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Spanish; Castilian Pages 257 Year 2019
Mercedes López Rodríguez BLANCURA Y OTRAS FICCIONES RACIALES EN LOS ANDES COLOMBIANOS DEL SIGLO XIX
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JUEGO DE DADOS Latinoamérica y su Cultura en el xix
8 De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América”. CONSEJO EDITORIAL WILLIAM ACREE
Washington University in St. Louis CHRISTOPHER CONWAY
University of Texas at Arlington PURA FERNÁNDEZ
Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid BEATRIZ GONZÁLEZ-STEPHAN
Rice University, Houston FRANCINE MASIELLO
University of California, Berkeley ALEJANDRO MEJÍAS-LÓPEZ
University of Indiana, Bloomington GRACIELA MONTALDO
Columbia University, New York ANDREA PAGNI
Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg ANA PELUFFO
University of California, Davis
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Mercedes López Rodríguez
BLANCURA Y OTRAS FICCIONES RACIALES EN LOS ANDES COLOMBIANOS DEL SIGLO XIX
Iberoamericana - Vervuert - 2019
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Derechos reservados © Iberoamericana, 2019 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2019 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-642-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-762-1 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-763-8 (e-book) Depósito Legal: M-28308-2019 Impreso en España Diseño de cubierta: Marcela López Parada Ilustración de cubierta: Carmelo Fernández, Ocaña. Mujeres blancas. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852). Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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Para Nicholas, porque uno de los placeres de escribir libros es poder dedicárselos.
Para los campesinos colombianos y su lucha por un mundo mejor y más justo.
Para todos mis mentores, presentes y pasados, por su inspiración y afecto.
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Índice
Agradecimientos...................................................................................... 11 Introducción Cuestionar la pureza en el siglo de los blancos ....................................... 15 Capítulo 1. Raza en otras palabras. Los alimentos y la construcción de la diferencia corporal en la literatura del siglo xix .............................. 39 Capítulo 2. La blancura en el centro: cómo se performa lo europeo en los Andes colombianos ......................................................................... 83 Capítulo 3. La blancura en los límites: los mestizos andinos como blancos en proceso de construir la región ..................................... 139 Capítulo 4. El mulato renuente. Género, ficción y utopía en las uniones interraciales de la literatura colombiana del siglo xix ..... 185 Epílogo. El indio que desaparece de los Andes: indios, indios mestizos y africanos como tecnologías de representación de la blancura .............................................................................................. 219 Bibliografía ............................................................................................. 241
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Lista de ilustraciones
Imagen 1. Ramón Torres Méndez, El tiple. Biblioteca virtual del Banco de la República de Colombia (1849) .................... 119 Imagen 2. Página 1 del número 19 del periódico El Pasatiempo............ 122 Imagen 3. Ramón Torres Méndez, El orejón. Publicado en Holton, New Granada. Twenty Months in the Andes, 132 (1857)..... 126 Imagen 4. Carmelo Fernández, Ocaña. Mujeres blancas. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)............. 221 Imagen 5. Carmelo Fernández, Estancieros de las cercanías de Vélez. Tipo blanco. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)......................................................................................... 236 Imagen 6. Carmelo Fernández, Soto. Mineros blancos. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)............. 237 Imagen 7. Carmelo Fernández, Notables de Vélez. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)............................... 238 Imagen 8. Carmelo Fernández, Tunja. Tipo blanco i indio mestizo. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)............. 239 Imagen 9. Ramón Torres Méndez, Indios pescadores del Funza. Colección de Arte del Banco de la República de Colombia (1852).................................................................. 240
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Agradecimientos
