada comunidad que servía mensual­ mente en la ciudad se distrajeran por el corregidor o por el mismo admi­ nistrador de mitayos199. La mita urbana, como los trabajos agrícolas, fue presionando cada vez más sobre la población indígena, a medida que se experimentaba su disminu­ ción. Los administradores se basaban en recuentos practicados hacía años para fijar la cuota mensual que debían proporcionar los pueblos pero no tenían en cuenta la disminución asombrosa de los indios200. Los indios del corregimiento de Sáchica, colocados bajo la jurisdicción de Villa de Leiva se quejaban especialmente de ser empleados con exceso201. Según 197 198 199 200

Ibid. t. 35 f. 750 r. ss. Ibid. Vis. Boy., 1.13 f. 250 r. ss. Ibid. f. 129 r„ t . 10 f. 419 r„ 1.18 f. 691 r. Ibid. 1.10 f. 594 r. Vis. Tol., t. 2 f. 639 r.

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¡os indios del pueblo de Sáchica, encomienda de Juan Pérez de Salazar, eran ... muy molestados con el alquiler general de la Villa de Leiva porque nos piden muchos indios cada mes, que respecto de los pocos que somos no lo podemos dar y porque agora vuestra merced (Luis Henríquez) ha mandado dar indios de nuestro pueblo á Doña Isabel Leguízamo para el beneficio de su hacienda y damos indios para la obra de Nuestra Señora de Chiquinquirá y para San Agustín de la Villa de Leiva y a Francisco Rodríguez de Mo­ rales por provisión de la Real Audiencia, de manera que cada mes andan alquilados y fuera del pueblo más de sesenta indios y éstos llevan otros tantos más que les ayuden, y el pueblo no puede tolerar tanto trabajo, que desto resulta huirse y despoblarse y no tener tiempo ni comodidad para acudir a sus haciendas a la Villa de Leiva pide veinte y ún indios cada mes y a esta cuenta no hay indios en el pueblo para acudir a tantos particu­ lares... Los vecinos de la villa se quejaban, a su vez, de no disponer de indios suficientes. Para los servicios urbanos apenas les estaban repartidos 200 indios, de los cuales 55 eran suministrados por el pueblo de Tinjacá. La villa encontraba, además, resistencia de parte de los encomenderos que se obstinaban en limitar el número de mitayos a un 5%'de los tributarios, lo cual, según los vecinos, reduciría el servicio a sólo 50 indios. En junio de 1697, la Audiencia decidió a favor de la villa que se le repartieran los 200 indios pero al año siguiente el contador, Juan de Otálora, se opuso en for­ ma violenta a que el administrador de los mitayos, Juan González, sacara los indios de su encomienda de Iguaque. Según expresaba el contador en una carta, él había obtenido una promesa del corregidor de Tunja de que éste le daría alquilados a sus propios indios «... para reservarlos de la mala paga y trabajo de la villa...». La oposición del encomendero provocó cierta exaltación entre los vecinos, quienes, bajo la dirección de dos de los regidores, se pusieron casi en pie de guerra para allanar la encomienda de Iguaque y prender a Juan de Otálora y a su cuñado Alonso Carrillo203. Otra consecuencia notable del mercado urbano fue también la de afec­ tar la manufactura tradicional de géneros entre los indios. A partir de las tasas de 1571-1572 se había obligado a los indios a hilar no sólo mantas de algodón sino también de lana, siendo de cargo del encomendero propor201 Ibid. Vis. Boy., 1.12 f. 655 r., 1.18 f. 562 r. f. 737 r. 202 Ibid. 1.18 f. 562 r. 203 Not. Ia Tunja, 1570 f. 63 r.

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donar la lana en bruto. Un año antes de la tasa, en febrero de 1570 pl „ comendero de Suta, Antón de Santana, se había hecho construir de los ^ dios un obraje en los términos de su encomienda. Santana les descontó p0r el trabajo 80 mantas del tributo y los concertó de nuevo por 150 pes0s también del tributo, para que construyeran una acequia destinada a con ducir el agua que accionaría el batán204. Contrató también a Francisco Méndez, maestro batanero, por 250 pesos de oro fino (de 21 quilates) para que enseñara a los indios el arte de hacer paños205. En junio de 1570, el encomendero de Oicatá-Nemuza, Miguel Ruiz Co­ rredor, contrató por 120 pesos el trabajo de los indios de su encomienda para una construcción parecida206. Este obraje había sido autorizado por el presidente Lope de Armendáriz, el 8 de octubre de 1578. Una vez construído, el encomendero solicitó indios para que lo atendieran, no sólo de su propia encomienda sino también de los repartimientos de Chivatá, Motavita, Suta, Cómbita y Moniquirá, en los cuales había —según Ruiz Corre­ dor— cerca de tres mil indios. Pedía 50 indios adultos para cardadores, tejedores y bataneros y 50 muchachos (de 10 a 12 años) para que hilaran en tornos. Como para hacer frazadas y paños se requería mucho hilo de es­ tambre hilado, pedía también que las indias se ocuparan de hilarlo, dándoles la lana cardada y por peso fijo (tareas). Consultado el Cabildo de Tunja, recomendó que los indios solicitados se sacaran de la misma encomienda de Ruiz Corredor porque los demás estaban muy alejados y se necesitaban para atender el alquiler de la ciudad. Lope de Armendáriz procedió a fijar las condiciones de trabajo de los indios, el 16 de diciembre de 1578. Autorizaba que trabajaran los 100 indios solicitados, de la encomienda de Miguel Ruiz Corredor. Exigía, además, que se pagara a cada indio adulto 5 mantas de algodón de la marca, 5 pesos de oro corriente (de 18 quilates) anuales, más las raciones. Los muchachos ganarían 3 mantas y 2 pesos de oro. El encomendero alegó que el salario acordado para los muchachos era excesivo y el presidente accedió a mode­ rarlo reemplazando cada manta de algodón por 1 peso207. En la visita de Luis Henríquez, veinte años más tarde, se estableció que el encomendero no había pagado la obra construida por los indios. En 1601 se hizo avaluar y dél avalúo resultó que Miguel Ruiz adeudaba a los indios 450 pesos y nos les había pagado sino cien mantas, a pesar de que les había 204 205 206 207

Cae. e ind., t. 34 f. 702 r. Not. Ia- Tunja. 1570 f. 69 r. AHNB. Vis. Boy., t. 2 f. 652 r. Ibid. f. 637 r. ss.

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metido doscientas. En 1600 ocupaba 16 cardadores, 8 tejedores, 3 tinto­ reros/ 4 perchadores y 40 muchachos hiladores: y los muchachos cada día para hacer paños y perguetas una libra de lana cada uno. Y a los cardadores les daban de tarea a cada uno para paños ocho libras a cada uno. Y a los tejedores daba de tarea a cada uno cinco varas de paño y otra frezada y media cada día a cada uno, y otros cinco varas de sayas cada día y jergueta y costales cinco varas cada uno. Y a los perchadores cada día tenían de tarea perchar una frazada. Y que cada uno lavaba cada día cinco arrobas de lana. Y que la leña se traía con los bueyes del encomendero y la cortaban los gañanes y que también alquilaba indios y que el agua estaba cerca, que estaba y corría en el mismo batán. Y que todos estos indios... han estado concertados por todo este tiempo a doce pesos cada año y a cada uno y los muchachos a cinco pesos y que el encomendero les ha pagado su trabajo en descuento de sus demoras y lo demás en oro y a los muchachos les ha pagado en sayas, a medio peso vara...

En febrero de 1591, la Audiencia autorizó a Juan Rodríguez de Morales, encomendero de Soracá, para que construyera un obraje y se valiera de los indios de su encomienda. Sin embargo, el visitador Henríquez prohibió a Morales tener el obraje dentro de los resguardos de los indios, decisión que fue confirmada por la Audiencia en noviembre de 1601209. En 1539, el presidente González recomendó a los corregidores que esti­ mularan a los indios para que hicieran obrajes de paños, sayales, frazadas ysombreros210. En virtud de esta autorización, don Alvaro, cacique de Duita­ ma, junto con ocho capitanes, acordó construir un obraje en compañía del obrajero español Marcos Martín, el 10 de septiembre de 1596. El cacique y los indios aportarían los materiales necesarios para la construcción del obraje y la materia prima para atenderlo, además de la mano de obra. Se comprome­ tían a hacer una labranza ,de comunidad de 25 fanegadas de sembradura de maíz para sustentad a los trabajadorés, y el reparto de las raciones quedaba a cargo de Marcos Martín. Los indios ganarían un salario de 9 pesos de 13 qui­ lates, los varones adultos, y las mujeres y los muchachos, 6. Los productos del obraje se depositarían en un bohío con dos llaves que guardarían Martín y el cacique. Ambos debían rendir cuentas al corregidor de lo que se hiciera. Mar­ tíndebía llevar, además, un libro sobre la producción, las ventas y el pago de los salarios. Éstos se pagarían cada seis meses y lo que sobrara, después de 9

208 Ibid. f. 587 r. ss. 209 Ibid. t. 7 f. 128 v. 210 Ibid. Cae. e ind., t. 67 f. 320 r. ss. FCHTC. pp. 444 ss.

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satisfechos los tributos, se emplearía en comprar ovejas para atender las necesidades del obraje. El contrato con Martín se extendía por ocho años el obrajero se llevaría una quinta parte del producto líquido211. El obraje funcionó, efectivamente, a partir de septiembre de 1596. En 1602 tenía 10 telares y 30 tornos. Según el cacique, trabajaban 10 tejedores 12 cardadores, 8 perchadores, 2 bataneros, 4 tintoreros, 4 lavadores de lana, 2 apartadores, 2 urdidores, 4 devanadores, 4 indios mozos canilleros y 3g muchachos mozos y pequeños que se ocupaban en hilar en otros tantos tornos y dos indios picadores de palo brasil, ... y cada uno de ellos en su oficio tiene otro ayudante, que son doblados, y la lana se ha repartido entre las indias de este pueblo, a cada una una libra, y lo ha traído hilado cada quince días...

Las dificultades no tardaron en surgir. A comienzos de 1600, el presi­ dente Sande recibió quejas sobre la competencia de obrajero y sobre hurtos de ropa en que intervenía también el cacique del pueblo. El 3 de febrero, Alonso Domínguez Medellín, corregidor del partido, fue al pueblo de Duitama y exigió cuentas al obrajero. Según las cuentas se habían vendido, desde septiembre de 1596, mercancías por valor de 6.819 pesos, de los cua­ les se descontaron 3.366 pesos de gastos. Las ganancias, 3.453 pesos, se repartieron, según lo acordado, entre el obrajero Marcos Martín y el caci­ que y los capitanes de Duitama213. El corregidor quiso hacerse cargo del obraje y prescindir del obrajero pero los indios se opusieron. Sin embargo, pudo adueñarse de la adminis­ tración y exigió a los indios el pago de 200 pesos anuales por este servicio. En adelante se encargó de comprar lana, ... y todo lo que procedía lo vendía y se aprovechaba dello sin dar a los indios cosa alguna ni pagarles, y en el dicho tiempo no acabó de enterar a la caja lo que los indios debían de demora y requinto de los dos años...

Finalmente, Domínguez Medellín pudo deshacerse de Martín pero los indios se reunieron y juntaron 500 pesos para comprar cardas, palo brasil y lana. Sin embargo, el corregidor hostigaba a los indios y les exigía reza­ gos de los tributos de años anteriores. Según un capitán del pueblo,

211 212 213 214

Ibid. AHNB. Vis. Bol., t. 5 f. 667 r. Ibid. Cae. e ind., t. 67 f. 596 r. ss. Ibid. Vis. Bol, t. 5 f. 677 r. ss.

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... porque di una petición ante vuestra merced pidiendo que se asentase a cuentas conmigo sobre la ropa del batán, se enojó y me prendió a mí y a otros ocho capitanes del dicho pueblo y nos echó en un cepo diciéndonos que nos había de llevar a Sogamoso presos y de allí a Santa Fe, pidiéndonos demoras de tres años atrasados...

Según Cristóbal Ruiz de Herrera, defensor de naturales en la visita de Luis Henríquez, 61 indios que trabajaban en el obraje no había recibido sa la rio y ni siquiera ración sino que el corregidor les descontaba la totali­ dad de los tributos del pueblo, obligándolos a pagar por otros216. El cura doctrinero, Cristóbal de Sanabria, se puso de parte de los indios y manifes­ tó que en servicio de Dios y del rey, ni Domínguez ni otro corregidor debía tener la administración del obraje sino una persona designada por la Real A u d ie n c ia . Le parecía, además, que con buen orden y acudiendo los indios al trabajo, se podían sacar del obraje siete mil pesos al año217.

215 Ibid. f. 696 r. 216 Ibid. f. 688 r. 217 Ibid. f. 674 r.

Capítulo IV LA TIERRA

LA APROPIACIÓN DE LA TIERRA: ¿UN PROBLEMA HISTÓRICO JURÍDICO?

0 UN PROBLEMA

A fines del siglo XVI, dos generaciones de españoles habían vivido en el su elo de la Nueva Granada. Para esta época, prácticamente la totalidad de las tierras que habían sido roturadas por los aborígenes antes de la llegada de los conquistadores, y muchas que se incorporaron después al espacio aprovechable, habían pasado a manos de la casta dominante española. Sin embargo, precisamente a fines del.siglo xvi, la Corona española desconoció la validez de los títulos que se alegaban sobre los dominios y puso en mar­ cha una operación fiscal destinada a sanearlos. Esta medida, que de manera inexplicable se ha calificado como una «reforma agraria», no podía modi­ ficar esencialmente una situación de hecho. Si desde el punto de vista de las abstracciones jurídicas los títulos no existían (aúnque bastaba el pago de una suma irrisoria para «componerlos»), el dominio sobre la tierra era en cambio real. ¿Cómo se había llegado a esta situación? Entre las contradicciones de la política española hacia sus colonias pue­ de discernirse, a veces, una intenciqn mal formulada de establecer colonias agrícolas. El laboratorio que había sido la isla de La Española había visto sucederse esquemas económicos basados en las promesas de los yacimien­ tos de oro, en el drenaje de los excedentes agrícolas-de la sociedad indígena mediante el sistema del tributo y, finalmente, en el establecimiento firme de una economía de plantación en la que tuvo que recurrirse a la mano de obra esclava. Con todo, Colón había aportado en su segundo viaje ganado y semillas destinadas a implantar costumbres españolas en las nuevas re­ giones. Pero este designio podía difícilmente llevarse a cabo en medio de la excitación de la rapiña. La idea, sin embargo, no abandonaba del todo a la Corona española. Esto explica por qué, en el momento de capitular la conquista del Hinterland. de Santa Marta en 1535, Pedro Fernández de Lugo recibió la autoriza­ ción de repartir tierras y solares entre los conquistadores. Esta capitulación

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se refrendó con una Cédula de 22 de enero de 1535. Pedro Fernández n0 tuvo sin duda ocasión de ejercer su prerrogativa. Alonso Luis de Lugo, qUe sucedió a su padre en la gobernación de la Nueva Granada a fines de 1549 recibió un duplicado de la Cédula el 29 de noviembre de 15401. Como sé ha visto, Lugo verificó a su llegada una redistribución de las encomiendas depositadas originalmente por Jiménez y Hernán Pérez de Quesada. chas de las atribuciones de tierras que contienen los títulos de encomienda de la Nueva Granada pueden tener este origen. Posteriormente a los trabajos del historiador mexicano Silvio Zavala, se suele hacer una cuidadosa distinción entre los orígenes de la propiedad territorial y el sistema de servidumbre que se deriva de la encomienda. Según Zavala, los orígenes de la hacienda mexicana no pueden confundir­ se, de ningún modo, con la atribución de las encomiendas. Existió un régi­ men de la tierra bien diferenciado, es decir, una atribución independiente que, desde el punto de vista jurídico, no tiene nada que ver con el otorga­ miento de las encomiendas. No obstante, existe el hecho cierto de que muchos títulos de encomien­ da otorgados por los conquistadores, y aun por la misma Audiencia, men­ cionaban ambiguamente las labranzas de los indios como parte de lo que recibían los beneficiarios. Si se exceptúan los títulos otorgados por Alonso Luis de Lugo, esta gracia constituía una evidente infracción al principio general y, por lo tanto, es dudoso que, de jure, equivalieran a un título cons­ titutivo de dominio. Es más probable que el usufructo de las tierras se re­ cibiera, junto con la encomienda, por el término de ésta, es decir, por dos vidas, y que el sucesor gozara del mismo privilegio siempre y cuando lo especificara su propio título. Es probable también que para ciertas enco­ miendas se perpetuara la costumbre de incluir en los títulos la mención de las tierras de los indios. Así, el contador Juan de Otálora, al pedir la pose­ sión de su encomienda en Iguaque en 1575, reclama también la tenencia y posesión ... de las tierras y estancias y aposentos y labranzas y bohíos y casa y sitios dellos que están y quedaron por fin y muerte del dicho Pedro Rodríguez Ca­ m ón y que estuvieron en el término del dicho pueblo de Iguaque...

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AGI. Santa Fe L. 1174 Lib. 2 f. 35, R. C. lie 22 enero 1535, en DIHC. DI, 211. El texto de las capitulaciones en Ibid. 199. La R. C. de 29 noviembre 1540 en «Cabildos de la ciudad de Tunja», dt. p. 16. AHNB. Vis Boy., T. 12 f. 766 v.

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Existió, ciertamente, un régimen jurídico diferenciado tanto para las encoíno para las mercedes de tierra. Y, sin embargo, el problema histórico es completamente distinto en otros sitios que no sean México3, primero, porque la configuración de la hacienda mexicana data del siglo XVII como resultado de un desarrollo tardío y ajeno a la encomienda. Las haciendas sucedieron a la encomienda en México cuando la mano de obra indígena comenzó a faltar y se hizo preciso fijarla a la tierra. No está probado, sin embargo, que este proceso haya sido semejante en el resto de Hispanoamérica. Los grandes latifundios del valle del Cauca (lo más semejante que podemos encontrar en la Nueva Granada a las hacien­ das mexicanas) tuvieron su origen en atribuciones de tierra en el curso del siglo XVI. Allí los indios faltaron desde el principio casi totalmente4 y los propietarios se esforzaron, en consecuencia, por juntar indios dispersos y fundar pueblos en el centro mismo de sus propiedades. Estos pueblos, de donde se sacaba una parte de la mano de obra (también se empleaban es­ clavos que se trasladaban periódicamente de las minas), se convirtieron en parroquias a fines del siglo XVIII, como consecuencia de un proceso de mes­ tizaje de la población5. Este proceso presenta similitudes con respecto a la hacienda mexicana. Sin embargo, las condiciones demográficas de la re­ gión permitieron que surgiera en el mismo siglo XVI y que sus característi­ cas fueran reforzadas por el sistema de encomienda. En otras zonas, en donde las m'asas indígenas eran mucho más densas, la tesis de Zavala no encuentra una confirmación. Al estudiar el origen de la propiedad territorial no se trata de examinar la función de una ley o de deducir un proceso concreto a partir de un principio abstracto. Admitamos que durante el siglo XVI existieron dos mécanismós jurídicos que tenían como fin, sea distribuir un cierto número de indios entre beneficiarios que los utilizaban a su antojo, sea otorgar la propiedad de ciertas tierras. Ahora bien, en el momento de la distribución de los indios o del otorgamiento de c o m ie n d a s

3

4 5

Sobre las relaciones de la encomienda y de la hacienda en México Cf. la tesis de Zabala, op. cit., Francois Chevalier, Information des grands domaines au Mexique. Terre et sociétéaux XVIe-XVlIe siecles. París, 1952. Ch. Gibson, Los aztecas bajo el dominio español. México 1967 pp. 229 ss. y la tesis más reciente de James Lockhart, «Encomienda and hacienda, The Evolution of the Great Estate in the Spanish Indies», en The Hispanic American Historical Review. Vol XLDC p. 411-429,1969. Cf. Cieza de León, op. cit., p. 377. * Cf. Tulio Enrique Tascón, Historia de la conquista de Buga. Bogotá, 1938, pp. 239 ss. y Gustavo Arboleda, Historia de Cali. 1928, passim. Estas dos «historias» resultan útiles por el hecho de que transcriben, al azar de la cronología, las actas de los cabildos de Cali y Buga. Una edición literal de estas actas prestaría mejores servicios.

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tierras esta diferencia sutil no contaba para nada. Entonces se imponía un sistema de poder y un nudo complejo de relaciones que eran, en toda la jerarquía de las relaciones sociales, concretos a más no poder. En teoría, era la Corona la que acordaba derechos sobre indios y tierra En la práctica del siglo XVI, eran los cabildos, compuestos casi siempre por encomenderos, los que daban títulos sobre las tierras. Aquellos que a su vez se hacían otorgar la tierra eran los mismos que disponían de la mano de obra de las encomiendas. Así, no cabe duda de que los encomenderos hayan gozado, en usufructo al menos, las tierras de sus encomendados. El papel del tributo, al determinar los cultivos que los indios debían hacer en provecho de sus señores, no podía sino reforzar ese usufructo. De allí a apropiarse de las tierras, a medida que se extinguía la población indígena no había más que un paso. Solo un obstáculo impedía la formación de grandes dominios explota­ dos con un mínimo de eficiencia: la precariedad de los títulos y el cambio de encomenderos. La posesión derivada de la encomienda no estimulaba empresas-agrícolas estables. Los encomenderos preferían hacer pastar ga­ nados en las cercanías de los cultivos indígenas, lo cual les permitía usu­ fructuar enormes cantidades de tierra a un costo muy bajo y con una rentabilidad relativamente elevada. Pero aun si una familia lograba rete­ ner la encomienda durante tres o cuatro generaciones, superando el límite de las dos generaciones previstas en las Nuevas Leyes, no podía tampoco impedir los recortes que imponían a su posesión los otorgamientos a otros pretendientes. Al cabo de las dos, tres, o cuatro generaciones, los poseedo­ res se veían constreñidos a abandonar las tierras frente a la nueva atribu­ ción de la encomienda y a la consiguiente privación de un privilegio sobre la mano de obra. Ésta era más bien una situación de hecho puesto que mu­ chos encomenderos obtenían títulos de las tierras que usufructuaban. En 1603, el oidor Luis Henríquez, quien había examinado la situación de cer­ ca, podía afirmar que ... En lo tocante a estancias, tierras de pasto y labor se dice que (de) las más poseen o tienen títulos de los gobernadores o cabildos de Santafé y Tunja los encomenderos, los cuales —junto a los indios encomendados—, siem­ pre han procurado las mejores de labor y las demás para criar ganados y ensancharse con estos títulos de forma que ninguno se les llegue cerca, y así hay hombres de veinte, treinta, cuarenta y más estancias y tanto duran estas haciendas cuanto dina la encomienda, porque muerto el encomendero, si sucede algún extraño, es fuerza vender las estancias y granjerias porque el sucesor no consiente salgan los indios que son necesarios para la adminis-

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tración de las haciendas y se han de perder por fuerza o ceder la misma hacienda...

Esta situación inestable de las explotaciones agrícolas explica en parte efectiva supresión de los servicios personales en 1598. El salariado indí­ gena (o sistema de «conciertos») hacía más fluidas las relaciones con la niano de obra indispensable para las haciendas de antiguos encomenderos o para todo aquél que quisiera explotar la tierra. Las composiciones de fines del siglo xvi y de 1636 vinieron a estabilizar aún más las explotacio­ nes agrícolas. Sin embargo, todo el proceso de los otorgamientos por parte de los cabildos en el curso del siglo xvi había creado ya situaciones de hecho que las reformas de 1590 no hacían sino sancionar-.. la

EL PROCESO HISTÓRICO DE LA APROPIACIÓN DE LA TIERRA

La ocupación económica de la tierra por parte de los españoles debió ser forzosamente muy lenta en sus comienzos. Los primeros núcleos de la ocu­ pación española en América fueron las «ciudades». Este espacio primor­ dial obedecía a un concepto jurídico y político más bien que significar una concentración propiamente urbana que se justificara por la especialización económica. La ciudad como espacio concreto buscaba la implantación de una «república» de españoles que'no integraba forzosamente su contexto rural mediante relaciones económicas normales sino que se afianzaba por la dominación política y militar en medio de un sistema económico pree­ xistente. En las regiones de frontera, ciudades como Ibagué, Vitoria, Buga o La Plata ni siquiera poseían una base firme d.e dominación política y ju­ gaban entonces el papel exclusivo de avanzadas militares. La dominación política o militar bastaba casi siempre para asegurar la subsistencia de las ciudades en sus comienzos. El sistema del tributo dre­ naba de las sociedades indígenas los excedentes* económicos necesarios y en las regiones de frontera la explotación de yacimientos de oro proporcio­ naba una base de sustentación aleatoria, es cierto, pero suficiente. El emplazamiento privilegiado de estas ciudades les aseguraba una re­ serva, muy pronto agotada, de pienso para las bestias que los conquistado­ res debían mantener, y de maderas combustibles. Desde el momento en que estos dos elementos comenzaron a faltar en los alrededores de la ciu­ dad, los indios debieron proporcionarlos. Esta servidumbre fue cada vez 6

AGI. Santa Fe L. 18 r. 1 Doc. 15.

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más pesada a medida que las fuentes de abastecimiento de maderas y de pastos naturales se alejaban de las ciudades. La repartición de las tierras no sobrepasaba entonces los límites asigna. dos a los «términos» de la ciudad. Es cierto que el asentamiento urbano como tal, despojaba de hecho a los indios par asegurar sus propios ejidos y para proveer a los vecinos de algunas caballerías. Según el acta del prj. mer cabildo de Tunja (18 de agosto de 1539), se avecindaron en la ciudad veinte conquistadores. El 24 de diciembre fueron aceptados como vecinos otros 287. Todas estas personas debían recibir solares para edificar sus ca­ sas y huertas y caballerías para su sustento. En cuanto a los indios que se congregaban en torno al cercado del cacique de Tunja, sus viviendas ha­ brían sido desplazadas, como lo prueba el hecho de que se prohibiera a los vecinos desmantelar el cercado para proveerse de madera en la construc­ ción de sus propias casas8. Los pueblos vecinos también sufrieron despo­ jos. El 27 de septiembre de 1541, el encomendero de Chivatá, Pedro Rivera pidió al Cabildo que ... por cuanto en la pertenencia de los indios que en el dicho Rivera están depositados, sus mercedes han proveído caballerías de tierra para sembrar en ellas, que pide a sus mercedes no se consienta, ni den lugar a que los dichos indios, por desposeerlos de su tierra, se rebelen...

Es evidente que los frecuentes otorgamientos de tierra por parte de los Cabildos debían suscitar conflictos entre los conquistadores. En 1543, el procurador de Santa Fe representaba ante el Cabildo de la ciudad que ... se han dado tierras a personas qué ni habían servido cuando se les dio, ni sirvieron después, y entonces dieron un decreto inútil diciendo que den­ tro de un mes presenten todos sus títulos...

Esta queja indica que en muy pocos años se había producido una satu­ ración del espacio disponible. Dada la dependencia de la ciudad respecto a los abastecimientos que provenían de los cultivos indígenas, este espacio no era ilimitado. De otro lado, el otorgamiento de caballerías a los vecinos podía usurpar tierras de indígenas encomendados. Como se ha visto en el caso del encomendero de Chivatá, los encomenderos se oponían a que se otorgaran las tierras de sus indios. Este celo no era, claro está, desinte7 8 9 10

Repertorio Boyacense, Nfi 3, sep. 1912, pp. 87 ss. Libro de Cabildos de ¡a ciudad de Tunja, 1539-1542, Vol. I, Bogotá, 1941 p. 15. Ibid. p. 148. Cf. G. Hernández de Alba, «Los primeros cabildos», dt. p. 46.

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reSado. Además de que ellos recibían de estas tierras todos sus abasteci­ mientos, se sentían con más derecho a obtener su título que cualquier otro

^tendiente. Por esta razón los cabildos ordenaron, en ocasiones, que jos primitivos beneficiarios abandonaran tierras otorgadas en «perjuicio de los indios»11. Entre 1539 y 1542 se otorgaron en Tunja muchas más huertas y solares que caballerías. No obstante, llegó a darse una crisis en el otorgamiento de estas últimas por la escasez de tierras y, a comienzos de 1542, el Cabildo se mostró renuente a seguirlas concediendo. En Santa Fe llegaron a pedirse justificaciones de títulos sobre la tierra ocupada. Juan de Pineda, procura­ dor de Tunja en 1542, pidió por dos veces que se ensancharan los términos dela ciudad para que todos los vecinos tuvieran caballerías en dónde hacer sus sementeras12. En los primeros años, cuando se usufructuaban plenamente los dere­ chos de conquista, nada impelía a los conquistadores a apoderarse de las tierras de los indios. Todos los habitantes podían disponer de algunas ca! ballerías, que se destinaban a mantener ganados, en las cercanías de la ciu­ dad. Aun aquellos que no poseían una encomienda vivían a la espera de recibir una. La ciudad podía replegarse voluntariamente sobre sí misma para vivir de los despojos de la conquista. El conquistador vivía entonces al acecho de nuevas empresas y nada lo urgía a emprender una labor colo­ nizadora. Casi simultáneamente (en 1544), los cabildos de Tunja y Santa Fe señalaban la ruta que debía comunicar'a las dos ciudades y a Tunja con Vélez y Duitama. Esta medida no obedecía solamente al criterio fijado por la política segregacionista española en defensa de los indios, y que prohi­ bían penetrar en sus pueblos. Era también una manera de indicar el espa­ cio controlado por la ciudad y la irreductible separación de las dos «repúblicas»13. El establecimiento de los españoles condujo, poco a poco, a la ocupación de tierras cada vez más alejadas del núcleo inicial. Al tiem­ po de la fundación'de Villa de Leiva, por ejemplo> se repartieron entre los vecinos las tierras de los indios del pueblo de Sáchica. En el asentamiento mismo de la villa se utilizaron las" tierras de los indios de Moniquirá-Saquencipa. Dos meses antes.-de la fundación, el licenciado Juan López de Cepeda había visitado este pueblo y los indios le habían informado que Juan de Angulo y Juan de Mayorga (vecinos de Vélez), sus encomenderos, 11 Ibid. p. 46-47. 12 Libro de Cabildos, dt. p. 168 y 187. 13 Cf. Hernández de Alba, transe, dt. p. 49. AGI. Eser. Cam. L. 785 dt. por U. Rojas, Corre­ gidores, dt. p. 33.

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les habían tomado sus tierras. En diciembre, el contador Juan de Otáln hizo «apuntamiento» de algunas personas que se avecindarían en la vil]3 para otorgarles tierras. Diez vecinos recibieron así 215 fanegadas de sem bradura que habían pertenecido a los indios. En 1576, éstos se quejaron del despojo ante el oidor Diego de Narváez pero al final llegaron a un acuerd0 con los vecinos, según el cual a los indios se les restituirían 65 fanegadas v cederían las restantes 150. No obstante, el proceso de apropiación de tie. rras por parte de los españoles continuó como si el acuerdo no hubierexistido: en 1592, el alguacil Juan Díaz de Martos encontró que se habíar repartido en los dos pueblos, fuera de las primeras otorgaciones, 43 estan­ cia s más, en las cuales los indios habían tenido quinientas labranzas14. El proceso de la apropiación de la tierra por parte de los españoles estaba sin duda, ligado a un problema de equilibrio entre sus propias necesidades y la capacidad de las economías indígenas para satisfacerlas mediante la insti­ tución del tributo. Este equilibrio tendía a romperse muy pronto dado el au­ mento constante de los vecinos y las resistencias de la sociedad indígena a abastecer las ciudades. Aparecen entonces las primeras «estancias», las cuales se forman dentro de los límites de una encomienda. El tributo se convierte en un pretexto para forzar el trabajo de los indios en provecho del encomendero. Éste pasa a ser así el usufructuario de las tierras de los indios. La declinación de la población indígena y los consiguientes «poblamientos» contribuyeron a confinar a los indios, cortándolos de sus tierras. Como se ha visto, los poblamientos se intentaron en diferentes épocas, a partir de 1560. Cada uno obligaba a los indios a abandonar tierras que los españoles se apresuraban a solicitar como tierras vacas. Hacia 1560, con ocasión del primer poblamiento ordenado por Tomás López, se ven apare­ cer las primeras grandes estancias de Popayán que pertenecían a Diego Delgado, Francisco Mosquera, Pedro de Velazco y Bartolomé Godoy. En todas ellas los indios habían sido sacados de su encomienda para servir en la estancia. Para justificar este empleo abusivo de la mano de obra enco­ mendada, los «propietarios» pretendían que los indios recibían un favor al ocupar sus propias tierras. Así, en 1569, los propietarios de Popayán pre­ tendían que los indios les pagaran arrendamiento puesto que ... a: vuestra merced le consta que en algunas estancias y caballerías que tenemos por nuestras posesiones están algunos indios poblados y éstos se­ rían obligados a nos pagar la ocupación que en tales nuestras tierras tienen. Pedimos y suplicamos a vuestra merced (el oidor Hinojosa) aclare lo que

14 AHNB. Vis. Boy., 1.18 f. 564 r„ t. 7 f. 569 r. Resg. Boy., t. 3 f. 350 v. ss. f. 331 r. ss.

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cada uno podrá dar porque le dejásemos vivir y sementar en nuestras pro­ piedades...

Se trataba todavía de propiedades vecinas a la ciudad, como en Pasto, ¿onde el valle en donde está asentada la ciudad reunía indios quillacingas vpastos mantenidos allí para trabajar en los cultivos de los españoles. Los

¡¡ídios forasteros no poseían una sola pulgada de tierra y los oriundos del valle ya habían sido despojados. Según el fiscal García de Valverde, ... el cabildo desta ciudad ha proveído tantas tierras y estancias en las tie­ rras de los propios indios, que asimismo están sin ellas y tienen menos de lo que cada uno ha menester...

En la región de Tunja eran frecuentes las ocupaciones de hecho. En 1572, en el curso de la visita de Juan López de Cepeda, el defensor de na­ turales Gabriel Gómez representaba que los encomenderos Jerónimo de Carvajal, Juan de Avendaño, Andrés Jorge y Gómez de Cifuentes ... han tomado y tienen unas estancias de labores en tierras destos indios de Motavita, de la encomienda del adelantado deste Reino, los cuales indios me han hecho relación de que los susodichos reciben mucho daño y moles­ tia porque a causa de lo susodicho no tienen en que laborar ni sembrar...

Obsérvese que Motavita era una de los pueblos de indios más próximos a Tunja. En lugares más apartados, los indios continuáron trabajando sus tierras y asistiendo a sus mercados tradicionales. Claro que ahora el enco­ mendero participaba más y más de los excedentes de esta economía y en sitios próximos a la ciudad tomaba la iniciativa fundando estancias que se hacía atribuir por el Cabildo. En la región vecina de Santa Fe*—la Sabana de Bogotá— el proceso está Hustrado por la formación de uno de los más importantes dominios de la Nueva Granada, lá hacienda de Francisco Maldonado de Mendoza, cuya extensión era más o menos de 45 mil hectáreas, la tercera parte del área total de la Sabana de Bogotá. ’ De las medidas de la hacienda puede colegirse la antigüedad de los otor­ gamientos. Diez y siete estancias «antiguas» de ganado mayor habían sido otorgadas antes de 1585, cuando las mercedes utilizaban una medida de seis mil pasos por seis mil para la estancia de ganado mayor y de tres mil 15 AGI. Justicia L. 639 f. 107 r. 16 Ibid. Quito L. 60 f. 601 v. 17 AHNB. Vis. Boy., t. 2 f. 12 r.

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por tres mil para las estancias de pan, o tierras de labor, es decir, unas 2 549 hectáreas y 635 respectivamente (el «paso» equivalía a una vara de castilla de 0,84 m). Las estancias, como unidades de mensura agraria, variaban en cada lugar, de acuerdo con disposiciones del Cabildo. A partir de 1585, sin embargo, las enormes medidas utilizadas primitivamente para los otorga­ mientos se redujeron considerablemente en Tunja y en Santa Fe. Según or­ denanzas expedidas en estas dos ciudades, la estancia de ganado mayor se redujo a 370 hectáreas en Tunja y a 327,5 en Santa Fe. La estancia de pan midió en adelante 69 hectáreas en Tunja y 90,3 en Santa Fe18. La hacienda de Maldonado de Mendoza incluía también ocho estancias modernas, o de otorgamiento posterior a 1585, y seis estancias de pan de la nueva medida. Las estancias más antiguas habían pertenecido a con­ quistadores que habían preferido marchar a España, cediendo sus dere­ chos a Antón de Olalla, el encomendero del pueblo de Bogotá, en torno al cual se encontraban las estancias. Según los títulos de la hacienda, los otor­ gamientos se habían efectuado así: Juan de Avellaneda - -título de 1543 Honorato Bernal 1543 1547 Pedro de Orsúa Hernando del Prado 1547 Cristóbal Marquina 1586 ? Luis López Ortiz Hernando Pardo 1586

Juan de Alcalá —título de Juan Fuerte Pedro Martín Cap. Feo. de Alava Rodrigo Pardo Alonso Coronado Cap. Hernando Velazco

1543 1547 1547 1578 1583 ? 1586

Tres de los títulos provenían de la época de Alonso Luis de Lugo, cuatro de la de Diez de Armendáriz y los restantes de Lope de Armendáriz. Antón de Olalla recibió la estancia original en 1568, bajo la presidencia de Venero de Leiva. Su propia mujer y su hija recibieron también estancias antiguas en 1583. Lope de Armendáriz y el presidente Antonio González otorgaron también varias estancias «modernas» a Francisco Maldonado de Mendoza, quien sucedió a Olalla por el matrimonio con su hija, Jerónima de Olalla19. 18 AGI. Santa Fe L. 66 dt por U. Rojas, Corregidores, p. 184. Escr. Cam. L. 763 pieza 2- f. 41 r. ss. Cf. Emest W. Aitken, «La estanda de ganado mayor en los siglos XVI y XVII». BHA. Vol. XXIX, NQ338. Dic. 1492, p. 1023. El autor discute, basado en documentos del Cabil­ do de Tocaima, una tesis de Páez Courvel. La polémica podría ampliarse todavía, puesto que las estantías no eran uniformes en toda la Nueva Granada y su extensión dependía de ordenanzas munidpales. 19 AGI. Eser. Cam. L. 763.

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A comienzos del siglo xvn, este dominio podía mantener siete u ocho mil jabezas de ganado, mñ muías (24 mñ arrobas, o sea 270 toneladas) y se reco'an allí cuatro mñ «hanegas» de trigo. Ubicada en el extremo noroccidental j ela Sabana y atravesada por el camino que conducía a Tocaima, la hacienda acogía ganado que venía de Neiva, a razón de un peso y medio cada cabeza, lacual se vendía en Santa Fe a seis pesos, después de seis meses de engorde. gsta propiedad creció en el siglo XVI a expensas de las tierras de los ¡ndios de Bogotá (hoy Funza), cuyo cacique era uno de los más importantes ¿el reino chibcha. Un dibujo del dominio de 1614, conservado en el Archi­ vo de Indias20, muestra cómo el cercado del cacique había sido desplazado yarrinconado en tierras pantanosas, muy cerca de la estancia principal del encomendero. Los cultivos de los indígenas rodeaban el pueblo y el caci­ que poseía una estancia de ganado. La estancia principal del encomendero (sus «aposentos») estaba cercada y servía evidentemente para el cultivo de trigo. Todas las tierras restantes, cortadas por el camino a Tocaima, esta­ b a n reservadas para la ganadería. Se trataba, en gran parte, de tierras inun­ dadas por el río Bogotá pero en donde había también un pantano salado que las hacía especialmente aptas para la ganadería. A pesar de la antigüedad de los títulos sobre estas tierras, es poco pro­ bable que los españoles las hayan ocupado antes de 1560. En agosto de ese año, el Cabildo de Santa Fe contrató con Pedro Navarro la construcción de unpuente sobre el río Bogotá. En octubre.del año siguiente, el fiscal García de Valverde observaba que en la ciénaga de Fontibón los indios se ahoga­ ban todos los años y que era preciso construir un camellón21. Este proceso de paulatina ocupación de tierras fértiles o aptas para la ganadería, que irradiaba desde un núcleo urbano .español, puede confinarsea la región de los altiplanos (Santa Fe, Tunja, Pasto y Popayán). El interés por estas tierras, que ya habían sitdo roturadas por los indios, contrasta con el abandono en que permanecieron por mucho tiempo vastas zonas despo­ bladas de indígenas. El origen de la hacienda-«Cimarronas» ñustra este fenómeno. En 1582, Gregorio Astigarreta —un rico comerciante de Cali— reclamaba las tierras que iban desde la ciudad de Buga «hasta por bajo de LaPalma». El origen de esta demanda no estribaba en el valor de las tierras 20 Ibid. Panamá. Ns 342. «Pintura de las tierras, pantanos y anegadizos del pueblo de Bo­ gotá, hecha por mandato de la Real Audiencia desta ciudad de Santa Fe deste Nuevo Reino de Granada, en la causa que en ella trata el señor fiscal don Francisco Maldonado de Mendoza. Por nos, Alonso Ruiz Galdámez, receptor, y Juan Aguilar Rendón, pintor, en el mes de abril deste año de 1614 años». 21 AHNB. Rl., Hda., 1.17 f. 401 r. y f. 428 r.

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sino en el hecho de que allí pastaba una gran cantidad de ganado cimarró Según Astigarreta, quien poseía una estancia entre las jurisdicciones d¿ Cali y Buga y llevaba ganado desde allí hasta los yacimientos antioqueños el ganado cimarrón procedía de algunas reses que se le habían extraviad1 por el camino trece años antes. Según otra versión, este ganado procedía de reses extraviadas durante la expedición del capitán Estupiñán que ha bía ido a poblar la ciudad de Buga. El pleito que se originó de estas dos versiones duró desde 1578 hasta 1613, cuando se pronunció sentencia contra los herederos de Astigarreta. El ganado, que pastaba libremente, debió multiplicarse enormemente en estos años y dio origen a la propiedad qUe a comienzos del siglo XVII explotaba Antonio Maltés22. Así, mientras que en el occidente el traslado de Buga desde los flancos de la cordillera al valle del Cauca, y su transformación de «presidio» de frontera en un centro agrícola, encierra el valle del Cauca y da comienzo a la formación de grandes latifundios con muy poca mano de obra, en los altiplanos del Nuevo Reino la ocupación de tierras en desmedro de los indígenas culmina en la década de 1575-1585. Según el testimonio del oidor Guillén Chaparro, el otorgamiento de tie­ rras por parte de los cabildos había sido tan desordenado que los indios se veían empujados a tierras ardientes o a páramos improductivos23. El teso­ rero Gabriel de Limpias sostenía que algunos beneficiarios revendían las tierras otorgadas en forma ilimitada por los cabildos. Algunos, como el alguacil Pedro Xuárez, especulaban con las tierras de las que habían obte­ nido un título para regresarse a España24. En 1583, el mismo año en que estos-funcionarios escribían sus quejas, una Cédula Real25 recomendaba que se restituyera a los indios las tierras que los encomenderos habían usurpado en su provecho y en el de sus hijos y amigos. Posiblemente, esta Cédula fue una de las causas que provocaron la fronda municipal contra la autoridad de los visitadores Monzón y Prieto de Orellana. Es posible también que la presión sobre las tierras de los in­ dios fuera una consecuencia de la crisis minera de los años setenta en los yacimientos del Nuevo Reino. Según los oficiales reales, en esa época los mineros abandonaban las minas y vendían sus esclavos por no tener yaci­ mientos en los cuáles emplearlos26. 22 23 24 25 26

Ibid. t. 20 f. 90 r. ss. AGI. Patr. L. 27 r. 4 Ibid. Santa Fe L. 68 r. 1 Doc. 33. AHNB. Resg. Boy., t. 6 f. 51 r. R. C. de 1Bnov. 1583. AGI. Santa Fe L. 68 Doc. 32.

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A partir de 1580 se observa una creciente presión sobre las tierras de los indios en la región de Tunja. En ese año, el encomendero de Paipa, Gómez Cifuentes, pidió para su hijo Francisco de Monsalve una estancia de tierras que afirmaba ser baldías, en su repartimiento. Su petición entró en conflict:0 con otra similar de Juan Antonio de Ahumada, yerno de otro po­ deroso encomendero de Tunja (Bartolomé Camacho). Ahumada obtuvo la e sta n c ia pero chocó con la oposición del encomendero, quien indujo a los indios a incendiar sus bohíos en 1584. Según D. Martín, capitán del repartimiento de Paipa, los indios habían poseído tierras en ambas márgenes del río Paipa —hasta los confines de Sativa, Tuta y Ocusá— en donde sembraban maíz y papas. Desde hacía cinco o seis años, sin embargo, ... muchas personas españoles han pedido estancias de ganados mayores y menores... como son Gómez de Cifuentes e Bartolomé Camacho e Juan An­ tonio y Fulano de Cáceres, diezmero, y otras muchas personas, de tal manera que nos han despojado de la mayor parte de nuestras tierras y no tenemos adonde sembrar, ni menos adonde traer yeguas y ganado, ni para hacer labranzas de comunidad...

La Audiencia intervino en este conflicto y comisionó al corregidor de Tunja, Antonio Jove, para que hiciera justicia a los indios. El corregidor

ordenó en julio de 1586 devolver fas tierras que los radios necesitaran y prohibió al Cabildo proveer estancias en perjuicio de los naturales, so pena de perdimiento de oficios. El I a de agosto, un nuevo auto de la Audiencia dispuso que se otorgaran resguardos a los indios, aun privando de tierras a quienes las estuvieran gozando por mercédes del Cabildo27. Algo similar ocurrió con tierras de los indios de Suta, encomienda de Alonso Sánchez Merchán. En 1§86, Juan Núñez Maldonado, quien había llegado al Nuevo Reino én 1582 y.afirmaba haber participado ya en una expedición contra los indios de Muzo, pidió al Cabildo de Tunja un pedazo de tierra en Suta. Bernardino de Albornoz, fiscal de la Audiencia y defensor de los indios, se opuso a que se otorgara hasta que se aseguraran resguar­ dos a los indios. Se nombró* a Pedro Bustamante Quijano juez de comisión para que midiera la estancia que Núñez había pedido, cuidando de dejar resguardos a los indios. Bustamante informó que los indios tenían tierras de sobra pues ya no quedaban sino 230 tributarios, los cuales disponían de tierras en las que podían cultivar 1.500 a 2.000 fanegadas de sembradura. 27 AHNB. Tierras Boy., t. 44 f. 494 r. ss. f. 542 r. ss. f. 604 v.

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Señalaba, con evidente exageración, que los indios no aprovechaban esta ' tierras y apenas tenían cultivadas cuatro o cinco fanegadas en quince ^ brancillas dispersas. Aun éstas se habían apresurado a sembrarlas cuando enteraron de que un español había pedido estancias. Se trataba, según el juez de comisión, de tierras muy buenas, capaces de remediar la escasez d cereales, pues se podrían coger en ellas cuatro o cinco mil fanegadas efe trigo. Acto seguido procedió a medir para la estancia de Núñez siete m¡i varas por tres mil quinientas, es decir, un área equivalente a í.904,6 ha28 Ni aún los dominios de la Corona se encontraban al abrigo de los asalto' ’ de los cabildos que sancionaban con títulos ocupaciones de hecho. En 1584 el visitador Prieto de Orellana denunció a uno de los corregidores de Tun­ ja, Martín de Rojas, quien había usurpado veintidós estancias a los indios de Sogamoso. Ese mismo año, el visitador intentó restituir algunas tierras a los indios. Para ello envió a su yerno, Cristóbal Chirino, y al escribano de la visita, Juan de Trujillo, a los pueblos de la Sabana de Bogotá y a Melchor Vásquez a la provincia de Pamplona. A pesar del testimonio del visitador, según el cual los encomenderos no habían puesto obstáculos a las restitu­ ciones, la visita originó finalmente una serie de conflictos que hicieron que se suspendiera antes de tiempo. Estos años están marcados por la lucha de los cabildos de Tunja y Santa Fe para mantener sus privilegios frente a la Audiencia y los visitadores reales. Como respuesta a la intervención frecuente de éstos en el problema ^de tierras, el Cabildo de Tunja elaboró en 1585 unas ordenanzas en las que atribuía el privilegio de otorgar o de rehusar tierras en su jurisdicción, en­ tonces las más importantes de la Nueva Granada para la agricultura. Las ordenanzas fijaban las unidades de mensura (estancias, huertas, solares y cuadras) propias de la provincia y reservaba el privilegio de recibir tierras para aquellos vecinos que habían habitado ocho años.y poseían «casa po­ blada» en los términos de la ciudad. Los simples ocupantes de las tierras serían desposeídos. Sin duda, el Cabildo entendía que la situación de hecho se producía cuando él mismo no otorgaba un título. Por eso el rigor de esta ordenanza se atenuaba en lo que concernía a los vecinos de la propia ciudad. Éstos serían preferidos en 4os otorgamientos, aún si eran ocupantes de hecho, pues como vecinos 28 Ibid. Vis. Boy., 1.10 f. 596 r. ss. En 1598, Isabel Zambrano compró una parte de la estantía a Núñez y su mujer. En 1620 declaró que la había comprado actuando como testaferro del encomendero de Suta, Pedro Merchán de Velazco. En 1621, éste permutó un pedazo por otro de los resguardos de los indios de Suta. Ibid. f. 549 r. ss.

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iempre podían obtener el título del Cabildo. Se prohibía también la venta ¿e las tierras otorgadas hasta que no se comenzara su explotación. Como consecuencia de estas ordenanzas, el Cabildo otorgó el mismo aÜo de 1585 un número inusitado de estancias. Así, en el solo territorio de Qicatá-Nemuza (encomienda de Miguel Ruiz Corredor) se repartieron en ]oS meses de marzo y abril seis estancias de ganado menor. En Toca tam­ bién pidieron tierras los vecinos. A raíz de estas peticiones se originó un pleito entre el encomendero, Antonio Ruiz Mancipe, y los que pretendían las tierras. Éstos se quejaron de que el corregidor de Tunja, Gabriel López de Lurueña (quien había recibido una estancia en Oicatá-Nemuza), favo­ recía al encomendero y dilataba la entrega de las tierras. Se envió a un juez de comisión, Juan Chacón de Porras, para que midiera mil pasos (en cua­ dro) que se reservaban para los indios. Más tarde, los vecinos afirmaban que el juez de comisión había favorecido también al encomendero al ásignar casi todas las tierras a los indios, con el solo objeto de que el encomendero pudiera utilizarlas para pastos, pues tenía doce mil cabezas de ganado29. Finalmente, en 1586, el fiscal Bernardino de Albornoz intento una vez más que se ejecutara la Cédula de 1584, en la que se ordenaba restituir las tierras a los indios. El 7 de octubre, la Audiencia ordenó que los españoles a quienes se había proveído estancias comenzaran a explotarlas en el tér­ mino de tres meses. Si esto no ocurría se autorizaba a los caciques e indios de los repartimientos en que estaban ubicadas para quej penetraran en ellas y las cultivaran30. Para esa época, sin embargo, no podía fijarse un criterio económico so­ bre explotación de la tierra y limitar así el proceso _de apropiación. Si los españoles no poseían una encomienda que lfes procurara mano de obra gra­ tuita, o ésta era insuficiente, bastaba con que introdujeran ganados para considerarse que las tierras estaban explotadas. Por eso Pedro de Santana, hablando por los indios de Suta, se quejaba en agosto de 1587 de que no sólo el Cabildo de Tunja sino también la Audiencia había quitado las me­ jores tierras a los indios y éstos ya no podían sembrar trigo ni mantener sus propios ganados. En diciembre de 1589, el cacique se volvió a quejar y de­ nunció el exceso en el modo de medir las estancias otorgadas a los españo­ les. Agregaba que si bien se habían reconocido resguardos a los indios de Suta, el encargado de medirlos había sido un Juan Estévez, quien había recibido él mismo tres estancias de tierra en las posesiones de los indios. 29 Ibid. Resg. Boy., t. 6 f. 604 r ss. f. 125 r. ss. f. 338 r. ss. 30 Ibid. Vis. Boy., t .10 f. 573 v.

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En julio de 1588, la Audiencia volvió a proveer una estancia de pan Catalina Escudero, después de que el alcalde de Villa de Leiva, Pedro de Rivera, rindió concepto favorable al otorgamiento. Según el alcalde, se tra taba de tierras vacas y eriales, en las que apenas quedaban rastros de anti­ guas labranzas indígenas. Mucho más tarde, en 1636, la estancia tuvo que ser devuelta a los indios por el oidor Juan de Valcárcel, quien encontró que no teman más tierras en donde hacer sus labranzas31. En teoría, al menos, se reconocía una especie de dominio útil a los in­ dios antes de la época del reconocimiento definitivo de los resguardos. En los primeros tiempos, los otorgamientos no debían lesionar a los indios puesto que de sus cultivos dependía casi íntegramente el abastecimiento de la ciudad. En 1593, las ordenanzas destinadas a los corregidores llega­ ron hasta reconocer que las tierras pertenecían a los indios y que las que se otorgaban a los españoles no podían ser sino aquéllas que sobraran. Por eso los otorgamientos de los cabildos se efectuaban con el requisito previo de examinar las tierras solicitadas para cerciorarse de si en ellas había o no labranzas de los indios. Esta precaución parece haber sido puramente formal. Muy a menudo intervenía el favoritismo de los cabildos hacia los vecinos que pedían tierras. Una situación característica, la de Diego Vásquez Botello, quien solicitó dos estancias en términos de Tobasía (encomienda de Antón Rodríguez Cazalla) el 12 de junio de 1591. Vásquez pretendía que estas tierras eran vacas y baldías, y para comprobarlo se comisionó al regidor Diego Rincón. Éste declaró que si bien los indios de Tobasía se oponían a la petición, las tierras podrían otorgarse por no haber labranza en ellas. El Cabildo acce­ dió al otorgamiento el 9 de julio de 1592. Los indios se quejaron en Santa Fe y el presidente González comisionó al corregidor de Tunja, Pedro de Arellano, para que hiciera una averiguación y «desagraviara» a las partes. El corregidor se limitó a aconsejar al capitán del pueblo, don Cristóbal Tu­ che, que procura un acuerdo con Vásquez Botello, a cambio de una yunta de bueyes y cuarenta ovejas. El capitán se negó y esto provocó un incidente con el corregidor, quien envió al indio a la cárcel. Al cabo de cuatro días lo soltó y el capitán terminó por aceptar, de mala gana, el precio ofrecido por Vásquez. El 19 de abril de 1595 se formalizó la venta ante escribano32. Así, en las zonas que inicialmente estaban densamente pobladas por indígenas, el proceso de apropiación de la tierra por parte de los españoles tuvo que verificarse en contra de los derechos consuetudinarios de los in­ 31 Ibid. f. 616 r. 32 Ibid. 1.12 f. 868 r. ss.

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dios- Los encomenderos se reclamaban beneficiarios de los cabildos muni. ales, casi siempre integrados por ellos mismos, sus parientes y sus amiL Pero al lado de la trapacería legal, lo más notable resulta de la ausencia cualquier consideración económica sobre el problema. Apenas sí el oidor Guillén Chaparro observa incidentalmente que todo los que los es­ pañoles comen o gastan se sonsaca de los indígenas entendiéndose, claro, que se trata también de sus propias tierras y de que parece justo dejarles algunas para que las cultiven33. Pero nada de esto podía inquietar a los encomenderos puesto que, como se ha visto, el tributo les permitía gozar de un control casi absoluto sobre ]aproducción agrícola. La combinación del poder municipal (o la apropiación ¿e la tierra, que es lo mismo) y el tributo les permitía eliminar la compe­ tencia indígena en los mercados. Bastaba privar a los indios de sus tierras y de infligir a los tributarios una carga muy pesada para que no pudieran ocuparse de sus propios cultivos. El control de los mercados urbanos no significaba, por lo tanto, que los encomenderos fueran capaces ni que estuvieran dispuestos a abastecerlos de manera conveniente. Preferían casi siempre enviar los productos obte­ nidos de los indígenas a las regiones mineras, en donde corría el oro y en donde los cereales alcanzaban precios muy ventajosos. Las ciudades se veían así desprovistas de granos y, en algunos casos/fue necesario obligar a los encomenderos a vender allí una parte de su producción34. En poco más de veinte años se había conformado un mercado Suficientemente ex­ tenso, gracias a las explotaciones de lavaderos, para que los encomenderos pudieran escapar a las mallas de la cjudad más próxima. Este comercio sirve para indicar la extensión de -las apropiaciones y el interés que representaban. En 1569, por ejemplo,'las gentes pobres de Tun­ ja morían de hambre porque, a pesar de la abundancia de las vituallas, los encomenderos preferían vendeflas en Pamplona y Mariquita35. En agosto de 1579, los habitantes de Santa Fé se quejaron de la falta de cereales que les hacía prever una hambruna y pidieron que se obligara a los indios a producir trigo y maíz, fuera del que’ debían pagar a sus encomenderos como tributo. El presidente Lope»de Armendáriz ordenó a sesenta pueblos de indios que sembraran 256 fanegadas (563 hectáreas) de trigo y 211 (464 ha) de maíz para abastecer la ciudad36. 33 34 35 36

AGI. Patr. L. 27 r. 34. Cf. las ordenanzas reproducidas por U. Rojas, Conegidores, cit. pp: 66 ss. Ibid. pp. 94 y 95. AGI. Santa Fe L. 189.

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Durante la presidencia de Venero de Leiva se había intentado fijar límite a los cereales que los encomenderos podían recibir a titulo de trib ! to. García de Valverde quiso impedirles disponer de la casi totalidad del0 excedentes agrícolas de la producción indígena y pidió que se redujera^ las cantidades indispensables para el consumo de los encomenderos, Slís familias y los soldados que solían mantener en sus casas. Fue así corno se fijó una proporción variable de fanegas de sembradura que debían cultivarse 1 por cuenta del tributo, según el número de tributarios de cada encomien da37. Esta proporción nunca se respetó. Numerosos testimonios de las v¡. sitas muestran hasta qué punto los encomenderos excedían lo que se había ! fijado en la tasa de los tributos. Según Prieto de Orellana, diez fanegadas de trigo se convertían en veinte, cien y aún doscientas, según el carácter o la avidez de cada encomendero38. El monopolio de la mano de obra conducía al de la tierra. Nada más natural frente a la escasez de brazos y a la abundancia relativa de la segun­ da. Los encomenderos, dispuestos a aprovechar hasta el límite la mano de obra de que disponían, se hacían otorgar todas las tierras que podían obte­ ner de los cabildos. Además, se apropiaban el usufructo de las pocas que quedaban a los indios señalando tareas a la comunidad. Podían recurrir también a la ganadería con el fin de ocupar más tierras y de impedir la presencia de pequeños propietarios, españoles o mestizos, de los cuales se temía la competencia en los mercados y respecto a la mano de obra indí­ gena. Así, además de que los agricultorea independientes se veían privados de mano de obra, la disponibilidad de tierras disminuía a causa de la am­ bición de los encomenderos, aun si eran incapaces de explotar las tierras que se apropiaban. Esta disminución fue tal que en 1584 surgió un proyec­ to para desecar tierras pantanosas entre Tunja y Villa de Leiva (en Samacá). La Audiencia contaba con sacar un provecho de dos mil ducados de renta para la Corona ál distribuir mil quinientas fanegadas de sembradura (casi cuatro mil ha) entre gentes que habían mostrado interés por estable­ cerse allí. El proyecto fracasó debido a la oposición de los encomenderos de Tunja39.

37 AHNB. Cae. e ind., t. 5 f. 544 r. f. 568 r. FCHTC. p. 185. 38 AGI. Santa Fe L. 17 Doc. 4 bis. 39 Ibid. Doc. 5.

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LAS COMPOSICIONES koS últimos años del reinado de Felipe II culminan con todo el proceso que en la segunda mitad del siglo XVI había opuesto tan frecuentemente a las ¿oS «repúblicas». Un nuevo auge de los yacimientos mineros coincidió con el aumento de la población española y con la demanda de tierras. Además, la reforma fiscal del gobierno de Antonio González encontró una ocasión para aplicarse en el problema de la tierra. En 1591, González recibió la or­ den de revisar los títulos otorgados por cabildos, gobernadores y audien­ cias. En principio, los simples ocupantes debían ser desposeídos y aquéllos que pudieran exhibir un título precario se admitían a «composición» me­ diante el pago de una suma a la Corona. Se debían reservar las tierras ne­ cesarias para ejidos propios, pastos, calles y plazas en los lugares poblados y se reconocerían a los indios las tierras que hubieren menester para sus ganados y sementeras40. La amplitud de las reformas fiscales del presidente González fue tal que algunos han pretendido ver en las composiciones y en el otorgamiento de los resguardos una «reforma agraria» al pie de la letra. Aun si no se tiene en cuenta el carácter anacrónico de esta interpretación, debe al menos cono­ cerse el hecho de que las imposiciones sobre la tierra representaban apenas un solo capítulo de la reforma fiscal, y si ha de creerse al mismo presidente, se trataba de uno de los menos pfoductivos41. El tesoro esperaba mucho más de las composiciones de encomiendas y, sobre todo, de la introducción de la alcabala. No fue sino dos años después de-su llegada, y después de haber asegu­ rado las entradas mucho más considerables de la alcabala, que el presiden­ te decidió examinar la cuestión d^los titules sobre las tierras. No se trataba en ningún modo de «reforma» sino de obtener el consentimiento de los habitantes a propósito de una nueya fuente impositiva. Después de los dis­ turbios provocados por el establecimiento de las álcabalas, el presidente se mostraba cauteloso para no lesionar aún más los intereses de propietarios y encomenderos. Se prometía dejar ... a los pueblos de los españoles e indios lo justo y necesario y a los posee­ dores de lo demás satisfechos y contentos del proceder que se tuviere... *

40 AHNB. Vis. Boy., passim. Cf. Orlando Fals Borda, El hombre y la tierra en Boyacá. Bogotá, 1957, p. 72.

41 AGI. Santa Fe L. 17 r. 2 Doc. 74. Despacho de noviembre de 1592. 42 Ibid. Doc. 67 f. 7 v.

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Asegurar bienes comunales a las ciudades e iniciar un proceso de Ie • timación de las usurpaciones territoriales, pero sin molestar a los oeup^' tes que pudieran contribuir a las finanzas reales con un regalo razonan no era precisamente un programa de reforma muy audaz y su ejecución debía ser muy lenta. Éste era también el espíritu de las instrucciones q,JO el presidente González había recibido en 1591 y que estaban calcadas sobre las que se habían enviado al virrey del Perú. Para recaudar el impuesto debía comenzarse por tener una idea del va. lor y de la extensión de las propiedades. En 1592 se envió al distrito de Tunja al alguacil de la Audiencia, Juan Díaz de Martos, quien pasaba por experto en medidas agrarias adoptadas en el Nuevo Reino. Existen algunos testimonios del paso de este funcionario por Villa de Leiva, en donde los indios se quejaron del número excesivo de estancias otorgadas por el Cabildo de Tunja en detrimento de sus propiedades43. La comisión de Díaz de Martos, sin embargo, se suspendió poco después, con el pretexto de que las mensuras resultaban muy caras. Se prefirió atribuir esta tarea a la visita que el licenciado Miguel de Ibarra, oidor de la Audiencia, debía iniciar ai año siguiente. El fundamento de las composiciones proyectadas reposaba en el hecho de que las tierras del Reino no habían salido hasta ahora del dominio de la Corona española puesto que casi nadie podía exhibir un título que provi­ niera de ella44. Era necesario contar, sin embargo, con los otorgamientos de los cabildos, de los gobernadores y de la Audiencia, cuyos títulos eran sus­ ceptibles de saneamiento. Existían también tierras ocupadas por españo­ les, sobre las cuales no se había otorgado ningún título, tierras vacas de jure pero de las cuales los encomenderos solían ser los usufructuarios de facto. Se trataba de tierras que nadie discutía a sus antiguos propietarios, los in­ dígenas, como el lugar de su asentamiento y que la Corona se había apro­ piado por el hecho de la Conquista. Era allí en donde los encomenderos establecían estancias expulsando a los indios con ganado o imponiéndoles pesadas tareas en las parcelas cultivables. Según Miguel de Ibarra, era im­ posible hacerse a una idea del justo valor de estas tierras puesto que todo el mundo se abstenía de estimarlas, por el temor del precio que alcanzaría la composición. Citaba el caso concreto de 68 estancias en Guasca y Guatavita, en el distrito de Santa Fe, que sus ocupantes querían gozar sin some­ terse al proceso de la composición45. 43 AHNB. Resg. Boy., t. 3 f. 331 r. 44 Ibid. AGI. Santa Fe L. 17 r. 2 Doc. 78 f. 7 v. 45 Ibid. f. 8 r.

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jbarra terminó su visita en marzo de 1595 en el distrito de Santa Fe, y en seguid3 comenzó la de Egas de Guzmán en jurisdicción de Tunja. Egas r o c e d i ó según las instrucciones de Ibarra, declarando como propiedad de la Corona las tierras detentadas por los españoles y fijando resguardos a los indios. pero el resultado final de las composiciones no pudo ser más decepcio­ nante. La imposibilidad de avaluar las tierras y la resistencia de los ocu­ pantes se refleja en las sumas recaudadas. Entre 1595 y 1602, el período durante el cual se efectuaron los pagos de las composiciones, la Caja real de Santa Fe percibió por este concepto cerca de trece mil pesos de oro46. Esta cifra era muy inferior a lo que se había recibido de los encomenderos por la composición de las encomiendas (46.139 pesos oro entre 1590 y 1603) y representaba apenas una parte del requinto impuesto adicionalmente al tributo indígena en favor de la Corona (17.345 pesos oro en 1596 y 21.982 en 1606). Años más tarde se reprochó al presidente González por no haber obte­ nido casi nada de un impuesto que hubiera podido producir millares de ducados47. No todas las propiedades habían sido objeto del saneamiento de sus títulos y, de hecho, las que lo fueron apenas representaban una frac­ ción insignificante del total (según los pagos efectuados a las Cajas reales, no fueron más de ciento cincuenta). En cuanto al precio pagado por cada una de ellas, Luis Henríquez sostenía que el presidente González había sido groseramente engañado48. En ningún momento se puso en entredicho la buena fe del presidente. El crítico más enconado de su actuación, el^oidor Luis Henríquez, no du­ daba de que en todo momento se había tr§tado' de un problema político. Las instrucciones de González subrayaban el carácter voluntario de la presta­ ción fiscal que se derivaba de la¡í composiciones. Por otra parte, no existían medios de coerción capaces de inducir a los ocupantes a comprar tierras que ellos podían gozar con o sin título. Al parecer, sólo los propietarios más importantes fueron obligados a pagar algo por las tierras que deten­ taban. Entre ciento ocho personas cuyos nombres se registraron al pagar en las Cajas reales, solamente diez y nueve eran encomenderos, catorce de Santa Fe y cinco de Tunja49. 46 47 48 49

Ibid. Cont. L. 1294 A y B. Ibid. Santa Fe L. 18 r. 1 Doc. 15, Doc. 33, Doc. 58 y Doc. 81. Ibid. Ibid. Cont. L. 1294 A y B.

