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Spanish; Castilian Pages 442 [436] Year 2021
Ficciones etnográficas Literatura, ciencias sociales y proyectos nacionales en el Caribe hispano del siglo xix Daylet Domínguez
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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 60
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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.
Directores Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg) Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston) Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill) Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México) Beatriz González Stephan (Rice University, Houston) Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise) Jorge J. Locane (Universitetet i Oslo) Jesús Martín-Barbero (Bogotá) Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg) Mary Louise Pratt (New York University) Patricia Saldarriaga (Middlebury College) Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)
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Iberoamericana • Vervuert • 2021
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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»
© Iberoamericana, 2021 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2021 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-063-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-837-3 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-838-0 (e-book) Depósito legal: M-2237-2021 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Imagen de cubierta: Litografia del ingenio Buena Vista, realizada por Eduardo Laplante para el libro Los ingenios. Colección de vistas de los principales ingenios de azúcar de la Isla de Cuba, 1857. Diseño de interiores: ERAI Producción Gráfica The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España
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A mis abuelos, Juana E. Gutiérrez Mantrana y Victoriano Domínguez Armas
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Índice
Índice de ilustraciones............................................................. 13 Agradecimientos...................................................................... 15 Introducción........................................................................... 19 Literatura, ciencia y nación................................................. 25 República Dominicana, Puerto Rico y Cuba....................... 35 Umbrales científicos, genealogías literarias........................... 43 Literatura de viajes, historia natural, imaginarios raciales......................................................................... 43 Cuadros de costumbres en Cuba y Puerto Rico............ 53 Ficciones etnográficas................................................... 62 Fernando Ortiz y la antropología en Cuba.......................... 68 Parte I. República Dominicana Preámbulo............................................................................... 77 Entre España y Haití........................................................... 81 1. La Española en disputa........................................................ 93 Lo español y lo francés........................................................ 96 Lo dominicano y lo haitiano............................................... 107 Naturaleza.................................................................... 111 Blanqueamiento........................................................... 114
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2. Indigenismos literarios........................................................ 121 Narrativas indigenistas........................................................ 125 El indio como vasallo del amor.................................... 131 Indios buenos e indios malos....................................... 136 Tradiciones literarias: historia y memoria, indigenismo y antihaitianismo................................................................. 141 3. Hispanización..................................................................... 153 Entre la ficción y la etnografía............................................. 156 Canon, historia literaria e imaginario racial.................. 163 4. Arqueología nacional........................................................... 169 Objeto, coleccionismo y museo........................................... 173 Parte II. Puerto Rico Preámbulo............................................................................... 185 De las Reformas Borbónicas al reformismo antillano........... 192 5. En los márgenes del Imperio............................................... 203 Historia natural, degeneración y canon puertorriqueño....... 205 6. Estampas desde el otro lado de las Antillas, o cómo y por qué se escribieron los primeros cuadros de costumbres sobre Puerto Rico................................................................ 219 El jíbaro como tropo de la identidad nacional..................... 223 7. Autonomismos literarios y científicos.................................. 235 Ficción, naturalismo e historia natural................................. 243 Antologías costumbristas: tipos, reformas y educación......... 256 Los inicios de la antropología en Puerto Rico...................... 263 Los inicios de la sociología en Puerto Rico.......................... 270
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Parte III. Cuba Preámbulo............................................................................... 285 Un criollo en la corte imperial............................................. 288 8. Poéticas y políticas viajeras................................................. 299 Miradas postimperiales...................................................... 299 Cartografía................................................................. 301 Estadísticas................................................................. 305 La confederación africana en las Antillas.................... 311 Haití.......................................................................... 315 Entre la estética y la ciencia............................................... 320 Entre la observación y la escucha................................ 329 9. Cuadros de costumbres: cultura visual, ficciones disciplinarias, ciudadanías futuras...................................... 343 De ñáñigos y curros........................................................... 357 10. Antropologías literarias...................................................... 371 Realismo etnográfico, costumbrismo científico.................. 373 11. Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba........................ 389 Epílogo.................................................................................... 401 Bibliografía.............................................................................. 407
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Índice de ilustraciones
Fig. 1: Imagen de dominicana [Contents] en Santo Domingo.... 118 Fig. 2: I magen de haitiana [Countrywoman and ‘Piccaninny’] en Santo Domingo......................................................... 118 Fig. 3: El velorio de Francisco Oller.......................................... 187 Fig. 4: El pan nuestro de Ramón Frade..................................... 188 Fig. 5: Carlo Congo de Fredrika Bremer................................... 334 Fig. 6: Tipos cubanos de Víctor Patricio Landaluze................... 348 Fig. 7: El tabaquero de Víctor Patricio Landaluze..................... 348 Fig. 8: El oficial de causa de Víctor Patricio Landaluze.............. 348 Fig. 9: El peón de ganado de Víctor Patricio Landaluze............. 348 Fig. 10: La coqueta de Víctor Patricio Landaluze...................... 348 Fig. 11: El gallero de Víctor Patricio Landaluze........................ 348 Fig. 12: La vieja verde de Víctor Patricio Landaluze................. 349 Fig. 13: El médico de Víctor Patricio Landaluze....................... 349
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Fig. 14: La suegra de Víctor Patricio Landaluze........................ 349 Fig. 15: Tipos y costumbres de Víctor Patricio Landaluze........... 352 Fig. 16: El ñáñigo de Víctor Patricio Landaluze........................ 352 Fig. 17: Los negros curros de Víctor Patricio Landaluze............. 352 Fig. 18: La mulata de rumbo de Víctor Patricio Landaluze....... 352 Fig. 19: El calesero de Víctor Patricio Landaluze....................... 352 Fig. 20: El puesto de frutas de Víctor Patricio Landaluze........... 353 Fig. 21: José Rodríguez Ramos en Los criminales de Cuba........... 367 Fig. 22: José López Fernández en Los criminales de Cuba........... 367
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Agradecimientos
Escribí este libro, entre Berkeley y Princeton, en el transcurso de varios años y durante ese período fueron muchos los colegas, amigos y familiares que marcaron la escritura de estas páginas. Hoy quiero dar cuenta de esas deudas intelectuales y afectivas. En Berkeley, tuve la fortuna de contar con un equipo de colegas latinoamericanistas que me enseñaron que el rigor intelectual no tiene que estar disociado de la camaradería y la generosidad. Gracias a Francine Massiello, Ivonne del Valle, Estelle Tarica y Natalia Brizuela por la amistad, la conversación y la lectura en estos años de intenso aprendizaje. Francine leyó varias versiones de este libro y me hizo repensar el lugar del cuadro de costumbres en el archivo decimonónico caribeño y latinoamericano. Tuvo, además, la inmensa generosidad de leer los ensayos que publiqué, durante mis primeros años en Berkeley, en las revistas Hispanic Review, Revista Hispánica Moderna, Cuban Studies y Revista Ibeoramericana, sin sus comentarios y sugerencias, no serían los mismos. Guardo, además, una deuda impagable con ella cuando, en el otoño del 2015, me llamó inesperadamente y se brindó a enseñar, junto a mí, el curso sobre Cuba, para que yo pudiera cumplir los requisitos del Townsend Fellowship y recibir una reducción en la carga de enseñanza, que me permitiría avanzar la escritura del libro. Por esto, y muchísimo más, gracias siempre. Ivonne, léase cada una de las letras de su nombre, me ayudó a repensar el mundo colonial caribeño desde
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el latinoamericano. Muchas de las preguntas que me hizo a lo largo de estos años aparecen contestadas en la introducción de este libro. Gracias por la amistad con que me recibiste, en ese verano del 2013, y por el vino y el baile, terapias necesarias en la escritura del libro. Estelle fue indispensable en mi transición a Berkeley y me acompañó, como una mentora diligente, en la preparación y edición de la propuesta del libro y de las becas que me regalarían el tiempo necesario para terminar la investigación y la escritura de estas páginas. Su guía me permitió tener un mapa preciso de lo que serían mis próximos años. A Natalia le agradezco mucho más de lo que este espacio formulaico pudiera aguantar, desde los primeros emails en el verano del 2013, que culminaron con la invitación de Antonio José Ponte a Berkeley, hasta su participación en el taller sobre mi libro en la primavera del 2017. Muchas gracias también a mis otros colegas del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Berkeley. A Alex Saum-Pascual por compartir su experiencia conmigo; a Emilie Bergmann por las conversaciones cruzadas en los pasillos; a Ignacio Navarrete por invitarme a organizar el coloquio internacional Ethnographies of the Everyday. Perspectives on Costumbrismo, celebrado entre Múnich y Berkeley, en el 2015 y el 2016; a Michael Iarrocci por su talento de hacer parecer que todo es más fácil y posible de lo que es. Dentro de la universidad, tengo que agradecer a diferentes centros que, con su respaldo, me brindaron los recursos y el tiempo necesarios para enfocarme en la escritura. Sin el Junior Faculty Manuscript MiniConference Grant, otorgado por el Institute of International Studies, no hubiera podido invitar a Jossianna Arroyo, Sibylle Fischer y Mary Louise Pratt, quienes me acompañaron en una jornada intensa de un día, en la primavera del 2017, en Berkeley, y me regalaron valiosas sugerencias y comentarios que me permitieron enriquecer el manuscrito. A ellas, gracias por leer cada una de estas páginas: mi deuda con ustedes está a lo largo del libro. El Hellman Fellows Program me ofreció los recursos necesarios para la investigación. El Townsend Fellowship me exoneró de la enseñanza y me permitió volcarme por completo en la escritura durante la primavera del 2016: algunos de los capítulos sobre la República Dominicana los escribí en ese semestre. Mi más cariñoso agradecimiento para Teresa Stojkov por su apoyo en esta etapa.
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Agradecimientos
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A mi colega y amiga, Elena Schneider, por su alegría contagiosa, la lectura y las recomendaciones; gracias por hacerme sentir que el Caribe no está, después de todo, tan lejos de Berkeley. Tengo que agradecerles también a muchos estudiantes graduados de Berkeley, algunos ya colegas, con los cuales tuve la fortuna de trabajar. Gracias a Holly Jackson, Pedro Rolón, Carlos Macías y Yairamarén Román Maldonado por la amistad, la conversación, las lecturas compartidas y el apoyo durante estos años. Muchos otros colegas, fuera de Berkeley, me acompañaron y me apoyaron de diversas maneras. Agnes Lugo-Ortiz me invitó a compartir este libro, cuando aún ni siquiera existía físicamente, con la comunidad intelectual de la Universidad de Chicago; tuvo, además, la gentileza de circular mi ensayo sobre la condensa de Merlin en su seminario graduado sobre Caribe, cuando tampoco estaba terminado. Fue ella la que me exhortó para que lo publicara en Cuban Studies, cuando yo fantaseaba con otras revistas. Mi capítulo sobre Fredrika Bremer no sería el mismo sin su rigurosidad intelectual, vasto conocimiento y generosidad. Gracias también a Ana Sabau, Víctor Goldgel, Anke Birkenmaier, Ada Ferrer, Judith Sierra, Jorge Duany y Fernando Valerio-Holguín, quienes leyeron diferentes partes de este libro y me acompañaron mientras escribía con recomendaciones, sugerencias y afectos. Nuestras conversaciones me ayudaron a repensar el proyecto. No puedo dejar de mencionar a Mabel Cuesta, Damaris Puñales y Mónica Simal, estoy muy agradecida con ellas por su generosidad. En Princeton, Arcadio Díaz, Rachel Price, Yolanda Martínez-San Miguel, Ricardo Piglia, Gabriela Nouzeilles, Duanel Díaz, Rafael Rojas y Germán Labrador me ayudaron a afinar este proyecto en su etapa inicial. Gracias a Arcadio por alentarme a redescubrir el siglo xix y por exhortarme a abrazar otras islas, sigue siendo un interlocutor en mi proceso de escritura. No tendría como agradecerle a Yolanda, así de inmensas son las deudas intelectuales y afectivas que tengo con ella, desde aquel seminario casi mítico de 2009. Solo una cosa quiero revelar ahora: todavía guardo el cuaderno del curso. A Rachel, mi inmensa gratitud por nuestras conversaciones durante esos años. Sin su atenta lectura y amistad, la escritura hubiera sido más difícil. A Ricardo, por su generosidad infinita y por hacerme ver que toda crítica es también un ejercicio autobiográfico.
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En la Universidad de Princeton, tengo que agradecer, además, al Program of Latin American Studies y al Institute for International and Regional Studies por las becas que me permitieron hacer trabajo de archivo en Madrid, Salamanca y Santo Domingo. En la República Dominicana, agradezco a los antropólogos Carlos Andújar, Luciano Castillo y José Guerrero y al historiador Raymundo González por el interés en mi proyecto y por la conversación. En esta etapa, también me beneficié de la generosidad del Cuban Heritage Collection en la Universidad de Miami, cuyos fondos me permitieron trabajar en sus archivos. A mis Agustines, quienes siguieron muchos de los debates reconstruidos en este libro y me acompañaron a Puerto Rico, la República Dominicana, Nueva York, Miami y Nueva Orleans en busca de respuestas. Sin Agustín, nada hubiera sido posible. Gracias por siempre confiar en mí y por tu alegría. Soy inmensamente feliz de escribir el libro de la vida junto a ti. *** A continuación utilizo las comillas siguiendo las normas de la MLA para identificar, entre otras cuestiones, frases y citas textuales. Además, recurro a estas para indicar la carga peyorativa de muchas de las categorías raciales y tipológicas discutidas en el libro, aunque no todas aparecen entrecomilladas. En el caso de los vocablos curros, ñáñigos y ñañiguismo, he preferido no entrecomillarlos porque han desaparecido casi por completo del vocabulario contemporáneo cubano; tampoco he entrecomillado la categoría jíbaro, que ha sido resemantizada de manera positiva en el contexto puertorriqueño. En cuanto al vocablo “indio”, más comúnmente utilizado en el siglo xix, he optado por el de indígena, si bien en los pasajes en que discuto las narrativas que se cristalizaron alrededor de esta figura, en la literatura indigenista dominicana decimonónica, he escogido preservarlo, siempre consciente de su uso. Por otra parte, he decidido utilizar el término raza sin distinción cuando se discute de manera abstracta y general; pero cuando aparece especificado por las categorías blanca, negra, mulata, etc., he elegido el uso de las comillas. Sé que los diversos modos en que he empleado las comillas no causarán confusión, porque el lector, siempre perspicaz, sabrá diferenciarlos.
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Introducción
En su Historia geográfica-civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico (1788), fray Íñigo Abbad y Lasierra describe las relaciones entre colonizados y colonizadores en base a una dinámica de doble intercambio. Para el viajero naturalista, quien vivió en la isla de 1772 a 1788 y escribió el libro a petición del conde de Floridablanca, no solo la cultura aborigen había sido marcada por la española, en el contexto de las primeras décadas de la conquista y la colonización, sino que esta última había incorporado muchas de las costumbres de vida, alimentación y alojamiento de las poblaciones indígenas (493). Abbad detallaba las relaciones de intercambio, entre indígenas y españoles, de una manera bidireccional: el proceso implicaba la pérdida de prácticas culturales previas y la incorporación de nuevas experiencias para cada grupo. De esa manera, reconocía que los proyectos de colonización dependían, en algún sentido, de una dinámica de mutuo “aprendizaje” entre colonizadores y colonizados. Al igual que él, muchos viajeros naturalistas entendieron las relaciones entre indígenas y peninsulares en términos que luego serían definidos por Fernando Ortiz como transculturales. El concepto, acuñado por el antropólogo en el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), fruto de una negociación con el aparato conceptual y metodológico de la ciencia europea, tendría, además, una genea-
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logía alternativa, centrada en la experiencia colonial, que ha pasado inadvertida por la centralidad concedida a los paradigmas científicos europeos, a la hora de pensar la constitución de las ciencias sociales en la región. En ese sentido, el caso de Abbad permite replantear la importancia de las tradiciones viajeras para la imaginación científica de América Latina y el Caribe. Si, como sugiere Mary L. Pratt, la retórica de la antropología se deriva de géneros literarios anteriores como la literatura de viajes, en tanto la representación que hizo el antropólogo de sí mismo provino directamente del viajero (“Fieldwork in Common Places” 42), habría que añadir, además, que la literatura de viajes organizó un campo conceptual central para las futuras ciencias sociales. Mientras la figura del viajero fue fundamental para la estabilización del antropólogo, la literatura de viajes ayudó a constituir las fronteras de las nacientes ciencias sociales, a finales del xix y principios del xx. La emergencia de la antropología, como discurso académico, constituyó un fenómeno del siglo xix, pero su campo de saber tiene, como señaló Joan-Pau Rubiés, una larga tradición en la literatura de viajes (242-260).1 Otros conceptos claves, para la historia científica y cultural latinoamericana y caribeña, como mestizaje y mulataje compartirían esa misma genealogía heredera de la tradición viajera colonial. Uno de los pasajes más sorprendentes del Ensayo político sobre la isla de Cuba (1827) de Alexander von Humboldt es aquel en que el intercambio racial aparece formulado en términos positivos. Al respecto, Humboldt afirma:
1 En Colonial Subjects, Peter Pels y Oscar Salemink apuntan una problemática similar: “There are clear continuities between the rhetoric of academic ethnography and the ‘manners and customs’ genres that preceded it” (7). Ambos enfatizan que, después de Bronislaw Malinowski, la antropología producida desde instancias no académicas fue reinventada como una protoantropología. Detrás de esa operación lo que subyacía era el deseo por sustentar la autoridad del antropólogo y de la antropología frente a las prácticas culturales que habían cumplido una función similar. Respecto a la antropología europea, sus procesos de institucionalización y periodizaciones se puede revisar: Victorian Anthropology y Delimiting Anthropology, ambos de George W. Stocking, Jr.
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Cuando se considera que los blancos han contribuido a la existencia de 70.000 mulatos, dejando aparte el aumento natural que habrían podido tener tantos millares de negros introducidos progresivamente, exclama uno: ¿Qué otra nación o sociedad humana puede dar una cuenta tan ventajosa de los efectos de este desgraciado tráfico? (107)
Para Humboldt, quien arriba a las Américas en los albores del nuevo siglo y se convierte en un crítico feroz de la esclavitud, el tráfico de esclavos en Cuba había conllevado la proliferación de la población mulata. Contrario a las teorías, formuladas desde la historia natural, que postulaban la mezcla racial como sinónimo de degeneración, Humboldt reconceptualiza el fenómeno en términos celebratorios. A finales del siglo xix y principios del xx, las nociones de mestizaje y mulataje se convirtieron, para las elites latinoamericanas y caribeñas, en contradiscursos claves a partir de los cuales se reformularon las visiones pesimistas construidas alrededor de la idea de la mezcla racial, desde las de Georges-Louis Leclerc, Conde Buffon hasta las de Arthur de Gobineau y Cornelius de Pauw. Los textos de Abbad y de Humboldt fueron leídos, comentados y publicados por importantes miembros de las elites criollas en los siglos xix y xx. En 1866, el puertorriqueño José Julián Acosta editó la Historia de Abbad en su imprenta y, al mismo tiempo, glosó y escribió, en las notas al pie de página incluidas en su publicación, su propia historia de Puerto Rico. En Cuba, Humboldt encontró uno de sus más fervientes lectores en Francisco de Arango y Parreño, quien comentó la edición francesa del Ensayo. Sus anotaciones fueron incluidas posteriormente por Fernando Ortiz en la edición que hizo del libro en 1930. Los comentarios de Acosta y Arango cambiaron para siempre los modos de leer a Abbad y a Humboldt. A la hora de acercarnos a sus textos, ya no leemos tan solo a los viajeros europeos, sino que su escritura aparece mediada por la intervención de los criollos. Las publicaciones de Acosta y Ortiz respondían al deseo de buscar unos comienzos para las tradiciones intelectuales caribeñas, en el sentido estudiado por Edward Said (Beginnings 3-26) y se convirtieron, además, en importantes proyectos políticos, intelectuales y culturales para el Puerto Rico reformista del xix y la Cuba republicana del xx.
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Al publicar la Historia de Abbad con sus anotaciones, Acosta intentó crear, dada la censura colonial, espacios para la historiografía criolla en Puerto Rico. Ortiz, por su parte, al difundir el Ensayo de Humboldt, en la Colección de Libros Cubanos, buscó modelos de la talla del viajero y estableció, en gran medida, las genealogías que median entre la literatura de viajes y la disciplina que él ayudó a consolidar en Cuba. La insistencia con que Acosta y Ortiz regresaron a los textos de Abbad y de Humboldt enfatiza la importancia de ambos viajeros para la cultura intelectual caribeña de los siglos xix y xx. Los relatos de viajes de Abbad y, sobre todo, de Humboldt, dado su influyente reconocimiento internacional, les dieron a las islas una visibilidad que no habían tenido antes (Zeuske, “Alexander von Humboldt”). Por consiguiente, permitieron colocar al Caribe dentro de una cartografía geopolítica moderna. Ambos textos marcaron debates importantes en la definición de los imaginarios nacionales, raciales y literarios de Cuba y Puerto Rico. Al igual que la tradición viajera a América Latina, los textos de Abbad y Humboldt construyeron visiones “fundacionales” sobre la geografía, el paisaje y las poblaciones caribeñas (Pratt, Imperial Eyes 111-141; González Echevarría, Myth and Archive 100110; Poole, Vision, Race, and Modernity 9-17). Sus relatos de viajes no solo fueron fundamentales en el imaginario europeo a la hora de concebir su contraparte latinoamericana y caribeña, en términos de discursos médicos, legales, científicos y raciales y en el proceso de su propia autoafirmación nacional, sino que, además, se convirtieron en fuente de apropiación, negociación y rearticulación, por parte de las elites criollas, en sus intentos por configurar sus propios proyectos nacionales durante los siglos xix y xx.2 Las elites letradas retrabajaron sus autorrepresentaciones simbólicas y la de otros grupos sociales y raciales de la región a partir de muchos de los presupuestos de los relatos de viajes.
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A diferencia de otros géneros literarios, la movilidad propia de la literatura de viajes posibilitó su consumo a cada lado del Atlántico e inscribió el género en un circuito de doble circulación. Es el fenómeno que Pratt denomina “creación de una conciencia planetaria” (Imperial Eyes 15).
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Gran parte de las visiones formuladas por los viajeros se redefinió en la tradición letrada criolla desde los cuadros de costumbres. Dentro del repertorio de prácticas simbólicas disponibles en la arena literaria del xix, los letrados favorecieron el cuadro de costumbres como el lugar de diálogo con la tradición viajera. En ese sentido, antes de que la literatura de viajes se convirtiera en una referencia central para las ciencias sociales a finales del xix y principios del xx, ya otros géneros literarios habían construido su aparato retórico en relación con muchas de sus premisas tropológicas y conceptuales.3 Entre los principios más atractivos que los costumbristas rearticularon de la literatura de viajes, se encontraba, por una parte, la configuración de un aparato de lectura y clasificación de las poblaciones y, por otra, el modelo de autoridad afincado en la figura del explorador. Muchos costumbristas se representaron en sus relatos como viajeros, ya fuera porque se desplazaban de la ciudad al campo, del centro a la periferia o, simplemente, porque regresaban a la tierra natal después de un período de ausencia prolongado. Los costumbristas eran, en gran medida, viajeros dentro de sus propios territorios y al igual que estos instituyeron sus prácticas en base a la importancia del ejercicio de observación. De esta manera, el viajero y el costumbrista establecieron relaciones de contigüidad basadas en la constitución de un campo de visibilidad, en la utilización de la mirada como forma de organización del conocimiento y en el uso de la primera persona como dominio de autoridad. Ambos conformaron una metodología de trabajo y una economía visual central para las nacientes ciencias sociales. En el Caribe, tanto el viajero como el costumbrista formaron parte esencial de lo que Jonathan Crary denominó el sujeto observador moderno.4 En
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Ya González Echevarría, en su canónico Myth and Archive, señaló la conexión entre el costumbrismo y la literatura de viajes (209). 4 En Techniques of the Observer, Crary explora cómo la reorganización de los saberes, a finales del xviii e inicios del xix, posibilitó la configuración de un nuevo tipo de observador con cierta autonomía perceptual, donde la experiencia sensorial se convertía en parte del sistema de convenciones visuales. La modernización del observador estuvo marcada por la inmediatez y el contacto que suponía poner los sentidos del naturalista en escena. Por tanto, su figura
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ese sentido, las figuras del viajero y del costumbrista pueden ser leídas como la genealogía del antropólogo y del científico social. Junto a la literatura de viajes y al cuadro de costumbres, figura además otra instancia discursiva que entabló una estrecha relación tanto con las retóricas viajeras y costumbristas como con las futuras ciencias sociales. Me refiero, específicamente, a la novela. Si la economía narrativa viajera y costumbrista se erigió a partir de la primera persona, la novela, en cambio, organizó su universo narrativo en base a la tercera. El modelo del narrador omnisciente, propio de las ciencias sociales por su objetividad y neutralidad, provino directamente de la novela decimonónica; pero el intercambio entre ambas no se detuvo ahí. Si nos acercamos, por ejemplo, a la escritura de Fernando Ortiz, enseguida advertiremos que, junto a los testimonios de los informantes exesclavos, aparecen en sus textos extensas interpolaciones de viajeros y costumbristas; es decir, Ortiz recurre tanto a la literatura de viajes como a los cuadros de costumbres y a la novela para sostener su escritura antropológica. Entre ellos, Cecilia Valdés (1882) de Cirilo Villaverde figura como un intertexto fundamental.5 La manera en que Villaverde circula dentro de Los negros esclavos (1916) es importante para entender las relaciones entre la novela y la antropología. Al integrarla a su matriz discursiva, Ortiz termina por conferir legitimidad a la ficción: Villaverde transita por las páginas de Los negros esclavos como documento. Lo mismo sucede con otras figuras, algunas menos conocidas, pero igualmente importantes, en Puerto Rico y la República Dominicana. Los fundadores de las ciencias sociales, en esas otras dos islas, no solo utilizaron la novela como referente, sino que, además, incursionaron en ese género. Algunos de ellos constituyen figuras de transición entre el letrado y el científico social. Alejandro Llenas, considerado un pionero de la arqueología dominicana, tanto por sus excavaciones y
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definió la importancia de la mirada como dispositivo de organización del conocimiento. En “Cervantes en Cecilia Valdés”, González Echevarría señala la importancia de la novela de Villaverde para la escritura antropológica de Ortiz (82).
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colecciones como por sus ensayos, produjo desde la literatura importantes piezas de corte indigenista como “La boca del indio”. Salvador Brau y Francisco del Valle Atiles concibieron los primeros tratados antropológicos y sociológicos en Puerto Rico, al mismo tiempo que experimentaban con la ficción. Del Valle escribió la novela Inocencia en 1884 y tres años después publicó el primer estudio antropológico de la isla: El campesino puertorriqueño; Brau, por su parte, redactó sus más importantes ensayos sociológicos, “Las clases jornaleras de Puerto Rico” y “La campesina”, entre 1882 y 1887; su novela ¿Pecadora? salió a la luz en 1887. La facilidad con que Llenas, Del Valle y Brau entraban y salían, de la ficción a las ciencias sociales y de las ciencias sociales a la ficción, revela el complicado recorrido que siguieron las ciencias sociales en el largo camino de su autonomización. El dominicano Pedro Francisco Bonó y el puertorriqueño Eugenio María de Hostos comenzaron sus trayectorias intelectuales en el campo literario, con novelas como El montero (1856) y La peregrinación de Bayoán (1863), pero transitaron posteriormente a las ciencias sociales, con “Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas” (1881) y Tratado de sociología (1904) respectivamente. El cambio pone de manifiesto la importancia que las ciencias sociales habían empezado a adquirir a fin de siglo. El intenso intercambio acontecido, entre las ciencias sociales y los géneros literarios mencionados, muestra la manera en que el concepto antropológico de cultura, desarrollado a lo largo del siglo xx, tuvo sus raíces en los debates intelectuales y literarios del siglo xix.6 La literatura de viajes, el cuadro de costumbres y la novela configuraron un concepto de cultura central para la imaginación científica de las ciencias sociales.
Literatura, ciencia y nación En este libro, estudio la importancia de la literatura para la constitución de las ciencias sociales, como práctica y discurso moderno, en
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Sobre este tema, véase Christopher Herbert, Culture and Anomie.
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el Caribe insular hispánico. Mi propuesta consiste en que las ciencias sociales (antropología, sociología y arqueología) comienzan a construirse un lugar de enunciación, un campo discursivo diferenciado, a finales del siglo xix y principios del xx, en estrecha relación con la literatura de viajes, el cuadro de costumbres y la novela decimonónicos. Mientras una parte de las intervenciones críticas sobre el tema se ha dedicado a resaltar las conexiones entre las ciencias sociales caribeñas y los paradigmas científicos europeos y norteamericanos, en mi libro, en cambio, examino la centralidad de estas tradiciones literarias en el proceso de configuración e institucionalización de las ciencias sociales. En ese sentido, intento pensar las nacientes ciencias sociales, en el Caribe, no tan solo desde el archivo científico europeo y norteamericano, sino, sobre todo, desde las tradiciones literarias locales, porque es en el cruce con estos géneros literarios que las ciencias sociales caribeñas configuran gran parte de su tropología y genealogía discursiva.7 Las relaciones entre las ciencias sociales y las tradiciones literarias que les antecedieron se pueden pensar en términos de lo que Michel
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Entre las intervenciones críticas que estudian la antropología desde el prisma de las ciencias europeas y norteamericanas, habría que mencionar Lydia Cabrera and the Construction of an Afro-Cuban Cultural Identity de Edna M. Rodríguez Mangual y “The Invention of Africa in Latin America and the Caribbean” de Kevin A. Yelvington; entre las que se enfocan en las relaciones entre antropología y literatura, habría que incluir Myth and Archive y “Cervantes en Cecilia Valdés” de González Echevarría; Travestismos culturales de Jossianna Arroyo; Racial Experiments in Cuban Literature and Ethnography de Emily A. Maguire y The Specter of Races de Anke Birkenmaier. González Echevarría examina cómo la antropología se convierte en la gran metanarrativa de la primera mitad del xx para la novela latinoamericana. Arroyo realiza un análisis comparativo de textos literarios, etnográficos y sociológicos con el fin de estudiar las construcciones de raza, género y sexualidad y deconstruir las metáforas integradoras del mestizaje. Maguire estudia a Ortiz dentro del círculo de Cesare Lombroso y el positivismo europeo, pero propone el término de ethnographic literature para reflexionar sobre cómo Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y Lydia Cabrera experimentaron con técnicas etnográficas desde el lugar de la literatura. Birkenmaier lee a Ortiz en medio de un circuito global y analiza las formas en que su antropología transita del paradigma racial al cultural.
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Foucault denomina, en La arqueología del saber, “formación discursiva”; es decir, conjuntos de enunciados y de regularidades conceptuales y tropológicas, definidos desde el marco del viaje, el cuadro de costumbres y la novela, que serían centrales en la articulación de las ciencias sociales. La afinidad que las ciencias sociales entablaron con estos géneros literarios se debió a la estrecha relación que la literatura de viajes, el cuadro de costumbres y la novela habían establecido con los paradigmas científicos del xix, en particular, con la historia natural. No se trataba tan solo de que en el siglo xix la oposición entre ciencia y literatura no fuera relevante; los fundadores de las ciencias sociales no convirtieron toda la literatura decimonónica en su referente directo, sino solo a los géneros literarios que habían sostenido un fuerte intercambio con la preceptiva naturalista. La elección era clara: la historia natural había sido el saber hegemónico en el siglo xix y las ciencias sociales aspiraban a ocupar ese lugar en el xx. Al revisar la importancia de estos lugares no académicos, para la constitución de las ciencias sociales en el Caribe, formulo no solo una genealogía literaria que cuestiona el enfoque que ha predominado tradicionalmente en los estudios sobre el tema, sino que, además, me detengo en los intercambios producidos entre la literatura de viajes, el cuadro de costumbres y la novela en el siglo xix. Así como se estableció un diálogo importante entre las prácticas viajeras y costumbristas, ambos géneros, a su vez, marcaron el dominio de la novela. Mientras el viaje figuró como un elemento importante dentro de la estructura narrativa de muchas de las novelas decimonónicas y permitió la descripción e incorporación de lugares hasta ese momento considerados periféricos dentro del imaginario nacional, el cuadro de costumbres, por su parte, funcionó como un espacio de experimentación para la novela.8 A finales del siglo xix, la literatura de viajes, el cuadro de costumbres y la novela se convirtieron en uno de los umbrales epistemológicos de las ciencias sociales.
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José Fernández Montesinos, en Costumbrismo y novela, y Max Henríquez Ureña, en Panorama histórico de la literatura cubana, propusieron pensar el cuadro de costumbres como la génesis de la novela decimonónica.
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Las ciencias sociales se constituyeron alrededor del ejercicio de observación, interpretación y representación; se fundaron en el acto de producir un relato sobre la otredad y la diferencia que no pasaba simplemente a través de lo físico y lo racial, sino que incorporaba, también, una dimensión cultural. En el desplazamiento que iba de la observación a la escritura, de la experiencia a la interpretación, las ciencias sociales se convirtieron en una forma de traducción y de conocimiento. A estas dinámicas habría que añadir, también, la aparición de un discurso científico que les permitiera reflexionar sobre sus propias problemáticas, es decir, una especie de metalenguaje donde las nacientes ciencias sociales se pensaran a sí mismas. No se trataba tan solo de un nuevo modo de postular las diferencias raciales, sociales y étnicas, sino de reflexionar sobre los procedimientos a través de los cuales las ciencias sociales saldrían al encuentro con ese “otro”. En el proceso de autonomización, las nacientes disciplinas tuvieron que separarse y distinguirse de las tradiciones literarias que habían cumplido una función similar.9 Al igual que las “nuevas” prácticas, los relatos de viajeros y costumbristas habían erigido su economía narrativa a partir del acto de nombrar, interpretar y representar a otras culturas y a otros sectores sociales y raciales. Narraban la experiencia obtenida a través del ejercicio de la observación y fundaban sus relaciones discursivas a partir de las dinámicas entre lo enunciable y lo visible, entre la observación y la escritura, entre el observador y el observado.10 A finales del siglo xix, los viajeros y los costumbristas habían estado en el “campo de observación” mucho más tiempo que los científicos sociales y habían definido, con anterioridad, los objetos de estudio y
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Entre las funciones de la literatura en el siglo xix se encontraban las de trazar cartografías para delimitar territorios y fronteras, incorporar espacios limítrofes en el proceso de configurar las naciones, crear alianzas o pactos simbólicos entre zonas distantes o sectores en pugnas, integrar grupos heterogéneos al proceso de construcción nacional y proyectar los modelos para la construcción de ciudadanías (Rama, La ciudad letrada; Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina; Sommer, Foundational Fictions; Ludmer, El género gauchesco; Nouzeilles, Ficciones somáticas; Davobe, Nightmares of the Lettered City). 10 Sobre el tema, véase Foucault de Gilles Deleuze (75-98).
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muchos de los argumentos de los “nuevos” saberes. Al respecto, James Clifford señala en The Predicament of Culture: At the close of the nineteenth century nothing guaranteed, a priori, the ethnographer’s status as the best interpreter of native life –as opposed to the traveler, and especially the missionary and the administrator, some of whom had been in the field far longer and had better research contacts and linguistic skills. (26)
Para Clifford, los conceptos de “trabajo de campo” y “participación observativa”, surgidos en las primeras décadas del siglo xx, redefinieron el lugar del antropólogo como “nueva” figura de autoridad, provocando el quiebre insalvable entre una antropología académica y prácticas establecidas fuera del marco institucional por viajeros y misioneros en siglos anteriores. Es por eso que, si bien las ciencias sociales, como actividad profesional, van a especificar un “nuevo” campo de visibilidad y de enunciación, lo harán en estrecha relación con el dispositivo de enunciados y visibilidades constituidos por los relatos de viajeros y costumbristas. Las nacientes ciencias sociales se organizaron alrededor de las premisas y de la tropología de las tradiciones viajeras y costumbristas y de la novela; pero, una vez institucionalizadas, desautorizaron la validez científica de estos materiales, con el objetivo de legitimarse en la esfera pública.11 En ese sentido, la historia de la institucionalización de las ciencias sociales podría ser narrada como una disputa entre las técnicas, los procedimientos y los conceptos propios de los relatos de viajeros y costumbristas y los métodos que las ciencias sociales intentaron sistematizar como suyos. Frente a esos otros géneros literarios, las ciencias sociales se constituyeron como un “nuevo” modo de ver y representar al “otro”, cuya eficacia radicaba en la autoridad científica del observador.
11 En “Fieldwork in Common Places”, Pratt insiste en esta idea al sostener que, a pesar del ejercicio de canibalización discursiva, la antropología termina por legitimarse desautorizando la validez científica del género de viaje (33).
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La consolidación de las ciencias sociales dependió de un proceso de individualización discursiva basado en la formulación de una metodología, en la configuración de los objetos de estudio y en la creación de un aparato institucional propio. La institucionalización se efectuó a través de la creación de academias, museos, cátedras, planes de estudios y la difusión de revistas especializadas. En Cuba, por ejemplo, se fundó la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba, en 1877, y, en 1903, se creó el Museo Antropológico de la Universidad de La Habana, a cargo de Luis Montané. En Puerto Rico, la Revista Puertorriqueña, publicada mensualmente entre 1887 y 1893, se convirtió en un lugar importante para la circulación de los nacientes saberes. Muchos de los materiales incluidos, en dicha publicación, registran el cambio de la retórica costumbrista a la científica.12 A partir de 1905, en la República Dominicana, se iniciaron los preparativos para establecer el primer museo arqueológico y, en 1913, se intentó crear un museo con carácter nacional. Ya, en 1947, se había formado el Instituto Dominicano de Investigaciones Antropológicas y, para 1972, el Museo del Hombre Dominicano. En ese período comenzaron igualmente a publicarse los primeros estudios antropológicos y sociológicos, desde Antropología y patología comparadas de los negros esclavos (1876) de Henri Dumont hasta “Las clases jornaleras de Puerto Rico” (1882) de Salvador Brau; Los criminales de Cuba (1881) de José Trujillo y Monagas; “Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas” de Pedro Francisco Bonó; El
12 La presencia de Estados Unidos en el Caribe, a partir de 1898, dio un nuevo giro en el fortalecimiento de las nuevas disciplinas. Con la ocupación norteamericana en Cuba, 1898-1902, se reestructuraron los planes de estudios y se crearon nuevos programas en la universidad. Entre estos, es importante señalar el surgimiento de la Cátedra de Antropología y Ejercicios Antropométricos en 1900. Se diseñaron, en particular, dos cursos: Antropología Jurídica y Antropología General. En el contexto puertorriqueño, con el paso de colonia española a norteamericana, las relaciones entre antropología e imperialismo se intensificaron con figuras de la talla de Jesse Walter Fewkes, John Alden Mason y Franz Boas. Sobre el tema, revisar los trabajos de Jorge Duany “Cómo representar a los nuevos sujetos colonizados” y “Anthropology in a Postcolonial Colony”.
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campesino puertorriqueño (1887) de Francisco del Valle Atiles; Tratado de sociología de Eugenio María de Hostos; Los negros brujos (1906) de Fernando Ortiz y Cuba y su evolución colonial (1907) de Francisco Figueras. En la arqueología, también, se difundieron importantes títulos como “Descubrimiento del cráneo de un indio ciguayo en Santo Domingo” (1891) de Alejandro Llenas; Cuba primitiva (1883) de Antonio Bachiller y Morales; Prehistoria de Puerto Rico (1907) de Cayetano Coll y Toste y Apuntes para la prehistoria de Quisqueya (1912) de Narciso Alberti Bosch.13 Además del soporte institucional, la emergencia de las ciencias sociales conllevó una serie de transformaciones a nivel textual, es decir, una serie de cambios en el interior mismo del discurso. Una de ellas consistió en la insistencia de distanciarse de la tropología literaria; entrar en el terreno de lo científico implicaba separarse de los modos de articular el sentido desde la literatura, en la medida que esta venía a epitomizar lo falso y lo ficticio. Así, al menos, lo entendía Trujillo y Monagas, quien enfatizó que el principal atributo de su libro, dedicado al estudio de la tipología ñáñiga, radicaba en la autenticidad y el verismo de su información y en el apego a las fuentes empíricas, utilizadas en la investigación. Parte de esa veracidad estaba relacionada con lo que él mismo denominaba la falta de “galas literarias”. Lo literario, desde la perspectiva de Trujillo y Monagas, se negativizaba y pasaba a ocupar el lugar de lo artificial y lo inexacto (262-264). La tropología literaria venía a encarnar los valores opuestos que las ciencias buscaban representar: producir un conocimiento objetivo, neutral y universal. Junto a la necesidad de separarse del registro literario, se impuso la exigencia de incorporar el tono científico. Como han señalado Nancy Stepan y Sander L. Gilman en “Appropriating the Idioms of Science”, a finales del siglo xix, las ciencias se convirtieron en el lenguaje
13 Aunque es importante señalar que las intervenciones arqueológicas habían comenzado a realizarse desde varias décadas antes como lo atestigua Naturaleza y civilización de la grandiosa isla de Cuba (1876) del peninsular Miguel Rodríguez Ferrer.
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autorizado para hablar sobre el cuerpo, la raza y las poblaciones; es decir, el lenguaje científico pasó a ser el lenguaje de interpretación por excelencia, reemplazando a la teología, la moral y las letras. A partir de ese momento, los presupuestos científicos podían ser cuestionados efectivamente solo desde el lugar de las ciencias. Entre los años que van de 1870 a 1920, las ciencias adquirieron sus formas culturales, institucionales y epistemológicas modernas. Por ende, otro de los cambios que favoreció la progresiva consolidación de las ciencias sociales consistió en la regularización del texto científico, el cual comenzó a estabilizarse y alcanzó la forma estándar y aceptada de la escritura de las ciencias, caracterizada por el estilo breve, empírico, la fuerte ausencia del yo autorial y de la tropología (173-175). Otra de las grandes transformaciones, acaecidas en el interior del discurso científico, estuvo relacionada con el régimen visual que acompañó a las nacientes ciencias sociales, desde la criminología y la antropología hasta la arqueología. Mientras la literatura de viajes y los cuadros de costumbres utilizaron el grabado y la litografía, los “nuevos” saberes privilegiaron la fotografía como estandarte de la “verdad”. En el desplazamiento que va de un régimen visual a otro, se cifra, de alguna manera, el paso de la literatura de viajes y del costumbrismo a las ciencias sociales. El uso de la fotografía se convirtió en uno de los elementos más importantes para delimitar las fronteras y la autoridad de las emergentes ciencias sociales, en tanto la técnica fotográfica representó el epítome del positivismo del fin de siglo. En la batalla entre los modos de representación visual, el nuevo discurso científico utilizó la fotografía como un dispositivo que, por su reproducción de lo real, estaba más a tono con los nuevos paradigmas. Ahora bien, no todas las ciencias sociales tuvieron las mismas resonancias en el Caribe insular hispánico, porque, como nos recuerda Antonio Benítez Rojo, son islas que se repiten, pero la repetición está marcada por la diferencia (La isla que se repite 15-46). Si nos detenemos en las figuras que se convirtieron, poco a poco, en el epítome de la identidad nacional en la República Dominicana, en Puerto Rico y en Cuba, es posible detectar las conexiones que cada una de ellas establece con las ciencias sociales privilegiadas en las tres islas. Mientras que en Puerto Rico y en Cuba, las figuras del jíbaro, eminentemente
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desracializada, y la mulata conllevaron al énfasis de la sociología y la antropología, en la República Dominicana, la figura del indígena implicó la apuesta por la arqueología. La consolidación de las ciencias sociales dependió, en gran medida, de las relaciones raciales establecidas en las tres sociedades coloniales, del tipo de esclavitud impuesta y del imaginario racial privilegiado por las elites letradas y científicas. La necesidad de definirse frente a Haití y a España legitimó al indigenismo como narrativa de identidad en la República Dominicana; al convertirse en la ideología dominante, el indigenismo condujo al desarrollo de la arqueología como disciplina privilegiada. En Puerto Rico, el éxito del proyecto autonomista dependió, por una parte, de la modernización de las clases trabajadoras, representadas como “blancas” y “dóciles” y, por otra, del mito de la armonía racial; de esa manera, la sociología enfocada en el estudio de las relaciones de clases cobró mayor importancia. En Cuba, con una población negra y mulata muy superior a la de Puerto Rico, el estudio del cruce de “razas” se convirtió en un proyecto central para pensar la nación, llegando a privilegiarse la antropología. Las emergentes ciencias sociales en las tres islas fluctuaron desde una perspectiva arqueológica y sociológica hasta una de carácter más antropológico.14 Si bien un número notable de estudiosos, desde Talal Asad hasta Edward Said, ha insistido en las relaciones entre imperialismo y antropología, habría que enfatizar que esta última no solo fue una herramienta central en la articulación de las políticas imperiales, sino que, junto a la sociología y a la arqueología, desempeñó un papel fundamental en la configuración de los proyectos nacionales a finales del xix y principios
14 Esto no implica que la tendencia antropológica no se desarrollara en Puerto Rico. En la parte del libro dedicada a este país, analizo el primer estudio de antropología de esa isla, El campesino puertorriqueño de del Valle Atiles. Por otra parte, en Cuba, Felipe Poey, Antonio Bachiller y Morales y Fernando Ortiz escribieron estudios arqueológicos. Para entender las diferencias entre la antropología del siglo xix y del xx, así como el tránsito del llamado hombre de ciencia al antropólogo, recomiendo Anthropology as Cultural Critique de Georges E. Marcus y Michael M. J. Fischer (17-44).
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del xx.15 En ese sentido, la definición de la nación no dependió tan solo del poder de la escritura (Rama), sino del pacto de sentido con los nuevos paradigmas científicos, desde la estadística y la medicina hasta las ciencias sociales.16 La nación se convirtió, como plantea FrançoisXavier Guerra, en un nuevo modelo de comunidad política, basado en un imaginario común compartido por todos los ciudadanos (“Introducción” 8); pero, en el Caribe, el problema adquirió connotaciones diferentes. Mientras las naciones hispanoamericanas, estudiadas por Tulio Halperín Donghi, alcanzaron primero las independencias y luego, a lo largo del siglo xix, construyeron sus imaginarios nacionales al mismo tiempo que consolidaban el Estado-nación (Historia contemporánea de América Latina), en el Caribe, los imaginarios se configuraron antes de conseguir la independencia e incluso sin llegar a concretarse la idea del Estado-nación, como en el caso de Puerto Rico.17 15 Una amplia variedad de estudios ha planteado las relaciones entre cultura, imperio y ciencia. Anthropology and the Colonial Encounter, editado por Asad, se ha convertido en un estudio pionero sobre la emergencia de la antropología en el espacio colonial, basado específicamente en el modelo imperial británico. Otro clásico en el tema sería Culture and Imperialism de Said. El Imperio español no constituyó una excepción a la regla, sino que aspiró a renovar su política imperial, durante las últimas décadas del siglo xviii y gran parte del xix, a partir de las correspondencias entre ciencia, conocimiento y poder. Frente a la hegemonía inglesa, España se vio obligada a reformular sus prácticas de control y administración, en las colonias de ultramar, para obtener un mejor dominio del espacio natural y las poblaciones. 16 Para pensar las formas en que ha sido concebida la nación moderna, existe una valiosa bibliografía, desde Imagined Communities de Benedict Anderson y Nations and Nationalism since 1870 de Erick John Hobsbawm, hasta Nation and Narration y The Location of Culture de Homi K. Bhabha. 17 Es importante recordar las revisiones que Partha Chatterjee realiza al estudio del nacionalismo: “Anticolonial nationalism creates its own domain of sovereignty within colonial society well before it begins its political battle with the imperial power” (6). Para él, el estudio del nacionalismo no se puede restringir al dominio político y estatal, sino que hay que abrirlo al orden de la cultura. Aunque la división que traza entre el mundo material (instituciones sociales, Estado) y el espiritual (cultura e identidad nacional) termina siendo esquemática, al menos para el Caribe, su propuesta es relevante en la medida que no relega el estudio de los proyectos nacionales a las luchas por el poder político (6).
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Imaginar la nación en la región no implicó la construcción del Estado-nación, como en el resto de Hispanoamérica, ni siquiera conllevó una asociación directa con el independentismo como opción política. Con excepción de los criollos dominicanos, las elites cubanas y puertorriqueñas que comulgaron con las nacientes ciencias sociales apostaron, en gran medida, por el autonomismo como opción política y utilizaron la credibilidad de las disciplinas científicas para legitimar sus proyectos de modernización política, económica y social frente a España. En el Caribe, los proyectos nacionales de orientación autonomistas aspiraron, también, a afirmar la nación entendida como ciudadanía común, pero sin excluir a España, el imperio continuaba siendo el referente. La institucionalización de las ciencias sociales no respondió simplemente a un ejercicio de transposición de los saberes epistemológicos “occidentales” al escenario local, ni a una mera dinámica de causa y efecto entre “centro” y “periferia”, sino, más bien, al deseo de construir, a través del lenguaje de las ciencias, un horizonte discursivo desde donde pensar la heterogeneidad racial de la región. Como ha afirmado Jill Lane, la emergencia de las ciencias sociales se debió a la necesidad de encontrar nuevos mecanismos de disciplina en el momento en que la esclavitud como institución entraba en su etapa final (182); pero, también, habría que añadir, al deseo de articular un lenguaje que permitiera socavar la posición de inferioridad en que se encontraban colocados los tres enclaves insulares del Caribe hispánico. Las elites criollas encontraron en las ciencias una de las maneras más efectivas para participar en los debates sobre esclavitud, raza y nación en vista a consolidar el tránsito hacia ciudadanías modernas y, al mismo tiempo, intentaron elaborar un contradiscurso científico en respuesta a las teorías en boga sobre la supuesta inferioridad caribeña.
República Dominicana, Puerto Rico y Cuba Entre los tres enclaves territoriales estudiados en este libro, Cuba y Puerto Rico compartieron, al menos hasta 1898, el mayor número de semejanzas, tanto por la prolongada condición colonial y la abolición
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tardía de la esclavitud, 1873 en Puerto Rico, 1886 en Cuba, como por la coexistencia de la mano de obra esclava y libre en los ingenios y las haciendas de las dos islas.18 Después de la Revolución haitiana, 17911804, Cuba reemplazó a Haití en la producción mundial de azúcar y se convirtió en el mayor abastecedor del mercado norteamericano junto a Puerto Rico. El modelo de la plantación se consolidó en Cuba y en Puerto Rico respectivamente, en pleno siglo xix. El proceso conllevó, como ha explicado Antonio Benítez Rojo, la transformación de la plantación a la Plantación, o sea, el tránsito de una esclavitud “patriarcal” a una esencialmente “capitalista” y definió, además, los diversos grados de africanización del Caribe (La isla que se repite 1924; 83-94).19 En el trascurso de la primera mitad de esa centuria, la plantación pasó de su institucionalización y esplendor a su declive, llegando a reorganizarse mediante el sistema de latifundios a finales del xix.20
18 En El ingenio, Manuel Moreno Fraginals apuntó que la mano de obra asalariada no sustituyó a la esclava, sino que ambas formas habían convivido desde finales del siglo xviii (213). Siguiendo al historiador cubano, Francisco A. Scarano afirmó que en Puerto Rico no hubo una transición hacia el trabajo libre, sino coexistencia (Sugar and Slavery). Con relación al tema, ver también Sugar, Slavery, and Freedom in Nineteenth-Century Puerto Rico de Luis A. Figueroa y Azúcar y abolición de Raúl Cepero Bonilla, particularmente el capítulo sobre “La decadencia del sistema esclavista”. Acerca de la esclavitud en la República Dominicana, se pueden revisar Los negros, los mulatos y la nación dominicana y Sobre racismo y antihaitianismo y otros ensayos de Franklin J. Franco Pichardo. 19 En La isla que se repite, Benítez Rojo pone a circular la tesis de que los rasgos culturales africanos, en cada una de las naciones del Caribe, no dependieron necesariamente de la importancia demográfica de la población negra, sino del momento en que la plantación se consolida como institución (91-92). 20 Moreno Fraginals, en “Plantations in the Caribbean”, apunta cómo a partir de 1860 se inicia un ciclo de transformaciones técnicas en la industria azucarera en las tres islas que culminó en la década de 1890 y que conllevó la transición hacia el latifundio (5). Sobre el tema, recomiendo, además, Historia de la esclavitud negra en Puerto Rico de Luis M. Díaz Soler; El ingenio de Moreno Fraginals; Sugar and Slavery in Puerto Rico de Scarano; “Cultura e identidad nacional en el Caribe hispánico” de Jorge Ibarra; History of the Caribbean de Frank Moya Pons y The Caribbean de Franklin W. Knight.
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A diferencia de Cuba y Puerto Rico, la República Dominicana entró directamente al mundo del latifundio sin haber experimentado el modelo de la plantación. Desde 1801, con la invasión haitiana liderada por Toussaint Louverture, se había proclamado la eliminación de la esclavitud y se había llevado a cabo un proceso de modernización económica. Mientras las otras dos islas continuaron bajo el Imperio español hasta 1898, la República Dominicana llevó a cabo sus luchas independentistas antes de esa fecha; primero contra Francia en 1808, luego contra Haití en 1844 y, por último, contra España, alcanzando su independencia definitiva en 1865. Aunque desde 1795 España había cedido su parte de la isla a Francia, mediante el Tratado de Basilea, posteriormente, durante el siglo xix, hubo dos períodos en los cuales se restablecieron los lazos coloniales con la antigua metrópolis: el primero fue entre 1809-1821 y el segundo entre 1861-1865. En 1861, el presidente dominicano Pedro Santana llevó a cabo la reanexión a España, provocando inmediatamente la Guerra de Restauración, 1863-1865, que devolvió la soberanía a la parte oriental de la isla. Por consiguiente, la historia colonial dominicana se diferencia de la puertorriqueña y la cubana por la presencia de los Imperios español y francés, así como por un impacto directo de la Revolución haitiana y las subsecuentes ocupaciones en la parte oriental de la isla. A pesar de estas diferencias, se podría afirmar que el siglo xix se inicia, para las tres colonias, en las postrimerías del xviii con lo que comenzó siendo una sublevación de esclavos en 1791, con una agenda eminentemente antiesclavista, se desarrolló como un proyecto de autonomía colonial y terminó siendo el primer Estado independiente negro en las Américas.21 Anteriormente, las tres islas habían tenido
21 En Modernity Disavowed, Sibylle Fischer detalla el devenir de la Revolución haitiana a partir de un estudio de sus constituciones y propone leerlas como “ficciones fundacionales” (229). En la Constitución de 1801, es posible distinguir el proyecto de autonomía que caracterizó a la Revolución haitiana en ese período. La constitución de ese año reconoce la isla con el nombre Saint-Domingue y como colonia del Imperio francés. Por lo tanto, no se declara la independencia, sino que Louverture se erige gobernador. Es con la constitución de Dessalines, proclamada en 1805, un año después de la independencia, que se rompen los
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un desarrollo bastante similar en términos políticos, económicos y sociales, ocupando una posición periférica dentro de la cartografía imperial española. Es después de la Revolución haitiana que, tanto Cuba como Puerto Rico y la República Dominicana, adquieren un lugar diferente dentro de la geopolítica del mundo atlántico y acentúan sus singularidades. En ese sentido, acercarse al Caribe hispánico insular del siglo xix implica necesariamente adentrarse en Haití. El impacto que tuvo la Revolución haitiana en la región organiza, en gran parte, los debates políticos, raciales, económicos y culturales de las tres islas a lo largo del siglo xix: mientras en Cuba y Puerto Rico tuvo un efecto esclavista, en la parte oriental de La Española condujo, como ya señalé, a la abolición de la esclavitud y a su independencia definitiva en 1865, aunque no se detuvo ahí. El miedo a que la Revolución haitiana se extendiera a las islas vecinas contribuyó, en gran medida, a que los criollos puertorriqueños y cubanos postergaran el pacto colonial hasta finales del siglo xix. Por otro lado, Haití se convirtió en un referente fundamental para las tradiciones abolicionistas e independentistas caribeñas: pues, conceptos claves para el futuro político de las Antillas, como derechos naturales, ciudadanía, soberanía, libertad y antiimperialismo, se rearticularon en constante diálogo con el recién independizado Haití (Ferrer “Haiti”, 42; Rojas “La esclavitud liberal”, 35-37). En el Santo Domingo español, la Revolución haitiana ofreció un modelo político alternativo a los paradigmas de modernización europeos e hispanoamericanos que, como veremos, no siempre fue negado y rechazado. Como analizo, a lo largo del libro, los tropos de los imaginarios raciales y nacionales en cada una de las islas —la mulata en Cuba, el jíbaro en Puerto Rico y el indígena en la República Dominicana— funcionaron como rearticulaciones simbólicas de la ideología de blanqueamiento erigida como respuesta a Haití. La configuración de dichos imaginarios dependió de las intervenciones literarias y científicas llevadas a cabo por los letrados caribeños, a lo largo del siglo xix. En
lazos con la antigua metrópolis francesa, se declara Haití como un imperio y se le confieren a Dessalines poderes ilimitados como emperador (227-246).
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Puerto Rico y Cuba, donde la preocupación recayó en las poblaciones campesinas, mulatas y negras, los cuadros de costumbres proliferaron extensamente en la esfera letrada. En la República Dominicana, ese lugar estuvo dedicado al género literario de las tradiciones. Al proponer el indigenismo como narrativa de identidad, los letrados dominicanos no recurrieron al cuadro de costumbres, que suponía una relación inmediata con el presente, sino a las tradiciones que permitían trabajar con el pasado. Con su enfoque retrospectivo, las tradiciones se convirtieron en el lugar por excelencia para recuperar la figura del indígena como tropo de la identidad nacional.22 La apuesta por el indigenismo, en la República Dominicana, a lo largo del siglo xix, dio como resultado el auge de una literatura con ese enfoque y, además, la proliferación de una cultura material de procedencia prehispánica, basada en la excavación y en el coleccionismo. Así como los letrados dominicanos terminaron privilegiando las tradiciones como género literario, por encima de los cuadros de costumbres, ellos mismos se vieron estimulados a promover la arqueología, dado su interés en la excavación, la descripción y la colección de la cultura material aborigen. En un país, donde el proyecto de nación se edificó a partir de un pacto de sentido con el legado indigenista, la arqueología posibilitó como ninguna otra disciplina postular una mirada retrospectiva. Si, desde la literatura, las tradiciones permitían reescribir el pasado y reinscribirlo en el presente como parte del imaginario nacional, la arqueología se convertía en una nueva manera de repensar el legado histórico. Las excavaciones y las colecciones atestiguaban, de manera directa, mejor que la literatura y la historia, el pasado indígena dominicano. La memoria no se erigía a través de la palabra, sino a partir de la presencia física del objeto. En ese sentido, una de las premisas fun22 Ya Fischer señaló esta problemática: “But costumbrismo never took root in the Dominican Republic, and this is not because it was unknown […] Instead of costumbrismo we thus find a literature devoted to producing a future out of reinvented past” (Modernity Disavowed 194-195). La ausencia de los cuadros de costumbres se relacionaría con los silencios y desplazamientos erigidos sobre la Revolución haitiana en la República Dominicana.
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damentales de la arqueología consistió en la posibilidad de compartir una experiencia directa de la antigüedad. Mientras las tradiciones reescribían las crónicas coloniales y recreaban pasajes de encuentros y desencuentros entre españoles e indígenas, la existencia de los objetos arqueológicos apuntaba hacia una evidencia concreta, revelaba la presencia del pasado en el presente dominicano y se convertían, siguiendo el término de Pierre Nora, en lugar de memoria. Si una parte significativa de la literatura dominicana del siglo xix se organizó alrededor del indigenismo y en base a la reescritura de importantes pasajes de las crónicas coloniales, la arqueología permitió, desde la irrefutabilidad de las ciencias, apostar por el imaginario indigenista. Mientras la literatura, en general, postuló un espacio simbólico en el cual los ciudadanos podían identificarse con el legado aborigen e imaginarse como descendientes de los indígenas, la arqueología, por su parte, proveyó las evidencias concretas del pasado aborigen. La apuesta por coleccionar y musealizar la cultura material prehispánica se convirtió en la manera más efectiva de evocar la memoria y de reincorporar el pasado. En consecuencia, tanto la literatura indigenista como la arqueología constituyeron una reflexión sobre el presente dominicano y sobre el imaginario racial deseado para la nación. No se trataba, tan solo, de rescatar el pasado, sino de una manera particular de relacionarse con el presente. En Cuba y Puerto Rico, las relaciones entre política y raza definieron, en gran medida, las diversas variantes de los proyectos nacionales, desde el autonomismo hasta el independentismo. Mientras el ala del nacionalismo más radical, centrado alrededor de la figura de José Martí, buscaba anular los términos y presupuestos del racismo científico con un discurso de orden humanista, con el propósito de incluir a todos los sectores de la población en la guerra independentista contra España, los autonomistas, por el contrario, utilizaron el aparato teórico de las ciencias sociales para avanzar su agenda política. Si la tradición independentista llegó incluso a absorber la noción de raza dentro de la nacionalidad, los autonomistas reafirmaron las diferencias raciales y abogaron por la inmigración europea como una estrategia de blanqueamiento insular. Esto no implica que sea posible identificar completamente el independentismo con el antirracismo y
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el autonomismo con el racismo. Como se verá, en las partes del libro sobre Cuba y Puerto Rico, desde el autonomismo y las nacientes ciencias sociales se intentó, también, refutar algunos de los principios asociados al racismo científico de la época, sobre todo aquellos que insistían en la degeneración causada por el clima y la mezcla racial, y hubo independentistas, como Eugenio María de Hostos, que se convirtieron en fundadores de las ciencias sociales en la región. El impulso de las ciencias sociales coincidió, a finales de la década de los setenta y durante los años ochenta, con la creación del Partido Liberal, en Cuba en 1878 y en Puerto Rico en 1887. De orientación autonomista, el Partido Liberal se expresaba desde la legalidad colonial y abogaba por reformas basadas en la descentralización del poder político. Cubanos y puertorriqueños se enfrascaron en modernizar las poblaciones campesinas, negras y mulatas, conceptualizadas como degeneradas, indolentes y racialmente inferiores, con el objetivo de consolidar el proyecto autonomista frente a España.23 En los años circundantes a la abolición de la esclavitud en Puerto Rico y en Cuba, el problema principal consistió en cómo convertir a las masas de esclavos en obreros y trabajadores asalariados, cómo organizar la sociedad más allá de las dinámicas entre amo y esclavo para enunciarla en términos capitalistas y modernos. En Cuba, la población esclava estaba constituida principalmente por africanos y sus descendientes; pero, en Puerto Rico, las elites azucareras se habían visto forzadas a reglamentar el trabajo campesino, es decir, se había institucionalizado un régimen de trabajo obligatorio que
23 Si bien en la historiografía puertorriqueña se han producido importantes estudios sobre la tradición autonomista, en Cuba, al menos después de 1959, se privilegió el independentismo como corriente política. Paul Estrade, en “El autonomismo criollo y la nación cubana”, se refiere a la desproporción de bibliografía entre los estudios historiográficos puertorriqueños y cubanos sobre el tema. Para revisar un estudio que repiensa el autonomismo como una corriente política antinacional, se puede consultar El autonomismo en Cuba, 1878-1898 de Mildred de la Torre. El estudio más detallado sobre el autonomismo continúa siendo Cuba-España. El dilema autonomista, 1868-1898 de Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza.
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no estaba basado en un criterio racial. Dicho sistema de trabajo fue incluso mucho más numeroso que el trabajo esclavo y se extendió hasta la abolición definitiva de la esclavitud, en 1873. Estas diferencias serán centrales para distinguir la orientación que dominará en los cuadros de costumbres y en las tempranas ciencias sociales de las dos islas: mientras en Cuba el eje de atención recaerá, en gran medida, en las poblaciones negras y mulatas, libres y esclavas, en Puerto Rico la mirada se desplazará a las poblaciones campesinas o jíbaras, representadas mayormente como blancas. Por tanto, si el problema racial será fundamental en los cuadros de costumbres y en las ciencias sociales de Cuba, en Puerto Rico será la noción de clases jornaleras la que cobre trascendencia. El programa de renovación política dependió, en gran medida, de una alianza conceptual con los “nuevos” saberes en tanto la sociedad colonial se pensaba como un macroorganismo en formación que seguiría los principios de la evolución biológica. El evolucionismo encontró una recepción favorable entre las elites autonomistas caribeñas de finales del xix, en la medida que ofrecía un paradigma basado en el progreso, ascenso y perfeccionamiento de las especies. Si, como sugiere Johannes Fabian, el discurso temporal de la antropología se formó bajo la teoría de la evolución y convirtió a esta en digna del reconocimiento académico (16-18), el paradigma de la evolución les proporcionó a los antropólogos de los espacios coloniales, conceptualizados como inferiores, el modelo necesario para sostener que era posible arribar a un estadio de desarrollo superior. Por consiguiente, el autonomismo intentó afirmar su legitimidad sobre la base de la antropología y la sociología. Sus fundadores, José Antonio Cortina y Julián Gassie en Cuba y Román Baldorioti y Salvador Brau en Puerto Rico, junto a otros miembros ilustres como Enrique José Varona y Francisco del Valle Atiles, estaban conectados a los centros y las revistas donde circulaban las ciencias sociales. Colocados desde diferentes instituciones culturales y científicas, que iban desde la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba y la Revista de Cuba (1877-1884) hasta la Revista Puertorriqueña (1887-1893) y el Ateneo Puertorriqueño, los autonomistas se apoyaron en los principios de la evolución para darle densidad a sus proyectos políticos; es decir, aplicaron la teoría de la evolución tanto al hombre como a la sociedad y la política.
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Como explican Luis Miguel García Mora y Consuelo Naranjo Orovio, los principios evolucionistas se convirtieron en los argumentos filosóficos de la ideología autonomista: “Las concepciones […] evolucionistas les llevaron a defender la autonomía de Cuba [y Puerto Rico] como único medio de lograr una vía modernizadora, que situase a Cuba [y a Puerto Rico] a la altura de los países civilizados” (120). El Partido Liberal Autonomista, como apunta Pedro M. Pruna Goodgall, llegó incluso a adoptar el lema: “Todo por la evolución, nada por la revolución” (“El evolucionismo biológico en Cuba a fines del siglo xix” 75).24 Muchos de los autonomistas, que se convirtieron en los pioneros de las ciencias sociales en Puerto Rico y Cuba, se formaron al calor de la literatura. Al escribir los textos fundacionales de la sociología y la antropología de las dos islas, llevaron al interior de las nuevas disciplinas las tradiciones literarias que ellos mismos habían ayudado a legitimar o a fundar.
Umbrales científicos, genealogías literarias Literatura de viajes, historia natural, imaginarios raciales Los viajes de fray Íñigo Abbad y Lasierra y Alexander von Humboldt al Caribe formaron parte del proyecto de reestructuración política, económica y social, llevado a cabo por el Imperio español en las Amé-
24 Pruna menciona que en 1876 se publicó en España una traducción al español del Origen de las especies de Charles Darwin, la cual se vendió en Cuba al año siguiente. Es muy probable que haya circulado de la misma manera en Puerto Rico, aunque no he encontrado ningún estudio sobre el tema. Pruna, también, sostiene que desde la década anterior algunos científicos cubanos habían leído el texto de Darwin en la traducción francesa de Clemence Roger. Para el debate sobre el evolucionismo, el darwinismo y el transformismo en América Latina y el Caribe, se puede revisar, además, El darwinismo en España e Iberoamérica de Thomas F. Glick, Rosaura Ruiz y Miguel Ángel Puig-Samper; Evolucionismo y cultura de Miguel Ángel Puig-Samper, Rosaura Ruiz y Andrés Galera, y Darwinismo y sociedad en Cuba de Pruna Goodgall y Armando García González.
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ricas, a partir de la segunda mitad del siglo xviii.25 Gran parte del programa ilustrado, conocido como Reformas Borbónicas, buscaba producir un corpus de materiales científicos que permitiera obtener información precisa de las colonias, tanto desde el punto de vista astronómico como geográfico, botánico y antropológico. El estudio, observación y clasificación de las poblaciones y del mundo natural constituyó una de las maneras en que el Imperio español intentó rearticular su dominio en el continente. En ese sentido, el conjunto de reformas generó un intercambio de saberes sin precedentes en la historia transatlántica de mediados del siglo xviii y principios del xix; abrió espacios inusitados para la circulación de materiales científicos, entre la metrópolis y sus colonias, y permitió el establecimiento de nuevas redes de producción del conocimiento a cada lado del Atlántico. En palabras de Manuel Lucena, las reformas en los territorios de ultramar se llevaron a cabo mediante la creación de instituciones ilustradas y las expediciones científicas. El viaje se convirtió en un instrumento de intervención política en los territorios distantes del imperio (Laboratorio tropical 19-22).26 De esa manera, la interconexión entre ciencia y política definió, en gran medida, el proyecto reformista español en el Caribe del siglo xix. La
25 Entre las diversas reformas, se encontraba la creación de nuevas intendencias, virreinatos y consulados, que intentaban ampliar la infraestructura política y expandir el poder colonial en América. Para revisar las diferentes reformas políticas, científicas y económicas que permitieron a España extender su dominio colonial durante el siglo xix, se puede consultar Colonias para después de un imperio de Josep Maria Fradera; Laboratorio tropical de Manuel Lucena Giraldo; Actos de precisión de Nuria Valverde Pérez y Testigos del mundo de Juan Pimentel. 26 Daniela Bleichmar señala el número de expediciones científicas relacionadas con la historia natural durante gran parte del xviii: “Between 1760 and 1808, Spain sponsored fifty-seven expeditions to its colonies” (“A Visible and Useful Empire” 297). Por su parte, David Goodman apunta: “The most striking manifestation of scientific activity in colonial Spanish America under the Bourbons is the remarkable cluster of expeditions sent to the Indies. Between 1735 and 1805, as many as fifty-four arrived in America (another nine expeditions sailed beyond America to the Philippines)” (“Science, Medicine, and Technology in Colonial Spanish America” 18).
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monarquía aspiraba a reinsertarse en una geopolítica imperial moderna, a través del paradigma ilustrado de las ciencias.27 Aunque la Historia de Abbad y el Ensayo de Humboldt se publicaron a raíz de las Reformas Borbónicas, sus viajes articulan diferentes tipologías de viajeros. Abbad, monje perteneciente a la orden benedictina, representa de alguna manera el viejo orden imperial, asociado a la religión como ideología de dominación colonial, y perpetúa el modelo del ilustrado afiliado a las instituciones religiosas, que produciría un conocimiento demográfico y natural sobre el mundo colonial. Su figura se torna interesante para reflexionar sobre cómo el modelo del viajero religioso convivió junto al modelo científico, promovido por las Reformas Borbónicas. Las exploraciones de Humboldt, en cambio, se llevaron a cabo bajo el amparo y protección del Gobierno español y definieron un tipo de relación específica entre el científico y el Estado. Junto a Abbad y Humboldt, aparecen en el libro otros viajeros que realizaron sus travesías al Caribe en los siglos xviii y xix: me detengo en el francés Médéric Louis Elie Moreau de Saint-Méry y su Descripción de la parte española de Santo Domingo (1796), en el norteamericano Samuel Hazard y su Santo Domingo. Past and Present: With a Glance at Hayti (1873) y en la escritora sueca Fredrika Bremer y su The Homes of the New World: Impressions of America (1853).
27 Dentro de la extensa genealogía de expediciones científicas habría que señalar, en primer lugar, la encabezada por Louis Godin a Suramérica, con figuras de la talla de Charles Marie de la Condamine y los españoles Antonio de Ulloa y Jorge Juan, y la Expedición de Límites, con científicos como Malaspina y Pehr Löfling. La Corona española intentaba fijar los límites imprecisos del imperio y puntualizar su intervención estatal en los territorios desatendidos en las colonias. En el contexto específico del Caribe, las exploraciones a cargo de Martín Sessé y Joaquín de Santa Cruz, en Cuba y Puerto Rico, buscaban, por una parte, integrar las islas a los principales circuitos de orden económico y, por otra, reafirmar su condición de límite en términos militares. Para más información sobre las expediciones científicas españolas en las América, se puede consultar el Catálogo de las expediciones y viajes científicos españoles a América y Filipinas (Siglos xviii y xix) de María de los Ángeles Calatayud Arinero. Otros estudios importantes son Spanish Scientists in the New World de Iris H. W. Engstrand y Los naturalistas en la América Latina de Carlos E. Chardón.
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Son varias las lecturas que se pueden construir a partir de sus experiencias viajeras en la región y varias, también, las razones por las que aparecen juntos, en este libro, en las partes sobre la República Dominicana, Puerto Rico y Cuba. Abbad, Humboldt y Hazard condensan dos momentos claves dentro de la historia colonial caribeña. Mientras los dos primeros marcan el declive de España como imperio, el tercero apuntala a los Estados Unidos como nuevo poder geopolítico. Moreau de Saint Mery, por su parte, permite complejizar ese relato y pensar el Caribe como un lugar, donde se interceptan las miradas imperiales española, norteamericana y francesa. Su relato de viajes, por la otrora Santo Domingo, nos recuerda que, si bien los efectos de la Revolución haitiana, 1791-1804, se sintieron con mayor intensidad en la colonia vecina, las especificidades de la historia dominicana, durante los siglos xix y xx, no fueron resultado tan solo del impacto de la Revolución y de las relaciones con Haití, sino, también, de los efectos del colonialismo español y francés en un mismo territorio. A través de Abbad, Moreau, Humboldt y Hazard es posible reconstruir momentos claves de la historia imperial en el Caribe, es decir, pensar el Caribe como un lugar entre imperios. Si las travesías de estos viajeros estuvieron, de una manera u otra, respaldadas por una empresa imperial, en el caso de Bremer, el periplo se concibe como proyecto privado y personal. Frente a la idea del viaje como modo de intervención política, en Bremer este aparece como práctica cultural y forma de conocimiento personal. Su entrada, en esta genealogía, posibilita pensar en una especie de expansión o democratización de la práctica viajera a mediados del siglo xix y, además, en el lugar de la mujer dentro de la tradición viajera de esa centuria. Cada uno de estos viajeros postula, en sus textos, una manera particular de pensar las poblaciones caribeñas. Si Abbad propone la retórica del cuerpo enfermo y degenerado en Puerto Rico, Humboldt y Bremer recrean un imaginario racial, donde las poblaciones negras ocupan el eje central en Cuba. Hazard, por su parte, a contrapelo de Moreau, quien había enfatizado la asociación de los dominicanos con el paradigma racial negro, incorpora el indigenismo como metáfora de la identidad racial en la República Dominicana. Estas narrativas se institucionalizarán en museos, universidades y hasta en la litera-
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tura especializada de las ciencias sociales. En el caso de la República Dominicana, el indigenismo, como ideología nacional, se cristalizó en el Museo del Hombre Dominicano (1973), centro que enfatiza la herencia aborigen como la marca etnográfica central de la población de la isla. En Puerto Rico, la retórica del cuerpo enfermo y debilitado, por el determinismo geográfico, conllevó la intensificación de las relaciones entre colonialismo y antropología, a partir de la intervención norteamericana en 1898, con figuras como Jesse Walter Fewkes, John Alden Mason y Franz Boas. La creación de la Escuela de Medicina Tropical en 1926, auspiciada por Columbia University, intentaba garantizar la ortopedia médica y disciplinaria para el cuerpo “degenerado”. En Cuba, emergieron instituciones, encargadas de estudiar el lugar de las poblaciones negras dentro de la isla, como la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba en 1877 y la Sociedad de Estudios Afrocubanos en 1937. De esta manera, la literatura de viajes anudó fábulas de identidad sobre las poblaciones ultramarinas del Imperio español, que perduraron posteriormente, en los imaginarios nacionales del siglo xx, y que se convirtieron en un aparato central para la formulación del discurso racial moderno y sus formas biopolíticas. La importancia adquirida por la literatura de viajes, en la configuración de los imaginarios raciales y en las futuras ciencias sociales, se debió al pacto de sentido que entablaron los viajeros con la historia natural. Como ha estudiado Juan Pimentel, la práctica viajera se revalorizó como una actividad verosímil, capaz de convertir a la población en materia de estudio, a partir del lenguaje y los métodos de las ciencias naturales: “Los viajeros se convirtieron en testigos fidedignos en base de apropiarse de las técnicas y estrategias de representación características de los practicantes de las nuevas formas de conocimiento natural” (61). Muchos de los principios sistematizados por la historia natural, en ese período, se divulgaron bajo el formato de la literatura de viajes. A finales del siglo xviii, la historia natural había pasado a ser la ciencia hegemónica por excelencia. Los naturalistas de ese período convirtieron, como sugiere Nancy Stepan, el estudio de las “razas” humanas en objeto de investigación sistemática. Muchos de los conceptos claves para los debates raciales del siglo xix, como especies, variedad, degeneración, hibridación y
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reproducción, se redefinieron dentro de la preceptiva naturalista. En ese sentido, los principios de clasificación de la historia natural de finales del siglo xviii se adaptaron al estudio de las “razas” humanas y crearon nuevos paradigmas de lectura sobre las poblaciones coloniales y postcoloniales (The Idea of Race in Science xiii). Dichos principios intentaban encontrar una especie de correlación entre la fisonomía externa e interna, entre los signos perceptibles del cuerpo y el carácter; por ende, la historia natural sentó las bases para la configuración de las tipologías raciales como modelo descriptivo de las “razas” humanas.28 Su consolidación como disciplina moderna coincidió con el auge de la plantación y la esclavitud como institución social y económica en el Caribe. Es justo en ese período cuando la categoría de raza se convierte en una forma de identificación cada vez más importante, tanto a nivel individual como colectiva (Stepan, The Idea of Race in Science xii), marcando el cambio de paradigma de lo sanguíneo a lo racial, corporal y biológico (Foucault, Historia de la sexualidad, 1, 148-155). Si bien el trabajo de Michel Foucault fue fundamental en la elaboración del concepto de la biopolítica moderna como un conjunto de prácticas y de instituciones que actuaban directamente sobre el cuerpo, con el ánimo de producir sujetos modernos, en base a los índices de higiene y productividad, prefiero, en cambio, junto a Ann Stoler plantear la necesidad de repensar el concepto foucaultiano de biopolítica a la luz del archivo colonial (Race and the Education of Desire). La tradición de viajeros al Caribe permite estudiar cómo el nuevo discurso racial, basado en una orientación biológica, estuvo conectado con los procesos de reformulación del poder político en las colonias, en la medida que el concepto de raza moduló un aparato científico de regularización sobre las poblaciones distantes del imperio.
28 Este nuevo paradigma cobró ímpetu a partir del cambio de la concepción monogenista a la poligenista. Mientras el monogenismo propugnaba la unidad de los seres humanos y defendía la tesis de un mismo origen, una misma especie, para la humanidad, con el argumento de que las diferencias raciales derivaban de la variedad climática y del grado de civilización de las culturas, el poligenismo proponía que las “razas” humanas constituían especies biológicas separadas.
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A través de los relatos de viajeros se pueden rastrear las redefiniciones que acontecieron en el interior del término raza a lo largo del xviii y xix. La literatura de viajes de ese período da cuenta de la manera en que coexistían, bajo una misma epistemología, las nociones de raza como linaje y raza como tipo. Mientras muchos apelaban todavía al sistema de castas, basado en el concepto de herencia sanguínea, la concepción biológica de raza, centrada en la tipologización de lo social, aparecía ya en las descripciones de otros viajeros y se consolidaría, posteriormente, en el costumbrismo decimonónico. En el tránsito que va de lo genealógico a lo tipológico, el cuerpo se convirtió en el espacio que guardaba las claves a descifrar para la construcción de las categorías raciales (Foucault, Historia de la sexualidad; Poole, Vision, Race, and Modernity; Wade, Race and Ethnicity in Latin America). El cruce entre literatura de viajes e historia natural fue tan intenso que la consolidación de esta última, como disciplina moderna, reorientó el paradigma narrativo de la escritura de viajes hacia el interior de los continentes en la segunda mitad del xviii.29 Sin embargo, el intercambio entre ambas no estuvo dominado tan solo por la hegemonía de la historia natural, sino que muchos naturalistas se valieron de la popularidad del género con el objetivo de llegar a un público mayor y más variado. En su Personal Narrative (1812), Humboldt justificaba el uso que hacía del relato de viajes en los siguientes términos: It is likely that my travel journal will interest many more readers than my purely scientific researches into the population, commerce and mines in New Spain […] I realized that even scientific men, after presenting their researches, feel that they have not satisfied their public if they do not also write up their journal. (10-11)
29 Este es uno de los principales argumentos formulado por Pratt en Imperial Eyes. Hasta mediados del siglo xviii, la literatura de viajes, siguiendo el paradigma instaurado por la navegación, se enfoca en la representación de las costas de los continentes. Con la consolidación de la historia natural, a finales del xviii, esa perspectiva va a cambiar y se va a desplazar al interior de los continentes, con el objetivo de taxonomizar la flora y la fauna de los territorios antes inexplorados.
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En el Ensayo, Humboldt no solo se reconocía como un asiduo lector de la literatura de viajes, sino que exaltaba el trasfondo epistemológico del género y se lamentaba incluso de que los naturalistas no siempre hubieran dado crédito a las observaciones apuntadas por los navegantes, misioneros y otros viajeros (224). Para Humboldt, los saberes que circulaban en el interior de la literatura de viajes habían sido centrales para el desarrollo de las ciencias naturales. Cada uno de los viajeros estudiados en el libro mantuvo una relación muy cercana con la historia natural y utilizó la matriz narrativa naturalista para dar cuenta de las representaciones del cuerpo y del paisaje, en tanto ambas instancias se entendían como partes de una misma entidad geográfica, es decir, connotaron a las poblaciones a partir de una lógica mimética con el espacio natural. Si, para Abbad, el clima húmedo y cálido del Caribe constituía una fuerza degenerativa que ejercía una influencia negativa sobre la flora, la fauna y la población, en Humboldt, Bremer y Hazard ese determinismo geográfico aparece reformulado en sus antípodas.30 Para estos últimos, el clima no solo convierte el trópico en una especie de espacio terapéutico, sino que, también, es la causa fundamental del buen carácter de sus habitantes; incluso, Bremer llega a trazar una línea de continuidad entre el carácter de las poblaciones nativas de las islas y el de los criollos debido a los efectos del clima (Cartas desde Cuba 50).31 Aunque
30 Sobre Humboldt y el paisaje, revisar Imperial Eyes de Pratt (109-140) y Picturing Tropical Nature de Nancy Stepan (31-56). Mientras Pratt estudia la manera en que Humboldt reinventa América como naturaleza, inspirado en la visión fundacional de Cristóbal Colón, Stepan se detiene en la importancia de Humboldt para la constitución del trópico como paisaje. En cuanto a Bremer, se pueden consultar los ensayos “En dos tiempos” y “Bondage in Paradise” de Adriana Méndez Rodenas. En el primero, Méndez Rodenas se centra en una carta que la viajera dirige a la reina Carolina Amalia de Dinamarca, en la cual describe el espacio geográfico de la isla como refugio y sanatorio (336-337); en el segundo, analiza cómo la isla se convierte en sitio paradisíaco (203-209). 31 Para Bremer: “Pertenece a las cosas curiosas de Cuba el que sus indígenas hayan sido dulces como su clima, y todavía [este] ejerce su fuerza dulcificadora sobre los habitantes. Los criollos resultan suaves y bondadosos.” (50). Como se ve, la viajera señala al clima como el responsable del carácter de ambos.
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con resultados diferentes, tanto Abbad como Humboldt, Bremer y Hazard terminan reduciendo las características antropológicas de la población a los efectos naturales. De esa manera, los relatos de viajes conectaron al sujeto colonizado con las fuerzas de la naturaleza y, al mismo tiempo, colocaron la naturaleza en franca oposición a la cultura (Spurr, The Rhetoric of Empire 158). Si Humboldt, en sus lecturas del paisaje americano, amparado en los primeros textos coloniales, reinventa la naturaleza del continente como lugar pródigo y paradisíaco en consonancia con la estética de lo sublime, Bremer y Hazard acentúan la concepción positiva del paisaje, al punto de constituir el espacio geográfico caribeño como lugar de regeneración espiritual y física. Dentro de la larga genealogía del imaginario imperial, que va desde Buffon hasta Hegel y Gobineau y que concebía a América como un espacio geográfico degenerado, habría que distinguir el quiebre epistemológico producido por estos viajeros. El modo en que Humboldt, Bremer y Hazard reimaginaron y rescribieron la geografía del continente constituye una genealogía alternativa que reorganiza el sentido del espacio natural americano en términos paradisíacos. La naturaleza caribeña se concibe entonces como ese “lugar otro”, “un afuera” distante del progreso y la modernidad europea, cuyo rasgo central estaría basado en la “autenticidad”. En ese sentido, se reactiva la lectura del “Nuevo Mundo” como reducto de lo natural, en oposición a la modernidad europea y norteamericana. Pero, a diferencia de Humboldt, las miradas de Bremer y Hazard anticipan ya la sensibilidad viajera de finales del xix y principios del siglo xx, que define el viaje como práctica cultural y convierte la naturaleza en espectáculo y mercancía.32 Si bien, en las últimas décadas del siglo xix, Hazard continúa representando la naturaleza caribeña a través de los tropos de fertilidad y superabundancia, aparece, al mismo tiempo, en su relato una nueva perspectiva que marca un rumbo diferente en la historia natural. Junto a la visión de la región como lugar terapéutico, contrario a la
32 Sobre la representación del paisaje en la historia cultural latinoamericana, sigo las ideas de Gabriela Nouzeilles en La naturaleza en disputa (23-28).
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retórica de los siglos xvii y xviii, que proponía al Caribe como espacio de contagio y enfermedad, sobresale una orientación eminentemente económica y comercial. La historia natural del siglo xix se caracterizó por un marcado interés por los trópicos.33 El protagonismo del Caribe en el género naturalista de esa centuria significaba, entre otras cuestiones, la entrada a un mercado apetecido y valorado a nivel mundial. El alcance de la historia natural se haría sentir no solo en la literatura de viajes, sino, también, en uno de los modos literarios más peculiares del siglo xix: los cuadros de costumbres. La cercanía entre el viajero y el costumbrista vendría dada a partir de su estrecha relación con la historia natural. Como ha señalado Christopher P. Iannini, la historia natural fue imprescindible no solo para el desarrollo de la cultura científica, sino, además, para la cultura literaria en las Américas. Su importancia radicó tanto en la configuración de las nuevas cartografías geográficas de la región, como en la constitución de importantes tradiciones literarias nacionales. La historia natural fue fundamental para la emergencia de una cultura letrada y para la consolidación de la “República de las letras” a lo largo de las Américas (Fatal Revolutions 3-6). Los cuadros de costumbres y sus litografías se colocaron de una manera muy cercana a la historia natural, en la medida en que compartieron el mismo principio clasificador. Basado, como ya anoté, en una relación recíproca entre el cuerpo y el carácter, el paradigma naturalista convirtió el exterior, con sus signos visibles, en el umbral para trazar las políticas de identidad de los diversos sectores de la población. Este modelo de organización del conocimiento no solo impactó a gran parte del campo del saber del siglo xix y principios del xx, desde la fisionomía hasta la frenología y las ciencias sociales, sino que, también, funcionó como el eje estructurador del costumbrismo en general. Junto a la literatura de viajes, el cuadro de costumbres circuló,
33 Stepan, en Picturing Tropical Nature, analiza la manera en que la historia natural del siglo xix estuvo dominada por su interés en los productos agrícolas del Caribe. Según ella, los recursos naturales de la región se connotaron de una manera doblemente atractiva: por una parte, tenían un halo de valor exótico y, por otra, su escasez los convertía en productos altamente codiciados en el mercado (32).
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en la antropología y en la sociología, como uno de los archivos más preciados para el científico social. Cuadros de costumbres en Cuba y Puerto Rico Entre las tradiciones literarias que, a finales del siglo xix y principios del xx, se convirtieron en un referente central para las nacientes ciencias sociales, ninguna ha sido menos estudiada por la crítica que los cuadros de costumbres. Los estudios latinoamericanos, siguiendo la brecha abierta por Benedict Anderson, insistieron en la importancia de la novela en la configuración de las hegemonías políticas y culturales de los proyectos nacionales en América Latina. La teoría postcolonial llegó a privilegiar, con propuestas como las de Homi K. Bhabha, la novela, al punto de equiparar la idea de nación con la narración (Nation and Narration 1-7). Frente a la centralidad de esta, los cuadros de costumbres pasaron a ser considerados como un género menor, cuya eficacia había residido en preservar las tradiciones que estaban a punto de desaparecer por la irrupción de la modernidad. Entre los mayores reclamos elaborados por la crítica literaria, basados en criterios estrictamente estilísticos y formales, se encontraban el escaso valor dramático de los cuadros de costumbres, la falta de tensión argumentativa y el limitado desarrollo de sus personajes y de la acción, sin reparar en que estas mismas características determinaron, en gran medida, el largo alcance que tuvieron en el siglo xix. Los cuadros de costumbres constituyeron un género esencialmente moderno, en estrecha relación con el auge de la burguesía, la prensa, la secularización de la sociedad y la formación de una esfera pública a cada lado del Atlántico.34
34 Para la relación de los cuadros de costumbres con esas problemáticas, recomiendo los trabajos de José Escobar, Michael Iarocci y Susan Kirkpatrick. Escobar propone pensar el costumbrismo como parte de la literatura moderna en la medida que “[era] una práctica literaria que surgía de la transformación del concepto de imitación que se opera[ba] en la estética del siglo xviii” (“Costumbrismo” 118). Iarocci subraya el lugar del costumbrismo dentro del proceso de secularización cultural llevado a cabo en Europa durante el siglo xix (“Romantic Prose,
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En esa forma literaria breve, aparecida en los periódicos, que abordaba las costumbres y los tipos locales, y cuyo referente estaba anclado en la observación, descansan importantes tradiciones literarias y científicas de finales del xix y principios del xx.35 Uno de los mayores atractivos de los cuadros de costumbres consistió en su capacidad para conectarse con diferentes tradiciones intelectuales del siglo xix: desde la literatura de viajes y la historia natural hasta la novela, la cultura visual y las tempranas ciencias sociales. A partir de los cuadros de costumbres es posible reorganizar el archivo del siglo xix, pasando por su dimensión literaria, periodística, visual y científica. En sus más variadas representaciones, el costumbrismo articuló una modalidad discursiva que permitió estructurar zonas del pensamiento del siglo xix, desde el discurso artístico y literario hasta el racial y el científico.36
Journalism and Costumbrismo”). Kirkpatrick, por su parte, enfatiza la importancia del costumbrismo para la consolidación de la clase media española. Desde su perspectiva, este facilitó la transición hacia una sociedad de índole moderna y burguesa (“The Ideology of Costumbrismo” 31). 35 Como ha apuntado la crítica literaria, la génesis del cuadro de costumbres no remite a las literaturas iberoamericanas, sino que se pierde en las tradiciones literarias inglesas y francesas del siglo xviii, con autores como Joseph Addison, Richard Steele y Joseph Étienne de Jouy, aunque esto no significa que los propios escritores costumbristas españoles del xix no intentaran nacionalizar el género. Ese fue el caso, como ha estudiado Ana Peñas Ruiz, de Mesoneros Romanos, quien “al comienzo de su carrera, en 1832, reconoce seguir en sus escenas de costumbres españolas a Addison y de Jouy, entre otros; en 1851, sin embargo, siendo ya un articulista consagrado cambia de discurso y reclama como modelos de estilo ‘castizo’ a los autores del Siglo de Oro español, afirmando que, de no haberlos estudiado, sus festivos cuadros no habrían gozado del favor del público” (“Revisión del costumbrismo hispánico” 32). 36 Para distinguir entre los términos cuadro de costumbres y costumbrismo, entre otras denominaciones, recomiendo el ensayo de Peñas, quien reflexiona sobre el carácter controversial del vocablo costumbrismo como categoría crítica y señala las diferentes denominaciones utilizadas, a lo largo del siglo xix, para referirse al mismo. Entre ellas, se destacaban los términos de literatura de costumbres, la pintura de costumbres y el género de costumbres, pero no costumbrismo. En ese sentido, el costumbrismo como concepto generalizador que agrupa las diversas variantes costumbristas comenzó a usarse a finales del xix y apareció cargado de una connotación negativa (31).
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En primer lugar, el cuadro de costumbres apareció ligado a la formulación de las literaturas nacionales. Adquirió, en ese sentido, un valor fundacional dentro del conjunto de códigos en boga para la constitución de los cánones literarios en el continente. Los textos fundadores de las literaturas cubana y puertorriqueña están, de una manera u otra, conectados al cuadro de costumbres como forma literaria. Francisco, la novela antiesclavista cubana de Anselmo Suárez y Romero, escrita en 1839 y publicada en 1880, tuvo su punto de partida en la estampa “Ingenios” (1839). El gíbaro (1849) de Manuel A. Alonso, escrito desde la península y destinado a convertirse en el “fundador” de la literatura puertorriqueña, llegaría de la mano de ese género. En consecuencia, los cuadros de costumbres se convirtieron en un elemento central para la constitución de las literaturas nacionales. Su uso posibilitaba ensanchar el espacio de la representación al incluir tipos y costumbres locales.37 En segundo lugar, los cuadros de costumbres les proporcionaron a los letrados decimonónicos un espacio para postular la importancia de la literatura en el proyecto de imaginar la nación futura. Muchos de ellos insistieron en representar escenas de lectura, escritura y publicación, mediante las cuales se apelaba a la autoridad del letrado. Tres de los cuadros recogidos en El gíbaro están dedicados a abordar el estado de la literatura en Puerto Rico. En “Escritores Puerto-riqueños”, Alonso se encarga de dibujar un breve panorama literario, resaltando la importancia del fallecido poeta Santiago Vidarte. En “La linterna mágica”, la escritura se vuelve autorreferencial y se podría decir que la literatura puertorrique-
37 La estrecha relación entre cuadro de costumbres y canon nacional ha sido una de las causas por la cual los estudios culturales latinoamericanos y peninsulares, anclados en las nociones de lengua, literatura e historia nacional, han relegado el carácter trasnacional del cuadro de costumbres, cuando en realidad fue, ante todo, un fenómeno literario con dimensiones eminentemente trasatlánticas. En Revisitar el costumbrismo, Kari Soriano y Felipe Martínez-Pinzón proponen releer al costumbrismo bajo las claves de lo transnacional y lo trasatlántico sin recurrir a las nociones de “influencias”, “copia” o “reproducción” de cánones entre las literaturas europeas y latinoamericanas, sino, más bien, pensándolo como una escritura cosmopolita que buscaba puntos de cruces y encuentros entre las producciones literarias de cada lado del Atlántico (23-24).
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ña nace, narcisista, leyéndose a sí misma. Este último cuadro, escogido además por Alonso para cerrar el libro, recrea varias escenas en las cuales su propio texto, El gíbaro, se convierte en objeto de interpretación de la comunidad antillana. Frente al creciente interés en la lectura, los costumbristas representaron, en sus textos, los mecanismos y procedimientos que antecedían a la publicación, confiriéndoles una referencialidad significativa y develando el proceso que se ocultaba tras el ejercicio de lectura. En tercer lugar, los cuadros de costumbres desarrollaron una cultura visual importante, no solo porque muchos de los textos aparecieron acompañados de litografías, sino, además, porque la propia escritura intentaba emular los principios de representación de la pintura realista. En muchas de las estampas, el costumbrista se comparaba al pintor, la página en blanco, al lienzo, y la pluma, al pincel. Las dos antologías costumbristas cubanas más importantes del siglo xix, Los cubanos pintados por sí mismos (Felicia et al.; 1852) y Tipos y costumbres de la isla de Cuba (Bachiller y Morales et al.; 1881), aparecieron publicadas con litografías de Víctor Patricio de Landaluze. En esas páginas, el cuerpo y el rostro se convierten en portadores de una serie de principios, necesarios para entender el funcionamiento de los individuos y sus supuestas tipologías. Por consiguiente, los cuadros de costumbres y sus litografías constituyeron ficciones disciplinarias, ligadas a un proyecto epistemológico sobre el cuerpo y a la formación de ciudadanías futuras. El corpus, que acompañó a los cuadros de costumbres, formó un paradigma visual en la historia cultural cubana y puso en escena las relaciones entre visión, conocimiento y poder. En cuarto lugar, los cuadros de costumbres sostuvieron un animado diálogo con los saberes dominantes del siglo xix. Junto a los costumbristas españoles Ramón de Mesonero Romanos y Mariano José de Larra aparecieron, en los cuadros de costumbres, figuras relevantes del mundo de las ciencias como Carlos Linneo, Franz Joseph Gall y Johann Caspar Lavater, incluso, en algunos casos, con mayor prominencia que sus contrapartes literarias.38 En “El oficial de causas”,
38 Linneo es considerado el padre de la historia natural moderna, Gall y Lavater son, respectivamente, los fundadores de la frenología y la fisionomía.