Aunque el acto mismo de escribir requiera silencio y soledad, el pro ceso de reflexión y maduración de las ideas es siempre uno de con versar y compartir. Este libro fue posible gracias al apoyo y acompa ñamiento de muchas personas que estuvieron dispuestas a escuchar, criticar, ayudar y leer a lo largo de estos nueve años. Fue pensado a través de diálogos que tuvieron lugar en tres comunidades: la Univer sidad de Georgetown, la Universidad de Carolina del Sur y la sección del Siglo xix de LASA. A todos ellos, mi afectuoso agradecimiento. Mi más querida interlocutora ha sido Joanne Rappaport, amiga, mentora y colega. Hemos discutido estas ficciones raciales en tantos y tan variados espacios: aulas de clase, salones de conferencias, su ofi cina, restaurantes, las calles de al menos tres diferentes ciudades y su cocina en Washington D.C. Mi profesor de estudios andinos, Erick Langer, ha sido siempre una inspiración. No me sorprende que los primeros seminarios graduados que enseñé trataran de imitar lo que aprendí con él. A través de nuestras conversaciones, pude entender la dimensión andina de mi trabajo, más allá de los límites nacionales y de los discursos nacionalistas tanto del siglo xix como contempo ráneos. El Departamento de Español y Portugués y el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown me brindaron los espacios de interlocución y reflexión y la financiación necesaria para adelantar las primeras etapas de la investigación. En el verano de 2009, una beca de CLAS me permitió trabajar en la Biblioteca Nacional, el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Colombia. Mil gracias a Gwen Kirkpatrick, Vivaldo Santos, Veróni ca Salles Resse, Tania Gentic y Adam Lifshey. Entre los años 2006 y
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2009, el apoyo constante de Emily Francomano, Cristina Sanz, Ron Leow, Alejandro Yarza y Alfonso Morales-Front hizo posible la in vestigación que sentaría las bases de este estudio. Este libro tiene una vocación colombiana y colombianista, inspi rada en el compromiso intelectual de entender los procesos de larga duración cuyas consecuencias aún persisten y alimentan el conflicto colombiano. En este camino compartido, he sido honrada con el ca riño y el compartir de Carolina Rodríguez, Orlando Javier, Cristina Espinel, Marc Chernick y todos sus estudiantes. Este libro es un pe queño homenaje a su querida memoria. Gracias al College of Arts and Sciences de la Universidad de Ca rolina del Sur por su apoyo en la publicación de este libro. El depar tamento de Lenguas, Literaturas y Culturas de esta universidad es la comunidad académica con la cual todos soñamos algún día: un lugar marcado por el respeto, la camaradería y el apoyo intelectual y coti diano. Muchas gracias a mis colegas del programa de español por su constante aliento y su diaria disposición a discutir y contribuir a las ideas que forman este libro. Muy especialmente doy las gracias a Ma ría Mabrey; sé que mis visitas a su oficina hacían su día menos eficiente pero más divertido para mí. Gracias a mis dos colegas y mentores Jorge Camacho y Francisco J. Sánchez, quienes han estado constantemente pendientes del avance de este libro y me han brindado sus consejos académicos y profesionales. Doy las gracias a mi colega Lucile Char lebois, cuyo compromiso hacia los estudiantes graduados me inspiró a seguir sus pasos. Tuve el privilegio de estar rodeada de un grupo de profesores jóvenes que con su entusiasmo contagioso me ayudaron a pensar, incluso en aquellas horas y en aquellos días en que sin ellos no hubiera avanzado mucho. Gracias a Isis Sadek y Raúl Diego-Rivera Hernández. Con mis colegas Andrew Rajca y Rebecca Janzen nos une el compartir el reto de ser académicos activos e innovadores, mentores efectivos para nuestros estudiantes graduados y a la vez conservar un toque humano y generoso. Gracias a mis colegas Eric Holt y Paul Malovrh por darme la bienvenida en este espacio y mantener siempre sus oficinas abiertas a mis preguntas. Mi colega Nina Moreno se ha convertido en mi amiga más cercana durante estos años de escritura. De ella aprendí todo: literalmente, todo sobre la universidad, la ciudad de Columbia y la vida en el sur. Gracias a Nicholas Vazsonyi, jefe del departamento de Lenguas, Literaturas y Culturas, quien con respeto, madurez, sabiduría y gene rosidad es un constante apoyo y mentor de sus colegas más jóvenes. Gracias a mis colegas Drue Barker, Gabrielle Kunzli, Yvonne Ivory,
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AGRADECIMIENTOS
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Judy Kalb, Jie Guo, Jeff Persels, Kurt Goblirsch y Greg Patterson por su entusiasmo y cariño. Gracias a mis estudiantes graduados, especialmente Julia Luján, Andrés Arroyave, Fritz Culp, Juan Cruz y Ben Driscol. A Ben Moore y Stephanie Orozco, por ser los primeros en creer en mí lo suficiente para confiarme la dirección de sus disertaciones doctorales. Gracias al grupo del siglo xix de LASA, a Carolina Alzate, Felipe Martínez-Pinzón, Vanesa Miseres, Adriana Pacheco, Carlos Abreu Mendoza, Sarah Moody y María Alejandra Aguilar por su generosa interlocución. La versión final de este libro debe mucho a Nancy Ap pelbaum de quien recibí inspiración para pensar el tema de la blancura, y un sostenido y generoso apoyo. Con cariño y admiración, doy las gracias a mi colega y amigo José Cornelio, con quien he discutido cada idea presente escrita aquí. Este libro le debe todo a su amistad inteligente y sensible. A mis amigos de aquí y de allá. A Álvaro Baquero, el mejor amigo que uno pueda tener. A José Lara, Álex Vilasuso, Enrique Cortez, Yoel Castillo, Gabriel Villarroel, Julio Torres, Beatriz Kellog, Sulaiman Wasty, Jamie Min ter, Rafi Robles, Carolina Castañeda, Daniel Castelblanco y Andrea Echevarria. A mi querida familia, especialmente a mis dos hermanos, Sonia y Miguel Eduardo. Gracias a la Biblioteca Nacional de Colombia, la Biblioteca Vir tual del Banco de la República y la Colección de Arte del Banco de la República de Colombia por permitirnos usar las imágenes de sus colecciones. Mi más amoroso agradecimiento a mi primer lector siempre, Ni cholas Lugansky.