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El caso más notable fue el de las propiedades de Francisco Maldonado de Mendoza que, como se ha visto, eran las más considerables de todo el Nuevo Reino. Estas tierras eran de una extensión y una importancia tales que, según la Audiencia, eran los verdaderos ejidos de la ciudad, de dondñ ésta se proveía de todo el ganado para su consumo50. Sin embargo, la tota­ lidad de las 45 mil hectáreas se compusieron por 568 pesos oro, una suma insignificante aun para la época. El escándalo sobrevino cuando Fernando de Caicedo, un minero de Remedios que se había establecido en Santa Fe ofreció pagar cuatro mil ducados por sólo dos estancias de las 25 y más qué comprendía la propiedad51. Acerca de ésta como de las otras composiciones, el presidente González debió ser objeto de presiones intolerables. El presidente era un miembro del Consejo de Indias y había sido elegido para el puesto en razón de que sólo una persona de prestigio podía llevar a cabo una reforma fiscal muy onerosa para los habitantes del Reino. Estos ya estaban mal dispuestos por anticipado y se habían visto fracasar dos visitas sucesivas frente al espíritu revoltoso de los encomenderos. González estaba encargado de apaciguar todos los conflictos que habían dejado los esfuerzos de Monzón y Prieto de Orellana por reprimir los abusos. Se trataba de dos tareas contradictorias que debían conducir al presidente a buscar apoyo en los notables del Nue­ vo Reino. Era pues natural que el presidente González cultivara la amistad de un español como Maldonado de Mendoza. Llegado a América hacia 1565, este segundón de una casa noble española había comenzado su carrera en La Florida, en donde había combatido contra los indígenas. Luego, sirvió en la flota de las Indias y allí escaló todos los puestos de la jerarquía hasta alcan­ zar el grado de general. Establecido en el Nuevo Reino hacia 1583, aquí logró casarse con la dote más cuantiosa, la de Jerónima de Olalla, hija de Antón de Olalla, compañero de armas de Quesada y encomendero del pue­ blo de Bogotá52. Desde el comienzo de su mandato, el presidente mostró predilección por Maldonado, y en una carta al Consejo de Indias se felicitaba por haber50 Ibid. Santa Fe L. 18 r.'l Doc. 58 f. 9 v. 51 Cf. Carlos Rodríguez, Vida de D. Francisco Maldonado de Mendoza, caballero del hábito de Santiago, Bogotá, 1946, pp. 204 ss. El presidente otorgó también dos estancias a Francisco de Berrío y a Diego de Ospina. La familia de los Maldonado logró recuperar estas tierras en 1615. Alrededor de ellas, como se ve, gravitaron las ambiciones de los personajes más notables del Reino. Muchos lograron usufructuarlas como consecuencia de sus enlaces con las herederas. 52 AGI. Santa Fe L. 164, Doc. 4.

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i encontrado en Santa Fe. Cuando se trato de enviar una expedición a J? sagena, amenazada por los piratas, González le confió el mando y le oiitetió que obtendría para él una confirmación real de su encomienda. ^ S in embargo, el conflicto de las alcabalas y la resistencia que provoca­ ron los otros impuestos aislaron al gobernante. Éste no pudo contar más -oí»sUaliaáo' clue se puesto al lado de sus enemigos, el secretario de ¡a Audiencia Francisco Velásquez, el factor Rodrigo Pardo y el inquieto pietro de Ospina, propietario de minas en Mariquita. Según el presidente, todas eran gentes hacendadas y cuya parentela comprendía encomende­ ros/propietarios y mineros importantes. Además, estaban ... acostumbrados a supeditar a todos y a no sufrir que la justicia la hicieran 53 en sus causas...

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A pesar de su resentimiento con Maldonado, el presidente insistió para ! que la Corona le confirmara la encomienda de la que gozaba por causa de sumatrimonio. Más tarde, González escribía al Consejo de Indias que, esí tando enfermo, sus enemigos de ayer se habían acercado a cumplimentarI lo. Es posible que entonces se haya sellado una alianza que el presidente I requería para llevar a cabo sus reformas. Lo cierto es que los propietarios de tierras se vieron favorecidos y las composiciones de tierras no se lleva­ ron adelante. En 1600, el oidor Luis Henríquez prosiguió la visita que Egas de Guzmán había comenzado y que éste había debido interrumpir a causa de la hostilidad general. Henríquez —que llegó a profesar un odio cerval a los encomenderos y a sus abusos— sé mostró más enérgico que su predecesor. Como se ha visto, quiso aplicar al pie de la letra los preceptos que, después de 1548, ordenaban reducir a los indios en po°blados. Al visitar la provincia deSanta Fe redujo 83 pueblos a 23?y en Tunja no dejó sino 40, de los 125 que existían, para crear doctrinas a las que tuvieran acceso todos los indios. Esta reforma —que tuvo otros efectos, como se verá más adelante— pre­ tendía atacar el centro del problema agrario al desvincular las pequeñas comunidades indígenas del cpntrol de los encomenderos y al romper los lazos ambiguos que hacían de la tierra, de la mano de obra y de la enco­ mienda un todo indiscernible54. Este cambio radical había sido ya propi­ ciado por la intención de suprimir los servicios personales y de sustituirlos por prestaciones reales en las tasas de tributos. Además, las ordenanzas de 53 Ibid. L. 17 r. 1 Doc. 102. 54 Ibid. L. 18 r. 1 Doc. 15.

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Miguel Ibarra, de 1598, habían establecido un sistema salarial que los corre gidores (instituidos de nuevo en 1590) debían velar porque se cumpliera' Henríquez quiso ir más lejos todavía y propuso que las tierras cuya posesión no había sido justificada por un título, se vendieran en pública subasta En esta política contaba con el apoyo de mestizos y de nuevos inmigrantes españoles cuyo número creciente aseguraba una demanda de tierras no explotadas. Algunos de entre ellos, según el oidor, podrían aumentar las entradas del Tesoro puesto que ofrecían de dos a doce mil pesos por ¡as tierras. Henríquez veía claramente que ya —en esta época temprana— Se había creado una iniquidad en el reparto de la tierra. Según sus propjas palabras, muchas gentes no saciaban su ambición con leguas de tierras mientras otras no poseían una pulgada55. Calculaba que si se comenzaba sanear verdaderamente los títulos exigiendo el justo valor de las tierras, j

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... quedarían muchos con propiedad, la tierra más poblada y con ocasión de I ✓ • 56 I ser mas rica... vcs i En todos los textos del oidor Luis Henríquez, como había ocurrido con los de García de Valverde, es palpable una cierta clarividencia que los hace aparecer curiosamente modernos. El oidor conocía a fondo la situación pues había escuchado miles de testimonios que denunciaban la sevicia de los encomenderos, sus abusos sobre el trabajo indígena, sus exigencias des­ mesuradas en materia de tributos. Había recorrido durante dos años las regiones de Tunja y Santa Fe y había visto la manera como se explotaba la tierra. Como había practicado los recuentos de indígenas, sabía que en treinta años habían disminuido en casi un 50% y que este resultado increí­ ble había que achacárselo al sistema de la encomienda. Por eso proseguía una crítica implacable contra el sistema: según él, el monopolio de la mano de obra indígena por parte de los encomenderos impedía el establecimiento de pequeños propietarios pues éstos se veían en la incapacidad de competir con un sistema que hacía desaparecer los salarios de los indios. Citaba como prueba las encomiendas que la Corona había recuperado: en sus alrededores las estancias de los españoles estaban mejor provistas de mano de obra y los indios eran efectivamente pagados. ¿La conclusión? La existencia misma de los encomenderos, cuya decaden­ cia podía adivinarse contemplando la miseria de una parentela ya muy extensa, no se justificaba más. Según el oidor, debía comenzarse por favo-, 55 Ibid. Docs. 4 y 42. 56 Ibid. Doc. 15.

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recer a otros sectores de la sociedad, comerciantes, funcionarios y agricul­ tores que bastarían para mantener en marcha la «república»57. Sin embargo, los encomenderos no podían soportar pasivamente que se ousiera en ejecución un programa parecido. Ya en 1596 habían logrado inteIrumpif la visita de Egas de Guzmán apelando a la Iglesia, que excomulgó al oidor. Éste se había hospedado en Tunja en casa de un español al que Antón pardo y Francisco Velásquez, hijos del escribano y del factor que habían com­ batido al presidente González, apalearon en la plaza pública. Un clérigo de órdenes menores se hallaba mezclado en este oscuro asunto y Egas lo redujo aprisión violentando un convento. El vicario de la ciudad inició un juicio de excomunión contra el oidor y ésta se llevó a cabo de una manera un poco extraña. Toda la clerecía de la ciudad marchó a la casa del oidor para de­ positar un ataúd en su puerta. Allí comenzaron a dar voces diciendo que en el ataúd yacía el cuerpo del oidor y que su alma estaba en los infiernos58. De manera muy característica, el oidor Luis Henríquez se vio mezclado también en otro asunto cuya substancia consistía en la seducción de una mujer casada. El visitador Saldierna de Mariaca redujo a prisión al celoso funcionario y, en el curso del proceso que siguió, fue evidente que los pro­ pietarios actuaban atemorizados por el rigor sin matices del oidor59. El presidente Sande suspendió el proceso de las composiciones y no volvió a hablarse de ellas en adelante. Solamente alguna vez se discutió si debía cobrarse lo que se debía por ellas, de acuerdo con un precio hipoté­ tico que hubieran tenido las tierras antes de su ocupación o si el precio debía tener en cuenta las mejoras introducidas por los ocupantes. Transcurrieron muchos años sin qué se inquietara de nuevo a encomen­ deros y «propietarios». La tierra constituyó siempre ün delicado problema político que ni Sande ni Borja quisieron encarar. En el curso de una ge­ neración, en el cual la población indígena continuó disminuyendo en for­ ma alarmante, los encomendero^ encontraron la oportunidad de seguirse apropiando de las tierras de los indios. Las concentraciones mismas orde­ nadas por Luis Henríquez favorecieron esta tendencia. En 1621, el oidor Femando de Saavedra intentó cobrar las sumas que se debían desde finales del siglo anterior pero el presidente Borja se lo impidió. Solamente hasta 1632, el visitador Antonio Rodríguez de San Isidro vol­ vió a insistir en el problema de las composiciones. Como en 1590, Rodrí­ guez de San Isidro veía en el gran número de estancias que explotaban los 57 Ibid. Doc. 8. 58 Ibid. L. 17 r. 3 Doc. 128. 59 Ibid. Doc. 26.

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H is t o r i a

e c o n ó m ic a y s o q a i

españoles una fuente de ingresos fiscales y calculaba que el provecho para la Corona sería de unos 240 mil pesos, aun si los pagos por parte de l0s ocupantes eran moderados60. Como resultado de su proposición recibió 1 orden, en marzo de 1633, de efectuar composiciones de tierras en todo el territorio de la Nueva Granada, comprendida la provincia de Popayán Esta vez la voluntad de la Corona no encontró obstáculos. No hay duda de que —para esta época— la influencia de los encomenderos había sufrido men­ guas considerables. La epidemia de 1633 había no sólo diezmado la población indígena sino que, por primera vez, había tocado también a los españoles negros y mestizos. Por su causa habían muerto el arzobispo Bernardino de Almanza, tres canónigos, el arcediano y el tesorero de la catedral y algunos encomenderos. Cuando el visitador Rodríguez de San Isidro exhibió su man­ dato ante el Cabñdo de Santa Fe, éste se apresuró a manifestarle la situación crítica en que se encontraba la colonia pero sólo obtuvo llegar a un arreglo, según el cual el mismo Cabildo cargaba con la obligación de pagar una suma fija por concepto de las composiciones de tierras de su distrito. Las demás ciudades del Nuevo Reino llegaron a un arreglo parecido. Las sumas del «encabezonamiento» debían repartirse a su vez entre los propietarios, a razón del 2,5% sobre el avalúo de la propiedad. Como las composiciones cubrían todo el área de la jurisdicción del Cabildo, éste se reservaba el derecho de otorgar en adelante títulos de dominio sobre las tierras baldías. Con todo, a partir de 1640 los títulos emanaron casi siempre de los presidentes de la Audiencia. Es posible que el incumplimiento de la ciudad en el pago de la suma que le había sido asignada haya conducido al cobro directo del 2,5% por parte de las Cajas reales o que el otorgamiento se haya hecho por petición del Cabildo. Como quiera que sea, los presiden­ tes Martín de Saavedra y Sancho Girón distribuyeron una cantidad de tí­ tulos, muchos de los cuales lesionaban los resguardos de los indios, y la Caja real de Santa Fe cobró directamente el derecho del 2,5% sobre el ava­ lúo de la propiedad por concepto de la media anata61. Las sumas obtenidas dan una idea de la importancia agrícola de las di­ ferentes regiones. Tunja y Santa Fe se colocaban a la cabeza con 18 y 12 mil pesos de plata cada una, lo cual implicaba que sus propiedades se avalua­ ban someramente en algo más de un millón de pesos de plata. Venían en­ seguida; Villa de Leiva y Pamplona, con cinco mil quinientos y tres mi] quinientos pesos. Las ciudades de tierra caliente (Tocaima, Vélez e Ibagué) debían pagar entre dos mil y dos mil quinientos pesos. Finalmente, La Pal60 Ibid. L. 193. 61 Ibid. L. 26 r. 1 Docs. 9 y 15. Cont. L. 1327 y 1329.

225

Latiera

Muzo y Mariquita se comprometían a pagar apenas mil cuatrocientos quinientos pesos de plata62. ^ pe los repartos que hicieron los cabildos entre los propietarios no se oce hasta ahora sino una información fragmentaria. Esta, que se refiere Ldos corregimientos de la provincia de Tunja y a tres ciudades de la provincia de Popayán, permite, sin embargo, hacerse a una idea de la manera como estaba distribuida la propiedad territorial en la Nueva Granada. En el corregimiento de Duitama se compusieron 64 propiedades, avaluadas en48.594 pesos de plata, es decir, que debieron pagar 1.215 por la media anata. En la época de la visita de Juan de Valcárcel, apenas un año después de acordadas las composiciones, el corregimiento de Duitama apenas tenía trecepueblos de indios y había llegado a ser uno de los menos poblados de la provincia (ocupaba el séptimo lugar entre los nueve corregimientos de la pro­ vincia). Esto explica que su contribución a los 18 mil pesos que debía pagar el Cabildo de Tunja haya sido una de las más bajas. Resumiendo la información que se posee sobre las composiciones, se ha elaborado el Cuadro 13. CUADRO 13

COMPOSICIONES EN EL CORREGIMIENTO DE DUITAMA63

Pueblo Duitama Soatá CWtagoto Ocavitay Tupachoque Tquia Sativa Onzaga Chicamocha Susacón Paipa Guacha Coromoro Quebrada de Vera Valle de la Miel Totales

Encomendero Corona Real Coronal Real Félix Buitrón de Mora Jacinto Lizarazo y Andrés Bautista de los Reyes Juan de Enciso y Cárdenas Diego de Carvajal Manrique María de la Peña Juan de Enciso Pedro Feo. Begerra Feo. de Cifuentes Monsalve (?) Pedro Ordóñez y Vargas

No. propiedades ,

.

Av. ps. plata

No. trib.

11 13 2

11.612 6.249 9.307

168 126

7 2 6 2 4 1 2 1 1 1 1 54

6.081 4.500 2.790 2.067 1.373 670 530 325 200 520 600 47-.024

47 61 95 83 15 29 195 44 42

62 Ibid. Cont. L. 1322, L. 1323 y L. 1569. ® AHNB. Tierras Boy., t. 33 f. 9 v. ss. Gobierno, 1.1 f. 4 r. ss. publicado a i el ACHSC. N3 2 dt.

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H is t o r i a

e c o n ó m ic a y social

Las encomiendas de la Corona no sólo totalizaban el mayor número d indígenas sino también el mayor número de propiedades. En el pueblo i Duitama, aparte de las propiedades de Juan de Contreras —que adminis traba su tutora, doña Juana Bravo—, avaluadas en seis mil pesos, el resto de las propiedades se distribuían entre nueve españoles. Inclusive el caci que y los indios del pueblo habían sido admitidos a componer una estancia fuera de sus resguardos por cuatrocientos pesos. En Soatá, trece españoles se distribuían las propiedades. Allí, una de las estancias admitidas a com­ posición, perteneciente a Andrés de Heredia, fue otorgada por el oidor Valcárcel a los indios como resguardo. La propiedad más considerable era la del capitán Antonio Mancipe, comerciante de Tunja y antiguo encomen­ dero de Toca, avaluada en mil pesos. En las encomiendas de particulares, los mismos encomenderos poseían tierras avaluadas en 13.832 pesos de plata (el 29% del total). Félix de Mojica y su propio padre, Sebastián de Mojica Buitrón, se repartían todas las tie­ rras de Chitagoto, avaluadas en 9.307 pesos. El capitán Juan de Enciso po­ seía nada menos que catorce estancias en Tequia, avaluadas en cuatro mil pesos. El encomendero de Ocavita poseía la estancia más importante tam­ bién, avaluada en 1.414 pesos. También poseían tierras dos encomenderos de otros corregimientos: Bartolomé de Velosa, encomendero de Garagoa, propietario en Ceniza de tierras avaluadas en doscientos pesos, y Fernan­ do de Orellana, encomendero de Susa, con cinco estancias en Onzaga cuyo valor era apenas de 507 pesos. El resto de las propiedades, distribuidas entre cincuenta españoles no encomenderos, apenas rebasaban los qui­ nientos pesos, con la excepción de las de españoles emparentados con en­ comenderos. Sin duda, les hubiera resultado imposible explotar más de una estancia sin disponer de la mano de obra accesible a los encomenderos. De la información disponible, aparece claro que los avalúos no se efec­ tuaron teniendo en cuenta exclusivamente la extensión de las tierras. Al menos el valor de éstas no es uniforme én los distintos lugares. Tampoco la unidad de mensurá, la estancia, es la misma puesto que puede tratarse de una estancia de pan o una estancia de ganado mayor. Al parecer, el precio de la estancia de pan fluctuaba entre ochenta y ciento sesenta pesos: ochenta en Ocavita, 100 en Soatá, 160 en Chicamocha. En Duitama, el valor de las tierras parece haber sido mucho más elevado: cuatrocientos por es­ tancia de pan y mil seiscientos por una de ganado mayor. Las estancias de ganado mayor podían valer de trescientos a seiscientos pesos. Subsiste el equívoco, sin embargo, de saber si se aludía a la unidad de mensura o a la unidad de explotación con la misma palabra. Es muy probable, sin embar­ go, que en el momento de los avalúos se haya tenido en cuenta sobre todo

I lA t ie r r a

227

j valor económico de las explotaciones. Si bien, por ejemplo, los encomen­ deros poseían más tierras, es indudable también que estaban en mejores condiciones para explotarlas. Esto explicaría, en parte, el mayor valor de -iis propiedades. Con todo, en ningún caso se trataba de pequeñas propie­ dades. Algunas podían ser de más de cinco mil hectáreas, como las catorce estancias que poseía en Tequia Antonio de Enciso; la menor debía ser de 70hectáreas (una estancia de pan), cuando no se trataba de «estancias an­ cuas» que equivalían, como se ha visto, a 235 y 2.540 hectáreas. En 1637, el visitador Rodríguez de San Isidro marchó a la provincia de popayán, en donde procedió a efectuar las composiciones y a distribuir res­ g u ard o s entre los indios64. Se sabe que la ciudad de Pasto se comprometió apagar siete mil pesos de plata por las composiciones65 pero no se conoce concerteza lo que arreglaron las demás ciudades de la provincia. Posiblemen­ te, Popayán pagó tres mil, Cali dos mil y Buga mil, según se desprende de los pagos efectuados en las Cajas reales, que se examinarán más adelante. Es evidente que, exceptuando la región de Pasto —en que se daban aproximadamente las mismas condiciones que en el Nuevo Reino—, las características de la apropiación de la tierra en la provincia de Popayán (meseta de Popayán y valle del Cauca) diferían radicalmente de las del Nuevo Reino. El aniquilamiento de la población no permitió concentracio­ nes considerables de los indígenas en pueblos que gozaran de cierta auto­ nomía, como en los altiplanos de Santa Fe y Tunja. Allí los indios dispersos eran poblados por los encomenderos propietarios en sus propias hacien­ das. Así, Rodríguez de San Isidro encontró que los indios de Napunima, encomienda del capitán Andrés Alderete del Castillo —vecino de Cali—, estaban poblados en su hacienda. Los indios de su entenado, Lorenzo de Cobo (hijo de Catalina Palacios Alvarado, su mujer), estaban poblados en lahacienda de San Jerónimo, uno de los primeros ingenios del valle. Sebas­ tián de Aguirre Astigarreta también tenía poblados a los indios de su en­ comienda en una estancia de Amayme, ... sin que los unos ni los otros teijgan tierras propias suyas, porque los encomenderos anteriores los han sacado de sus naturales y puesto en las dichas estancias...

Las condiciones de estos indios no eran nada envidiables. Según el mis­ mo visitador, 64 Cf. G. Arboleda, op. cit. edic. de la Univ. del Valle, I, p. 192. 65 AGI. Cont. L. 1494. 66 AHNB. Vis. Cauca, t. 5 f. 750 r.

228

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y so CiAli

... los sitios adonde al presente tienen sus casas los indios... son pantanosos y con las lluvias y crecientes de los ríos se anegan...

Los grandes latifundios del valle del Cauca se explotaron trasladando j mano de obra indígena, primero, y luego esclavos de las explotaciones mi ñeras a los ingenios que comenzaron a aparecer a fines del siglo X V I. Hncia 1590, Ana Ponce de León, la viuda de Gregorio Astigarreta, hizo una com pañía con su hijo, según la cual ella debía aportar las tierras, los bienes muebles y los útiles del ingenio, mientras que su socio proporcionaba la mano de obra para explotar el ingenio de San Jerónimo68. Un contrato pare­ cido se concertó entre este mismo hijo, Gregorio Astigarreta y Avendaño y su cuñado, veinte años más tarde, cuando Gregorio heredó el ingenio' Esta vez la obligación del socio, el capitán Zapata de la Fuente, consistía en proporcionar esclavos que debía sacar de sus minas69. En 1628, la viuda de Cristóbal Quintero Príncipe se asoció también con un hijo que debía prestar la mano de obra de su encomienda de Polindará, con el objeto de explotar el ingenio de La Candelaria. Este mismo ingenio pertenecía en 1679 a María Quintero Príncipe, quien tuvo que arrendarlo a su hijo, el encomendero Cristóbal Silva Saavedra, para que lo explotara con la mano de obra de que disponía70. El control de las familias sobre la escasa mano de obra disponible favo­ recía, sin duda, una gran concentración de tierras en muy pocas manos. Ésta es también la impresión que dejan los pagos individuales de las com­ posiciones en la Caja real de Popayán a partir de 1637 hasta 1646, fecha en la cual las series de las cuentas se interrumpen71. Se trata de 117 capítulos, de los cuales 39 corresponden a los habitantes de Popayán, 43, a los de Cali, 28, a los de Buga y solamente 4, a los del centro minero de Caloto. Habiendo arreglado las ciudades el pago de una cantidad fija, el contenido de estas cuentas se refiere a la cuota-parte asig­ nada a cada propietario, según la importancia de su explotación. Como se ha visto.en el caso del corregimiento de Duitama, es poco probable que el avalúo de la tierra se haya efectuado según su extensión.

67 68 69 70 71

Ibid". Cf. G. Arboleda, op. cit., I., p. 115. Ibid. p. 169. Ibid. pp. 180 y 314. Al menos las cifras relativas a Popayán parecen estar completas. P. Marzahl, quien con­ sultó una «Memoria de las composiciones de tierras» (AGI. Quito L. 12), anota que Rodríguez de San Isidro otorgó composiciones a 38 personas.

^

t ie r r a

229

jíay que tener en cuenta que ésta era muy considerable y que el proceso de censura resultaba demasiado dispendioso. Siendo así, se recurría a menu­ do a convenciones tales como designar el número de cabezas de ganado ue podían pastar en la propiedad, cuando no se hablaba simplemente de leguas, es decir, un cálculo basado en la distancia que podía recorrerse en un día. Según un título de 1568, Rodrigo Diez de Fuenmayor había recibido ¿os estancias en Buga, la una de pan y la otra de ganado mayor. No cono­ cemos las dimensiones de las estancias destinadas a tierras de labor en el occidente. En cuanto a la estancia de ganado mayor, ésta se definía en el título simplemente como dos leguas en cuadro, o sea más de ocho mil hec­ táreas72. Parece pues evidente que el avalúo de las tierras no guardaba en­ tera proporción con sus dimensiones. También en Buga, Francisco Serrano debió pagar seis pesos por la composición de cinco cuadras, es decir, que tres hectáreas aproximadamente se avaluaron por 240 pesos, en tanto que Francisco Rengifo pagó veinticinco pesos por dos estancias —equivalentes por lo menos a setecientas hectáreas— que debieron avaluarse en mil pe­ sos. Igualmente, las tierras de Zabaletas, del contador Pedro Morillo de Figueroa, se avaluaron en tres mil seiscientos pesos. Se trataba de una legua en cuadro de tierras de pastos y media legua en cuadro de tierras de labor73. Popayán y Cali tienen un número más o menos equivalente de propie­ dades, avaluadas por una cifra parecida. Sin embargo, es evidente que en Popayán existe una fuerte concentración de propiedades avaluadas en más de cuatro mil pesos. Debe insistirse qué no se trata de una estructura que indique las características más o menos latifundiarias de las dos zonas. Exis­ tiendo tan pocos propietarios, el latifundio debía sin duda existir. Sólo que en Cali o Buga las propiedades no podían alcanzar los, valores que tenían en Popayán merced a úna explotación, así fuera incipiente, de la tierra. Es explicable, entonces, que loS mayores valores de la tierra se hayan concentrado en Popayán, en donde se sabe que la explotación agrícola era más intensiva aunque la disponibilidad de tierras fuera menor que en el valle. Así, los avalúos practicados para efectuar el reparto del encabezona­ miento revelan más bien la importancia económica de las propiedades y, posiblemente, de sus ocupantes, según patrones de criterio local. Tomados globalmente, estos avalúos’sirven para indicarnos la estructura de la pro­ piedad en las regiones para las cuales se conocen en detalle. Resumiendo la información, se obtienen los resultados siguientes: 72 Cf. T. E. Tascón, op. dt. p. 67. 73 Idem. Historia de Buga en la Colonia. Bogotá, 1939. En donde reproduce actas de cabil­ dos y algunos protocolos de escribanos. AGI. Cont. L. 1493.

23 0

H i s t o r i a e c o n ó m ic a y so cia l i

CUADRO 14 AVALÚOS DE LAS PROPIEDADES DE LA PROVINCIA DE POPAYÁN, SEGÚN LOS PAGOS DE LAS COMPOSICIONES (1637)74 Vr. total

Vr. promedio

% del total

20 7 4 8

8.560 10.000 11.400 46.600

428 1.432 2.444 10.440

8 9 10 73

39

76.560

21 9 10 3

9.250 12.760 32.000 16.200

440 1.417 3.200 5.400

14 19 43 23

43

70.210

15 8 4 1

6.880 11.400 12.400 5.600

458 1.425 3.100 5.600

19 32 34 15

28

36.280

No. Valores (pesos plata) propiedades Popayán

120 a 800 801 a 2.000 2.001 a 4.000 4.001 y más

Cali

120 a 800 801 a 2.000 2.001 a 4.000 4.001 y más

Buga

120 a 800 801 a 2.000 2.001 a 4.000 4.001 y más

Totales

Totales

Totales

Este fenómeno salta a la vista si comparamos el conjunto de los datos que se poseen de la región occidental con los que poseemos de un solo corregimiento de la provincia de Tunja. En Duitama, los avalúos se regis­ tran como sigue: CUADRO 15 AVALÚOS DE LAS PROPIEDADES DEL CORREGIMIENTO DÉ DUITAMA, SEGÚN LOS PAGOS DE LAS COMPOSICIONES (1640) Valores

No. de propiedades

Vr. total

Valor promedio

% del total

9 42 10 1 2

656 14.277 14.701 4.000 14.960 48.594

73 339 1.470 4.000 7.480

1,3 29,3 30,2 8,2 31

Menos de 120 121 a 800 801 a 2.000 2.001 a 4:000 4.001 y más

64

74 AGI. Cont. L. 1493.

TIERRA

231

Aunque se trata en este caso de propiedades grandes, sus dimensiones alcanzan el gigantismo de las estancias del valle del Cauca. En un espac¡o comparativamente mucho más pequeño existen más propietarios y el oeso de los menores valores es mucho mayor: 30.6% contra 8,14 y 19%. La ^esencia de concentraciones indígenas importantes permite pensar que no se trataba, como en el valle del Cauca, de propiedades dedicadas casi exclusivamente a la ganadería. Si bien, como se ha visto, los encomenderos _o personas emparentadas con la casta de los encomenderos— poseían una buena parte de estas tierras, existían asimismo propietarios no enco­ menderos que debían aprovecharse cada vez más del sistema de concertaje, introducido en 1598. Esta posibilidad no existía en el occidente colombia­ no, en donde los ingenios o las estancias dedicadas a la ganadería debían emplear mano de obra esclava. Naturalmente, no puede llegarse a una conclusión apresurada respecto alo que se ha convenido en llamar aquí la «estructura» de la propiedad de las dos zonas. Sólo pueden entreverse, a través de los pocos datos cuantificables que nos han llegado por azar, algunos de los rasgos más salientes de esta estructura. Nada puede afirmarse con certeza respecto a la exten­ sión de los latifundios en el occidente, ni a la proporción entre tierras apro­ vechables y aquéllas que simplemente eran pantano o «arcabucos», es decir, tierras no roturadas o no aprovechables, debido a las condiciones técnicas de la época. Con todo, las composiciones que £e llevaron a cabo a partir de 1635 constituyeron un paso fundamental en el devenir histórico de la Nueva Granada. Ellas fueron la sanción institucional de un proceso que, con las variantes anotadas para las dos regiones, venía gestándose desde el momento de la Conquista. Posiblemente á partir de ese mismo instante se hayan fijado las condieiones definitivas, éstas sí estructurales, de nuestro desarrollo histórico §ntero. LOS RESGUARDOS INDÍGENAS El reconocimiento de resguardos indígenas se llevó a cabo a partir de 1593 yel proceso se prolongó hasta 1635-1637, época de las últimas composiciones generales. Los primeros resguardos fueron asignados a los indios de Santa Fe por el oidor Miguel de Ibarra, entre 1593 y 1595. A partir de este último año, el oidor Egas de Gu2mán comenzó la distribución de résguardos entre los indios de la provincia de Tunja, pero su visita tuvo que interrumpirse. De 1600 a 1603, el oidor Luis Henríquez hizo una nueva redistribución de los resguardos en Tunja y Santa Fe, de acuerdo con su política de «pobla-

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e c o n ó m ic a y soc^

¡

mientos». Durante la visita de Juan de Valcárcel (1635-1636) se distribuv ron también algunos resguardos en la región de Tunja. En otras regiones, el reconocimiento de resguardos fue más tardío £ Pamplona, el visitador Antonio Beltrán de Guevara «pobló» a los indíe ñas y les asignó resguardos en 1601-1602. En 1623, el oidor Villabona Zu biaurre llevó a cabo una reagrupación de los indígenas en forma mucho más drástica reduciendo todos los pueblos de la provincia a diez doctrinas solamente, lo cual implicaba, como en el caso de Santa Fe y Tunja, una alteración de los resguardos otorgados inicialmente. En 1617, el oidor Les­ mes de Espinoza y Saravia había llevado a cabo concentraciones semejan­ tes en Vélez, Muzo y La Palma75, y diez años más tarde hizo lo mismo en la región de Cartago-Anserma. Francisco de Herrera Campuzano «pobló» también los pocos indios que quedaban en Antioquia en 1614, y, en 1637 Rodríguez de San Isidro intentó poblar y asignar resguardos a los indios dispersos en los latifundios del valle del Cauca. Ya se ha visto cómo —según Mórner— la idea de la coexistencia de dos «repúblicas» presidía esta política de poblamientos. Sus consecuencias respecto a la tenencia de la tierra, parecen bastante claras. Las concentra­ ciones, que iban a perdurar por más de siglo y medio, se llevaron a cabo en el momento en que la población indígena apenas representaba cerca del 10% de su tamaño original. Esto significaba, simplemente, que concentrar a los indios permitiría dejar grandes espacios libres a la eventual ocupa­ ción de «colonos» españoles y mestizos. De la misma manera que las com­ posiciones, el otorgamiento de los resguardos significó la culminación de un proceso que había venido gestándose en el siglo XVI. Generalizando un poco arbitrariamente, puede afirmarse que si las composiciones dieron ori­ gen al latifundio colombiano, los resguardos son un antecedente de los minifundios en algunas regiones. El hecho de que las poblaciones indíge­ nas reagrupadas fueran la fuente de la mano de obra y. que ahora, mediante el sistema del concierto, esta mano de obra estuviera desvinculada del sis­ tema de la encomienda se puede señalar también como un antecedente a las relaciones que suelen existir entre latifundio y minifundio. Los primeros otorgamientos de resguardos entraron a menudo en conflic­ to con las pretensiones de encomenderos y ocupantes españoles. Los indios tuvieron que hacer valer títulos y amparos sobre su posesión tradicional, en contradicción con otorgamientos a españoles, que provenían de los ca­ bildos y de la Audiencia o de las simples ocupaciones de hecho. Algunas 75 D. Fajardo, op. cit., J. Friede, «Las minas de Muzo y la peste acaedda a principios del siglo XVn en el Nuevo Reino de Granada». BCB. Vol. IX, Na 9 Bogotá, 1966, p. 1826.

LA TIERRA

233

je estas tierras, ocupadas por españoles, habían sido primitivamente «aposentos» de los encomenderos. Se trataba casi siempre de las mejores Herras, de las cuales los indios habían sido desplazados. En ellas solían c u ltiv a r los cereales que pagaban como tributo cuando el encomendero no sa c a b a de la comunidad indígena mano de obra adicional para cultivarlas, c o n v i r t i é n d o l a s en «sus» estancias. Sobre lo que Egas de Guzmán quería señalar como resguardos de Chivatá, por ejemplo, pesaban las pretensiones de Jerónimo de Rojas, quien a le g a b a haber recibido estas tierras de la Audiencia, y de Juan Rodríguez ¿e Vergara. Ocurría, sin embargo, que se trataba de la vega de un río (Siatoque), el único sitio fértil que podía ponerse a disposición de los indios para que hicieran sus cultivos. A pesar de las pretensiones de los dos españoles, el visitador y el presidente González ampararon a los indios76. También Bernardino de Mojica, encomendero de Guachetá, a quien el presidente González había confiado la pacificación de los pijaos en 1591, alegaba que había iniciado un proceso de composición con la Corona por tierras que poseía en el pueblo de su encomienda desde hacía 25 años. El visitador había ordenado destruir sus aposentos y bohíos para entregárse­ los a los indios. Esto, según el encomendero, daría ocasión a que se perdie­ ran 1.500 fanegadas de cereales y no tener en donde albergar a los soldados que reclutaba para la guerra contra los pijaos77. En ocasiones se compensaron l$s posesiones de españoles sobre las cua­ les se alegaba tener un titulo. Así, al otorgar los resguardos de Bonza, Egas de Guzmán compensó tierras qíxe habían pertenecido a Pedro Núñez Ca­ brera y Elvira Holguín, con tierras de los indios. Inclusive autorizó a la señora para permanecer dentro de las tierras otorgadas a los indios como resguardo hasta que recogiera las cosechas que tenía sembradas. En los demás casos, el visitador procedió a declarar vacas las tierras sobre las cuales no se había exhibido un«título o cuyo título era inválido, adjudicán­ dolas a la Corona. Como se ha visto, se esperaba que esta declaración diera origen a compras y composiciones que nunca se llevaron a efecto78. Luis Henríquez prosiguió la visita inconclusa de Egas de Guzmán, cin­ co años más tarde, en 1601-1603. Sin embargo, la decisión de repoblar a los indios trajo consigo alteraciones en los resguardos que ya habían sido asig­ nados por Egas de Guzmán. La concentración de pueblos tenía como con­ secuencia natural una restricción en las tierras que disfrutaban los indios 76 AHNB. Vis. Bol., t. 3 f. 581 r. 77 Ibid. Vis. Boy., 1.17 f. 60 r. 78 Ibid. 1.12 f. 993 r. f. 479 r.

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puesto que su traslado las dejaba fuera de su alcance. En algunas ocasio nes, también la necesidad de ampliar los resguardos de los pueblos en que debía hacerse la concentración afectaba las posesiones de otros puebloc daba lugar a conflictos entre los mismos indios. ^ A pesar de que, formalmente, el visitador amparó a los pueblos de loindios que debían trasladarse, en los resguardos que ya poseían, muchos españoles no tardaron en pedir las tierras que quedaban abandonadas. Así Juan de Novoa Sotelo, Juan de Torres y Francisco Verdugo se apresuraron a pedir las tierras que quedaron fuera de los resguardos de Pesca. Henrí­ quez inspeccionó estas tierras y comprobó que los indios tenían allí la ma. yoría de sus labranzas porque los resguardos eran insuficientes y no tan fértiles como las tierras que pedían los españoles. Juan de Torres ofreció por ellas primero 200 pesos oro, más tarde 400 y, finalmente, cuando tuvo noticias que se habían otorgado a Novoa, ofreció mil pesos»79. Sin duda, el temor de verse desposeídos hizo que los indios se resistie­ ran sistemáticamente a reducirse a las poblaciones señaladas por Henrí­ quez. Esta amenaza no provenía solamente de los españoles sino también de otros indios. Los de Soaza — que habían recibido orden de poblarse en Pesca— pidieron amparo de sus tierras y de paso aprovecharon la oportunidad para hacerse otorgar un pedazo que les disputaban los de Cormechoque, puesto que éstos pasarían a poblarse un poco más lejos, en Siachoque8 . Juan de Valcárcel encontró en el curso de su visita que algunas pobla­ ciones de indios no habían recibido asignación de resguardos en las visitas anteriores81. Otros no sólo no se habían poblado según lo dispuesto por Henríquez sino que ni siquiera estaban'en forma de pueblos y andaban dispersos, junto a sus labranzas. Es evidente que los indios buscaban pro­ tegerse de la desposesión a la que los había condenado la orden de trasla­ darse a otros pueblos. En el curso de la visita, pudo verse cómo estos traslados habían agudi­ zado los conflictos con algunos propietarios españoles, quienes oponían su prestigio y su capacidad de intriga local, ala voluntad de la Audiencia de proteger a los indios. Españoles como el regidorde Tunja, Juan de Novoa Sotelo, podían usar de su influencia para hacerse adjudicar tierras que ha­ bían pertenecido a los indios. El 2 de enero de 1602 obtuvo del presidente 79 Ibid. t. 4 f. 87 r. ss. Otros casos en 1.12 f. 425 r., f. 399 r., f. 395 r., 1.13 f. 39 r., 1.11 f. 431 r., 1.15 f. 125 rr. d. 122 r. f. 167 y Vis. Bol., 1.12 f. 425 r. 80 Ibid. Vis. Tol., t. 2 f. 641 r. 81 Ibid. Vis. Boy., t. 4 f. 657 r.

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Sande título de una estancia de ganado mayor que había pedido para su hija (estaba casado con Leonor Suárez), con el compromiso de pagar la c0inposición en el momento en que se le exigiera. La estancia en cuestión e s ta b a situada en tierras de los indios de Sitaquecipa, encomienda de Isa­ bel de Zambrano. Inmediatamente después de conseguido el título, Novoa p r o c e d ió a ocupar la estancia pero los indios alegaron el amparo que les había dado Henríquez en el momento de poblarlos en Soracá. Se quejaron de que Novoa había hecho lo mismo en tierras de los indios de Pesca, Tobasía, Boyacá, Icaga y Guatavita. E n junio de 1604, los indios y Novoa obtuvieron simultáneamente man­ damientos de amparo. El de Novoa procedía del corregidor de Tunja, An­ tonio Beltrán de Guevara, y fue el primero en ejecutarse. Por orden del corregidor, el alguacil mayor de Tunja procedió a echar a los indios con el pretexto de que continuaban cultivando sus propias tierras para no poblar­ se en Soracá. Apenas un mes más tarde, los indios hicieron efectivo su pro­ pio mandamiento de amparo, el cual provenía de la Audiencia. Lo ejecutó el corregidor de naturales, Gonzalo Méndez, después de recoger una infor­ mación sumaria entre los caciques de Guatecha, Tocavita y Turga. Novoa contradijo el amparo alegando su título y el hecho de que había poseído las tierras por cuatro años, sin contradicción de los indios. Sostenía que Gon­ zalo Méndez había procedido por amistad con la encomendera Isabel de Zambrano y sus deudos, pues una'sobrjna de la encomendera estaba casa­ da con el encomendero de Soracá, Juan Rodríguez de Morales82. Sin embar­ go, Novoa tampoco podía defenderse del mismo cargo puesto que, además de ser regidor de Tunja, había empleado en el curso del proceso a su cuña­ do, Jerónimo Grimaldo, quien había actuado como juez y escribano en la causa contra los indios y había iniervenidó también en su traslado a Sora­ cá, por orden del visitador Heiyríquez. Por esta vez los indios de Sitaquecipa pudieron conservar sus tierras aunque la decisión de poblarlos en otra parte los condenara, finalmente, a su pérdida. En 1653 volvieron a sufrir otra acometida del capitán Francisco de Cifuentes Monsalve, quien vendió las tierras de los indios de Sitaqueci­ pa como si pertenecieran a'los de su propia encomienda de Viracachá. Una vez más, los indios obtuvieron el amparo del corregidor de su partido, Je­ rónimo Palomino. Un siglo más tarde, sin embargo, José María Campuza­ no declaró que estas tierras no prestaban ninguna utilidad a los indios de Soracá por estar separadas de su resguardo y las declaró vacas. Las tierras 82 Ibid. t. 9 f. 948 r. ss.

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se remataron en Santa Fe el 4 de febrero de 1778 a Fernando M oren o Quintero, vecino de Tunja, en la cantidad de 310 pesos. ^ En Pamplona, durante la visita de Beltrán de Guevara, los caciques res­ pondieron a una pregunta específica sobre el goce de sus tierras, y cas¡ todos dieron a entender que hasta entonces habían tenido tierras suficien­ tes. La uniformidad de estas respuestas, sugiere, sin embargo, que el visitador no esperaba algo diferente, es decir, que habría existido alguna coacción por parte de los encomenderos para que los indios respondieran en ese sentido. Si bien es cierto que en algunos casos se recalcaba el hecho de que la disminución del número de indígenas había tenido como consecuencia acrecentar su participación en las tierras, sin embargo, la realidad parece haber sido diferente. Aunque existe alguna confusión respecto a la ocupación de la tierra por parte de los encomenderos, es indudable que, de hecho o de derecho, casi todos tenían «aposentos» en el sitio mismo de la encomienda. Algunos, como se ha visto, habían obtenido mercedes de tierras del Cabildo de Pam­ plona en la proximidad de su encomienda o simplemente las ocupaban de hecho. Lo cierto es que la casi totalidad del tiempo los indios útiles estaban ocupados en labores en los «aposentos» de su encomendero y que el área del cultivo del trigo crecía a expensas de la del maíz. En tanto que para la primera se señalaban de 10 a 20 fanegadas de sembradura, el maíz apenas constituía «labrancillas» de media o dos fanegadas recuperadas trabajosa­ mente de los montes. En ocasiones, el encomendero optaba por trasladar todos los indios a sus aposentos, en donde les asignaba un pedazo de tierra para sus labores de maíz o les distribuía una ración. Tampoco se mencio­ nan ganados pertenecientes a los indígenas antes de 1602, lo cual constitu­ ye un indicio claro de la exigüidad de sus parcelas. En algunos casos, los indios declararon que sus términos estaban tan lejos de Pamplona que no temían una intrusión de los españoles. Según los indios de Tompaquela (del menor Francisco Gómez), ni siquiera había un camino para su tierra. Sin embargo, denunciaron a Jerónimo Arias, quien quería quitarles un pedazo de tierra83. El cacique de Mogotocoro atribuía la abundancia de sus tierras a que estaban lejos de Pamplona y a que los indios eran pocos84. Según el cacique de Loatá, nadie usurpaba sus tierras porque, aunque fértiles, eran también de difícil acceso («ásperas y frago­ sas»)85. En algún caso excepcional, cuando los indios no estaban completa83 Ibid. t. 3 f. 138 v. 84 Ibid. Vis. Sant. t. 5 f. 489 r. ss. 85 Ibid. f. 534 r.

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ujente sometidos, todavía podían gozar de la tierra sin cortapisas. El cari­ ne de Támara afirmaba orgullosamente que su pueblo era el «último», que allí nadie tenía estancia y ... ansí eran señores y poseían muchas tierras, en donde se cogían muchos maíces y otras legumbres y semillas y criaban sus ganados, que algunos indios tenían vacas y yeguas y que no las habían tenido con linderos porque eran señores de todo...

Los indios de Gemara, vecinos de los de Támara, declararon algo seme­ ja n te, pues sólo recientemente habían sido sacados de la montaña.

Todo esto sugiere la situación precaria de los indios respecto de la po­ se sió n de la tierra, una vez que los pobladores españoles se interesaban en los cultivos agrícolas. Sin embargo, hacia 1602 parecía haber tierras su­

ficientes debido a la disminución de los indios y a la precariedad de la ocupación española. Por eso el otorgamiento de resguardos parece haber buscado, sobre todo, concentrar a los indígenas sobrevivientes en torno a poblaciones para procurar su acrecentamiento y para facilitar la labor de los doctrineros, los cuales se quejaban de que tenían que recorrer distan­ cias enormes para cumplir con sus deberes. Pero aun si los indios gozaban de pequeñas parcelas que los encomen­ deros y los pobladores españoles no^reivindicaban para sí, siempre estaban sujetos a las depredaciones de los ganados que pastaba?. libremente, según la costumbre española. Desde el primero de abril de 1553, el Cabildo había dispuesto que el ganado de los vecinos de Pamplona se guardara en un corral para evitar daños en las inmediaciones de la ciudad y para que el valle pudiera sembrarse87. En marzo del año siguiente se nombró a uno de los vecinos con 170 pesos oro de salario pata que cuidara de la guarda de estos ganados. En abril se dispuso que los dueños debían pagar los daños que causara el ganado y en junio se limitó a 20 el número de cabezas de puercos que cada vecino podría tener dentro de los ejidos de la ciudad88. En diciembre se limitó asimismo a .cuatro las cabezas de vacuno para cada vecino. El resto debería sacarse de los términos de la ciudad en 30 días89. En abril de 1560, Juan Ramííez de Andrade se quejó al Cabildo de que los indios de Hichirá (¿Chichirá?), los cuales se habían poblado muy cerca de 86 Ibid. t.' 3 f. 680 r. ss. 87 Primer libro de actas del cabildo de la ciudad de Pamplona en la Nueva Granada (1552-1561). Bogotá, 1950. pp. 14 y 15. 88 Ibid. pp. 82 y 94. 89 Ibid. p. 114.

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Pamplona y se habían encomendado a Ramírez, se despoblaban porque 10 ganados de los vecinos les comían sus labranzas. Entonces el Cabildo au torizó a los indios de la comarca para que mataran el ganado intruso, pero en noviembre del mismo año retiró esa autorización90. Como puede verse, las disposiciones del Cabildo se referían siempre a los términos más inmediatos de la ciudad puesto que de ellos dependían los abastecimientos más comunes de hortalizas y legumbres. Pero ninguna disposición encaraba el problema más general, particularmente en cuanto afectaba las labranzas de los indios. En estos años, sin embargo, se autorizó a 16 vecinos a usar una marca para su ganado, hubieran o no recibido es­ tancias previamente. Todo parece indicar que, como en otros territorios americanos, el ganado se multiplicaba a su antojo a expensas de los culti­ vos de los indígenas, entonces dispersos y sin cercas. Así, el otorgamiento de resguardos iba a limitar —aun fuera de manera precaria— esta especie de dominio eminente de los propietarios españoles del ganado. Por otro lado, es posible que, como consecuencia de la unificación de las parcelas de los indios, se liberaran globos de tierras que los españo­ les podían pretender en adelante. La reducción en los resguardos significa, en todo caso, un título cierto, el cual parecía preferible a un reconocimiento teórico de los derechos tradicionales de los indios sobre la tierra. Los resguardos iban a quedar expuestos, sin embargo, a presiones exte­ riores. En 1607, por ejemplo, apenas cinco años después de otorgados los resguardos, Cosme de Sierra, mayordomo del encomendero Luis Jurado, obtuvo a título de venta una estancia del cacique de Guaca. Según el con­ trato, el cacique había recibido en pago 60 pesos oro de veinte quilates pero en realidad Sierra sólo pago tres caballos de carga y dos muías cerreras. Diego de Sierra, hijo de Cosme, heredó la estancia y la poseía en 1623. Vi­ llabona Zubiaurre declaro la nulidad de la venta puesto que el cacique no podía haberlas vendido, ya que pertenecían a los indios en comunidad91. Así, las posibilidades de aprovechamiento de los resguardos por parte de los indios eran muy limitadas. Por un lado, la disminución constante de la población y su traslado a los asientos españoles; por otro lado, la usur­ pación, como en el caso que acaba de verse, o la ocupación de los resguardos con cultivos de los encomenderos. La reagrupación misma de poblaciones contribuía a cercenar los resguardos primitivos puesto que al otorgarse nuevamente se tenía en cuenta el número de indios que quedaban. 90 Ibid. pp. 300 y 323. 91 Ibid. Vis. Boy., t. 9 f. 182 r. ss.

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En Anserma, una región casi exclusivamente minera y que dependía del exterior para abastecerse, algunos encomenderos habían introducido ganado y recibían de sus indios cierta cantidad de cereales como tributo92. En 1627/ el oidor Lesmes de Espinoza y Saravia inspeccionó las tierras que jiabían pertenecido a los indios de Anserma. Muchas de estas tierras, que Rabian sido otrora fértiles, habían sido ganadas por el monte. Algunos in­ dios, como los de Supinga, gozaban todavía de sus tierras gracias a que sus encomenderos vivían en Cali. Estos indios declararon que tenían buenas tierras a tres leguas de Anserma, ... de sabanas y lomas que aran con bueyes y también en vegas del dicho río de Supinga... han tenido y tienen sus tierras conocidas por sus quebra­ das, ríos y linderos, donde han fecho sus labranzas para su sustento y algunos dellos tienen caballos, yeguas de carga y bueyes de arada y mansos de carga^y que a estos indios no los han sacado de sus tierras a otras dife­ rentes...

Sólo las tierras inmediatas a las explotaciones mineras estaban ocupa­ das por hatos de españoles. El visitador tuvo que despojar de ellas a los ocupantes para poder «poblar» a los indios de la vega de Supía y del Peñol. Estas tierras no tenían otro título que la ocupación de hecho de los enco­ menderos, quienes, en ocasiones, las habían enajenado a los mineros. Así, un Martín de Zárate había comprado una estancia en el Peñol al encomen­ dero de Tabuya, capitán Francisco Ramírez de la -Sefna94. Cristóbal Sán­ chez Hellín, minero que poseía una estancia en la vega de Supía, afirmaba que estas tierras habían sido ocupadas con hatos de españoles desde hacía más de cincuenta años y que se habían venido transmitiendo por ventas sucesivas95. Finalmente, el mismo encomendero de Tabuya, Ramírez-de la Serna, defendía su ocupación afirmando que tenía las tierras por compra que había hecho de ellas al cacfque del Peñol96. Curiosamente, todos los que fueron despojados de tierras para poblar y asignar resguardos a los indios pidieron compensación en el mismo sitio, las tierras que habían sido de los indios de Andica, a quienes Lesmes había hecho poblar en otro sitio. >De estas tierras decía Francisco Ramírez de la Serna que 92 93 94 95 96

Ibid. Min. Cauca, t. 3 f. 337 r. ss. Ibid. f. 547. Ibid. f. 442 r. Ibid. f. 425 r. Ibid.

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... me han parecido y parecen las mejores de los términos de la dicha ciudad así para estancias de ganados como para sembrados, y ninguna en los di­ chos términos conozco tan capaces para lo sobredicho, en las cuales hay capacidad de tres estancias de las modernas...

Se verá, un poco más adelante, que esta situación se repite en Pam pl0 na, otra región minera.

L a magnitud de los resguardos Desde el momento en que se otorgaron, los resguardos atravesaron por muchas vicisitudes. Con todo, las presiones de que fueron objeto no pue­ den explicarse solamente por el hecho de que españoles y mestizos ambi­ cionaran apoderarse de ellos para acrecentar sus propias posesiones. Si se tiene en cuenta la extensión real de los resguardos indígenas, parece más probable que estas presiones hayan operado en función de la escasez cre­ ciente de la mano de obra y de la necesidad de establecer un sistema de «colonato» para asegurársela97. Es posible que el otorgamiento de resguardos haya privado a los enco­ menderos de algunas buenas tierras cercanas a los pueblos de indios. Los amos tenían la costumbre de considerar esas tierras como suyas, destinán­ dolas al pago del tributo en especies (trigo, maíz, cebada). En el momento de distribuir esas tierras entre los indios, casi siempre se encontraron ocupa­ das por cultivos que, se afirmaba, pertenecían al encomendero. Con todo, no es probable que, como lo sostenían los encomenderos, el reconocimien­ to de los resguardos haya contribuido a-su ruina. El administrador de la encomienda de Susa, por ejemplo, se quejaba de que después de la atribución del resguardo la productividad del dominio del encomendero (se trataba de la estancia de Chiquinquirá) había descen­ dido, como consecuencia de que las mejores tierras habían sido distribui­ das a los indios. Sin embargo, según las cuentas de la estancia, desde 1590 hasta 1605, las cantidades de trigo destinadas para semillas son más o me­ nos equivalentes aunque el rendimiento sea desigual (véase Cuadro 16). Los resguardos habían sido metidos en mayo de 1592 y los indios de Susa habían recibido 80,2 hectáreas (para cerca de 311 tributarios). El otor­ gamiento no fue confirmado por Miguel de Ibarra sino en 1594. La cosecha del año siguiente fue normal, pero los años 1596,1597 y 1598 parecen haber 97 Sobre el colonato Cf. Magnus Mómer, «El colonato en la América meridional desde el siglo XVm» (Informe preliminar). Estocolmo, 1970.

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frido los efectos de la nueva situación. Con todo, a partir de 1599 las cosas parecen retornar al estado anterior, al menos en cuanto a la cantidad je semillas reservadas para la siembra. Así, el otorgamiento de resguardos habría modificado la proporción del rendimiento por hectárea y no la can­ dad de tierras disponibles por parte del encomendero que, seguramente, hacía que l°s indios roturaran otras nuevas. CUADRO 16

PRODUCCION DE TRIGO EN LA ESTANCIA DE CHIQUINQUIRÁ98 (deIsabel Ruiz Lanchero)

4r,o 1590 ¡1591 1592 1593 1594 1595 1596 1597 1598 1599 1600 1601 1602 1603 1604 1605

Fanegadas Producto sembradas (faneg.) 96 300 317 350 331 322 302 298 278 244 302 323 392

1.046 2.960 1.057 2.477 2.526 2.304 1.027 662 766 1.114 1.350 755 1.107 1.971. 1.366

Rendimiento Sém. consumo 10,8 9,8 3,3 7,0 7,6 7,1 2,5 ' 3,7 4,8 3,1 3,6 6,1 3 ,4 .

'

519 733 581.5 704.5 700 662 143 464 476 522 536 533 577 . 691 .“938

Harina 2.635 11.165 2.380 8.872 8.160 9.828 5.307 1.212 1.893 • 5.552 4.884 1.296 3.227 7.517 2.541

Precio pesos %diezmos(arrob 1.365 4.195 892 3.553 3.765 3.071 1.625 371 579 1.087 1.607 486 1.121 2.215 741

En cuanto a los resguardos, se trataba evidentemente de buenas tierras. Pero lo que los convertía en objeto ambicionado por los encomenderos era laproximidad de los indios. Así, menos que sobre las tierras otorgadas, las quejas de los encomenderoase referían a la negativa de los indios a trabajar como antes y a la obligación de pagarles un salario. A pesar de las ventajas que los encomenderos podían encontrar en los «poblamientos» en cuanto 98 AGI. Escr. Cám. L. 764, pieza Ns 1 f. 774 v. y pieza 2a f. 22 r. La fanega de trigo rendía entre cinco y seis arrobas de harina. El precio del trigo, muy bajo (2,2,5 y 3 tomines la arroba), se explica por el hecho de que era vendido al por mayor a comerciantes que lo revendían en las ciudades.

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a la disponibilidad de tierras que habían sido otorgadas como resguard y que los indios debían abandonar, ellos mismos se oponían a menud0°S esta medida que los privaba de la presencia inmediata de una m ano de obra que controlaban a su capricho. En 1593, en el momento de emprender la primera distribución de res guardos entre los indígenas de Santa Fe, el oidor Miguel de Ibarra fijó lareglas de los otorgamientos. Según una de ellas, la extensión de tierra qUe sería atribuida a los indígenas debería depender del número de tributarios y en ningún caso podía exceder de 1,5 hectáreas por tributario". Aunque no se conservan para la región de Tunja sino unos pocos autos de las visitas (posteriores a la de Egas de Guzmán) en los que consten las medidas de los resguardos, todos tienden a confirmar esta regla. Cuando Egas de Guzmán hizo las primeras atribuciones, muchos resguardos ni si­ quiera se midieron ante el obstáculo que presentaba un terreno demasiado quebrado. En tales casos se procedió a fijar los linderos tomando como puntos de referencia las elevaciones más notables y a señalar como tierras aprovechables las vertientes que confluían a las poblaciones. Cuando no existían estancias de españoles cercanas, se estimaba que la mensura no representaba utilidad alguna puesto que siempre se hacía en previsión de un pleito o con ocasión de uno. En tierras más parejas, el resguardo era casi siempre un rectángulo per­ fectamente regular, al que se asignaban tantos «pasos» en redondo y que se medía con una cabuya ajustada en 76 o 100 varas (= 100 pasos). Las varas eran usualmente «de la tierra», es decir, equivalentes a unos 89 centímetros. Se posee la información más completa respecto a los resguardos de Sogamoso. El 30 de agosto de 1596, Egas de Guzmán procedió a inspeccionar las tierras de los indios y encontró que el cacique arrendaba varios pedazos a personas que no hacían parte de la comunidad indígena. Así, Antonio Bravo Maldonado, encomendero de Tópaga, tenía arrendado un pedazo de 180 fanegadas de sembradura (¿unas 540 ha?), en el que mantenía cultivos de trigo, maíz y lino. También disfrutaban tierras de los indios, en arren­ damiento, un tal Hernán García, un Moreno, criado de Bravo Maldonado, un mulato, el doctrinero y algunos indios de Tópaga100. El mismo día procedió a asignarles como resguardos un rectángulo de 5.000 pasos por 3.700. Como medida adoptó una cabuya de 67 varas «...con que se mide la ropa de Castilla...», es decir, una vara equivalente a unos 0,84 m para cada cien pasos. Así, los-indios disponían de 204 ha 4.748 m2 99 Ibid. Santa Fe L. 17 r. 2 Doc. 78 f. 4 v. 100 AHNB. Vis. Boy., t . 10 f. 289 r. ss.

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sólo para sus labranzas puesto que las tierras que se destinarían para ganados (en las partes altas) no se midieron y apenas se calculó que tendrían diez mil pasos en redondo. En el rectángulo se incluyeron parte de las 180 fanegadas de sembradura arrendadas a Bravo Maldonado. En cuanto a las tierras que el cacique tenía arrendadas y que no se incluyeron en el res­ guardo, se declararon vacas. Asimismo, se prohibió a los indios que arren­ daran las tierras del resguardo a españoles o mestizos, con la amenaza.de que si lo hacían se declararían tierras vacantes101. En abril de 1639, los resguardos otorgados por Egas de Guzmán a los 363 indios tributarios de Sogamoso se midieron en su totalidad. En esta ocasión se empleó la vara de la tierra (de 0.89 m) y se ajustó una cabuya de jOOvaras. Según la nueva medida, los resguardos tenían 35 cabuyas por oa es decir, una extensión de 942 ha 5.990 m2 (o 942,6), de las cuales 738 se m? destinaban para pastos, si se tiene en cuenta la medida anterior . Las tierras otorgadas por Egas de Guzmán eran notoriamente insufi­ cientes, pues apenas significaban media hectárea de labor para cada tribu­ tario. Si se incluyen las tierras destinadas para pastos, la relación alcanza apenas a 2,5 ha por tributario. La misma estructura social indígena contri­ buía a restringir la tierra para muchos de los indios de Sogamoso. Los he­ rederos del cacicazgo disponían, de hecho, de las porciones más grandes y los capitanes se atribuían pedazos mayores para sus'capitanías. En 1636, el visitador Valcárcel encontró que prácticamente la tierra del resguardo es­ taba monopolizada por el cacique y por los herederos 'de dos capitanes, D. [ Pascual Martín y D. Pedro Tobaca1 3. Este último, capitán de la parcialidad de Tobaca, había dejado, a su muerte, las tierras que pertenecían a su capi­ tanía a sus dos hijas, Juana y Jerónima, casadas con los mestizos Blas Martín y Francisco Pérez104. Poseían las dos mujeres 40 fanegadas de sem­ bradura, en las que mantenían 1.600 ovejas y 50 reses. Su padre había de­ fendido con éxito, estas tierras/de^ Diego de Vargas, quien había obtenido un título sobre ellas del presidente Borja105. Su propiedad databa de antes de señalarse los resguardos de los indios, de un título concedido por el presidente González en 1591. Más adelante, en 1625, Tobaca obtuvo otras 26 fanegadas de sembradura dentro del resguardo. La familia Iracansa, heredera del cacicazgo, poseía también propiedades importantes. Según 101 Ibid. t. 8 f. 388 r. ss. 102 Ibid. f. 632 r. 103 Ibid. f. 651 r. 104 Ibid. f. 698 r. ss. 105 Ibid. f. 547 r.

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doña Juana Iracansa, su hermano Pascual había muerto dejando en poder de doña Jerónima, su mujer, muchos bienes e inclusive esclavos105. La autoridad del visitador pudo persuadir a estas familias a mostrarse generosas. Posiblemente temieron una discusión de sus títulos y prefirie ron ceder a las presiones de Valcárcel para abandonar parte de sus bienes en favor de otros indios. El 25 de abril de 1636, el cacique Juan de Iracansa ofreció treinta fanegadas de sus propias tierras para que se repartieran en­ tre sus súbditos menos favorecidos. Otro tanto hicieron Blas Martín, doria Jerónima de Angulo y doña Juana Iracansa. En total, pudieron distribuirse 82 fanegadas, una porción considerable si se tiene en cuenta que las tierras aprovechables del resguardo apenas se apreciaban en unas 700 fanegadas107. El corregidor Martín Niño y Rojas repartió al tierra donada por los nota­ bles de Sogamoso, el 2 de noviembre de 1636. Se asignaron tres fanegadas de tierras de comunidad a la capitanía de Tobaca, tres para los indios de esa misma parcialidad y las restantes a otros tantos indios que no poseían tierras dentro del resguardo. En contraste con los indios de Sogamoso, sus vecinos de Paipa, Sátiva y Bonza parece que pudieron gozar de tierras suficientes. En 1602, Sátiva y Bonza habían sido agregadas a Paipa, sumándole sus propios resguardos, aunque la agregación no había tenido lugar todavía en 1636. Los resguar­ dos reunidos de los tres pueblos sumaban 3.531,4 ha, y a cada tributario venían a tocarle, hacia 1602, cerca de 7 ha108. Pero la regla general parece haber sido la de otorgar a cada tributario una cantidad de tierra cercana a la una _y media ha, dispuesta por las ins­ trucciones de Ibarra. Los resguardos de Moniquirá, por ejemplo109, tenían 110,2 ha. Hacia 1636, época de la visita de Valcárcel, habrían correspondi­ do a los indios de Suta los 2.500 pasos en cuadro otorgados un poco antes por el presidente González. Reducidos a la cabuya de 67 varas empleada por Egas, equivalían a 1.491 varas de la tierra, o sea que se trataba de 22,3 ha, extensión casi insignificante al lado de la estancia de 1.904,6 ha otorga­ da a Juan Núñez Maldonado en 1586 y que en 1620 pasó al encomendero

106 Ibid. f. 698 r. ss. 107 Ibid. f. 626 r. ss. f. 649 v. 108 Fueron medidos por orden de José María Campuzano, en enero de 1778. Se encontraron 8.491 v por 5.250. Según el visitador, pocos resguardos tendrían la extensión de éste de Paipa en toda la provincia. Ibid. 1.14 f. 857 r. 109 Se midieron en 1755.

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. Suta, Pedro Merchán de Velasco110. Según esta medida, habría corres­ a cada tributario 1,3 ha, en la época de la confirmación. Un poco más tarde apareció un concepto diferente. En 1632, el presiden­ te Sancho Girón ordenó asignar resguardos a los indios de Tequia. En esta ocasión, el corregidor procedió a señalarles 1.300 varas en cuadro, «... habida consideración a que el resguardo de tr e s c ie n to s indios se mide c o n cinco jnil pasos que hacen cuatro mil varas...»111. El corregidor se refería, sin duda, a la equivalencia de 100 pasos a una cabuya de 76 varas, es decir, aproximaba las 3-800 varas de los 5.000 pasos a 4.000. Según este criterio, a cada tributario corresponderían 3,8 ha (= 1 fanegada de sembradura). No es verosímil que en los otorgamientos originales se haya procedido de este modo. Los visitadores echaban mano de las tierras disponibles, o de aquéllas que no estaban ya ocupadas por los españoles —como se ha visto en el caso de Suta—, para distribuirlas entre los indios. Así, Egas de Guzmán otorgó 2.500 pasos en cuadro a los indios de Ocusá, casi 2 ha, para cada tributario, con la advertencia de que los aposentos del encomendero Francisco Niño quedarían fuera del resguardo «... por estar como está muy desviado del dicho pueblo de Ocusá...»112. Naturalmente, con la declinación de la población indígena la propordón de tierra por tributario aumentó, a pesar de las presiones de los dueños españoles de estancias. El aumento hizo que se generalizara la costumbre de arrendar las tierras de los indios a J a creciente población mestiza. El indio, por su parte, no podía aprovecharlas porque sobre él pesaban las exigencias de mano de obra de las propiedades de españoles. Los curas también distraían una gran parte de las tierras de los indios, en especial las que se habían asignado por los visitadores para labranzas de la comuni­ dad. Estas tierras se cultivaban en*el siglo XVIII para mantener las cofradías, para la celebración de las innumerables fiestas introducidas en cada doc­ trina o aun para asegurar el pago del estipendio del cura. En Pamplona, los otorgamientos originales se vieron afectados por los «poblamientos» de 1623. Como la’ población indígena había experimenta­ do un ligero aumento para, esta última fecha, se llevaron a cabo algunas mediciones de los resguardos otorgados en 1602, con el objeto de buscar una proporción equitativa entre los antiguos resguardos y los que se otor­ garían a las nuevas poblaciones agrupadas en doctrinas. p o n d id o

110 AHNB. Vis. Boy., t. 4 f. 428 r„ 1.10 f. 549 r. ss. f. 592 r. 111 Ibid. 1.1 f. 486 r. 112 Ibid. 1.11 f. 758 r.

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En el caso de Babega, por ejemplo, se comprobó que los indios disp0 nían de dos y media estancias de pan y una estancia de ganado menor. Así descontando la estancia para ganado, resulta que los indios podían aprove­ char para sus cultivos 1.800 pasos por 1.600, equivalentes a 117 hectáreas 3.757 m2. Como este pueblo tenía 35 indios útiles, resulta que correspondía a cada uno 3,35 ha. Si se tiene en cuenta el total de 115 personas, corres­ pondería una hectárea aproximadamente a cada una113. Las 117 ha equiva­ lían a 35 fanegas de sembradura, pero, según los autos, el encomendero tenía 14 ocupadas con sus propios cultivos, quedando así reducidos los indios a 21 fanegas (63 ha 4.000 m2) y cada tributario a menos de dos ha114. En la misma forma, correspondieron a los indios de Icota 44 ha 8.310 m2, o sea 1,9 ha por tributario, y a los de Chitagá 2,3 ha, por tributario115. Para 1623, los datos están referidos a doctrinas enteras y se conocen los de la doctrina de Labateca116 y los de la doctrina de Chopo117. En ambos casos se dan los pasos que correspondían al «ancho y frente» de los resguardos, siendo entendido que el largo era constante, igual a 1.600 pasos —estancia de pan o ganado menor— . La doctrina de Labateca, con 7.502 pasos de ancho y frente, tendría en­ tonces 489 ha en total, o 1,9 ha, por tributario. Chopo, con 4.600 pasos de ancho y frente, tendría 315 ha, en total, o 1,5 ha, por tributario. Al parecer, los indios no ganaron nada con la nueva distribución. El 19 de julio de 1623, Gregorio García de Moros midió los resguardos que ha­ bían sido asignados a los indios de Labateca en 1602 y comprobó que te­ nían 7.500 pasos de ancho y frente118, es decir, que se trataba de la misma cantidad de tierra que ahora se asignaba a la doctrina entera. Tampoco la calidad de la tierra era la misma. El cacique de Chitagá se quejó de que los habían poblado en Cácota, que erá tierra fría, y que ellos 113 El cálculo se ha realizado teniendo en cuenta que se contabilizaron 2.600 pasos por 1.600 para la totalidad de los resguardos. Si se descuenta la estancia de ganado menor (¿1.600 x 800 pasos? Véase nota 18. También Ibid. t. 9 f. 622 r), quedan 1.800 x 1.600 pasos. Cada den pasos equivalían a 76 varas de 0.84 m. 114 En México la fanega de sembradura equivalía a 3.57 ha en el s. XVm. En Nueva Granada parece haber sido un poco menor. Cf. Manuel Cabrera Stampa, «The evolutíon of weightsandmeasuresinNewSpain»,enThe Hispanic American Hist.Rev.Febrerol949. Part 1 pp. 2-25. 115 AHNB. Vis Boy., t. 9 f. 67 r. ss. 116 Ibid. f. 567 r. ss. 117 Ibid. f. 757 v. 118 Ibid.

veníari de tierra caliente. Además, que en el sitio de su asiento primitivo c0gían dos cosechas al año y en Cácota cada cosecha demoraba nueve y diez meses, «... especialmente que no había tierra bastante para que los ¡ndios tuvieran año y vez, por ser lo más, y tierra doblada...» — es decir, ¿os cosechas y la posibilidad de dejar descansar la tierra—. También ha­ bían perdido el amparo de que gozaban sus antiguos resguardos, los cua­ les consistían en una estancia de ganado mayor «... en que labraban 17 ¡ndios sin sus familias...». Como se ha visto un poco más arriba, ahora sólo recibían una estancia de ganado menor (56.16 ha). Finalmente, el cacique acusaba a su encomendero y a otras personas de pretender la adjudicación de sus antiguos resguardos (183,40 ha)119. Los indios de Babega también se quejaron de haber sido poblados en tierras infructíferas y de pedre­ gales, en tanto que la tierra que habían dejado era muy fértil. Asimismo, los indios de Caraba querían regresar a su primitivo asiento, en donde Luis de Buitrago tenía en 1623 dos estancias, una de pan y oirá de gana­ do mayor120. Al examinar la conveniencia de los poblamientos, el visitador escuchó precisamente el parecer de los encomenderos, como gentes experimenta­ das en la bondad de las tierras que se trataba de poblar. Es obvio que en este caso el interés de los encomenderos era opuesto al de los indios. En algunos casos, los vecinos españoles mostraron un interés especial porque el poblamiento se llevara a cabo cerca de sus propios aposentos, pues con ello podrían disponer de una mano de obra abundante. Miguel Suárez Pa­ tón, quien ya poseía 20 piezas de esclavos negros, ofreció pagar, junto con dos encomenderos de Cá.chira ocho meses de doctrina (120 pesos de oro), a condición de que los indios regresaran a sus asientos. Cáchira estaba en mitad de camino entre Pamplona*y Ocaña (distantes 30 leguas entre sí) y los indios proveían de bastimeatos a los pasajeros, sin duda, en provecho de Suárez y de los dos encomenderos121. Por todo esto, no es extraño que Alonso de Aranda se quejara poco des­ pués, en nombre del Cabildo de Pamplona, de que los indios que el visita­ dor había agregado salían de sus tierras y resguardos y se iban a labrar otras tierras distantes, y así los pueblos se hallaban deshabitados y los in­ dios no asistían a misa. Añadía que muchos morían sin confesión y que los muchachos que iban y venían de dichas labranzas se ahogaban en quebra119 Ibid. 33 v. ss. 120 Ibid. f. 288 r. ss. 121 Ibid. f. 622 r.ss.