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Manuel Costales le confería a su tipo, perteneciente a la familia de los letrados, la sabiduría fisionómica: “Y al oficial de causas, aguerrido, experimentado, instruido en la ciencia de Lavater, no le sorprende saber lo que ya vio su ojo perspicaz en el rostro del cliente agradecido” (206207; énfasis en el original). Manuel Fernández Juncos, por su parte, en el “El tahúr fiestero” invocaba a figuras como la de Linneo y la del naturalista puertorriqueño Agustín Stahl para comenzar su estudio sobre dicha tipología (113-114). El narrador apelaba a la retórica de la historia natural, pero no dudaba en establecer su superioridad frente al naturalista: lo que se escapaba a la mirada de la ciencia, aparecía bajo el dominio costumbrista. El intenso intercambio, con los paradigmas científicos dominantes del siglo xix, le permitió al cuadro de costumbres intervenir en importantes debates sobre el discurso racial moderno, el mestizaje, la aclimatación de las “razas” y la degeneración. Esto, a su vez, le confirió un trasfondo epistemológico que lo convertiría en un referente central para la emergencia y consolidación de las ciencias sociales en Cuba y Puerto Rico. Ya en Sketches of the Nineteenth Century, Martina Lauster analizó las relaciones epistemológicas entre las denominadas physiologies y sketches de la literatura europea de las décadas de los treinta y de los cuarenta y las nacientes ciencias sociales de la región; pero habría, al menos, una diferencia central entre esas formas literarias, perteneciente a la tradición inglesa, francesa y alemana, y los cuadros de costumbres iberoamericanos en cuanto a su relación con las ciencias. En Europa del norte, las physiologies y sketches surgieron de manera casi simultánea a la sociología; en el Caribe, América Latina y España, los cuadros de costumbres antecedieron a la institucionalización de las ciencias sociales. Cuando en el mundo iberoamericano comienzan a formalizarse la antropología y la sociología mediante las academias, revistas y cátedras de estudios, los cuadros de costumbres ya tenían una larga existencia en la esfera pública. A diferencia de los científicos sociales europeos, los caribeños contaron con una tradición literaria que había estudiado de antemano los objetos de estudios que engrosarían los archivos de la antropología y la sociología en el Caribe. En la genealogía que va de las ciencias naturales a las ciencias sociales, el cuadro de costumbres funcionó como un espacio dominante para la
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circulación de los saberes del siglo xix. En un período donde las disciplinas científicas no habían alcanzado un grado de especialización y autonomización discursiva e institucional, las prácticas costumbristas produjeron importantes saberes sobre la sociedad y se conectaron con el auge de lo científico en la esfera política y pública. Al igual que en España, los cuadros de costumbres en América Latina alcanzaron su máximo esplendor a partir de la década de 1830, favorecido por un extenso movimiento cultural que tenía como objetivo consolidar las nacientes comunidades nacionales y las nuevas hegemonías políticas de las clases criollas (Lane 24). Para las décadas de los cuarenta y los cincuenta, los cuadros de costumbres, también, se habían consolidado como género literario en el Caribe, en tanto no circulaban solamente en el periódico, sino que habían comenzado a publicarse en formato de libro: Las habaneras pintadas por sí mismas (Crespo y Borbón, 1847), Colección de artículos satíricos y de costumbres (Cárdenas y Rodríguez, 1847), El gíbaro (Alonso, 1849) y Los cubanos pintados por sí mismos (Felicia et al., 1852) fueron los títulos que aparecieron en esas dos décadas, mostrando que, a pesar de la censura ejercida por España y el estatus colonial de las dos islas, el cuadro de costumbres siguió una trayectoria bastante similar a la del resto del continente. En el Caribe, el cuadro de costumbres impulsó, como su variante latinoamericana, una agenda nacionalista y anticolonial. Para las elites letradas cubanas y puertorriqueñas, el género literario constituyó un espacio de representación para articular subjetividades locales y regionales sobre las cuales afirmar las diferencias étnicas entre imperio y colonia. Los letrados estaban, de cierta manera, atrapados en un doble circuito de diferenciación: por una parte, necesitaban distinguirse y reafirmarse frente a las identidades peninsulares y, por otra, se sentían compelidos a realizar el mismo ejercicio de singularización, pero frente a las clases subalternas de las islas. El cuadro de costumbres se destacó por su capacidad de funcionar como una herramienta de descripción y clasificación para la construcción de las tipologías raciales y sociales de los futuros proyectos nacionales. Basado en la tipologización de lo social, el costumbrismo permitía reorganizar la sociedad y funcionaba como un dispositivo de representación que insistía en postular orden sobre el supuesto caos racial
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y social. Los cuadros de costumbres incorporaron una gran variedad de tipos y favorecieron la aparición de una zona pública de reflexión sobre las poblaciones que constituían un problema para el paradigma de la nación. Desde su posición de observador, el costumbrista definió las tipologías raciales que se convirtieron en objeto de estudio para la antropología y la sociología en las dos islas, desde el jíbaro hasta los negros curros, el ñáñigo y la mulata. En ese sentido, los cuadros de costumbres permitieron colocar dentro del espacio de la representación a dichos segmentos de la población, al mismo tiempo que proveían herramientas epistemológicas para pensarlos. El costumbrismo terminaba corporalizando al “otro”, inscribiéndolo en un sistema taxonómico con acceso a la lengua, al cuerpo y, en muchos casos, al nombre propio. De esa manera, buscaba postular y organizar un orden social que implicara una correspondencia entre individuo, sociedad y nación. Frente a la visión de la nación como comunidad imaginada, construida sobre un espacio homogéneo y horizontal (Anderson 4-7, 63), las prácticas costumbristas articularon espacios, donde la identidad se representa como divergencia y disparidad (Bhabha 199-232); pero su agenda literaria, cultural, social y política no se detuvo ahí. Como señalaron Kari Soriano y Felipe Martínez-Pinzón, los cuadros de costumbres postularon, a lo largo del siglo xix, nuevas formas de entender lo local en relación con lo global, nuevas formas de ciudadanía y de relaciones de clase, género y raza, así como nuevas maneras de consumo y de disciplina laboral, basadas en una ética de trabajo moderna, más a tono con la moral capitalista. No se trataba tan solo de recuperar lo que estaba por desaparecer, sino, más bien, de postular a lo que se aspiraba para el porvenir (“Revisitar el costumbrismo” 5-26). En ese sentido, el género se convirtió en un vehículo fundamental para crear un imaginario moderno, a lo largo del siglo xix, en América Latina y el Caribe. Si bien la trayectoria de los cuadros de costumbres en Cuba y Puerto Rico durante los años treinta, cuarenta y cincuenta había sido bastante similar a la de América Latina, en las dos últimas décadas del siglo xix se distinguió de las tradiciones literarias continentales. Cuando ya los cuadros de costumbres parecían agotados como modalidad narrativa en América Latina, los letrados cubanos y puertorriqueños apostaron nuevamente por el género. En esos años, proliferaron, tanto en Cuba
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como en Puerto Rico, nuevas antologías costumbristas, entre las que destacaron Tipos y costumbres de la isla de Cuba (1881), Tipos y caracteres puertorriqueños (1882), Costumbres y tradiciones (1883), Varias cosas (1884) y Cosas de Puerto Rico (1893). Las antologías aparecieron publicadas con importantes prólogos, en los cuales los letrados reflexionaban sobre el valor social del género. Antonio Bachiller y Morales, en Tipos y costumbres de la isla de Cuba, presentaba los cuadros de costumbres como principio de progreso, como paradigma moderno de civilización y como ciencia a través de la cual era posible conocer, diagnosticar y prescribir el funcionamiento de la sociedad en formación. Fernández Juncos, por su parte, en Cosas de Puerto Rico, establecía una jerarquía en la cual colocaba los cuadros de costumbres a la cabeza del dominio letrado. Su superioridad frente a otros géneros literarios consistía en ofrecer un método de estudio sobre la población a través del ejercicio de la observación directa (“Prólogo [Dos palabras, antes de leer]” 1-4). Para él, los cuadros de costumbres conllevaban un proyecto epistemológico sobre las clases “bajas” y “populares” y proveían un instrumento analítico para estudiar las prácticas, las tradiciones y los hábitos de la población, al mismo tiempo que se proponían educar entreteniendo y enseñar deleitando. Los escritores insistieron en la función social de los cuadros de costumbres mediante el espacio del prólogo, el cual adquirió un carácter programático y buscó justificar la reaparición de los cuadros de costumbres en la escena literaria caribeña de fin de siglo. La proliferación de las antologías costumbristas conlleva, al menos, dos preguntas para entender la reconfiguración que estaba sucediendo en el interior del campo letrado, a finales del xix: ¿Por qué los letrados apostaron por el uso del cuadro de costumbres? ¿Por qué defendieron el género desde los prólogos de las antologías? Una primera respuesta radicaría en la centralidad que cobraba el acto de leer en las sociedades decimonónicas, basada en la emergencia de una amplia y variada red de lectores que no se limitaba ya a las elites hegemónicas, sino que comenzaba a expandirse a las clases obreras y artesanales. Con las reformas políticas auspiciadas por la metrópolis a partir de 1878, después de la primera gesta independentista en Cuba, 1868-1878, entre las que se destacaban la disminución de la censura, tuvo lugar una especie de boom editorial que facilitó la proliferación de antologías costumbristas
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en esas décadas. La expansión de la imprenta permitió conectar las diferentes regiones de las islas y posibilitó la creación de un incipiente mercado del libro y de un público lector a escala ya nacional (Fornet).39 El cuadro de costumbres regresaba como uno de los modos de sociabilización de la lectura más importantes en ese período. Pero es posible aventurar una segunda respuesta. Con las nuevas antologías, los costumbristas se pronunciaban sobre la separación de los campos literarios y científicos en el fin de siglo. Los letrados promovieron el uso del costumbrismo, con el ánimo de extender el dominio de las letras en los debates sobre raza e identidad nacional, en un momento en el cual las ciencias sociales comenzaban a cobrar protagonismo y la literatura redefinía su lugar en la esfera pública. En ese período se publicaron, como ya indiqué, los primeros estudios antropológicos y sociológicos en las dos islas, de la mano de Henri Dumont, José Trujillo y Monagas, Salvador Brau y Francisco del Valle Atiles, entre otros, además de fundarse La Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba (1877). La apuesta por el costumbrismo, por parte de los letrados, revelaba la tensión que había comenzado a suscitarse entre el discurso científico y el literario, una especie de disputa por la hegemonía discursiva del campo letrado que empezaba a fragmentarse y donde la literatura, como bellas letras, comenzaba a ceder su centralidad frente a las emergentes ciencias sociales. Los costumbristas comprendieron que la facilidad que tenía el cuadro de costumbres de transitar del terreno literario al científico y del científico al literario podía garantizar el dominio del letrado en la esfera pública caribeña a finales del siglo xix. Esa doble condición resultó sumamente atractiva para los letrados, quienes encontraron en el género una manera efectiva de contrarrestar la fuerza que adquirían las incipientes ciencias sociales.
39 Es un fenómeno estudiado por Ambrosio Fornet en El libro en Cuba, donde señala que ya para la década de los ochenta, del siglo xix, el público lector no se restringía a las elites más encumbradas de La Habana y Matanzas, sino que: “estaba formado, sobre todo, por el público de provincias —sin distinción de clases, e incluyendo el de ciertas zonas rurales— y especialmente por el de la región oriental, que hacia 1860 podía considerarse la zona más criolla del país: el 85% de población era libre y en ella solo había un 5% de peninsulares” (142).
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Mediante el cultivo de un género literario que compartía, junto a las nacientes ciencias sociales, una misma genealogía heredada de la historia natural, los costumbristas intentaban reafirmar el lugar de lo que Ángel Rama denominó la ciudad letrada. Ante el prestigio creciente de los nuevos saberes, los costumbristas legitimaban el lugar de las letras, como discurso autorizado, para trazar las políticas raciales en el Caribe y defendían un valor de la literatura, centrado en lo cívico, lo político y lo pedagógico. Los letrados se resistían a la autonomización discursiva de las ciencias, pero, también, a la de la literatura. El proceso implicaba, por una parte, la centralidad de los nuevos paradigmas científicos y, por otra, la construcción de un lugar de enunciación específicamente literario para las letras, en el sentido estudiado por Julio Ramos (Desencuentros 179-205). Tanto en uno como en otro caso, los costumbristas quedaban desplazados de las nuevas cartografías literarias y científicas que empezaban a configurarse en el fin de siglo. A pesar de la modernidad propia del cuadro de costumbres, el género condensa un momento previo, donde la oposición entre ciencia y literatura no era relevante. A finales del xix, en medio de la pugna por la diferenciación discursiva que estaba aconteciendo, esa forma breve articulaba un punto de encuentro entre ambos registros, es decir, remitía a un período anterior, donde ciencia y literatura habían coexistido sin mayores antagonismos. Fue precisamente ese lugar ambivalente lo que le permitió al cuadro de costumbres tener un gran alcance dentro de la incipiente esfera pública caribeña, pues, aunque como forma literaria estaba llamada a desaparecer, se convirtió, por una parte, en uno de los umbrales epistemológicos de las futuras ciencias sociales y, por otra, funcionó como un espacio de experimentación de la novela en el xix. Por tanto, la historia de los cuadros de costumbres termina por cruzarse con la novela y las ciencias sociales en el Caribe. Ficciones etnográficas En su ya clásico Panorama histórico de la literatura cubana, Max Henríquez Ureña reconoció que los orígenes de la novela caribeña se remontan al cuadro de costumbres (1, 280). Para el crítico, el cuadro
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de costumbres constituyó una especie de laboratorio de la escritura; desde allí, se articularon las tipologías, las tramas y los ambientes que marcaron la novela en su devenir. Muchos pasajes claves de las novelas decimonónicas han sido incluso leídos como cuadros de costumbres y han llegado a figurar como muestras paradigmáticas en antologías costumbristas. Ese es el caso, por ejemplo, de La charca (1894) de Manuel Zeno Gandía, cuyo capítulo quinto, dedicado a la música y a las fiestas campesinas de Puerto Rico, forma parte de la colección El costumbrismo literario en la prosa de Puerto Rico, bajo el título “Sobre la música brava en Puerto Rico”. Otras novelas, como El montero (1856) de Pedro Francisco Bonó, la crítica literaria dominicana ha propuesto leerlas íntegramente como cuadro de costumbres.40 Más allá de lo señalado por Henríquez Ureña, los puntos de contacto entre el cuadro de costumbres y la novela sobrepasan la función de índole estructural: la novela compartió con el cuadro de costumbres el uso de la retórica tipológica e incorporó a muchos de los tipos representados por esa forma literaria. El impacto no se redujo al siglo xix, sino que novelas claves del siglo xx hicieron un uso narrativo importante de los tipos y estereotipos costumbristas. Ambos géneros circularon extensamente dentro de las nacientes ciencias sociales. Si desde los cuadros de costumbres se configuraron las tipologías que dominaron en las futuras ciencias sociales, las novelas no solo intervinieron en el debate para fijar tipos como la mulata de rumbo, el ñáñigo, el negro curro y el jíbaro, sino que, además, proveyeron el modelo del narrador en tercera persona, marcado por su objetividad, clave en la enunciación de las nuevas ciencias sociales. Hasta ahora, la crítica cultural ha explorado la relación entre la novela y las ciencias, partiendo de la teoría de Bakhtin, quien define la novela como un género inconcluso, sin identidad propia, cuya especificidad consistiría en su capacidad de imitar e incorporar otros discursos dominantes. Desde esa perspectiva, Roberto González Echevarría estudió la relación de la novela con la historia natural y la antro-
40 Me refiero particularmente a Emilio Rodríguez Demorizi, quien la califica de esa manera en su “Prefacio” a la edición de 1968.
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pología, en los siglos xix y xx, en América Latina (Myth and Archive), mientras Gabriela Nouzeilles examinó el pacto discursivo entre medicina y novela en las ficciones naturalistas argentinas (Ficciones somáticas). Ambos tienen en común el proyecto de examinar las conexiones que establece la novela con los saberes dominantes de su época, una vez que estos se han institucionalizado y formalizado. En el caso de Nouzeilles, las novelas que estudia son contemporáneas a la consolidación de la medicina como autoridad exclusiva sobre el cuerpo y a la institucionalización de su práctica a finales del siglo xix. En el de González Echevarría, la historia natural y la antropología se convierten en modelos narrativos para las novelas una vez que se han consolidado como disciplinas, pero ¿cómo pensar la relación de la novela con los saberes aún no formalizados? ¿Cómo replantear las relaciones cuando la literatura deja de “imitar” el discurso dominante de la época y se convierte ella misma en el espacio de mímesis para el discurso científico? Las novelas La charca del puertorriqueño Zeno Gandía, El montero del dominicano Bonó y Cecilia Valdés del cubano Cirilo Villaverde permiten responder a esas preguntas. Las tres mantienen una relación muy cercana con las emergentes ciencias sociales en cada uno de sus países: mientras Villaverde es reivindicado por Fernando Ortiz, como autoridad, al citarlo prolijamente en su canónico libro Los negros esclavos, Bonó es considerado un precursor de la sociología dominicana; por su parte, las preocupaciones de Zeno Gandía, en la más célebre de sus novelas, se conectan a la par de los ensayos sociológicos de Salvador Brau. Basadas en un método de análisis social, estas novelas caribeñas contienen un programa epistemológico que las coloca en el umbral de las ciencias sociales. En ese sentido, es posible repensarlas como “ficciones etnográficas”. La charca, El montero y Cecilia Valdés han sido leídas, en mayor o menor medida, como textos claves de la tradición literaria del Caribe hispánico, sin reparar en sus alcances fuera de la literatura. Al proponerlas como “ficciones etnográficas”, mi lectura intenta ampliar el ejercicio hermenéutico que ha prevalecido sobre las mismas, para conectarlas con otra zona de la tradición intelectual de carácter más propiamente científico. De esa manera, las tres novelas se pueden leer junto a clásicos sociológicos y antropológicos, en la medida que ellas
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mismas constituyeron intervenciones importantes dentro de los debates científicos y raciales de finales del siglo xix. Esta denominación, además de facilitar el estudio de la novela desde una perspectiva interdisciplinaria, permite sobrepasar las categorías más tradicionales de la crítica literaria que tiende a examinar las prácticas culturales latinoamericanas en función de períodos y movimientos como el romanticismo, el costumbrismo, el realismo y el naturalismo.41 Si bien el flujo entre ciencia y literatura constituyó una de las zonas de mayor intercambio discursivo durante el siglo xix, la configuración de las ciencias sociales, como dominio autónomo, no clausuró el diálogo, sino que, por el contrario, extendió las porosas fronteras entre ambas, cuestionando la idea de la especialización de las disciplinas en pleno siglo xx. La propia teoría literaria de Bakhtin resulta productiva para repensar las relaciones de intercambio entre ciencia y novela, sin tener que subordinar esta última al discurso dominante. De acuerdo con Bakhtin, tanto la novela como los discursos científicos entran dentro de la clasificación de géneros discursivos secundarios o complejos, los cuales se constituyen a partir de la incorporación de los primarios o simples, que, a su vez, se forman en la comunicación diaria. Esta retroalimentación haría posible que el intercambio, entre literatura y ciencia, se produjera de manera bidireccional. Por tanto, se podría argumentar que no solo la novela incorporó los discursos científicos dominantes como la historia natural, la medicina y la antropología, sino que ella misma se constituyó en modelo para las disciplinas científicas, especialmente para las ciencias sociales. Ya los antropólogos Georges Marcus y Dick Cushman, al estudiar las relaciones entre la novela realista del siglo xix y la etnografía, propusieron el término ethnographic realism, para reflexionar sobre
41 Más allá de sus afiliaciones románticas, costumbristas o naturalistas, las novelas caribeñas y latinoamericanas desarrollaron su lógica argumental en clave etnográfica, en la medida que la literatura se fundaba en el deseo de clasificar y describir a los sectores de la población que no respondían al paradigma blanco de la nación moderna. De una manera u otra, todas las formas del relato decimonónico se articularon alrededor de una ansiedad constante sobre el “otro” racialmente diferenciado, que en su alteridad amenazaba con diluir las fronteras étnicas.
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las convenciones retóricas que desde la novela llegaron a definir la escritura de las ciencias sociales (“Ethnographies as Texts” 29). La transferencia de algunas de las técnicas de la novela al terreno de la antropología y la sociología se facilitó por la adhesión de la primera al realismo como premisa estética. El realismo se convirtió en un modelo doblemente atractivo para la novela, pues no solo proveía convenciones narrativas, a través de las cuales se podía establecer un contrato de lectura entre el texto y el lector, sino que proponía un proyecto epistemológico, basado en el estudio de los diversos sectores sociales (Nouzeilles, Ficciones somáticas). Ahora bien, la pregunta sería: ¿qué estrategias utilizadas dentro de estas novelas las convierten en uno de los umbrales discursivos de los nuevos saberes? En primer lugar, el uso del narrador omnisciente organiza un campo descriptivo y visual, central para la economía narrativa de las incipientes ciencias sociales. Como apuntaron Marcus y Cushman, uno de los recursos utilizado por las ciencias sociales para diferenciarse de la escritura de viajes fue el narrador en tercera persona: One of the primary differences between the travel account and realist ethnography is the marked absence in the latter of the narrator as a firstperson presence in the text and the dominance instead of the scientific (invisible or omniscient) narrator who is manifest only as a dispassionate, camera-like observer; the collective and authoritative third person replaces the more fallible first-person. (32)
La autoridad del narrador en tercera persona, propio de la novela realista, se trasladó a la tropología de las ciencias sociales y se convirtió en una manera efectiva de distanciarse de las tradiciones viajeras y costumbristas. En segundo lugar, la incorporación de la retórica tipológica a la novela realista facilitó la clasificación de los personajes y funcionó como una especie de archivo para la escritura etnográfica. Ya Talal Asad señaló atinadamente que el recurso de la tipificación se convirtió en uno de los métodos de legitimación más importantes de las tempranas ciencias sociales: “In ethnographic sociology […] there is a tendency to construct representative types directly in the form of individualized characters, thus, self-consciously writing ethnography as a form of literature”
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(“Ethnographic Representation, Statistic and Modern Power” 64). Es a lo que Clifford Geertz, por su parte, se refiere como “estudio de caso” en The Interpretation of Cultures (26). La configuración de personajes tipo, erigidos como representantes de una comunidad, constituyó uno de los puntos claves del proyecto epistemológico de las ficciones etnográficas. Cada una de las tres novelas estudiadas se distingue, precisamente, por el énfasis en las tipologías, ya sean de orden racial o social. El montero y Cecilia Valdés llevan incluso el mismo subtítulo, “novelas de costumbres”, y escogen como título la tipología en cuestión: el blanco de la tierra, en el caso dominicano, y la mulata, en el caso cubano. Mientras en la primera sobresale más el tipo que el personaje y la ficción se propone como un estudio socio-antropológico de la comunidad montera, en la segunda, el nombre de la protagonista se convierte en sinécdoque de una de las tipologías más significativas de la tradición literaria y cultural del Caribe. En este caso, la novela de Villaverde interviene en uno de los debates científicos más concurridos del siglo xix: el mestizaje. En cambio, La charca, cuya designación remite al espacio geográfico y funciona como una metáfora dentro de la novela, constituye un proyecto de ingeniería social sobre la tipología del jíbaro de Puerto Rico. Si la modernización de la literatura produjo una vertiente estetizante que fijaba su especificidad en la forma y tuvo en el modernismo su manifestación más representativa, apareció, junto a esta, la variante donde las ciencias se convirtieron en el lado más celebratorio del progreso y en el paradigma a seguir en el proceso de ingeniería social que supuestamente demandaban las poblaciones heterogéneas de la región.42 La charca, El montero y Cecilia Valdés se colocan en esta última tradición literaria. Es, precisamente, por estas características que, en “Cervantes en Cecilia Valdés. Realismo y ciencias sociales”, González Echevarría propone, invirtiendo la hipótesis de Myth and Archive, una genealogía que va del realismo literario a la criminología, la etnografía
42 Esta idea se encuentra trabajada en Ficciones somáticas de Nouzeilles. Por otra parte, en Relatos de época, Adriana Rodríguez Pérsico analiza cómo dentro de la variante estetizante de la literatura circularon, también, los paradigmas científicos más importantes del siglo xix (276-359).
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y la antropología, colocando los orígenes de las ciencias sociales en el realismo novelístico, en tanto ambos registros compartían el interés de estudiar los sectores marginales de la sociedad. Los cruces entre novela y antropología fueron posibles debido a que el realismo y las ciencias sociales se consolidaron simultáneamente a lo largo del siglo xix (72; 80-83). De este modo, la novela y las ciencias modernas compartieron un proyecto político y epistemológico común, basado en la cientifización de lo social. Las fronteras entre la imaginación literaria y la imaginación científica fueron muy fluidas y porosas, no solo porque la novela se reapropió del discurso científico dominante de su época, para validarse como género, sino porque ella misma terminó convirtiéndose en un modelo para las ciencias sociales.
Fernando Ortiz y la antropología en Cuba Uno de los lugares más atractivos, para comenzar a pensar las relaciones entre las ciencias sociales y las tradiciones literarias del siglo xix, es la escritura de Fernando Ortiz. Con él, asistimos a los primeros intentos por configurar un dominio propiamente antropológico y a la puesta en práctica de su institucionalización. A través de sus textos es posible reconstruir la genealogía discursiva de la antropología y dar cuenta de su relación, por momentos tensa, con la literatura. Mientras sus textos iniciales establecen una relación más bien polémica con la literatura, sus trabajos de madurez dan cuenta de un pacto de sentido con la ficción. Es, en la etapa inicial, donde mejor se pueden rastrear las tensiones entre la antropología y las tradiciones literarias del siglo xix. Esas tensiones salen a relucir a través de varias estrategias, utilizadas por Ortiz, para configurar las fronteras de la naciente discursividad y para legitimar su autoridad científica. Entre ellas, habría que señalar el uso que hace del espacio del prólogo: es desde allí que el joven antropólogo propone la manera en que quiere ser leído y asegura su entrada y futura recepción dentro de ese campo de saber. En el escrito para Los negros brujos, Ortiz insiste en su carácter de iniciador de la antropología en Cuba, haciendo hincapié en las escasas fuentes de investigación y en la ausencia de un aparato crítico que diera cuenta de la heterogeneidad
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racial de la región. Al mismo tiempo, legitima la cultura afrocubana como un nuevo campo de estudio, inexistente hasta ese momento. A esto, habría que agregar que Ortiz busca el respaldo de la comunidad científica internacional y entreteje una alianza intelectual con el reconocido antropólogo italiano Cesare Lombroso, pionero de la antropología criminal en Europa. En ese sentido, su primer trabajo aparece publicado con lo que deviene en una “Carta-prólogo” de Lombroso y a la cual Ortiz se refiere para validar la importancia de su estudio en Cuba. El antropólogo caribeño se autoriza doblemente: primero, con su propio prólogo y, segundo, con la publicación de la carta de Lombroso.43 Pero Ortiz no se detiene ahí. Enfrascado en el proyecto de configurar las fronteras de la naciente discursividad, define sus prácticas en oposición a las prácticas costumbristas. Esa estrategia domina, en gran medida, la escritura de Los negros curros. La clave reside allí en desautorizar la tradición literaria anterior: Ortiz cita, parafrasea y canibaliza los textos de costumbristas del siglo xix, pero deslegitima el trasfondo epistemológico de los mismos. El antropólogo comienza por contraponer el costumbrismo a las ciencias sociales: Apenas se aficione alguien a la literatura costumbrista de Cuba de la época colonial, se sorprenderá de encontrar un tipo humano perfectamente diferenciado, que interesó hondamente a nuestro pueblo […] Es el tipo del negro curro, o por decirlo con la expresión habanera más común e histórica del mismo, ese es el negro curro del Manglar. El negro curro es un personaje de Cuba que interesa a la historia, a la criminología, a la etnografía y a la literatura folklórica. Es un tipo aún por estudiar […] El curro del Manglar ha sido tratado, como lo han sido otros protagonistas afrocubanos, como sujeto de interés tan solo para nuestra literatura pintoresca de costumbres, pero no como sujeto de interés sociológico, en los varios aspectos de su vida, ni como tema científico de etnografía. (1)
43 Su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar sale a la luz respaldado por la autoridad científica de Bronislaw Malinowski, quien legitima el neologismo transculturación como categoría analítica. Para un estudio sobre los usos de los prólogos en Ortiz, recomiendo Racial Experiments in Cuban Literature and Ethnography de Maguire.
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Como se entrevé en la cita, la consolidación de las ciencias sociales dependió, en gran medida, de establecer jerarquías entre el costumbrismo y la antropología. Mientras el costumbrismo se asocia con lo folklórico y lo pintoresco, la antropología se valida como la única hermenéutica capaz de descifrar los “secretos” de la cultura afrocubana. A través de la contraposición, Ortiz se legitima en un campo que había sido dominado por el costumbrismo, a lo largo del siglo xix, y enfatiza la autoridad de la nueva ciencia para el estudio de las tipologías raciales. A pesar de negar el trasfondo epistemológico del costumbrismo, el antropólogo recurre, una y otra vez, a Cirilo Villaverde para justificar su intervención en el tema de los negros curros, un asunto que consideraba escabroso por su relación con el hampa habanera. En el proceso, Ortiz se reconoce como un gran lector de la tradición costumbrista colonial. Esta tensión sale a relucir en su propia escritura. Al detenernos en la manera en que este trabaja al negro curro y al ñáñigo, se percibe que comparte muchas semejanzas con la forma en que los letrados decimonónicos habían abordado ambas tipologías en los cuadros de costumbres. Al igual que en la tradición costumbrista, Ortiz lee en clave de oposición al curro y al ñáñigo: mientras el primero se incorpora mediante el paradigma del folclor, el segundo pasa a través del lente de la criminalización. Si, por una parte, se enfrasca en trazar las fronteras entre antropología y literatura, por otra, su escritura termina insertándose en la misma forma de producir el sentido que había prevalecido en la tradición costumbrista. Es en esa doble dinámica de negación y afirmación que las relaciones entre el costumbrismo y la antropología se tornan doblemente atractivas. Como en el caso de los curros y los ñáñigos, los textos costumbristas contenían las claves en las cuales las poblaciones negras, mulatas y campesinas fueron leídas y pensadas desde las tempranas ciencias sociales. Del mismo modo, estas compartieron varios de los principios que habían organizado al costumbrismo decimonónico. Uno de ellos consistió en el estudio de las costumbres. Las primeras intervenciones antropológicas y sociológicas, tanto en Cuba como en Puerto Rico, apelaron a una de las máximas de la literatura costumbrista: mejorar las costumbres de la sociedad como vía para regenerar los vicios y los
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males sociales. Por consiguiente, se erigieron a partir de la misma voluntad pedagógica que había caracterizado al cuadro de costumbres; pero fueron, incluso, más allá: los textos fundadores de las ciencias sociales utilizaron la economía narrativa del costumbrismo, su retórica tipológica y el uso de sus estereotipos, para intentar construir un dominio discursivo y un lugar de enunciación diferenciado. Con la publicación de Los negros esclavos se produce un cambio en la manera en que Ortiz se aproxima a la tradición literaria. Junto a los testimonios de los informantes exesclavos incorporados en el libro, aparecen, además, extensas interpolaciones costumbristas, que, esta vez, transitan por sus páginas con la validez epistemológica del documento. Los usos que Ortiz realiza de las citas, en Los negros esclavos, son importantes para entender el lugar de la literatura costumbrista dentro de su escritura. A través de las innumerables citas, el antropólogo suspende su propio relato para dar cabida a Villaverde y a Anselmo Suárez y Romero: el registro antropológico se detiene para abrir espacio al costumbrista y, en ese margen, ficción y antropología comulgan sin antagonismos. Este cambio de percepción, con relación al archivo literario, se podría ver como resultado de una transformación más profunda en Ortiz, estudiada por Anke Birkenmaier, con respecto a la antropología. En The Specter of Races, la crítica analiza la manera en que la antropología comienza a dejar de ser, para Ortiz, una disciplina centrada en el estudio de la raza para convertirse en ciencia de la cultura. Birkenmaier localiza los comienzos de este viraje en los ensayos compilados en La reconquista de América (1910), en los cuales Ortiz se pronuncia en contra de la idea de una “raza hispánica”, pasando posteriormente a incorporar la filología y la lingüística como métodos de investigación cultural. Los resultados se plasman en Un catauro de cubanismos (1923) y el Glosario de afronegrismos (1924), hasta llegar a la creación de instituciones como la Sociedad de Estudios Afrocubanos (1936) y la publicación de su conocido Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Birkenmaier 20-46). El cambio, de una orientación eminentemente racial a otra cultural, vendría acompañado por una revalorización de la importancia de las tradiciones literarias decimonónicas en la constitución de la antropología como disciplina moderna.
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Ya con el Contrapunteo cubano, el intercambio entre antropología y literatura se produce, en otros términos, casi de manera armónica. Incluso, el modelo utilizado por Ortiz, para organizar la estructura dialógica del ensayo, proviene directamente del mundo literario y está encarnado en el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, y en los personajes de Don Carnal y Doña Cuaresma.44 No obstante, la importancia de la literatura en el Contrapunteo no se reduce al uso del modelo literario, sino que se suscita desde otros múltiples niveles. Enrico Mario Santí propuso, por ejemplo, leer el texto en clave neobarroca y analizó algunos aspectos formales del libro como la parodia y la polifonía (Contrapunteo cubano, “Introducción” 94-103). Roberto González Echevarría leyó, también, el clásico de Ortiz como un juego conceptista barroco, pero fue más allá al plantear que la literatura funcionaba, en este autor, como modelo de análisis y estudio: “Al apelar a la literatura, al practicarla, Ortiz hace un gesto contradictorio, o mejor aún, dialéctico. Por un lado, renuncia a la verificación rigurosa de la ciencia; pero, por otro, aspira al conocimiento más profundo, perdurable y compartible de lo poético” (“El Contrapunteo y la literatura” 68). Por su parte, Fernando Coronil insistió en que el Contrapunteo puede ser leído como el punto culminante de una de las genealogías literarias más importantes del siglo xix, la denominada por Doris Sommer como foundational fictions, en tanto Ortiz recurre al modelo de la pareja heterosexual, en ese caso, encarnado en los productos del tabaco y el azúcar para organizar el ensayo inicial del Contrapunteo (Cuban Counterpoint, “Introduction” xx). Es por estas razones que Antonio Benítez Rojo apuntó que “el texto no busca su legitimación en el discurso de las ciencias sociales, sino en el de la literatura, en el de la ficción” (La isla que se repite 188).45 La consolidación de la antropología, como práctica moderna, es lo que 44 Me interesa apuntar que, si bien el modelo contrapuntístico proviene explícitamente del Libro de buen amor, existe dentro de la tradición oral cubana lo que se denomina musicalmente como punto guajiro, que se organiza también siguiendo la misma lógica. 45 Sobre el tema, se puede consultar, además, The Cuban Condition de Gustavo Pérez Firmat.
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permite a Ortiz salirse del dominio discursivo o, al menos, ubicarse casi fuera de él. Esta condición de estar afuera visibiliza las fronteras y los límites de su propia autonomía discursiva. Si, para Benítez Rojo, el juego con la literatura se convierte en un síntoma de la naturaleza postmoderna del Contrapunteo, es posible plantear que, al construir la fábula legitimadora de su texto a partir del dominio literario, Ortiz reconoce la importancia de la literatura para la constitución de las ciencias sociales en la región. El uso de lo literario en Ortiz implicaba, en gran medida, afirmar que, mucho antes que las ciencias sociales, la literatura había anticipado un modelo para el estudio de lo social. Así pues, Ortiz termina por reconocer la autoridad que habían tenido las letras para intervenir en los debates científicos y los cruces producidos entre el discurso literario y el antropológico. Es debido a la importancia de la literatura, en la circulación de los saberes, que el antropólogo, al concebir su Contrapunteo, realiza un ejercicio de legitimación y validación dentro del dominio literario.
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PREÁMBULO
República Dominicana En Black behind the Ears, Ginetta Candelario analiza las maneras en que el Museo del Hombre Dominicano privilegia al indigenismo como ideología de Estado de la nación dominicana. Dedicado casi exclusivamente a preservar, coleccionar y exhibir objetos precolombinos, la orientación que predomina en la institución es eminentemente arqueológica (111-127). La organización de las exhibiciones y la distribución de los pisos revelan las complicidades entre museo, historia, indigenismo y nación. Mientras los primeros pisos están destinados a la cultura material aborigen, una pequeña porción del cuarto piso va dirigida a preservar la herencia africana. Solo al final del recorrido, el visitante del museo tiene la oportunidad de contemplar las colecciones provenientes de las poblaciones negras y mulatas, libres y esclavas, de la isla. Al dedicar los primeros pisos a la cultura aborigen, esta se asocia con la base de la sociedad dominicana, el fundamento de la nación; por su parte, los materiales de origen africano, localizados en el último piso, parecen proponer el legado de la esclavitud como un capítulo tardío y aislado dentro de la historia nacional. A la monumentalidad y solidez de los objetos aborígenes, se opone la ligereza de los de las poblaciones negras: ropas, máscaras de carnaval, utensilios domésticos y musicales, entre otros. Los primeros
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se incorporan al museo a través del lente arqueológico: junto a estos aparece también la historia de la arqueología en la isla, es decir, a la par de las colecciones aborígenes se abre un espacio para honrar la memoria de los fundadores de esa disciplina en la República Dominicana, desde Alejandro Llenas hasta Narciso Alberti Bosch. En cambio, los objetos del legado africano están más cercanos a una perspectiva folclórica. No figura entre ellos ningún representante de la antropología dominicana, como si solo la arqueología hubiera alcanzado densidad científica e institucional en el país. En la organización del museo se condesa una historia llena de tensiones en los modos de definir “lo dominicano”. El museo se convierte en el fin de una extensa genealogía intelectual proveniente del siglo xix, centrada alrededor del indigenismo literario, que se institucionaliza en pleno siglo xx con la arqueología. En el tránsito que va de la literatura a la arqueología, de la letra al objeto, del libro al museo, las elites dominicanas apostaron por el indigenismo como política de identidad en la isla. Detrás del privilegio de lo indígena subyacía el problema de lo negro, que en el caso de la República Dominicana apuntaba, más que a África, a Haití. El indigenismo terminaba por remitir al antihaitianismo. La crítica cultural y la historiografía dominicana, dentro y fuera de la isla, ha enfatizado cómo, a lo largo del siglo xix, el imaginario racial dominicano se consolidó en oposición a lo negro, característica que se asoció como rasgo distintivo de lo haitiano. Silvio Torres-Saillant, por ejemplo, ha señalado que “the black as a sociologically differentiated segment of the population does not exist in the Dominican imagination” (Introduction to Dominican Blackness 25). Por su parte, el historiador Raymundo González ha llamado la atención sobre el desplazamiento de lo negro como categoría racial en la isla: “Lo dominicano no podía definirse a partir de lo negro, pues tal era el rasgo predominante de Haití; debía definirse en torno a su opuesto” (Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana 31). En ese sentido, la oposición y el desplazamiento de lo negro organizaron el antihaitianismo a lo largo del siglo xix, el cual se consolidó como ideología de Estado durante la dictadura de Rafael Trujillo de 1930 a 1961. Como señala Ernesto Sagás, el régimen de Trujillo y sus intelectuales no inventaron el antihaitianismo, sino que este ya formaba parte
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de la cultura dominicana: “What the Trujillo regimen did was to take antihaitianismo to new intellectual heights and convert it into a statesponsored ideology. The regime’s intellectuals transformed popular anti-Haitian prejudices […] into a complex […] dominant ideology” (Race and Politics in the Dominican Republic 46). El antihaitianismo se constituyó a partir de una fuerte contraposición entre lo dominicano y lo haitiano. Su matriz principal estaba asociada a la idea de que los dominicanos y los haitianos pertenecían a dos “razas” distintas completamente. Mientras los primeros se definían a través del paradigma racial blanco y de los valores de la cultura hispánica y del catolicismo, los segundos se asociaban con la “raza negra”, el vodú y África. Con la intención de distinguirse de los términos negro y mulato, destinados a definir a los habitantes de la parte occidental de la isla, los dominicanos articularon dos categorías a través de las cuales se podían identificar y, al mismo tiempo, justificar sus diversos grados de vinculación con la “raza negra”: indios y blancos de la tierra.1 La primera funcionaba tanto para definirse frente al español como frente al haitiano, mientras que la segunda se convirtió en una forma de reafirmar la hispanidad a pesar del color de la piel. Las dos eran resultado de las tensas políticas anticoloniales, independentistas y separatistas de Santo Domingo con relación a España y Haití. Ambas se convirtieron en el estandarte de los discursos indigenistas y antihaitianos que proliferaron de forma simultánea a lo largo del siglo xix dominicano y, por tanto, de la literatura y de la naciente arqueología en la isla. Los textos literarios, políticos y arqueológicos, incluidos en esta parte del libro sobre la República Dominicana, se organizan alrededor de estas dos categorías; pero, mientras en los de corte político y viajero, el debate se suscita a través de la presencia de vocablos como Haití, indo-hispano, indispanos, native brown, creole white, lo francés,
1
Como apunta Sibylle Fischer: “The twentieth-century vocabulary of Dominican racial identity is startling in its apparent success in erasing blackness from the self-consciousness of a nation that is evidently mulatto in its vast majority. In an act of racial alchemy, Dominican mulattoes become ‘Indians’ and Dominican blacks ‘blancos de la tierra’” (Modernity Disavowed 147).
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lo español, lo dominicano y lo haitiano, en los materiales de corte literario y arqueológico, la discusión se concretiza mediante las figuras del indígena y el montero. En el tránsito que va de lo nominal a lo corpóreo, se materializa de alguna manera la institucionalización de la arqueología con sus colecciones y museos. Los mecanismos de identificación y autodefinición llevados a cabo por las elites dominicanas se distinguieron de los realizados por sus contrapartes caribeñas. Mientras los criollos en Cuba y en Puerto Rico tuvieron que definirse étnica, social y políticamente frente a España, los dominicanos respondieron a una situación anómala al tener que diferenciarse, además, frente al Imperio francés y a una excolonia proclamada imperio, Haití, con marcadas diferencias lingüísticas, culturales y étnicas. El ir y venir entre España, Francia y Haití marcaría el discurso nacionalista dominicano y el imaginario racial en las producciones literarias y en las futuras ciencias sociales. De 1795 a 1865, Santo Domingo formó parte del Imperio francés, 1795-1809, del Imperio español, 1809-1821 y 1861-1865, y de la República de Haití, 1822-1844. En esa etapa, enfrentó varias invasiones haitianas y tuvo, además, dos períodos de independencia nacional, 1821 y 1844-1861. Como ha estudiado Sibylle Fischer, la convulsa vida política dominicana hace imposible enmarcar su historia a través de una narrativa de progreso y desarrollo, basada primero en la independencia y luego en la construcción del Estado-nación (Modernity Disavowed 132). Más que un evento revolucionario habría que distinguir tres momentos fundacionales a lo largo del siglo xix: 1821, 1844 y 1865. En 1821, José Núñez de Cáceres proclamaría la primera independencia dominicana de España. En 1844, Juan Pablo Duarte llevaría a cabo la separación de la República de Haití. En 1865, Gregorio Luperón y otros líderes culminarían la última guerra anticolonial contra el Imperio español, proclamándose la independencia definitiva de la isla. Comienzo mi acercamiento al siglo xix dominicano con la lectura de los documentos producidos por los eventos políticos de 1821 y 1844. Núñez de Cáceres acompañó el primer movimiento independentista con la Declaratoria de independencia del pueblo dominicano, mientras que Duarte hizo circular la Manifestación de los pueblos de
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la parte del Este de la isla antes Española o de Santo Domingo, de la que se considera autor a Tomás Bobadilla y Briones. El análisis de la Declaratoria y la Manifestación evidencia que el antihaitianismo y el indigenismo como ideologías se irán fraguando paulatinamente en la segunda mitad del xix y la primera del xx con la consolidación del Estado-nación. Además, con la Declaratoria y la Manifestación se abre la posibilidad de cuestionar dos grandes relatos creados por los estudios culturales y la historiografía. El primero se centra en la idea de que el proyecto modernizador representado por la Revolución haitiana fue negado por la población criolla, en su mayoría mulata y negra; Haití, con su agenda radicalmente antiesclavista, encarnó una alternativa política que no siempre fue rechazada, ni impugnada. En la Declaratoria, Santo Domingo aparece nombrado como el Haití español; en la Manifestación, los criollos dominicanos incorporan la retórica antiesclavista e independentista de la Revolución haitiana. Lo antihaitiano, en la Manifestación, equivalía a lo antiespañol, en la Declaratoria, y salía a relucir en términos políticos y no raciales. El segundo relato se relaciona con el uso de los términos de dominación y ocupación para referirse al período en que Santo Domingo pasa a formar parte de la República de Haití, entre 1822 y 1844. Un análisis atento de la Manifestación permite pensar ese período de veintidós años a partir de las nociones de integración e incorporación voluntaria. A pesar del deseo de separarse de Haití que domina en el documento de 1844, la Revolución haitiana continuaba operando en esas páginas como una referencia central y su ideario político se utilizaba para abogar por la separación deseada por los dominicanos.
Entre España y Haití El 1 de diciembre de 1821, José Núñez de Cáceres proclamó la primera independencia dominicana contra España, reconociendo el territorio oriental de la isla como Estado independiente de la parte española de Haití. El llamado, que daba al traste con trescientos veintiocho años de colonialismo español y clausuraba el segundo capítulo de las
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relaciones imperiales entre la metrópolis y la colonia, cobraba cuerpo en la Declaratoria de independencia del pueblo dominicano.2 Uno de los objetivos de Núñez de Cáceres consistía en obtener el respaldo de Simón Bolívar para integrar el territorio dominicano a la Gran Colombia. Con ese propósito, el criollo dominicano insertaba su llamado de independencia dentro de la genealogía de las revoluciones hispanoamericanas y del imaginario revolucionario atlántico; apelaba, además, a los conceptos de justicia, soberanía, honor y utilidad pública, propios del liberalismo decimonónico. En el documento, Núñez de Cáceres le asignaba a la isla un lugar central en la propagación de las ideas de la Ilustración en el continente americano y en las luchas emancipadoras. Santo Domingo, en particular su universidad, figuraba como cuna de la Ilustración americana y claustro pedagógico donde se habían formado muchos de los héroes de las revoluciones hispanoamericanas (4). De esa manera, la historia de la isla se conectaba con los eventos políticos más trascendentales del continente y Santo Domingo aparecía listo para engrosar las filas independentistas. Bajo los pilares del ideario republicano de vida, propiedad y libertad, Núñez de Cáceres aseguraba de que la hora de la regeneración política de la isla había llegado, pues, si bien había sido el primer establecimiento colonial del continente, figuraba ya entre los últimos territorios americanos en proclamarse independiente (3-4). Entre las razones esgrimidas por Núñez de Cáceres para la independencia, se destacaba la larga lista de infortunios que la primera colonia en América había padecido bajo el tutelaje español: desde el abandono, la ruina y la desolación en que la metrópolis había dejado su colonia, después de las primeras décadas del siglo xvi, hasta la cesión de la isla al Imperio francés en 1795. Este último acontecimiento
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Después de la cesión de la zona oriental de la isla a Francia con el Tratado de Basilea, 1795, las elites dominicanas, inconformes con el traspaso de un poder imperial a otro, se rebelaron contra el Gobierno colonial francés en 1808 y llevaron a cabo la Guerra de la Reconquista, con la cual reincorporaron nuevamente la parte oriental de la isla a España.
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era para el criollo el más vergonzoso de todos. En ese sentido, Núñez de Cáceres reconstruía la historia de las relaciones coloniales entre España y Santo Domingo en base a una narrativa de extrema indiferencia y olvido. Frente al desdén español, el criollo reivindicaba la lealtad de los dominicanos hacia la metrópolis, quienes habían llevado a cabo la Guerra de Reconquista, 1808-1809, con el objetivo de expulsar al Imperio francés de la isla y de restablecer los lazos coloniales con su antigua metrópolis (2). Con este recuento, Núñez de Cáceres aseguraba que el pacto colonial se deshacía no por la deslealtad de los criollos dominicanos, sino por la indiferencia imperial. España se había encargado de quebrantar los lazos que la unían a su primera colonia en América. El desprecio de la Corona española había sido el responsable del deseo independentista dominicano. La independencia apenas duraría dos meses. La insurrección organizada por Núñez de Cáceres no contaba con el respaldo popular, mientras el deseo de integrar la parte española de la isla a la República de Haití avanzaba aceleradamente en los pueblos del norte y de la frontera dominicana. A los pocos días de declarada la independencia, se constituyó la Junta Central Provisoria, que, de acuerdo al historiador dominicano Franklin J. Franco Pichardo, expresaba su descontento con las acciones llevadas a cabo por Núñez de Cáceres y clamaba por la unificación de la isla bajo el Estado haitiano.3 Entre los meses finales de 1821 y principios de 1822, los territorios de Puerto Plata, Montecristi, Samaná, Santiago, Azua, Neyba, San Juan y La Vega, entre otros, se pronunciaron por la unidad con Haití (Historia del pueblo dominicano 174-175). El antropólogo haitiano Jean Price-Mars ha documentado, a través de una lectura minuciosa de cartas, memorandos y llamamientos, el deseo de esas numerosas regiones dominicanas de integrarse a Haití.
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En palabras de Franco Pichardo: “El documento [redactado por la Junta] trataba a Boyer de pacificador y amigo de los habitantes del Este. La Junta Central Provisoria, además, expresaba que todos deseaban ser regidos por la constitución de Haití, y la libertad general de los esclavos” (“La sociedad dominicana de los tiempos de la independencia” 19).
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Las cartas recogidas en La República de Haití y la República Dominicana manifiestan, por una parte, el descontento por la proclamación de Núñez de Cáceres y, por otra, la intención de muchos sectores criollos de unirse a la República de Haití (115-132). En una de ellas, se afirma: “Que nos conceda el auxilio necesario para obtener la independencia, y que la Constitución de la República de Haití nos gobierne en adelante. La deseamos con la libertad general de los esclavos. Queremos vivir todos en la unión y la fraternidad” (118). Al recopilar estos documentos, Price-Mars desarticulaba una de las narrativas dominantes del nacionalismo dominicano, basada en la identificación de Jean-Pierre Boyer y su ejército haitiano con la figura del invasor. De acuerdo con el antropólogo, Boyer no actuaba como conquistador o usurpador, sino que respondía a la voluntad política de una gran parte del pueblo dominicano. En ese sentido, es posible pensar el período de 1822 a 1844 a través de otros paradigmas que no sean los comúnmente empleados por la historiografía dominicana. Más que conquista, ocupación o invasión, habría que apelar al término de integración para aludir a la unión de ambas partes de la isla.4 Al abogar por la unificación con la República de Haití y Boyer, por encima de la integración a la Gran Colombia y Bolívar, como proponía Núñez de Cáceres, numerosos sectores criollos dominicanos apostaban por el modelo de la Revolución haitiana. Haití y su revolución no fueron tan solo rechazados o negados, como sostiene Sibylle Fischer en su importante libro Modernity Disavowed, sino que, con su agenda radicalmente antiesclavista, Haití también re-
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Ya en 1937, el historiador dominicano Carlos Sánchez y Sánchez, siguiendo las pistas de varios investigadores haitianos, propuso que “en 1822, no hubo conquista haitiana, sino unión voluntaria de la población del Este” (59). Sánchez estudia innumerables documentos que atestiguan el deseo de la mayoría de los pueblos dominicanos de adherirse a Haití, con excepción de la capital, que apoyaba a Núñez de Cáceres. Asimismo, analiza la carta de este último dirigida a Boyer en la cual reconocía a los haitianos como compatriotas y hacía un llamado a la unidad de la isla. Sánchez cuestiona, además, el proyecto de nación de la Declaratoria de Núñez de Cáceres, pues, si bien clamaba por la independencia contra España, proponía la unión con la Gran Colombia.
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presentó una opción política y funcionó como un modelo alternativo de modernidad.5 La entrada de Boyer a la ciudad de Santo Domingo en 1822, con un ejército de 12 000 soldados y bajo el pretexto de salvaguardar la soberanía nacional, se produjo en medio de un creciente apoyo a favor de la unificación de la isla en los sectores populares y militares dominicanos. Su llegada sucedió sin ningún tipo de resistencia y fue el propio Núñez de Cáceres quien lo recibió en ceremonia oficial y le entregó las llaves de la ciudad. La simpatía por las huestes haitianas y la falta de apoyo al movimiento independentista de Núñez de Cáceres se debían a sus posiciones con relación a la esclavitud. Mientras la abolición constituía una prioridad para el Estado haitiano, para Núñez de Cáceres ni siquiera formaba parte de su programa político. Su intención de unir la parte oriental de la isla a la Gran Colombia era vista, por la parte haitiana y por aquellos sectores dominicanos que apoyaban a Haití, como una amenaza en tanto la esclavitud subsistía en la constitución colombiana (Franco Pichardo, Historia del pueblo dominicano, 1, 152179). Es importante recordar que, desde 1801, Toussaint Louverture había abolido la esclavitud en la parte española, pero había sido vuelta a implantar por Napoleón al año siguiente al ocupar esa región de la isla. La esclavitud continuó bajo el Imperio francés y español hasta la llegada de las tropas haitianas en 1822. En ese sentido, el destino postcolonial dominicano estaba, en gran medida, sujeto al futuro de la esclavitud en un territorio que, si bien no contaba con un gran número de esclavos, la mayoría de la población era mulata o negra.
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Este no fue el único momento en el cual las elites dominicanas apostaron por Haití como opción política. En 1863, después de la anexión organizada por el presidente Pedro Santana, ocurrió el primer estallido revolucionario que de sembocaría en la Guerra de Restauración y la independencia. En ese momento, un grupo de militares y políticos se mostró partidario de la unidad con Haití nuevamente (Franco Pichardo, Historia del pueblo dominicano, 1, 269). Con anterioridad, en 1861, algunos militares importantes, desterrados por el presidente Santana, entre los que se encontraba Francisco del Rosario Sánchez, habían entrado a suelo dominicano, para hacer frente a los planes anexionistas de Santana, con el apoyo de Haití (254-261).
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Si, en 1821, Núñez de Cáceres declaró la primera independencia contra España, el 27 de febrero de 1844, Juan Pablo Duarte, a la cabeza de la sociedad secreta La Trinitaria, fundada en 1838 con la ayuda de Pedro Santana, proclamó la separación de la parte oriental de la isla de la República de Haití, cerrando el ciclo de integración, que se había extendido por veintidós años. Este segundo evento revolucionario había sido precedido por la redacción de la Manifestación de los pueblos de la parte del Este de la isla antes Española o de Santo Domingo, el 16 de enero de 1844, hecha por Tomás Bobadilla y Briones. La Manifestación sentaría las bases para la futura constitución de la nación.6 En sus páginas, el lugar de España lo ocupaba Haití. Al igual que en la Declaratoria de Núñez de Cáceres, en la Manifestación se esbozaban las causas que impulsaban a los dominicanos a separarse de la República haitiana. Los motivos aparecían articulados en un lenguaje muy a tono con el imaginario republicano y revolucionario del mundo atlántico y estaban centrados en la falta de libertades políticas y civiles que sufría la parte oriental de la isla desde 1822. El antihaitianismo no se expresaba, en el manifiesto, a través de una retórica racista, sino que estaba formulado a partir de un vocabulario político. Incluso Bobadilla buscaba dentro de la propia historia haitiana los argumentos necesarios para justificar las causas de la separación de Haití. Para ello, tomaba la sublevación acaecida en Les Cayes, en 1843, denominada La Reforma y que había conllevado al derrocamiento del Gobierno de Boyer en ese mismo año, como modelo a emular por el pueblo dominicano. El criollo conectaba la voluntad separatista dominicana a la de un sector haitiano y utilizaba la sublevación ocurrida
6 En El acta de la separación dominicana y el acta de independencia de los Estados Unidos, Emilio Rodríguez Demorizi apunta la idea de que la Manifestación constituyó un documento base para la futura constitución dominicana (8). En la Manifestación se exponían los fundamentos para la constitución de un Estado libre y soberano, afincado en un sistema democrático y se abogaba por la abolición de la esclavitud, la igualdad de derechos civiles y políticos, el respeto a la religión católica, la libertad de culto y de imprenta. En ese sentido, el documento contenía un programa de gobierno basado en el fomento de la instrucción pública, el desarrollo de la agricultura, el comercio, las ciencias y las artes.
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en la parte occidental de la isla para darle validez al movimiento independentista de su país. Si los propios haitianos se sublevaban contra su Gobierno y reconocían a su presidente como traidor a la patria, por qué los dominicanos, se preguntaba Bobadilla, inferiores en derecho, apoyarían mantenerse junto a la República de Haití (s.p.). En ese sentido, la retórica que dominaba y organizaba la Manifestación era la de los derechos naturales del hombre. Al respecto, Bobadilla sostenía: Si se consideraba la parte oriental incorporada voluntariamente a la República haitiana, debía gozar de los mismos beneficios y de los mismos derechos de que gozan aquellos con quienes se había aliado, y si en virtud de esa unión estábamos obligados a defender nuestra integridad, ella, por su parte, debía procurarnos los medios de hacerlo; pero faltó a eso violando nuestros derechos, y, por consiguiente, estamos libres de nuestra obligación. Si se consideraba esa parte oriental sometida a la República, con más razón debía gozar sin restricciones de todos los derechos y prerrogativas sobre los cuales había un convenio y que le fueron prometidos y, si no se realiza la única y necesaria condición de su sometimiento, queda libre y enteramente desligada, y sus deberes, en lo que a ella se refiere, le imponen que provea por otros medios a su propia conservación. (s. p.)
El texto sugería una especie de pacto político entre la parte oriental y la occidental de la isla basado en la garantía de los derechos naturales. De esa manera, el proyecto emancipador cobraba fuerza a partir de la idea de que la parte oriental de la isla ejercía su legítimo derecho a separarse porque había sido privada de sus facultades más elementales. Con el incumplimiento de dicho pacto, los dominicanos se veían exonerados de continuar bajo el gobierno del Estado haitiano y facultados para formar el suyo propio. Por otra parte, Bobadilla manejaba el tema de la dominación haitiana de una manera muy interesante al relegar a un segundo plano el debate de si la parte oriental de la isla había sido incorporada voluntariamente o sometida a la República de Haití; esto dejaba de tener importancia para él, lo que estaba en discusión era la falta de derechos de los dominicanos. Esta posición en la Manifestación revela que después de veintidós años de historia mancomunada con la Repú-
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blica haitiana y en el momento mismo de la separación, en 1844, ni siquiera los separatistas manejaban completamente el argumento de la llamada ocupación haitiana. Esta narrativa se consolidará a lo largo del siglo xix y encontrará su punto más álgido durante el trujillato.7 Bobadilla utilizaba, además, la metáfora de la esclavitud para describir las relaciones de poder entre la parte occidental y la oriental de la isla. La alusión a la misma adquiría en la Manifestación connotaciones especiales, dado que Haití se había convertido en el primer territorio americano en abolirla. Al asegurar que los dominicanos se encontraban sujetos a una recia esclavitud por parte de los haitianos, Bobadilla, por un lado, cuestionaba el legado abolicionista de Haití y, por otro, situaba el deseo independista dominicano dentro de la misma lógica antiesclavista y anticolonial que había dominado las luchas haitianas de 1791 a 1804. De ese modo, la retórica de la Revolución haitiana, plasmada en sus constituciones, se filtraba en la Manifestación, haciendo posible leer continuidades, no solo rechazo, con el legado antiesclavista y anticolonial de Haití. La argumentación se desplazaba del tema de los derechos naturales al plano jurídico. Bobadilla señalaba que la Constitución haitiana de 1816, utilizada en la parte oriental de la isla durante el período de integración, había sido concebida en una época en que Santo Domingo formaba parte de España; por tanto, carecía de legalidad y era considerada un texto extranjero. Al invalidar el marco jurídico utilizado por el Estado haitiano para gobernar la zona oriental de la isla, Bobadilla recurría a argumentos legales para justificar la separación
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El libro anteriormente mencionado de Rodríguez Demorizi, uno de los principales ideólogos del trujillato, revela la manera en que la retórica ya había cambiado completamente en el siglo xx: “El pérfido presidente de Haití Juan Pedro Boyer apagó la luz de la primera independencia dominicana, encendida por el Dr. José Núñez de Cáceres” (7); y, a continuación, aparece: “En febrero de 1822 se inició el largo cautiverio, más oscuro y angustioso tras el fugaz relámpago de libertad de la infortunada Revolución de 1821. Inútiles las ansias de redención del pueblo dominicano, frente a la crueldad y suspicacia del dominador” (7). Como se entrevé en las citas, el tema de que si la parte oriental había sido incorporada voluntariamente o sometida aparece sustituido por el de la dominación.
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de ambas partes y utilizaba, además, elementos de la historia colonial para desautorizar la administración haitiana en Santo Domingo. Ni el hecho de haberse constituido en Estado independiente primero, ni el de llevar el nombre con el que los aborígenes llamaban a La Española, le otorgaban al vecino estado independiente ningún privilegio sobre la región oriental. En cambio, Francia o España aparecían con más derecho de gobernar Santo Domingo por motivos de antigüedad en la isla. Por último, cuando ya los argumentos parecían agotarse, Bobadilla reivindicaba la lucha armada como vía para alcanzar la separación de Haití y hacía un llamado a la unidad nacional. Frente a los trescientos veintiocho años de colonialismo español esgrimidos en la Declaratoria, se erigían los veintidós años de “dominación” haitiana en la Manifestación. España y Haití aparecían trabajadas a través del imaginario del despotismo y la tiranía. La lucha anticolonial y el futuro postcolonial dependieron de una retórica tanto antiespañola como antihaitiana, pero entre ambas se alza una diferencia importante: mientras que el texto de Núñez de Cáceres se organizaba alrededor del vocablo independencia, el documento de Bobadilla utilizaba el término separación. Los usos de ambos son primordiales para pensar el lugar asignado a España y a Haití dentro de la historia dominicana. Mientras la noción de independencia invocaba el reconocimiento de un pasado colonial y la ruptura de los vínculos imperiales con España, el término separación, utilizado en la Manifestación, suponía un acuerdo entre ambas partes de la isla y, en gran medida, cuestionaba la denominación de ocupación, asentada por la historiografía nacional para pensar el período de 1822 a 1844. Las maneras en que la isla aparece nombrada, en cada uno de estos textos, son importantes para pensar las relaciones entre raza y política en la parte oriental de La Española, en las primeras décadas del siglo xix. En la Declaratoria, Núñez de Cáceres insistía en denominar la parte oriental de la isla “el Haití español”. Al utilizar el nombre de Haití, al menos en tres ocasiones para referirse a la isla, el criollo dominicano apelaba al legado indígena frente al peninsular para distinguir los comienzos de la era independentista de la nación. De etimología aborigen, el término Haití funcionaba como sinónimo de oposición y resistencia al poder imperial. Más importante aún era el
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hecho de que había sido utilizado por los líderes de la Revolución haitiana para bautizar el nacimiento de su república. En ese sentido, Núñez de Cáceres se colocaba muy cerca de sus compatriotas haitianos y ejemplificaba que el antihaitianismo, como discurso e ideología, no se consolidaría hasta décadas posteriores. En la Manifestación de 1844, en cambio, los firmantes evitaban, a toda costa, emplear el nombre con el que fuera bautizado el primer Estado independiente negro y retomaban el de Santo Domingo español. Hacia el final del manifiesto utilizaban, por primera vez en el documento, el gentilicio dominicano para distinguirse frente a los haitianos. El balance de este período no ha sido examinado exhaustivamente por la historiografía nacional dominicana. Probablemente, Franco Pichardo sea el historiador que con más detenimiento se haya dedicado al tema. En Sobre racismo y antihaitianismo, estudia, por ejemplo, el saldo positivo de esos veintidós años de integración con Haití. En su recuento, sobresalen, en primer lugar, la abolición de la esclavitud y la distribución de tierras entre exesclavos, negros y mulatos: ambas medidas permitieron el surgimiento del campesinado como clase social y política; en segundo lugar, el reconocimiento de la igualdad de derechos a tono con la Revolución francesa y la desamortización de los bienes de la Iglesia; tercero, la incorporación de los dominicanos al ejército haitiano, lo que posibilitó el desarrollo de su experiencia militar y su posterior independencia; y, por último, “la liquidación del prejuicio racial antinegro y el afianzamiento, en el seno del pueblo, del principio de unidad de raza” (7), aunque este es el más rebatible y cuestionable. En Manual de historia dominicana, Frank Moya Pons, por su parte, pormenoriza las medidas que paulatinamente fueron provocando el descontento general de la población dominicana debido a la presencia haitiana: para las elites proespañolas, consistió en la confiscación de las propiedades de quienes habían emigrado antes del 9 de febrero de 1822, para las eclesiásticas, en la nacionalización de las posesiones de la Iglesia, y para los sectores populares, en la promulgación del Código Rural en 1827. Este último constituyó unos de los peores gravámenes en tanto la ley forzaba al campesino a trabajar de manera obligatoria y buscaba sustituir la pequeña propiedad agraria y el trabajo libre por
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un sistema inspirado en el modelo de la plantación, para reactivar la economía de la isla (255-266).8 El Código Rural era el resultado de la decisión acordada por Boyer, con el rey francés Charles X, de pagar una indemnización a los antiguos propietarios esclavistas franceses de ciento cincuenta millones de francos, en un período de cinco años, con el objetivo de que Francia reconociera la independencia haitiana. Al ser declarada deuda nacional por Boyer, la medida causó la indignación del pueblo dominicano, pues se veía obligado a pagar un cargo que no había contraído. La impopularidad de Boyer creció tanto que los movimientos de oposición comenzaron a fortalecerse a ambos lados de la isla. En la zona oriental, Duarte había creado La Trinitaria; en la zona occidental, los opositores fundaron La Sociedad de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y organizaron el Movimiento de la Reforma que conllevó, como ya señalé, el derrocamiento de Boyer en 1843. La rebelión haitiana abrió nuevas posibilidades para Duarte y los trinitarios, quienes llevaron a cabo la definitiva separación de la República haitiana, con el apoyo del ala más conservadora dominicana, encabezada por el propio Bobadilla y Santana. En 1844, este último se convirtió en el primer presidente de la República Dominicana. La continua amenaza de una nueva intervención haitiana condujo a que el Gobierno dominicano buscara el respaldo de la Corona española y anexara nuevamente la parte oriental de la isla a España en 1861. Como apunta Anne Eller, el presidente dominicano y sus ministros justificaron la anexión a partir de un doble argumento: la amenaza de Haití y la fidelidad a España (We Dream Together 67). Las bases para la anexión consistieron, entre otras condiciones, en que la metrópolis no restablecería la esclavitud en la isla, el territorio dominicano sería considerado como provincia y disfrutaría de los mismos derechos que el resto de los territorios peninsulares y se utilizaría
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Sobre este tema, Roberto Cassá apunta que el modelo de la pequeña propiedad y el trabajo libre había sido promovido por Dessalines y Petion, mientras que el del latifundio había sido impulsado por Toussaint y Christophe (“La sociedad haitiana de los tiempos de la independencia” 55).
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el mayor número de funcionarios públicos y militares dominicanos en el nuevo gobierno (Moya Pons, Manual de historia dominicana 340-342). La anexión, sin embargo, resultó muy poco popular: entre 1863-1865, las fuerzas independentistas lideradas por Gregorio Luperón y Santiago Rodríguez impulsaron la Guerra de Restauración contra España y obtuvieron la independencia definitiva.9 Las respuestas de las elites dominicanas a la situación política entre España y Haití condujeron, por una parte, al distanciamiento del paradigma racial negro y, por otra, al reforzamiento de lo indígena como epítome de lo nacional. El indigenismo y el antihaitianismo se fraguaron de manera posterior a la independencia definitiva, 1865, y ambos fueron resultado de la consolidación del Estado-nación. Tanto uno como otro circularon profusamente dentro de la literatura y las ciencias sociales. Aunque se afirman como ideologías en la segunda mitad del xix y alcanzan sus puntos climáticos en el siglo xx, es posible remontar sus comienzos a las postrimerías del xviii. Las tensiones entre lo dominicano y lo haitiano se pueden rearticular siguiendo las categorías de lo francés y lo español: los inicios del conflicto remiten al lugar ambivalente e incómodo de la isla entre dos imperios: España y Francia.
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Al respecto, recomiendo el Manual de historia dominicana y La dominación haitiana, 1822-1844 de Moya Pons, así como su compilación Historia de la República Dominicana.
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CAPÍTULO 1
La Española en disputa A pesar de que el antihaitianismo se consolida progresivamente a lo largo del siglo xix, sus inicios son anteriores a la Revolución haitiana, 1791-1804, y al período de integración insular, 1822-1844. Si bien después de la independencia de Haití, el conflicto entre las dos partes de la isla se presenta a partir de lo haitiano y lo dominicano, antes de 1804 se había formulado siguiendo las categorías de lo español y lo francés. Los orígenes del antihaitianismo apuntan al lugar problemático de Santo Domingo entre los imperios de España y Francia. Algo similar sucede en relación con el indigenismo. Aunque cobra fuerza a partir de la Guerra de Restauración contra España, 1863-1865, hay indicaciones claras de que, desde finales del siglo xviii, los criollos dominicanos apelaron a la figura del aborigen para definirse racial y étnicamente. En Idea del valor de la Isla Española (1785), por ejemplo, Antonio Sánchez Valverde utiliza el término indohispano para referirse a los criollos en la isla. Los usos que hace del vocablo, a lo largo del libro, permiten trazar una genealogía alternativa del indigenismo que se escapa de la confrontación de lo español y lo dominicano: ya desde las postrimerías del xviii, la identificación con el indígena formaba parte del imaginario criollo. El indigenismo, como movimiento cultural y literario, encontró en Santo Domingo un terreno fértil.
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Los inicios del antihaitianismo y del indigenismo, dentro de la historia cultural dominicana, se pueden rastrear a partir de la lectura de textos fundacionales como el ya mencionado de Sánchez Valverde y Descripción de la parte española de Santo Domingo (1796) del viajero martiniqueño francés Médéric Louis Élie Moreau de Saint-Méry. En ambos libros, aparece formulada la contraposición entre el Santo Domingo español y el francés, tanto desde una perspectiva étnica, racial y moral como en términos de geografía y naturaleza. Mientras Sánchez Valverde defendió la superioridad de la parte española de la isla, Moreau de Saint-Méry responsabilizó de su decadencia y ruina a la indolencia e inferioridad de los españoles y los criollos. El viajero, quien se opuso a la cesión de Santo Domingo a Francia, construyó un relato de identidad racial que distanciaba a los dominicanos del paradigma blanco. Desde la mirada francesa, los españoles y sus descendientes aparecían muy cercanos a la “raza negra”. En ese sentido, las narrativas raciales que predominan, en cada uno de los dos libros, dependieron de sus proyectos políticos: Sánchez Valverde insistió en la idea del blanqueamiento de la colonia como forma de revigorizar el proyecto imperial de España en la isla, mientras que Moreau de SaintMéry apostó por la africanización de la parte española. El conflicto entre lo español y lo francés, que sale a relucir en sus libros, se remonta al hecho de que en un mismo espacio insular subsistían no solo dos culturas e historias disímiles, sino, también, dos patrones diferentes de colonización. Mientras en Saint-Domingue se había institucionalizado la plantación, centrada en la tecnificación y en la especialización del trabajo y, por tanto, en el carácter capitalista de los medios de producción, en Santo Domingo, basado en la estructura del hato, se había mantenido el carácter eminentemente feudal.1 Por consiguiente, la parte francesa se desarrolló como una colonia de explotación y la española sobrevivió irregularmente como
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Sobre este tema, recomiendo Los negros, los mulatos y la nación dominicana de Franklin J. Franco Pichardo. Su libro constituye un detallado estudio histórico sobre las relaciones entre la parte francesa y la española de la isla desde finales del siglo xviii hasta 1844, cuando la República Dominicana se separa de Haití.
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una colonia de poblamiento. Las diferencias en los modelos económicos impactaron la demografía de cada región: en la colonia occidental, la población blanca ascendía a 30 000, la mulata llegaba a 40 000 y la negra a 500 000; en Santo Domingo, los españoles y criollos blancos sumaban 35 000 y la llamada población de color, esclava y libre, estaba compuesta por 68 000 (Franco Pichardo, Los negros, los mulatos y la nación dominicana 72). Los problemas entre las dos colonias pasaron, además, a través de la demarcación de la frontera y a partir de un enconado debate sobre la dependencia económica de una parte sobre otra. Con relación al primer punto, Sánchez Valverde se daba a la tarea de corregir la extensión de la parte francesa, que era muy inferior a la señalada por las autoridades coloniales de esa región. Gran parte de su libro estaba dedicado a esclarecer los límites geográficos entre una y otra zona de la isla. Su intervención en el tema, a tan solo ocho años de que se hubiera ratificado el Tratado de Aranjuez en 1777, en el cual finalmente se esclarecieron los límites fronterizos de ambas colonias, demostraba que seguía siendo un asunto espinoso para los criollos dominicanos y los españoles. Con respecto al segundo punto, Sánchez Valverde defendió la narrativa de que los franceses necesitaban de los españoles para llevar adelante su economía de plantación, ya que precisaban del ganado español para sostener a su numerosa población esclava. De acuerdo con el criollo dominicano, el reducido espacio de Saint-Domingue, además de sus escasas llanuras y ríos, impedía el desarrollo del hato y la ganadería, a diferencia de la zona española. Moreau de Saint-Méry, por su parte, sostenía que, de no ser por el impulso económico que los franceses habían traído a la isla y del cual se beneficiaba la colonia española, al haberse convertido en la abastecedora de ganado de la parte francesa, Santo Domingo seguiría siendo una colonia en decadencia y ruinas. El tema de la dependencia desembocaría, en ambos libros, en una actualización de lo que ha sido denominado por Antonello Gerbi como “la disputa del Nuevo Mundo”. Sánchez Valverde se dedicó a rebatir la supuesta inferioridad geográfica y antropológica del continente americano para probar la utilidad de las tierras dominicanas y la
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valía de sus habitantes; Moreau de Saint-Méry insistió en la superioridad moral y racial francesa. La prueba, según sus palabras, radicaba en que Saint-Domingue se había convertido en la colonia más próspera no solo del Imperio francés, sino del mundo. Santo Domingo, en cambio, era la más pobre de la Corona española. La querella entre ambos libros se convertirá en fundamento del indigenismo y del antihaitianismo, a lo largo del siglo xix, y definirá, en gran medida, la manera en que ambos discursos circularon dentro de la literatura y las ciencias sociales. Casi cien años después, viajeros norteamericanos como Samuel Hazard se reapropiaron de la disputa que gravitaba en los dos libros para formular las tensiones entre lo dominicano y lo haitiano, con el objetivo de favorecer la anexión de la República Dominicana a los Estados Unidos. El proyecto anexionista, propuesto en Santo Domingo. Past and Present: With a Glance at Hayti, dependió de la exaltación de la naturaleza y de una retórica de blanqueamiento racial. Ambos ejes habían organizado la escritura de Sánchez Valverde a finales del xviii: a través de la defensa de la naturaleza y de la población dominicana, el criollo había aspirado a reinsertar la isla dentro de la geopolítica imperial moderna española; casi un siglo después, Hazard retomaría ambos temas, pero con el fin de incorporar la República Dominicana a los Estados Unidos de América.
Lo español y lo francés Con los trescientos veintiocho años de colonialismo español en la isla y la creciente y merecida atención que la Revolución haitiana, 17911804, ha recibido en las últimas décadas, es fácil olvidar el lugar de Francia en la historia colonial de Santo Domingo. Las relaciones entre ambos se remontan a mediados del siglo xvii, cuando los primeros filibusteros y bucaneros se asentaron en la región norte del actual Haití. A partir de esa fecha, los españoles pasaron de ser los dueños de toda la isla a compartirla con los franceses; para 1795, la primera colonia americana pertenecía completamente a Francia: su población había dejado de ser súbdita de la Corona española para convertirse en vasalla del Imperio francés.
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La historia de las relaciones de Santo Domingo con el Imperio francés es probablemente más tensa y complicada que la propia historia con la Monarquía española. Si esta última puede ser resumida a través de la narrativa del olvido y el desprecio de España ante su colonia, las relaciones con Francia y Saint-Domingue pasan a través de infinitas rivalidades, agresiones y enfrentamientos, pero, también, de un intenso intercambio comercial, colaboración militar y bonanza económica. Ni siquiera con el triunfo de la Revolución haitiana, en 1804, las relaciones entre Santo Domingo y Francia cesaron. A partir de esta fecha, el último bastión del ejército francés se consolidó en la capital dominicana y estableció allí su gobierno hasta 1809, año en que se cierra la era francesa en dicho territorio. En esa primera década del siglo xix, la parte española de la isla representó para Francia la última esperanza de recuperar la que había sido la colonia más rica del mundo. Tanto Idea del valor de la Isla Española de Antonio Sánchez Valverde como Descripción de la parte española de Santo Domingo de Médéric Louis Élie Moreau de Saint-Méry se publicaron en momentos de máxima tensión entre el Santo Domingo español y el francés; y, por tanto, se convierten en textos paradigmáticos para repensar el lugar de Francia y su colonia Saint-Domingue en el devenir de Santo Domingo. Sánchez Valverde tenía como objetivo enfatizar la utilidad de esa parte de la isla para el Imperio español después de más de tres siglos de descuido, abandono y decadencia por parte de la Monarquía. Lo que estaba como trasfondo, en la escritura del libro, eran las negociaciones entre Francia y España por la suerte futura de la colonia y la posible cesión de la parte española al país galo, que finalmente se materializó, en 1795, con el Tratado de Basilea. Por eso, el texto, escrito desde Madrid y dirigido a Carlos III, iba encaminado a convencer a la Corona española de restablecer la economía y fomentar la población en esa zona de la isla, para evitar que cayera finalmente en manos de los franceses. Moreau de Saint-Méry, por su parte, buscaba convencer a la Monarquía francesa de que la incorporación de la parte española de la isla era un grave error y de que su anexión se convertiría en una carga demasiado pesada para la nación francesa. Ambos, al ser criollos, se erigieron como intermediarios entre sus respectivas monarquías y
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colonias: aspiraban a influir las políticas imperiales de España y Francia. Con fines tan contrapuestos, no era difícil que la querella, entre lo español y lo francés, gravitara a lo largo de los dos textos. Escrita a finales del siglo xviii, Idea del valor de la Isla Española es considerada la primera historia de envergadura realizada por un criollo en la isla y comparte semejanzas con el corpus producido en el mundo caribeño a raíz de las Reformas Borbónicas.2 Por tanto, se podría leer junto a los textos de Alexander von Humboldt, Ramón de la Sagra y Francisco de Arango y Parreño sobre Cuba y a los de fray Íñigo Abbad y Lasierra y Alejandro O’Reilly sobre Puerto Rico. Sánchez Valverde, también, buscaba producir conocimiento desde el punto de vista geográfico, cartográfico, botánico y antropológico de la parte oriental de la isla para reactivar el pacto colonial entre Santo Domingo y España. Insistía, por ende, en los vínculos entre conocimiento y poder con el propósito de modernizar las relaciones entre colonia y metrópolis. Como en gran parte de los textos fundacionales, el problema de las fuentes gravitaba desde los comienzos de su escritura. Sánchez Valverde señalaba que las únicas referencias que existían se reducían a los materiales escritos, en las primeras décadas de la colonización, por los cronistas españoles y a otros documentos redactados por viajeros franceses de paso por la vecina Saint-Domingue. La escasez de fuentes hacía que la idea de los beginnings cobrara importancia dentro del libro (Said, Beginnings 3-26). Cuando Sánchez Valverde insistía en el tema estaba, de cierta manera, pensando en cómo autorizarse dentro
2 En Antonio Sánchez Valverde, Roberto Cassá apunta la importancia de la publicación del libro y de sus reediciones en el siglo xix: “Y es que no hubo material alguno comparable hasta mediados del siglo xix, cuando Antonio del Monte y Tejada publicó la primera versión de su historia de Santo Domingo” (30). Más adelante, señala: “La primera reedición fue hecha por el gobierno unos años después de proclamada la independencia, en 1853. Tan pronto se produjo la anexión a España en 1861 […] fue reproducida en entregas sucesivas de la Gaceta de Santo Domingo. Al año siguiente apareció otra edición […] en la Imprenta Nacional” (30). Como se aprecia en la cita, las publicaciones coinciden con momentos históricos significativos. En el libro de Cassá, también, se puede encontrar un resumen de la biografía de Sánchez Valverde.
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de una estela dominada por autores peninsulares y franceses y cómo fundar los comienzos de una nueva tradición. Una de las maneras, utilizadas por el criollo, consistió en desautorizar los materiales europeos por su insuficiente información. Al limitado conocimiento de los cronistas españoles y de los viajeros franceses, Sánchez Valverde antepuso su relación directa con el entorno dominicano y la experiencia de su propia familia. De esa manera, reconoció el valioso trabajo realizado por su padre, recopilando materiales, y el que él venía efectuando en los últimos dieciocho años (4-5). A esas fuentes, Sánchez Valverde sumó la labor llevada a cabo por los monteros. En el libro, la figura del montero ocupa un lugar importante, pues funciona como una especie de informante para el letrado: su valor reside en el conocimiento práctico del lugar y en la experiencia topográfica del terreno. Al respecto, afirma en el “Prefacio” de su libro: “En fin, los Monteros de toda la Isla, que viven de penetrar lo más retirado para encontrar la caza, me han servido, cotejando muchas veces sus relaciones para la uniformidad, me han servido (vuelvo a decir) de una luz para lo más oculto y casi inaccesible del terreno”.3 Ahí donde no podía acceder el letrado, llegaba la pericia del montero. Sánchez Valverde no solo reconocía al montero como informante, sino que dedicaba varias páginas a describir su estilo de vida y sus actividades en un tono eminentemente protoetnográfico (194-196). Su interés por dicha figura convierte al libro en un referente doblemente fundacional: con su texto se inicia el canon criollo dentro de la isla y se anticipa el tema de la primera novela dominicana de asunto local: El montero de Pedro Francisco Bonó. En Idea del valor de la Isla Española, los orígenes de la tradición nacional se emparentan, por una parte, con los conceptos de familia, linaje y filiación al señalar la importancia de su padre en la configuración de su archivo; y, por otra, se erigen en base a la supuesta alianza entre las elites letradas y las clases subalternas, que en este caso pasaba a través del montero y del propio Sánchez Valverde. En sus páginas, además, figura, por primera vez, el uso del gentilicio dominicano para
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En la primera edición del libro de 1785, no aparece numerado el “Prefacio”.
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denotar a la comunidad de la parte oriental de la isla (142). La Española aparece definida en su libro mediante el concepto de patria, mientras España se asocia con la idea de nación. A finales del xviii y durante el xix, la noción de patria estaba asociada a un valor afectivo y sentimental por la tierra. Como ha señalado Rafael Rojas, esta dimensión de la palabra se convirtió en un dispositivo simbólico fundamental en la constitución del sujeto moderno, basado en el desplazamiento de la alteridad criolla a la identidad propiamente nacional (Motivos de Anteo 2). La distinción entre patria y nación funcionó como un recurso clave para las elites caribeñas y latinoamericanas a lo largo del siglo xix en el intento de consolidar las identidades nacionales. La querella entre lo español y lo francés se afincaba en un debate más amplio que, como señalé, tenía sus orígenes en la disputa del “Nuevo Mundo”. Ya, para la segunda mitad del siglo xviii, existía una extensa bibliografía europea que insistía en la idea de que la supremacía económica de la colonia francesa era resultado de la superioridad racial y moral de sus habitantes frente a los españoles. Por tanto, la noción que predominaba era que la ruina y la decadencia de la parte oriental se debían a la indolencia de los españoles y de sus descendientes. El deseo de Sánchez Valverde de reivindicar la importancia de La Española lo llevaba necesariamente a intervenir en la polémica. En ese sentido, su texto puede ser leído como una de las primeras formulaciones, escritas por un criollo, en contra de la teoría de la degeneración y de la inferioridad geográfica y antropológica de las Américas. Mucho antes de que Humboldt popularizara la visión de América Latina como naturaleza, después de su viaje por el continente, entre 1799 y 1804, Sánchez Valverde respondió a los supuestos alegatos de la inferioridad americana y se enfrascó en una abierta polémica con Cornelius de Pauw, quien en Recherches philosophiques sur les Américains (1768) había intervenido en el tema. El dominicano validaba su argumento a partir del hecho de que europeos como Pauw habían escrito sobre las Américas sin haber pisado ninguna de sus tierras; a diferencia de él mismo, quien era oriundo de la colonia y podía, por tanto, dar cuenta sobre la fertilidad del continente. Pero iba, incluso, más allá y alteraba ingeniosamente el principio de la teoría de la degeneración: mientras en las Américas se habían multiplicado y mejorado
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algunas de las especies de la flora y la fauna europeas, en Europa había sido imposible cultivar los frutos americanos (36). Sánchez Valverde, además, enfatizaba el valor simbólico que tenía La Española dentro del imaginario imperial trasatlántico. En sus páginas, la isla aparecía como la metrópolis del “Nuevo Mundo”. Si a España se le adjudicaba el título de metrópolis imperial, a La Española, cuyo nombre replicaba el de la Corona, le correspondía el de metrópolis americana por haber sido la cuna de la colonización del continente. La isla se convertía, en sus páginas, en el centro no solo del archipiélago antillano, sino, también, del Imperio: el punto geográfico que posibilitaba las conexiones entre el “Viejo” y el “Nuevo Mundo” (107). Su localización geográfica permitía armar un circuito de redes entre mares, islas y continentes, cuyo núcleo radicaba en La Española. Su propuesta era, en gran medida, atrevida en tanto desplazaba a Madrid y colocaba a la primera colonia como seno de la nación española (25-28).4 Al mismo tiempo, Sánchez Valverde equiparaba la suerte de la isla a la del resto del Imperio, el destino de una estaba, en gran medida, aunado al otro. La Española estaba llamada a ser, de acuerdo con el criollo, el resguardo del Imperio español en las Américas, en especial de Cuba y de México (205). Con este fin, insistía en el valor estratégico que podría llegar a tener La Española en la defensa de las colonias americanas. La querella entre lo francés y lo español cobraba mayor fuerza en su dimensión antropológica. En ese registro, Sánchez Valverde defendió a los españoles y a sus descendientes criollos de las acusaciones de indolencia y de la falta de “pureza” de sangre. En el “Prefacio” del libro, aseguraba: “Por el mismo principio he dexado correr la pluma en la defensa, así de los Españoles Criollos o Indispanos, como de los Europeos contra los vicios de sangre, holgazanería y defecto de sagacidad con que quiere envilecerles el Estrangero” (énfasis en el original).5 En
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Esta idea del Caribe será fundamental en las reconceptualizaciones modernas sobre el archipiélago, pues, durante gran parte de los siglos xvi, xvii y xviii, las islas se habían pensado como periferia y frontera militar del Imperio español. En la edición que uso, el “Prefacio” no aparece numerado.
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el ejercicio de defender a los peninsulares y a los criollos de las acusaciones, Sánchez Valverde calificaba a los descendientes de españoles de “indispanos”. El uso del vocablo revelaba la manera en que se definían los hijos de los españoles en Santo Domingo a finales del siglo xviii, pero, en este caso, era doblemente atractivo porque no provenía de un europeo o de un peninsular, sino de un criollo que era, además, mulato. La forma en que el término aparecía usado apuntaba la necesidad que sentía Sánchez Valverde de utilizar un vocablo que diera cuenta de su mezcla racial. A partir de la yuxtaposición de las palabras indio e hispano, Sánchez Valverde desplazaba el elemento africano y enfatizaba la herencia aborigen. En otros pasajes del libro, volvía a retomar la misma discusión y usaba nuevamente el término, pero ahora en su variante de “indohispanos”: La insolencia de Weuves y de otros Estrangeros no se ha contentado con insultarnos sobre la actividad y genio sino que ha tenido la habilantez de abrir nuestras venas y manchar la sangre, tanto de los Indo-Hispanos como de sus Progenitores Europeos. En una parte dice, hablando de los primeros: “Si es que puede llamárseles Españoles a los Habitantes de Indias, cuya sangre está tan mezclada con los Caribes y los Negros, que es rarísimo encontrar un solo hombre cuya sangre no tenga esta mixtura”. En otra parte: “No hay Colonia Española, ni Portuguesa en que no se vean Mulatos poseyendo las Dignidades del primer orden. Por esta razón es que estas dos naciones no tienen tal vez una gota de sangre pura, sea que hayan tomado esta mezcla de los Negros, sea de los antiguos Moros”. (166; énfasis en el original)
Una vez más, utilizaba el término “indo-hispanos” para referirse a los descendientes de españoles en la isla, aunque esta vez sin hacer referencia al de criollo, lo cual indicaba que se podían utilizar indistintamente. La cita, además, permite entrever la manera en que tanto los españoles como los criollos aparecían racializados bajo la mirada francesa. Para Sánchez Valverde, Weuves ultrajaba la sangre de unos y otros al conectarlos con los caribes, con los africanos y con los árabes en su libro Réflexions historiques et politiques (1780). Frente a la mirada francesa, no había distinción entre los españoles y los criollos ameri-
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canos; ambos quedaban mezclados con la herencia africana, ya fuera por el tráfico de esclavos en las Américas o por los casi ocho siglos de dominación árabe en España. Por esta razón, gran parte de la defensa, emprendida por Sánchez Valverde, se formulaba en términos raciales y consistía en separar a los españoles y a los criollos del paradigma negro. Su reacción frente a los caribes llama particularmente la atención, sobre todo, porque Sánchez Valverde había articulado la diferencia dominicana a partir de la figura indígena. Aunque no dudaba en afirmarse como indo-hispano, se resistía a que lo asociaran con los caribes, quienes habían pasado a engrosar el imaginario europeo como caníbales. La diferencia entre los caribes y los taínos se volverá decisiva en la consolidación del indigenismo a lo largo del siglo xix, pues la herencia indígena rescatada será la taína, la cual quedaba asociada con la idea del indio dócil y melancólico. Si bien España y sus colonias aparecían connotadas de una manera negativa en una buena parte de la literatura europea de ese período, Sánchez Valverde reivindicaba con vehemencia al español y al criollo, tachados frecuentemente de holgazanes y convertía sus páginas en una apología de la nación española. Con ese objetivo, proponía que el esplendor de la parte francesa dependía, en gran medida, de los recursos naturales de la zona española y que sin estos hubiera sido imposible alcanzar el nivel de riquezas generada por Saint-Domingue (141). En ese sentido, el criollo comparaba las ganancias de ambas regiones y, pese a la inferior suma que producía la parte española, afirmaba que la evidencia de lo próspera que podía llegar a ser se encontraba en la propia parte francesa, pues, a pesar de su reducido tamaño y de la mala calidad de sus terrenos, era una de las colonias más prósperas del mundo. Sánchez Valverde llegaba a afirmar que la nación gala sacaba más ganancia de su territorio que España de toda la América al anotar que, a finales del siglo xviii, Saint-Domingue sola reportaba muchas más ganancias a Francia que todas las colonias americanas a España (160). Pero no se detenía ahí, sino que sostenía que la verdadera causa de la diferencia entre ambas partes de la isla, en cuanto a la prosperidad material, no se debía a la supuesta inferioridad moral y física de los españoles y sus descendientes, sino que estaba conectada con la escla-
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vitud. Para armar su argumento, el criollo dominicano citaba pasajes de Weuves, en los cuales el francés apelaba a la socorrida tesis de que debido al intenso calor y la humedad del trópico solo la mano de obra esclava africana podía desarrollar la economía de Saint-Domingue. ¿Cómo podían los franceses, parecía preguntarse, considerar a los españoles y a sus descendientes holgazanes e indolentes si ellos mismos no eran los que trabajaban la tierra? A pesar de la extensión y de la riqueza geográfica de la colonia española, en comparación con su contraparte francesa, los dominicanos se encontraban en una posición desventajosa porque no tenían entrada en el tráfico de esclavos. Para Sánchez Valverde, los franceses contaban con los recursos necesarios, para invertir en la compra de esclavos, mientras que los españoles no solo no contaban con el capital, sino que, además, tenían las férreas restricciones de España que impedían la entrada de africanos a sus colonias (168-169). En ese sentido, convertía la disputa del “Nuevo Mundo” en una querella entre lo francés y lo español y, al mismo tiempo, traducía esta en una apología de la esclavitud en las colonias españolas. Las reformas, esbozadas en su libro, estaban basadas en un proyecto económico dedicado a impulsar el fomento de la esclavitud. Como es sabido, si bien el Imperio español había sido el primero en establecer plantaciones azucareras en sus colonias americanas, se convirtió en el último en formar parte directa del comercio trasatlántico de esclavos (Fradera y Schmidt- Nowara 1). Para Sánchez Valverde, Saint-Domingue era el modelo económico a seguir en las colonias españolas del Caribe: la esclavitud se presentaba como el camino a la prosperidad económica. Así como Antonio Sánchez Valverde utilizó importantes fuentes francesas que circulaban en Europa en ese período, su libro se convirtió, poco tiempo después, en referencia obligada para el martiniqueño francés Moreau de Saint-Méry.6 Descripción de la parte española de 6
En el siglo xviii, se realizaron tres ediciones del texto de Moreau de Saint-Méry, una en francés en Filadelfia en 1796 y dos en inglés, primero en 1796 en Filadelfia y luego en 1798 en Londres. El texto no se tradujo al español hasta 1944, por encargo de Rafael Trujillo. Para una semblanza sobre la vida y obra de Moreau, se puede consultar la “Introduction” de Stewart L. Mims en Moreau de St. Méry’s American Journey [1793-1798].
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Santo Domingo fue resultado del viaje realizado por Moreau de SaintMéry a la ciudad de Santo Domingo en 1783 y constituyó una respuesta a Idea del valor de la Isla Española. Desde sus páginas, propuso leer el texto de Sánchez Valverde como un documento que capturaba las tradiciones hispánicas en la parte occidental de la isla, en un momento en que estaban llamadas a desaparecer por el paso a un nuevo imperio (4). En Avegers of the New World, Laurent Dubois define a Moreau de Saint-Méry como ciudadano del Atlántico. Nacido en Martinica, estudió en Francia y formó parte de la vida política y cultural francesa de finales del xviii, se radicó posteriormente en Saint-Domingue y terminó en Filadelfia, después de la sublevación de esclavos en 1791 (8-10). Durante sus años de residencia en La Española, se mostró interesado en la zona oriental de la isla porque, para él, España era el modelo imperial seguido por el resto de las naciones europeas y La Española había marcado la pauta para el resto de las colonias en el continente (Descripción 359). Por tanto, el estudio minucioso de la administración de la colonia española, a nivel político, jurídico, legal y religioso, arrojaba luz sobre la gobernabilidad de las metrópolis y sus colonias y sobre el futuro de Francia como imperio y nación. Moreau de Saint-Méry llegó a ser un importante experto en materia colonial. Preocupado por la historiografía del “Nuevo Mundo” y por la construcción del archivo colonial, se identificó como historiador y estudioso de todas “las materias coloniales” (Descripción 6).7 En su libro, se opuso abiertamente a la incorporación de la región oriental de La Española al Imperio francés: no quería que la Monarquía francesa cambiara la isla de Guadalupe por el Santo Domingo español. Con el objetivo de convencer a la Corona francesa de la inu tilidad de esa parte de la isla, utilizó la obra del criollo dominicano, para mostrar la gran decadencia a la que se encontraba reducida la parte oriental de la isla y las consecuencias negativas que traería la
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Junto a su estudio de la parte española, publicó en esos años otro similar sobre la región francesa: Description topographique, physique, civile, politique et historique de la partie française de l’isle Saint-Domingue.
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integración de esa región a la nación francesa.8 Con este fin, socavó los presupuestos más importantes de Sánchez Valverde: si, por una parte, reconocía el valor geográfico y simbólico de la parte española, por otra, sostenía que su colonia se había transformado en una carga demasiado pesada para su propia Monarquía (285). La utilidad reclamada por Sánchez Valverde, para asegurar la articulación de nuevas políticas imperiales sobre la olvidada colonia, se desvanecía completamente en el relato de Moreau de Saint-Méry. Este último proponía, en cambio, invertir más recursos en la parte francesa para convertirla en una colonia todavía más próspera y recuperar Luisiana (465-469). El punto, en el que más se extendía Moreau de Saint-Méry, era en la comparación entre españoles y franceses. El viajero recuperaba el debate que Sánchez Valverde había recogido en su libro, alrededor de la inferioridad moral de los españoles y los criollos frente a los franceses, y lo convertía en el centro de su argumento para detener el traspaso del Santo Domingo español a Francia. La supuesta inferioridad de los criollos aparecía definida por el criterio racial. Con el objetivo de acercarlos al paradigma racial negro, Moreau de Saint-Méry descartaba los vínculos de los dominicanos con la herencia indígena. A finales del siglo xviii, este reconocía que una buena parte de la población dominicana se identificaba con el paradigma indígena, pero cuestionaba la validez de dichas aseveraciones, con el argumento de que las poblaciones aborígenes habían sido exterminadas (95). Además, no dudaba en afirmar: “Es también rigurosamente cierto que la gran mayoría de los colonos españoles son mestizos, que tienen todavía más de un rasgo africano que los traiciona luego” (93- 94). Ante la mirada francesa, que buscaba disuadir a su metrópolis de la incorporación del Santo Domingo español, los criollos quedaban muy distanciados del paradigma blanco. A diferencia de Sánchez Valverde, Moreau de
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Sobre los usos que hace del texto de Sánchez Valverde, Moreau de Saint-Méry apunta: “Recurriré frecuentemente a las luces de Don Antonio Sánchez Valverde, quien parece que ha tenido la idea de escribir la historia de Santo Domingo, desde ocho años antes de que yo emprendiera la de Santo Domingo francés” (77).
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Saint-Méry acercaba el Santo Domingo español a la futura República haitiana. Ambos libros se convirtieron en referencia obligada tanto para los letrados dominicanos como para los futuros viajeros que llegaron a la isla en el siglo xix. Entre estos últimos, el norteamericano Samuel Hazard, quien arribó a la República Dominicana como parte de una comisión, enviada por el Congreso de los Estados Unidos, para estudiar la posible anexión de la parte oriental de la isla a ese país, recurrió a los dos libros para escribir Santo Domingo. Past and Present: With a Glance at Hayti. De ellos, Hazard incorporó las extensas descripciones del paisaje y la noción de que La Española tenía un gran valor simbólico dentro del imaginario imperial por ser la primera colonia en el “Nuevo Mundo”; pero era, sobre todo, la polémica entre la parte occidental y oriental de la isla, centrada en la contraposición entre lo francés y lo español, la que Hazard siguió cuidadosamente y formuló, en su libro, a partir de lo haitiano y lo dominicano.