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Introducción Cuestionar la pureza en el siglo de los blancos “Las razas dejeneran por las malas instituciones que las rijen. Y las razas rejeneran con las buenas instituciones.” (Florentino González, “El sofisma de las razas”, El Neogranadino, 21 de enero de 1853) “¿Y por qué los blancos le dicen a un novio, que no iguala con la hija, cuando es indio o negro?” (Eugenio Díaz Castro, Manuela, 1859) “Conviene hacer notar que bajo la denominación común de blancos no solo se comprendía á los españoles y criollos puros, sino también al gran número de mestizos de español e indio, enteramente blancos”. (José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas, 1861)
Este libro se interroga por la manera en que los intelectuales colombianos del siglo xix imaginaron una región andina poblada de campesinos blancos y blanco-mestizos, analizando el significado de dicha noción de blancura, especialmente en escritores como Eugenio Díaz Castro, Josefa Acevedo de Gómez, José Caicedo Rojas, Manuel Ancízar, José María Samper y Soledad Acosta de Samper y pintores como Ramón Torres Méndez y Carmelo Fernández. La blancura, asociada en lo individual con la moralidad y en lo público con la modernidad y el progreso, se encuentra en el centro de las narrativas sobre la nación colombiana. Más aún, entre finales del periodo colonial e inicios de la república surgió en Colombia una forma de pensamiento que ligaba el clima con la raza, produciendo una geografía racializada del territorio que concebía las regiones más altas de los Andes como los lugares ideales donde el clima y la historia confluían para concentrar la población blanca nacional. Este libro estudia en detalle el paradójico proceso de racialización de la región andina colombiana. En contraste con otras naciones como Perú o Bolivia, en las cuales los Andes se imaginaron como el lugar asociado con las poblaciones indígenas, las elites colombianas concibieron el espacio andino como el lugar ideal para la consolidación de una nación blanca, surgida a partir del mestizaje entre los indígenas, casi desaparecidos, y los europeos. Recientes es-
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tudios han deconstruido esta relación entre nación, geografía y clima (Nieto Olarte; Martínez-Pinzón Una cultura; Appelbaum, Mapping the Country of Regions), mostrando el complejo entramado simbólico a partir del cual las elites letradas republicanas pensaron el espacio, el clima y la geografía como las fuerzas que generaron la distribución de las razas en el territorio nacional. Pero, si bien sabemos que el pensamiento racial colombiano situó a los blancos en la cúspide de los Andes, aún persiste el interrogante por el significado de la noción de blancura. ¿Quiénes eran los blancos en una nación que recientemente había declarado su independencia de España? ¿Cómo se intersectaba esta categoría con las distinciones de clase, sangre y calidad que emergieron del reciente pasado colonial? En un país en el que buena parte de la población no descendía exclusivamente de los colonizadores europeos, este libro se interroga por el lugar que ocupaban las mezclas raciales y las uniones mixtas en la definición de la blancura. A su vez analiza cómo las expectativas sobre los roles de género afectaban la definición de quién podía o no ser blanco. Más aún, propone que prácticas como el consumo de bienes y la cultura material afectaban a la blancura de un individuo. Este libro va más allá del enfoque de otros estudios sobre el papel del clima y la geografía en la construcción de representaciones racializadas de las regiones y sus habitantes, para explorar otras formas en las cuales la literatura y las artes visuales crearon un imaginario y un lenguaje racializado sobre los campesinos andinos, describiéndolos como más blancos que el resto de los habitantes de la nación. En particular, analiza la retórica a través