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das y ríos. Los indios retomaban a sus antiguos resguardos, a pesar de ya no tenían ninguna protección si sembraban en ellos122. ^Ue El procurador, en nombre de los encomenderos del valle de Los Locos se quejaba también de que el visitador había mandado hacer la p o blació' en un sitio que carecía de agua. Además, que los indios de Ima, Pisacuta Támara y otros no habían recibido tierras suficientes, en tanto que otros tenían más cantidad de la que podían ocupar. Finalmente, pedía que Se mudara también a Chinácota, pues se había construido en parte muy hú meda y los naturales padecían con ello muchas enfermedades. Las dificultades no surgían solamente de la oposición de intereses entre indios y encomenderos o el interés embozado de éstos en apropiarse de los asientos en que habían estado poblados los indios y de tener acceso a re­ cursos más abundantes de mano de obra. El visitador había dispuesto en cada doctrina que las tierras de los resguardos se repartieran entre los in­ dios, ... teniendo en consideración que los caciques y capitanes, por ser los más ricos y principales, se les dé más cantidad que a los demás indios, de suerte que cada uno tenga suficientemente en qué sembrar, labrar, y cultivar, con­ forme a su posibilidad y familia que tuviera, acomodándose todos de ma­ nera que de la repartición y señalamiento de las dichas tierras no resulten ningunos inconvenientes, quejas ni discordias entre los dichos indios...123

Pero las quejas y las discordias no tardaron en presentarse124. A pesar de la afinidad de los grupos, algunos sintieron que habían sido tratados con injusticia en provecho de otro y así lo manifestaron. No se conocen, en cambio, quejas individuales, es decir, de los miembros de un mismo grupo, entre los cuales los caciques y capitanes repartían los pedazos de tierra. La redistribución y agrupación de los indios en doctrinas presentaba ventajas evidentes para algunos pobladores españoles. Aparentemente se buscaba la conservación y el mejoramiento de los indios. En ocasiones, sin embargo, el traslado no podía justificarse con estas razones. Es significati­ vo, por ejemplo, que los indios desertaran de sus nuevos asientos, como 122 Ibid. f. 620 r. ss. Según las palabras del procurador, «... no siendo como no son de los dichos indios las tierras a donde así van a hacer sus sementeras, ni tienen amparo eh ellas, antes bien, les están quitadas por el dicho oidor visitador...». 123 I b id .L li.s s . 124 Ibid. f. 33 v. ss. El 30 de julio de 1623, el visitador ordenó inspeccionar los repartimientos de Tañe, Zulia y Chichera, en donde habían surgido diferencias, pues cada pardálidad variaba los mojones de los resguardos, «... mezdándose unos con otros en las laboresy sementeras, alterando el orden y forma de los dichos resguardos...».

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currió con los de Tequia125. La Audiencia pidió un informe al visitador y -jje adujo que los había traslado a un clima más templado (Servitá), «...más c0nform e a la naturaleza humana...», pues, según su experiencia, las tierras calientes eran insalubres y en ellas los indios vivían más pobres y misera­ bles. Además, según el visitador,

... siempre se ha visto que en las dichas tierras calientes se han consumido y consumen los indios que las habitan, o por la malicia de las yerbas que usan y tienen a la mano para matarse unos a otros, o porque con el desaho­ go de vivir sin ropa y desnudos les sobrevienen las dichas enfermedades, ayudando a ello los trabajos excesivos y lavarse después en los ríos y que­ brada tan a menudo .

Un poco más adelante, sin embargo, el visitador expresa un argumento menos peregrino. Según él, las tierras de Tequia no servían para el cultivo de trigo y cebada por ser muy húmedas, aunque fueran buenas para el maíz y, otras legumbres, ... y no es justo que los que gobiernan se contenten con que los indios coman y se harten sin que con su industria y ministerio se introduzcan a hacer labores con que se sustenten los españoles, para que una república ayude a otra, inclinándolos por todos los medios posibles y justos a que comercien y se aquerencien a su amistad y comunicación, y así sérán convenientes las sementeras de trigo y cebadas... -

También debía buscarse una distribución más equitativa de la mano de obra. Por esta razón el visitador decidió poblar en Cácota a los indios de Zulia y Chichera. Según el auto, quería ... quitarlos de la opresión que padecen generalmente con los servicios que hacen de ordinario, cargándose sobre ellos casi el trabajo de todos...

Juan Ramírez de Andrade, el encomendero, quiso cambiar el parecer del visitador y le escribió una carta recomendando que se poblaran en Chopo. Pero el visitador declaró saber que lo que pretendía el encomendero era tenerlos más cerca de sus estancias y labores128. Este fue, sin embargo, el resultado que obtuvieron los encomenderos de los sitios elegidos como cabeza de doctrina. Como los indios debían poblar­ 125 Ibid. f. 135 r. 126 Ibid. f. 168 r. 127 Ibid. f. 169 r. 128 Ibid. f. 9 r. ss.

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se en diez doctrinas y los primitivos resguardos de la población eWn para esta reagrupación no hubieran bastado para las nuevas agregaciones 'i visitador examinó en cada caso los sitios más convenientes y ordenó aí0 comisionados que señalaran tierras de resguardos en cantidad suficiente S ... aunque para el dicho efecto se quiten las necesarias a los encomende­ ros y otras personas circunvecinas...

Los encomenderos no se opusieron a la expropiación puesto que jes brindaba la oportunidad de obtener una compensación en los antiguos res­ guardos indígenas, además de la presencia en sus inmediaciones de una mano de obra abundante. Así, Luis de Buitrago cedió una estancia de ganado mayor y otra de pan coger que se requerían para poblar a los indios de Caraba. Declaró que se trataba de ... tierras todas la más útiles y de mejor cultivo que hay en toda aquella comarca...

Además, que tenía aradas y cultivadas más de sesenta fanegadas de sembradura (214 ha) y había cedido a los indios 24. Mostraba, sin embargo, la mejor voluntad en que se acomodara primero a los naturales, siempre y cuando ... Su Merced sea servido de compensarme las dichas tierras con los res­ guardos que los dichos indios de Caraba dejan, respecto de que en ellas yo tengo mis aposentos y casa de vivienda...

En otro caso se compensó una y media estancia de pan con una y media estancia de ganado mayor en los antiguos resguardos de Chona y Monaga. Se trataba de tierras que pertenecían al padre Cristóbal de Vivar y se tuvo en cuenta que eran «las mejores tierras del valle de Suratá... que de cada fanegada de trigo que se siembre se cogen más de treinta fanegas...» y que no era necesario sacar sus frutos a otras partes por estar muy cerca de los reales de minas de la Montuosa y Vetas131. 129 Ibid. f. 243 r.ss. 130 Ibid. í. 293 t . s s . 131 Ibid. f. 361 r. ss. Se tomaron también para el poblamiento de Cácota: dos estancias de pan coger, con un trilladera, casa de trigo y platanal, a Alonso de Parada; una estancia de pan coger con un trapiche y un molino, a Antonio Osorio de Paz. El molino siguió per­ teneciendo al encomendero que disponía también de una cuadra de tierra. Finalmente, una estancia de pan y una de ganado menor, a Mateo del Rincón.

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. C0m fl ic t o s DE LOS RESGUARDOS ¿1 o t o r g a r los resguardos, los visitadores se limitaron casi siempre a seña­ lé sus linderos ateniéndose a l a toponimia indígena. A pesar de que en la g e n e r a lid a d de los casos sólo se efectuaban mensuras para determinar las ^eas que l° s indios debían dedicar a labranzas de comunidad, en algunos casos Egas de Guzmán especificó que el resguardo no se mediría por no haber estancias de españoles colindantes o que se hubieran otorgado en tierras de los indios, es decir, que no existía el peligro de un litigio inme­ diato132- De todas maneras, las mensuras de resguardos eran excepcionales ylos visitadores sólo se preocuparon por dejar establecidos puntos de re­ fe re n cia que sirvieran para identificarlos. Esa precaución tenía por objeto evidente precaver conflictos con los propietarios españoles y entre los in­ dios de repartimientos diferentes. Los conflictos, sin embargo, parecían inevitables. Entre los indios, por­ que no podía seguirse una regla para determinar sus posesiones tradicio­ nales sino que esto se hacía de una manera arbitraria. Mucho antes de que se otorgaran los resguardos se habían presentado diferencias de esta clase, como lo indica un auto del visitador López de Cepeda de 27 de enero de 1573, con el cual arreglaba una controversia entre los indios de Suta y los de Somondoco por la posesión de las vegas del río Tafur133. Los indios se veían presionados y enfrentados entre ellos mismos, no sólo por la presencia de propietarios españoles sino ta'mbién por el hecho deestar divididos en encomiendas. Los encomenderos tenían como obliga­ ción defender las posesiones de los indios pero sólo se inclinaban a hacerlo cuando miraban estas posesiones como propias: Así, en 1596, el cacique de Paipa se quejó de que, a causa de un pleito entre Francisco Cifuentes, su encomendero, y Martín González,'encomendero de Soconsuca, se había se­ parado este repartimiento que®dependía del cacicazgo de Paipa. Como consecuencia de la separación, muchos indios de Paipa que tenía labranzas en Soconsuca se veían enfrentados a los indios de esta parcialidad, a los cuales apoyaba su encomendero134. A menudo, los indios pedían títulos de amparo para protegerse de in­ vasiones de otros indios. Así, en 1638, el cacique de Tuta obtuvo un título sobre sus propias tierras, que se le habían dado de las sobras de una estan­ cia del capitán Francisco de Avendaño, para defenderse de las invasiones i

132 Ibid. t. 4 f. 163 r. resguardo de Bombaza y 1.15 f. 115 r. resguardo de Paipa. 133 Ibid. 1.11 f. 407 r. .134 M í . 1 .15 f. 184 r.

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de los indios de Paipa135. Los capitanes, dependientes de un cacicazgo buscaban también obtener amparo sobre tierras que habían poseídó pendientemente de las otras parcialidades sujetas al mismo cacique Qe hecho, algunas de estas parcialidades quedaban desfavorecidas en el m0 mentó del otorgamiento de los resguardos puesto que éstos se señalab,ñi­ para la comunidad entera que dependía de un cacique, cercenando peda zos para obligar a los indios a concentrarse136. Este problema se agudizó a raíz de las agregaciones ordenadas por el visitador Henríquez, pues algu. nos primitivos cacicazgos pasaron a ser meras parcialidades de otros. Así Juan de Valcárcel encontró en Samacá que los indios agregados de Chausa no tenían tierras en tanto que los patricios las tenían en exceso. Cerca de 16 indios ricos de Samacá disponían inclusive de las tierras de la comunidad y los caciques y capitantes gozaban de las mejores tierras dentro del res­ guardo137. Tanto Valcárcel como más tarde (en 1755) el visitador Verdu­ go y Oquendo trataron de poner remedio a esta situación y dispusieron que la posesión individual de los indios cesaría si las tierras no se cultiva­ ban por espacio de tres años. En este caso pasarían a ser tierras vacas v cualquier indio podría ocuparlas para remediar sus propias necesidades. Muchos indios dentro de los resguardos buscaron un amparo indivi­ dual para pequeñas posesiones familiares en que habían sucedido a sus antepasados, y de la misma manera procedieron los caciques y los capita­ nes con tierras que no debían pasar a sus hijos sino a los herederos del cacicazgo138. Así, el amparo podía buscarse para violar ciertas restriccio­ nes de la misma sociedad indígena. Un indio de Ceniza, casado con una india de Duitama, pidió amparo de un pedazo de tierra dentro del resguar­ do de su pueblo, que había heredado de sus antepasados. El cacique y los capitanes del pueblo estuvieron de acuerdo en que se diera el amparo pero con la condición de que, después de la muerte del indio, las tierras que pedía quedaran para sus sobrinos del pueblo de Ceniza y no a sus hijos, los cuales debían pagar tributo en el pueblo de su madre139. Las indias casadas con mestizos procuraban asegurar la sucesión para sus hijos mediante es-

135 136 137 138

Ibid. t. 4 f. 635 r. Ibid. f. 688 r. Ibid. 1 12 f. 682 r. f. 720 r. Ibid. t. 5 f. 695 r. f. 958 r., t. 8f. 254 r. f. 256 r., 1.11 f. 432 r., 1.13 f. 424 r. f. 687 r., 1.15 f. 118 r., 1.18 f. 584 r. 139 Ibid. 19 f. 1001 r. 1042 r.

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títulos de amparo y esto provocaba, a la larga, equívocos sobre la casta ¿e muchos habitantes de los resguardos140. puede concluirse que todas estas tensiones obedecían, en gran parte, a ]8presión ejercida sobre los resguardos y sobre las posesiones tradiciona­ les de los indígenas por los propietarios españoles. Éstos no dejaron de hacer peticiones de tierras ni aun después de otorgados los resguardos, o deinvadirlos en una u otra forma. Los pleitos por este motivo eran incon­ tables y, con el transcurso del tiempo, fueron cada vez más desfavorables alos indios debido a la pérdida de los títulos o a la referencia imposible a una toponimia que había desaparecido. En 1755, por ejemplo, los indios se q u e ja ro n de escasez de tierra debido a que todo el contorno estaba asfixia­ do por las haciendas de Basa y Tópaga, de los dominicos; la de Chiguata, délos herederos de Tomás Rojas, y la de Suta, de las religiosas de Santa Clara, de Tunja141. Además, las agregaciones de Luis Henríquez separaron a muchas co­ munidades de sus tierras y crearon vacíos que los españoles se apresuraron a denunciar como tierras vacantes. Este proceso culminó en 1755, cuando el oidor Verdugo y Oquendo ordenó que los indios tuvieran tierras conti­ nuas, sin interpolación de las de los españoles, y, para obligarlos a concen­ trarse, recortó los extremos distantes de los resguardos142. LAEXTINCIÓN DE LOS RESGUARDAS EN.LA PROVINCIA DE TUNJA

Lavisita de Verdugo y Oquendo, en 1755, suscitó una serie de cuestiones que condujeron, a la postre, a la extinción de una gran parte de los resguar­ dos indígenas. Para el visitador era evidente qué la situación había cam­ biado en el curso de 120 años, posteriores a la visita de Juan de Valcárcel. Al rendir su informe, insistía en la desproporción en que se encontraba la población mestiza con respecto ai número mengiíante de indígenas. Según el argumento del visitador, los indios, disminuidos en un 50%, disponían de la totalidad de los resguardos que les habían sido otorgados, sin que pudieran aprovecharse de ellos143. Por eso solían arrendarlos a los «veci­ nos» pero sin recibir un proyecto aparente puesto que percibían el canon enbebidas o se veían suplantados en el pago por los gobernadores y capi­ tanes. En muchos casos era el cura quien arrendaba los resguardos (o las 140 Ibid. Vis. Bol., t. 5 f. 782 r. 141 Ibid. Vis. Boy., 1.18 f. 330 r. 142 Ibid. t. 2 f. 967 r. 143 Ibid. t. 7 f. 19 r.

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tierras destinadas a labranzas de comunidad) para sostener cofradías o para percibir limosnas. Ante esta situación, el visitador recomendaba que se restringieran Iqs resguardos de los indios y se dieran los sobrantes a los vecinos. P a ra jUs^ ficar esta expoliación argumentaba que las tierras eran improductivas en manos de los indios y que aun arrendándolas no les producían beneficio alguno. Sugería también que los indios carecían de dominio pleno sobre estas tierras puesto que se les habían otorgado sujetas a condiciones: n0r un lado, la facultad que se reservaban los visitadores de ampliarlas o reducirlas; por otro, su condición inalienable144. Finalmente, concluía que sé trataba apenas de una concesión del usufructo, en la medida en que la tie­ rra se otorgaba en proporción al número de indios y de sus necesidades. Con todo, el visitador no embozaba el argumento capital: la presión de los habitantes no indígenas que tenían necesidad de tierras. Por esto ni siquiera se oponía a que los vecinos arrendaran las tierras de los indios pues le parecía imposible poner en vigor la prohibición original. Creía más lógico cercenar los resguardos en sus extremos para ir restringiendo a los indios hacia un núcleo en donde pudieran ser mejor adoctrinados y admi­ nistrados. A pesar de todas las ventajas, aparentes o reales, que el visitador enume­ raba, proponía al menos un límite para las restricciones. Estas sólo debían verificarse, como regla general, en aquellos pueblos que no conservaran sino la tercera parte de la población que tenían cuando se les habían otor­ gado los resguardos. En algunos casos concretos, el visitador propuso la extinción de los pueblos y su agregación a otros, cuando no alcanzaban a tener más de 100 habitantes145. En el pueblo de Ramiriquí, por ejemplo, el visitador se encontró con un caso límite entre las dos alternativas. Los indios habían disminuido de 905 a 113 y por esto el visitador consultó al virrey Solís sobre si debía proceder a trasladarlos o simplemente cercenaba los resguardos146. Se optó por lo último y, en seguida, se nombraron tres avaluadores para el pedazo de los resguardos que debía rematarse. El 15 de junio de 1756 se pregonaron las tierras y el 6 de noviembre se remataron en José de Vargas por 600 pesos, a pesar de que se habían avaluado en 800.

144 M d.L 2bvA .27i. 145 Ibid. f. 30 r. 146 Ibid. 1.15 f. 355 r. ss.

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Inmediatamente después del remate, Ignacio Arias Maldonado, vecino je Tunja, pidió su nulidad. Alegaba que Antonio de la Pedroza, corregidor del partido, no había hecho los pregones estipulados por la ley y por eso él no había tenido oportunidad de hacer una postura a pesar de su interés, ues poseía tierras contiguas a las del resguardo, que se vendían. Un año después, el 7 de octubre de 1757, se declaró la nulidad del remate y se admitió la postura de Arias Maldonado que mejoraba en 200 pesos el pre­ cio ofrecido por José de Vargas. gl remate definitivo demoró otros diez años. En 1759 se ordenó arren­ dar las tierras pero ni siquiera esto tuvo lugar. En febrero de 1763, el corre­ gidor del partido de Chivatá instó para que se agregaran los indios (que habían disminuido a 14 tributarios) al pueblo de Viracachá, pero, en 1765, ja Audiencia sostuvo la decisión inicial del virrey Solís. Finalmente, en 1766, la porción del resguardo se remató en Diego Ignacio Caicedo, un ve­ cino de Tunja que la obtuvo disimulando su identidad con un testaferro, en Santa Fe. Caicedo pagó 700 pesos de contado en septiembre y a princi­ pios de octubre obtuvo que se notificara a 27 vecinos para que desalojaran las tierras. Seis meses después, éstos se resistían todavía a abandonar los resguardos. También hubo resistencia de parte de los indios y el corregidor Domingo Antón de Guzmán los acusó de amotinarse y encarceló algunos de los cabecillas en Tunja. Ni este primer remate ni otros que se llevaron a cabo veinte años más tarde tuvieron mucha suerte. Por un lado, en ocasiones, ni siquiera los vecinos, en cuyo beneficio se había ideado la expropiación, pudieron competir con los criollos de Tunja o con los vecinos más ricos en las ofertas para adquirirlos y, por otro, la Real Hacienda no obtuvo en mu­ cho tiempo otra ventaja que la de las dilaciones interminables de la ad­ ministración. Los resguardos de Soatá, unas 167 ha (se midieron 40 cabuyas por 22), avaluadas en 1.500 pesos, se remataron en Gabriel Martínez, procurador de la Real Audiencia, por 2.728 pesos. Martínez no actuaba en nombre pro­ pio pero tampoco reveló el nombre de su poderdante, limitándose a decla­ rar que se trataba de una petstpna que quería beneficiar a los vecinos de la futura parroquia. Esta persona resultó ser el español Tomás de Peñalver, quien en ningún momento tuvo la intención de comprar los resguardos para compartirlos en forma altruista con los vecinos. Según un informe del alcalde partidario dé Sáchica, el español había vendido 27 pedazos de tierra por una suma que alcanzaba los 5.555 pesos, casi el doble de lo que había pagado por todo el resguardo, y todavía le quedaban algunos terrenos para vender. Ante esta situación tuvo que declararse la nulidad

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del remate, después de que los vecinos afianzaron la cantidad ofrecida nn Peñalver147. r Veinte años después de la visita de Verdugo y Oquendo, la situación había empeorado para la población mestiza, aunque en muchos casos ocu. para las tierras de los indios y aun sin pagarles arrendamientos. Estas ocu­ paciones de hecho se habían originado desde el comienzo del mestizaje, en virtud de matrimonios con indias o de lazos de consanguinidad con los propietarios de las parcelas dentro de los resguardos. En julio de 1754, el virrey Solís ordenó hacer averiguaciones sobre las personas que arrenda­ ban tierras de los indios o se aprovechaban de ellas. En esta ocasión, Pedro de Ugarte informó haber advertido que ... se aprovechan de los resguardos varios que dicen son hijos de mestizo y india, o al contrario, y nietos...

Al cabo de algunas generaciones, cuando los mestizos se asimilaban a los blancos, esta situación no podía menos que degenerar en un conflicto abierto. Los llamados vecinos alegaban estar sujetos al capricho de los in­ dios y de cargar sobre sí gran parte de las imposiciones de la comunidad, especialmente las fiestas religiosas, sin alcanzar por ello cierto grado de seguridad149. A partir de la visita de Verdugo y Oquendo se había iniciado, tímida­ mente, es cierto, el proceso de extinción de los resguardos indígenas. Puede concebirse cómo desde ese momento la administración virreinal fue pre­ sionada cada vez más a tomar una decisión radical. Los vecinos pugnaban por convertir los pueblos de indios, en los cuales vivían precariamente, en parroquias de «españoles». En 1767, a raíz de reiteradas peticiones de los vecinos de Sogamoso, el virrey Messia de la Cerda prometió prácticamente la separación de indios y vecinos, pero pospuso el asunto hasta que se re­ alizara una visita de la tierra150. En diciembre de 1776, cuando aún no se había iniciado siquiera la anunciada visita de Campuzano y Lanz, los ve­ cinos se apresuraron a'recordar esta promesa151. Las extinciones de 1755 encontraban una justificación aparente en el crecimiento incontrolable de la población mestiza que no hallaba su aco­ modo dentro de la estructura institucionalizada de una sociedad dualista. 147 148 149 150 151

Ibid. Resg. Boy., t. 4. f. 1 r. ss. Especialmente f. 71 v. ss., f. 123 v. f. 186 r. y f. 228 r. ss. Ibid. Cae. e ind., t. 3 f. 383 r. ss. f. 390 r. ss. Ibid. Vis. Boy., 1.16 f. 744 r. ss. Ibid. f. 791 r. ss. Ibid. f. 800 r.

„ TIERRA

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i £oBl0 se ha visto, el status indígena estaba definido por la imposición de untributo. Verdugo y Oquendo llegaba hasta concebir que sólo el pago del [¿buto había originado el usufructo transitorio de las tierras entregadas a tosindígenas como resguardos152. En realidad, el reconocimiento de los resguardos había coincidido con ¡aracionalización del tributo, como un esfuerzo por asegurar el pago de (alarios en dinero, y con la supresión del monopolio de la mano de obra indígena de que gozaban los encomenderos. Con estas medidas quería in­ orarse a la sociedad indígena en procesos de producción más activos que losque habían sido organizados casi exclusivamente en torno a la relación p erso n a l de la encomienda. Con todo, y a pesar de que el proceso de decli­ nación demográfica de los indios se hizo menos sensible a partir de ese momento, las reformas no lograron alterar sustancialmente la primitiva estructura y el peso de las cargas sociales que recaían sobre la condición je l indio. Un siglo y medio más tarde, el visitador Verdugo y Oquendo no pudo discernir los resultados de esta políticas. Los encomenderos habían desa­ parecido, es cierto, pero no el tipo, de relación personal que inmovilizaba toda iniciativa en el seno de la sociedad indígena. Las concentraciones orde­ nadas por Luis Henríquez habían debilitado aún más }a encomienda pero encambio habían sentado las bases para sustituir la sujeción personal en otros dos tipos de personajes: el doctrinero y el corregidor de indios. El primero, ahora casi siempre perteneciente al clero secular, aseguraba su subsistencia no sólo a través del estipendio (que se satisfacía con parte del tributo) sino que imponía, además, la obligación de pagar una serie inter­ minable de fiestas y aun la prestación de servicios personales. La frecuencia conque los doctrineros arrendaban 4as tierras de los indios, para asegurar sucongrua, muestra a las claras %1 fracaso de liberar a los indios de la su­ jeción personal. Los corregidores de indios, por su parte, disponían a su antojo de la facultad de concertar indios a los españoles propietarios de estancias. Esto los convertía en aliados naturales del sector más influyente dela sociedad criolla. Tanto para Verdugo y Oqúerido, como más tarde para Moreno y Escandón y el corregidor Campuzano, era evidente que la sociedad indígena jugaba un papel muy precario en el proceso de producción. El tributo, que había servido para fijar las¿relaciones entre las dos sociedades por más de dos siglos, ya no desempeñaba esta función puesto que los indios no tenían 152 Ibid. t. 7 f. 27 v.

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H is t o r ia

e c o n ó m ic a y social

a menudo siquiera con qué pagarlo. Pero a pesar de que Verdugo y OqUen do discutía las bases racionales de la organización existente, apenas se 1¡ mitó a restringir los resguardos en la proporción que creyó convenient para asegurar su primitiva función, es decir, la supervivencia de los ind¡ genas. Moreno y Escandón, por el contrario, encontraba sin sentido una distin ción de castas que ya era indiscernible en la práctica153 y por eso proponía que se eliminara, junto con las castas, el tributo. La existencia de pueblos tan disminuidos, según el protector de indios, sólo ocasionaba gravámenes inútiles al erario, sin que lograra desarrollarse en ellos una vida económica que justificara los gastos y dificultades de su administración. Los corregídores nunca visitaban estos pueblos por hallarse tan apartados, y los curas para cuyo estipendio el tributo era ya insuficiente, extorsionaban a los in­ dios con toda clase de limosnas. Según Moreno y Escandón, el incremento económico podía asegurarse con la modificación sustancial de la estructura vigente. Por eso los pueblos indígenas debían reducirse a un mínimo que asegurara su supervivencia, si quería seguirse manteniendo la ortodoxia de la Corona española de la discriminación de las razas. Curiosamente, no tenía en cuenta para nada el fracaso de esta política, llevada a sus últimas consecuencias por Luis Hen­ ríquez, en 1602. Pero a Moreno no le interesaban para nada los pueblos de indios sino el fenómeno ya incontrovertible de la población mestiza. En lugar de pueblos de indios se erigirían parroquias españolas, vendiendo las tierras de los indios a los «vecinos» que ya las ocupaban de hecho como arrendatarios. ~ En cuanto a los indios, si bien se reconocía que su agregación a otros pueblos era muy problemática dado el apego a los lugares tradicionales de su asentamiento, su escaso número los eliminaba como una fuerza social que debiera considerarse con seriedad. Por eso Campuzano atribuía el fra­ caso de 1755 a que no se había conseguido radicar a los indios agregados pues éstos estaban siempre en condiciones de inferioridad con respecto a los indios patricios. Ahora proponía una política radicalmente inversa a la que había presidido las agregaciones hasta entonces: en lugar de señalar tierras por separado a los agregados, las cuales serían siempre de menos calidad que las de los indios que ya tenían sus propios resguardos, debería buscarse integrar a los agregados repartiéndoles pedazos de tierra en me­ dio de los otros. Esto, según el corregidor, ayudaría a crear vínculos de 153 Ibid. t. 7 f. 872 r. ss.

LAtie rra

259

rentesco y compadrazgo entre agregados y patricios y borraría toda di­ entre ellos154. La actitud de estos dos criollos frente al problema indígena y la inter­ ¡■etación tan personal de Moreno y Escandón a la Cédula Real de 1774 no Lede atribuirse al espíritu de las reformas borbónicas. Si así fuera, no se explicaría la oposición enconada que los dos criollos encontraron en los ¿os personajes que encarnaban con propiedad en ese momento el nuevo espíritu de la administración española. Por un lado, el visitador regente juan F ra n c is c o Gutiérrez de Piñeres, que había llegado a Santa Fe el 16 de enero de 1778, cuando ya se había iniciado el proceso de extinción de los resguardos e inclusive se estaban rematando. De otro, el oidor Joaquín Vasco y Vargas, el oidor más reciente puesto que apenas había llegado a Carta­ gena el 30 de mayo de 1777. El mismo virrey Flórez se defendió de las críticas del regente arguyendo que a su llegada (el 9 de abril de 1776) ya se habían verificado agregaciones de indios en Fusagasugá, las cuales habían sido ordenadas por la Audiencia el 20 de noviembre de 1775 y habían sido ratificadas por el virrey Guirior. La oposición de los funcionarios españoles a las iniciativas del criollo más visible por aquel entonces, es significativa. Según el oidor Vasco y Vargas, sólo al rey competía privar a los indios del amparo y de los privi­ legios que les había otorgado. El regente también estaba de acuerdo en que Moreno había excedido sus funciones. Los incidentes que se presentaron en el curso de los remates de los resguardos muestran también una serie peculiar de oposiciones, suficientes para ilustrar acerca del peso y la inter­ vención de cada una de las fuerzas sociales en juego. De los autos de los remates que se conservan (véase Cuadro 17), puede colegirse que las tierras no siempre se remataron entre los «vecinos», a pesar de que hicieran posturas. eEn ocasiones «se vendieron a criollos de Tunja, en otras a algunos de sus vecinos más pudientes (que podían ade­ lantar fianzas a satisfacción del Cabildo de Tunja) ó a vecinos de otros pue­ blos. La actitud del fiscal Moreno y Jascandón a este respecto era ambigua. En general se mostraba partidario de que los resguardos quedaran par­ celados entre los vecinos. Pero; en la mayoría de los casos, éstos no tenían capacidad económica suficiente para competir con los criollos más ricos. Afines de 1778, cuando se había llevado a cabo gran parte de los rema­ tes, Francisco Domínguez de Tejada, un vecino de Santa Fe, llego a ofrecer 20.000 pesos de contado a las Cajas reales, con la condición de que se le ferencia

154 Ibid. 1 .16 f. 852 r.

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ec o n ó m ic a y soq ^

pagaran en los resguardos que debían rematarse en las jurisdicciones h Tunja y Villa de Leiva. El rico postor ni siquiera debía molestarse en inte,/ venir en los remates pues reclamaba el derecho del tanto, es decir, quedars' con el resguardo pagando otro tanto de la cantidad en que se hubiera re matado. Moreno y Escandón se mostró muy favorable a esta propuesta subrayó el gesto, en su concepto altruista, de Domínguez, quien ofrecía arrendar a los vecinos las tierras que comprara. Además, según el fiscal no podía evitarse que las tierras fueran compradas por unos pocos vecinos suficientemente ricos, como había ocurrido con los resguardos de Toca155 CUADRO 17 REMATES DE LOS RESGUARDOS INDÍGENAS156 Fecha 1 X

1 X 8 X 16 X 1 xn 15 x n 13 i 9 IV 9 IV 27 V 29 X 28 I

Pueblo

Rematador

Avalúo ps. Remate ps.

1777 Tasco

Juan S. Villamarín, Alejo Nieto, Juan A. de Vargas Machuca y vednos 1777 Monguí vednos 1777 Sátiva Jerónimo Riaño, vecino de Tunja 1777 Betéitíva-Tutasá vednos 1777 Cerinza Juan Antonio Gallegos, español 1777 Busbanzá Nicolás Rincón, vecino de Santa Rosa 1778 Pesca 16 vednos 1778 Viracachá Frandsco Hipólito Barreto, vecino de Somondoco 1778 Tota Roque Díaz, colindante 1778 Guateque Frandsco José Mudarra, corregidor 1777 Tibasosa Joaquín de Gaona, vednos 78 Tibasosa ■ Nuevo remate en vednos de Firavitoba

2.300 2.000

2.020 1.500 4.100

1.050 3.000

1.050 3.800

1.000 3.500

1.850 3.350

2.500 700

2.525 700

3.000

3.000 5.125

En otra ocasión, el parecer del fiscal fue exactamente el opuesto. Los resguardos de Cerinza eran disputados por sus vecinos y los de las parro­ quias de Belén, de Cerinza y Santa Rosa de Viterbo. Intervino un español, 155 Ibid. Resg. Boy., t. 3 f. 426 r. ss. 156 Ibid. t. 5 f. 21 r. ss.

LAtierra

261

luán Antonio de Gallegos, quien en el curso del remate pujó hasta 3.800 oSSOs (sobre un avalúo inicial de 3.000) contra Javier Olalla, quien repre­ sentaba a los vecinos de la parroquia de Cerinza. Gallegos se adjudicó el reinate y alegó estar representando al vecindario de Santa Rosa. Esta pa­ rroquia necesitaba las tierras pues no poseía sino una estancia de ganado menor, en donde se había fundado, y las tierras circunvecinas pertenecían a los conventos de San Francisco, San Agustín y Santa Clara, en Tunja. El fiscal Moreno conceptuó que Gallegos no podía representar a toda la pa­ rroquia puesto que se había presentado solo al remate y, por lo tanto, los ■resguardos debían pasar a los de Cerinza, en cumplimiento de un decreto de 9 de enero de 1778157. La venta de los resguardos de Tibasosa es también característica. Campuzano había ordenado la demolición del pueblo y declarado vacantes las tierras del resguardo, el 27 de julio de 1777. En seguida se avaluaron las tierras en 3.000 pesos y se pregonaron para el remate. Joaquín de Gaona, en representación de los vecinos, hizo postura por el avalúo y consiguió adjudicarse el remate el 29 de octubre. Una semana más tarde, Lorenzo Rincón, vecino de Paipa, ofreció mil pesos más por las tierras y esta nueva oferta condujo a declarar la nulidad del remate por lesión enorme para el fisco. Al año siguiente, el 28 de enero, se llevó a cabo un remate. En esta ocasión intervinieron también los vecinos de Firavitoba y un vecino de Santa Fe, Pedro Sarachaga. En el curso de pujas sucesivas, éste llegó a ofrecer 5.100 pesos, que pagaría de contado, péro los vecinos tie Firavitoba logra­ ron obtener los resguardos mejorando esta postura en 25 pesos, aunque a deber a censo redimible158. Los vecinos de Guateque no fueron tan afortunados. Las tierras fueron avaluadas en 3.000 pesos por tres vecinos de la parroquia de Tenza pero los de Guateqtíe hallaron que el ávalúo era excesivo porque, según ellos, las tierras eran escasas, estériles y les faltaba agua. Por eso apenas ofrecie­ ron 2.200 pesos. Intervino Francisco José Mudarr.a, corregidor del partido de Tenza, e hizo una postura de 1.400 pesos, con la condición de que si se remataban cuadras para la población de los vecinos, éstas no pasarían de tres y se le descontarían del valor del remate. Su intención era la de desalojar enteramente a los vecinos puesto que solicitaba también tener una opción en el remate de estas cuadras. Para proceder al remate se invitó a los vecinos a equiparar la cifra del avalúo y éstos accedieron, pero, llegado 157 Ibid. Vis. Boy., 1.10 f. 694 r. ss 158 Ibid. Resg. Boy., t. 4 f. 331 r. f. 726 r„ t. 5 f. 21 r. f. 248 r. f. 437 v., t. 6 f. 483 r. Vis. Boy., t. 3 f. 935 r., t. 4 f. 887 r„ 1.10 f. 694 r., 1.11 f. 862 r„ 1.14 f. 452 r., 1.15 f. 588 v. ss.

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e c o n ó m ic a y social1

el día del remate, no pudieron competir con Mudarra debido a que su an derado no estaba autorizado a pujar sino hasta 4.000 pesos, en tanto qu' Mudarra ofreció 4.200. Inmediatamente, los vecinos expresaron el temor de que Mudarra los extorsionara exigiéndoles arrendamientos excesivos, pues se había funda do la parroquia hacía ya cuatro meses. Mudarra quiso impedir que la venta se rescindiera y se apresuró a ofrecer 500 pesos más. Moreno y Escandón conceptuó que si bien él era partidario de que las tierras quedaran entre los vecinos, éstos deberían ofrecer tanto como Mudarra para tener derecho a que se considerara la rescisión del remate159. El curso de los remates se vio interrumpido, en febrero de 1779, por el parecer adverso del Regente: los indios habían ofrecido resistencia a los traslados y querían al menos averiguarse si ofrecían alguna viabilidad. El virrey Flórez nombró comisiones para los partidos de Bosa y Zipaquirá y el corregimiento de Tunja. Los comisionados debían buscar el testimonio de personas imparciales, es decir, de aquéllos que no habían intervenido en los remates, y averiguar si los indios podían poblarse en otro sitio y cuál era la verdadera condición de sus resguardos160. Esta diligencia fue interpretada por los indios como una promesa de que se les retornarían sus tierras y muchos se apresuraron a regresar a ellas. Por su parte, el oidor Joaquín Vasco y Vargas presionaba para que se restituyeran los resguardos, particularmente los de los indios de Sogamo­ so161. El virrey Flórez mencionaba un grito general que se levantaría entre los pueblos si se hacía la concesión en uno solo. Finalmente, Gutiérrez de Piñeres aplazó toda decisión hasta tener una información adecuada de lo que ocurría con cada una de las agregaciones que se intentaban. A pesar de todo, el remate de los resguardos había creado una situación irreversible en muchos casos. La Audiencia se había pronunciado en favor de lo actuado por Moreno y Escandón y el mismo regente no podía modi­ ficar la situación entera. El comisionado para Tunja, Nicolás Tobar, reco­ rrió los pueblos afectados por agregaciones y extinciones, en abril y mayo de 1779. Según los informes que comenzó a rendir en junio, los indios agre­ gados sufrían estrecheces y muchos se resistían a ser trasladados. Algunos resguardos, como los de Iza y Firavitoba, especialmente fértiles, ya estaban ocupados por los vecinos: este último había sido rematado por un solo comprador, José Antonio de Lagos, el cual arrendaba parcelas a los anti159 Ibid. Vis. Boy., 1.15 f. 588 r. hasta f. 671. 160 Ibid. 1.1 f. 905 r. 161 Ibid. 1.14 f. 380 v. ss.

LA t i e r r a

263

M0S vecinos, a precios excesivos según el comisionado162. Sin embargo, |oSinformes más o menos circunstanciados de Tobar no podían menos que reflejar una situación contradictoria, en la que los hechos cumplidos parejan muy difíciles de abolir. Al menos su comisión no dio lugar a una de­ cisión inmediata de parte de las autoridades de Santa Fe. Sólo la revolución de los comuneros vino a dar un nuevo giro a la cues­ tión de los resguardos indígenas. Si bien parecería ingenuo atribuir a los revolucionarios una sensibilidad especial respecto a la cuestión indígena, no cabe duda de que podían, en cambio, aprovecharla. Las capitulaciones deZipaquirá, de 5 de junio de 1781, admitieron los remates como un hecho cumplido pero al mismo tiempo exigieron ... que los indios que se hayan ausentado del pueblo que obtenían, cuyo resguardo no se haya vendido ni permutado, sean devueltos a sus tierras de inmemorial posesión, y que todos los resguardos que de presente posean les queden, no sólo en el uso, sino en cabal propiedad para poder usar de ellos como tales dueños... (capitulación séptima).

El clima agitado de esos días forzó a la Audiencia a conjurar el peligro social que la concentración de indios descontentos podía añadir a la revo­ lución mestiza de los comuneros. El 21 de julio de 178,1, la Audiencia acce­ dió al regreso de los indios a sus resguardos, pero admitiendo, al mismo tiempo, la presencia de los vecinos de CQlor. De hecho, las ventas, los re­ mates y las enajenaciones que había efectuado la Real Hacienda quedaban rescindidas pero esta disposición no fue suficiente para expeler a los veci­ nos de las tierras que ya consideraban como suy^is. Además, las autorida­ des de Santa Fe no podían correr el riesgo de crear nuevos descontentos entre los mestizos. Por eso se juzgó que éstos debían permanecer en los pueblos de indios, contra la idea tradicional de lá,discriminación. Ahora se justificaba su presencia argumentando que las gentes de color habían vivido desde tiempo inmemorial en los pueblos de indios y que, como vecindario español, podían contribuir a la civilidad de los naturales y aun para «...con­ tenerles en los levantamientos que fácilmente suelen promover...»163. A raíz de esta decisión, se presentaron, en la mayoría de los casos, si­ tuaciones conflictivas que derivaron en una guerra sorda entre los indios y los vecinos. En Pesca, por ejemplo, se ocultó a los indios el mandato de la Audiencia. Los vecinos ¿habían adquirido las tierras por 3.650 pesos y el 162 Ibid. 1.16 f. 984 r. Vis. Bol., t. 5 f. 963 f. 826 r. f. 853 v„ t. 6 f. 630 r. f. 613 v. f. 650 r. ss. 163 Ibid. Resg. Boy., t. 4 f. 406 r.

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e c o n ó m ic a y social

corregidor Antonio Navarro las había distribuido. Sin embargo, los indios no podían dejar de enterarse, por el rumor popular, de las restituciones y fueron introduciéndose en los resguardos. Según Tomás de Guevara, uno de los vecinos que ahora ocupaba el cargo de alcalde, los indios arruinaban las sementeras y amenazaban con prender fuego a las casas de los vecinos Una vez se amotinaron contra José Antonio Rivera, quien había interveni­ do en el remate en representación de los vecinos: le obligaron a abandonar el pedazo de tierra que le había tocado y a huir a Santa Fe. Los indios, al parecer, obedecían las órdenes de su gobernador, un indio, Juan Albino Patiño, quien finalmente obtuvo para ellos que se despachara el decreto en que se ordenaba la restitución164. En Tibasosa se presentó una situación similar. Los indios fueron resti­ tuidos diez días después del decreto de la Audiencia y, según el procurador de los vecinos (los de Firavitoba, quienes habían rematado los resguardos), José Antonio Maldonado, los indios habían entrado de nuevo en posesión de sus resguardos injuriando a los vecinos, burlándose del remate y de su recién fundada parroquia. Ahora se desquitaban impidiendo que los veci­ nos cultivaran la tierra, ni aun por vía de arrendamiento, o proponiendo condiciones inaceptables. Esta situación se prolongó hasta 1782 cuando, el 23 de septiembre, con el pretexto de mantenerse la fe pública, se decidió entregar a los vecinos parte de los resguardos que se habían rematado. Agustín Justo de Medina, un rico propietario de Paipa, procedió a separar las tierras de unos y otros, en ausencia del corregidor. Avaluó la porción que quedaría a los vecinos en 2.175 pesos y declaró que distribuía diez cuadras de tierras a cada una de las 69 cabezas de familia de los indios165. En otros casos no parece haber habido siquiera lugar a esta restitución parcial. Los vecinos de Monguí, por ejemplo, adquirieron los resguardos en 1.500 pesos, el primero de octubre de 1777. Casi inmediatamente redi­ mieron el censo y cuando se trató de la restitución púdieron obtener am­ paro, con el argumento de que la venta se había perfeccionado y que en este caso debía preservarse la fe pública. Aparentemente, los indios obtu­ vieron una Cédula real de restitución en 1784 pero todavía en 1804 la situa­ ción se mantenía inalterada porque la Cédula se había «extraviado»166. A pesar de las restituciones, la situación no se modificó sustancialmente para los indios, con respecto a la situación anterior a 1777. Ahora se acep164 Ibid. Vis. Boy., t. 4 f. 406 r. ss. 165 Ibid. t .10 f. 694 r. ss. 166 Ibid. 1.14 f. 452 r. ss. Por esta misma razón tampoco se devolvieron los resguardos de Tasco. Ibid. Resg. Boy., t. 6 f. 843 r. ss.

LA TIERRA

26 5

taba institucionalmente la presencia de los mestizos —asimilados a los «blancos»— quienes arrendaban la tierra de los indios por precios irriso■rios. Según un informe del corregidor al virrey, en 1794, ... el abandono, miseria y estupidez que con la mayor lástima notamos en los indios, proviene de la absoluta tolerancia a avecinadarse entre éstos los españoles, quienes no sólo se hacen dueños de los pueblos y resguardos por un poco de bebida, sino que cuentan con tantos criados (por no decir escla­ vos), cuantos naturales los cercan. La mayor parte de los excesos de los indios la motiva la embriaguez que les proporcionan y fomentan los intru­ sos en sus tierras o la relajación que constantemente miran en éstos...

La política racial discriminatoria que la Corona había preconizado des­ de el siglo XVI para salvaguardar la otra «república» se veía de esta manera superada por los hechos. Una nueva marea demográfica sumergía en el siglo XVIII los restos irreconocibles de los antiguos reinos indígenas. Esta situación, sin embargo, debe limitarse a las regiones de los altiplanos. En otras partes, los reductos indígenas fueron mucho más pequeños y la dis­ ponibilidad de las tierras mucho mayor. Por eso se dieron todavía en el curso del siglo XIX movimientos de colonización interior que deben colo­ carse en el origen de nuevas estructuras.

167 Ibid. t. 5 f. 464 r. ss.

C apítulo V EL ORO

CICLOS DEL ORO Y EXPANSIÓN GEOGRÁFICA

En la economía metalífera del Nuevo Mundo se distinguen ciclos tempo­ rales cuya definición varía, según diferentes criterios. Hay, por ejemplo, un ciclo de oro y un ciclo de plata si se considera sea el valor, sea el peso de estos dos metales. El ciclo del oro abarcaría desde 1503 hasta 1530, de acuerdo con la importancia de su peso (Hamilton) frente al de los envíos de plata a España, o se prolongaría hasta 1560 si, prescindiendo de una comparación respecto al peso, se atiende más bien a la relación de valor entre el oro y la plata1. Esta relación tiende a favorecer al oro a medida que las cantidades de plata en circulación aumentan: d e l:1 0 ,ll a comienzos de la expansión española, se eleva a 1:14,84 a mediados del siglo XVII. En este caso, el ciclo corresponde a la idea de una inversión en el orden de importancia cuantitativa de los dos metales. Tal inversión se ha operado no sólo en virtud del descubrimiento de yacimientos de plata muy ricos en México y en el Perú, sino también a causa de una innovación técnica, el método de separación de la plata mediante su amalgama con el azogue. En la obtención del oro se distingue, a su vez, una etapa inicial, en la que los conquistadores se apropiaron de los tesoros acumulados por las civilizaciones indígenas. Luego súcede un primer ciclo del oro, en el que la extracción se concentró en lavaderos fluviales con el concurso del trabajo aborigen. Se distingue todavía un'segundo ciclo, cuyos comienzos fluctúan de acuerdo con las curvas de la desintegración demográfica de los indios, y que estaría caracterizado p6r la explotación de minas de veta y el empleo de mano de obra negra. El factor de expansión geográfica puede conjugarse también para determi­ nar la extensión de los (¿icios del oro. Así, en la curva Hamilton (véase Grá­ 1

Cf. Alvaro Jara, Tres ensayos sobre economía minera hispanoamericana. Santiago de Chile, 1966, p. 25. Gráfico de la p. 51.

268

H

i s t o r i a e c o n ó m i c a y s o c ia l i

fico 2) que indica las remesas de oro a Sevilla puede precisarse la incor­ poración del espacio sometido por las empresas de conquista en las brus­ cas subidas de la cantidad de oro llegado a Europa. Hay un ciclo de oro antillano, sucedido por el acrecentamiento experimentado a raíz de la in­ corporación de la Tierra Firme y, finalmente, a partir de 1540, por un ciclo continental. GRÁFICO 2 PRODUCCIÓN DE ORO EN LA NUEVA GRANADA. CURVA DE HAMILTON CONVENCIONES - Oro llegado a España (según EJ. HAMILTON) - Producción de oro en el Nuevo Reino de Granada -Sepulturas (Cartagena) y Tesoro de Tunja kg-

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La misma curva de Hamilton (y cuantificaciones estadísticas parecidas) sugiere.otra interpretación del ciclo del oro, cuya significación específi­ camente económica queda determinada por las fluctuaciones de la curva. En este sentido, el ciclo económico del oro, ligado a la expansión de fron­ teras, puede ser descrito como un proceso de desarrollo. La dinámica de este desarrollo está limitada y encuentra obstáculos que desembocan en su agotamiento. La posibilidad de renovarla depende casi siempre de la exis­ tencia de una nueva frontera puesto que las condiciones técnicas de explo­ tación permanecen, en esencia, idénticas. En gran medida, la explicación de las oscilaciones de la curva está ligada a fenómenos de expansión geo-

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ráfica. Así, el análisis de la economía minera no se atiene a la explicación \e un desarrollo puramente económico en el que los ciclos de expansión nueden atribuirse a factores inherentes a esa economía, a menos que se e stim e que la apertura de fronteras y la búsqueda y el hallazgo subsecuen[ede yacimientos sean típicos de una economía minera. El concepto de ciclo económico adquiere en cambio su verdadero relie­ ve cuando el análisis se refiere a aquellos elementos que, en el interior de una economía minera ya establecida, trabajan en el proceso de descompo­ sició n . No se trata de ninguna manera de deducir de los ciclos de la economía minera regularidades que sólo son propias de economías desarrolladas de tipo capitalista sino más bien de percibir sus limitaciones. Es indudable que a través de la persistencia secular de una economía minera se dieron períodos de auge, a los que sucedieron períodos de crisis y de depresión. Sin tratar de forzar los hechos mismos, puede esquematizarse esta oscilación dentro de una cronología y con ella intentar una explicación de fenómenos concomitantes en el mismo plano económico y en su trasfondo social. El historiador francés Pierre Chaunu ha ensayado construir una crono­ logía histórica racional observando los movimientos de expansión y de de­ presión del tráfico comercial atlántico, es decir, construyendo un modelo cíclico. Este modelo encuentra una coincidencia con los ciclos metalíferos del Nuevo Mundo, tal como han sido definidos por Hamilton. Valiéndose de cifras abrumadoras, Chaunu distingue en el tráfico atlántico cuatro gran­ des ciclos: 1. 2. 3. 4.

Un interciclo de alza (fase A) entre 1504 y 1550. Una gran recesión (fase B') de 1550 a 1562-1^63. Un segundo interciclo de expansión, entre 1562 y 1610. Una fase de depresión de medio siglo, a partir de 1610. * ° * Resume sus observaciones puntualizando la existencia de dos tenden­ cias opuestas en el Atlántico español-americano: una tendencia ascendente desde el comienzo del siglo XVI haSta 1610 y una tendencia descendente, de pendiente simétrica, m᧠allá de 1610, las cuales se superponen a la curva de Hamilton. Chaunu infeiste, sin embargo, en que estas observacio­ nes reposan en una generalización a posteriori pues el empleo de un modelo cíclico como tal significaría introducir presunciones de la ciencia económi­ ca en la masa de hechos2.^ 2 Cf. Pierre Chaunu, Séville et VAtlantique. V III1 (Les structures) y VIII1-2, París, 1959, pp. 14 ss.

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Sería tentador suponer que a la fase depresiva de un ciclo del oro suCe de automáticamente una fase de expansión. Pero lo cierto es que si esta última se da, su aparición está ligada a la de una nueva frontera, es decir que depende de un hecho externo. ' Podemos preguntarnos si, por las condiciones que determinaron la ex pansión geográfica y la búsqueda incesante de yacimientos de metales pre ciosos, la implantación de economías mineras —un hecho reconocido para toda Hispanoamérica— no se debió a un puro azar. Para explicar este he­ cho se ha insistido en el carácter deflacionista de la economía europea du­ rante la Baja Edad Media y el «hambre» de metales consiguiente. El tesoro americano habría remediado esta situación y favorecido el auge de un ca­ pitalismo primitivo, provocando una subida de los precios3. Se ha sostenido también, desde un punto de vista europeo, que el des­ cubrimiento de América significó la creación de una economía a escala mundial, en la que el Atlántico se convirtió en un mar mediterráneo. A partir de entonces, las condiciones de intercambio entre los continentes quedaron fijadas por esta estructura atlántica de una economía-mundo (Chaunu). Dadas las condiciones técnicas de la navegación de la época, debía imponerse una selección de bienes transportables en función de su elevado valor intrínseco. Productos tintóreos que debían sustituir en el mercado europeo a aquéllos que había suministrado el oriente, azúcar y otros frutos tropicales y, sobre todo, los metales preciosos, llegaron a ser así los géneros coloniales por excelencia. El mismo Colón esbozó un plan colonial que se apoyaba en la posibili­ dad de esclavizar a los indios. El oro se_convirtió desde su primer desem­ barco en una obsesión. En sus relaciones, la Corona española buscaba sin duda justificar su empresa prometiendo un resultado cierto, basado en las posibilidades de explotación de la riqueza nativa4. La presencia del oro era una garantía de recuperación del aporte de la Corona. Esta certidumbre debió animar también a los inversionistas privados en las subsecuentes empresas de conquista. Según Alvaro Jara5, la necesidad de recuperar rá­ pidamente el capital privado invertido en estas empresas habría encauzado la atención de los conquistadores hacia la explotación de metales precio­ sos. A este factor añade un elemento psicológico: la aspiración de los con­ quistadores a mantener un tren de vida señorial. 3 4 5

Cf. Earl J. Hamilton, «El tesoro americano y el florecimiento del capitalismo», en El flo­ recimiento del capitalismo y otros ensayos de historia económica. Madrid, 1948, pp. 10 ss. Cf. Cari Ortwin Sauer, The Early Spanish Main, Berkeley and Los Ángeles, p. 23 y p. 34. Cf. A. Jara. op. cit., pp. 24 y 32.

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La búsqueda del oro se impuso, pues, como necesidad condicionada „0xuna relación típicamente colonial. Las penetraciones sucesivas al inte­ rior del continente debían asegurarse contactos necesarios con el mundo exterior. De allí la urgencia de procurarse una mercancía cuyas posibilida­ des de intercambio atrajeran mercancías europeas. Las expediciones que se internaban en la Tierra Firme sentían la necesidad de objetos familiares: armas, trajes, vino, aceite, quincallería. En Santa Marta, en medio de frecuentes incursiones contra los indios de ¡a región, Domingo Alvarez Palomino encontraba el tiempo para solicitar aun comerciante de Santo Domingo todos los refinamientos de vestuario imaginables: calzas, «del mejor paño que se pudiera haber», «seis camisas, las más ricas que se pudiera haber», 20 varas de holanda, «la más delgada que se pudiera haber», 2 gorras «muy finas», borceguíes, «los más largos que se pudiera hacer y hallar»6. Esta preocupación por la moda y el refina­ miento parece sin duda extravagante en 1528, cuando Santa Marta era to­ davía una verdadera frontera. En algunos casos, sin embargo, la afición por lo superfluo cedía el paso I a la necesidad más apremiante. En 1540, por ejemplo, en el Nuevo Reino, !•dos conquistadores, Juan de Trujillo y Jerónimo Díaz, establecían una «com­ pañía hermanable». Trujillo aportaba a la compañía un caballo con freno y silla y se comprometía a ir con la expedición de Hernán Pérez de Quesada «a sierras nevadas». Allí esperaba hacer rancheos y hallar sepulturas cuyo botín compartiría con su socio. Éste participaba con véinte puercos y una india del Perú7. Este tipo de contrato era frecuente en toda América durante la época de la Conquista. En el Nuevo Reinó, en el Perú, en Popayán, un caballo, una espada, una silla ó un freno constituían objetos preciosos que se aportaban como capital en las empresas de conquista. La rareza de estos objetos hacía crecer su precio desmesuradamente hasta el punto de empobrecer a todos los que participaban en operaciones de rapiña. . La relación de dependencia con respecto a las mercancías europeas no varió sustancialmente en épocas siícesivas. Por esto la minería se entendió siempre como la clave del sistema económico. Para mantener nexos, aun precarios, con la metrópoli, se Requirió retornar cada vez cantidades de oro y plata. La situación de crisis que se experimentó a partir de la segunda década del siglo XVII agudizó la percepción de los contemporáneos con re­ lación a la necesidad de |nantener la producción de metales preciosos. En 6 DIHC. 1,263 ss. II, 14. 7 Not. Ia. Tunja, 1540 f. 393 r.

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1620, por ejemplo, el contador Pérez de Pisa sostenía la necesidad de ein plear a los indios en Mariquita, y apenas un año más tarde el capit¿¡n Martín de Ocampo, corregidor de Mariquita, ideaba un esquema para de mostrar cómo las rentas reales derivadas del comercio crecían proporc¡0 nalmente al aumento de la productividad de los yacimientos de oro8. La dependencia generó, a su vez, un dinamismo de los movimientos expan sivos en el interior de la Nueva Granada. Cuando la fuente de los metales preciosos se cegaba, la afluencia de mercancías europeas se interrumpía súbitamente y se producía el aislamiento. Para mantener este suministro era preciso entonces abrir una nueva frontera. Así, el mantenimiento de una economía minera no estuvo asociado a un espíritu empresarial —como lo entendemos modernamente— sino a la continuidad de las empresas de conquista. Los capitales mismos se formaban al ritmo de estas conquistas9 Puede verse, en cierta medida, al conquistador como empresario. Él no conocía una especialización que lo confinara dentro de una actividad eco­ nómico-profesional demasiado rígida. Con una encomienda disponía de mano de obra que podía dedicar indiferentemente a las labores agrícolas o la minería. La producción agrícola lo inducía a un comercio muy produc­ tivo de abastecimiento de centros mineros. Podía disponer de recuas para transportar estos abastecimientos y aun verse tentado a invertir en escla­ vos negros. En algunos casos, la expansión tenía por objeto eliminar territorios mar­ ginales que daban acogida a indígenas fugitivos. Así, en 1598, Gaspar de Rodas propuso ocupar las tierras circunvecinas al río Cimitarra y poblar una villa de españoles para cortar el éxodo de los indios de Zaragoza, presio­ nados hacia allí por los habitantes de Remedios y los indios patangoros10. Es así como más tarde tuvo lugar la fundación de Guamocó. El comienzo de la ocupación de las vertientes del Pacífico se originó también en la ne­ cesidad de acabar con reductos de indígenas fugitivos y con las incursiones periódicas de los timbas, los cacahambres y los sindaguas. La culminación de la catástrofe demográfica acabó con la flexibilidad de este tipo peculiar de empresario, el conquistador. A partir de 1580 se hizo necesario el empleo masivo de esclavos en los nuevos distritos mine­ ros y, seguramente desde entonces, los comerciantes tuvieron mayor inje­ rencia en las explotaciones mineras, que anteriormente. 8 AGI. Santa Fe L. 26 r. 1 Doc. 11 y AHNB. Min. Cauca, t. 2 f. 266 r. 9 Cf. A. Jara, op. cit., p. 32. 10 AHNB. Min. Ant., t. 6 f. 550 r. y v.

Esta situación explica que en el curso del siglo XVII se hayan operado ¡ ca,nbios en el seno de la sociedad española dominante, a pesar de la apa­ rente rigidez jerárquica impuesta por la Conquista y el sistema de enco­ mienda. Si bien el siglo XVII conoció todavía empresas de conquista, el premio n0residía entonces en la labor gratuita de los indígenas sino que los nueyoS yacimientos exigían el empleo de capitales y una fuerte inversión en mano de obra esclava. A partir de entonces, la economía del oro se convirtió en una empresa librada a sus propios recursos. Si el sistema social dualista establecido por laConquista favorecía la rapiña de los encomenderos, la dilapidación de recursos humanos que produjo este sistema sólo podía subsanarse, muy parcialmente, con enormes inversiones de capital. La economía minera había contribuido, además, a desvertebrar el sector agrícola tradicional de las sociedades indígenas. Los recursos alimenticios se desplazaban no en función de la subsistencia de esas sociedades sino en yirtud de las exigencias de los centros mineros. Las ciudades mismas se vieron afectadas por este fenómeno y esto condujo a nuevas modalidades enla apropiación de la tierra. Ésta, sin duda, fue una de las consecuencias más durables de la economía metalífera implantada en el Nuevo Mundo. Con todo, hasta el siglo XIX, nada hubiera podido persuadir a los espa­ ñoles-americanos acerca de los desequilibrios profundos que creaba esta economía. Por eso, cuando quiso abolirse el llamado «sistema colonial» a mediados del siglo xix, se pensó más bien en la comercialización de la agri­ cultura. Paradójicamente, este cambio implicaba, lo mismo que la minería, iniciar el proceso de una nueva frontera. Esta vez se comenzaba la tarea quehabía desdeñado la conquista española: la de emprender una verdade­ ratarea de colonización interior.

LOSDISTRITOS MINEROS

Lahistoria de la economía minera en la Nueva Granada es una historia de fronteras sucesivas. Los desplazamientos y los hallazgos, el hostigamiento delos indígenas rebeldes, que no se sometían a la servidumbre de las mi­ nas, y la apertura de vías de acceso a los yacimientos jalonan la historia agitada de las explotaciones auríferas en los siglos XVI y XVII. El período de la Conquista, entre 1536 y 1550, estableció una primera frontera y varios distritos mineros én su interior, cuyo agotamiento, asodado a la extinción de los habitantes indígenas, se produjo hacia 1570. Las conquistas de Gaspar de Rodas abrieron un nuevo horizonte a partir de 1580, con el hallazgo de los yacimientos de Cáceres y Zaragoza. La riqueza

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de los aluviones del río Nechí atrajo a los habitantes de Remedios, quienes hacia 1590 mudaron la ciudad hacia esa zona y tropezaron con filones ex cepcionalmente ricos. Unos cuarenta años más tarde, cuando la decadencia de estos yacimientos era ya indudable, se emprendió la apertura de la fron tera del Pacífico. Así, los ciclos del oro pueden identificarse en la Nueva Granada a tra­ vés de los hitos de la expansión geográfica más bien que mediante la dis­ tinción entre explotaciones aluviales y minas de filón. El trabajo esclavo intervino, eso sí, en mayor escala a partir de 1580, sin ser por eso exclusivo Los yacimientos eran casi siempre aluviones y la explotación de minas de filón fue un hecho más bien excepcional (véase Mapa 8). Se explotaron filo­ nes en Buriticá, en la región de Antioquia. En Remedios, los más productivos se explotaron al tiempo con minas de aluvión, lo mismo que en Almaguer y Chisquío y en Marmato, Supía y Quiebralomo. Las minas de Montuosa y Vetas, en Pamplona, en ningún momento emplearon trabajo esclavo como tampoco los filones efímeros de Vitoria. Para tener una imagen concreta del proceso de expansión, puede divi­ dirse el mapa de la Nueva Granada en distritos mineros. La distribución geográfica de los distritos se ubica en relación con algunos establecimien­ tos españoles y, por consiguiente, de acuerdo con su desarrollo histórico (véase Mapa 7). Salta a la vista que la mayoría están situados en el occidente de la Nueva Granada (Nos. 1 ,2 ,3 ,4 ,7 ,8 y 9), sobre las riberas del río Cauca y sus afluentes (Nos. 1 ,2 ,7 ), sobre las vertientes de la cadena central de los Andes (Nfi 3) y sobre la costa del Pacífico (Nos. 4 y 9). En el centro se en­ cuentran las explotaciones de oro y plata de Mariquita y algunos yacimien­ tos aluviales en Tocaima, Neiva e Ibagué (Ne 6). El oriente posee solamente las minas de filón de Pamplona y los aluviones del Río del Oro, en la región de Vélez (Na 5). De la contigüidad de los centros urbanos se desprende una cierta uni­ dad puesto que la fundación de ciudades acompañó siempre los procesos de expansión. Por ejemplo, un eje central contiene las explotaciones del valle central del Magdalena, desde la antigua Remedios hasta la región de Neiva, que estuvieron colocadas bajo la jurisdicción de Santa Fe de Bogotá (Ns 6). Se trata del corregimiento de Mariquita o el conjunto de las tierras calientes de la provincia de Santa Fe. Un eje paralelo y separado del primero por las crestas de la cadena central corre a lo largo de las riberas del Cauca y une las ciudades de Arma, Anserma y Cartago (Na 2). Un tercer eje se extiende a lo largo de los ríos Atrato y San Juan, en la costa del Pacífico (Na 9). Son los yacimientos del Chocó, cuya apertura y explotación debió espe­ rar más de un siglo (hasta 1660) para hacer la fortuna de Popayán en el

£tORO

jíAPA ^ D istrito s

MINEROS DE LA NUEVA GRANADA

CONVENCIONES © ©

Minas de aluvión Minas de filón

O

Minas de plata

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MAPA 8 YACIMIENTOS DE LA NUEVA GRANADA (SEGÚN R. WEST)

CONVENCIONES r S

Aluviones

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giglo xvni. En cuanto a la parte sur de la vertiente del Pacífico, su explota.¡ón data de la primera mitad del siglo xvn (c. 1630), cuando los habitantes ¿e Cali y Popayán hicieron varias entradas para someter a los indígenas tebeldes de la región (minas de Dagua, Raposo, Iscuandé, Barbacoas, Nos. 3, 4 , 8 ).