Lo dominicano y lo haitiano En 1871, desembarcó en las costas de la República Dominicana una comisión, enviada por el presidente de los Estados Unidos Ulysses S. Grant, para explorar la posible anexión de la parte oriental de la isla a ese país. La comitiva estaba compuesta por Andrew D. White, Samuel G. Howe, Benjamin F. Wade, A. A. Burton y Frederick Douglass. Entre los periodistas que formaban parte de la comisión se encontraba Samuel Hazard, veterano de la Guerra de Secesión norteamericana, reconocido como autoridad intelectual en materia caribeña. Ya para esa fecha, Hazard había visitado Cuba en dos ocasiones y a raíz de sus viajes había escrito Cuba with Pen and Pencil (1871), el cual se convertirá en referencia obligada para Santo Domingo. Past and Present: With a Glance at Hayti (1873). Ambos libros fueron resultado no solo de su experiencia como viajero, sino también de innumerables lecturas que precedieron y acompañaron las exploraciones de Hazard por las dos islas. Así como en Cuba with Pen and Pencil circulan los tratados más importantes sobre
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la mayor de las Antillas, desde el Ensayo político sobre la isla de Cuba de Alexander von Humboldt hasta las historias del peninsular Ramón de la Sagra, en su relato de viajes sobre la República Dominicana, los textos de Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la Isla Española, y de Médéric Louis Élie Moreau de Saint-Méry, Descripción de la parte española de Santo Domingo, aparecen como dos de sus principales referencias. En palabras de Hazard, Santo Domingo respondía a la necesidad de promover el conocimiento de la isla en los Estados Unidos, con el objetivo de anexarla al vecino del norte (viii). Su libro venía a llenar un fuerte vacío en la historiografía norteamericana sobre la República Dominicana y se convertía en un texto fundacional para los dos países. En ese sentido, los primeros nueve capítulos relatan minuciosamente la historia de La Española, desde su “descubrimiento” y conquista hasta la proclamada independencia dominicana en 1844, pasando por las etapas de esplendor y declive de la isla, el establecimiento y consolidación de los franceses en la zona occidental, la Revolución haitiana y la posterior incorporación de la parte española a Haití de 1822 a 1844.9 Solo a partir del capítulo X, Hazard incluye la narración de su viaje a la isla. Se produce entonces un interesante juego entre el pasado, el presente y el futuro dominicano, pues toda la historia acaecida servía de trasfondo para su propio relato: su viaje venía a encarnar el tiempo presente, el comienzo de una nueva era, y se convertía en sinónimo del ahora histórico de la nación y de su suerte futura.
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Los capítulos dedicados a Louverture, Dessaliness, Christophe, Petion y Boyer parecerían sugerir que no se podía narrar la historia de la República Dominicana sin tener en cuenta los avatares del Santo Domingo francés. Así pues, es importante pensar en los eventos que llegan a formar parte del libro y los que quedan fuera. Por ejemplo, Hazard termina su recuento con la independencia dominicana en 1844, sin interesarse en el período posterior, la reanexión a España. Es, también, muy significativa la visión que presenta de la Revolución haitiana (113). En su relato no solo elogia el proyecto modernizador emprendido por Louverture (134, 139), sino que responsabiliza a los franceses y, en particular, a las tropas comandadas por el general Le Clerc, bajo las órdenes de Napoleón, de la violencia y el terror desatados, a partir de 1801, contra la población de la isla (146).
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Hazard favorecía la anexión de la República Dominicana a los Estados Unidos por encima de la cubana porque la adquisición de la primera isla significaba una inversión de menor cuantía para su nación. Existían, además, otros motivos: Cuba tenía una población racialmente heterogénea superior a la de dominicana, no había abolido la esclavitud y se encontraba enfrascada en la primera guerra independentista contra España, 1868-1878, (486-487). La República Dominicana, en cambio, formaba parte de los nuevos estados emancipados de América Latina; su independencia facilitaba la integración de la parte oriental de la antigua Española a la Unión Americana, sin necesidad de provocar conflictos con España.10 Más importante aún era el hecho de que la República Dominicana había dado pruebas contundentes de sus intereses anexionistas y el plan contaba con el respaldo de un amplio sector dominicano, incluyendo el del presidente Buenaventura Báez. Esto pasa a ser un motivo central dentro del libro, pues Hazard se ve impulsado a demostrar frente a la opinión pública norteamericana que el proyecto de anexar la isla a los Estados Unidos difería sobremanera del realizado con España en 1861 y que había desembocado en la Guerra de Restauración. En este caso, la voluntad de incorporarse al vecino del norte era genuina y estaba regida, según Hazard, por una amplia mayoría de la población. A lo largo del libro, el viajero recogía innumerables pasajes en los cuales los dominicanos manifestaban su aprobación por la unión de la isla a los Estados Unidos. Uno de sus propósitos era demostrar que, si la anexión a España había sido realizada sin consultar al pueblo dominicano, la incorporación a los Estados Unidos se haría con el amplio consentimiento de la ciudadanía. Mientras la primera había consistido en un acto dictatorial, la
10 Si bien su condición de estado independiente era favorable para la anexión en la medida en que no implicaba ningún tipo de enfrentamiento con otras potencias imperiales, Hazard eludía del título de su libro el nombre con que había sido bautizado el país después de su separación de Haití en 1844: en vez de República Dominicana, utilizaba el de Santo Domingo, nombre de la ciudad capital. La sustitución formaba parte del proyecto anexionista promovido desde de su libro, pues ante la opinión pública norteamericana el nombre de Santo Domingo no implicaba la consolidación de un estado independiente.
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segunda se reivindicaba por el consenso y la aprobación de los dominicanos (253-254).11 Para Hazard existían, además, otras razones de gran importancia para anexar la isla a los Estados Unidos. En sus páginas, Santo Domingo se convertía en escenario de significativos acontecimientos que hacían que la isla adquiriera connotaciones mesiánicas muy a tono con el espíritu imperialista norteamericano del Destino Manifiesto. El viajero se mostraba conmovido por el hecho de que Cristóbal Colón hubiera vivido allí y que Santo Domingo fuera la primera colonia fundada por los europeos en el “Nuevo Mundo”. Hazard, también, llamaba la atención de que en la isla se hubiera iniciado y derogado la esclavitud por primera vez en las Américas. Por último, señalaba que el territorio dominicano era el lugar donde habían ejercido su poder casi todos los imperios europeos, solo faltaba el norteamericano. Su libro iba encaminado a colocar su país dentro de esa estela. Para convencer a la opinión pública de los Estados Unidos de la necesidad de anexar la República Dominicana, Hazard erigió su relato en base a dos grandes narrativas. La primera de ellas pasó a través de una retórica mitificadora de la naturaleza: el viajero constantemente coteja la geografía y los recursos naturales de la isla con los de la mayor de las Antillas.12 Si Cuba se había convertido en el siglo xix en la más próspera de las colonias caribeñas, la República Dominicana, que estaba según Hazard más favorecida en términos naturales, llegaría, bajo el tutelaje de los Estados Unidos, a sobrepasarla rápidamente. En sus 11 Hazard repite, una y otra vez, momentos en los cuales pregunta directamente a los dominicanos si desean la anexión a los Estados Unidos (5, 188-189, 206, 208, 209-210, 282, 300, 310, 334). 12 Otra de las maneras en que Hazard comparaba ambas islas era a partir de la temperatura. El clima constituyó uno de los debates centrales sobre la supuesta proliferación de enfermedades como la fiebre amarilla. Por eso, a su llegada a la capital dominicana, se dedicó a tomar la temperatura ambiental para compararla con la de la zona cubana, considerada más benigna para la salud (231). En el último capítulo, el viajero aseguraba a la opinión pública norteamericana que el trópico no ofrecía ningún tipo de amenaza para la “raza blanca”. En ese sentido, comentaba sobre varias familias estadounidenses que vivían en dominicana como muestra de que era posible para la “raza blanca” trabajar en el trópico (202, 327).
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páginas no era el Caribe el que aparecía interpretado en términos de paisaje y naturaleza, sino únicamente Santo Domingo. La segunda narrativa respondió a un proyecto de blanqueamiento de la población que compartía el mismo territorio que Haití y funcionó como una estrategia básica para sentar las diferencias étnicas y raciales entre la parte occidental y la oriental de la isla. En particular, se basó en la formulación de una fuerte contraposición entre lo dominicano y lo haitiano con la formulación de categorías como native brown y creole white, las cuales traducían los términos indios y blancos de la tierra. Mientras la parte oeste se asoció con África y con el paradigma racial negro, la parte este se enunció en términos de su antítesis. En general, el proyecto de blanqueamiento pasó a través del indigenismo y del antihaitianismo: ambas modalidades no eran excluyentes, sino que funcionaban como discursos complementarios de la misma ideología de blanqueamiento. Las dos narrativas habían organizado la escritura de Sánchez Valverde y habían sido posteriormente rebatidas por Moreau de SaintMéry, condensando la disputa acontecida entre criollos, españoles y franceses en torno al valor de La Española a finales del siglo xviii. Más de 100 años después, Hazard actualizó la querella a través de una fuerte contraposición entre lo dominicano y lo haitiano. Dicho enfrentamiento moldeó, en buena medida, la historia cultural y científica de la República Dominicana. Si su relato se torna imprescindible para pensar la relación entre la literatura de viajes y el devenir de las ciencias sociales en el contexto dominicano, aunado fuertemente al indigenismo y a la arqueología, se debió en gran medida al diálogo establecido con el archivo criollo que lo precedió. Naturaleza En La naturaleza en disputa, Gabriela Nouzeilles propone distinguir tres etapas en la historia de las representaciones de la naturaleza americana. La primera corresponde al período de colonización de los Imperios español y portugués en América, en el cual la decodificación del paisaje está determinada por la tradición bíblica y el topos del lugar
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ameno de la Antigüedad clásica; a tal efecto, la naturaleza se representa como algo paradisiaco, benigno y bello. En la segunda etapa, enmarcada a partir de la Ilustración, el centro de poder se desplaza a Inglaterra y Francia y la representación de la naturaleza está dominada por las ciencias modernas, en particular, la historia natural. Es en este período cuando cobran auge los argumentos de Buffon sobre la inferioridad de la naturaleza americana, reactivados entre otros por Hume, Voltaire, el abate Raynal, Pauw y Hegel. La excepción dentro de esta genealogía sería Alexander von Humboldt, quien, como ha estudiado Mary L. Pratt, interpretó a América como naturaleza y espacio pródigo, inspirado en gran medida por los tropos de fertilidad y abundancia de los textos coloniales.13 La última etapa corresponde a la consolidación de Estados Unidos como potencia mundial, a partir de 1898, en la cual la concepción de la naturaleza está fuertemente mediada por el mercado (23-28). Las representaciones de Hazard sobre la naturaleza dominicana se desplazan desde las reinterpretaciones de Humboldt, en la segunda etapa, hasta la hegemonía del mercado propia del tercer período; pero en su caso particular, el referente directo no era el viajero prusiano que había visitado las Américas entre 1799 y 1804, sino, el criollo dominicano Antonio Sánchez Valverde. A diferencia de los relatos de viajes suramericanos, el texto de Humboldt sobre el Caribe, Ensayo político sobre la isla de Cuba, no reivindica el archipiélago en términos de naturaleza, sino, como se verá más adelante en la parte sobre Cuba, como cartografía. Antes de que la tradición imperial viajera, iniciada por Humboldt, reinterpretara América Latina como naturaleza, los criollos de la región se habían enfrascado en replicar la tesis de la inferioridad geográfica latinoamericana. Entre ellos, Sánchez Valverde con su Idea del valor de la Isla Española constituyó un caso pionero y, además, elocuente. La exaltación de la geografía oriental de la isla no solo contempló su condición física y natural, sino que moduló varios ejes simbóli-
13 A esta noción se le sumó, en palabras de Nouzeilles, una estética romántica del paisaje que postuló lo americano como lugar de revelación de lo sublime (26).
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cos, muchos de ellos ya utilizados por Sánchez Valverde. En primer lugar, Hazard reafirmó a la República Dominicana como cuna de la civilización americana y lugar fundacional del cristianismo en el “Nuevo Mundo”. El propósito de extender la frontera sur de los Estados Unidos y dominar un lugar estratégico dentro del mar Caribe apareció connotado, por tanto, con un fuerte matiz providencial. La isla adquirió en su relato un valor emblemático al representar el sitio que había dado origen al “descubrimiento” y a la conquista del continente. Incorporar la República Dominicana comprendía anexar un territorio con un fuerte significado simbólico para la historia del “Viejo” y del “Nuevo Mundo”: la primera colonia europea en América venía a representar, en palabras de Hazard, la tierra prometida del otro lado del Atlántico. A esto se sumaba la idea de una geografía que evocaba pasajes históricos asociados al “descubrimiento” y la conquista del “Nuevo Mundo”. A lo largo de su travesía, Hazard rememoraba las huellas de Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Nicolás de Ovando y Bartolomé de las Casas en La Española. De esa manera, la geografía devenía historia y cobraba sentido. Hazard insistía en que, a diferencia de otros territorios americanos, la República Dominicana contenía un pasado glorioso, testigo de innumerables acontecimientos históricos que la convertían en un territorio invaluable. Al transitar por estos parajes y reconstruir su historia colonial, el viajero conectaba su nombre a la larga genealogía de descubridores, cronistas y conquistadores españoles. Hazard no solo escribía su viaje, sino que, de algún modo, reescribía los viajes de los primeros colonizadores; no solo exploraba la isla, sino que repetía también sus exploraciones. Su propio libro quedaba inscrito dentro de la extensa tradición iniciada por Colón. Hazard reinterpretó, además, la zona oriental de la isla como un espacio geográfico desconectado de la industria y la tecnología, lo que le permitió representar la República Dominicana como una región que, después de más tres siglos de colonización, permanecía en estado virginal. La isla era, sobre todo, naturaleza (312). Una de las características más enfatizadas por Hazard era la desproporción entre las inmensas zonas de tierras y la falta de población en la parte española. La República Dominicana se perfilaba como una zona casi deshabita-
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da, un espacio geográfico vacío, a diferencia de la superpoblada región haitiana. Mientras la naturaleza de la isla se representaba como exceso, la población en cambio figuraba como vacío. La naturaleza como plétora implicaba necesariamente la entrada de la cultura encarnada en el proyecto imperial norteamericano, mientras que la falta de población funcionaba como recurso necesario para impulsar la inmigración desde los Estados Unidos. A pesar de esta aparente oposición, tanto las poblaciones como la naturaleza de la isla se representaron en estado potencial óptimo, provistas de excelentes posibilidades que solo necesitaban de la tecnología, la educación y las instituciones norteamericanas para ser transformadas en fuentes de rentabilidad económica y de ciudadanías (472). Hazard intervenía en el debate en torno a las categorías de naturaleza y cultura. En ese sentido, terminaba, como gran parte de la tradición imperialista, reduciendo los espacios coloniales a una total identificación con la naturaleza, mientras que los metropolitanos se leían a través del prisma de la cultura. Blanqueamiento En Black behind the Ears, Ginetta Candelario explora las relaciones entre imperio, nación y raza en la República Dominicana y propone que el indigenismo, entendido como ficción ideológica fundacional, encuentra en la literatura de viajes una de sus primeras formulaciones. Teniendo en cuenta a Hazard, señala: “An important precursor to this indigenista discourse were the travel narratives of Dominicans as ‘not black’ and as ‘the whites of the land’ that were created and circulated by foreign observers and assimilated into national discourses from the late nineteenth century into twentieth century” (38). Para Candelario, los viajeros decimonónicos se convirtieron en precursores del indigenismo en la isla, pioneros en la articulación de las narrativas de blanqueamiento que fueron posteriormente asimiladas dentro del discurso nacional. Sin embargo, la idea de pensar la literatura de viajes como antecedente del indigenismo dominicano termina por desplazar la historia
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cultural e intelectual criolla. Viajeros como Hazard no crearon estas narrativas, tampoco formularon por primera vez las categorías de not black y the whites of the land, sino que se reapropiaron de las expresiones usadas por los dominicanos para distinguirse de los haitianos. Cuando Hazard arriba a la isla en 1871, el indigenismo ya formaba parte de la literatura y del imaginario nacional dominicano. De hecho, desde finales del siglo xviii, letrados como Antonio Sánchez Valverde habían utilizado categorías como indo-hispano para definirse racialmente. En su libro, Hazard trabaja el blanqueamiento de la población a partir de la exaltación de las figuras del indígena y de los llamados blancos de la tierra en consonancia con las elites dominicanas. Al respecto, afirma: “All the inhabitants are a fine class of people, free and independent, though of different shades of colours; the majority being the native brown or creole white” (208; énfasis mío). Los términos native brown y creole white constituían los equivalentes del indígena y de los blancos de la tierra y buscaban homogenizar y blanquear a la población de la República Dominicana en relación con su contraparte haitiana. Como señalan Meindert Fennema y Troetje Loewenthal, ambas categorías se utilizaron para excluir el elemento negro: “Para distinguirse del negro-esclavo existieron dos sistemas de denominación, uno identificado con el blanco, ‘blancos de la tierra’ y otro que ya no tomaba al blanco como punto de referencia, pero que se identificaba, por lo menos en el nombre, con otra víctima del blanco, el indio” (29). Hazard tradujo y utilizó los términos articulados por los dominicanos para definirse racialmente frente a Haití. Dentro del nuevo contexto imperial, marcado por la ascendente hegemonía de los Estados Unidos, la literatura de viajes permitió diseminar, por su capacidad de circular en un amplio circuito, la ideología de blanqueamiento dentro y fuera de la tradición nacional, pero lo hizo, repito, en estrecha relación con el archivo criollo. Al identificar a la mayoría de la población con el paradigma racial blanco, Hazard convierte a la región en una zona fácilmente diferenciable de la haitiana y asimilable fenotípicamente a los Estados Unidos. Si, desde el paradigma racial norteamericano, los dominicanos no se correspondían con el término blanco, Hazard una vez en el trópico
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se contagia con las dinámicas del mestizaje y del mulataje e incorpora dentro de su terminología las categorías utilizadas por los dominicanos para definirse racialmente. El relato se organiza, por tanto, a partir de un paradigma racial ambivalente que revela las conexiones entre política y raza. Con el deseo de presentar un perfil dominicano mayoritariamente blanco, Hazard transgrede las taxonomías impuestas por los centros metropolitanos europeos y norteamericanos. En ese ejercicio, la categoría de raza se proyecta como un significante vacío e inestable que se reacomoda de acuerdo con los intereses políticos e imperiales. Más adelante en el relato, Hazard insiste en la idea: “It seems probable that more than nine-tenths, perhaps nineteen-twentieths, are native Dominicans. The others are first, coloured emigrants from the United States; secondly, European traders” (485). Para Hazard, diecinueve de cada veinte habitantes de la República Dominicana eran considerados nativos; por tanto, la población de la isla se identificaba en su gran totalidad con la “raza” indígena o con los llamados “blancos de la tierra”. Por otra parte, enfatizaba que uno de cada veinte habitantes encajaba en el perfil europeo o afroamericano. La población negra de la República Dominicana no solo quedaba reducida a un número extremadamente inferior, sino que además aparecía conectada a los inmigrantes afroamericanos que habían llegado de Norteamérica durante el período de integración haitiana bajo la presidencia de Boyer (199). Si los dominicanos no se correspondían con el prototipo racial blanco, no se debía a que la ascendencia africana predominara entre ellos, sino, a su herencia indígena. La retórica de blanqueamiento trabajada en el relato de Hazard estaba, además, en función de una estrecha relación entre raza y geografía; es decir, el proyecto de blanqueamiento encuentra diferentes articulaciones según la zona geográfica que el viajero visite. El centro o el interior de la isla se representa, por ejemplo, como la zona de mayor asentamiento de poblaciones blancas. Al respecto, Hazard afirma: “The population seems to consist more largely of pure white people than any place in which we have been, and the general character of the town and its people seemed, after a short acquaintance, to be of a superior nature” (316). Es precisamente esta región, comprendida
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entre las localidades de Mocha y Santiago, la que Hazard escoge como futura capital de la isla, teniendo en cuenta tanto el gran número de habitantes blancos como la importancia y fertilidad de sus tierras. El número de población blanca coincidía entonces no solo con la región más aislada del país, sino, también, con la de mayor índice de productividad. Sin embargo, cuando el viajero se aproxima a las zonas costeras, la tipología racial de la población se vuelve más inestable y las categorías raciales se tornan ambivalentes. A continuación, Hazard describe los asentamientos de habitantes localizados en los litorales del país: “The great majority, especially along the coast, are neither pure black nor pure white; they are mixed in every conceivable degree” (485). Mientras las costas se distinguían como las zonas del país donde predominaba la mezcla de raza, el interior se perfilaba como un espacio racialmente homogéneo. Esta correspondencia entre raza y geografía tenía importantes implicaciones para el proyecto de blanqueamiento defendido desde su libro. Al reservar el interior de la República Dominicana como un espacio dominado por la supremacía de la “raza blanca”, Hazard parecía sugerir que el verdadero perfil racial de la isla radicaba en el centro, ya que las costas, por su posición de frontera, habían sido alteradas racialmente dado el contacto y la mezcla con el exterior. La retórica de blanqueamiento cobra mayor fuerza en el relato a través de una fuerte contraposición entre lo dominicano y lo haitiano: si bien Hazard defendía la anexión de la República Dominicana a los Estados Unidos, se oponía abiertamente a la incorporación de Haití. Este cambio de posición marca el curso de su relato. A medida que la narración se desplaza de la República Dominicana para adentrarse en Haití, el contraste se agudiza, al punto de que la comparación entre ambos territorios se esboza en términos totalmente dicotómicos. Al respecto, el viajero señala: “Negro blood preponderates very largely in Hayti, but the pure negro of African type is not common even there. White blood preponderates largely in Dominica, but pure whites, in the popular sense of the word, are not numerous” (485). Si bien Haití se piensa en términos predominantemente negros, pero alejado del “tipo puro” que representaría el africano, la República Dominicana figura como dominantemente blanca, aunque sin encajar completa-
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mente dentro de esa categoría racial. Los términos “sangre negra” y “sangre blanca” son significativos y terminan por sugerir la inestabilidad conceptual de los paradigmas raciales.
Figura 1
Figura 2
La narrativa de blanqueamiento encuentra su correlato visual dentro del libro, en tanto Hazard incluye imágenes de figuras femeninas de origen haitiano y dominicano. Los dibujos buscaban consolidar los prototipos de ambos países. Mientras la dominicana (fig. 1) se representa más cercana al paradigma “racial blanco”, la haitiana (fig. 2) encarna el prototipo de la “raza negra”. Las distinciones, entre ambas, aparecen matizadas a través de la piel, pero, al mismo tiempo, es importante pensar en lo que acompaña a cada mujer y las resonancias que tienen dentro del proyecto anexionista de Hazard. La diferencia
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que va desde las frutas, en el caso de la dominicana, hasta el infante, en el de la haitiana, marca otro contrapunto significativo entre las dos naciones: mientras los dominicanos asentados en la parte más grande y fértil de la isla, ofrecían naturaleza, los haitianos, localizados en la región más pequeña y menos fecunda, estaban marcados por la superpoblación. Para Hazard, esta era otra notable diferencia que distanciaba la región oriental de la occidental de la isla: la República Dominicana aparecía como un territorio despoblado, Haití, por el contrario, padecía de superpoblación (411). Al detenerse en esta problemática, Candelario insiste en la manera en que la fuerte contraposición, entre los dominicanos y los haitianos, sale a relucir en el relato del viajero, al desplazarse entre las dos regiones de la isla. Junto a la fuerte diferenciación racial y el problema de la superpoblación, el viajero insistía en los criterios de civilización y barbarie, para definir lo dominicano frente a lo haitiano: los primeros eran esmerados en su hospitalidad, honestos, favorecían completamente los proyectos anexionistas y apoyaban la supremacía blanca; los haitianos, en cambio, se representaban como “bárbaros”, “salvajes” e “incivilizados” (56). Hazard reactualizaba, en gran medida, la confrontación entre lo español y lo francés, trabajada por Sánchez Valverde y Moreau de Saint-Méry en sus libros a finales del siglo xviii, pero la presentaba bajo el prisma de lo dominicano y lo haitiano. El proyecto anexionista esbozado en Santo Domingo se entrecruzaba con el discurso nacional dominicano, en la medida en que ambos se erigieron en base al blanqueamiento de la población. Tanto para el proyecto imperial como para el de orientación nacional, el discurso antihaitiano e indigenista se filtraba a través del uso de las categorías raciales indio y blanco de la tierra y de la fuerte oposición entre las dos partes de la isla. Dicha contraposición afianzó una línea de pensamiento que perdura hasta el presente y que interpreta las relaciones entre lo haitiano y lo dominicano utilizando África y España como patrones de referencia. Textos como Historia de la cuestión fronteriza domínico-haitiana (1988) de Manuel Arturo Peña Batlle y La isla al revés (1983) de Joaquín Balaguer, por ejemplo, ocuparían un lugar prominente dentro de esa tradición intelectual. Ambos se convirtieron, siguiendo a Néstor E.
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Rodríguez, en exponentes de un nacionalismo eminentemente hispanófilo (23-78).14 En ese sentido, España y África se constituyeron en modelos para meditar los problemas de fronteras entre los territorios haitiano y dominicano y sus políticas raciales. Las correspondencias culturales entre la República Dominicana y España legitimaban la parte oriental de la isla dentro paradigma racial blanco y dentro del arquetipo de la “civilización occidental”, mientras que Haití ocupaba el lugar de África por las semejanzas raciales. Dentro de esta fuerte tendencia hispanófila, el indigenismo permitió, tanto a Hazard como a las elites criollas, justificar los diversos grados de mulataje de los dominicanos: el color bronceado se conectaba no con el africano, sino con el indígena. La suerte del indigenismo estaba echada.
14 Para un estudio sobre el legado antihaitiano en el siglo xx y su relación con los intelectuales de la era de Trujillo, recomiendo Escrituras de desencuentro en la República Dominicana de Rodríguez.
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CAPÍTULO 2
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Uno de los debates más interesantes, dentro de los estudios literarios y culturales dominicanos del siglo xix, se relaciona con el tema de cuándo surge el indigenismo y por qué cobra tanta fuerza si la cultura aborigen había sido prácticamente erradicada. ¿Fue una reacción frente a la reanexión a España entre 1861 y 1865? ¿Formó parte de una respuesta racial y cultural de las elites letradas debido a la presencia haitiana en el período de 1822 a 1844? ¿O, por el contrario, se trató de una resolución simbólica frente a España y Haití al mismo tiempo? En general, hay dos posiciones muy diferenciadas: una primera, encabezada por Max Henríquez Ureña, quien postula que la literatura indigenista dominicana prolifera después de 1861 y es resultado de la confrontación política y militar sostenida contra España en esos años; y una segunda posición, defendida por Sibylle Fischer, quien presenta al indigenismo como una negación no de España, sino de Haití. En su Panorama histórico de la literatura dominicana, Henríquez Ureña piensa la literatura indigenista dominicana como un fenómeno literario que florece al inicio de la Guerra de Restauración contra España. Desde su punto de vista, la literatura indigenista en general formó parte de un vasto programa de independencia cultural y litera-
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ria, llevado a cabo por las elites letradas latinoamericanas, después de las gestas emancipadoras del continente contra el Imperio español. Si en la América continental los letrados habían apostado por el indigenismo a partir de la década de 1820, en la República Dominicana este se iniciaba en 1861 y alcanzaba su máximo esplendor entre los años 1870 y 1890 (2, 279). En ese sentido, Henríquez Ureña insertaba el indigenismo dominicano dentro del movimiento indigenista continental, sin tener en cuenta el contexto local. Esta corriente literaria cumplía, para el letrado, una función eminentemente política frente a España. Para acentuar esta idea, Henríquez Ureña afirmaba que la producción indigenista previa a 1861 en la República Dominicana debía ser considerada como antecedente y no como parte del mismo movimiento, porque estas primeras intervenciones eran de corte folclórico y pintoresco, sin una intención política (2, 281). Henríquez Ureña terminaba por cancelar la existencia del indigenismo dominicano antes de 1861. En Modernity Disavowed, Fischer, por su parte, propone que el indigenismo fue resultado de la experiencia histórica compartida con Haití. Siguiendo sus ideas, el indigenismo constituyó una ideología complementaria al hispanismo, en tanto reforzaba el lugar de España dentro del imaginario cultural insular. Su lugar en la historia intelectual y cultural dominicana estaba vinculado a la necesidad de suprimir cualquier referencia al proyecto de modernidad encarnado por la República haitiana (155-168). Mientras Henríquez Ureña definía el fenómeno del indigenismo en función de la lucha anticolonial española y terminaba en esa dirección escamoteando el enfrentamiento dominicano-haitiano, Fischer repiensa la problemática tomando en cuenta los efectos de las intervenciones haitianas. La idea del indigenismo, como una ideología complementaria al hispanismo, podría conllevar a reducir la historia intelectual, cultural y política dominicana del siglo xix solamente al conflicto con Haití y marginar una tradición colonial más extensa que la misma haitiana. Si bien el indigenismo en la isla pasaba, en buena parte, a través del hispanismo como núcleo cultural, este elemento coexistía con un sentimiento antiespañol exacerbado; es decir, lo hispánico no cancelaba lo que había de antiespañol en el indigenismo. La tensión entre un
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indigenismo, nutrido del acervo cultural hispánico como vía diferenciadora de Haití y portador, al mismo tiempo, de una agenda política antiespañola, está en el centro mismo del movimiento literario. Baste revisar algunos poemas de dos de los más importantes cultivadores del indigenismo en la República Dominicana, Francisco Javier Angulo Guridi y José Joaquín Pérez, para ver cómo lo antiespañol, también, funcionó como una referencia clave dentro del imaginario indigenista.1 Más que apuntar hacia una dirección u otra, la clave estaría en encontrar una síntesis de ambas posiciones. El movimiento literario indigenista, fraguado en el siglo xix, en la República Dominicana, sería entonces una respuesta simbólica no solo a la reanexión a España en 1861, sino, además, a las difíciles relaciones políticas, étnicas y raciales con la República haitiana y a los subsecuentes intentos de ocupar la región oriental por parte de Haití, después de 1844. La figura del indígena permitía articular esta doble interacción entre España y Haití: escapar, al mismo tiempo, de la herencia hispánica y del legado africano. Como afirma Manuel A. García Arévalo, entre mediados y finales del siglo xix, se produjo en la República Dominicana el movimiento indigenista. Esta corriente literaria fue resultado de una profunda reevaluación del pasado autóctono y respondió a un propósito político frente a las dominaciones de Haití y de España. Al definirse como “indios”, los dominicanos utilizaban una categoría racial que les permitía afirmar una identidad nacional propia, en contraposición a los términos mulato y pardo. El indigenismo funcionó como una fórmula unificadora que reemplazaba los conceptos divisionistas y antagónicos de africanismo e hispanidad (“El indigenismo dominicano” 90-95). Pero es posible, además, determinar las conexiones del indigenismo tanto con España como con Haití a partir de las maneras en que
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Angulo Guridi no solo fue uno de los primeros cultivadores del indigenismo en la República Dominicana, sino que, además, llegó a alcanzar el grado de coronel en la Guerra de Restauración contra España. De él se puede revisar Poesías e Iguaniona. De Pérez destacan “Soneto”, escrito en 1861, a raíz de la anexión a España; “16 de agosto”, compuesto en 1863, al comienzo de la Guerra de Restauración y “Cuba y Puerto Rico” de 1873; estos poemas aparecen en Fantasías indígenas.
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los términos indohispano e indio circularon dentro del imaginario y la literatura dominicana. Al utilizar Antonio Sánchez Valverde, en Idea del valor de la Isla Española, el vocablo indohispano, para referirse a los criollos dominicanos a finales del siglo xviii, revela que, varias décadas antes de la reanexión a España en 1861, los descendientes de españoles en la isla habían empleado dicha categoría para definirse racial y étnicamente, pero no en relación con España, de la que se enorgullecían de ser colonia, sino frente a la futura Haití. Así pues, el libro de Sánchez Valverde y de otros viajeros, como Médéric Louis Élie Moreau de Saint-Méry, muestran que, si bien el indigenismo como movimiento literario se consolidó en la segunda mitad del siglo xix, su ascenso en la República Dominicana fue el resultado no solo de una intensa actividad literaria ocurrida en ese período, sino también de coyunturas históricas y coloniales específicas. Cuando textos como Fantasías indígenas (1877) de Pérez y Enriquillo (1882) de Manuel Galván, reivindicados por Henríquez Ureña como los máximos exponentes del indigenismo en la isla, se publican, existía ya una genealogía intelectual que había apostado por la figura indígena. Por otra parte, el hecho de que el término indohispano, utilizado por Sánchez Valverde, se pierda en la literatura indigenista decimonónica dominicana y se sustituya por el de indígena revela un movimiento importante acontecido dentro del imaginario nacional. Ya para mediados del siglo xix, los criollos dominicanos habían dejado de identificarse como indohispanos para denominarse “indios”. En ese sentido, parecería no haber cabida para un pacto entre lo indígena y lo español en el presente decimonónico. La expulsión del término hispano contemplaba, en gran medida, la reacción que significó la literatura indigenista del siglo xix frente a España. La forma en que ambos términos circuló evidencia las complicidades y los cruces entre los discursos indigenista y antihaitiano en el imaginario dominicano. La articulación del indigenismo dependió, en gran medida, del antihaitianismo. En ese sentido, la literatura indigenista, cultivada por los letrados decimonónicos en el siglo xix, constituyó una reflexión sobre el presente dominicano y el imaginario racial deseado para la nación. Como movimiento cultural y político,
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el indigenismo fue central en la consolidación de las ciencias sociales y sentó las bases que luego fueron utilizadas por la arqueología, una vez institucionalizada.
Narrativas indigenistas Uno de los grandes desafíos de las elites letradas dominicanas del siglo xix consistió en postular el indigenismo como parte esencial del imaginario dominicano. En una región donde la población aborigen había sido exterminada en las primeras décadas de la colonización, la cuestión radicaba en cómo lograr la identificación entre la aniquilada comunidad y los dominicanos o, dicho en otros términos, cómo postular una identidad indígena sin la herencia étnica necesaria. Tal vez, la misma ausencia propició la incorporación del indígena como metáfora de la identidad nacional y facilitó el proceso de identificación por parte de los dominicanos. La recuperación era posible precisamente porque el indígena había sido completamente extinguido y era, por tanto, rescatable dentro de la cultura nacional. De ahí que la literatura, con su capacidad persuasiva, se convirtiera en un vehículo fundamental y postulara varias narrativas que permitieron convertir al indigenismo en parte del imaginario nacional. La primera de estas narrativas implicó la idealización y sublimación del pasado aborigen. La exaltación de los héroes autóctonos y su identificación con la patria constituyeron dos elementos claves para producir la necesaria identificación. Desde Bohechío hasta Caonabo, Guacanagaríx, Guarionex, Hatuey y Bonao circularon en la literatura indigenista como los héroes de la nación. Francisco Javier Angulo Guridi, por ejemplo, creó una genealogía filial para los dominicanos que se remontaba a la figura de Hatuey en su “Himno patriótico”. Escrito una vez finalizada la Guerra de Restauración, en 1865, el poema comienza de la siguiente manera: “¡Nobles hijos de Hatuey! Ya partieron / las de Iberia soberbias legiones, / conduciendo en sus viejos pendones / mil recuerdos de vuestro valor” (Poesías e Iguaniona 354). El aguerrido Hatuey, quien se había convertido en uno los primeros símbolos de resistencia contra la dominación
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imperial española, llegó a encarnar la figura del padre espiritual de los dominicanos. Es difícil encontrar, en la literatura dominicana decimonónica, pasajes referidos a José Núñez de Cáceres, a Juan Pablo Duarte y a Gregorio Luperón, sus nombres han sido reemplazados por los héroes indígenas. En su poema “El nuevo indígena”, José Joaquín Pérez, el más aclamado poeta indigenista en la isla, insistió en la identificación entre el criollo y el indígena. En este caso, en particular, la conexión traspasa las fronteras dominicanas para contemplar las del continente americano: Ese es Guatimozín, es Moctezuma, / es Hatuey, es Caonabo, es Enriquillo; es el que lleva toda un alma ruda / evocada del fondo de un abismo. / Y al encarnarla, se transforma y crece, porque a la injusta iniquidad antigua / se une la nueva iniquidad, que extiende / su insaciable, su impúdica codicia. / ¡Ese es el de la gloria de Ayacucho; / el que en México un trono vil sepulta; / el que nos dio de Capotillo el triunfo; / el que su nombre inmortaliza en Cuba! / Y Europa, la vetusta madre estéril, / que el vigor de ora sabia necesita, sin más fe en sus conquistas, ¡caerá débil, / ante ese nuevo gladiador vencida! (Fantasías indígenas 321-322)
Como se entrevé en la cita, el hablante lírico utiliza los nombres de importantes héroes indígenas para referirse al sujeto americanodominicano del siglo xix. El rasgo distintivo del “nuevo indígena” no se erigía a partir de la diferencia racial, sino que era resultado de la injusticia. El indigenismo respondía, más que a un llamado biológico, a una coyuntura de inequidad social e histórica. El poema sugiere la idea de una regeneración indígena, es decir, de un nuevo sujeto aborigen reencarnado en el presente dominicano y americano. El imaginario de la nación dependió, en gran medida, de la articulación de un panteón de héroes que no pasó solamente por una relación con lo masculino, sino que se extendió a su contraparte femenina. Iguaniona y Anacaona son dos ejemplos recurrentes de figuras femeninas que se enfrentan al poder imperial español dentro de la literatura indigenista dominicana. En el drama Iguaniona (1867) de Javier Angulo Guridi, la protagonista no solo es la mensajera del
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cacique Guarionex, sino que, además, es la encargada de unificar las diversas legiones indígenas en la guerra que se avecina contra los españoles. Iguaniona deshace personalmente el pacto de amistad y de paz entre Guarionex y Bartolomé Colón, al mostrarle al cacique las atrocidades cometidas por los europeos: primero, el encierro de Caonabo y, segundo, la violación de Betma, esposa de Guarionex. Al final del drama, Iguaniona prefiere quitarse la vida antes de convertirse en sierva de los españoles. En “El voto de Anacaona”, Pérez utiliza la figura de la indígena como protagonista de su composición. Anacaona, quien había sido asesinada por el gobernador español Nicolás de Ovando en 1513, promete inmolar a su hija a los dioses con el objetivo de ganar la guerra contra los españoles.2 La segunda de las narrativas se consolidó a partir de la idea de los españoles buenos y los españoles malos. La fuerte oposición entre los peninsulares engrosó gran parte del archivo indigenista dominicano del siglo xix, desde La fantasma de Higüey (1857) de Angulo Guridi hasta “La bella Catalina” (1877) de Apolinar Tejera.3 Dicha narrativa permitió rescatar una parte importante del legado español, a pesar del fuerte antagonismo que defendió el indigenismo frente a España y sus políticas coloniales en el continente americano. A través de esta doble fantasía, se podían condenar las atrocidades cometidas contra los indígenas, sin empañar figuras cimeras como los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, Cristóbal Colón y Bartolomé de las Casas, entre otros. En poemas como “El junco verde”, con el que se inicia Fantasías indígenas de Pérez, Colón no solo se convierte en
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Para un análisis detallado sobre Iguaniona de Angulo Guridi y sobre el lugar de la mujer en el canon literario dominicano, incluyendo el caso de Anacaona, recomiendo Las madres de la patria de Catharina V. Vallejo. Entre las reescrituras más importantes sobre la figura de Anacaona se destaca, además, el texto de Salomé Ureña, Anacaona. Estos no son los únicos textos donde se presenta la idea de los españoles malos y los españoles buenos, sino que se extiende a intervenciones ya mencionadas como Iguaniona de Angulo Guridi y Anacaona de Ureña. Sobre la idea de los españoles buenos y los españoles malos, se puede consultar Modernity Disavowed de Sibylle Fischer, 163.
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un aliado de los aborígenes, sino que, además, aparece como víctima de los propios españoles.4 Esta no era la primera vez que se trabajaba la oposición entre los españoles buenos y los españoles malos dentro del canon dominicano, sino que ya formaba parte del imaginario criollo de los siglos anteriores. En Idea del valor de la Isla Española, Sánchez Valverde había formulado dicha contraposición. Al recontar la historia de los primeros años de colonización, el criollo insistía en que el abandono de la isla había sido resultado del destino trágico de Colón y de la muerte de sus principales protectores, los Reyes Católicos. Con la destitución de Colón, habían llegado a la isla, primero, Francisco de Bobadilla y, posteriormente, Nicolás de Ovando. Ambos figuraban en el texto como responsables del exterminio de los aborígenes, el segundo, como ya indiqué, había ocasionado la muerte de la célebre Anacaona y sus vasallos, por lo cual la reina Isabel había determinado castigarlo (105106). Al fallecer la monarca española, a quien el libro reconocía como la principal veladora del progreso material de la colonia, no solo las poblaciones indígenas habían quedado en el mayor desamparo, sino la propia isla había sido condenada al olvido y la indiferencia. Con la idea de los españoles buenos y los españoles malos, Sánchez Valverde buscaba reivindicar a los monarcas y exaltar su afán de justicia al castigar a los responsables de las masacres aborígenes, pero, sobre todo, intentaba afianzar el pacto colonial entre España y Santo Domingo, a finales del siglo xviii, a partir de una alianza simbólica entre los reyes y los indígenas. La pregunta que se impone entonces es qué función cumplió la narrativa de los españoles buenos y los españoles malos en la literatura indigenista decimonónica, especialmente, después de la independen-
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El poema se inserta en esa narrativa y propone, además, una relación sentimental entre Colón y la tierra dominicana: tras su regreso a Europa y en el momento de su muerte, el recuerdo más preciado que atesora Colón no es el codiciado oro americano, sino un junco. El poema de Pérez lleva por epígrafe una entrada del diario de Colón, fechada justo el día antes de encontrar tierra. El junco representa, en gran medida, la esperanza de salvación para la tripulación y se convierte en sinónimo del nuevo continente.
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cia definitiva de España en 1865. Si una de las lecturas posibles del indigenismo consiste en que funciona como respuesta al colonialismo español, cómo entender la idea de una alianza entre los reyes y los súbditos y qué podría haber cambiado del pasaje fundacional de Sánchez Valverde a la literatura indigenista del xix. De acuerdo con Fischer, la noción de los españoles buenos y los españoles malos evidencia la manera en que el indigenismo decimonónico constituyó una ideología complementaria al hispanismo; en ese sentido, condensa en gran medida el proyecto hispanizante del movimiento literario (163). A la propuesta de Fischer, es posible añadir otra: en los textos indigenistas del xix, la alianza entre lo indígena y lo español solo es posible en el pasado, su recreación en el presente decimonónico cumplía una función que sobrepasaba la idea de un pacto entre la antigua colonia y su metrópolis. La narrativa del español bueno y del español malo encontraba su fundamento en la idea del indio bueno y del indio malo. La literatura indigenista incorporó al primero como modelo, pero terminó expulsando al segundo, casi siempre de origen caribe y cifrado por los signos de la violencia y el canibalismo. De esa manera, a la idea del español bueno, se superpuso la del indio generoso, compasivo y piadoso, mientras que, a la noción del español malo, sobrevino la del indio de igual naturaleza. El imaginario y la literatura indigenista decimonónica necesitaron de esta oposición para distinguir cuál era la tradición aborigen asimilable dentro de la narrativa nacional. Las elites letradas favorecieron la representación del indio noble y dócil como metáfora de la identidad nacional. Junto a la tercera narrativa del indio bueno y del indio malo, se erigió otra, de igual importancia, que insistió en el topos del indígena noble. La mayoría de los protagonistas pertenece a la nobleza aborigen, son los caciques, reyes de las diversas regiones de la isla, o sus descendientes. La figura del indio noble permitía crear una génesis insigne para la nación y aseguraba una genealogía filial entre los reyes indígenas y los dominicanos. Al contemplar el origen ilustre de muchos de sus protagonistas, la literatura indigenista enfatizó no solo el abolengo y la genealogía de sus personajes, sino, también, la integridad moral de su carácter. La cuarta narrativa indigenista, basada entonces en la idea del indígena noble, constituyó además la contraparte de la
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nobleza española. Si bien los Reyes Católicos no aparecen directamente representados, su linaje se filtra a través de personajes cercanos a los monarcas y de una intachable estatura moral. A los personajes de abolengo o de importancia histórica como Colón y Las Casas, corresponden entonces los representantes de la nobleza indígena. Por último, la quinta de las narrativas cobraba forma a partir de la idea del indio como vasallo del amor. Uno de los componentes de la literatura indigenista consistió en formular una estrecha relación entre eros y política. Si bien muchos de los textos se basan en la reescritura de las crónicas coloniales de los primeros momentos de la conquista, estos aparecen acompañados, además, de una trama amorosa que define, en gran medida, el alcance político de los mismos. En la mayoría de ellos, es posible encontrar una pareja que funciona como fundacional o, por lo contrario, en detrimento de la futura nación. Esta última narrativa llega a su clímax cuando el propio indígena renuncia a su libertad para convertirse en vasallo del amor, como es el caso de Tuizlo en La fantasma de Higuey. En las próximas secciones, exploro la forma en que las narrativas del indio como vasallo del amor e indios buenos e indios malos circulan dentro de “La bella Catalina” de Apolinar Tejera, “Flor de Palma, o La fugitiva de Borinquén” (1877) de Pérez y La fantasma de Higüey de Angulo Guridi. Junto al uso de las narrativas indigenistas, me interesa la manera en que estos textos se insertan dentro del género literario de las tradiciones. La literatura decimonónica dominicana entabló una relación cercana con este formato, en tanto los letrados del país privilegiaron su uso por encima de los cuadros de costumbres. Lo hicieron no solo para postular el indigenismo como metáfora de la identidad nacional, sino para abordar, también, la historia de las relaciones entre haitianos y dominicanos, como fue el caso del escritor César Nicolás Penson en “Las vírgenes de Galindo” (1891). Desde el lugar de la literatura, las tradiciones funcionaron como una arqueología del pasado. En un país donde se privilegió esa disciplina como ciencia social, los letrados decimonónicos apostaron por formas literarias con una estrecha vinculación con la historia. A pesar de su referencia al pasado, las tradiciones tenían por objeto el presente dominicano y muchas veces, tras la retórica del indigenismo, emergía el antihaitianismo.
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El indio como vasallo del amor Escrita en 1857, La fantasma de Higüey de Francisco Javier Angulo Guridi condensa los principales ejes conceptuales del movimiento literario indigenista en la segunda mitad del siglo xix y es, probablemente, la narración que con mayor insistencia elabora la idea del indígena como vasallo del amor. El texto se remonta al año 1656 y recopila una leyenda oral dominicana basada en la historia del noble y valiente indígena Tuizlo, descendiente del cacique Cayacoa, quien pasa a ser protegido de don Ricardo, después de que en un enfrentamiento con los españoles es abandonado por su propia comunidad y capturado por las fuerzas españolas. En el momento en que está a punto de ser enviado a las minas a realizar trabajos forzados, don Ricardo decide ampararlo y ponerlo bajo su cuidado. De ahí surge una alianza afectiva y sentimental entre el indígena y el español que se fortalece a lo largo del texto. Don Ricardo, veterano de Felipe V y representante de la hidalguía castellana, se convierte en una especie de padre y protector de Tuizlo, tras haberlo salvado de una muerte segura. Pero, no solo don Ricardo salva a Tuizlo, sino que el noble indígena libra a su benefactor de la muerte cuando un grupo de indígenas decide rescatarlo y está a punto de asesinar a don Ricardo. Tuizlo se niega a regresar con su padre: en cada aniversario de su captura, el cacique Cayacoa envía numerosas ofrendas para persuadir a Tuizlo de que vuelva a la península de Samaná, pero, este no lo hace con el pretexto de no avergonzar a los que lo traicionaron. La generosidad de don Ricardo ha formado en Tuizlo nuevos lazos filiares: el padre indígena es reemplazado por el padre español. De todos estos pormenores nos enteramos al comienzo de la narración, cuando Tuizlo, don Ricardo y su hija Isabela viajan a bordo de un bergantín rumbo a la isla de Puerto Rico. Con ellos se encuentra además el fraile Cayetano, quien no es realmente un religioso, sino un exmilitar que ha llegado a la isla tras haber usurpado la identidad de un fraile. Este descubre el amor que se profesan Tuizlo e Isabela y, movido por la pasión que la joven le inspira, comienza a fraguar un plan para desacreditar al indígena ante los ojos de don Ricardo. En medio de la travesía son asaltados en la noche por el temible pirata inglés Morgan. Atemorizada toda la tripulación por la presencia del pirata, Tuizlo es el único que tiene la
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valentía de enfrentársele. A cambio de salvar la vida de don Ricardo y de su amada Isabela, el noble indígena no duda en ofrecer a Morgan las riquezas del reino de su padre en Samaná. Pero el pirata, admirado por el arrojo y la virtud de Tuizlo, no acepta la oferta y se conforma con una pequeña retribución para sus hombres. La narración concluye con las intrigas planeadas por el falso fraile, con las que logra engañar no solo a Tuizlo, sino también a Lidia, la hija del pirata. A pesar de haber quedado cautivada por el noble indígena, esta termina asesinándolo en un acto de confusión provocado por Cayetano. A raíz de la muerte de Tuizlo, don Ricardo enferma, Isabela enloquece y Lidia se convierte en la fantasma de Higüey, quien pena eternamente por el asesinato del indígena. Hay varias cuestiones que salen a relucir a lo largo de la narración. La primera tiene que ver con el debate sobre la servidumbre del indígena. El tema se filtra a través de una tensa conversación entre Cayetano y Tuizlo. El primero acusa al segundo de ser siervo de don Ricardo por haber sido hecho prisionero por él; de acuerdo con el supuesto fraile, la condición de súbdito de Tuizlo le impide enamorarse de la hija de su amo. Este, a su vez, se niega a reconocerse como siervo, pero, termina por afirmarse como vasallo del amor: “Siervo soy; pero siervo voluntario” (59). Tuizlo permanece junto a don Ricardo no solo por la deuda de amistad que le tiene a su protector, sino, además, por el amor que siente hacia Isabela. Si bien el indígena se niega a admitir su servidumbre, no duda en reconocerse como vasallo del amor. La discusión sobre su vasallaje amoroso tiene notables repercusiones para la reinterpretación del proyecto colonial español en el siglo xix: este no pasa a través de la subyugación y la sumisión, sino del amor y la amistad.5 En ese sentido, el tema de la servidumbre indígena aparece trabajado bajo el paradigma de la amistad con don Ricardo y se enuncia en términos del amor cortés con Isabela, una tradición de largo alcance en la literatura, que piensa las relaciones entre la dama y el caballero a través del topos del vasallaje. La sustitución es funda-
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La amistad entre el indígena y el español se afianza a partir de la traición de sus semejantes. Mientras Tuizlo es abandonado por su propia comunidad indígena en el campo de batalla, don Ricardo es engañado por Cayetano.
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mental para consolidar la figura del indígena dentro del imaginario nacional dominicano, en la medida en que la dominación aparece planteada de forma voluntaria: el eros reemplaza la política colonial y se convierte en fundamento de la nación. El personaje de Tuizlo tiene muchísimas semejanzas con otro mucho más conocido de la literatura caribeña: Sab. Al igual que el protagonista de la novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Tuizlo reconoce su vasallaje afectivo, no es un siervo legal, sino por voluntad. Del mismo modo que Sab, Tuizlo se enamora de su ama blanca y renuncia a convertirse en un hombre libre, prefiere seguir sujeto a la esclavitud por amor. Ambos tienen linaje noble: el primero es hijo de una princesa africana y el segundo, como ya mencioné, es el heredero del cacique Cayacoa. Mientras Sab ha crecido junto a Carlota, Tuizlo lo ha hecho junto a Isabela; pero, a diferencia de la criolla Carlota, Isabela, a quien el texto no especifica como española o criolla, ama al indio por sus inmensas virtudes. Si bien en la novela antiesclavista no hay futuro para el ama blanca y el esclavo negro, en la narración indigenista Isabela confiesa sus sentimientos por el indígena. A diferencia de Sab y Carlota, el amor entre Tuizlo e Isabela es posible: su posibilidad reside no solo en la ausencia del aborigen en la República Dominicana, a diferencia de la presencia del esclavo y de las poblaciones negras en Cuba, sino, además, en la necesidad de reivindicar al indígena para la futura nación. La idea del vasallaje amoroso implicó también una discusión sobre la supuesta condición salvaje del indio. Incorporar al indígena en el imaginario nacional conllevó cuestionar los fundamentos que lo definían como bárbaro en gran parte de los discursos coloniales. Las características físicas y morales más sobresalientes de Tuizlo son la sensibilidad, el gusto por la soledad, el ingenio, la locuacidad y la belleza física.6 Tuizlo aparece en el texto no solo como un indígena de noble
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Frente a la supuesta condición de salvaje de Tuizlo, se alza su facundia. En innumerables diálogos y monólogos, Tuizlo muestra su elegancia retórica. Si salva a su protector y a Isabela, se debe a sus destrezas verbales; gracias a ellas había convencido, primero, a los indígenas y, segundo, al pirata Morgan. Este último admira a Tuizlo no solo por su valentía, sino por su facilidad de palabras.
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abolengo, sino además como sujeto de sentimiento, marcado por un exceso de melancolía: “Hubiérase dicho por otros que no le conocieran que Tuizlo […] estaba encargado de representar elocuentemente la estatua del dolor” (42). Ahora bien, su melancolía no era resultado, como en Sab, de las lecturas románticas, sino, paradójicamente, una consecuencia de su condición de “salvaje”: Su fisonomía era suave y apacible, bañada por ese tinte melancólico y esa dulzura indefinible que caracteriza al salvaje de las regiones intertropicales, a través de la cual irradia el sentimentalismo verdadero; pero su mirada la contrastaba poderosamente, porque era viva como la luz del rayo y era altiva y como tal, símbolo de un alma indomable, que orgullosa de sí misma jamás está dispuesta a transigir con las grandes alternativas de la vida. (38)
La condición de “salvaje” aparece conectada a un exceso de sensibilidad y dulzura, propio de los aborígenes antillanos; el narrador sugiere que la naturaleza “salvaje” del indio en la región tropical estaba asociada a una profusión de melancolía y ternura. La marca de la “barbarie” terminaba irónicamente convirtiéndolo en un héroe romántico decimonónico que, como indica el final de la cita, hacía gala de un alma indomable. El propio Tuizlo utilizaba, al menos en tres ocasiones, el término salvaje con que el discurso colonial lo definía y clasificaba: “¡El padre de Isabela me ha hablado muchas veces de la hidalguía castellana y no querrá mancillarla ahora atropellando al que, si nació salvaje, sabe sin embargo apreciarla tanto como él!” (61). Más adelante, afirmaba: “Pero mi alma […] el alma de un salvaje” (73), y “¡el alma de este salvaje no te amaría con la incomparable ternura que te ama!” (75). Si bien hacía uso del término, el mismo parecía contradecir en cada ocasión el significado fijado por los discursos imperiales de dominación. Reconociéndose salvaje, Tuizlo no dejaba de apreciar los valores de la hidalguía castellana y de practicarlos, no dejaba tampoco de admitir que poseía un alma excesivamente sensible y de demostrarlo, pero, sobre todo, no dejaba de amar intensamente a Isabela. Si bien el término salvaje circulaba dentro del texto en boca del narrador y del propio
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Tuizlo, la manera en que este último aparecía definido cuestionaba los fundamentos del discurso colonial. En uno de los momentos en que con mayor intensidad se aborda esta problemática, Tuizlo alega: Mi origen, Isabela, es puro como el sol; un indio bien puede ser noble a par de un castellano, pues el haber nacido en latitudes diferentes y tener por esta razón la piel más o menos blanca no se opone en manera alguna a un nacimiento distinguido, que solo difiere relativamente de cualquier otro pero que en la esencia es uno. (73)
Al intentar saldar la distancia que lo separaba de Isabela, Tuizlo no dudaba en comparar al sujeto indígena con el español, cuestionando de esa manera el determinismo geográfico y la superioridad racial europea. Al reivindicar la nobleza de la “raza” aborigen a la par de la española, el texto ennoblecía la cultura que se convertiría para los letrados del siglo xix en fundamento de la nación, tanto desde la literatura como desde la arqueología. Su contraposición con Cayetano funcionaba como una manera de afirmar su superioridad moral frente al europeo y de cuestionar su supuesta condición de salvaje. Mientras en Cayetano Isabela despertaba solo la pasión carnal, en Tuizlo hacía enardecer la virtud. Al respecto, el indígena le confiesa a su amada: “Te amo desde antes de conocerte; porque tú eres la virtud y la virtud es mi deidad” (75). La oposición entre Cayetano y Tuizlo no se reduce a los diversos sentimientos que Isabela provoca en ambos, sino a que el primero termina representando las fuerzas del mal dentro del texto al desencadenar el final trágico de cada uno de los personajes, mientras el segundo escenifica la integridad y la honradez. La prueba de que se intentaba enaltecer al indígena salía a relucir, además, en las innumerables ocasiones en que el narrador intervenía tan solo con el propósito de definir a Tuizlo. Ya avanzada la trama, insiste: Hermoso como el Apolo de Belvedere, Tuizlo parecía más que un ser humano un genio del Olimpo: la soledad misma que le rodeaba contri-
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buía a darle una apariencia semi-divina, haciendo recordar esas figuras colosales que se veían en los senadores de la Antigua Grecia y que se veneraban como inspiraciones sagradas de sus genios. Para comprender de una vez lo que era Tuizlo baste saber que este nombre significaba en su idioma Flor única (Tuit-thilo) y que solo se daba en las familias a las más lindas hembras. (94; énfasis en el original)
La forma en que la cita anterior cierra da cuenta del ejercicio sistemático en que incurre el narrador al tratar, una y otra vez, de describir la naturaleza de Tuizlo. Después de varios intentos y de haberlo comparado con las figuras de los dioses griegos, el narrador recurre al simbolismo de su nombre para evidenciar su nobleza y belleza. Su acentuada melancolía, su dulzura y su semejanza a una mujer terminan por colocarlo en la posición del indio dócil más fácil de moldear y domesticar dentro del imaginario nacional. La lealtad y el amor de Tuizlo hacia don Ricardo e Isabela revelan las implicaciones del indigenismo en el siglo xix dominicano. Tuizlo ofrece las riquezas del reino de su padre en dos ocasiones a cambio de salvar la vida de ambos: la primera vez, cuando Morgan acaba de asaltar el bergantín y está a punto de asesinarlos; la segunda, cuando, engañado por Cayetano, le promete oro al supuesto fraile con el objetivo de salvar a Isabela de Morgan. El oro indígena se convierte en la base de la negociación de las vidas españolas. Tuizlo no escatima en deshacer la fortuna de su padre y de la comunidad indígena con tal de salvar a su familia adoptiva. Su fidelidad ya no apunta a sus progenitores y semejantes, sino que pasa a través de una alianza con los descendientes de los conquistadores. El pacto de amistad entre Tuizlo y don Ricardo y el amor entre el indígena e Isabela hacían posible que el presente decimonónico dominicano se definiera cultural y étnicamente en términos hispánicos. Indios buenos e indios malos En 1877, Apolinar Tejera publicó la tradición “La bella Catalina” en el periódico dominicano El País. Su texto fue recopilado posteriormente
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por Emilio Rodríguez Demorizi junto a otras tradiciones del siglo xix, como “La campana del Higo” y “La Ciguapa” de Francisco Javier Angulo Guridi, “La profecía” de José Antonio Bonilla y España y “La boca del indio” de Alejandro Llenas en Tradiciones y cuentos dominicanos. En su “Introducción”, el bibliógrafo dominicano construye una genealogía para las tradiciones decimonónicas que se remonta a los primeros textos coloniales de fray Ramón Pané y Pedro Mártir de Anglería. Al colocar sus orígenes en las obras de los primeros cronistas europeos asentados en La Española, Rodríguez Demorizi buscaba consolidar un género literario de marcada importancia para el imaginario racial y nacional del país. Muchas de las tradiciones reescriben pasajes de las crónicas coloniales, escritas en la isla, en las primeras décadas de la colonización, y convierten a figuras como Cristóbal Colón, Bartolomé de las Casas, Alonso de Ojeda, Caonabo y Guacanagaríx en protagonistas de sus textos. “La bella Catalina” comienza con la llegada de Cristóbal Colón a la colonia, en su segundo viaje, el 27 de noviembre de 1493, y relata los hechos sucedidos durante su ausencia en el primer establecimiento español en las Américas, el fuerte de Navidad. Alonso de Ojeda y otros españoles, aprovechando la ausencia de Colón, atacan algunos territorios de los caribes y les arrebatan a varias mujeres. En respuesta a estas agresiones, Caonabo asalta la fortaleza, comandada por Diego de Arana, y termina por incendiarla y darles muerte a los españoles que residían en ella. Esta es la causa principal por la cual Colón, a su regreso, no encuentra a ninguno de los treinta y cinco hombres que había dejado bajo las órdenes de Arana. En medio del relato histórico, se entreteje otra trama amorosa: Ojeda queda perdidamente enamorado de una de las mujeres indígenas que ha secuestrado, Anaibelca, de extrema y singular belleza, quien se encontraba, a su vez, cautiva entre los caribes; pero esta, cuyo nombre castizo es Catalina, no corresponde a su amor. A pesar de que Ojeda la ha salvado del cautiverio en el que permanecía sometida, ella favorece al taíno Guacanagaríx. Aprovechando su amistad personal con Colón, Guacanagaríx intercede ante él por la libertad de la indígena, de quien también se ha enamorado. Ante su negativa, ambos amantes planean la fuga de Anaibelca del barco es-
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pañol donde se encuentra retenida. La indígena termina lanzándose al mar y nadando hasta la orilla de la playa, donde se reencuentra con su amante, para refugiarse finalmente en lo más interno de las montañas. Como se infiere de la sinopsis anterior, hay varias narrativas que atraviesan “La bella Catalina” que son centrales para el indigenismo decimonónico. Frente a la figura del caribe Caonabo, responsable de la muerte de los españoles y de la destrucción de la fortaleza, se erige Guacanagaríx, quien no solo sufre graves heridas el día en que la Navidad es atacada por Caonabo y sus aliados, sino que, además, funciona como el informante del Almirante, es él quien le corrobora los sucesos acontecidos durante su ausencia. Colón, por su parte, confía ciegamente en él, a pesar de que sus compañeros de tripulación vacilan y lo creen un traidor (125-126). Su confianza en Guacanagaríx se establece por encima y en detrimento de los otros españoles: Colón no duda en lo más mínimo del cacique taíno, pero alberga muchísimas reservas en contra de los españoles bajo el mando de Arana. En ese sentido, la amistad entre Guacanagaríx y Colón es posible porque existen las figuraciones del mal, encarnadas en los personajes de Ojeda y Caonabo. Así como al honorable Colón, le corresponde el noble Guacanagaríx; al pérfido Ojeda se le equipara con el caribe Caonabo. Estos dos últimos terminan cometiendo el mismo delito, pues si el caribe roba a Anaibelca en su niñez y la mantiene cautiva durante varios años, el español perpetrará exactamente el mismo delito con la indígena unos años después, solo que ahora bajo el nombre de Catalina. El relato tiene al menos dos implicaciones importantes para el indigenismo como imaginario nacional y cultural dominicano. Primero, al escoger a Guacanagaríx por encima de Ojeda, Anaibelca no solo privilegia lo indígena por encima de lo español, sino que posibilita la configuración de una pareja fundacional indígena como origen de la comunidad dominicana, incluso en el texto se le nombra, en una ocasión, como la “Eva Indiana” (117). La elección de Anaibelca expulsa lo español y crea un mito fundacional para la nación. Segundo, a la idea de que hay españoles buenos y españoles malos, se superpone la noción de que existen también indios buenos e indios malos: Colón no solo es el único que cree en las palabras de Guacanagaríx sobre
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lo sucedido en la fortaleza Navidad, durante su ausencia, y se niega a castigarlo, sino que este se erige como modelo de indio virtuoso y dócil frente al caribe Caonabo. El imaginario indigenista incorpora al primero como prototipo, pero termina expulsando a su contraparte cifrada por los signos de la violencia y el canibalismo. El pacto colonial solo es posible entre las fuerzas del bien y su ruptura depende de la intromisión de las fuerzas del mal. Esta no es la única tradición que evoca los sucesos acaecidos en la fortaleza Navidad durante la ausencia de Colón y bajo la autoridad de Arana y Ojeda. En el mismo año en que Tejera publica “La bella Catalina”, José Joaquín Pérez da a conocer “Flor de Palma, o La fugitiva de Borinquén” en Fantasías indígenas. La diferencia entre los dos textos se articula a partir del personaje femenino de Anaibelca, quien en la tradición de Pérez se conoce, además, como Flor de Palma: mientras que, en el de Tejera, es de origen indígena y se convierte junto a Guacanagaríx en la pareja fundacional de la futura nación, en el de Pérez representa a una mestiza, hija del cacique Bayoán y doña Luz, cuyas aspiraciones políticas terminan por fracturar el porvenir de la isla. Su descripción dentro de la tradición es muy reveladora: Flor de Palma, fruto de la unión de dos razas distintas, tenía en su espíritu los selváticos instintos de una naturaleza exuberante […] aunque su madre era una europea, no pudo abrigar simpatías hacia los españoles. La sangre indígena circulaba con más fuerzas en sus venas. El torrente de las selvas del Nuevo Mundo es más poderoso que los ríos cuyo cauce ensancha el arte en las pobladas comarcas de allende el Atlántico. El germen del odio a sus libertadores estaba latente en su corazón. (228-229)
Lo interesante aquí, para mi lectura, es que lo antiespañol no pasa a través de la figura del indígena, sino de la mestiza. En esta tradición no es Caonabo quien se asocia con el prototipo del indio malo, sino Anaibelca. Que sea precisamente una mestiza la que aliente las guerras, en contra de los españoles, y provoque la discordia, entre los diferentes caciques indígenas, la convierte tanto en enemiga de los extranjeros como de sus propios coterráneos. Anaibelca logra deshacer no solo la amistad entre Guacanagaríx y Colón, sino además
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la hermandad del primero con sus aliados indígenas. Su principal herramienta es la seducción y, en ese sentido, termina cautivando no solo a Ojeda y a Guacanagaríx, sino al propio Caonabo, esposo de Anacaona. Si Anaibelca acepta escapar, con el cacique Guacanagaríx, no es por amor, como en el texto de Tejera, sino por la pretensión de controlar la región de Marién; si más tarde accede a entregarse a Caonabo, es a cambio de la promesa de que reinará en toda la isla. La “Eva Indiana”, aparecida en la tradición de Tejera, se convierte en las páginas de Pérez en la causa de la profunda enemistad entre indígenas y españoles y entre los propios aborígenes; pero su antagonismo no está relacionado con su exacerbado sentimiento antiespañol, sino con su voluntad de unificar la isla. No es solo su condición de mujer, siguiendo la tradición bíblica y colonial de Eva y la Malinche, lo que la coloca junto a las fuerzas del mal, sino el proyecto político de unir Haití y Quisqueya (157). La ambición política de Anaibelca y la manera en que la isla aparece dividida y nombrada tiene resonancias particulares para el siglo xix dominicano, sobre todo, para el indigenismo. Que Pérez escoja para la reescritura de su tradición los nombres de Haití y Quisqueya es muy significativo, porque ninguno de los dos se correspondía con las maneras en que la isla estaba dividida a la llegada de los españoles. Si bien los aborígenes le daban el nombre de Haití a todo el territorio, el mismo estaba compuesto por cincos reinos bien definidos: Marién, Maguá, Maguana, Higüey y Jaragua. La distinción entre Haití y Quisqueya funcionaba solo en el presente decimonónico, porque representaba la manera en que los haitianos y los dominicanos se referían a ambas partes de la isla. La reescritura del pasaje se convertía entonces en un vehículo para reflexionar sobre la imposibilidad de unificar la isla en el siglo xix: el fracaso y la maldad de Anaibelca terminaban por apuntar la inviabilidad del proyecto. La unificación de la parte occidental y oriental no era ni siquiera posible en el pasado colonial. La tradición, en este caso, funciona como un lugar de cruce del indigenismo y del antihaitianismo, porque el relato de tono indigenista sirve de base para una reflexión sobre el presente dominicano y su rechazo hacia Haití. En las páginas de Pérez, el indigenismo y el antihaitianismo subyacen
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aliados, uno sostiene al otro. En ese sentido, la reescritura de las crónicas coloniales, llevada a cabo por los letrados decimonónicos en las tradiciones, constituyó en algunos casos una reflexión sobre el presente dominicano y el imaginario racial deseado para la nación.
Tradiciones literarias: historia y memoria, indigenismo y antihaitianismo Apolinar Tejera y José Joaquín Pérez no quedaron conectados en la historia literaria dominicana tan solo por la reescritura de la misma tradición, sino que, en 1877, el mismo año en que publicaron “La bella Catalina” y “Flor de Palma”, Tejera escribió para Pérez el “Prólogo” de Fantasías indígenas: episodios i leyendas de la época del descubrimiento, la conquista i la colonización de Quisqueya, uno de los libros más celebrados de la literatura indigenista dominicana. Desde ese espacio, Tejera impulsa el uso de las tradiciones como género y aborda varias cuestiones que resultan de marcado interés para pensar cómo se consolida esa forma literaria en la República Dominicana. Al respecto, apunta: Las tradiciones primitivas de un pueblo son […] los recuerdos de su infancia exajerados por el tiempo, el cual como que les imprime á la larga un carácter maravilloso, fantástico ó lejendario, sin duda con el fin de dar á esas reminiscencias de lo pasado, novedad é intereses en lo porvenir. I es que al desaparecer una jeneración de sobre la haz de la tierra, lega sus hechos buenos ó malos á la jeneración que le sucede; esta los ensalza ó los execra, pero sea próspera ó adversa la suerte que les toque, ello es que van olvidándose poco á poco, i perecerían por completo en el olaje de los años sino pasaran á la historia, arca en la cual se salvan del naufragio inminente que los amenaza; ó á la tradición que de luego á luego los anima con los colores de la fantasía i los visita con el ropaje del arte. Si así no fuera, la memoria de los sucesos acaecidos en el vastísimo escenario del mundo se extinguiría poco á poco en el tiempo […] Ahora bien, siendo la literatura la espresion más sublime del arte, cuando no el arte por excelencia, resulta, dicho sea en paz i en haz de todos, que ella guarda i conserva mas que ningún otro las remembranzas de lo pasado. (5-6; énfasis mío)
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Para Tejera, los relatos que circulaban de manera oral, de generación en generación, encontraban su tránsito a la escritura por medio de la historia y la tradición. Ambas formas contribuían a fijar la memoria y permitían otro tipo de circulación a través del periódico y del libro. Aunque igualaba historia y tradición, no dudaba en señalar que la segunda se convertía en el género por excelencia para darle forma al pasado. Su molde artístico permitía recrear y fijar la historia nacional de una manera más amena y entretenida para el público lector. Con esta proposición, el letrado interviene en un intenso debate decimonónico, animado por Andrés Bello, que consistió en cómo escribir las historias nacionales latinoamericanas después de las independencias, cómo recoger los relatos que organizaban la memoria colectiva y fundaban la idea de pertenencia a una nación. La disyuntiva se centraba en si era más propicio utilizar la historia o la novela para fundar las historiografías nacionales. Bello favorecía la novela, apelaba a su capacidad retórica y persuasiva y la convertía en vehículo de las historiografías latinoamericanas (“Modo de escribir la historia” y “Modo de estudiar la historia”). Al apostar por las tradiciones, Tejera se colocaba muy cerca de Bello y abogaba por el uso de ese género literario para consolidar la historia y la literatura nacional dominicana. Si bien defendía las tradiciones desde el espacio del prólogo, otras figuras claves de la historia literaria dominicana lo hicieron desde la literatura misma. El apogeo de las tradiciones fue resultado de una agenda metaliteraria que se filtró, también, al interior del género literario. En La fantasma de Higüey y “Las vírgenes de Galindo”, Francisco Javier Angulo Guridi y César Nicolás Penson impulsaron el uso de las tradiciones, en el siglo xix dominicano, desde de la ficción. Basada en la historia del indígena Tuizlo, La fantasma de Higüey abre con una reflexión sobre la importancia de la memoria. Para el narrador, la memoria tiene un valor pedagógico, supone un ejercicio de aprendizaje y forma parte constitutiva de la identidad. De esa manera, las primeras páginas del relato contienen un ejercicio reflexivo sobre la memoria que se vuelve central en la defensa del género de las tradiciones. Se podría argumentar que estamos en presencia de un relato que se erige en base al rescate de ciertas tradiciones locales y que, al mismo tiempo, constituye una intervención programática que busca
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impulsar la literatura indigenista. A lo largo del texto, se enfatiza la importancia del paso de la oralidad a la escritura y la correspondencia entre escritura, memoria y nación. De esa manera, el narrador señala el valor de la escritura en la recuperación de las tradiciones orales y en el proceso de construir el imaginario y la literatura nacional. Una de las primeras cuestiones en que me interesa detenerme es en cómo se dispara la memoria dentro del texto, es decir, cuáles son las condiciones que la activan y que permiten, por tanto, desarrollar la narración. Es muy relevante que la memoria se moviliza con el regreso del narrador a Santo Domingo en 1853, después de una larga estadía en Cuba. La memoria brota a partir del contacto con el suelo patrio como si la tradición solo pudiera recuperarse a partir de la aproximación física con la tierra natal. A su retorno a la isla, el narrador conoce al personaje del tío Bartolo, quien termina por contarle el relato que leemos. En ese sentido, circulan dos narradores dentro del texto y cada uno de ellos supone una relación diferente con la memoria. El primero, con el que se inicia la trama y la reflexión sobre la memoria, se llama Javier y constituye una especie de alter ego del autor, no solo comparten el mismo nombre, sino que, además, tienen en común muchos rasgos biográficos. Tal vez, el más significativo de ellos sea el hecho de que tanto el personaje-narrador como el autor regresan a Santo Domingo, después de un período de ausencia prolongado.7 Este narrador, quien utiliza la primera persona y con quien el texto se inicia, contrasta con el segundo, el tío Bartolo, quien, a su vez, narra desde la perspectiva de la tercera persona. A cada uno de los dos narradores le corresponde un nivel narrativo en el relato. La narración del personaje de Javier enmarca el relato del tío Bartolo y funciona como una especie de prólogo; por tanto, tiene el objetivo de preparar al lector y hacerlo reflexionar sobre el valor del género. En ese espacio narrativo se pormenoriza la importancia de la memoria y el narrador detalla cómo conoce al tío Bartolo, preparando el camino de su narración. Si el relato de Javier está anclado en el presente, el del tío Bartolo se remonta al pasado y recuenta la tradición. El
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Angulo Guridi se había marchado con su familia a Cuba, en 1822, después del período de integración de Haití y Santo Domingo.
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intercambio, entre los dos narradores, visibiliza la manera en que la tradición ha circulado por casi tres siglos y apunta el tránsito de la oralidad a la escritura. Sobre este tema, el tío Bartolo comenta: “Esta historia me la contó mi abuelo cuando yo estaba en mis mocedades y yo voy a contársela a Ud.” (49). Javier, por su parte, confiesa: “Los recuerdos, pues, a que me abandono en este instante son unos recuerdos relativos: viven en mi memoria, pero no proceden de mí mismo […] Veamos, por fin de dónde vienen estos recuerdos” (14). Como se infiere de las citas, la transmisión del relato, del abuelo al tío Bartolo y de este a Javier, se efectúa oralmente, mientras que de Javier a los futuros lectores llega de manera escrita. El texto muestra entonces cómo el abuelo y el tío Bartolo forman parte de una cadena de narradores que han preservado la tradición de forma oral desde el año en que esta ocurriera, en 1656. Javier, por su parte, fija la tradición en la literatura a través de la escritura. Cada una de las formas en que circula la tradición tiene sus propios mecanismos de autorización. Javier legitima su narración a partir del juego que se produce entre narrador y autor: bautizar al narrador con el nombre del autor y hacerlo compartir varios datos biográficos es una forma efectiva de buscar legitimidad frente a sus lectores. Por otra parte, el uso que hace del espacio narrativo, separando su relato de la narración del tío Bartolo, posibilita leer su intervención como una especie de prefacio, anclado en el presupuesto de la veracidad. Por último, la letra impresa le confiere una jerarquía mayor sobre la tradición oral. Ahora bien, habría que indagar cómo se autoriza y cómo es autorizado el tío Bartolo. Algunos de los elementos que lo convierten en un narrador fidedigno ya han salido a relucir en la discusión anterior: el marco narrativo creado por Javier legitima la narración del tío Bartolo, así como el hecho de que el letrado se reconoce como heredero de una remota tradición oral. Sin embargo, hay otras formas en que el tío Bartolo aparece autorizado para narrar el relato; entre ellas, habría que enfatizar la relación que mantiene con la naturaleza. El tío Bartolo es un pescador que vive alejado de la ciudad y la tecnología; por tanto, su conexión con el espacio natural supone una especie de autenticidad en su carácter. Vivir inmerso en la naturaleza le ha permitido conservar la inocencia y el candor, la veracidad del relato se conecta entonces con el medio en que aparece anclado el personaje.
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Además, el tío Bartolo recupera varios tópicos, a través de los cuales termina autorizándose como el depositario de las tradiciones locales: por una parte, reactiva los temas del buen salvaje y el panteísmo; por otra, apela a la oposición entre “Viejo Mundo” y “Nuevo Mundo”. Mientras el primero, bajo el legado de la política y la ciencia, se asocia con un orden inmoral y corrupto, el segundo, esbozado a través del espacio del mar, se piensa como utopía e ideal, un ámbito donde es posible materializar el proyecto de la igualdad. Con estos temas de trasfondo y con la noche como escenario perfecto para contar la tradición, el tío Bartolo da rienda suelta a su memoria y relata la historia del indígena Tuizlo, quien, a pesar de ser libre, permanece como vasallo del amor. Los mecanismos abordados hasta aquí, para legitimar el uso de la tradición en La fantasma de Higüey, se complejizan en “Las vírgenes de Galindo” de Penson, cuyo texto apareció publicado en Cosas añejas en 1891. Mientras el de Angulo Guridi se remonta a mediados del siglo xvii y recrea una tradición conectada con el mundo aborigen y el español, el de Penson se centra en las relaciones entre haitianos y dominicanos a comienzos de 1822. De ese modo, estamos en presencia de una pieza literaria que reivindica el género de las tradiciones no para postular una identificación con el pasado indígena, sino para impulsar el sentimiento antihaitiano. “Las vírgenes de Galindo” narra un suceso histórico basado en la historia de tres hermanas, Águeda, Ana y Marcela, que son asesinadas, violadas y desmembradas por oficiales del ejército haitiano después de la integración entre Haití y Santo Domingo en 1822. Esta no era la primera vez que el caso, conocido como “las vírgenes de Galindo”, entraba en el dominio de la literatura, sino que ya había sido incorporado en el poema de Félix María del Monte, Las vírgenes de Galindo, o La invasión de los haitianos sobre la parte española de la isla de Santo Domingo el 9 de febrero de 1822, redactado en 1865, pero publicado en 1885.8
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Aunque Del Monte y Penson trabajan el mismo tema, hay varias diferencias notables entre ellos. En el poema de Del Monte, hay un mayor espacio para
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Al mismo tiempo que recoge, por medio de la escritura, la historia de las vírgenes de Galindo, Penson insiste en colocar su texto en el género de la tradición y en señalar su conexión con el dominio de “lo real”. Una de las primeras operaciones que realiza el narrador para enmarcar su relato, en el ámbito de las tradiciones, es convertir la historia ulterior a la violación y el asesinato de las tres hermanas en parte importante de su relato. Con ese objetivo, se regodea en los acontecimientos que ocurrieron a posteriori: recuperación de cadáveres, cuerpos mutilados, propagación de la noticia, juicio y pena de los verdaderos culpables, entre otras cuestiones. Una ojeada a la manera en que el relato se estructura permite dilucidar cómo se organiza la trama. La tradición cuenta con las siguientes secciones: I. “Preludios”, II. “La familia”, III. “En acecho”, IV. “La tragedia”, V. “Monsieur Sorapur”, VI. “Lo que pasó después”, VII. “De tristibus”, VIII. “El juicio” y IX. “Epílogo”. El narrador dedica las cinco últimas secciones a reconstruir cómo se da a conocer la historia del crimen: una parte esencial de esa reconstrucción está basada en la manera en que circula la noticia y en cómo se trasmite. En la sección V, se revela que el crimen es descubierto por un personaje francés, Monsieur Sorapur, quien había escapado de las matanzas de las colonias Pointis y D’Oregón en Saint-Domingue, para refugiarse en la parte oriental de la isla. Este personaje es importante en la tradición no solo porque descubre los cadáveres, sino, además, porque comienza a propagar la noticia. En gran medida, el texto está dedicado a reconstruir cómo se difunde oralmente el crimen en la región: la propagación de este se convierte en el fundamento de la tradición; por eso, el énfasis está puesto en cómo circula la noticia y cómo pasa de personaje en personaje. Veamos el momento inicial:
las voces de los haitianos y para la propia Águeda. En la tradición de Penson, el narrador acapara la trama y Águeda pierde su voz; hay, por tanto, una cosificación del personaje femenino. Además de los textos de Del Monte y Penson, la novela de Max Henríquez Ureña, La conspiración de los Alcarrizos (1941), aborda el mismo tema. Sobre las relaciones entre estos textos, se pueden consultar Las madres de la patria de Catharina Vallejo y The Border of Dominicanidad de Lorgia García Peña.
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Como a las dos de la tarde, momentos después de haber traído las nuevas los mensajeros de Mr. Sorapur, una vecina de por la Merced conversaba en la puerta de su morada con un individuo de su amistad, quien le daba noticias del suceso, y parece que estaba escaso de ellas, asegurando a su interlocutora que habían encontrado a un hombre muerto en el camino de Galindo y se ignoraba quién era; lo que demuestra que fué realmente el viejo colono francés el primero que se encontró con el cadáver, le reconoció y dió parte. (237)
El énfasis del narrador, por determinar con exactitud la procedencia del primer testigo del crimen y la manera en cómo se expande la noticia, revela su voluntad por anclar el relato en una dimensión real: asegurar la credibilidad y existencia de ese primer informante es uno de los modos de garantizar la veracidad de la tradición. Hay, por tanto, un fuerte cruce entre la legitimidad del primer testigo, quien no es dominicano, sino francés, y la manera en que circula la noticia hasta convertirse en una tradición oral. De esa manera, el narrador asegura que el relato, que ha llegado hasta él y que se dispone a trasladar al terreno de la escritura, tiene un basamento “real”. La relación de la tradición con “la verdad” depende, entonces, de la autenticidad del primer testigo y de la manera en que disemina la historia hasta llegar, décadas después, a oídos del narrador. Esta sería la primera de las operaciones desplegadas, por el narrador, para insertar el texto en el dominio de la tradición, pero, hay otras estrategias que permiten afincar el relato en el dominio de la veracidad. Entre ellas, se destaca, en segundo lugar, el uso de las “Notas del autor”. En esa sección, localizada al final del relato, se enfatizan los nombres de las personas que suministraron los datos sobre los crímenes cometidos a las tres hermanas y al padre (309). Al final de las notas, se interpola también la “Sentencia de los reos de Galindo”, dictaminada por la justicia el 6 de noviembre de 1822. La intercalación tanto de las “Notas del autor” como de la “Sentencia” busca un efecto editorial importante: establecer un pacto de confianza con el lector, al suministrar un registro narrativo que se acerca al plano legal. De esa manera, el autor introduce otro nivel narrativo que permite leer el relato desde lo factual.
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En tercer lugar, el uso de las fechas dentro del texto se convierte en otra estrategia importante para darle precisión histórica a la tradición. Después de las violaciones y los asesinatos, el narrador inserta las fechas para darle continuidad y precisión temporal al caso: “Al día siguiente del suceso, esto es, el 30 de mayo de 1822, el cazador [Monsieur Sorapur] salía por la puerta de San Diego con su hijo, su sobrino Limval y su amigo el Señor Lovelace” (230). La sección VII, por su parte, comienza de la siguiente manera: “Eran las seis de la mañana del día 31 de mayo de 1822. El cadáver de D. Andrés Andújar yacía tendido aún en medio del sendero, y allá, en el fondo del pozo de la quinta los despedazados troncos de sus tiernas infortunadas hijas” (242). Con el uso de las fechas, justo después que los crímenes han sido cometidos, el narrador se propone relatar con supuesta precisión histórica el proceso acaecido posteriormente. Al pasar de la oralidad a la escritura, el narrador busca, en cuarto lugar, fijar la conexión de la tradición con el dominio de lo real. El problema al que se enfrenta consiste en cómo evitar que el texto sea leído solo desde la ficción, por eso continuamente se refiere al género literario en el cual se inserta su relato y su relación con las fuentes y la historia. La noche del crimen, por ejemplo, el narrador describe en los siguientes términos a la mayor de las hermanas: “En cuanto a Águeda, leía en una mesita, y aún del libro que leía conserva la tradición el título: La voz de la naturaleza, que todos conocen” (220; énfasis mío). Más adelante, al referirse a uno de los cómplices de la violación y el asesinato, declara: “Era Goyo, el hijo de la muda, siervo manumitido como su madre, y a quien la tradición acusa de complicidad en la salvaje tragedia de esa noche” (224; énfasis mío). La insistencia en la noción de tradición es realmente reveladora en la medida que le otorga al relato oral una autonomía e independencia con respecto al texto escrito. Por último, el narrador resalta la centralidad del testigo ocular en la creación de la tradición. Si, por una parte, esta se sostiene con la importancia del primer testigo y con la circulación de la noticia, por otra, se consolida a partir del testigo presencial: “Pero existía un testigo ocular, que aunque privado del habla, clamaba tenazmente en su lenguaje por venganza y reparación” (247). La sirviente de la casa se convierte en espectadora del crimen: su propia condición de muda
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refuerza la importancia del que ve: Isabel no puede hablar, pero puede ver; su credibilidad radica en la vista y en el hecho de que figura en el documento legal que se inserta al final del relato: “Allí ya está la muda, la doméstica Isabel, como reza el único documento que existe de esa ruidosa causa” (248). En el texto de Penson, se encuentran tradición, memoria e historia. Al acercarnos a la tradición, es posible evidenciar, también, cómo el antihaitianismo ha ido fraguándose como ideología en la segunda mitad del xix. Desde el comienzo, el narrador reformula la integración de ambas partes de la isla en términos de dominación y ocupación; al detallar el contexto histórico del relato, apunta: “Época: la luctuosa dominación haitiana” (196). Mediante el uso del vocablo dominación, el narrador obvia la alianza política entre los líderes haitianos y el sector más radical dominicano, el cual, para 1822, favorecía la unificación de ambas regiones, pero va, incluso, más allá y coloca el suceso histórico como origen del sentimiento antihaitiano y el declive económico e intelectual de Santo Domingo (244-245). En medio de la creciente tensión entre haitianos y dominicanos, el narrador describe a estos últimos como pertenecientes a la “raza” quisqueyana, en clara alusión a los aborígenes que poblaron la isla (244). Es muy revelador que, en un texto dedicado a preservar un episodio histórico de carácter antihaitiano, los dominicanos aparezcan definidos como herederos de la “raza” indígena. Una vez más, el antihaitianismo y el indigenismo se presentaban como ideologías complementarias. En ese sentido, la reescritura de “Las vírgenes de Galindo” de Penson y la versión anterior, a manos de Del Monte, insistían en la necesidad de imaginar la nación frente a la idea de un enemigo en común: el país comienza a definirse frente a ese “otro diferente”, “bárbaro” y “culpable” de asesinato y necrofilia. En Las madres de la patria y las bellas mentiras, Catharina Vallejo señala dos cuestiones fundamentales para entender la construcción de ese “otro” a partir de los textos de Penson y Del Monte. La primera de ellas tiene que ver con las fechas en que se publican, pues, si bien el acontecimiento ocurre en 1822, ambas versiones salen a la luz varias décadas después, en medio de la crisis política entre Haití y la República Dominicana (199). La recreación del episodio reitera, en el
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imaginario colectivo, la figura del haitiano como invasor y enemigo. La segunda cuestión se relaciona con la similitud que se establece entre las jóvenes y la patria. Tanto Penson como Del Monte proponen una correspondencia entre la nación y las vírgenes: si el cuerpo de la nación aparece ocupado e invadido por el ejército de Boyer, tras haber sido declarada la independencia de España, por Núñez Cáceres, en diciembre de 1821, los cuerpos de las vírgenes son violados y desmembrados por soldados del ejército de Boyer (202). Ahora bien, el texto de Penson termina irónicamente reconociendo la confabulación de los dominicanos en la entrada de Boyer a Santo Domingo y revelando su participación en la muerte y violación de las tres hermanas: el asesinato de las jóvenes se consuma con la complicidad de un sector de la población dominicana. Si uno de los objetivos de la tradición es, como plantea Lorgia García Peña, trazar una fuerte dicotomía entre los haitianos y los dominicanos en términos de barbarie y civilización (The Borders of Dominicanidad 25), habría que insistir en que esa línea aparece resquebrajada al reconocerse la participación de tres dominicanos. “Las vírgenes de Galindo” constituye uno de los textos más virulentos del antihaitianismo en la literatura dominicana del siglo xix, pero la intervención de los dominicanos vuelve más compleja su lectura. Hacia el final, el narrador asevera: Y de que hubo indignos hijos de este suelo, asesinos vulgares, en el negocio, los hubo indudablemente […] Al día siguiente caían con gloria las primeras víctimas de la Restauración de la República. Entre ellos había sucumbido el tercero de los verdugos de las Vírgenes de Galindo, si no mienten las crónicas; sin embargo, de que el pueblo no le señalaba a él como tal, siendo acaso el más culpable. (252-258)
Si la reacción del pueblo culpabiliza tan solo a los haitianos, la tradición cumple una especie de justicia poética al admitir la participación del dominicano y reconocerlo como el principal malhechor. En ese sentido, es posible leer el texto de Penson a contrapelo: a pesar y en contra del fuerte antihaitianismo destilado en sus páginas, la tradición termina por condenar la intervención del dominicano. En el epílogo, se reconoce la colaboración de dos haitianos, el capitán L y
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el teniente Condé, y del dominicano José María E. Ambos haitianos tienen finales trágicos: uno muere enloquecido y el otro cae desde una gran altura; el dominicano, por su parte, confiesa su culpa antes de ser ajusticiado por las tropas españolas en la Guerra de Restauración. Los dos haitianos son acusados por el pueblo mientras que el dominicano, aterrado por el miedo de ser ejecutado, declara su participación en el crimen. Al representar al dominicano como el principal sospechoso, el texto termina por desestabilizar la dicotomía entre haitianos y dominicanos como bárbaros y civilizados. La cuestión se complica cuando nos enteramos de que el dominicano es una especie de héroe, a punto de ser ejecutado por participar en la guerra independentista contra España. La tradición presenta otros momentos de tensión con el paradigma de civilización y barbarie. El hijo de la exesclava Isabel, a cargo del cuidado de las jóvenes, se convierte en aliado y cómplice de los malhechores: “Era Goyo, el hijo de la muda, siervo manumitido como su madre, y a quien la tradición acusa de complicidad en la salvaje tragedia de esa noche” (224). Pero, tal vez, el momento de mayor tirantez se puede rastrear en la propia descripción del narrador sobre Águeda: la manera en que detalla los pormenores del cuerpo de la joven sienta el tono para lo que sucederá después en la narración.9 La insistencia en describir, con extrema sensualidad, sus atributos físicos revela que estamos en presencia de un narrador sumamente erotizado con el personaje. La enumeración de las partes del cuerpo, que incluye desde la cabellera, el cuello, los brazos, el pecho, los ojos, la nariz y los labios hasta el seno, se hace acompañar de adjetivos como desnudos, arqueado, terso, chispeantes, palpitante y escultural (220). Con esta descripción, el narrador se coloca muy cerca de los perpetradores de la violación y participa del mismo deseo y pulsión. En ese sentido, el texto permite establecer una relación entre el “deseo sexual dominicano” y la “pulsión haitiana”. Las descripciones eróticas del
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Las descripciones del narrador sobre el cuerpo de Águeda pasan a través del deseo y rayan, como ha apuntado Fischer, en lo pornográfico (Modernity Disavowed 176-177).
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narrador sobre Águeda están en función de crear un clímax y preparar al lector: cuando los tres malhechores irrumpen en la casa de Águeda, consuman lo que el narrador ha iniciado con sus descripciones sumamente eróticas. Como hemos visto, a pesar de sus diferentes enfoques históricos, “Las vírgenes de Galindo” y La fantasma de Higüey defienden el uso de la tradición como género literario. La vindicación se produce desde el interior mismo de la literatura y el ejercicio implica un diálogo entre memoria, historia, oralidad y escritura. A través de la tradición se daba continuidad a las crónicas del “descubrimiento” y la conquista; pero, también, se reescribía una historia más reciente, basada en las tensas relaciones entre Haití y la República Dominicana. A diferencia de los textos políticos de José Núñez de Cáceres y Tomás Bobadilla, Declaratoria y Manifestación, en los cuales la confrontación con Haití se erigía a partir de un enfoque en el vocabulario político, el antihaitianismo cobraba, en la tradición de Penson, una fuerte dimensión racista. En la segunda mitad del xix, las tradiciones revelaban la historia de complicidades entre los discursos indigenistas y antihaitianos. Mediante esta forma literaria, con su énfasis en el pasado, se erigió una fuerte asociación entre el indigenismo y el presente dominicano.
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CAPÍTULO 3
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En 1856, Pedro Francisco Bonó publicó su primera y única novela, El montero, en la revista española El Correo de Ultramar, pero no fue hasta 1968 que salió a la luz en formato de libro.1 En el prefacio de la primera edición, Emilio Rodríguez Demorizi intentó legitimarla como la ficción fundacional dominicana e insistió en celebrar a Bonó como el novelista más antiguo del país (14). La recuperación de El montero llenaba, según él, un vacío en las letras dominicanas del siglo xix, debido a la falta de una novela de asunto local: a diferencia de los textos de temática indigenista, El montero recurría a un tipo de campesino dedicado a la caza y lo convertía en protagonista de la trama (43). Una lectura comparada entre El montero y la literatura indigenista dominicana arroja, más que diferencias en cuanto a sus proyectos
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Emilio Rodríguez Demorizi, quien encontró la novela y recopiló la mayoría de la obra de Bonó, bajo el título de Papeles de Pedro F. Bonó, consideró que la publicación en dicha revista “constituyó un triunfo no sólo para Bonó sino también para las letras dominicanas, porque se trataba de una de las revistas españolas de mayor importancia, en la que colaboraban algunos de los más notables escritores de la época” (17).
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raciales, un esfuerzo mancomunado por desplazar o, más bien, silenciar las poblaciones negras del espacio de la representación literaria. Mientras la tradición indigenista ponía el énfasis en la figura del indígena, acentuando los mecanismos de identificación entre la población dominicana y el aborigen, en la novela de Bonó, la tipología del montero encarna la categoría de los blancos de la tierra, una terminología utilizada en la región oriental de la isla para distinguirse de los haitianos y acercarse al paradigma racial blanco. Se trataba de un ejercicio en el cual tanto el montero como el indígena funcionaban como elementos de oposición al negro. El énfasis de Rodríguez Demorizi, quien comulgó con el trujillismo durante sus treinta años en el poder y ocupó importantes cargos públicos, desde embajador hasta rector de la universidad, en proponer El montero como la novela nacional dominicana podría leerse como un intento de respaldar el blanqueamiento como ideología cultural y racial del país en el momento de mayor intensificación del antihaitianismo. En la novela de Bonó, el montero no está marcado de un modo racial: las descripciones alrededor del personaje se enfocan sobre todo en su vestimenta y sus hábitos de vida, el narrador no se detiene en describir su apariencia racial. A lo largo de la narración solo se encuentra una referencia directa a dicha cuestión y es en el momento en que se describe a María, la esposa del montero: “Su color era bronceado por la raza y el sol” (57). Como se infiere de la cita, María no es necesariamente blanca, aparece connotada con el adjetivo bronceada, el cual indica una tez de algún modo oscura, tanto por efectos raciales como climáticos. En ese sentido, se asume que el montero y su comunidad pertenecen a los llamados blancos de la tierra, un término en el que terminaron incluyéndose a blancos, mulatos y negros, siempre que fueran criollos. En general, la categoría denotaba una manera diferente de ser blanco, una forma alternativa frente al paradigma europeo. El requisito fundamental, para entrar bajo su rótulo, se daba a partir de la condición de haber nacido en la parte española de la isla. Ser blanco de la tierra suponía una fuerte conexión con el terruño, la lengua y la cultura españolas. Escrita en medio del creciente auge de la literatura indigenista, la novela de Bonó sobresale por su trabajo con el presente decimonóni-
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co: mientras los escritores, dedicados a abordar los temas aborígenes, articularon una mirada arqueológica sobre la isla y su cultura, Bonó fungió como observador de la comunidad rural dominicana. Si los primeros eran, en gran medida, lectores del archivo colonial, el segundo se convirtió en lector de la vida cotidiana, al proponer al montero como arquetipo del campesino. En las próximas dos secciones analizo cómo estas dos modalidades de imaginar el paradigma racial de la nación señalan, más que diferencias irresolutas, una forma similar en que las elites dominicanas se representaron así mismas y a las clases subalternas dominicanas: si bien el indigenismo se convirtió en la fórmula dominante, la idea de un campesinado que pertenecía a los llamados blancos de tierra cumplía la función de blanquear la nación y presentaba otro componente importante: la hispanización de la parte oriental de la isla. El hispanismo, con su énfasis en la cultura y en la lengua, se convirtió, siguiendo a Lorgia García Peña, en un vehículo de unificación nacional entre los diversos sectores raciales que integraban la sociedad dominicana (The Borders of Dominicanidad 31). Hasta ahora, Bonó ha recibido mayor atención por su labor ensayística. Debido a su condición de fundador de la sociología dominicana, la mayoría de los historiadores, críticos culturales y sociólogos se ha detenido en esa zona de su trabajo intelectual, sin proponer vínculos que repiensen el lugar de El montero en el contexto general de su producción. El historiador Raymundo González, por ejemplo, ha insistido en el giro que representa un ensayo como “Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas” dentro de la obra intelectual de Bonó. La particularidad del ensayo radicaría en una toma de conciencia, por parte de Bonó, sobre la importancia del campesinado dominicano en el proyecto de construcción de la nación (Política, identidad y pensamiento social 30).2 A su vez, el crítico Pedro L. San Miguel ha 2
González estudia la ensayística de Bonó y propone tres etapas para distinguir la evolución de su pensamiento. La primera, “Liberalismo y proyecto federal”, se caracteriza por una preocupación por las formas jurídicas que debía adoptar la nación y se extiende hasta los primeros años de la década de los sesenta (43). La segunda, comprendida hacia finales del período de la anexión, 1865, constituye un momento de transición que el historiador clasifica como “Del desengaño del
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señalado que el proyecto económico, formulado en la ensayística de Bonó, aparece subordinado a una propuesta de afirmación nacional (La isla imaginada 76). Una revisión que tome en cuenta tanto su producción ensayística como literaria revela que ambas problemáticas estaban ya planteadas en El montero. Por esta razón, su novela se podría leer como un primer momento dentro de su producción intelectual. Si, en los ensayos posteriores de Bonó, la preocupación fundamental se centra en la relación entre clases trabajadores y nación, su novela, publicada varias décadas antes, se erige en esa línea y apuesta por la modernización e inclusión de los sectores campesinos en el proyecto nacional.