de la cual se habla de ellos como más bellos, moralmente superiores, mejor vestidos y alimentados, elementos todos que potencian su inclusión en la categoría de los blancos. De igual manera, estudia la producción literaria sobre las uniones interraciales, para mostrar las contradicciones entre los proyectos letrados que imaginaban una sociedad homogeneizada a través del mestizaje, mientras temían las consecuencias que este proceso podía tener sobre el exclusivo grupo de los descendientes de los europeos. A partir de la revisión exhaustiva de estos tópicos, este estudio revisita la noción misma de blancura, abordándola como un concepto dinámico, que cuando se refiere a las elites implica pureza, pero que funciona de manera diferente cuando se aplica a los campesinos andinos en proceso de blanqueamiento. En este caso, la blancura es un lugar de privilegio desde el cual se enuncia una posición que sitúa a quienes la poseen en lo más alto de la jerarquía, pero que, sin embargo, no excluye la posibilidad de que en intersecciones específicas de género y clase puedan
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ocurrir mezclas raciales con otros grupos.1 Por ejemplo, en la literatura, la blancura se atribuye de formas diferentes a hombres que a mujeres, haciendo de ellas el repositorio de la pureza, mientras autores como José María Samper representaban posibles uniones con hombres mulatos, considerados como agentes de revigorización de la sangre y de las economías en bancarrota de las familias descendientes de los colonizadores europeos. A lo largo de las siguientes páginas, la categoría de blanco se despliega en una construcción social cuya formación trasciende, pero no excluye, aspectos como la apariencia física o el parentesco. Ya que no se halla exclusivamente pensada en términos racializados, puede modificarse, regularse o perderse durante la vida de un individuo. A pesar de esta flexibilidad de la noción, la blancura como lugar de enunciación valida como superior a un conjunto de elementos concretos representados visualmente en grabados y láminas y textualmente en cuadros de costumbres, relatos y novelas, con los cuales se caracteriza a los habitantes andinos y su cultura material. La búsqueda de la blancura y el blanqueamiento a través de las uniones interraciales adquiere una dimensión política en el discurso letrado, ya que ofrecía una solución a la heterogeneidad a la vez racial y geográfica del país, percibida como obstáculo en la consolidación de la unidad nacional (D’Allemand, José María Samper). Intelectuales como Samper, Ancízar o Pérez describían un territorio dividido, recurriendo al tropo2 de la diversidad climática, racial, de fauna o flora, una condición surgida de la especial geografía de un país a la vez andino y tropical. Esta heterogeneidad, vista como un problema nacional, es entonces el horizonte conceptual a través del cual los letrados explican la existencia de regiones racializadas, que justifican y naturalizan la jerarquía de poder derivada de esta noción, a través de la cual, los Andes ejercen poder real y simbólico sobre las demás regiones. No obstante, como han mostrado los trabajos de Nancy Appelbaum (Dos plazas y una nación; Mapping the Country of Regions), los letrados combinan una aproximación en la cual el país se halla dividido en regiones diversas entre sí, pero que son homogéneas en su interior. Esta supuesta homogeneidad de cada región y la preponderancia de las identidades 1 Para un análisis de un ejemplo contemporáneo sobre la formación de la blancura en Brasil, véase el trabajo de Liv Sovik listado en la bibliografía. 2 A lo largo del libro uso la idea de “tropo” para referirme al uso por parte de los letrados de palabras como clima, pureza, limpieza, etc., como figuras del lenguaje (algunas veces como metáforas, otras como metonimias o sinécdoques) que representan sus ideas sobre la diversidad poblacional de la nación.