Esta compartimentación ayuda a comprender no solamente una reali­ dad geográfica sino también un hecho histórico de aislamiento. Existieron, claro está, dificultades casi insuperables en las comunicaciones, pues la cordillera Central se eleva como un muro infranqueable entre los valles interandinos de los dos grandes ríos, el Magdalena y el Cauca. Existió tam­ bién rigidez en las relaciones de las ciudades que abandonaban a su suerte cad a región. Los distritos mineros dependían de un único centro de poder, fuera éste Santa Fe, Popayán o la ciudad de Antioquia. Ya se ha visto cómo la aparición de algunos de estos villorrios que se adornaban con el nombre de ciudades derivaba del hecho de un reparto inicial de recursos, destinado a asegurar la supervivencia de algunos grupos de españoles. Pero, ¿cómo activar la vida económica en medio del aisla­ miento? Con algunas excepciones, toda la Nueva Granada parecía destinada alas empresas mineras. Fray Pedro de Aguado, que presenció esta búsque­ da afiebrada, pudo escribir: ... en los pueblos del Nuevo Reino que no tienen minas de oro les parece que... no tienen ni poseen riqueza alguna, porque el.orc?, dejado aparte su estimación sobre todos los otros metales, parece que en alguna manera tie­ ne la propiedad de la piedra imán... porque adondequiera que haya minas de oro... allí más que en otra parte acuden en más abundancia las mercade­ rías y mantenimientos... Este esquema muy simple, fundado en las virtualidades de intercambio del metal, colocaba la búsqueda del oro en el centro de las preocupaciones de toda población y rechazaba cualquier idea de "equilibrio económico. El prestigio, y a veces la supervivencia misma de las ciudades, dependía de la riqueza aurífera de sus alrededores. Los centros urbanos guardaban celosamente los límites de su jurisdicción, litigando interminablemente con­ tra cualquier intrusión. Los pobladores de Zaragoza, por ejemplo, no se preocuparon mucho por emprender una labor colonizadora y su atención se vio acaparada por los ricos yacimientos del Nechí. Las insurrecciones indígenas y la rápida extinción de los indios de la región limitaron aún más 11 Aguado, op. cit., III, p. 333.

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esta posibilidad. Atraídos por la riqueza de Zaragoza, los habitantes de Remedios fueron desplazando la ciudad, primero a la comarca del río NUs y luego a su emplazamiento definitivo. Allí tropezaron con la «loxnarrica» que explotaron con ayuda de los indios. Más tarde se procuraron negros y emprendieron la explotación de algunas quebradas afluentes del Nechí (Cana, Nitiniti, Pocoro, Perimana y Niyaba) que Zaragoza reivindicaba como pertenecientes a su jurisdicción. Es evidente que esta intrusión había sido posible en virtud de la desidia de los habitantes de Zaragoza y de su incapacidad para emprender una labor colonizadora. Niyaba, por ejemplo, distaba apenas dos leguas de Za­ ragoza y se afirmaba que el asiento mismo de Remedios pertenecía a su jurisdicción. Pero los mineros de Zaragoza no podían sostener sino una pretensión meramente teórica sobre los afluentes del Nechí. Según ellos, se trataba de regiones comarcanas de los indios encomendados a vecinos de Zaragoza. Mencionaban estancias, pesquerías y poblaciones de los indios pero ninguna explotación agrícola de los habitantes españoles. Finalmen­ te, en 1604, el lugarteniente de Gaspar de Rodas, su yerno Bartolomé de Alarcón, amenazó con privar de abastecimientos a los mineros de Reme­ dios que explotaban las quebradas para obligarlos a quintar y fundir el oro en la Caja de Zaragoza12. La vecindad otorgaba privilegios de los que no podían participar los habitantes de otra comarca, así se tratara de personas influyentes. El espí­ ritu de cuerpo y las rivalidades de campanario tenían formas muy concre­ tas de expresarse e implicaban siempre el acaparamiento de los recursos que sustentaban a la «república de españoles». Cada población defendía celosamente su jurisdicción sobre minas y aguas, tanto como sobre tierras e indios, fijada inicialmente por un derecho de conquista. La región del Río del Oro fue siempre motivo de conflicto entre Pamplo­ na y Vélez. Hacia 1554 había muchas cuadrillas en este.río, que pertenecían a encomenderos de Pamplona. Tantas, que al distribuir una contribución para cubrir los gastos de un procurador de la ciudad en España, correspon­ dió pagar a los mineros del Río del Oro trescientos pesos, en tanto que los mineros de los páramos sólo pagaron doscientos13. Este mismo año, el Ca­ bildo de Pamplona nombró los primeros alcaldes de minas y uno de ellos, Nicolás .de Palencia, encomendero de Pamplona, debía residir en Río del Oro14. En agosto, la ciudad quiso afirmar una vez más su derecho territo­ 12 AHNB. Min. Ant., t. 6 f. 540 r. y f. 543 r .: 13 Primer libro de actas, dt. pp. 70 y 71. 14 Ibid. pp. 78 ss.

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rial/y Para esto asignó tres estancias de ganado a encomenderos de Pam­ plona en la mesa de Gerira, contigua a los lavaderos15. El Cabildo manifes­ taba abiertamente su propósito en una carta dirigida a Ortún Velazco, uno de |05 fundadores de la ciudad al que se había otorgado una de las mercedes. La ciudad de Vélez también nombró un alcalde de minas para Río del Oro, en 1557. En ese año, las dos ciudades sostenían un pleito pues Río del Oro no era sólo un centro de explotación minera sino que sobre él estaba ubicado el desembarcadero de Pamplona, el cual le daba acceso al río Mag­ dalena16. Tres años más tarde, el oidor Tomás López prohibió a los enco­ menderos de Pamplona llevar a sus indios al Río del Oro para que hicieran allí sementeras y labranzas de maíz17. Aunque no se mencionara, la prohi­ bición se extendía con mayor razón al trabajo en las minas, pues la tierra era «enferma» y de clima diferente al de los indios. El problema de la jurisdicción se resolvió en favor de Vélez, aunque los vecinos de Pamplona se resistieran a aceptar esta decisión. En 1570, Ortún Velazco pidió una provisión de amparo a la Audiencia para construir una acequia en sus minas del Río del oro. Con ello no se vería obligado a com­ partir las aguas. Los mineros de Vélez se quejaron de que Tomás Aguirre, encargado de construir la acequia, encauzaba el agua en perjuicio de sus minas. El alcalde de minas nombrado por Vélez ordenó que no se hiciera la acequia pero Aguirre apeló de esta decisión alegando que el agua se sacaba de los términos de Pamplona y que el alcalde no tenía jurisdicción allí18. Diez y ocho años más tarde, el conflicto se renovó. Esta vez los acto­ res eran el hijo de Ortún Velazco y Juan de Mayorga, rico encomendero de 1 Vélez. Éste alegaba que había construido una acequia en Río del Oro hacía más de diez años y que ahora Juan de Chávez, minero de Juan de Velazco Montalvo, intentaba usurpar su derecho19. El hallazgo de oro rompía el aislamiento y dotaba a la ciudad de un poder de compra que antes no poseía. Según la tradición (hay huellas en los Archivos de una fiebre del oro en Pamplona en 1552-1553), la ciudad de Pamplona mereció el sobrenombre de «Pamplonita la loca», a causa de la extravagancia de sus hateantes, quienes gastaron el dinero a manos lle­ nas cuando se descubrió un filón que se agotó en muy poco tiempo. 15 16 17 18 19

Ibid. p. 99. Ibid. p. 224. Ibid. p. 316. AHNB. Min. Sant., tomo único f. 203 r. ss. Ibid. f. 210 r. ss.

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La productividad de los primeros distritos mineros dependió de la con centración de la mano de obra indígena. Ya se ha visto cómo, en principio el asentamiento español estuvo determinado también por la presencia dé masas indígenas capaces de asegurar su supervivencia. Belalcázar estabpersuadido de que sólo la concentración de las encomiendas en pocas ma­ nos permitiría la perpetuación de las ciudades que había fundado. Las re­ giones pobres en población indígena, o allí donde los indios oponían una resistencia constante, permanecían inhabitadas por los españoles. Sólo la atracción del oro podía vencer este obstáculo. Esto explica la fugacidad de fundaciones tales como San Vicente de Páez, Toro, Vitoria, etc. Allí l0s españoles habían permanecido durante el lapso muy corto de una paz pe­ nosamente obtenida, que el trabajo excesivo impuesto a los indios recién sometidos había terminado por romper. La región occidental, la más rica en yacimientos, llegó a ser muy pobre en hombres, como se ha visto. Las encomiendas debían concentrarse en pocas manos para mantener una tasa de provecho elevada y sostener con abundancia a sus propietarios. Aun si Belalcázar no conquistó las regiones de Cartago y de Antioquia, se apresuró a reivindicarlas en cuanto le llegó la noticia de que allí había oro y población indígena20. El interés se vio atraído primero por el oro de Buriticá pues de sus mi­ nas procedían los hallazgos del Sinú \ La región, que había sido cruzada por expediciones de Cartagena y de Popayán, fue disputada por las dos gobernaciones. El primer gobernador del Nuevo Reino, el licenciado Diez de Armendáriz, intervino también nombrando al mariscal Robledo como su lugarteniente. Éste introdujo los primeros esclavos negros para trabajar en las minas, en 1546. El gobernador mismo parece haber tenido intereses en las minas pues un poco más tarde envió esclavos y ganado con Ochoa de Barriga, a quien designó tesorero de la Caja real22. La fama de las minas de Buriticá proviene de una leyenda pues en los archivos no existen huellas de su riqueza23. La montaña de Buriticá había estado ligada a las historias que los españoles habían escuchado en el 20 DIHC. VI, 134. 21 Cf. G. Fernández de Oviedo, Historia General y Natural de las Indias. Madrid, 1959. T. ID, p. 168. Refiriéndose a las minas de Buriticá, Oviedo confirma esta noticia del licendado Vadillo (CDI. 1,41,397 ss.). Según Oviedo, «... Créese, por los dichos indios e por lo que les paredó a los españoles que fueron con el licendado, que éstas son las mayores e mejores minas de la Tierra Firme, e de donde se ha sacado todo el oro que ha ido a la provinda de Cartagena, y el que baja por el río grande de Santa Marta e del Darién...». 22 AGI. Cont. L. 1488 f. 137 r . ' 23 Ibid. L. 1377.

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parién y en las costas de Cartagena. Los filones, descubiertos cerca de Santa pe de Antioquia, parecían así la culminación de una larga búsqueda. Esto explica por qué, al referirse a Buriticá, Cieza de León habla en pretérito y se extiende más bien sobre el oro de aluvión que se ha encontrado cerca de ganta Fe de Antioquia. Dice Cieza: ... saliendo de la ciudad de Antioquia, y caminando hacia la Villa de Anserma, verse ha aquel nombrado y rico cerro de Buriticá, que tanta multitud de oro ha salido dél en tiempo pasado...

Y un poco más adelante: ... vimos también allí los nacimientos y minas donde lo cogían y las maca­ nas o coas con que lo labraban. En otro río vi yo a un negro del capitán Jorge Robledo de una bateada de tierra sacar dos granos de oro bien crecidos... Las minas se han hallado muy ricas junto a este pueblo, en el río grande de Santa Marta que pasa junto a él. Cuando es verano sacan los indios y negros en las playas harta riqueza, y por tiempos sacarán mayor cantidad, porque habrá más negros .

Diez de Armendáriz conoció la existencia de estas minas en 1546 y quiso interesar en su explotación a comerciantes de Santo.Domingo, Cuba y Pana­ má25. No obstante, Belalcázar decidió la cuestión pendiente de jurisdicción ejecutando a Robledo algunos meses después de su llegada (en 1547)26. Para debilitar a los habitantes de Cartago, que eran partidarios de Roble­ do, Belalcázar había fundado la villa de Arma en 1542 y otorgado encomien­ das que cercenaban las de los encomenderos de Cartago. Poco después (en 1544) se anunciaba el descubrimiento de minas en la región vecina de Anserma27. De esta época, precisamente, datan los descubrimientos de minas más importantes en el occidente de la Nueva Granada. Las rebeliones in­ dígenas de 1542 habían impedido a los vecinos de Popayán proseguir ex­ plotaciones comenzadas un poco antes, pero ya- en 1544 las ciudades de Popayán, Cartago y Anserma solicitaban la autorización real para emplear a los indios en las minas y para procurarse esclavos negros28. También en el Nuevo Reino se mantenía vivo el interés por los descu­ brimientos de minas. El tesorero Briceño pensaba que 24 25 26 27 28

Cieza de León, La crónica del Perú, cap. XIV. DIHC. VIII, 79 y 167. Ibid. 203 ss. IX, 183. Ibid. VII, 166 y 171. Ibid. 174,296,322. VIH, 20 ss.

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... sin ellas..., esta tierra con dificultad podrá durar muchos días...

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Por eso el mismo tesorero emprendió una búsqueda hacia la orilla j7 quierda del Magdalena en 1548. Inclusive exploró un poco el flanco oriental de la cordillera Central a la altura de Cartago, Arma y Anserma, convenci­ do de que por allí debía haber oro o de que al menos era posible abrirse un camino a través de la cordillera para enviar vituallas desde el Nuevo Reino hasta esas tierras ricas en oro30. Las previsiones del tesorero se confirmaron, y a partir de 1550 no sólo se abrió la ruta del Quindío sino que se fundaron centros mineros en Ma­ riquita, Vitoria y Remedios. Con el descubrimiento de minas en Pamplona, en 1551,31 se apoderó del Nuevo Reino la fiebre del oro y los encomenderos de Tunja se apresuraron a enviar allí cuadrillas de indios o el producto de sus estancias. En el siglo XVI, además del oro que se declaraba en Santa Fe proveniente de Pamplona, Vélez, Mariquita, Vitoria y Remedios, se pagaba también allí el diezmo del oro extraído en Sabandija, Palenques, Venadillo, Guarinó, Chisacá, Amaní, Ortama y el cerro de Bustamante, tierras calientes de los flancos interiores de la cordillera Oriental y del valle del Magdalena, en donde los indios se agotaban en los lavaderos32. Estos primeros distritos se ampliaron todavía eij el curso del siglo XVI con fundaciones que desaparecieron rápidamente, como San Vicente, San­ ta Agueda o, más durables, como las de Gaspar de Rodas, que aseguraron la continuidad de la producción aurífera, casi agotada en los distritos más antiguos. En el interior de los distritos también se sucedieron los hallazgos: en 1559, en Anserma, un filón produjo más de cien mil castellanos en me­ nos de una semana33. En 1597 se informó de un nuevo hallazgo en Almaguer, de donde se sacaron mil pesos en cuatro días34. El descubrimiento de oro en la montaña de Iscancé, cerca de Almaguer, fué tardío, en 1636, y se decía

29 30 31 32

Ibid. IX, 198. Ibid. X, 43. AGI Patr. L. 197 r. 25. Sobre las minas de Tocaima, Cf. Alejandro Carranza B., San Dionisio de los Caballeros de Tocaima. Bogotá, 1941, p. 115. Sobre los lavaderos del Tolima, Cf. Vicente Restrepo, Es­ tadio sobre las minas de oro y plata en Colombia. Bogotá. 1952, p. 122. 33 AGI. Quito 19. Despacho del factor de Cali, Miguel de Lersundi, con fecha 8 de septiem­ bre de 1559. 34 Ibid. L. 16. Despacho del gobernador Sancho Garda de Espinar.

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... que es la mayor riqueza que se ha descubierto en las Indias .

Al finalizar el siglo XVI la importancia de la producción de Zaragoza, Cáceres y Remedios había relegado a un segundo lugar la de los distritos más antiguos. El presidente Sande tenía la impresión, en 1597, de que ... todo el tesoro de oro, criaderos y minas dél, se halla (lo que es de subs­ tancia) entre los dos grandes ríos que son el río Grande de la Magdalena y otro río grande llamado Cauca...

Según el presidente, fuera de esta región nadie se ocupaba de buscar yacimientos, lo que parece un poco exagerado. Es verdad que en Santa Fe y en Tunja, y aun en Popayán, el espíritu emprendedor parecía haberse agotado en el curso de la tercera generación que sucedió a la de los conquis­ tadores. Ahora los encomenderos preferían las ganancias menos arriesga­ das de la agricultura. La extinción de los indios de tierra caliente había sido como una advertencia. Los encomenderos procuraban entonces guardar los pocos indios que les quedaban y que ya comenzaban a faltar en las labores agrícolas37. Se describía, por ejemplo, a los ricos de Tunja, una re­ gión que todavía podía contar con alguna densidad demográfica, como espíritus pusilánimes para arriesgar capitales en empresas mineras. Aún allí, los indios hacían falta y los encomenderos se oponían a que fueran empleados en las minas, ... que ninguna otra cosa reputan por de mayor sentimiento38.

Como consecuencia de la crisis de 1570, que afectaba sobre todo a los lavaderos de tierra caliente del Nuevo Reino, el interés de las autoridades de Santa Fe se desvió hacia la explotación de minas de plata, cuya existen­ cia se descubrió en Mariquita en 1583. Este interés se explica por la necesi­ dad de una moneda acuñada, cuya urgencia era más sensible dentro del circuito comercial de Tunja, Santa Fe y Cartagena. Las regiones mineras empleaban habitualmente como moneda el oro en polvo y esto permitía a los mineros evadir el pago de los quintos y a los «tratantes» aumentar sus ganancias. En Santa Fe, en donde no circulaban sino los pedazos de oro de 35 Ibid. Despacho del gobernador Villaquirán. 36 Ibid. Santa Fe L. 17 r. 4 Doc. 149. 37 Ibid. L. 100. Despacho del corregidor de Tunja, Femando Ramírez de Berrío, fechado en junio de 1613. Cit. por U. Rojas, Corregidores, dt. p. 268. 38 Ibid.

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ley muy incierta que los indios pagaban como tributo, la necesidad de una moneda se hacía sentir cada vez más. La fortuna de Mariquita en el siglo XVII estuvo asociada no solamente a un ciclo fugaz de la plata, impuesto por las necesidades comerciales del Nuevo Reino, sino también a su ubicación excepcional. Muy próxima Honda, el puerto donde desembarcaban todas las mercancías que venían de Cartagena, la ciudad estaba rodeada de tierras en donde pastaban cerca de ochenta mil cabezas de ganado39. El descubrimiento de los yacimientos de plata fue contemporáneo de los de Cáceres y Zaragoza pero su explotación fue retardada, a causa de la fiebre del oro despertada entre los habitantes del Nuevo Reino, por los nuevos yacimientos de Remedios. También hacía falta mercurio (azogue), cuyo envío debía ser gestionado con las autoridades de la metrópoli. Al momento de recibir su nombramiento, el presidente Antonio González fue encargado de velar por la explotación de estos yacimientos40. Fue precisa­ mente lo que hizo desde el momento de su llegada, en 1590, con una efica­ cia poco habitual entre los gobernantes españoles. A su paso por Honda visitó las minas y dejó consignadas sus impresiones en una «Relación»41. Al año siguiente envió cuatrocientos indios desde el Nuevo Reino inaugu­ rando así el sistema de drenaje de los indios del altiplano, que iba a perpe­ tuarse a partir de 1606. Las primeras décadas del siglo XVII vieron declinar la producción de los nuevos yacimientos incorporados en el siglo anterior. En 1623, los oficiales del Tribunal de Cuentas de Santa Fe comprobaban que, ... por experiencia se ha visto y se ve por las cuentas del distrito deste tribu­ nal, en que se incluyen las que hay en el de la dicha Real Audiencia deste Reino, que por no tener los mineros, por falta de los indios naturales, la ganancia necesaria en la labor de las dichas minas de oro para comprar esclavos negros, han ido disminuyéndose y minorándose las labores cada año y al mismo paso los dichos derechos de los quintos de oro, de suerte que hoy valen mucho menos de lo que hasta agora han valido y se tiene por cierto (que por el camino que va), no dándose otra orden que sea provecho­ sa a los mineros se minorará al mismo paso adelante...

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AGI.SflnfflFeL.17r.lDoc.37A. Ibid. Patr. L. 238 N2 3 r. 1. Ibid. L. 196 r. 23. AHNB. Min. Cauca, t. 2 f. 272 v.

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Entonces se juzgaba que el trabajo gratuito de los indios era una fuente ¿e capitalización para adquirir esclavos negros. Así, manteniéndose inva­ riables las condiciones técnicas del laboreo, la posibilidad de acrecentar el rendimiento de las minas, o de mantenerlo, dependía de nuevos aportes de jjian0 de obra y del descubrimiento de yacimientos cada vez más ricos. A comienzos del siglo xvn se emprendieron verdaderas guerras de fronte­ ra para despejar los caminos que conducían a la parte occidental del país, la provincia de Popayán. Los habitantes de Popayán, a su vez, buscaban una nueva frontera. Durante la primera mitad del siglo XVII, esta provincia sobrevivió gracias a las minas de Caloto y a las actividades agrícolas43. El resurgimiento de su economía minera se asocia al acceso a la región de Barbacoas. En 1601, el gobernador Vasco de Mendoza intentó llevar allí una expedición pero la Audiencia de Quito se le adelantó. Más tarde, el virrey del Perú prohibió a su sucesor, el gobernador Sarmiento, que pene­ trara en la provincia por las armas pues quería favorecer un ensayo de evangelización. Esta política pacifista experimentó un serio revés cuando los indios mataron a los religiosos. Sarmiento fue autorizado en seguida a proseguir la conquista a su manera. Hacia 1620 había ya un puerto de Barbacoas, Santa Bárbara (en la isla del Gallo), y una población minera en las márgenes del río Telembí, Santa María del Puerto. Los indios de los alrededores fueron obligados a servir alos españoles44 y los indígenas rebeldes del valle del Patía fueron pacifi­ cados en 1636 e instalados cerca de las minas, en Santa María45. La historia del Chocó es también una historia de frontera. La región era conocida desde los primeros tiempos de la Conquista y en 1538 se erigió en gobernación, señalándole límites vagos con Popayán y Castilla de Oro. Pascual de Andagoya, el primer gobernador, ni siquiera tuvo la intención de establecerse allí y prefirió, en ausencia de Belalcázar, apropiarse de Po­ payán. Su hijo heredó la gobernación e hizo el ensayo de establecerse en las márgenes del río San Juan. La experiencia duró muy poco. Según un 43 Cf. Peter Marzahl, «Documentos para la historia social de Popayán en el siglo XVHÍ» (sic), en ACHSC. Ns 5, Bogotá, 1970, p. 144. 44 Según Marzahl, la mayoría de los fundadores de Santa María del Puerto eran mestizos y mulatos. Cf. The Cabildo ofPopayan in the Seventeenth Century: The Emergence ofa Creóle Elite. Tesis de doctorado, inédita. Sobre la fundación misma, AGI. Quito L. 16, despachos del gobernador Villaquirán y CCRAQ. II, 259. 45 Según el mismo Marzahl,«... en realidad los Sindagua no parecen en absoluto haber sido una tribu sino más bien un conglomerado de agrupaciones que hacían salidas ocasiona­ les contra viajeros, establecimientos españoles y estancias...» (trad. nuestra).

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informe de un oficial de la Corona que lo acompañaba, el heredero prefirj' saquear a los indígenas a ocuparse del gobierno de pantanos y selvas46 Desde esta lejana época, el destino de Chocó parecía estar ligado a ias iniciativas que se tomaran en Popayán. Durante el siglo XVI hubo varias tentativas de ocupación que partieron de Popayán o de Anserma. En 1573 se fundó la ciudad de Toro, que no pudo mantenerse, y en 1587 fue trasla dada hacia el oriente. El oro recogido allí había sido tan abundante que treinta años después del abandono definitivo de la ciudad, su recuerdo impresionaba la imaginación de los mineros de Anserma47. La colonia ha­ bía debido afrontar no solamente el sitio de los noanamas, que infligían grandes pérdidas a los mineros matando a los esclavos y a los indios de servicio, sino también los efectos de un aislamiento geográfico que hacía casi imposible el abastecimiento48. En 1592 se había encontrado una solución, la cual debía prevalecer más tarde: alcanzar los distritos mineros remontando el río San Juan, a partir de su desembocadura en el Pacífico. Se intentó así una primera expedición en 1593 y todavía otra en 1601, poco antes de que se despoblaran las minas de Toro 9. Los gobernadores de Popayán asociaban sus funciones administrativas a la gestión de negocios mercantiles y a la explotación de minas. En com­ pañía de notables de Cali y de Popayán, buscaron varias veces ocupar militarmente el Chocó. Este interés condujo una vez más, en 1628, al gober­ nador Bermúdez de Castro a intentar una guerra de conquista y a proponer capitulaciones a la Corona. Solicitaba la prolongación de su nombramiento y la licencia de llevar un navio de 250 toneladas a la costa del Pacífico para introducir por allí los abastecimientos que requería la expedición. Debía otorgársele el título de adelantado y el gobierno de la provincia durante su vida y la de un here­ dero, gozar de un título nobiliario y de la facultad de distribuir encomiendas y aun de nombrar los funcionarios encargados de la Caja real. El goberna­ dor ofrecía por su parte llevar a cabo la conquista y gastar en ella 50 mil ducados, fundar un puerto y tres poblaciones y asegurar las comunicacio­ nes con los centros mineros. 46 DMC. II, 84,96 y 97. VI, 112,132 y 299. VII, 68 y 69. 47 AGI. Quito L. 31. Testimonio del capitán Marcos de la Yuste, en 1631. 48 Ibid. L. 16. Despachos del gobernador Francisco de Berrío, de 1599, y de Vasco de Men­ doza, de 1603. 49 Ibid. Cf. también Historia documental del Chocó (colec. de doc. publicada por el AHNB). Bogotá, 1954, pp. 85 y 96.

Además de un principio de ejecución de la conquista, el gobernador Q(jj'a garantizar la colaboración de algunos asociados, personajes poderosos I L Caü y de Popayán. Según acusaciones del obispo Vallejo, el gobernador |ggfffiúdez de Castro tenía, en efecto, asociación con encomenderos y comer­ ciantes de Popayán. Así, estaba ligado con los hermanos Muñoz y con Juan de ¡ ^anda en asuntos comerciales. En Popayán había nombrado como lugarteI ftiente a uno de los personajes más importantes, don Iñigo de Velazco, y manI jenía relaciones estrechas con otro, Antonio Hurtado del Águila50. En 1631, el gobernador anunciaba que, después de haber gastado ya 30 í ¡nil ducados, contaba con sus amigos, quienes le habían ofrecido dinero, ... para continuar cosas tan grandiosas porque, gloria al señor, los tengo a todos gratos y sin enemigo considerable...

Al año siguiente volvía a anunciar que en la provincia había propieta­ rios dispuestos a enviar al Chocó cuadrillas de 300 esclavos negros. Sin embargo, no fue este recursivo gobernador quien logró abrirse camino hasta los yacimientos cuya riqueza se conocía. Sólo hasta 1668, Antonio Guz: mánde Toledo redujo a los noanamas, chancos y citaraes que durante más de i unsiglo habían impedido la ocupación del Chocó. Hacia 1670, los habitantes ; de Anserma habían instalado allí cien esclavos negros y los de Popayán se [ prestaban a introducir cincuenta52. Se enviaron también algunos religiosos i franciscanos, con la esperanza de mantener la pacificación,fy se prohibió otor­ garencomiendas por un término de diez años. Esta prohibición no estimulaba alos habitantes de Popayán a establecerse en la provincia pero se contaba con los religiosos para proseguir la tarea de pacificación53. Al mismo tiempo que las expediciones salidas de Popayán fundaban un centro minero cuyo centró era Nóvita, los habitantes de Antioquia probaban fortuna también y fundaban una población sobre las márgenes del Atrato, al norte de la provincia. Esta ocupación, lo mismo que una orden real de 1666 que había confiado el sometimiento del Chocó-simultáneamente a las audiencias de Quito y de Santa Fe y a las gobernaciones de Popayán, An­ tioquia, Panamá y Cartagena, se encuentra en el origen de los conflictos suscitados respecto a la jurisdicción del Chocó. Poco antes de 1680 se comunicaba la existencia de numerosas minas explotadas por los habitantes de Antioquia con negros esclavos en la re­ 50 51 52 53

C/. Marzahl, The Cabildo. AGI. Quito L. 16. Ibid. Despacho del gobernador Díaz de la Cuesta, 1670. Ibid. Cont. L. 1444. Historia Documental, dt. p. 109 ss.

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gión de Citará, en los contornos de la población de Negua. En 1684 sin embargo, una rebelión indígena en la región condujo a una guerra de ex terminación. La nueva frontera quedaba abierta, esta vez en forma definí tiva, pero la guerra dejaba detrás de sí problemas de abastecimientos y mano de obra casi insuperables. MINAS: TÉCNICAS, EMPRESARIOS Y MINEROS La técnica empleada en las minas de aluvión de la Nueva Granada era la misma que ha sido descrita por Fernández de Oviedo para los yacimientos de La Española. Las tierras aluviales54 se lavaban en bateas, imprimiendo al instrumento un vaivén regular, y el oro quedaba depositado en el fondo Cuando el metal se hallaba en el lecho de los ríos, el curso de éstos se des­ viaba (se hacían «colgaderos») para extraerlo ... de entre las piedras y hoquedades resquicios de las peñas, y en aquello que estaba en la canal de la madre o principal curso del agua, por donde primero iba el río o arroyo...

. Respecto a la técnica de la explotación y sobre los problemas que susci­ taba, las ordenanzas de minería son bastante ilustrativas. Se conocen, para el siglo XVI, dos ordenanzas que provienen de las provincias de Pamplona y de Antioquia. Las más antiguas fueron dictadas por el Cabildo de Pam­ plona en mayo de 1553 para modificar las que habían sido promulgadas poco antes por Pedro de Orsúa. Otras,jnás conocidas, fueron elaboradas por Gaspar de Rodas, a raíz de los descubrimientos de Zaragoza, en 158433. Debe advertirse que este tipo de ordenanzas difiere en cuanto a su ob­ jetivo de aquéllas que fueron dictadas por la Audiencia y por los visitado­ res para reglamentar el trabajo de los indios en las minas. La Audiencia se preocupaba por este aspecto, que envolvía supuestos generales de la polí­ tica indígena de la Corona, en tanto que el Cabildo o el gobernador de la provincia se referían a los derechos reales derivados de la existencia de yacimientos dentro de su jurisdicción. 54 Sobre los tipos de aluviones auríferos de la región de Antioquia, Cf. V. Restrepo, op. cit., p. 65. 55 Cf. Primer libro de actas, cit. pp. 24 ss. y AHNB. Min. Ant., t. 3 f. 335 r. ss. Rodas promulgó por primera vez unas ordenanzas en 1584. En 1587, teniendo en cuenta que los descu­ brimientos de Zaragoza se multiplicaban, se vio obligado a introducir algunas modifi­ caciones. Este último texto es el que se conoce.

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Así, por ejemplo, tanto las ordenanzas de 1553 como las de 1587 reco­ c ía n privilegios especiales a los descubridores. En ambos casos, el des­ c u b rid o r tendría derecho a tres otorgamientos de terrenos para explotar, gstos se fijaban en unidades de una cierta dimensión. En Pamplona, la me­ dida era de 30 y de 22 varas cuadradas por minas de «sabana» (tierras de a lu v ió n ) y de 45 y 22 varas cuadradas en el lecho de los ríos, reservándose la medida mayor para los descubridores. En Zaragoza, los otorgamientos eran mucho mayores: de 60 varas cuadradas en «sabana o aventadero» y de 80 varas cuadradas en el lecho de los ríos. En las minas de veta, el des­ c u b r id o r podía gozar de 40 varas cuadradas en Pamplona, y en Zaragoza, de dos minas de 50 varas cuadradas. Las ordenanzas de Pamplona y Zaragoza distinguían entres simples mi­ neros y «señores de cuadrilla». Estos tenían derecho en Pamplona a una mina por cada 5 piezas de esclavos hasta completar tres otorgamientos. En Zaragoza, en cambio, en donde las minas eran mucho más ricas y el empleo de esclavos general, el dueño de dos cuadrillas (de cinco esclavos cada una) apenas podía gozar de una mina, a menos que empleara a dos mineros. Las ordenanzas .de Gaspar de Rodas son mucho más explícitas en lo relativo a detalles técnicos de explotación. En tanto que el Cabildo de Pam­ plona se había limitado (ord. 34) a establecer de manera general que los mineros no debían retener el agua indispensable para lavar los minerales de oro, las ordenanzas de Zaragoza dedicaban a este punto ocho capítulos (ord. 15, 21, 22, 23, 24, 26, 27 y 32). • . ' Abrir un canal de 300 varas para conducir el agua hasta la explotación daba derecho en Zaragoza a un otorgamiento de 120 x 80 varas y a otra mina de 100 varas cuadradas, en lugar de las 80 reglamentarias. Se legisla­ ba con detalle el derecho de acceso a los cursos de agua y se procuraba que todo el mundo pudiera disponer de ellos tanto como la protección de dei rechos adquiridos. La importancia acordada a la reglamentación del. uso de las aguas en Za­ ragoza parece natural tratándose de lavaderos. La frecuencia de los conflictos era muy grande a causa del registro de minas que no se explotaban, como de aguas no utilizadas o utilizadas en detrimento de otros. A pesar de la promul­ gación de las ordenanzas, Gaspar de Rodas comprobó, en 1593, que i j

... los dueños de cuadrillas y otros tienen registradas muchas aguas y minas en excesiva cantidad y con registros que se juntan unos a otros de tal ma­ nera que desto resulta haber muchos pleitos...

56 Ibid. f. 340 v. ss.

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Aunque aparentemente muy rudimentaria, la técnica de los lavaderos exigía inversiones considerables para poder conducir las aguas hasta el sitio mismo de la explotación. Uno de los capitanes de Gaspar de Rodas Pedro Martín, declaró haber registrado una quebrada para conducir las aguas hasta sus minas del cerro de San Salvador. Para conseguirlo, había hecho construir un «mampuesto» de trece estados de alto. El salario del constructor había sido de dos mil pesos anuales y el costo total de la ace­ quia y el estanque llegaba a 30 mil pesos57. En Río del Oro, el capitán Ortún Velazco, fundador de Pamplona, había pagado 800 pesos a Tomás de Aguirre un técnico que había hecho venir de Mariquita58. Cuando se trataba de sedimentos aluviales situados a cierta altura (lomas), la escasez de agua podía convertirse en una dificultad insuperable para la explotación. Sólo alguien que pudiera disponer de un capital para emprender obras de conducción, y de suficiente influencia política para acaparar las aguas, podía enfrentar este problema. Así, en 1631 tuvo lugar en Remedios un pleito entre Francisco Pardo Velásquez y Francisco Beltrán de Caicedo, el propietario más poderoso del Nuevo Reino. Beltrán había heredado de su hermano Fernando minas y una encomienda en Re­ medios. Hacia 1590, éste había registrado las aguas de la quebrada de Pocune, que corrían a través de las tierras de su encomienda. Este monopolio originó conflictos en los que se vieron involucrados los personajes más im­ portantes del centro minero: Diego de Berrío, alcalde ordinario de la ciu­ dad, hijo del gobernador Francisco de Berrío y sobrino del mismo Beltrán de Caicedo, quien protegía a la parte contraria, Juan de Caicedo Salazar, quien administraba los bienes que su primo Beltrán poseía en Remedios, Francisco Ordóñez Maldonado, teniente del corregidor de Mariquita, y Francisco Pardo Velásquez, pariente de Beltrán59. Los conflictos suscitados por derechos de agua no sólo se referían a las explotaciones mineras y a los intereses de propietarios de cuadrillas sino que, en ocasiones, se derivaban de una incompatibilidad entre las necesi­ dades de la explotación del oro y las de la agricultura. Hacia 1550, por ejemplo, los indios de Butaregua y de Chocoa —de la región de Guane— habían sido trasladados desde su asiento primitivo (a ocho y tres leguas) para que trabajaran en los lavaderos de Río de Oro. Empobrecidos los ya­ cimientos, los indios fueron dedicados a la agricultura, y para que regaran 57 Ibid. t. 6 f. 335 r. ss. 58 Ibid. Min. Sant., t. único f. 205 r. ss. 59 Ibid. Min. Ant., t. 2 f. 3 r. ss. Especialmente f. 326, en donde Velásquez atribuye la deca­ dencia de Remedios a la falta de aguas.

i sUgcosechas, Juan de Angulo, su administrador, les hizo construir una ace­ ntúa- En 1564, Alonso Domínguez Beltrán, encomendero de Gerira, obtuvo la administración de estos indios que pertenecían a la Corona. Ese mismo I ¿ño, un minero, Juan Peronegro, quiso apoderarse de la acequia para reanudar la explotación de los yacimientos que habían sido abandonados años atrás. Los indios fueron inducidos por Domínguez a oponerse a las pretensiones del minero. Alegaban que ellos mismos trabajaban las minas,

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... cuando podemos y tenemos comida, porque muchas veces nos falta para el sustento por las malas cosechas de maíz...

En cuanto a las minas de veta, su excavación se reducía a seguir el filón con tajos abiertos o mediante socavones o tiros inclinados61. Lo rudimentario de la técnica imponía muy pronto limitaciones. Según un minero, interrogado sobre este punto en las minas de la Montuosa (en Pamplona) en 1622,

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... Hay otras minas que han sido ricas y —ha oído decir— ha mucho tiempo, desde el descubrimiento de esta tierra, se comenzaron a labrar y este testigo las vio en labor y habrá dichos diez y ocho años poco más o menos que se dejaron de labrar por el mucho costo y hondura en que estaban los socavo­ nes, que por el riesgo de los indios se dejó la labor... ¡*

Tanto en Pamplona como en Anserma y Remedios se utilizaban moli­ nos o ingenios movidos por agua. Del mineral sólido se»separaban los frag­ mentos de cuarzo que contenían oro y se volvían a moler manualmente para proceder al lavado en bateas63. La pirita (margajita o marcasita) se desechaba debido a su dureza. El procedimiento, como puede verse, excluía técnicas de fundición y de amalgamación. En 1621, observando que la ganga de pirita era desechada, el capitán Martín Ocampo, corregidor de Mariquita, propuso beneficiarla con un procedimiento secreto que guardaba celosamente. El capitán había sido alcalde mayor de minas en Buenaventura y en Cuenca y conocía sin duda las técnicas perfeccionadas por Bartolomé de Medina en México y por Fernando de Velazco en el Perú. Con todo, defendía la originalidad de su invención afirmando que “

60 Ibid. Min. Sant., t. único f. 1 r. ss. 61 Cf. Modesto Bargallo, La minería y la metalurgia en la América española durante la época colonial. México, 1955, p. 87. 62 AHNB. Minas Cauca, t. 2 f. 259 v. 63 Ibid. f. 245 r. y v.

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... el modo y punto de quemar los metales de que yo uso y la fábrica de hornos y molienda es muy diferente de los comunes...

Apremiado por el gobernador de Popayán, en 1624 procedió a varias experiencias en Anserma. Los mineros que las presenciaron estuvieron d° acuerdo en la utilidad del método, que consistía en quemar la pirita, mo" lerla y mezclarla con salmuera y azogue. Sólo que el empleo de hornos de molinos y de azogue parecía rebasar en ese momento su capacidad de in­ versión. Las minas de Anserma estaban por entonces en plena decadencia y la falta de brazos impedía absolutamente que se introdujera la innova­ ción. Los mineros se atenían al método tradicional, que todavía daba algún rendimiento, sin atreverse a arriesgar capital o dedicar mano de obra para extraer oro de la pirita65. Esta resistencia a las innovaciones técnicas puede atribuirse, en parte al aislamiento de los distritos mineros. En parte, también al tipo de empre­ sarios que se dedicaban a la minería. Pero, sobre todo, al hecho de que el laboreo de las minas haya pesado en gran parte sobre los hombros de la población indígena, cuya mano de obra los encomenderos obtenían en compensación del tributo. Al contrario de los comerciantes, los mineros constituyeron durante el siglo X V I un grupo mal definido, cuya actividad parece haber derivado más bien de ciertas facilidades de mano de obra y de la presencia de yacimien­ tos, que de una dedicación profesional. Como se ha visto, las ordenanzas de Pamplona y de Zaragoza distinguían entre «señores de cuadrilla», es decir, propietarios de esclavos y encomenderos, y simples «mineros». Existían, pues, mineros de oficio, es decir, hombres que poseían alguna experiencia en la prospección de minas. Pero el saber de estos hombres era puramente empírico, señal precisamente de que ejercían un oficio circuns­ tancial. A veces eran llamados de otras partes, como Ocurrió en Pamplona en 1552, para confirmar la importancia de un descubrimiento o para am­ pliarlo. Es posible que de vez en cuando hayan llegado personas que ha­ bían estado en México o en el Perú pero su aporte técnico debió de haber encontrado resistencias y chocado contra hábitos seculares. En Pamplona, al menos, un minero conocía la técnica de la amalgama­ ción del.azogue y la empleaba en 162266. Pero, según otro testimonio,

64 Ibid. f. 283 r. 65 Md.L355T.ss. 66 Ibid. í. 261 v.

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... a esta tierra han venido muchos hombres que han dicho haber sido mi­ neros en Nueva España y en el Perú y muchas partes y han dicho sacarán c a n t i d a d de oro de la margajita y tratado de otros beneficios así de plata como de oro y llegado al efecto no han hecho nada y se ha proseguido con el estilo y beneficio que se han usado y usan en esta tierra sin que haya dejado arbitrio de más aprovechamiento...

Las técnicas muy rudimentarias que se utilizaban permitían, en todo caSo, emplear a capataces o calpixques para que vigilaran el trabajo de los I indios o de los esclavos. Estos capataces, que recibían el nombre de mine­ ros, estaban casi siempre a sueldo de un encomendero, de un comerciante, o de un funcionario. Como se trataba de mestizos o de mulatos, de portu­ gueses o de españoles pobres, ellos y no los señores de cuadrilla eran res­ ponsables de los maltratos que recibían los indígenas. En 1559, cuando el visitador Hinojosa procedió severamente contra los que habían maltratado alos indios en las minas y las haciendas de Popayán, las penas más rigu­ rosas se impusieron a estos capataces, en tanto que el visitador se contentó con condenas pecuniarias para los encomenderos a quienes se sindicaba de los mismos delitos. Así, Jerónimo Trocera, minero de Sebastián Quintero, fue condenado a muerte, y su amo solamente a pagar 600 pesos. Gaspar Díaz, minero portugués, fue condenado a 400 azotes y a galeras, y Lucas Estado, un mulato, recibió 300 azotes. Las ordenanzas de Gaspar de Rodas, preveían el ca^o de que estos mi­ neros a sueldo fueran verdaderos prospectores. Cuando descubrían una mina, el señor no podía despedirlos mientras el yacimiento se mantuviera en explotación o de lo contrario debía pagarles su salário durante todo ese tiempo. Por su parte, el minero que dejaba el servicio de un señor de cua­ drilla no podía entrar a servir a otro en el término de dos años. Además, el hecho de trabajar para otro impedía adquirir derechos sobre minas, aun­ que se poseyera una cuadrilla de esclavos. Esto implicaba que el minero adquiría para el señor, de la misma manera que sus esclavos. Puede imaginarse fácilmente la cantidad de conflictos que generaba esta dependencia. En 1597, Francisco Maldonado de Mendoza, quien además de la hacienda más importante ‘de Santa Fe poseía recuas de muías en Reme­ dios, y recientemente había comprado una cuadrilla de esclavos a Andrés Caballero para explotar minas en Zaragoza, se asoció con Antonio Gonzá­ lez, un minero que había registrado aguas para explotar mjnas en la loma de Archidona. Una vez que se descubrieron las minas, González las recla­ 67 Ibid. f. 257 v.

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mó para sí y Maldonado de Mendoza se querelló alegando que la mjna debía haber sido registrada en su nombre, como señor de la cuadrilla68 En otra ocasión, Juan Martínez de Leturia, minero de Vitoria, descubrió unas minas. Como no poséía recursos para explotarlas, accedió a que lo hiciera el gobernador Diego de Ospina, asociado con doña Teresa de Herre ra, que poseía 16 esclavos. El minero trabajaría con la cuadrilla y recibiría el 10% del producto. Concertada en mayo de 1592, la compañía se disolvió un año después por cesión de los derechos de la señora a Diego de Ospina por la cantidad de 10.540 pesos oro. Como resultado de esta disolución, eí minero quedó sin empleo y, naturalmente, sin las minas que había descu­ bierto69. El descubrimiento de una mina era, claro está, una tentación para que el minero se estableciera por su cuenta. En Quiebralomo, en 1603, un mi­ nero que servía a Francisco Jaramillo de Andrada descubrió una veta muy rica en las minas de éste. En ausencia de Jaramillo, que andaba en una expedición por el Chocó, el minero decidió explotarla en su provecho. Con el producto, que se calculaba en seis mil pesos, compró nueve esclavos negros por intermedio de su hermano. Jaramillo, que era teniente del go­ bernador Vasco de Mendoza en Anserma, lo obligó, por vía de transacción, a retornarle 1.500 pesos70. Fuera de estos esbozos de una dedicación profesional, las empresas mi­ neras fueron durante el siglo XVI la actividad más extendida entre gentes de toda condición. En 1568 y 1576, algunos habitantes de Tunja, entre los que se contaban un sastre, un albañil, un notario y varios comerciantes y encomenderos, otorgaron poderes para que el capitán Melchor Valdez, un conquistador que había participado en la pacificación de los indios muzos y que entonces residía en Ibagué, registrara minas en su nombre en Ibagué y en Mariquita. Al parecer, Diego de Partearroyo y Alonso González de la Gala fueron ese último año a Mariquita con el mismo objeto71. El título de señor de cuadrillé pertenecía a cualquiera que quisiera in­ vertir dinero o trabajo (de indios o de esclavos) en las minas. Había, con seguridad, una limitación pues no todo el mundo podía disponer de capi­ tal o de mano de obra. También se requería influencia para acaparar ciertos recursos y para manejar todas las argucias legales que eran indispensables para hacerlo. Por eso, igual que con respecto a la agricultura o a los trans­ 68 69 70 71

Ibid. Min. Ant., t. 3 f. 1 r. ss. Ibid. t. 6 f. 973 r. Ibid. Min. Cauca, t. 3 f. 313 r. ss. Not. I a Tunja. 1578, f. 118 r.

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o0rtes, los encomenderos se hallaban en una situación excepcional para explotar las minas. En Popayán, en Almaguer, en Anserma, en Tocaima, en Mariquita y en Pamplona, ellos preferían emplear a los indios de sus enco­ miendas en el laboreo de las minas que en la agricultura. jsjo era solamente la proximidad de los yacimientos la que invitaba a este género de inversiones. En 1556, los habitantes de Pamplona se queja­ ban de que ellos habían sacado muy poco provecho de los ricos yacimien­ tos de la región a causa de la competencia de los habitantes de Tunja. Éstos poseían encomiendas mucho más grandes y podían enviar abastecimien­ tos a las minas. A raíz del descubrimiento de las minas, en 1551, muchos encomenderos de Tunja enviaron cuadrillas de indios y algunos esclavos a pamplona. Según una pesquisa de Tomás López en 1560, unos 15 enco­ menderos habrían enviado cerca de 500 indios a las minas (los autos de la visita están incompletos). Esta cifra da una idea de la inferioridad en que se hallaban los encomenderos en Pamplona pues entre todos apenas po­ dían disponer de unos 1.500 indios; Baltasar Maldonado, encomendero de Duitama, habría enviado 200 indios; Juan de Orozco —de Baganique—, 100; Pedro Bravo de Rivera —de Chivatá—, 70; Mateo Sánchez —de Motavita—, 60, y Martín Pujol —del Cocuy—, 40. Estas cifras, individualmente, excedían a las de cualquier encomendero de Pamplona. Otros encomende­ ros habrían enviado 10 y 20 indios72. Los encomenderos no sólo disponían de la mano de obra cuyos salarios descontaban de los tributos (cuando la tasa misma no imponía este tipo de prestación, como en Almaguer y en Pasto), sino que, a través del Cabildo y de los alcaldes de minas, podían excluir a los forasteros y a los no enco­ menderos del acceso a los yacimientos. Las ordenanzas de Pamplona no permitían tomar minas a nombre de otros, sino a los vecinos. Un simple soldado, o un «estante», no tenía derecho sino a 15 varas cuadradas, en tanto que los vecinos, qué no fueran mineros o señores de cuadrilla, podían tomar 30 varas por 22. Los encomenderos más afortunados no eran aquéllos que se dedicaban exclusivamente a la minería. En general, ésta solía ser ruinosa cuando no se acompañaba de actividades complementarias que permitieran cierta au­ tonomía a la explotación. En Popayán y en Pamplona, los encomenderos dedicaban sólo una parte de sus indios a los yacimientos y es posible atri­ buir la rápida decadencia de algunos centros mineros a la falta de esta diver­ sificación. En algunos casos, los encomenderos se doblaban todavía en 72 AHNB. Vist. Boy., t. 3 f. 557 r., t. 8 f. 810 r. f. 865 r. f. 778 r. f. 821 r. f. 807 r„ t. 9 f. 848 r„ 1.11 f. 777 r., 1.18 f. 212 r. f. 265 r. f. 294 r., 1.19 f. 553 r. f. 537 r. f. 579 r. f. 582 r.

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comerciantes, además de ser mineros y agricultores. Tales fueron: Mig^i Sánchez, de Tunja, Alonso Olalla, de Santa Fe, o el legendario Juan Díaz Ja ramillo, de Tocaima. Este último ha sido, en el folclor popular, el prototipo de mineros afor tunados cuya riqueza ostentosa se atribuye a algún pacto con el diablo y ¡a catástrofe final al castigo de Dios. Sin embargo, Juan Díaz fue un personaje histórico, compañero de Belalcázar y uno de los fundadores de Tocaima Díaz tuvo compañías menos censurables que el demonio, pero igualmente provechosas, con algunos comerciantes. Primero con Luis López Ortiz, su suegro, para emplear seis mil pesos en mercancías en España. Luego con su yerno, Hernando del Campo, que llevó a España ocho mil setecientos pesos de Díaz Jaramillo con el mismo objeto73. Las actividades mineras de Juan Díaz no tuvieron nada de extraordina­ rio. Entre 1557 y 1560, el año en que se casó con Francisca Ortiz74, la hija de su socio (quien la dotó con 5.800 pesos), Díaz hizo 34 declaraciones de oro extraído con seis esclavos, por un monto de 16.889 pesos 4 tomines. Por esta época ya poseía tierras (cinco estancias) que contenían algunas mil cabezas de ganado, trescientas muías y trescientos puercos. En 1578, poco antes de morir, Díaz pidió una encomienda que obtuvo del presiden­ te Lpe de Armendáriz. Se trataba de 30 indios del río Juan Cabrera, en donde poseía una estancia. Aunque tenía ya una encomienda, el número de indios que podía dedicar a la agricultura no era muy grande. En total, la fortuna del minero no sobrepasaba los treinta mil pesos oro aunque la enorme extensión de sus tierras haya legado su nombre a la posteridad. En Zaragoza, los dueños de minas y cuadrillas eran gentes más heterogé­ neas. Los capitanes de Gaspar de Rodas, que habían recibido en encomien­ da los pocos indios que habitaban la región, tenían, claro está, yacimientos y pudieron comprar esclavos. Algunos soldados, sin embargo, se quejaban de que el fruto de la conquista había ido a parar a manos de comerciantes y recién llegados que podían disponer de capitales. De todas maneras, no es dudoso que las encomiendas sirvieron, como en todas partes, para pro­ curarse algún dinero destinado a comprar esclavos. Los yacimientos de Zaragoza eran demasiado ricos y atrajeron una gran variedad de gentes. A los habitantes de Remedios, por ejemplo, quienes 73 AGI. Escr. Cnm. L. 760 A. 74 Era su segundo matrimonio. La primera vez, Díaz Jaramillo se casó con Isabel de León. En 1581, los hijos de este primer matrimonio pidieron cuentas a la segunda mujer de los bienes de su padre. Del proceso que se siguió se han tomado los datos sobre la fortuna de Juan Díaz.

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Esputaron a los de Zaragoza la explotación de varias quebradas afluentes ¿el Nechí. Según Benito Machuca, vecino y conquistador de Zaragoza, los mineros de Remedios, ... con la necesidad de minas que tenían se vinieron a unas sabanas que los conquistadores llamamos de Porcucho, junto o en comarca del río de San Bartolomé y Ñas, y después, no hallando allí el oro, conforme a su necesi­ dad se vinieron acercando a esta dicha ciudad de Zaragoza por la fama del mucho oro que en ella se sacaba, y cateando en el asiento y loma que ellos llaman rica descubrieron muchas vetas y riqueza de donde se hicieron ricos y compraron muchos negros^ que allí no trajeron sino algunos naturales con que hicieron principio...

Ya se ha visto cómo un rico propietario de tierras de Santa Fe, Francisco Maldonado de Mendoza, poseía una cuadrilla en Zaragoza en 1597. ¿Qué pudo inducirlo a comprar esclavos y explotar minas con ellos? Maldonado poseía una recua de muías que dedicaba al abastecimiento de Remedios. Los productos debían provenir de su hacienda, unas 45 mil hectáreas que poseía en torno a la encomienda de Bogotá. No es aventurado pensar que la cuadrilla la adquirió de un minero en apuros. Lo cierto es que el enco­ mendero no persistió en esta actividad y en 1599 había vendido la cuadrilla a Hernando de Caicedo, quien explotaba minas en Remedios. El descubrimiento de las minas estimuló el comercio de esclavos en Carta­ gena y con ellos penetraron en Zaragoza muchos comerciantes que vincu­ laron sus intereses a la explotación de las minas. Algunos se dedicaron a explotarlas directamente. En 1589 aparece como minero y propietario de 21 esclavos un comerciante de Cartagena, Lorenzo de la Villa. También Juan Millán de Orozco, comerciante de Mompox, cuyos esclavos estaban a cargo del minero Alonso Sánchez76. A comienzos del siglo xvii, otro comerciante de Mompox, Diego Hernández Rosado, hereda minas y esclavos de un colega. El caso de Alonso Pérez Ortiz y de su hermano, Fernando Díaz Ortiz, dos comerciantes que habían traídb de España 50 mil pesos en mercancías, no debió ser excepcional. En 1597, los mercaderes se quejaban de que los mineros de Zaragoza les debían cerca de 40 mil pesos. Los hermanos en­ contraban dificultades en ejecutar a los mineros que les oponían un viejo privilegio otorgado por Carlos V, según el cual no podían hacer ejecuciones en accesorios de las minas77. 75 AHNB. Min. Ant., t. 6 f. 543 r. 76 Ibid. Neg. y escl. Ant., 1.1 f. 997 r. ss. f. 910 r. 77 Ibid. t. 4 f. 899 r.

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Pocos años después, los dos comerciantes se habían convertido en señ0 res de cuadrilla, con 46 esclavos en total. A la muerte de Alonso Pérez 1602, su hermano le sucedió en 31 esclavos (avaluados en 8 mil p eso s) y i0s créditos que aún subsistían de los mineros, por un monto de 7.277 pesos oro. En 1604, Fernando Díaz vendió todas las inversiones en minas a An drés Díaz Calvo, contador de la Caja real de Zaragoza, por 12.800 pesos78 En Remedios, una fundación de Santa Fe, no hay que olvidarlo, fue más frecuente la presencia de encomenderos y comerciantes del Nuevo Reino En 1609, Andrés Alonso Valbuena vendió minas y 24 esclavos a Jerónimo de Quesada. Este se convirtió en uno de los mineros más importantes de Remedios y se casó con una hija de Juan Vargas, el escribano de Tunja. A la muerte de Quesada, su viuda, doña María de Tordoya y Vargas se volvió a casar con el capitán Bérnardino de Laserna Mujica, rico encomendero de Tunja. En 1632, la señora y su nuevo marido vendieron las minas con 109 piezas de esclavos, rancherías, rozas, herramientas, aguas y muías a otro encomendero de Tunja, Juan de Osa. Las minas valían 31.500 pesos de oro de 20 quilates y Juan de Osa pagó 15.759, de contado79. Tanto como el auge de las minas de la región de Antioquia atrajo em­ presarios, su rápido declive generó un proceso a la inversa. En el curso del siglo XVII, algunos antiguos mineros de Remedios y Zaragoza se traslada­ ron a Santa Fe, Cartagena y Mompox, en donde compraron dignidades y se convirtieron en propietarios de tierras o en comerciantes. Es posible que entonces haya surgido un nuevo tipo de empresario cuyos orígenes no se afincaban en el privilegio de las encomiendas y en los derechos de conquis­ ta sino en la tenacidad y en los logros de una carrera accidentada. En Po­ payán, Jacinto de Arboleda parece un prototipo, y en Antioquia, en menor escala, los pequeños empresarios que surgieron a raíz de la d_esintegración económica del sistema esclavista en esa región. Arboleda, un español de Granada, llegó a Porto Belo hacia 1617. Enton­ ces tenía apenas 18 años y aparecía inscrito como comerciante. Trajo algu­ nas mercancías de España con las cuales evolucionó hasta que, en 1623, se trasladó a Anserma. En 1626 fue elegido alcalde ordinario de la ciudad y, al año siguiente, en el curso de la visita de Lesmes de Espinoza, fue proce­ sado por vender mantas de algodón, paños de «rúan», vinos y lienzos de la tierra a los indios y a los esclavos de las minas, con quienes estaba pro­ hibido comerciar. Más tarde poseyó minas, intervino en expediciones al Chocó y sirvió como oficial de la Caja real de Cartago. 78 Ibid. t. 6 f. 514 r. ss. 79 Ibid. Min Ant., t. 6 f. 690 r.

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Alrededor de 1635, Arboleda se casó con Teodora Olea, hija de un espa­ ñol radicado en Popayán. Cuando se agudizó la decadencia de Anserma se trasladó a Popayán, en donde volvió a servir como oficial real. En 1659 poseía 53 esclavos, la mayor cuadrilla de toda la provincia, y en 1671, se­ gún su testamento, sus esclavos habían aumentado a 93. Arboleda enviudó yse hizo eclesiástico. Alcanzó varias dignidades, al mismo tiempo que crecía ¿u fortuna. Fue provisor del obispado en 1661, tesorero en 1665, chantre y arcediano en 1668. Su hijo, Francisco de Arboleda Salazar, fue uno de los primeros que explotaron minas en el Chocó. Hacia 1706 estaba asociado con los Mosque­ ra y con Bernardo Alfonso de Saa para explotar las minas de Iro con dos­ cientos esclavos80. Como lo señala Marzahl81, en el curso del siglo XVII se conjugaron en popayán elementos nuevos con un sustrato de la sociedad tradicional de encomenderos y descendientes de conquistadores. El hecho de que las ex­ plotaciones mineras requirieran ahora el empleo masivo de mano de obra esclava favorecía particularmente a comerciantes y hombres que, como Ja­ cinto de arboleda, podían adaptarse a las nuevas condiciones. Este proceso es parecido a todo lo largo de la Nueva Granada aunque Popayán, debido a la vecindad de ricos yacimientos, sea más notorio. _ LOS ESCLAVOS El período de las licencias (1530-1580) En el curso de la primera generación que sucedió a la Conquista (15361570), el trabajo en las minas fue en parte responsable de la aniquilación de la población indígena. Usualmente se supone que el trabajo indígena fue sustituido por la maño de obra esclava a partir de un cierto momento Vque desde entonces las explotaciones mineras aseguraron la regularidad de su producción. Está probado, sin embargo, que el trabajo de los indios en las minas no cesó por completo hasta el momento de su extinción casi total. De otro lado, el empleo de esclavos negros planteó siempre proble­ mas que, sumados a otros, explican la decadencia de los centros mineros. * 80 Ibid. Min. Cauca, t. 3 f. 197 r. Gustavo Arboleda, Diccionario biográfico y genealógico del antiguo departamento del Cauca. Bogotá, 1952, p. 24. FCHTC. pp. 128 ss. Marzahl, The Cabildo. 81 Op. cit.

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En 1577, los oficiales de la Caja Real de Santa Fe comprobaban la dismi nución de los quintos de oro y la atribuían a la extinción de los indios. En 1584 volvían a insistir sobre la decadencia minera, aduciendo que ... este reino está pobrísimo porque las minas van faltando y los naturales de tierra caliente con que se saca el oro son muy pocos y de aquí a diez años no quedarán ningunos...

Proponían que se disminuyera la participación real del quinto a un diezmo de manera definitiva y que sólo se cobrara un vigésimo a quienes emplearan esclavos negros en las minas. Como los mineros no poseían ca­ pitales para esta inversión, pedían que se enviaran dos o tres mil esclavos por cuenta del Tesoro real. Las ciudades se responsabilizarían de la deuda y venderían los negros á crédito a los mineros, a razón de doscientos pesos la pieza82. La década siguiente conoció el auge extraordinario de las minas de Cá­ ceres, Zaragoza y Remedios, cuyo descubrimiento atrajo un flujo extraor­ dinario de esclavos desde las costas de Cartagena. Esta introducción masiva de esclavos coincidió también con cambios en la política de las licencias otorgadas hasta ahora por la Corona para la trata de esclavos en las Indias. Hasta entonces, la Corona se había reducido a vender licencias indivi­ duales para introducir esclavos negros. El abastecimiento de mano de obra esclava no estaba asegurado con regularidad y la presencia de negros afri­ canos en las Indias obedecía a un privilegio azaroso alcanzado por indi­ viduos o por los cabildos mediante el pago de un derecho. Gozaron en especial de este privñegio los funcionarios civiles y eclesiásticos, a quienes se permitía pasar a las Indias uno o dos esclavos para su servicio, aquéllos con quienes se había concertado capitulaciones de conquista, las ciudades, las comunidades religiosas y algunos comerciantes (genoveses, portugue­ ses y sevillanos) que podían, en un momento dado, sacar de apuros finan­ cieros a la Corona83.

82 AGI. Santa Fe L. 68 r. 1 Doc. 17 y Doc. 35. 83 Cf. George Scelle, La traite negriere aux Indes de Castille. París, 1906.1, pp. 198 ss. La biblio­ grafía sobre los problemas de la trata es abundante. Además de la obra clásica de Scelle, la cual explora todas las peripecias jurídicas de la trata, existen dos trabajos regionales importantes: el de Rolando Mellafe, La introducción de la esclavitud negra en Chile. Tráfico y rutas. Santiago de Chile, 1959, y el de:Elena F. Studer, La trata de negros en el Río de la Plata durante el siglo XVIII. Buenos Aires, 1958. Para Colombia, merecen citarse los tra­ bajos de Aquiles Escalante y las investigaciones en curso de Jorge. Palacios en el AGI.

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En la Nueva Granada pueden citarse ejemplos de estos tipos de licen­ cias. En 1535, Pedro Fernández de Lugo obtuvo 100 que el adelantado trocó en Santo Domingo por caballos. Andagoya recibió 50 licencias en 1539 y Andrés de Valdivia, con quien se había capitulado la conquista de Antio­ quia en 1569, 40. El capitán Cepeda de Ayala, que se ofreció a descubrir y explotar minas de esmeraldas en Muzo, obtuvo la partida más cuantiosa, ¿e 500 esclavos84. Puesto que las licencias eran negociables, la llegada de estos esclavos a ]a Nueva Granada no puede afirmarse en absoluto. Es probable que los beneficiarios hayan hecho como Fernández de Lugo y sólo reservaran para su uso algunas licencias. Ciudades como Cartagena y Santa María de los Remedios (en el Cabo de la Vela) recibieron licencias colectivas —en 1546 y 1565— que debían repartirse entre los vecinos. En Remedios, los esclavos se destinaban a la pesquería de perlas y el reparto de cien licencias correspondía a 33 vecinos. Sin embargo, apenas se sacaron del África 35 esclavos. En Cartagena, los 500 esclavos de las licencias deberían dedicarse por mitades a la agricultu­ ra y a la minería. De éstos parece que sólo se sacaron del Africa 226 entre 1569 y 157285. Otras ciudades (Pamplona, Cartago) insistían en obtener di­ nero prestado de las Cajas reales para comprar negros. Los vecinos de Car­ tago consiguieron así cuatro mil pesos en 1559, con un plazo de seis años86. En el período comprendido entre 1530 y 1542 han podido contabilizarse 473 licencias, cuatrocientas de las cuales cupieron a sólo 4 personajes: al ade­ lantado Pedro Fernández de Lugo y a su hijo Alonso Luis, al conquistador Pedro de Heredia y al gobernador de Santa Marta. Las restantes, de uno a diez esclavos, se distribuían entre obispos, clérigos, oficiales reales y regidores de Cartagena y Santa Marta87. De esta clase fue también la licencia otorgada al tesorero de Popayán, Juan de Magaña, en 1576. Sin embargo, 48 piezas de las 54 que se les autorizaron fueron despachadas a la Nueva España88. Entre 1530 y 1570 se expidieron, sin duda, una gran cantidad de licen­ cias cuyo rastro sería imposible de seguir. A partir de 155, por ejemplo, las necesidades apremiantes de la Corona obligaron a otorgar 23 mil licencias para toda América, que se-vendieron a ocho ducados cada una89. En la 84 85 86 87 88 89

Cf. Scelle, op. cit., I pp. 239 y 247. AGI. Contr. L. 5761 Na 2 f. 262 r. f. 131 r. Cf. Scelle, op. cit., I. p. 244. AGI. Contr. L. 5761 N a 4 f. 207 r. ss. L. 5760 N s 2 f. 336 r. AGI. Cont. L. 1488. DIHC. passim. AGI. Contr. L. 5761 f. 138. Cf. Scelle, op. cit., I, p. 203.

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década de 1560, el número e importancia de las licencias vinieron a menos En las dos décadas siguientes se otorgaron de nuevo licencias cuantiosas que se encuentran citadas en documentos procedentes de Zaragoza. Así un Juan Francisco de Espinosa recibió autorización el 13 de enero de 1572 para pasar 2.400 esclavos. En 1583, los asentistas que controlaban el merca­ do africano de Cabo Verde, Guinea y Santo Tomé (Alvaro Méndez Castro y Juan Bautista Revalesca) obtuvieron 4.800 licencias90. Estas grandes licen­ cias preceden en pocos años la implantación del sistema de los «asientos» Si se exceptúan estas licencias de 1572 y 1583, con las cuales sabemos que se beneficiaron los nuevos yacimientos de Zaragoza, Cáceres y Remedios cabe preguntarse si este sistema anárquico pudo proveer de un número suficiente de esclavos a las explotaciones mineras de la Nueva Granada. Según Arroyo91, ya en 1556 los negros introducidos en Anserma y en la cordillera de Chisquío se habían sublevado dos veces. Arboleda habla, para 1577, de negros fugitivos y amotinados que ... por centenares penetraban la ciudad y asaltaban los caminos...

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Aun un testimonio de la época, el de Diez de Armendáriz en 1575, se refiere a una sublevación de negros en la costa93. Tales noticias sugieren que la población negra era tan abundante que podía provocar conflictos de cierta magnitud y causar inquietud entre los españoles. Obsérvase, sin embargo, que en el último caso Diez agrega que se trata sólo de cuatro negros a la cabeza de treinta o cuarenta indios. En cuanto a las sublevaciones citadas por Arroyo y Arboleda, resulta difícil apre­ ciar su importancia sin tener acceso a la información de los dos autores. El número mismo de licencias otorgadas puede también inducir a enga­ ño. Muchas se. otorgaban libres de derechos y, siendo negociables, no es extraño que se solicitaran con ahínco. Cartago, por ejemplo, pedía en 1545 mil quinientos negros ... horros de todos derechos, para los echar a las minas y con ellos sacar oro y aumentar las rentas reales...

90 91 92 93 94

Ibid. p. 335 AHNB. Neg. y escl. Ant., 1.1 f. 937 y f. 997 r. Op. cit., p. 96. G. Arboleda, op. cit., I, p. 91. DIHC. VIH, 68. Ibid. 23.