Entre la ficción y la etnografía Ya he apuntado que, en el “Prefacio” de su edición, Emilio Rodríguez Demorizi aspiró a legitimar El montero de Pedro Francisco Bonó como la ficción fundacional dominicana. En el intento, sin embargo, terminó por proponer una hermenéutica contradictoria sobre la novela. Si bien, en las primeras páginas, insistía en que el dramatismo hacía del texto una novela en el sentido más convencional del género, a lo largo de las mismas se desdecía al afirmar que, al contrario de la definición de Bonó, El montero no era “novela, sino cuadro de costumbres” (29). El crítico terminaba por proponer la siguiente clave hermenéutica: “Más que como novela nos ha de interesar como cuadro de costumpoder al estudio de la sociedad” (47). La última se consolida a finales de 1870 y se caracteriza por una crítica a la ideología del progreso. Es precisamente en este período donde Bonó concibe su ensayo “Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas”. Por su parte, en El pensamiento dominicano, Franklin Franco Pichardo reconoce dos momentos claves de la vida política de Bonó. El primero, alrededor del año 1857, cuando participa en el levantamiento contra el régimen de Buenaventura Báez y contribuye como redactor de la primera constitución liberal dominicana, la más avanzada promulgada en el siglo xix. El segundo ocurre entre 1863-1865, cuando Bonó se destaca “como miembro y principal orientador del grupo de intelectuales que se integró al gobierno de la Restauración, y que organizó y dirigió la guerra contra la anexión a España” (144).
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bres […] Cuando la obra de Bonó se deje de leer como novela, se leerá como inapreciable capítulo de nuestro folklore, de nuestra sociología” (32-42).3 En su propuesta, Rodríguez Demorizi no solo descartaba el género novelístico a favor del cuadro de costumbres, sino que acercaba este último a las ciencias sociales, revelando los cruces entre el costumbrismo y la sociología. El carácter discordante del primer trabajo crítico conservado sobre la novela es, desde mi punto vista, resultado de la apuesta etnográfica de la ficción.4 La vacilación de Rodríguez Demorizi era consecuencia de la relación que se establece entre la novela y las aún no formalizadas ciencias sociales. El montero se erige en base a dos modalidades discursivas y dos tramas. La primera incorpora una perspectiva etnográfica, se articula siguiendo los códigos del relato de viaje, y se desplaza desde la mirada externa del viajero hasta la perspectiva del costumbrista. Muchas de las escenas que engrosan este nivel narrativo constituyen verdaderos cuadros de costumbres. La segunda se centra en el dominio de lo ficcional y va trazando los hilos de la trama, los personajes, el conflicto y el posterior desenlace. Es en este registro donde el relato se acerca más a las convenciones literarias de la novela, mientras que en el anterior se aviene más a la descripción etnográfica. En un verdadero ejercicio metatextual, el narrador reflexiona sobre la coexistencia de estos dos registros en la novela: Por eso al calcular el mal y al intentar exponerlo, decíamos que no cabía en el mínimo cuadro de una novela y que necesitaba otras luces a las que poseemos para hacer meditar concienzudamente, puesto que como una costumbre perniciosa, la materia pasaba al dominio de los hechos que sirven de meditación al moralista y al político. (92)
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En su estudio Temas de literatura y de cultura dominicana, Giovanni Di Pietro propone leer El montero como novela a contracorriente de la tesis de Rodríguez Demorizi. Uno de sus argumentos estriba en la historia de amor que recorre la trama, modelo de la narrativa romántica francesa de principios del siglo xix. Sobre la relación de Bonó con la sociología dominicana se puede revisar Ciencias sociales en la República Dominicana de Wilfredo Lozano, Nelson Ramírez y Bernardo Vega.
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Para el narrador, el marco novelístico se vuelve insuficiente y comienza a explorar con otras formas que le permitan alcanzar su finalidad moralizante; de esa manera, el relato se bifurca en dos niveles narrativos, haciendo que el registro etnográfico coexista junto al novelesco. En ese sentido, la lectura de Demorizi sigue, en gran medida, la lógica argumental de la trama. Una manera de acercarse a este doble nivel narrativo consiste en analizar las diferentes estrategias empleadas, por el narrador, para transitar de un registro a otro. Uno de los recursos que utiliza es interpelar directamente al lector: “¿Y qué es el fandango? se preguntará. ¡Oh! Que no se vaya a interpretar por el fandango andaluz o de otro pueblo u otra raza que no sea la de los monteros […] Si queréis verlo os voy a conducir” (59). De esta manera, el registro ficcional se suspende y se abre el espacio de la documentación etnográfica, adoptada para describir el baile típico de los monteros, llamado fandango, y sus instrumentos musicales. Es importante notar que el narrador insiste en distinguir el fandango dominicano del andaluz: teniendo en cuenta que la novela se publicó en una revista española, el narrador quería garantizar la originalidad de la costumbre campesina dominicana. En el segundo capítulo, por ejemplo, el narrador revela su posición intermedia al colocarse entre los dos niveles que organizan la trama narrativa: “Hecha esta descripción indispensable, volvamos a las personas que pusimos en escena” (53). La descripción a la que se refiere el narrador, documento minucioso de los modos de vida de los monteros, se relaciona con la modalidad etnográfica; los personajes, en cambio, remiten al nivel ficcional. Al final del capítulo VIII, este se representa nuevamente en ese interregno textual: “Mientras sin decidir accesorio tan arduo salgo por la puerta de este capítulo en seguimiento de nuestros novios” (93). Una vez más, el narrador da cuenta de su movilidad, no solo física y espacial, sino discursiva, pues de describir las costumbres de los monteros, en clave sociológica, pasa a encargarse de los personajes de la novela. A pesar de esta lectura oposicional entre los dos registros, es posible conectar ambas modalidades narrativas en la medida que el registro ficcional reelabora, en muchos casos, lo que su contraparte etnográfica pone en escena. A la descripción del fandango como práctica social de
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la comunidad montera, le corresponde una secuencia ficcional donde el narrador relata la declaración amorosa entre Manuel y María en ese contexto festivo. El narrador utiliza el escenario creado en el nivel etnográfico para incorporar a los dos personajes y su historia de amor: “Manuel […] en un fandango a que pocos días de su llegada asistió […] empuñó la güira y en versos mal o bien concertados dijo lo que sentía y pintó con tan verdaderos colores a quien iban dirigidos, que la niña advertida ya […] conoció que era ella la heroína” (61).5 En otras ocasiones, la operación se realza de manera inversa y del registro ficcional se pasa al etnográfico. En el capítulo, por ejemplo, correspondiente a la boda de ambos, la ficción se suspende para explicar al público lector las costumbres propias del montero en la celebración nupcial (78-80). El propio título de la novela da pie para reflexionar en torno a los dos niveles narrativos. A diferencia de otras novelas de costumbres, que, a pesar de su retórica tipológica, ponen el énfasis en un personaje en particular, en El montero sobresale más el tipo que el personaje; por ende, ninguna de las figuras de la trama alcanza gran relieve. Los personajes Manuel, Juan, Tomás, Feliciano, María y Teresa constituyen variaciones del montero y de su contraparte femenina: el énfasis está centrado en la tipología. Siguiendo la clave hermenéutica, que se formula desde el propio título de la novela, se podría afirmar que la propuesta de la ficción consiste en presentar un proyecto epistemológico del montero como tipología social. Ahora bien, habría que preguntarse cuál es la función de cada modalidad narrativa dentro de la novela. El relato ficcional, centrado en torno a la historia de amor entre Manuel y María, narra la llegada del primero a Matanzas, los sentimientos amorosos entre ambos jóvenes, la declaración de amor, los celos de Juan y sus intentos de venganza
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Anteriormente y bajo el registro etnográfico, el narrador de la novela había afirmado: “Una de las cosas más notables en estas danzas populares son los cantores, copia fiel, menos el arpa, de los bardos de la Edad Media. Poeta por raza y por clima, su facundia no tiene límites; empuña la güira e improvisa cuartetas y décimas que cambian a medida de los diferentes sentimientos que lo animen” (61).
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ante el desprecio de María, la boda entre Manuel y María y la muerte de Tomás, padre de María, a manos de Juan. Como ficción fundacional, El montero promueve un modelo cohesivo del estado nacional a través de una utopía erótico-política y exalta la figura del montero como estandarte de la identidad nacional dominicana. Bonó apuesta por la modernización de los sectores campesinos en la medida que la ficción encierra una trama ejemplarizante sobre las posibilidades de incorporar al montero al proyecto de la nación. Si en la unión de María y Manuel se consuma la genealogía familiar necesaria para producir las sucesivas generaciones, destinadas a garantizar la continuidad de un sujeto que perpetúa la “esencia” nacional, en el antagonismo entre Manuel y Juan y en el triunfo del primero sobre el segundo se cifra la posibilidad de civilizar la “barbarie”. El registro etnográfico, por el contrario, se encarga de describir la construcción de las casas de los monteros, sus materiales, utensilios y disposición interior; relata sus bailes populares, sus características morales, sus trajes típicos y las costumbres de la comunidad. En este nivel, el narrador se mueve entre la descripción del espacio geográfico y la tipología del montero. El desplazamiento del paisaje natural al humano se cifra en el cambio de la literatura de viajes a la costumbrista: al reapropiarse de ambos paradigmas literarios, el narrador pone en escena las relaciones entre el viajero y el costumbrista. Entre las convenciones más empleadas por la literatura de viajes, la novela utiliza, para comenzar, la descripción de la ciudad desde el mar. A tal efecto, El montero reincorpora la escena inaugural de la mayoría de los relatos de viajes y el narrador inicia la novela siguiendo la lógica de ese primer encuentro marítimo: En ese gran recodo que el mar hace al Este Nordeste de la isla de Santo Domingo […] hay un lugarejo nombrado Matanzas, que tiene un puerto pequeño siempre hambriento de buques que nunca se toman la pena de anclar en él. Dos o tres casas esparcidas habitadas por monteros, un fuerte con un cañón y un pequeño arsenal, he aquí cuanto hay del hombre en este lugar. Pero si dirigimos la vista al rededor, la naturaleza compensa esta pobreza, desenvolviendo uno de los más imponentes espectáculos […] Bosques de limoneros, majagua y uveros cubren el litoral
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con una entrada de doce leguas al interior, y sirven de guarida a una infinidad de puercos montaraces, cuya caza es la ocupación de todos los habitantes que pueblan ese espacio, y el producto de las carnes la única renta que poseen. (45-46)
La perspectiva del narrador se ajusta a la de un viajero que reconoce, por primera vez, la isla desde el mar. Como la tradición viajera que reinventa América como espacio de fertilidad y sobreabundancia, el narrador contrapone los ejes naturaleza y cultura para reinterpretar el espacio como geografía. Ante un puerto desprovisto de actividad comercial, la narración enfatiza la riqueza en el orden natural. Al igual que en la literatura de viajes, el propósito radicaba en localizar cartográficamente la región; en este caso, se intentaba ubicar Matanzas dentro de las coordenadas nacionales, integrarla a la geografía de la isla, y darla a conocer al público urbano y extranjero.6 Las conexiones entre la figura del narrador y el viajero se perciben también a través de otro de los lugares comunes de la literatura de viajes: en medio de su narración, el viajero orienta a futuros exploradores sobre los peligros o particularidades de la región, convirtiéndose en guía para posibles futuros viajeros a la isla.7 Después de este primer momento, la narración se traslada del registro etnográfico, articulado bajo las convenciones de la literatura de viajes, al registro ficcional. Asistimos entonces a un segundo comienzo, organizado ahora desde la tropología de la novela, una especie de variación ficcional del tema que le ha antecedido:
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Para darle mayor credibilidad, la voz narrativa incorpora en este brevísimo capítulo una nota a pie de página que ratifica el conocimiento geográfico del narrador y da una idea precisa del estilo objetivo y el tono científico que este alcanza en muchos pasajes de la novela (46). Al respecto, el narrador comenta: “Un viajero que recorra estos lugares, recordará al ver las mesas lo que se cuenta de la hospitalidad de nuestros antepasados, conservada en medio de los monteros” (101). El final de la novela apunta además hacia uno de los topos literarios más trabajados en la escritura de viajes: la figura del náufrago. La circularidad del relato, donde principio y fin remiten a la literatura de viajes, ejemplifica la importancia del género en el siglo xix.
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Era una apacible tarde de otoño, el sol se escondía por detrás de la elevada cima del helechal; la brisa de mar que todo el día había jugado mansamente en su vasta planería, acababa de ceder su lugar al terral; el Océano en su continua lucha exhalaba su poética e interminable queja al estrellarse entre las rocas, y las tórtolas se agrupaban en sus dormitorios y los pelícanos se agrupaban en sus dormitorios favoritos. (46)
La marca que distingue las fronteras entre la retórica del viaje y la ficción está contenida en el uso del imperfecto para describir el cronotopo narrativo de tiempo y espacio que enmarcará la trama. A partir de la descripción de un paisaje que se deja de narrar con la objetividad propia del relato de viaje y se convierte en materia poética, el narrador presenta a los personajes principales, que moverán de una manera u otra los hilos de la ficción. Dicho en otros términos, solo después que el narrador ha descrito de manera minuciosa la geografía física de la región se adentra, entonces, en la tipología que le interesa enfocarse: el montero. En ese sentido, la novela se desplaza del plano geográfico a la descripción del tipo y sus costumbres; de ahí que, El montero se suscriba, también, a la economía discursiva del cuadro de costumbres. Si bien el paradigma de la literatura de viajes le permite arropar la narración de una perspectiva autorizada para narrar el espacio geográfico, el cuadro de costumbres se convierte en el aparato clasificador por excelencia para las tipologías humanas. Las escenas dedicadas a describir el fandango, baile típico del montero, la pavoneada y la vivienda, entre muchas otras, funcionan como verdaderos cuadros de costumbres con autonomía de la trama. La apuesta, como en la mayoría de los cuadros de costumbres, era “civilizar”, regenerar los hábitos sociales de esta tipología y promover el cultivo de las instituciones legales como el medio idóneo para educar al montero (91). El movimiento entre los dos niveles narrativos cumple una función específica dentro de la novela: mediante el registro novelesco se apelaba a la capacidad persuasiva de la literatura y se apostaba por establecer una fuerte empatía con el público lector; las relaciones entre ficción y afecto sustentan ese orden narrativo. A través del nivel etnográfico, el narrador buscaba insertar la isla en una
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geopolítica moderna, aprovechaba la circulación del periódico europeo, donde aparecía publicada la novela dominicana, para propagar el conocimiento del país en una arena pública e internacional. Canon, historia literaria e imaginario racial El montero ha recibido muy escasa atención por parte de la crítica literaria producida dentro y fuera de la isla.8 En Modernity Disavowed, Sibylle Fischer llama la atención sobre la novela y propone leerla en relación con otros textos fundacionales del canon latinoamericano como Facundo de Domingo Sarmiento, María de Jorge Isaac y Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde. Para Fischer, el desinterés en la novela radica en el deseo de articular un proyecto de identidad racial y cultural basado en el discurso indigenista. Al no corresponder con la corriente narrativa dominante, centrada alrededor de textos como Los amores de los indios de Alejandro Angulo Guridi, La fantasma de Higüey de Francisco Javier Angulo Guridi, Fantasías indígenas de José Joaquín Pérez y Enriquillo de Manuel Galván, la crítica literaria nacional habría prescindido y hasta silenciado una de sus ficciones fundacionales más significativas.9 Al frente de la crítica nacional, Fischer coloca a Max
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En su “Introducción” de El montero. Epistolario, Raymundo González señala los escasos estudios que existen sobre esta obra. Salvo el prefacio escrito por Emilio Rodríguez Demorizi a la primera publicación de la novela en 1968 y el estudio de Josefina de la Cruz en La sociedad dominicana de finales de siglo a través de la novela, el resto constituye referencias aisladas sobre la novela dominicana (13). Enriquillo, publicada entre 1879 y 1882, es considerada no solo el romance fundacional dominicano por excelencia, siguiendo la denominación de Doris Sommer, sino una de las mejores novelas en la historia literaria latinoamericana. Cumplió una función canonizadora del indigenismo como narrativa de identidad en la República Dominicana. Su autor, Galván, era partidario de la anexión a España y formó parte del gabinete presidencial de Pedro Santana, quien llevó a cabo la reanexión en 1861. Sobre el tema publicó El general Don Pedro Santana y la anexión de Santo Domingo a España (1862) y El arreglo de la cuestión domínicoespañola de 1879 (1880). Para un análisis textual de la novela, recomiendo Foundational Fictions de Sommer.
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Henríquez Ureña y su Panorama histórico de la literatura dominicana. La omisión de El montero, en la influyente historia literaria dominicana, revelaría el deseo de construir un telos nacional que privilegie el indigenismo como metáfora de la identidad racial de la nación.10 El argumento de Fischer se torna interesante para reflexionar sobre las relaciones entre la constitución del canon nacional, la historia literaria y el proyecto racial que se intentaba instituir desde la llamada, por Ángel Rama, ciudad letrada. No obstante, una revisión detallada de la historia editorial del Panorama de Henríquez Ureña cambia el rumbo de la propuesta de Fischer. Si bien la primera edición del canónico estudio, en 1945, no incorpora la novela en cuestión, la segunda edición, revisada y ampliada en 1966, no solo la incluye en su capítulo xvii, titulado “La novela, la tradición y la literatura de costumbres”, sino que, además, reconoce su carácter fundacional en el siglo xix dominicano. Al respecto, su autor apunta: “En 1851 se publicó en El correo de Ultramar, que veía la luz en París, una novelita, El Montero, original de Pedro Francisco Bonó (1828-1906). Es Bonó el único autor dominicano que comparte con Alejandro Angulo Guridi la prioridad en el campo de la ficción narrativa” (2, 328). ¿Cómo explicar la diferencia entre la edición de 1945 y la de 1966? Al publicar, por primera vez, el Panorama, Henríquez Ureña no tenía conocimiento de la novela: El montero se publica en Francia, en 1856, en formato de revista, no es hasta 1966 que el bibliógrafo dominicano Emilio Rodríguez Demorizi encuentra la novela en las colecciones de El Correo de Ultramar, conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid, y no se publica en formato de libro hasta 1968.11 Estos detalles podrían explicar, en gran medida, la omisión de la novela en la edición de 1945 y su posterior incorporación en la de 1966.
10 A la operación de censura, según Fischer, se sumaría la negativa de Henríquez Ureña de reconocer la existencia de la literatura indigenista antes de 1861. 11 Ya desde 1964, con la publicación de Papeles de Pedro F. Bonó, Rodríguez Demorizi había hecho circular una carta de Bonó, donde este se refería ampliamente a su novela. Henríquez Ureña sostiene que el año de publicación de El montero fue 1851, pero Rodríguez Demorizi asegura que salió a la luz 1856. He preferido seguir al segundo.
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En cambio, para Fischer, el hecho de que El montero haya sido publicado en una revista, editada en París, no justifica su ausencia del Panorama porque la genealogía literaria construida, por Henríquez Ureña, acoge textos de la emigración dominicana, salidos a la luz mayormente en Cuba. La diferencia, a mi juicio, entre Los amores de dos indios y El fatalista, por citar tan solo dos ejemplos, incluidos por Henríquez Ureña en su estudio, y El montero radicaría en que mientras los dos primeros se editaron en formato de libro, el tercero circuló en revista, en forma de folletín: la materialidad del libro pudo haber influido positivamente en la popularidad y perdurabilidad de los primeros sobre El montero. Al parecer, Fischer solo consultó la primera edición del Panorama y la omisión de la novela la lee como parte de una agenda intelectual, diseñada por la crítica literaria, para privilegiar la narrativa indigenista. La falta de atención a la novela no solo reside en el interés, por parte de la crítica nacional, de fundar una literatura indigenista dentro del repertorio de prácticas literarias nacionales, sino que, sobre todo, es resultado de un ejercicio crítico que privilegia los valores artísticos y formales del texto. Comparado con el Enriquillo de Galván, El montero es, sin lugar a duda, una novela a caballo entre dos registros narrativos, donde la modalidad socioantropológica termina por asfixiar la ficcional. Habría que enfatizar que Henríquez Ureña estudia la literatura indigenista a escala continental, como un movimiento literario hispanoamericano, no exclusivo de la República Dominicana, cuyo antecedente sitúa en poemas épicos de la conquista como La araucana de Alonso de Ercilla Zúñiga. Para el crítico, la literatura indigenista del siglo xix formaba parte del programa de independencia cultural del continente y tenía un carácter eminentemente político; de ahí que los períodos claves de la literatura indigenista se localicen justamente después de alcanzar las independencias en América Latina y al ganar la Guerra de Restauración en la República Dominicana en 1865. Fischer lee El montero como la alternativa al indigenismo, en la medida que Bonó ha sido reivindicado como promotor del mulatismo en la cultura dominicana; su clave interpretativa parece estar en relación más con la ensayística de Bonó, de finales del siglo xix, que
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con la propuesta racial de la propia novela. En ese sentido, Fischer sigue el trabajo de la historiografía y la crítica cultural, dentro y fuera de la isla, que ha insistido en deslindar su ensayística de la retórica antihaitiana más virulenta que recorre la producción cultural dominicana de la segunda mitad del xix y primera del xx. A diferencia de otros intelectuales, Bonó reconoce las aristas positivas de la Revolución haitiana y del período de integración, entre 1822 y 1844, centradas en la eliminación de la esclavitud y la desamortización de las tierras. En La isla imaginada, Pedro Luis San Miguel estudia a Bonó como la nota disonante en la historia intelectual dominicana del siglo xix, en la medida que su proyecto de nación se erigió en base al mulatismo como factor de identidad e integración racial. Sin embargo, la formulación del mulatismo como criterio de identidad nacional no cancela la ideología antihaitiana en Bonó, sino que se manifiesta como una forma de hispanización de la cultura dominicana. Si nos detenemos en ensayos clásicos como “La República Dominicana y la República Haitiana” y “Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas”, veremos que Bonó lee en clave antagónica las culturas dominicana y haitiana: mientras la política racial de la parte occidental se fundó, de acuerdo con Bonó, en el exclusivismo de la raza negra, la oriental se asentó en la inclusión de las diversas razas en su territorio. Al respecto, apunta: Haití tiene por base inquebrantable de su conservación y progreso, el exclusivismo de una sola raza; la negra, único objeto de sus amores y predilección; mientras que la República Dominicana tiene como fondo incontrastable el cosmopolitismo, la expansión de todas las razas en su suelo, aunque con bastante predilección por la blanca, de quien cree y espera recibir más fuerza. (“La República Dominicana y la República Haitiana” 394)
A diferencia de la sociedad haitiana, la dominicana se caracterizaba por ser esencialmente mulata. Bonó aseguraba que las costumbres, los hábitos y la legislación de la parte oriental de la isla eran básicamente europeos (“Apuntes” 234). La exaltación del mulatismo, como criterio racial, establecía una narrativa de identidad en oposición a la haitiana;
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la preponderancia de una población mulata, con una cultura hispánica, hacía posible un mayor intercambio económico, cultural y político con Europa, así como exhortaba a la inmigración blanca, en la cual Bonó ponía las esperanzas para la modernización del país. La oposición entre Haití y la República Dominicana radicaba, según Bonó, en sus diversas experiencias coloniales: frente al pasado colonial francés, el español se distinguía por una supuesta superioridad moral que había garantizado una relación armoniosa entre las diversas castas (“Apuntes” 219). En ese sentido, el futuro político de la República Dominicana remitía necesariamente a su pasado colonial; siendo la única independiente de las Antillas hispanas, las posibilidades de un porvenir próspero radicaban en el sistema de relaciones raciales que se había establecido durante la colonia. El espacio colonial aparecía reinventado, en su ensayo, como lugar utópico y como la posibilidad misma del nuevo orden postcolonial. El mulatismo terminaba siendo una forma esencial de blanqueamiento e hispanización.
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CAPÍTULO 4
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Ya Deborah Poole señaló la importancia que el indigenismo decimonónico tuvo para la consolidación de las ciencias sociales en el siglo xx. Como movimiento cultural, intelectual y político, el indigenismo sentó las bases que serían posteriormente incorporadas por la arqueología, una vez institucionalizada, en universidades, museos, revistas y centros de saber. Los indigenistas defendieron, a lo largo del siglo xix, las tradiciones culturales e intelectuales aborígenes, clamaron por la incorporación del legado prehispánico dentro de las historias nacionales y cuestionaron, en gran medida, la inferioridad racial atribuida a los indígenas y a los mestizos, muchas veces reconociéndose ellos mismos como parte de esa comunidad (“Introduction” 4).1 1
Por una parte, Poole señala las aristas positivas del indigenismo al referirse a su legado epistemológico, cívico y afectivo en las ciencias sociales y su impacto en el activismo político del siglo xx; por otro lado, apunta sus fracturas y quiebres enfocándose, en particular, en la problemática de la autenticidad de la voz en el indigenismo. Para un estudio sobre la naturaleza contradictoria del indigenismo basada tanto en el deseo de incorporar y legitimar la cultura prehispánica dentro de los discursos de construcción nacional como en el intento de subyugar, dominar y controlar al “otro”, recomiendo The Inner Life of Mestizo Nationalism de Estelle Tarica.
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Al igual que el indigenismo latinoamericano, el dominicano impulsó una agenda racial, política y cultural que colocaba al indígena en el centro de importantes debates para el siglo xix, en torno a las ideas de naturaleza y cultura, civilización y barbarie, nación y colonia, raza y esclavitud y derechos naturales y tierra. La figura del indígena se convirtió en un lugar de enunciación, un espacio de cruces discursivos y un tropo a través del cual se moldearon gran parte de las narrativas nacionales. La utilización del legado prehispánico por parte de las elites caribeñas, a lo largo del siglo xix, posibilitó, como ha estudiado Christopher Schmidt-Nowara, construir las historias nacionales al margen de la historia española. El trabajo con la herencia aborigen permitía no solo distanciarse del archivo español como fundamento de las naciones antillanas, sino, también, erigir un archivo autóctono propio: “Prehistory became a time and space of national peculiarity and authenticity that differentiated [the colonies] from Spain” (The Conquest of History 97).2 En ese sentido, el uso del legado prehispánico demostraba que la historia caribeña excedía la colonización y la conquista española. Permitía, además, colocar las culturas aborígenes antillanas dentro del marco de la historia mundial en la medida que el legado prehispánico, en sus más variadas representaciones arqueológicas, le otorgaba a la región una dimensión histórica que tendía a desaparecer bajo la mirada imperial. Mediante el análisis e interpretación de los objetos arqueológicos, las elites antillanas aspiraban a reafirmar la tesis de que todos los humanos compartían un mismo origen, en tanto el monogenismo se convirtió en una de las respuestas más contundentes en contra del racismo científico de la época (97, 113). La apuesta por el legado prehispánico y el indigenismo dio pie a las más inusitadas defensas en la historia cultural y política de la República Dominicana. Según aparece en Indigenismo, Arqueología e
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Siguiendo esa línea, habría que mencionar a los cubanos Esteban Pichardo y Tapia y Antonio Bachiller y Morales, con Diccionario provincial de voces cubanas y Cuba primitiva, y a los puertorriqueños Agustín Stahl y Cayetano Coll y Toste, con Los indios borinqueños y Prehistoria de Puerto Rico.
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identidad nacional de Manuel A. García Arévalo, el general Gregorio Luperón, prócer de la Guerra de Restauración, 1863-1865, no dudaba en afirmar: Habiendo casi desaparecido los aborígenes, la población de la isla está formada por dos razas tan distintas por su origen y semblante, como por sus costumbres y preocupaciones. Son estas la europea y la africana, que al cruzarse entre sí han producido otra raza mixta, participando de ambos, según la preponderancia de una u otra sangre, la cual tiende por ley de los climas a volver a la raza primitiva de la isla. (22)
Ingeniosamente, para Luperón, la cópula interracial, entre blanco y negro, no derivaba en la República Dominicana en el mulato, sino en el indígena. El indigenismo, en este caso, no era resultado de una herencia cultural, pues el general reconocía que las poblaciones aborígenes habían desaparecido en la isla, sino, más bien, consecuencia de las condiciones geográficas. Sin importar el intercambio entre europeos y africanos, la República Dominicana estaba destinada a producir al indígena. Luperón parecía apelar a un principio evolutivo que desembocaba, debido a las condiciones climáticas, en el aborigen. En la segunda mitad del siglo xx, Emilio Rodríguez Demorizi insistió en la fórmula indigenista, pero desde una perspectiva cultural; para ello, enfatizaba una línea de continuidad entre lo indígena y lo dominicano a través de los nombres propios: El desdén por todo lo español crea […] la exaltación de todo lo dominicano, remontándose a lo indígena. El dominicano […] no ve en el español el antepasado inmediato, sino al indio; en las familias se abandonan con frecuencias los nombres españoles y en la pila bautismal aparecen los nombres indígenas de moda, Caonabo, Guarionex, Iguaniona, Guaroa, Anacaona, Mencía. (Pintura y escultura en Santo Domingo 37)
Al resucitar los nombres indígenas, los dominicanos ratificaban su pacto con el legado aborigen. Luperón y Rodríguez Demorizi, desde sus respectivos siglos, parecían condensar la máxima de Pedro Henríquez Ureña: “¡Ir hacia el indio! Programa que nace y renace en cada generación” (Seis ensayos en busca de nuestra expresión 24). El retorno
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al legado indígena parecía formar parte de un plan, al que la sociedad dominicana estaba predestinada, y que tenía la capacidad de renovarse y de adquirir manifestaciones propias, en dependencia de la coyuntura histórica de cada generación. Una de las disciplinas que con mayor fuerza defendió la apuesta por el indigenismo fue la arqueología. A partir del siglo xx, como sostiene García Arévalo: “el indigenismo comenzó a ser objeto de la historiografía y de la antropología social más que de la literatura. Serían entonces la arqueología, la etnohistoria y la lingüística, las ramas científicas que, con sus métodos de investigación y análisis, vendrían a dar una nueva dimensión al indigenismo antillano” (Indigenismo 25). Pero si bien, en las primeras décadas del siglo xx, el indigenismo recibió un impulso sin precedentes desde la arqueología, al inaugurarse el Museo Nacional de la República Dominicana en 1927, destinado a preservar la cultura material aborigen de la nación, habría que enfatizar que la arqueología ya había comenzado a desarrollarse desde la segunda mitad del xix.3 En este capítulo, me interesa detenerme en las condiciones que posibilitaron el auge de la arqueología en la República Dominicana, a finales del siglo xix. Indago en los cruces que se suscitaron entre el indigenismo y la arqueología y exploro, además, la importancia de las ciencias sociales para la consolidación del proyecto nacional dominicano. Para ello, me concentro en la figura de Alejandro Llenas, considerado un pionero de la arqueología del país, tanto por sus excavaciones y colecciones como por su producción ensayística. Entre las elites criollas dominicanas de fin de siglo, Llenas es interesante no solo porque en él convergen el literato y el científico, sino, además, porque su trabajo permite trazar la genealogía que va del coleccionista al arqueólogo y del coleccionismo a la arqueología, como ciencia de los objetos.
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A pesar del auge de la arqueología, los escritores y artistas dominicanos continuaron apelando al indigenismo en la primera mitad del siglo xx. Juan Bosch publicó Indios. Apuntes históricos y leyendas, en 1935, y Pedro Vergés Vidal, Anacaona, en 1947.
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En las últimas décadas del siglo xix, Llenas publicó significativos textos en importantes periódicos dominicanos como El Porvenir. Los temas iban desde lo arqueológico hasta lo histórico y lo literario. Entre los arqueológicos, se destacan “Origen y antropología de los indios del Nuevo Mundo”, “Idioma de los indios”, “Antigüedades indianas”, “El país de los ciguayos”, “Antigüedad del género humano” y “Descubrimiento del cráneo de un indio ciguayo en Santo Domingo”; a estos, se suman otros de corte literario como “La boca del indio” e históricos como “Colonia de La Natividad”, “Fortaleza de la Navidad” y “La Isabela”. Muchos de sus textos reescriben tradiciones literarias como “La bella Catalina” de Apolinar Tejera y “Flor de palma, o La fugitiva de Borinquén” de José Joaquín Pérez. En particular, “La boca del indio” incorpora gran parte de las narrativas de la literatura indigenista dominicana estudiadas anteriormente. Arqueología, literatura e historia confluyen en un mismo tema: el indigenismo. La arqueología como práctica y discurso cumplía para Llenas dos funciones fundamentales en la República Dominicana. Por una parte, permitía fundamentar empíricamente el proyecto racial imaginado para la nación: no solo escamoteaba la presencia africana, sino que, además, le daba una densidad histórica y científica al indigenismo. Por otra, la arqueología se convertía en una práctica que posibilitaba ingresar al país en la arena internacional; a través de los objetos arqueológicos, lo local encontraba su entrada en el orden mundial. El indigenismo se consolidó como fórmula de la identidad nacional y permeó no solo al arte y la literatura, sino, también, la imaginación científica. Al convertirse en la ideología dominante, el indigenismo condujo al desarrollo de la arqueología como disciplina privilegiada.
Objeto, coleccionismo y museo En The Discovery of the Past, dedicado a estudiar la imaginación arqueológica desde la antigüedad hasta el siglo xix, Alain Schnapp traza la genealogía que va del anticuario al arqueólogo y enfatiza los cambios que posibilitaron la entrada de la arqueología dentro de las cien-
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cias sociales.4 El cambio de una orientación coleccionista a una eminentemente arqueológica dependió, antes que todo, de la supremacía del proyecto epistemológico sobre el mero deseo de coleccionar. El arqueólogo, a diferencia del coleccionista, no se centraba tan solo en la importancia del objeto aislado, sino, también, en las relaciones entre el objeto y su contexto. Por tanto, no se trataba de describir el objeto arqueológico en sí, sino de explicar la cultura a través de la presencia física de los objetos (24-25). Con el objetivo de recrear las relaciones entre el objeto y su contexto, la arqueología se estableció como ciencia de los objetos, pero, también, como ciencia de la interpretación del pasado: la curiosidad arqueológica no estaba limitada a la observación, sino que dependía de la exégesis y la paráfrasis. La consolidación de la arqueología dependió, además, del ejercicio de la excavación. La misma se convirtió en una técnica de exploración que permitía el contacto, de primera mano, con el objeto en el momento de su hallazgo o descubrimiento (208-240). Al establecer su propia metodología de trabajo, la arqueología postuló una nueva manera de mirar al pasado y, al mismo tiempo, propuso una nueva forma de establecer relaciones entre la tradición y el presente.5 Con las excavaciones y los ensayos de Alejandro Llenas, asistimos a los primeros intentos por profesionalizar la práctica arqueológica en la República Dominicana. Una de las maneras, en la que el arqueólogo comenzó a distinguirse del coleccionista, consistió en el deseo de autorizarse dentro de un campo del saber académico. A diferencia del mero coleccionista, Llenas buscaba hacer visible su inserción dentro de las redes científicas mundiales. Para él, la excavación (como ejercicio y práctica) y el museo (como instancia de enunciación del saber) se convertían en fundamentos de la disciplina arqueológica.
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Schnapp estudia, a través de una sofisticada lectura de fuentes históricas, visuales y arqueológicas, la separación de la arqueología de otras actividades y disciplinas como el coleccionismo, la historia y la filología. Sigo sus ideas sobre la arqueología como campo de saber. Según Schnapp, “in the first half of the nineteenth century a new term —archaeology— was increasingly used, and this shift in vocabulary corresponded to a modification of the role and purpose of knowledge of the past” (275).
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En su ensayo, “Descubrimiento del cráneo de un indio ciguayo en Santo Domingo”, inspirado en su propia excavación, Llenas hacía explícita su conexión con las instituciones metropolitanas y su relación con figuras científicas de primer orden: “El profesor de Quatrefrages, que pasa, con justa razón, por el primer antropólogo de Europa, decía a un joven dominicano, en el momento de su partida: ‘El mejor regalo que usted podría hacer al Museo, sería el cráneo de un indio de vuestra isla’ (33)”. El joven y aprendiz dominicano era nada más y nada menos que el propio Llenas. A través de la conexión con Jean Louis Armand de Quatrefages de Bréau, Llenas buscaba insertarse dentro de la arena científica internacional y validar sus investigaciones arqueológicas en la República Dominicana. Al situarse en la escena junto al prominente científico francés, no solo se proponía como intermediario entre el orden local y el mundial, encargado de conferirle visibilidad a la isla, sino que, además, colocaba su ensayo (y también la excavación arqueológica) en la tradición del texto por encargo. La manera más efectiva, para la República Dominicana, de acceder al museo y de insertarse en una dimensión internacional era mediante los objetos arqueológicos aborígenes. A continuación, Llenas insistía en esa relación: En efecto, por muy conocido que sea Santo Domingo por sus productos coloniales; por muy activas que hayan sido las investigaciones de los americanistas que, desde hace doscientos años, la han recorrido en busca de los restos de los antiguos habitantes, ninguna de las colecciones europeas, tan ricas, sin embargo, en muestras de todas las razas humanas posee, que nosotros sepamos, un cráneo de indio de nuestra isla. (33)
Llenas comparaba los productos coloniales dominicanos con las piezas arqueológicas de su país. Al igual que los frutos tropicales, tan cotizados en el imaginario naturalista del siglo xix, los objetos arqueológicos prehispánicos permitían insertar la isla en un circuito de circulación global. Llenas utilizaba, además, el vocablo “americanista” para referirse a las investigaciones arqueológicas, llevadas a cabo en su país, sobre las culturas aborígenes y colocaba dicha actividad dentro de una tradición intelectual de aproximadamente doscientos años. De
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esa manera, no solo ratificaba la importancia de La Española dentro de la imaginación arqueológica mundial, sino que colocaba a la disciplina en un campo de saber específico, el americanismo. A pesar del interés despertado por la cultura prehispánica, en los últimos dos siglos, los museos europeos aún no contaban con un cráneo de un aborigen de la isla: Llenas se erigía entonces como el encargado de llenar ese vacío y la arqueología se convertía en un mecanismo efectivo para afianzar el país dentro de museos, exhibiciones e instituciones científicas internacionales. Si bien el uso del legado prehispánico figuró como un recurso importante a lo largo del siglo xix, este alcanzó su apogeo alrededor de las conmemoraciones por el cuarto centenario del “descubrimiento” de América. Llenas escribió muchos de sus materiales arqueológicos, “Descubrimiento del cráneo de un indio ciguayo en Santo Domingo”, “Antigüedades indianas” y “Origen y antropología de los indios del Nuevo Mundo”, entre 1889 y 1892. La conmemoración de la efeméride tuvo, a lo largo del mundo iberoamericano, una fuerte repercusión y se desarrolló mediante exposiciones y congresos (con un fuerte componente americanista), la edificación de estatuas y la publicación de libros y carteles sobre el tema. Uno de los motivos centrales giró alrededor de la figura de Cristóbal Colón y su primer viaje a América (Schmidt-Nowara, The Conquest of History 53-94). Pero, la fecha no adquirió la misma connotación a través del mundo atlántico: mientras los españoles vieron en el “descubrimiento” y la conquista los eventos fundadores de la modernidad en las Américas, los criollos buscaron una continuidad cultural entre el legado prehispánico y el presente.6 En ese sentido, la proximidad con el año 1892 estimuló la práctica arqueológica en la República Dominicana: la manera más efectiva de
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Desde la perspectiva española, la celebración del cuarto centenario privilegió la idea del descubrimiento de América como comienzo. Como afirma Peter Hulme, en su ya clásico Colonial Encounters: “in a variety of ways the ‘discovery of America’ has been inscribed as a beginning. It is the first of the great ‘discoveries’ that form the cornerstones of the conventional narrative of European history over the last five centuries: America is, typically, the ‘New World’ or later the ‘Virgin Land’” (1).
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contribuir con las celebraciones del cuarto centenario del “descubrimiento” de América pasaba a través de su cultura prehispánica. En “Antigüedades indianas”, Llenas hacía un llamado a participar en la Exposición Universal de Chicago de 1893, dedicada al tema del “descubrimiento”, mediante la exhibición de los objetos aborígenes (55). Por una parte, su ensayo se torna interesante porque permite repensar el coleccionismo como una actividad y práctica privada en las últimas décadas del siglo xix. En varios momentos, Llenas hacía referencia puntual a las colecciones personales de dominicanos mostrando cómo las elites letradas, religiosas y políticas de la nación se habían dedicado a dicha práctica. El texto funcionaba entonces como un mapa en el cual se cifraban los principales coleccionistas del país: el propio Llenas pasaba a engrosar la lista en dos ocasiones al aludir a su colección personal (53). El coleccionismo aparecía, mano a mano, junto al linaje y al apellido y se convertía en una especie de práctica protoarqueológica, supeditada y auspiciada a nivel individual. Por otra parte, su ensayo muestra el deseo de pasar de la instancia privada de la colección al espacio nacional e internacional del museo. Llenas no solo clamaba por hacer presente la isla en las exhibiciones mundiales, sino que, además, insistía en organizar y profesionalizar la arqueología dentro del país. El tránsito, del mero coleccionismo a la arqueología como ciencia de los objetos, implicaba sobrepasar el nivel personal y promover el ejercicio arqueológico dentro de la lógica de instituciones como el museo y el Estado. En ese sentido, en Llenas primaba más el proyecto epistemológico que el mero interés del coleccionista: el criollo defendía la apertura de un espacio que funcionara como museo de la nación y establecía una fuerte conexión entre arqueología y patria. La arqueología pasaba a ser entendida como un asunto nacional, dedicada a preservar la historia del país. En otro de sus ensayos, “Origen y antropología de los indios del Nuevo Mundo”, Llenas insistía en resaltar los vínculos entre la arqueología y la historia: “Los monumentos, se ha dicho, son la más importante escritura para la historia. Y a falta de otros documentos, tenemos magníficos y gigantescos restos arqueológicos para estudiar y consultar, en el Nuevo Mundo” (41). Llenas destacaba la importancia de la arqueología para la escritura de la historia americana: la posi-
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bilidad de reconstruir el pasado aborigen se encontraba en los restos arqueológicos. Ante la ausencia de materiales escritos, anteponía la cultura material aborigen; en ese sentido, los objetos arqueológicos aparecían conceptualizados desde la lógica de la escritura: el ejercicio de desciframiento e interpretación se convertía en la base para la arqueología. La pieza arqueológica funcionaba como un aparato textual. La celebración de la efeméride expandió la posibilidad de colocar la isla en la arena internacional en tanto la arqueología le daba a la República Dominicana una dimensión más cosmopolita que su literatura. El énfasis en el objeto (arqueología) por encima del texto (literatura) permitía una mayor circulación y movilidad para la cultura dominicana. El objeto arqueológico no dependía de los mecanismos de traducción y de publicación para llegar a un público marcado por otras lenguas. Mientras el proyecto letrado del siglo xix estaba en función de un público eminentemente nacional, la arqueología posibilitaba salir de las fronteras patrias y circular tanto dentro como fuera de la isla; por ende, no solo venía a funcionar como especie de colofón del discurso indigenista literario, sino que, además, permitía afianzar la isla en una geopolítica mundial. El proceso de consolidación de la arqueología, como disciplina independiente de la historia y del coleccionismo, no radicó tan solo en demarcar los vínculos institucionales de la nueva figura del arqueólogo con los centros metropolitanos de saber, sino, también, en legitimar el espacio dominicano como “laboratorio” por excelencia para la disciplina. Así lo apuntaba Llenas en su ensayo “Una vivienda primitiva”: “Si en alguna región del globo ha existido para el hombre, una época prehistórica, ciertamente ha sido en nuestro país, en donde la historia no cuenta sino cuatrocientos años” (203). La isla, no el continente americano, se convertía en el espacio de experimentación ideal para la práctica arqueológica. Si la arqueología suponía una relación particular con la “prehistoria”, la República Dominicana ofrecía posibilidades infinitas, dado que su “historia” contaba tan solo con un período de extensión de cuatrocientos años: la isla entera aparecía como el espacio idóneo para el desarrollo de la arqueología y funcionaba como “trabajo de campo” para el futuro arqueólogo. A partir de la contraposición de los conceptos de historia y prehistoria y la
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supuesta supremacía del segundo sobre el primero, Llenas convertía la isla en una especie de laboratorio arqueológico. Otra de las maneras a través de la cual el arqueólogo comenzó a diferenciarse del coleccionista consistió en la normalización de la política descriptiva del texto. La escritura arqueológica se erigió, por una parte, a partir de una relación directa entre el objeto y el texto. El modelo descriptivo se adhirió a los principios de la representación realista en tanto la escritura se fundaba en la producción de la mímesis. La voluntad de aminorar la distancia entre el signo y el referente, entre el objeto y el texto, marcó la política de la descripción arqueológica. Por otra parte, la tipificación se convirtió en otro de los ejes centrales de la disciplina. La arqueología describía al objeto con relación a variables funcionales, descomponía la pieza en base a la relación entre el todo y las partes y asignaba a cada una de esas partes un orden especial dentro de la representación. Mientras el coleccionismo convertía al texto en una especie de museo en el cual circulaban los objetos arqueológicos, preservados hasta ese momento, la arqueología sobrepasaba la lógica de la acumulación con el ánimo de establecer las relaciones entre el objeto y su contexto. La escritura arqueológica sistematizó una política de la descripción con el ánimo de alcanzar la verosimilitud propia del discurso científico. El afán de veracidad y el deseo de reducir la brecha entre el objeto y el texto conllevó la incorporación del discurso visual. La ilustración del objeto se convirtió en un medio de alcanzar precisión científica. El deseo de Llenas por promover la arqueología, en la República Dominicana, salía a relucir en el uso del periódico como medio de circulación. Sus ensayos arqueológicos aparecieron sistemáticamente en El Porvenir y buscaban fomentar el interés de la opinión pública en torno a la naciente disciplina en el país. El periódico, como nos recuerda Benedict Anderson en Imagined Communities, se convirtió en un lugar esencial para imaginar la nación en el siglo xix. La apuesta por la arqueología desde el periódico permitía reafirmar el proyecto de identidad nacional. Si la lectura creaba un tiempo simultáneo, compartido por la ciudadanía (Anderson 1-7, 47-65), la arqueología justificaba, a través de la ciencia, el deseado origen indígena del dominicano.
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Siguiendo esa línea, en “Origen y antropología de los indios del Nuevo Mundo”, Llenas defendió la tesis de que “las poblaciones del Nuevo Mundo [habían llegado] del Antiguo continente por el Oeste, y que diferentes naciones del Asia, en diferentes siglos, vinieron a formarlas, empujándose o sustituyéndose unas a otras” (44). Más adelante, afirmaba: “El color cobrizo rojo tiene más parecido con el de los indios del Asia y de los malayos, que con el color blanco del caucásico o el amarillento del chino” (45). La tesis, ya popular en ese momento en la arqueología, de que los primeros habitantes del continente provenían de Asia, justificó el proyecto racial impulsado por las elites dominicanas del siglo xix. Al conectar el tono cobrizo del indígena americano con ciertas poblaciones asiáticas, Llenas intentaba cancelar la narrativa del mulataje dominicano y remontar el fenómeno de la mezcla racial a los primeros períodos de poblamiento del continente y la isla, entre indígenas y españoles. Así pues, la arqueología posibilitó defender otras narrativas que quedaban fuera del alcance de la literatura, pero que, de igual manera, buscaban conectar el perfil racial de los dominicanos con el acervo indígena y escamotear el legado africano. Para los pioneros de esta disciplina en el país, desde Llenas hasta Narciso Alberti Bosch, la práctica arqueológica se convirtió en un vehículo epistemológico para reafirmar el antihaitianismo, al mismo tiempo que posibilitaba distinguirse frente a España. La legitimación de la figura del indígena, por medio de la arqueología, permitía condensar la doble orientación que había predominado en el siglo xix dominicano, marcado por los procesos de descolonización, separación e independencia, frente a España y Haití. En consecuencia, la arqueología continuó el proyecto cultural y político de la literatura indigenista, pero desde la institución misma del museo, respaldada por el prestigio científico de la disciplina y por el Estado-nación. Con el tránsito del coleccionismo a la arqueología, las piezas pioneras dominicanas pasaron a formar parte del Museo del Hombre Dominicano. Dicho espacio vino, en gran medida, a otorgarle una dimensión institucional a los trabajos de Llenas. La arqueología como disciplina encontraba finalmente su recinto en la República Dominicana. Sin embargo, los comienzos de la institucionalización de la arqueología no clausuraron los cruces entre esta y la literatura de carac-
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ter indigenista. Si, desde el lugar de las letras, Francisco Javier Angulo Guridi, José Joaquín Pérez, Salomé Ureña y Manuel Galván habían moldeado el aparato conceptual y los debates que las ciencias sociales recuperarían posteriormente, los escritores dominicanos, en pleno siglo xx, no solo continuaron apelando al indigenismo, sino que, incluso, intervinieron directamente en la arqueología. El caso paradigmático, en esta línea, sería el de Marcio Veloz Maggiolo, con Florbella. Arqueonovela, publicada en 1986. Veloz Maggiolo no solo condensa la figura del novelista y del arqueólogo, al dedicarse a ambas disciplinas de manera profesional, sino que su ficción se convierte en una síntesis de la práctica arqueológica y la novelística. De alguna manera, Florbella se podría leer como un punto de cierre, donde se funde casi un siglo de intercambio entre literatura y ciencias sociales. La pregunta de qué se pierde y qué se gana, cuando se pasa de la literatura a las ciencias sociales, recorre las páginas de la arqueonovela, donde el protagonista, una especie de alter ego del autor, encarna al mismo tiempo la figura del arqueólogo y la del escritor. Con el objetivo de recuperar la historia de vida de Florbella, una indígena sacrificada a los dioses, el personaje apuesta por juntar arqueología y literatura en la República Dominicana.
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PREÁMBULO
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En La peregrinación de Bayoán de Eugenio María de Hostos, se narra en primera persona el viaje que llevará a su protagonista de regreso a la metrópolis. El periplo tiene como objetivo reavivar las reformas que prometían convertir la colonia en provincia y a sus habitantes en ciudadanos de la nación española. En ese sentido, el viaje de Bayoán adquiere matices políticos y se inserta en una doble tradición: por una parte, se piensa en la genealogía de los viajes de los diputados antillanos a las Cortes españolas en Cádiz, entre 1810-14 y 1820-23; por otra, dialoga con los viajes de “descubrimiento” y colonización. Bayoán escoge el 12 de octubre como la fecha inicial de su travesía y organiza su escritura a través de un diario; pero su trayectoria invierte el recorrido de Colón al desplazarse de la colonia a la metrópolis. Afincado en esas dos tradiciones, Hostos, quien adquiere importancia dentro del propio texto al figurar como el primer lector de Bayoán, el editor del libro y, en varios momentos, como el narrador, aspiraba a renovar las relaciones entre imperio y colonia mediante el viaje como práctica política. La peregrinación puede ser leída, siguiendo a Richard Rosa, como la ficción reformista caribeña por excelencia (Los fantasmas de la razón 29-66).
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Si bien Hostos escoge a Bayoán como portavoz de su programa político, no será la figura del indígena quien se convierta en el fundamento de la nación puertorriqueña, sino el jíbaro.1 Justo antes de abandonar el Caribe y observando su isla desde el mar, Bayoán reivindica al jíbaro como la base del programa político y económico que anhelaba defender en la metrópolis. Al respecto, apunta: “Filósofos de la naturaleza, jíbaros indolentes, vosotros sois los hombres: los reptiles están en las ciudades” (122). Y más adelante, no ya desde el mar, sino varado dentro de la propia isla, insiste: “Cuando estoy en el campo, creo estar en mi patria: voy a las ciudades, y me falta […] En el campo, yo veo compatriotas: en las ciudades, no” (139). Aunque indolente, el potencial del jíbaro para convertirse en futuro ciudadano radicaba en su conexión con la naturaleza. El campo aparecía asociado a los valores de la verdad y la autenticidad, un espacio donde el hombre había logrado conservar su carácter prístino. La incorporación del jíbaro dentro del programa reformista dependió de la reivindicación de su figura a partir de los valores morales que provenían directamente del entorno rural, pero implicó una especie de escamoteo del tema racial. En La peregrinación, no aparece ninguna descripción del jíbaro en términos raciales. Su postulación como sujeto nacional se sustentó a partir de una narrativa de blanqueamiento: el jíbaro se asoció directamente con la “raza blanca” o, simplemente, se representó a partir de un ejercicio de desracialización que conllevó la ausencia del tema de la negritud. El jíbaro de Hostos no constituye un caso aislado, sino que encuentra sus equivalentes en otras piezas claves de la cultura literaria y visual puertorriqueña. Mientras una parte importante de la literatura comulgó en representar una iconografía desracializada del jíbaro, la cultura visual de la isla enfatizó su pertenencia a la “raza blanca” a través de diversas narrativas. En El velorio de Francisco Oller, la defi-
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Bayoán no es el único personaje de nombre indígena; junto a él, figuran Marién y Guarionex. En ese sentido, Hostos intenta generar una identificación entre el Caribe y las culturas aborígenes. Bayoán, Marién y Guarionex devienen en símbolos de Puerto Rico, Cuba y Santo Domingo; en la unión de los tres personajes quedaba cifrada la propuesta de la Confederación antillana.
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nición racial del campesino se trabaja a partir de la oposición con la figura del esclavo o negro libre (fig. 3).2
Figura 3. El velorio de Francisco Oller, 1893.
Como se observa en la imagen, frente a la familia jíbara que celebra el velorio del niño, se contrapone el esclavo o el negro libre. Este personaje ocupa el centro de la composición y es, además, el único que observa con atención al infante: mientras los campesinos blancos conversan, gesticulan y cantan entre ellos, dirigiendo sus miradas al banquete que están a punto de devorar, el personaje negro reflexiona con la cabeza inclinada hacia el niño.3 Al trabajar la distinción entre 2
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Oller es estimado el artista plástico más importante de su época en Puerto Rico, con una proyección trasatlántica por sus estudios pictóricos en Francia y España. Es considerado, además, el primer pintor latinoamericano en utilizar las técnicas del impresionismo. Sobre la relación de Oller con las tradiciones visuales caribeña, francesa y española, recomiendo From San Juan to Paris and Back de Edward J. Sullivan. El velorio se exhibió en San Juan, La Habana y Francia. Sobre este tema, incluyendo la recepción crítica que tuvo El velorio a finales del siglo xix en Puerto Rico y en Cuba, recomiendo Tragedia y glorificación de El velorio de Osiris Delgado Mercado.
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los campesinos blancos y el esclavo o negro libre, El velorio articula una de las narrativas más trabajadas por el imaginario racial puertorriqueño del xix: el jíbaro no se había mezclado con las poblaciones negras y conservaba, por tanto, su pureza racial. 4 Ya en el siglo xx, Ramón Frade continuó conectando la cultura jíbara con las narrativas de blanqueamiento. En El pan nuestro, el jíbaro se representa con un tono de piel bronceado, pero lo bronceado del fenotipo es resultado del sol y no de la mezcla racial con las poblaciones de origen africano (fig. 4). Frade postula, a través de la cultura visual, otra de las narrativas que intentaba justificar cualquier cercanía del jíbaro a lo negro: el clima, y no la mezcla racial, era al final de cuentas el responsable.
Figura 4. El pan nuestro de Ramón Frade, 1905.
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Es importante apuntar que las correspondencias entre el jíbaro y la “raza blanca” van más allá del indicador corporal para centrarse en la tradición misma celebra-
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Es importante notar que, a pesar de las diferencias que van de Frade a Oller, el jíbaro en ambos casos se encuentra localizado en una zona montañosa. En ese sentido, la montaña se convirtió en el espacio por excelencia para la cultura jíbara y postuló otra narrativa para el imaginario del blanqueamiento al funcionar como un aislante natural que había logrado preservar la homogeneidad racial del jíbaro, separándolo de las zonas de contacto.5 Estas maneras de abordar la representación racial del jíbaro en la literatura y en las artes visuales remiten, como señaló José Luis González en El país de cuatro pisos, al deseo de relegar lo negro y lo mulato a los márgenes de la nación. González se convirtió en uno de los primeros intelectuales en cuestionar la supremacía de la figura del jíbaro blanco y el silenciamiento de los sectores mulatos y negros dentro de la cultura y la literatura de Puerto Rico, pero para el crítico, las operaciones de escamoteo racial se habrían gestado en pleno siglo xx y no desde el xix. En Literatura y sociedad, González argumenta que la recuperación del jíbaro fue llevada a cabo por la llamada Generación del 30, encabezada por Antonio S. Pedreira y Luis Manrique Cabrera, quienes a través del jíbaro blanco respondieron a la racialización experimentada tras la ocupación norteamericana; en ese sentido, González establece diferencias sustanciales entre las maneras en que los letrados del xix y los intelectuales del xx abordaron la representación del jíbaro. El quiebre en las apropiaciones del jíbaro estaría determinado por el sentido de progreso dominante entre los liberales del xix y por la nostalgia
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da por la familia y conocida como velorio del angelito o baquiné. Al representarla como una de las costumbres del campesino puertorriqueño, Oller interpretaba la cultura jíbara como heredera de las tradiciones cristianas y europeas, una conexión importante en la articulación del imaginario racial blanco configurado por las elites de Puerto Rico. El jíbaro de Frade enfatiza la dieta típica del campesino puertorriqueño. La alusión al plátano como base de la alimentación conllevó otro presupuesto enarbolado por las elites criollas de finales del xix y principios del xx: la supuesta degeneración quedaba asociada no con los efectos climáticos, sino con la dieta, la higiene, el colonialismo y la esclavitud.
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por el pasado de los intelectuales de principios del xx. De la mirada evolucionista de los primeros se pasaba a la estetización y glorificación de los segundos como artilugio para enmascarar sus propios prejuicios raciales. El cambio estaba determinado, según González, por el nuevo estatus político de la isla a partir de 1898, que condujo, por una parte, al desmantelamiento de la cultura de elite y, por otra, al ascenso de sectores populares de la población que se identificaban de una manera diferente con la cultura jíbara (107). Más que de una ruptura entre los letrados de finales del xix y los intelectuales del xx habría que hablar, como apunta Lillian Guerra, de ejes de continuidad entre ellos. Para la historiadora, la decisión de Pedreira de postular al jíbaro blanco como estandarte de la identidad nacional no se debe de ver como un desvío de la tradición finisecular, sino como continuación y expansión de esta. El denominador común entre los letrados de fin de siglo y los intelectuales de la llamada Generación del 30 se centra en el deseo de discutir el proyecto de nación a partir de la exclusión de las poblaciones negras y mulatas (58). Lo que González analiza como un fenómeno particular de la década de los treinta encuentra su fundamento en la condición colonial puertorriqueña. Ya desde mediados del siglo xix, el vocablo jíbaro se había asociado con la noción de criollo blanco, como aparece en El gíbaro de Manuel A. Alonso. Para finales de siglo, el término llegó incluso a denotar al gentilicio puertorriqueño. En el texto pionero de la antropología en la isla, El campesino puertorriqueño de Francisco del Valle Atiles, la palabra “jíbaro”, a diferencia de los vocablos “labriego puertorriqueño” y “campesinos del país”, se utiliza de manera independiente: mientras “jíbaro” por sí solo designaba a las poblaciones de los campos de la isla, los términos “labriegos” y “campesinos” aparecían acompañados por un adjetivo (“puertorriqueño”) y una frase preposicional (“del país”) que especifican su pertenencia a Puerto Rico. El ejercicio denotaba cómo, en el imaginario decimonónico, el término “jíbaro” se asociaba directamente al habitante del campo puertorriqueño mientras que, en el caso de los sinónimos “labriegos” y “campesinos”, se hacía necesario adjudicarle un valor locativo para distinguir su pertenencia (14-17, 99).
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En pleno siglo xx, cuando los intelectuales coloquen el término jíbaro en el centro del debate sobre la puertorriqueñidad, no harán más que seguir los fundamentos del discurso liberal criollo decimonónico. En “La actualidad del jíbaro”, Pedreira redefine lo jíbaro a través del gentilicio insular: “Sin calibrar matices y a vista de pájaro, en cada puertorriqueño hay escondido un jíbaro, y no importa que viva en los campos o en los pueblos, tiene los rasgos fundamentales que distinguen al legítimo criollo” (20). Jíbaro, criollo y puertorriqueño se complementaron mutuamente y se convirtieron en la piedra angular para el discurso nacional. El jíbaro pasó a ser el prototipo de la comunidad imaginada en Puerto Rico. Aunque importantes intelectuales de fin de siglo admitirían la existencia de jíbaros mulatos y negros, la afirmación iría acompañada de varias operaciones simbólicas que terminaban menguando la futura existencia del mulato y del negro en la isla. En el ya mencionado texto de Del Valle Atiles, el criollo insistió en que, por el propio cruzamiento de las “razas”, la población negra y mulata estaba llamada a desaparecer bajo la superioridad intelectual, moral y numérica de la blanca. Además de este presupuesto enarbolado por las elites criollas, Del Valle Atiles adoptó la definición utilizada por fray Íñigo Abbad y Lasierra sobre los criollos blancos, en su Historia, para caracterizar al jíbaro. La reapropiación tenía una connotación simbólica significativa en tanto Del Valle adjudicaba una buena parte de las cualidades positivas de los criollos blancos de finales del siglo xviii a los campesinos puertorriqueños de finales del xix. Salvador Brau, por su parte, pionero de la sociología en la isla, reconoció la impronta de la “raza negra” en la formación de la identidad puertorriqueña, pero contrapuso a esta idea el argumento del jíbaro “dócil”. La docilidad como atributo no solo aseguraba la gobernabilidad de las grandes masas campesinas en un momento en que el autonomismo cobraba auge en busca de las reformas que permitirían la descentralización administrativa, política y económica de la colonia, sino que, además, distanciaba al jíbaro del paradigma racial negro. La construcción del campesino dócil desempeñó, como apunta Ileana M. Rodríguez-Silva, un papel importante en el proceso de blanqueamiento del jíbaro, distanciándolo de lo negro y de la esclavitud:
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“At the moment in which most imperial politicians equated blackness with instability and destruction, particularly in the Caribbean, Puerto Rican liberals sought to represent themselves and the island population as white and hence harmonious and stable” (64-71). Mientras el negro se asociaba a lo rebelde y lo violento, el jíbaro apareció trabajado a través del filtro de la mansedumbre. El éxito del programa autonomista dependió, en gran medida, de la articulación de un proyecto racial exitoso y, aunque fue defendido desde la cultura literaria de fin de siglo, encontró su legitimación más persuasiva dentro de las disciplinas de las ciencias sociales. En ese sentido, la trayectoria intelectual de Hostos, quien comienza su carrera dentro del dominio de la ficción y transita posteriormente hacia la sociología, se intercepta con el recorrido que me interesa trazar en este libro. De sus primeros ejercicios literarios, Hostos se mueve al Tratado de sociología y llega a ser considerado, junto a Brau, como uno de los fundadores de la sociología en Puerto Rico.6 Al desplazarse de la literatura a las ciencias sociales, su acercamiento al jíbaro persiste, solo que planteado desde una perspectiva diferente. El cambio revelaba la importancia que la sociología había comenzado a adquirir en el fin de siglo y cómo las ciencias sociales se convirtieron en el discurso autorizado para discutir los temas relacionados con la raza, la nación y la política.
De las Reformas Borbónicas al reformismo antillano Entre los viajeros, naturalistas y oficiales que llegaron a Puerto Rico en la segunda mitad del siglo xviii a raíz de las Reformas Borbónicas, el mariscal de campo Alejandro O’Reilly ocupa un lugar fundacional.7
6 El Tratado de sociología es un libro póstumo, publicado por los estudiantes de Hostos después de su muerte. 7 A finales del xviii, además de O’Reilly, se pueden incluir a fray Ínigo Abbad y Lasierra y a André Pierre Ledrú. Como analizo más adelante, la Historia de Abbad fue reivindicada como un texto fundacional por las tradiciones historiográficas, literarias y científicas de la isla. Ledrú, quien llegó a Puerto Rico en la expedición del naturalista Nicolas Baudin, enviada por el Museo Natural de Pa-
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En 1765, tras visitar la isla por encargo de Carlos III, redactó, a petición del monarca y de su ministro Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, una importante memoria, donde recopiló información estratégica para reorganizar el proyecto imperial en el Caribe. En su “Relación circunstanciada del actual estado de la población, frutos y proporciones para fomento que tiene la isla de San Juan de Puerto Rico”, O’Reilly proponía un plan de modernización económica, basado en el fomento de la agricultura, el comercio y la inmigración, que pretendía transformar el lugar hasta entonces asignado a Puerto Rico como frontera militar.8 El proyecto de renovación imperial convertía la isla en un espacio de experimentación económica. Su éxito dependía de la integración de la colonia a los mercados mundiales mediante el cultivo de la caña de azúcar: colonialismo y capitalismo coexistían como parte de sus propuestas. Junto a las medidas de índole económica, las descripciones sobre la población colonial ocupan un lugar importante dentro de la memoria. Como sucederá casi un siglo después con el reformismo antillano, que convirtió a los campesinos, apodados como jíbaros, en la base de su programa económico y político, las Reformas Borbónicas dependieron de la articulación de una retórica sobre la población. Para ello, O’Reilly reactivaba el discurso imperial que había dominado en los primeros siglos de la conquista y la colonización. Al comienzo de su informe, el Mariscal apelaba a los tópicos del vasallo fiel y del noble salvaje para darle fuerza a su plan de refor-
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rís, escribió Viaje a la isla de Puerto Rico en el año 1797, en donde siguió muchas de las descripciones hechas por Abbad sobre las poblaciones de la colonia. Ya en el siglo xix habría que incorporar a Domingo Bello y Espinosa, botánico canario que vivió en Puerto Rico durante treinta años y escribió “Apuntes para la flora de Puerto Rico”, publicado en dos partes (1881, 1883). Sobre las ciencias en Puerto Rico, se puede consultar Economía, cultura e institucionalización de la ciencia en Puerto Rico de María Teresa Cortés Zavala. O’Reilly había estado en Cuba cumpliendo una función similar junto a Agustín Crame, después de la toma de La Habana por los ingleses en 1762. Como apuntan Stanley J. Stein y Barbara H. Stein en Apogee of Empire, ambos entendían, junto a importantes funcionarios de Carlos III, que la base para el desarrollo metropolitano residía en las colonias americanas (61).
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mulación imperial (242). Según este, los habitantes de Puerto Rico sobresalían por su “afección al rey” y por “su inocencia”, simbolizando dos de los atributos más utilizados por el discurso imperial para caracterizar al colonizado. Junto a la retórica de la ingenuidad y la sumisión, O’Reilly interpolaba otras dos cuestiones fundamentales para impulsar las reformas coloniales: estadísticas sobre la población e información sobre las condiciones climáticas de la isla. Frente a la idea de que Puerto Rico gozaba de un clima beneficioso, tanto para los criollos como los europeos, se erigía el hecho de que la colonia contaba con una población libre más numerosa que la esclava. Aseguraba que, a pesar de las buenas condiciones climáticas y de poblamiento, la isla se encontraba desprovista de escuelas, agricultura e industria; el único comercio practicado pasaba a través del negocio ilícito con las islas danesas de Saint Thomas y Santa Cruz. Esta última colonia aparecía en la memoria como ejemplo para la Monarquía española: Santa Cruz encarnaba lo que podría llegar a ser Puerto Rico, si el monarca y sus ministros llevaban a cabo las reformas económicas sugeridas por el viajero. El colonialismo dinamarqués se convertía en paradigma para el colonialismo español; en ese sentido, la renovación imperial ocurrida en las colonias caribeñas hispánicas, a finales del xviii y principios del xix, tuvo como modelo sus contrapartes coloniales francesa y dinamarquesa en la región. Junto a Santa Cruz, la colonia Saint-Domingue devino en modelo a seguir tanto para los peninsulares como para los criollos que buscaban renovar las relaciones entre la metrópolis española y sus colonias. La ventaja que O’Reilly le encontraba a Puerto Rico, con relación a Santa Cruz, residía no solo en su fertilidad y extensión, sino, además, en el hecho de que la colonia española presentaba una población blanca mayor que la de la colonia dinamarquesa y la de las otras islas no hispánicas aledañas a ella. Esta situación evitaría, de acuerdo con el Mariscal, cualquier futura sublevación de esclavos en Puerto Rico (247). Junto a la superioridad numérica de la “raza blanca”, el viajero señalaba otro dato propicio para llevar a cabo las reformas en la isla: “Los blancos ninguna repugnancia hallan en estar mezclados con los pardos” (242). A las retóricas del noble salvaje y del buen vasallo se les sumaba la idea de la tolerancia entre las diversas “razas”: la isla se
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proyectaba como una especie de utopía racial. El viajero terminaba su memoria asegurando al rey que, así como Puerto Rico contaba con los vasallos más obedientes de su reino, la isla tenía las mejores tierras de América. El Caribe, como en las cartas y los diarios de Cristóbal Colón, aparecía reinventado como naturaleza. El plan de reformas de O’Reilly fue incorporado posteriormente en la Real Cédula de Gracias de 1815, promulgada con la participación de los diputados puertorriqueños a las Cortes de Cádiz. Así como este se reapropió de la retórica articulada en los primeros siglos de la conquista y la colonización para defender las reformas imperiales de la segunda mitad del xviii, en el próximo siglo, las elites puertorriqueñas, desde Eugenio María de Hostos hasta Salvador Brau y Francisco del Valle Atiles, reelaboraron gran parte de sus reformas, basadas en la descentralización económica y política, en el reclamo de la ciudadanía plena y la abolición de la esclavitud, en estrecho diálogo con la tradición reformista borbónica, mostrando cuán porosas eran las fronteras entre los proyectos políticos imperiales y los criollos. Ya Christopher Schmidt-Nowara analizó las maneras en que el colonialismo definió el concepto de nación en la España del siglo xix. En el período que va de 1810 a 1898, de las revoluciones de independencia latinoamericanas hasta la pérdida de las últimas colonias españolas en el Caribe, España logró articular un proyecto nacional de base amplia que incorporó no solo la península, sino también los territorios americanos en dos breves períodos de su historia decimonónica. La guerra en contra de la ocupación francesa, 1808-1814, y las revoluciones desatadas en América Latina, 1810-1825, permitieron que los españoles repensaran la Monarquía y sus posesiones coloniales como una nación constituida no de vasallos, sino de ciudadanos con los mismos derechos y deberes (The Conquest of History 20). En ese sentido, el efecto descolonizador de los movimientos independentistas latinoamericanos se sintió no solo en el llamado Nuevo Mundo con el derrocamiento del orden colonial, sino también en la metrópolis. Las revoluciones lideradas por los criollos radicalizaron en gran medida la agenda liberal española, dando paso a la participación de los diputados criollos en las Cortes de Cádiz, 1810-1814, y la subsecuente promulgación de la Constitución de 1812, redactada
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también con la intervención de los diputados criollos, en la cual se reconocía a las “Indias” no como colonias o posesiones de la Monarquía, sino como provincias de ultramar.9 El nuevo orden constitucional reorganizó las relaciones políticas entre España, Puerto Rico y Cuba mediante el sufragio masculino blanco (en el cual se excluían a los esclavos y a los libres de color sin propiedad), la puesta en práctica de un gobierno representativo (Puerto Rico y Cuba contarían ahora con la oportunidad de enviar diputados a las cortes para ventilar sus asuntos internos) y la creación de nuevas estructuras políticas como la intendencia y los ayuntamientos (que permitían una mayor autonomía local), entre otras cuestiones.10 Este nuevo orden se materializó en dos períodos diferentes en la primera mitad del siglo xix: 1812-1814 y 1820-1823. Entre los representantes caribeños elegidos a las Cortes en esas dos etapas, Ramón Power Giralt, diputado puertorriqueño, fue el encargado de promover la llamada Ley Power, proclamada en Puerto Rico en 1812.11 Las disposiciones contempladas en dicha ley iniciaron un proceso de reformas económicas, sociales y políticas que incluyeron la creación
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Rafael Rojas, en “La esclavitud liberal”, estima que se ha vuelto un lugar común dentro de la historiografía del mundo atlántico señalar que las actas de independencia hispanoamericanas y la Constitución de Cádiz de 1812 no proponían un registro de derechos fundamentales: “En la Constitución de Cádiz, específicamente en los artículos 4 y 13, sí se dotaba a los ‘ciudadanos españoles de ambos hemisferios’ de ‘derechos legítimos’ como la libertad civil, la propiedad, la felicidad y el bienestar” (31). Rojas también enfatiza que, a pesar de que se mantuvo la esclavitud y no se reconoció la ciudadanía de los nacidos en África o sus descendientes, sí hubo un debate abolicionista iniciado por los propios diputados criollos de procedencia continental e insular que tenía sus orígenes en la Revolución haitiana (31-32). 10 El conjunto de transformaciones daría paso a una mayor autonomía colonial, pero los cambios de finales del siglo xviii y principios del xix no tienen por qué leerse, siguiendo a Jeremy Adelman, en términos de debilidad o crisis imperial, sino más bien como respuesta o readaptación metropolitana a ese nuevo período (“An Age of Imperial Revolutions” 320). 11 Entre los otros diputados se encontraban Andrés de Jáuregui, Juan Bernardo O’Gavan, Félix Varela, Leonardo Santo Suárez, Tomás Gener y José María Quiñones.
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de la Intendencia, con Alejandro Ramírez como el primer intendente de Puerto Rico, la fundación de la Sociedad Económica de Amigos del País, la reducción de los poderes del gobernador y del capitán general y la flexibilización del monopolio comercial con la habilitación de puertos para el comercio exterior, entre otras medidas. A pesar de la brevedad de los dos períodos constitucionales, ambos momentos tuvieron una gran resonancia en la historia del reformismo antillano por al menos dos razones: primero, las reformas alcanzadas por los diputados criollos se mantuvieron con el retorno del absolutismo; segundo, la Constitución de Cádiz se convirtió, como afirma el historiador David Sartorius, en un referente central en torno a los debates sobre ciudadanía, inclusión política y autonomía local, especialmente a partir de 1837, cuando se determinó que tanto Puerto Rico como Cuba serían gobernadas por leyes especiales, que nunca llegaron a concretarse (“Of Exceptions and Afterlives” 150-155). Los primeros partidos políticos, creados en Puerto Rico a partir de 1870 con las nuevas reformas concedidas a raíz de la convocatoria a la Junta de Información en 1866, tuvieron sus orígenes en el liberalismo gaditano de 1812. El Partido Liberal Reformista y el Partido Autonomista, instituidos en 1870 y en 1887 respetivamente, apostaron por la vía de la negociación para conseguir las reformas económicas, sociales y políticas frente a la lucha armada. El autonomismo aspiraba, como apunta Arcadio Díaz Quiñones, “a resolver el problema colonial dentro del seno del estado español”, en tanto “la defensa de un proyecto nacional no conllevaba la creación de un estado independiente, sino la colaboración estrecha y la ciudadanía común” (Sobre los principios 396). Para la vía autonomista, la reunificación entre colonia y metrópolis dependió de la modernización de los sujetos coloniales; con ese objetivo, las elites reformistas de la segunda mitad del siglo xix retomaron y expandieron el programa de modernización iniciado en los dos períodos constituyentes. Entre los puntos abordados por los criollos puertorriqueños en la Junta de Información, la abolición de la esclavitud se convirtió en un tema neurálgico. En 1867, la delegación de Puerto Rico, mucho más interesada en abolir la esclavitud que su contraparte cubana, presentó su Proyecto para la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, uno de los
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alegatos más importantes dentro del abolicionismo caribeño y que conllevó la eliminación definitiva de la esclavitud en Puerto Rico en 1873. Redactado por Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones, el proyecto evidencia, como nos recuerda Rafael Rojas, que la disputa en torno a los derechos naturales del hombre, a mediados del siglo xix, en el Caribe colonial, pasó a través del problema de la trata y la esclavitud (“La esclavitud liberal” 31). Ruiz Belvis, Acosta y Quiñones, quienes, junto a Julio Vizcarrondo, habían sido, además, fundadores de la Sociedad Abolicionista Española en Madrid (1865), elaboraron un detallado documento abogando por la abolición inmediata de la esclavitud en Puerto Rico. Entre los argumentos utilizados se encontraba, en primer lugar, el número reducido de esclavos en la isla: Puerto Rico contaba con tan solo 41.000 esclavos, por tanto, la transición de la esclavitud a la libertad no tendría un impacto significativo dentro del orden social puertorriqueño. En segundo lugar, los abolicionistas criollos realizaban una operación importante para disminuir aún más el número definitivo de esclavos a tener en consideración: de los 41.000 que vivían en Puerto Rico, solo 10.000 se podían tener verdaderamente en cuenta, pues los otros 31.000 esclavos eran mujeres, niños, ancianos y discapacitados, los cuales no representaban, de acuerdo con Ruiz Belvis, Acosta y Quiñones, una amenaza para la estabilidad social de Puerto Rico (60). A esto agregaban, en tercer lugar, que la mayoría de ellos pertenecía a la clase criolla, es decir, había nacido en el país y había aprendido las costumbres de los habitantes de la isla. Los abolicionistas puertorriqueños aseguraban, además, que la estabilidad, una vez abolida la esclavitud, no estaría en peligro porque existía un gran número de población negra y mulata libre que se convertiría en modelo para los recién emancipados. La gran cantidad de hombres de color libres, 241.037, y de jornaleros, 70.000, en comparación con los esclavos aseguraba la tranquilidad y el balance de la población y demostraba, además, que la riqueza de Puerto Rico dependía sobre todo del trabajo libre y no del esclavo (60). Por último, las elites abolicionistas puertorriqueñas aseguraban, para aquellos que invocaban el fantasma de la Revolución haitiana, que el olvido, y no el odio, sería la condi-
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ción fundante de la sociedad postesclavista puertorriqueña (70).12 Al apelar al olvido, los criollos cancelaban cualquier referencia a posibles enfrentamientos o venganzas por parte de los esclavos. La radicalidad con que Ruiz Belvis, Acosta y Quiñones presentaron su Proyecto indicaba que el éxito de las reformas políticas en la isla dependía de la abolición inmediata de la esclavitud. Entre los argumentos esgrimidos por los criollos para abogar por el fin del régimen esclavista, se encontraba el de las clases jornaleras o campesinas. Como en el resto de las economías caribeñas, en Puerto Rico la mano de obra esclava convivió con la asalariada, pero la distinción entre el esclavo y el trabajador libre constituyó en esta isla una de las fronteras menos precisas en la historia de la esclavitud antillana. Esto se debió a que, en Puerto Rico, se institucionalizó un sistema de servidumbre (el jornal) que colocaba al campesino en una especie de dependencia feudal con relación al hacendado. En 1849, el capitán general Juan de la Pezuela estableció el Reglamento especial de jornaleros, mediante el cual se obligaba a los campesinos sin títulos de tierra y propiedad a trabajar sistemáticamente para los hacendados. El jornal estaba más cerca del trabajo esclavo que del asalariado y, por tanto, no adquiría la connotación del trabajo libre. Entre los años 1824 y 1827, caracterizados por un gran auge azucarero, el número de agregados o braceros ascendió, como recoge Sidney W. Mintz en Caribbean Transformations, de 14.327 a 38.906, mientras que los esclavos en el mismo período aumentaron de 22.725 12 Ruiz Belvis, Acosta y Quiñones reivindicaban el lugar de Haití en el imaginario del abolicionismo atlántico. En esas páginas, se erigía una de las relecturas más generosas de la Revolución haitiana a partir de la desarticulación de los estereotipos entre violencia, raza y abolición. La referencia a Haití surgía de la necesidad de desmantelar cada uno de los argumentos esgrimidos por las elites proesclavistas para prolongar la esclavitud en Cuba y Puerto Rico. Los reformistas puertorriqueños proponían que Francia había sido la promotora de la violencia generada en la colonia y adjudicaban el terror desatado en la parte francesa de Santo Domingo no a la condición propia del esclavo rebelde, sino al restablecimiento de la esclavitud. Francia, y no Haití, reaparecía como la causa de la violencia al intentar suprimir los recién adquiridos derechos civiles de los exesclavos.
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a 28.418 (91). En ese sentido, el trabajo obligatorio se incrementó de forma más acelerada que el esclavo, llegando a convertirse en uno de los principales recursos para el cultivo de la caña. De esta manera, se formalizó un sistema de trabajo obligatorio que se extendió casi hasta la abolición definitiva de la esclavitud en 1873. De acuerdo con Mintz, el sistema de trabajo servil, el cual no estaba basado en un criterio racial, desempeñó un papel importante en la constitución de la identidad racial y nacional de la isla (92). La institucionalización del trabajo forzado constituyó una respuesta a la denominada, por Ángel Quintero Rivera, como cultura de la contraplantación, marcada por una vida seminómada, una economía de subsistencia familiar y con poco apego a la propiedad (“Vueltita, con mantilla, al primer piso” 38). La contraplantación era, en palabras de Quintero, una especie de oposición en retraimiento, una contracultura que se afirmaba al margen del Estado y de los circuitos imperiales de poder. Si la plantación figura, siguiendo a Antonio Benítez Rojo, como una de las matrices constitutivas del Caribe (La isla que se repite 23), esta solo puede ser entendida de manera efectiva a través de la tensión entre plantación y contraplantación, esclavitud y cimarronería (Quintero Rivera 38). Si bien la tensión entre la esclavitud y el trabajo asalariado organizó una buena parte del debate económico y laboral en el Caribe del xix, en Puerto Rico la polémica alcanzó grandes proporciones entre los liberales reformistas y los hacendados de la isla. Como afirma Schmidt-Nowara, para los primeros, quienes se oponían abiertamente a la esclavitud, el problema de la isla no radicaba en la falta de mano de obra, una de las razones más socorridas por los hacendados con vistas a estimular la esclavitud y la inmigración asiática, sino en mejorar las condiciones físicas y morales de las masas campesinas. Entre los reformistas, Acosta defendía la tesis de que la isla contaba con una vasta población blanca, al punto de constituir la gran mayoría de los habitantes de Puerto Rico. Señalaba, además, que la densidad poblacional era superior incluso a la de Francia, España y Cuba y que no hacía falta importar mano de obra esclava. Acosta aseguraba, por otra parte, que la coexistencia de negros y blancos en las plantaciones era prueba de que los conflictos raciales habían sido superados en Puerto
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Rico. Finalmente, reconocía que la existencia de una gran masa de trabajadores asalariados en la isla facilitaría la transición de la mano de obra esclava a la obrera y proletaria (Schmidt-Nowara, Empire and Antislavery 46). Los reformistas, muchos de ellos devenidos en autonomistas a finales del xix, convirtieron a las clases campesinas, connotadas como blancas, en el centro medular de sus propuestas de modernización frente a la metrópolis. Con la abolición de la esclavitud y el fin del régimen de la libreta, las elites criollas intentaron organizar la sociedad en base a una retórica moderna y capitalista: no eran el amo y el esclavo, sino el propietario y el jornalero, quienes dominaron los debates de modernización de fin de siglo. A través de la consolidación de un campo discursivo centrado en torno a las clases trabajadoras, las elites autonomistas, quienes se opusieron abiertamente al jornal como forma de coerción laboral, entablaron un pacto político con los sectores campesinos de Puerto Rico. La noción de trabajo, como sugiere Ileana M. Rodríguez-Silva, se convirtió en un principio organizador de la sociedad en la medida que permitía obliterar el discurso racial y configurar la colectividad en términos de clases sociales. Los conceptos de trabajo y consumo devinieron en los criterios más importantes para definir la ciudadanía, a diferencia de Cuba, donde la guerra convirtió en ciudadanos a los esclavos que participaron en la contienda. En ese sentido, la preocupación por la demanda, la distribución y el control de la fuerza de trabajo determinó, en buena parte, los debates de los autonomistas de fin de siglo (30-33). Para ellos, O’Reilly y, en mayor medida, fray Íñigo Abbad y Lasierra se convirtieron en referencia obligada para sus proyectos de modernización y las futuras ciencias sociales. Los textos pioneros de la sociología y la antropología en Puerto Rico se formularon en diálogo con la tradición borbónica viajera de finales del siglo xviii.
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CAPÍTULO 5
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Fray Íñigo Abbad y Lasierra llegó a Puerto Rico siete años después de que Alejandro O’Reilly visitara la colonia antillana, pero a diferencia de su predecesor, quien solo estuvo brevemente en la isla, Abbad vivió allí entre 1772 y 1788.1 Durante su estadía, escribió la Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico a petición de José Moñino, conde de Floridablanca, quien desempeñó una función importante en las reformas ilustradas que se llevaron a cabo en el Caribe bajo el mandato de Carlos III. En su libro, Abbad realizó un recuento histórico de la isla desde su descubrimiento, recopiló sus observaciones sobre la geografía física de la colonia, escribió sobre el estado del comercio y la agricultura y
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Abbad, monje perteneciente a la orden benedictina, llegó a América en calidad de secretario y confesor del obispo de la diócesis de Puerto Rico, Manuel Jiménez Pérez. En esa época, la diócesis comprendía los territorios de las islas Margarita y Trinidad y las provincias de Cumaná, Orinoco y Nueva Barcelona (Isabel Gutiérrez, “Estudio preliminar” xxi). Como resultado de sus funciones religiosas, Abbad recorrió buena parte del continente americano y escribió, entre otros textos, Viage a la America en 1781 y Relación de la Florida en 1785.
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anotó sus impresiones sobre el carácter, las costumbres y la cultura de la población. La Historia se publicó por primera vez en 1788 en España y durante el siglo xix salió a la luz en dos ocasiones. En 1831, se imprimió como parte de las Memorias geográficas, históricas, económicas y estadísticas de la isla de Puerto Rico de Pedro Tomás de Córdoba, secretario del capitán general Miguel de la Torre. En 1866, el criollo José Julián Acosta publicó el texto en su propia imprenta y, al mismo tiempo, respondió en las notas de su edición a muchas de las cuestiones planteadas por Abbad a finales del siglo xviii. Acosta no solo actualizaba y corregía gran parte de la información, sino que, además, escribía, debido a la censura colonial, su propia historia en los márgenes del libro.2 Contrario a O’Reilly, quien se reapropia de la retórica de los primeros cronistas para describir a la población y el paisaje de la isla, Abbad utiliza el concepto de degeneración como aparato de lectura y clasificación de la flora, la fauna y la población colonial. Su libro cartografía el dominio natural de la isla siguiendo las teorías de Buffon, cuya Histoire naturelle, générale et particulière, con sus 44 volúmenes publicados en el transcurso de cinco décadas, se había convertido en uno de los libros más populares del siglo xviii y dio origen a lo que se ha dado en llamar la “Disputa del Nuevo Mundo”.3 Para Buffon,
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Con la edición de Acosta, se inicia el camino de la legitimación del texto de Abbad como la primera historia boricua. Posteriormente, destacan dos ediciones. La primera, realizada por la Universidad de Puerto Rico, incorpora el “Estudio preliminar” de Isabel Gutiérrez, quien se detiene en el carácter historiográfico del texto. Su lectura legitima a Abbad como el primer historiador de Puerto Rico. La segunda, a cargo de la editorial Doce Calles, comprende la “Introducción” de Gervasio L. García; incluye, además, a manera de complemento, las anotaciones realizadas por Acosta. García toma como eje central dichas anotaciones e indaga el problema de la construcción de la historia y del archivo en el contexto colonial. Cito siempre de esta última edición. En el caso particular de Abbad habría que reconocer una genealogía alternativa a la de Buffon, centrada en la lectura de cronistas y misioneros españoles que le precedieron, como Gonzalo Fernández de Oviedo y José de Acosta, quienes desde los inicios de la colonización habían comenzado a construir una iconografía de la naturaleza americana marcada por una deficiencia o debilidad ontológica.
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no solo la flora y la fauna formaban parte indisoluble de la economía narrativa y descriptiva de la historia natural, sino también el hombre. Siguiendo la preceptiva naturalista, Abbad describe un mundo natural interrelacionado, en el cual la vegetación, los animales y la población integraban un mismo tejido anudado por el determinismo geográfico. La historia natural funciona en sus páginas como una especie de metarrelato donde se interceptan diversas narrativas que van desde la renovación de un imperialismo discursivo y la creación de nuevas hegemonías sobre la población hasta variaciones sobre la supuesta inferioridad geográfica de la región. En ese sentido, el texto de Abbad activa dos modelos de lecturas claves sobre los habitantes y la geografía de Puerto Rico: por una parte, despliega la retórica del cuerpo y el paisaje enfermos y, por otra, articula lo que luego devendrá en el estereotipo del puertorriqueño dócil. Ambos paradigmas se erigen desde una perspectiva imperial donde los márgenes coloniales quedan inscritos en redes de infantilización, patologización y monstruosidad. En los siglos xix y xx, estos dos ejes pasaron a ser la base de los proyectos de modernización política, social y económica de las elites puertorriqueñas. Una extensa tradición literaria, ensayística y científica convirtió la Historia de Abbad en un referente central, desde El gíbaro (1849) de Manuel A. Alonso y La charca (1894) de Manuel Zeno Gandía, pasando por los trabajos de Salvador Brau y Francisco del Valle Atiles, hasta llegar a Insularismo (1934) de Antonio S. Pedreira y el Prontuario histórico de Puerto Rico (1935) de Tomás Blanco. Las elites criollas se enfrentaron a los presupuestos pautados por el viajero, aunque muchas veces terminaron reproduciéndolos. La Historia de Abbad fija en el imaginario literario y científico de la isla la idea de un cuerpo social “enfermo” e “indolente” como metáfora de la identidad nacional: el relato de la degeneración deviene en ficción fundadora.
Historia natural, degeneración y canon puertorriqueño La historia natural había acompañado a la expansión imperial desde sus comienzos como forma de clasificar y catalogar las especies de la
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flora y la fauna del continente. Los primeros tratados y expediciones naturalistas, desde Historia general y natural de las indias (1535-1557) de Gonzalo Fernández de Oviedo hasta Historia natural y moral de las indias (1589) de José de Acosta, registraron el deseo del Imperio español por mostrar la totalidad de la cartografía colonial y definieron, además, los modos de producción e intercambio del conocimiento a cada lado del Atlántico. La historia natural posibilitó la circulación de un vasto corpus de plantas y animales dentro del imaginario europeo no solo desde la cultura libresca, sino también desde los lugares del museo y las colecciones. En ese sentido, se afianzó, como ha estudiado Daniela Bleichmar, como una disciplina eminentemente visual.4 En la segunda mitad del xviii, el período en que se contextualiza el viaje y la estadía de Abbad en Puerto Rico y la publicación de su libro, se inaugura una nueva etapa en la historia de las ciencias naturales del Imperio español y sus colonias de ultramar, basada en la proliferación de expediciones científicas y en la creación de instituciones y centros naturalistas. Con la fundación del Gabinete de Historia Natural (1771) en España y los jardines botánicos de Madrid (1755), Cuba (1794) y Puerto Rico (1855) asistimos a la institucionalización de la historia natural.5 El nuevo programa naturalista buscaba establecer un mayor control y explotación de los recursos naturales de las islas y promover el fomento y la diversificación de la agricultura en las colonias. La historia natural se concibió, por una parte, como discurso de reapropiación colonial y, por otro lado, reactivó el topos del “descubrimiento” como metarrelato. A finales del siglo xviii y durante el xix, los viajeros naturalistas europeos continuaron apelando a la categoría de lo “nuevo” para referirse a América Latina y al Caribe, en particular, para describir y catalogar la naturaleza y las poblaciones del continente americano.6
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Para la cultura visual desarrollada por la historia natural en el siglo xviii, recomiendo Visible Empire y “A Visible and Useful Empire” de Bleichmar. Sobre los jardines botánicos como instituciones científicas, se puede consultar Historia del jardín botánico de La Habana de Miguel Ángel Puig-Samper y Mercedes Valero. Con relación a la categoría de lo nuevo en el siglo xix hispanoamericano, revisar Cuando lo nuevo conquistó América de Víctor Goldgel Carballo.
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Si bien la historia natural se había expandido como un discurso eminentemente imperial, al mismo tiempo, se convirtió en un espacio central para pensar los proyectos de identidad geográfica y cultural propios del continente. En palabras de Antonio Barrera-Osorio, la cultura científica empírica surgida en medio de un contexto de expansión imperial fomentó el desarrollo de las ciencias modernas a ambos lados del Atlántico. Una vez institucionalizadas, sirvieron tanto a los intereses imperiales como a los proyectos de construcción nacional (8). Mientras los saberes locales configuraban espacios regionales diferenciados, la disciplina naturalista en pleno siglo xix ayudó a conformar una identidad geográfica nacional debido a la estandarización de la nomenclatura de la flora y la fauna. La historia natural quedaría asociada al gesto de homogeneizar y abolir las diferencias que impedían estructurar una conciencia nacional geográfica. En el caso específico de Puerto Rico, se convirtió en un género de escritura fundacional al configurar paradigmas de interpretación sobre la flora, la fauna y los habitantes. En su Historia, Abbad utiliza el lente naturalista como aparato de lectura: la retórica de la degeneración marca la matriz narrativa de su texto. Una de las causas que intervenía en el proceso de degeneración se relacionaba con los efectos climáticos. El clima húmedo ejercía una influencia negativa, provocando seres endebles, pequeños y faltos de vigor físico: en la Historia, la humedad aparece como una fuerza negativa omnipotente que alcanza todos los órdenes del mundo material, corrompiéndolos (521). Bajo los efectos del calor excesivo, la geografía de la isla deviene en espacio putrefacto y descompuesto, en materia patológica, y las poblaciones, en cuerpos enfermos. El ambiente natural caribeño obstaculizaba la proliferación de las especies consideradas útiles, pero se convertía en el hábitat ideal para la diseminación de plagas. Los diferentes cuadros de insectos, roedores, reptiles y poblaciones registrados por Abbad postulan la idea de una naturaleza voraz que termina aniquilándose a sí misma. La condición patógena del dominio natural de la isla tenía su origen en el pésimo estado del aire, en la medida en que constituía el almacén donde se contenían las enfermedades. Para Abbad, el aire comprendido en las zonas tropicales expedía emanaciones pútridas que se impregnaban en la sangre de los individuos y provocaban fie-
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bres, parálisis y espasmos. Aquellos que lograban sobrevivir a las inclemencias de la atmósfera quedaban para siempre marcados por una debilidad perenne. Al clima se le sumaba la idea de la mezcla racial como factor degenerativo. Este argumento tenía su punto de partida en la definición de especie biológica establecida por Buffon, para quien los cruces entre miembros de diferentes especies producían organismos infértiles. Basado en analogías entre las “razas” humanas y las especies animales, los naturalistas sostenían que la cópula interracial no solo daba como resultado descendientes degenerados física y moralmente, sino que incluso llegaba a provocar la propia extinción racial.7 A la degeneración causada por la mezcla racial y el clima, Abbad incorporaba los efectos “negativos” que provocaba la herencia indígena (497). El monje establecía ejes de continuidad entre los aborígenes y las poblaciones de la isla de finales del xviii. El cuerpo indígena reaparecía en un intento por explicar las características “negativas” de la población. Al inscribir dentro de una misma matriz, la flora, la fauna y la población, Abbad concebía el espacio natural como un mismo macroorganismo viviente. La naturaleza consistía para él en un continuo de seres interrelacionados que debían ser suscritos dentro del plano de la representación como parte de un mismo horizonte. En ese sentido, su concepción del mundo natural estaba en conexión no solo con la teoría de la degeneración de Buffon, sino también con las políticas descriptivas utilizadas por el naturalista francés para representar el dominio natural. El modelo descriptivo de Abbad se adhería a los principios de la representación realista, seguidos por Buffon, en tanto la escritura se fundaba en la producción de la mímesis. Con la especialización de la disciplina, la imposición del sistema de Carlos Linneo y su modelo descriptivo basado en la tipificación, los marcos de la representación de la historia natural describirán el objeto en relación con variables funcionales, en base a la relación entre el todo y las partes, y asignarán a cada una de esas partes un orden especial dentro de
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Sobre este tema, ver “Biology and Degeneration. Races and Proper Places” de Nancy Stepan.