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regionales sobre la nacional son esenciales para entender las narrativas que forman la base de la nación en el siglo xix. En este contexto, escritores, artistas e intelectuales imaginaron las regiones alto-andinas como el lugar donde residían la blancura, la civilización y la política, nutridas por el frío homogéneo de los Andes, rodeadas por cultivos de trigo y cebada, abrigadas en trajes europeos, habitando ciudades herederas del pasado colonial. Allí, los indígenas prácticamente habían desaparecido, los mestizos eran casi blancos y los mulatos eran pocos. Esta blancura andina, central en la formación de la región y de la nación, no ha sido suficientemente examinada, ya que la mayoría de la atención académica se ha dirigido hacia la racialización de las regiones tropicales. Sin embargo, la construcción de una región andina blanca no es menos problemática que la construcción de los trópicos exóticos e implica la exclusión real y simbólica de los habitantes no blancos dentro y fuera de la región. Ficciones raciales continua con el esfuerzo reciente por cuestionar los discursos que ligan raza y región, explorando ambas categorías como creaciones políticas y representaciones sociales, y no como imponderables naturales, en un intento por alejarse críticamente de las construcciones simbólicas del siglo xix, que siguen desempeñando un papel central a la hora de pensar la nación, aún en nuestro propio tiempo.3 En el marco de esta nueva aproximación, las páginas siguientes rastrean la construcción de la retórica sobre la blancura en la región andina y su supuesta homogeneidad racial, estudiando en detalle las narrativas textuales y visuales que la presentan como blanca o que equiparan las categorías de blanco y mestizo en las zonas rurales de la región.
¿Blancos de todos los colores? En 1832, durante los primeros años de vida republicana de la nación colombiana, las autoridades del pueblo de Bosa recibieron la orden del gobernador de la provincia de elaborar un listado de todos los “indios padres de familia” que habitaban el lugar.4 Bosa es hoy en día un mo3 En Dos plazas y una nación, Nancy Appelbaum explora la formación de la noción de una región antioqueña blanca, en contraste con un Cauca racialmente más diverso. En Una cultura de invernadero, Felipe Martínez-Pinzón pone al descubierto el entramado simbólico por el cual los letrados convirtieron el trópico en el principal obstáculo para la civilización. 4 Archivo General de la Nación, Bogotá. Sección República. Gobernación de Bogotá. Tomo 1 (1832), ff. 440-441. También citado por Curry (44).
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desto suburbio de la ciudad de Bogotá, pero en la transición entre la colonia y la república era un pueblo de indios y, como muchos otros situados a lo largo de la región andina colombiana, se preparaba para iniciar el proceso de disolución de los territorios comunales indígenas y su fragmentación en parcelas individuales. La lista tenía como propósito ayudar al gobernador a identificar el estatus de cada persona en el pueblo con el fin de facilitar la parcelación de la tierra. Esta decisión era parte de una política intermitente de distribución de las tierras comunales, adelantada desde finales del periodo colonial y continuada bajo la nueva república. Su objetivo era proteger el derecho de los indígenas a tener propiedades individuales, desmantelando a la vez las instituciones coloniales, que, evaluadas desde la mirada republicana y liberal, habían condenado al atraso a las poblaciones nativas. Se trataba de un nuevo desarrollo republicano con respecto al debate que se había adelantado durante el último siglo de dominación colonial acerca de qué hacer con los indígenas que habitaban la región central de los Andes colombianos: mantenerlos segregados de la población general a través de los resguardos comunales o integrarlos a la fuerza en la sociedad mayoritaria, distribuyendo sus tierras a través de títulos individuales, un procedimiento que además liberaría tierras para la expansión de otros grupos prioritarios en el nuevo orden nacional, los blancos y mestizos5. Pero en 1832, luego de la independencia de España y con la abolición del marco legal colonial, las antiguas categorías ya no ofrecían certidumbres para el control de las poblaciones y el ejercicio del poder. Por tanto, en cumplimiento de la solicitud del gobernador, el cura, el alcalde y el teniente de indios de Bosa escribieron al jefe político municipal para plantearle una pequeña pero de ninguna manera simple duda: ¿cómo debían ser clasificados los “indígenas hombres y mujeres hijos de blancos y de blancas, y casados con blanco” (440r-v)? De acuerdo con la carta, habían sido los mismos indígenas del pueblo quienes plantearon originalmente la cuestión a las autoridades locales. La pregunta no buscaba establecer una reflexión abstracta e ilustrada sobre los límites del mestizaje. Por el contrario, se trataba de una duda muy concreta, surgida del intento de clasificar a los habitantes del pueblo a través de categorías que no reflejaban la realidad de las 5 Diana Bonnet Vélez estudia en detalle los debates de las autoridades coloniales sobre la tierra y las comunidades indígenas en el altiplano colombiano del siglo xviii. Frank Safford ofrece información importante sobre cómo este debate afectó al temprano mundo republicano.