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Al mismo tiempo, la ciudad vecina de Anserma, mucho más rica en yacimientos, pedía apenas doscientos. Y, con todo, las mismas ciudades insistían en que se les permitiera emplear a los indios en las minas, ... porque de otra manera los vecinos de ella no se podrían sustentar...

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Debe recordarse también que Cartago obtuvo un préstamo de cuatro ¡nil pesos para comprar negros, suma que representaba el valor de unos 20 esclavos. ¡Y la ciudad había solicitado 1.500! Si se examina la licencia colectiva otorgada a Cartagena en 1565, puede verse cómo a cada vecino le tocaban siete esclavos. Algunos, claro está, resultaban privilegiados con más de 25 esclavos y otros ni siquiera inten­ taban reclamar sus licencias. Pero aquéllos a quienes se favorecía en el re­ parto negociaban las licencias en Sevilla y los esclavos iban a parar a México o al Perú. No es entonces probable que antes de 1580 se hayan empleado esclavos de manera masiva en los distritos mineros. Y aún después su empleo estu­ vo confinado a los nuevos yacimientos de Zaragoza y Remedios. En 1581, cuando ya habían transcurrido algunos años desde la fundación de Cáce­ res, el Cabildo de la ciudad solicitaba la merced de quinientos esclavos para repartir a crédito entre los mineros95. Popayán sufrió siempre penuria de mano de obra. En 1592, el licenciado Auncibay redactó un Discurso ... sobre los negros que conviene se lleven a la gobernación de Popayán, a las ciudades de Cali, Popayán, Almaguer y Pasto, que son necesarios hasta dos mil negros, los mirdoscientos varón y los ochocientos hembras...

El título del discurso anunciaba el apremio de la gobernación respecto a la mano de obra esclava. Según el licenciado, los habitantes de la provin­ cia ofrecían pagar cuatrocientos pesos oro de veinte quilates por cada es­ clavo, una suma demasiado elevada en la época. Seis años más tarde, el .procurador de Popayán solicitaba de nuevo ochocientos esclavos. En 1603, lo hacía el gobernador Vasco de Mendoza y Silva. Y, todavía en 1615, el tesorero Jerónimo de Ubillus y el Cabildo de la ciudad reiteraban la demanda. Según Vasco de Mendoza, 95 Ibid. 21. 96 AGI. Santa Fe L. 67 r. 1 NE3. 97 Ibid. Patr. L. 240 r. 6. Publicado en el ACHSC. Na 1, Bogotá, 1963, pp. 197 ss.

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... la necesidad y pobreza de aquesta gobernación y vecinos della, nacida de haber venido los naturales en disminución, es tan grande que temo se ha de venir a acabar dentro de breve tiempo, o por lo menos los lugares de tierra caliente como son Popayán (sic), Cali, Buga, Toro, Cartago, Anserma y Arma, si V. Md., doliéndose de los vecinos della, no los remedia con man­ dar hacerles merced de dos o tres mil negros al costo y costa que tuvieren puestos en Honda, fiados y a largo plazo .

En el curso del siglo, el número de esclavos de Popayán debió ir en au­ mento. En 1628 había al parecer 250, y en 1659 se encontraban en las minas 31 399. En esta última fecha, algunos estaban dedicados a la agricultura pues los propietarios se quejaban frecuentemente de que se veían obliga­ dos a sacar esclavos de las minas con este propósito. Los «asientos» y el contrabando El caso de Zaragoza y Remedios parece haber sido excepcional. Estos ya­ cimientos se beneficiaron con la política de las grandes licencias otorgadas a partir de 1570 y con los «asientos» inaugurados en 1587 con Pedro de Sevilla y Antonio Méndez Lamego^guienes se comprometían a pasar a las Indias tres mil esclavos en seis años . A la sombra de las grandes licencias y del monopolio de los asientos, las costas americanas vieron arribar una gran cantidad de navios «sueltos» que venían directamente del África. Muchos no podían exhibir ante las autoridades licencias de los asentistas o sólo podían justificar con ellas una parte de su cargazón. Sin embargo, tratándose de un negocio de tanta en­ vergadura, las autoridades locales se mostraron siempre más que compla­ cientes. En 1589, apenas llegado a Cartagena, el presidente González comprobó cómo llegaban embarcaciones sin registro, abiertamente o pretextando una «derrota»101. El mismo año envió al factor Rodrigo Pardo a Zaragoza para que averiguara por los esclavos que habían entrado sin pagar derechos a la Corona y sin el conocimiento de los asentistas. Algunos mineros decla­ 98 AGI. Quito L. 16. Cf. Marzahl, The Cabildo, cit. 99 Ibid. 100 Cf. Scelle, op. cit., I, p. 790 Doc. 23 y pp. 323 ss. Para Scelle, el contrato con Sevilla y Lamego tiene todas las características jurídicas de un asiento. Sin embargo, usualmente se toma como fecha de la iniciación de los asientos generales la del contrato celebrado con Pedro Gómez Reynel en 1595. 101 AGI. Santa Fe L. 17 r. 1 Ns 42 f. 2 r.

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20 y 30 piezas102 y exhibieron justificaciones, casi todas del contador je Cartagena, Alonso de Tapias. Según el fiscal nombrado para actuar en ¡a encuesta por el factor Pardo, los mineros ocultaban muchas piezas y se encubrían unos a otros en las averiguaciones103. Además, las justificacioneS no eran auténticas y muchas correspondían a esclavos muertos. Al parecer, el fiscal tenía razón pues cuatro años más tarde el doctor Luis Téllez de Erazo, oidor de la Nueva Granada, probó que con la firma del contador Alonso de Tapias se habían falsificado 375 justificaciones104. El mismo gobernador de Cartagena se hallaba implicado en los fraudes pues había dejado de embargar 228 esclavos que habían llegado sin re­ gistro. A partir de 1590 se sucedieron en Cartagena varios funcionarios encar­ gados de inquirir sobre el problema del contrabando de negros: el fiscal Villagómez, en 1594; en el mismo año; el doctor Téllez de Erazo; en 1595, Francisco Méndez de Puebla; en 1619, el licenciado Espino de Cáceres, y el visitador Diego de Medina Rosales y el licenciado Fernando de Sarria, en 1620 y 1621. Todavía en 1641, el oidor Bernardino de Prado Guevara ave­ riguaba por los fraudes cometidos desde 1622. Todos estos funcionarios denunciaban los mismos ilícitos: navios sin licencia, complicidad de los funcionarios, intereses creados entre los moradores de los puertos105. Dada la complejidad del problema, resulta imposible avanzar una cifra probable de los esclavos desembarcados en Cartagena a partir de 1580. Se calculaba que en 1594, por.ejemplo, el 47,9% de los'navios llegados a la Indias eran negreros. Cartagena, debe recordarse, era un puerto privilegia­ do del tráfico y, como lo expresaba el fiscal Villagómez en 1595, raro n

... el trato de negros es ahora el más importante que hay acá...106 Con todo, cualquier cifra que se avance107 apenas da cuenta de una mano de obra virtual, no siempre al alcance de los mineros -de la Nueva Granada. En 1598, el presidente Sande escribía qué en Zaragoza trabajaban tres mil esclavos negros y que en toda la provincia de Antioquia había unos seis 102 AHNB. Neg. y escl. Ant., 1. 1 f. 869 r. f. 910 r. f. 937 r. y f. 997 r. 103 Ibid. f. 925 r. 104 AGI. Santa Fe L. 56 r. 1. 105 Ibid. y L. 57 passim. 106 Ibid. L. 17 r. 3 NB123 f. 1. Cf. también R. Mellafe, La esclavitud en Hispanoamérica, Bs. As. 1964, p. 59. 107 Mellafe, por ejemplo, muestra inclinación por un guarismo muy alto: estima que entra­ ron a las Indias tres millones de esclavos durante el período colonial. Ibid. loe. cit.

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mil108. Por otra parte, ya en 1597 se había producido una sublevación de los esclavos, fortificados en «palenques». Este fecha marca posiblemente un tope en el número de los esclavos que llegaron a trabajar en los yac¡ mientos antioqueños. Apenas cinco años más tarde, los vecinos de Reme dios se quejaban de que la región, ... de algunos años a esta parte va en notable disminución porque respecto de los grandes gastos que tienen los dueños de minas en el beneficio dellas y en haberse empeñado en negros a excesivos precios se han perdido algu­ nos, y otros por falta de bastimentos suficientes se han salido de la dicha ciudad sacando sus cuadrillas, y esto ha sido de manera que de tres partes de negros que beneficiaban las dichas minas en sus términos falta la una, y se espera que cada día irá en mayor disminución...

La mortalidad de los esclavos en regiones como Zaragoza y Remedios desprovistas casi por completo de una base de sustentación agrícola, debió ser muy alta. Los esclavos nuevamente adquiridos se dedicaban a reempla­ zar a los que iban muriendo y es dudoso que la cifra señalada por Sande haya sido rebasada en algún momento, pese a que los verdaderos asientos sólo entonces comenzaron a realizarse. El asiento subsiguiente al de Gómez Reynel es un poco mejor conocido. Se trata del contrato concertado con Juan Rodríguez Coutinho110, a quien sucedió su hermano Báez Coutinho en 1603. El 10 de abril de 1601, Rodrí­ guez Coutinho dio poder al capitán Manuel López de Extremos, residente en Cartagena, para que lo representara mientras llegaban sus factores. Un año después llegó a Cartagéna un hermano del asentista, Manuel de Sossa Coutinho, como administrador general del asiento111. Sólo en marzo de 1603 comenzaron los despachos. Entre esta fecha y marzo de 1605 debieron llegar a Cartagena por cuenta del asiento 1.046 esclavos. Los envíos se reanudaron en octubre de 1606 y hasta marzo de 1611 llegaron por lo me­ nos 11.890 esclavos. El asiento, que debía durar nueve años, preveía que se llevaran a las Indias seis mil piezas por año. En total, Báez trajo 27.379 licencias, de las cuáles cupo a Cartagena el 46%112. El volumen del tráfico debió disminuir en los años siguientes pues, a partir de.la conclusión del asiento de Báez Coutinho, la Corona, que tomó 108 109 110 111 112

AGI. Santa Fe L. 17 r. 4 N2157. Ibid. L. 18 r. 1 Na 43. Cf. Scelle, op. cit., I. p. 386, nota 2 y p. 387; AGI. Contr. L. 5763. R. C. del I a de mayo de 1600. AGI. Contr. L. 5763 passim.

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¡a administración directa de las licencias, libró muy pocas. A partir de 1615, con el asiento concluido con Antonio Fernández D'Elvas, Cartagena y Veracruz se habilitaron como únicos puertos de la trata113. Esto explica que, a pesar de la decadencia de las minas de oro, los esclavos hayan seguido ^fluyendo al interior de la Nueva Granada, tanto los legalmente introduci­ dos como los que entraban de contrabando. El licenciado Sarria comunica­ ba en 1621, a propósito de este último asiento, que desde su iniciación (en jjiayo de 1615) habían entrado a Cartagena 4.816 esclavos hasta abril de 1619. Y desde esa fecha hasta el 19 de diciembre del año siguiente se habían introducido más de seis mil piezas, muchas de ellas ilícitamente. Él mismo había decomisado en 1620 más de mil piezas114. En 1621, el licenciado Medina Rosales denunciaba una situación parecida. Calculaba que apenas en seis años (el asiento había sido previsto por ocho) ya se ha­ bía introducido la totalidad de las licencias, las cuales eran 28 mil. El cálcu­ lo era exacto: según los registros de la contratación, en seis años se habían introducido 29.754 negros por cuenta de este asiento113. La concentración de esclavos en Cartagena era tan grande que a cada momento se temía una sublevación. En 1624 se impuso un derecho de seis reales por cada cabeza de negro para mantener una cuadrilla dedicada a dar caza a los negros cimarrones. En un terreno mucho más favorable, la dmarronería existía en Zaragoza desde 1595. En 1610 se calculaban allí 200 esclavos amotinados. Según el gobernador Bartolomé de Alarcón, los ne­ gros recorrían el triángulo formado por ios centros mineros de Zaragoza, Cáceres y San Jerónimo deí Monte infestando las minas y las poblaciones. Acomienzos del año, los negros habían asaltado las minas de Diego Rodrí­ guez, vecino de Cáceres, y se habían llevado otros siete esclavos. Ensegui­ da fueron a Zaragoza y asaltaron tres rancherías y una estancia. Es muy dudoso que en estas condiciones los propietarios, aun si hubieran dispues­ to de capitales, se hubieran animado a echar leña al fuego comprando más esclavos116.

El enfrentamiento de comerciantes y mineros La crisis de ía producción minera de la segunda década del siglo XVII mues­ tra cómo, a pesar de la proximidad de una fuente de mano de obra poten­ 113 Cf. Scelle, op. cit., I, pp. 418,427 y 430. 114 AGI. Santa Fe L. 56 r. 4. 115 Cf. Scelle, op. cit., I, p. 446. 116 AGI. Santa Fe L. 65 r. 1.

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cial, este tipo de economía había creado profundos desequilibrios que jm posibilitaban tener acceso a ella. La necesidad creciente de mano de ob*á había conducido a una cerrada dependencia del sector minero con respeci0 a los comerciantes de esclavos. Por eso los mineros insistieron siempre en liberarse de las obligaciones legales en que incurrían al tomar a crédito los esclavos. También pedían insistentemente que la Corona tomara a su cargo operaciones de crédito a largo plazo. Usualmente, el minero sólo podía contar con una expectativa de elevada productividad de los yacimientos para saldar sus deudas. Para lograrlo debía contraer más deudas, hipote­ cando sus negros para adquirir otros. Era un círculo vicioso cuyo mecanis­ mo ha sido descrito con exactitud por los habitantes de Zaragoza. En 1595 el Cabildo alegaba que, ... para sustentarse al seguimiento y labor de las minas de oro de dicha ciudad y que vayan en aumento y crecimiento como cada día van, los que las labran y siguen no lo pueden hacer si no es mediante las compras de negros que hacen, tomándolos fiados, hipotecándolos a la paga, en confianza de que con los mismos negros sacarán de qué hacer la paga. Y mediante la expe­ riencia que desto se tiene todos los más negros que se compran en la dicha ciudad es desta manera y es causa que las dichas minas se sustentan y vues­ tros reales quintos y alcabalas van en aumento, el cual irá en engrandecimiento respecto de la mucha riqueza, que demás de la que haya, van prometiendo minas nuevamente descubiertas. Y de otra suerte es imposible poder susten­ tarse la dicha ciudad y minas por no poderse comprar de contado los ne­ gros necesarios para su labor...

En las décadas de 1580 y 1590 se confiaba en que los yacimientos eran inagotables. Pero aun entonces los acreedores urgían y si no recibían la satisfacción de las obligaciones contraídas demandaban la ejecución y el remate de los esclavos. Los mineros sacaron a relucir una vieja Cédula de Carlos V del 19 de julio de 1549, según la cual gozaban del privilegio de no poder ser ejecutados judicialmente en sus instrumentos de trabajo. El conflicto ya había aparecido durante la crisis de 1570. En 1567, los habitantes de Vitoria pretextaban que la abolición de servicios personales había obligado a comprar recuas de muías y esclavos para abastecer a la ciudad. Ésta se halíaba en terrenos inútiles para la agricultura y la ejecu­ ción de los vecinos que habían tomado a crédito esclavos y muías podría acarrear la incomunicación de Vitoria y sus yacimientos118. 117 AHNB. Neg. y esc. Ant., t. 4 f. 890 r. ss. 118 Ibid. Neg. y esc., Tol. t. 4 f. 183 r. ss.

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En 1570, las ciudades de Mariquita, Vitoria y Remedios anunciaban que ja mortalidad incontenible de los indios causaría la ruina de los distritos mineros de «tierra caliente» y que con ella sobrevendría la de Santa Fe y funja. En diciembre de este año obtuvieron de la Audiencia una provisión que prohibía ejecuciones en las herramientas, las recuas y los esclavos que servían en las minas119. Este privilegio provocó peticiones semejantes de todos aquellos que po­ seían esclavos y recuas de muías en los distritos de Anserma, Santa Fe de Antioquia y San Sebastián de la Plata. A las peticiones individuales suce­ dieron las demandas colectivas hasta 1580. En 1583 intervino un personaje muy influyente, el factor Rodrigo Pardo, para hacer revocar la primitiva decisión de la Audiencia. En Santa Fe de Antioquia, un minero, García Jaramillo de Andrada, le debía muchos pesos de oro y el factor buscaba el embargo de 60 esclavos con los que el minero explotaba los filones de Buriticá. Como allí el rendimiento era casi nulo, Jaramillo quiso trasladar su cuadrilla a Zaragoza, ... en donde es mucho el oro que se saca y donde con más facilidad podrá... sustentar la dicha cuadrilla y antes aumentarla...

Sin embargo, el factor obtuvo el 10 de marzo de 1584 que la Audiencia ordenara el embargo de todos los bienes del minero120. Cuando el empleo masivo de esclavcís negros se hizo indispensable, los intereses de mineros y comerciantes resultaron inconciliables. Unos y otros alegaban que ellos sostenían el pulso de la actividad que se desarrollaba en Zaragoza. Según los comerciantes, la Cédula de 1549 se había librado en un momento en que no existían prácticamente esclavos en las Indias y ahora su aplicación no tenía razón de ser. Gracias a que la Audiencia de Santa Fe había prescindido de ella y permitido las ejecuciones desde 1584, el número de negros había aumentado en Zaragoza de trescientos a dos mil y la producción de oro había pasado de cincuenta a trescientos mil pesos. Si los mineros de Zaragoza —agregaban los comerciantes— no quedaban sujetos a la restricción del embargo en caso de insolvencia, la suerte de este distrito sería idéntica a la de' los viejos yacimientos de Mariquita y de An­ serma, adonde los comerciantes de esclavos no arrimaban. Aun más, Zara­ goza era mucho más vulnerable puesto que, debido a su aislamiento, los abastecimientos dependían de los comerciantes que llegaban hasta allí con 119 Ibid. f. 203 r. 120 Ibid. f. 220 r. ss.

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ganados de Quito y de Santa Fe. Si se rehusaban garantías a los créditos esos comerciantes se abstendrían de proveer el abastecimiento de la ciudad Frente a una amenaza parecida, los mineros no podían insistir d e tn a sr do en que la Cédula que los privilegiaba fuera aplicada literalmente. por eso, a pesar del parecer favorable del fiscal de la Audiencia para que se guardara en su integridad, accedieron a que la ejecución fuera posible pero sólo sobre aquellos esclavos que hubieran originado la obligación121. En el fondo, el fiscal, y posiblemente las autoridades de Santa Fe, corcedían la razón a los comerciantes. En 1598, el fiscal Villagómez escribía al Consejo de Indias que la Cédula de Carlos V causaba trastornos en el co­ mercio de los esclavos al prohibir la ejecución de los deudores. Proponía que al menos se pudieran rematar los esclavos a otros mineros, con el com­ promiso de no sacarlos de los distritos en donde trabajaban. Sin embargo, los mineros obtuvieron de Felipe II una confirmación de la Cédula del Em­ perador el 3 de abril de 159612 . Esta decisión debió desanimar a los comerciantes pues a comienzos del siglo XVII el internamiento de esclavos fue mucho menor que en las déca­ das anteriores. Los vecinos de Zaragoza se quejaban de que se habían muerto muchos esclavos y no podían reemplazarlos. Las minas empezaron a ser menos productivas y era necesario desplazarse de Zaragoza para bus­ car otras. El abastecimiento de las nuevas explotaciones se volvía más di­ fícil y los negros más vulnerables a las enfermedades. En 1606, los mineros pedían que la Corona les diera crédito de dos mil esclavos pues hacía ya tres años que no se vendían en Zaragoza123. Esta situación coincide con lo que sabemos respecto a la trata de negros. Del asiento de Báez Coutinho habrían llegado a Cartagena apenas 290 pie­ zas en 1603, 762 en el año siguiente y solamente 190 en febrero y marzo de 1605. A partir de entonces, el asiento se interrumpió momentáneamente hasta octubre de 1606. En este año, en sólo los últimos tres meses, llegaron a Cartagena 2.980 esclavos por cuenta del asiento. En 1607 no se enviaron sino 80 pero el ritmo de los envíos se aceleró a partir de 1608, cuando ven­ cía el asiento y Báez tenía necesidad de cumplir con la cuota que le fuera asignada124. La irregularidad en el envío de los esclavos a Cartagena debió producir grandes fluctuaciones en los precios, lo que dificultaba aún más su adqui­ 121 122 123 124

Ibid. f. 892 r. ss. AGI. Santa Fe L. 17 r. Na 162. Ibid. L. 65 Na 8. Ibid. Contr. L. 5763.

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sición. Es dudoso, por otra parte, que el contrabando haya compensado las consecuencias de esta irregularidad. Hacia 1589 se registraron operaciones ¿e venta de esclavos en Zaragoza, cuyo precio fluctuaba entre 250 y 300 pesos oro125. En 1602 se avaluó allí mismo un lote de 31 esclavos, a razón de 260 pesos la pieza126, lo cual indica que el precio debía ser más bien de 300pesos. Más al interior, en Mariquita, un comerciante de esclavos, Fran­ cisco García de la Jara, vendió en 1590 una partida de 28 esclavos a Juan Martín, vecino de Vitoria. Más tarde se alegó que los esclavos venían en­ fermos y cubiertos de llagas. Con todo, su precio había sido de 280 pesos ¡a pieza127. En 1616, el cura Pedro de Villabona Zubiaurre informaba que en Remedios un negro bozal valía 350 pesos oro y si estaba adies­ trado en la minería podía valer 400 y 450 pesos128. Todos estos precios eran excesivos pues en otras partes de las Indias valían la mitad y aun la tercera parte129. No es raro que los mineros se quejaran continuamente de deudas, de falta de esclavos, de sus precios excesivos y de su elevada mortalidad. Los oficiales reales y aun el presidente de la Audiencia se hacían eco de estas quejas e instaban a la Corona para que tomara en sus manos el monopolio. Con ello se buscaba el abaratamiento de los esclavos y la obtención de cré­ ditos a muy largo plazo. La Corona española, sin embargo, tenía adquiri­ dos compromisos con asentistas portugueses que le,aseguraban al menos el acceso a las factorías africanas. Los intentos de España de manejar por su cuenta este negocio complejo revelaron ser un fracaso, como en el perío­ do 1611-1615, cuando se adoptó el sistema de administrar directamente las licencias desde Sevilla. La importancia de Cartagena como centro del tráfico negrero durante las primeras décadas del siglo XVII puede crear una distorsión en la idea sobre la participación del trabajo esclavo en las minas de la Nueva Grana­ da. Ya se ha indicado que los tres mil esclavos que Sande atribuía a Zara­ goza en 1598 (o los dos mil de que hablaban los mismos comerciantes de esclavos tres años antes) constituyeron un tope jamás rebasado. En 1616, el cura Villabona Zubiaurre respondía a una encuesta que en Remedios,

125 AHNB. Neg. y escl. Ant., 1.1 f. 1006 r. ss. Por la misma época, un esclavo valía en Reme­ dios de 350 a 400 pesos. Alcabalas, 1.11 f. 579 r., en donde aparecen ventas de un cura, el licenciado Francisco de Montes de Oca, por más de 15 mil pesos entre 1592 y 1599. 126 Ibid. Neg. y esc. Ant. d i, t. 6 f. 532 r. ss. 127 Ibid. Neg. y esc. Tol., t. 4 f. 717. r. 128 AGI. Santa Fe L. 63 Na 72 bis. f. 4 v. 129 Cf. R. Mellafe, La esclavitud, cit. p. 67.

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... vido por sus ojos que cuando entraron en esa tierra, por ser tan grande y de tanto oro como hubo en ella, todos compraron negros que vino a haber en esta ciudad más de dos mil negros y después que las vetas y minas qUe se descubrieron al principio se acabaron y fue el oro siendo menos, como se morían muchos negros y otros se sacaban, respecto de irse acabando el oro por la mucha costa que tenían en esta tierra...

Estas noticias se ven confirmadas por las cifras de producción, por un lado y, por otro, por lo que sabemos de la mecánica de las inversiones en esclavos' Ya en las últimas décadas del siglo XVI, los comerciantes encontraban dificul­ tades en hacer efectivos sus créditos131. En el siglo siguiente, Zaragoza pedía a cada rato la intervención de la Corona para asegurarse el suministro. Una de las dificultades para apreciar la verdadera importancia de la mano de obra esclava en las minas reside en la imposibilidad de conocer en detalle el proceso de internamiento, las transacciones, la cuantía de los capitales dedicados a este comercio, la distribución de las cuadrillas en los centros mineros. En Zaragoza, por ejemplo, el número de esclavos de que podía disponer cada minero no debía ser excesivo. La cuadrilla de sesenta esclavos que García Jaramillo de Andrada quiso trasladar en 1584 era ya muy considerable, lo mismo que la que poseían los hermanos Ortiz en 1602, de 46 esclavos. En 1589, a raíz de las averiguaciones del factor Antón Pardo, se men­ cionan 10, 20 y máximo 30 esclavos. En las primeras décadas del siglo xvn, Jerónimo de Quesada llegó a poseer más de cien esclavos en Remedios pero se trataba de uno de los mineros más importantes de la región. La misma disposición de las minas, que se sucedían unas a otras en un espacio muy reducido, imponía límites al hacinamiento de los esclavos132. Debe tenerse en cuenta también la ausencia de un frente agrícola que sus­ tentara esta masa de trabajadores o al cual pudiera trasladarse la mano de obra improductiva en los yacimientos. No debía existir;.en todo caso, nada parecido, por ejemplo, a las enormes cuadrillas que trabajaban en el Chocó a mediados del siglo xyni, de 100, 200 y 500 esclavos133. 130 AGI. Santa Fe L. 67 r. 3 NB72 bis. f. 5 v. 131 AHNB. Min Ant., t. '3 f 53 r. Carta de 20 septiembre 1597 de Martín de Ulibarri, apode­ rado de Juan de Arteaga, comerciante de Santa Fe. Sobre una venta simulada de esclavos para eludir la ejecución, Ibid. t. 2 f. 1022 r. ss. También, t. 4 f. 898 r. y 899 r. 132 Ibid. Sección Mapas y planos Na 529 A. Muestra la disposición de varios yacimientos, otorgados de acuerdo con las ordenanzas de G. de Rodas. 133 Cf. Jaime Jaramillo Uribe, «Esclavos y señores en la sociedad colombiana del siglo XVm», en ACHSC. ND1 dt. Apéndice de la p. 56 Reproducido en Ensayos sobre historia social colombiana, Bogotá, 1968 p. 79.

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Los datos sobre comercio interior son raros134 y en general se descono­ cen los nombres de los comerciantes que se dedicaban a internar esclavos, algunos mineros iban personalmente a Cartagena a comprar los esclavos que necesitaban, tal un capitán Juan de Hinestrosa, vecino de Cali y fami­ liar del Santo Oficio, quien en 1596 rehusaba pagar el derecho de almojari­ fazgo que se cobraba en Honda, por 30 piezas que llevaba para dedicarlas al trabajo de sus minas y al servicio de su casa1 5. La mayoría de los mineros, sin embargo, preferían tomar los esclavos a crédito, de los comerciantes. Para finales del siglo XVI se conoce el nombre de algunos: doña Isabel de Busto, por ejemplo, quien heredó los negocios de su marido, un licenciado Hidalgo. Puede tratarse de Diego Hidalgo, un escriba­ no. Juan de Arteaga, del cual se sabe con certeza que estaba radicado en Santa Fe y que tenía acreedores en Zaragoza, en 1597, entre otros el capitán Pedro Martín y Francisco Maldonado de Mendoza. Juan Amarillo, quien ocupó el cargo de protector de indios en Santa Fe. Gaspar López, quien en 1600 había comprado el cargo de alguacil mayor de la Audiencia de Santa Fe. En 1605, en Remedios, un Pedro Sánchez Cabezado vende dos cuadrillas por valor de 24.300 pesos, una de ellas de unos 40 esclavos, al capitán Diego de Ospina . Sobre la base de datos de alcabalas ha podido construirse el siguiente cuadro que da una idea de las transacciones llevadas a cabo en Cáceres durante el período de decadencia minera137. CUADRO 18 COMERCIO DE ESCLAVOS NEGROS EN CÁCERES, 1620-1644

Años 1620-1624 1625-1629 1630-1634 1635-1639 1640-1644 Totales

No. transacciones

No. esclavos

Vr. ps. oro

Vr. ps. oro

Esclavos por transacción

13 17 5 3 2 40

70 50 16 12 26 m

25.550 10.159 2.225 2.355 5.355 45.644

365 203 140 196 206

5 3 3 4 13

134 La única fuente posible son los archivos de escribanos que, con raras excepdones, han desaparecido para las regiones mineras. Una fuente accesoria, las dientas de alcabalas, presenta la misma dificultad. 135 AHNB. Neg. y esc. Tol., t. 2 f. 927 r. 136 Ibid. Neg. y esc. Ant., t. 4 f. 890 v. AGI. Cont. L. 1295. 137 AGI. Cont. L. 1605 y 1606.

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La tendencia general del comercio es evidente: las transacciones dism' nuyen cada vez más y, en ausencia de una demanda, los precios bajan Se trata, en la mayoría de los casos, de operaciones en las cuales el nú mero de esclavos vendidos no es más que tres o cuatro. No se introducen esclavos sino que se enajenan los que ya existen en la región. Sólo figuran dos comerciantes regulares, Juan Lanza Jara y López de San Julián, cuyas operaciones se elevan a cerca de 15 mil pesos (un 30% del total). Un tercero el capitán Juan de Urbina que vende 18 esclavos, parece ser más bien un minero que liquida sus actividades. La desintegración de las cuadrillas (s. XVII) y su aparición en el Chocó (s. XVIII)

Fuera de los centros mineros de la región de Antioquia, la mano de obra esclava ocupó un lugar secundario en el resto de las explotaciones de la Nueva Granada durante los siglos XVI y XVII. Ya se ha visto cómo hacia 1628 había apenas 250 esclavos en Popayán. En 1623 no se empleaban en Río del Oro sino 64 esclavos negros138. La región de Cartago y Anserma no atraía a los comerciantes de esclavos, y entre 1611 y 1614 apenas se regis­ tran allí transacciones por cuantía de 3.302 pesos oro, es decir, la venta de unos diez esclavos139. En el curso de la visita de Lesmes de Espinosa, a comienzos de 1627, el oidor encontró 237 esclavos que trabajaban en las minas, distribuidos en 29 propietarios, así140: Minas de: Vega de Supía Marmato Quiebralomo Total

No. propietarios

Negros

Negras

Niños

Otros

10 7 12 29

35 40 41 116

16 28 31 75

10 3

18

13

15 33

Total 79 71 \ 87 237 ,

Las cuadrillas más numerosas habían sido introducidas recientemente. Una pertenecía a doña Cecilia de Villalobos y era administrada por su yer­ no Gaspar de Borja, con 29 esclavos. Otra cuadrilla, de 36 esclavos, pertenecía al capitán Francisco Zapata de la Fuente. Todas las demás tenían menos de 10 esclavos. Ningún encomendero poseía esclavos pero muchos emplea138 AHNB. Impuestos varios, 1.16 f. 405 r. ss. : 139 AGI. Cont. L. 1598. 140 AHNB. Vis. Cauca, 1.1 f. 154 r. ss.

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kan a sus indios en las explotaciones. En medio de una población comple­ m ente diezmada, todavía se ocupaban en las minas cien indios, el 15% de la población masculina activa141. Para Mariquita se conocen dos operaciones importantes, la venta de 28 esclavos por 7.840 pesos en 1590 y, más tarde, en 1605, ventas sucesivas del capitán Leal Fragoso por 9.500 pesos142. Tales operaciones no debían ser frecuentes pues a partir de 1592 Mariquita se abastecía merced a las con­ ducciones de indios de las regiones de Tunja y Santa Fe. Es dudoso, por otra parte, que los mineros de plata hayan dispuesto de capitales para com prar esclavos. Todos debían sumas apreciables a las Cajas reales por el azogue que les suministraba la Corona. Por eso confiaban más bien en pre­ sionar a las autoridades de Santa Fe para obtener, de año en año, las con­ ducciones. Las resistencias suscitadas por este sistema entre los encomenderos de los altiplanos desembocaron, finalmente, en 1638, en la decisión de em­ plear esclavos negros. El tribunal de cuentas, del que formaba parte Fran­ cisco Beltrán de Caicedo, propietario de una de las minas más ricas de Mariquita, de esclavos en Remedios y encomendero en Tunja y en Santa Fe, representaba en mayo de 1638, ... cuánta es la necesidad que las minas de plata de Mariquita tienen de que se labren con esclavos negros, por ser un trabajo más continuo y de mayor beneficio que el de los indios, cuya conservación se debe íhirar con notable atención, pues se va experimentando bien a costa deste Reino cuán perju­ dicial es para él labrarse estas minas con indios desta ciudad y la de Tunja, pues en 16 años (sic) que ha que se conducen para aquellos reales han fal­ tado tantos que no se puede referir sin mucha lástima; además de la que ha causado los que mueren y enferman en aquel trabajo tan excesivo, es mucha la que se puede tener a estas dos ciudades pues con su falta y disrrúnución no hay ya quien labre los campos ni quien cuide de los ganados...

El tribunal proponía arbitrios fiscales para comprar 800 piezas de escla­ vos en Cartagena y mencionaba de paso que ya había 500 en Mariquita. La operación se financiaría prqlpngando el otorgamiento de las encomiendas por una vida y cobrando para la Corona dos o tres años de tributo. Ade­ más, podría exigirse una contribución de los mismos indios, que la darían gustosos al verse exonerados de las conducciones. 141 Ibid. f. 388 r. ss. 142 Ibid. Neg. y esc. Tol., t. 4 f. 717 r. y AGI. Cont. L. 1295. 143 AHNB. Min Tol., t. 4 f. 152 r. ss.

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Los mineros de Mariquita aceptaron esta proposición pero agregaron otras peticiones que, según el fiscal, harían pesar sobre la Corona todos los gastos de las explotaciones144. Cuando finalmente se llego a un acuerdo en 1642, era ya demasiado tarde pues la trata había cesado debido al alza miento de Portugal. La interrupción de la trata de negros a partir de 1640 fue un golpe defi­ nitivo para lo s propietarios de Cáceres, Zaragoza y Remedios. Hacía mu­ chos años, sin embargo, que la introducción de esclavos s e había red ucido al mínimo y ya no bastaba para sustituir a los que se iban muriendo145. En 1633 se contabilizan apenas 25 propietarios con 225 esclavos en Z arag oza allí en donde había habido hacía una generación 300 propietarios con más de tres mil esclavos146. En 1663, e l alcalde de Zaragoza describía una comple­ ta desintegración de las cuadrillas. Había muchos negros emancipados, otros recogían raíces para sustentarse, otros se dedicaban a oficios domésticos. ... que pocos hay, o ningunos se ocupan en ministerio de minas por la gran­ de hambre y lo acabado y arrumado de los minerales de oro...

Apenas dos años después, cuando ya se había reanudado la trata, el procurador de la ciudad se quejaba de que ahora los esclavos venían mu­ cho más caros que antes y que ningún comerciante se arriesgaba a llevarlos a Zaragoza. La mayoría de las cuadrillas que subsistían se componían so­ lamente de seis, ocho y diez piezas, contando los viejos, los lisiados y los enfermos148. Diez años más tarde, en 1675, el capitán Juan Bueso Valdés reportaba que el número total de los esclavos en la región de Antioquia no excedía de 400 y que en Zaragoza no quedaban sino 60149. Según Scelle, las colonias españolas fueron mejor provistas en esclavos durante el período de interrupción de la trata, entre 1640 y 1660, gracias al comercio de contrabando de los holandeses150. Si era así, esta coyuntura no podía favorecer sino a aquellas regiones de América que habían desarro­ llado una economía de plantación y en donde la demanda de esclavos fue­ ra efectiva. Cartagena, por su parte, había gozado de un cuasi monopolio como centro distribuidor a partir de los grandes asientos (1595) y aún en­ 144 145 146 147 148 149 150

Ibid. f. 173 r. AGI. Santa Fe L. 65 Ns 12 f. 2 r. Ibid. r. 2 Doc. 15. Ibid.. Ibid. Doc. 14. Ibid. Doc. 17. Cf. Scelle, op. cit., I, p. 490.

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tonces había atraído también el contrabando. La nueva situación la dejaba desamparada y ahora sólo penetraban los pocos esclavos que correspon­ dían a la demanda real y que podían pagarse en efectivo. L a s condiciones en que se vendían los negros de contrabando parecen haber sido más favorables. El asiento concertado con Grillo y Lomelin el 5 je julio de 1663, con el que se reanudaba la trata, provocó vivas reacciones pues desde entonces los esclavos resultaban más caros. Se trataba de un verdadero monopolio que suprimía la venta de licencias y con el que los asentistas podían controlar los precios. Según el obispo de Popayán, un e s c la v o valía entonces en la Nueva Granada 400 pesos oro, suma inaccesi­ ble para los mineros151. El asiento de Grillo tropezó con dificultades en su ejecución pues los portugueses rehusaban librar los esclavos de sus factorías en Africa. A par­ tir de entonces, los holandeses impusieron su predominio en el negocio de la trata hasta que, como una consecuencia de la guerra de sucesión y luego de la dominación inglesa de los mares, el suministro de las colonias espa­ ñolas quedó en manos de la Compañía Francesa de Guinea y, posterior­ mente, de la South Sea Company. El aporte de los esclavos en las explotaciones mineras de la Nueva Gra­ nada cobró importancia de nuevo a partir de la pacificación del Chocó. Con todo, el tráfico negrero sólo es perceptible a partir de fines del siglo XVII. Los esclavos que trabajaban entonces en el Chocó provenían de explo­ taciones abandonadas en Popayán o del sector agrícola162. No es probable, pues, que a comienzos del siglo XVin haya sido abundante el número de esclavos que trabajaban en los nuevos yacimientos. Si bien los indios del Chocó no fueron empleados sistemáticamente en el trabajo de las minas cómo en otras partes, sobre ellos pesaba el abasteci­ miento de maíz y plátanos para las cuadrillas de los ríos Atrato y San Juan153. Hacia 1706, la familia de los Mosquera de Popayán había logrado utilizar en esta forma a la mayor parte de los indios de la provincia de Noanama. Aun más, había desplazado el pueblo indígena de Tadó hacia sus minas del río Iró154. Este monopolio derivaba ,de la influencia política de la familia, al mismo tiempo que de la importancia de sus explotaciones. Cristóbal, Jacinto y Nico­ lás Mosquera Figueroa poseían títulos militares ganados en las guerras contra 151 AGI. Santa Fe L. 65 r. 2 Na 17E. 152 FCHTC. p. 135. 153 Ibid. pp. 128 ss. 154 Ibid. p. 143.

318

H is t o r i a

e c o n ó m ic a y social

l

los chocoes, y Cristóbal era lugarteniente del gobernador en la ciudad de Popayán. Asociados con Francisco de Arboleda Salazar y con Bernardo Alón so de Saa, poseían cerca de doscientos esclavos negros, en tanto que ¡Qs mineros más importantes de la región tenían apenas sesenta, setenta y a veces menos153. En toda la provincia existían entonces setecientos esclavos negros, quinientos de los cuales se distribuían entre propietarios menores Hacia 1726-1730, todavía el número de esclavos en toda la región de Popayán, comprendidas las vertientes del Pacífico, no alcanzaba los cuatro mil. Según una información practicada en 1727, en las minas vecinas de Popayán (Quinamayo, Jelima, Chisquío y San Antonio) había ochocientos esclavos. En los lavaderos de los ríos que desembocan en el Pacífico (Rapo­ so, Micay, Naya, Anchicayá, Calima, San Juan y sus afluentes; véase Gráfico 3) había más de tres mil1 6. Este dato concuerda con el que proporciona el gobernador del Chocó, Francisco Ibero, quien había encontrado más de tres mil esclavos en la provincia de Nóvita y cerca de ciento cincuenta en la de Citará, en 1729157. Gustavo Arboleda, cuyas fuentes no conocemos, menciona también la misma cifra158. El aumento paulatino de los esclavos en el Chocó se explica por el in­ cremento de la trata159. Ya se ha mencionado cómo el aprovisionamiento de esclavos a las Indias quedo sometido a los resultados eventuales de lu­ chas que enfrentaban entonces las potencias europeas por la hegemonía. Así, la guerra de sucesión española impuso la Compañía Francesa de Gui­ nea, cuyas actividades son mal conocidas en Cartagena. Es dudoso que esta compañía haya contribuido sensiblemente a la internación de negros en el Chocó. Además de que eran pocos los que allí trabajaban, hay que tener en cuenta las piezas que fueron trasladadas desde Popayán y que explotaban antes los yacimientos de Caloto o que habían sido dedicadas a la agricultura. También existen huellas de contrabando de esclavos, preci­ samente en la región del Chocó160. Solamente a partir de 1718 se aseguró un aprovisionamiento regular de esclavos, gracias al contrato celebrado entre la Corona española y la Com­ pañía de los Mares del Sur (South Sea Company). Esa compañía podía pasar 155 Ibid. p. 156. 156 Cf. Miguel Lasso de la Vega, Los tesoreros de la Casa de Moneda de Popayán (1729-1816). Madrid, 1927, pp.l y 10. 157 AGI. Santa Fe L. 307. Despacho de 22 de octubre 1729. 158 Op. cit., 11, p. 71. ; 159 Las afirmaciones que siguen están basadas en las cifras recogidas por Jorge Palacios. 160 AGI. Cont. L. 1501.

319

a las Indias 4.800 esclavos negros cada año. Debían recibirlos los puertos ¿e Buenos Aires, Caracas, Cartagena, Panamá y Veracruz. No obstante, la compañía quedaba autorizada para introducir todos los esclavos solicita­ dos por las colonias a través de puertos accesorios: Santa Marta, Campeche y La Habana. El contrato con la compañía inglesa puso de relieve cambios profundos acaecidos en el interior de las colonias españolas. La atención de los nue­ vos asentistas se vio atraída, más que por su obligación contractual de pro­ veer de mano de obra al Imperio español, por la tentación de llenar un v a c ío comercial e inundar los mercados americanos con mercancías de con­ trabando. Las regiones más desguarnecidas del Imperio (Chile, Buenos Aires) vieron desviarse las rutas marítimas en su provecho y contribuye­ ron a pasar las mercancías hacia plazas mucho más prometedoras161. Este fenómeno explica que la importancia de Cartagena como centro distribui­ dor de mano de obra esclava haya pasado a un segundo plano y que las introducciones a través de Buenos Aires hayan sido más importantes152. Respecto al número total de esclavos introducidos a Cartagena por la ! compañía inglesa, debe tenerse en cuenta que las actividades de esta últi| ma se desarrollaron durante 18 años, entre 1714,y 1736, con dos interrup| ciones (de 1719 a 1721 y de 1728 a 1729). Se distinguen así tres períodos de | la trata manejada por la Compañía de los Mares del Sur, que se resumen a continuación (véase Gráfico 3). CUADRO 19

IMPORTACIÓN DE ESCLAVOS A CARTAGENA (Por la Compañía de los Mares del Sur) Primer período ■ Año No. esclavos 1714 1715 1716 1717 1718

Totales

174 616 , • 117 352 .v 298 '

Segundo período Año 1722 1723 , 1724 1725 . -1726 1727

1.557

161 Cf. Sergio Villalobos, op. cit., passim. 162 Cf. Elena Studer, op. cit.

No. esclavos 480 789 692 . 1.298 420 320 3.999

Tercer período Año 1730 1731 1732 1733 1734 1735 1736

No. esclavos 731 1.077 718 700 840 401 452 4.919

segundo período

tercer período

H is t o r ia

primer período

GRÁFICO 3 IMPORTACIÓN DE ESCLAVOS NEGROS A CARTAGENA

320 e c o n ó m ic a y so cia l i

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321

Se importaron a Cartagena alrededor de diez mil esclavos en el curso ¿e los tres períodos señalados. Solamente 14% durante el primer período, cuando se esperaría que la demanda hubiera sido mayor debido al hecho ¿e que la Nueva Granada era una colonia minera. Pero son precisamente esos los años en que se experimenta el auge paulatino de las explotaciones mineras del Chocó, estimuladas por la importación regular de esclavos. Las cifras de la compañía inglesa dan cuenta al menos de los tres mil escla­ vos que existían allí hacia 1727-1730. Hacia 1740 ya eran más de diez mil en los lavaderos, el número total de las importaciones de la Compañía163. LAS CIFRAS DE PRODUCCIÓN Posteriormente al libro ya clásico de Earl J. H am ilton 164, trabajos recien tes de Alvaro Jara y Encarnación Rodríguez Vicente exploran más específica­ mente las fuentes seriadas contenidas en los fondos del Archivo General de Indias de Sevilla165. Se conocen pues las ventajas de trabajar sobre fuen­ tes históricas cuya riqueza está muy lejos de estar agotada. Sus debilidades (el térm ino inconsistencia sería excesivo) son también aparentes. Es preci­ so, acaso, insistir todavía más en la precariedad de las cifras que nos vienen de una época que, después de los trabajos de P. Chaunu, se suele denomi­ nar «pre-estadística». Todos los refinamientos del cálculo estadístico que se emplearan para corregir series históricas no servirían para colmar las lagunas que se produjeron por simple descuido o por un deseo deliberado de disimular la realidad. Los problemas que suscitan estas cifras son toda­ vía mayores cuando se trata de regiones que, como los centros mineros, estaban lo suficientemente retiradas para que todo control resultara imposible. Allí, la e x a ctitu d en una cu en ta h u b iera sido juzgada como un h ech o realmente extraordinario y la probidad de los encargados de llevarlas hubiera sido una excentricidad. La consistencia de las cifras de los libros de cuentas llevados por la administración española se.afirma entonces solamente en relación con su constitución interna. Se trata —la expresión ha llegado a ser corriente para expresar a la vez la incertidumbre en las partes y la confianza en la totali­

163 Cf. Lasso de la Vega, op. cit., p. 14. Según un censo practicado en Nóvita, en 1759 traba­ jaban allí 56 cuadrillas con un total de 4.322 esclavos. Cf. J. Jaramillo U., art. cit., loe. cit. I 164 Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain 1500-1650. Cam­ bridge, Massachusetts 1934. ¡ 165 P. Chaunu utiliza también el fondo de Contaduría del AGI para dar cuenta del movi­ miento comercial en Lima y otras ciudades. Cf. Séville et l'Atlantique, dt.

322

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y s o q ^

dad— de «órdenes de magnitudes». Gracias a ellos se percibe una tenden cia (trend) y un movimiento más bien que un dato de valor absoluto. En el análisis de estas cifras sólo cuenta el conjunto y las posibilidades de com paración con otros conjuntos análogos. En el fondo, se confía en las regu laridades de un error, el cual no alcanza a modificar las inflexiones de una curva suficientemente larga. En el caso del oro, se tiene la suerte al menos de poseer cifras de pro­ ducción de un artículo comercial. Y ocurre que este artículo constituye la pieza clave para la comprensión de una economía. Es conocido el hecho de que las cifras que se refieren a la producción son muy raras en la época pre-estadística. Como aquéllas que interesan para los estudios de historia social se refieren a bienes fungibles, se recurre siempre —-para hacerse a una idea de la producción— al análisis de series de precios o al modelo de un consumo hipotético. El oro-mercancía fue objeto de una vigilancia especial por parte de las autoridades españolas en América, lo mismo que la plata. Así, se posee una doble serie de cifras de los metales preciosos: la que corresponde a su recepción en España y aquélla que se llevaba en los lugares mismos de extracción. Hasta ahora el oro y la plata han merecido la atención de los investigadores, en la medida en que constituían el vehículo más universal de intercambio, es decir, como moneda166. Hamilton se sirvió de las cifras de los metales llegados a Sevilla para explicar el movimiento de los precios en España y para construir una teoría «monetarista» del derrumbe econó­ mico del Imperio español. En la Nueva Granada, por tratarse de una región minera, el volumen del oro no represente un dato accesorio sino la cuantificación del principal artículo de exportación. Esta diferencia no afecta solamente un punto de vista. El oro-mercancía no es idéntico al oro empleado como moneda en las transacciones comer­ ciales con la metrópoli. La mercancía (oro) escapaba á menudo a los con­ troles impuestos por el sistema fiscal (los quintos) y por la mecánica del monopolio comercial. Hay que atribuir, sin duda, al carácter peculiar de esta mercancía no sólo el impacto que ejerció sobre los precios europeos sino también la atracción de un abundante contrabando hacia las Indias. Así, al margen de los fenómenos señalados por Hamilton, puede pensarse 166 Retomando las teorías «monetaristas» de Hamilton, Pierre Vilar proporciona orientacio­ nes metodológicas y llama la atendón sobre aspectos no contemplados de la realidad americana en Crecimiento y desarrollo, Barcelona, 1964. Cf. también un curso dictado en la Sorbona durante los años académicos de 1965-1966 y 1966-1967, publicado en español bajo el título Oro y moneda en la historia. 1450-1920, Barcelona, 1969.

323 qUe la fluidez de los metales preciosos producidos en América contribuyó, engran Parte' a abrir una brecha en la estructura monolítica del Imperio. A este propósito, se impone una primera comprobación: superponien­ do la curva de producción de oro (en peso) en la Nueva Granada a la que proporcionan las cifras de Hamilton (véase Gráfico 2) se observan ensegui­ da las diferencias de nivel entre el volumen de la producción y las llegadas ¿e oro a Sevilla. Para el período comprendido entre 1540 y 1560, en el cual las llegadas ¿e oro crecieron considerablemente, Hamilton supone que la Nueva Gra­ nada contribuyó con una producción muy elevada167. Sin embargo, las se­ ries que pueden obtenerse con las cuentas de los quintos del oro están lejos de confirmar esta hipótesis. ¿De dónde salieron las cantidades de oro se­ ñaladas por Hamilton? Veinticuatro mil kilogramos entre 1541 y 1550 y cuarenta y dos mil en el decenio siguiente: las cifras son las más elevadas que se registran en los siglos XVI y XVII. El Perú produjo 14.618 kilogramos entre 1531 y 1540, una cantidad equi­ valente a la que llegó a España en el mismo decenio168. ¿Cómo explicar la su b id a experimentada en los dos decenios siguientes? Una coincidencia cronológica (la ocupación de la Nueva Granada se llevó a cabo precisa­ mente durante ese período) sugiere que estas enormes cantidades de oro fueron extraídas de la Nueva Granada. Con todo, a menos de suponer un error fundamental en las fuentes, se impone la conclusión de que esto nun­ ca ocurrió. Queda la posibilidad de admitir la ausencia casi absoluta de ! control fiscal en los primeros tiempos de la ocupación española y pensar i que el fraude afectó cerca del 90% de la producción. Según las cifras de los quintos, la producción de la Nueva Granada fue de 8.950 kilogramos entre 1540 y 1560, o sea el 13% de las cantidades indica­ das por Hamilton. Para la reconstrucción de esta cifra se tuvieron en cuen­ ta los quintos de las Cajas reales de Cartagena, de Santa Fe, de Popayán y de Santa Fe de Antioquia. La contribución de Cartagena estuvo constituida, sin lugar a dudas, por el oro extraído de las sepulturas indígenas del Sinú y por las expediciones que se internaron en Antioquia entre 1535 y 1540169. Entre 1540 y 1545 se re­ gistraron allí todavía 223.960 pesos (cerca de mil kilogramos) para descender a21.040 pesos (90.693 g) en el quinquenio siguiente.

; 167 Op. cit., pp. 40-42. 168 Cf. P. Vilar, Oro y moneda, dt. p. 120. 169 AGI. Cont. L. 1379. DIHC. IV, 239 ss. CDI. 1,41,384 ss.

32 4

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y s o Cial j

Respecto a Santa Fe, debe recordarse que las grandes explotaciones co menzaron apenas hacia 1550 con los descubrimientos de Mariquita, Vitoria y Pamplona. En pocos días, los conquistadores habían arrebatado a los chibchas 225.027 pesos en 1537 y un poco más entre 1539 y 1544 .(286 090 pesos de oro fino). Los lavaderos de Tocaima y Vélez produjeron cerca de 150 mil pesos entre 1545 y 1550. Pero solamente con la explotación de las minas de Pamplona, Vitoria y Mariquita la percepción de quintos (rebaja­ dos al diezmo) llego a ser regular después de 1555. La provincia de Popayán, más rica en aluviones pero en donde la mano de obra indígena escaseaba, no llegó tampoco a regularizar la explotación hasta cerca de 1550. De un lado, los conflictos estallaban entre los mismos conquistadores y, de otro, los indígenas hostigaban a los españoles, rehusan­ do ser echados a las minas. El período de 1545 a 1550 arroja el rendimiento más débil de la producción de oro a causa de las rebeliones indígenas. Las minas de Almaguer comienzan a explotarse sólo a partir de 1551 y las de la región de Cartago y Anserma rinden cerca de quinientos mil pesos en la década que sigue a la rebelión indígena de 1548170. Antes de la llegada de los españoles, la montaña de Buriticá (en la re­ gión de Antioquia) había proporcionado el oro en bruto que labraban los orfebres del Sinú. Estas piezas, encontradas en sepulturas y como atuendo de los indígenas, estimularon la ambición de los conquistadores asentados en las costas del Darién y de Cartagena. Pero las cifras de la Caja real de Antioquia no tienen nada en común con la expectativa que provocaron las expediciones de César y de Vadillo. En la década de 1550, la «montaña de oro» rindió cerca de ochenta mil pesos de oro, cantidad mucho menor que las de los restantes yacimientos de la Nueva Granada171. Este resultado se explica por los disturbios que siguieron a la Conquista y por la resistencia de los indígenas. Debe tenerse en cuenta también que, si bien los datos sobre el número de la población son inciertos, todo parece indicar que en la época de la Conquista los indígenas de la región no eran tan numerosos como en otras partes. Así, la población fundada por Robledo debió esperar más de treinta años para hacer la fortuna de sus habitantes con las expedi­ ciones conducidas por Andrés de Valdivia y Gaspar de Rodas, simples mi­ neros en los cincuenta, al interior de la provincia. De 1560 en adelante, la producción de la Nueva Granada se ajusta a la tendencia de las cifras de Hamilton. El distrito de Santa Fe, con los filones de Pamplona y Vitoria y los lavaderos de «tierra caliente» (Vélez, Tocaima, 170 AGI. Cont. L. 1488 f. 133 ss. 171 Ibid. f. 95 v. ss. L. 1377.

325

juagué, Mariquita), más bien que Popayán, constituye la fuente principal ¿e\oro extraído (véanse gráficos 4 y 5). Y continuará siéndolo hasta el des­ cu b rim ien to de los yacimientos de Cáceres y Zaragoza. Aún entonces el traslado de Remedios vendrá a colmar la Caja real, empobrecida por el aniquilamiento de los indios de «tierra caliente» y la menor productividad ¿e las minas (véase Gráfico 4). La curva de Hamilton desciende en la década de 1570. En esta época, Santa Fe mantiene una producción estable pero no ocurre lo mismo en Po­ payán. Aunque no se conocen las cifras de este período para la región, se sabe, en cambio, que la explotación sufre allí una crisis y que los habitantes de Popayán deben abandonar las minas a causa de los ataques de paeces y pijaos. En 1575, por ejemplo, los oficiales de la Corona informan sobre la ruina de las minas de Guambia: ... los indios se alzaron y m ataron m uchos españoles y naturales y despo­ blaron las minas de Guambia, de donde ordinariam ente cada año se saca­ ban sesenta m il pesos y m ás y V.M ha perdido de sus quintos reales casi veinte mil pesos en tres años que ha que están despobladas...

Poco antes, durante el gobierno de Alvaro Mendoza Carvajal (1566-1571), Popayán había sufrido una rebelión de esclavos negros y una epidemia de viruelas que afectó también la región de Almaguer173. Éstos son anos de inquietud en la provincia delante de una frontera que estrecha su cerco. Se contempla entonces, por primera vez, la posibilidad de emplear la mano de obra en empresas agrícolas. Faltan las cifras, sin embargo, para medir la amplitud del desastre en las minas. : Más al norte, el producto de la Caja real de Cartago es enviado cada año a Santa Fe desde 1564, época en la que esta Caja fue sustraída de la juris­ dicción de Popayán. Se trata también de una región amenazada constante­ mente por incursiones de los pijaos, pero la producción se mantiene hasta 1580, cuando comienza a descender (véase Gráfico 7). Si se tienen en cuenta las cifras globales, las crisis regionales de los se­ tenta fueron despejadas por la apertura de los yacimientos de Antioquia en la década siguiente. Como ocurrió en el distrito de Santa Fe, estas crisis afectaron mucho más la densidad de la población indígena que el volumen de la producción del oro. Mantener el ritmo de esta producción debió sig­ nificar una presión intolerable sobre las poblaciones indígenas y una dis172 Ibid. Quito L. 19, despacho de 1575. 173 Ibid. Patr. L. 162 Na 1 r. 9 Kathleen Romoly de A., art. dt., p. 258.

326

H i s t o r i a e c o n ó m i c a y s o c ia l

GRAFICO 4 PRODUCCIÓN DE ORO EN EL DISTRITO DE SANTA FE

según cifras de la Caja Rea! de Santafé (promedios móviles -escala semilog.)

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GRAFICO 5 PRODUCCIÓN DE ORO EN EL DISTRITO DE POPAYÁN

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327

G R Á F IC O 6 P R O D U C C IO N

DE ORO EN EL DISTRITO DE REMEDIOS

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GRÁFICO 7

PRODUCCIÓN DE ORO EN EL DISTRITO DE CARTAGO

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Según las cifras de la Caja Real de Cartago (o de Toro y Anserm a)

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328

H is t o r i a

e c o n ó m ic a y sq Cial j

minución drástica de las actividades agrícolas. Ciertas regiones quedaron asoladas casi para siempre como efecto del empleo de los indígenas en los lavaderos, particularmente en tierra caliente, en los flancos interiores de la cordillera Oriental y el valle del Magdalena (Tocaima, Mariquita, Ibagué) Fue preciso esperar más de tres siglos para recuperar estas regiones me­ diante un verdadero movimiento de colonización surgido de Bogotá. Aun el país de los chibchas sufrió los efectos de la despoblación causada por el drenaje de indígenas hacia tierra caliente o por su empleo en las minas de Vélez y Pamplona. Aunque faltan las cifras más importantes (Cáceres, Remedios, Zarago­ za) para el período 1580-1595, las de Hamilton sugieren fuertes subidas en ese período. Una simple ojeada a la superposición de las curvas permite suponer que entre 1580 y 1595 la curva de Hamilton guarda una propor­ ción parecida con la de la producción de la Nueva Granada a la de los períodos de 1556-1580 y 1595-1660. La semejanza de las tendencias en esos períodos es tal que permite colmar nuestra laguna. Se puede entonces afir­ mar que, a partir de 1580, la producción de oro se recupera y sobrepasa los niveles de 1565-1570, gracias a las nuevas explotaciones de la región antioqueña (véase Gráfico 2). La década de 1590 contempla un auge sin precedentes en la producción de oro en la Nueva Granada. Es el momento, ya se ha visto, de la mayor concentración de esclavos en los distritos de Zaragoza y Remedios. Los comienzos del siglo XVII marcan el preludio de una crisis que se prolonga hasta lo que parece el fin de la economía del oro en la Nueva Granada, en 1660. Debe observarse de paso que ésta es también la fecha límite fijada por Hamilton y Chaunu para sus investigaciones. En esta larga crisis es preciso distinguir de nuevo el origen del oro. La economía minera impone diferencias regionales muy acusadas y sería absurdo atenernos a cifras globales para tipificar el conjunto de la Nueva Granada. El aislamiento de cada región confiere un significado peculiar a las oscilaciones y hace que las crisis se distribuyan en una cronología irre­ ductible a la unidad. Este fenómeno, como consecuencia, marca ritmos de desarrollo desigual, de acuerdo con los recursos de cada región. La relativa abundancia de mano de obra, por ejemplo, o el recurso a la agricultura podían retardar o amortiguar los efectos del agotamiento de yacimientos. Sólo las consideraciones fiscales de los administradores españoles al infor­ mar a la Corona englobaban artificialmente las diferencias regionales. Como puede observarse en las curvas de producción, existen inflexio­ nes que no coinciden cronológicamente. Las de Popayán y Santa Fe son las primeras en reflejar el impacto producido por la disminución de los indi-

329

El O R °

trenas. El comportamiento de la curva antioqueña es diferente pues no Mantiene ninguna estabilidad: a un brusco ascenso sucede también una pendiente brusca. En cuanto a las magnitudes, éstas se presentan, según las cuentas de las Cajas reales, de la siguiente manera (.véanse gráficos 4, 5, 6, 7,8, 9,10). CUADRO 20

PRODUCCIÓN DE ORO EN EL DISTRITO DE SANTA FE (por períodos de cinco años). Pesos oro de 22.5 quilates

Años 1555-1559 1560-1564 1565-1569 1570-1574 1575-1579 1580-1584 1585-1589 1590-1594 1595-1599 1600-1604 1605-1609 1610-1614 1615-1619 1620-1624 1625-1629 1630-1634 1635-1639 1640-1644

Santa Fe

Remedios

508.570 545.480 867.670 779.310 792.239 746.160 583.280 493.850 404.825 269.310 368.535 343.215 328.680 152.925 159.910 ■ 89.200 158.870 82.540

Pamplona

229.250 994.880 657.945 375.810 332.715 316.363 281.910 117.835 137.445 141.405

57.690» 68.290 111.435 67.725 28.815 14.370

-

Totales

723.100 1.349.505 927.255 744.345 675.930 705.735 503.125 451.180 294.370 329.090 96.910

CUADRO 21 PRODUCCIÓN DE ORO EN EL DISTRITO'DE CARTAGO Años

Pesos oro de 22.5 qiiilates

Años

Pesos oro de 22.55 quilates

1551-1554 1555-1559

203.928 371.136

1585-1589 1590-1594

235.070 151.140

1565-1569 1570-1574 1575-1579 1580-1584

416.540 376.150 421.100 317.400

1605-1609 1610-1614 1615-1619 1620-1624

54.390 92.280 34.995 55.305

330

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y so c ia l i

GRÁFICO 8 PRODUCCIÓN DE ORO (CRISIS) EN EL DISTRITO DE SANTA FE DE ANTIOQUIA Miles de pesos

Según cifras de la Caja Real de Santa Fe de Antioquia

G RÁFICO 9 PRODUCCIÓN DE ORO (CRISIS) EN EL DISTRITO DE ZARAGOZA

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GRÁFICO 10 PRODUCCIÓN DE ORO (CRISIS) EN EL DISTRITO DE CÁCERES-GUAMOCÓ Miles de pesos

Según las casas Reales de Cáceres y Guamoco

331 CUADRO 22 PRODUCCIÓN DE ORO EN EL DISTRITO DE POPAYÁN

Pesos oro de 22.5 quilates

Años "

1551-1555 1556-1560 1560-1570 1595-1599 1600-1604 1605-1609 1610-1614

241.462 263.015 600.000 344.825 283.564 221.775

Años

Pesos oro de 22.55 quilates

1615-1619 1620-1624 1625-1629 1630-1634 1635-1639 1640-1644

189.400 134.410 179.396 159.850 85.400 46.500

1656-1659

18.710

CUADRO 23 PRODUCCIÓN DE ORO EN EL DISTRITO DE ANTIOQUIA (Pesos oro de 22.5 quilates)

Años

Antioquia

Zaragoza

Cáceres

1550-1554 1555-1559 1595-1599 1600-1604 1605-1609 1610-1614 1615-1619 1620-1624 1625-1629 1630-1634 1635-1639 1640-1644 1645-1649 1650-1654 1655-1659 1660-1664

25.950 57.000 100.526 66.168 93.256 63.142 45.490 34.839 55.106 70.735 103.483 108.500 93.000 67.000 59.455 73.060

1.400.000 1.350.000 1.149.065 1.078.885 991.717 780.835 672.269 454.717 370.710 194.902 135.000' 87.000 . - 36.825 20.367

248.000 205.000 *181.267 152.264 135.033 126.296 148.848 82.513 61.198 41.155 26.500 14.900 4.661 2.953

Guamocó

Totales

214.190 246.780 213.145 175.940 92.857 81.200 48.200 30.385 13.396

1.748.526 1.621.168 1.423.588 1.294.291 1.172.140 1.156.150 1.122.994 821.310 717.331 437.414 335.700 217.100 131.326 109.756

A partir de 1580, el aporte de la región de Antioquia con sus yacimien­ tos de Cáceres y Zaragoza (Remedios continúa siendo una fundación de Santa Fe de Bogotá, pese a su traslado cerca de Zaragoza en 1590) supera al de los antiguos distritos de Santa Fe, Popayán y Cartago en una propor-

332

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y social ]

ción de 3 a 1. Pero la fortuna de esta región se desvanece en pocas décadas Por ausencia de mano de obra indígena, la explotación de los lavaderos se lleva a cabo con esclavos negros que perecen casi tan rápidamente como los indios de las otras regiones. Más bien que a la ventaja del empleo de esclavos con relación al trabajo indígena (en uno y en otro caso las técnicas son las mismas), debe atribuirse el rendimiento a la riqueza excepcional del río Nechí y de sus afluentes. El crecimiento del volumen de la producción aurífera en este segundo ciclo plantea otro problema con respecto a la curva de Hamilton. Desde 1580 en adelante ocurre un fenómeno inverso al que se observaba para el período de 1540-1560. Ahora la producción de la Nueva Granada sobrepa­ sa en mucho a las cifras citadas por Hamilton. Este habla de «cantidades absolutas» de oro llegadas a Sevilla, es decir, la adición de los quintos reales y de los envíos de los particulares, representados por los pagos de comerciantes y por la exportación de capitales privados. En teoría, estas cantidades debían ser equivalentes a la producción total de oro en Améri­ ca. Pero no ocurría nada parecido. El hecho no tendría nada de sorprenden­ te si la diferencia existiera durante 5 o 10 años y estuviera compensada en un período subsiguiente. Tampoco, si existiera la certeza de que los meta­ les se acumulaban en América bajo cualquier forma. Obsérvese, primero, que el fenómeno se repite con intensidad variable (véase Cuadro 24). CUADRO 24 LLEGADAS DE ORO A ESPAÑA Y PRODUCCIÓN EN LA NUEVA GRANADA174 (en gramos) Años 1531-1540 1541-1550 1551-1560 1561-1570 1571-1580 1581-1590 1591-1600 1601-1610 1611-1620 1621-1630 1631-1640 1641-1650 1651-1660

-

Llegadas (Hamilton) 14.466.360 24.957.130 42.620.080 11.530.940 9.429.140 12.101.650 19.451.420 11.764.090 8.855.940 3.889.760 1.240.400 1.549.390 469.430

Producción .

2.277.531 6.172.508 12.165.128 10.109.438 30.000.000 21.590.126 18.883.312 15.527.035 10.375.684 8.354.981 8.680.837

174 Estas cifras se calcularon de acuerdo con las acuñaciones de moneda en Santa Fe. Cf. A. M. Barriga VUlalba, Historia de la Casa de Moneda. Bogotá, 1969,1, p. 95.