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la representación.8 Mientras que la descripción en este caso alcanza una mayor precisión al fragmentar la especie siguiendo un orden taxonómico diferente, se diluyen los principios de representación realista basados en aminorar la distancia entre el signo y el referente.9 Siguiendo las políticas descriptivas y de representación propias de Buffon, Abbad dedica el capítulo XXX al estudio de la población en la isla. En dicha sección, titulada “Carácter y diferentes castas de los habitantes de la isla de San Juan de Puerto-Rico”, utiliza el término “castas” para referirse a los diferentes segmentos de la población; su uso evidencia que, aún a finales del siglo xviii, se continuaba empleando dicho concepto. La Historia de Abbad representa un momento en el que todavía coexiste el antiguo régimen taxonómico, encarnado en el sistema de castas, junto al nuevo discurso de orientación tipológica que se consolidará a lo largo del siglo xix. De ahí que la noción de casta, más próxima a la idea de linaje, genealogía y herencia sanguínea, conviva junto a la concepción biológica de raza, que se impondrá en el siglo xix. El propio concepto de degeneración será, como sugieren J. Edward Chamberlin y Sander L. Gilman, decisivo en el cambio de orientación y en la consolidación de las tipologías raciales (Degeneration ix). En cambio, el debate entre “degeneración” y “pureza”, sostenido en los siglos xvi y xvii alrededor de la categoría de “limpieza de sangre”, sí se transforma definitivamente para finales del siglo xviii. Como señala María Elena Martínez en Genealogical Fictions, la disputa se había suscitado de manera diferente en España y en las colonias. Mientras en la metrópolis la pureza de sangre se asoció a los orígenes religiosos cristianos, quedando automáticamente excluidos los españoles descendientes de árabes y judíos, denominados como conversos, en las colonias cobró una dimensión étnica: “In Spanish America the notion of purity gradually came to be equated with Spanish ancestry,
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Con relación al modelo de clasificación de Carlos Linneo y la especialización de la historia natural, consultar Imperial Eyes de Pratt (24-35). Para la distinción entre Buffon y Linneo, he seguido Vision, Race, and Modernity de Deborah Poole (61-67).
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with ‘Spanishness’” (2). Para finales del xviii, la discusión ya no estaba dominada por la religión ni la etnia: el ascenso de la historia natural dentro de la episteme moderna y sus conceptualizaciones sobre la geografía y las razas determinaron los principios que definieron las nociones de pureza y degeneración. En ese caso, ni la categoría de español, aunque siguió disfrutando de superioridad, permaneció incólume a los efectos degeneradores del clima en las colonias americanas. Entre los principios de la historia natural, empleados por Abbad para definir a los diversos sectores de la población de la isla, se destaca la correlación entre el físico y el carácter de las “castas”. En 1788, cuando sale publicada su Historia, ya se había consolidado en el imaginario naturalista la idea de que el exterior no hacía más que revelar el interior del cuerpo.10 En ese sentido, muchas de las descripciones recreadas por Abbad se desplazan de las características físicas a las cualidades internas, intentando establecer las correspondencias entre el cuerpo y el carácter en las diferentes “castas” que habitaban la isla. El capítulo mencionado abre con la siguiente descripción: Los europeos de diferentes naciones que se han establecido en esta isla, la mezcla de estos con los indios y negros, y los efectos del clima que obra siempre en los vivientes, han producido diferentes castas de habitantes que se distinguen en su color, fisonomía y carácter. Verdad es, que mirados en globo y sin reflexión, se nota poca diferencia en sus cualidades y solo se descubre un carácter tan mezclado y equívoco como sus colores; efecto sin duda de los diferentes mistos de los transmigrados, que han comunicado con la sangre su color y pasiones á sus descendientes en este país. (493)
Como se entrevé en la cita, las diferencias entre las “castas” se establecen a partir del color, la fisonomía y el carácter. A un tipo de “castas” corresponde no solo un tipo de color, sino también una forma de carácter. La mezcla racial y el efecto del clima producían para Abbad una gama de colores que hacía difícil fijar no solo las “castas”, sino
10 Los inicios de la frenología y la antropología física, saberes que buscaban explicar la conducta de las diferentes “razas” a través de la configuración del esqueleto óseo, particularmente del cráneo, se imbrican con la historia natural.
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también el “carácter” de cada una de ellas. El mestizaje y el clima engendraban confusión y ambigüedad, una relación contraproducente para los proyectos de visibilidad y control del saber naturalista. Si bien ambos factores producían una especie de espejismo para la mirada europea, los principios clasificatorios de la historia natural ayudaban a establecer ciertas normativas sobre la población. Siguiendo la analogía entre “castas” y “carácter”, Abbad describe las principales cualidades físicas y morales de los habitantes de la isla. Utiliza, además, otro fundamento de la clasificación naturalista, el cual se erigió en base a una organización jerárquica de las especies de acuerdo con su supuesto grado de complejidad biológica. A cada uno de los grupos de la población le correspondía un lugar en el espacio de la representación naturalista. En la cima de la cadena, Abbad sitúa a los conquistadores: “A los europeos llaman blancos ó usando de su misma expresión, Hombres de la otra banda. Estos no dejan de sentir los efectos del clima: por lo común, caen enfermos, pierden parte de la viveza de su color y de la sangre” (493; énfasis en el original). Bajo los efectos del clima del trópico, los españoles terminaban formando parte de la economía patológica: el color adquirido en la piel bajo los trópicos se convertía en la evidencia más inmediata de su degeneración física. A pesar de los estragos causados por el clima en el físico, los españoles lograban conservar un carácter laborioso y organizado, colocándose a la palestra de los habitantes (493). Es muy significativo que Abbad incorpore, a la hora de describir a los españoles, la terminología con la que la población criolla intentaba dar cuenta de la fractura de identidad que se suscitaba entre peninsulares e isleños. Abbad termina reapropiándose de un término producido desde el espacio colonial: la adopción de la frase “hombres de la otra banda”, como categoría para designar a los peninsulares u otros europeos, revela cómo los viajeros en muchos casos acababan reciclando el conocimiento local para nombrar la realidad circundante (Pratt, Imperial Eyes 109-178). Siguiendo a los europeos, Abbad coloca en la jerarquía a los criollos blancos. Con relación a ellos, afirma: Estos son bien hechos y proporcionados; apénas se vé en toda la isla algún lisiado. Su constitución es delicada y en todos sus miembros tienen
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una organización muy fina y suelta y propia de un clima cálido; pero este mismo los hace perezosos, los priva de la viveza regular de las acciones y les da un color y aspecto que parecen convalecientes: son pausados, taciturnos y están siempre de observación; pero de una imaginación viva para discurrir é imitar cuanto ven: aman la libertad, son desinteresados y usan la hospitalidad con los forasteros; pero son vanos é inconstantes en sus gustos. (493)
La descripción se desplaza de las características físicas de los criollos a sus cualidades internas, intentando establecer una correspondencia entre cuerpo y carácter. En ese movimiento típico de la retórica naturalista de finales del xviii, los criollos quedaban insertados dentro de un discurso de dominación colonial que intentaba no solo patologizar la diferencia mediante el uso del término “convalecientes”, sino también sexualizarla al circunscribirlos a la esfera de lo femenino a través de los adjetivos “delicada” y “fina”. Tanto para los criollos blancos como para los europeos, el color se convierte en síntoma de la degeneración. A continuación, Abbad localiza a los mulatos y los caracteriza en los siguientes términos: “Son los hijos de blanco y negra. Su color es oscuro desagradable, sus ojos turbios, son altos y bien formados, más fuertes y acostumbrados al trabajo que los blancos criollos, quienes los tratan con desprecio” (495). Según el viajero, la mayor parte de la población a finales del xviii estaba compuesta por mulatos y es precisamente en su descripción donde menos se detiene, mostrando la dificultad que suponía la hibridez para el aparato clasificador de las ciencias europeas. Para gran parte del imaginario racial del siglo xix, la figura del mulato constituirá el cuerpo degenerado por excelencia, estéril y debilitado por la mezcla de los dos troncos raciales. En el último peldaño de la jerarquía, Abbad localiza a las poblaciones negras, sobre quienes detalla sus orígenes, su dieta, sus viviendas, sus vestimentas y sus condiciones de vida. Sobre el físico y el carácter de estas, afirma: “Como vienen de diversas provincias son también de diversas implicaciones, no obstante, se puede decir que su carácter y opiniones las forman en mucha parte sus propios amos” (496). Para el monje benedictino, quien emprende una fuerte crítica antiesclavista en el mismo espacio dedicado a describir a las poblaciones negras, la
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identidad y el carácter del esclavo quedaban atados a los del amo, el negro sujeto a la esclavitud adolecía de identidad propia. Estas líneas contienen, además, uno de los pasajes más reveladores de su Historia. Varias décadas antes de que Hegel escribiera su Fenomenología del espíritu, en 1807, Abbad reflexiona sobre la esclavitud produciendo su propia “dialéctica” entre el amo y el esclavo a partir de la experiencia en el Caribe. La práctica esclavista terminaba creando un tipo de español conectado con “lo real” a partir del trabajo del esclavo. Este era quien producía los bienes de consumo y transformaba la realidad inmediata mientras que el amo permanecía en un estado de dependencia e inercia. Su fuerte crítica de la esclavitud no cancelaba su racismo; para Abbad, los negros participaban de una corporalidad desmesurada que se manifestaba en su predilección por la música, el baile, el sexo y la venganza (496). A pesar de las diferencias de “castas” y “carácter”, Abbad enfatizaba que había algunas peculiaridades que le daban cierta homogeneidad a la población de la isla: “Á todos convienen algunas circunstancias que podemos considerar como características de los habitantes de PuertoRico: el calor del clima los hace indolentes y desidiosos” (496). De acuerdo con el monje naturalista, era imposible escapar a los embates del determinismo geográfico; con excepción de los españoles, el resto de la población estaba marcado por la pereza, sin importar la “raza” o la “casta” a la que perteneciera. Desde las páginas de la Historia, Abbad parecía renovar el pacto colonial basado en las relaciones entre degeneración e imperio. Las retóricas de la enfermedad y la indolencia conllevaban necesariamente un discurso de dominación a través del cual el proyecto imperial metropolitano intentó renovarse. Si la idea sobre la degeneración implicaba la articulación de un discurso médico, la conceptualización de la pereza remitía a la necesidad de elaborar otro de carácter disciplinario. Tanto el concepto de degeneración como el de desidia dependían a su vez de la formulación de una biopolítica sobre el cuerpo criollo, el cual necesitaba ser diagnosticado, curado y disciplinado. La tesis del cuerpo degenerado por el determinismo geográfico y la hibridez racial circuló desde el terreno de las ciencias a la literatura, consolidando uno de los paradigmas de lectura más resemantizado dentro de la historia intelectual de Puerto
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Rico. A esto, se le sumaba otra cuestión que reaparecía en cada una de las descripciones y que marcaba de manera negativa la identidad de los habitantes: el odio entre las castas (496). No solo la degeneración y la indolencia, el odio también impedía el desarrollo de una sociedad moderna. Las elites letradas y científicas reaccionaron a lo largo del siglo xix a los presupuestos señalados por Abbad. Muchos de ellos se enfrentaron a una gran paradoja. Si, por una parte, la Historia les proporcionaba la posibilidad de remontar la historiografía de la isla a finales del siglo xviii, por otra, al utilizarla se veían obligados a fundar las tradiciones nacionales con un texto, en el cual la degeneración se convertía en la clave de la identidad puertorriqueña. En ese sentido, las elites criollas reformularon los principios de “degeneración”, “indolencia” y “odio” en beneficio de sus propios proyectos nacionales. Acosta fue uno de los primeros en refutar los postulados que asociaban la degeneración al determinismo geográfico utilizando los ínfimos vericuetos de la inexistente esfera pública colonial. Al publicar en su imprenta la tercera edición de la Historia, la acompañó de extensas anotaciones que se convirtieron, al decir de Gervasio L. García, en la primera historia de autoría boricua. La historia nacional nacía disfrazada en las notas al calce; su autor tendría que autorizarse con el propio Abbad y utilizar el marco editorial para responder y actualizar muchas de las cuestiones planteadas por este (“Introducción” 9-31). Entre sus argumentos, Acosta cancelaba de inmediato la teoría del determinismo geográfico, considerándola obsoleta y desfasada. En relación con la indolencia, utilizaba tres argumentos específicos para invalidarla. En primer lugar, apuntaba que en las sociedades esclavistas y en las que existía el trabajo forzado, como en la puertorriqueña, el concepto de labor se envilecía y llegaba a ser despreciado en tanto colocaba a quien lo practicaba en la misma categoría del esclavo. En segundo lugar, Acosta sostenía que, gracias a que la libertad de comercio con los extranjeros se había expandido, el nivel de laboriosidad de los habitantes había aumentado precipitadamente. En tercer lugar, anotaba que el crecimiento económico había traído aparejado un crecimiento cultural y educativo. Acosta permutaba las condiciones climáticas por las políticas y sociales: era debido a la esclavitud y al
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colonialismo, con su sistema de restricciones económicas y políticas, que Abbad había leído en clave de indolencia a los habitantes de Puerto Rico. En el siglo xx, Tomás Blanco expandió la línea de argumentación de Acosta. Para ello, utilizó un fragmento de la Historia de Abbad como epígrafe de su Prontuario histórico de Puerto Rico. El pasaje en cuestión es el siguiente: “Aquí se ve que las causas políticas y morales influyen en la formación del carácter de un pueblo tanto como las físicas” (23). Blanco escogía un fragmento en el cual Abbad reconocía que el contexto político y moral era, al igual que el geográfico, determinante en el desarrollo de la identidad de una sociedad. La inclusión del epígrafe cumplía dos objetivos claves. Al abrir con el pasaje de Abbad, Blanco validaba la Historia como un texto fundador de la historiografía en Puerto Rico y remontaba los orígenes de ese campo del saber en la isla a finales del siglo xviii. Legitimar la Historia como parte del canon colonial le permitía darle densidad a la disciplina. Era, además, una manera de ratificar, en medio del creciente auge de las políticas asimilacionistas de los Estados Unidos, la existencia de un pasado cultural que posibilitaba afirmar un sentido de nacionalidad diferente al norteamericano. La historia como disciplina se convertía, para Blanco, en el discurso fundador de la identidad nacional: el proyecto de nación, entendido en su sesgo cultural, dependía en gran medida de la posibilidad de forjar la historiografía de la isla. Con la inclusión del epígrafe, Blanco buscó, además, dar un giro a los postulados deterministas que habían dominado la historia literaria y científica puertorriqueña y mediante los cuales se intentaba explicar el carácter de los habitantes de la isla, desde finales del siglo xviii hasta gran parte del siglo xx. Si la Historia de Abbad había encendido el debate, centrado en la idea de la “degeneración” y la “desidia” como tropos de la identidad puertorriqueña, Blanco escogió el fragmento en el cual Abbad ponía el eje de atención en el impacto que las formas políticas y morales tenían en la construcción de la identidad. Pero mientras Abbad aludía específicamente al catolicismo, Blanco, en cambio, pensaba en el efecto que tenía el colonialismo como forma política. El tránsito de lo geográfico a lo político devino en una de las estrategias más utilizadas por los intelectuales para desmontar el pre-
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supuesto de la degeneración causada por el clima y la mezcla racial: el estatus colonial figuró como la razón principal para Blanco. A pesar de las refutaciones de Acosta y Blanco, las elites de la isla no se distanciaron completamente de los postulados del viajero naturalista y el debate sobre la degeneración prevaleció en gran parte de las discusiones de finales del siglo xix y mediados del xx. La charca de Zeno Gandía se convirtió en una de las rearticulaciones más pesimistas del relato de degeneración propuesto por Abbad.11 Insularismo de Pedreira recicló, en pleno siglo xx, los topos más virulentos del determinismo geográfico y la mezcla racial. Visto a la luz de los debates que organizaron el siglo xix, el ensayo de Pedreira podría leerse como uno de los puntos culminantes de esa genealogía decimonónica. En ese sentido, Pedreira sería, a pesar de la modernidad que le confirieron instituciones como la universidad, el mejor escritor del siglo xix puertorriqueño. Insularismo es un regreso ácido a las clasificaciones propuestas por Abbad, pero donde el discurso de castas, a la manera en que había sido utilizado por el viajero, se reemplaza completamente por el racial. Al cotejar las descripciones hechas por Abbad sobre los diferentes grupos de la población y las propuestas por Pedreira en su ensayo, se ve cómo el primero marca la lógica que domina en el segundo. La mezcla racial sigue siendo problemática para Pedreira: “El elemento español funda nuestro pueblo y se funde con las demás razas. De esa fusión parte nuestra con-fusión” (45; énfasis en el original). La heterogeneidad racial se presenta como el gran impedimento para la formación de la identidad nacional. De los tipos originados por la mezcla racial, Pedreira señala al mulato y al grifo: mientras el primero encarna la expresión máxima de la degeneración, el segundo, mezcla de mulato y negro, representa un estadio “racial superior” en tanto está
11 Volveré sobre La charca más adelante, considerada la ficción fundacional de Puerto Rico y publicada por primera vez en 1894. La novela pone su eje de atención en cómo regenerar al campesinado de la isla desde varias perspectivas: la científica, la religiosa y la hacendada. Al final de la trama, sin embargo, se hace imposible que prevalezca una solución restauradora para el jíbaro.
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más próximo al paradigma negro (46-49). Frente al mulato y al grifo, Pedreira antepone al criollo: “Del cruzamiento de españoles puros que en la isla luchaban desventajosamente contra las enfermedades y el clima, nació el criollo paliducho y ágil, que a través de algunas generaciones pudo asimilar con utilidad los rigores del trópico. De aquí proviene mayormente nuestra gran masa campesina” (47). Como se entrevé en el pasaje, el criollo es considerado solamente en su dimensión blanca y su definición comparte ecos con la referida por Abbad a finales del siglo xviii; pero, más importante aún, Pedreira sitúa a los criollos como origen del jíbaro, insertando a estos últimos dentro del paradigma racial blanco. Si nos detenemos en los títulos y los subtítulos que organizan la primera parte de Insularismo, enseguida notaremos la relación que Pedreira propone entre geografía y etnografía. Para el ensayista, esa correspondencia se da siempre en términos de analogía, la población se describe en función de la geografía (56-57). El ensayo de Pedreira condensa de manera exasperada la visión que la historia natural propagó sobre la geografía y las poblaciones americanas desde la segunda mitad del xviii; pero, como ya hemos visto, el referente directo no es Buffon, sino Abbad, citado y elogiado reiteradamente en el ensayo. En el movimiento que va de la geografía a la identidad, se transita, en palabras de Pedreira, del paisaje pacífico insular al puertorriqueño “dócil” (59-61). En ese sentido, se podría afirmar, junto a Arcadio Díaz Quiñones, que con Insularismo asistimos a la manera en que “el discurso nacional trata de romper con el esencialismo de la visión imperial, pero muchas veces termina reproduciendo sus estereotipos y paradigmas, así como sus formas de exclusión” (Sobre los principios 340). Además de la degeneración y la indolencia, la cuestión del odio racial planteado por Abbad se convirtió en otro de los fundamentos al que con mayor ahínco regresaron las elites criollas en la isla. Frente a la insistencia del viajero en representar una población marcada por las diferencias raciales y el odio de “castas”, los criollos de los siglos xix y xx apostaron por homogeneizar la población a través de la figura del jíbaro blanco. El deseo de construir una iconografía jíbara uniforme se manifestó, como ya señalé, a partir de una doble orientación: en
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algunos casos pasó a través de la postulación de un sujeto “desracializado”, es decir, sin hacer ningún tipo de referencias raciales se daba por sentado que pertenecía a la blanca; en otros casos, a partir de la identificación explícita entre el jíbaro y el paradigma racial blanco. Ambos casos revelaban las ansiedades de las elites en torno a las clases campesinas y sus posiciones sobre cómo la cuestión racial en la colonia podía afectar el devenir de los proyectos de índole reformista. Como veremos en el próximo capítulo, sería la literatura, en su variante de cuadros de costumbres, no las ciencias sociales, la primera en formular dicha identificación. Manuel A. Alonso con El gíbaro, considerado uno de los textos fundadores del canon literario puertorriqueño, se convirtió en una de las primeras intervenciones en legitimar una abierta asociación entre el jíbaro y el criollo blanco. Alonso incluso llevó esa identificación mucho más lejos al equiparar al letrado criollo, que se reconocía como la voz narrativa de su texto, con la figura del jíbaro.12
12 Francisco A. Scarano, en “The Jíbaro Masquerade and the Subaltern Politics of Creole Identity Formation in Puerto Rico”, analiza, además, tres casos anteriores a la fecha de publicación del texto de Alonso, en los cuales el letrado usurpa la identidad del jíbaro en el ejercicio de la escritura.
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CAPÍTULO 6
Estampas desde el otro lado de las Antillas, o cómo y por qué se escribieron los primeros cuadros de costumbres sobre Puerto Rico El gíbaro: Cuadros de costumbres de la isla de Puerto Rico (1849) de Manuel A. Alonso fue legitimado, por las elites de finales del siglo xix y principios del xx, como el texto fundador de la literatura puertorriqueña, pero su impacto trascendió el dominio literario para extenderse hasta los textos pioneros de las ciencias sociales en la isla. Antonio S. Pedreira, uno de los más entusiastas lectores de Alonso en el siglo xx y uno de los artífices de la canonización del libro, afirmó en Insularismo que, si bien El gíbaro tenía un valor literario y filológico, se hacía necesario reconocer su importancia folklórica y etnológica (70). El gíbaro ocupa un lugar prominente dentro de las tradiciones literarias
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y científicas puertorriqueñas de los siglos xix y xx por, al menos, dos razones cruciales: por una parte, se constituye en estrecho diálogo con la Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico de fray Íñigo Abbad y Lasierra y, por otra, comprende muchas de las claves de la modernización económica, social y política esgrimidas por las nacientes ciencias sociales de fin de siglo.1 Uno de los primeros lugares desde donde se comienza a cuestionar, dentro de la cultura criolla, la idea de la degeneración y la desidia como metáfora de la identidad de la población es en El gíbaro. El texto de Alonso entabla un diálogo significativo con los viajeros naturalistas que, durante el siglo xviii, habían visitado la isla y habían descrito, siguiendo la preceptiva de Buffon, la geografía y la población en clave de enfermedad. Entre ellos, Abbad ocupa un lugar importante en tanto su Historia circula de manera explícita por las páginas de Alonso, quien incorpora pasajes del viajero y responde a sus premisas naturalistas con el propósito de crear un nuevo imaginario sobre la isla a mediados del siglo xix. Frente a la idea de Puerto Rico como espacio de degeneración e indolencia, El gíbaro pone a circular una visión moderna de la Antilla. La primera estampa del libro, “Espíritu de provincialismo”, aborda el tema de la degeneración de manera directa. El cuadro de costumbres acontece en Barcelona y da cuenta de una fuerte comunidad antillana en esa ciudad. Los protagonistas son dos jóvenes, un puertorriqueño y un cubano, quienes se encuentran en la metrópolis realizando estudios universitarios. La estampa, narrada en primera persona por el puertorriqueño, relata los encuentros de los protagonistas con dos personajes más: otro antillano (cubano) y un inglés. Mientras el antillano se lamenta de las costumbres y las comidas de Barcelona, clasifica el catalán de “jerga” y ansía trasladarse a Madrid por la falta de vida social y cultural de Barcelona, el inglés, tras haber vivido quince años en Puerto Rico, considera la isla como el lugar de la barbarie, la
1
Al estudiar El gíbaro, en The Puerto Rican Novel 1849-1910, Sarah Wamester Bares conecta el género del cuadro de costumbres con una doble tradición: las crónicas del “descubrimiento” y la conquista y la antropología. Además, enfatiza los vínculos del cuadro de costumbres con la novela decimonónica (20-26).
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desidia y la degeneración (15). Ambos, por sus críticas a Barcelona y a Puerto Rico, vienen a encarnar la falta de cosmopolitismo y, por tanto, el espíritu provinciano al que alude el título. En este caso, la idea de la degeneración era defendida no por un español, sino por un personaje inglés, quien, a pesar de haber amasado una inmensa fortuna en Puerto Rico como traficante de esclavos, contrabandista y hacendado, aseguraba que había perdido la salud en la colonia. El inglés reproducía la retórica de la degeneración que, para mediados del siglo xix, había trascendido los confines de la historia natural y se abría paso en la literatura. Ante el menosprecio propugnado por este personaje en la primera estampa, los otros cuadros de costumbres están dedicados a recoger los adelantos acontecidos en las primeras décadas del siglo xix en el orden moral, urbanístico, institucional y literario, con el ánimo de insertar la isla dentro del paradigma de la modernidad. En boca del narrador, quien como veremos se identifica con la figura del jíbaro, Europa viene a ocupar el lugar contrapuesto a los principios de la Ilustración y la modernidad mientras Puerto Rico se convierte en metáfora del progreso antillano. El género de escritura escogido por Alonso era el cuadro de costumbres. Su uso revelaba la existencia de una tradición literaria importante, dentro y fuera de España, que había utilizado este formato para responder a las visiones articuladas por los viajeros sobre las poblaciones locales. Si bien los cuadros de costumbres le permitían a Alonso crear un espacio de diálogo con las tradiciones viajeras y naturalistas, al mismo tiempo le ofrecían la posibilidad de intervenir en la incipiente esfera literaria puertorriqueña. No se trataba tan solo, como sugería Salvador Brau a finales del siglo xix, de que la censura colonial hubiera obligado a Alonso a escoger ese formato literario, sino también que el género le ofrecía un sinnúmero de posibilidades: desde apelar a su carácter eminentemente didáctico, hasta la posibilidad de erigirse en intérprete de la cultura puertorriqueña para el público metropolitano.2
2
En el prólogo redactado para la edición de El gíbaro de 1883, Brau relaciona el uso de los cuadros de costumbres con la censura colonial (24). En el siglo xx, José Luis González, en Literatura y sociedad en Puerto Rico, continuó la misma
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A lo largo de su libro, Alonso desautorizó las intervenciones realizadas por viajeros y naturalistas; aspiraba, en cambio, a legitimar la suya como criollo: la conexión con la isla le otorgaba una credibilidad difícil de alcanzar por los forasteros. En ese sentido, el uso del discurso costumbrista (y también romántico) de orientación paisajística, que pretendía una identificación entre el mundo natural y la idea de nación a principios del siglo xix en América Latina y el Caribe, habría que pensarlo no como una simple reacción de causa y efecto entre Europa y las Américas, sino como respuesta a las teorías en boga sobre la supuesta inferioridad geográfica de la región. Desde el lugar del costumbrismo, se aspiró a producir rearticulaciones simbólicas que pusieran en entredicho el imaginario de una geografía degenerada. Los cuadros de costumbres se convirtieron en un lugar alternativo para cuestionar la epistemología naturalista de corte buffoniana. En este capítulo, estudio la manera en que la literatura en Puerto Rico, en su variante de cuadros de costumbres, se funda en estrecho diálogo con el género de la historia natural. Desde el lugar de la literatura, Alonso responde a varios de los presupuestos articulados por Abbad en su Historia: muchos de sus cuadros de costumbres reescriben los pasajes descritos por el viajero naturalista sobre la población de la isla. El deseo de constituir una literatura nacional se entrecruza en El gíbaro con la voluntad de promover un modelo racial y económico que permitiera insertar la isla en una geopolítica moderna. En ese sentido, el diálogo con Abbad se establece en varias direcciones. En primer lugar, Alonso presenta una iconografía desracializada de la figura del campesino. El propósito de incorporar la colonia, marginal y periférica, dentro de las cartografías de la modernidad se basó en que, a través del jíbaro, entendido como símbolo del sujeto nacional de la isla, se postuló un orden racialmente homogéneo. Pero, como se verá en este capítulo, el énfasis en la desracialización terminaba siendo
línea de interpretación (104). Para ambos, el uso del cuadro de costumbres respondía a la coyuntura política: la recia censura colonial podía ser franqueada con un género sumamente popular y de carácter didáctico, cuyo objetivo central era deleitar enseñando.
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problemático porque el debate sobre la variedad racial de la isla salía a relucir desde otras instancias. A la larga, la fantasía sobre el jíbaro blanco aparecía cuestionada dentro de la propia escritura de Alonso. En segundo lugar, Alonso resemantiza el término jíbaro, que de designar al campesino puertorriqueño pasa en su texto a identificar a las elites de la isla. Asociado con el narrador de los cuadros de costumbres, este vocablo comienza a ser entendido como sinónimo de criollo blanco, convirtiéndose en una operación simbólica fundamental para desarrollar el discurso de diferenciación nacional. En tercer lugar, Alonso articula un programa de renovación económica que buscaba convertir al jíbaro en sujeto consumidor y artífice de la economía local; en ese sentido, cuestionaba los estereotipos de desidia y pereza, preconizados por Abbad. En su intento por desmontar las visiones fraguadas por la historia natural, el libro de Alonso se convirtió en un referente central para el costumbrismo y las incipientes ciencias sociales de finales de siglo xix, que tuvieron que constituirse en desafío a la preceptiva naturalista.
El jíbaro como tropo de la identidad nacional Escrito y publicado en Barcelona, El gíbaro contiene veintiún cuadros de costumbres e incursiona en una variedad temática que va desde la descripción de las costumbres, la educación y la economía hasta la literatura en Puerto Rico. Si bien la mayoría de sus estampas tiene lugar en la isla antillana, el texto abre y cierra con cuadros localizados en Barcelona. Esta circunstancia le otorga a El gíbaro una circularidad en términos estructurales y recoge la intención de Alonso de que su libro estuviera dirigido tanto al público peninsular como al isleño. Pero, más importante aún, al enmarcar las estampas acontecidas en la isla con las de la metrópolis, Alonso buscaba enfatizar el lugar que deseaba para Puerto Rico en España, no como colonia, sino como provincia.3
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En “Los sabios y los locos en mi cuarto”, destinado a promover el fomento de las instituciones de beneficencia médicas en la isla, Alonso presenta la idea de que
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Sobre el tema literario figuran, al menos, dos estampas dentro de la colección costumbrista: “Escritores Puerto-Riqueños” y “La linterna mágica”. En la primera, Alonso sostenía que la literatura, al igual que la educación, la economía y las costumbres, funcionaba como un eje central para acceder a la modernidad: “Pocos años hace que vió la luz la primera publicación literaria, y pocos también que se nota un verdadero progreso: aquella fue la señal de este” (95). En palabras de Alonso, reconocer la existencia de una literatura local de carácter eminentemente puertorriqueño era una manera de asegurar la entrada de la isla a la modernidad. En ese sentido, el género del cuadro de costumbres le permitía no solo recrear las escenas de asunto local, sino, además, reflexionar sobre el lugar de la literatura en la isla. En ese primer cuadro de índole literaria, Alonso señala los antecedentes de su libro al aludir al Aguinaldo puertorriqueño, publicado en 1843; siguiendo esa línea, la estampa deviene en un ejercicio de crítica literaria dedicada a estudiar la producción poética del puertorriqueño Santiago Vidarte. El segundo cuadro es mucho más atrevido y convierte al propio libro de Alonso en objeto temático: el autor de El gíbaro es uno de sus protagonistas y el énfasis está puesto en la recepción que tendrá su libro en Puerto Rico. En un tono metarreflexivo, Alonso repiensa la función social de los cuadros de costumbres: la literatura en la isla nacía no solo aunada a este género literario, sino, además, preocupada por la recepción de sí misma en Puerto Rico.
Puerto Rico adolecía de voz al no tener representación política en la metrópolis. En la escena participan Philippe Pinel, reconocido como el fundador de la siquiatría moderna, junto a un numeroso grupo de enfermos mentales que vienen a quejarse de las condiciones, los recursos y los tratamientos de las instituciones médicas. Mientras los pacientes de diferentes partes de la metrópolis tienen la posibilidad de expresar sus quejas, el de Puerto Rico, denominado en la escena como el diputado de la isla, no encuentra espacio para formular su opinión, pues el texto se acaba en el mismo momento en que él va a tomar la palabra. Presentado como parte de un sueño del narrador protagonista, el pasaje se convertía en un comentario sobre la situación política de la colonia después de la salida de los diputados antillanos de las Cortes en 1837.
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Una de las primeras estrategias utilizadas por Alonso para construir una imagen moderna de la Antilla consistió en la elaboración de una iconografía desracializada del campesino puertorriqueño. En ninguna de las estampas que acompañan a El gíbaro se discute su pertenencia racial ni se dedica espacio a su descripción. En un libro destinado a recoger las costumbres, el progreso y los modos de vida de la población puertorriqueña y donde el eje de atención recae en la figura del campesino, el discurso racial no forma parte de la economía narrativa utilizada para describir a sus protagonistas. Con la ausencia del tema, Alonso intentaba trascender la lógica que había dominado la literatura de viajes y la historia natural a la hora de clasificar las poblaciones. Al prescindir de ella, no solo descartaba el aparato retórico y conceptual capitalizado por Abbad en su Historia, sino que buscaba otros lentes para cartografiar la población de la isla. Negar o simplemente suprimir el discurso racial se convirtió en una de las primeras estrategias empleadas por las elites criollas para cuestionar una matriz narrativa que los colocaba en una posición de inferioridad. La ausencia del tema cimentaba al mismo tiempo la idea de que el jíbaro formaba parte de la población blanca del país. Si bien en El gíbaro se postula un orden homogéneo a partir de una perspectiva desracializada que suprime el uso de categorías como blanco, mulato, mestizo y negro, el discurso racial no desaparece del todo, sino que se filtra a otros espacios de la cultura. Excluida de las caracterizaciones del jíbaro, la retórica racial se abre paso dentro de las descripciones de las danzas de Puerto Rico. Los bailes de la isla aparecen referidos siguiendo la lógica de las jerarquías raciales. Ese es el caso del cuadro de costumbres, “Bailes de Puerto-Rico”, en el cual el narrador utiliza no solo las categorías raciales con que eran clasificadas las poblaciones, sino, además, conceptos medulares de la historia natural como degeneración, mestizaje y aclimatación para referirse a los bailes. Alonso se reusaba a describir la población en base a dichas categorías, pero el sistema de clasificación reaparecía referido a los bailes de la colonia. Después de una extensa digresión en la cual se establecía la genealogía del baile, desde la antigüedad hasta los tiempos modernos, y que tenía como objetivo colocar las prácticas locales en un contexto
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universal, el narrador afirma: “Conquistada y poblada gran parte del Nuevo-Mundo por los Españoles; era forzoso que adquiriese sus costumbres, y con ellas muchos de sus bailes nacionales; guardando estos toda su pureza, ó adulterándose según el sitio en que habían de ser aclimatados” (58; énfasis mío). Siguiendo la lógica utilizada para clasificar a las poblaciones trasplantadas a las Américas, los bailes en la isla permanecían “puros” o “adulterados”: mientras el primer término se utiliza para hacer referencia al linaje español, el segundo se convierte en sinónimo del baile mestizo. Este último ocupa una buena parte del interés de Alonso, quien utiliza el concepto de aclimatación, central en las teorías raciales del siglo xix, para distinguir los bailes propios de la isla. A continuación, agrega: En Puerto-Rico hay dos clases de bailes: uno de sociedad, que no son otra cosa que el eco repetido allí de los de Europa; y otros, llamados garabato, que son propios del país, aunque dimanan á mi entender de los nacionales españoles mezclados con los de los primitivos habitantes; conócense además algunos de los de Africa, introducidos por los negros de aquellas regiones, pero nunca se han generalizado, llamándoseles bailes de bomba. (58; énfasis en el original)
Como se entrevé en la cita, los bailes “adulterados”, denominados “garabato”, provenían de la mezcla de español con indígena. Alonso reconocía la incorporación de elementos de la cultura aborigen en los bailes de Puerto Rico, pero negaba posibles contagios con los bailes de origen africano, pues estos permanecían aislados de las prácticas culturales de la isla, sin influir en los bailes criollos. En ese sentido, los intercambios entre españoles e indígenas resultaban asimilables en el orden racial y cultural, mientras que la fusión con el elemento africano se convertía en una amenaza para la homogeneidad de Puerto Rico: los fenómenos de exclusión e inclusión salían a relucir en las cartografías danzarias. Alonso no solo seguía la lógica del discurso racial para describir los bailes, sino que llegaba incluso a oponerse, siempre a través del baile, a la idea de que la mezcla racial causara degeneración en la población. Al respecto, apunta:
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Los bailes de garabato son, como he dicho, varios, y traen su origen de los nacionales españoles y de los indígenas, de cuya mezcla ha resultado un conjunto que revela claramente el gusto de unos y otros; así en las cadenas y en el fandanguillo cualquiera reconoce una degeneración de las seguidillas y del fandango […] Las cadenas, derivado de las seguidillas pero no un engendro contrahecho y raquítico, sino un renuevo vigoroso y lozano, que comparo a una hermosa mestiza, son el baile más animado y vistoso de cuantos pertenecen a esta clase. (63-64; énfasis mío)
Como se puede apreciar, Alonso analizaba las relaciones entre los bailes españoles y los locales a partir de la preceptiva naturalista. Según su análisis, los bailes propios de la isla (las cadenas y el fandanguillo) eran una “degeneración” de los españoles (las seguidillas y el fandango); pero el concepto de degeneración no aparece formulado en su vertiente pesimista, sino que se presentaba en términos positivos, con el propósito de resaltar el baile propio de Puerto Rico. El uso de los términos “un renuevo vigoroso y lozano”, en oposición a un “engendro contrahecho y raquítico”, intentaba cancelar la retórica de la degeneración, asociada con los postulados del clima y la mezcla racial. El costumbrista contestaba a los viajeros naturalistas no desde el lugar de las poblaciones, sino mediante el baile. En la figura de la mestiza, resultado de la mezcla española e indígena, se cruzaban definitivamente el baile y la raza. Esta le servía para explicar las diferencias entre el baile español y el baile local, que en su cuadro de costumbres llegaba a adquirir las connotaciones del baile criollo; en ese sentido, lo mestizo (en clave indígena) parecía funcionar como equivalente de lo criollo. Las diferencias locales podían explicarse por medio de las antiguas prácticas culturales indígenas, pero no a través de lo negro. A partir del baile, Alonso buscaba justificar los supuestos cruces acontecidos a nivel poblacional: este le servía como plataforma para expulsar a los sectores negros y mulatos y reivindicar lo blanco dentro de la isla, pero, a pesar del intento por homogeneizar la cultura local y criolla, lo negro salía a relucir, aunque fuera desde los márgenes del texto.4 4
Alonso se refería incluso al factor climático para determinar las características principales de los bailes. Al mencionar una danza europea, afirmaba: “El rigodón
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La segunda de las estrategias, empleada por Alonso, para construir una imagen moderna de la isla radicó en postular al jíbaro como tropo de la identidad criolla. La pregunta es entonces a través de qué operaciones simbólicas se produce la asociación entre el jíbaro y el sujeto criollo blanco. La conexión fue posible en la medida en que el significado del término jíbaro se expandió y comprendió no solo al campesino, sino también a la elite letrada de la isla. En el libro de Alonso, el jíbaro se convierte en el lugar de enunciación del letrado. Al incorporar tanto a las clases bajas como a las altas, su figura adquirió el estatus de sujeto nacional. Es en la segunda estampa del libro, “El bando de San Pedro”, donde la voz narrativa se desdobla y se identifica con la figura del jíbaro. A través de un guiño editorial, el narrador interpola una carta, dirigida explícitamente a los suscriptores de El gíbaro, en la cual se autodenomina el “gíbaro de Caguas” (34). Al firmar su carta de esa manera, Alonso no solo reconocía su simpatía por esa figura, como lugar de enunciación, sino también dejaba entrever que el propio público lector se sentiría identificado con él; de lo contrario, difícilmente lo hubiera utilizado en un texto que iba dirigido a sus lectores. El uso del apelativo revelaba que la identificación entre las clases letradas y el jíbaro comenzaba a ser una práctica común dentro de las elites insulares. Al utilizar este seudónimo, la identidad se proyecta como una zona de negociación, transferencia y construcción desde donde se atisba el discurso de la diferencia. Desde la tipología del jíbaro, se comienzan a trabajar los imaginarios de conciencia criolla, blanqueamiento, progreso y modernidad. Como apunta Francisco A. Scarano en “The Jíbaro Masquerade and Subaltern Politics in Puerto Rico”, el jíbaro se convirtió en un tropo para las narrativas de identidad en la medida que permitió elevar al campesino al estatus de ícono nacional (1400). A través de la
es también muy general: frío, pausado y aristocrático, conserva las mismas cualidades bajo el sol de las Antillas que bajo los hielos del polo” (60). A partir de la lógica de la historia natural, Alonso caracterizaba los bailes dentro de su libro. Su argumentación demostraba la importancia alcanzada por ese saber.
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identificación con el jíbaro, los letrados reafirmaron su condición de criollos y sus vínculos telúricos con Puerto Rico. Intentaron, en palabras de Scarano, configurar las fronteras de la etnicidad puertorriqueña basadas en la exclusión de otros sectores menos “asimilables” racialmente, como la población negra (1405).5 En ese sentido, reivindicar la figura del jíbaro significaba constituir un sujeto que pudiera trascender las diferentes clases sociales y que sirviera como vehículo de identificación y cohesión nacional, tanto para las elites como para las capas populares. El jíbaro como figura permitía estrechar los lazos de pertenencia a la comunidad entre los diferentes estratos sociales. Pero el jíbaro no se representa como un sujeto monolítico, sino que articula una variedad de tipos que va desde el letrado criollo que viaja a España, para obtener su educación universitaria, hasta el campesino que trabaja la tierra y se dedica a las peleas de gallos. La escisión identitaria entre el letrado y el campesino se desplaza al espacio de la representación. De los veintiún cuadros que conforman el libro, trece de ellos están escritos en prosa, los ocho restantes figuran en verso. La alternancia entre la prosa y el verso configura los dos dominios discursivos que prevalecen en el libro: mientras el primero pertenece al mundo letrado, el segundo, mediante un ejercicio de ventriloquia, convierte al jíbaro en el hablante lírico de las composiciones. Para el letrado está reservada la prosa, para el campesino, el verso: mientras el primero articula un lenguaje racional muy cercano al ensayo, el segundo condensa un registro eminentemente fonético. En ese sentido, el primer dominio narrativo analiza las relaciones entre criollos y peninsulares y el segundo define las relaciones entre criollos y jíbaros (Janer, Puerto Rican Nation-Building Literature 12). Es en la alternancia entre la oralidad y la escritura que se filtra una de las primeras fracturas de la mascarada jíbara de Alonso, pero no la única. Al comparar los dos dominios de representación, la crítica literaria puertorriqueña ha insistido en un criterio estrictamente estético y ha
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La lectura de Scarano debe muchísimo a la interpretación de José Luis González, quien en El país de cuatro pisos hace una defensa de lo africano como expresión de la cultura popular en Puerto Rico.
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señalado que las escenas en prosa alcanzan mayor calidad literaria que las líricas (González, Literatura y sociedad en Puerto Rico 105). Los dos planos de composición revelan, sin embargo, otras discrepancias que me parecen más útiles a la hora de distinguir un registro discursivo del otro, centradas en el tratamiento de la figura del jíbaro y su relación con la ley. Es en los cuadros en versos donde el jíbaro, haciendo uso de un registro casi críptico, se representa como transgresor del orden y la disciplina. A diferencia de lo planteado por Luis Felipe Díaz en La na(rra)ción en la literatura puertorriqueña, en los cuadros líricos no asistimos a la representación del mundo idílico y armonioso del jíbaro (50), sino, por el contrario, al dominio de la trasgresión y el delito.6 Eran precisamente esas “faltas” las que el letrado debía enmendar en su afán por disciplinar al jíbaro. La normativización de la figura jíbara conllevó, como hemos visto hasta ahora, la reafirmación de un discurso de homogenización racial y la elevación del jíbaro al estatus de ícono nacional; pero implicó, además, un proyecto de modernización económica. Al insertar al jíbaro dentro de las cartografías de la comunidad nacional, era necesario no solo blanquear su iconografía, sino también convertirlo en sujeto consumidor. Como ha planteado Richard Rosa, en El gíbaro se entrelazan literatura y economía, capital literario y capital económico; en ese sentido, muchas de las estampas estaban encaminadas a promover la economía local (“Literatura y economía en Puerto Rico” 681-685). Este propósito sale a relucir, una y otra vez, en los cuadros de costumbres orientados a reivindicar las prácticas populares campesinas como las carreras de caballos, las peleas de gallos y los carnavales: más allá de la nostalgia del letrado por las tradiciones que comenzaban a perderse ante la modernización de las costumbres, el deseo de mantener vivas estas fiestas funcionaba como un medio de estimular la economía local (Alonso, “La gallera” 86). Alonso proponía un programa
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Muchos de los cuadros líricos se convierten en una puesta en escena de los cuadros narrativos. Así, por ejemplo, a la estampa “Bailes de Puerto-Rico” le sigue “El baile de Garabato”, escrito en verso; a “La Gallera” le continúa “Una pelea de gallos”, también en verso.
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de incentivo basado en el consumo de las clases campesinas del país, el cual iba dirigido a estimular la circulación del dinero. Una de las estampas más notables dedicadas a este tema es “Carreras de S. Juan y S. Pedro”. La referencia central para Alonso era Abbad, quien en el capítulo XXXI de su Historia, “Usos y costumbres de los habitantes en esta isla”, se había encargado de describir los diferentes hábitos y pasatiempos a los cuales se entregaba la población. Dos de las costumbres más nocivas para el viajero naturalista consistían en las celebraciones prolongadas y recurrentes de los bailes y los juegos, entre los cuales se encontraban las carreras de caballos (501). Para Abbad, las fiestas y los juegos suponían una lógica del tiempo contraria a la racionalidad del trabajo, conllevaban un exceso y un gasto corporal fuera de los límites de la disciplina laboral e implicaban la creación de espacios de sociabilización al margen de los ámbitos institucionales, desde donde se debía fundar la sociedad moderna. Este tipo de costumbres producía, según Abbad, sujetos de moral laxa, propensos a los placeres y al ocio. Al escribir sobre las carreras de caballos, Alonso se distanciaba notablemente de su predecesor y las revindicaba, enmarcando sus orígenes en el calendario cristiano: la celebración no respondía a un impulso desordenado de la población como creía Abbad, sino, por el contrario, tenía sus orígenes en las fiestas católicas de San Juan y San Pedro. El criollo insertaba la costumbre puertorriqueña dentro de una esfera más amplia, perteneciente al mundo católico español. Al final de la estampa, incluía instrucciones precisas para estimular la economía alrededor de las carreras de caballos en la isla: “Aparte de la distracción, hay una ventaja positiva, una mejora de gran utilidad cual es el fomento de la cría caballar” (172). Alonso apostaba por introducir esta nueva rama de comercio en la isla y fomentar la exportación de caballos al resto de las Antillas. En ese sentido, en la figura del jíbaro se concentraba la importancia de la clase trabajadora para el futuro financiero del país; de él dependía, en gran medida, la transición hacia una economía capitalista y, por ende, la reinserción de Puerto Rico en el mercado internacional. El gíbaro de Alonso se convirtió en objeto de innumerables controversias y relecturas por parte de la tradición intelectual de la isla,
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cada una de ellas sostenidas desde diferentes proyectos raciales y políticos. Desde Pedreira, quien en Insularismo realiza una defensa del texto como el primer clásico de la literatura nacional, hasta José Luis González, quien en El país de cuatro pisos y otros ensayos cuestiona el epíteto de primer clásico puertorriqueño conferido por Pedreira. Mientras, para el primero, El gíbaro funcionaba como “la expresión nacional del alma puertorriqueña” en la medida en que postulaba un perfil racial blanco, para el segundo, la reivindicación formaba parte de un fenómeno de exclusión social y racial donde el elemento africano quedaba relegado a los márgenes de la definición de la nación. El ejercicio de canonización de Alonso como el iniciador de la literatura puertorriqueña se había producido, en palabras de González, en pleno siglo xx a cargo no solo de ensayistas como Pedreira, sino también de críticos literarios como Manrique Cabrera debido a sus ideologías conservadoras (45-90). Pero la canonización de El gíbaro no había comenzado en la década de los treinta del siglo xx, sino que se remontaba a finales del xix. Al publicar nuevamente su libro en 1882 y en 1883, el propio Alonso había iniciado el proceso de legitimización literaria de El gíbaro.7 Mientras la tirada de 1882 reprodujo íntegramente la de 1849, la de 1883 apareció con el “Prefacio” de Brau y nuevos materiales de Alonso. Ambas publicaciones no solo fueron celebradas por escritores costumbristas de fin de siglo, sino también por figuras cercanas a las nacientes ciencias sociales, como Brau. En su “Prefacio”, Brau reconocía que el valor de El gíbaro consistía en ofrecer un método de lectura y análisis sobre la población. Que fuera precisamente él, alabado como uno de los fundadores de la sociología en Puerto Rico, quien escribiera el “Prefacio”, a pesar de las diferencias políticas que mediaban entre los dos autores y que iban desde el asimilismo de Alonso hasta el autonomismo de Brau, no hacía más que revelar la importancia de los cuadros de costumbres para la constitución de las ciencias sociales.
7 Para una revisión detallada de la historial editorial de El gíbaro, recomiendo revisar la “Introducción” de Eduardo Forastieri-Braschi.
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Al igual que Brau, Manuel Fernández Juncos desempeñó un papel importante en el comienzo de la canonización de El gíbaro. En 1884, escribió para su antología Varias cosas una semblanza, titulada “Don Manuel Alonso”, donde reconoció el valor documental del texto y celebró el uso de la variante indoandaluza de los campesinos como una de sus más preciadas virtudes. Para costumbristas como Fernández Juncos, fundar la literatura puertorriqueña utilizando el cuadro de costumbres significaba resaltar la importancia del letrado en la configuración del imaginario nacional. Las publicaciones finiseculares de El gíbaro venían a reafirmar la preponderancia del cuadro de costumbres en la construcción iconográfica del campesino a lo largo del siglo xix y el espacio privilegiado que había ocupado el género como método de conocimiento, pero iban más allá del deseo de establecer una genealogía cultural en la isla o de reivindicarlo como un clásico dentro de la historia literaria nacional. El interés revelaba que El gíbaro contenía las claves para el programa de modernización colonial que buscaban tanto Brau como Fernández Juncos. El proyecto de las elites puertorriqueñas de transformar al jíbaro en símbolo del sujeto nacional encontró en el texto de Alonso una de sus primeras formulaciones dentro de la cultura de la isla. En ese sentido, la literatura y las ciencias sociales de fin de siglo en Puerto Rico aparecieron conectadas a los problemas de representación, raza e identidad de la comunidad jíbara y apostaron por un mismo modelo de identidad racial y cultural que no solo se interceptaba y solapaba, sino que terminaba por remitir a un mismo origen: El gíbaro de Alonso.
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CAPÍTULO 7
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El gíbaro de Manuel A. Alonso se convirtió en una pieza clave tanto para la fundación de la literatura puertorriqueña como para las ciencias sociales. Junto a Alonso, una parte significativa de la tradición intelectual de Puerto Rico de finales de siglo xix se esforzó por desmontar los estereotipos relacionados con la mezcla racial y el clima. Entre ellos, se destacan Salvador Brau, Francisco del Valle Atiles, Manuel Zeno Gandía y Manuel Fernández Juncos, quienes integraron los círculos literarios y científicos puertorriqueños más importantes de fin de siglo. Fernández Juncos dirigió dos de las revistas más sobresalientes de ese período: El Buscapié (1877-1899) y la Revista Puertorriqueña (1887-1893). Se dedicó, además, a promover el género de los cuadros de costumbres mediante la publicación de numerosas antologías como Tipos y caracteres puertorriqueños (1882), Costumbres y tradiciones (1883) y Varias cosas (1884), entre otras. Zeno Gandía, por su parte, devino en el novelista más connotado de su generación con sus Crónicas de un mundo enfermo. Perteneciente a la tetralogía anterior, La charca (1894) se consagró como la ficción fundacional puertorriqueña.
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Si bien Del Valle Atiles y Brau incursionaron en el mundo literario con novelas como Inocencia (1884) y ¿Pecadora? (1887), fueron al mismo tiempo los encargados de iniciar las ciencias sociales con intervenciones como “Las clases jornaleras de Puerto Rico” (1882) y El campesino puertorriqueño (1887). Ambos trabajos se publicaron en la Revista Puertorriqueña, dirigida por Fernández Juncos, y ganaron el concurso del Ateneo Puertorriqueño en los mismos años en que salieron a la luz. Aunque todos ellos participaron desde diferentes lugares en la esfera pública insular, la militancia en las filas del Partido Autonomista Puertorriqueño les confirió una coherencia extraordinaria a sus intervenciones. El programa político del autonomismo le impregnó a la cultura científica y literaria del fin de siglo una sorprendente unidad: desde el costumbrismo, en su variante de cuadros de costumbres, hasta la novela y las emergentes ciencias sociales convirtieron al jíbaro en el centro de sus propuestas literarias y científicas.1 Fundado en 1887, bajo la dirección de Román Baldorioty de Castro, el Partido Autonomista Puertorriqueño defendió la descentralización política y administrativa de la isla, bajo la participación y el liderazgo criollo. El autonomismo buscaba crear nuevos espacios económicos y gubernamentales para las clases criollas desde el marco de la legalidad política y pretendía resolver el problema colonial a través de su capacidad negociadora.2 Al estudiar al líder autonomista José Celso Barbosa, Argelia Pacheco Díaz insiste en la capacidad representativa que tuvo el movimiento a finales del xix en Puerto Rico, el cual: “contribuyó a la democratización de la sociedad al buscar la ampliación de los espacios de participación ciudadana y el ejercicio de las libertades” (175). A través del autonomismo, se incorporaron a la incipiente esfera política de la isla los más diversos sectores criollos, desde las clases rurales hasta las clases media y alta; en ese sentido,
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Con relación al costumbrismo, la lista no se reduce al género del cuadro de costumbres, sino que llega al teatro con las comedias Un jíbaro, Los jíbaros progresistas y La vuelta de la feria de Ramón Méndez Quiñones. Sobre el tema, ver “Identidad y nación en el pensamiento autonomista de José Celso Barbosa” (171-187) de Argelia Pacheco Díaz.
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el autonomismo proporcionó una especie de educación política para los dispares sectores sociales de la colonia y configuró un modelo de ciudadanía compartible entre ellas. La proclamación del sufragio universal masculino fue, en palabras de Astrid Cubano-Iguina, uno de los resultados del carácter inclusivo del autonomismo como movimiento político (“Political Culture and Male Mass-Party Formation in LateNineteen-Century Puerto Rico” 631-632). Entre los contemporáneos de Barbosa y Baldorioty, Brau fue probablemente uno de los que con mayor elocuencia y lucidez enarboló los reclamos de los criollos puertorriqueños por la ciudadanía española en varios artículos periodísticos publicados en la isla entre 1881 y 1885. En “En plena luz” y “La política y sus fases”, Brau recurre a su biografía para exigir su derecho ciudadano. En el primero de los artículos, apunta: Pero así, amando á España y acatando sus preceptos y enorgulleciéndome de pronunciar su idioma, encontréme un día con que yo, hijo de españoles, no era ciudadano español, porque no había nacido en el terruño de la metrópoli. Allá en las provincias peninsulares tenía familia española; los hermanos de mi padre y sus hijos todos, eran españoles: yo, por haber nacido en América, era colono. Esto me pareció absurdo: que mi padre, español, pudiese darme sangre, lengua, creencias, nombre y no pudiese darme sus derechos de ciudadanía, era para mí incomprensible. (7)
Brau invoca su historia personal, la metáfora de la familia le sirve para ilustrar su caso y, de paso, pensar las relaciones entre España y Puerto Rico; pues para él, la política entre metrópolis y colonia se organizaba a partir del modelo del padre y del hijo y debía estar regida por el afecto (32-33). Brau reivindicaba sus derechos a partir de su herencia lingüística, religiosa y familiar; hablar español y compartir una misma cultura con la metrópolis se convertía en la base de sus reclamos: dejar de ser colono para ejercer como ciudadano. En el segundo de los artículos, Brau pasa del yo al nosotros, de la historia personal a la historia colonial, para continuar abogando por sus derechos cívicos: Los puerto-riqueños somos españoles por indiscutible abolengo. ¿Por qué no han de ser nuestros derechos los de los demás españoles? ¿Por qué
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no han de regirnos las leyes que rigen á las demás provincias de España? […] Nuestro origen arranca de los conquistadores, no de los conquistados […] ¿Creéis que valemos menos que nuestros padres? ¿O creéis que al legarnos su nombre, su idioma, sus creencias y su fortuna no pudieron legarnos su ciudadanía? […] Los puerto-riqueños somos españoles, y solamente españoles queremos ser […] Españoles somos: traednos las leyes que rigen en España. (34-37)
En este caso, Brau borra cualquier referencia previa a 1492, la historia prehispánica desaparece de su relato; los comienzos afloran con los conquistadores, la isla hace su entrada en la historia con la llegada de los españoles. La insistencia con que Brau repetía una y otra vez que los puertorriqueños eran españoles no implicaba ninguna paradoja de identidad, como sostiene Arcadio Díaz Quiñones (“Salvador Brau” 395-414), sino que, más bien, parecía apelar a la lógica del autonomismo: los autonomistas se sentían españoles y exigían sus derechos a pertenecer como ciudadanos a la nación española. El éxito del estatus autonómico, conseguido en 1897 e iniciado legalmente el 11 de febrero de 1898, fue resultado no solo de la lucha independentista cubana, al decir de José Luis González (Literatura y sociedad en Puerto Rico 176), sino también de un intenso movimiento cultural y político orquestado desde la esfera pública caribeña y metropolitana y sus diversas instituciones. Como ha estudiado Antonio S. Pedreira, el ideal autonomista nace y se desarrolla en conexión con el trabajo de las revistas literarias editadas en España, Puerto Rico y Cuba, desde la Revista Hispanoamericana y La Tribuna (España) hasta El Triunfo (Cuba), La Crónica, El Clamor y El Buscapié (Puerto Rico), entre muchas otras. En ese sentido, la propagación del autonomismo como opción política se llevó a cabo desde una dimensión trasatlántica e implicó una alianza política entre los intelectuales peninsulares y los criollos (El año terrible del 87 2-37).3
3 En El año terrible del 87, Pedreira reconstruye los orígenes y el desarrollo del ideal autonomista en Puerto Rico desde una perspectiva trasatlántica, incluyendo la represión sufrida por los líderes autonomistas en 1887. Mariano Negrón Portillo, por su parte, estudia la plataforma política del autonomismo antes y
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Una de las primeras narrativas que dio coherencia a la literatura y a las incipientes ciencias sociales puertorriqueñas, bajo la aspiración autonomista, consistió en la fábula del jíbaro dócil. La victoria del autonomismo se debió, en gran medida, a la pretendida capacidad de las elites de la isla de controlar a las clases campesinas; para ello, era necesario insistir en las narrativas de mansedumbre y sumisión. Desde la antropología, Del Valle Atiles sostenía que uno de los caracteres más apreciados en el campesino era su docilidad: “El jíbaro es dócil y tiene respeto al sacerdote, cualidades que este puede dirigir y aprovechar cuidadosamente” (El campesino puertorriqueño 151). En su estudio sociológico, Brau enfatizaba la misma idea: “Una de las condiciones más notables del carácter puertorriqueño es la docilidad. Un pueblo dócil por naturaleza tiene mucho adelantado en el camino de la civilización: falta solo saberle dirigir” (“Las clases jornaleras” 159). Fernández Juncos, por su parte, comenzaba su cuadro de costumbres “El jíbaro” en los siguientes términos: “El jíbaro puerto-riqueño es generalmente afable, dócil, compasivo y hospitalario” (91). En los tres, la idea de la docilidad aparecía relacionada con la facilidad para dirigir, gobernar y guiar al jíbaro de la isla; en ese sentido, proponían la mansedumbre y la obediencia como un atributo esencial para el proyecto autonomista de fin de siglo. La idea del campesino dócil implicó, además, como se verá en las próximas secciones, otra premisa fundamental: el mito de la armonía racial, indispensable para obtener cualquier tipo de reforma política, económica y social en la colonia. Otra de las narrativas sostenidas por los intelectuales autonomistas consistió en el reconocimiento de la capacidad intelectual del campesino. Como había sucedido en El gíbaro de Alonso, los textos de fin de siglo construyeron la voz del jíbaro desde el espacio de la poesía. La analogía entre poesía y jíbaro se consolidó en el imaginario nacional al punto de convertirse en fundamento dentro de las tradiciones literarias y científicas de la isla. Al abordar este tema, Fernández Juncos aseguraba: “Es aficionado al canto y á la música, aunque la forma inculta
después de 1898 en El autonomismo puertorriqueño. Sobre la historia del periodismo en la isla, se puede consultar El periodismo en Puerto Rico de Pedreira.
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y disparatada de sus canciones y los instrumentos músicos de que se vale, están en lógica relación con el atraso intelectual en que se tiene sumido” (“El jíbaro” 92). Siguiendo ese mismo tema, Brau insistía en la habilidad “natural” del jíbaro como poeta y músico. No dudaba en enfatizar el hecho de que, a pesar de carecer de instrucción musical, el campesino llegaba a perfeccionar y a ejecutar con mucha destreza los instrumentos de cuerda; reconocía, además, que la mayoría de las orquestas de la isla estaba compuesta por artesanos y obreros (“Las clases jornaleras” 160). Del Valle de Atiles no solo exaltaba las cualidades musicales del jíbaro, sino que, además, se dedicaba a recoger las composiciones poéticas de dicha comunidad en el primer estudio antropológico de Puerto Rico. El énfasis en la habilidad musical del jíbaro y en su capacidad de aprender sentaba las bases para su regeneración. Si bien muchas de las cualidades reconocidas en el jíbaro habían sido articuladas en el texto de Alonso, la tradición viajera de finales del xviii había insistido con anterioridad en algunos de estos atributos. A la hora de señalar el talento musical del campesino, Brau recurría a fray Íñigo Abbad y Lasierra, quien había descrito la imaginación y la sensibilidad del criollo como cualidades importantes. Al respecto, Brau sostenía: “Que la índole de nuestro pueblo es benigna no cabe dudarlo: aquella sensibilidad exquisita que le atribuyera Fr. Íñigo, subsiste todavía: para reconocerla basta estudiar, siquiera ligeramente, sus costumbres” (“Las clases jornaleras” 160). Esta idea recorre todo el fin de siglo puertorriqueño y buena parte de las primeras décadas del xx. Pedreira, quien representa en gran medida la culminación de esa tradición decimonónica, exaltó las conexiones entre poesía y jíbaro: “Es aficionado a la música y compone décimas con relativa facilidad. El triple y la bordonúa son sus instrumentos predilectos. Suele soltar sus fantasías en cuentos inverosímiles en que se hace aparecer como protagonista” (“La actualidad del jíbaro” 24). Pedreira señaló el carácter creativo del jíbaro y subrayó su importancia como artífice del acervo oral puertorriqueño, transmitido de generación en generación. De la imaginación descrita por Abbad a finales del xviii, se pasaba en pleno siglo xx a la capacidad poética y narrativa del jíbaro. Los textos de corte literario y científico de fin de siglo insistieron, además, en que la lealtad del campesino a la patria puertorriqueña y
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a la nación española era otro de los fundamentos que permitiría la transformación del jíbaro en ciudadano. A este importante principio, se le añadió la idea de que el campesino de la isla era de origen andaluz. Al asociarlo con el campesino peninsular, los criollos terminaban hispanizando y blanqueando al jíbaro para asimilarlo dentro del paradigma nacional español. El ejercicio de blanqueamiento dependió, además, como señala Arlene Torres, de ciertas operaciones simbólicas que opusieron la montaña a la costa, el campo a la ciudad, el trabajador al esclavo y el jíbaro al negro. Mientras las poblaciones negras y mulatas se asociaron a un contexto urbano, reducidas a las zonas costeras, el jíbaro se localizó en las montañas y se identificó con el paradigma racial blanco (“La gran familia puertorriqueña” 293-294). El programa de reivindicación no se detuvo ahí, sino que los intelectuales de afiliación autonomista cuestionaron las asociaciones entre indolencia y jibarismo. Al respecto, Del Valle Atiles afirmaba: “Mucho se ha hablado de la holgazanería del jíbaro, pero nadie ha demostrado que tal vicio sea tan general […] siendo por el contrario fácil de probar que la generalidad ama el trabajo” (El campesino puertorriqueño 138). Más que la indolencia, Del Valle Atiles señalaba la precariedad y la falta de estímulo como las causas que atentaban contra la disciplina laboral del jíbaro. En su estudio quedaba claro que, a pesar de las terribles condiciones laborales, la mayoría del campesinado se entregaba al trabajo. Fernández Juncos, por su parte, abordó la misma problemática al referirse al jíbaro: “No rehúye el trabajo corporal; ántes bien lo solicita, sin más aguijón que el de sus ordinarias necesidades” (“El jíbaro” 91). Rebatir los estereotipos de la desidia, la vagancia y la indolencia se convirtió en un punto central para los intelectuales en tanto el jíbaro formaba parte central de la fuerza laboral de la isla. Entre ellos, Brau llegó a afirmar que los propios españoles padecían de los vicios de vagancia y pereza achacados a los criollos. Del Valle Atiles, por su parte, cambió el énfasis, como sugiere Benigno Trigo, de la vagancia a la anemia. No era el clima, ni tampoco la geografía, sino la biología y la dieta, dos elementos a la larga modificables (80-84). Desde diversos lugares de enunciación, los tres admitieron que las “faltas” del jíbaro había que buscarlas en la herencia colonial y en la esclavitud.
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La apuesta por reivindicar al jíbaro y convertirlo en base del proyecto autonomista no canceló la retórica de la degeneración. Entre los textos de orientación literaria y científica de fin de siglo, La charca fue uno de los que con mayor efectividad captó la ambivalencia de las elites hacia los sectores campesinos y de los que con mayor fuerza apeló a la historia natural en términos de enfermedad. Así como hay en la novela un eje centrado en la degeneración de las masas campesinas a causa de la mezcla racial, hay también otro que se concentra en el orden geográfico de la isla. Si bien la naturaleza aparece expresada en buena parte de la novela en términos positivos, en la trama persisten reminiscencias de la degeneración asociada con el clima. Frente a las descripciones del narrador y de las cartas del hijo de Juan del Salto, donde la exaltación de la geografía se convierte en uno de los fundamentos del discurso nacional, se contrapone el personaje de Montesa, regenerado únicamente por la acción benéfica del clima extranjero. El propio título escogido por Zeno Gandía funciona como sinónimo de putrefacción y podredumbre. Al igual que Brau, Del Valle Atiles y Fernández Juncos, Zeno Gandía interviene en el debate sobre cómo modernizar las clases campesinas. Con ese propósito, no utiliza ni una vez la palabra jíbaro dentro de su novela: el campesino aparece connotado a partir del término obrero, a pesar del contraste que dicha noción establece con el mundo rural que rige la trama. De la misma manera que los estudios antropológicos y sociológicos se dirigen explícitamente a la clase hacendada con el objetivo de involucrarla en el programa de regeneración moral, educativa y física del campesinado, Zeno Gandía utiliza la figura del hacendado como uno de los protagonistas de su novela. Juan del Salto viene a condesar una de las audiencias a las que con mayor interés apelaba el partido autonomista: la clase terrateniente de Puerto Rico. Pero la novela, a diferencia de las intervenciones sociológicas, antropológicas y costumbristas, no logra apostar por un programa de regeneración para las clases campesinas en general: la vacilación e incertidumbre de Juan del Salto conlleva al fracaso epistemológico de la ficción en la medida en que no se llega a concretar un régimen que permita restaurar la salud del cuerpo jíbaro. A finales del siglo xix, las
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incipientes ciencias sociales se diferenciaron precisamente de la novela por su capacidad de proponer un proyecto de regeneración exitoso; en ese sentido, los cuadros de costumbres y las ciencias sociales se colocaron de una manera más cercana al compartir la necesidad de formular un programa restaurador viable. Ahí residían las razones por las cuales Fernández Juncos defendía el cuadro de costumbres por encima de cualquier otro género literario, mientras Brau y Del Valle Atiles privilegiaron las ciencias sociales más allá de la literatura. La consolidación de las ciencias sociales conllevó la formulación de una metodología y un lenguaje científico propios; pero, en las zonas coloniales como el Caribe, necesitó también de la oposición a la preceptiva naturalista y el cuestionamiento de sus dos premisas fundamentales: el determinismo geográfico y la inferioridad racial de las colonias, ambas difundidas en buena medida por viajeros y naturalistas. Desde la perspectiva de las ciencias sociales, los defectos atribuidos a la comunidad jíbara podían a la larga redimirse a través de la educación. A pesar del intento de antropólogos y sociólogos por reivindicar al jíbaro, la retórica de la enfermedad persistió con el nuevo siglo. En 1926, con el paso de poder de España a los Estados Unidos, se creó la Escuela de Medicina Tropical, la cual se convirtió en la primera institución en las Américas dedicada a estudiar las enfermedades de los climas tropicales.4
Ficción, naturalismo e historia natural En Literatura y paternalismo en Puerto Rico, Juan G. Gelpí se pregunta por qué la crítica literaria ha legitimado La charca de Manuel Zeno
4 En Medicine and Nation Building in the Americas, 1890-1940, José Amador estudia la creación de la Escuela de Medicina Tropical en Puerto Rico, auspiciada por Columbia University. Esta no sería la única institución de la isla que contaría con el respaldo de la universidad estadounidense; también, se crearía la facultad de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, a cargo de Pedreira. En las primeras décadas del siglo xx, como apunta Amador, Columbia University se había convertido en el centro líder de la ideología panamericana (133-137).
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Gandía como la novela nacional del país.5 Su pregunta encuentra fundamento en el hecho de que la ficción de fin de siglo convierte la enfermedad en metáfora de la identidad de la isla. Gelpí cuestiona no solo el lugar de La charca como ficción fundacional, sino, además, la legitimación de un canon centrado en las relaciones entre literatura y enfermedad. De acuerdo con el crítico: “No es casual que las llamadas ‘obras maestras’ de la literatura puertorriqueña exploren insistentemente la metáfora de la enfermedad” (19). Para él, la causa radicaría en el paternalismo de los letrados e intelectuales puertorriqueños, en particular, de la llamada “Generación del 30”, encargada de canonizar La charca y de legitimar también un canon afincado en la metáfora de la degeneración. Entre la crítica literaria, Gelpí alude a Antonio S. Pedreira, con su capítulo “Alarde y expresión” en Insularismo (1934), y a Francisco Manrique Cabrera, con su Historia de la literatura puertorriqueña (1956). Ambos habrían ayudado a consolidar La charca como la novela nacional de la isla. En sus ensayos sobre La charca, Gabriela Nouzeilles, por su parte, intenta explicar la asociación entre patología e identidad nacional a
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La charca forma parte de la tetralogía Crónicas de un mundo enfermo, que comprende Garduña (1896), El negocio (1922) y Redentores (1925). Una de las razones por la cual ha sido identificada como la novela nacional es por su enfoque en las clases campesinas de la isla. La otra novela de fin de siglo que se inserta en la línea de la degeneración y la enfermedad, pero en un escenario urbano, es El estercolero (1899) de José Lías Levis. Si nos movemos de La charca, como metáfora de la podredumbre social, hasta El estercolero, encontraremos que esta última exaspera la propuesta inicial de Zeno Gandía. Ambas estarían muy cerca no solo temáticamente, sino también por su relación con las ciencias. La difusa estructura de El estercolero, la ausencia de los personajes principales en el primer capítulo y el intercambio entre autor y narrador no responden simplemente a problemas estilísticos, sino más bien al deseo de Levis de convertir la novela en un ejercicio de experimentación social. En esta, los personajes funcionan más como “casos de estudio” y el narrador como científico social. A diferencia de La charca, donde ninguno de los personajes del campesinado tiene conciencia de cómo solucionar los problemas que los achacan, los de El estercolero, pertenecientes también a las clases “bajas” (obreros, planchadoras, prostitutas de la ciudad), alcanzan a delinear las bases de un ambicioso programa de regeneración física e intelectual que permitiría convertir a dichos sectores en ciudadanos virtuosos.
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partir de la afiliación de la novela a la estética naturalista.6 Si las llamadas ficciones fundacionales funcionan como un espacio simbólico para recrear alianzas políticas, raciales y sociales por medio de la exaltación del amor heterosexual, La charca utiliza la degeneración como clave hermenéutica para pensar las clases subalternas en la isla, cancelando cualquier tipo de empatía e identificación entre el lector y los personajes de la ficción. En palabras de Nouzeilles, a diferencia de las novelas naturalistas europeas, donde la degeneración físico-mental era atribuida a los efectos negativos del progreso como el alcoholismo, la promiscuidad y la pobreza, en las ficciones naturalistas latinoamericanas y caribeñas, la degeneración se asoció a la problemática colonial de la mezcla racial y sus efectos patológicos (“La esfinge del monstruo” 92). En ambos casos, las claves del naturalismo y del paternalismo no son suficientes para entender las relaciones entre literatura y enfermedad en La charca. Vista en el contexto puertorriqueño, la propuesta naturalista se torna difícil de sostener, pues uno de los ejes que recorre la producción cultural de la isla es precisamente la idea de la enferme-
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Me refiero a sus dos ensayos “La esfinge del monstruo” y “Modernidad y economía racial en La charca de Zeno Gandía”. Dentro de la tradición crítica nacional, Enrique Laguerre lee La charca junto a textos programáticos del naturalismo europeo, como La cuestión palpitante de Emilia Pardo Bazán y La novela experimental de Emile Zola. Sobre este tema, se puede revisar el “Prólogo” a su edición de la novela. Las relaciones entre el naturalismo y La charca han sido trabajadas, además, por intervenciones críticas más recientes, como Puerto Rican Nation-Building Literature de Zilkia Janer; The Puerto Rican Novel 1849-1910 de Sarah Wamester Bares y “Del microscopio al automóvil” de Fernando Feliú Matilla. Janer lee La charca a contrapelo del concepto de foundational fictions, acuñado por Doris Sommer. Wamester, por su parte, discute la manera en que el auge de lo científico en el siglo xix posibilitó un mayor énfasis en lo corporal en las ficciones. Para ella, la teoría de la novela experimental de Zola tuvo una excelente acogida en el contexto puertorriqueño debido no solo a la manera en que la medicina se autorizaba dentro de la literatura, sino, sobre todo, por las diversas patologías achacadas al campesino de la isla (90-147). Finalmente, Feliú está más preocupado por reorganizar el canon naturalista en la escena literaria puertorriqueña. Para ello, marca los comienzos de esta corriente estética a partir de las ficciones de Brau y Del Valle Atiles mientras localiza sus finales en 1935, con La llamarada de Laguerre.
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dad como metáfora de la identidad nacional. El discurso de la degeneración sobrepasa las dimensiones del naturalismo en Puerto Rico: es anterior y posterior al apogeo de esa corriente estética en la isla. Por otra parte, el paternalismo no fue exclusivo de las clases letradas e intelectuales puertorriqueñas de los siglos xix y xx y, por sí solo, no basta para explicar la consagración de una novela y de un canon que se levanta en base a esas relaciones. Uno de los hilos que recorre el archivo caribeño y latinoamericano es precisamente la relación entre letrados y clases subalternas; la literatura del siglo xix se funda, habría que repetirlo una vez más, a partir de esa relación con el “otro”, ya sea a través de las figuras del gaucho, del indígena, del esclavo o del jíbaro. La necesidad de incorporar a ese “otro” al proyecto nacional sería la base del programa literario de todo el siglo xix. En ese lance, el letrado actúa como intermediario entre lo local y el proyecto de modernización nacional. Pero el paternalismo no condujo necesariamente a la patologización de las clases subalternas, sino que, por el contrario, conllevó muchas veces su glorificación y romantización. En el Facundo, por ejemplo, el gaucho encarna la barbarie, pero es también cantor y poeta. El esclavo, en la novela antiesclavista cubana, se representa en clave sentimental y melancólica con el objetivo de establecer empatía entre los proyectos abolicionistas y el lector. ¿Qué sucede con las clases campesinas en la novela de Zeno Gandía? ¿Por qué incluso Juan del Salto, criollo y hacendado, queda atrapado en la misma lógica que la comunidad jíbara? Si no encontramos en La charca alguna figuración positiva del jíbaro puertorriqueño, es, a mi juicio, porque la novela constituye una de las rearticulaciones más pesimistas del relato de degeneración propuesto por fray Íñigo Abbad y Lasierra en su Historia. La retórica de la enfermedad y la degeneración en La charca es resultado no de un coqueteo estético con el naturalismo europeo, ni del paternalismo de las elites intelectuales, sino, por el contrario, de un diálogo con las tradiciones locales. La novela se inserta dentro de la tradición naturalista de finales del siglo xviii, la cual había leído en clave de degeneración la geografía y las poblaciones del continente, proponiéndose dilucidar si era posible o no regenerar a las clases jíbaras, marcadas por siglos de cruces raciales, producto del colonialismo. Al igual que La charca, gran parte de la literatura de la
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isla se podría leer como una relectura del relato fundacional de Abbad, una vuelta no a los orígenes del discurso literario, sino a la historia natural. Los orígenes del campo literario puertorriqueño se salen de la literatura misma para encontrarse con la historia natural: esta funda en Puerto Rico una ficción de identidad que perdura hasta el siglo xx.7 Como han sugerido J. Edward Chamberlin y Sander L. Gilman, la idea de degeneración articuló una modalidad discursiva que permitió organizar y estructurar zonas del pensamiento del siglo xix, desde la biología hasta la cultura. El concepto de degeneración, primordial en la constitución de las ciencias biológicas mediante las teorías de la selección natural y de las especies, se convirtió, además, en un modelo narrativo para las ficciones decimonónicas de fin de siglo (ixxiv). Como nos recuerda Nancy Stepan, uno de los cambios sucedidos dentro de este concepto consistió en que se expandió más allá del componente racial y contempló el de la clase social y el del género. Si en un principio la idea de la degeneración se asoció con la decadencia que producía el clima y la mezcla racial en las diversas razas, a finales del xix, la noción se aplicó, además, a los sectores sociales considerados como una amenaza, entre ellos, las prostitutas, los criminales, los dementes y los pobres (“Biology and Degeneration” 98). En la novela puertorriqueña, es la comunidad jíbara la que se presenta afligida por la degeneración. Reducida a la pobreza extrema,
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La charca no se encuentra sola en el canon caribeño hispánico: junto al debate de la degeneración y la enfermedad se articuló, además, el tema de la vagancia como resultado del efecto climático y la esclavitud en la región. Al lado de La charca se podrían leer textos clásicos como Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba de José Antonio Saco y la olvidada Leonela del escritor de origen dominicano, radicado en Cuba, Nicolás Heredia. Uno de sus protagonistas, John, joven cubano enviado a educarse desde niño a los EE. UU., regresa a la isla por negocios, después de haber terminado sus estudios universitarios y de haber adquirido una gran experiencia laboral como ingeniero. A su retorno, “americanizado” completamente, muestra ser un joven inteligente, fuerte y lleno de virtudes. Poco a poco, a medida que avanza la trama, pasa a ser llamado Juan y a mostrar los efectos degeneradores del clima y de la moral de la colonización española. Roberto Friol ha clasificado la novela como una de las mejores ficciones cubanas (“La novela cubana del siglo xix”).
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la poligamia, el concubinato, el incesto, el alcoholismo, el juego y la enfermedad, esta se encuentra fuera de cualquier biopolítica que garantice la salud, la reproducción de la familia y el rendimiento laboral. El escenario por excelencia de la novela es la montaña. Si, a lo largo de la historia colonial, la isla representa la periferia del Imperio español, excluida de las rutas comerciales y de las cartografías económicas, la montaña en este caso no hace más que exasperar los siglos de aislamiento, cifrados por la ausencia total de los aparatos ideológicos del Estado imperial. Tanto el cristianismo como la ley y la medicina están localizados fuera del espacio de la montaña; la única institución que sobrevive en su interior es la plantación. Al localizar la trama en las inmediaciones de la hacienda cafetal de Juan del Salto, el narrador convierte la plantación en un microcosmo, en un espacio de experimentación donde se pueden examinar las enfermedades, los vicios y las costumbres de los campesinos. Juan del Salto, el hacendado, encarna en las ficciones caribeñas del siglo xix la relación intrínseca entre plantación y saber. Al aparecer por primera vez en el segundo capítulo de la novela, el narrador presenta a Juan del Salto en calidad de hombre de ciencias, observador y estudioso de la comunidad jíbara, cuyo objetivo central era “dar ciudadanía a la plebe” (12). Fundamento del proyecto autonomista, la retórica de la ciudadanía se convierte en la base del programa de regeneración que el hacendado quería llevar a cabo en las poblaciones jíbaras de la montaña. En su intento por desarrollar un programa de estudio y experimentación sobre los campesinos, Juan del Salto funciona como el ojo científico de la novela y comparte muchas similitudes con los científicos sociales de fin de siglo en la isla. En ese sentido, el hacendado organiza y domina el campo visual en la ficción. Desde una posición jerarquizada por la altura de la plantación, observa a las masas campesinas en el intento de diagnosticar y prescribir las enfermedades del cuerpo jíbaro. Juan del Salto lee en el rostro y en el cuerpo de la comunidad jíbara las marcas del atavismo, la degeneración y la enfermedad; de ahí que, a lo largo de la narración, abunden las descripciones sobre su capacidad de observación: “Con mirada práctica” (11) y “Una viva mirada para cada detalle” (12), el propio Juan del Salto no dudaba en
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afirmar que “[sabía] leer en el semblante de los demás” (19). Mientras el narrador presenta al jíbaro como una masa amorfa, enferma y pálida, un cuerpo social degenerado difícil de clasificar, y utiliza los términos “plebe”, “muchedumbre”, “piara”, “pueblo paralítico” y “masa de pálidos” para referirse a los campesinos, Juan del Salto es el que tiene la capacidad de definirlos a través de la observación directa. Sus intervenciones a lo largo de la novela se erigen a partir de la interrelación entre visibilidad y saber. Al igual que Salvador Brau y Francisco del Valle Atiles, en sus intervenciones sociológicas y antropológicas de fin de siglo, Juan del Salto invoca el estudio de la historia colonial como herramienta para entender las causas de la degeneración de la población. Una de las estrategias de las incipientes ciencias sociales consistió, como se verá más adelante en las secciones dedicadas a explorar “Las clases jornaleras de Puerto Rico” y El campesino puertorriqueño, en inventariar los cruces raciales producidos a raíz de la colonización. Apenas aparece Juan del Salto en escena, el narrador omnisciente describe la metodología seguida por el hacendado para reflexionar sobre el estado de las clases jíbaras: En las gentes de la montaña estudiaba Juan las convulsiones evolutivas de una raza. Su prehistoria, su oscuro origen, sus migraciones, y luego, al contacto de los europeos sus mezclas y sus transformaciones […] Recorría la historia de la colonia, determinaba las causas iniciales; analizaba los paralelismos del estado político, del estado social, del estado económico. (16-17)
En la novela, al igual que sus contrapartes científicas, el narrador establece el procedimiento que permite descifrar las patologías del cuerpo jíbaro: el pasado colonial develaba las causas de las enfermedades. Si en el capítulo segundo es el narrador quien presenta el método de estudio, en el tercero será Juan del Salto quien lo ponga en práctica. En su intento por explicar los males que acechaban a la comunidad jíbara de la montaña, el hacendado traza un relato fundacional de la isla, en el cual se remonta y repasa la historia de su conquista y colonización:
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Imagine usted un elemento étnico venido a la colonia en días de conquista para sufrir una difícil adaptación a la zona de calidad. Aquel elemento inicial no pudo prosperar físicamente: las luchas, los recelos, las campadas a la descubierta, las influencias del nuevo suelo, la dureza del nuevo clima, la diversidad alimenticia […] Después vinieron los cruces […] Un cruce caucásico y aborigen determinó la población de estas selvas […] La hembra aborigen fue el pasto […] el único majar genésico, el único fecundo claustro en donde se formó la nueva generación. Esa mezcla fue prolífera, ¡pero a qué precio! El tipo brioso de la selva cedió energía física; el tipo gallardo y lozano que pisó el campo de occidente cedió robustez y pujanza. De esta suerte, el compuesto nacido, el tipo derivado, resultó físicamente inferior; organización deprimida, que había de ser abandonada al discurrir de los siglos. (35-36)
Juan del Salto organiza un relato fundacional donde la patología y la enfermedad remiten a los orígenes coloniales: alude a los rigores del clima y al problema de la adaptación de las “razas” al nuevo escenario, para enseguida abordar la cuestión de la mezcla racial. Esta última problemática se basa particularmente en la cópula interracial del europeo y del aborigen. La figura de la indígena reaparece como herramienta central en los procesos de mestizaje acontecidos en la isla. Al igual que en El gíbaro de Manuel A. Alonso, en la novela, la mezcla con la “raza negra” se silencia: el mestizaje pasa solamente a través del indígena. El jíbaro admitía el maridaje entre el indígena y el español, pero no con el negro. Si bien sus orígenes podían de alguna manera remitir a las poblaciones aborígenes, con la desaparición de estas y el paso de tres siglos, la tipología jíbara terminaba más cercana al paradigma racial blanco. Con el propósito de estimular la salud en las poblaciones campesinas, Juan del Salto se debate entre dos métodos diferentes para llevar a cabo las reformas. El primero consiste en una regeneración espiritual, moral y educativa; el segundo remite por completo al cuerpo. Su programa de regeneración oscila entre una orientación espiritual y otra corporal, pero la duda del personaje no se reduce a una batalla entre el cuerpo y el espíritu, sino que, además, incluye la decisión de participar o no en dicha empresa regenerativa. Juan del Salto se ve enfrascado entre el ideal y la práctica, es decir, entre la posibilidad de
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dedicarse por completo a su fortuna o consagrarse al bienestar de la clase jíbara. En la indecisión de Juan del Salto, Zeno Gandía dirigía una fuerte crítica a la clase hacendada, a quien iba dirigida la novela. En la inacción de las elites económicas radicaba, en gran medida, las faltas que prevalecían en la comunidad jíbara. Mediante su personaje, el autor aspiraba a persuadir al público lector (en buena parte hacendado) de la necesidad de participar en las reformas de las clases jíbaras. Los dos métodos preconizados por Juan del Salto van a marcar la participación de otros dos personajes de autoridad dentro de la novela: el médico (cuerpo) y el cura (espíritu). Mientras el médico Pintado apuesta por la construcción de hospitales, el cura Esteban promueve la Iglesia; cada uno de ellos defenderá, desde sus distintas posiciones, la pertinencia del cristianismo y la medicina. El proyecto de visibilidad, control y clasificación se exaspera en La charca, pues, junto al narrador omnisciente y a Juan del Salto, se destacan estos dos personajes que prologan el dominio de autoridad sobre el jíbaro. Aunque Juan del Salto, Pintado y Esteban, representantes de las elites hacendadas, médicas y eclesiásticas del país, no logran decidir cuál es el mejor método para regenerar las masas campesinas de la montaña, sí concuerdan en que es necesario impulsar el proyecto de autonomía política. Hacia el final de la novela, en la última conversación sostenida por los tres, el narrador comenta: “Los tres se confesaron liberales. Anchura, sí, anchura en la vida política y en la económica. No más tutelas. Hablaron de derechos y de deberes, de amplitud, de igualdad, de necesidad de igualar ante la ley a todos los hijos de la nación, a todas las clases, a todos los individuos” (139). El narrador localiza los orígenes de las reformas autonomistas en la propia historia política de la metrópolis: la autonomía puertorriqueña se nutría del imaginario político republicano centrado en la Revolución de 1868. Los tres, desde distintas posiciones de poder, esgrimían que la isla necesitaba reformas económicas y políticas que garantizasen los mismos derechos y deberes a los habitantes de Puerto Rico. La alusión a “todas las clases” y a “todos los individuos” incluía obviamente a las clases jíbaras, de ahí la necesidad de reformarlas para que pudieran acceder a la ciudadanía plena. Si bien Juan del Salto es el que sabe mirar respaldado por el lente de la ciencia, la novela comienza irónicamente con Silvina, quien
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“miraba sin ver”. Al igual que el hacendado, Silvina aparece localizada en una posición de altura desde donde se puede visibilizar el paisaje y el espacio geográfico de la novela. No es obviamente el balcón de la hacienda, sino la cima del barranco, el mismo lugar de donde caerá, al final de la novela, cuando su cuerpo estalle epilépticamente. El contrajuego entre el ver y el no ver, entre Juan del Salto y Silvina, se torna importante para la economía narrativa de la novela. Si mediante la perspectiva de Juan del Salto se ponen de manifiesto las relaciones entre ciencia y novela, a través de la de Silvina se trabajan las conexiones entre trama y novela. Por una parte, la perspectiva del narrador se solapa con la del hacendado en el intento por estudiar y modernizar las masas jíbaras y ambos se convierten en portavoces de los paradigmas científicos; por otra, la perspectiva del narrador también se intercepta al principio de la novela con la de Silvina, pero en función de organizar la trama. Silvina no tiene ojos para la ciencia, pero el narrador utiliza su condición de jíbara para presentar al lector la topografía y los personajes más importantes: el cafetal de Galante, el caserío de Andújar, el bosquecillo de la vieja Marta, la plantación de Juan del Salto y el mar. En el contrapunto de los dos personajes, se pueden distinguir los dos niveles narrativos que organizan la ficción: de un lado, el hacendado Juan del Salto, el padre Esteban y el doctor Pintado configuran el registro especulativo, teórico y científico; del otro, Silvina, Leandra, Gaspar, Galante, Ciro, Andújar, Deblás y Marta, entre otros personajes, mueven la trama. Esta estructura contrapuntística sostiene la voluntad didáctica que recorre toda la ficción: mientras el primer nivel narrativo se constituye como reflexión analítica sobre cómo mejorar las condiciones físicas, morales e intelectuales del campesinado, el segundo funciona como puesta en escena, pero no de los métodos y sistemas necesarios para regenerar a la población jíbara, sino de su propia decadencia. La primera se estructura a partir de los diálogos sostenidos entre Juan del Salto, el cura y el médico, además de los propios monólogos del hacendado: a la autoridad de este último, se le sumaba la del cristianismo y la de la medicina como discursos de poder. La segunda se desarrolla como casos de estudios; en ese sentido, la eficacia persuasiva de la novela se basa, como sostiene Nouzeilles, en
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una serie de estrategias textuales, entre las que se destacan el uso de un narrador omnisciente medicalizado, la introducción de figuras intraficcionales de autoridad y el desarrollo de historias clínicas ejemplares (“La esfinge del monstruo” 96). Entre estas últimas habría que mencionar el caso de Marcelo, el del nieto de Marta y la propia Silvina. Mientras el primero, anémico, se convierte en fratricida debido a la influencia del alcohol, el nieto presenta un caso de atrofia muscular y anemia extrema debido a las privaciones alimenticias a que lo ha forzado su avara abuela; Silvina, por su parte, hacia la mitad de la novela comienza a dar síntomas de un cuerpo epiléptico. La enfermedad, que se irá revelando a medida que avanza la ficción, se presenta como resultado de la precocidad sexual a la que es sometida. Si bien la degeneración de Marcelo y del nieto de Marta se conecta con la anemia, en el caso de Silvina, se asocia con la sexualidad, su cuerpo aparece marcado por la lujuria; la sensualidad se convierte en la falta principal asociada a la comunidad jíbara femenina. La muerte de los tres, Marcelo, el nieto de Marta y Silvina, pondría en escena la casi imposibilidad de regenerar al jíbaro, cancelando la promesa de un porvenir promisorio: en el cuerpo raquítico del nieto se encarna la metáfora trunca del futuro; en la epiléptica Silvina, el narrador centra la imposibilidad de reproducir un cuerpo jíbaro saludable y apto. En ese sentido, parecería que el escepticismo de la novela cuestiona uno de los paradigmas científicos más importantes del siglo xix: el evolucionismo social, cuya doctrina concebía a la sociedad como un organismo que podía transitar hacia estadios superiores de civilización. En la novela de Zeno Gandía, la idea de la degeneración llegaba a desplazar la de la evolución, que ya para esa fecha se había convertido en un discurso importante, apropiado por las elites de las regiones caribeñas y latinoamericanas y con el que se defendía que era posible regenerar el continente. Uno de los críticos literarios que ha intentado desmarcar La charca del paradigma de la degeneración ha sido Juan Flores. Con ese objetivo, Flores enfatiza que es posible detectar un atisbo de simpatía e incluso, utilizando sus propias palabras, de admiración por el campesinado de la isla a pesar de la retórica negativa, fatalista y pe-
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simista que atraviesa la novela (80). Este horizonte interpretativo se sustenta, sobre todo, en la posibilidad de releer al personaje de Silvina en términos heroicos. Al respecto, afirma: “This final refusal, the act of a young woman […] rejecting the burden of entrenched sexual oppression, represents an act of real heroism and humanity. Though characteristically mute and unreflected, it raises her moral stature in the book above that of the patriarchal Juan del Salto” (75). Al elevar el personaje de Silvina a una dimensión heroica, Flores no hace más que seguir un lugar común dentro de las ficciones decimonónicas latinoamericanas y caribeñas, donde la centralidad del personaje femenino da origen al nombre de la novela. El crítico, además, descoloca la novela de la tradición naturalista y la reinscribe dentro del paradigma del realismo; para él, las causas que determinan el fatídico desenlace de la novela no son de orden biológico, sino social (83). Al leer la novela en clave realista, Flores construye un espacio interpretativo desde donde se pueda formular una hermenéutica positiva de las masas campesinas de Puerto Rico. En el centro de su propuesta se ubica el deseo de atenuar el discurso patológico y de degeneración que permea la retórica de Zeno Gandía.8 Lo cierto es que, entre la población jíbara de la montaña, solo Montesa, mayordomo de Juan del Salto, muestra síntomas de regeneración; pero, esta no deja de ser problemática para la lectura defendida por Flores porque se debe precisamente al contacto del personaje con otros espacios geográficos y climas. Montesa se ha regenerado por la vida marinera que ha tenido fuera de la cordillera y ocupa, en ese sentido, un lugar intermedio entre las elites hacendadas y las clases jíbaras (27). La vida en ultramar se convierte en la causa principal de su restablecimiento.
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A pesar de sus diferentes perspectivas, centradas en el deseo de leer la novela dentro de un campo estético determinado, ya sea realismo o naturalismo, las lecturas de Nouzeilles y Flores le atribuyen una función social a La charca. Mientras Flores enfatiza el lugar de la novela realista en el estudio de las poblaciones campesinas, Nouzeilles explora el proyecto de economía racial supeditado en la ficción (“Modernidad y economía racial en La charca de Zeno Gandía”).
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A nivel simbólico, esa contraposición entre el afuera y el adentro parece estar marcada por las representaciones de la charca y el mar, metáforas que abundan a lo largo de la novela y determinan los discursos de degeneración y regeneración. Mientras la charca termina por convertirse en metáfora de la podredumbre social y circunscribe el cuerpo jíbaro al determinismo geográfico, el mar lo pone en contacto con otras culturas y climas, posibilitando su “restablecimiento”. Junto a la charca, el mar ocupa un lugar importante dentro de la ficción. La experiencia marítima conlleva, además, la práctica del viaje como forma de conocimiento y disciplina. Incluso en el personaje de Juan del Salto, quien se autoriza como observador a través del dominio científico, el viaje aparece también como experiencia y conocimiento, se entiende entonces como práctica cognitiva dentro de la novela. Si Montesa representa, por una parte, la importancia de los ideales burgueses consumados en la familia, la escuela y el trabajo; su regeneración, por otra, se torna conflictiva porque su personaje despliega una gran violencia a lo largo de la novela. Esta aptitud será la causa de la discordia entre el mayordomo y el hacendado. Cada uno de ellos respaldará una manera diferente de gobernar a las clases jornaleras: mientras Juan del Salto promueve una ética de trabajo basada en los valores cívicos, Montesa utiliza el despotismo y la opresión. A lo largo de la novela, hay al menos dos enfrentamientos entre ambos. La tensión que marca a los dos personajes, en cuanto a la manera de dirigir a las clases campesinas, va a estar en función de los valores asociados con el régimen esclavista y el trabajo libre: mientras Montesa continúa arraigado a los principios de la servidumbre y la esclavitud como forma de organización social, Juan del Salto epitomiza los nuevos valores centrados en una ética laboral moderna. Como se ha visto hasta ahora, la novela se estructura a partir de un sistema de oposición, que no se reduce a la articulación de dos niveles narrativos, sino que se extiende a la organización de los personajes: de un lado, se enfrentan el cura y el médico; del otro, encontramos las oposiciones entre Silvina y Juan del Salto y entre este último y Montesa. El propio Juan del Salto se organiza a partir de una tensión interna: el hacendado, como ya apunté, vacila ante qué método seguir para regenerar el cuerpo social, titubea entre una rehabilitación física o
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espiritual. Será esta oposición la que cancele la distancia que la novela intenta construir entre la clase hacendada y la clase jornalera. Si bien en el ejercicio reflexivo el hombre de ciencias se separa y distingue de sus objetos de estudio, será la duda la que lo lleve a pensarse como parte de las clases jíbaras. Aunque el hacendado se adjudica otro origen, exento de la mezcla racial, a medida que avance la trama y debido a la inacción, comenzará a sentirse como parte del organismo desgastado que corroe el cuerpo jíbaro. El proyecto que la ficción propone se ve constantemente amenazado por la duda y por el desenlace fatídico de los personajes. Aníbal González llega a clasificar La charca como la novela de la duda: “Si buscáramos una formulación breve y sintética para caracterizar La charca, podríamos decir que es ‘la novela de la duda’: se trata de un texto hipercrítico, de múltiples niveles que se cuestionan, parodian e interfieren mutuamente sin arrojar un saldo positivo de conocimiento” (220). La duda conlleva el fracaso epistemológico en la medida en que ninguna de las tres figuras de autoridad llega a viabilizar un régimen que permita restaurar la salud del cuerpo jíbaro. En ese sentido, se podría afirmar que el proyecto científico-médico encabezado por el narrador omnisciente, por Juan del Salto y por el médico fracasa en tanto no puede resolver el problema planteado por la novela; es decir, las voces cercanas a las ciencias se autorizan en el texto a través de varias estrategias, pero el desenlace desautoriza la perspectiva científica postulada por el narrador y los personajes de mayor legitimidad. El fracaso, a mi juicio, se puede relacionar con la especificidad de la novela como género. A finales del siglo xix, las incipientes ciencias sociales se distinguieron precisamente de la novela por su capacidad de proponer un proyecto en apariencia exitoso. Si en las ficciones el programa científico fracasa, su triunfo en las ciencias sociales garantiza la posibilidad de su existencia como saber independiente.