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múltiples uniones interraciales que probablemente venían ocurriendo a través de sucesivas generaciones. Para probarlo, la carta estaba acompañada de una lista de los individuos atrapados en esta condición de inestabilidad: Gregorio Cantor, hijo de Juan Nepomuseno Cantor, indigena, y Juana Peñalosa, blanca y está casado con Encarnacion Borda, blanca. Gregoria, su hermana, casada con Joseph Manuel Fonseca, Blanco. Petronila Cantor, hija de Juan Nepomuseno, casado con Antonio Chavez, Blanco. Eustaquia Amaya, Blanca, viuda de Juan Nepomuseno Cantor, indigena. Bartolome Barragan Mulato, casado con Petronila Vasquez, indigena por la Madre y blanca por el padre. (441r)
Otros seis individuos aparecían también en la lista, algunos clasificados como blancos casados con indígenas, otros como indígenas casados con blancos. Todos ellos unidos por relaciones interraciales y, en algunos casos, ellos mismos fruto de estas. En su trabajo sobre la desaparición de los resguardos en la Sabana de Bogotá, el historiador Glen Curry nos informa sobre la respuesta del secretario del Interior, ante quien finalmente llegó la consulta de las autoridades del pueblo de Bosa. De acuerdo con Curry, el secretario decidió que los indígenas de sangre mezclada fueran tenidos en cuenta en los repartos de tierra, al igual que los indígenas de sangre pura (4445). Las autoridades habrían de seguir una aproximación semejante en otros pueblos de la región como Pacho y Serrezuela. No obstante, tanto la pregunta como la lista que la acompaña y la respuesta nos interrogan de múltiples maneras. Regresemos por un momento a la carta: “Indigenas hombres y mujeres hijos de blancos y de blancas”. El enunciado mismo quiebra cualquier noción previa que tengamos sobre quién puede pertenecer a cada categoría. Los hombres de la lista aparecen mencionados como indígenas, aunque al mismo tiempo se los describe como hijos de blancos y blancas. Vistos desde una forma de pensamiento racial contemporáneo, un individuo hijo de un indígena y un blanco pertenece a otra categoría: mestizo. Pero la forma en que la pregunta aparece formulada en el documento sugiere que la noción de pureza no resulta esencial en la definición de quién puede ser un indígena. Vale la pena entonces interrogarse sobre las categorías que se usaban para entender la diferencia, que estaban en juego en este momento particular en la transición entre el orden colonial y el republicano.
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El presente trabajo intenta leer estas formas de representar la diferencia sin imponer un conjunto de nociones ajenas al momento histórico en que fueron enunciadas, especialmente el mestizaje como categoría fija de análisis. En su lugar, es necesario interrogarse por los contenidos a los que hacían referencia las autoridades locales del temprano mundo republicano cuando clasificaban a un individuo como indígena. Es posible que los de la lista de Bosa fueran indígenas exclusivamente porque vivían en tierras comunales indígenas. Es decir, que su clasificación dentro de un grupo no obedecía necesariamente a algún marcador físico, ya fuera la apariencia o el vestido, que los separara de sus vecinos no indígenas, con quienes obviamente tenían fuertes lazos de parentesco. Al enfocar nuestra mirada hacia los materiales textuales y visuales de los viajeros, artistas y escritores que describieron a los campesinos andinos del siglo xix, este trabajo examina los elementos que separaban a blancos pobres, mestizos e indígenas, especialmente en espacios rurales como el del pueblo de Bosa. Mientras, en los documentos, las categorías raciales parecían separarlos, aquellos elementos sociales y culturales que los unían creaban lazos tan fuertes como para que contrajeran matrimonios legales, tal como se evidencia en el que acabamos de analizar. Como veremos a lo largo de las páginas de este libro, en la transición entre el mundo colonial y el republicano cabía la posibilidad de que hubiera discrepancias entre el estatus racial de un individuo y su clasificación como miembro de un grupo. Es decir, que, a pesar de que un campesino fuera considerado individualmente como indio o como mestizo, colectivamente, podía leerse a la población andina como blanca. No