333

Aun si la tendencia de la curva es semejante, la diferencia entre las canedades es demasiado grande. ¿Cómo se produjo esta diferencia? Es dudoso ue el sistema de flotas que aseguraba el comercio con las colonias espa­ ñolas haya tenido más que un éxito mediocre en mantener el monopolio de Sevilla- En todo caso, nunca pudieron captar todo el oro que aportaban los comediantes a las ferias y es seguro que una gran parte se escapaba en virtud del contrabando. De otro lado, debe excluirse la hipótesis de que el oro permanecía en la ¡vfueva Granada. Durante los años de 1615 a 1620, cuando la crisis de la producción fue claramente perceptible a los ojos de los funcionarios y la Corona se inquietaba con la disminución progresiva de los quintos175, los oficiales de la Caja de Santa Fe no encontraron oro en el mercado para enviar a España. Muchas de las rentas reales eran pagadas en plata y para hacer los envíos debía trocarse su producido en oro, pues la Nueva Grana­ da siempre había enviado oro. En 1619, los oficiales recurrieron a los depó­ sitos de la Caja de bienes de difuntos (herencias no reclamadas) e hicieron préstamos de plata a particulares quienes se comprometieron a devolver su equivalente en oro al año siguiente176. En 1622 se volvieron a prestar 45 mil pesos de plata que había en la Caja real, con el compromiso de devolver 25 mil pesos de oro. El fenómeno se repitió en 1623, con 22 mil pesos de oro, y en 1626, con 23 mil177. No hay duda de que la producción absoluta de oro podía responder de estos envíos más bién modestos. Pero el'oro quedaba e'n las manos de co­ merciantes que debían emplearlo en otras partes y no en la compra de gé­ neros que traían los navios de la flota a Cartagena. Más tarde, cuando se acuñó moneda en Santa Fe, pudo comprobarse la necesidad de acuñar sin interrupción pues, según el Cabildo de la ciudad, el comercio y el fisco drenaban toda la moneda que existía en el Reino: ... en llegando la ocasión de armadas —decía el Cabildo— toda la (moneda) que se ha labrado desde los (años) antecedentes se lleva y conduce al pueblo de Cartagena, ya por las cobranzas del real patrimonio, o ya los mercaderes para su empleo, sin quedar en este reino sino muy limitada cantidad...

Si se atribuye la fuga de oro al contrabando, puede medirse en parte la importancia del fenómeno si se tiene en cuenta que las llegadas de oro a *

175 R. C. de 12 de julio y 12 de dic. 1617. AGI. Santa Fe L. 68 r. 3 Doc. 69. 176 Ibid. Doc. 73. 177 Ibid. Cont. L. 1316 A. 178 Informe de 1668 dt. por Barriga ViUalba, op. cit., I, p. 294.

334

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y sociaíít

Sevilla (recogidas por Hamilton) representan el intercambio legal. La dife renda, con respecto a la producción de la Nueva Granada, representaría los pagos de mercancías introducidas ilegalmente. Ésta, naturalmente ó una parte apenas de este tipo de comercio pues debe tenerse en cuenta también el oro que salía de la colonia sin haber pagado siquiera los quintos reales. Ateniéndose a la sola cuantificación posible del contrabando, es de­ cir, a la diferencia entre el oro llegado a Sevilla y la producción en la Nueva Granada, puede observarse cómo el porcentaje del oro que no alcanza la metrópoli va creciendo paulatinamente. Mientras que para el período 1560-1570 la diferencia es apenas perceptible, en las décadas posteriores a 1590 la proporción se eleva de 1 a 2 y de 1 a 4. Para esta época, el oro-mer­ cancía busca y encuentra otros mercados. El aumento mismo de la produc­ ción de oro a partir de 1580 estimula el tráfico de contrabando de esclavos negros y este comercio, a su vez, contribuye a alcanzar los niveles de pro­ ducción inigualados de los noventa. Más allá de la fecha fijada por Hamilton para su investigación (1660) v en la cual supone que el oro deja de llegar a España, la Nueva Granada continúa todavía la producción. Ésta mantiene ahora una cierta estabilidad aunque el volumen representa apenas una fracción de lo que se extraía en el período anterior. Con todo, las cantidades acuñadas en la Casa de la Moneda de Santa Fe son todavía considerables. Según lás cifras de acuña­ ción, las cantidades de oro producidas serían del orden siguiente: CUADRO 25 ORO ACUÑADO EN LA CASA DE LA MONEDA DE SANTA FE179 (Por períodos de cinco años). En gramos Años 1630-1634 1635-1639 1640-1644 1645-1649 1650-1654 1655-1659 1660-1664 1665:1669 1670-1674 1675-1679 1680-1684

179 Ibid. pp. 94,1 0 9 y 121.

Oro acuñado 1.283.917 2.325.395 4.774.620 '3.580.361 4.410.771 4.270.166 1.621.678 2.495.685 2.922.565 2.257.969 3.513.291

"

Años 1685-1689 1690-1694 1695-1699 1700-1704 1705-1709 1710-1714 1715-1719 1720-1724 1725-1729 1730-1734 1735-1739

Oro acuñado 3.591.563 2.718.215 2.481.879 2.457.795 3.122.081 3.313.315 3.569.441 4.487.842 4.749.672 5.942.451 5.483.795

EL ORO

335

Entre 1638 y 1684 se acuñaron en Santa Fe 2.591.389 pesos oro, Los quin­ as percibidos en el mismo período correspondían a una producción de 919.802 pesos. Según el tesorero de la Casa de la Moneda, la diferencia se explicaría por el hecho de que allí no sólo se acuñaba el oro que se extraía en la Nueva Granada sino también el que afluía de Quito, del Perú y aun ¿e México. Esta aplicación era evidentemente interesada puesto que se daba para justificar una acusación de fraude. Comerciantes de Popayán, de Pasto y aun de Quito transitaban por en­ tonces la ruta de Honda para dirigirse a Cartagena. ¿Pero es verosímil que fiaya afluido a Santa Fe oro de México o del Perú? El hecho de que se tra­ tara —según la versión del tesorero— de cantidades mucho más importan­ tes que las extraídas en la Nueva Granada, hace dudar todavía más de sus argumentos. La producción de oro en la Audiencia de Quito, la más impor­ tante después de la de la Nueva Granada, era ya muy modesta. Según los informes de los oficiales de la Corona en Quito, una crisis semejante a la de la Nueva Granada había afectado, por la misma época, las minas de Zaruma, Cuenca, Loja y Yaguarsongo. De cerca de trescientos mil pesos que se producían anualmente hacia 1570 en estos distritos, la extracción había descendido a ciento treinta mil, en 1590, a setenta mil, en 1600, y a cerca de cincuenta mil, de 1610 en adelante180. Debe atribuirse entonces al fraude de los quintos la diferencia enorme con respecto al oro amonedado. Según el fiscal de la Audiencia, Fernando Prado, este fraude habría alcanzado err ocasiones el carden del 80%. En el curso de la segunda mitad del siglo XVII se sacaban de Santa Fe de Antio­ quia sesenta mil pesos anuales, de los cuales no se registraban sino doce o catorce mil. Algo semejante ocurría en Cáceres, Zaragoza y Remedios, aun­ que estos centros mineros estuvieran ya en completa decadencia. El fraude más considerable —según el fiscal— se registraba en Popayán, en donde (hacia 1678) se extraía más oro que en el conjunto de los restantes distritos mineros 181 . Con todo, el establecimiento déla Casa de la Moneda en Santa Fe (1627) contribuyó a disminuir el impacto de los fraudes en los quintos reales. En adelante, toda persona podía declarar el oro en Santa Fe, no habiéndolo declarado antes en el sitio 'de la extracción, sin incurrir en sanciones lega­ les. La afluencia del oro a la Moneda se explica fácilmente puesto que allí apenas se cobraba el 5% de derechos reales mientras que en ciertas regio­ nes todavía se mantenía el «quinceavo». Al mismo tiempo, Jos derechos de 180 AGI. Quito L. 19 f. 120. Informe de 1618. 181 Ibid. Santa Fe L. 117. Informe de 30 Dic. de 1678.

336

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e c o n ó m ic a y so c ia l i

fundición (o «cobos», equivalentes al 2.5%) que se cobraban en las Cajas reales, quedaban eliminados. Sobre estos dos aspectos, los funcionarios locales de la Corona, y par„ ticularmente los que estaban adscritos a la Casa de la Moneda, tendieron a favorecer ciertas pretensiones de los mineros. En 1677, por ejemplo, las compras de oro y plata para la Moneda de Santa Fe son todavía conside­ rables. Según las cifras de la Casa de la Moneda, el español Francisco Sarasúa obtuvo que la Audiencia lo dispensara de manifestar el oro que recibía sin quintar. Sarasúa ofreció pagar una indemnización global de dos mil pesos cada año182. En otra ocasión, el tesorero de la Moneda, el comerciante Salvador Ricaurte, obtuvo que se suprimieran los derechos de fundición en todas las Cajas reales. Con esto se pretendía que las Cajas reales no queda­ ran en desventaja frente a la Casa de la Moneda. Los dos negocios se investi­ garon y en ellos se vio comprometida seriamente la buena fe de los oidores de la Audiencia y de los funcionarios del Tesoro183. La disminución gradual de los quintos obligó a la Corona a endurecer su política fiscal. A partir de 1664, esta política se hizo más exigente y se suprimieron por un tiempo los privilegios que reducían los quintos a un 5 y a un 7.5% (quinceavo y veinteavo). Una certificación del tribunal de cuentas sobre los quintos pagados entre 1682 y 1696184 muestra que, en el curso de este período, los quintos se elevaron al 20%. Ésta debió ser una invitación abierta al fraude. A pesar de que en esos años, precisamente, se experimen­ tó un alza en la producción, ésta apenas se registra en las cuentas de amo­ nedación. Según los libros de la Casa de la Moneda, entre 1682 y 1696 se produjo un promedio de 132.920 pesos anuales contra uno de 109.184 en el período de 1652-1674185. La situación varía radicalmente, si nos atenemos a los datos de los libros de las Cajas reales. Según éstos, la producción había pasado de un prome­ dio de 39.603 pesos anuales a 116.098 en el curso de los dos períodos. Es evidente que la Casa de la Moneda dejó de recibir el oro no declarado en las Cajas reales desde el momento en que cesó la posibilidad de pagar so­ lamente el 5%. Con todo, las series de la Casa de la Moneda siguen refle­ jando mejor el volumen de los metales extraídos. 182 183 184 185

Ibid. passim. Ibid. L. 370 Doc. 309 y 371. Cit. por Barriga V. op. cit., 1, p. 103. Ibid. pp. 95 y 102.

337

EL ORO

Después de 1680, Popayán se había puesto a la cabeza de la producción en la Nueva Granada. Según el informe que acaba de citarse, está produc­ ción era la siguiente: CUADRO 26 PRODUCCIÓN DE ORO EN LA NUEVA GRANADA (1682-1696) (Oro manifestado en la Casa de la Moneda) Distritos

Total (pesos)

Promedio anual

%

popayán

719.602

47.973

Anserma

54.905

3.660

3

Antioquia

342.302

22.820

20

Mompox

(Simití)

41

2.401

160

Mariquita

103.855

6.923

6

Santa Fe

482.200

32.146

28

8.100

540

0.5

28.150

1.876

1.4

pamplona Chocó

0.1

La fortuna de Popayán estuvo asociada a la explotación tardía de los aluviones de la costa del Pacífico (véase Mapa 8). Las primeras explotaciones se hicieron en la provincia de Barbacoas, en donde el conquistador Fran­ cisco de Prado y Zúñiga señalaba, hacia.1630, la riqueza de los ríos Micay, Timbiquí, Iscuandé, Patía y sus afluentes. La historia de estas primeras explotaciones es confusa y faltan fuentes numéricas para apreciar su importancia. En 1640 se propuso que se abrie­ ran caminos de los puertos de Santa María y de Santa Bárbara hasta Pasto y Popayán. Los mineros que se habían establecido en Barbacoas venían de estas dos ciudades y se encontraban aislados. Recibían abastecimientos de Panamá y Guayaquil a través del puerto de Santa Bárbara. Los indios, a quienes se acababa de someter y de juntar en las poblaciones de Mallama, Guaypuer y San Pablo, se empleaban en el transporte de provisiones que llegaban al puerto y debían ser internadas hasta las explotaciones. Se sabe, sin embargo, quelos aluviones más importantes no eran explo­ tados a causa de la falta de abastecimientos y de mano de obra. Según Fran­ cisco de Prado, el camino de Popayán serviría precisamente para asegurar el aprovisionamiento regular de las cuadrillas de esclavos que se introdu­ jeran186. Por el momento, los cultivos de los indígenas eran insuficientes. 186 AGI. Santa Fe L. 112. CCRAQ. II, p. 312.

338

H is t o r i a

e c o n ó m ic a y s o c ial i

Parece que, como en otras partes, se emplearon también indios en el trabajo de las minas. En 1647, el gobernador de Popayán se quejaba dé jesuíta, el padre Francisco Ruje, a quien acusaba de utilizar a los indios de Santa Bárbara para sacar oro del Telembí. Aun si la acusación era falsa, ella revela sin duda la competencia de los mineros por la mano de obra indí­ gena187. Todavía en 1668, el visitador Inclán Valdés estuvo a punto de pro­ vocar una revuelta entre los mineros de Barbacoas, al prohibir el trabajo forzado de los indios. Hacia esta época también se comenzaron a percibir con alguna regula­ ridad derechos de quintos (reducidos al vigésimo), aunque las cantidades declaradas parecen ínfimas con respecto a la reconocida riqueza de los alu­ viones. Entre 1659 y 1662, los propietarios de minas de Barbacoas mani­ festaron 24 partidas y pagaron 403 pesos de derechos. Los de Timbiquí pagaron 2.647 pesos de oro y 5.293 pesos de plata, o sea alrededor de cinco mil pesos oro en total. Más tarde aparecen manifestaciones individuales considerables como las de Gabriel Estacio de Amaral por doce mil pesos, en 1677, y las de Juan de la Cruz Martín por tres mil, en 1666188. Con todo, tales manifestaciones fueron siempre muy irregulares en Barbacoas. Los gobernadores de Popayán solían ir hasta allí de tiempo en tiempo para reclamar de los mineros los quintos atrasados. Estos viajes solían ser muy remunerativos pues los gobernantes aprovechaban la ocasión para vender allí mercancías y esclavos189. Sólo desde 1709 se estable­ cieron en Barbacoas lugartenientes de los oficiales reales de Popayán. Pero los envíos a Popayán no se regularizaron (cada uno o dos años) hasta 1720. Así, entre 1720 y 1724 se recibieron en Pojiayán tres mil pesos anuales en promedio. El oro declarado en la Caja real de Popayán, que refleja un brusco au­ mento de la producción en el quinquenio de 1680-1685 a casi 300 mil pesos, viene sin duda de las explotaciones próximas del Daguá y de Raposo. Pos­ teriormente, en 1720, cuando la producción vuelve a elevarse a casi 500 mil pesos, no hay duda de que intervienen manifestaciones procedentes del Chocó. Pero entre 1670 y 1690 sólo un minero de Popayán, el capitán Fran­ cisco de Arboleda, declara el oro que proviene del Chocó190. Aunque las cifras proporcionadas por las cuentas de las Cajas reales de Popayán y de Anserma (adonde se llevaba el oro del Chocó) sean apenas 187 188 189 190

AGI. Quito L. 16. Cf. también G. Arboleda, op. cit., I, pp. 246 ss. AGI. Cont. L. 1495 y 1468. Ibid. Santa Fe L. 362. Averiguaciones de 1722. Ibid. Cont. L. 1497 y 1498. En ese lapso, Arboleda declaró más de 17 mil pesos oro.

339

EL ORO

indicativas de lo que ocurría en el hinterland de las ciudades de Popayán, Cali y Anserma (teniendo en cuenta la proporción incalculable de los frau­ des), no hay duda de que a partir de 1680 se opera una recuperación de la economía minera de esas regiones, gracias a la frontera del Pacífico. Por otra parte, hay indicios abundantes del desorden que remaba en la percepción de los quintos del oro extraído de los yacimientos del Pacífico. Hacia 1680, cuando ocurrió la pacificación del Chocó, no se tenía una idea exacta de la magnitud de las riquezas aluviales de la provincia, aunque ya se había comenzado su explotación. A comienzos del siglo XVin se encuen­ tran allí algunos personajes muy conocidos en Popayán. Entre ellos, los hermanos Mosquera, Francisco de Arboleda, Bernardo Alfonso de Saa, Miguel Gómez de la Asperilla y Agustín de Valencia, propietarios de esclavos negros. Estos personajes, que gozaban de influencia política en Popayán, ejercieron, cada uno a su turno, el gobierno delegado de-la pro­ vincia. No es sorprendente que el fraude haya alcanzado proporciones es­ candalosas191. CUADRO 27 PRODUCCIÓN DE ORO EN LA PROVINCIA DE POPAYÁN, 1660-1749 (según los quintos) Años 1660-1664 1665-1669 1670-1674 1675-1679 1680-1684 1685-1689 1690-1694 1695-1699 1700-1705

Pesos oro de 22.5 quilates 9.631 20.705 23.947 51.590 286.300 280.240 239.155 149.995 126.142 (faltan 2 años)

*

Años 1705-1709 1710-1714 1715-1719 1720-1724 1725-1729 1730-1734 1735-1739 1740-1744 1745-1749 .

f

Pesos oro de 22.5 quilates 301.760 392.985 381.885 480.770 533.710 466.995 511.390 409.465 291.385

Según un informe de 17Í7, los gobernadores de Popayán vendían el pues­ to de lugarteniente en el Chocó por seis u ocho mil pesos192. Para esa época ya se habían introducido muchos esclavos y se caléulaba que sacaban un millón de pesos anualmente de los lavaderos. Aunque posiblemente exa191 Ibid. L. 1604. 192 Ibid. Santa Fe 1,362.

340

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e c o n ó m ic a y social i

gerada, esta cifra sugiere la enormidad de los abusos de los propietarios v la ventaja de los mineros al controlar la administración local. Además, su dominio se extendía al conjunto de la economía pues solamente ellos esta­ ban en capacidad de comprar esclavos, hierro y acero o proveerse de ali­ mentos desde Cali, Buga, Popayán y Anserma. Las quejas repetidas de los pequeños mineros dieron origen a las refor­ mas de Antonio de la Pedroza y Guerrero, funcionario que había sido en­ cargado de reorganizar la administración de la Nueva Granada, a la que iba a erigirse en virreinato. Pedroza se ocupó, a partir de 1717, de poner orden en todos los negocios que el desgano o la corrupción de los funcio­ narios habían permitido alargarse después de muchos años. Para esto ins­ truyó ciento setenta expedientes, de los cuales una buena parte se referían al comercio de contrabando que había sido estimulado por las concesiones otorgadas a los asentistas de esclavos. Así, para poner fin al contrabando de oro en polvo, Pedroza decidió separar el gobierno del Chocó de la juris­ dicción de Popayán y colocarlo bajo el de la Audiencia de Santa Fe. Los resultados de esta simple reforma administrativa fueron sorpren­ dentes. El primer administrador del Chocó, nombrado directamente por Pedroza, envió a la Caja real de Anserma 16.909 pesos oro entre abril de 1719 y diciembre de 1720, en tanto que sus predecesores habían enviado 17.105 pesos en diez años (entre 1710 y 1719). Desde entonces se manifes­ taron anualmente ochenta mil pesos en promedio en las Cajas de Nóvita y Citará193. De las cuentas, muchas veces incompletas, de estas dos Cajas, pueden establecerse los promedios siguientes para los quintos, del 5% más 1.5% de derechos de fundición:

1720-1728 1729-1739 1739-1746

Promedio anual 5.748 pesos oro 4.505 4.722

Las Cajas de Popayán y Anserma (véase Gráfico 11) aumentaron su par­ ticipación en los quintos y la acuñación de la Moneda de Santa Fe dio tam­ bién un salto (véase Gráfico 12). Sin embargo, el contrabando que amenazaba arruinar completamente el sistema de monopolio, establecido después del siglo XVI en el Imperio español, era ya incontenible. A la sombra del aprovisionamiento de escla­ vos, vital para la existencia de las explotaciones mineras, los «navios de 193 Ibid. Cont. L. 1603 y 1604.

341

EL ORO

GRÁFICO 11 : PRODUCCIÓN DE ORO EN EL DISTRITO DE POPAYÁN-ANSERMA

SEGUN CIFRAS DE LA CAJA REAL DE POPAYAN

GRÁFICO 12 ACUÑACIÓN DE MONEDA EN SANTA FE ACUitaClatffiSjJtQBO-Y .D6.PLSrA.EN lACASMEiAJJQH6DA.DE. SAMJAfE (PROMEDIOS MOVILES. SEGUN CIFRAS DE BARRIGA VILLALVA)

34 2

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permisión» inundaban el mercado de Cartagena antes de que llegaran las flotas españolas. La apertura del Chocó y el oro que se extraía de allí favoreció este co­ mercio a través de los ríos Atrato y San Juan. En 1718 se prohibió el paso por el Atrato y se colocó un puesto de vigía pero sin éxito: en 1730, el pri­ mer gobernador de la provincia fue destituido por el oidor José Martínez Malo, quien lo acusó de complicidad con los contrabandistas194. A partir de esa fecha, la prohibición se acompañó con la amenaza de la pena de muerte para los que la contravinieran. El oidor Martínez estableció también limitaciones para el comercio legal habilitando los puertos de Buena­ ventura, Iscuandé y Santa Bárbara como los únicos que podían introducir las mercancías que se traían de Panamá. Los puertos del Chocó quedaban excluidos y la región debía recibir la mayor parte de sus abastecimientos por tierra, aun si venían del Perú: vinos y aguardiente de Pisco y Nasca, y sal, sobre todo. El hierro y el aceite de oliva debían haber pagado previa­ mente el almojarifazgo en Buenaventura y en Guayaquil. El ganado y otros víveres se introducían de Cali, Buga y la región de Anserma195. Estas medidas sólo venían a confirmar las que habían tomado Antonio de la Pedroza y el primer virrey de la Nueva Granada. Éste había intentado como medida extrema, en 1721, que todo el oro que se extrajera del Chocó se llevara a la Casa de la Moneda en Santa Fe. Los mineros no debían hacer ningún pago en especies metálicas sino que sus consumos debían ser satis­ fechos por medio de obligaciones libradas sobre Guayaquil196. El problema del contrabando existió, sin duda, desde el siglo XVI. Pero nunca como en el siglo XVin las oportunidades fueron más favorables. De un lado, las potencias europeas no sólo hostigaban el comercio español en el mar interior del Caribe sino que habían logrado penetrar al Pacífico e inundaban los mercados del virreinato peruano desde los puertos chilenos hasta Guayaquil. De otro, el eje de los distritos mineros se había desplaza­ do del corazón de la Nueva Granada a su periferia, la región del Chocó y Barbacoas. Los ríos Atrato y San Juan se convirtieron así en la salida natu­ ral del oro que se extraía, sin que hubiera control posible. La ciudad de Popayán conoció un auge súbito, pero esta prosperidad quedaba confinada en el aislamiento tradicional de los centros mineros. Estos se habían desarrollado mediante saltos bruscos que incorporaban re­ giones de frontera a la explotación para abandonarlos después a su suerte, 194 Tbid. Santa Fe f. 307. 195 Cf. G. Arboleda, op. cit., n, p. 318. 196 AGI. Santa Fe L. 374.

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agotada su riqueza. El oro atrajo la ocupación de vastos territorios, es cier­ to. Pero Ia unidad aparente de todas estas regiones fue apenas u n espejis­ mo entretenido por las virtualidades del metal. Nombres como Zaragoza, Cáceres, Quiebralomo, Marmato, etc., tuvieron una resonancia cuyos ecos se han perdido completamente. No es exagerado afirmar entonces que la consecuencia más durable de la economía minera fue la de dejar detrás de sí regiones enteras devastadas demográficamente y desarticuladas, hasta el punto de que aún hoy resulta difícil reconocer los nexos que pudieron ligarlas un día a la economía de un imperio. LAS CRISIS Numerosos testimonios que aparecen desde fines del siglo XVI, y que se repiten con intensidad variable a todo lo largo del siglo siguiente, contie­ nen la misma queja, expuesta en términos casi idénticos. «Pobreza de la tierra», «disminución de los quintos reales», «extinción de los naturales», ¡on expresiones reiteradas en los despachos de los oficiales del Tesoro y de [os oidores de la Audiencia. Como puede verse, se confundía la situación económica con sus prolongaciones fiscales, único aspecto interesante para [aCorona española. No faltan, naturalmente, testimonios más directos de quejas de propie:arios de minas y de encomenderos. Hubo un momento, vino 70 . Finalmente, en 1640, Jerónimo Paneso logró abrir el camino. A partir de entonces, las explotaciones auríferas del Dagua y del Raposo cobraron im­ portancia para los habitantes de Cali y de Popayán y se reanudó el comer­ cio que había estado ausente de esta ruta durante largos años. La introducción de mercancías europeas a la Nueva Granada ofrecía, pues, obstáculos tanto por el lado del Caribe como del océano Pacífico. Su distribución, tanto como la de los frutos de la tierra, entrañaba dificultades peores si no se podía recurrir a la navegación. El uso de los cursos de agua (Magdalena, Cauca, Río del Oro, Dagua, etc.) y de antiguas trochas indíge­ nas señalan la precariedad de la ocupación española. El trayecto de Santa Fe a Cartago, por ejemplo, debía ser una primitiva vía de comunicación de los aborígenes «descubierta» por los españoles en 1550. El mantenimiento de la vía pesaba sobre las ciudades de Ibagué y Cartago. Los vecinos no debían cuidar mucho de esta obligación como lo prueba el hecho de que, en 1627, el oidor Lesmes de Espinoza debiera comunicar su intención de ir a Cartago para tener abierto el camino. Estando en Tocaima, recibió la no­ ticia de que los habitantes de Ibagué no habían podido salir a «aderezar» el camino porque los indios de la región no habían recogido su cosecha de maíz y faltaban mantenimientos. Finalmente, salieron algunos indios a arreglar los caminos, ... pues sin este reparo fuera imposible pasar por ellos por ser como son y es notorio, muy ásperos y fragosos...

Estando en Ibagué, el oidor ordenó que salieran más indios, los cuales deberían ser abastecidos por los vecinos de la ciudad. Después de cuatro días de camino, Lesmes encontró al alcalde ordinario de Ibagué que dirigía una cuadrilla de 25 indios en el trabajo. Desde allí la obligación incumbía a los vecinos de Cartago y el oidor tuvo que enviar otros cuatro indios para que fueran ... picando el monte y aderezando algunos malos pasos...

70 Ibid. Despacho de 1635. Cont. L. 1493 y 1494. 71 AHNB. Vis. Cauca, 1.1 f. 512 r. ss. 72 Ibid.

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La fragosidad de estas simples trochas, que el monte volvía a cubrir muy pronto, impedía la mayor parte del tiempo el acceso de bestias. En los primeros tiempos de la Audiencia, el empleo de los indios como bestias de carga era general. Según la probanza levantada en 1551, ... en las provincias de Popayán y en la ciudad de Cartago y villa de Anserma y Caramanta y Villa de Pasto, y en los demás pueblos de la gobernación, se cargan los indios naturales, especialmente en la ciudad de Cali lleva cada indio por una carga que trae de Buena Ventura a la ciudad de Cali tres pesos y medio, y de la ciudad de Cartago, al paso de Meneses, que es en el Río Grande de donde desembarcan las balsas, dan por cada una carga de indio de mercancías un peso, es un ducado lleva el dueño del indio y los dos tomines lleva cada ciudad de propios .

Cuando se abrieron caminos transitables para recuas, los indios siguie­ ron empleándose como arrieros. Algunos sitios de tránsito forzoso como Ocaña y Villeta mantuvieron recuas que fletaban a los comerciantes. Algu­ nos encomenderos poseían sus propias recuas con las que sacaban los pro­ ductos de sus haciendas a los mercados. Catalina Pineda, la mujer de Garci Arias Maldonado, quien había heredado la encomienda de Guacamayas de Francisco de Monsalve, su primer marido, declaraba en 1574 que no tenía ... recua común para andar con ella en tratos ni en granjerias como suelen andar los arrieros comunes por este reino sino tan solamente para llevar la cosecha y aprovechamientos de nuestras labranzas y crianzas y demo­ ras...

La señora, que estaba asociada con su marido en varios negocios, se quejaba de que los vecinos de Ocaña se oponían a que ella pasara por la villa hacia el desembarcadero con abastecimiento para Cartagena75. Los mis­ mos ocañeros se oponían al paso de las recuas de un comerciante, Miguel de Gamboa, y aun las de un personaje tan poderoso en Pamplona como Ortún Velazco76.

73 Ibid. Cae. e ind., t. 74 f. 430 v. FCHTC. p. 12. 74 Ibid. Policía, 1.10 f. 855 r. 75 Ibid. Sobre las actividades comerciales de Catalina de Pineda, Not. la. Tunja, 1564 f. 113 r. 1568, f. 10 v. 1570 f. 121 v. La personalidad de la señora, tal vez úna de las pocas mujeres que se hayan dedicado al comercio en esa época, aparece muy bien reflejada en los pleitos que la opusieron a su hija, María de Monsalve, a quien quiso desheredar. AGI. Escr. Cám. L. 760. 76 AHNB. Policía, Loe. dt.

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El particularismo de las «ciudades» siempre fue un obstáculo para los comerciantes. Los mineros desconfiaban de ellos y los acusaban de contri­ buir al fraude de los quintos. Como lo muestra el episodio de la visita de Lesmes de Espinoza en 1627, la incomunicación de los centros urbanos se debía en gran parte a la imposibilidad de confrontar el poder central con ciertas pretensiones de autonomía regional. Esto no quiere decir que en las ciudades no hubiera demanda de artículos traídos desde España y que cir­ culaban por todo el Reino. Sólo que este comercio era posible por la atrac­ ción ejercida por la abundancia de metales, capaz de superar el obstáculo de caminos casi inexistentes o de jornadas demasiado penosas a través de las arterias fluviales. LA MONEDA

Al tiempo de la Conquista española, los indios de los altiplanos estaban acostumbrados ya a utilizar pedazos de oro en sus intercambios. Los chibchas exigían oro de sus vecinos de tierra caliente a cambio de sal y de mantas. Otros grupos en el occidente colombiano eran artífices y por eso el oro figuraba entre los objetos que consumían y por el cual daban en cambio sal o aun objetos de orfebrería. Naturalmente, se trataba en todos estos casos de una mercancía más que se incorporaba al rango de los obje­ tos susceptibles de un trueque. Aún más, el oro elaborado por los artífices se convertía en un objeto cultural o decorativo, que podía subrayar el pres­ tigio social, pero cuyo empleo como moneda era desconocido. Fueron los españoles quienes aprovecharon de la acumulación de este tipo de objetos y, a la larga, habituaron a los indígenas a su empleo como moneda. Como se ha visto, los españoles que recibieron encomiendas en la re­ gión chibcha se obstinaron en sonsacar de los indios el pago de un tributo en oro. Para éstos, sin embargo, el valor del metal sólo éxistía en función de su uso. Por esta razón, acosados por los españoles, continuaban ligando el oro con el cobre como había sido su práctica en la orfebrería. En 1544, casi simultáneamente, los Cabildos de Santa Fe y de Tunja deliberaron so­ bre el problema de estos pagos en oro de muy baja ley. Según el Cabildo de Tunja, los vecinos y pobladores se perjudicaban por no poder pagar ... sin vejación y molestia lo que compran y contratan con los mercaderes que a este Reino vienen, así con caballos como con otros mantenimien­ tos...

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Archivos cit. I, p. 9.

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El Cabildo de Santa Fe enfrentó la situación con un rigor muy propio de los conquistadores. Se prohibió a los indios que ligaran el oro con otros metales, so pena de ser desterrados al territorio de los muzos. No era otra cosa que condenarlos a muerte, dadas las rivalidades entre chibchas y muzos. Con todo, forzados a pagar el tributo, los indios comprendieron el uso del oro como moneda mucho más rápidamente de lo que suele admitirse. En 1548, el gobernador Diez de Armendáriz observaba cómo los indios que venían al mercado de Santa Fe exigían oro a cambio de las vituallas que traían78. Los indios no sólo necesitaban el oro para satisfacer el tributo sino también para mantener sus antiguas prácticas culturales. A pesar de la la­ bor evangelizadora de la Iglesia y de su obstinación en perseguir santua­ rios, celo en el que rivalizaba con los mismos conquistadores79, los indios se aferraban a esas prácticas y buscaban a menudo sustraer oro a la circula­ ción para mantenerlas80. Con todo, las cantidades de metal destinadas a este uso debían ser insignificantes en relación con la masa total de los pa­ gos que los indígenas estaban obligados a satisfacer. El oro acumulado por los chibchas y sonsacado por los españoles fue, durante largo tiempo, la fuente que alimentaba la circulación monetaria. Se trataba de oro de baja ley (de siete a trece quilates) o piezas de «medio oro» indispensables para las transacciones pequeñas? Muchas veces debían circular la piezas de orfebrería (tunjos) ^que no son familiares y que se ex­ hiben en el Museo del Oro de Bogotá. Las huellas de esta práctica son abun­ dantes en la contabilidad de las Cajas reales. Así, los tributos se exigieron siempre en oro de trece quilates o de «medio oro». Todavía más significa­ tivo, este mismo oro se pagaba en Tunja y Santa Fe para satisfacer las alca­ balas a partir de 1590, prueba de que el comercio interno se alimentaba con los pedazos de metal (tunjos y guanines) que los indios ponían en circu­ lación. En cuanto al oro de minas, cuya ley oscilaba entre los 19 y los 22 quila­ tes, estaba reservado al comercio al por mayor, es decir, a la exportación. Los precios exorbitantes de las regiones mineras, de un lado, y, de otro, el consumo excesivo de los mineros permitía a los comerciantes drenar el oro 78 DIHC. EX, 223. 79 Cf. U. Rojas, El cacique, dt. y V. Cortez, art. dt. • 80 AGI. Santa Fe L. 22 Doc. 35 c. En un resumen de su visita, efectuada en 1635-1636, el oidor Juan de Valcárcel insiste en la supervivenda de estas prácticas que atribuye a la evangelizadón insuficiente de los indios. Él mismo persiguió con obstinación mohanes y enterramientos.

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con la autorización del presidente González de utilizar fragmentos de este metal como moneda. Al margen de este circuito económico tradicional, mantenido a través de la sujeción personal en las relaciones de trabajo y del tributo indígena, existían las relaciones comerciales con la metrópoli. La práctica había esta­ blecido, tanto para el comercio al por mayor que se pagaba con barras de oro como en las cuentas de los oficiales de la Corona, la contabilidad en pesos de oro. Se trataba de una moneda de cuenta que valía en el siglo xvi 450 maravedís y que los oficiales reales calculaban reduciendo el oro bajo*1 a oro de ley de 22,5 quilates. Como se tallaban cincuenta pesos en cada marco, el peso de oro equivalía a una pieza teórica de 4,6024 gramos92. Esta moneda se revalorizó posteriormente varias veces sin que el valor que se le asignara de 556 maravedís en 1578 o de 589 maravedís en 1612 haya modificado la ley o el peso, puesto que el valor en maravedís era puramen­ te teórico93. ■. El descubrimiento de los yacimientos de plata en Mariquita (1583) vino muy oportunamente a colmar la falta de piezas pequeñas que se requerían para las transacciones ordinarias. Hasta entonces, los comerciantes españo­ les habían recurrido con largueza a operaciones de crédito que acumulaban en cabeza de sus clientes deudas lo suficientemente grandes como para ser saldadas con oro de minas o con el oro de baja ley que provenía de los tributos. En 1591, cuando la producción de plata en Mariquita apenas co­ menzaba, el presidente González autorizó su empleo para pagar salarios y abastecimientos94. La producción de plata, sin embargo, fue siempre muy inestable a causa de la falta de mercurio. En el momento en que llegaba una remesa de mer­ curio desde España, los mineros debían tomarla a crédito y recomenzar trabajos interrumpidos en minas inundadas. Las deudas a la Caja real se iban acumulando por este concepto y muchas veces faltaba la mano de obra indispensable, pues las conducciones de indios de Tunja y de Santa Fe también se interrumpían. 91 De una ley ya muy elevada: 19 a 22 quilates el de Mariquita y Pamplona, por ejemplo. El de Timaná, Anserma y Remedios tenía una ley más baja: 14 a 16 quilates. AGI. Cont. L. 1301 a 1308. 92 El marco español equivalía a 230.1232 gramos. Cf. J. M. Barriga Villalba, op. cit., I, p. 30, Nota a). 93 AGI. Cont. L. 1568 Santa Fe L. 68 r. 1 Doc. 21 CCRAQ. II, 462. 94 Bid. Santa Fe L. 17 r. 2 Doc. 51 f. 5 r.

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El privilegio otorgado de utilizar casi exclusivamente mano de obra in­ dígena pudo mantener la explotación de la plata en el curso del siglo XVII, cuando los yacimientos de oro habían recurrido ya al trabajo de esclavos negros. Con todo, los costos de la explotación eran muy elevados. En el momen­ to mismo en que comenzaba el auge de estas minas, en 1590, el presidente González redactó una ... relación de las minas de plata descubiertas en la ciudad de Mariquita y designio y advertencias que el Doctor Antonio González, del Consejo de Indias del Rey Nuestro Señor, ha apuntado y va siguiendo en beneficio dellas...95

En este documento el presidente consignaba sus observaciones sobre la disposición de las minas y calculaba los costos de moler los minerales de platá para extraer el metal. El funcionario suponía que cada quintal de estos minerales contenía un promedio de cinco onzas de plata pura y que cada indio empleado en las minas podía sacar doce quintales por semana. Sobre estas bases, los costos serían los siguientes: COSTOS DE MOLER DOCE QUINTALES DE MINERALES DE PLATA Salarió del indio Herramientas Transportes ■ Molienda Sal Pérdida de azogue Total

12 reales ”8 reales ' 36 reales (3 X 12) 96 reales (8 X 12) 24 reales (2X12) 84 reales (7 X 12) 260 reales

Éste, pues, era el costo de 7,5 marcos de plata para (5 onzas x 12) o sea de 375 reales (tallados 50 en cada marco). Así, la utilidad de 105 reales sólo podía mantenerse si el contenido de los minerales permanecía constante. Este contenido debió disminuir en promedio en el curso del siglo XVII, además de que periódicamente faltaban el azogue y la mano de obra indí­ gena. Entre 1592 y 1596, la producción sobrepasó los cinco mil marcos anuales pero luego comenzó a descender96.. Después de 1620, cuando Andrés Pérez 95 AGI. Patr. L. 196 r. 2. 96 Ibid. Santa Fe L. 137. Cont. L. 1568.

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de Pisa se hizo cargo de las minas y logró aumentar las conducciones de indios de Santa Fe y Tunja, se alcanzó un promedio anual de diez mil mar­ cos. En 1628, las minas se vieron privadas de nuevo de la mano de obra indígena y la producción cayó a menos de dos mil marcos en promedio anual97. El desplazamiento de las explotaciones de oro fuera del distrito de San­ ta Fe a fines del siglo XVI creó problemas respecto a la disponibilidad de metal que debía enviarse a España. Desde 1611, los oficiales reales se que­ jaban de no encontrar en el mercado oro fino que debían trocar por el oro de baja ley y la plata corriente que ingresaba a la Caja real de Santa Fe. Esta anomalía se repitió varias veces y ella determinó finalmente el estableci­ miento de una Casa de Moneda en Santa Fe. La Casa se ordenó abrir el 20 de abril de 1620 y debía acuñar escudos y doblones de oro, reales y pesos de plata y moneda de cobre o «vellón rico»98. Hasta entonces, los cambios se habían resentido de una gran inseguri­ dad. Los comerciantes debían portar pesas y ninguno estaba al abrigo de burdas falsificaciones99. Gran parte del oro que circulaba no había sido siquiera fundido en las Cajas reales y, por lo tanto, su ley era incierta. Los com erciantes debían calcular de antemano una merma del oro en polvo que recibían. Si bien esto se prestaba a especulaciones provecho­ sas, creaba un margen muy grande de inseguridad. En 1597, por ejem­ plo, Martín de Hulibarri, dependiente de Juan de Arteaga, comerciante de Santa Fe, le escribía desde Zaragoza: ... lo que al presente se ofrece es que tengo juntos para su cuenta de V.M. mil y ochocientos pesos de oro en polvo, que no sé lo que saldrá fundido porque está sucio, que es como sale de la mina...

En las regiones mineras circulaba el oro de la ley usual en cada región, más o menos conocida por la experiencia. En los altiplanos sólo se conocían los pesos de «medio oro» que corrían como de 13 quilates pero que podían oscilar entre siete y trece. El pago de salarios, y en general cualquier pago estipulado en favor de los indígenas, presentaba dificultades prácticas, dado el valor altísimo del oro con respecto a su peso. Así, un jornal —que solía ser de un tomín de oro— apenas significaba 0,57 gramos de oro. Esto ex­ plica que los pagos se hayan dilatado durante meses o que no se hayan 97 98 99 100

Ibid. Santa Fe L. 26 Doc. 11 f. 2 v. Barriga, op. cit., I, Doc. 1 p. 151 ss. AHNB. Min Sant., t. único f. 740 r. ss. Ibid. Min. Ant., t. 3 f. 53 r.

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efectuado nunca. Encomenderos y propietarios preferían pagar en especie y los mismos indios perpetuaron un circuito económico tradicional, ajeno a las prácticas españolas. La Cédula Real que ordenaba la acuñación de moneda en la Nueva Gra­ nada estipulaba que los tipos de moneda que deberían batirse serían ... escudos sencillos y de a dos reales de a ocho y de a cuatro y de a dos sencillos y medios cuartillos de vellón rico ligados a cuatro marcos de cobre y uno de plata...

Con todo, la práctica estableció que sólo se labraran escudos, doblones y moneda de plata (reales y patacones). Estas acuñaciones satisfacían sin duda las necesidades del comercio con España pero dejaban desamparadas las transacciones internas cuando eran pequeñas y, sobre todo, las relacio­ nes económicas con la sociedad indígena. Según la disposición real, estas monedas tenían un valor demasiado elevado. Así, se tallaban 67 reales de plata en cada marco, lo que daba un peso igual a 230,1232 — 7=—- = 3,43467gramos El real de a ocho (peso de plata o patacón) equivalía entonces a 3,43467 x 8 = 27,48 gramos. En cuanto a la moneda de oro, se tallaban 68 escudos en cada marco, o sea: Peso de un escudo =

= 3,38416 gramos

La relación entre los dos metales se fijaba, pues, así: Ratio Aunque se autorizó también lá acuñación de moneda de cobre ... para la contratación y comercio por menor de dicho Reino...102, esta medida apenas tuvo efecto. Se trataba de «vellón rico», aleación de cuatro partes de cobre por una de plata (es decir, ley de 0,200 de fino). Esta acuñación debía hacerse en Cartagena, la principal plaza» comercial de la 101 Barriga, op. cit., I, p. 152. 102 Ibid. p. 31 y 154.

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Nueva Granada. Los comerciantes de Cartagena se opusieron y lograron detener la acuñación. Su punto de vista era el de comerciantes mayoritar rios, dependientes del monopolio sevillano, que aspiraban a recibir siem­ pre «buena moneda». Sus intereses no coincidían, en todo caso, con el de las masas indígenas del interior del Nuevo Reino, que ahora gozaban de la condición de asalariadas. La ausencia de moneda fraccionaria las cortaba del circuito económico monetario y perturbaba la exacciones de encomen­ deros y propietarios. Es curioso anotar que la acuñación de la moneda comenzó precisamen­ te en el momento en que la crisis de la producción del oro alcanzaba su apogeo. La plata acuñada en los primeros años (63.890 marcos desde 1627 hasta 1632) provenía de la acumulación de lo que había sido extraído de Mariquita y Pamplona y que solía circular como moneda (plata corriente). La nueva moneda tenía 34 maravedís por real (272 maravedís cada peso), en tanto que la plata corriente pesaba un poco más: 39 maravedís por real o 312 cada peso. Esta diferencia explica que la plata haya acudido inmedia­ tamente a la Casa de la Moneda, en tanto que el flujo del oro sólo se regu­ larizó después de 1640 (véase Gráfico 12). En 1630 y 1634 se acuñaron 66 mil pesos oro en promedio cada año. Durante el quinquenio siguiente, el promedio se eleva al doble y se duplica una vez más entre 1640 y 1644. Con todo, estas cantidades apenas repre­ sentaban una fracción de lo que se había producido entre 1595 y 1599. A partir de 1660, las cantidades de oro amonedado apenas sobrepasan los dos mil marcos anuales. Sólo hacia 1680 se opera una pequeña recupera­ ción (se sobrepasan los tres mil marcos anuales), cuando se pacifica la re­ gión del Chocó. Sin embargo, será preciso esperar hasta 1720, cuando se producen las reformas administrativas del organizador del virreinato, para ver afirmarse esta tendencia. La acuñación de la moneda de oro no nos informa sobré el movimiento de los bienes ni sobre otros sectores de la economía que no sean el comercio exterior. Sólo los pagos de los grandes comerciantes se saldaban con esta moneda, destinada a salir del Nuevo Reino. Las fluctuaciones de este comer­ cio deben coincidir con la masa de metales producidos y acuñados aunque el volumen total sea diferente, dada la frecuencia de los fraudes y la salida del oro sin amonedar. Ateniéndonos a la sola tendencia de la curva, puede decirse que durante casi todo el siglo xvn, en comparación con el período anterior a la fundación de la Casa de la Moneda, el comercio sufrió un estancamiento con una depresión muy fuerte hacia 1660 y hacia 1695. La circulación de la moneda de plata ilustra mejor las condiciones inter­ nas de la economía. Que las grandes fortunas criollas se avaluaran en pesos

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de plata (patacones) o en plata corriente muestra la acumulación de este metal en el interior del país. A pesar de las irregularidades de la acuñación de la plata, su acumulación permitió mantener la hegemonía económica de los altiplanos en medio de la pobreza general. En cierta medida, las regio­ nes en donde circulaba la plata eran las que conocían los beneficios del oro. Era de allí de donde salían los «frutos de la tierra» y descendían por el río Magdalena hasta el Nare y Mompox para alcanzar los centros mineros de Remedios, Gáceres y Zaragoza. Los mineros mismos cambiaban gustosos oro en polvo por estas piezas de plata que les permitían una mayor estabi­ lidad en sus transacciones. Ya se ha visto, sin embargo, el costo demográfico de la producción de plata en Mariquita y Pamplona. Después de 1670, su acuñación fue cada vez más rara y en 1690 se producen verdaderas revueltas en la Nueva Gra1 f)3 nada ante la escasez de moneda fraccionaria . La exigencia de este tipo de moneda indica sin duda un desarrollo social que tendía a eliminar el circuito tradicional de los intercambios indígenas. Para esta época, su peso numérico debía haberse invertido con respecto al de las masas mestizas que ejercían oficios artesanales, cultivaban pequeños lotes de tierra dentro de los antiguos resguardos indígenas o ejercían el comercio al por menor (tiendas y pulperías). Dentro de ellos debían contarse asalariados que ya no se contentaban, como los indígenas, con recibir pagos en especie puesto que no estaban ligados por una relación» de cuasiservicjumbre. LOS COMERCIANTES Y SUS OPERACIONES

La ciudad colonial era una unidad cerrada cuyo núcleo inicial estaba cons­ tituido por algunas familias de vecinos. La rigidez de las relaciones socia­ les estaba determinada en gran parte por el carácter inmutable de los lazos familiares. Nada más fuerte que estos nexos ni más complicado qué la ma­ deja de intereses que implicaban. En la ciudad, el poder y el éxito econó­ mico dependían de los apoyos familiares, sea para lograr un privilegio, sea para encontrar garantes de ,una operación y aun para intimidar a terceros, en caso de conflicto, con la solidez de una situación bien establecida. Como un todo, la ciudad reaccionaba en defensa de los intereses de sus vecinos y en ocasiones la suerte de cada uno parecía ligada indisolublemente a la del resto. 103 Ibid. p . 104.

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Dentro de este contexto, la situación de los comerciantes parece un poco ambigua. En la mayoría de los casos se trataba de gentes desarraigadas, en espera siempre de un golpe de suerte que les permitiera regresar a España. Lo que escribía Juan de Alvis a Pedro de Során el 20 de abril de 1568 pare­ cía un sentimiento generalizado entre los comerciantes: ... es menester se compre esto y con esto quedamos en pie, placiendo a Dios , •, 104 A x x / para nos ir a la tierra a descansar...

En los primeros tiempos, los comerciantes fueron prácticamente los be­ neficiarios de las empresas de conquista. Apremiados por la necesidad de capitales para emprender nuevas expediciones, los conquistadores les pig­ noraron a menudo las rentas de sus encomiendas o contrajeron con ellos cuantiosas obligaciones105. Los encomenderos, inmovilizados por sus compromisos hacia la Coro­ na (se suponía que deberían tener una casa habitada en la ciudad), no se mostraban inclinados, durante el siglo XVI, a abandonar la tierra para via­ jar a España en busca de mercancías pues temían verse desposeídos duran­ te su ausencia. Muchas veces, cuando disponían de un capital, preferían anudar compañías con comerciantes profesionales. A primera vista existía una oposición de interés entre comerciantes y encomenderos, acentuada por el confinamiento institucional de los estra­ tos sociales. Las ganancias de los comerciantes fueron siempre mayores que la de los otros sectores sociales y se realizaban a expensas de éstos. Esta circunstancia bastaba para atraer sobre los comerciantes la antipatía gene­ ral. No obstante, esta oposición tenía límites como lo prueba el incidente de las alcabalas en 1592, cuando el interés de los comerciantes resultó ser un motivo de identificación para la naciente sociedad criolla. Encomenderos y propietarios no se reducían a ser méro.s consumidores. Los encomenderos dominaban el abastecimiento local con los productos de sus encomiendas y muchos llegaron a emplear capitales en «ropas de Castilla», asociándose en comandita con comerciantes profesionales. En general, puede decirse que el comercio permeaba todas las capas sociales. Se trataba, evidentemente, de una sociedad rural pero en la cual cier­ tas características señoriales, de un lado, y, del otro, las necesidades engen­ dradas por él extrañamiento privilegiaban el tráfico de géneros europeos. Éstos alcanzaban precios tan halagadores que ni aun los mismos funciona104 AGI. Escr. Cám. L. 759 B. 105 C/. por ejemplo. Not. la. Tunja, 1540, f. 17 v., f. 392 r., f. 387 v. etc.

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ríos reales desdeñaban aprovechar las ocasiones que ofrecían las Indias para aumentar sus magros sueldos. Los dos mil ducados de salario acor­ dados a los gobernadores o los mil de los oficiales de la Corona parecen haber sido insuficientes para pagar los precios demasiado elevados que eran corrientes en la Nueva Granada. La situación de los funcionarios era claramente desventajosa con relación a la de los encomenderos, por ejem­ plo, quienes sacaban de sus encomiendas todas las vituallas que necesita­ ban. Esta desventaja podía acentuarse aún más como cuando, en 1578, se ordenó que el peso, moneda de cuenta, se tomara por 560 maravedís en el pago a los funcionarios, mientras que en todo el Reino siguió valiendo 450 maravedís. Una pérdida, pues, de la quinta parte del salario de los funcio­ narios, que se calculaba en ducados, cuyo valor de 370 maravedís se con­ servó sin modificación106. Los funcionarios reales (oidores, gobernadores, oficiales del tesoro) so­ lían recibir franquicias de los derechos de almojarifazgo con el objeto de que pudieran traer los muebles destinados a su uso, de acuerdo con el ran­ go de cada funcionario. De esta suerte, podían traer mercancías y algunos esclavos, lo mismo que su comitiva. Ésta, muy numerosa a veces, se com­ ponía no solamente de sus familiares sino de sus «criados» o protegidos que venían a engrosar los rangos de las gentes ávidas de un empleo, de un beneficio eclesiástico, de una encomienda y, en el peo'r de los casos, de una comisión en las provincias. Para mantener el fasto de su casa, muy pocos funcionarios dejaban pasar la ocasión cíe traer mercancías para la venta, sobrepasando la franquicia de almojarifazgo. El presidente Lope de Armendáriz, por ejemplo, hablaba de cien caballos cargados de mercancías que el visitador Monzón había traído. Esta no era una exageración: el visi­ tador había embarcado mercancías en siete canoas, cada una de 200 arro­ bas; es decir, que las mercancías destinadas supuestamente para su uso ¡representaban unas quince toneladas!107. Denuncias de este género eran fre­ cuentes y alcanzaron a oidores como Lesmes de Espinoza y Juan de Valcárcel, a varios gobernadores de Popayán y Antioquia y aun a algunos obispos108. Sin duda, estas prácticas se juzgaban deshonrosas cuando se trataba de funcionarios españoles. Mucho más si en el curso de las operaciones se echaba mano al contenido de las Cajas reales. Para los encomenderos que 106 AGI. Santa Fe L. 68 Doc. 21, CCRAQ. IIt p. 452. • 107 Ibid. Santa Fe. L. 16 Despacho de 15 abr. de 1580 y AHNB. Rl. Hda., t. 38 f. 330 v. ss. 108 AGI. Santa Fe L. 193 L. 17 r. 4 Doc. 142 L. 25 r. 3 Doc. 72 Quito L. 19. Despacho del contador Palacios Alvarado, de 1611, y L. 16, carta de Sebastián de Belalcázar Sarmiento, de 1604.

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ocupaban con frecuencia cargos locales existía una laxitud mayor. Con todo la costumbre había establecido que se utilizaran los servicios de un depen­ diente cuando se abría una tienda pública o que se ejerciera el comercio al por mayor por medio de comanditarios. El siglo XVII vio desaparecer paulatinamente los prejuicios que pesaban sobre los comerciantes. En el siglo precedente, los comerciantes habían ejerci­ do su oficio en el seno de tina corporación cuyos miembros eran fácilmente identificables. Este confinamiento institucional les cerraba el acceso a las encomiendas o a ciertos cargos. Pero los cargos y las encomiendas fueron perdiendo su prestigio. A fines del siglo XVII un comerciante, José de Ricaurte, se elevó a la cima de la sociedad criolla cuando compró el cargo de tesorero de la Casa de la Moneda por cuarenta mil pesos de plata109. Bien es cierto que desde hacía mucho tiempo los comerciantes habían estado asociados a los puestos públicos ejercidos por criollos y españoles, al menos de una manera indirecta. Eran ellos quienes casi siempre fiaban a los candidatos y a menudo pagaban su insolvencia. Por esto les permitía compartir los beneficios del poder dentro de ciertos niveles intermedios. Contadores «ordenadores» (o de segundo rango), alguaciles, corregidores, administradores de algunos bienes fiscales (salinas, Cajas de diezmos, Cajas de bienes de difuntos), etc., todos estos puestos se multiplicaban capricho­ samente para sonsacar el dinero a una sociedad ávida de preeminencias o de gentes deseosas de hacer una inversión estable. Las operaciones comerciales eran de dos tipos. Por un lado, el comercio al por mayor de bienes procedentes de España. Era este comercio el que daba la calidad institucional de comerciante, por oposición a la de simple «tratante». Los capitales más cuantiosos estaban dedicados a la importa­ ción de estos bienes y su consumo atraía la mayor parte del oro extraído de las minas. Sin embargo, este consumo era muy restringido puesto que se refería a bienes que satisfacían costumbres europeas: telas, paños, aceite, vino, quincallería. En las operaciones comerciales de la época colonial interviene un factor que debe tenerse en cuenta para comprender no sólo la mecánica de esas operaciones sino también el margen extraordinario de sus beneficios. Se trata del ritmo temporal lentísimo impuesto por las distancias y por el va­ lor demasiado elevado de la moneda. ¿En cuánto tiempo se esperaba recu­ perar un capital invertido en el comercio? Esta expectativa dependía de la presencia anual de las flotas, cuando el capital se enviaba directamente a 109

Ibid. Santa Fe L.

117 passim.

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España. Entonces las ganancias eran mucho mayores pero el ritmo de re­ cuperación mucho más lento. A fines del siglo XVI, cuando los comercian­ tes disponían de grandes capitales proporcionados por sus actividades en los centros mineros, ellos mismos afrontaban los riesgos de traer cargazón considerable desde España. A mediados del siglo XVII, los comerciantes criollos preferían comprar las mercancías en Cartagena a mayoristas espa­ ñoles, quienes corrían con los riesgos de la inversión110. Pero ni aun así la recuperación se lograba al término de las ventas en el interior de la Nueva Granada. Generalmente, los lotes de mercancías se vendían a crédito, mediante el otorgamiento de una escritura ante notario. El comerciante debía esperar a que los funcionarios fueran pagados o a que los encomenderos recibieran, cada medio año, sus tributos. Para cobrar en Cartago la alcabala correspondiente a 1592, por ejemplo, el funcionario receptor ordenó levantar una relación de todas las escrituras notariales de ese año. Las operaciones ascendieron a un total de 241.713 pesos oro. De éstos, 15 comerciantes participaban con el 40%. Algunos de entre ellos habían realizado operaciones individuales por más de 500 y de mil pesos. El promedio, para todos (95.113 pesos y 384 operaciones) era de 250 pesos por venta. Tratándose de ventas tan cuantiosas, era natural que se recurriera al crédito y a una escritura con fianzas suficientes. Un solo comerciante, el capitán Juan Palomino, había vendido más de 34 mil pesos, el 14% del total de las operaciones. Palomino era teniente del gobernador de Popayán y justicia mayor de la ciudad. Las mercancías que vendió ha­ bían sido traídas para él desde España por otro comerciante, un Diego de Aponte. El capitán no era propiamente un «mayorista», en el sentido de que vendiera mercancías a pequeños comerciantes que las destinaran a la reventa, sino que operaba directamente con los consumidores. Éstos eran encomenderos, clérigos y mineros que se obligaban por sumas cuantiosas para disponer de lotes de mercancías destinadas a su propio consumo111. Un proceso que se siguió contra el comerciante Juan de Alvis en 1570 nos proporciona un ejemplo en donde este tipo de operación comercial se describe en detalle. En 1568, Alvis trajo de España 17.303 pesos en mercan­ cías. De éstos, siete mil habían sido aportados por el contador de la Caja real de Cartagena, Pedro de Során. La muerte inesperada del contador puso en evidencia el empleo fraudulento del Tesoro real en una operación comercial. El proceso da cuenta de cada gasto de Juan de Alyis, y sus cartas 110 AHNB. Aduanas 1.11 f. 679 r. 111 Ibid. Vis. Cauca, t. 5 f. 756 r. ss. y Alcabala, 1.13 f. 221 r. ss.

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a Pedro de Során, poco antes de su muerte, nos ilustran acerca de la men­ talidad con la cual se condujo la operación. El 20 de abril de 1568, el comerciante comunicaba al funcionario sus esperanzas de obtener ganancias superiores al 100%. Al mismo tiempo que le aconsejaba discreción, lo instaba a mostrar cierta audacia, puesto que el negocio era considerable: ... hay necesidad —escribía Alvis— de que vuestra merced no dé cuenta a nadie de lo que aquí escribo ni tampoco de sus cosas, aunque es muy común descubrirse a todos... en este negocio no es menester cobardía sino abalanzar­ nos, pues va tanto en ello...

Según el comerciante, era necesario escoger bien las mercancías. Se mostraba preocupado por el gusto de los clientes, quienes mostraban pre­ ferencia por el paño negro y los encajes. El vino era un artículo de venta segura mientras que otros eran desaconsejables puesto que los almacenes de Santa Fe estaban abarrotados de ellos. Para guiar a Során en las com, pras, Alvis le prometía enviar una «memoria» de los géneros más deman­ dados en el interior. De resto, Alvis era categórico sobre un punto: para atraer a los clientes y aumentar las ganancias no se debía proveer el alma­ cén de Santa Fe con pequeños lotes de mercancías comprados a precios al detai sino que ellos debían disponer de cargazones enteras llegadas direc­ tamente a Cartagena en los navios. Esta preocupación de Juan de Alvis se explica dada la magnitud de sus operaciones. Todas las mercancías eran distribuidas a crédito en Tocaima, Mariquita, Ibagué, Vitoria, Remedios, Tunja; Vélez, Pamplona, La Palma y Muzo, lo cual obligaba al comerciante a continuos desplazamientos y, se­ guramente, a escoger con cuidado a los deudores y a sus fiadores. Entre éstos sólo se consideraban personas solventes: funcionarios (Lope de Rioja, Juan de Otálora, Díaz de Martos), encomenderos (Hernán Vanegas), mine­ ros (Alonso de Olalla) o pequeños comerciantes locales. En cierto momento, Alvis llegó a inquietarse de los rumores que corrían sobre la salud de uno de sus deudores más considerables, el emprendedor Alonso de Olalla. Alar­ mado, el comerciante corre hasta Mariquita en donde encuentra al minero ocupado en sus negocios y en buena salud. Entonces escribe a su socio: ... Alonso de Olalla aquí entendiendo en sus minas, el cual me debe cinco mil y tantos pesos, y aunque es persona muy abonada entendí estar mal

112 AGI. Escr. Cám. L. 759 B. f. 120 r. ss.

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dispuesto de calenturas y vínele a ver, al cual topé en el camino que iba a su casa...

Una vez reasegurado sobre la salud de su cliente, Alvis aprovecha la ocasión para ir hasta Honda, en donde debe contratar el transporte a Santa Fe de algunas botijas de vino que tiene en las bodegas. A pesar de las lisonjeras esperanzas de los socios, el negocio concluyó en desastre.A la muerte de Során, los oficiales reales de Santa Fe embarga­ ron todos los bienes de Alvis y liquidaron el negocio por cuenta del Tesoro, a favor del cual se había deducido un alcance al contador. Cobraron 44.926 pesos de las mercancías vendidas a crédito y embargaron en total 55.527 pesos que estaban en poder de Alvis. Después de un largo proceso, éste logró reducir su pérdida a 14.087 pesos, que era la parte de Során, contabi­ lizadas las ganancias. Con todo, la carrera del comerciante no terminó aquí: en 1577 reaparece como secretario de la Audiencia. Su hijo, Iñigo de Alvis, llegó a ser alcalde ordinario de Santa Fe y en 1631 ocupó el cargo de teso­ rero de la Casa de la Moneda114. La decadencia minera entrañó seguramente una cotratacción en el co­ mercio. Parece también que, en el curso del siglo XVII, los comerciantes criollos perdieron autonomía frente a los comerciantes españoles radica­ dos en Cartagena. Según una R. C. de octubre de 1666, en la última armada los mercaderes que habían bajado a Cartagena sólo habían manifestado 54 mil pesos. Esta cifra no permitía el pago de cincuenta mil ducados que se habían asignado al comercio de la Nueva Granada para pagar los derechos de avería que se destinaban a financiar las flotas. Por esta razón el grava­ men se rebajó a veinte mil pesos de plata pero todavía en 1681 el comercio local sólo había satisfecho 21.489 patacones y adeudaba los derechos cau­ sados por dos armadas. Según los comerciantes, ... no hallaban forma como se pudiera hacer (el pago) y más estando como está en tanto descaecimiento su negociación por no venderse nada sino los forasteros que han venido a esta ciudad con ropa y otros géneros...

113 Ibid. f. 128 r. Carta de 10 de junio de 1568. 114 Barriga, op. cit., p. 35. 115 AHNB. Aduanas, 1.11 f. 744 r. Años más tarde, en 1674, se encontraban en Santa Fe varios comerciantes de Sevilla y Cádiz. Algunos, como Juan Antonio de Quesada y Juan de Salazár, vecinos de Sevilla, declararon sumas cuantiosas: ocho y veinte mil pesos de plata. Un Francisco de Rivera, a quien le adeudaban escrituras por 19.000 pesos, declaró tener «correspondientes» en Cartagena. Otros eran comerciantes más modestos. Como un Miguel Gutiérrez, español también que apenas manejaba un capital de 800 patacones y se dedicaba al comercio de «frutos de la tierra».

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No hay duda de que el comercio en «ropas de Castilla» fue el más cuan­ tioso de la época colonial. Esta actividad canalizaba la casi totalidad de los capitales disponibles y permitía una concentración de la que no podían gozar ni la minería ni la agricultura. Con todo, los comerciantes se vieron afectados por las incertidumbres de la explotación minera. La suerte de sus negocios dependía de créditos acordados con largueza y éstos tenían que cesar en el momento en que las actividades mineras comenzaron a decaer. Pero aun entonces su participación en las utilidades generales en las minas sobrepa saba a la de quienes se ocupaban directamente en las explotaciones. En 1692, por ejemplo, los oficiales de la Caja real de Santa Fe compro­ baron que en Popayán no había sino 17 propietarios de minas. Allí comenza­ ban a formarse grandes cuadrillas y sólo figuraban como mineros, a diferencia de Antioquia por la misma época, personajes tradicionalmente poderosos. Con todo, su participación en el producto bruto de las explota­ ciones no llegaba a veces sino al 10% y, excepcionalmente, hasta el 20%. El resto quedaba en manos de los comerciantes, quienes aparecen como de­ clarantes en la Caja real116. En Antioquia también la participación de los mineros en el oro declarado era mínima. Entre 1691 y 1695, de 86.251 pesos manifestados en la Caja real, solamente 9.839 lo habían sido por propieta­ rios de minas, es decir, cerca del 10%. Según una anotación de los oficiales reales, la mayor parte del oro había sido manifestado por ... mercaderes forasteros, tratantes y otros, de cobranzas y géneros que vendie­ ron, refiriendo ser oro de minas de la jurisdicción de la dicha ciudad...

Por esta razón se atribuyó siempre a los-comerciantes la responsabili­ dad de los fraudes en el oro que trasladaban de Santa Fe a Cartagena o de Popayán a Buenaventura y Guayaquil, sin pagar los quintos reales. Desde los comienzos del período colonial, los comerciantes sabían procurarse mer­ cancías que cambiaban por oro en polvo con los contrabandistas. Hacia 1560, por ejemplo, existía en Tunja un mercado de esclavos. Éstos venían de Venezuela, en cuyas cóstas fondeaban barcos de corsarios ingleses y franceses118. El fenómeno del contrabando se perpetuó a lo largo de toda la historia colonial y produjo como reacción la clausura de costas y de ríos a la nave­ 116 AGI. Cont. L. 1499. 117 Ibid. L. 145 y L. 1446. 118 AGI. Justicia L. 516. Instrucciones del presidente Venero de Leiva al corregidor de Tunja. Cit. por U. Rojas, Corregidores, dt. Ibid. Quito L. 16. Despacho del gobernador de Popa­ yán, Sancho García de Espinar, de 1579.

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gación. El contrabando llegaba, sin embargo, al puerto mismo de Cartage­ na a través de los navios extranjeros que se dedicaban a la trata de negros. En la segunda mitad del siglo XVII, los comerciantes de Santa Fe llevaban moneda acuñada a Honda y allí la cambiaban por oro en polvo antes de proseguir su viaje a la feria de Cartagena119. La ruta de Honda presentaba ventajas para los comerciantes que venían desde Quito, Pasto y Popayán puesto que en Santa Fe podían hacer amonedar el oro en polvo que habían obtenido en sus transacciones con los mineros. Así, las especulaciones mo­ netarias venían a reforzar las oportunidades abiertas para el contrabando por el acecho de navios de otras potencias europeas. El oro era una mercancía como cualquier otra, que podía obtener mer­ cancías en retorno. No importa en dónde, ni a qué precio. La teoría econó­ mica de la época pretendía que el oro atraía la prosperidad, animaba el comercio, estimulaba la agricultura, símbolo de riqueza o imagen más con­ creta de un tesoro que se acumula cuidadosamente y que aun si se gasta con largueza permanece dentro de un circuito cerrado y puede retornar siempre a su fuente original por los azares de la fortuna. Pero la realidad estaba muy lejos de las especulaciones de los mercantilistas. El oro era, en la Nueva Granada, un producto cuyos beneficios quedaban en manos de los comerciantes. Ciertamente, el oro estimulaba el comercio, pero en una sola dirección: la de Cartagena y la de la flota que llegaba todos los años de Sevilla. El circuito económico se ampliaba así de una manera ilusoria y no dejaba en retorno sino bienes que se consumían a «precios demasiado elevados. Al lado de este comercio prestigioso, que alimentaba la imagen de la prosperidad o se presentaba como el síntoma más visible de una decaden­ cia, existía un comercio paralelo de «frutos de la tierra». Esclavos y mestizos vestían mantas de lana o de algodón que subrayaban su condición social y que mantenían una producción concentrada en los altiplanos. Este tipo de manufacturas (los obrajes) que los encomenderos estimulaban entre los in­ dios, ayudados con cadenas y cerrojos, evitaba con frecuencia que éstos fueran echados a las minas. Los encomenderos se dedicaban también en cierta medida al comercio de «ropas de Castilla». De ésta manera, el dinero que se sacaba de los tri­ butos o las ganancias obtenidas en el comercio de granos y de frutos de la tierra trabajados por los indios iban a engrosar la corriente comercial que afluía a la metrópoli. Los mercados de las regiones mineras y de la plaza 119 AGI. Santa Fe L. 114. Proceso seguido en 1660 contra Benito Matorel y Femando Monte­ negro.