Antologías costumbristas: tipos, reformas y educación El cuadro de costumbres ocupó un lugar intermedio entre las ciencias sociales y la novela de finales del xix, pero su relación con la literatura
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no impidió que los cultivadores del género lograran articular una propuesta de reformas que contuviera las claves para la regeneración moral, política y física del jíbaro. Entre ellos, Manuel Fernández Juncos se convirtió en una de las figuras más influyentes de la esfera literaria puertorriqueña y llegó a marcar el devenir cultural, político y periodístico de la isla, a pesar de su procedencia española. Desde las páginas de El Buscapié y la Revista Puertorriqueña, impulsó no solo el costumbrismo finisecular, sino también el autonomismo y el movimiento científico de fin de siglo. Ambas publicaciones, reconocidas entre las más prestigiosas del periodismo puertorriqueño del siglo xix, permitieron expandir la incipiente esfera pública y fomentar el plan de reformas políticas, económicas y sociales por las que abogaban las elites de la isla. Muchos de los cuadros de costumbres, incluidos en sus antologías Tipos y Caracteres, Costumbres y tradiciones y Varias cosas, circularon primero por las páginas de El Buscapié, así como un conjunto de textos en los cuales practicaba la crítica literaria, la biografía y la historia intelectual. Sus bocetos biográficos sobre Manuel A. Alonso, José Julián Acosta y Alejandro Tapia y Rivera, recogidos luego en Varias cosas y en Semblanzas puertorriqueñas (1888), organizan la historia literaria y cultural de Puerto Rico en el siglo xix. En ese sentido, se podría afirmar que, si como escritor de cuadros de costumbres pasó a engrosar los anales literarios de la isla, como crítico ayudó a fundar el canon puertorriqueño.9 Uno de los espacios más socorridos por Fernández Juncos para darle coherencia y sistematicidad al género de los cuadros de costumbres fue el prólogo. Desde los numerosos prólogos que escribió, no solo para sus antologías, sino para otros proyectos costumbristas de finales del siglo xix y principios del xx, se dedicó a discutir la importancia de los cuadros de costumbres, la especificidad del género y su
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Además de literato, periodista y crítico, Fernández Juncos desempeñó un papel importante en la historia de la educación de la isla y se convirtió en el autor de los primeros textos escolares utilizados en las escuelas públicas de la isla. Sobre el tema, se pueden revisar Literatura y sociedad en Puerto Rico de José Luis González e Historia de la literatura puertorriqueña de Francisco Manrique Cabrera.
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función social.10 En el de su primera antología, Tipos y caracteres, Fernández Juncos abordaba la relación de los cuadros de costumbres con el periódico: al celebrar la aparición del volumen, discutía el problema de la publicación, la producción y la circulación de los cuadros de costumbres dentro de los periódicos. Con su libro, el letrado recorría el camino seguido por la mayoría de las antologías costumbristas, cuyos cuadros de costumbres habían transitado del periódico al libro. En ese primer prólogo, sobresalía la forma en que Fernández Juncos definía sus cuadros de costumbres al denominarlos “estudios”: “Tampoco debe considerarse esta serie de estudios como una colección completa de tipos puertorriqueños. Todavía quedan muchos anotados en mi cartera de estudio, para irlos dando a la estampa según pueda” (v; énfasis en el original). Para el autor, sus cuadros de costumbres constituían “estudios” de tipos puertorriqueños y provenían de su “cartera de estudio”. Al distinguirlos de esa manera, el costumbrista intentaba legitimar el proyecto epistemológico sobre el cual se erigía su escritura: el afán cognitivo sobrepasaba la finalidad artística, estética y de entretenimiento. El problema, según sus palabras, que atravesaba la escritura de los cuadros de costumbres estaba definido por la producción de la mímesis; ese era el más alto atributo al que podía aspirar cualquier escritor de dicho género: “Desconfiando mucho de mis dotes literarias, puse gran cuidado en copiar los tipos, los caracteres y las costumbres con exactitud, único aliciente que podía yo dar a trabajos hechos en tan desfavorables condiciones” (vii). De acuerdo con el costumbrista, la supuesta falta de dotes literarias se convertía en una condición favorable para la escritura de los cuadros costumbres. La escasa imaginación se suplía con el verismo: ante la ausencia de las facultades literarias, predominaba lo real. El valor del género, afincado en la producción de la mímesis, establecía una tensión entre el documento y la literatura, entre la información y la narración; de esa tirantez emanaba la singularidad del cuadro de costumbres en la esfera literaria del siglo xix.
10 Véanse los prólogos que Fernández Juncos redactó para Cosas de Puerto Rico de José A. Daubón y Cosas de antaño y cosas de ogaño de Matías González García.
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Al menos bajo esos términos, Fernández Juncos parecía reiterarlo once años después en el “Prólogo” escrito para Cosas de Puerto Rico de José A. Daubón. En esas páginas, insistía nuevamente en la misma problemática: [S]e trata de obras [refiriéndose a los cuadros de costumbres] que exigen el doble esfuerzo de la observación atenta y de la ejecución esmerada y artística. Una cosa es escribir cálamo currente una letrilla, un romance sin médula, ó un ahuecado artículo de periódico, y otra es observar á un pueblo, condensar en pocas líneas los rasgos más salientes de su fisonomía y de su carácter, y comunicar á este trabajo la amenidad, viveza y armonía propias de toda obra literaria que aspira á ser leída más de una vez. (3; énfasis en el original)
Una vez más, enfrentaba la aspiración científica y el trasfondo literario que envolvía a los cuadros de costumbres: la tensión entre lo literario y lo científico recorría la condición misma del género. Pero, ya para 1893, el escritor reconocía una correlación entre la función artística y científica del cuadro de costumbres: mientras lo científico se asociaba con el contenido, lo artístico se relegaba a la forma. La observación y el estudio garantizaban la credibilidad y el éxito del proyecto epistemológico; la ejecución amena avalaba la posteridad del texto. Si bien el costumbrista admitía esa correlación, no dejaba de enfatizar que la superioridad de los cuadros de costumbres, en relación con otros géneros literarios, venía marcada por su conexión con lo científico. La razón principal por la cual Fernández Juncos defendía, en Tipos y caracteres, la escritura de los cuadros de costumbres se debía a que para él existía una relación directa entre tipo y reforma: el deseo de transformar la colonia en provincia dependía de la modificación positiva de los tipos puertorriqueños y sus costumbres. A cada una de las reformas, le correspondía la desaparición de un tipo. Con las reformas de la enseñanza, se erradicaría el tipo del “profesor incompleto”, dando paso a que el “maestro de escuela” adquiriera mayor prestigio; con las nuevas leyes municipales, se eliminaría el “delegado”, tipo intermedio entre el antiguo “teniente a guerra” y el moderno “alcalde”; y con
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la educación científica, desaparecerían gradualmente el “curandero” y el “meópota”. De esa manera, el letrado establecía una correspondencia entre las nuevas reformas políticas, sociales y económicas derivadas del autonomismo y los tipos imperantes en la sociedad puertorriqueña que estaban llamados a desaparecer con la modernización (vii). La relación entre reforma y tipo era interesante porque permitía visualizar la manera en que Fernández Juncos organizaba la sociedad insular. Los tipos que componían la población puertorriqueña consistían en “el tigre”, “el delegado”, “el profesor incompleto”, “el capitán de milicias”, “el curandero”, “el meópota”, “el charlatán”, “el comisario de barrio”, “el gallero” y “el coleador”, entre muchos otros. La manera en que organizaba la sociedad puertorriqueña no seguía una lógica racial, sino más bien una dinámica que tenía en cuenta los oficios y las clases sociales; y contemplaba, además, sus vicios y defectos. Habría que preguntarse qué tenían de particular o de puertorriqueño tipos como “el charlatán”, “el curandero” o “el comisario”. Al organizar la isla con caracteres propios de cualquier sociedad, Fernández Juncos no hacía más que acentuar las semejanzas entre la sociedad puertorriqueña y la sociedad española; al hacer corresponder los tipos puertorriqueños con los españoles, el costumbrista enfatizaba las cercanías entre una y otra comunidad. Las semejanzas apostaban por subrayar la facilidad con que Puerto Rico pasaría a engrosar la lista de las provincias españolas. Si bien muchos de los tipos descritos por Fernández Juncos en su primera antología formaban parte de la comunidad rural, no es sino hasta Varias cosas en que se encuentra un texto dedicado por completo al estudio del campesino puertorriqueño con el título de “El jíbaro”. Aunque habría que apuntar que en Costumbres y tradiciones Fernández Juncos incluyó “La levita del barrio”, una estampa en la cual daba cuenta del jíbaro como tipología, pero a través de una de las prendas más importante de su atuendo, la levita. Organizado en cinco breves cuadros, el texto detalla el origen y el uso de la levita y describe el estilo de vida y la forma de vestir del jíbaro. Con un tono cercano al registro científico por su objetividad, el narrador se presenta como un observador y estudioso de las costumbres jíbaras e insiste, como en muchos otros cuadros de costumbres, en su condición de viajero o explorador (22).
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El conocimiento del costumbrista derivaba precisamente del viaje, es decir, del encuentro con ese “otro” que se pretendía describir; en ese sentido, se convertía en una especie de traductor para un público urbano o extranjero. Si en “La levita del barrio” es el atuendo lo que organiza la matriz narrativa, en “El jíbaro” será la propia tipología la que aparezca como centro de la narración. Lo primero que hace el costumbrista en “El jíbaro” es ofrecer una definición breve y puntual sobre el término. Dicha definición no aparece en el cuerpo de la estampa, sino que forma parte de la única nota al pie de página que acompaña a la composición: “Jíbaro, campesino puerto-riqueño sin instrucción” (91). Lo que venía a definir la condición de jíbaro era precisamente su falta de escolaridad. Con esta definición, Fernández Juncos aseguraba la comprensión y recepción del texto fuera del público lector puertorriqueño, garantizaba que la audiencia peninsular no se quedara al margen de la interpretación. Desde el inicio, Fernández Juncos buscaba despertar la simpatía del lector describiéndolo en términos positivos, pero, sobre todo, daba por sentado el mito de la docilidad jíbara. Al respecto, afirmaba: “Teme á la Autoridad civil; obedece fácilmente las indicaciones y consejos de la eclesiástica, y manifiesta siempre la mayor sumisión […] hácia las personas de mayor categoría social” (92). El énfasis en el carácter sumiso y obediente venía a garantizar la regeneración del jíbaro y las reformas políticas del autonomismo. A la idea de la docilidad se sumaba otro elemento que facilitaba el programa de ortopedia social: “Uno de los principales rasgos de la fisonomía moral de nuestra población jíbara es —en nuestro concepto— la falta de caracteres” (93; énfasis en el original). La falta de un perfil definido en la población rural jíbara en general permitía que la educación y la Iglesia calaran hondo al ser difundidas y diseminadas dentro de las comunidades campesinas. La identidad jíbara se presentaba como masa amorfa esperando ser moldeada por los discursos modernizadores del positivismo. Otra de las estrategias que Fernández Juncos utilizó para caracterizar al jíbaro, en su cuadro de costumbres, consistió en compararlo con el campesino de diferentes regiones rurales de España: si bien el jíbaro puertorriqueño se distinguía del campesino vasco y asturiano, se encontraba muy cerca del andaluz. A partir de esas asociaciones, la
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cultura científica y literaria de fin de siglo insistió en el origen andaluz del jíbaro: No tiene el vigor y la robustez del labrador vasco, ni la perseverancia y método del astur, ni los hábitos de economía y ahorro que caracterizan al isleño de Canarias […] En sus hábitos y costumbres conserva aún bastante semejanza con los habitantes meridionales de la Península, de quienes desciende más directamente, por haber sido aquellos los primeros pobladores de nuestros campos. Carece de la viveza corporal y del carácter expansivo y bullicioso del campesino andaluz; pero conserva su agudeza de entendimiento, su imaginación viva, fantástica y algún tanto inclinada á lo maravilloso. (91-92)
En la jerarquía creada por Fernández Juncos, los campesinos vascos y asturianos ocupaban el lugar cimero de la clasificación mientras que los campesinos andaluces formaban parte de la base de dicha jerarquía. La escala no hacía más que seguir un criterio geográfico y climático: los campesinos del norte de España eran “superiores” a los del sur de la península; pero estos, a su vez, se encontraban en una posición favorable con respecto al campesino de los trópicos. Si bien el jíbaro puertorriqueño ocupaba el lugar inferior, las semejanzas entre este y el andaluz garantizaban la legibilidad de la tipología local: el origen andaluz del campesino puertorriqueño terminaba hispanizando al jíbaro y blanqueándolo. La hispanización se erigía en base a una doble exclusión: por una parte, se silenciaba la herencia árabe en el sur de España y, por otra, se omitía la presencia de las poblaciones negras y mulatas de la isla. Aunque la retórica de la enfermedad persistía en el texto, el costumbrista esclarecía que los rasgos patológicos que se asomaban en la constitución física del jíbaro eran resultado del contexto social en que se encontraba inmerso. La dieta y las condiciones de la vivienda se convierten en la verdadera causa de la supuesta constitución degenerada del jíbaro. Su texto terminaba rechazando las dos razones más utilizadas por la historia natural: el clima y la mezcla racial. Al final de la estampa, Fernández Juncos ofrecía de manera concisa y rápida el programa de reformas que devolverían la salud física y moral al campesino puertorriqueño. En ese sentido, el costumbrista desafiaba
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los preceptos naturalistas y redimía al campesino puertorriqueño de los vicios y las deficiencias atribuidos a su carácter; pero lo más importante era que el plan de regeneración que proponía estaba basado en la instrucción del jíbaro. Al convertir la educación en el elemento fundamental para reformar la vida del campesino, reconocía que no eran las diferencias raciales o climáticas las que lo colocaban en una condición de inferioridad, sino su falta de escolarización. Era una manera abierta de admitir que la ciudadanía dependía del acceso a la letra y a la educación; en ese sentido, la inclusión del jíbaro como base del proyecto autonomista supuso su alfabetización. Fernández Juncos se convirtió en una referencia central para los iniciadores de la antropología en Puerto Rico. En el texto fundador de dicha disciplina, El campesino puertorriqueño, Francisco del Valle Atiles utilizó la definición establecida por Fernández Juncos en “El jíbaro” para denotar al campesino puertorriqueño. El texto costumbrista circulaba dentro del antropológico, marcando las fronteras porosas entre una retórica y otra. A lo largo del libro, Del Valle Atiles no solo hacía referencia al gran cultivador de los cuadros de costumbres en la isla, sino que, además, se definía de una manera muy próxima a la del propio costumbrista, es decir, como observador y estudioso de las costumbres puertorriqueñas. En ese sentido, convertía la práctica de la observación y el estudio de las costumbres en fundamento de la antropología. Entre las fronteras del cuadro de costumbres y la naciente antropología, se dibujaba una zona mancomunada desde donde conversaban el costumbrista y el antropólogo.
Los inicios de la antropología en Puerto Rico A finales del siglo xix, ya se habían comenzado a producir los primeros estudios que configurarían las fronteras de las incipientes ciencias sociales en la isla. El campesino puertorriqueño de Francisco del Valle Atiles permite cuestionar lo que se ha vuelto casi un lugar común dentro de la historia cultural y científica de Puerto Rico: me refiero a la idea de que la antropología en la isla aparece ligada a la ocupación del territorio por los Estados Unidos.
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En La identidad y la cultura, Eugenio Fernández Méndez construye una historia de la antropología puertorriqueña donde los comienzos de la disciplina se funden con las primeras intervenciones antropológicas estadounidenses: Jesse Walter Fewkes figura como pionero de la antropología en Puerto Rico mientras Franz Boas y John Alden Mason ocupan el lugar de los padres fundadores de la disciplina.11 Los únicos puertorriqueños que aparecen en el libro son el naturalista Agustín Stalh y el historiador Cayetano Coll y Coste (111-118). Con figuras de la talla de Fewkes, Mason y Boas, entre otras, los orígenes de la antropología puertorriqueña se pierden en el proyecto imperial norteamericano, al punto de olvidar el lugar fundacional que ocupa Del Valle Atiles. A pesar de su olvido, El campesino puertorriqueño es el tratado científico más importante escrito en la isla durante las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx.12 Es, además, el que con más audacia intentó cuestionar los postulados naturalistas sobre la influencia del clima en la degeneración de las poblaciones. Del Valle Atiles utilizó tanto el discurso de la eugenesia y la higiene como la antropología
11 Enviado por la Oficina de Etnología Americana de Washington, Fewkes visitó Puerto Rico, entre 1902 y 1904, y publicó The Aborigines of Puerto Rico and Neighboring Islands y A Prehistoric Island Culture Area of America. Boas y Mason, bajo la dirección de la Academia de Ciencias de Nueva York, permanecieron en la isla entre 1914 y 1915. De acuerdo con el propio Fernández Méndez, la investigación antropológica de Boas se orientó hacia el estudio de las supervivencias culturales indígenas en la población campesina o jíbara de Puerto Rico. Mason, por su parte, se dedicó a recopilar materiales folclóricos de la tradición oral jíbara (114-115). 12 Silencing Race de Ileana M. Rodríguez-Silva es uno de los pocos estudios donde se analiza El campesino puertorriqueño de Del Valle Atiles. En la primera parte, la historiadora estudia a Brau, Zeno Gandía y Del Valle Atiles como representantes de las elites liberales autonomistas puertorriqueñas. En particular, explora cómo desde diferentes lugares discursivos (historia, literatura y ciencia) estos tres intelectuales llevaron a cabo un proceso de modernización centrado en las masas campesinas. En Subjects of Crisis, Benigno Trigo, por su parte, examina las intervenciones sociológicas y antropológicas de Brau y Del Valle Atiles: mientras el primero aparece en función de la categoría de enfermedad, el segundo se estudia con relación a la anemia.
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antropométrica con el fin de estudiar las “deficiencias” físicas y morales del campesinado y prescribir las recomendaciones necesarias que permitirían convertir al jíbaro en un trabajador óptimo, base de la economía moderna puertorriqueña. En su tratado, Del Valle Atiles aseguraba el lugar fundacional que tenía su texto en la antropología puertorriqueña y reconocía la falta de un archivo antropológico previo dentro de la cultura científica de la isla (20). Su estudio conversaba con algunas intervenciones internacionales, pero, dentro del marco insular, aludía a Alejandro O’Reilly, fray Íñigo Abbad y Lasierra, Manuel Fernández Juncos y Salvador Brau. Los viajeros, el costumbrista y el iniciador de la sociología puertorriqueña se convertían en figuras de autoridad para abordar los problemas relacionados con el campesinado en la isla. Los cruces entre el viaje, el costumbrismo y las ciencias sociales salían a relucir de diversas maneras dentro del tratado antropológico. Para comenzar, Del Valle Atiles utilizaba la misma definición elaborada por Fernández Juncos para denominar al jíbaro. En el texto fundador de la antropología en Puerto Rico, aparecía el cuadro de costumbres como referencia crucial. Al respecto, afirmaba: “Y por jíbaro entendemos, para todo lo que digamos en este estudio, ‘el campesino puertorriqueño sin instrucción’ como lo define un querido amigo nuestro (en un libro que su galena pluma nos ofrecerá pronto)” (14). Del Valle Atiles se refería a Fernández Juncos y se reapropiaba de la definición utilizada por el costumbrista para especificar su objeto de estudio. El cuadro de costumbres circulaba dentro del texto antropológico como documento: era la máxima aspiración a la que podía anhelar Fernández Juncos. Si el costumbrista transitaba dentro del registro antropológico, Brau, pionero de la sociología en la isla, aparecía connotado como estudioso de las costumbres (99). Incluso, Del Valle Atiles utilizaba la retórica del cuadro de costumbres para puntualizar sus objetivos en el libro y en ese intento develaba las proximidades entre dicho género literario y la antropología: No tenemos la pretensión de hacer un estudio completo de etnología puertorriqueña. Agrupar en cuadros más ó menos sencillos los variados elementos etnológicos que constituyen nuestra actual población no sería obra
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imposible, pero requiere una labor especial que no creemos sea de absoluta necesidad para el desarrollo del tema presente. (9-10; énfasis mío)
Como se entrevé en la cita, Del Valle Atiles empleaba el vocablo “cuadros”, propio en el siglo xix del cuadro de costumbres, para referirse a la economía narrativa de su estudio antropológico. Su uso transparentaba que este se había convertido en una de las formas de organización del conocimiento científico (Foucault, Las palabras y las cosas 80-81). La definición dada por Del Valle Atiles, sobre el jíbaro, no se limitaba al enunciado propuesto por Fernández Juncos, sino que incluía, además, los señalamientos de Abbad. El movimiento, que iba del costumbrismo a la literatura de viajes, encerraba en gran medida el umbral epistemológico de la antropología. Con el deseo de legitimarlo como base de la cultura nacional, Del Valle Atiles reconceptualizaba al jíbaro siguiendo las características que Abbad había atribuido a los criollos blancos, descendientes directos de los españoles. En su Historia geográfica, civil y natural de la isla, Abbad señalaba que los criollos mostraban las características raciales más similares a los europeos y, por tanto, un menor índice de degeneración comparados con las otras castas. El viajero insistía en que, si bien los criollos eran perezosos, resultado del clima cálido, tenían una forma física muy bien proporcionada y una imaginación viva (493). Teniendo en cuenta las descripciones de Abbad, Del Valle afirmaba: “Desde luego podemos decir hablando en general que el campesino blanco puertorriqueño de nuestros días se parece bastante al criollo que describía fray Íñigo Abbad en su Historia de Puerto Rico” (15). Al mencionar las características adjudicadas a los criollos blancos, Del Valle insistía: Muchas de esas cualidades caracterizan hoy todavía al criollo, pero pueden aplicarse de un modo más especial y concreto al campesino, pues por lo que respecta al habitante de las poblaciones, ya sean estas del interior y mejor si son de la costa, ha ganado en condiciones físicas desde que los progresos de la civilización le han dado medios de vivir mejores que en aquellos tiempos á que se refiere el discreto historiador citado. (15)
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La transposición que realizaba Del Valle de las características del criollo blanco de finales del xviii al jíbaro de finales del xix era fundamental dentro de su proyecto político. El autor reconocía que muchos de los atributos señalados por Abbad todavía podían adjudicársele al criollo, pero que, en general, el desarrollo en las zonas costeras de la isla había hecho que este progresara física y moralmente. Este reconocimiento era importante no solo porque revindicaba la clase a la que pertenecía Del Valle Atiles, la cual impulsaba las reformas de fin de siglo, sino porque, además, sentaba el precedente de que, así como los criollos se habían regenerado con el progreso de las últimas décadas, el campesino puertorriqueño, sobre todo el que pertenecía a la “raza blanca”, podía alcanzar el mismo desarrollo físico y moral; de ahí la importancia de otorgarle al jíbaro las características que según Abbad eran propias del criollo. Convertir al jíbaro “enfermo” en hombre vigoroso, base de la economía, era uno de sus principales objetivos. Del Valle Atiles reconoció que entre las causas que determinaban las condiciones físicas del campesino se encontraban la herencia, el clima y la higiene; pero realizó varios movimientos que terminaban por minimizar el lugar de las dos primeras en la constitución corporal del campesino. Con relación a la herencia, Del Valle Atiles apuntó que la debilidad del jíbaro se remontaba al origen andaluz de sus progenitores, provenientes de climas cálidos donde no se engendraban organismos robustos como en las zonas templadas. Del Valle Atiles conectaba la “debilidad” del jíbaro con sus ancestros españoles, oriundos también de un clima cálido; en ese sentido, terminaba adjudicándole al español las mismas “deficiencias” que sufrían los habitantes del trópico. El campesino puertorriqueño padecía de los mismos males físicos que los campesinos andaluces; Puerto Rico y Andalucía aparecían asociadas varias veces a lo largo del estudio. Esto, en cambio, no limitaba que la región sureña fuera considerada como provincia de España y que los campesinos andaluces fueran considerados ciudadanos españoles. La segunda causa de la degeneración física del jíbaro se relacionaba con el clima. Si bien Del Valle Atiles reconocía que Puerto Rico tenía un clima caliente y húmedo, también admitía que existían condiciones particulares que terminaban suavizando los efectos del trópico. El interior de la isla, por ejemplo, se caracterizaba por sus relieves mon-
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tañosos y la altura, de esa manera, la temperatura disminuía al punto de transformar el clima de caliente a cálido, según la propia terminología utilizada por Del Valle Atiles. Por otra parte, la geografía insular permitía que las temperaturas disminuyeran a causa de la influencia positiva del mar. En ese sentido, el jíbaro gozaba de condiciones climatológicas especiales y, contrario a lo que la tradición naturalista había difundido, la insularidad ayudaba a mermar los efectos del clima. Pero Del Valle Atiles iba mucho más lejos en la cuestión del clima e incluía, en su libro, tres ejemplos puntuales en los cuales los jíbaros recobraban la salud física, tras ser sometidos a un régimen de alimentación y disciplina apropiado bajo el clima ardiente de la ciudad. Con estos ejemplos, aseguraba que, a pesar de que el calor en la capital y en las costas era más agobiante que en el interior del país, la recuperación del jíbaro era posible por el progreso social y la tecnología conseguidos en las ciudades. En ese sentido, afirmaba que, al llevar los avances al campo, considerado el espacio ideal por sus buenas temperaturas, la regeneración física y moral del campesino sucedería de manera exitosa y rápida (80). Es por esta razón que una gran parte del tratado está dedicado a promover un programa de reformas sociales basado en la educación infantil, la propagación de los preceptos de la salud, la alimentación, la gimnasia y la enseñanza técnica y agrícola para el campesinado. Sometido a este régimen, el campesino puertorriqueño estaría físicamente preparado para convertirse en un obrero productivo. Otra operación importante realizada por Del Valle Atiles consistió en racializar la geografía de la isla, convirtiendo a las costas en los centros donde radicaba mayor número de población negra y mulata, mientras el interior se distinguía por una demografía blanca. A diferencia de Manuel A. Alonso, quien en El gíbaro propuso la existencia de un sujeto desracializado, Del Valle Atiles reconoció la presencia de campesinos negros, mulatos y blancos en la isla. Al contrario de Brau, quien, desde una perspectiva sociológica, canceló la discusión racial y formuló el concepto de clases jornaleras como una manera de organizar la sociedad, Del Valle Atiles admitió la diversidad racial en su tratado científico, pero puso mayor énfasis en el campesino blanco del interior de la isla para el futuro político y económico de Puerto
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Rico (16-17). Para él, la “raza negra” estaba llamada a desaparecer debido a que constituía un segmento pequeño de la población; además de que la eliminación de la trata esclava y la entrada continuada de inmigrantes blancos favorecían el blanqueamiento racial. Con una retórica muy afín al darwinismo social, Del Valle Atiles vaticinó que la “raza blanca” terminaría imponiéndose en la demografía de la isla por considerarse superior intelectual y físicamente. Al mismo tiempo, Del Valle Atiles intentaba “normalizar” los atributos físicos del campesino: numerosos pasajes del libro recopilan datos sobre los caracteres físicos del cuerpo jíbaro como el talle, el cráneo, la cara, el tronco y los miembros (19-28). La exhaustiva enumeración de las dimensiones corporales, tanto del jíbaro como de la jíbara, implicaba que cualquier tipo de regularización o normalización debía pasar primero por el cuerpo. Por otra parte, el antropólogo reconocía algunos de los atributos intelectuales del jíbaro a pesar de su falta de escolaridad. Entre las condiciones que posibilitarían la transición del jíbaro al obrero instruido, disciplinado y saludable, se encontraba su talento natural hacia la poesía. En su estudio, el criollo destaca el carácter poético del jíbaro y transcribe un número considerable de composiciones de origen campesino (107-110). El jíbaro encarnaba, para Del Valle Atiles, la poesía popular de la isla. Este era el único momento del libro donde se detenía el registro erudito y científico del antropólogo para dar cuenta de la voz del jíbaro: su lengua se hacía asimilable solo desde la poesía y solo desde allí se le podía reclamar un espacio dentro del marco de representación antropológica. Al respecto de las composiciones poéticas, Del Valle Atiles señalaba: “Sus coplas recuerdan la rica poesía popular española, y es fácil de hallar en ellas su filiación andaluza las más de las veces, sin que falten cantares de otras provincias de la Metrópolis” (107). La capacidad poética del jíbaro se convirtió en otra instancia para asociar su figura a la cultura andaluza y española en general. A través de la poesía, quedaba conectado nuevamente con su herencia hispánica; en ese sentido, la reivindicación pasaba no solamente por la poesía, sino por la hispanización del campesino puertorriqueño. El proyecto de regeneración física y moral era posible porque los orígenes del jíbaro remitían necesariamente a la metrópolis.
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La reivindicación intelectual fue más allá de la poesía y contempló al jíbaro como sujeto político. Entre sus virtudes, Del Valle Atiles celebró el amor del campesino a la nación española: “En nuestra historia provincial podemos encontrar hechos que justifican nuestro aserto. Desde los remotos tiempos en que España mantenía guerras contra Inglaterra y Holanda, hasta nuestros días, el jíbaro ha sido un buen soldado español dispuesto a morir por su patria” (140-141). La virtud se adquiría mediante las armas: la guerra proporcionaba el derecho a conquistar la ciudadanía. Bajo esos términos, el antropólogo no dudaba en calificar al jíbaro de soldado español y a Puerto Rico de provincia de España: no era el término de “historia colonial” el que aparecía en su libro, sino, por el contrario, el de “historia provincial”. Por último, Del Valle propuso que las “deficiencias” físicas y morales del jíbaro derivaban directamente de las condiciones sociales y políticas de la isla y no simplemente de las climáticas y de la mezcla racial. Entre las condiciones que afectaban el progreso del jíbaro, se encontraban la esclavitud y el colonialismo: si la abolición de la primera, en 1873, había constituido una de las medidas más importantes para estimular el desarrollo moral del jíbaro, el segundo persistía como forma política. Uno de sus rezagos políticos se centraba en el despotismo y la militarización de la sociedad. Del Valle Atiles proponía una reforma cívica que extendiera los mismos derechos de los españoles a los nacidos en Puerto Rico, incluyendo a los jíbaros. Aspiraba a que el progreso político de la metrópolis fuera unido al de Puerto Rico (153154). En ese sentido, la antropología como fundamento científico le proporcionó a Del Valle Atiles el lenguaje necesario para abogar por el proyecto de autonomía puertorriqueña. La ciencia se convertía, en última instancia, en el lugar más efectivo para la política.
Los inicios de la sociología en Puerto Rico Al igual que Francisco del Valle Atiles en El campesino puertorriqueño, Salvador Brau dedicó su ensayo “Las clases jornaleras de Puerto Rico” al estudio del campesinado de la isla, pero, si con el primero asistimos a los inicios de la antropología, con el segundo acudimos a los
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comienzos de la sociología puertorriqueña. La importancia de Brau para la fundación de esta disciplina en Puerto Rico ha sido apuntada dentro y fuera de la isla. En palabras de Gordon Lewis, “Brau […] is the leading historian and the budding sociologist of Puerto Rican studies” (270). Eugenio Fernández Méndez, por su parte, reconoció a Brau como el iniciador de la sociología en Puerto Rico y lo insertó en una doble dimensión intelectual: la sociología europea de Comte y Spencer y la tradición latinoamericana de Sarmiento, Alberdi, Saco, Martí y Hostos (“Introducción” 103-120). La apuesta por una perspectiva sociológica le permitió a Brau escapar de la dimensión física y tipológica que dominaba en la antropología a finales del xix. Esta posición aparece encapsulada en el propio título del ensayo, en el cual utiliza la expresión de “clases jornaleras” para referirse al campesinado puertorriqueño. El uso del término facilitaba trascender las categorías raciales y organizar la fuerza laboral más allá de las distinciones entre blancos, negros y mulatos, además de modernizarla. La noción de “clases jornaleras” compaginaba con la retórica capitalista que afloraba en las demandas autonomistas de fin de siglo y evitaba los apelativos campesinos y jíbaros, que daban una dimensión plenamente rural a Puerto Rico. Frente a la orientación eugenésica y tipológica que caracterizó la intervención de Del Valle Atiles, Brau se aproximaba a las masas campesinas desde una perspectiva social y cultural.13 “Las clases jornaleras” es el más importante de los ensayos sociológicos escritos por Brau. En la primera parte, el criollo se remontaba al pasado y reescribía la historia de la colonización en Puerto Rico prestando particular atención a los orígenes de la población en la isla y su desarrollo; en la segunda y la tercera, anclaba su mirada en el presente y en las condiciones materiales y morales de las clases trabajadoras. La primera parte le servía como trasfondo y lente para iluminar el presente del jíbaro. Para Brau, el estudio sociológico del campesinado implicaba el escrutinio del pasado: analizar y reflexionar sobre las particularidades de las clases jornaleras de la isla conllevaba documentar
13 Tal vez ahí radica la razón por la que Brau es mucho más leído hoy en día.
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la manera en que se había iniciado y desarrollado el poblamiento de la colonia. La historia, afincada en el paradigma teleológico de la evolución, se convertía en disciplina auxiliar de la sociología (127). Con ese objetivo, Brau hacía un recorrido por las distintas “razas” que habían habitado la isla para luego centrarse en el campesino. En la primera parte de su ensayo, organizaba un relato fundacional, detallado y profuso, donde caracterizaba las tres “razas” que habían formado parte esencial en la identidad cultural puertorriqueña: Tres han sido las razas pobladoras de este país, la indígena […] la europea […] y la africana […] Ahí tenéis las principales fuentes de nuestro carácter, del indio quedó la indolencia, la taciturnidad, el desinterés y los hospitalarios sentimientos: el africano le trajo su resistencia, su vigorosa sensualidad, la superstición y el fatalismo: el español le inoculó su gravedad caballeresca, su altivez característica, sus gustos festivos, su austera devoción, la constancia en la adversidad y el amor a la patria y a la independencia. (128)
Brau reconocía la impronta de las tres “razas” en la formación de la identidad puertorriqueña, pero representaba la herencia indígena, africana y española a partir de características morales, no raciales. Distinguía cada una de las “razas” con rasgos sicológicos, no físicos; a través de la enumeración de las diferentes cualidades, el criollo intentaba marcar las virtudes y los defectos de la población colonial y establecía una balanza entre los atributos heredados de los indígenas, los africanos y los españoles. A la indolencia y la melancolía indígena, se anteponía la firmeza africana; a la superstición y el fatalismo africano, el carácter generoso y hospitalario del indígena; a la sensualidad de la “raza negra”, la hidalguía española. Las cualidades del africano terminaban por mermar los “defectos” del indígena; y las del español hacían lo mismo con los del africano. Con relación a los atributos de los españoles, se destacaban, en particular, el gusto por la fiesta y el amor a la independencia. Con el primero, Brau intentaba excusar, como se verá más adelante, la tendencia al juego que se le achacaba al campesino puertorriqueño. Con el segundo, justificaba el programa autonomista. Las caracterís-
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ticas adquiridas de los españoles avalaban el programa de reformas impulsado en la isla. A la postre, Brau terminaba por afirmar que el elemento español prevalecía en el carácter puertorriqueño, dada su supuesta superioridad intelectual (128-129). En ese sentido, ratificaba las semejanzas entre ellos: las similitudes se convertían nuevamente en la base para extender los derechos políticos a los habitantes de la isla. Aunque Brau reconocía la herencia africana e indígena en el carácter puertorriqueño, no dudaba en justificar la persistencia de estos atributos. Con ese objetivo, apelaba a la historia de la metrópolis y a los casi ocho siglos de dominación árabe en la península, llegando a establecer un paralelo interesante entre España y Puerto Rico y entre las culturas árabes, africanas e indígenas: Pero si el pueblo metropolitano no pudo substraerse a las influencias del carácter, sentimientos y costumbres de la raza invasora, que, durante ocho siglos, se enseñoreó de su territorio, y eso que, entre el invasor y el invadido, establecían una barrera casi infranqueable, los rencores de la guerra y la animadversión del fanatismo religioso, con mucho menor motivo pudieron evitarse idénticas influencias en un país no alterado por la discordia, y en el que las íntimas relaciones de la vida doméstica, lejos de verse contenidas por obstáculo alguno, hubieron de estrecharse más y más cada día. (128)
La explicación para justificar la persistencia de los caracteres indígenas y africanos se encontraba en la propia península: si España no había podido substraerse a la impronta árabe, Puerto Rico tampoco había podido escapar a la herencia africana e indígena. La estrategia de Brau radicaba no solo en la comparación de ambos casos, sino en sus contrastes, que iban desde la antipatía y la enemistad en el caso español-árabe, hasta la concordia y armonía del lado españolindígena-africano. Mientras el primero pasaba a través del paradigma de invasor-invadido, en el segundo Brau apelaba nuevamente a la metáfora de la familia (vida doméstica) para pensar las relaciones de intercambio entre los diferentes grupos raciales de la isla. Con ello, no solo intentaba salvar las supuestas diferencias que marcaban la supe-
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rioridad española frente a Puerto Rico, sino que, además, erigía uno de los principales fundamentos del autonomismo puertorriqueño: el mito de la armonía racial. Ya en Silencing Race, Ileana M. Rodríguez-Silva apuntó la importancia de dicho concepto para el criollo: “To Brau, racial harmony was the essence of Puerto Rican society, a feature that liberal reformists began to think was crucial for the successful implementation of their political and social projects, especially during these turbulent post-abolition years” (77-78). Si la heterogeneidad racial funcionaba como la excusa perfecta para prolongar el estatus colonial, la retórica de la concordia borraba cualquier vestigio de enfrentamiento y guerra entre blancos, mulatos y negros. Con la idea de la armonía racial, Brau contestaba a la preceptiva de la historia natural, preconizada por fray Íñigo Abbad y Lasierra, quien había sido unos de los más fuertes voceros del odio entre las diversas castas a finales del siglo xviii; y, al mismo tiempo, apuntalaba el proyecto autonomista. El uso de la metáfora familiar para pensar las relaciones entre las diversas “razas” en la colonia tenía como objetivo afianzar la idea de la armonía racial en tanto el éxito del proyecto autonomista dependió de la formulación de una retórica basada en los principios de fraternidad. En esta primera parte del ensayo, Brau, además de enfatizar el origen de la población y su desarrollo, hacía un recuento histórico de los tres primeros siglos de existencia colonial. El sesgo que dominaba era mayormente económico. Organizaba la historia de Puerto Rico desde una perspectiva mercantil: poblamiento y economía eran los dos principios que estructuraban su relato. Al final de esta primera parte, el criollo llegaba a uno de los puntos centrales de su ensayo, que daba, además, paso a la segunda parte de este: el debate entre la mano de obra esclava y las clases jornaleras. La supremacía de la segunda sobre la primera y la desaparición gradual de la esclavitud, iniciada en 1817 con la abolición del tráfico de esclavos, habían preparado el camino hacia el trabajo del jornalero. Brau utilizaba el año 1837 como una especie de parteaguas en la historia laboral puertorriqueña porque había sido el momento en que había aparecido, por primera vez, en el vocabulario administrativo, económico y político de la colonia el término “jornalero”. El apelativo
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figuró en el Bando de policía y buen gobierno, publicado por el general gobernador de Puerto Rico Miguel López Baños y Monsalve en 1838, el cual buscaba regularizar la mano de obra libre. Dicho folleto se convirtió en el origen del Reglamento de jornaleros, legalizado oficialmente en 1849 y estipulado por el capitán general Juan de la Pezuela. Con el Reglamento de jornaleros, se ponía en práctica un sistema de coerción laboral que obligaba a los campesinos sin títulos de tierra y propiedad a trabajar sistemáticamente para los hacendados y, al mismo tiempo, se cerraba, siguiendo a Francisco Scarano, el ciclo clásico de azúcar y esclavitud en Puerto Rico (Sugar and Slavery in Puerto Rico xxi). En la segunda y la tercera parte del ensayo, Brau ponía el énfasis en los conceptos de “trabajo”, “consumo” y “clases jornaleras”. Como afirma Ángel Quintero Rivera, “es justo en el trabajo […] donde centra Brau el motor de la historia, constituyendo pues, la piedra angular de su análisis social” (Patricios y plebeyos 211). A partir de la noción de trabajo, el criollo establece una fuerte identificación entre las clases jornaleras y las hacendadas; a estas últimas dirigía la segunda y tercera parte de su ensayo. Con la ayuda de los hacendados, aspiraba a introducir las reformas necesarias para modernizar las masas campesinas. Uno de sus primeros objetivos consistía en desmantelar las falsas concepciones que los propietarios tenían de los jornaleros puertorriqueños al estigmatizarlos de “apáticos, perezosos, indolentes, solapados, jugadores, vagos, concubinarios y corrompidos” (141). Para ello, Brau recurría a tres viajeros importantes en la historia de la isla, Abbad, Alejandro O’Reilly y Victor Shoelcher, y citaba directamente los pasajes en que estos se referían a los criollos y a los jíbaros. No se detenía, obviamente, en las características negativas, sino en los atributos positivos (142). Por una parte, Brau defendía la posición de que el jíbaro contaba con las características necesarias para regenerarse y convertirse en ciudadano. Entre las cualidades más sobresalientes, enfatizaba la docilidad (159). Esta aparecía afirmada no como la causa del atraso económico y político, sino como el atributo necesario para alcanzar un estado de civilización “superior”. La docilidad facilitaba la dirección del jíbaro y garantizaba la transición hacia la autonomía sin necesidad de recurrir a la guerra. Pero Brau iba mucho más lejos: la supuesta
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falta de iniciativa del jíbaro no era resultado de su naturaleza, sino de las elites peninsulares que no sabían cómo gobernarlo. La descentralización administrativa y política, que conllevaría el liderazgo criollo, permitiría que fueran los propios puertorriqueños quienes condujeran las riendas del futuro político del país y se encargaran de dirigir a las masas trabajadoras. Por otra parte, Brau se concentraba en los tres vicios atribuidos a las clases jornaleras: el concubinato, el juego y la vagancia. Con respecto al primero, señalaba las causas que lo habían hecho florecer; entre ellas, se encontraba la manera en que se había llevado a cabo la colonización en Puerto Rico, con una población esparcida y extendida sin orden por el interior de la isla, alejada de las instituciones religiosas. Según Brau, la vida solitaria en los campos, la “naturaleza lujuriosa” y la “imaginación viva” de los habitantes habían estimulado la práctica del concubinato. La otra causa se hallaba en la esclavitud, cuyo sistema había propiciado el aumento de las relaciones fuera del matrimonio: al convivir con los esclavos en las plantaciones, los jornaleros habían seguido en gran medida el modelo de los esclavos. Los orígenes del concubinato remitían a las formas económicas y políticas de la colonización. El criollo convertía a este primer “vicio” en uno de sus centros de atención porque su práctica atentaba contra los conceptos de matrimonio y familia, dos pilares burgueses indispensables para modernizar las clases jornaleras. Como solución, proponía el incremento de la educación religiosa, estimulando al clero a velar por la educación moral de las clases jornaleras. Con relación al juego y la vagancia, el criollo realizaba dos movimientos interesantes al admitir que no eran solo los jornaleros los que se encontraban dominados por estas prácticas: mientras el juego se extendía a todas las clases de la sociedad colonial, desde los hacendados hasta el propio capitán general de la isla, la vagancia aparecía adjudicada incluso a las poblaciones de la metrópolis (148-162). De esta manera, insistía en que los vicios achacados a los jornaleros no eran tan graves y se podían reformar mediante la educación, hasta alcanzar la deseada regeneración de las clases jornaleras. Brau comenzaba la tercera sección, la parte más extensa de su memoria, arremetiendo contra la reglamentación del trabajo libre o
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la libreta. Aunque dicha práctica había desaparecido en 1868, el interés en ella se había renovado debido a la abolición de la esclavitud en 1873 y a la necesidad de regular el trabajo de los exesclavos. En el ensayo, Brau retomaba el debate suscitado en los periódicos Boletín Mercantil y El Fomento en torno a la libreta. Si bien reconocía que el Reglamento de jornaleros había sido motivado en un principio por la necesidad de fomentar los sentimientos de laboriosidad de los jornaleros, terminaba criticando su lado coercitivo y autoritario. En sus años de existencia, la libreta había conjurado un sinnúmero de prácticas fraudulentas y despóticas que el criollo enumeraba cuidadosamente. Brau se pronunciaba a favor de la libertad de trabajo y apelaba a una orden, emitida por el Consejo de Estado y el Poder Ejecutivo, en la cual la propia metrópolis se manifestaba en contra de la reglamentación del trabajo en tanto las prohibiciones que limitaban la libertad de las leyes económicas, la autonomía de la oferta y la demanda y el interés del obrero iban en detrimento de la prosperidad comercial en general (169). Siguiendo una retórica capitalista, organizaba la sociedad en base a la dialéctica entre propietario y obrero con el fin de modernizar las clases jornaleras y promover el programa reformista; pero al igual que en el modelo del amo y del esclavo, la identidad de la clase jornalera quedaba determinaba por la del capitalista (177). La dialéctica entre las clases trabajadoras y las clases hacendadas movía el futuro político y económico de la isla. La base del progreso moral y material de los jornaleros dependía de la iniciativa individual de la clase propietaria: era a la clase hacendada criolla, no al Gobierno o a la administración peninsular, a la que competía implementar el programa de reformas que permitiría instruir y educar a las clases jornaleras del país. El modelo invocado por el criollo residía en el fomento de las cooperativas: aspiraba a que las relaciones entre propietarios y jornaleros estuvieran atravesadas por ese tipo de institución. Para disminuir el temor que las cooperativas podrían provocar entre los hacendados del país, apelaba a la idea de que estas tenían sus orígenes en el cristianismo. Cuatro años después de haber escrito “Las clases jornaleras”, Brau persistía en el tema, pero ahora enfocado en la figura femenina. En su
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ensayo “La campesina”, la jíbara se convierte en la figura clave para la regeneración del campesinado. En ese sentido, defendía abiertamente el derecho de la campesina a la educación y consideraba a la mujer, en su función de madre y esposa, el eje central de las futuras generaciones (227). Brau llegaba a plantear que la educación de la mujer era más importante que la del hombre, en la medida que era ella la encargada de formar las costumbres de la sociedad. Su preocupación principal con relación a la jíbara radicaba en su sexualidad. Si el jíbaro, en los textos de corte literario y científico de fin de siglo, aparecía trabajado a través de la categoría de la indolencia, la jíbara fue acusada no solo de eso, sino también de sensualidad. Mientras en Cuba la figura de la mulata encarnó la sexualidad desordenada, en Puerto Rico fue la jíbara la que apareció trabajada desde ese registro. Para Brau, los efectos de la naturaleza “enervante” y “lujuriosa” del trópico repercutían con mayor fuerza en la mujer (225). En ese sentido, colocaba a la campesina en el centro mismo del caos sexual que caracterizaba la vida rural. El tema ya había sido trabajado en La charca mediante los pormenores de la vida sexual de Silvina y Leandra, que rayaban en la promiscuidad, el concubinato y en el cuasi-incesto; aparecía también a través de las descripciones erotizadas del propio narrador a la hora de referirse a ambos personajes: las escenas en las que este representa a Leandra lavando las ropas en el río, con un fuerte énfasis en sus piernas desnudas, están destinadas a revelar la “falta” principal de la campesina. Mediante Silvina, salía a relucir la relación entre naturaleza y cuerpo femenino; su cuerpo, mimetizado con una naturaleza “lasciva” y “enferma”, termina por estallar de manera epiléptica como la propia charca dentro de la novela. La identificación entre una y otra terminaba por remitir a una larga tradición intelectual que concebía al cuerpo de la mujer en términos naturales mientras el del hombre se pensaba como cuerpo social (Oliver 1-7; Trigo 10). Si el problema fundamental del campesinado radicaba en que la familia no estaba moralmente constituida, en tanto el concubinato y los enlaces consanguíneos predominaban en las áreas rurales, la clave para subsanarlo residía en el control del cuerpo femenino. A partir de un programa educativo, basado en la moral, la religión, la higiene,
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las artes y las ciencias, Brau aspiraba a controlar la sexualidad jíbara y, por tanto, a fomentar el matrimonio como base indispensable de la sociedad moderna; en ese sentido, buscaba modernizar las clases campesinas siguiendo la preceptiva de la moral burguesa. Por otra parte, mientras la poligamia se asociaba a la barbarie y al desorden, la monogamia aparecía como sinónimo del paradigma de la civilización: detrás del concepto de familia, subyacía el deseo de regular la “raza”. La política de blanqueamiento, central en la modernización de la colonia, se instalaba aquí a través de la categoría de género. La jíbara blanca seguía la doble dimensión anotada por Cecily Jones: por una parte, se veía como la reproductora biológica de la “raza blanca”; por otra, se reconocía el potencial que tenía para atentar contra el blanqueamiento de la isla a través del intercambio sexual con las poblaciones negras (5).14 Esta no fue la única vez que Brau se acercó a los problemas relacionados con la población femenina jíbara. En 1887, después de publicar “La campesina”, incursionó en el tema nuevamente con su novela ¿Pecadora?, cuya protagonista encarnaba la tipología jíbara. En este sentido, luego de abordar la problemática mediante un registro científico, ensayó el tema a través de la ficción. La novela se convertía en un ejercicio de experimentación social que le permitía abordar la sexualidad jíbara femenina. En el tránsito que iba de la sociología a la novela, se desplegaba la cercanía entre la literatura y las ciencias sociales. Al emplear el formato ficcional, Brau garantizaba el uso de un registro de mayor alcance y apelaba a la capacidad persuasiva de la literatura. Al utilizar las herramientas de la sociología, respondía a la necesidad de articular el proyecto modernizador sobre la campesina
14 Brau separaba el concubinato de la prostitución: entre los problemas que afectaban a la población campesina se encontraba el primero, pero no el segundo. En su ensayo, la prostitución aparecía conectada al espacio urbano y en última instancia se relacionaba con la emigración de la campesina a la ciudad. A diferencia de la zona rural, en la ciudad de intramuros del siglo xix se implementaron, como apunta Teresita Martínez Vergne, mecanismos de control médicos, jurídicos y sociales encargados de regular a la mujer en el espacio público (Shaping the Discourse on Space 91-116).
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desde el lenguaje autorizado de las ciencias. La defensa del proyecto autonomista, a finales del xix, implicó la modernización del campesinado; pero su efectividad dependió mucho del aparato conceptual de las ciencias sociales. Mientras la novela contemplaba una audiencia de carácter más local y femenino, el ensayo sociológico tenía en el punto de mira al público metropolitano, interlocutor de las reformas reclamadas por Brau. Brau no sería el único en transitar entre la literatura y la sociología. Eugenio María de Hostos, quien había comenzado su trayectoria intelectual con La peregrinación de Bayoán, encauzó su carrera hacia las ciencias sociales. Su Tratado de sociología, publicado de manera póstuma, estuvo destinado a legitimar la sociología como disciplina. En el caso de Puerto Rico, fue Hostos quien desarrolló una sociología de corte académico, dedicada a definir el método, el procedimiento y el objeto de estudio de esta rama del saber. Si a Brau le preocupaba fijar su atención en las prácticas sociales y culturales de la comunidad jíbara, a Hostos le interesaba fijar los límites de la disciplina misma y formalizar la ciencia en el ámbito antillano. La diferencia entre ambos ya fue notada por Quintero Rivera al estudiar las intervenciones de los dos fundadores de la sociología en Puerto Rico. En el caso de Brau, Quintero caracteriza su metodología como empírico-descriptiva mientras la de Hostos se distingue como lógico-deductiva. Si a Brau le mueve el deseo de señalar los males del campesinado para así ofrecer un conjunto de soluciones prácticas, a Hostos lo impulsa el deseo de sistematizar las leyes y el orden que rigen la sociedad (Patricios y plebeyos 198). Con el propósito de ayudar a constituir la sociología como ciencia de la sociedad, Hostos dedicó su libro a precisar el lado teórico de esta rama científica. Al respecto, plantea: “Durante mucho tiempo se ha llamado Ciencia Social; pero desde Auguste Comte, se ha adoptado el nombre que él le puso —el de Sociología— que es como decir: Ciencia de la Sociedad” (Tratado de sociología 209). Hostos reconocía a Comte como el fundador de la sociología moderna y trazaba el cambio que se había efectuado del término “ciencia social”, más comúnmente usado, de acuerdo con sus palabras, al de “sociología”. Más adelante, señala:
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Autonomismos literarios y científicos
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La sociología, es, á la vez, una ciencia vieja y nueva. Es vieja, porque desde muy antiguo, los legisladores y organizadores de las sociedades que primero se han organizado, fueron verdaderos sociólogos […] á pesar de todo esto, la Sociología es una ciencia nueva, tan nueva, que es de ayer, y todavía no está bien organizada ni bien admitida como ciencia. (213-214)
La vacilación entre lo nuevo y lo viejo era fundamental en la articulación de la sociología como ciencia moderna. Si bien Hostos reconocía una tradición importante que se remontaba a la antigüedad con Confucio, Platón y Aristóteles hasta llegar a Montesquieu, al mismo tiempo admitía que a ese cuerpo de conocimiento le faltaba la sistematización y la metodología propias de las ciencias modernas y el conjunto de conocimiento científico desarrollado desde finales del xviii con la especialización de la historia natural, la biología y la antropología. Estos últimos elementos le otorgaban a la sociología el vocabulario conceptual y el aparato institucional necesarios para proclamar dicha disciplina como dominio independiente y moderno. El enfoque en su tratado no estaba anclado en el universo puertorriqueño y antillano, aunque este es uno de los escenarios recurrentes de su estudio, sino más bien en las sociedades en general: europeas, asiáticas, americanas y antillanas. Al pensar las sociedades en su conjunto, más allá del paradigma nacional, Hostos intentaba darle una dimensión universal y científica a la sociología. A pesar de sus diferencias culturales, sociales y políticas, las sociedades se regían por órdenes similares y la sociología era capaz de sistematizar y prescribir el funcionamiento de las leyes de las diversas sociedades. Las reglas que prevalecían en la sociedad puertorriqueña y en la antillana no eran diferentes a la europea, la asiática o la norteamericana. Esta visión llevó a Hostos a formular la idea del Estado internacional, una forma de organización política superior al Estado nacional. Las repúblicas americanas estaban, en sus palabras, mejor preparadas para integrarse bajo ese modelo político y social. Dentro de ese nuevo paradigma, Hostos le otorgó un lugar preeminente a la República Dominicana, Puerto Rico y Cuba, llamadas a formar la confederación antillana (181). Convertidas en confederación, las islas inspirarían al resto del continente para constituirse en estados internacionales.
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En ese sentido, Hostos organizaba el futuro político de las Américas a partir de las Antillas mayores. Como se verá en la próxima parte del libro dedicada a Cuba, el primero en referirse a la idea de la confederación para organizar el destino de las Antillas no fue Hostos, sino Alexander von Humboldt, quien visitó Cuba en dos ocasiones entre 1799 y 1804. A diferencia de la propuesta de Hostos, la confederación de Humboldt no será antillana, ni americana, sino africana: mientras Hostos incorpora solamente las Antillas españolas dentro de su confederación, Humboldt contempla la posibilidad de que el resto de las islas caribeñas se integre a ese modelo de organización política en base a las alianzas entre las poblaciones de origen africano que habitaban la región. Si en La peregrinación la unión de los personajes Marién (Cuba), Guarionex (República Dominicana) y Bayoán (Puerto Rico) simbolizan de alguna manera la idea de la confederación antillana, erigida en base a la exclusión de Haití, en su Tratado de sociología, sin importar el tránsito de la literatura a las ciencias sociales, las Antillas negras continuaron excluidas del futuro proyecto político pensado por Hostos.
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PREÁMBULO
Cuba Alexander von Humboldt visitó Cuba en dos ocasiones durante su viaje por América Latina, entre 1799 y 1804. Su primera estadía, en la isla, se prolongó del 19 de diciembre de 1800 al 15 de marzo de 1801; la segunda tuvo lugar entre el 19 de marzo y el 29 de abril de 1804. Durante la primera visita, Humboldt navegó la costa sur de Cuba, desde Batabanó (La Habana) hasta los Jardines y Jardinillos del Rey y de la Reina (Camagüey). La travesía marítima le permitió constatar la proximidad de las islas y la superioridad numérica africana. Mediante su viaje por mar, Humboldt participó de una de las redes de comunicación más pujantes de la región en ese período: la navegación. Como ha estudiado Julius Scott, esta práctica propició un espacio de interacción entre las comunidades esclavas, cimarronas y marineras a lo largo del Caribe, cuyas redes fueron centrales para la diseminación de noticias y rumores sobre sublevaciones de esclavos y sobre la propia Revolución haitiana. La navegación se convirtió en un modo de vida alternativo para las poblaciones negras, cuya presencia dominaba la cultura marítima y para quienes la experiencia en el mar adquiría conexiones simbólicas muy cercanas a la libertad (The Common Wind 105). Los dos viajes de Humboldt a Cuba coincidieron con la transformación esclavista que estaba aconteciendo en la isla: mientras
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que entre 1512 y 1761 habían arribado a la mayor de las Antillas 60.000 esclavos, entre 1762 y 1838 la cifra había ascendido a 400.000 (Knight, Slave Society in Cuba 10). En 76 años se cambió radicalmente el perfil racial que había tenido la isla durante los primeros tres siglos de existencia colonial. Por primera vez, la población de origen africano sobrepasó a la blanca. Es en ese contexto, marcado por la institucionalización de la esclavitud en Cuba y por la radicalización de la Revolución haitiana, 1791-1804, que Humboldt formula la posibilidad de que el futuro político de las Antillas se organice a partir de una confederación africana (Essai politique sur l’île de Cuba 119). A lo largo de su libro, Cuba aparece junto a Haití, Jamaica, Bahamas, las Antillas francesas y el sur de los Estados Unidos, como espacios dominados por la fuerte presencia de las poblaciones de origen africano. La isla emerge en estrecha relación con los territorios esclavistas de las Américas y no con las nuevas repúblicas latinoamericanas con las que compartía un mismo pasado colonial, una misma lengua y una misma cultura. Sin importar las diferencias lingüísticas, culturales y geográficas, Humboldt alertaba sobre la posibilidad de que la isla pasara a formar parte de un espacio territorial constituido por el tráfico de esclavos, la plantación y la esclavitud, eso que Paul Gilroy conceptualizó posteriormente como el Atlántico negro (The Black Atlantic). Humboldt llegaría a ser bautizado por José de la Luz y Caballero como el “segundo descubridor de Cuba” (Ortiz, “Introducción” xv). En el siglo xx, Fernando Ortiz ratificaría la misma idea: “Con el título encomiástico de Segundo descubridor de Cuba conocemos por estas tierras antillanas al sabio viajero alemán Alejandro de Humboldt, quien a comienzos del siglo xix vino a América y reveló a la humanidad un tesoro de observaciones acerca del Nuevo Mundo” (“Introducción” xv). El epíteto revelaba las relaciones desiguales entre los intelectuales de “centro” y “periferia” y mostraba, además, cómo incluso en los siglos xix y xx los criollos continuaron afirmando un imaginario colonial basado en la retórica del descubrimiento. Luz y Ortiz no alcanzarían a referirse a la idea de la confederación africana, tampoco Eugenio María de Hostos o José Martí lo harían. El mutismo erigido alrededor de su augurio exponía las ansiedades de las elites criollas sobre esa posible forma de organización política a lo largo del Caribe.
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Los usos que Luz, Ortiz, Francisco de Arango y Parreño, José Antonio Saco, Domingo del Monte y Cirilo Villaverde hicieron de Humboldt serían mucho más complicados y sutiles. El Ensayo político sobre la isla de Cuba ofrecía la posibilidad de fundar las tradiciones nacionales apelando al prestigio del científico más importante de su época. Por tanto, las elites cubanas privilegiaron ciertas zonas de su trabajo mientras otras fueron alteradas o incluso sepultadas en el silencio: el legado abolicionista de Humboldt fue celebrado, pero el vaticinio sobre la confederación africana en las Antillas será relegado al más absoluto ostracismo; la posibilidad de que el Caribe se convirtiera en una confederación africana no trascendió ni a las páginas de los reformistas del xix, ni a la de los republicanos del xx. Humboldt gravitaba en los textos de las elites intelectuales cubanas, pero de manera velada. Solo Del Monte, como analizo más adelante en esta parte del libro sobre Cuba, hizo referencia explícita al vaticinio de Humboldt con el objetivo de defenderse, tras haber sido acusado de ser uno de los principales organizadores de la Conspiración de la Escalera, en 1844. Frente al peligro de la africanización y de la incorporación de la isla dentro de una geopolítica negra, las elites cubanas, como las puertorriqueñas y las dominicanas, apostaron por la estrategia del blanqueamiento. Si Humboldt, inspirado en Haití, organiza el futuro de la región a partir de la idea de la confederación africana, los criollos reformistas postergaron el pacto colonial con España, a lo largo del siglo xix, como una forma de evitar esas posibles alianzas. Mientras el viajero coloca a Cuba dentro de una cartografía negra, los criollos imaginaron la isla como un sitio de intercambio racial, convirtiendo el discurso del mulataje en un proyecto literario y científico para trazar los paradigmas nacionales.1 Frente a la idea de una Cuba africana, Villaverde esbozó, en la más importante novela cubana del siglo xix, la de la Cuba mulata. El mulataje se consolidó como narrativa de blanqueamiento en las primeras décadas del siglo xx. Si la entrada a la modernidad económica en Cuba se basó en la articulación de un régimen esclavista a finales del siglo xviii, el ingreso
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Sobre este tema, ver Blackface Cuba, 1840-1895 de Jill Lane.
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al paradigma moderno de nación, fundado en la homogeneidad racial blanca, dependió a finales del xix y principios del xx de la elaboración de un proyecto antropológico que tuvo sus bases en la fundación de la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba. En Cuba no sería ni el jíbaro, como en Puerto Rico, ni el indígena, como en la República Dominicana, sino la mulata la figura que permitiría distanciarse de la herencia africana. Si bien lo negro se nacionalizó, como apunta Robin Moore, a través de la música (114-146), en términos raciales, la nación siempre apuntó hacia el blanqueamiento.
Un criollo en la corte imperial El principal ideólogo de la Cuba esclavista fue Francisco de Arango y Parreño, quien desde 1787 había viajado a Madrid para negociar el cese de las restricciones en el comercio de esclavos. Desde España, se convirtió en el más importante interlocutor entre las autoridades metropolitanas y las elites azucareras criollas. En 1789, consiguió, con la real cédula promulgada por Carlos III, que el monopolio de la trata de esclavos cesara de manera provisional hasta 1791. Durante esos dos años, Arango escribió desde Madrid, en calidad de apoderado del Ayuntamiento de La Habana, una serie de folletos que contenía las claves del programa económico que desarrollará con mayor extensión después de la Revolución haitiana, 1791-1804. En esos escritos, dirigidos al monarca y destinados a convencer a la Corona española de implementar una serie de reformas económicas en la isla, Arango se colocaba en la posición de vasallo y hablaba en calidad de habanero, identificando La Habana con la noción de patria mientras que España ocupaba el lugar de la nación. Sus intervenciones en la esfera pública madrileña, a finales del siglo xviii, permiten reevaluar el lugar de las elites criollas en el futuro político y económico de las colonias. Con Arango, estamos en presencia de un criollo que redefine las relaciones entre metrópolis y colonia a partir de un proyecto eminentemente económico. Por una parte, cambia el rumbo de la política española al colocar la agricultura en el centro de la agenda lucrativa del imperio en América y, por otra, con-
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vierte a Cuba en espacio de experimentación de la economía política de finales del xviii.2 La buena acogida de su proyecto se debió, en gran medida, a que ya existía una tradición ilustrada peninsular que había abogado por dichas reformas, sin alcanzar a ejecutarlas, representada por Pedro Rodríguez de Campomanes y José Moñino, conde de Floridablanca.3 Si nos detenemos en las actividades realizadas por Arango en Madrid entre 1787 y 1791, antes del inicio de la sublevación de esclavos en Saint-Domingue, es posible sostener que el auge esclavista en Cuba no fue una simple reacción a la Revolución haitiana, sino que ya figuraba dentro del programa de modernización económica ideado por las elites criollas. Como ha estudiado Dale W. Tomich, el proyecto de Arango tenía en cuenta la reestructuración económica que estaba aconteciendo en el mundo atlántico después de la independencia norteamericana en 1776 y de la Revolución francesa en 1789. Sus reformas estaban encaminadas a insertar la isla en una posición dominante dentro de los emergentes mercados europeos y norteamericanos (“The Wealth of Empire” 55-56). Pero sería la exitosa sublevación de esclavos, ocurrida en la vecina colonia francesa en 1791, el evento que aceleraría la entrada de Cuba en el mercado económico mundial y la
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En palabras de su primo, Andrés Arango, la isla era el primer lugar en el cual se habían desarrollado las ideas de Adam Smith. Andrés Arango no solo conectaba los trabajos de su primo con la economía política y con Smith, sino que, además, ponía a conversar los proyectos del primero con los del ilustrado peninsular Gaspar Melchor de Jovellanos. La excepcionalidad de Arango, de acuerdo con su propio primo, consistía en haber podido llevar a cabo su proyecto económico a diferencia de sus predecesores europeos. En 1762, Rodríguez de Campomanes escribiría Reflexiones sobre el comercio español a Indias. El conde de Floridablanca redactaría “Instrucción reservada” en 1787. A estos se les sumaban textos de Alexander O’Reilly, “Descripción de la Isla de Cuba” (1764), y Agustín Crame, “Discurso político sobre la necesidad de fomentar la isla de Cuba” (1768), entre otros. Muchos de estos trabajos abogaban por eliminar las trabas comerciales y fomentar la entrada de esclavos a Cuba. Sobre las relaciones entre el pensamiento económico peninsular y el de Arango, recomiendo “Los amigos de Arango en la corte de Carlos IV” de José A. Piqueras y “African Slavery and Spanish Empire” de Elena Schneider.
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subsecuente institucionalización de la plantación en la colonia.4 El ingreso a este nuevo orden económico implicó la participación directa de España en el comercio de esclavos y la consolidación de la isla como colonia esclavista en pleno siglo xix. En el transcurso de casi seis décadas, la plantación alcanzó en Cuba su mayor esplendor, dando como resultado lo que Tomich denominó la “segunda esclavitud” (Through the Prism of Slavery 57-71). El auge de la Cuba azucarera y esclavista conllevó la puesta en práctica de un proyecto intelectual, estudiado por Manuel Moreno Fraginals, donde los criollos importaron desde Portugal, Inglaterra y las vecinas Antillas la infraestructura necesaria para embarcarse en los caminos del azúcar (El ingenio 59).5 A diferencia de los modelos de plantación que habían prevalecido en los siglos anteriores en el Caribe francés e inglés, el despegue azucarero cubano, a finales del xviii y principios del xix, descansó en la reconfiguración de la plantación, que transformó su producción artesanal en una eminentemente industrial conectada con la ciencia y la tecnología. Mientras en las colonias francesas e inglesas el modelo de la plantación alcanzó su mayor fuerza en el siglo xviii, en la colonia hispánica se institucionalizó en pleno siglo xix, lo que le permitió incorporar los últimos adelantos técnicos y científicos. A diferencia de lo acontecido en Jamaica, Barba-
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La expansión de la Cuba azucarera se remonta al período de ocupación de La Habana por los ingleses en 1762. Durante los meses que duró la ocupación, estos implementaron una serie de medidas, basadas en la apertura de los puertos comerciales y en la importación de numerosos esclavos africanos, que permitieron impulsar el auge económico de la misma. Sobre el tema, consultar The Occupation of Havana de Schneider. 5 En El ingenio, Moreno Fraginals estudia el lugar de Arango dentro de ese proyecto intelectual. Mediante un análisis de las relaciones entre viaje y saber, el historiador pormenoriza la manera en que los criollos cubanos, a través de un periplo trasatlántico, recopilaron toda la información y la logística necesarias para convertir la isla en la primera colonia productora de azúcar a nivel mundial. El viaje comprendía la visita a sitios que de una manera u otra habían sido pilares en la articulación del mundo esclavista atlántico; de cada uno de estos lugares, los criollos incorporaron lo más representativo: Portugal (tráfico de esclavos), Inglaterra (tecnología y máquina de vapor), Antillas (azúcar cruda).
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dos o la propia Saint-Domingue, las nuevas tecnologías posibilitaron que los hacendados cubanos pudieran hacerse cargo de la elaboración del azúcar hasta la última etapa de su procesamiento: de azúcar cruda a refinada. El proceso conllevó la conversión de la plantación a la Plantación (Benítez Rojo, La isla que se repite 50-106), es decir, el tránsito de una esclavitud “patriarcal” a una esencialmente “capitalista” (Moreno Fraginals, El ingenio 59-81, 213-215). En ese sentido, la historia de las plantaciones caribeñas se entrecruza con la del capitalismo mundial. El Caribe y por extensión las plantaciones constituyeron, como propuso Eric Williams en Capitalism and Slavery, la génesis del capitalismo. Pero, las relaciones entre esclavitud, plantación y capitalismo se experimentaron de manera diferente en las diversas islas de las Antillas: mientras las plantaciones en las colonias inglesas del Caribe se convirtieron en la causa directa del desarrollo industrial europeo, su institucionalización en pleno siglo xix en Cuba implicó la integración de la isla a los mercados mundiales. La esclavitud decimonónica en Cuba habría que pensarla entonces como una etapa de transición y desarrollo de las formas de producción capitalistas (Tomich, Through the Prism of Slavery 56-94). Con el “Primer papel sobre el comercio de negros” (1789), escrito a su llegada a Madrid, Arango buscaba que se le otorgara a la isla la libertad absoluta en el comercio de esclavos, se suprimieran las trabas del monopolio comercial y se fomentara la agricultura como base material de la riqueza de las naciones. El eje central de sus reformas económicas recaía en la sustitución de la obsoleta política mercantil y minera, que había primado durante los primeros tres siglos del Imperio español, por otra afianzada en la agricultura, la manufactura y el comercio. Para el criollo, la decadencia de España estaba asociada al tipo de política económica que había desarrollado en sus colonias americanas. Ante el argumento de la falta de mano de obra local, Arango contraponía la posibilidad de utilizar mano de obra esclava: África aparecía en su folleto como el espacio idóneo para suplir la carencia que había impedido el desarrollo económico de la isla (Obras 1, 7). En esas páginas, escritas dos años antes de la Revolución haitiana, 1791-1804, quedaba fijado el programa económico que unió la suerte de la isla a la del azúcar y la esclavitud. Esa propuesta inicial alcanzó
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mayor resonancia en su conocido “Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla” (1792). En ese sentido, el folleto de 1789 puede ser leído como la genealogía del de 1792. Como afirma Antonio Benítez Rojo, la centralidad concedida a este último, entendido como un texto fundacional para la Cuba azucarera y esclavista, no radicaba en haber sido el primero escrito por Arango, sino que emanaba más que todo del momento crucial en que había sido concebido, a raíz de la sublevación de los esclavos en la parte francesa de Santo Domingo (“Azúcar/Poder/Texto” 94). Su “Discurso sobre la agricultura” funcionó como el código de la legislación económica política de Cuba hasta mediados del siglo xix. El proyecto de modernización económica impulsado por Arango otorgó a las elites azucareras cubanas un poder lucrativo sin precedentes, convirtiéndolas en un grupo de influencia importante dentro de la Monarquía española. El impacto fue decisivo para la historia decimonónica cubana: por una parte, las reformas concedidas llegaron a ser una de las razones por las cuales las elites criollas dilataron el pacto colonial hasta finales del siglo xix (Fradera, Colonias para después de un imperio); por otra, el poderío económico alcanzado por los hacendados posibilitó que Estados Unidos pasara a ser su más importante socio comercial; la isla se convirtió en la principal abastecedora de azúcar del vecino del norte. Entre los folletos de 1789 y el de 1792, median otros dos casi olvidados por la historiografía y los estudios culturales: “Representación manifestando las ventajas de una absoluta libertad en la introducción de negros, y solicitando se amplíe á ocho la prórroga concedida por dos años” (1791) y “Representación hecha a S. M. con motivo de la sublevación de esclavos en los dominios franceses en la isla de Santo Domingo” (1791). Este último se torna interesante porque es la primera intervención escrita por Arango después de la sublevación de esclavos en Saint-Domingue y se puede leer como una especie de código esclavista, centrado en la dirección y el manejo de los esclavos: el acento estaba puesto en defender la “benevolencia” del proyecto esclavista español. Arango buscaba calmar los temores del monarca y de sus ministros ante la idea de que otra sublevación de esclavos se repitiese en la colo-
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nia española. Como ha documentado Ada Ferrer, el criollo temía que la Corona española eliminara las medidas que favorecían el comercio de esclavos en la isla debido a las noticias que comenzaban a llegar a Madrid, procedentes de La Habana, sobre el levantamiento de esclavos en Saint-Domingue y, en menos de un día, preparó su folleto y se aseguró de enviar una copia a cada uno de los miembros del Consejo de Estado. En esas páginas, la colonia vecina emergía como modelo: no era la retórica del miedo, esa gran narrativa que va a dominar incluso los estudios sobre esclavitud atlántica y caribeña en gran parte del siglo xx, la que se erigía como el centro de su argumentación, sino, la idea de Saint-Domingue como una colonia próspera y digna de imitar (“Cuban Slavery and Atlantic Antislavery” 138-139). La preocupación fundamental de las elites azucareras criollas se organizó, en palabras de Ferrer, a partir del deseo de emular a Saint-Domingue, pero de contener a Haití (Freedom’s Mirror 38-44). Arango no se detenía mucho en las causas de la sublevación, para él estaba claro que los orígenes remitían a la Revolución francesa: el caos y la violencia en la colonia vecina eran una consecuencia directa del desorden político metropolitano (48). Donde sí se detenía era en las razones por las cuales la sublevación no se repetiría en Cuba. De acuerdo con el apoderado de La Habana en Madrid, la población libre de Cuba se caracterizaba por la lealtad al rey (Obras 1, 48). El criollo utilizaba el tropo del vasallaje para pensar las relaciones entre metrópolis y colonia: los habitantes de la isla, a diferencia de los de Saint-Domingue, eran vasallos fieles al rey; de esa manera, el destino esclavista de Cuba se aseguraba a partir de la ratificación del pacto colonial. Al utilizar la expresión población libre de Cuba, sin distinguir entre blancos, mulatos y negros, se aseguraba de incluir a estos últimos, con una presencia importante dentro de las milicias de la isla, dentro de esa alianza. Con su otro argumento, Arango se trasladaba del tópico del vasallaje a la noción de esclavitud patriarcal, con una larga tradición dentro del régimen esclavista español en las Américas. Como en ninguna otra de sus intervenciones, defendía la idea de que la esclavitud en Cuba se diferenciaba de la practicada en Saint-Domingue por su naturaleza “benevolente” y “humanitaria”. Al referirse al esclavo, aseguraba: “Los
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franceses los han mirado como bestias y los españoles como hombres” (Obras 1, 49). Para el habanero, los esclavistas peninsulares y criollos reconocían al esclavo como “hombre” debido a los derechos que le concedía la jurisdicción española, heredera de Las siete partidas de Alfonso X, tratado legal que garantizaba al esclavo algunos derechos de propiedad y de seguridad física y, el más importante, el derecho a comprar su propia libertad. Al incorporar al esclavo al discurso jurídico y dotarlo de una serie de derechos, la tradición esclavista hispánica lo reconocía como “sujeto”. En ese sentido, la “generosidad” con que los esclavos eran tratados en Cuba impediría, según el criollo, una sublevación como la ocurrida en Haití. En unas pocas décadas, Arango lograría materializar su proyecto de convertir Cuba en la colonia azucarera más lucrativa del mundo, en base a la institucionalización de la esclavitud y la plantación. Las elites hacendadas cubanas apostaron por fortalecer un régimen económico basado en la servidumbre cuando el abolicionismo figuraba como el discurso dominante en gran parte del mundo atlántico.6 Esta especie de paradoja permeó, en gran medida, la retórica utilizada por el régimen esclavista en Cuba: ante el prestigio del movimiento antiesclavista internacional, los defensores de la esclavitud recurrieron, una y otra vez, a los argumentos esgrimidos por Arango para promover la institucionalización de la esclavitud a finales del xviii. Por una parte, apelaron al trasfondo legal que contenía la esclavitud en las colonias españolas y, por otra, reactivaron el tópico de la esclavitud patriarcal para defender la persistencia del legado esclavista a lo largo del siglo xix. El Reglamento de esclavos, publicado en medio de la intensificación de la campaña abolicionista en 1842, iba encaminado en ambas direcciones en tanto tenía como objetivo regular la alimentación, la vesti-
6 En The Problem of Slavery in the Age of Revolution, David Brion Davis apunta que la consolidación del abolicionismo en la segunda mitad del xviii fue el resultado de importantes transformaciones intelectuales, como la emergencia de la filosofía secular ilustrada, la popularización de una ética de la benevolencia, el impulso de la doctrina evangélica y la concepción del noble salvaje (45-48).
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menta y el trabajo de los esclavos y, además, resaltaba los “derechos” que disfrutaban los mismos bajo la jurisdicción esclavista española. En ese sentido, el ascenso del abolicionismo definió, en gran medida, las estrategias utilizadas por los defensores de la esclavitud a lo largo del siglo xix cubano, quienes muchas veces llegaron a utilizar la retórica de los afectos y de los sentimientos, propia del abolicionismo. En pleno siglo xix, las posiciones proesclavistas cubana y española no podían ignorar la preponderancia alcanzada por el abolicionismo, sino, más bien, concebirse como parte de un diálogo con esa tradición.7 Una de las consecuencias de las reformas impulsadas por Arango recayó en la transformación del paisaje natural y racial de la isla. Ya para el censo de 1810, realizado por el propio criollo, los negros y los mulatos, libres y esclavos, constituían el 54% de la población. Si a finales del siglo xviii, la importación de esclavos había sido para Arango la vía de insertar la isla en una geopolítica moderna mediante el ingreso a los mercados mundiales, para mediados de la década de los veinte del siglo xix este hecho se había convertido en el principal obstáculo para acceder al paradigma de nación moderna, centrado en la homogeneidad racial blanca. A partir de esa fecha se observa, como apunta Rafael Rojas, el creciente dilema entre plantación azucarera y nacionalidad criolla blanca como una de las preocupaciones centrales de Arango (Motivos de Anteo 50). Entre las décadas de los años veinte y treinta, Arango pasa de ser el artífice de la plantación al reformista de la esclavitud. En 1832, en su “Representación al rey sobre la extinción del tráfico de negros y medios de mejorar la suerte de los esclavos coloniales”, el criollo esboza un programa detallado de reformas, que regirá el futuro de la esclavitud en la isla hasta su total extinción en 1886. En ese sentido, el
7 Para desacreditar la propaganda antiesclavista más radical, apunta Camillia Cowling, los defensores de la esclavitud continuaron apelando a algunos de los argumentos del abolicionismo, sobre todo a aquellos centrados en la idea de la maternidad de las esclavas y la separación entre madre e hijos (Conceiving Freedom 101-103). Sobre la manera en que los defensores de la esclavitud abogaron por perpetuar el régimen esclavista en la isla en medio del ascenso del abolicionismo, se puede ver, además, mi ensayo “En los límites del discurso esclavista”.
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nombre de Arango junta el auge y el declive de la esclavitud en Cuba. Su posición, centrada en el cese de la trata esclava, no en la abolición inminente de la esclavitud, prevaleció en el grupo reformista, encabezado por José Antonio Saco, Domingo del Monte, Cirilo Villaverde y Anselmo Suárez y Romero. Entre los primeros en cuestionar el proyecto esclavista emprendido por Arango, a finales del siglo xviii, estuvo Alexander von Humboldt. Su Ensayo político sobre la isla de Cuba, publicado en francés en 1826 y al año siguiente en español, contempló una de las críticas más elocuentes dirigidas al prominente criollo. A pesar de esto, la relación entre ambos no estuvo marcada por la diatriba, sino que comprendió una historia de intenso intercambio intelectual: Arango fue uno de los más importantes anfitriones de Humboldt en Cuba y uno de sus interlocutores más perspicaces. En las próximas décadas, los dos sostuvieron un epistolario a través del cual el criollo facilitó mucha de la información que apareció en el futuro libro del viajero sobre Cuba.8 Los comentarios de Arango al Ensayo, publicados bajo el título “Observaciones al Ensayo político sobre la isla de Cuba, escritas en 1827”, corregían y actualizaban datos importantes utilizados por Humboldt.9 En esas páginas, Arango llegó a pedirle que moderase su crítica a la posición proesclavista que había defendido la elite criolla azucarera cubana (535), pero nunca llegó a referirse al vaticinio de Humboldt sobre la posible confederación africana en las Antillas. La esclavitud se convertiría, como sostiene Simon Gikandi, en una de las condiciones fundantes de la identidad y la subjetividad modernas (ix-49). En Cuba, llegó a moldear los debates más importantes del siglo xix en términos literarios, políticos, económicos, raciales y científicos. El proyecto esclavista desplegado por Arango, a finales del 8
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Para una lista pormenorizada de los materiales que Arango envió a Humboldt después de su partida de Cuba, entre 1804 y 1826, revisar “Arango y Humboldt/ Humboldt y Arango” de Michael Zeuske. En su Ensayo, Humboldt reconoció la deuda intelectual que había contraído con los criollos cubanos (6). La edición que Arango leyó y anotó fue la francesa de 1826, según aparece en el volumen segundo de sus Obras (533).
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xviii, daría como resultado, casi un siglo después, el desarrollo institucional de la antropología en Cuba. El predominio de la orientación antropológica se debió a que la isla llegó a ser una de las potencias esclavistas del mundo atlántico en el siglo xix. La fundación de la Sociedad Antropológica de la Isla Cuba, en 1877, aspiró a resolver por medio de las ciencias el problema de la heterogeneidad racial en la isla.
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CAPÍTULO 8
Poéticas y políticas viajeras Miradas postimperiales En su ya clásico Imperial Eyes, Mary L. Pratt estudia la forma en que Alexander von Humboldt reinventa América como naturaleza, basada en parte en las visiones fundacionales de los primeros cronistas españoles. Nancy Stepan, por su parte, en Picturing Tropical Nature, se detiene en su importancia para la constitución del trópico como paisaje. Según Pratt y Stepan, las lecturas de Humboldt sobre la naturaleza americana fijarían los tropos de fertilidad y superabundancia a partir de los cuales se interpretó la geografía del continente. Los dos estudios colocan al viajero dentro de la tradición naturalista que define el paisaje americano enfatizando su ruptura epistemológica con la extensa genealogía europea y, en especial, con relación a los presupuestos de degeneración encabezados por el naturalista francés Georges Louis Leclerc Buffon.1
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Los estudios sobre Humboldt y el paisaje americano han conformado un paradigma interpretativo tan fuerte que, en la edición crítica en inglés del 2011, Political Essay on the Island of Cuba, Vera M. Kutzinski y Ottmar Ette vuelven a
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Al examinar, sin embargo, el Ensayo político sobre la isla de Cuba (1827), se percibe la ausencia de esta clave interpretativa.2 Las descripciones sobre la naturaleza son muy escasas y la hermenéutica sobre el paisaje se trastoca por un discurso cartográfico y estadístico. El atractivo principal de Cuba para Humboldt no radicaba en la extensión de la isla, ni en la naturaleza y fertilidad de sus tierras, sino en las ventajas que ofrecía su posición geográfica: mientras el paisaje se convierte en la forma de organización del espacio en sus relatos de viajes por América del Sur, la cartografía y las estadísticas devienen en los saberes con los que Humboldt configura y actualiza los conocimientos sobre Cuba. En este capítulo, reflexiono sobre cómo emerge en el Ensayo de Humboldt una nueva manera de entender la geografía política de la región en base a la propuesta de una confederación africana en el corazón de las Antillas. Con el modelo de la Revolución haitiana y teniendo en cuenta el predominio de la población de origen africano, Humboldt devela las posibles alianzas geopolíticas que organizarían el porvenir postesclavista de la región. La Revolución haitiana se transforma en paradigma político, reordenando el futuro espacio postcolonial en base a la constitución de un movimiento panafricano. Mediante el uso de la cartografía y las estadísticas, el viajero avizora nuevas formas de imaginar la geografía de las Antillas, sus poblaciones y sus futuras cartografías políticas, llegando a proponer un mapa del Caribe que desborda sus propias fronteras insulares.
leer a Humboldt dentro de esa tradición y lo catalogan incluso como exponente de “lo maravilloso americano”. 2 El Ensayo apareció publicado, por primera vez, en 1807 como parte de Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. En 1826, se editó en París una versión más extensa, de manera independiente; al año siguiente salió en español en esa misma ciudad. No se publicó nuevamente en español hasta 1930, cuando Fernando Ortiz realizó su propia edición en la Colección de Libros Cubanos. Sobre la historia editorial del Ensayo en Francia, Cuba y España, incluyendo los pormenores de dos ediciones piratas en 1836 y 1840, se puede revisar la edición crítica de Miguel Ángel Puig-Samper de 1998. Mis citas del Ensayo en español provienen de la edición habanera de 1998, la cual reproduce la edición que realizó Ortiz en 1930. Ambas contienen las notas de Francisco de Arango y Parreño, las de John S. Thrasher y la “Introducción” de Ortiz.
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Cartografía Entre los días 6 y 15 de marzo de 1801, Humboldt navegó la costa sur de Cuba, desde Batabanó hasta los Jardines y Jardinillos del Rey y de la Reina. La travesía marítima se convirtió en un ejercicio indispensable para el trazado del mapa de Cuba que acompaña al Ensayo y aparece recogida dentro del libro con el título “Viaje al valle de Güines, al Batabanó y al Puerto de la Trinidad, y a los Jardines y Jardinillos del Rey y de la Reina”. La narración constituye un relato de viaje por excelencia, apegado al paradigma de la marinería, donde el viajero se transfigura en navegante. Por una parte, Humboldt se legitima en la tradición de los exploradores y conquistadores europeos, trazando una genealogía desde donde él mismo puede ser leído y pensado. Al respecto, apunta: “Aquellos sitios tienen un atractivo que no hay en la mayor parte del Nuevo Mundo, porque renuevan recuerdos que están unidos a los nombres más grandes de la monarquía española, a los de Cristóbal Colón y Hernán Cortés” (233). El mar Caribe deviene para el viajero en lugar de memoria dentro de la historia de la navegación y la exploración de las Américas. Por otra parte, reconoce los problemas a los que se habían enfrentado los primeros exploradores y geógrafos de la región: “Como la isla está rodeada de encalladeros y arrecifes en más de dos tercios de su largo, y como la navegación se hace por fuera de estos tropiezos, la verdadera configuración de la isla fue ignorada por mucho tiempo” (26). Con su navegación, el viajero corrige una larga tradición cartográfica española, que, hasta ese momento, no había podido dar cuenta exacta de las líneas costeras de la isla. Como han planteado Vera M. Kutzinski y Ottmar Ette, el trabajo de Humboldt fue fundamental para la configuración de una imagen moderna de la isla: Humboldt reinvented the island of Cuba through cartography, determining, for the first time, the exact geographical positions of Cuba’s towns and cities and charting its coastline with unprecedented precision. By updating and correcting earlier maps, he gave Cuba the shape that it still has on maps today. (xx)
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Su mapa permitió integrar al imaginario topográfico lugares que no habían figurado en el dominio de la representación, cristalizar la visión de Cuba como archipiélago, precisar su área y delimitar la geografía de sus costas. En ese sentido, detalla una isla hecha de bahías, cabos, islotes, cayos, puntas y canales. Si se comparan el exterior y el interior, se percibe precisamente la proliferación de topónimos que se extienden hacia el mar Caribe, mientras en el interior aparecen grandes espacios vacíos. La importancia del mapa para el mundo trasatlántico del siglo xix se puede percibir en las maneras en que circuló en las diversas ediciones del Ensayo. Mientras en las primeras —1826, 1827, 1836 y 1840— figuró a manera de introducción junto a una sección titulada “Análisis raciocinado del mapa de la isla de Cuba”, en las posteriores fue relegado a una función de apéndice. La estrategia de colocar el mapa como antesala del estudio revelaba la importancia de la cartografía de la isla a principios del siglo xix. Pero mi lectura no se centra en las posibilidades de representación del mapa, sino en las cartografías que el relato organiza. Frente al nivel iconográfico del mapa, se entreteje otro en la narración que, siguiendo a Ricardo Padrón, podría denominarse cartographic literature (12). En el Ensayo, emerge una nueva manera de entender la posición de Cuba en el mundo atlántico y su relación con los territorios aledaños a ella. Si para el imaginario imperial español la isla fungía en términos económicos y geográficos como dependencia de la Nueva España, para Humboldt esa situación comienza a cambiar radicalmente en las primeras décadas del siglo xix: Cuba deja de ser la isla atlántica, blanca, conectada con Europa y las excolonias españolas, para entrar en un circuito antillano, negro. Se podría decir que el Ensayo abre con la voluntad de redefinir el lugar de Cuba en la región en base a las relaciones entre raza, esclavitud y plantación: No solamente es la isla de Cuba la mayor de la Antillas […] sino que por su configuración estrecha y larga posee tantas costas, que está contigua al mismo tiempo con Haití, la Jamaica, la provincia más meridional de los Estados Unidos (la Florida) y la provincia más oriental de la confederación mejicana (el Yucatán). Esta circunstancia merece ser considera-
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da con la mayor atención; porque unos países que comunican, con sólo una navegación de diez días a doce días, tal como la Jamaica, Haití, Cuba y las partes meridionales de los Estados Unidos (desde la Luisiana hasta la Virginia), cuentan cerca de dos millones ochocientos mil africanos. (4)
Como se entrevé en la cita, Humboldt no piensa la isla como una entidad geográfica independiente, sino dentro de un marco de redes mayoritariamente negras. Cuba aparece conectada a Jamaica, Haití y al sur esclavista de los Estados Unidos. La cercanía entre estos puntos geográficos, la posibilidad de atravesarlos marítimamente de manera rápida y el elevado índice de población africana le daban a la región una nueva dimensión geopolítica. Más adelante, el viajero insiste en conectar el futuro político de Cuba a las Antillas y, especialmente, a Haití: En todo el archipiélago de las Antillas, los hombres de color (negros o mulatos, libres o esclavos) forman un conjunto de 2.360.000 o de 83/100 de toda la población. Si la legislación de las Antillas y el estado de las gentes de color no experimentan muy en breve alguna mudanza saludable, y si se continúa discutiendo sin obrar, la preponderancia política pasará a manos de los que tienen la fuerza del trabajo, la voluntad de sacudir el yugo y el valor de sufrir largas privaciones […] No perdamos de vista que desde que Haití se emancipó hay ya en el archipiélago entero de las Antillas más hombres libres negros y mulatos que esclavos. (71)
Este nuevo imaginario no se debió tan solo a la inserción de Cuba en la economía de la plantación, a finales del siglo xviii y principios del xix, sino también a los efectos que trajo consigo la Revolución haitiana, 1791-1804. El viaje de Humboldt por el continente coincidió con la radicalización de dicha Revolución, de 1801 a 1804. Durante este período, de acuerdo con Sibylle Fischer, “a radically heterogeneous, transnational cultural network emerged whose political imaginary mirrored the global scope of the slave trade and whose projects and fantasies of emancipation converged, at least for a few years, around Haiti” (Modernity Disavowed 1). En ese sentido, la Revolución haitiana abrió diversas posibilidades de reorganizar el espacio caribeño y su futuro político. Su impacto no se haría esperar, pues algunos de los conceptos claves para el futuro político del mundo atlántico, como
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free soil, freedom y rights, se articularían en constante diálogo con el recién independizado estado de Haití (Ferrer, “Haiti” 40-44). Humboldt describe una geografía Antillana que pareciera extenderse más allá del mar Caribe y abrazar los estados sureños de Norteamérica. Su perspectiva está determinada por la manera en que reflexiona acerca de las poblaciones negras del mundo atlántico y caribeño. Al intentar definir una geografía antillana, el viajero no se adhiere a los paradigmas culturales y coloniales, sino que integra espacios diferenciados en base a las categorías de esclavitud y plantación. En esa dimensión, el Caribe aparece reinventado más allá de sus fronteras insulares y se evoca en torno de las relaciones entre raza y geografía. De esa manera, Humboldt no solo manejaba la idea de una Cuba antillana, sino que, además, trabajaba con un concepto extendido del Caribe, en el cual las Antillas y el sur de los Estados Unidos venían a constituir un mismo espacio geográfico. Esta última idea tenía, en palabras de Christopher P. Iannini, una larga tradición dentro de la historia natural: “North American readers had been trained to regard the southern colonies (later, states) […] as part of an extended Caribbean region that was both a primary source of national wealth […] and a corrosive influence on national manners, borders, and beliefs” (Fatal Revolutions 282-283). Seguramente, Humboldt estaba familiarizado con esta noción del Caribe desde mucho antes de su viaje por las Américas, en tanto la disciplina de la historia natural había sido indispensable en las conceptualizaciones de los ejes norte y sur del continente. El imaginario caribeño recreado por Humboldt encuentra paralelo en las formulaciones de Sidney W. Mintz y Antonio Benítez Rojo en el siglo xx. Para el primero, el Caribe se define, más que por su dimensión cultural, por ciertos patrones socioeconómicos comunes. Se evoca entonces como un societal area: la plantación deviene en el elemento que organiza y da sentido a la región (Caribbean Transformations). Benítez Rojo, por su parte, plantea la necesidad de pensar lo caribeño más allá de lo insular, lo continental y lo diaspórico. En su reinvención del Caribe, Luisiana y la zona costera de Brasil vienen a completar el espacio caribeño (La isla que se repite). Releída la propuesta de Humboldt de reconfigurar la región antillana sobre la base
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de categorías como plantación, esclavitud y raza, se podría afirmar que el Ensayo trabaja con una línea de pensamiento crítico que será fundamental para definir el Caribe, más allá de una geografía física y cultural, en los estudios caribeños contemporáneos. Estadísticas En su Historia de la sexualidad, Michel Foucault identificó dos formas principales mediante las cuales se ejerció el poder sobre la vida. Mientras la primera de ellas pensó el cuerpo como máquina y se centró en la disciplina y en la educación corporal a través de instituciones como el ejército y la escuela, la segunda desplegó una visión del cuerpo como especie y ser biológico y se manifestó por medio de las estadísticas (1, 168-171). En pleno siglo xix, el discurso estadístico funcionó, como apunta Talal Asad, como un dispositivo de lectura ante la creciente diversificación de la población: In the newly constructed formations of the nineteenth century, administrative techniques had to be devised that would deal effectively with highly differentiated and continuously changing classes of population. The way in which such populations constituted a social problem (poverty, disease, education, racial imbalance) was identified, represented, and addressed in statistical terms. Statistics was ideally suited to modern administration. (“Ethnographic Representation” 70)
Si la proliferación de las estadísticas en Europa se asoció en un principio con comportamientos y estados como el suicidio, la locura, la prostitución y el crimen (Hacking 3), en el Caribe funcionó como un dispositivo de análisis y control de las poblaciones negras y mulatas. Ante la institucionalización de la plantación y la entrada masiva de esclavos, la demografía devino en una herramienta privilegiada por la administración colonial, indispensable para la configuración de un poder político moderno. Su uso estuvo fuertemente conectado a los efectos que la Revolución haitiana causó en la región. En palabras de Ada Ferrer, esta tuvo una suerte de impacto cognitivo en la mayor de las Antillas en la medida en
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que generó nuevas formas de concebir la población mediante el uso de la demografía (“Cuba en la sombra de Haití” 213). Es precisamente después de la Revolución haitiana que las estadísticas se consolidan como nuevo paradigma de clasificación y vigilancia en Cuba. En el capítulo dedicado al estudio de la población, Humboldt reconoce que los primeros censos demográficos, llevados a cabo a finales del xviii y principios del xix, estaban fundados en el temor al negro: El espíritu con que se han hecho los padrones, aun los más antiguos, por ejemplo el de 1775, con distinción de edad, de sexo, de raza y de estado de libertad, merece los mayores elogios; sólo los medios de ejecución han faltado, porque han conocido cuán importante era a la tranquilidad de los habitantes el conocer minuciosamente las ocupaciones de los negros, su distribución numérica en los ingenios, las haciendas y las ciudades. Para remediar el mal, para prevenir las calamidades públicas y para consolar al infeliz que pertenece a una raza maltratada y a quien se teme más que lo que se dice, es preciso sondear la llaga; porque existen en el cuerpo social, dirigido con inteligencia, lo mismo que en los cuerpos orgánicos, fuerzas reparativas que pueden oponerse a los males más inveterados. (73; énfasis mío)
El pasaje es revelador porque enfatiza las conexiones entre estadísticas, raza y control. En un lenguaje médico, Humboldt señalaba que las estadísticas venían a cumplir una función regenerativa dentro de la sociedad. El cuerpo social aparecía reformulado en términos de cuerpo biológico, a partir del cual era posible establecer una relación intrínseca entre el todo y la parte, entre el conjunto y el individuo. A lo largo del siglo xix, las estadísticas permitieron trazar nuevas políticas raciales en la isla, conocer los asentamientos de la población, sus niveles de natalidad, enfermedad y mortalidad y evitar posibles sublevaciones de esclavos y libertos. A través de un conjunto de variables definidas, entre las que se destacaban raza, sexo, edad, oficios y zona, se intentaba establecer orden y organizar los componentes en un sistema de representación que garantizara su legibilidad. El cuadro numérico se convertía en el centro de organización del conocimiento, permitiendo articular taxonomías en base a los diferentes grupos que conformaban la sociedad colonial.