obstante, el problema conceptual planteado por las dinámicas de la primera parte del siglo xix va más allá de establecer cuáles son los contenidos de las categorías raciales en uso en el periodo. Más aún, la cuestión palpitante que nos plantea la transición entre el mundo colonial y el republicano es si estas clasificaciones pueden entenderse apropiadamente a través de la noción misma de raza, al menos de aquella que surge a partir del siglo xix y que cada vez descansa más sobre la inmutabilidad biológica, fijada en el cuerpo de los individuos, que no puede ser alterada por efectos como el clima, el vestido o la alimentación. En documentos como el de Bosa y en las descripciones textuales y visuales, es obvio que la apariencia desempeña un papel importante en estas clasificaciones. Sin embargo, nos enfrentamos a formas de clasificación que son parcialmente genealógicas en cuanto apelan a la ascendencia (“blanco por parte de madre”) pero que son históricamente anteriores a la comprensión genética de
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la descendencia. Este libro propone que los discursos y las prácticas de diferenciación entre los individuos y las poblaciones se construyeron a partir de una constelación de elementos que va más allá del color de la piel y la genealogía. Aún más, precisamente en la región andina oriental colombiana, en la intersección entre linaje y apariencia entran en juego otros elementos materiales como el vestido, la alimentación, el consumo de bienes europeos y el acceso a la alfabetización. Esta dinámica de representación de la diferencia es particular de este espacio debido a múltiples factores, por ejemplo, una geografía política que pensaba la ciudad de Bogotá y sus territorios adyacentes como el centro del poder político y una larga historia demográfica de uniones interraciales. En este sentido, uno de los elementos más sugerentes de esta lista presentada en el documento de Bosa es que, a pesar de la apabullante presencia de uniones interraciales, ninguno de los individuos se describe empleando la categoría de “mestizo”. En su lugar, en un texto administrativo que se interroga por los indígenas del pueblo de Bosa, la clasificación usada con más frecuencia es “blanco” o “blanca”. Es justo aquí donde se insertan las preguntas de investigación que este libro intenta responder: ¿quiénes son estos blancos del primer periodo republicano? ¿Qué los separa de los mestizos y los indígenas? ¿Cómo se construye y se define su blancura? El documento de Bosa pone en evidencia lo poco que sabemos sobre la forma en que se entendía y se representaba la diferencia poblacional en el temprano mundo republicano en la región andina colombiana. Pero, además, nos interroga sobre nuestro propio conjunto de categorías raciales, aquellas que llevamos en nuestra cabeza y en nuestros ojos y a través de las cuales interpretamos la información que recibimos. También nos cuestiona sobre la universalidad de nociones como mestizo, de problemática ubicuidad en el registro, ya que han estado presentes en el vocabulario colonial decimonónico y aún con más fuerza en el del siglo xx. Nos muestra los límites del mestizaje como marco de interpretación, interrogándonos sobre el significado de ser mestizo en un momento histórico específico, antes de la aparición de discursos como el del mestizo cósmico mexicano o de la supuesta democracia racial latinoamericana y de su extensión como categoría política nacional en Latinoamérica durante el siglo xx. Este documento, fechado en el temprano mundo republicano andino colombiano, ha alimentado las preguntas que motivaron la escritura de este trabajo, aunque, a lo largo de los años, los interrogantes hayan cambiado. La primera vez que me encontré con esta carta, me sorprendía la ausencia de las categorías que yo había aprendido y
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naturalizado, específicamente la de mestizo. Pero, si renunciamos a intentar imponer nuestras propias categorías y prestamos atención al documento, es la idea de blancura la que nos interroga desde el siglo xix, haciéndonos poner en cuestión una noción que ha permanecido relativamente inexplorada en la cúspide de todas las jerarquías sociorraciales: ¿quiénes son los blancos en la región andina colombiana del siglo xix?