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fuerte de Cartagena atraían las vituallas que producían las encomiendas y proveían de capitales a los encom enderos. Desde las regiones de Tunja y de Santa Fe se enviaban a C artagena, a Mariquita, Remedios, y aun a Cáceres y Zaragoza, harinas, quesos, jam ones, alpargatas, mantas, pollos, etc. Para el empleo de sus capitales en España, era frecuente la asociación de los encomenderos. Garci A rias Maldonado, encomendero de Tunja, es­ taba asociado hacia 1560 con Ju an de Fonseca, un comerciante, para traer mercancías de España. Más tarde, en 1568, se asoció con Miguel Sánchez con el mismo objeto. En enero de ese año entregaron a Fonseca ocho mil pesos que éste debía emplear en «dos buenos navios». La operación culmi­ nó en 1573, cuando se anularon las fianzas que había prestado Fonseca120. La mujer de Garci Arias, C atalina Pineda, contribuyó también con parte del dinero que había aportado su marido. Como se ha mencionado, la se­ ñora obtenía su capital de la com ercialización de los productos de su enco­ mienda en Guacamayas. Los vendía no sólo en Cartagena sino también en Mariquita. En abril de 1570, por ejemplo, otorgó un poder a Pedro Rivas, un arriero que residía en M ariquita, para que cobrara en su nombre dinero, ganados, mercancías y esclavos que le debían en Mariquita121. En 1583 encontramos un contrato semejante. Esta vez se conciertan Pe­ dro García Ruiz, encomendero de Toca, y Francisco Suárez de Villena, en­ comendero de Susa, cuya m ujer, Catalina Ruiz Lanchero era pariente del primero. Cada socio aportaba seis mil pesos que un comerciante de Mompox, Diego Hernández Rosado, debía emplear en mercancías en España. Las ganancias de esta operación sobrepasaron, como estaba previsto, el 100%. Pero todavía en 1597, Isabel Ruiz, heredera de Francisco Suárez, se empeñaba en hacerse pagar la parte que había correspondido a su maridó. No hay duda de que el capital inicial para estas empresas provenía de las rentas obtenidas en las encom iendas. La misma Isabel Ruiz, quien decidió vivir en España a la m uerte de su marido, confió la administración de su estancia en Chiquinquirá a Antonio Mancipe, en 1596. Mancipe había lle­ gado a la Nueva Granada en 1574 y participó en las expediciones de Gas­ par de Rodas. A sistió así a la fundación de Cáceres y Zaragoza, en donde ejerció el cargo de contador. En 1598 heredó a su primo, Antonio Ruiz Man­ cipe, encomendero de Toca. Hacia 1600, Mancipe se dedicaba a un comer­ cio muy provechoso de ganado y de granos que vendía en Tunja, Muzo, La Palma, Mariqüita y Honda. En los centros mineros podía vender la arroba de harina a seis o siete tom ines de oro de veinte quilates, en tanto que en

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Santa Fe apenas se pagaba a cuatro tomines de oro de trece quilates. La rica

estancia de Chiquinquirá y su propia encomienda de Toca le permitían mantener un almacén en Tunja, en donde los frutos de la tierra se codeaban con las «ropas de Castilla». Según las cuentas de alcabalas, Mancipe era uno de los encomenderos que realizaba, año tras año, las operaciones más cuantiosas122.

Con todo, a pesar de la seguridad de sus ingresos, los encomenderos no podían rivalizar con la concentración de capitales que lograban los comer­ ciantes profesionales. Es característico, por ejemplo, que los Mancipe hayan hecho construir la morada más fastuosa de Tunja y hayan dedicado una capilla en la catedral con lienzos de Medoro. Las exigencias de una vida señorial eran incompatibles con la austeridad requerida por un empleo más productivo de los capitales. Durante la primera década del siglo XVII, en la cual se insinúa la crisis que va a cristalizar hacia 1615, pudo observarse cómo el volumen de las operaciones de los comerciantes de Tunja tiende a disminuir. Al contrario, la participación de los encomenderos mantiene cierta estabilidad123. Pero, evidentemente, existe una mayor concentración de capitales en manos de los primeros. Un encomendero como Mancipe o Diego Holguín Maldonado o Francisco de Berrío nunca paga más de cincuenta o sesenta pesos de alcabalas, en tanto que un comerciante como Bartolomé de Cepeda o Diego García de Robles tiene que pagar cien o doscientos pesos. Con todo, la si­ tuación de los encomenderos debía parecer envidiable a los comerciantes. Bartolomé de Cepeda, por ejemplo, que vendía cerca de diez mñ pesos en mercancías cada año a comienzos del siglo, en 1606 compra tierras a Diego Holguín Maldonado. En los años siguientes ya no figura como comerciante sino como «vecino» de la ciudad pero su contribución a la alcabala descien­ de a la mitad. Sebastián de Mojica Buitrón, quien en 1605 manejaba 5.410 pesos tomados a censo del convento de La Concepción y pagaba alcabalas por la venta de otros cinco mil pesos en mercancías, compró en 1609 la encomienda de Chitagoto para su hijo Félix de Mojica124. Sin duda, los comerciantes aspiraron siempre, cuando no estaban simple­ mente de paso por la Nuev^Granada, a la consideración social que acom­ pañaba la posesión de tierras o de una encomienda. Ésta era, sin duda, una base económica mucho más estable, no sometida a los riesgos y a los tra*

122 AGI. Escr. Cam. L. 762 B. f. 292 r. ss. Ibid. Santa Fe L. 164 r. 2 Doc. 15 f. 22 v. Cont. L. 1295 año 1602. AHNB. Alcabalas, t. 6 f. 120 r. ss. 123 C/. supra Cuadro 29 de la pág. 382 Cap. V. 124 AHNB. Alcabalas, t. 6 f. 139 r. ss. Ene. t. 31 f. 459 r.

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bajos que implicaba el tráfico de mercancías. El comercio mismo que se derivaba de los «frutos de la tierra» fue durante mucho tiempo privilegia­ do. No pagaba, por ejemplo, los derechos de aduana (almojarifazgos) que gravaban tan pesadamente las «ropas de Castilla». Cuando sobrevino la crisis, este último refugio de la prosperidad criolla fue gravado también con un impuesto destinado a sostener la armada de Barlovento. Como en el caso de la alcabala, este nuevo impuesto (conocido con el nombre de armadilla) estuvo a punto de provocar una seria crisis en el seno de la so­ ciedad colonial. Conocido en 1635, el gravamen vino a turbar aún más el Nuevo Reino que todavía no se sobreponía a los efectos de la epidemia de 1633. El impuesto de armadilla, destinado a financiar una armada que prote­ giera el tráfico por el Caribe, se basaba en el volumen creciente de los gé­ neros coloniales. Su establecimiento es indicativo de una inversión del equilibrio entre este tipo de comercio y el que mantenía el monopolio es­ pañol. Esto, al menos, era verdad para una región como Venezuela o las Antillas, en donde las plantaciones desarrollaban una economía que podía prescindir del mercado metropolitano. Éste no era el caso de la Nueva Gra­ nada, en donde la producción de metales había estimulado un comercio ilusorio y en donde, según el presidente Sancho Girón, los «frutos de la tierra» apenas abastecían el consumo interno. Esta carencia era al menos perceptible a los ojos de los comerciantes después de la segunda mitad del siglo xvil cuando afirmaban que, ... aunque se presumía que la tierra era rica, no lo es por no tener frutos qué comerciar a otras y faltar gente para la labor de minas...125

125 AHNB. Aduanas, 1.11 f. 738 r.

Capítulo VIII LA

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SIGLO XVII

poder

U n o de los lugares comunes en la historiografía tradicional en Hispanoa­ mérica y que casi reviste el valor de un axioma consiste en afirmar que las autoridades coloniales eran «malas». La historia política identifica, de ma­ nera inexplicable, a los llamados «españoles» precisamente con esas auto­ ridades. Apenas sí vale la pena aclarar que esta identificación es arbitraria y obedece a una distorsión de la perspectiva republicana del siglo XIX. En la época propiamente colonial, la distinción entre «españoles» y «españo­ les americanos» no alcanzó nunca la relevancia que pudo prestarle la se­ gunda mitad del siglo XVIII. Rara vez, es cierto, los «españoles americanos» alcanzaron situaciones de preeminencia en los rangos dg la administración colonial. Pero ésta era una desventaja que compartían con casi todos los españoles de la península, a menos que éstos se hubieran iniciado en una carrera burocrática. Por otra parte, las sociedades locales de españoles que habitaban en América gozaban de un poder real que les hubieran envidia­ do no pocos de los habitantes de la península. Estas sociedades podían reproducir modos señoriales de vida y aun gozar de las preeminencias del poder político y social sin tener que asumir responsabilidades parecidas a las que implicaban los juicios de residencia a los que se sometía a los fun­ cionarios de origen peninsular. Estos juicios, los mismo que las visitas generales de los siglos XVI y XVII, constituyen la fuente más segura para formarse una idea acerca de la ma­ nera como funcionaba la administración española. ¿Era tan mala como lo dejan entrever los cargos demoledores aducidos contra presidentes, oido­ res y oficiales de la Corona? Acusaciones de peculado, de concusión y aun de simonía eran moneda corriente y ni la vida privada de los funcionarios se encontraba al abrigo de averiguaciones indiscretas. Estos cargos tenían un fundamento cierto en un número suficiente de casos como para dudar de la devoción individual de los representantes de la Corona en América.

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Pero los abusos de los funcionarios no bastaban para representarse los verdaderos mecanismos del poder. Prescindiendo de los individuos que encarnaban una administración deficiente y sin instrumentos adecuados de coerción, cabe preguntarse por las fuentes reales del poder en América. Aludir simplemente a la moralidad de los individuos que representaban el sistema político colonial carece de sentido si se piensa en este sistema como una abstracción. Existía, evidentemente un conjunto de leyes que regula­ ban, como en cualquier sistema político, la conducta de los funcionarios, prescribiéndoles derechos y obügaciones. Y estas leyes eran indudablemente buenas y benévolas, teñidas de paternalismo y preocupadas por el bienes­ tar de los indígenas y la quietud de los vasallos de ultramar. ¿Constituía este conjunto de leyes el verdadero sistema de la administra­ ción española? ¿O puede decirse que la voluntad dolosa de los funcionarios las distorsionaba hasta convertirlas en una caricatura? Tradicionalmente, la discusión acerca de la bondad del gobierno español ha girado en torno al problema que plantean las Leyes de Indias y su incumplimiento por par­ te de los funcionarios. Se ha insistido hasta el cansancio sobre la excelencia de las Leyes de Indias aunque, naturalmente, siempre puede argumentarse que constituyen un monumento a la ineficacia. Para los historiadores de raigambre liberal, cuya convicción ha sido fijada por la lectura lejana de algún manual del siglo XIX, la maldad de los funcionarios españoles no admite prueba en contrario. Estos hombres, designados por la monarquía española, demuestran hasta qué punto la elección de funcionarios era des­ cuidada y cómo las colonias quedaban abandonadas a su suerte. Por el contrario, los hispanizantes ponen de relieve la sabiduría de las institucio­ nes españolas. Aunque admiten que ningún poder humano hubiera podido asegurar su funcionamiento perfecto, tal era el grado de.su benevolencia. La rudeza de los tiempos, la distancia que separaba a la metrópoli de sus colonias, las ignorancia de los indígenas, etc., dificultaba la realización de las intenciones reiteradas de la Corona española. Simples accidentes que no podrían poner en entredicho un simple ejemplar en muchos aspectos. Sin embargo, el sistema de gobierno y la administración de las colonias sugieren problemas que no tienen nada que ver con esta discusión entabla­ da ya hace demasiado tiempo. Si se mira de cerca el funcionamiento real del sistema, pronto se percibe que existían relaciones concretas de poder entre los funcionarios españoles y los administrados, los llamados colonos o «españoles americanos», a quienes se identifica simplemente con los «es­ pañoles» o se les supone sojuzgados, de una manera semejante a la de los indígenas.

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La exaltación del «criollismo» por parte de los primeros historiadores republicanos ha creado suficientes equívocos sobre esta cuestión. ¿En qué momento los «criollos» dejaron de ser españoles? En el momento mismo de la independencia, Camilo Torres afirmaba —por él y por todos los de su casta— ser tan español como los descendientes de Don Pelayo. En esen­ cia, esto podía ser verdad. Pero lo cierto es que ya en el siglo XVI había una sociedad de españoles americanos. El esquema usual que contrapone los «españoles», es decir, los funcionarios españoles, a los «indios» suele prescin­ dir de las complejidades sociales creadas a raíz de la ocupación española. La delgada película de hechos que hilvana la historia política tradicional no puede penetrar siquiera los hechos más evidentes que plantea una sociolo­ gía histórica. Dada la mediación de la encomienda, la administración española tenía en realidad muy poco que ver con los indígenas. Sus intrusiones en este terreno siempre fueron mal vistas y peor acatadas. Ni aun la creación tar­ día de corregidores de indios permitió a la Corona ejercer sus benévolas intenciones sobre ellos puesto que estos cargos casi siempre fueron ejer­ cidos por «españoles americanos». Ya se ha visto, por ejemplo, el pobre resultado de las visitas de la tierra, la única ocasión en que la administra­ ción española se podía poner en contacto con los indígenas. Es indudable que los «españoles» siempre vieron contrastado su" poder colonial por la existencia de poderes locales. Puede inclusive afirmarse que este poder, para ser ejercido realmente, tuvo siempre que negociarse con instancias locales no institucionalizadas. No importa cuál fuera la actitud de los fun­ cionarios respecto a las Cédulas y reales órdenes emanadas de la Corona, lo cierto es que su acción se veía circunscrita por relaciones concretas de poder. Para abordar la cuestión de las fuentes del poder y del funcionamiento del sistema colonial español, es preciso entonces dejar de lado el examen de las instituciones formales y seguir atentamente un desarrollo histórico material. Las fuentes para el estudio de este desarrollo no son las Cédulas reales ni las recopilaciones de las Leyes de Indias sino las visitas generales, en ocasiones las visitas de }as tierras y los juicios de residencia. Todos estos documentos sugieren un esquema casi invariable, en los personajes, en la violencia apasionada de las acusaciones, en las mezquindades que se exhi­ ben delante del Consejo de Indias. Aunque los funcionarios estuvieran sometidos a un juicio de residencia al término de su mandato, en ocasiones se precipitaba este acontecimiento con la ocurrencia de una visita general. Estas visitas se originaban casi siem­ pre en un conflicto entre la sociedad criolla y los funcionarios y eran pro-

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vocadas por denuncias repetidas. Se encuentra por lo menos un caso en el que la visita fue provocada por una sola denuncia: se trataba de una carta anónima dirigida al Consejo de Indias el 16 de octubre de 1669 y en donde se acusaba al presidente Diego de Villalba y Toledo de robos, hurtos, pecula­ do y simonía. Según el denunciante —probablemente un clérigo— la vida del presidente habría sido francamente escandalosa puesto que sostenía simultáneamente relaciones con una mujer casada y dos doncellas. El cargo más grave, y que debió despertar el celo del Consejo de Indias, consistía en que el presidente empleaba el Tesoro real en especulaciones comerciales1. La visita podía confiarse a cualquier funcionario que saliera de España a ocupar un cargo en América: oidores y fiscales de la Audiencia de Lima, oidores de Panamá y Charcas y aun un obispo, el de Popayán, promovido a Charcas. Se trataba de un negocio complicado que podía durar años en­ teros. Era también una prueba temible para el pobre funcionario al que le tocaba en suerte. En ocasiones, los conflictos suscitados obligaban a relevar una y otra vez a los visitadores de manera que la visita podía prolongarse casi indefinidamente. Así, la visita inconclusa del licenciado Monzón fue proseguida por Prieto de Orellana (1580), la de Saldierna de Mariaca, quien murió en su transcurso, por Ñuño de Villavicencio y todavía por Alvaro Zambrano, ocupando toda la primera década del siglo XVII. Rodríguez de San Isidro Manrique empleó cuatro años en la visita que tuvo por objeto principal las composiciones de tierras (1634-1638) y Juan Cornejo se vio expulsado por la violencia al cabo de un año, en tiempos del presidente Manrique. La labor de los visitadores parece, a primera vista, agotadora. Debían residenciar a cada funcionario de la Corona y a los regidores de las ciuda­ des, emprender la revisión de las cuentas de las Cajas reales, tomar muchas de las decisiones de gobierno cuando suspendían en el ejercicio de su cargo a presidentes y oidores, y luchar obstinadamente contra un torrente de tri­ quiñuelas y de denuncias ante el Consejo de Iridias. La menor indiscreción (a veces obtenida mediante el soborno) del escribano de la visita, delante del cual se exponía una multitud de testimonios capaces de comprometer la honra de los funcionarios, podía provocar enfrentamientos abiertos con las autoridades del lugar, mal dispuestas por anticipado ante la perspecti­ va de un juicio que se invocaba en secreto. Los conflictos suscitados por las visitas sobrepasaban con largueza el contexto de las responsabilidades administrativas de los funcionarios- Las 1

AGI. Santa Fe L. 58.

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averiguaciones daban lugar a revelar el juego sutil de un equilibrio y de un verdadero reparto de poder entre los funcionarios en cuestión y las instan­ cias del poder local. Sobornos, favoritismos, concusiones, nepotismo o abusos de poder, todos —o casi todos— los delitos que se imputaban a los funcionarios desenmascaraban un juego de alianzas consentido en el que los miembros de la sociedad criolla participaban como socios activos. Ya se ha mencionado un primer conflicto originado por las pretensiones de los encomenderos en el curso del siglo XVI. El fracaso de las visitas de Monzón y de Prieto de Orellana a partir de 1580 revela hasta qué punto el poder local de los encomenderos se ejercía sin contradicción. Un detalle significativo: los encomenderos quisieron atraer de su parte al visitador Monzón favoreciendo las pretensiones de su hijo a casarse con una de las herederas más ricas del Nuevo Reino. Durante el siglo XVII ya no eran los encomenderos quienes animaban las Q facciones sino que los ricos propietarios se emparentaban con funcionarios de la Corona u obtenían para ellos mismos puestos de responsabilidad ad­ ministrativa en virtud de la venalidad de los cargos. La decadencia minera y la depresión económica del siglo XVII hicieron todavía más evidente la existencia de escalones intermedios del poder. En 1678, por ejemplo, casi todos los patricios de Popayán podían optar por un puesto en la adminis­ tración local. En este momento, la Corona ofrecía 24 oficios en venta, de los cuales 19 eran regimientos en el Cabildo municipal. Como ya existían ocho regimientos a perpetuidad, su número se elevaba a 27. Además, había ne­ cesidad de hacer elecciones para otros puestos. Pero los vecinos elegibles eran apenas 43, entre los cuales se contaban ancianos y propietarios empo­ brecidos que preferían no residir en la ciudad ante la imposibilidad de mantener el prestigio dé sus casas2. El patriciado criollo buscó siempre captar a los funcionarios recién lle­ gados de España. Era raro el oidor, el funcionario de la Corona o aun el presidente que podía resistirse a los halagos o a las presiones de esta socie­ dad. Si bien los funcionarios llegaban rodeados del aura de prestigio que les confería el cargo y a veces añadían algunos cuarteles de nobleza, lo cierto es que dependían de-un salario cuyo monto era irrisorio si se le com-, para con las rentas de algunos patricios locales. Así, no era raro que desde q el comienzo se anudaran lazos de «amistad» entre los funcionarios y los patricios criollos. Éstos llegaban hasta acordar una especie de protección al funcionario sirviéndole como fiadores en el momento de tomar posesión 2

Cf. G. Arboleda, op. cit., I, p. 214.

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de su cargo. En 1629, por ejemplo, los notables del Reino figuraban como fiadores del contador Pedro Henríquez de Novoa: Francisco Beltrán de Caicedo, Agustín Suárez de Villena, Juan Ortiz Maldonado, Cristóbal Clavijo, Francisco de Poveda, Antonio de Ulloa Villarreal, Gaspar de Mena Loyola, Juan Capa de Lagos. El hijo del contador, quien ocupó también el puesto, recibió el apoyo casi de las mismas personas y de Francisco Martí­ nez de Ospina, Luis de Berrío y Juan de Zárate3. Tratándose de los perso­ najes con mayor influencia económica y social del Reino, cuyas fortunas derivaban de encomiendas, minas, haciendas y todo tipo de privilegios acordados por la administración española, es natural que se vuelvan a en­ contrar los mismos nombres asociados a facciones muy activas en el mo­ mento de las visitas. Los lazos entre funcionarios y patricios locales podían encontrar toda­ vía un camino mucho más directo a través de préstamos locales de dinero y de compañías comerciales. En 1635, el visitador San Isidro Manrique en­ contró que el oidor Francisco de Sosa debía más de dieciocho mil pesos, de los cuales cuatro mil quinientos a Francisco Beltrán de Caicedo4. Éste, que mantenía innumerables pleitos en razón de la variedad de sus intereses económicos, resultaba casi siempre favorecido por las autoridades al decir del visitador3. Hacia la misma época, uno de los rivales de Beltrán de Cai­ cedo, el español Andrés Pérez de Pisa, quien había sido contador ordena­ dor del tribunal de cuentas, ejercía el comercio en Santa Fe y, favorecido por el oidor Juan de Valcárcel, monopolizaba el abastecimiento de ganados en la capital6. El mismo oidor poseía una recua de muías que alquilaba a los comerciantes7. El arco toral del complicado sistema de alianzas entre la sociedad local y loa recién llegados funcionarios lo constituían, en última instancia, los lazos de parentesco. Como en los linajes medievales, era el parentesco el que reforzaba los simples acuerdos civiles o el que definía, en el terreno político, el campo de los amigos o de los adversarios. Podía ocurrir que el funcionario llegara a ocupar su puesto acompañado ya de una numerosa clientela de parientes y «criados» a quienes había prometido desde España una encomienda, un corregimiento o una «comisión» remunerativa. Cuan­ do los beneficios del poder se repartían en esta forma, los patricios criollos 3 4 5 6 7

AGI. Santa Fe L. 58. Ibid. L. 57. Ibid. L. 193. Ibid. L. 23 Doc. 23. Ibid. L. 57. Despacho de 11 de agosto de 1635.

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se sentían desplazados y el funcionario solía ser blanco de una animadver­ sión declarada. Por el contrario, éste podía atenerse a los notables locales para repartir los puestos y conseguir su apoyo. Este fenómeno explica en gran parte la simpatía despertada por un gobernante como Dionisio Pérez Manrique, quien, según el visitador Juan Cornejo, había colocado a José de Pisa como alcalde de minas en Mariquita, a Juan Gómez de Salazar, g

... minero y el más rico y poderoso de aquella tierra... ,

como gobernador de Antioquia, a Juan Chacón y Martín de Osa como com­ pradores de oro y plata en la Casa de la Moneda. Sus amistades abarcaban notabilidades locales en las regiones mineras, como Jacinto de Arboleda, en Anserma; Ambrosio de Salazar, en Timaná, y algunos otros en Cáceres, Remedios y Guamocó. Las alianzas y las simpatías eran todavía más seguras si el mismo fun-= cionario no desdeñaba el anudar lazos de parentesco con algún miembro del patriciado. Así, el oidor Lesmes de Espinoza casó una de sus hijas con Pedro de Osma Sanabria, lo que le valió a este último el otorgamiento de una encomienda9. El oidor Pedro Baños Sotomayor casó también dos hijos en el Reino y sus descendientes contaban entre los «nobles»10. Este tipo de alianzas podía acarrear la destitución del funcionarip o su traslado pero la tentación de mejorar una situación precaria era demasiado grande. Por esto los rangos de los patricios criollos se nutrían con apellidos de fun­ cionarios: Acuña, Flórez de Acuña, Velásquez,'Mendoza (en Popayán), Baños, etc. Las facciones que solían perturbar el curso de las visitas se fundaban pues en la identificación con intereses muy concretos, perceptibles a sim­ ple vista. Según Juan Cornejo, ... Desde que entré en esta ciudad reconociendo el estado de las cosas y la calidad de las personas y sujetos, comprendí cómo .el presidente y capitán general de este Reino tenía hecha coadunación con las personas poderosas de ella y comprendidas en la Visita, para efecto de embarazar mis procedi­ mientos...

Algunos presidentes, en efecto, pudieron poner de su lado a la sociedad local para enfrentar las visitas y los juicios de residencia. En ocasiones, los 8 9 10 11

Ibid. L. 58. Ibid. L. 114. Ibid. L. 30 r. 1 Doc. 6. Ibid. L. 58. Despacho de 26 nov. 1659.

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patricios mostraban una adhesión demasiado sospechosa por el presidente de turno. Cuando Juan Fernández de Córdoba, marqués de Miranda, quiso renunciar al cargo pretextando una enfermedad, algunos notables, entre quienes se contaban Diego de Ospina, Beltrán de Caicedo, Pedro Salazar Falcón y Simón de Sosa, escribieron al Consejo de Indias instando a que se quedara12. En 1691, toda la «nobleza» del Reino protestó cuando el licen­ ciado Femando de la Riva Agüero, quien había sido nombrado oidor de la Audiencia de Panamá, suspendió en el ejercicio del cargo al presidente Gil de Cabrera y Dávalos para iniciar averiguaciones respecto a su administra­ ción. Esta vez figuraban entre las adhesiones al gobernante los nombres de los clanes de Ospinas y Caicedos: Alonso de Caicedo Maldonado, su cuña­ do, marqués de Quintana de las Torres; Diego de Ospina y su primo, Jeró­ nimo Berrío13. Estas adhesiones se manifestaron de manera todavía más ruidosa con ocasión de la visita que practicó Juan Cornejo a la administración de Dio­ nisio Pérez Manrique. Cuando uno de los oidores quiso colaborar con el visitador, su casa fue apedreada y se encontraron libelos en los muros. El escribano de la visita fue sobornado y se obtuvo que el obispo Lucas Fer­ nández de Piedrahíta excomulgara al visitador de sus funciones, y el pre­ sidente, que había sido suspendido, fue repuesto en las suyas14. Según la versión del visitador Cornejo, esta medida desesperada de re­ beldía había sido inspirada por el temor de personajes muy importante de verse desenmascarados. Evidentemente, si se da crédito a sus acusaciones, muchos funcionarios tenían algo que temer: el presidente y el obispo prac­ ticaban la simonía al vender las doctrinas, el presidente recibía dinero tam­ bién por el otorgamiento de encomiendas y corregimientos, el alcalde de minas de Mariquita compartía beneficios abusivos con el presidente, el te­ sorero de la Casa de la Moneda cometía fraudes con los quintos del oro y muchos comerciantes sacaban provecho al comprar oro en polvo en los distritos mineros para hacerlo amonedar en Santa Fe15. La actitud de los visitadores ante los abusos cometidos con los indios tenía que enfrentarlos también con un sistema de intereses creados. Ya se ha visto cómo, por ejemplo, Prieto de Orellana había denunciado la usur­ pación sistemática por parte de los españoles de las tierras de los indíge­ nas. El Cabildo de Santa Fe se quejaba en 1660 de que, 12 13 14 15

Ibid. L. 27 Doc. 42. Ibid. L. 59. Carta del Cabildo de Santa Fe y de la «nobleza» del Reino, mayo de 1695. Ibid. Santa Fe L. 58 y L. 114. Ibid. L. 58. Despacho de 14 de ag. 1660.

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... el dicho señor doctor don Juan Cornejo dio acogida a causas y quejas de los indios que tocaban al gobierno, y en favor de ellos hizo algunas demos­ traciones, oyéndoles en ellas y despachando jueces con crecidas costas de los vecinos y personas contra quienes los indios introducían sus demandas, de que resultó ensoberbecerse y tomar tal avilantez que no había servicio de ellos y faltaban al respeto de las órdenes del gobierno, a la obediencia de sus corregidores y doctrineros, con tal exceso que faltó quién beneficiase y cultivase los campos y de que resultó daños irreparables en las haciendas, así de sementeras como de ganados y demás géneros que con ellos se bene­ fician, de manera que hasta hoy se experimentan los efectos de este daño en la falta de harina y otros géneros...

El visitador, en efecto, había atendido las quejas de los indios de Sogamoso, suspendiendo del cargo al corregidor Francisco de Vargas. Esta medida debió suscitar la más enconada oposición en los círculos más influyentes puesto que el corregidor era hermano de Andrés Betancur, provincial de los franciscanos, y de Marcos Betancur, quien había sido también provin­ cial de los dominicos. Pero no siempre existió un acuerdo tan unánime para rechazar las con­ secuencias de una visita o de un juicio de residencia. A diferencia de las visitas, los juicios de residencia eran practicados por el funcionario que debía reemplazar al residenciado. Tal vez por esta razón, sus efectos no eran tan aparentes como los de las visitas. No es probable tampoco que el juez procediera con el mismo rigor respecto a los funcionarios criollos puesto que debía permanecer en el lugar una vez concluida la residencia. Es más, todo parece indicar que se inclinaba más bien a atender las acusaciones contra el funcionario saliente, que se convertía en un chivo emisario de todas las faltas, reales o supuestas, cometidas bajo su administración. Los abusos no compartidos por las instancias locales de poder creaban un cli­ ma de indignación moral muy propicio para revelar los malos manejos de los funcionarios. Así, Sancho Girón,.marqués de Sófraga, resultó en 1638 con 57 cargos y fue condenado a pagar ochenta mil pesos para indemnizar los intereses de la Corona17. El marqués, es verdad, había tenido la mala suerte de poner en vigor dos nuevos impuestos que gravaban a los sectores más opulentos de la sociedad criolla: el impuesto de Armada de Barlovento, que gravaba las transacciones internas, y la media anata, que afectaba no *

16 Ibid. L. 114. 17 Ibid. L. 57. El juicio de residencia fue instruido por el oidor Bemardino Beltrán de Gue­ vara.

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sólo las composiciones de tierras sino tam bién las reducciones en los quin­ tos que debían pagar los mineros. En 1672, el obispo Liñán de C isneros acusó al presidente Diego de Villalba y Toledo de simonías, peculados y otros abusos. El presidente separado del cargo y exiliado en un pueblo de la sabana, se quejaba amar­ gamente de todos aquéllos de los que sospechaba haber puesto en su con­ tra. Éstos no eran otros que Diego de Ospina, descendiente de la familia que había intervenido siempre en los asuntos políticos del Reino desde los días del visitador Monzón; José de M esa Cortez, caballero de Santiago, ca­ sado con una de las hijas de Gaspar de Mena Loyola, y Antonio Salazar, secretario de la Audiencia, quien había sucedido en el cargo al hijo de Fran­ cisco Velásquez, el opositor del presidente González. El presidente Villalba anotaba con razón que estos personajes eran los que causaban la intranqui­ lidad del Reino y los que querían supeditar a sus ambiciones a los funcio­ narios de la Corona. Salazar y Mesa Cortez, por ejemplo, habían provocado ya la caída de Cornejo y a ellos se atribuía la responsabilidad de haber colocado los libelos en contra del visitador18. LA SOCIEDAD DE LOS «ESPAÑOLES-AMERICANOS»

La sociedad española de la Nueva Granada vivía, en el siglo xvn, una vida urbana a la modesta escala de villorrios que no sobrepasaban los cinco mil habitantes. En el siglo anterior, sólo los habitantes privilegiados, los veci­ nos, generalmente encomenderos, podían ser elegidos al Cabildo de la ciu­ dad. La creación de los regimientos perpetuos y la venalidad del cargo lo hicieron menos exclusivo. En el siglo XVII se distinguía en Caü y en Popayán entre «vecinos feudatarios» y «vecinos soldados», categorías que evocan instituciones paramilitares o una especie de organización informal desti­ nada a la defensa contra ataques eventuales de los indígenas. Es posible que en esta región, en donde se organizaron frecuentes expediciones con­ tra pijaos y paeces y los indígenas de Barbacoas y el Chocó, esta distinción haya tenido un significado semejante. Muchos regidores exhibían títulos militares y algunos hasta llegaban a participar como caudillos en las expedi­ ciones. En las ciudades dél Nuevo Reino, la distinción entre vecinos encomen­ deros y vecinos ordinarios parece equivalente aunque ya no se subrayara en este caso la función militar atribuida originalmente a los encomenderos. La vecindad, en todo caso, se había ampliado a todos aquellos españoles 18 Ibid. L. 58 Despacho de 15 de jul. 1672.

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que poseían una casa poblada en el perímetro urbano aunque la democra­ cia tan alabada de los Cabildos quedara todavía reservada a los vecinos «nobles», aquéllos que podían justificar cualquier grado de parentela con los fundadores de la ciudad, o a comerciantes y mineros enriquecidos que pudieran comprar el cargo. En esta sociedad, cuya vocación parece haberse definido en un marco netamente urbano, los únicos esparcimientos de la vida cotidiana eran su­ ministrados por las funciones públicas y por la satisfacción del rango que cada uno ocupaba en las ceremonias de la Iglesia y del Estado. Según una disposición del Cabildo de Tunja, la procesión del Corpus de 1585 debía desarrollarse con un orden riguroso de la representación de los oficios, así: lfl sastres (por no haber armeros oficiales), 2a carpinteros y albañiles, 3e herreros, 4a zapateros y curtidores, 5S arrieros, 6a indios y negros19. Este ordenamiento, que recuerda la dignidad inherente a cada oficio, acordada por convenciones medievales, indica también la posición de mestizos y ar­ tesanos españoles frente a la sociedad indígena y al estrato más elevado de «vecinos» españoles. Respecto a los indígenas, su estratificación derivaba —dentro de los «pueblos de indios»— de su organización original. En las ciudades, como se ha visto, su presencia obedecía casi exclusivamente al sistema de «mita» urbana o a relaciones de servidumbre con un encomendero o sus familia­ res. En cuanto a los mestizos, como se verá más adelante, casi siempre ejer­ cían oficios artesanales y pugnaban por hacerse a una «situación» dentro del marco de una economía agrícola. Las ciudades constituían, pues, el dominio casi exclusivo de la «repú­ blica de los españoles». Ellas eran el teatro de luchas por el poder y, sobre todo, por la preeminencia social. Cuestiones de precedencia se suscitaban a cada momento y se convertían en objeto de alegatos interminables frente a las autoridades de la Audiencia y aun del Consejo de Indias. Un tema aparentemente superficial, las querellas en torno a las precedencias hono­ ríficas, define bastante bien el espíritu que animaba al menos una parte de la sociedad colonial, la de los españoles americanos. La precedencia de los miembros de la sociedad criolla no se establecía únicamente en relación con una población mestiza o indígena, cuya sumi­ sión se daba por sentada, sino también en relación con el resién llegado, el inmigrante o el funcionario de la Corona colocado frente a los vasallos de 19 Repertorio Boyacense, NB9, marzo de 1913.

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las Indias. En ambos casos se suscitaba una cuestión de competencia social que los criollos hubieran querido resolver en su provecho. Éste era, por otra parte, el aspecto puramente formal del problema más sustancial del poder. Pues se sabía por anticipado que el poder de la Coro­ na era demasiado lejano para entrabar efectivamente el poder de hecho del patriciado criollo. Parecía esperarse que la Corona sancionara, cada vez que fuera necesario, los manejos de los notables o de lo contrario se la ig­ noraba simplemente. Cuando desde España se emprendía una acción más vigorosa en contra de los abusos y de los pretendidos privilegios del patri­ ciado, quedaba siempre el refugio de los procedimientos interminables, de las ápelaciones y las probanzas interesadas, de tal manera que, al cabo de un proceso muy largo, la verdad y aun el objeto mismo de la averiguación eran ya indiscernibles cuando no era que desaparecían los actores. A menudo se atribuye el afán por las distinciones sociales a un rasgo del espíritu español. Se pretende, por ejemplo, que los títulos de hidalguía y aun de nobleza se discernían de tal manera que no tenerlos era más bien un hecho excepcional. En América, estas distinciones fueron una conse­ cuencia forzosa del reparto im plícito de poder que establecía una especie de equilibrio entre los principios de soberanía del Estado español y las pre­ tensiones provincianas de los naturales de las colonias. Sin hablar de las ventajas fiscales que derivaba la metrópoli con la venta de hidalguías, car­ gos honoríficos o el acceso a las órdenes militares. Esta participación en un cursos honorem de segundo rango debía crear en la capa dominante española categorías y compartimientos. En casi todas las ciudades se reconocía la preeminencia de uno o dos patricios capaces de congregar en torno suyo fidelidades de linaje y de detentar un puesto honorífico como el de alférez real o alguacil mayor. En algunos casos, estos personajes debían su situación a su ascendencia pues contaban entre sus antepasados a algún caudillo notable. En la mayoría, sin embargo, era la simple concentración de poder económico, unida a una vasta parentela, la que determinaba las distinciones excepcionales. Así, no se sabría distin­ guir exactamente aquello que, en la persona o en la familia a la que se pertenecía, definía el lugar o el rango de la preeminencia. Es indudable, sin embargo, que ésta se cristalizaba sólo en el momento en que se verificaban, después de varias generaciones, injertos en un tronco muy conocido. Por eso el privilegio de las alianzas familiares significaba un reconocimiento implícito del «valor» del recién llegado. A falta de una denominación mejor, puede llamarse a esta estructura un sistema aristocrático. La venalidad de muchos cargos, introducida a fines del siglo XVI, con­ tribuyó a reforzar el poder de ciertos sectores de la sociedad criolla, y al

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mismo tiempo, estimuló una alianza entre la nueva riqueza y el grupo más cerrado de encomenderos. Como se ha visto, durante la presidencia de Antonio González la venta de cargos se convirtió en un capítulo muy im­ portante de las rentas reales. No obstante, el presidente prefirió ver los puestos ocupados por gentes de su confianza y proscribió su remate. Por el contrario, su sucesor, el presidente Sande, recurrió con largueza a las ventanas de cargos en pública subasta y se preocupó porque los adquirie­ ran ricos mineros de Remedios y de Mariquita20. El cargo más ambicionado del Reino, la vara del alguacil mayor, fue ofrecido en 1601 a Hernando de Caicedo, minero de Remedios, por veinte mil ducados, suma enorme en la época. Caicedo desistió de la compra y el puesto pasó a Diego de Ospina, también minero de Remedios, por treinta mil ducados. Aunque el ejercicio del cargo debía proporcionar al alguacil mayor no pocas ventajas, Ospina insistía todavía en que se le asignara un puesto bajo el dosel de la Audien­ cia en las funciones públicas y en tener un asiento con cojines de raso al lado de la corporación dentro de la iglesia21. Los treinta mil ducados ofre­ cidos le obtuvieron sin duda estas muestras adicionales de consideración y Ospina gozó del puesto hasta 163522. Las necesidades fiscales del Imperio multiplicaron los puestos que se vendían en pública subasta. El Cabildo de Santa Fe contaba ya en 1601 con catorce regidores con derecho a voto. El presidenté Borja añadió cuatro regimientos más y obtuvo por ellos diez mil ducados23. Con el correr de los años, estas distinciones fueron menos deseadas, al menos si tenía que pa­ garse por ellas sumas demasiado elevadas. En 1644, el presidente Martín de Saavedrá se quejaba de que después de los días del presidente Borja los puestos permanecían vacantes y ya nadie se apresuraba a comprarlos como en otras épocas24. Este fenómeno está asociado sin duda a una coyuntura económica des­ favorable pues los días en que los mineros de Remedios, Mariquita o Zara­ goza se trasladaban a las ciudades con el ánimo- de hacer una inversión provechosa habían quedado atrás. Las dos primeras décadas del siglo XVII, cuando apenas se insinuaba la segunda crisis minera, habían visto el éxodo de los mineros más poderosos hacia centros urbanos en donde podían pro­ curarse un goce tranquilo de las riquezas acumuladas. A mediados del 20 21 22 23 24

AGI. Santa Fe L. 18 r. 2 Doc. 81. Ibid. Doc. 9. Cont. L. 1602. Ibid. Santa Fe L. 22 r. 1 Doc. 9. Ibid. L. 18 r. Doc. 88 y 105. Ibid. L. 26 r. 1 Doc. 4.

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siglo, los capitales ya no eran tan abundantes ni su colocación en la co m p ra de preeminencias parecía tan segura. La venta de los cargos, sin embargo había contribuido a desterrar la violencia que había acompañado tan fre­ cuentemente las pretensiones de los encomenderos en el curso del siglo anterior. En adelante, sólo algunos nombres atrajeron el poder y q u ed aro n en capacidad de detentar la influencia y el prestigio. Los cabildos, fuentes de las «libertades» para unos pocos privilegiados, fueron perdiendo im­ portancia frente a esta concentración de poder. Los encomenderos, ya se ha visto, recibieron un rudo golpe cuando se los privó del monopolio de la mano de obra indígena entre 1598 y 1603. El decrecimiento de su influencia se reflejó en la actitud de dos g en eracio n es' la de aquéllos que habían hecho fracasar las visitas de Monzón y Prieto de Orellana y se habían opuesto a las reformas del presidente González, y una nueva generación que colaboró con el presidente Borja en la guerra contra los pijaos y llegó a obtener una participación en los asuntos de gobierno. En este sentido, la actitud de un Diego de Ospina, «el Mozo», co n trasta con la de su tío, Diego de Ospina, «el Viejo». Este había sido soldado en Flandes y había participado en la batalla de San Quintín. Llegó a la Nueva Granada en 1561 y participó con su hermano Francisco de Ospina en la conquista de Remedios y en la «pacificación» de indígenas rebeldes en el valle del Magdalena25. En 1580 se vio m ezclado en los conflictos que opo­ nían la Audiencia y los encomenderos a la autoridad del visitador Monzón. En esta ocasión, la Audiencia solicitó sus servicios para que, al frente de gente armada reclutada en la región de M ariquita, atemorizara a los parti­ darios del visitador y redujera a éste a prisión26. En 1600, la Audiencia le siguió un proceso en el que los cargos le hacían aparecer poco menos qué como un facineroso: fuera de su actuación propiamente política, se enjui­ ciaba una serie de ilícitos que comprendían cuarenta y cinco acusaciones. Ospina, jefe de una de las facciones de Mariquita, era aparentemente el paradigma de caudillos de horca y cuchillo que mantenían su poder me­ diante la intimidación y la violencia27. El sobrino, Diego de Ospina, «el Mozo», mostró mejores aptitudes para ganarse la confianza de las autoridades. El presidente González lo encargó de algunas misiones delicadas y colaboró con el presidente Borja en la gue­ rra contra los pijaos. Su actuación debió ser brillante pues Borja lo recom­ pensó con la gobernación de la provincia de Neiva y uno de los dominios 25 Ibid. Patr. L. 156 r. 6. 26 Ibid. Santa Fe L. 16, dt. por U. Rojas, El cacique, cit. pp. 164 ss. 27 Ibid. Santa Fe L. 25 Doc. 5.

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más extensos de la Nueva Granada en el valle del Magdalena, la nueva frontera abierta a raíz de la guerra. Ospina, minero y encomendero de Re­ medios, se convirtió así en propietario territorial28. Su hijo, Francisco de Ospina Maldonado, le sucedió en la gobernación y se casó con Ana Maldonado de Mendoza, entroncándose de esta manera con otra familia de pro­ pietarios y encomenderos de Santa Fe. La hija de éste, Catalina de Ospina, estuvo casada primero con Antonio Villarreal, oidor de Santa Fe, y luego con Diego Zorrilla, oidor en Quito. Francisca Zorrilla, hija de Catalina, es­ tuvo casada también con uno de los oidores de Santa Fe, Gabriel Álvarez de Velasco29. El poder político en las ciudades se perpetuaba a través de linajes y de clanes sabiamente reforzados con alianzas matrimoniales. La preocupación de los genealogistas, aparentemente desprovista de otra finalidad que no sea halagar la vanidad provinciana, conduce sin embargo a los umbrales de estudios más serios sobre verdaderas estructuras de poder. Juan Flórez de Ocariz, el genealogista por excelencia, ¿no fue también acaso el autor de un tratado sobre las encomiendas de la Nueva Granada, desgraciadamente perdido? Innumerables transacciones (tanto en el terreno político y social como en el económico) sólo pueden comprenderse a la luz de este tipo de estudios sobre los linajes pues a través de ellos es como se transmiten la propiedad, el prestigio de las alianzas, y en una palabra, el poder. Los ne­ gocios, las tierras, las minas, nada queda fuera de las previsiones familia­ res en cartas de dote, testamentos, donaciones y contratos de todo tipo. Los mismos puestos públicos, una escribanía, un corregimiento, un alguacilaz­ go, etc., se transmiten como un honor hereditario. Nombres españoles se injertan de cuando en vez al viejo tronco para renovar la «pureza de la sangre» de que los españoles americanos se sienten orgullosos y, tal vez en el fondo, perpetuamente temerosos de ver mancillada. Funcionarios de la Corona (gobernadores, oficiales de las Cajas reales, magis­ trados del tribunal de cuentas y aun oidores de la Audiencia), comerciantes, militares de carrera y, no pocas veces, aventureros son acogidos en el seno del patridado criollo para ser iniciados en sus intereses. Al cabo de algunos años, de una generación a más tardar, el nuevo nombre figurará entre aquéllos que cuentan en la ciudad. Casado' con una dote, el español recibido puede contar con un lugar en los negocios que decide gravemente el Cabildo: concesiones de tierras o de minas y, en el mejor de los casos, de una encomienda. *

28 Ibid. L. 17 r. 3 Doc. 130 a. L. 114. Patr. L. 156 r. 6. 29 Cf. Felipe de Vergara, Relación genealógica. Bogotá, 1962, p. 171. AGI. Santa Fe L. 25 Doc. 5.

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La resistencia de la sociedad criolla a las órdenes emanadas del poder real dependía de esta capacidad de asimilación. Es lo que pudieron expe­ rimentar a sus expensas los funcionarios demasiado celosos, inclinados a introducir reformas capaces de vulnerar los intereses del patriciado criollo; por eso debían plegarse a los hábitos y a los sobreentendidos de un equilibrio de poder o arriesgarse a verse arrastrados a una lucha de facciones. Ésta fue la suerte de los visitadores Monzón, Prieto de Orellana, Saldierna de Mariaca y Juan Cornejo, y de los oidores Egas de Guzmán y Luis Henríquez. El mismo presidente González se quejaba de la obstrucción de dos per­ sonajes, íntimamente vinculados a la sociedad criolla: el escribano Francisco Velásquez, secretario de la Audiencia, y su hermano Rodrigo Pardo Dasmariñas, factor de la Caja real y comerciante. Según el presidente, se trata­ ba de dos hombres, ... muy hacendados e interesados por sí y sus hermanos, hijos, yernos, so­ brinos y deudos que son tantos que no hay lugar en este Reino que no haya muchos de ellos ni se pueden hallar dos leguas de tierra en el que no sea por repartimientos, estancias, ganados y otras haciendas de los dichos..., mueven bandos y parcialidades y desensiones, valiéndose de los muchos deudos que tienen y de los malos medios que usan procurando para sí y sus deudos todas las preeminencias y aprovechamientos de la tierra, oprimien­ do la república...

A fines del siglo XVI y en el curso de la primera mitad del siglo XVII, este tronco familiar agregó los nombres de algunos poderosos mineros: Olmos, Berríos y Caicedos. En 1638, Tomás Velásquez, hijo del escribano y herede­ ro de la Secretaría de Cámara, se casó con la hermana del oidor Blas Robles de Salcedo. Este matrimonio provocó un comentario del presidente Sancho Girón para excusar la participación del funcionario: los contrayentes eran de edad tan madura que el matrimonio no podía achacarse a( una ligereza sentimental sino a sólidas consideraciones de conveniencia31. Los primos de Tomás Velásquez eran los hermanos Caicedo, mineros de Remedios y de Mariquita. Hijos de un español que llegó con el presidente Venero en 1564 y que probablemente hizo fortuna en los yacimientos de Vitoria y de Remedios, los dos Caicedoilustran la trama complicada delas alianzas y del monopolio del poder, puesambos desplegaron una energía sin igual para conseguir puestos y honores. 30 Ibid. L. 17 r. 2 Doc. 79 f. 4 v. 31 Ibid. L. 22 r. 1 Doc. 20.

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En 1595, Hernando de Caicedo, quien había sucedido a su padre en una encomienda y en la explotación de minas en Remedios, ofreció treinta mil ducados por la encomienda de Turmequé, la cual había pasado al dominio de la Corona32. Como fracasara en su intento de conseguir una de las en­ comiendas más ricas del Reino, ofreció veinte mil ducados por la vara de alguacil mayor. Entre 1600 y 1605 fue varias veces contador de la Caja real de Remedios y, en 1603, alcalde ordinario de Santa Fe. En 1605 ofreció pa­ gar cuatro mil ducados por tierras de «El Novillero», cuya composición se resistía a pagar Francisco Maldonado de Mendoza. La carrera de su hermano, Francisco Beltrán de Caicedo, fue todavía más notable. En 1600, siendo menor, su madre compuso para él la enco­ mienda de Suesca —que había poseído su padre— por mil pesos oro. En 1624, Beltrán compró el título honorífico de alférez real de Santa Fe por cinco mil ducados, colocándose así a la cabeza del Cabildo. Fue alcalde ordinario de la ciudad en 1615,1630 y 1640 y depositario general. En socie­ dad con Gaspar de Mena Loyola adquirió y explotó la mina de Manta en Mariquita, de la cual se decía que era la más rica del Reino y por la cual pagó cuarenta y tres mil pesos. El presidente Sancho Girón, marqués de Sófraga, favoreció el casorio de su pariente Juan Vélez de Guevara, mar­ qués de Quintana de las Torres, entonces gobernador del distrito minero de Zaragoza, con Jerónima, hija de Beltrán de Caicedo. En recompensa, éste recibió el nombramiento de contador del tribunal de cuentas, un honor ex­ cepcional para un criollo. Como se esperaba, el flamante contador dotó muy ricamente a su hija, sólo que jamás pagó los cien mil pesos de plata que prometió al marqués33. A su muerte, Beltrán dejó seiscientos mil pesos a sus herederos, de los cuales cuarenta mil para ser distribuidos en obras pías. Caicedos, Ospinas, Maldonados, Berríos, los nombres se repiten cons­ tantemente en el curso del siglo XVII, entrelazados en parentescos que se reiteran y se entrecruzan. En cada ciudad de provincia ocurre otro tanto. Al ojear las actas levantadas al comienzo de todos los años por los cabildos, pronto se percibe que los «puestos honrosos de la república» recaen casi siempre en las mismas personas. En Cali, por ejemplo, cuarenta y dos ape­ llidos se reparten 306 nombramientos de alcaldes entre 1566 y 1790. Esto significa que cada familia fue elegida siete veces en promedio. En realidad, las elecciones son mucho más frecuentes en algunos casos. Trece miembros de la familia Caicedo, por ejemplo, figuran treinta veces (¿veintidós como 32 Ibid. Cont. L. 1295 Santa Fe L. 17 r. 3 Doc. 116 f. 8 r. 33 Ibid. Santa Fe L. 193. Despacho N2 36.

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alcaldes de «primer voto», es decir, como representantes de vecinos en­ comenderos), entre 1647 y 1690. A partir de 1568 hasta 1768, ocho miem­ bros de la familia Cobo son elegidos dieciocho veces; también entre 1612 y 1777, cuatro Saas (el primero era un portugués, posiblemente ligado a la trata de negros), dieciséis veces —uno de ellos ocho veces—, entre 1612 y 163634. La continuidad de los linajes no puede filiarse a partir de la Conquista pues, como se ha visto, en muchos casos un nombre influyente podía apa­ recer mucho más tarde. Funcionarios, mineros o comerciantes se integraban así en el seno de una sociedad ya establecida y compartían sus privilegios. En algunos momentos propicios, el flujo de inmigrantes fue tal vez capaz de alterar un patrón establecido pero estos momentos debieron ser muy raros. Así, entre 1580 y 1610, el descubrimiento de nuevos yacimientos y la actividad del comercio negrero debieron atraer multitud de inmigrantes. En 1604, el corregidor de Tunja aconsejaba poner término a ese flujo des­ controlado, especialmente de portugueses35. La crisis minera coincidió con una disminución de estas oleadas. En 1618, los oficiales de la Corona calcula­ ban xma disminución del 80% —una cifra seguramente alarmista— en la po­ blación blanca con respecto a las cifras de 159036. En ese período, los españoles que reclamaban alguna hidalguía fueron bien acogidos en el seno de las fami­ lias criollas, a veces numerosas y cargadas de hijas. Ya se ha visto que puede describirse esta sociedad de «españoles ame­ ricanos» como una aristocracia. El control sobre la tierra y la servidumbre disimulada por el tributo indígena la señalan también como una sociedad señorial, en la que el factor racial contribuía a fijar la primera barrera entre las castas. Sin embargo, la estratificación —al menos en el sector español— no se atenía a un patrón en el que la exclusividad del linaje o elementos tradicionales jugaran un papel decisivo. Por su parte, la palabra «casta» designaba simplemente la pertenencia a una raza cualquiera de las compli­ cadas variantes que resultaban del mestizaje y no podía evocar en ningún momento una idea religiosa o algo parecido. En el sector español las barre­ ras estaban mal definidas y el patriciado era permeable a los recién llega­ dos y a los criollos enriquecidos. Si existía una discriminación con respecto a los artesanos y a los que ejercían oficios «serviles», ésta no podía existir en la misma forma cuando se trataba de una actividad mucho más renta34 Cf. G. Arboleda, op. cit., passim. 35 AGI. Santa Fe L. 56. Despacho de 30 de mayo de 1604 y L. 91. Despacho de 31 de ag. 1607. Cit. por U. Rojas, Corregidores, pp. 253 y 291. 36 Ibid, L. 68 r. 3 Doc. 69.

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ble. Ésta es la razón por la cual no existió una distinción precisa que sepa­ rara a los encomenderos de los mineros, de los propietarios, de los comer­ ciantes y de los funcionarios. Los conflictos entre criollos y españoles sólo se desarrollaron tardía­ mente y están ligados a una serie de factores que no pueden localizarse con precisión sino a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. La oposición bien conocida entre «españoles americanos» y funcionarios de la metrópo­ li, por ejemplo. En el curso del siglo XVII, estos funcionarios no pudieron substraerse jamás a las alianzas, a las complicidades y a los matrimonios de conveniencia que les ofrecía la sociedad local. A pesar de la prohibición que sancionaba con la pérdida del puesto al funcionario que contrajera pa­ rentescos en el sitio para el cual había sido designado, muchos infringieron esta regla y se casaron en las Indias o casaron a sus hijos y parientes. El presidente Martín de Saavedra, quien se mostró especialmente puntilloso en esta materia, denunció varios casos de infracción. Así, el fiscal de la n rj Audiencia, Juan de Grijota, era un abogado oriundo del país ; el oidor Gabriel Alvarez de Velasco se había casado con una señora de la familia de los Ospinas38; los oidores Sancho de Torres y Gabriel de Tapias estaban casados con dos limeñas y figuraban como padrinos de los hijos de Ospinas, Maldonados y Venegas39. Muchas familias de Santa Fe y de Popayán con­ taban en sus orígenes a algún funcionario real e innumerables beneficios ecle­ siásticos eran disputados para colocar a hijos y parientes de los oidores. Naturalmente, el acuerdo tácito que sé derivaba del lihaje podía romperse ' en algún momento. Infinidad de pleitos entre parientes, en razón de heren­ cias o de créditos no satisfechos, dan testimonio de motivos ocasionales de conflicto. Lo mismo podía ocurrir con las precedencias asignadas con mo­ tivo de las ceremonias públicas. Así, en 1644, con ocasión de la muerte de Francisco Beltrán de Caicedo, se suscitó una vez más este conflicto secular. En el momento de los funerales, los alcaldes de la ciudad de Santa Fe qui­ sieron ir adelante de los miembros del Tribunal.de Cuentas. Éste puede parecer un motivo de conflicto baladí pero, sin embargo, era el más fre­ cuente. Desde 1579, los oficiales de la Corona se habían quejado con amar­ gura de que el Cabildo municipal pretendía ocupar un puesto preferente al lado de la Audiencia. A partir de entonces se elevaron ante el Consejo de Indias infinidad de reclamos sobre este punto. El Consejo terminó por prohibir la presencia de los oficiales de la Corona en cualquier ceremonia 37 Ibid. L. 22 r. 1 Doc. 41. 38 Ibid. Doc. 5. 39 Ibid. Doc. 12 y L. 26 Doc. 21.

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que no estuviera prevista en el calendario oficial de celebraciones, en las cuales las precedencias se establecían de acuerdo con el rango del funcio­ nario. Esta medida excluía prácticamente a los oficiales reales de la vida social de la colonia puesto que, en calidad de particulares, debían conten­ tarse con un lugar al lado del «común» y aun de los indios en las ceremo­ nias que no revestían una especial solemnidad40. ¿Pero qué ocurría cuando el funcionario real era un criollo? Era impo­ sible impedirle asistir a los matrimonios, a los entierros o a los bautismos de sus parientes. O de desconocer su calidad de funcionario real, por enci­ ma del Cabildo municipal. Beltrán de Caicedo había llegado a ocupar un puesto como contador del Tribunal de Cuentas y su sucesor era también un criollo, emparentado, lo mismo que Caicedo, con las familias más po­ derosas del Reino. Se trataba de Alonso Dávila G aviria, casado con una nieta de Francisco Maldonado de Mendoza. Esta alianza alineaba a su lado veintidós encomenderos, entre los cuales se contaban Maldonados, Venegas, Ospinas y Caicedos. En el conflicto que oponía este funcionario a los regidores de la ciudad pueden discernirse claramente razones más profundas que el simple deseo de subrayar precedencias. Se trataba, en el fondo, de la pérdida creciente de poder y de prestigio de los cabildos municipales y de la colaboración que prestaban en su desmedro algunos criollos a la administración metro­ politana. El Cabildo sostenía contra Dávila Gaviria que los puestos muni­ cipales habían perdido su prestigio y que ya ni siquiera se vendían debido a la actividad prepotente de los oficiales de la Corona. Éstos replicaban que no eran ellos sino el presidente mismo de la Audiencia quien había inter­ venido en las elecciones de los cabildos para asegurarse un apoyo político. A partir de la presidencia de Antonio González (1590-1595), los cabil­ dos habían perdido su control de hecho sobre los otorgamientos de tierras. El sistema de los «conciertos», introducido bajo la presidencia de Sande algunos años más tarde, había reservado también el reparto de mano de obra a la administración central y su control directo había pasado a los corregidores designados por ella. Todavía más, la oposición de los cabildos a las reformas fiscales de 1591 había sido abatida y en 1634 el presidente San­ cho Girón había intervenido en las elecciones de los alcaldes municipales cuando los regidores y algunos notables de Santa Fe quisieron presentar un frente de oposición a la «sisa» o impuesto de la Armada de Barlovento que gravaba el comercio interno41. 40 Ibid. L. 68 r. 1 Doc. 23. Despacho de 23 jun. 1629. L. 17 r. 3 Doc. 137 f. 2 v. L. 54 passim. 41 Ibid. L. 22 r. 2 Doc. 78.

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Así, no es raro que algunos criollos hayan alimentado cierto resenti­ miento contra el sistema que los despojaba de su autonomía. Otros encon­ traron una manera de asimilarse al nuevo sistema y de incrustarse en los rangos del poder. El mismo Dávila Gaviria se encontraba en conflicto con otros propietarios de tierras debido a la escasez de mano de obra. El con­ tador había recibido en dote una parte del antiguo dominio de los Maldonado, las estancias de Fute y Tena, y compartía, por orden del presidente, sesenta indios que quedaban en la encomienda de Bogotá, con la encomen­ dera, su mujer. Solamente seis indios de esta encomienda se destinaban a los cultivos de Jacinto y Alonso Ramírez Floriano. Ahora bien, este último había estado casado con la heredera anterior del mayorazgo de Bogotá, de donde tal vez derivara su derecho a la mano de obra que empleaba de la encomienda. Sin embargo, Dávila Gaviria se la disputaba, quejándose de no tener indios suficientes para recoger una cosecha de mil fanegas de trig o

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Así, el proceso de deterioración de los cabñdos era paralelo a un crecimien­ to en los poderes de los presidentes y de la Audiencia. Esta transformación institucional traducía una pérdida de la influencia de los encomenderos y la decadencia misma de la encomienda como sustento de un poder económi­ co. Pero estos cambios no hacían perder pie a un sector de los «españoles americanos» que buscaban aproximarse a las nuevas fuentes del poder. En el fondo, era la larga crisis del siglo XVII la que marcaba con ciertos rasgos una sociedad muy débil demográficamente y que detía apoyarse en los signos de autoridad que iban afirmándose para poder subsistir. Bien es verdad que el poder, el verdadero poder en cuanto este signifi­ caba privilegios económicos y sociales, o el que implicaba la posibilidad de seguir gozándolos en medio de una economía empobrecida y reducida a los límites de la subsistencia, permaneció siempre ligado a la posesión de la tierra. La estructura económica que había sido fundada en el siglo XVI y que atribuía tanta importancia a los hallazgos de'oro era demasiado débil y demasiado inestable como para desplazar en provecho de mineros y de comerciantes los vínculos más sólidos fundados en la posesión de la tierra. En una economía cada vez-más cerrada, era esta última la que alimentaba los mercados urbanos y la que mantenía cierto movimiento. Por esto no existieron nunca barreras inflexibles entre los sectores que ejercían las ac­ tividades más remunerativas. Al cabo de una generación o dos, las familias de comerciantes afortunados podían aspirar a un regimiento en el Cabildo 42 Ibid. L. 54 passim. Vergara, op. cit., p. 171.

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de una ciudad o los mineros llegar a convertirse, cuando lo quisieran, en propietarios de estancias. En el fond o, también era la coyuntura económica la que fijaba ciertas reglas en las alianzas y en el juego complicado de los matrimonios. A medida que avanzaba el siglo, las intervenciones de los presidentes y de la Audiencia eran cada vez m ás notorias en el seno de los cabildos. En 1684, el alguacil Pedro de Vargas denunciaba la intervención del presiden­ te en las elecciones del Cabildo de Santa Fe de 1682,1683 y 1684. En 1692 el Consejo de Indias decidía que, en adelante, los funcionarios españoles deberían intervenir en la designación de las personas encargadas de abastecer A le ganado a las ciudades y en la distribución de las aguas43. Los notables, alentados por las autoridades españolas, buscaban ahora puestos subalter­ nos que los colocaban en situación de poder influir en las decisiones. Este proceso, interrumpido en el siglo siguiente por las reformas borbónicas, iba a engendrar los conflictos conocidos entre «españoles» y «españoles americanos» y provocar la ruptura final. LOS MESTIZOS El vacío creado por la catástrofe demográfica indígena tenía que resque­ brajar necesariamente los nexos de una dominación personal, reconocidos en la institución de la encomienda. Estos nexos, sin embargo, nunca desa­ parecieron totalmente con respecto a las «castas» inferiores de la sociedad. El monopolio sobre la tierra, las m inas y el comercio iban a pesar sobre los mestizos de una manera análoga a com o habían pesado sobre los indios. En las instituciones sociales forjad as en el curso del siglo XVI, nada se había previsto respecto a los m estizos que no fuera de una manera negativa. Ésta es la razón por la cual el estudio de mestizaje —que debiera ser capital para la comprensión de nuestras sociedades— plantea problemas comple­ jos y difíciles de resolver. M ientras que para los indígenas y para el sector dominante de la sociedad sé poseen fuentes en abundancia, los mestizos apenas merecieron una mención ocasional en los documentos oficiales. Este vacío no obedece a su im portancia real en el seno de la sociedad colonial sino más bien a una ausencia de identidad jurídica que permitiera su asimilación/sea a los mismos indígenas, sea a los españoles pobres. Los mestizos gozaban, ciertamente, de la condición de «libres», es decir, de personas no sometidas al pago d e un tributo y, por tanto, a una sujeción 43 Ibid. L. 61 Despacho de 4 enero 1684.

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personal. Por lo tanto, estaban colocados, teóricamente, en el mismo rango que los españoles pobres, generalmente artesanos o pequeños cultivadores y comerciantes. Los mestizos ejercían también oficios artesanales en las ciudades (su permanencia estaba prohibida en los pueblos de indios) o ejercían el comercio en pequeña escala («tratantes») o incluso llegaron a poseer pequeñas estancias. A través de estas actividades, puede recelarse su presencia en los protocolos de los escribanos o en las actas de los cabil­ dos municipales. Según estos últimos, los mestizos eran casi siempre una fuente de conflictos en las ciudades, sobre todo con ocasión de crisis pro­ longadas. La primera generación tuvo en su favor el privilegio de estar entronca­ da directamente con los conquistadores. Muchos de estos mestizos goza­ ron de consideración social y algunos recibieron órdenes eclesiásticas y se desempeñaron como doctrineros44. En muchas causas de indígenas apare­ ce como procurador ante las autoridades locales de Tunja Sebastián Ropero, un mestizo, hijo de Martín Ropero, que había sido encomendero de Moniquirá. El encomendero de Cómeza, Ortuño Ortiz, reconoció como hijo a Juan Ortiz, habido en una unión que duró veinte años con Elvira de Tena. El reconocimiento y aun el hecho de que este hijo mestizo sucediera a su padre en la encomienda no parece haber merecido el repudio o la desapro­ bación por parte de los compañeros del conquistador. Cuando, en 1563, la india pidió un curador ad litem para reclamar la sucesión del encomendero, el alcalde Diego Montañez designó para este efecto a Juan de Chinchilla, encomendero de Chiramita. En el juicio que prosiguió para establecer la filiación, Chinchilla hizo comparecer a Bartolomé Camacho, Diego Pare­ des Calderón y Francisco Rodríguez, todos compañeros de Quesada y nota­ bles de Tunja 5. El mismo Juan de Chinchilla tuvo hijos mestizos. En 1568, su viuda, Inés Pinta, hizo donación de dos esclavos a los nietos mestizos del que había sido su marido46. En los testamentos de los conquistadores es muy frecuente encontrar reconocimientos parecidos o cláusulas de lega­ dos que favorecían a las madres indígenas. El crecimiento de la población mestiza fue paralelo al de cierta hostilidad de parte de la sociedad española, que pronto se tornó en prejuicio arraiga­ do y que acompañó al auge demográfico de los mestizos hasta el siglo XVIII. A lo largo de toda la colonia se vio en ellos una fuente inagotable de dis­ turbios, de pretensiones injustificadas y de ociosidad. Uno de los casos

44 Cf. R. Rivas, op. cit., passim. 45 AHNB. Ene. t. 26 f. 725 v. 46 Not. la. Tunja, 1568. f. 201 r.

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más notorios en el que se utilizó este prejuicio como arma durante el siglo XVI lo constituyeron los reclamos de cacicazgos por parte de mestizos. A pesar de ser hijos de conquistadores, D. D iego de Torres y D. Alonso de Silva disputaron durante mucho tiempo su calidad de caciques legítimos de Turmequé y Tibasosa. Los dos m estizos encontraron el apoyo de sus propios sujetos indígenas y del presidente Venero de Leiva. Sus e n c o m e n ­ deros y el protector de indios Alonso de la Torre argüyeron que se trataba de gente indeseable por ser mestizos y que la experiencia había demostra­ do cómo éstos se mostraban más inclem entes que los mismos españoles para con los indígenas. D. Alonso de Silva alegó en su favor que, por el contrario, los mestizos habían demostrado ser gente laboriosa y buenos cris­ tianos. Los encomenderos más influyentes de Tunja intervinieron para apoyar una petición del procurador de la ciudad, Juan Rodríguez Parra, que trataba de impedir el acceso de D. A lonso al cacicazgo. Esta actitud se explica por el hecho de qu e los conflictos que opusieron en 1580 los encomenderos a los funcionarios, venidos de España como vi­ sitadores, habían hecho surgir temores a propósito de la actitud que irían a asumir los mestizos. El más influyente entre éstos, D. Diego de Torres, go­ zaba de la protección del visitador M onzón y esto ocasionó que el Cabildo de Tunja ordenara confiscar todas las arm as que se encontraban en poder de los mestizos de la región. Se elaboró u n a lista que comprendía setenta y cinco nombres de mestizos que habitaban en Tunja. Entre ellos, un enco­ mendero, Juan Ortiz, y otro que llegaría a serlo más tarde, Miguel de Partearroyo. Se mencionan también trece artesanos: tres herreros, tres sastres, cuatro plateros (el oficio más considerado), dos silleros y un zapatero. La mayoría parece haber estado compuesta p or «calpixques» o por pequeños cultivadores. Estos últimos ponían de presente su lealtad hacia la Corona y se quejaban de no tener tierras puesto que todas habían sido distribuidas entre los regidores y los vecinos españoles: ... nos hemos recogido algunos de nosotros a las estancias que nuestras te­ nemos en que aramos y labramos, y algunos de nosotros que no las tene­ mos, alquilando tierras para el dicho efecto, con que sustentamos nuestras mujeres e hijos... y otros con un poco d e g anad o que criamos en algunos pedazos de tierra, que son bien pocos los qu e se nos han dado y proveído por el cabildo de Tunja porque se tienen to d a la mejor y más della los dichos vecinos y regidores de la dicha ciudad...