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Las estadísticas, realizadas por la administración colonial en Cuba y utilizadas por Humboldt, dividían a la población en blancos, libres de color (mulatos y negros) y esclavos, es decir, estaban basadas en un perfil racial. Al convertir a los negros y los mulatos, libres y esclavos, en objeto del discurso científico, se les confería un espacio de visibilidad en los paradigmas racionalizadores de la modernidad. Durante gran parte del siglo xix caribeño, las estadísticas permitieron colocar dentro del espacio de la representación científica a los segmentos de la población que eran considerados como una amenaza social, al mismo tiempo que proveía unas herramientas epistemológicas para pensarlos. En ese sentido, habría que leer las relaciones demográficas no como clasificaciones descriptivas que intentaban reflejar el entorno étnico y racial, sino como mecanismos de construcción de identidades raciales en las cuales era necesario intervenir (Asad, “Ethnographic Representation” 70; Hacking 6). Las estadísticas se podrían pensar como construcciones ideológicas que intentaban resolver lugares en disputa dentro de las sociedades trasladándolos al dominio científico y convirtiéndolos, por tanto, en objeto de conocimiento. En el espacio abierto de la representación, las estadísticas terminaban descorporalizando al “otro”, subsumiéndolo en un sistema taxonómico en el que no tenía acceso a la lengua, al cuerpo y al nombre propio, en tanto ese “otro” diferenciado quedaba encarnado a través de una formulación numérica. Si, por una parte, la demografía les permitía a las elites inscribir y sistematizar estos sectores marginales dentro del imaginario poblacional de la isla e integrarlos a una economía discursiva, por otra, su misma naturaleza retórica hacía imposible subjetivar el proceso de la representación. En el caso particular de Humboldt, las estadísticas se convirtieron en el instrumento idóneo para articular su proyecto antiesclavista: a través del uso contundente de los números, el viajero realiza una serie de operaciones numéricas destinadas a convencer a las elites cubanas de que era posible abolir la esclavitud. La primera de ellas consistía en enfatizar la categoría de hombres libres. La ventaja que presentaba Cuba, frente a las otras Antillas, para abolir la esclavitud consistía en la mayor cantidad de hombres libres:
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Se ve por este estado que en la isla de Cuba los hombres libres son el 64/100 de la población total; en las Antillas inglesas apenas 19/100 […] La isla de Cuba puede librarse mejor que las demás Antillas del naufragio común; porque cuenta con 455.000 hombres libres, no siendo los esclavos más que 260.000 y puede preparar gradualmente la abolición de la esclavitud, valiéndose para ello de medidas humanas y prudentes. (71)
En la categoría de hombres libres, Humboldt incluía no solo a los blancos, sino también a los libres de color. Los blancos por sí solos representaban el 46 % de la población, pero unidos a los libres de color llegaban a alcanzar el 64 %, frente al 36 % de los esclavos. Una de las preocupaciones fundamentales de las elites esclavistas para abolir la esclavitud radicaba en la desproporción entre blancos y negros, entre libres y esclavos. Mediante la categoría de hombres libres, se establecía una especie de pacto o alianza entre los blancos y los libres de color. En una sociedad dominada por el miedo al esclavo, la necesidad de pensar en conjunto a los blancos y a los libres de color era fundamental para eliminar los temores de posibles sublevaciones. La segunda de las operaciones numéricas desarticulaba dos de los fundamentos de las elites esclavistas, basados en la necesidad de importar esclavos ante la falta de mano de obra en las Antillas y en la idea de que solo la “raza negra” podía cultivar el azúcar bajo los rigores del clima tropical (146-147). Humboldt intentaba convencer a los hacendados cubanos de que no había necesidad de prolongar el tráfico de esclavos: el número de los radicados en la isla superaba la cifra necesitada. El viajero demostraba que, de los 260.000 esclavos que existían, cerca de 10.000 bastaban para desarrollar los sectores de la industria colonial: el azúcar, el café y el tabaco. En la tercera de las operaciones, salía a relucir que solo una pequeña parte de la población esclava que vivía en el campo se dedicaba a las labores agrícolas: “Se encontrará que sobre 187.000 esclavos esparcidos en los campos, hay por lo menos una cuarta parte o 46.000 que no producen ni azúcar, ni café, ni tabaco” (148). Y, más adelante, continuaba argumentando que, de 1.148.000 esclavos radicados en las Antillas, solo unos 500.000 o 600.000 trabajaban en los productos agrícolas (148). A través de las estadísticas, Humboldt elaboró su
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respuesta a la ideología esclavista que vinculaba esclavitud, azúcar y colonialismo en las Antillas. Su uso le permitió formular gran parte de su pensamiento abolicionista, basado en la eliminación del comercio de esclavos y en la supresión gradual de la esclavitud, desde una perspectiva pragmática. Como evidencian sus operaciones, el punto neurálgico se centraba en el comercio de esclavos, que, como demostraba, no solo aumentaba la población negra en la isla, sino que representaba una pérdida económica para los hacendados. Si, mediante la cartografía, Humboldt configura una nueva dimensión geopolítica para Cuba, las estadísticas le permiten desplazar la mirada al interior de la isla y repensar la cuestión desde adentro, pero sin dejar de lado la perspectiva hemisférica; pues el viajero, también, contempla la demografía del resto de las Antillas, Norteamérica y Brasil. Al incorporar los números de las regiones marcadas por la plantación, Humboldt trabajaba con un enfoque regional que permitía pensar la esclavitud como un problema continental y organizar un programa de reformas antiesclavistas para las Américas. Las estadísticas se convirtieron en uno de los argumentos dominantes del movimiento reformista cubano: Francisco de Arango y Parreño, Domingo del Monte y José Antonio Saco erigieron sus reformas antiesclavistas a partir del discurso estadístico. Si la retórica sentimental, con su capacidad persuasiva, figuraba en el mundo atlántico como uno de los pilares fundamentales del abolicionismo, Humboldt, Arango, Del Monte y Saco utilizaron las estadísticas como la manera más efectiva de convencer a una audiencia esclavista. Sus proyectos reformistas, dirigidos a las elites azucareras, no utilizaban la lógica de los afectos y la sensibilidad, sino la irrefutabilidad de los números. En el “Memorial dirigido al Gobierno de España sobre el estado de Cuba en 1844”, Del Monte insistía en el peligro de que la superioridad negra y mulata, dentro y fuera de Cuba, provocara un nuevo orden político en la región (175-176). De alguna manera, Humboldt resonaba en el texto: por medio de las estadísticas, la isla aparecía conectada con los espacios esclavistas del hemisferio. Saco, el más connotado reformista cubano de ese período, exiliado desde 1834 por sus continuas críticas tanto al tráfico de esclavos como al Gobierno español y por su defensa de la Academia Cubana de Literatura, repetía la
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misma estrategia en “La supresión del tráfico de esclavos africanos en la isla de Cuba” (1845). Saco analizaba las poblaciones negras y mulatas (libres y esclavas) asentadas en las Antillas, cuyo número ascendía a 1.861.906 personas, junto a las radicadas en las Guayanas británica, francesa y holandesa, las del golfo de Honduras, las del sur de los Estados Unidos y las del litoral de Colombia. Aseguraba que combinadas sumaban un total de casi tres millones; de esa cifra, dos millones y medio eran esclavos (216217). Ante el panorama, se preguntaba: “¿Quién, pues, no tiembla al considerar que la población de origen africano, que circunda á Cuba, se eleva á más de cinco millones?” (217). Su preocupación central recaía en que las nuevas relaciones raciales llegaran a redefinir el lugar de Cuba dentro de las Américas bajo un eje geopolítico diferente. Los textos de Saco y Del Monte se insertan en medio de la difícil coyuntura política que atravesaba el Reformismo, después de que los representantes antillanos fueran expulsados de las Cortes de Cádiz en 1836.3 Los criollos, cubanos y puertorriqueños, irían elaborando un conjunto de cartas, memorias y panfletos en diálogo con las autoridades metropolitanas para revertir las últimas medidas políticas. En ese corpus, los reformistas defendían la abolición del tráfico ilegal de esclavos y la eliminación gradual de la esclavitud como las únicas vías para recuperar la ciudadanía y conseguir las ansiadas reformas políticas. El argumento de la superioridad numérica de las poblaciones negras y mulatas aparecía articulado a través de la amenaza de la africanización de la cultura dentro de la isla; pero alcanzaba, además, una
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Con su “Examen analítico” (1837), Saco refutó los argumentos establecidos por las Cortes españolas para avalar la expulsión de los diputados criollos. A la premisa defendida de que los derechos políticos otorgados únicamente a la población masculina blanca provocarían el malestar de los sectores negros y mulatos libres y desataría otra revolución como la haitiana, Saco respondía detallando las diferencias coloniales y raciales entre Haití, Cuba y Puerto Rico. Llegaba a sentenciar, en tono intimidatorio, que no era al negro a quien había que temer, sino al criollo blanco; en ese sentido, dejaba entrever la posibilidad de que fueran estos últimos, privados de sus derechos políticos, los que se levantaran en contra de la metrópolis (131).
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dimensión hemisférica. Junto a otros reformistas, Del Monte y Saco insistieron, una y otra vez, en que la superioridad de las poblaciones negras y mulatas colocaba a Cuba dentro de un orden político negro. Sin hacer una referencia explícita, lo que subyacía bajo esta proposición era el vaticinio de Humboldt sobre la posible confederación africana en las Antillas. La confederación africana en las Antillas Una de las cuestiones más interesantes en el Ensayo se centra en la propuesta que Humboldt lanza a manera de pregunta y en letras itálicas en su capítulo sobre la población. En esa sección, donde el discurso estadístico se convierte en el eje dominante, el viajero aventura la posibilidad de que el futuro postcolonial antillano se organice por medio de la confederación como sistema político. Más interesante aún es el hecho de que haya que recurrir al texto original de Humboldt, escrito en francés y publicado en 1826, para poder dar cuenta de su propuesta. En esa edición, sostiene: “Qui oseroit prédire l’influence qu’exerceroit une Confédération africaine des États libres des Antilles, placée entre Colombia, l’Amérique du Nord et Guatimala, sur la politique du Nouveau-Monde?” (119; énfasis en el original). En cambio, en la traducción al español de 1827, la idea de la confederación africana aparece enunciada en términos de una confederación americana: “¿Quien se atreveria á pronosticar el influjo que tendria una confederación Americana de los estados libres de las Antillas, situado entre Colombia, la América del Norte y Guatemala, en la política del Nuevo Mundo[?]” (100-101; énfasis en el original). Al comparar ambas ediciones se hace evidente el ejercicio de sustitución del adjetivo “africana” por “americana”: mientras Humboldt, en su texto original escrito en francés, utiliza el término “africana” para referirse a la confederación que se podría desarrollar en el Caribe, en la primera versión al español, el adjetivo apareció cambiado por “americana”. El cambio en la traducción al español no es fortuito y plantea importantes preguntas para el estudio de la historia editorial y de la recepción del texto dentro del mundo atlántico, pero, sobre todo, para
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el proyecto racial de la nación futura. Lo que estaba en juego no era tan solo el significado del vocablo americano en una era de revoluciones en el mundo atlántico, sino la propuesta de una confederación africana en el corazón de las Américas. Mientras las primeras traducciones al inglés, correspondientes a los años 1829 y 1856, utilizaron el término “africana”, las subsecuentes ediciones del Ensayo en español en el siglo xx repitieron el uso de confederación “americana” en vez de “africana” que ofrece una idea más precisa de la propuesta de Humboldt. En ese sentido, se podría afirmar que la historia editorial del Ensayo en español responde a un proyecto de blanqueamiento de las poblaciones antillanas y, en particular, de las cubanas.4 En The Passage to Cosmos, Laura Dassow Walls, al analizar la importancia del Ensayo en el debate antiesclavista en los Estados Unidos y en Cuba, llama la atención sobre la idea de la confederación africana y propone leerla como una especie de estrategia política, casi a manera de advertencia, frente a las elites blancas.5 Para Walls, apelar a esta significaba utilizar el imaginario de la violencia que ocupaba Haití en el mundo atlántico para abogar por el cese de la esclavitud (200).6 El problema con esta lectura es que termina perpetuando la gran narra4
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Paul Estrade, en “El archipiélago antillano en el pensamiento político europeo a comienzos del siglo de las nacionalidades”, coteja las ediciones en francés y español y reconoce los cambios entre las palabras americana y africana (29). Es, probablemente, el único que ha señalado las diferencias entre el original en francés y la traducción al español. Walls trabaja con la traducción realizada por Thrasher en 1856. En esas páginas, la idea aparece formulada en los siguientes términos: “Who shall dare to predict the influence which an African Confederation of the Free States of the Antilles, lying between Colombia, North America and Guatemala, might have in the politics of the New World” (The Island 186; énfasis en el original). Vera M. Kutzinski, por su parte, en su edición crítica, lo traduce en los siguientes términos: “Who would dare to predict the impact that an African Confederation of the Free States of the West Indies, situated between Colombia, North America and Guatemala, would have on the politics of the New World?” (Political Essay 68). En ambas ediciones, se utiliza el término africano para describir la posible confederación. Kutzinski también lo lee en su edición crítica como una especie de advertencia a los hacendados cubanos.
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tiva del miedo erigida alrededor de Haití. Si en el imaginario decimonónico la Revolución haitiana había generado la idea de un imperio negro que tendría su epicentro en Haití y se extendería a otras regiones marcadas por la plantación y la esclavitud, Humboldt no solo reformula el modo de organización política, al descartar el sistema imperial por la confederación, sino que quita a Haití del centro del imperio y le otorga agencia política al resto de las poblaciones negras en las Antillas. La idea de una confederación africana de los Estados libres antillanos conllevaba, por un lado, una revolución regional y, por otro, suponía reformular la importancia que tendrían las poblaciones negras como actores políticos en el mapa caribeño. Más que leer la posible confederación africana en las Antillas como una amenaza a las elites esclavistas, me interesa pensar que la propuesta de Humboldt plantea nuevas formas de imaginar el futuro postcolonial de la región. La confederación africana deviene en una alternativa política dada la preponderancia numérica de las poblaciones negras en el Caribe, pero, sobre todo, debido a la experiencia de la Revolución haitiana.7 En ese sentido, se podría afirmar que con la Revolución haitiana, 1791-1804, se generaron nuevas formas de imaginar la geografía de las Antillas y sus futuras cartografías políticas: su impacto se tradujo en otras maneras de organizar el destino político de las Antillas. La tradición crítica e intelectual cubana ha puesto mucho énfasis en el proyecto antiesclavista de Humboldt, sin reparar siquiera en su propuesta de la confederación africana en las Antillas. Francisco de Arango y Parreño, quien, como ya apunté, anotó y comentó la primera edición en francés en 1826, en sus “Observaciones al Ensayo político sobre la isla de Cuba, escritas en 1827”, no se detuvo en la idea de la confederación africana. Fernando Ortiz, en su “Introducción” a la edición realizada en 1930 en la Colección de Libros Cubanos,
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Para Humboldt había una correspondencia entre el predominio político y la fuerza de trabajo: quien dispusiera sobre los medios de producción podía llegar a ejercer el control sobre la política. La fuerza laboral centrada en la mano de obra esclava deviene en el Ensayo en el motor de cambio social.
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pasó por alto dicha propuesta al no comparar las versiones del Ensayo en francés (1826) y en español (1827). Las diversas publicaciones del Ensayo a lo largo del siglo xx habrían perpetuado el proyecto de blanqueamiento antillano a partir del ejercicio de sustitución de africana por americana. Solo ante la necesidad de defenderse de las falsas acusaciones que lo comprometían como el principal cabecilla de la conspiración abolicionista de La Escalera, Del Monte, en una carta fechada el 12 de julio de 1843 y dirigida a Alexander Hill Everett, hizo alusión al vaticinio de Humboldt: Ni yo tampoco he tenido connivencia en los proyectos de Mr. Turn bull; pero los traficantes de negros en La Habana, gente soez y ruin, que no tiene más Dios que el dinero, ya hace tiempo que me tenían marcado por abolicionista, porque yo, como el Sr. Luz, y el Sr. Saco, y todo el que piensa en la Isla de Cuba, y no quiere verla convertida en república de africanos, sino en nación de blancos civilizados, escapándola del vaticinio funesto del Barón de Humboldt, siempre he hablado y, en lo que he podido, he escrito contra la trata, y he hecho, además, todo lo que he podido por acabarla. (Centón epistolario 3, tomos V-VI, xix; énfasis mío)
La confesión de Del Monte revelaba que tanto él como los otros reformistas criollos tenían conocimiento de la propuesta del viajero, pero prefirieron silenciar el vaticinio de la confederación africana en las Antillas. Algo similar sucedería con los usos del concepto de confederación que hizo una parte importante de la tradición científica, política y literaria caribeña. Tanto Eugenio María de Hostos como José Martí insistieron en esa forma de organización política, pero formularon sus propuestas desde una perspectiva racial diferente: si para el primero la confederación se pensaba como una forma de organización política blanca, para el segundo se articulaba desde un enfoque desracializado. La excepción en el siglo xix fue, siguiendo a Jossianna Arroyo, Ramón E. Betances, para quien el factor racial sería central a la hora de definir la confederación antillana como una forma de solidaridad política y comunitaria (“Revolution in the Caribbean”). En última instancia, habría que rescatar el lugar fundacional que ocupa la propuesta de
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Humboldt dentro de la tradición política caribeña a lo largo del siglo xix. Haití En las últimas líneas del Ensayo, dedicadas a rememorar la imagen de Cuba desde alta mar, Humboldt retoma Haití y con ella cierra el relato: se despide del mundo caribeño invocando a la excolonia francesa y, al mismo tiempo, convierte su libro en uno de los primeros lugares desde donde se comienza a rearticular el imaginario de terror y violencia asociado con la Revolución haitiana (244-245).8 En ese sentido, el Ensayo no es tan solo un texto sobre Cuba: leerlo desde esa perspectiva implica, en gran medida, negar o silenciar una de sus dimensiones más profundas. Haití subyace en un orden de reflexiones a lo largo del libro, pero es en el epílogo titulado “De la esclavitud”, donde adquiere mayor prominencia. En esas páginas, se erige otra trama paralela y secreta: no es Cuba, sino Haití, quien sale a relucir, dándole sentido al proyecto antiesclavista de Humboldt.9 De esa manera, el Ensayo puede ser leído no solo como uno de los alegatos abolicionistas más 8
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La bibliografía sobre la Revolución haitiana, entre la que habría que mencionar los volúmenes A Turbulent Time de David Barry Gaspar y David Patrick Geggus y The Impact of the Haitian Revolution in the Atlantic World de David Patrick Geggus, se ha interesado en explorar su impacto en el Caribe y en el mundo atlántico. Si algo tienen en común estos estudios es, en primer lugar, la voluntad de relocalizar la Revolución haitiana dentro de la genealogía de las revoluciones mundiales y, en segundo lugar, el deseo de releer las relaciones entre la Revolución francesa y la haitiana, más allá de la dinámica de causa y efecto, entre centro y periferia, subrayando cómo la segunda radicalizó la agenda abolicionista de la primera. El norteamericano proesclavista John Sidney Thrasher, quien vivió muchos años en Cuba y buscaba anexar la isla a los Estados Unidos, omitió el epílogo al traducir el libro de Humboldt al inglés y publicó el trabajo del viajero en Nueva York en 1856 con el título The Island of Cuba. Sorprendentemente, esta fue la edición que se continuó publicando durante los siglos xix y xx en los Estados Unidos, hasta que en el 2011 Vera M. Kutzinski y Ottmar Ette sacaron a la luz su nueva edición crítica.
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importantes del mundo atlántico del siglo xix, sino también como un texto sobre Haití (Zeuske, “Alexander von Humboldt” 77). El tránsito de Cuba a Haití sale a relucir no solo en el orden temático, sino en el nuevo lugar de enunciación adoptado por Humboldt. A diferencia del resto del libro, en el epílogo, este construye su relato no desde la figura del científico o el historiador, sino desde la del viajero. Esta distinción enunciativa se convierte en una estrategia textual importante: con ella, Humboldt encuentra la manera de separar su trabajo de corte científico del alegato antiesclavista. Si como historiador su oficio radicaba en dar cuenta de la geografía, la población, el clima, la agricultura y el comercio, como viajero podía atacar los eufemismos con los que se pretendía justificar la esclavitud y cuestionar los argumentos que intentaban prolongar su práctica; si como historiador debía apegarse a los patrones de objetividad y raciocinio como formas de garantizar la credibilidad de su proyecto científico, como viajero podía apelar a la lógica de lo subjetivo y personal. Al historiador correspondía la utilización de las estadísticas con su lenguaje numérico sobre la población; al viajero, el uso de un registro cercano al mundo de los afectos para referirse a las poblaciones africanas (203). El viaje de Humboldt por las Américas tuvo lugar durante los últimos cinco años de la Revolución haitiana, desde 1799 hasta 1804. Su partida de Cuba coincidió con la proclamación de Haití como Estado independiente en 1804. En ese sentido, Humboldt experimentó momentos cruciales de la Revolución en Cuba y pudo palpar de primera mano no solo la manera en que esta circuló en la mayor de la Antillas, a través de testimonios, rumores y documentos oficiales, sino también la forma en que las elites cubanas se dispusieron a ocupar el vacío dejado por Haití en el mercado mundial azucarero.10 Se podría, incluso, afirmar que la experiencia cubana de Humboldt fue fundamental en su valoración de la Revolución haitiana. A diferencia de G. W. F. Hegel, quien formula la dialéctica del amo y el esclavo siguiendo los acontecimientos de la Revolución haitiana,
10 Sobre la forma en que se propagan las noticias de la Revolución haitiana en Cuba, recomiendo El rumor de Haití en Cuba de María González-Ripoll et al.
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pero sin aludir a la misma (Buck-Morss, Hegel, Haiti and Universal History 3-20), Humboldt construye su defensa antiesclavista tomándola como modelo. La diferencia entre uno y otro estaría marcada por la experiencia del viaje: mientras en Hegel la recepción se encuentra mediada por la lectura de las noticias que circulaban en los periódicos franceses y europeos de la época, en el caso de Humboldt, es la proximidad con el mundo antillano lo que define su relación con la Revolución haitiana. Haití emerge en esas páginas como parte de un debate importante para el futuro antiesclavista y postcolonial de la región. Los usos que Humboldt hace de la Revolución haitiana permiten replantear, por un lado, las dimensiones trasatlánticas de lo que comenzó siendo una sublevación de esclavos con una agenda eminentemente antiesclavista, se desarrolló como un proyecto de autonomía colonial y terminó siendo el primer Estado independiente negro en las Américas; y, por otro, enfatizar su importancia para el estudio del Caribe insular hispánico a lo largo del siglo xx. Pero, sobre todo, posibilita buscar alternativas a la centralidad que el miedo como explicación histórica o teoría omniargumentativa ha cobrado con relación a Haití en la historiografía y en los estudios culturales.11 El acercamiento de Humboldt da pie a una lectura diferente al gran relato generado alrededor de la Revolución haitiana y en el cual los recién liberados esclavos eran los únicos causantes de la ruina de la hasta entonces más poderosa colonia azucarera del mundo. El viajero
11 Ada Ferrer (“Cuba en la sombra de Haití”) y Sibylle Fischer (Modernity Dis avowed) han llamado la atención sobre la necesidad de trascender esta metanarrativa del miedo erigida alrededor de la Revolución haitiana. En muchas de las intervenciones de la crítica literaria y la historiografía, Haití se piensa siempre desde el lugar del terror, olvidando, como señala David Patrick Geggus, que la Revolución apareció contextualizada en una doble tradición intelectual: por un lado, se llevó a cabo en un período en el cual las investigaciones científicas que cuestionaban la unidad del género humano comenzaban a cobrar fuerza y preparaban el camino hacia el llamado racismo científico del xix y, por otro, transcurrió en una etapa caracterizada por el auge de los movimientos antiesclavistas, la ideología liberal y el humanitarismo (“Preface” xv).
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enfatiza las consecuencias que las intervenciones militares francesas tuvieron en la destrucción de la colonia caribeña: “Por tres veces consecutivas, en agosto de 1791, en junio de 1793 y en octubre de 1803, las desgraciadas expediciones de los generales Leclerc y Rochambeau fueron las que más particularmente acabaron de destruir los ingenios de Santo Domingo” (138). El deterioro de la plantación se asocia a la participación de las tropas francesas, que, en su afán por controlar las fuerzas haitianas, se habían propuesto socavar la institución que había dominado la vida económica, política y social de la colonia. En este caso, los franceses terminaban ocupando en el relato el lugar asociado a la destrucción de la propiedad privada. Desde el lugar de enunciación del viajero, Humboldt reconoce a la excolonia francesa con el nombre aborigen con que fuera rebautizada después de la independencia: la utilización del nombre de Haití se convierte en una manera de admitir internacionalmente la existencia del primer Estado nacional negro y de celebrar, además, su reconocimiento por parte de Francia (209). Para él, la exitosa sublevación de esclavos, iniciada en 1791, aparecía conectada con el destino de la esclavitud en el continente; del futuro político de Haití dependía, en gran medida, la abolición de la esclavitud en las Américas. La recién independizada colonia sería, como sostiene Rafael Rojas, fundamental en la reformulación de los derechos naturales dentro del discurso abolicionista atlántico y caribeño (“La esclavitud liberal” 35-37). En la sección final, dedicada a esbozar su proyecto antiesclavista, el viajero reivindica el lugar de dicha Revolución dentro de la genealogía de las revoluciones americanas: “Las grandes revoluciones que el continente americano y el archipiélago de las Antillas han experimentado desde principios del siglo xix han influido en las ideas y en la razón pública del país mismo en que existe la esclavitud y empieza a modificarse” (204). Al referirse a las Antillas, Humboldt invoca a la Revolución haitiana colocándola dentro del imaginario independista y anticolonial americano y conectándola con los movimientos de liberación sucedidos en el continente. Era, en realidad, una manera de conferirle un carácter liberador y progresista en tanto defendía, al igual que las otras revoluciones, un proyecto anticolonial. En ese sentido, se puede afirmar, junto a Michael Zeuske, que Humboldt arribó
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a un “juicio crítico, pero positivo sobre la revolución de los esclavos” durante el período de 1802-1804 (“Alexander von Humboldt” 76) y fue, como plantea Laura Dassow Walls, “uno de los pocos intelectuales de su época que defendió la Revolución haitiana” (The Passage to Cosmos 181). La visión de Humboldt fue crucial para una estela de viajeros, provenientes de Europa y Norteamérica, que llegó a la isla inspirada por su viaje. Entre estos, Fredrika Bremer resulta de singular importancia. La afamada escritora sueca y pionera del feminismo europeo visitó Cuba unos cincuenta años después de que lo hiciera el prusiano. Al igual que este, Bremer recrea una Cuba eminentemente antillana, donde los sectores de origen africano ocupan la atención de la mirada, y convierte la Revolución haitiana en un punto de inflexión en su relato, pero hay entre ellos diferencias sustanciales. Mientras Humboldt reflexiona sobre el negro como problema ético y moral, haciéndolo ingresar en el espacio de la representación sin cuerpo y habla, mediante las estadísticas, Bremer trabaja directamente con el cuerpo de los esclavos y sus historias de vida. Si el primero da cuenta de sus exploraciones marítimas por la costa sur de Cuba, la segunda recoge sus exploraciones al interior de las plantaciones y sus visitas a los barracones de esclavos. Si para Humboldt la Revolución haitiana se piensa como evento histórico conectado con el futuro de la esclavitud en el continente, para Bremer esta se filtra a través de las historias personales de amos y esclavos procedentes de Saint-Domingue. Humboldt se detiene en el funcionamiento del ingenio como centro de producción, a Bremer le interesa, además, la rutina laboral de los esclavos, la cantidad de horas de sueño y descanso, la dieta diaria, las horas de esparcimiento y la topografía de la plantación. A diferencia de Humboldt, quien desde la impersonalidad del discurso científico no aflora en la narración, Bremer reaparece constantemente como observadora y oyente.12 Hay, además, muchos pasajes
12 El lugar paradigmático de Humboldt dentro de la extensa genealogía de viajeros que visitaron América Latina en el siglo xix ha propiciado los paralelismos entre el prusiano y los viajeros posteriores. Para expandir esta perspectiva comparada,
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en los cuales la viajera pasa de observadora a observada, de sujeto a objeto de conocimiento, invirtiéndose la producción de sentido: Bremer termina por convertirse en objeto de escrutinio frente a las poblaciones negras y mulatas que ella misma intenta describir.13 Si el acto de observación excluye de la escena a quien mira, ser observado por el que se intenta examinar acaba por reintegrar al observador a la escena. De esa manera, las cartas que Bremer escribe desde Cuba a su hermana Agathe en Suecia no solo constituyen una de las miradas más antropológicas sobre la población cubana a mediados del siglo xix, sino que, además, recogen el lado opuesto de esa operación, una especie de autoetnografía de la propia viajera.14
Entre la estética y la ciencia15 Fredrika Bremer visitó Cuba entre febrero y mayo de 1851. Cuando desembarca en La Habana, después de un extenso viaje por los Estados Unidos, Bremer ya era considerada una de las más prestigiosas escritoras europeas de su época. Su debut literario se había iniciado se pueden revisar Imperial Eyes de Pratt y Picturing Tropical Nature de Nancy Stepan. Sobre Humboldt y Bremer, ver Transatlantic Travels y “‘Picturing Eden’” de Adriana Méndez Rodenas. Es importante señalar que, en este último trabajo, Méndez Rodenas yerra al apuntar que Bremer se inspira en la visión de Humboldt al describir la naturaleza cubana como espacio de fertilidad y superabundancia (234). Como apunté, este eje interpretativo no está presente en el Ensayo de Humboldt, sino que se encuentra en sus libros de viajes por América del Sur. 13 Es muy interesante anotar la manera en que Bremer reorganiza su aparato retórico cuando ella se convierte en objeto de curiosidad e indagación para esos “otros” que intenta describir. Una de las estrategias que utiliza la viajera, para referirse a sí misma y autorrepresentarse en la narración, al ser interceptada por la mirada de esclavos y negros libres, es el uso de la tercera persona. En ese sentido, su relato de viajes pasa de la primera a la tercera persona y viceversa en base a un juego de percepciones y miradas. 14 Utilizo el término autoetnografía siguiendo a Pratt en Imperial Eyes (9-11). 15 Esta sección, en una versión anterior, formó parte de mi tesis doctoral, defendida en la Universidad Princeton en diciembre de 2013 y publicada en Proquest en enero de 2014.
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hacia finales de la década de los veinte, entre 1828 y 1831, con la publicación de Teckningar Utur Hvardagslifvet. Para 1844, su libro se había traducido al inglés con el título de New Sketches of Every-Day Life: A Diary. La notoriedad internacional de Bremer haría que las cartas que escribiera a su hermana Agathe desde Norteamérica y Cuba, entre los años 1849 y 1851, aparecieran traducidas al inglés en tres volúmenes con el título The Homes of the New World: Impressions of America (1853).16 En esas páginas, la viajera recogía sus impresiones sobre el paisaje, las costumbres, las poblaciones, las instituciones y la esclavitud en las Américas. El tercer volumen, dedicado en gran parte a Cuba, es fundamental para entender las maneras en que el Caribe circuló en el imaginario europeo y norteamericano a mediados del siglo xix y para calibrar los cruces entre la literatura de viajes y la antropología.17 La inclinación antropológica de Bremer aparece aunada a su interés por la esclavitud. No se trata simplemente, como sugiere Adriana
16 Bremer escribió las cartas en sueco y la primera edición en ese idioma se hizo, en los años 1853 y 1854, con el título de Hemmen I den nya verlden. En dagbok I bref, skrifna under tvenne års resor I norra America och på Cuba. La edición contó con tres volúmenes, los dos primeros salieron en 1853 y el tercero en 1854. Como afirma Laurel Ann Lofsvold, en Fredrika Bremer and the Writing of the America, todas las cartas de su viaje por las Américas aparecieron primero en inglés que en sueco (12). La primera traducción al español, Cartas desde Cuba, se realizó en 1981 y solo contempla las cartas que Bremer escribió en la isla. A esta primera edición en español, le siguió otra en el 2002, que reproduce la anterior. Aunque he cotejado las traducciones al inglés y al español, cito de la edición en español de 1981. Sobre la manera en que las ediciones en español descontextualizan el viaje de Bremer al no incluir su trayectoria norteamericana, ver “En dos tiempos” de Méndez Rodenas (331-332). 17 Bremer se convirtió en la referencia más importante para los viajeros norteamericanos que llegaron a Cuba durante las décadas de 1850, 1860 y 1870. Richard Henry Dana, George W. Williams, Octavia Walton Le Vert y Julia Ward Howe no solo leyeron sus cartas, sino que algunos repitieron el itinerario de Bremer en la isla. De la popularidad de su libro en los Estados Unidos y en Europa da prueba Judith Johnston: “The American edition went through five printings in the first month and the ‘book was also translated into Danish, Dutch, French, and German, receiving numerous reviews in Europe’” (159).
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Méndez Rodenas, de que viajeras como Bremer gozaran de un poder de observación mayor o tuvieran una mirada más aguda que la de sus contrapartes masculinas para anticipar las técnicas y los métodos de la antropología y la sociología (Transatlantic Travels 140), sino que la posición marginal de la mujer dentro de la sociedad las llevó a establecer un mayor nivel de empatía con el esclavo.18 Para la fecha en que Bremer escribe sus cartas, la figura de la mujer había cobrado gran protagonismo dentro del movimiento abolicionista del mundo atlántico y su participación en las luchas antiesclavistas sería central para el surgimiento del primer movimiento feminista (Ferguson; Midgley; Fischer). Gran parte de los argumentos postulados a favor de la emancipación e igualdad de la mujer provino directamente del abolicionismo atlántico: el discurso antiesclavista se convirtió en la plataforma política, civil y social para el emergente movimiento feminista. Como ha documentado Laurel Ann Lofsvold, desde la llegada de Bremer a los Estados Unidos, la viajera se codeó con importantes abolicionistas, desde Lucy Stone hasta Lucretia Mott y Frederick
18 El tema de las relaciones entre la literatura de viajes y la antropología tiene una larga tradición dentro y fuera de los estudios latinoamericanos; al respecto, vale la pena mencionar: Myth and Archive de Roberto González Echevarría; Travestismos culturales de Jossianna Arroyo; Racial Experiments in Cuban Literature and Ethnography de Emily A. Maguire y The Specter of Races de Anke Birkenmaier. Sobre estas intervenciones, ver la nota 7 de mi introducción. En el caso particular de Bremer, Méndez Rodenas explora la dimensión antropológica de la viajera, junto a otras figuras como Maria Graham, Frances Calderón y Flora Tristán, siguiendo a Clifford Geertz, quien señala la observación participativa como una de las técnicas de la antropología moderna. Si bien tenemos en común el análisis de muchos pasajes de las cartas de Bremer, nuestros estudios tienen diferentes propuestas. En su caso, la preocupación fundamental radica en la manera en que las viajeras logran articular una especie de protoantropología; para ella, la estrecha relación entre género literario y género sexual da como resultado la anticipación de técnicas antropológicas. En el mío, me interesa pensar cómo Bremer se mueve entre la antropología y la literatura, entre la estética y la ciencia, analizando la manera en que cada una de estas dimensiones está condicionada por diferentes maneras de percepción, que se vinculan con la observación y la escucha. Por otra parte, en los artículos “En dos tiempos” y “Bondage in Paradise”, Méndez Rodenas estudia la forma en que Bremer contribuye a la producción de “lo cubano”.
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Douglass. Aunque no compartió la radicalidad de sus propuestas, que incluían la abolición inmediata de la esclavitud, Bremer sí se interesó por conocer sus ideas y se mantuvo muy informada sobre el debate que estaba aconteciendo en los Estados Unidos, en particular, el proyecto de ley aprobado en 1850 y conocido como Compromise of 1850. Para la viajera, la abolición de la esclavitud debía ocurrir mediante un proceso gradual que contemplara, primero, la educación de los esclavos; segundo, la liberación paulatina de los mismos y, por último, la relocalización de los exesclavos al continente africano (177-242). Debido a su interés por la esclavitud y su deseo de formarse una opinión instruida para mediar en el debate, Bremer pasó buena parte de su estancia en Cuba en ingenios y cafetales de La Habana y Matanzas.19 En las cartas escritas desde estos lugares, la viajera recopiló información sobre la dieta de los esclavos (basada en el consumo de arroz, tubérculos, carne ahumada y pescado salado), el suicidio (en su mayoría lucumíes), las horas de sueño y descanso, el manejo y el gobierno de las plantaciones y los esclavos, la vivienda y el trabajo, la elaboración de la caña de azúcar, la vegetación tropical y el código esclavista. Por su escaso conocimiento del español, Bremer se codeó con familias de hacendados franceses y norteamericanos. Los ingenios Ariadna y Santa Amelia, localizados en los alrededores de Matanzas, y el cafetal La Concordia, situado en San Antonio de los Baños, son tres ejemplos paradigmáticos. El primero pertenecía al hacendando francés Chartrain, nacido en Saint-Domingue; el segundo formaba parte del patrimonio de una familia norteamericana de apellido Coninck, y el tercero era propiedad de la señora Contreras, también de origen francés. Al entablar trato con hacendados de origen francés
19 Antes de llegar a los ingenios y cafetales cubanos, Bremer estuvo en las plantaciones del sur de los Estados Unidos y su viaje incluyó lugares como Richmond, Charleston, Mobile, Savannah y Nueva Orleans. Sobre esta etapa del viaje de Bremer por los Estados Unidos, recomiendo Fredrika Bremer and the Writing of America de Lofsvold (177-242).
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y norteamericano, emergen en las cartas de Bremer aspectos muy interesantes sobre la esclavitud en Cuba en el siglo xix. Con los provenientes de la isla vecina sobresalen historias personales de la Revolución haitiana: Chartrain y Contreras habían logrado escapar de la colonia francesa al comenzar la sublevación de esclavos gracias a la intervención de sus más leales vasallos. Con los norteamericanos, sale a relucir la importancia que había adquirido ese país como socio comercial de la isla y los estrechos vínculos entre los estados esclavistas del sur y Cuba. El género literario escogido por Bremer para abordar sus experiencias por los Estados Unidos y Cuba fue la carta. Como documenta Lofsvold, su primera intención fue utilizar el formato novela (15-18); pero, después de su regreso a Europa, la viajera comenzó a vacilar sobre qué rumbo literario seguir. Al respecto, apunta: “I had no clear conception of what sort of work it would be; and how I would present my experiences and thoughts” (17). Más adelante, refiriéndose a las cartas que había escrito a su hermana Agathe, afirma: “When I looked through these lively though often fleeting notes of the moment and day, it became clear to me that I could not do nothing better than to bring them out” (17). Al descartar el género novelístico en favor del epistolar, Bremer intenta establecer un pacto de veracidad con el lector. La carta le permite capturar el aquí y el ahora del viaje; retiene el sentido de inmediatez y cercanía que termina validando su experiencia en las Américas.20 En ese sentido, funciona como especie de diario, donde se recopila la información obtenida a partir del escrutinio del “otro”.21 Bremer actúa como traductora de las comunidades de origen
20 Como señala Lofsvold, el libro de Bremer recoge 43 cartas, de las cuales 42 fueron escritas desde las Américas. En total, 38 de las cartas estaban dirigidas a su hermana; el resto las escribió para su madre, Charlotte Bremer, para el científico danés Hans Christian Örsted, para Per Johan Böklin y para la reina Carolina Amalia de Dinamarca (17). De las cuarenta y dos cartas que Bremer escribió desde las Américas, cinco de ellas fueron redactadas en Cuba. 21 En el capítulo dedicado al estudio de la posición abolicionista de Bremer, “The Other America” (177-242), Lofsvold enfatiza la idea del esclavo como el otro. La misma posición se puede encontrar en el capítulo que Méndez Rodenas dedica
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africano para un público europeo, colocándose en la función de intérprete y mediadora entre dos culturas.22 En pleno siglo xx, el diario se convirtió en una de las prácticas que marcó la profesionalización de la figura del antropólogo. Pero no es tan solo que la carta pertenezca, en alguna medida, a los géneros protoantropológicos de la época, sino que, además, opera en la dimensión filial y política de la sororidad: estamos en presencia de cartas escritas por una mujer que tienen como destinario a otra mujer en un momento clave para el surgimiento del feminismo.23 Como señala Margaret H. McFadden, la mayoría de la correspondencia que Bremer escribió en inglés, a su regreso de las Américas, iba dirigida a mujeres. A lo largo del siglo xix, la carta se convirtió en un espacio de sociabilidad femenina central para la elaboración de las demandas del primer feminismo europeo; en ese sentido, Bremer forma parte de una red internacional de mujeres que, a través de la epístola y del viaje, crearon alianzas políticas y afectivas en el mundo atlántico, una ciudadana internacional, quien en 1854 propuso crear, junto a otras filántropas suecas, una federación internacional de mujeres (154-157). Esta dimensión distingue a Bremer de muchos de los viajeros científicos que la precedieron: mientras estos adoptan el discurso de la historia natural y de las estadísticas, Bremer, por su condición de mujer, se ve en la necesidad de trabajar con géneros que entran dentro de lo personal, lo afectivo y lo sentimental; si bien aquellos se dirigen a la comunidad científica internacional a través del ensayo, esta tiene
a estudiar la dimensión antropológica de las viajeras Graham, Calderón, Tristán y Bremer (139-206). 22 La idea del viajero como traductor y mediador entre dos culturas es casi un lugar común dentro de los estudios culturales, desde el clásico Orientalism de Edward Said, hasta Myth and Archive de González Echevarría; Imperial Eyes de Pratt; Alejo Carpentier y la cultura del surrealismo en América Latina de Birkenmaier y Transatlantic Travels de Méndez Rodenas. 23 Es importante notar que la traductora de las cartas de Bremer al inglés y de casi toda su obra fue una mujer, la abolicionista y feminista inglesa Mary Howitt, con quien Bremer intercambió un intenso epistolario (Johnston 164).
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como interlocutora a su hermana. La carta anclada en lo privado, pero de alcance público, es lo que a la larga valida la escritura de Bremer.24 Al leer las cartas de Bremer se constata que el conocimiento antropológico proviene de tres fuentes diversas. La primera se asocia a la lectura de relatos de viajes: al llegar a las Américas, la viajera ya tenía conocimiento de las culturas de origen africano, obtenido de la literatura de exploradores y viajeros al África; entre estos, Mungo Park, a quien menciona varias veces en sus cartas, se convierte en una referencia importante. Muchas de las ideas que Bremer detalla sobre las poblaciones negras, libres y esclavas, derivan directamente de Travels in the Interior Districts of Africa (1799) de Park. La celebridad alcanzada por este libro se debió a que fue el primer relato de viajes dedicado a describir y narrar el interior del continente africano (Pratt, Imperial Eyes 67-73). Su lectura crea ciertas expectativas en la viajera, quien no duda en señalar posibles similitudes entre la experiencia de Park en África y la suya en Cuba. En una de sus últimas cartas escritas desde la isla, al observar el baile de los esclavos y no poder entender el significado de sus cantos, Bremer invoca uno de los pasajes vividos por Park en África: perdido y sin posibilidades de sobrevivir, el explorador recibe ayuda de una mujer que le brinda casa y comida. Durante toda la noche, Park escucha los cantos compuestos por las mujeres africanas. El viajero era el motivo central de los mismos (188). Al escuchar las canciones de los esclavos en una de las plantaciones cubanas, Bremer imagina que ella pudiera ser la protagonista de alguna de las composiciones y se aventura a preguntar por el significado. Ante la supuesta ausencia de sentido, obtenida en la respuesta, la viajera coloca la esclavitud en el centro del problema: si los cantos de las mujeres de origen africano en las Antillas no alcanzaban la belleza de los cantos de las mujeres en África, era debido al régimen esclavista (189-190).
24 Agradezco a Agnes Lugo-Ortiz por exhortarme a pensar en la importancia de la carta en Bremer y por sus excelentes observaciones, que me ayudaron a pulir esta sección del libro.
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La segunda fuente de información antropológica le llega a Bremer de la mano de los hacendados. Estos, junto con los comerciantes de esclavos y los médicos, fueron los primeros en articular un conocimiento antropológico sistemático sobre las poblaciones africanas, el cual era esencial para la rentabilidad del esclavo. La viajera reconoce que es gracias a Chartrain que ella llega a afinar su conocimiento sobre las distintas naciones africanas (80). Este forma parte de un conjunto de informantes que circula dentro de las cartas de Bremer y facilita información antropológica de primera mano a la viajera. En su caso, el saber no proviene solamente de la plantación, sino también de su condición de traficante de esclavos. A partir del encuentro con el hacendado de origen francés, la viajera comienza a dar cuenta en sus cartas de un conocimiento más especializado de las poblaciones de origen africano en la isla: adopta las denominaciones mandingas, lucumíes, carabalíes y congos para referirse a las poblaciones de origen africano. Anteriormente, había utilizado los términos negros, mulatos, libres y esclavos.25 Siguiendo las observaciones de Chartrain, Bremer explica detalladamente a su hermana las maneras en que ha aprendido a diferenciar las naciones africanas a partir de sus atributos físicos: a cada una le corresponde un conjunto de características corporales. Sus descripciones configuran un sistema de jerarquías raciales dentro de las propias naciones africanas y tienen como base a los pueblos de origen congo y gangá, pasando por los carabalíes, hasta llegar a los más “sofisticados”, los lucumíes y mandingas: mientras que los cuerpos atractivos y altos de los dos últimos se corresponden con facultades intelectuales superiores, las fisonomías de poca estatura, de labios gruesos y bocas prominentes de los dos primeros eran expresión de un supuesto nivel intelectual inferior. El saber antropológico esclavista consistía en poder diferenciar las diversas naciones africanas según sus características físicas y las maneras de tatuarse (80-81). Mientras el hacendado le ofrece la información inicial sobre las características de las naciones africanas y sus diferencias, el ingenio
25 Al respecto, ver Transatlantic Travels de Méndez Rodenas (159).
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le facilita la puesta en práctica de los conocimientos aprendidos y se presenta como el lugar privilegiado para perfeccionar su curiosidad antropológica. El conocimiento procedente de la institución esclavista, que Bremer reproduce en sus cartas, fue central para definir las políticas raciales del siglo xix en Cuba y para la propia antropología. Estudios pioneros como Antropología y patología de los negros esclavos (1876) de Henry Dumont y Los negros (1880) de Antonio Bachiller y Morales insistieron en una geopolítica similar a la formulada por la institución esclavista, en la cual las naciones africanas localizadas al norte del continente eran percibidas como superiores a las del sur. La tercera fuente se erige a partir de su propia experiencia viajera: los encuentros entre Bremer y las poblaciones negras, libres y esclavas, añaden una nueva dimensión antropológica a sus cartas: por una parte, Bremer frecuenta los bailes de los esclavos, visita los barracones y las comunidades de negros libres; por otra, interpola en sus cartas historias personales de esclavos y libertos. Cada una de estas modalidades les otorga una dimensión diferente a sus cartas: mientras las visitas a los bailes la colocan en calidad de observadora y configuran un campo de visibilidad desde donde se lee y se escribe el encuentro con “el otro”, las historias la ubican en la dimensión de oyente. En los pasajes basados en el ejercicio de observación predomina el lado físico del esclavo, en los que la viajera se constituye como oyente sobresale la veta sentimental; en los primeros, Bremer se instala muy cerca de la antropología; en los segundos, se sitúa casi en la literatura misma. La coexistencia de lo visual y lo aural configura dos formas de percepción correspondientes a registros discursivos diversos y en tensión en las cartas de Bremer: lo visual se asocia mayormente al discurso de las taxonomías antropológicas que clasifican al esclavo como “categoría” ligada a cierta legibilidad del cuerpo; lo aural, en cambio, pertenece a la contingencia de los relatos de vida que los hacendados y los esclavos le narran a la autora/escucha y que se insertan a su vez en su propio relato autobiográfico de viaje (produciendo, mediante ciertos enunciados identificativos, una disolución retórica entre sujeto y objeto). Ambas, auralidad y visualidad, se entrecruzan y desestabilizan en el texto de Bremer.
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Entre la observación y la escucha En la primera carta escrita a su hermana Agathe desde el ingenio Ariadna, el 7 de marzo, Fredrika Bremer da cuenta de cómo la lógica de la esclavitud se sustenta en el poder de la observación. Nada más llegar, la estructura de la plantación la coloca en función de observadora: desde la ventana de su habitación, la viajera percibe la manera en que el cuerpo del esclavo, expuesto siempre a la mirada del amo, está sujeto a la más estricta vigilancia (78). Una vez en el ingenio Santa Amelia, en carta del 15 de marzo, insiste nuevamente en la relación entre visibilidad y control: a través de la ventana, Bremer domina el campo visual de la plantación (99). En el mundo esclavista, las jerarquías de poder se tejen a partir del observador y del observado: la hipervisibilidad del esclavo es, como sugieren Agnes Lugo-Ortiz y Angela Rosenthal en Slave Portraiture in the Atlantic World, la característica que define las diversas experiencias esclavistas en las Américas (6).26 Bremer no se limita a lo que alcanza a ver desde la ventana, sino que llega al centro mismo de la esclavitud: a diferencia de la literatura de viajes femenina que coloca el espacio privado en el centro de la narración (Pratt, Imperial Eyes 154-157), la viajera convierte la visita a los barracones en parte de su rutina diaria.27 Como observadora se filtran en Bremer importantes debates de las ciencias naturales de las últimas décadas del siglo xviii, que, al mismo tiempo, marcaron la formación de las ciencias sociales a lo largo del siglo xix. El primero de ellos se erige a partir de la dicotomía naturaleza/cultura y contempla, además, la noción de “salvaje”. Como apunta David Bindman, la palabra “salvaje” no solo implicaba diferencia y condescendencia, sino que además incluía admiración (30). Para Bremer, “lo salvaje” aparecía vinculado a “lo primitivo” y a “lo autóctono”,
26 El concepto de hipervisibilidad, utilizado por Lugo-Ortiz y Rosenthal, está en conversación, como ambas indican, con el trabajo de Saidiya Hartman, Scenes of Subjection. 27 Sobre este tema, ver Transatlantic Travels de Méndez Rodenas (157-158).
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el valor de África radicaba precisamente en el estar fuera de la sociedad. El segundo debate se relaciona con la idea de que la belleza o fealdad exterior de una persona podía reflejar su calidad moral; la apariencia externa y, en particular, el rostro revelaba los vicios o las virtudes internas del individuo. La identidad quedaba fijada al cuerpo en tanto el conocimiento antropológico se establecía a partir de una correspondencia entre las características físicas y sicológicas (Bindman 46, 94). El tercer debate que sale a relucir proponía que era posible establecer generalizaciones para un grupo étnico teniendo en cuenta las características de un representante de esa nación o “raza” (Bindman 12). A partir de los atributos físicos de un individuo era posible determinar las características corporales y sicológicas más significativas de esa comunidad. Los tres debates se fundían en las cartas de Bremer y, en su cruce, la viajera reafirmaba, por una parte, el discurso antropológico que naturalizó al negro como cuerpo y al blanco como intelecto y, por otra, participaba del aparato retórico que representó al cuerpo del esclavo a partir de los paradigmas de idealización, sexualización y estetización (Spurr 2-11). Los dos primeros ingenios visitados por Bremer pertenecían a modelos distintos de plantación. Santa Amelia, propiedad de la familia norteamericana Coninck, sobrepasaba en extensión, tecnología y número de esclavos al Ariadna, patrimonio del hacendado Chartrain. La otra particularidad del ingenio Santa Amelia consistía en que agrupaba a esclavos recién traídos de África, unos doscientos en total (100). Mientras en Ariadna la viajera observa a esclavos aculturados a la plantación, en Santa Amelia ve africanos sin el más mínimo contacto con el nuevo ambiente. Este contraste, experimentado por primera vez en Cuba, donde todavía se practicaba la trata esclava de manera ilegal, a diferencia de los Estados Unidos, es central a la hora de aproximarse a las poblaciones de origen africano. La viajera establece distinciones entre el cuerpo del esclavo recién traído y aquel que ha sido moldeado por la esclavitud. Desde su posición de observadora, clasifica a las poblaciones negras de acuerdo con su grado de relación con el continente perdido y antropologiza sus diferencias teniendo en cuenta la dicotomía naturaleza/cultura: aquellos en estrecha proximidad con
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África estaban más cercanos al ideal del noble salvaje en tanto no se habían mimetizado con las prácticas sociales y culturales de Occidente y viceversa (107). La tensión entre “lo natural” y “lo cultural” organiza su percepción antropológica: mientras celebra los bailes de los esclavos o negros libres, presenciados en los ingenios o en los espacios conectados con la naturaleza, en los cuales se ejecutan danzas provenientes de África, critica los de los negros libres, desarrollados en teatros, donde se incorporan las danzas y el vestuario europeo. Con los primeros, se muestra entusiasta, el valor del baile africano consistía en su conexión con “lo natural”, llegando a producir el oxímoron de “arte natural perfecto” (38); con los segundos, manifiesta repulsión, al punto de cerrar la brecha entre lo animal y lo humano (73-74). Lo que la viajera criticaba en estos últimos era la supuesta falta de naturalidad, simplicidad y espontaneidad, cualidades asociadas a finales del xviii y durante el xix con lo africano. Mientras el negro esclavo o libre opera dentro de los códigos aceptados como africanos, Bremer es capaz de admirar el talento y la belleza de sus manifestaciones artísticas, pero, una vez que transgreden sus normas e incorporan el repertorio europeo, la viajera, que en ningún momento ha dejado de operar bajo el estigma del racismo europeo, se vuelve intolerante. La pregunta es entonces qué lleva a Bremer a adoptar una posición tan diferente. La respuesta implica reconocer que el baile funciona para la viajera como un espacio de legibilidad sobre el “otro”; así como identifica las naciones africanas a través de sus atributos corporales, el baile refuerza su lectura antropológica: cada nación se distingue no solo por sus rasgos físicos, sino también por sus propios bailes. Al reemplazar el baile africano por el europeo y cubrir el cuerpo con el vestuario propio del continente del norte, las poblaciones negras dificultan la puesta en práctica de la lectura antropológica de Bremer. En total, Bremer registra cinco bailes en sus cartas escritas desde Cuba. La avidez por presenciarlos la lleva a convertirse en intermediaria entre los esclavos y los hacendados: la viajera intercede frente a los amos para que se les conceda tiempo a los esclavos para el baile. Su ansiedad es tan fuerte que llega a moldear la escritura: muchos de los
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comienzos y finales de sus cartas están subordinados al inicio o a la conclusión del baile: en el momento en que este empieza, se interrumpe la escritura y esta solo se retoma cuando los esclavos han finalizado de bailar (118). Desde el ingenio Ariadna, Bremer detalla a su hermana la manera en que el baile le permite articular su conocimiento antropológico: si bien el baile africano se define por el hecho de que se ejecuta por un hombre y una mujer, cada nación presenta sus propias variaciones: a las diferencias físicas entre congos, mandingas, lucumíes y carabalíes se suman entonces las diferencias danzarias (93). Por otra parte, para la viajera, el baile se presenta como un lugar desde donde puede inferir las normas, las costumbres y el funcionamiento de las sociedades africanas; en ese sentido, este se convierte en metáfora de las relaciones sociales de las comunidades africanas (96-97). El baile africano, a diferencia del europeo, se destacaba por su capacidad de integrar en un mismo espacio a todos sus participantes: frente al carácter estructurado y jerárquico del europeo, el africano se caracterizaba por su naturaleza inclusiva. Mediante el baile, Bremer connotaba a las naciones africanas como espacios de nivelación, una especie de estado edénico, premoderno, anterior a todo vestigio de civilización. Su entusiasmo la lleva a sentenciar: “¡Viva la danza africana!” (97).28 Los debates científicos que se filtran en sus cartas no fueron dominio exclusivo de las ciencias naturales en los siglos xviii y xix, sino que de igual manera organizaron las discusiones entre estética y raza de ese período (Bindman). En sus valoraciones como observadora, Bremer ejemplifica la manera en que los campos de la ciencia y la estética se relacionan y entrecruzan en esos períodos: El ingenio ofrece, a su manera, un espectáculo interesante y pintoresco. Las figuras atléticas de los africanos semidesnudos que se mantienen junto a los hornos […] o que andan de un lado para otro ejecutando sus
28 Para la manera en que la dicotomía naturaleza/cultura opera en las reflexiones de Bremer sobre el baile, ver además Transatlantic Travels (160) y “‘Picturing Eden’” (241-243) de Méndez Rodenas.
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numerosas tareas, ofrecen un aspecto curioso, y no puedo dejar de mirar con admiración y gusto la salvaje y tranquila majestad de su porte y de sus movimientos, así como la oscura energía de sus rostros. Los escultores deberían reproducir estos bustos y hombros africanos. Parecen hechos para emular con Atlas. (106; énfasis mío)
El cuerpo semidesnudo del esclavo despierta en Bremer una curiosidad marcada por la atracción y el erotismo: apela, entonces, a la categoría de lo pintoresco para describir su fascinación. Dicha noción coloca a Bremer en el campo de lo exótico, pero también de lo estético. La condición de “salvaje” es la causa por la cual el cuerpo del esclavo se concibe como modelo de belleza y como objeto artístico. Frente a los patrones estéticos europeos, la viajera aboga por una especie de democratización del canon y por la incorporación del sujeto negro dentro de la esfera artística. En otro de los pasajes dedicados a la danza africana, Bremer describe al esclavo Carlo Congo, quien se convierte en un personaje importante dentro de sus cartas: no solo porque lo individualiza en medio del baile, sino porque llega a dibujar su cuerpo semidesnudo. Ya casi al final de su estancia en Cuba, a punto de embarcarse para los Estados Unidos, recuerda la entrada del esclavo al baile. Esta se relata a partir de varios elementos corporales, que van desde el tórax hercúleo hasta el torso y los brazos desnudos. Su descripción recrea, junto a otras figuras atléticas, enérgicas y semidesnudas de esclavos, un repertorio erótico sobre el cuerpo negro. En este caso, en particular, el baile se interrumpe por el efecto producido por el exceso de trabajo (118-119).29 Al finalizar la descripción, Bremer insiste nuevamente en la idea del escultor y de cierta manera asume el papel del artista al incorporar al esclavo dentro de su álbum de pinturas sobre Cuba: junto a los retratos realizados de anfitriones y hacendados, se destaca la imagen de Carlo Congo (fig. 5).
29 Méndez Rodenas también señala la manera en que el exceso de trabajo dificulta el baile del esclavo en Transatlantic Travels (162), “En dos tiempos” (350) y “Bondange in Paradise” (213-214).
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Figura 5. Carlo Congo de Fredrika Bremer.
Si la descripción de Bremer captura al esclavo en medio de la ejecución del baile, el dibujo, en cambio, lo registra inmóvil y contemplativo: mientras la escritura se concentra en el cuerpo, el dibujo captura al esclavo a través del rostro. Por una parte, se presenta al esclavo abarcando la posición central y superior del dibujo; por otra, se despliega una visión sobre la geografía de Matanzas. Rostro y paisaje configuran dos niveles narrativos: Calos Congo aparece enmarcado, pero no inmerso dentro de la geografía cubana, señalando, tal vez, el sentido de desarraigo experimentado por los esclavos en las Américas. Si las representaciones realizadas por Bremer de los esclavos, a través
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del baile, refuerzan el imaginario de estos como corporalidad, en su dibujo se trabaja la subjetividad del esclavo a partir del rostro.30 Ya Lugo-Ortiz y Rosenthal señalaron cómo la emergencia del retrato como género coincidió con la expansión del tráfico de esclavos, a pesar de que ambas categorías, retrato y esclavo, eran mutuamente excluyentes. La función primordial del retrato, escriben ambas críticas, consiste en evocar la subjetividad a través del rostro al producir una ficción visual de un sujeto individualizado y autóctono; el cuerpo del esclavo, por el contrario, constituye una entidad sin memoria e historia, el lugar del no sujeto. Al mediar en esta paradoja e incorporar al esclavo dentro del marco de representación, el arte del retrato tuvo una función central en los debates sobre la esclavitud (1-22). Siguiendo sus ideas, se podría afirmar que el retrato de Bremer termina por liberar al esclavo no solo porque lo sustrae de la plantación y lo coloca en un espacio abierto, sin límites, sino, además, porque le devuelve la subjetividad a través del rostro. Bremer logra mediar en el debate a través del retrato porque desafía las reglas de la pintura europea. Como apunta Darcy Grimaldo, entre las convenciones pictóricas utilizadas, a finales del siglo xviii y principios del xix, para representar el cuerpo negro se destacaron la posición arrodillada del esclavo, el lugar del esclavo como paje de compañía y el anonimato (27). Al comparar estas convenciones con el retrato de Carlo Congo, sobresale la manera en que la viajera cuestiona buena parte de los postulados de la pintura europea: en vez de arrodillado, alcanza altura en su representación; en lugar de acompañar al amo, figura como protagonista del dibujo; su nombre propio, inscrito en medio de la imagen, disputa el anonimato con que la pintura europea solía incorporar al esclavo. Bremer dibuja a Carlo Congo a contrapelo
30 En su análisis del pasaje de Carlo Congo, Méndez Rodenas enfatiza el contraste que se crea entre la representación narrativa y visual de este con otro esclavo de Charleston (Transatlantic Travels 162). Mientras Méndez Rodenas subraya que el dibujo de Carlo Congo prefigura la importancia que tendrán las poblaciones negras para el futuro de la nación (164), a mí me interesa resaltar la manera en que Bremer clama por democratizar el marco de representación estética, incorporando figuras de ascendencia africana.
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de las convenciones pictóricas de la época y desafía la estética de la pintura europea a la hora de representar a los individuos de “raza negra”. La representación del cuerpo negro implicó, como señala Grimaldo, grandes problemas para la pintura europea, pues, de acuerdo con las convenciones estéticas, se producía una fuerte tensión entre el color de la piel y el del fondo de la pintura (44). La manera en que la viajera incorpora a Carlo Congo dentro de su álbum hay que pensarla en el contexto del debate entre estética y raza: Bremer soluciona este problema escogiendo como trasfondo el espacio natural. La elección plantea importantes observaciones: entre los retratos incluidos en las ediciones de las cartas en español, solo el del esclavo aparece dibujado sobre un fondo semejante; los anfitriones llevan un acabado neutral. Al pintar al esclavo con ese trasfondo, Bremer termina por afirmar la humanidad del esclavo: como ser humano, cualquier espacio natural le pertenece, más allá de las convenciones estéticas. Como observadora, Bremer comienza a cuestionar las premisas antropológicas que se filtran en sus cartas; pero es, en la posición de escucha, cuando escapa a esta dimensión física del esclavo y se distancia de los estereotipos del imaginario imperial. En ese sentido, sus cartas se erigen en base a una fuerte tirantez: la reproducción de los lugares comunes del racismo científico y el cuestionamiento de los fundamentos mismos de la institución esclavista. Si en calidad de observadora la viajera incorpora al esclavo como tipología, en su función de oyente lo rescata como individuo. Frente a las características físicas y sicológicas de las naciones africanas, Bremer recrea al esclavo desde su condición de sujeto: como oyente salen a relucir en sus cartas microhistorias de esclavos que funcionan como modelos dentro de la comunidad de origen africano. Cuando la viajera escucha transita de la antropología a la literatura, recreando las historias de vidas que figuran en sus cartas como eficaces documentos abolicionistas. La voz se conecta, como asevera Mladen Dolar, con la subjetividad y abre el camino para el conocimiento interior del otro; incluso si el significado es imposible de descifrar, como es el caso de Bremer con el español, escuchar la voz provoca un efecto de interioridad: su sonoridad excede al lenguaje y al sentido y encierra la humanidad del sujeto (19-20).
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Las conversaciones de Bremer con esclavos y exesclavos casi siempre están mediadas por la presencia de una traductora y la dinámica está marcada por las preguntas que la viajera va haciendo a sus interlocutores. Uno de los primeros testimonios en los que Bremer sobresale como oyente es con la esclava Cecilia, quien habla inglés. Los amos la han puesto a su servicio en función de intérprete y sirviente; pero esta no tarda en trasladar a sus cartas la historia de la joven esclava: Hablé mucho con mi buena Cecilia. Ella había sido robada de niña, en África; tenía solamente ocho años cuando se la quitaron a su madre, y ésta aparecía aún muy viva en su memoria. Recordaba bien hasta qué punto la madre la había querido, lo tierna que había sido con ella. Para volver a ver su madre, Cecilia quería regresar a África. (69)
Con Cecilia, Bremer refiere el caso de una niña que había sido arrancada de África y de su madre para ser convertida en huérfana y esclava; la joven encarna el tema del desarraigo y la separación familiar experimentada por los africanos al ser capturados y traídos a las Américas como esclavos. Bremer construye, en muy pocas páginas, la historia pasada, presente y futura de Cecilia; para darle mayor resonancia a la narración, reestructura el tiempo del relato, comenzando con el presente y moviéndose hacia el pasado y el futuro. En el sucinto cuadro trazado, el pasado y el futuro vienen a cerrar el ciclo dentro de la historia en tanto cada uno coincide en el mismo espacio geográfico: África. Cecilia aparece casi como un personaje romántico de la literatura del siglo xix, en cuya figura se cruzan, además, las tramas de una enfermedad tan literaturizada como la tisis y la historia de amor de la esclava; el amor de hija le restituye a Cecilia su humanidad. El segundo testimonio que me interesa discutir se centra en un matrimonio de esclavos. En el ingenio Santa Amelia, Bremer se preocupa por conocer a parejas de esclavos que han permanecido juntos por amor; ante su insistencia, es llevada a conversar con una de ellas. Al finalizar la conversación, la viajera coloca a la pareja casi dentro del discurso literario: “Los poetas y los filósofos han hablado de almas predestinadas la una a la otra. Aquí encontré dos de esta clase” (105). Bremer exalta que en condiciones de esclavitud el amor perdure y no
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duda en incluir el de los esclavos como testimonio de las historias de poetas y filósofos a lo largo de la historia. En este caso, el amor de pareja les devuelve la humanidad. El tercer testimonio que quiero analizar recrea la historia no de un esclavo, sino de un exesclavo, Pedro, quien epitomiza la transformación de esclavo a sujeto libre y se convierte en modelo de lo que los esclavos pueden conseguir una vez obtenida la libertad. Además de las conversaciones con los esclavos de los ingenios, Bremer visita las comunidades de negros libres localizadas alrededor de las plantaciones y también allí se convierte en interlocutora y oyente (83-87). Le interesa particularmente observar el tipo de comunidades que las poblaciones negras, una vez alcanzada la libertad, establecen. En su encuentro con los negros libres, Bremer les repite la pregunta de si quieren regresar a África. La viajera transcribe cómo Pedro no solo termina comprando su libertad, a pesar de haber perdido uno de sus brazos en el trapiche, sino también la de su esposa: el sacrificio personal de Pedro termina por humanizar al esclavo. Como se entrevé en las tres microhistorias, la viajera no se atiene a los debates antropológicos, ni siquiera a la información transmitida por los hacendados para distinguir a los diversos grupos étnicos africanos. Cuando Bremer escucha, el esclavo no se filtra en sus cartas como categoría ligada a cierta legibilidad sobre el cuerpo, sino con su nombre propio; el paso de la tipología al individuo, del grupo étnico al nombre, simboliza el movimiento de la antropología a la literatura y a la subjetividad misma: la voz le devuelve la humanidad al esclavo. Incluso cuando la historia personal no le llega por boca del esclavo, sino del amo, Bremer se mantiene muy cerca de ese registro. La historia del esclavo Samedi, quien les salva la vida a sus pequeños amos durante la Revolución haitiana, proviene directamente de su anfitrión Chartrain. La manera en que Bremer abre y cierra la historia le confiere una especie de autonomía textual dentro de las cartas y se podría dividir en tres ciclos. El primero contempla la huida del esclavo con los niños de Saint-Domingue y el consecuente asentamiento en los Estados Unidos. Samedi y los niños se instalan en Charleston, Carolina del sur. Mientras los niños asisten a la escuela, Samedi se emplea como jornalero y de su salario les entrega semanalmente tres dólares hasta que crecen. El segundo ciclo de la historia registra a Chartrain ya
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de adulto, convertido en traficante de esclavos. Con su nueva fortuna compra el ingenio Ariadna en Cuba. En agradecimiento, el hacendado trae a Samedi de regreso a la isla, donde lo alimenta y le da todas las semanas tres dólares en compensación por el dinero recibido durante su niñez. El último ciclo narra la vejez y muerte de Samedi (81-82).31 Si bien el primer ciclo exalta la valentía, el sacrificio y la devoción de Samedi por sus amos, el segundo y el tercero terminan por ironizar su gesto heroico. Al salvarles las vidas, Samedi no hace más que perpetuar las prácticas esclavistas, pues el niño crece para convertirse en propietario y traficante de esclavos. El relato podría formar parte de los testimonios documentados por Jeremy Popkin en Facing Racial Revolution, en los cuales la figura del esclavo sumiso terminaba por repetir el imaginario esclavista (174). En boca del hacendando, la historia de Samedi enfatiza la servidumbre como el estado natural de las poblaciones negras; pero, en la pluma de Bremer, funciona como un alegato antiesclavista, en tanto culmina distanciándose de la perspectiva del hacendado: “¿Qué me dices de este esclavo negro? Un pueblo que muestra tales héroes, ¿debería ser convertido en esclavo?” (83). Las preguntas retóricas con las que Bremer cierra la historia de Samedi intentan cuestionar los fundamentos de la esclavitud al heroificar la figura del esclavo negro. La docilidad en Bremer no está puesta en función de la esclavitud, sino de su antítesis, el abolicionismo; para ella, la bondad en Samedi respondía a su humanidad. La historia, en general, podría leerse como un gesto que aspira a resquebrajar el imaginario de terror originado a raíz de los sucesos en Haití.32
31 Sobre Samedi, ver, además, “Bondage in Paradise” de Méndez Rodenas (217). 32 A principios de los años cincuenta, cuando Bremer visita La Habana y Matanzas, había ocurrido un número significativo de sublevaciones de esclavos, muchas de ellas conectadas con los sucesos de Haití. Siguiendo la misma línea, la viajera recoge relatos donde los esclavos se convirtieron en los protectores y salvadores de la vida de sus amos. Entre ellos, figura el de la señora Carrera de origen francés, que había escapado junto a su familia en la época de la Revolución haitiana “por el celo generoso de algunos esclavos fieles” (179). Una vez instalada en Cuba, durante la Conspiración de la Escalera, ocurrida en 1844, sus fieles esclavos la protegieron en todo momento, debido a su buen trato.
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Al trascribir la historia de Samedi, Bremer no duda en identificarse con el esclavo: en el instante de su muerte, a este se le encuentra un amuleto africano y un papel escrito en su lengua materna, a pesar de su supuesto cristianismo. Al reconocer sus propias inclinaciones por la mitología escandinava y sus creencias en las ninfas, trasgos y curanderos, Bremer no solo justifica los actos de Samedi, sino que acaba por colocarse en el lugar del “otro” (82-83). Este no es el único momento en que se identifica con los esclavos: a lo largo de sus cartas, termina por repetir y apropiarse de los gestos y palabras de los africanos y sus descendientes. En medio de una misa, reconoce: “Los esclavos y las esclavas, después de haber extendido las alfombras para sus amas […] se habían retirado al fondo de la iglesia […] Una extranjera y protestante se arrodilló allí entre ellos y rezó por ellos, así como por ella misma y por los suyos” (76). A la salida del baile donde ha visto a Carlo Congo, señala: “Y yo abandoné el barracón, después de haber dado las gracias a los tambores y especialmente a Carlo Congo, de la manera que yo sabía que les sería más agradable” (120). En otra ocasión, invoca en su escritura las palabras que creyó adjudicarle a este esclavo mientras intentaba ejecutar un baile: “Entonces siento, con una mezcla de melancolía y dicha, que el artista, desalentado, tiene que dejar caer el pincel y decir, como Carlo Congo en el baile: ‘¡No, no vale la pena!’” (183). Bremer incluso llega a señalar su gusto por uno de los platos preferidos de los esclavos: Pero ninguno de los platos selectos me ha agradado más que el favorito de los esclavos negros, el “fufú”, una especie de pudding duro, pero muy gustoso, que ellos hacen con bananos o plátanos aplastados […] Es un plato muy bueno y saludable, que hemos comido varias veces en el almuerzo, desde que yo declaré mis preferencias por él. (187; énfasis en el original)
En su caso, la identificación se puede leer como principio de sociabilidad y empatía con el “otro”, una especie de “travestismo cultural”, siguiendo la metáfora de Jossianna Arroyo, para quien, este concepto designa “un lugar en la representación que muestra estos ‘llamados a ser’ del otro, en los que el sujeto de la escritura ‘se pierde’ en el otro
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estratégicamente para poder representarse a sí mismo” (Travestismos culturales 20). Al apropiarse de frases, comidas y gestos de los esclavos, Bremer experimenta un rol cultural diferente, el desdoblamiento le permite entrar y salir de los patrones culturales establecidos. La mímesis se entiende entonces como un espacio de descubrimiento y reinvención personal, al mismo tiempo que se convierte en un lugar de paso al saber antropológico del “otro”. El interés etnográfico de Bremer trasciende el espacio rural y permea la ciudad. Si en los ingenios, el baile y el trabajo se convierten en el foco de atención de la viajera, la calle conforma el lugar por excelencia en las inmediaciones urbanas. Sus descripciones sobre el espacio rural y el urbano articulan perspectivas raciales diferentes: mientras sitúa al primero dentro de un paradigma racial negro, el segundo se convierte en el espacio de la heterogeneidad. Durante sus paseos por lugares públicos, Bremer presenta la ciudad como una especie de “democracia racial” no solo al compararla con el campo, sino también con las metrópolis norteamericanas (28-29, 75, 147-152). En sus descripciones antropológicas urbanas, se hace casi imposible diferenciar a las poblaciones negras según su origen africano. La ausencia de denominaciones como congo, lucumí, gangá, etc., indicaría un proceso de erosión y reacomodo de las identidades bajo nuevas categorías raciales más uniformes, como negro y mulato. La ciudad se podría pensar entonces como espacio asimilador de las diferencias y configurador de nuevas subjetividades. Solo las visitas a los cabildos lucumíes, congos y gangás en La Habana cumplen una función similar a las que la viajera había hecho a los ingenios y cafetales en las zonas rurales. Desde allí se reafirman las diferencias más significativas de estas naciones aprendidas en las plantaciones. Las cartas en las que Bremer da cuenta de sus recorridos por estos cabildos son uno de los escasos testimonios de viajeros que en el siglo xix frecuentaron estos lugares.33
33 Los cabildos constituyeron espacios sociales, culturales y políticos desde donde los negros libres reafirmaron sus identidades étnicas en un contexto de desarraigo. Si bien persistieron durante la época colonial, una vez instaurada la Repúbli-
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En su conjunto, sus cartas articulan una serie de lugares que ya habían comenzado a funcionar como topos literarios en muchas de las ficciones antiesclavistas cubanas y que se convirtieron en objeto de estudio para la antropología y la historia cultural: me refiero a las categorías ingenio y cafetal, esclavo rural y esclavo urbano, plantación y contraplantación. Estos espacios y figuras organizaron no solo gran parte de las novelas antiesclavistas cubanas como Cecilia Valdés, sino también textos antropológicos del siglo xx como Los negros esclavos de Fernando Ortiz. A pesar de la importancia que alcanzó el libro de viajes de Bremer a nivel internacional, los criollos cubanos en el siglo xix continuaron privilegiando a Alexander von Humboldt; sin importarles la cercanía entre el registro de Bremer y su escritura costumbrista, las elites letradas apostaron por la mirada científica y masculina del viajero prusiano.
ca desaparecieron como “viejos rezagos” de las diferencias que había que abolir en pos del paradigma homogenizador de la nación. Sobre la visita de Bremer a los cabildos, ver “Bondage in Paradise” de Méndez Rodenas (214-215).
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CAPÍTULO 9
Cuadros de costumbres: cultura visual, ficciones disciplinarias, ciudadanías futuras
En el cuadro de costumbres “La Habana en 1841”, Cirilo Villaverde recrea la sensibilidad de un criollo que regresa a la capital de Cuba tras una ausencia de dos años. Asombrado por las transformaciones económicas acontecidas en la urbe capitalina, el narrador da cuenta del progreso material de la ciudad utilizando la perspectiva del viajero. La referencia es, sin duda, Alexander von Humboldt, el más connotado de los exploradores europeos en visitar América Latina y el Caribe, a quien, además, Villaverde invoca explícitamente en su texto. El criollo emplea las valoraciones de Humboldt sobre el puerto de La Habana para explicar el crecimiento económico de la ciudad. Al respecto, apunta: “La excelencia de su puerto que, según la expresión enfática del sabio geográfico señor Humboldt, es el más hermoso y abrigado que se halla bajo los trópicos; junto con otras
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ventajas […] la han hecho el centro o emporio del convenio, que es la vida cubana” (167). Villaverde aseguraba que Humboldt había catalogado el puerto de La Habana como el más bello y resguardado de los del trópico, pero, en realidad, la descripción de Humboldt en su Ensayo político de la isla de Cuba reafirmaba la calidad del puerto en base a su localización geográfica: a diferencia de América Latina, exaltada por el viajero en clave de paisaje, Cuba aparecía conceptualizada a partir de la cartografía. No eran los tropos de fertilidad, abundancia y exuberancia, estudiados por Mary L. Pratt en Imperial Eyes, los que Humboldt distinguía de la geografía caribeña; no era el Caribe como naturaleza, sino como mapa. Para Humboldt, el puerto de La Habana constituía un punto intermedio entre la naturaleza y la cultura, un espacio de intercepción entre una geografía privilegiada por el trópico y los adelantos de la civilización. Villaverde, en cambio, se reapropiaba de las valoraciones de Humboldt para enfatizar la belleza física de la bahía, pero no se detenía ahí: si bien este colocaba Cuba en una dimensión antillana a la par de Haití y Jamaica, Villaverde, en su cuadro de costumbres, insertaba La Habana en una geopolítica global: la capital de la isla aparecía conectada con Londres, París y Roma. Los usos que Villaverde hizo de Humboldt son importantes para pensar las relaciones entre el viaje y el costumbrismo y para entender, además, cuáles partes del trabajo del viajero fueron privilegiadas por los costumbristas y cuáles fueron manipuladas o silenciadas con el fin de impulsar sus propios proyectos. Después de describir la bahía, el costumbrista se desplaza, en un movimiento propio de la literatura de viajes, a detallar a la población y, una vez más, Villaverde se distancia de su predecesor. En tránsito por la ciudad, el criollo describe la presencia de los esclavos en la vida nocturna de La Habana en términos románticos. Los quitrines se identificaban como góndolas terrenales y el esclavo aparecía asociado al gondolero; no solo europeizaba la figura del esclavo, sino que, además, les confería a sus instrumentos y prácticas musicales un aire melancólico (167-169). Desprovisto de cualquier tipo de agencia, el esclavo cobraba una dimensión sentimental ante la mirada de Villaverde. Si en Humboldt emergía el problema ético y moral de la esclavitud, en Villaverde, por el contrario, esta aparecía mencionada de
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manera eufemística: mientras el viajero atacaba el tráfico de esclavos y desarticulaba los argumentos que lo sostenían, el criollo no dudaba en afirmar que África “prestaba” los “brazos” con que las elites labraban los frutos de la isla (169). Humboldt imaginaba posibles revoluciones que tornarían el futuro político de la región en una confederación africana; Villaverde intentaba blanquear la isla insertándola en una geografía atlántica y romantizando a las poblaciones esclavas. El espacio escogido por el criollo para dialogar con Humboldt era el cuadro de costumbres, uno de los géneros preferidos por las elites letradas para responder a las visiones articuladas por los viajeros. Su principal atractivo consistía en su capacidad de conectarse no solo con la tradición viajera, sino también con la novela, la cultura visual y las tempranas ciencias sociales del siglo xix. Su énfasis en los tipos y las costumbres, su tono eminentemente pedagógico y su extensión breve permitían impulsar los proyectos de modernización nacional. A lo largo del siglo xix se publicaron varias antologías de cuadros de costumbres en la isla, pero las dos más importantes, sin lugar a duda, fueron Los cubanos pintados por sí mismos y Tipos y costumbres de la isla de Cuba. Aunque Villaverde no participó en ellas porque se encontraba exiliado en los Estados Unidos, sus compatriotas radicados en la isla intervinieron en los debates que estaban sucediendo en la incipiente esfera pública, sobre esclavitud, abolición y ciudadanía, desde el lugar del cuadro de costumbres. La importancia de ambas antologías se debió no solo a que incorporaron los cuadros de costumbres, sino a que, además, utilizaron la imagen para diseminar los criterios de exclusión e inclusión dentro del imaginado cuerpo social. Las antologías fueron ilustradas por el español Víctor Patricio Landaluze, quien arribó a la isla en 1850 y residió en ella hasta su muerte, en 1889.1 Su protagonismo en la 1
Landaluze colaboró en importantes periódicos proespañoles de la época como El Moro Muza y Juan Palomo. Sobre su obra pictórica recomiendo A Painter of Cuban Life de Evelyn Ramos-Alfred, quien no solo estudia toda la producción plástica de Landaluze, sino que, además, localiza su obra en medio de los debates políticos, sociales, artísticos y literarios que estaban ocurriendo en Cuba y en España.
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cultura visual cubana resulta interesante para repensar las relaciones entre el viajero y el costumbrista y entre la literatura de viajes y el cuadro de costumbres. No solo fueron los costumbristas criollos quienes apelaron al viajero como figura de autoridad en sus relatos, sino que muchos viajeros, una vez radicados en la isla, tuvieron que recurrir a los códigos locales para validar su intervención dentro de la cultura insular. El uso de la litografía en ambas antologías enfatiza la importancia que había adquirido la cultura visual en las discusiones sobre la nación a lo largo del siglo xix. Si en la historia de las relaciones entre la imagen y el texto se ha tendido a subordinar la primera a la segunda, una lectura cuidadosa de ambas antologías revela que muchas de sus litografías fueron concebidas primero que los cuadros de costumbres y que funcionaron como paradigma a seguir. Al escribir los cuadros que acompañan las litografías de El ñáñigo (fig. 16), Los negros curros (fig. 17) y La mulata de rumbo (fig. 18), sus autores, Francisco de Paula Gelabert, Carlos Noreña y Enrique Fernández Carrillo, verbalizaron la función que la litografía cumplía como modelo para ellos. Gelabert, al referirse a su protagonista, la mulata, apunta: “Cuando salía á la calle, llevaba ese aire tan satisfecho y ese semblante tan provocativo, con que la representa el hábil y siempre inspirado Landaluze” (40). Noreña, al referirse a la negra curra, afirma: “Guabina es la negrita de la lámina. Renuncio á pintarla después de haberlo hecho tan magistralmente Landaluze” (133). Fernández Carrillo, en su texto dedicado al ñáñigo, termina haciendo referencia directa a la litografía y a su capacidad de circular de manera independiente: “Ahora, amigo mío, réstame hacerle una súplica. Rompa esta carta, olvídese de las noticias que le doy, publique sin artículo su preciosa lámina sobre el ñáñigo, que ella sola dice más que cuanto pudiera escribir nadie” (145). Los tres insistieron en la importancia de las litografías para sus cuadros de costumbres y terminaron por conectar el registro escrito al visual. En ese sentido, el diálogo entre la imagen y el texto configura, siguiendo a Roger Chartier, un working-space que posibilita captar las complejas, múltiples y altamente diferenciadas prácticas que construyen el universo cultural de las representaciones (14). El estudio de la cultura visual costumbrista permite postular, junto con William
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J. Thomas Mitchell, el modo en que lo visual construye lo social (170-178). Las litografías de ambas antologías forman parte de un paradigma visual en la historia cultural cubana y ponen en escena las relaciones entre visión, conocimiento y poder. En ese sentido, resultan interesantes para repensar la teoría de Benedict Anderson sobre la centralidad de la lectura en la formación de las comunidades nacionales a lo largo del siglo xix. Frente al protagonismo que ha disfrutado la cultura letrada en el campo latinoamericanista, el estudio de las litografías permite plantear el lugar de la tradición visual en sociedades mayormente iletradas y su importancia en la configuración de la nación.2 Por otro lado, las litografías posibilitan cuestionar el modelo foucaultiano de visibilidad y control. A diferencia del sistema de vigilancia estudiado por Foucault, basado en el modelo del panóptico, que no toma en cuenta la función del individuo en el ejercicio de observación y control (Otter 1-20), el archivo visual costumbrista puso en marcha una dinámica de observación donde las relaciones entre visión y poder se manifestaron de una manera más personalizada y mediante prácticas cotidianas. La litografía, junto a los cuadros de costumbres, ofrecía un modelo a través del cual la propia población podía clasificar, definir y reagrupar a los diversos sectores de la comunidad nacional.3 En Los cubanos pintados por sí mismos, los tipos antologados son, entre otros, El tabaquero (fig. 7), El oficial de causa (fig. 8), El peón de ganado (fig. 9), La coqueta (fig. 10), El gallero (fig. 11), La vieja verde 2
3
Sobre este tema es importante revisar Beyond Imagined Communities, editado por Sara Castro-Klarén y John Charles Chasteen. El estudio es un intento de cuestionar la tesis de Anderson y la supremacía de la cultura impresa en la formación de la identidad nacional. El ensayo de Beatriz González Stephan, “Showcases of Consumption”, recogido en el volumen, propone incluir el estudio de la cultura visual en la constitución de los imaginarios nacionales. Ver también su artículo, “Invenciones tecnológicas”, en Galerías del progreso. Al respecto, fue importante el pacto de sentido que el costumbrismo estableció con la fisionomía al diseminar epistemologías empíricas, matrices de opinión, que convertían a la población en objeto de estudio y que podían circular fácilmente entre los mismos lectores. Sobre la importancia de la fisionomía en el siglo xix, recomiendo About Faces de Sharrona Pearl y Physiognomy de Lucy Hartley.
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(fig. 12), El médico (fig. 13) y La suegra (fig. 14). Como su nombre indica, el modelo de la antología procede directamente de Los españoles pintados por sí mismos (1843). Al igual que su contraparte peninsular, la antología cubana hace énfasis en una incipiente clase media y organiza la sociedad a partir de los oficios, sus funciones sociales y los roles de los géneros masculino y femenino.
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Como apunta Susan Kirkpatrick, el costumbrismo en España cumplió una función “policial” o disciplinaria en relación con la naciente clase media: sus prácticas visuales y literarias proporcionaron una manera efectiva de organizar las fronteras de la naciente clase media y configuraron mecanismos de control sobre la misma en el espacio público (34-35).4 Este enfoque, a mi juicio, traspasó a las páginas de la antología cubana. Dada la cercanía entre el arribo de Landaluze a la isla, en 1850, y la publicación de Los cubanos, en 1852, no sería aventurado especular que algunas de las litografías se hubieran realizado en la península o estuvieran inspiradas en la antología española. Entre estas, se destacan las de la coqueta, la casamentera/la celestina, el estudiante, la comadre, el empleado, el médico, el amante de ventana/el pretendiente, que se repiten en ambas antologías. Si prescindimos del gentilicio cubano, que encabeza el título de la antología, sería difícil identificar el lugar de origen de los tipos retra4
Jill Lane, en Blackface Cuba, 1840-1895, y Rafael Ocasio, en Afro-Cuban Costumbrismo, siguiendo a Kirkpatrick, han defendido la idea de que el costumbrismo en España, a diferencia del latinoamericano, se centró en la clase media. Sin embargo, creo que esta proposición termina por borrar el tema de la raza en el contexto español y no toma en cuenta que en América Latina el costumbrismo también estuvo dirigido a la consolidación de las clases medias.
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tados: más que tipos cubanos, configuran un conjunto de clases populares que podrían ingresar al repertorio costumbrista de cualquier otra región. A nivel de la representación visual, la única marca distintiva, además del letrero que incluye el denominativo cubano, se manifiesta a través del paisaje con un grupo de palmas que se divisan en el fondo de la litografía (fig. 6). Los tipos articulan una comunidad racialmente homogénea, blanca, donde la ausencia de las poblaciones negras y mulatas, libres y esclavas, es notable. En total, son treinta y ochos los tipos recogidos. De ese número, treinta son figuras masculinas y ocho femeninas. De todas las tipologías incluidas, solo tres tienen una clara procedencia rural: el peón de ganados, el médico de campo y el administrador de ingenios. Otras, como el gallero, desafían las fronteras entre la ciudad y el campo. Un aspecto que sobresale en las litografías es el trazado cuidadoso del vestuario y la importancia de la moda: las características esenciales de cada tipología aparecen trabajadas a través de la indumentaria. En ese sentido, la identidad se perfila mediante la ropa, los objetos y el contexto. El médico alcanza un estatus social prominente a partir del bastón, el sombrero de copa y la chaqueta de cola. El gallero, El oficial de causas y El tabaquero se distinguen de otras figuras masculinas por la presencia del gallo, la papelería y el tabaco. El peón de ganados aparece ubicado en un escenario rural, marcado por la vegetación y el atuendo campesino. Lo mismo sucede con las tipologías femeninas: La coqueta se define por la presencia del tocador, La vieja verde por el vestido y el peinado y La suegra por el yerno. Las tres conllevan una connotación peyorativa: a la primera se le acusa de vanidosa, aparece contemplando su compostura frente al espejo; a la segunda se le critica el comportamiento, supuestamente, juvenil; a la tercera se le achaca su intromisión en la vida de la pareja. Lo negativo se anticipa desde el propio nombre, pues, a pesar de la importancia del contexto y de los objetos, cada litografía lleva inscrita el nombre de la tipología en cuestión. En ese sentido, la relación entre la imagen y el texto pasa primero a través del título, el cual asegura que el tipo pueda ser identificado sin necesidad de recurrir al cuadro de costumbres que lo acompaña. Entre las otras litografías llama la atención la que da inicio a la colección (fig. 6): en ella se utiliza el dispositivo de la cámara oscu-
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ra como modelo del ejercicio de observación. Alrededor del aparato óptico se aglutina un gran número de personas: mujeres y hombres de diversas clases sociales, cuyo interés consiste en apreciar “tipos cubanos”. A mediados de la década de los cincuenta del siglo xix, este aparato ya había dejado de ser el paradigma visual por excelencia, reemplazado por el observador, que ponía el cuerpo en escena y entablaba una relación corporal con el espacio. En gran medida, la cámara oscura se convertía en metáfora de la distancia que separaba a Landaluze, recién llegado a la isla, de los tipos cubanos. La recepción del texto entre las elites letradas criollas fue negativa. No solo las ilustraciones hechas por Landaluze y la “Introducción”, a cargo de Blas San Millán, llevaban el sello español, sino que algunos de los cuadros de costumbres habían sido escritos por peninsulares. Los criollos Idelfonso Estrada y Juan Clemente Zenea, desde las páginas de El Almendares, arremetieron en contra de la publicación, asegurando que ellos hablaban con la autoridad de haber nacido en la isla; reprobaban que no todos los articulistas hubieran sido cubanos y descalificaban a muchos de los tipos incluidos en la antología y sus descripciones. En particular, Estrada y Zenea se enfocaban en dos tipos: la coqueta y el tabaquero. Con relación a la primera, cuestionaban la “cubanidad” de la coqueta como tipo, para ambos esta tipología femenina estaba más en relación con la cigarrera de Cádiz o la manola de Madrid que con la habanera; en cuanto al tabaquero, si bien reconocían que era un tipo particular de la isla, estaban en desacuerdo en que uno de sus atributos morales fuera la falta de virtud (267-270). El problema para los criollos radicaba en la zalamería y la incompetencia con que eran representados la coqueta y el tabaquero, no en la ausencia de las poblaciones negras y mulatas. Ya para la publicación de Tipos y costumbres de la isla de Cuba, el marco de la representación se amplía, abriendo un espacio para figuras como El ñáñigo (fig. 16), Los negros curros (fig. 17), La mulata (fig. 18) y El calesero (fig. 19) y para lugares como El puesto de frutas (fig. 20). Mientras en Los cubanos predomina la tipologización de la sociedad en base a sus diferencias de clases, en Tipos prevalece la orientación racial; si la primera propone una comunidad blanca uniforme enmar-
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cada por el gentilicio cubano, la segunda repiensa la futura nación en términos de heterogeneidad. El tránsito de un discurso clasista a otro eminentemente racial contribuyó, en gran medida, a la estabilización de la antropología en las últimas dos décadas del siglo xix.
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Como sostienen Jill Lane y Agnes Lugo-Ortiz, ante la desarticulación de la esclavitud como sistema social, reaparecieron y se consolidaron nuevas formas de vigilancia y control, desde la antropología hasta la cultura visual costumbrista (Lane 182; Lugo-Ortiz 68). El afianzamiento del discurso tipológico, con una fuerte orientación racial, dentro de la producción visual era, en gran medida, resultado de las operaciones que se estaban sucediendo dentro del campo político, científico, racial, estético y literario del fin de siglo cubano. La nueva antología contaba con la introducción y la guía de Antonio Bachiller y Morales, quien sin duda tuvo un papel importante en la orientación racial que dominaba en ella. En su “Introducción”, Bachiller reconstruía la historia literaria de los cuadros de costumbres en la isla y aunque se refería de manera elogiosa a Los cubanos, no la consideraba como un antecedente directo de la suya; ese lugar lo ocupaba El Regañón de La Habana. El periódico de principios de siglo, dirigido por Buenaventura Ferrer, había logrado condensar la variedad que él mismo quería imprimirle a la nueva antología, incorporando como tipos cubanos tanto a los esclavos como a los sectores pobres y ricos de la sociedad (6). Como ha documentado Evelyn Ramos-Alfred, de los veinte tipos ilustrados, siete eran de origen africano; la única imagen de color incluida estaba destinada a representar a la pareja de los negros curros
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(213). Si bien las tipologías negras y mulatas se incorporaban junto a las blancas, la asociación directa entre las primeras y la nación quedaba cuidadosamente trabajada a través de la eliminación del gentilicio cubano del título de la antología; es decir, aparecían registradas como tipologías propias de la isla, pero no, necesariamente, cubanas. Otra cuestión importante era que las tipologías negras y mulatas incluidas, ya fueran libres, como en el caso de los curros y los ñáñigos, o esclavas, como en el caso del calesero, eran de procedencia urbana. La dimensión rural de la esclavitud no trascendió al registro visual de la antología, a pesar de que algunos de sus cuadros de costumbres abordaron el tema de manera directa. La “democratización” en el marco de la representación se relaciona, en gran medida, con el proceso de abolición de la esclavitud que se llevaba a cabo en la isla durante ese período. Con la Guerra de los Diez Años, 1868-1878, se abrió un camino de reformas políticas, sociales y ciudadanas, que incluyó la liberación definitiva de los exesclavos que habían participado en la contienda. A finales del xix, muchos de los líderes independentistas exaltaron la importancia de la primera gesta anticolonial para la abolición de la esclavitud y la incorporación del esclavo a la nación. En La revolución cubana y la raza de color, Manuel de la Cruz sostuvo que había sido la Revolución del 68, con su agenda antiesclavista, la que había impuesto el camino de la abolición a España (13).5 El ejército independentista había proclamado la abolición de la esclavitud a casi dos años de comenzada la guerra, con el objetivo de ganar el apoyo de los esclavos y negros libres. En ese contexto, España se vio forzada a adoptar la ley Moret en 1870, la cual declaraba libres a todos los niños esclavos nacidos después de 1868 y a todos los esclavos mayores de sesenta años. El Pacto del Zajón, con el cual se había 5
El panfleto, escrito en La Habana y publicado en Key West, a pocos meses de haber comenzado la Guerra del 95, apareció firmado en su portada “por un cubano sin odios”. El objetivo era convencer a la opinión pública de que “la nueva guerra [no] era una sedición de los negros y los mulatos contra los blancos” (5), como habían propagado peninsulares y autonomistas, sino la heredera de la Revolución de Yara, cuya meta final era conseguir la independencia de España (5-10).
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puesto fin a la Guerra de los Diez Años, reconoció la libertad de los esclavos que habían participado en la lucha, ya fueran del bando cubano o del español. A comienzos del año 1880, el Parlamento español decretó el fin total de la esclavitud y el inicio del patronato. Según De la Cruz, el esclavo había sido transformado en ciudadano por obra exclusiva de la gloriosa Revolución de Yara (16). Manuel Sanguily, otro connotado independentista, defendió la misma línea de pensamiento. En “Negros y blancos”, el criollo impulsó un concepto de nación en el cual el negro quedaba incorporado a esta: “El africano, el infeliz africano ha ido desapareciendo de vejez, de enfermedad y de miseria. El negro descendiente suyo es un cubano: cubano por el nacimiento, cubano por las costumbres, cubano por el dialecto ó por la lengua, cubano en fin por las aspiraciones” (267). Sanguily aseguraba que era gracias al espíritu democrático de la Revolución de Yara que había sido posible integrar al esclavo a la sociedad civil (268). La guerra había impulsado una retórica basada en el principio de igualdad racial y había desempeñado un factor importante en la reformulación de las relaciones entre raza y nación (Cepero Bonilla; Scott, Slave Emancipation; Helg; Ferrer, Insurgent Cuba). Una parte importante de la historiografía sobre Cuba ha señalado que la afirmación de la identidad cubana, en la segunda mitad del siglo xix, se dio en base a la elaboración de un discurso que tendía a legitimar los conceptos de nación, nacionalidad y ciudadanía por encima de las diferencias raciales. Mientras la nacionalidad ofrecía, como apunta Louis A. Pérez, una metanarrativa que prometía integración, la nación, por su parte, permitía trascender el discurso de la identidad racial y subsumía el concepto de raza a una mera subcategoría (Pérez, On Becoming Cuban 90; Ferrer, Insurgent Cuba 3). Pero junto a la retórica de la igualdad racial, formulada por una mayoría importante de los líderes independentistas, se apuntaló otra basada en las diferencias, manifestada básicamente mediante el costumbrismo y las nacientes ciencias sociales. Ya Alejandro de la Fuente se refirió a la forma en que estas dos maneras de concebir la nacionalidad cubana adquirieron visibilidad y credibilidad en la isla: mientras la primera descansaba en el prestigio y los méritos de los héroes de las guerras independentistas cubanas y
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del ejército de liberación, la segunda se legitimó a partir de la superioridad de los paradigmas científicos del Atlántico norte y con la ocupación del Gobierno norteamericano, de 1898 a 1902 (25). Sin embargo, habría que reiterar que esta segunda variante no se originó con la intervención estadounidense: la institución esclavista había sido uno de los primeros lugares de articulación del saber antropológico en la isla. Además, para esa fecha, la antropología en Cuba contaba con respaldo institucional: con el regreso de Luis Montané, después de haber estudiado en París con el antropólogo Paul Broca, se había fundado la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba en 1877. La tensión entre ambas variantes circulaba en la incipiente esfera pública cubana desde antes de la ocupación norteamericana: en su ensayo, Sanguily arremetía contra la proliferación de la antropología en la isla. El texto, dedicado en parte a celebrar la ratificación de que negros y mulatos pudieran transitar por los lugares públicos y utilizar los servicios financiados por el Estado, incluyendo la educación, atacaba la forma en que la disciplina había comenzado a institucionalizarse. Lo que más le molestaba a Sanguily era el fuerte contenido tipológico de la antropología, en tanto promovía la división y el odio racial. Frente al discurso legal que defendía la inclusión de los sectores negros y mulatos, el criollo anteponía el carácter racista y segregacionista promovido por la antropología; cuestionaba que se quisieran utilizar las premisas de la disciplina para perpetuar la desigualdad de derechos en la sociedad cubana: “Se pretende dislocar el asunto, trasladarlo á la Antropología cuando por su naturaleza, por su origen y por sus consecuencias es total, absoluta y esencialmente sociológico” (46). La antropología no ofrecía, en palabras de Sanguily, ningún tipo de fundamento para defender la exclusión de negros y mulatos de los lugares públicos; la relación entre política e igualdad de derechos no podía erigirse a través de la ciencia, sino a partir de lo jurídico. Junto a la antropología, Sanguily impugnaba a sus principales promotores, los autonomistas. En líneas generales, la mayoría de los independentistas se identificaron con la retórica antirracista que se había fraguado, poco a poco, durante la primera guerra independentista y que encontraría posteriormente en José Martí a uno de sus más connotados artífices. Por su parte, la mayoría de los autonomistas defendió
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los principios de los paradigmas científicos, asociados con la perspectiva racista. Muchos de ellos se aglutinaron alrededor de la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba, desde Bachiller hasta Enrique José Varona. En el contexto de la abolición definitiva de la esclavitud en 1886 y la paulatina incorporación de los sectores negros y mulatos a la sociedad civil, la consolidación del discurso tipológico se convirtió en una respuesta a la fuerte retórica antirracista fraguada en el ala independentista. El debate no implicó una reconceptualización positiva de estas tipologías: la afirmación de la nación dependió de narrativas de inclusión y exclusión que fluctuaron desde la sexualización de la mulata hasta la criminalización del ñáñigo y la folclorización del curro. El énfasis en lo tipológico revelaba la tensión entre el campo cultural y el científico. Ante el progresivo avance de la antropología, el costumbrismo había optado por intensificar el recurso que más lo acercaba a los nuevos saberes: la tipologización de lo social. De las tipologías recreadas por Landaluze, la mulata, el negro curro y el ñáñigo se convirtieron rápidamente en objeto de estudio de la incipiente antropología. La detallada documentación gráfica de sus litografías permitió que fueran incorporadas dentro del archivo científico, mostrando cuán porosas eran las fronteras entre el costumbrismo y la antropología en Cuba.
De ñáñigos y curros Dentro de las tradiciones costumbristas y antropológicas, las tipologías de los negros curros y los ñáñigos cobraron gran relevancia debido a las relaciones que establecieron entre raza, género y nación. Es posible efectuar una lectura en diálogo, entre las representaciones que el costumbrismo y la antropología hicieron de los curros y los ñáñigos, que ilumine sus puntos de contacto o, para decirlo con otras palabras, que coloque al costumbrismo en los orígenes de la antropología. Si bien en Los negros curros Fernando Ortiz legitima la antropología como la única hermenéutica capaz de develar los secretos de la cultura afrocubana y presenta al curro como un tipo aún sin estudiar, a lo largo de sus páginas se pueden detectar, al menos, dos estrategias que
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provienen directamente de la tradición costumbrista y que los letrados decimonónicos habían utilizado en sus textos: la primera tiene que ver con la reconceptualización que acontece en el interior de la tipología curra, que de delincuente pasa a ser representado como tipo carnavalesco; la segunda se caracteriza por las formas de definir al negro curro en oposición al ñáñigo. Las jerarquías establecidas entre el curro y el ñáñigo, en la tradición costumbrista decimonónica, reaparecen en el trabajo de corte científico de Ortiz; en ese sentido, estas estrategias no constituyeron un fenómeno exclusivo de su escritura antropológica, sino que habían formado parte del costumbrismo del siglo xix. En este capítulo, me interesa, en primer lugar, analizar cómo las tipologías curras y ñáñigas ingresaron al espacio simbólico de la representación y sus puntos de contacto con la antropología de finales del xix y principios del xx. Ensayo, entonces, una lectura a manera de contrapunto entre textos de la tradición costumbrista como “Los curros del Manglar” (1848), “El baile” (1865), “Los negros curros” (1881) y “El ñáñigo” (1881) y textos del dominio antropológico como Los negros curros.6 A pesar de que la antropología, una vez institucionalizada, define sus prácticas en oposición al costumbrismo decimonónico, se pueden trazar continuidades entre ambos campos discursivos a la hora de representar las dos tipologías raciales. En segundo lugar, estudio las causas que permitieron incorporar la tipología curra al imaginario nacional como parte del folclor mientras
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“Los curros del Manglar” de José Victoriano Betancourt apareció originalmente en la revista El Artista; “El baile” de Luis Victoriano Betancourt se publicó en 1865 en el periódico El Público y en 1867 pasó a formar parte de la antología del propio autor, Artículos de costumbres y poesías; “Los negros curros” de Carlos Noreña y “El ñáñigo” de Enrique Fernández Carrillo salieron a la luz en Tipos y costumbres de la isla de Cuba en 1881. En el caso de Ortiz, Los negros curros formaba parte del estudio del hampa afrocubana, junto a Los negros brujos y Los negros esclavos. Los orígenes de Los negros curros se encuentran en una conferencia pronunciada por Ortiz en el Ateneo de La Habana en 1909. En los años veinte, el antropólogo retomó el tema y publicó, al parecer, dos capítulos bajo el epígrafe “Los negros curros” en la revista Archivos del Folclore Cubano. El libro fue finalmente editado de manera póstuma en 1986. Sobre este punto, ver la “Introducción” de Diana Iznaga al volumen de Ortiz.
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que el ñáñigo sobrevivió al cambio de siglo como “criminal”. Dada su naturaleza “delictiva”, el ñáñigo formó parte no solo de la tradición costumbrista, sino también de la criminología finisecular. Los criminales de Cuba de José Trujillo y Monagas constituye el primer estudio sobre el ñañiguismo en la isla. El costumbrismo y la antropología criminal produjeron, valiéndose de diferentes regímenes visuales, los materiales iniciales sobre el tema: mientras el primero utilizó la litografía, la segunda privilegió la fotografía como estandarte de la “verdad”. En el desplazamiento que va de un régimen visual a otro se cifra de alguna manera el paso del costumbrismo a las ciencias sociales. El uso de la fotografía se convirtió en uno de los elementos más importantes para delimitar las fronteras y la autoridad de estas. En Travestismos culturales, Jossianna Arroyo señala el proceso de transformación que acontece en la tipología del negro curro dentro de la escritura antropológica de Ortiz: “El negro curro es una figura que de delincuente pasa a representar lo carnavalesco y lo popular” (170). Lo interesante es que esta transformación se puede remontar a la cultura costumbrista si tomamos como punto de partida el cuadro de costumbres “Los curros del Manglar” de José Victoriano Betancourt y lo comparamos con dos posteriores, “El baile” de Luis Victoriano Betancourt y “Los negros curros” de Carlos Noreña: mientras en el primero el curro se lee en clave delictiva, en los dos últimos su figura pasa a formar parte de las tradiciones folclóricas de las clases dominantes blancas. En “Los curros del Manglar”, el letrado buscaba fijar la imagen del tipo curro. Partía de la idea de que el acto de clasificación estaba supeditado al ejercicio de observación: “Los curros tenían una fisonomía peculiar, y bastaba verles para clasificarlos por tales” (262). La vista constituía el modo de percepción ideal para la reafirmación de las tipologías raciales en el costumbrismo. De esta manera, no solo el costumbrista poseía un saber antropológico sobre las poblaciones de origen africano, sino que el público lector de los cuadros de costumbres podía participar de esa economía descriptiva e identificar a los diversos tipos de la población. La descripción se desplazaba en dos direcciones: en un primer movimiento, la identidad curra se articula en función del cuerpo y de la ropa; la tipología se concibe en términos de un fuerte exhibicionismo,
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tanto por el énfasis en los adornos como por la gestualidad corporal. La ostentación en el vestir se convierte para el negro curro en una marca de distinción y jerarquía social. Mediante el vestuario, el negro curro reafirmaba su condición de sujeto libre y aspiraba a igualarse a las clases blancas. En un segundo movimiento, el costumbrista establecía una correlación entre los signos visibles del cuerpo y el carácter “criminal” del sujeto: “tales eran los curros del Manglar, famosos en los anales de Jesús María por sus costumbres relajadas y por sus asesinatos, que han hecho temblar más de una vez a los pacíficos moradores de los barrios de extramuros” (262). Para Betancourt, el negro curro formaba parte de la “mala vida” habanera y aparecía vinculado a un ambiente citadino en particular, el Manglar de Jesús María, el contexto urbano quedaba asociado a su identidad. El segundo cuadro de costumbres, “El baile”, relata cómo dos jóvenes, pertenecientes a la clase alta habanera, planean disfrazarse de negros curros para una fiesta de sociedad. Se ha producido un cambio en la conceptualización de la tipología curra: su vestuario extravagante ha pasado a formar parte del entretenimiento de las elites blancas y se ha convertido en un objeto caracterizado por su alto costo. En este caso, la imitación de los dos jóvenes no pasa solamente por la ropa, sino que se extiende al lenguaje: ambos calcan los fenómenos de aspiración de las consonantes intermedias y finales que caracterizarían al habla curra (368). Si bien en el primer cuadro de costumbres el narrador recorre una zona marginal y periférica de la ciudad para describir al tipo curro y sus costumbres, en el segundo la acción tiene lugar en el corazón mismo de la elite habanera; en el tránsito que va del Manglar al baile de sociedad se condensa el cambio que se ha efectuado en la figura del negro curro de criminal a personaje carnavalesco. En un principio, el modo de vestir del curro se asocia con un estatus marginal y delictivo, posteriormente su atuendo se vuelve sinónimo de poder y distinción social. La carnavalización del vestuario se convirtió en una manera de neutralizar las diferencias, inscribiendo al negro curro en la línea del folclor popular. El tercer cuadro de costumbres, “Los negros curros”, capta por igual la transformación acontecida en la tipología curra, resaltando las
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relaciones entre los cambios en la vestimenta y las costumbres sociales: insiste en que la estandarización de las ropas había funcionado como un recurso nivelador de las diferencias sociales y raciales en el curro. La evolución de hampón a personaje de folclor se trabaja a través de la forma literaria adoptada por el costumbrista para armar su estampa: en la primera parte, el narrador da cuenta, en formato expositivo, de la evolución del tipo curro; en la segunda, utilizando la popularidad del teatro bufo, pone en escena varios personajes curros. Que el escritor de cuadros de costumbres adopte las convenciones del teatro, para hacer circular sus personajes, revela la importancia que cobraba la tipología curra para el folclor y la cultura popular. Al mismo tiempo, apelaba a un gusto establecido ya en el público, acostumbrado a deleitarse con el negro curro como parte de sus tradiciones de ocio. En cierta manera, las representaciones del curro a finales del siglo xix solo podían darse a través del teatro bufo, la música popular en su variante de guaracha y la litografía. Si bien la figura del negro curro pasó a formar parte del folclor nacional, el ñáñigo continuó enmarcado en un campo delictivo. En el cuadro de costumbres “El ñáñigo” de Enrique Fernández Carrillo, el ñañiguismo aparece definido en términos muy semejantes a los que utilizó Ortiz en el período republicano: “Quiere el ñañiguismo la degradación de una raza superior, para conseguir el enaltecimiento de razas inferiores […] Aspira a la unión de la raza caucásica con la raza africana, pero por la absorción de aquélla por ésta. En una palabra […] quiere el imperio de la noche oscura, velando perpetuamente la luz brillante del sol” (374). El costumbrista lo describe como un proceso de reversión moral, donde la supuesta raza inferior llegaría a prevalecer sobre la superior. Entre los tipos definidos por el costumbrismo, el ñáñigo encarnó al criminal por excelencia. Asociadas con conductas de agresión, venganza y homicidio, las sectas ñáñigas fueron prohibidas en 1875 y perseguidas arduamente por la policía. La criminalización de la cultura ñáñiga, llevada a cabo desde diferentes zonas discursivas, revelaba el temor que despertaban estas formas de sociabilización. La oposición entre el curro carnavalesco y el ñáñigo criminal ingresó incluso en los modos de acceder al sistema de representación: mien-
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tras en el primer texto discutido sobre la tipología curra, “Los curros del Manglar”, el letrado se convierte en su propio informante y participa en la escena como observador directo, en “El ñáñigo”, el narrador encarna la figura de un oficial de causas, representante de la ley. El acceso a la cultura ñáñiga estaba determinado por la existencia de un archivo legal, no por la interacción directa con esta tipología. Esto se debía al carácter de célula secreta del ñañiguismo: escribir sobre el ñáñigo significaba hacer uso de un saber particular, en este caso, el legislativo. Las relaciones establecidas entre el letrado y sus objetos de estudio están determinadas por el grado de “criminalidad”. “El ñáñigo”, escrito en formato de carta y a petición de Víctor Patricio Landaluze, pone en escena las tensiones entre las series letrada, legal y criminal. Con el ánimo de reafirmar la distancia entre el yo (letrado) y el otro (ñáñigo), el narrador enfatiza que su crónica pertenece a la tradición de los textos por encargo e insiste en la dificultad de abordar el tema, estableciendo una relación tensa entre narración y secreto debido a la ética legal que su condición de oficial de causas implicaba (141). Es, precisamente, a partir de su relación con la ley que el letrado entra en contacto con el ñañiguismo y, por ello, puede recopilar la información necesaria para revelar los misterios de sus prácticas y sus sociedades secretas; las relaciones entre este y el ñáñigo pasan a través de la elaboración del caso legal, constituido por expedientes, fichas, biografía y fotos del ñáñigo como tipo criminal.7
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La separación entre el letrado y el ñáñigo, que el cronista refuerza a través de la reticencia y la reserva ante la narración, se traslada al interior del relato. El campo semántico destinado a describir el ñañiguismo, compuesto por vocablos como carabalí (origen étnico de los ñáñigos), tierras (grupos en los que se dividían los ñáñigos), Macombo (autoridad superior de la secta), Illamba e Isué (cargos inmediatos al superior), cuarto (templo de las ceremonias) y amirífimo (traje típico del ñáñigo), entre otros términos, no se incorpora del todo al discurso escrito, pues aparece representado en itálicas. Por otra parte, en una nota humorística publicada en 1881, en El Ciclón, se evidencia cómo en el imaginario popular las figuras del oficial de causas y el ñáñigo no estaban tan distantes. Tal vez de ahí, el énfasis del narrador en reafirmar, a través de diferentes estrategias narrativas, la distancia entre el yo (letrado) y el otro (ñáñigo). La nota contenía: “¿Con que oficial de causas y me pide V. la mano de mi hija? Me parece bien; pero tráigame
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Cuando Ortiz, en Los negros curros, lee en clave de contrapunto las tipologías del negro curro y del ñáñigo, no hace más que insertarse dentro de los modos de construcción del sentido que habían predominado en la tradición costumbrista decimonónica. La lectura dialógica se convierte en una estrategia discursiva para oponer la cultura curra a la ñáñiga: En la carne de los curros, aunque en todo caso criollos y jamás africanos, está siempre la sombra de África, pero en su alma está la luz de España. En los ñáñigos su espíritu está totalmente en las negruras de África, aún después de más de un siglo de arraigados en Cuba y en los millares de iniciados que hoy en su gran mayoría no son negros sino mulatos o blancos y hasta nacidos e inmigrados de España. (7)
Para Ortiz, el antagonismo entre ambos partía de sus propios orígenes históricos: mientras la genealogía curra remitía a los prototipos españoles, la ñáñiga se ubicaba en África. El negro curro se diferenciaba del ñáñigo en tanto pertenecía a una cultura pública y exhibicionista donde había cabida para su contraparte femenina, la negra curra; su peculiaridad radicaba en las características llamativas de su atuendo, su forma de caminar, su gestualidad y su habla. El ñáñigo, por su parte, formaba parte de una especie de secta secreta integrada solo por hombres. Mientras los curros eran negros y mulatos libres, los ñáñigos, en sus orígenes, estaban compuestos únicamente por negros esclavos de origen carabalí. Solo con el auge del ñañiguismo a lo largo del siglo xix se les permitió a mulatos y blancos ingresar en las filas de las fraternidades ñáñigas.8
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V. un certificado de Trujillo garantizándome que no es V. ñáñigo” (Trujillo y Monagas, Los criminales de Cuba 260-261). La nota humorística de la época sugería que el oficial de causa bien podía formar parte de alguna secta secreta de ñáñigos; en ese sentido, revelaba la cercanía entre la figura del ñáñigo y el letrado. El ñañiguismo se había incluso extendido hasta los sectores letrados. Sigo los libros Los ñáñigos de Enrique Sosa Rodríguez y La lengua sagrada de los ñáñigos de Lydia Cabrera; para ambos, los orígenes del ñañiguismo se centran en la cultura carabalí en Cuba. Para una lectura que cuestiona esta perspectiva, ver The Cooking of History de Stephan Palmié (26).
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Como sugiere Arroyo, el contrapunteo entre la figura curra y la ñáñiga en el texto de Ortiz se prefigura en el uso del cromatismo para describir la condición moral de cada uno: sombra, luz y negrura perfilan los dos campos semánticos que acompañaron a sus respectivas descripciones. El manejo del color como estrategia de representación ya había sido empleado tanto en los cuadros de costumbres como en las litografías realizadas por Víctor Patricio Landaluze para Tipos y costumbres de la isla de Cuba. En la tradición visual costumbrista, la tonalidad y el espacio fueron fundamentales para la configuración subjetiva del curro y el ñáñigo: en la diferencia que va de un ambiente abierto a otro cerrado y en el uso del color se cifra la incorporación o no de las tipologías al paradigma de la futura nación. Mientras el curro y su contraparte femenina aparecen ubicados en el exterior, reafirmando su pertenencia a una cultura urbana (fig. 17), el ñáñigo se repliega al interior, aislado y desconectado de lo social (fig. 16); si en la litografía del primero predominan los colores intensos y la luz, en la del segundo apenas se distinguen matices cromáticos. A esto habría que agregar el hecho de que la litografía sobre los curros fue la única imagen de color incluida en la antología. En ese sentido, el costumbrismo inventó ciertos usos de los estereotipos. Frente a las imágenes de esclavos como El calesero (fig. 19), en la cual se enfatiza una fisonomía tierna y delicada del negro, las litografías y cuadros de costumbres de sujetos libres como el curro y el ñáñigo se destacaron por la preponderancia de la trasgresión y el delito. El trabajo con los estereotipos cumplía una función policial y tenía además un valor literario y político.9 Si bien la antropología, una vez
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Algunas novelas utilizaron los estereotipos del curro y del ñáñigo criminal, entre ellas, Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde y La familia Unzúazu (1901) de Martín Morúa Delgado. La antropología republicana de principios del siglo xx, con su proyecto de ingeniería social, reelaboró también muchos de los estereotipos instaurados por el costumbrismo. Cuando Ortiz concibe su estudio Los negros brujos, uno de sus propósitos era distinguirlo del ñáñigo, considerado el más peligroso. En 1916, al publicar La brujería y el ñañiguismo en Cuba, el antropólogo Israel Castellanos continúa trabajando en la misma dirección: frente al brujo y al negro curro, el ñáñigo resultaba el menos asimilable a la comunidad nacional.
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erigida en disciplina científica, descansó en la formulación de ciertos tópicos, como la asociación entre raza y delincuencia, el costumbrismo había fijado con anterioridad una iconografía que hacía corresponder ciertos signos corporales con diversos grados de criminalidad. Muchos de sus estereotipos serán reciclados por la antropología de finales del xix y principios del xx. Al mismo tiempo que Fernández Carrillo escribía “El ñáñigo”, José Trujillo y Monagas, segundo jefe de policía de La Habana, concibió desde el dominio de la antropología criminal el primer documento de carácter etnográfico sobre las prácticas ñáñigas: “Los ñáñigos. Su historia, sus prácticas y su lenguaje”, recogido en su libro Los criminales de Cuba de 1881. Tanto el letrado como el policía compartieron no solo el mismo objeto de estudio, sino gran parte de la gramática narrativa. Ambos textos se erigen en base a una misma disposición: origen y evolución del ñañiguismo, organización, juramento, rituales y ceremonias. En su introducción, Trujillo abordaba el estudio de los tipos criminales con una retórica muy a tono con la de los letrados costumbristas (262). La antropología criminal, al igual que el costumbrismo, utilizó el discurso tipológico para la criminalización de negros y mulatos.10 Una de las maneras empleadas para subrayar la supuesta objetividad y la distancia crítica de la naciente antropología consistió en desvincular su escritura del terreno literario. Trujillo enfatizaba la relación de su documento con el dominio de la “verdad” y realzaba la
10 Con la publicación de L’uomo delinquente de Cesare Lombroso, en 1876, la antropología criminal emerge como disciplina independiente de la higiene y el derecho. La concepción criminalística de Lombroso descansaba en la hipótesis del delincuente nato, una teoría biológica y determinista del crimen que enfatizaba el papel de los factores hereditarios en la conducta criminal. Lombroso sostenía que las deformidades físicas de los delincuentes eran resultado del atavismo, una especie de regresión donde reaparecía el tipo primitivo en el organismo del criminal. Para una reconstrucción del debate científico en torno a las interpretaciones hereditarias y sociológicas del crimen, encabezadas por las escuelas de criminología y antropología italiana y francesa respectivamente, recomiendo Crime, Madness, & Politics in Modern France de Robert Nye. Para explorar cómo la criminología fue institucionalizada dentro del sistema de justicia penal, se puede consultar Born to Crime de Mary Gibson.
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autenticidad y credibilidad de su estudio a partir de la ausencia de lo que él mismo denominaba “galas literarias” (262). Lo literario se presentaba de una manera negativa para el ejercicio científico. En ese sentido, las fronteras entre el costumbrismo decimonónico y la temprana antropología, de orientación criminalística, comenzaban a separarse, insinuando una incipiente autonomización de sus funciones discursivas en el fin de siglo. Si mediante la legitimación del cuadro de costumbres como género literario el costumbrista intentó extender su protagonismo en los debates raciales, los practicantes de los nacientes saberes lucharon, por su parte, contra la centralidad del cuadro de costumbres y de la literatura. La diferencia entre un registro y otro radicaba no solo en que el capítulo de Trujillo, “Los ñáñigos. Su historia, sus prácticas y su lenguaje”, era más profuso en detalles y recogía un número considerable de vocablos, frases y cantos ñáñigos, sino, sobre todo, en el régimen visual que acompañó a cada una de las modalidades discursivas. Mientras el cuadro de costumbres se complementó con la litografía de Landaluze, el texto de Trujillo utilizó la fotografía como parte del expediente criminal e intentó proponer, de esa manera, una relación directa con la “verdad”. Si la litografía capta el acto religioso en su puesta en escena, estetizando el tipo y su vestuario, la fotografía descubre el rostro, personifica al tipo y le confiere una identidad propia a través del nombre, origen y ascendencia. Las fotografías que acompañan el estudio de Trujillo proponen al rostro como fundamento de la identidad, se trata de mostrar la “esencia” por medio de los signos visibles de la cara. Si la fotografía representa al sujeto a través del cuerpo y en especial del rostro, el retrato del delito, según la denominación de Paola Cortés-Rocca en El tiempo de la máquina, lleva hasta sus últimas consecuencias este planteamiento.11 11 Cortés-Rocca explora el impacto de la fotografía en el campo cultural latinoamericano de fin de siglo: estudia la consolidación del género del retrato dentro de la fotografía, desde el retrato burgués, epítome de lo que ella denomina “escritura del yo”, hasta el retrato del delito originado en la criminología, donde la fotografía asiste a la gradual pérdida del aura (99). Sigo sus planteamientos con relación al retrato del delito para pensar las especificidades de la fotografía.
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En las dos fotos aparecidas en el estudio no hay ninguna referencia explícita al aquí y el ahora de los retratos, su contexto; el rostro, en cambio, ocupa toda la dimensión de la foto como dispositivo de control social. La técnica fotográfica representó el epítome del positivismo de fin de siglo y su afán policial (Cortés-Rocca 95-99). En la batalla entre los modos de representación visual que van de la litografía a la fotografía, el nuevo discurso científico utilizó esta última como un dispositivo que por su reproducción de lo real estaba más a tono con los nuevos paradigmas. La fotografía se convirtió en uno de los recursos más importantes para delimitar las fronteras y la autoridad de las aún no constituidas ciencias sociales.12 Ambas fotografías captan cómo la figura ñáñiga había dejado de aludir a un cuerpo racial definido: enmarcan un campo de peligrosidad que no coincide con un campo racial y que problematiza la especificación del delincuente (figs. 21 y 22).
Figura 21
Figura 22
12 Cortés-Rocca sitúa los orígenes de lo fotográfico en base a una doble articulación entre lo estético y lo científico y entre lo romántico y lo positivista; entre otras cuestiones, discute la tensión que se produce entre la pintura y la fotografía ante el auge de la segunda a lo largo el siglo xix (17-39). En relación con el lado científico de la técnica fotográfica, recomiendo Fotografía, antropología y colonialismo (1845-2006), editado por Juan Naranjo.
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En ese sentido, habría que insistir en los mecanismos que facilitaron la reinserción del curro en el paradigma nacional, a diferencia del ñáñigo. La historia de ambas tipologías ofrece pistas al respecto: si el curro había aspirado siempre a blanquearse a través de su origen y su ropa, el ñáñigo se erigió en base a la africanización de la cultura. El ñañiguismo problematizaba, como ha estudiado Stephan Palmié, la correspondencia entre lo africano, entendido en una dimensión cultural, y lo negro, visto desde una perspectiva racial (The Cooking of History 27). A diferencia del negro curro, con un espectro racial definido, la figura del ñáñigo a finales del siglo xix desafiaba las fronteras tipológicas. En The Light Inside, David H. Brown se refiere a esta problemática como una de las razones principales en la estigmatización y la persecución del ñañiguismo: The specter most fearful to the authorities was less black ñañiguismo than the initiation of Cuban ‘whites’ into the Abakuá Society beginning in 1863 and continuing with great rapidity through the 1910s. The ‘white ñáñigos’ became as fearsome, or more so, because they seemed to presage the slippage of the nation in general into the vortex of contagion, atavism and Africanness. (137)
La incorporación de blancos a sectas ñáñigas marcaba un proceso de “degradación” moral que ponía en peligro la inclusión de la nación futura dentro de una geopolítica moderna. La variedad racial que alcanzaría el ñáñigo a lo largo del xix y el xx ponía en peligro las dinámicas de control y visibilidad.13 En ese sentido, el ñañiguismo
13 En La brujería y el ñañiguismo en Cuba (1916), el antropólogo Israel Castellanos, contemporáneo de Ortiz, explica la dificultad a la que se enfrentaba la antropología a la hora de estudiar al ñáñigo. Él no lo hacía como Ortiz, contraponiendo al curro y al ñáñigo, sino al brujo y al ñáñigo (20). Según Castellanos, no solo los cubanos blancos, mulatos y negros participaban del ñañiguismo, sino que incluso había peninsulares. La adopción de las prácticas culturales ñáñigas por parte de un numeroso sector blanco de la población desestabilizaba el discurso tipológico, el cual dependía de una articulación armónica entre el exterior y el interior del cuerpo, imposibilitando una descripción homogénea que se correspondiera con el tipo ñáñigo.
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se convirtió en uno de los principales objetos de estudio de la antropología republicana. El naciente Estado moderno intentó combatirlo a través de la ciencia y el discurso legal. El ñañiguismo apareció conceptualizado como un rezago de la esclavitud y del colonialismo (Bronfman 17-65). Mientras el curro había reformado paulatinamente su traje y se había integrado al orden social, el ñañiguismo se había extendido ampliamente a todos los sectores raciales del país. A finales del siglo xix, el curro como tipología había desaparecido del espacio público y su asimilación hacía posible la incorporación al folclor. Hasta ahora se ha insistido demasiado en la relación entre la antropología de Ortiz y la escuela de criminología italiana fundada por Cesare Lombroso, sin tener en cuenta la tradición local. Al examinar los estudios producidos en Cuba desde el costumbrismo, el derecho penal y la criminología junto a clásicos de la antropología, sobresale la importancia del conocimiento local en la configuración de las ciencias sociales: no solo Los negros curros, sino también Los negros brujos y Los negros esclavos de Ortiz sostienen un intenso diálogo con sus contrapartes europeas al mismo tiempo que conversan con la tradición costumbrista y criminalística criolla.14 La antropología de las primeras décadas de la República se fundó en la intersección de ambos paradigmas.
14 Dentro de esa genealogía se destaca, además del estudio de Trujillo, La policía y sus misterios en Cuba de Rafael Roche y Monteagudo, publicado en 1908 y considerado uno de los documentos más detallados sobre el ñañiguismo.
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CAPÍTULO 10
Antropologías literarias Junto a las tipologías del curro y del ñáñigo, la mulata se convirtió en objeto de estudio tanto para la antropología como para el costumbrismo y transitó del discurso literario al científico con la misma facilidad que sus contrapartes masculinas. Al igual que estas, formó parte de las litografías realizadas por Víctor Patricio Landaluze (fig. 18) en Tipos y costumbres de la isla de Cuba y apareció acompañada del cuadro de costumbres “La mulata de rumbo” de Francisco Gelabert. En 1882, se publicó desde Nueva York la versión definitiva de Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde, cuya protagonista encarna el tipo por excelencia de la mulata de cuarta generación.1 En 1888, salió a la luz La prostitución en la ciu-
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Publicada, por primera vez, en 1839 en la revista habanera La Siempreviva, no fue hasta 1882 que la versión definitiva de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel salió a la luz en Nueva York. Al ser mayormente redactada en esa ciudad, Cecilia Valdés pertenece a la larga lista de textos latinoamericanos que se escriben desde el exilio y ayudan a definir las tradiciones nacionales. Villaverde abandonó Cuba en 1849, después de pasar varios meses de prisión, debido a las actividades conspirativas llevadas a cabo junto al general Narciso López. En el prólogo de su novela, relata su amistad y admiración por el líder anexionista, con quien trabajó desde el exilio. Sin embargo, en la edición crítica de Raimundo Lazo,
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dad de La Habana, texto pionero de la antropología cubana, en el cual Benjamín de Céspedes se acerca a la mulata bajo una óptica científica.2 Miembro de la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba, Céspedes realiza en su libro un estudio diacrónico y sincrónico de la prostitución, desde las culturas hebrea, griega y romana, pasando por la España medieval hasta llegar a La Habana de finales del xix. En las páginas dedicadas a la sociedad habanera, el médico analiza la prostitución infantil, la masculina, la china y la de la “raza de color”. Es precisamente en esta última sección donde describe al tipo de la mulata, haciéndose eco de la teoría de la degeneración: la mulata ocupaba, para Céspedes, el último peldaño de la jerarquía racial debido a que heredaba los caracteres negativos tanto de la “raza blanca” como de la “raza negra”. Considerada como un ser “anfibio”, adquiría la “debilidad” y la “atrofia” muscular de la “raza blanca” y las “deformidades” físicas y morales de la “negra” (172-173). En uno de los pasajes más llamativos de su estudio, Céspedes arremete contra las representaciones de la mulata en la literatura del siglo xix al no adherirse al discurso de la degeneración racial. Refiriéndose a los literatos, plantea: “Algunos escritores, han falseado por empeños literarios ó efectistas, el tipo verdadero de la mulata, describiéndola con los cálidos tonos de la cortesana más refinada del placer sensual, y como la Mesalina siempre harta, pero jamás rendida” (175). Como se entrevé en la cita, Céspedes la emprendía contra los escritores contemporáneos que habían convertido a la mulata en el tema central de sus piezas li-
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de 1979, llama la atención la ausencia del prólogo escrito por Villaverde. La omisión obedece a un deseo por silenciar el lado anexionista del novelista, quien fue también director de La Verdad, periódico de similares inclinaciones políticas. Para comparar las diferencias entre las versiones de Cecilia Valdés de 1839 y 1882, recomiendo consultar Literary Bondage de William Luis; así como el “Estudio crítico” de Esteban Rodríguez Herrera a su edición de la novela de 1953 y el “Prólogo” de Iván A. Shulman de 1981. Contradanzas y latigazos de Reynaldo González continúa siendo el estudio más ambicioso sobre la novela. Se pueden revisar, además, Proceed with Caution de Doris Sommer y la “Introduction” de Sibylle Fischer a la traducción de la novela en inglés. Sobre la figura de la mulata en el siglo xix en Cuba, recomiendo Sugar’s Secrets de Vera M. Kutzinski y Black Face Cuba, 1840-1895 de Jill Lane.
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terarias, siguiendo la clave del erotismo y la sensualidad. Publicado seis años después de Cecilia Valdés, y teniendo en cuenta la amplia recepción que tuvo la novela dentro de la esfera pública cubana, resulta difícil dejar de asociar la crítica de Céspedes con la ficción finisecular de Villaverde.3 ¿Qué encontraba el médico y antropólogo tan reprochable en las representaciones de las mulatas en la novela?, ¿eran realmente las descripciones sobre esta tipología o la importancia que había cobrado la tradición costumbrista en el debate sobre el mestizaje y la mezcla racial? A continuación, exploro cómo la novela Cecilia Valdés comparte un proyecto epistemológico en común con textos pioneros de la antropología cubana, desde La prostitución en la ciudad de La Habana de Céspedes hasta Antropología y patología comparada de los negros esclavos de Henri Dumont. Una lectura cotejada revela la manera en que la novela fundacional cubana funcionó como una ficción etnográfica. Al igual que sus contrapartes científicas, Cecilia Valdés interviene en el debate sobre el mestizaje a través de la tipología de la mulata, convirtiéndose en una formulación escéptica de esa ideología, y utiliza, además, la misma economía narrativa para clasificar las poblaciones de origen africano que los primeros textos antropológicos. En ese sentido, la novela organiza un modelo narrativo muy próximo a las nacientes ciencias sociales, llegando a ser, como otras ficciones antiesclavistas del siglo xix cubano, un intertexto fundamental para la escritura de Los negros esclavos de Fernando Ortiz.
Realismo etnográfico, costumbrismo científico Una revisión del cuadro de costumbres “La mulata de rumbo” y de la novela Cecilia Valdés muestra cómo en ambos formatos literarios circularon estereotipos de la mulata muy afines al discurso científico del xix. En el primero, el narrador define la identidad de la mulata a partir de la degeneración causada por la cópula interracial. Al comienzo
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Sobre la recepción y la crítica de la novela, ver Acerca de Cirilo Villaverde de Imeldo Álvarez García.
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del texto, apunta: “Ella en su clase, en su esfera, entre los suyos, valer puede tanto como cualquiera otra. Pero el elemento heterogéneo que la seduce, que la conquista, que la malea y la pervierte, responsable es de sus faltas, de sus vicios, de su despreocupación” (Gelabert 33). Como se entrevé en la cita, la clave para explicar la tipología de la mulata se centra en el “elemento heterogéneo” que domina y condiciona su comportamiento, convirtiéndose en la causa principal de su degeneración moral. Llaman la atención los verbos que utiliza el narrador para especificar el efecto que produce la mezcla interracial en la identidad de la mulata: seducir, conquistar, malear, pervertir. La heterogeneidad provoca en la mulata los mismos resultados que ella origina en la sociedad. El cuadro de costumbres recoge, a lo largo de sus páginas, la doble orientación que dominará las representaciones del cuerpo de la mulata, pues si, por una parte, se asoció al dominio de lo monstruoso, lo patológico y la locura, por otro lado, se pensó como objeto erótico. El famoso retrato de Cecilia Valdés, a principios de la novela, se inscribe también dentro de la misma orientación: Sus cejas describían un arco y daban mayor sombra a los ojos negros y rasgados, los cuales eran todo movimiento y fuego. La boca tenía chica y los labios llenos, indicando más voluptuosidad que firmeza de carácter. Las mejillas llenas y redondas y un hoyuelo en medio de la barba formaban un conjunto bello, que para ser perfecto solo faltaba que la expresión fuese menos maliciosa, sino maligna. (73; énfasis mío)
La caracterización del personaje subraya, en primer lugar, la sensualidad y el erotismo de Cecilia Valdés utilizando la metáfora del fuego para inscribir su cuerpo en el orden de la sexualidad. El narrador se desplaza del plano físico al moral, afirmando las características que definirán la sicología del personaje: incontinencia, volubilidad, ligereza, inconstancia y frivolidad.4 Siguiendo el paradigma científico 4 En Coloniality of Diasporas, Yolanda Martínez-San Miguel llama la atención sobre el trazado sicológico de Cecilia Valdés. Su condición de antiheroína se convierte en efecto de la condición colonial de la isla y de la esclavitud. En sus
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dominante en el siglo xix, que aseguraba una continuidad entre el cuerpo y el carácter, el narrador le confiere una connotación negativa a la protagonista de la novela: su semblante, el texto por excelencia, revelaba una expresión maligna.5 A lo largo de la ficción, Cecilia Valdés no hace más que responder al modelo trazado por el narrador desde las primeras páginas. Su comportamiento iracundo la llevará al final de la novela a ser cómplice del asesinato de Leonardo, su amante y medio hermano. La construcción del personaje está, en gran medida, determinada por el discurso racista del siglo xix, con una larga tradición proveniente de la historia natural, que percibía la mezcla interracial como causa de la degeneración. En ese sentido, Cecilia Valdés es una novela antiesclavista que continúa siendo racista.6 La idea de una protagonista mulata de dudosa procedencia moral suscitó muchas críticas en su época. Si se revisa, por ejemplo, la recepción que tuvo la novela dentro de la crítica literaria cubana de finales del siglo xix, se encuentra que muchos de los contemporáneos de Villaverde reaccionaron negativamente ante el trazado sicológico de la protagonista mulata.7 La crítica literaria de la época celebró a Isabel de Ilincheta, pero encontró al personaje de Cecilia Valdés carente de la estatura moral que debía requerir siendo la protagonista. En la novela, este no es el único personaje en el cual se filtran las correspondencias entre mestizaje y degeneración, sino que se extiende a otras figuras mulatas: me refiero, en particular, a su madre, Rosario Alarcón, y a Pimienta, el sastre, músico y fiel enamorado de la prota-
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palabras, Cecilia, como personaje, escapa a la lógica de las narrativas nacionales (48-54). Para un análisis sobre fisionomía y habla en la novela, recomiendo el ensayo de Juan G. Gelpí, “El discurso jerárquico en Cecilia Valdés”. Sobre la manera en que coexisten en un mismo espacio abolicionismo y racismo, ver Contradanzas y latigazos de Reynaldo González (82-86). Entre ellos, habría que mencionar la fuerte crítica de Martín Morúa Delgado. Su novela Sofía (1891) constituye una respuesta a la de Villaverde en la medida que se invierte la idea del mulataje encarnada en Cecilia Valdés: Sofía es una blanca a la que hacen pasar por mulata. Sobre la relación entre Cecilia Valdés y Sofía es muy útil el ya mencionado libro de William Luis.
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gonista. Mientras la primera queda relegada a los márgenes de la ficción y pone en escena el cuerpo mulato patologizado y debilitado que desemboca en la locura, el segundo restituye el cuerpo negro como instancia de violencia y criminalidad al asesinar a Leonardo.8 La reticencia mayor de Céspedes no procedía directamente de las representaciones literarias de la mulata, que como se ha visto estaban en consonancia con los postulados del discurso de la degeneración racial, sino, sobre todo, de la centralidad del costumbrismo para discutir temas de la arena científica; en ese sentido, su reserva habría que plantearla en términos de tensión entre el discurso literario y el científico. Su crítica cobraba sentido ante una literatura costumbrista emparentada con el paradigma de las ciencias naturales y que se concentraba en los mismos objetos de estudio que la naciente antropología. En el discurso de apertura de la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba, Luis Montané, su director y figura clave en el desarrollo de la antropología en Cuba, conectaba la especificidad del saber antropológico cubano con el problema del mestizaje: Tendréis que abordar uno de los problemas más delicados de la antropología fisiológica; queremos hablar de los cruzamientos étnicos y de su influencia bajo el punto de vista de los productos. Aquí, mejor quizás que en ninguna parte, nos encontramos en disposición de levantar una punta del velo que oculta tan difícil problema. (Lane 186)
El mestizaje se había convertido en el tema central tanto para los debates antropológicos como para la literatura costumbrista del siglo xix. En ese sentido, Céspedes intentaba desacreditar la capacidad de la ficción para intervenir en temas raciales y científicos y, al mismo
8 En “Material Culture, Slavery, and Governability in Colonial Cuba”, Agnes Lugo-Ortiz estudia cómo la representación de la mulata en la cultura material de la segunda mitad del siglo xix, en particular, en las marquillas de tabaco, insistió en la narrativa de declive y degeneración de dicha tipología. Al igual que su contraparte literaria, las protagonistas de la cultura tabaquera respondían al mismo trazado biográfico que culminaba en su decadencia.
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tiempo, aseguraba la legitimación de las emergentes ciencias sociales por encima de la literatura.9 Si bien Céspedes criticaba las representaciones literarias de la mulata, terminaba por recurrir a la retórica costumbrista. El uso que hizo de los dispositivos costumbristas revelaba, por una parte, cuán porosas eran las fronteras entre ciencia y literatura y, por otra, la importancia del costumbrismo para su propio trabajo antropológico. Haciendo énfasis en esta problemática, Jill Lane propuso el término de “costumbrismo científico” para referirse a los textos de orientación científica que, como los de Céspedes, se situaban muy cerca del costumbrismo de fines de siglo: “Indeed, this text might best be read as a form of ‘scientific costumbrismo’, in which the narrative conventions of costumbrista aesthetics were enlisted as the primary means through which to make persuasive ostensibly ‘scientific’ claims about race, gender, and culture” (194). Lane coloca la intervención de Céspedes en una relación genealógica con el archivo costumbrista y utiliza la categoría de costumbrismo para clasificar el estudio del médico y antropólogo cubano. Céspedes organizó muchas de sus escenas siguiendo la retórica costumbrista: apegado a ella, utilizó el discurso tipológico y estructuró la narración a manera de cuadros; pero, más importante aún, apeló a una de las máximas de la literatura costumbrista: mejorar las costumbres de la sociedad como vía para regenerar los vicios y los males sociales. Entre los textos de la tradición costumbrista y los pioneros de la antropología se abría un campo mancomunado no solo a nivel formal y retórico, sino también conceptual.
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En la década anterior al estudio de Céspedes, se habían publicado en Madrid los textos ¿Es ángel? Novela original de costumbres cubanas (1877) y La mulata. Estudio fisiológico, moral y jurídico (1878), ambos del mismo autor, Eduardo Ezponda, puertorriqueño radicado en Cuba. Mientras la novela, cuyo título en forma de pregunta se refiere directamente al personaje de la mulata, insiste en las virtudes morales de la misma, el tratado reproduce los estereotipos racistas del discurso científico. La comparación entre ambos, sobre todo porque provienen de un mismo autor, resulta muy interesante para pensar la relación entre racismo y género de escritura durante el siglo xix.
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En Cecilia Valdés, salen a relucir varias cuestiones que hacen que la ficción se emparente con la antropología. El narrador, haciendo uso de la economía narrativa costumbrista, se autoriza a lo largo de la novela en base a su calidad de testigo y observador. Su capacidad para leer los signos corporales de los personajes, centrados en los ángulos faciales, en el pelo y en el color de la piel, lo sitúa muy de cerca de hombres de ciencia como Céspedes. El ejercicio de clasificar a cada personaje mulato coloca al narrador en una posición privilegiada con relación a los nuevos saberes. Con respecto a Cecilia, afirma: La complexión podía pasar por saludable, la encarnación viva, hablando en el sentido que los pintores toman esta palabra, aunque a poco que se fijaba la atención, se advertía en el color del rostro, que sin dejar de ser sanguíneo había demasiado ocre en su composición, y no resultaba diáfano ni libre. ¿A qué raza, pues, pertenecía esta muchacha? Difícil es decirlo. Sin embargo, a un ojo conocedor no podía esconderse que sus labios rojos tenían un borde o filete oscuro, y que la iluminación del rostro terminaba en una especie de penumbra hacia el nacimiento del cabello. Su sangre no era pura y bien podía asegurarse que allá en la tercera o cuarta generación estaba mezclada con la etíope. (73; énfasis mío)
Al insistir en la dificultad de clasificar a Cecilia, el narrador capta cómo la categoría del mulataje amenaza con disolver las jerarquías y los lugares fijos del discurso racial, convirtiéndose en un espacio de negociación de la identidad. El mestizaje racial engendraba confusión y ambigüedad, una relación contraproducente para los proyectos de visibilidad y control disciplinarios. Si el espacio colonial se convierte, como sugiere Michael Taussig en Mimesis and Alterity, en el terreno por antonomasia para pensar las relaciones miméticas, el cuerpo mulato pondría a funcionar una lógica de lo mimético por excelencia: mientras el mundo colonial termina a la postre alterando las correspondencias entre “original” y “copia”, el cuerpo mulato propondría una dinámica de continuidad, haciendo difícil distinguir entre las fronteras de lo blanco y lo negro. Ejemplos concretos proliferan a lo largo de la novela, donde algunos de los personajes llegan a identificar a Cecilia con su media
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hermana Adela o con una persona de “raza blanca”. En uno de esos pasajes, Pimienta confunde a Cecilia con Adela (200); algo similar le ocurre a Isabel de Ilincheta, quien la llama por ese mismo nombre (334). En el baile de la “gente de color”, el narrador explica la penosa impresión que causaba Cecilia a las personas que observaban la fiesta desde el exterior de la casa: “Tras las ponderaciones de las gracias de la muchacha, podían oírse voces de compasión, pues tomándola por una joven de pura sangre, era natural que les chocase de verla allí y que creyese de bajos sentimientos a quien consentía en rozarse tan de cerca con la gente de color” (381). Frente a la incapacidad de los personajes, es la mirada del narrador la que garantiza que se imponga el orden racial. Una estrategia similar se utiliza a la hora de describir a la abuela de Cecilia, Josefa: “Tenía el color cetrino que resulta de la mezcla de hembra negra y varón indio; pero lo crespo del pelo y el óvalo del rostro no admitían la probabilidad de semejante maridaje, sino el de madre negra y padre blanco” (66). La clave hermenéutica se cifraba, en el caso de Josefa, en el pelo y en el contorno de la cara. Mientras la sutil diferencia pasa inadvertida al observador inexperto, el narrador jerarquiza, esclarece y delimita las fronteras raciales. Junto al narrador, el personaje que más se distingue por ostentar un conocimiento antropológico en la novela es Cándido Gamboa, español y esclavista. Al comentar la fuga de sus esclavos del ingenio La Tinaja, clasifica a los mismos de acuerdo con su lugar de origen: Más todos ésos son congo real, congo loango o congo musundi, raza humilde, sumisa, leal, la más propia para la esclavitud, que parece su condición natural. Sólo un defecto tiene, eso sí, grave, capital: es la raza más holgazana que sale del África […] Y por no trabajar, a menudo se huyen… Lo que me extraña mucho, lo que no acierto a explicarme es el por qué han seguido el ejemplo de los congos Pedro y Pablo carabalí, Julián arará, Andrés bibí, Tomasa suama, Antonio briche, ni Cleto gangá. Estos negros industriosos, incansables para el trabajo, fuertes, robustos, formales, éstos no se fugan sin causa. No, negros que siempre tienen tiempo para sus amos y para sí, que juntan dinero y a menudo se libertan, no se huyen por poca cosa. Son muy soberbios, tal es su único defecto, para alzarse sin causa poderosa. Antes se ahorcan que fugarse al bosque. (445)
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Gamboa organiza la subjetividad de sus esclavos de acuerdo con su grupo étnico. Las distinciones tenían un carácter pragmático porque estaban encaminadas sobre todo a distinguir la rentabilidad del esclavo, su disposición ante el trabajo, su tendencia a la fuga, al suicidio y a las revueltas. Frente a los esclavos congos, el personaje de Gamboa destaca a los de origen carabalí por su fuerza física y por ser más “productivos” que los de otras naciones. La ficción da cuenta del grado de “especialización” que había alcanzado el saber antropológico de los hacendados y traficantes de esclavos, pues el grupo étnico congo aparece subdividido en varias categorías. El discurso esclavista no produjo una visión homogénea de las llamadas naciones africanas, sino que insistió en crear las taxonomías que garantizaron una relación de poder basada en el conocimiento antropológico sobre “el otro”. A la denominación asignada de acuerdo con su origen africano, se le suma el nombre dado en el momento del bautizo. Resulta significativo que los dos esclavos cimarrones de procedencia carabalí, que terminan suicidándose, se identifiquen con los nombres de Pedro y Pablo, de gran simbolismo para el cristianismo. Al reconocerlos bajo esos nombres, el narrador realza el temple moral que Gamboa les había conferido. La suspicacia de este, quien intuye que la fuga del resto de sus esclavos se debe a episodios ocultos entre su contramayoral, Liborio, y los cimarrones, la comprueba el lector en las siguientes páginas de la trama. Es, además, el propio narrador quien admite el conocimiento antropológico adquirido por Gamboa en calidad de hacendado y traficante de esclavos: Podía echarse de ver por esto poco que algo se le alcanzaba a D. Cándido Gamboa de achaque de etnología africana. Ya se ve, el tráfico constante en esclavos en muchos años, la posesión de dos o tres centenas de éstos, le habían enseñado que según su raza eran más sumisos o levantiscos, más o menos a propósito para llevar hasta la muerte el pesado yugo de la esclavitud. (444-445; énfasis mío)
Junto a Gamboa, se destaca el médico de su ingenio, Mateu, quien reconoce que su saber antropológico proviene directamente de la experiencia del tráfico de esclavos y de la medicina (485). Ambas figuras
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se conectan con uno de los lugares más importantes en la producción del conocimiento antropológico en el siglo xix: la plantación. Mientras Mateu, con sus viajes a las costas africanas y con la medicina, había acumulado un conocimiento directo sobre las características físicas, las prácticas sociales y las costumbres de los diversos grupos étnicos de África, Gamboa, en su condición de hacendado, había heredado y desarrollado una visión antropológica sobre los mismos basada en su experiencia directa en la plantación. En Cecilia Valdés, la pareja Gamboa-Mateu (hacendado-médico) se encarga de ficcionalizar una larga tradición de confabulación entre conocimiento y poder. En Cuba, donde el modelo económico de la plantación tuvo un impacto solo comparable al de Haití, se había producido una literatura donde los hacendados, en complicidad con los saberes dominantes, produjeron los primeros documentos de carácter antropológico. En esa línea habría que ubicar en primer lugar Reflexiones histórico físico naturales médico quirúrgicas (1798) de Francisco Barrera y Domingo, seguido por El vademecum de los hacendados cubanos (1831) de Honorato Bernard de Chateausalins y por Antropología y patología comparadas de los negros esclavos (1876) de Henry Dumont, considerado el primer texto propiamente antropológico.10 En la primera parte de su estudio, Dumont depende en gran medida del conocimiento articulado por los administradores y los médicos de ingenios. Estas dos figuras, junto a los médicos de los buques “negreros”, se convierten en las fuentes de información más importantes 10 Dumont, médico francés, llegó a México en 1863 por encargo de su gobierno para estudiar la fiebre amarilla, que estaba causando grandes estragos al ejército francés en ese país. En 1864, se asentó en Cuba y permaneció allí hasta 1866, año en que emprendió un recorrido por diferentes islas del Caribe y América del Sur (Santo Tomás, Guadalupe y la Guayana Francesa), que culminaría con su muerte en Puerto Rico en 1878. A Dumont se deben no solo los primeros estudios antropológicos de Cuba, sino también los de Puerto Rico. La Academia de Ciencias de La Habana publicó, entre 1875 y 1876, los dos volúmenes de su Ensayo de una historia médico-quirúrgica de la isla de Puerto Rico. A esta publicación, se le sumó Investigaciones de las antigüedades de la isla de Puerto Rico. Sobre la relación entre medicina y antropología, se puede revisar Los médicos y los inicios de la antropología en Cuba de Enrique Beldarraín Chaple (13-65).
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para su libro. En la segunda parte, utiliza su propio “trabajo de campo” llevado a cabo en los hospitales de la ciudad de La Habana y en las plantaciones de la capital y de Matanzas. En general, Dumont realiza un análisis comparativo de siete grupos étnicos africanos e incluye algunas de las patologías que afectaban al conjunto de la población estudiada. Al examinar los grupos étnicos, el antropólogo pone en práctica un mismo método de análisis, dividiendo el estudio de cada nación en dos partes: la primera, destinada a las características físicas y morales de la etnia en general; la segunda, dedicada al estudio específico de un sujeto proveniente de cada nación. Ambas partes proponían una relación de continuidad entre individuo y comunidad (Lane 183). Al clasificar los diversos grupos de origen africano, el antropólogo los jerarquizaba siguiendo el discurso geopolítico imperial, que tendía a colocar los pueblos más civilizados al norte en tanto los menos avanzados quedaban localizados al sur.11 Mientras los mandingas, gangás, lucumíes, minas y carabalíes se destacaban por su inteligencia, belleza física y similitud de caracteres con la “raza blanca”, los congos, en particular, ocupaban el peldaño inferior entre las naciones africanas (37-39). En ese sentido, la ficción y la antropología insistieron en las mismas jerarquías étnicas de los grupos africanos. Gamboa exalta los rasgos positivos de sus esclavos Pedro y Pablo, ambos de origen carabalí, distingue a Andrés bibí, a Tomasa suama y a Antonio briche, cuyas clasificaciones también se incluían dentro de ese grupo étnico y elogia a Julián arará y a Cleto gangá; sin embargo, caracteriza a los congos como los más perezosos y holgazanes de las naciones africanas. Para Dumont, por su parte, la tendencia a la vagancia “innata” en los congos era la causa principal de las enfermedades que padecían. Si bien los otros grupos africanos eran capaces, por medio del contacto con la “cultura” y la “civilización”, de mejorar sus costumbres y prácticas sociales, los congos carecían de ese grado de perfectibilidad.12
11 En “Fotografía, antropología y esclavitud”, Pedro Marqués de Armas apunta la relación entre geografía y jerarquía racial. 12 El estudio de Dumont recoge las primeras fotografías de esclavos en la isla. Sobre el valor antropológico de estas se pueden consultar los trabajos “Henri Dumont
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El estudio de Dumont recibió el Premio de la Academia de 18751876, pero no se publicó hasta 1916 en la Revista Bimestre Cubana, a cargo del antropólogo Israel Castellanos. En 1922, Fernando Ortiz lo sacó a la luz nuevamente en la Colección de Libros Cubanos.13 Al hacerlo, remontó los antecedentes de la antropología cubana al siglo xix, reconstruyendo los inicios de su propia disciplina.14 Su libro, Los negros esclavos, seguía en alguna medida la línea de investigación iniciada por Dumont. Pero, a pesar de las resonancias entre los títulos de ambos estudios y de la importancia conferida al trabajo de Dumont, el texto de Ortiz mantiene una relación más cercana con la novela Cecilia Valdés. Si se compara las veces en que Dumont aparece citado como referencia dentro de Los negros esclavos con el número de ocasiones en que Villaverde se incorpora, se percibe que la ficción costumbrista no solo ocupa muchas de las páginas del clásico de Ortiz, sino que, además, organiza su texto. Los puntos de contacto entre ambos van más allá del interés general que compartieron el realismo y la antropología a lo largo del siglo xix, basado en el escrutinio de lo social. En ese sentido, habría que recordar que la novela cubana nació aunada a un proyecto de reformas antiesclavistas y que convirtió el estudio y la observación de las poblaciones de origen africano en su principal centro de atención. Junto a los testimonios de los informantes exesclavos incorporados en el libro de Ortiz, aparecen extensas interpolaciones de la ficción costumbrista. ¿Qué efectos se producen cuando el antropólogo detiey la imagen antropológica del esclavo africano en Cuba” de Gabino de la Rosa Corso y “Fotografía, antropología y esclavitud” de Marqués de Armas, cuyo ensayo recoge algunas de las fotografías realizadas por Dumont. 13 Castellanos fue quien encontró el estudio y realizó la traducción del documento del francés al español. La edición de Ortiz de 1922 recoge el interesante intercambio epistolar que Castellanos sostuvo con su compatriota Jorge Leroy y con el puertorriqueño Cayetano Coll y Toste, con el objetivo de obtener datos sobre la biografía y la obra de Dumont. 14 Como precedente de esa genealogía habría que mencionar el estudio Los negros de Antonio Bachiller y Morales, publicado probablemente en 1880. Sobre la antropología en Cuba en el xix, se puede revisar “En torno a la antropología y el racismo en Cuba en el siglo xix” de Armando García González.
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ne su escritura e incorpora largos fragmentos de Cecilia Valdés? ¿Cómo coexisten bajo un mismo dominio ficción y antropología? Los usos que hace Ortiz de las citas son importantes para entender el lugar de la ficción costumbrista dentro de su escritura antropológica. Si la cita puede ser pensada como un ejercicio de reapropiación en busca de autoridad, al integrar a Villaverde a su matriz discursiva, Ortiz termina por conferirle legitimidad a la ficción costumbrista. Si la cita, como mecanismo de interpolación, implica una especie de canibalización discursiva, el antropólogo concluye por apropiarse de los códigos costumbristas de representación y recreación del sentido. A través de las innumerables citas, Ortiz suspende su escritura para dar cabida a la escritura de Villaverde; en ese sentido, el registro antropológico se detiene para abrir espacio al costumbrista y, en ese margen, ficción y antropología comulgan. En algunas ocasiones, la cita se incorpora a partir de un preámbulo, como en el siguiente ejemplo: “Véase como Cirilo Villaverde describe el boca-bajo” (242; énfasis en el original). En otras, Ortiz no incluye ninguna introducción, sino que el paso de la antropología a la ficción se da solo a través del uso de las comillas. Si bien en el primer ejemplo hay una distancia entre el que escribe y el que se cita, en el segundo caso la distancia se reduce, acortando la brecha de tal manera que se hace difícil distinguir quién es quién en el texto. En ambos casos, al traspasar los pasajes de la ficción costumbrista a su escritura antropológica, Ortiz reconoce el valor epistemológico del costumbrismo y la legitimidad de Villaverde como testigo y observador. En ese sentido, Cecilia Valdés transita por las páginas de Los negros esclavos como documento: Ortiz le asigna valor documental a la ficción antiesclavista decimonónica. La incorporación de la novela dentro del texto revela, como afirma Julio Ramos, el paso de la ficción al documento (Paradojas de la letra 27). Pero, el valor documental de la ficción costumbrista traspasa la dimensión de la cita: un análisis del índice temático de Los negros esclavos revela las semejanzas que se pueden establecer entre Cecilia Valdés y el estudio de Ortiz. Las distinciones entre las categorías de esclavo urbano y esclavo rural, presentes en Los negros esclavos, funcionan como un eje estructural en la novela de Villaverde. Mientras la primera, la segunda y la cuarta parte de la novela tienen como es-
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cenario el contexto urbano de La Habana, la tercera se desplaza de la ciudad al campo y centra su atención en las estructuras económicas del cafetal y del ingenio. A las distinciones entre el esclavo urbano y el rural se suman entonces otros aspectos que se convertirán en Ortiz en motivo de estudio científico: desde las diferencias entre esclavos y libertos y entre ingenio, vega y cafetal hasta las descripciones de la jerga de los “bozales”, los castigos y suicidios de los esclavos, la enfermería, el guardiero y las diferencias étnicas de las naciones africanas. Algunos de los pasajes, utilizados por Ortiz, provienen directamente de la tercera parte de la novela. En esa sección, la narración recrea una serie de episodios mediante los cuales la ficción interviene en el debate de la abolición y en la constitución jurídica del esclavo, dos de los temas más trabajados por Ortiz en su libro. Frente a la visión descarnada de los amos y del derecho romano, que objetificaba al esclavo, los episodios de la tercera parte de la novela tienden a resaltar el mundo afectivo de los siervos in crescendo: desde la despedida organizada por los esclavos a Isabel en el cafetal hasta la intercepción de Goyo, el guardián del ingenio La Tinaja, ante su legítima ama doña Rosa; el regreso de los esclavos cimarrones ante el perdón concedido por sus amos; los suicidios de Pedro y Pablo carabalí y el cuasimonólogo de María Regla, con el que cierra la tercera parte de la novela. La narración elaborada e inteligente de María Regla sobre la historia de su vida como esclava, frente a una audiencia femenina blanca y en la que, mediante el uso de la palabra, se juega el futuro perdón de su ama, contrasta con la alternativa de Pablo de quitarse la vida. Mientras este último, esclavo de nación, apela al suicidio como forma de rebelión, María Regla, esclava criolla, hace uso de su buen español para relatar los cuadros más importantes de su vida con vistas a conmover sentimentalmente a su audiencia. Si bien no llega a constituir una escena legal, el episodio tiene reminiscencias de un juicio penal donde la víctima expone ante un tribunal los hechos sucedidos e intenta eximirse de cualquier culpa. Los casos de Pablo y María Regla pueden ser leídos como dos estrategias diferentes de resistencia frente a la autoridad de los amos y representan, siguiendo a Manuel Barcia, dos de las formas de oposición utilizadas por los esclavos africanos y los criollos: mientras la mayoría de los primeros utilizó las revueltas
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e insurrecciones como vías de resistencia, los segundos, nacidos en Cuba, recurrieron a las propias leyes del código penal para hacer valer sus derechos (Seeds of Insurrection 2). Cada una de estas escenas, con un núcleo temático bien diferenciado, iba encaminada a proponer una especie de resolución simbólica entre los amos y los esclavos, un pacto o alianza afectiva entre el señor y el vasallo en el momento en que la esclavitud entraba en su recta final en la isla. El futuro postesclavista dependía en gran medida de esta narrativa de reconciliación: si el pacto se rompía, como en el caso de los suicidios de Pedro y Pablo, no era a causa de la figura del amo, sino del mayoral, quien venía a encarnar, tanto en la ficción de Villaverde como en el estudio de Ortiz, la figuración más cruel del mundo esclavista. Además, cada una de estas escenas se construye a partir de la idea de que la esclavitud española, en la metrópolis y en las colonias, contenía un trasfondo legal que hacía del esclavo un “sujeto activo de derechos”. Tanto ficción como antropología se enmarcaban en un escenario de transición de la esclavitud a la ciudadanía y buscaban incorporar al esclavo a los discursos de la nación. La novela Cecilia Valdés compartió, como se ha visto, un proyecto epistemológico en común con los pioneros de la antropología cubana y se convirtió en un referente fundamental en la configuración de los presupuestos normativos de Los negros esclavos de Ortiz. Su protagonista pasaría de personaje despreciado por la crítica literaria en las últimas décadas del siglo xix a ícono de la cultura nacional, lo que revela la transformación acaecida en la conceptualización de la tipología de la mulata y en la idea de la mezcla racial. Si, para finales del siglo xix, Villaverde se hacía eco de la teoría de la degeneración, ya en los años veinte y treinta del período republicano el cuerpo mulato había sido despojado de los estereotipos asociados con la decadencia del cruce racial para ser entendido como sinónimo de la nación.15 La antro-
15 Sin embargo, en la película Cecilia (1982) de Humberto Solás, la protagonista no adquiere la dimensión heroica trabajada en el resto de los personajes mulatos y negros. Si bien el largometraje convierte a estos últimos en héroes de la lucha anticolonial, Cecilia sigue anclada en el registro folletinesco.
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pología y la vanguardia literaria desempeñaron un papel decisivo en la resemantización de la iconografía de la mulata y en la mitificación del personaje de Cecilia Valdés. Postular a la mulata como metáfora de la identidad cubana se convirtió en una manera de reformular los principios asociados a la degeneración y en una respuesta de las elites criollas a las teorías raciales metropolitanas.
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CAPÍTULO 11
Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba
La Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba se fundó en 1877 y funcionó de manera oficial hasta 1891.1 Su apertura sucedió en medio de la creciente institucionalización de la antropología a nivel internacional: en 1859 se había fundado la de París; en 1863, la de Londres, y en 1865, la de Madrid. En la conferencia “La antropología en Cuba” (1894), Arístides Mestre, miembro de la institución, rememora la creación de la Sociedad Antropológica y reconstruye la historia de la disciplina en Cuba hasta ese momento, dividiéndola en dos etapas: antes y después de 1874. Ese año alcanzaba una gran importancia para Mestre porque marcaba el regreso a Cuba de Luis
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Aunque, de acuerdo con Manuel Rivero de la Calle, la Sociedad siguió operando cuatro años más de manera no oficial (viii). Para un estudio sobre la historia de la Sociedad Antropológica y los debates suscitados durante sus años de existencia, se pueden revisar Los médicos y los inicios de la antropología en Cuba de Enrique Beldarraín Chaple (128-154) y Antropología en Cuba de Armando Rangel Rivero (99-113).
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Montané, quien sería una de las figuras claves en el desarrollo de la antropología. Montané volvió después de estudiar en París bajo la dirección del antropólogo Paul Broca y de participar en la vida científica de la Sociedad Antropológica de esa ciudad (145). En el recuento histórico, Mestre situaba los orígenes de la antropología cubana en las relaciones de los viajeros y citaba los nombres de Las Casas y Oviedo como ejemplos. Del siglo xix, mencionaba a Miguel Rodríguez Ferrer y su Naturaleza y civilización de la grandiosa isla de Cuba (1876). Como antecedentes institucionales, señalaba el Liceo de Guanabacoa y el Ateneo de La Habana. El presidente fundador de la Sociedad Antropológica fue el prestigioso naturalista Felipe Poey, pero, a lo largo de sus catorce años de existencia, sería dirigida por otras figuras de gran relieve científico como Enrique José Varona y el propio Montané. Integraron, además, la institución personalidades del orden literario como Francisco Calcagno, Esteban Borrero, Antonio Zambrana y Antonio Bachiller y Morales. En su ya mencionada conferencia, Mestre llamaba la atención sobre la peculiaridad de que literatos y científicos integraran las filas de la Sociedad y ostentaba el carácter democrático y plural de esta, que acogía a todos los interesados en la nueva ciencia (148). El cruce entre hombres de letras y hombres de ciencias revelaba la proximidad que predominaría entre literatura y antropología en la historia de la constitución de esta última como disciplina moderna. Con la fundación de la Sociedad se inició la institucionalización de la antropología en Cuba. Junto a la apertura de su centro, otras prácticas intentaron otorgarle legitimidad científica a la institución. En primer lugar, se destacan la inauguración del museo, la creación de la biblioteca y la publicación del Boletín de la Sociedad.2 A través de estos lugares, sus miembros aspiraban a consolidar un espacio especializado 2 El Boletín se convirtió en el principal medio de divulgación de la Sociedad Antropológica: en sus páginas se publicaron algunas de las ponencias y resúmenes de las sesiones. Según Beldarraín, el primer número del Boletín se publicó en septiembre de 1879, casi dos años después de haberse inaugurado la Sociedad Antropológica. Solo se efectuaron ocho entregas, entre 1879 y 1887. En su libro, además, se puede encontrar el índice bibliográfico del Boletín (149-154).
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donde pudieran circular las últimas investigaciones científicas (libros, reseñas, panfletos) y la cultura material de la institución. En segundo lugar, sobresale el esfuerzo mancomunado por emplear en los trabajos científicos un vocabulario técnico, propio de las ciencias. En la sesión del 4 de agosto de 1878, bajo la presidencia de José Argumosa, José R. Montalvo propuso: “Es de todo punto necesario en una Sociedad Antropológica no usar sino de aquellos términos admitidos hoy por la ciencia y que por su posición no den lugar a discusiones, y de ningún modo de los vocablos vulgares y desterrados del dominio de aquella” (“Intervención” 55). Julián Gassie, por su parte, insistía en que “cree también de absoluta necesidad que empleen todos el lenguaje de la ciencia, y que se destierren de una vez los términos de pardos por mulatos, morenos por negros, asiáticos por chinos” (“Intervención” 55). La insistencia a nivel lingüístico revelaba la necesidad de ajustar un aparato conceptual que diera cuenta de la especialización de la ciencia antropológica en el fin de siglo. La consolidación del saber dependió, en gran medida, de la articulación de un campo semántico ajustado a los parámetros científicos y de un metalenguaje a través del cual la antropología pudiera invocar sus problemas y sus objetos de estudio. El énfasis en el vocabulario técnico conllevó, en tercer lugar, la necesidad de demarcar las fronteras con otras disciplinas: se aspiraba a hablar desde la antropología, sin hacer uso de otros saberes como la historia. En ese sentido, los integrantes de la institución intentaron, a través de diferentes estrategias, hacer visible la “autonomía” y legitimidad de las nacientes ciencias sociales. La Sociedad Antropológica constituyó un espacio de sociabilidad científica, cuya historia intelectual puede ser reconstruida a través de las Actas, resúmenes de las sesiones que se celebraron durante los años de vida de la institución.3 Su lectura posibilita armar los debates que
3 Las actas de la Sociedad Antropológica permanecieron inéditas hasta el año 1961. Hoy en día existen dos versiones: la primera, realizada por el antropólogo Manuel Rivero de la Calle, Actas, y la segunda, por Armando García González, Actas y resúmenes de Actas de la Sociedad Antropológica de la isla de Cuba. En Los
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se suscitaron en el centro y, además, visibilizar las conexiones que entablaron los cubanos con instituciones y científicos a nivel mundial. La Sociedad Antropológica tuvo una proyección internacional y sostuvo relaciones de intercambio con otras sociedades homólogas, como las de París, Múnich y Moscú, sin olvidar la española. Los vínculos entre estas instituciones se pueden seguir a través de la circulación de materiales y libros, pero, también, mediante las lecturas que ocuparon la atención de los miembros de la Sociedad Antropológica y que conformaron los archivos de su biblioteca. Entre los antropólogos y naturalistas que fueron debatidos, comentados o simplemente citados en las sesiones, se encontraban Charles Darwin, Louis J. Aggassiz, Ernst Haeckel, Georges Cuvier, Max Müller, Armand de Quatrefages, Herbert Spencer, Paul Topinard, Arthur de Gobineau y Anténor Firmin, entre muchos otros. La mayor parte de las discusiones se centró en el tema de la mezcla racial, pero hubo, también, un número importante de sesiones dedicadas al estudio de la “raza negra”, a las relaciones entre raza y nación, al clima, al debate del monogenismo/poligenismo y a temas de índole arqueológico. Las elites criollas utilizaron la antropología para defender la modernidad de su proyecto político. En “La política moderna y la ciencia antropológica. El problema de la colonización”, Mestre planteó la importancia de la antropología para la política colonial e indicó, además, que el único modo de hacer política moderna era mediante la ciencia (291). La antropología se presentaba como la vía para alcanzar el conjunto de reformas políticas y sociales que buscaba el autonomismo en la isla. Mestre utilizaba el término “ciencias sociales” para referirse no solo a la antropología, sino también a la sociología, y marcaba sus conexiones con la biología. En ese sentido, subordinaba el camino de las ciencias sociales al de las ciencias biológicas; estas últimas marcaron, con Darwin y Spencer a la cabeza, el rumbo epistemológico de la antropología. El paradigma científico del siglo xix continuaba siendo,
médicos y los inicios de la antropología en Cuba, Beldarraín afirma que un grupo pequeño de actas no se había incluido en el volumen preparado por Rivero, así que fueron posteriormente incorporadas por García (145-146).
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ya en sus finales, el de las ciencias naturales: los principios de la biología definieron el estudio de la sociedad y el paradigma de la evolución marcó el tono de los debates políticos y científicos (291-292). Por otra parte, las elites criollas emplearon la antropología para redefinir su condición de sujetos de ciencias. A finales del siglo xix, las ciencias sociales habían adoptado el cambio de paradigma de lo universal a lo local. Si bien los científicos latinoamericanos y caribeños sostuvieron una relación problemática con las principales tradiciones científicas europeas en tanto las ciencias, dedicadas a los estudios raciales, los colocaban en los márgenes, fuera de la ciencia misma, excluidos de los aparatos científicos (Nancy Stepan y Sander Gilman, “Appropriating the Idioms of Science”), la nueva orientación les permitía transitar de la posición de objetos de conocimiento a productores del saber. La manera más efectiva que encontraron los hombres de ciencias para validarse en el nuevo contexto científico fue su pertenencia y cercanía con el escenario local. Poey, Montané y Varona autorizaron sus intervenciones a partir de un campo de saber específico: la antropología cubana; los tres insistieron en que esta debía estar dedicada al estudio de las poblaciones de origen africano y asiático y sus diversos cruces. En su discurso inaugural en la Sociedad Antropológica, Poey definió el carácter que debía tener la antropología en la isla: “Sea cubana nuestra antropología, antes que general” (“Intervención” ix). Montané, por su parte, abordó el mismo tema en la sesión inaugural: “Dos razas con las cuales vivís íntimamente, deberán en primer lugar ser objeto de vuestras perseverantes investigaciones: la raza africana y sus descendientes criollos, entre los cuales distingue el antropólogo notables diferencias, y la llamada raza mongólica” (“Intervención” ix). Varona, en la presentación del “Cuestionario sobre los niños de color, sus antecedentes étnicos, los grados de su inteligencia y las cualidades de carácter”, insistió en las ventajas que ofrecía Cuba para la investigación antropológica. En la sesión del 7 de julio de 1878, este último indicó que la intervención cubana en el dominio antropológico mundial iba encaminada a develar uno de los problemas más intricados para la ciencia: la mezcla racial. En ese sentido, la isla aparecía como el escenario idóneo para dicho estudio debido a la variedad de “razas” que convivía en su suelo
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(“Intervención” 45). Esta sería una de las maneras en que los antropólogos coloniales se autorizaron dentro del campo de saber europeo: si el intercambio racial se había convertido en una de las preocupaciones de mayor importancia para la antropología mundial, nadie mejor que ellos para intervenir en el asunto. Además de definir sus intervenciones desde un área de conocimiento particular, los científicos sociales de las zonas coloniales y postcoloniales se vieron en la necesidad de confrontar muchos de los argumentos de las ciencias metropolitanas. Varona calificaba de exageradas las teorías de Gobineau, pero, no negaba la existencia de “razas superiores” y “razas inferiores”. Mientras el antropólogo francés aseguraba que el cruce interracial era funesto para la “raza superior” porque prevalecía en el intercambio “la inferior”, el criollo le daba un giro de tuerca asegurando que la mezcla de dos razas desiguales tendía a eliminar la inferior, trayendo poco a poco a sus descendientes a la masa común de la superior (“Intervención” 45). Esta fue una de las estrategias más socorridas de los antropólogos y hombres de ciencias de las regiones “periféricas”, que, sin llegar a desarticular el aparato teórico de la ciencia europea, intentaron buscar una solución positiva para sus propias sociedades, marcadas por la heterogeneidad. En el trasfondo de la discusión no figuraban solamente Gobineau y la degeneración producida por la cópula interracial, sino también el tema de la abolición de la esclavitud en Cuba, que entraría en su recta final entre los años 1880 y 1886, bajo el sistema del patronato. Tanto Varona como la mayoría de los integrantes de la Sociedad Antropológica, de inclinaciones autonomistas, defendían la educación como la única vía posible de incorporar al esclavo a la vida cívica de la nación.4
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Esto no significaba que defendieran un proyecto nacional centrado en la heterogeneidad racial, pues la idea que predominaba, a finales del siglo xix, era que con una política de inmigración blanca a la isla, como venía sucediendo desde las décadas de 1840 y 1850, la “raza negra” estaba llamada a desaparecer por varias razones. Primero, aseguraban que el carácter poligámico de la población negra y la prostitución de las mujeres eran causas muy frecuentes de esterilidad (81); segundo, muchos de los miembros apuntaban que la falta de bienestar social conllevaría a la extinción de la población negra, y, tercero, sostenían que las
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En la sesión del 1 de septiembre de 1878, bajo la discusión suscitada por el “Cuestionario” de Varona, Argumosa se alarmaba de la falta de escuelas públicas para los niños de origen africano y sostenía que debía “llenarse cuanto antes ese vacío respecto de una raza destinada a emanciparse tarde o temprano” (“Intervención” 60). Como explica Enrique Beldarraín Chaple, los resultados del “Cuestionario” confeccionado por Varona ayudaron a diseñar el programa educativo para la “raza negra” (141). La Sociedad Antropológica se convirtió en uno de los primeros lugares donde circuló y se debatió, en la incipiente esfera pública cubana y bajo el halo de la ciencia moderna, una formulación positiva de la idea de la mezcla racial. Fue Juan Ignacio de Armas, quien había participado en la Sociedad Antropológica Italiana y tenía importantes conexiones con esa institución, quien, en la sesión celebrada el 6 de mayo de 1883, planteó el tema con más agudeza y cuestionó los postulados de las ciencias europeas: La cohabitación de dos o más razas en un mismo país no ocasiona los males que por algunos se ha supuesto, por el contrario los pueblos que la historia nos da a conocer como más grandes, cuyo poder se ha extendido más, son los más entremezclados. Los Romanos por ejemplo descendieron de hombres distintos […] Entre las naciones contemporáneas llama la atención la confederación de la América del Norte precisamente es un país compuesto por hombres de todas las razas y de todas las nacionalidades y en esa heterogeneidad de población consiste su grandeza, pues el cruzamiento de una raza con otra ha ido perfeccionando las castas de la misma manera que cruzando las mejores razas de animales se obtienen las mejores crías. (“Intervención”156)
La intervención de Armas sobre la mezcla racial no analizaba el caso cubano, sino que se remontaba a la Antigüedad, con el ejemplo
mezclas raciales eran perjudiciales y que los mestizos no podían reproducirse más allá de la segunda o tercera generación (128). Con estas ideas, los integrantes de la Sociedad Antropológica decimonónica estaban convencidos de que, en unas cuantas generaciones, la isla podría acceder al paradigma blanco de nación.
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de los romanos, y utilizaba en el presente el caso de los Estados Unidos. Armas se colocaba en las antípodas de los que defendían que el intercambio racial provocaba degeneración y llegaba a proponer que la heterogeneidad, lejos de degradar las “razas”, se convertía en la mejor estrategia para mejorarlas. En el fondo de la discusión, aunque no aparece en las Actas, figuraba el futuro de Cuba como nación. Armas buscaba modelos alternativos a la idea que predominaba de nación moderna centrada en la homogeneidad racial. Su argumentación seguía anclada en el paradigma de la historia natural: el mundo de las especies animales guiaba la discusión en torno al humano. Junto al tema de la degeneración causada por la cópula interracial, apareció también la cuestión del clima. En la sesión del 4 de febrero de 1883, Antonio de León sostuvo que este llegaba a influir notablemente sobre las “razas” en el sentido físico u orgánico, pero no alteraba las condiciones morales e intelectuales (“Intervención” 145). Los antropólogos criollos intentaron desmontar los dos estereotipos más pujantes articulados por los saberes de las ciencias europeas: el mestizaje y la teoría del determinismo geográfico. En ese sentido, es posible reconstruir, dentro del archivo caribeño del siglo xix, una tradición crítica y científica que cuestionó dichos presupuestos y su posterior institucionalización. Estas no fueron, sin embargo, las únicas ideas que prevalecieron en los debates suscitados alrededor de ambos temas en la Sociedad Antropológica. Junto a la formulación positiva de la idea de la mezcla racial, convivieron las enunciaciones más virulentas del concepto de degeneración, encabezadas por miembros de la institución como Montalvo (“Intervención” 150-159). Una de las ponencias que más polémica provocó en las sesiones fue el “Ensayo antropológico sobre las enfermedades de los ojos en las diversas razas que habitan la isla de Cuba” de Juan Santos Fernández Hernández, leída en la sesión del 3 de mayo de 1878. Su investigación se convirtió en una excelente oportunidad para repensar las relaciones entre metrópolis, colonia y raza. Uno de sus principales críticos, Montané, aseveraba que las conclusiones de Fernández defendían la idea de una España racial y culturalmente blanca, ante lo cual objetaba la fuerte presencia de elementos bereberes y árabes como parte de la población española; Montané no aceptaba la manera en que Fernán-
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dez colocaba a los canarios alejados completamente de los africanos y se pronunciaba a favor de que ambos se confundían en sus orígenes debido a las continuas emigraciones entre las Islas Canarias y el continente africano (“Intervención” 38-39). Las críticas de Montané a Fernández constituyeron dos respuestas centrales articuladas por las elites criollas en el intento por ganar autonomía política. Si en la historia de las relaciones entre metrópolis y colonia, el tema de la raza se había convertido en la excusa para la exclusión de las colonias en el aparato de representación política peninsular, los criollos antillanos se encargaron de enfatizar que España compartía con sus posesiones ultramarinas un pasado caracterizado por el intercambio racial: apelar a los elementos africanos y árabes dentro de las poblaciones españolas se convertía en una forma de igualar en términos étnicos al imperio y sus colonias en el Caribe. Otro de los puntos controversiales derivado de la ponencia de Fernández se refería a la definición de la categoría cubano. Al respecto, se recoge en las Actas: “Tiene por cubanos a todos los que se tienen por blancos, ofrecen los caracteres generales de estos y son nacidos en Cuba” (“Intervención” 42). El acceso a la nacionalidad estaba determinado por el indicador racial, las poblaciones mulatas y negras nacidas en la isla quedaban fuera del paradigma de la nación. Su principal crítico en este tema fue Montalvo, quien cuestionó el uso que hacía Fernández de la categoría raza blanca, pues, de acuerdo con su comentarista, había “muchos individuos que ofreciendo la piel de ese color no pertenecían sin embargo a la raza blanca” (“Intervención” 51). Montalvo aseguraba que existían dos principios para medir la nacionalidad cubana: el geográfico y el antropológico. De acuerdo con el primero, mulatos, negros y blancos quedaban inmersos en la categoría de cubanos siempre que fueran criollos; el segundo, el antropológico, no los excluía de la denominación, solo colocaba a los mulatos y a los negros en una clasificación inferior (“Intervención” 51). El uso del criterio antropológico en los debates sobre raza y nación revelaba que, si bien las elites cubanas habían intentado reformular algunos de los principios de las ciencias europeas, desde los asociados con la degeneración hasta la idea de la pureza racial, al mismo tiempo utilizaban sus fundamentos para reafirmar las jerarquías raciales. Mientras
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las poblaciones negras y mulatas tenían por nacimiento el derecho a pertenecer a la comunidad cubana, la antropología ofrecía las herramientas necesarias para excluirlas del aparato jurídico en un momento en que el régimen esclavista había dejado de ejercer su lógica carcelaria sobre ese sector de la sociedad. Pero no fueron ni Montané, ni Armas, ni Varona, quienes con mayor efectividad intentaron desmontar las teorías raciales metropolitanas desde la propia antropología; ese título le correspondió al antropólogo haitiano Anténor Firmin, cuyo libro De l’égalité des races humaines (1885) fue comentado y criticado en la sesión del 19 de agosto de 1888. Firmin, miembro de la Sociedad Antropológica de París, se pronunció en contra de la idea de las “razas superiores” y las “razas inferiores” y proclamó la igualdad de las razas humanas. Su libro se convirtió en una respuesta explícita al tratado de Arthur de Gobineau, Essai sur l’inégalité des races humaines. Uno de los temas que con mayor detenimiento aparece en el texto de Firmin se relaciona con el mestizaje y la degeneración: al contrario de muchos antropólogos cubanos, el haitiano se opuso a la idea de que el intercambio racial produjera degeneración. Además, no solo se extendió en ese tema, sino que buscó los orígenes de esa posición dentro de la historia de las ciencias europeas. El problema radicaba para Firmin en que los científicos de finales del siglo xviii y de gran parte del xix, desde Linneo hasta Blumenbach y Cuvier, habían considerado la antropología como sinónimo de la historia natural del hombre; los naturalistas habían proclamado la antropología como dominio exclusivo de su saber. Firmin se pronunciaba en contra de que el método usado en la historia natural para el estudio de los minerales, las plantas y los animales se empleara en la antropología para el hombre. El antropólogo aseguraba que las ciencias naturales habían reducido la distancia entre el animal y el hombre al punto de incluir a este último dentro de la escala zoológica: el resultado había sido la institucionalización del racismo científico a finales del siglo xix. La crítica principal iba dirigida a la zona del saber antropológico que se preocupaba solamente del lado físico del ser humano; para Firmin era necesario estudiar al hombre en su dimensión moral, intelectual y social porque, a diferencia del reino animal, el hombre estaba programado para la vida social (6-11).
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Al postularse a favor del estudio social del hombre, Firmin se desplazaba de la anatomía a la moral en un intento por confrontar los presupuestos del racismo científico. El movimiento, propuesto como estrategia en las páginas de su libro, condensa de alguna manera el giro que se producirá dentro de la propia disciplina antropológica desde finales del siglo xix hasta los años veinte y treinta del siglo xx, que de una orientación biológica transitará a otra cultural y social. En ese sentido, la crítica de Firmin anunciaba el paso de la antropología física a la antropología cultural y, además, marcaba una diferencia sustancial con relación a las intervenciones antropológicas europeas. Si bien los textos producidos por las elites caribeñas, a finales del xix y principios del xx, siguieron enmarcados bajo el paradigma de la antropología física, la diferencia entre estos y los de los europeos radicó no solo en que los estudios pertenecientes a las tradiciones caribeñas intentaron desarticular algunos de los presupuestos del racismo científico, sino que, además, trabajaron en una relación de inmediata cercanía con el contexto social de los sectores de origen africano y campesinos estudiados en sus intervenciones. A pesar del fuerte determinismo racial que reprodujeron, el interés por lo social y lo cultural formó parte de los orígenes mismos de las ciencias sociales caribeñas. Si el ingreso de Cuba a la modernidad económica estuvo marcado por la articulación de un proyecto eminentemente esclavista a finales del siglo xviii, la inserción en el paradigma moderno de nación, basado en la homogeneidad racial blanca, dependió a finales del xix y principios del xx de la articulación de un proyecto antropológico. Con el comienzo del nuevo siglo y la transición del orden colonial al republicano, las nuevas ciencias adquirieron mayor protagonismo en los debates sobre la incorporación de los sectores negros y mulatos al espacio de la nación. Si como sujetos coloniales las poblaciones de origen africano habían sido esclavas o libertas, al decir de Alejandra Bronfman, con el nuevo orden nacional adquirieron el estatus de ciudadanas, lo cual implicó la intensificación de las relaciones entre raza, ciencia y política en el nuevo marco legal del país (Measures of Equality 33-35). Si bien la Sociedad Antropológica cerraría sus puertas en 1891, la antropología cobraría cuerpo en otras instituciones a partir del siglo xx y bajo el nuevo orden político; una de ellas comprendió la
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creación de la Cátedra de Antropología de la Universidad de La Habana a cargo de Montané, quien además organizó y preparó el plan de estudio que se impartiría en el centro universitario. Montané estuvo al frente de la cátedra hasta 1920, año en que fue sustituido por Mestre (Beldarraín 155-161; Bronfman 58-60). Montané y Mestre, fundadores de la Sociedad Antropológica en 1877, serían en gran medida los responsables de institucionalizar la antropología en la esfera pública y universitaria del país en el siglo xx.
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Cierro el libro con el debate generado por Anténor Firmin en la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba, no solo porque el antropólogo haitiano elaboró en De l’égalité des races humaines una de las respuestas más radicales al racismo científico preconizado por las ciencias sociales a finales del xix, sino, además, porque es una forma de regresar a Haití y a la Revolución haitiana al final del libro. A lo largo de las tres partes que conforman mi estudio sobre el Caribe hispano, he querido acercarme a las tres islas con Haití en el trasfondo, sin que esto signifique relegar su posición a un lugar secundario, sino, más bien, resaltando los efectos que tuvo la Revolución haitiana en la región a la hora de articular las relaciones entre raza, ciencia, literatura y nación. La elección de iniciar el libro con la República Dominicana, territorio donde con mayor fuerza se sintieron los efectos de la Revolución, y concluir con Cuba, colonia que llegó a reemplazar a Saint-Domingue como la mayor productora de azúcar a nivel mundial, revela la importancia del primer Estado independiente negro para el futuro de la región. La Revolución haitiana generó un efecto ambivalente en el Caribe: mientras que en la República Dominicana tuvo un impacto abolicionista, en Cuba y en Puerto Rico aceleró la institucionalización del régimen esclavista. Por una parte, generó la narrativa del miedo y la necesidad de blanquear los paradigmas raciales de las islas vecinas;
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por otra, se convirtió en modelo para los movimientos de reivindicación de lo negro en el Caribe. Haití, con su revolución, fue rechazada y negada por las elites criollas y peninsulares que aspiraban a perpetuar el régimen esclavista y colonial; pero su agenda antiesclavista y anticolonial inspiró a una parte importante de las tradiciones independentistas y abolicionistas dominicanas, puertorriqueñas y cubanas. Muchos de los conceptos claves para el futuro político de las Antillas como derechos naturales, ciudadanía, soberanía, libertad y antiimperialismo se rearticularon en constante diálogo con el recién independizado Haití (Ferrer “Haiti”, 42; Rojas “La esclavitud liberal”, 35-37). Ramón E. Betances propuso el modelo de la confederación antillana en estrecho diálogo con Haití y, tal vez, después de haber leído a Alexander von Humboldt en versión francesa, en cuyas páginas el viajero alertaba sobre una posible confederación africana que podría llegar a regir el futuro político de la región.1 Segundo Ruiz Belvis, José J. Acosta y Francisco M. Quiñones defendieron la abolición de la esclavitud en Puerto Rico apelando al legado de la Revolución haitiana. Y es muy probable que José Martí haya elaborado, como sugiere Jossianna Arroyo, su crítica al concepto de raza, enarbolado por las ciencias sociales, en diálogo con Firmin, un cruce no reconocido aún por los estudios cubanos (Writing Secrecy 71). Firmin y Martí fueron los intelectuales de fin de siglo que, con más eficacia argumentativa, desmontaron el aparato teórico de las ciencias europeas. El cubano exaltó el humanismo como respuesta al racismo científico desde la literatura; el haitiano apostó por el estudio del hombre en su dimensión moral, intelectual y social desde la propia antropología. A diferencia de Haití, que en su constitución de 1805 propuso denominar a todos los haitianos como negros, las islas hispánicas se distanciaron de ese modelo. Las narrativas de blanqueamiento, centradas alrededor del miedo al negro, se desplazaron desde la figura del indígena en la República Dominicana hasta el jíbaro en Puerto Rico y
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Sobre Betances y su idea de la confederación antillana en diálogo con Haití, sigo Writing Secrecy de Jossianna Arroyo, en particular, el capítulo 3.
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Epílogo
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la mulata en Cuba. Este enfoque racial, trabajado por la literatura a lo largo del siglo xix, terminó imponiéndose en las ciencias sociales. La arqueología, la sociología y la antropología se erigieron y consolidaron en diálogo con la literatura del siglo xix: aspiraron a ocupar su lugar en la esfera pública a la hora de debatir conceptos como raza, mestizaje, mulataje y degeneración, entre otros. A pesar de las diferencias que van de una disciplina a otra, los pioneros de las ciencias sociales en el Caribe hispano, desde Eugenio M. de Hostos, Arístides Mestre, Pedro F. Bonó y Alejandro Llenas hasta Firmin, insistieron en reconocer la arqueología, la sociología y la antropología con el término ciencias sociales. Contrario a lo que pudiera pensarse, el vocablo no se originó en los debates del siglo xx, sino que su genealogía se remonta al siglo xix. Mi elección del término no hace más que seguir la manera en que Hostos se refiere a estas disciplinas, en su Tratado de sociología, o a la forma en que Mestre las denomina, en “La política moderna y la ciencia antropológica”, por tan solo citar dos ejemplos. De las tres disciplinas, la arqueología postuló una nueva manera de mirar al pasado, al mismo tiempo que propuso una nueva forma de establecer relaciones entre el período prehispánico y el presente; la sociología, por su parte, permitió trascender el enfoque racial, dado su interés por las clases sociales y la antropología, por último, convirtió la mezcla racial en el enfoque central de su investigación. Aunque el paradigma que predominó en la antropología de fin de siglo fue el físico, las intervenciones de los antropólogos caribeños se destacaron por su conexión con la cultura. Francisco del Valle de Atiles, por ejemplo, recopiló minuciosamente las medidas corporales de los campesinos puertorriqueños, con el ánimo de enfatizar que encajaban dentro de las proporciones corporales de otras naciones, pero, también, recogió la poesía oral que circulaba dentro de dichas comunidades. El paradigma cultural que se impuso en la antropología mundial, después de la Segunda Guerra Mundial, no sustituyó al enfoque físico en el Caribe hispano, sino que ambas perspectivas habían coexistido desde las primeras intervenciones antropológicas. El concepto de cultura desarrollado por la antropología en el siglo xx tuvo sus orígenes en los debates intelectuales del siglo xix: cuando
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en 1929, Fernando Ortiz propone reemplazar el concepto de raza por el de cultura en “Ni racismos, ni xenofobias”, no es tan solo siguiendo los cambios que habían comenzado a producirse en la antropología internacional, sino, además, inspirado en una tradición vernácula que tenía en Firmin, del Valle Atiles y Martí sus más connotados representantes; cuando en 1939, el antropólogo piensa Cuba y, por extensión, el Caribe como espacio “de una posible, deseable y futura desracialización de la humanidad” (6), lo hace igualmente siguiendo los preceptos de una utopía postracial formulada por Martí en “Nuestra América”. De alguna manera, tanto Martí como Ortiz leyeron a contrapelo la propuesta inicial de Humboldt sobre una posible confederación africana en las Antillas. A finales del siglo xix y principios del xx, las tres disciplinas (arqueología, sociología, antropología) les permitieron a las elites caribeñas consolidar los proyectos nacionales, además de facilitar la inserción de lo local en un circuito internacional y global. En el proceso de respaldar el proyecto de blanqueamiento en la República Dominicana, la arqueología le otorgó densidad histórica y científica al indigenismo. Si en Cuba y Puerto Rico los movimientos independentistas se legitimaron mediante la guerra y el ideario republicano, el autonomismo, en cambio, entendió las ciencias sociales como la forma de hacer política de manera moderna y apeló a sus principios científicos para defender sus proyectos de inclusión y de ciudadanía frente España: muchos de los reclamos del autonomismo vendrían formulados desde la antropología y la sociología. Las respuestas elaboradas por Enrique José Varona, Salvador Brau y del Valle Atiles muestran cómo la articulación de las ciencias sociales en el Caribe conllevó la formulación de una retórica que socavara los postulados de la historia natural, asociados con la degeneración racial y climática de la región. Sus posiciones implicaron desmontar las bases mismas de las ciencias modernas, en tanto la historia natural se había convertido en uno de los reconocidos umbrales de la antropología. En ese ejercicio, las ciencias sociales utilizaron la literatura como su mejor aliada. Como es sabido, el concepto de literatura, en el siglo xix, es problemático, en tanto lo que predomina es la idea de la literatura como bellas letras, donde no hay una separación entre lo
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político y lo estético, y esta tiene una función didáctica y pedogógica. Dicha noción fue lo que favoreció el cruce con las incipientes ciencias sociales. Los pioneros de estas disciplinas fueron, en gran medida, hombres de letras que comenzaron su formación en la literatura y que, luego, transitaron hacia un lugar de enunciación de carácter científico. Por tanto, la literatura les ofrecía un dominio discursivo a partir del cual fundar nuevas discursividades. En la larga genealogía que va de las ciencias naturales a las sociales, se hace imposible descartar la importancia de la literatura de viajes, el cuadro de costumbres y la novela para la constitución de la antropología, la sociología y la arqueología en regiones como el Caribe.
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