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AGI. Escr. Cám. L. 824. dt. por U. Rojas, El cacique, dt. p. 138.

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Esta controversia relativamente temprana (1571-1580) ilustra la quere­ lla que habría de perpetuarse a lo largo del período colonial. Los mestizos, como lo afirmaba D. Alonso de Silva, ejercieron oficios artesanales en el ámbito urbano y no podía tachárseles de gente ociosa o especialmente de­ pravada. Con todo, dado el carácter de dualidad social que se imponía a todas las relaciones por la presencia de dos grupos raciales y, sobre todo, el confinamiento de estos dos grupos en áreas definidas (ciudad-campo) que componían un esquema de dominación muy simple, la presencia de los mestizos no hallaba acomodo sino como grupo subordinado en el ám­ bito urbano. Tan pronto como escapaba de esta condición, atraía hacia sí la desconfianza y hasta el odio. Además, su crecimiento tendía a romper e l, confinamiento urbano al crear una población flotante, forzosamente ociosa, que debía emigrar a los campos para buscar un medio de vida. Al principio pudieron jugar un papel intermedio como administradores o calpixques de las encomiendas, contratándose por un salario fijo o, más a menudo, por una participación en los frutos de las cosechas. Este tipo de contrato era tan beneficioso para los encomenderos como para los mestizos y por eso no resulta extraño que éstos, como administradores de los intereses de los en­ comenderos, hayan justificado la creencia general de que se trataba de gente codiciosa, dispuestos siempre a explotar inmisericordemente a los indios. La ciudad era, pues, un medio más propicio a las actividades de los mestizos. Allí encontraban oportunidades de alcanzar puestos como escri­ banos y procuradores, de ser curas y pequeños comefciantes, de ejercer oficios artesanales. Los puestos más elevados les eran, no obstante, inacce-: sibles. Cuando por alguna circunstancia excepcional los alcanzaron, fue­ ron acusados de villanía o de actuaciones que, con o sin razón, los mismos españoles no concebían que se cometieran entre ellos. Así, el hijo natural de Belalcázar fue acusado de cobardía48, y del hijo de Gaspar de Rodas, para quien su padre quería la sucesión en el gobierno de la provincia de Antioquia, se afirmaba que había apuñalado nada menos que a un oidor de la Audiencia49. Algunos mestizos llegaron a actuar ante la Audiencia como procuradores o escribanos, tales como Martín Camacho, Juan Sán­ chez, Diego de Aponte y Lázaro Xuarez. Unos pocos llegaron a ser regidores: Diego García Zorro, cuyo hermano era canónigo en el capítulo de Santa Fe, y Antonio Verdugo y otros, encomenderos: Cristóbal Riaño, Miguel López de Partearroyo y Francisco Ortega50. 48 Cf. Aguado, op. cit., II, p. 559. 49 AGI. Santa Fe L. 17 r. 2 Doc. 67 f. 51. 50 Ibid. L. 38 r. 1 Doc. 18 Cont. L. 1301.

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Mientras los mestizos fueron una minoría, su asimilación no parece ha­ ber sido tan problemática, aun si eran objeto de un desprecio mal disimu­ lado o de la sospecha de ligereza. Según el presidente González, ... el inconveniente que hay de tenerlos (los oficios) en su facilidad en cual­ quier cosa y regularmente la opinión de poco crédito...

Pero en el curso del siglo xvn la presencia de los mestizos fue tornándose demasiado notoria. En 1631, el visitador Rodríguez de San Isidro c o m p ro ­ bó que la mayoría de los doctrineros eran mestizos52. En 1650, el presidente Fernández de Córdoba observaba que ... se ha introducido otro daño en los escribanos reales, por haber consegui­ do títulos dellos mestizos que no son nada a propósito y que su naturaleza es inclinada al mal...

A comienzos del siglo xvii (en algunos casos, al amparo de su «admi­ nistración»), algunos mestizos ya poseían propiedades en el medio rural. En una de las regiones de más acentuado decrecimiento indígena y, posible­ mente, de más rápida mestización, el valle de Tenza, los indios se quejaron hacia 1600 de que Santiago, Juan, Diego, Bartolomé, Felipe y Sebastián de Roa, descendientes mestizos de su encomendero anterior, les quitaban sus frutos, les usurpaban sus tierras y se servían de ellos en estancias y trapi­ ches sin pagarles salarios54. Nada indica que la presencia de mestizos cerca de los indios haya sido más perniciosa que la de los españoles, fueran encomenderos o simples propietarios. Prohibiciones sucesivas a partir de 1541, les vedaba a todos residir en pueblos de indios55. A pesar de que se quiso exceptuar a los mes­ tizos nacidos en los pueblos mismos, cuando se trataba de poner en vigor la prohibición el funcionario no se paraba a hacer este distingo. Durante su visita a Iguaque, el licenciado Andrés Egas dé Guzmán ordenó que se sa­ cara del pueblo siete mestizos, seis de los cuales eran criaturas que no podían ser todavía separadas de sus madres. El visitador otorgó que la expulsión se aplazara por tres años56. 51 52 53 54 55 56

Ibid, Santa Fe L. 18 r. 1 Doc. 18. Ibid. L. 193 Despacho 39. Ibid. L. 27. Despacho de 1650. AHNB. Cae. e ind. t. 73 f. 523 r. y 682 r. Sobre este punto, Cf. Magnus Mómer, op. cit., art. dt. AHNB. Vis. Boy. 1.12 f. 822 r. ss.

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Puede afirmarse que la interdicción se ejecutaba en la práctica casi ex­ clusivamente contra los mestizos. En 1636, por ejemplo, durante la visita de Juan de Valcárcel a Samacá, un repartimiento de la Corona, se hicieron averiguaciones sobre los vecinos que se servían de los indios abusivamen­ te. A pesar de ser un buen número, sólo se les impusieron sentencias pecunia­ rias, en tanto que a tres mestizos, naturales del valle y que habían poseído allí una estancia más de 30 años, se les prohibió entrar al pueblo de Sama­ cá, ni siquiera con el fin de asistir a misa. En cambio, se les autorizó para oírla en Cugusita o Sora . La presencia de mestizos se acusaba en algunas regiones, particular­ mente en aquéllas en donde había repartimientos de la Corona. El valle de Sogamoso, por ejemplo, llamó siempre la atención de las autoridades por el número de mestizos que habitaban en el pueblo y tenían pulperías, ejercían oficios artesanales58 o poseían estancias en las inmediaciones. El 25 de abril de 1636, el visitador Valcárcel dictó un auto prohibiendo una vez más la residencia de mestizos y vagabundos en Sogamoso59. El 20 de noviembre de 1668, el presidente Diego de Villalba y Toledo declaró, por medio de un auto, haber recibido información de que en Sogamoso habitaban toda clase de gentes, como si se tratara de un pueblo de españoles, a pesar de las insistentes prohibiciones de residir en los pueblos de indios. Comisionó al relator de la Audiencia, José Gil de Soria, para qué fuera a Sogamoso y expulsara a los extraños60. En diciembre, el comisionado procedió a la ave­ riguación. Encontró que en el pueblo mismo residían cerca de 80 personas mestizas, algunas de las cuales arrendaban tierras de los resguardos para sembrarlas, y otras ejercían oficios artesanales61. La expulsión ordenada por Gil de Soria suscitó reacción entre los mestizos, quienes pusieron un libelo insultante en la puerta del corregidor del partido, el capitán D. Francisco de Useche y Cárdenas. A comienzos del siglo XVIII, el crecimiento de la población mestiza hacía ya nugatorias todas las medidas que se tomaran para alejarla de los pue­ blos de indios. El fiscal de la Audiencia pidió sucesivamente en 1701, 1705, 1706 y 1707 que se cumpliera la legislación pero sin resultados aparentes. En 1705 escribía que en Sogamoso eran tantos los mestizos, mulatos y zam­ bos que vivían entre los indios, 57 58 59 60 61

Ibid. í: 560 r. ss. f. 666 r. ss. Ibid. t. 8 f. 320 r. ss. Ibid. f. 637 r. Ibid. 1.13 f. 1023 r. Ibid. f. 1032 r. ss. M5mer, art. dt.

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H is t o r ia

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... que casi no se distinguen los unos de los otros, siendo éstos los que en el sentir del fiscal destruyen los pueblos a causa de los continuos agravios que ejecutan contra los miserables indios y sus bienes y juntamente quitándoles el cultivo de sus tierras porque para mantenerse han, so color de arrenda­ mientos que hacen de sus solares, por cortas cantidades se aprovechan de lo mejor y m ás fructífero; a que se llega que éstos se mezclan con las indias de donde redunda luego el tratar de exonerarse los hijos de las descripción y paga de los tributos y servicios personales, por decir son hijos de mes,. 62 tizos...

Ni la legislación ni los prejuicios arraigados podían modificar el creci­ miento de la población mestiza. En el momento en que la curva demográfica indígena alcanzó su punto más bajo, a mediados del siglo XVII, comenzó a operarse un proceso de sustitución demográfica que, a largo plazo, aca­ rrearía el fin del dualismo racial. Esta sustitución no significó, en ningún momento, la modificación de un sistema social rígidamente jerarquizado puesto que las bases de este sistema descansaban en el control económico y en el poder político. La ideología racista que rebajaba la condición de mestizo se esgrimía como un arma de competencia contra cualquier posi­ bilidad de ascenso social. El mestizo, a diferencia del indio, no estaba sometido a pagar tributo y, en teoría, podía alquilarse libremente. Esta si­ tuación ambigua, que lo equiparaba al español, desataba contra él todo el desprecio social que fuera capaz de aniquilarlo. Un auto de 1657, del pre­ sidente Dionisio Pérez Manrique, en el que se reglamentaban la formas del trabajo indígena, prohibía que estas gentes de baja condición tuvieran in­ dios a su servicio. Esta prohibición, y el hecho de que no pudieran residir en pueblos de indios, tendía a eliminarlos como propietarios agrícolas. Su crecimiento, sin embargo, anulaba de hecho cualquier prohibición, y fue así como se convirtieron en arrendatarios o poseedores de los resguardos indígenas. La reducción secular de la población indígena (a un 10% de lo que había sido originalmente) hizo ceder, finalmente, el prejuicio. En el siglo XVIII se experimentaron nuevas formas de organización social e inclusive quisie­ ron borrarse distingos que ya no justificaban el esquema de dominación original. Desaparecida la población indígena, desaparecía con ella el tribu­ to y la dualidad racial que hacía convergir a un centro urbano privilegiado los productos agrícolas y la disponibilidad de mano de obra. En adelante, 62

A H N B . Cae. e ind. t. 63. f. 1035.

La

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había que tener en cuenta otra realidad social impuesta por el mestizaje y, por lo tanto, adoptar formas de organizaciones diferentes. Ya a fines del siglo XVII comenzaron a erigirse parroquias constituidas por vecinos «españoles» y destinadas a dar un asentamiento urbano a es­ tancieros y pequeños propietarios independientes. Se fundaron así Santa Rosa de Viterbo, Sátiva y Sotaquirá. Hacia 1756, y a raíz de la visita de Verdugo y Oquendo, algunos pueblos de indios se convirtieron en parro­ quias debido a la preponderancia de los mestizos sobre la población indí­ gena casi extinguida. Surgieron así como parroquias Sutamerchán, Soatá, Tenza, Somondoco, La Uvita, Miraflores y Chiquinquirá. En 1777, por ini­ ciativa de Moreno y Escandón, quisieron sustituirse finalmente la mayoría de los pueblos de indios por parroquias.

A u t o r e s c it a d o s e n e l t e x t o

Aguado, Pedro (Fray) 18, 20, 38, 46, 48,74,77,81,83,116,147,277,407 Arboleda, Gustavo, 318 Arnoldsson, Severker, 68 Arroyo, Jaime, 302 Bloch, Marc, 111 Borah, Woodrow, 70, 78, 94 Broadbent, Silvia M., 39,43 Chaunu, Pierre, 269, 270, 321, 328, 346,399 Cieza de León, 2,11,14,31, 281 Cook, S.F. 70, 78, 94 Díaz del Castillo Berna!, 2 Escobar (Pbro.), 124,400 Flórez de Ocariz, Juan, 20, 101, 115, 116,439 Friede, Juan, 6, 11, 12, 30, 31, 78, 86, 139 Góngora, Mario, 1, 5, 6 Hamilton, Earl }., 267-269, 321-325, 328; 332,334 Hanke, Lewis, 68 Hernández Rodríguez, Guillermo, 39 Jara, Alvaro, XVII, 1, 270, 321 López Toro, Alvaro, 359

López de Velazco, Juan, 78,87,88,89, 90, 98, 99,102 Marzahl, Peter, 299 Mellafe, Rolando, xvii, 24,105 Morner, Magnus, XVn, 4,5,54,232 Otero, D'Costa, 389 Parsons, ]., 347,353 Pirenne, Henri, 110 Prescott, 2 Rodríguez Freile, Juan, 134,343 Rodríguez Vicente, Encarnación, 321 Romoly, Kathleen, 77 Sauer, Cari Oítwin, 5, 6 Schelle, 316 Service R. Elman, 29,30, 31, 32 Simón, Pedro Fr., 49 Simpson, L.B., 70, 78 Sombart, Ernest, 110 Trimborn, H., 9, 32, 33, 34 Troeltsch, E., 110 Vilar, Pierre, 2 Weber, Max, 110 West, Robert, 276 Zabala, Silvio, 1 Zárate, Agustín de, 2

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Acebo Sotelo, Pedro de, 127,128 Aganduru, Jerónimo de, 134,372 Aguirre Astigarreta, Sebastián de, 227 Aguirre, Tomás, 279, 290 Agreda, Pedro de, 72,125 Ahumada, Juan Antonio de, 211 Alarcón, Bartolomé de, 130,278,307 Alava, Francisco de, 208 Albornoz, Bernardino de, 191, 211, 213 Alcalá, Juan de, 208 Alcocer, Fernando de, 390,394,397 Alderete del Castillo, Andrés, 227 Alfínger, Ambrosio, 11, 98,100 Almanza, Bernardino de, 224,375 Alquiza, Ana de, 133 Alquiza, Sancho de, 133 Álvarez Palomino, Domingo, 271 Álvarez de Velasco, Gabriel, 439,443 Alvaro, cacique de Duitama, 195 Alvis, Iñigo de, 419 Alvis, Juan de, 373,392,414,417-419 Amaral, Gabriel Estacio de, 338 Amarillo, Juan, 313 Andagoya, Pascual, 285, 301Ángel de Angulo, Pedro, 135 . Angulo de Castejón, 13,14,71,72,81, 85, 86, 89, 90, 144-151, 153, 158, 162,177 Angulo, Jerónima de, 244 Angulo, Juan de, 205,291 Aponte, Diego de, 417,449

Aranda, Alonso de, 247 Aranda, Juan de, 287 Araque, Cristóbal de, 395 Arboleda Salazar, Francisco de, 299, 318,338, 339 Arboleda, Jacinto de, 298,299,431 Arellano, Pedro de, 214 Arias Maldonado, Francisco, 115,122 Arias Maldonado, Garci, 387, 403, 422 Arias Maldonado, Ignacio, 255 Arias, Jerónimo, 236 Armendáriz; Lope de, 125, 194, 208, 215,296, 386,415 'Armenteros, Diego de, 188,189 Artajona, Lorenzo de, 134 Arteaga, Juan de, 313,410 Astigarreta y Avendaño, Gregorio, 228 Astigarreta, Gregorio, 209, 210, 228, 373 Auncibay (Lic.) 51, 303 Avellaneda, Juan de, 208 Avendaño, Francisco de, 251 Avendaño, Juan de, 37,115, 207 Báez, Elvira, 173 Baños Sotomayor, Pedro, 431 Barrera, Juan de la, 173 Barreto, Francisco Hipólito, 260 Barriga, Ochoa de, 280 Barrios, Juan de los (Fray), 140, 148, 153,162 Bastidas, Rodrigo de, 3

458

Bautista de los Reyes, Andrés, 225 Bautista de los Reyes, Juan, 130 Becerra, Pedro Francisco, 225 Belalcázar, Sebastián de, 3, 4, 11, 13, 16, 18, 21, 23, 98, 112, 114, 116, 117, 122, 123, 178, 280, 281, 285, 295, 368, 449 Beltrán de Guevara, Antonio, 46,127, 232, 235 Beltrán de Caicedo, Félix, 186,187 Beltrán de Caicedo, Francisco, 290, 315, 355, 356, 430, 432, 441, 443, 444 Bermúdez de Castro (Gob.), 286, 287, 401 Bermúdez Olarte, Bartolomé, 174 Bernal, Honorato, 208 Berrío (oidor), 153 Berrío, Antonio de, 133 Berrío, Diego de, 290 Berrío, Fernando de, 133,187 Berrío, Francisco de, 290,423 Berrío, Jerónimo, 432 Berrío, Luis de, 430 Betancur, Andrés, 433 Betancur, Marcos, 433 Borja, Gaspar de, 314 Borja, Juan de, 60, 129,130, 184, 223, 243, 350, 383, 384,399,437,438 Bravo Maldonado, Antonio, 37, 38, 242, 243 Bravo, Juana, 226 Bravo de Rivera, Pedro, 143,295 Bravo de Molina, Pedro, 37 Briceño (Lic.), 23,75,85,129,140,141, 148,162, 372 Briceño, Pedro (Tes.), 281, 363, 368, 369,406 Bueno, Cristóbal, 46, 48, 76, 83, 89, 407 Bueno, Martín, 365 Bueso Valdés, Juan (Cap.), 316

H is t o r i a e c o n ó m ic a y s o c i a l

I

Buitrago, Luis de, 247, 250 Buitrón de Mora, Félix, 225 Bustamante Quijano, Pedro, 211 Busto, Isabel de, 313 Caballero, Andrés, 293 Cabeza de Vaca, Luis, 169 Cabrera, Francisco, 126 Cabrera y Dávalos, Gil de, 432 Cabrera de Sosa, Pedro, 128 Cáceres, Bartolomé de, 351 Cáceres, Francisco de, 126 Caicedo Maldonado, Alonso de, 432 Caicedo, Fernando de, 220 Caicedo, Hernando de 297,437,441, Caicedo, Diego Ignacio, 255 Caicedo Salazar, Juan de, 290 Calatayud, Martín de (Fr.), 22,119 Camacho, Bartolomé, 129,211,447 Camacho, Martín, 157,449 Campo, Hernando del, 296 Campuzano y Lanz, José María, 63, 64, 65, 66, 67,235, 256-258 Capa de Lagos, Juan, 430 Cárdenas, Francisco de, 126 Carlos V, 297, 308, 310 Carrasquilla Maldonado, Diego, 351, 352 ' Carrillo, Alonso, 193 Carrillo, Baltasar, 56 Carvajal, Catalina, 127 Carvajal Manrique, Diego de, 225 Carvajal, Jerónimo de, 207 Casas Bartolomé de las (Fr.), 69, 70, 73,175 Castro Jerónima de, 129 Castro, Juan de, 393 Cepeda de Ayala (Cap.), 301 Cepeda, Bartolomé de, 423 Cepero, Pedro, 23 Cerón, Juan, 52 César, Francisco, 9,11, 224 Chacón de Porras, Juan, 213,431

ÍN D IC E O N O M Á STIC O

Chaparro (Oidor), 126 Chaves, Juan de, 279 Chinchilla, Juan de, 447 Chirino, Cristóbal, 212 Cifuentes Monsalve, Francisco de, 225, 235,251 Clavijo, Cristóbal, 430 Cobo/Lorenzo de, 227 Colmenares, Pedro de, 120, 368,388 Colón, Cristóbal, 199,270 Contreras, Juan de, 226 Córdoba, Pedro de, 121 Cornejo, Juan, 73,428, 431-434,440 Coronado, Alonso, 208 Cortés de Mesa, 51 Comña, Agustín de la, 177,188,189 Cosa, Juan de la, 6 Coutinho Báez, 306,310 Cuadrado, Solanilla, 129,184 Cubides, Antonio de, 373 Dávila Gaviria, Alonso, 134,444,445 Dávila, Ana, 134 Dávila Maldonado, Nicolás Antonio, 134 Daza, Pedro, 130 Delgado, Diego, 206 Díaz Calvo, Andrés, 298 Díaz Ortiz, Fernando, 297, 298 Díaz, Gaspar, 293 Díaz, Jerónimo, 271 Díaz Granados, Juan de Dios, 65 Díaz Jaramillo, Juan, 296 Díaz de Martos, Juan, 206,218,418 Díaz, Roque, 260 Diez de Armendáriz, Miguel, 3, 12, 13, 23, 83, 119, 121, 122, 125, 139, 208, 280, 281, 302, 369, 385, 386, 405 Diez de Fuenmayor, Rodrigo, 229 * Domínguez Beltrán, Alonso, 291 Domínguez Medellín, Alonso, 196, 197

459

Domínguez de Tejada, Francisco, 259, 260 Enciso, Antonio de, 227 Enciso y Cárdenas, Juan de, 225,226 Escudero, Catalina, 214 Escudero Herresuela, Pedro, 141 ' Espino de Cáceres, (Lic.), 305 Espinosa, Juan Francisco, 302 Espinoza y Saravia, Lesmes de, 158, 232, 239, 298, 314, 349, 402, 404, 415,431 Esquivel, Antón de, 114 Estacio, Lucas, 293 Esteban, cacique de Sátiva, 59 Estévez, Juan, 213 Estupiñán (Cap.), 210 Federman, Nicolás de, 114, 116, 117, 386 Feijó, Luis, 392 Felipe II, 181, 217, 310, 378, 379 Felipe III, 104 Fernández d'Elvas, Antonio, 307 Fernández de Sierra, Gaspar * (Fis. Aud.),*158 Fernández de Oviedo, Gonzalo, 3, 6, 288 Fernández de Córdoba, Juan, 356, 432,450 Fernández de Piedrahíta, Lucas, 184, 432 Fernández del Busto, Pedro, 363, 392 Fernández de Lugo, Pedro, 3,10,113, 115,199,200, 301 Flórez, Manuel Antonio (Virrey), 66, 259, 262 Flórez, (Lic.), 141 Fonseca, Juan de, 387,422 Fuerte, Juan, 208 Galarza (Oid.), 13,2Í, 122 Galeano, Inés, 391 Galeano, Pedro, 121 Gallegos, Juan Antonio, 260, 261

460

Gamboa, Miguel de, 403 Gaona, Joaquín de, 260,261 Garabay, Hernando de, 43,118 García de Robles, Diego, 423 García Zorro, Diego, 449 García de la Jara, Francisco, 311 García de Moros, Gregorio, 246,352 García, Hernán, 242 García Manchado, Juan, 121 García de Lerma, 3,4, 6, 7,10 García de Valverde, 14,16,56, 70, 71, 72, 73, 77, 85, 86, 95, 99,125,142, 143, 145-149, 162, 177-179, 181, 207, 209, 216, 222,391 García Ruiz, Pedro, 122, 422 Garza, Antonio de la, 352 Gasea de la (Lic.), 12,386 Gauna, José de, 187 Gil de Soria, José, 451 Girón, Sancho, 39, 224, 245, 352, 424, 433,440, 441,444 Godoy, Bartolomé, 206 Gómez, Antonio, 392 Gómez Campuzano, 106 Gómez de Cifuentes, 128, 130, 207,

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y so c ia l

I

González, Martín, 251 Grijota, Juan de, 443 Grillo, Juan Bautista, 317 Grimaldo, Jerónimo, 235 Guevara, Luis de, 23,368,369 Guevara, Tomás de, 264 Guillén de Arce, Pedro, 54 Guillén Chaparro, Francisco, 44, 89, 210,215 Guirior, Manuel (virrey), 259 Gutiérrez de Piñeres, Juan Francisco, 67,259, 262 Guzmán, Andrés Egas de, 52,58,104, 131, 155-157, 159, 219, 221, 223, 231, 233, 242, 243-245, 251, 381, 440, 450 Guzmán, Domingo Antón de, 255 Guzmán de Toledo, Antonio, 287 Guzmán, Juan de (Correg.), 173 Guzmán, Luis de (Gob. Popapán), 372 Guzmán y Susa, Nicolás, 135 Henríquez, Luis, 36,42,53,56,57,59, 60, 73, 97, 102, 104, 106, 131,157, 159, 161, 166, 168, 170, 183, 188, 211 192-195, 197, 202, 219, 221-223, 231, 233, 234, 235, 252, 253, 257, Gómez, Francisco, 236 258, 381,390,440 Gómez, Gabriel, 207 Henríquez de Novoa, Pedro, 430 Gómez de Salazar, Juan, 431 Heredia, Andrés de, 226 Gómez de la Asperilla, Miguel, 339 Heredia, Pedro de, 3,4, 8, 9,301,363, Góngora, (oid.), 122 394 González de la Gala, Alonso, 294 Hernández Rosado, Diego, 297,422 González, Antonio, 293,343, 366 González, Antonio (presidente), 126, Hernández, Luis, 392 127, 129, 154, 164, 183, 195, 208, Herrera, Ana de, 126 214, 217-219, 220, 221, 223, 233,Herrera Campuzano, Francisco de, 232,354 243, 244, 284, 304, 374, 377, 378, 379, 380, 382, 383, 394, 395, 408, Herrera, Teresa de, 294 409, 434, 437,438,440,444,450 Hidalgo, Diego, 313 González de la Peña, Bartolomé, 390 Hinestrosa, Juan de, 313 Hinojosa, Juan de, 14 González de Silva, Francisco, 121 Hinojosa, Pedro de, 177-179,188,206 González, Juan, 193

ÍN D IC E O N O M ÁSTICO

Holguín Maldonado, Diego, 423 Holguín de Figueroa, Elvira, 126,233 Holguín, Jerónimo, 191,192 Holguín, Miguel, 85,126,142 Hoya, Salvador de la, 173 Hoz y Berrío María de la, 127,133 Hulibarri, Martín de, 410 Hurtado del Águila, Antonio, 287 Ibarra, Miguel de, 36, 131, 168, 183, 188, 218, 219, 222, 231, 240, 242, 380 Ibero, Francisco, 318 Inclán Valdés, Melchor, 338 Iracansa, Juan, 244 Iracansa, Juana, 244 Iracansa, Pascual, 244 Jaramillo de Andrada, Francisco, 294, 401 Jaramillo de Andrada, García, 309, 312 Jiménez de Quesada, Gonzalo, 3,13, 16, 18, 21, 22, 113-117, 119, 120, 122, 127, 133, 139, 151, 200, 230, 363,368,385, 389,447 • Jorge, Andrés, 207 Jove, Antonio, 211 Junco, Juan del, 102,114, 394 Jurado, Luis, 238 Lagos, José Antonio de, 262 Laiseca, Tomás Antonio de, 65 Lanchero, Luis, 122, 386 Lanza Jara, Juan, 314 Lasarte, Juan Beltrán de, 374 Laserna Mujica, Bernardino, 298 Leal Fragoso (Cap.), 315 Lebrija, Antonio de, 114 Lebrón, Jerónimo, 13, 22, 114, 116, 117,122, 368, 385, 386 Leguízaino, Isabel, 126,193 Lersundi, Miguel de, 373 Limpias, Gabriel de, 210, 373 Liñán de Cisneros, 434

461

Lizarazo, Jacinto, 225 Lizarazo, Jerónimo de, 154 Lomelin (asentista), 317 López de Galarza, Andrés, 370 López de Lurueña Gabriel, 213 López, Gaspar, 313 López Salazar, Lázaro, 51,122 López Ortiz, Luis, 208,296 López, Luis, 392 López de Cepeda, Juan, 14,36,42,50, 51, 85, 90, 98, 104, 147, 150, 152, 153,155,162, 205, 207,251 López de Extremos, Manuel, 306 López, Pedro (fiscal), 191 López, de Orozco, Pedro, 133 López, Monteguado, Pedro, 129 López de Araque, Rodrigo, 58 López, Tomás, 55, 77, 83, 85, 86, 89, 90,94,120,142,158,177,206,279, 295,388,401 Ludueña, Francisco de, 392 Lugo, Alonso Luis de, 3,21,36,37,43, 113, 114, 116-122, 125, 128, 200, • 208,368,369», 385,386 Lugo, Francisco, 122 Lusuriaga, Martín, 380 Machuca, Benito, 297 Macías, Clara, 122 Madrid, Pedro de, 130 Magaña, Juan de, 301 Magaña, Sebastián de, 21, 176, 368, 369 Maldonado de Mendoza, Ana, 439 Maldonado de Mendoza, Antonio, 134 Maldonado, Baltasar, 37,74,118,121, 295 Maldonado de Mendoza, Diego, 126 Maldonado de Mendoza, Francisco, 129, 134, 135, 207, 208, 220, 221, 293, 294, 297, 313,441,444 Maldonado, Isabel, 127 Maldonado, José Antonio, 264 ,

462

Maltés, Antonio, 210 Mancipe, Antonio, 226,422 Marquina, Cristóbal, 208 Martín, Blas, 244 Martín cacique, 211 Martín, Juan, 311 Martín, Juan de la Cruz, 338 Martín, Marcos, 195,196 Martín, Pascual, 243 Martín, Pedro, 208,290, 313 Martín de Arellano, Alejandro, 350, 351 Martínez de Herrera, Cristóbal, 192 Martínez de Ospina, Francisco, 186, 430 Martínez, Gabriel, 255 Martínez Malo, José, 342 Martínez de Leturia, Juan, 294 Marx, 110 Mayorga, Juan de, 205, 279 Medina, Agustín Justo de, 264 Medina, Bartolomé de, 291 Medina Rosales, Diego de, 305,306 Medoro, 423 Melgarejo (capitán), 126 Mena Loyola, Gaspar de, 187, 355, 430, 4 3 4,441^ Méndez Castro, Alvaro, 302 Méndez Lamego, Antonio, 304 Méndez, Francisco, 194 Méndez de Puebla, Francisco, 305 Méndez, Gonzalo, 235 Mendoza Carvajal, Alvaro, 325, 401 Mendoza y Berrío, Martín de, 133, 134 Mendoza y Silvia, Vasco de, 285,294, 303,401 ' Merchán de Velasco, Pedro, 130,245 Merchán de Velasco, Sebastián, 171 Mesa Cortez, José de, 434 Messia de la Cerda, 63,256 Millán de Orozco, Juan, 297

H is t o r ia

e c o n ó m ic a y s o c ia l

I

Moctezuma, 37 Mojica de Guevara, Bernardino, 126 132, 233 Mojica Buitrón, Félix de, 226,423 Mojica Buitrón, Sebastián de, 226,423 Monsalve, Francisco de, 142,211,403 Monsalve, Luis de, 128 Monsalve, María de, 127,130 Moñtalvo de Lugo, Lope, 119,122 Montañez, Diego, 130,172, 447 Montaño (oidor), 388 Monzón, Juan Bautista, 73, 126, 210, 220, 378, 415, 428, 429, 434, 438, 440,448 Mora, Alonso, 392 Moreno y Quintero, Fernando, 236 Moreno y Escandón, Francisco, 61, 63, 64, 65, 66, 67, 68, 257-262,453 Morillo de Figueroa, Pedro, 229 Moscoso, Juan de, 122 Moscoso, Luis de, 368 Mosquera Figueroa, Cristóbal, 317, 318 Mosquera, Francisco, 126,180,206 Mosquera Figueroa, Jacinto, 317 Mosquera Figueroa, Nicolás, 317 Mudarra' Francisco José, 260-262 Muñoz, Juan, 75 Narváez, Diego de, 206 Navarro, Antonio, 264 , Navarro, Pedro, 209,391 Nebquesecheguya, 52 Nieto, Alejo, 260 Niño, Francisco, 51, 245 Niño y Rojas, Martín, 244 Niño, Pedro, 39 . Novoa Sotelo, Juan de, 234,235 Núñez de Estupiñán, Diego, 169 Núñez, Juana, 51 Núñez Maldonado, Juan, 211, 212, 244 Núñez Cabrera, Pedro, 233

ÍN D IC E O N O M Á STIC O

Núñez de Losada, Pedro (labrador), 173 Obando, 55 Obando, Antonio de (oidor), 168-170 Ocampo, Martín de, 272, 291 Ojeda, Alonso de, 6 Olalla, Alonso, 296,388-391,393,394, 418 Olalla, Antón de, 122, 126, 129, 133, 208, 220 Olalla, Javier, 261 Olalla, Jerónima de, 126,134,208,220 Olea, Teodora, 299 Ordóñez Maldonado, Francisco, 290 Ordóñez y Vargas, Pedro, 130, 225 Orellana, Fernando de, 226 Orozco, Juan de, 295 Orsúa, Pedro, 3,11,113,119,208,288, 386 Ortega, Diego de, 392 Ortega, Francisco, 449 Ortiz, Francisca, 296 Ortiz Maldonado, Juan, 430 Ortiz, Juan, 447,448 Ortiz, Ortuño, 447 Oruña, María de, 133 Osa, Juan de, 298, 355 Osa, Martín de, 431 Osma Sanabria, Pedro de, 431 Ospina, Catalina de, 439 Ospina, Diego de, 14, 131, 187, 294, 313,354, 398,432, 434,437 Ospina, Diego de (el Mozo), 184,438, 439 Ospina, Diego de (el Viejo),. 184, 221, 438 Ospina, Francisco de, 438 Ospina Maldonado, Francisco de, 439 Ospina, Juan, 397 Otálora, Juan de, 157, 172, 193, 200, 206,370,371, 374,418 Ovando, Nicolás de, 5

463

Palacios Alvarado, Catalina, 227 Palacios Alvarado, Juan de, 374 Palencia, Nicolás de, 278, 395 Palomino, Jerónimo, 235 Palomino, Juan, 417 Paneso, Jerónimo, 402 Pardo, Antón, 223,312, 354 Pardo Velásquez, Francisco, 290 Pardo, Hernando, 208 Pardo, Rodrigo, 208, 221, 304, 305, 309, 373,374,380,440 Paredes Calderón, Diego, 447 Partearroyo, Diego, 128, 294 Partearroyo Miguel, López de, 448, 449 Parra, Andrés de la, 352 Patiño, Juan Albino, 264 Pedraza, Antonio de, 192 Pedraza, Antonio de la, 342 Pedroza y Guerrero, Antonio de la, xv, 135, 255,340 Peña, María de la, 225 Peñalver, Tomás de, 255, 256 Pereira de Castro, Rodrigo, 399 Pérez Cordero, Juan, 397 Pérez de Arteaga, Melchor, 84, 90, 102,147,164 Pérez de Pisa, Andrés, (Cont.), 185, 186,272,375,409,410,430 Pérez de Quesada, Hernán, 11, 13, 115-118,127, 200, 271, 368, 385 Pérez de Sálazar, Juan, 193 Pérez del Arroyo, Alonso, 351 Pérez, Francisco, 243 Pérez, Martín, 243 Pérez Manrique, Dionisio, 132, 171, 172,174, 431, 432,452 Pérez Ortiz, Alonso, 297, 298 Peronegro, Juan, 291' Pineda, Catalina, 127,403,422 Pineda, Juan de, 205 Pinta, Inés, 447

464

Pisa, José de, 431 Pizarra, 10, 22, 81,119 Ponce de León, Ana, 228 Poveda, Francisco de, 430 Prado Guevara, Bernardino de, 305 Prado, Fernando, 335 Prado y Zúñiga, Francisco de, 337 Prado, Hernando del, 208 Prieto de Orellana, Juan, 73,210,212, 216, 220, 378, 428, 429, 432, 438, 440 Puerta, Diego de la, 133 Pujol, Martín, 122, 295 Quesada, Jerónimo de, 298,312 Quincoces de la Llaña, Juan, 37, 141, 146,147 Quintero Príncipe, Cristóbal, 228,401 Quintero Príncipe, María, 228 Quintero, Pedro, 48 Quintero, Sebastián, 293 Ramírez, Floriano Alonso, 445 Ramírez, Floriano Jacinto, 445 Ramírez de la Serna, Francisco, 239 Ramírez de Andrade, Juan, 237, 238, 249 Rengifo, Francisco, 229 Reina, Juan Bautista, 179 Revalesca, Juan Bautista, 302 Reyes, Gaspar de los, 53 Reynel Gómez, 306 Riaño, Cristóbal, 449 Riaño, Jerónimo, 260 Ricaurte, José de, 416 Ricaurte, Salvador, 336 Rincón, Diego, 37,121,214 Rincón, Lorenzo, 261 Rincón, Nicolás; 260 Riva Agüero, Fernando de la, 432 Río, Rodrigo del, 391 Rioja, Lope de, 418 Rivas, Pedro, 422 Rivera, José Antonio, 264

H

is t o r ia e c o n ó m i c a y s o c ia l

I

Rivera, Pedro, 204 Rivera, Pedro de, 214 Roa, Bartolomé, 450 Roa, Diego, 490 Roa, Felipe, 450 Roa, Juan, 450 Roa, Santiago, 450 Roa, Sebastián de, 450 Robledo, Jorge, 3,4,11,14,16,18,23, 123, 280,281, 324, 369 Robles de Salceso, Blas, 440 Rodas, Gaspar de, 18, 19, 272, 273, 278, 282, 288-290, 293, 296, 324, 366,375,422, 449 Rodríguez de San Isidro, Antonio, 223,224,227, 232,428, 430,450 Rodríguez Bernal, Alonso, (Recpt. Ad.), 184 Rodríguez Cazalla, Antón, 37, 214 Rodríguez, Diego, 307 Rodríguez Hermoso, Constanza, 127 Rodríguez Cano, Cristóbal, 392 Rodríguez de Morales, Francisco, 166,172,193, 447 Rodríguez de Morales, Juan, 195,235 Rodríguez Parra, Juan, 144,448 Rodríguéz, Juan, 397 Rodríguez Corchuelo, Juan, (Df. Indios), 169 Rodríguez Freile, Juan, .134,343 Rodríguez Coutinho, Juan, 306 Rodríguez de Vergara, Juan, 233 Rodríguez de Ledesma, (factor), 391 Rodríguez Carrión, Pedro, 200 Rodríguez de Salamanca, Pedro, 119 Rojas, Cristóbal de, 129 Rojas, Francisca de, 52 Rojas, Hernando de, 127 Rojas, Jerónimo de, 52,233 Rojas, Martín de, 126,133,212 Rojas, Tomás, 253 Romero Duarte, Alonso, 63

ÍN D IC E O N O M ÁSTICO

Ropero, Dionisio, 65 Ropero, Martín, 120,447 Ropero, Sebastián, 447 Ruiz Galdamez, Alonso, 398 Ruiz Mancipe, Antonio, 213,422,423 Ruiz, Bartolomé, (cura), 177 Ruiz Lanchero, Catalina, 422 Ruiz, Isabel, 127,422 Ruiz Lanchero, Isabel, 241 Ruiz de Quesada, Isabel, 129 Ruiz de Herrera, Cristóbal, 197 Ruiz de Orejuela, Juan, 81,83,85,141, 162 Ruiz Corredor, Miguel, 194,213 Ruiz Corredor, Pedro, 128,130 Ruje, Francisco, 338 Saa, Bernardo Alonso de, 299, 318, 339 Saavedra, Fernando de, 223 Saavedra y Guzmán, Martín de, 132, 133,161,174, 224,437,443 Sáenz Hurtado, Juan, (Ene.), 154 Salazar, Ambrosio de, 431 Salazar, Antonio, 434 Salazar Falcón, Pedro, 134, 432 Saldierna de Mariaca, 223,428,440 Salguero, Francisco, 121,122 Sanabria, Catalina de, 126 Sanabria, Cristóbal de, 197 Sanabria, Luis de, 126 Sánchez, Alonso, 297 Sánchez Merchán, Alonso, 130,211 Sánchez Hellín, Cristóbal, 239 Sánchez de Toledo, Juan, 392, Sánchez, Juan, 449 Sánchez, Mateo, 295 Sánchez Cogolludo, Mateo, 43, 118, 119 Sánchez, Miguel, 172,295,387,422 Sánchez Cabezado, Pedro, 313 Sánchez, Pedro, 391

465

Sande, Francisco, 196, 223, 235, 283, 305,306,311, 374, 384,437,444 San Julián, López de, 314 San Miguel, Jerónimo, (Fr.), 119,127 Santa Cruz, (Lic.), 3 Santamaría, Nicolás de, 135 Santana, Antón de, 194 Santana, Pedro de, 213 Santiago, Francisco de, 389 Sarachaga, Pedro, 261 Sarasúa, Francisco, 336 Sarmiento, (Gob.), 285 Sarria, Fernando de, 305,306 Seisdedos, Juan de, 387 Serna Mojica, Fernando de la, 132 Serna, Francisco Javier, 66 Serrano del Espejo, Antonio, 358 Serrano, Francisco, 229 Sevilla, Pedro de, 304 Sierra, Cosme de, 238 Sierra, Diego de, 238 Sierralta, Ferifando, 373 Silva, Alonso de, 50, 85, 86,448,449 Silva Saavedra, Cristóbal, 228 Solís, Folch de Cardona, 61,254, 255, 256 Során, Pedro de, 373, 374, 414, 417, 418,419 Sosa, Francisco de, 430 Sosa, Simón de, 432 Sossa Coutinlo, Manuel de, 306 Sotomayor, Jerónimo Martín, 59 Suárez de Cepeda, Juan, 49 Suárez de Villena, Agustín, 430 Suárez de Villena, Francisco, 422 Suárez de Villalobos, Hernán, 172 Suárez de Deza, Gregorio, 368 Suárez, Juan Antonio, 135 Suárez, Leonor, 235 Súarez Pabón, Miguel, 247 Suárez Rendón, Gonzalo, 37, 75, 81, 83,117,148

466

Tafur, Juan, 368 Tapias, Alonso de, 305 Tapias, Gabriel dé, 443 Téllez, Alonso, 39; 119 Téllez de Erazo, Luis, 305 Tena, Elvira de, 447 Tobar, Nicolás, 262,263 Tobaca, Pedro, 243 Toledo, Francisco de, 181 Tordoya y Vargas, María de, 298 Toro, Juan del, 184 Torre, Juan Alonso de la, 158,392,448 Torres, Camilo, 427 Torres, Diego de, 73, 86,104,448 Torres, Juan de, 128,234 Torres, Sancho de, 443 Trejo, Franciso, 21 Trocera, Jerónimo, 293 Trujillo, Juan de, 211, 271 Tuche, Cristóbal, 214 Tuesta, Jerónimo, 374 Ubillus, Jerónimo de, 303 Ugarte, Pedro de, 256 Ulloa Villarreal, Antonio de, 430 Urbina, Juan de, 314 Urquijo, Martín de, 398 Useche y Cárdenas, Francisco de, 451 Valbuena, Andrés Alonso, 298 Vadillo, Juan de, 3,8, 9,11,14,324 Valcárcel, Juan de, 41, 53, 59, 60, 97, 102, 104, 106, 107, 132, 160, 214, 225, 226, 232, 234, 243, 244, 252, 253,415,430,451 Valdez, Melchor, 13,294 Valdivia, Andrés de, 19,301,324,366 Valencia, Agustín de, 339 Valenciano, Juan, 75 Valero, Catalina, 127 Valtierra, José de, 107 Valle, Juan del, 73,140,177,188,189 Vallejo (obispo de Popayán), 287 Vanegas, Hernán, 418

H

is t o r ia e c o n ó m ic a y s o c ia l

I

Varela, Juan Andrés, 395 Vargas, Adrián de, 130 Vargas, Diego de, 14,130,243 Vargas, Francisco de, 433 Vargas, Fernando de, 130 Vargas, José de, 254,255 Vargas Machuca, Juan, 260,298 Vargas, Pedro de, 446 Vasco y Vargas, Joaquín, 66, 67, 68, 259,262 Vásquez Botello, Diego, 214 Vásquez Gaitán, Diego, 59 Vásquez de Espinosa, Luisa, 358 Vásquez, Melchor, 212 Vega, Gabriel, 148 Velandia, Francisco, 122 Velazco, Hernando, 208 Velazco, Fernando de, 291 Velazco, Iñigo de, 287 Velazco Montalvo, Juan de, 279 Velazco, Ortún, 121, 279,290,403 Velazco, Pedro de, 206 Velásquez, Francisco, 221, 223, 434, 440 Velásquez, Tomás, 440 Velosa, Bartolomé de, 226 Vélez de Guevara, Juan, 441 Venegas, Hernán, 368 Venero de Leiva, Andrés Diez, 14,18, 20, 39, 50, 70, 88, 126, 129, 147, 148, 162, 172, 177, 208, 216, 370, 373,389,393,440,448 Verdugo, Antonio, 449 Verdugo Coello, Antonio, 399 Verdugo, Francisco, 234 Verdugo y Oquendo, 60, 61, 62, 63, 65, 252,253, 256-258,453 Vidarte, Juan, 398 Villa, Lorenzo de la, 297 Villabona Zubiaurre, Pedro de, 46, 232,238, 311,351,352

ÍN D IC E O N O M ÁSTICO

Villafañe, Diego de, 14, 85, 86, 89, 98, 147 Villagómez (fiscal), 305,310 Villalba y Toledo, Diego de, 428,434, 451 Villalobos, Cecilia de, 314 Villalobos, Hernán de, 368 Villalonga (fiscal), 183 Villamarín, Juan, 260 Villarreal, Antonio, 439 Villaquirán (gobernador), 189 Villavicencio, Diego de, 126 Villavicencio, Ñuño de, 428 Vivar, Cristóbal de, 250 Welsner, 2

467

Xuárez, Lázaro, 449 Xuárez, Pedro, 210 Zambrano, Alvaro, 428 Zambrano, Elvira, 127 Zambrano, Isabel de, 235 Zamora, Alonso de (Fr.), 88 Zapata de Cárdenas, 51 Zapata de la Fuente, Francisco, 228, 314 Zárate, Juan de, 430 Zárate, Martín de, 239 Zavala, Silvio, 200, 201 Zorrilla, Diego, 439 Zorrilla, Francisca, 439

ÍNDICE GEOGRÁFICO

Abibe (serranía), 11 Aburrá, 355 África, 2, 7,111,301, 304, 317 Alemania, 112 Almaguer, 77, 89, 98, 123, 124, 179, 274,282,295, 303,324,325, 375 Alpujarras, 181 Amaní, 282 Amayme, 227 América, passim. Anchicayá, 318 Andes, 21,274 Andica, 239 Angostura, 388-390,396 Anserma, 4, 22, 73, 83, 85, 86, 89, 95, 106, 123, 124, 158, 176, 232, 239, 274, 281, 282, 286, 287, 291, 292, 294, 295, 298, 299, 302-304, 309, 314, 324, 337-342, 349, 352, 365, 367,400,403,431 Antillas, 2,29,100,424 Antioquia, 9, 11, 14, 18, 23, 90, 100, 123, 186, 232, 274, 280, 287, 288, 298, 301, 305, 314, 323-325, 331, 337, 347, 353, 357, 364, 366, 367, 378, 380, 400,415,420, 431,449 Arauca, 151 Arboledas, 48 Archidona (loma de), 293 Argel, 133 Arma, 22, 73, 89, 95, 123, 274, 281, 282,304, 348,349, 365, 372 Atrato (río), 274, 287,317, 342

Azores (islas), 3 Babega, 246, 247 Baganique, 295 Basa, 253 Barbacoas, 102, 277, 285, 337, 367,434 Barinas, 27,126 Barrancas, 400 Barrancas Bermejas, 90 Belén, 260 Betéitiva, 58,260 Bichaga, 48 Bocaneme, 108,356 Bogotá, 14, 22, 36, 56, 67, 118, * 129, 207r209, 212, 220, 274, 328,331, 391,445 Bogotá (río), 209 Bolivia, 31 Bombaza, 130 Bonza, 59,126,233, 244 Borna, 76 Bosa, 262,369 Botijas (pu'erto), 397 Boyacá, 128, 235, 391 Buenos Aires, 319 Buenaventura, 23, 291, 342, 363, 385,400,401,403,420 Buga, 89, 203, 209, 210, 227-230, 340,342 Buriticá, 274,280, 281, 309,324 Busbanzá, 37,192, 260, 407 Bustamante (cerro de), 282 Butaregua, 290

338,

126, 297,

364, 304,

470

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is t o r ia e c o n ó m ic a y s o c ia l

I

Cabo de la Vela, 301 176, 232, 274, 280, 281, 298, 301Cabo Verde, 302 304, 314, 324, 325, 327, 329, 331, 344, 347, 349, 364, 365, 376, 393^ Cáceres, 19, 183, 273, 283, 284, 300, 302, 303, 307, 313, 316, 325, 328, 400, 402,403,417 330, 331, 335, 343, 345, 347, 352, Casanare (llanos de), 151 354, 357, 364, 366, 372, 374, 376, Castilla de Oro, 192, 242, 285, 344, 351, 382,414,420,421,423,424 396, 398, 399,413, 422,431 Cácota, 246, 247,249,352 Cauca (río y valle del), 14,18-21, 90, 99, 201, 210, 227, 228, 231, 232, Cáchira, 247 274, 277, 283, 353, 393, 399, 401, Cali, 4,22,24,73,83,89,123,176,179, 402 180, 209, 210, 227-230, 239, 277, 286, 287, 303, 304, 313, 339, 340, Ceniza, 154, 226,252 342, 364-367, 372-374, 385, 400- Cenú (ver Sinú), Cerinza, 121,260, 261,392 403,434,441 Cimarronas, 209 Calima, 318 Cimitarra (río), 272 Caloto, 228, 285, 318, 375 Cirivita, 49 Cámara, 48 Citará, 288, 318, 340 Campeche, 319 Coaza, 37,119 Cana, 278 Cocuy, 38, 48, 64, 96, 126, 160, 184, Canaria, 117,118,122 295 Canarias (islas), 3,10,113 Cómbita, 41,194 Cancán (sabanas de), 397 Cómeza, 447 Candelaria La (ingenio), 228 Concepción La, 358,423 Cañaverales (puerto), 397 Córdoba, 102 Caraba, 48,247, 250 Cordillera Central, 18, 20,274,277 Caracas, 319 Cordillera Occidental, 20 Caramanta, 83, 89,123, 348,403 Cordillera Oriental, 20,28,35, 36 Caraquese, 76 Carare, 27,44,94,95,98,386,388,390, Cormechoque, 234 Coromoro, 225 392,393,396, 397, 399,400 Cruces Las (quebrada), 358 Caribe (mar), 1,2,6,10,342,402,424 Cartagena, xvi, 6, 8, 9, 11, 27, 84, 85, Cuba, 281 90, 101, 102, 119, 129, 134,' 163, Cubiasuca, 391 164, 221, 259, 280, 281, 283, 284, Cucaita, 160 287, 297, 298, 300, 301, 303-307, Cuenca, 291 310, 311, 313, 315, 316, 318-321, Cugusita, 451 323, 324, 333, 335, 342, 346, 347, Cuítiva, 129 353, 355, 363, 364, 366, 367, 373, Cuqueita, 121 374, 380, 390-392, 394-400, 403, Chachetiba, 39 411,412,417-422 Chámeza, 59, 60,142, 407 Cartago, 4,16,21,22,44,73,75,81,83, Charcas, 428 85, 86, 89, 92-95, 123, 124, 158, Chausa, 252

ÍN D IC E G EO G R Á FICO

Cheva, 122, 406, 407 Chicamocha, 144, 225,226, 406,407 Chichera, 249 Chichirá, 237 Chiguata, 253 Chile, 134, 319 Chimiza, 59 Chinácota, 48, 248 Chinatá, 59 Chipa, 135 Chipatá, 192 Chiquinquirá, 240,241,422,423,453 Chiquito (río), 358 Chíquiza, 128,171,174 Chiramita, 447 Chisacá, 282 Chisquío, 274,302, 318 Chita, 53,133,135,145,151,160, 407 Chitagá, 246 Chitagoto, 128,225, 226,406,423 Chivatá, 59, 64, 96,107,143,160,171, 194, 204, 233, 255, 295 Chiusaque, 391 Chocó, xvi, 90,102,274,285-287,294, 298, 299, 312, 314, 317, 318, 321, 337-340, 342,367,401,412,434 Chocoa, 290 Chona, 250 Chopo, 48, 246, 249 Dagua, 277, 338,401,402 Darién, 8, 9,281,324 Dique (Canal del), 400 Dorado El, 13,14,133, 368,385 Duitama, 36-38, 51, 55, 62-64, 74, 96, 107, 118, 135, 146, 160/171, 185, 195, 196, 205, 225, 226, 228, 230, 252,295,406 Ecce-Homo (valle del), 173 Entre Ríos (provincia), 366 Espandi, 126 España, passim. Española La, 199, 288

471

Europa, passim. Faracuca, 141,146 Firavitoba, 260-262, 264 Flandes, 3,112,133,438 Florida La, 220 Fontibón, 49,118,125,209,391,392 Funza, 209 Fusagasugá, 56, 259 Fute (estancia), 445 Gacha, 121,150,151,407 Gallo (isla del), 285 Gallo (paso del), 393 Gámeza, 59, 64,96,122,160 Garagoa, 60, 75,130, 226,407 Gemara, 237 Gerira, 279,291 Girón (San Juan de), 396 Granada, 298 Grita La, 126 Guaca, 238,350 Guacamayas, 403,422 Guacha, 225 Guachetá, 126,132,233 Guadalupe, 358' Guaduas, 392 Guaicuro, 151 Gualí, 18 Guambia (minas de), 182,325 Guamocó, 272,330,331,354,372,396, 431 Guane, 28, 290 Guáquira, 75,150,151 Guarinó, 282 Guasca, 125,218 Guataquí, 118 Guatavita, 40, 56,118, 218, 235 Guatecha, 235 Guatemala, 191 Guateque, 169,170, 260,261 Guayana, 126 Guayaquil, 23,337, 342,364,400,420 Guaypuer, 337

472

Guinea, 302, 317, 318 Guipuscoa, 134 Hichirá, 237 Honda, 27, 284, 304, 313, 335, 355, 389-392, 395-397, 399, 400, 419, 421,422 Ibagué, 13, 16, 18, 21, 27, 44, 89, 116, 203, 224, 274, 294, 325, 328, 344, 402, 418 Icabuco, 150,151 Icaga, 128, 235, 407 Icota, 246 Iguaque, 53, 157, 160, 171, 174, 193, 200, 370,450 Ima, 248 Inglaterra, 111,112 Iró (minas), 299 Iró (río), 317 Iscancé, 89,124, 282 Iscuandé, 277, 337,342 Italia, 3,112,133 Ituango, 89 Iza, 128, 262 Jelima, 318 Juan Cabrera (río), 296 La Habana, 319 Labateca, 48, 246 Labayamari, 76 Las Lajas, 108,184,185 Laverigua, 47 Lenguazaque, 51, 52 Lepanto, 181 Lima, 139, 428 Loatá, 47, 236 Loayza (cerro de), 349 Los Locos (valle de), 248 Loja, 335 Llanos Orientales, 14, 20,54 Madrigal, 89 Magdalena (río y valle del), 7, 9, 10, 13,16,18-20,27,28,44, 75, 76, 80, 90, 102, 147, 274, 277, 279, 282,

H

is t o r ia e c o n ó m ic a y s o c ia l

I

283, 328, 344, 352, 354, 355, 380, 385, 386, 388-390, 392-397, 400* 402,413, 438,439 Mallama, 337 Manta, 186, 441 Mar del Sur (ver Pacífico), 6, 9 Maracaibo, 395-396 Mariquita, xvi, 18, 20, 24, 27, 28, 72, 76, 89,108,116,124,163,174,175^ 182-185, 187, 215, 221, 225, 272, 274, 282-284, 290, 291, 294, 295, 309, 311, 315, 316, 324, 325, 328, 337, 343, 344, 347, 353, 355, 364, 366, 380, 388, 389, 391-393, 396400, 408, 409, 412, 413, 418, 422, 431, 432,437,438, 440,441 Marmato, 274, 314,343, 349 Matanza, 395 Medellín, 353 Medina de las Torres, 22 Meneses (paso de), 403 Mérida, 27, 28, 62,126,129,132,134, 400 México, xv, xvi, 1, 12, 29, 31, 55, 94, 139, 201, 267, 291, 292, 303, 335, 406 Micay, 318, 337 Miraflores, 453 Mogotocoro, 236 Mompox, 27, 85, 90, 98,101, 297,298, 337, 356, 380, 389, 390, 394-396, 399,400, 413,422 Monaga, 250 Mongora, 184,350 Mongua, 122 Monguí, 53,160, 260, 264 Monquirá, 62 Moniquirá, 38,120,132,150,173,174, 194,205,244,385,447 Montero (paso de), 393 Montuosa (mina), 184, 250, 274, 291, 350-352

ÍN D IC E G EO G R Á FICO

Moquecha, 130 Morcóte, 39,135 Motavita, 58, 60,194, 207, 295 Muzo, 98,211,225,232, 301,364,418, 422 Napunima, 227 Nare, 353, 396, 397,413 Naya, 318 . Nasca, 342 Nechí (río), 274, 277, 278, 297, 332, 353, 399 Negua, 288 Neiva, 16, 21, 22, 27, 44, 88, 89, 102, 113, 209, 274, 344, 354,438 Nemuza, 53, 58,150,152,194, 213 Nitiniti, 278 Niyaba, 278 Noanama, 317 Nobsa, 59, 60 Nombre de Dios, 13,122,401 Novillero El, 441 Nóvita, 318,340 Nuestra Señora de Monserrate (cerro), 350 Nueva España (ver México), 11, 12, 301, 396 Nueva Granada, passim. Nuevo Mundo, .passim. Nuevo Reino, passim. Ñus (río), 278 Ocaña, 22, 27, 247, 351, 395, 396, 400, 403 Ocavita, 43,118,154,225, 226, 406 Ocusá, 59, 211,245 Ogamora, 122 Oicatá, 53,128,150,152,194, 213 Onzaga, 152,225,226 Opón (río), 385, 386 Ortama, 282 Osos (río), 358 Páez (San Vicente), 18, 22

473

Pacífico (mar y costa del), 10, 80,272, 274, 277, 286, 318, 337, 339, 342, 400-402 Paipa, 59,64-66,96,128,160,174,211, 225,244,251,252,261, 264, 407 Palenques, 282 Palma La, 89, 128, 209, 224, 225, 232, 389,418, 422 Pamplona, 13,14,20,22,24,27,28,45, 48, 55, 56, 62, 76, 77, 81, 83, 89, 92-95, 98, 106, 113, 116, 123, 124, 127, 132, 135, 151, 158,184, 212, 215, 224, 236-238, 240, 245, 247, 274, 278, 279, 282, 288-292,295, 301, 324, 328, 329, 337,344, 347, 350-352,364,366,392, 393, 395-397,400,403,407,412,413,418 Panaga, 49 Panamá, 7,12,139,281, 287, 319,337, 342,364,400-402,428,432 Pasquilla, 391 Páramos, 276^ Pare, 60, 62 Pasca, 56 • Pasto, 77, 79, 83, 89, 92, 94, 95, 123, 124, 179, 180, 207, 209, 227, 295, 303, 335, 337,403,421 Patía (río y valle del), 285, 337 Peñol, 239 Perimana, 278 Perú, xvi, 1,9,10-13,24,27,29,31,63, 119, 142, 175, 181, 183, 218, 267, 271, 285, 291-293, 303, 323, 335, 342, 401,406 Pesca, 66,130,144,155, 234, 235, 260, 263 Pisacuta, 248 Pisba, 121,135,151 Pisco, 342 Plata La (v. San Sebastián), 20,88, 89, 203 Pocoro, 276

474

H

is t o r ia e c o n ó m ic a y s o c ia l

I

Pocune, 290 Samacá, 107, 160, 171, 216, 252, 370 Polindará, 228 451 Popayán, passim. San Antonio, 318 Porcucho, 297 San Bartolomé, 297,388, 390,396 Portillo, 21 San Cristóbal, 22, 62 Porto Belo, 298 San Francisco, 50,148 Portugal, 316 San Gil, 62 Potosí, 181 San Jerónimo, 228 San Jerónimo (hacienda), 227 Pueblo de la Sal, 134,151,160 Puerto Nuevo de Orozco, 395 San Jerónimo del Monte, 307, 357, 358,399 Puerto Olaya, 389 San Juan (río), 274,285,286,317,318, Quebrada de Vera, 225 342 Quiebralomo, 274, 294, 314, 343,349 San Juan de los Llanos, 22 Quinamayo, 318 San Miguel, 89 Quindío, 16, 21, 23, 282, 349 Quito, 21-23, 72, 134, 177, 188, 285, San Pablo, 337 287, 310, 335, 364-366, 375, 421, San Salvador, 290 439 San Sebastián de la Plata, 13,309 Rabicha, 48 San Vicente (Páez), 18, 27, 182, 280, 282 Ramiriquí, 36, 61, 254, 407 Santa Ana (minas), 184 Ramada La, 90,102 Santa Ana (quebrada), 358 Raposo, 277, 318, 338, 402 Santa Agueda, 18,282,344 Ráquira, 174 Remedios, 18, 20, 22, 115, 116, 163, Santa Bárbara, 285, 337, 338, 342 183, 184, 186, 220, 272-274, 278, Santa Fe, passim. 282-284, 290, 291, 293, 296-298, Santa Fe de Antioquia, 18, 19, 88, 89, 300-304, 306, 309, 311-313, 315, 281, 309, 323, 330, 335, 347, 353, 357, 358, 366, 367, 372, 376 316, 325, 327-329, 335, 343-345, 347,. 353-355, 357, 364, 366, 374, Santa María del Puerto, 285,337 376, 377, 383, 396, 397, 413, 418, Santa María de los Remedios, 301 422,431,437-441 Santa Marta, 6, 7, 9,10,22, 27, Reuta, 48 100-102, 113, 115-117, 134, 199, Rionegro, 27,44,95,388,389,391-393, 271, 281, 301, 319, 363, 367, 368, 396,397 370, 385,394 Río del Oro, 76, 95, 274, 278-290,290, Santa Rosa (de Viterbo), 66, 260,261, 453 314,393,395,397,402 . Río de la Plata, 12 Santiago de las Atalayas, 22,130 Santo Domingo, 2-5,7,12,50,84,116, Sabandija, 21, 282 122,139,148,271,281, 301 Saboyá, 118 Santo Tomé, 302 Sáchica, 64,96,160,173,174,192,193, 205,255 Saquencipa, 38,132,173, 205 Salazar (cerro de), 349 Sasa, 127

ÍN D IC E G EO G R Á FICO

Sátiva, 51, 59,160, 211, 225, 244, 260, 406.453 Satova, 192 Servitá, 62, 249 Sevilla (Esp.), 1, 2,176, 268, 311, 321323,333, 334,421 Sevilla (Col.), xv, xvii, 102, 303,370 Siachoque, 234,370 Siatoque, 233 Sichacá, 407 Silos, 49 Simití, 337, 396 Sinú (o Cenú), 8, 9,280, 323, 324 Sitaquecipa, 157, 235 Soatá, 60, 62, 107, 135, 152, 160, 171, 225, 226,255, 453 Soaza, 53,234 Soconsuca, 251 Socorro, 62 Socotá, 370 Sogamoso, 22, 36-39, 62-66, 68, 96, 107, 118, 125, 160, 171, 197, 212, 243, 244, 256,406, 407, 433,451 Sogamoso (río), 36,44,151 Somondoco, 60, 128, 129, 185, 251, 260.262.453 Sora, 160, 387,451 Soracá, 166,191,195, 235 Sotaquirá, 59,453 Suba, 56 Suesca, 441 Súnuba, 169,170 Supía, 239, 274,314, 349 Supinga, 239 Suratá, 250, 350, 352 Susa, 226, 240, 422 Susacón, 146,160, 225,406 Suta, 62, 128, 144, 185, 194, 211, 213, ' 244,245,251,253 Sutamerchán, 60, 61,171,453 Tabarata, 48 Tabuya, 239

47 5

Tadó, 317 Tafur (río), 251 Tamalameque, 76, 90,102, 395 Támara, 135,151, 237,248,406 Tapagua, 47 Taqueroma, 47 Tasco, 260 Telembí, 285 Tena (estancia), 445 Tenerife, 90,102, 394 Tenza, 36, 60, 64, 96, 160, 168-170, 185,261,370, 450,453 Tequia, 135,225-227,245,249 Teusacá, 369 Tibasosa, 50, 59, 60, 66, 85, 260, 261, 264,448 Tierra Firme, 2,3, 6,10, 29,396 Tijo, 174 Timaná, 16,20,27,44,88,89,363,431 Timbiquí, 337, 338 Tinjacá, 174,193, 386 Tobaca, 243, 244 Tobasía, 37,146,155, 214,235 Tobón, 192 Toca, 121,213,226, 260,422, 423 Tocaima, 13,16,18, 20, 21, 24, 55, 56, 72, 86, 89,115,116, 123, 129, 209, 224, 274, 295, 296, 324, 328, 344, 389, 393, 402, 418 Tocavita, 235 Toledo, 134 Tolú, 85, 90,101,102, 380 Tompaquela, 236 Tópaga, 38,192,242,253 Toquecha, 130 Toro, 280,286,304,349, 375,401 Tota, 38,150,151,260 Trinidad (isla), 133 Tuche, 37 Tunjuelo, 62 Tupachoque, 43,118,154,225 Tupía, 129

476

H

is t o r ia e c o n ó m ic a y s o c ia l i

Turmequé, 64, 73, 85, 96, 107, 122, Vetas, 250,274,350, 352 126,128,160,171,441,448 Villa de Leiva, 20, 38, 159, 160, 171Tunja, passim. 174, 192, 193, 205, 214, 216, 218 Turga, 235 224, 260 Tuta, 211, 251 Villa María, 85, 90,101 Tutasá, 37, 58,260 Villeta de San Miguel, 391,403 Tutepa, 49 Viracachá, 122, 235, 255,260 Ubaté, 56 Vitoria, 16, 18, 22, 203, 274, 280, 282, Ubaque, 56 294, 308, 309, 311, 324, 344, 353, Ura, 122,406,407 389, 393, 397,418,440 Usme, 62, 369 Vrancha, 174 Uvita La, 453 Yaguarsongo, 335 Valegra, 48 Zabaletas, 229 Valle de la Miel, 225 Zipaquirá, 262, 263 Valle de Upar, 85,121 Zaragoza, 19, 163, 183, 272, 273, 277, Vélez, 13, 24, 28,45, 55, 60, 62, 71, 75, 278, 283, 284, 288, 289, 292, 293, 76, 85, 86, 89, 92, 94, 95, 98, 106, 296-298, 300, 302-313, 316, 325, 113, 115, 116, 118, 135, 142, 158, 328, 330, 331, 335, 343, 345, 347, 173, 205, 224, 232, 274, 278, 279, 353, 354, 359, 364, 366, 367, 372, 282, 324, 328, 344, 385-388, 392, 374, 376, 377, 380, 383, 396, 398, 393, 396,397, 400, 406,418 399,410,413,422, 437, 441 Venadillo, 21,282 Zaruma, 335 Venezuela, 9,14,133,420,424 Zulia (río y valle del), 46,249, 395 Veracruz, 307, 319

este libro se terminó de imprimir en agosto de 1997 en los talleres de tercer mundo editores, era. 19 no. 14-45, tels.: 2772175 - 2774302 - 2471903. fax 2010209 apartado aéreo 4817 , santafé de bogotá, Colombia.