¿Del siglo de los mestizos al siglo de los blancos? Volvamos un instante hacia el pasado colonial. En un sugestivo diálogo entre historiadores, Víctor M. Álvarez propone que el siglo xvii colombiano podría ser llamado el de la formación de las sociedades mestizas, debido a que fue entonces cuando empezó a afianzarse su crecimiento demográfico6. No obstante, el fenómeno mestizo habría de consolidarse apenas en el siglo xviii. Entonces, su aumento, especialmente en la región andina, coincidió con la disminución de la población indígena. Este proceso demográfico tuvo un mayor impacto en las regiones aledañas a la ciudad de Bogotá, como puede verse en el curso de treinta años a través de las visitas de los funcionarios coloniales Berdugo y Oquendo en 1755 y Moreno y Escandón en 1778. De acuerdo con la visita de 1755, el área rural de Bogotá contaba aún con una población indígena que sobrepasaba por unos miles a sus vecinos no indígenas, constituyendo un tercio de la población (Rappaport, Disappearing 218; Bonnet Vélez 161-170). En 1778, en un lapso de apenas pocas décadas, las cifras correspondientes a los indígenas no habrían variado significativamente. En contraste, los números que reflejan a los vecinos no indígenas habrían aumentado, sobrepasando con amplitud al número de los pobladores indígenas.7 Es decir, mientras la cifra de la población indígena se mantuvo estable, la presencia de los vecinos no indígenas creció significativamente en la región. Los 6 Víctor M. Álvarez et al. (182). Sobre el crecimiento demográfico de los mestizos en la segunda mitad del siglo, véanse Rappaport; Herrera Ángel, Poder local; González; Moreno y Escandón et al. 7 Vecinos no indígenas en Bogotá en 1755, 23.303; vecinos no indios en Bogotá en 1778, 42.798 (Rappaport, Disappearing 218). Rappaport ha llamado la atención sobre la dificultad de juzgar las cifras arrojadas por estos censos, ya que bien pueden reflejar la posición de los funcionarios a cargo de recoger la información, en el debate con respecto a la integración o segregación de los indígenas (219). Para un detallado estudio al respecto, véase Bonnet Vélez.
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funcionarios que adelantaron estos censos (tanto Berdugo y Oquendo como Moreno y Escandón) eran defensores de la integración de los indígenas en la sociedad española, a través de la repartición de las tierras comunales, y su opinión pudo haber tenido cierto peso en su tendencia a ver a los indígenas como una población en desaparición, una idea de largo aliento en la región andina colombiana, como veremos más adelante. No obstante, y a pesar del cuidado metodológico con el cual leamos las cifras, es imposible pasar por alto el crecimiento real de la población no indígena en la región andina. Más aún, los números reflejan una actitud de la administración colonial que favorecía pensar, ver y contar a los habitantes andinos como no indígenas, un fenómeno que ha sido entendido por buena parte de los investigadores como un aumento en el número de mestizos, haciendo equivalente no indígena con mestizo. Es difícil entender quiénes eran estos habitantes vecinos o no indígenas de la región andina cuando los pensamos desde un sistema clasificatorio que privilegia el concepto de raza, tal como lo entendemos hoy, en el siglo xxi. Términos como vecinos no constituyen una categoría racial ni se basan en la apariencia física, sino en diversos y variados sistemas de clasificación en uso durante el mundo colonial. En este caso, ser vecino implicaba habitar un pueblo, pero vivir por fuera de las tierras comunales indígenas (Rappaport; Herrera Ángel). En un esfuerzo por nombrar estas poblaciones, los investigadores hemos usado la palabra mestizo, cuya definición en el mundo colonial tampoco corresponde con el sentido racializado que le atribuimos hoy en día.8 Sin embargo, con el paso del siglo xviii al xix, se produce una progresiva racialización de los términos, proceso que discutiremos en detalle a lo largo de este libro. Lo cierto es que el siglo xix parece continuar con esta tendencia demográfica que señala un aumento en la población no indígena en la región andina. Sin embargo, es necesario llamar la atención sobre el importante cambio que ocurre en la manera como se entiende la condición racial de estas poblaciones. A lo largo del siglo xix, será más frecuente encontrar descripciones de los pobladores andinos en que la categoría mestizo pierde su fuerza y es paulatinamente reemplazada por la de blanco. Recordemos el documento de Bosa, que abre la reflexión de este libro, en el cual la clasificación de mestizo estaba ausente, usando en su lugar las palabras blanco e indígena. Esta inesEn “Are ‘Mestizos’ Hybrids?”, De la Cadena analiza la genealogía del término mestizo, mostrando cómo la misma palabra posee diferentes significados en contextos históricos diferentes e, incluso en el mismo periodo, para audiencias diferentes. 8
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tabilidad en los sistemas de clasificación de la población ofrece nuevas luces para pensar qué significa “el temprano triunfo del mestizaje” en la región andina, un fenómeno que los investigadores hemos aceptado ampliamente, para indicar la disminución de los indígenas (Jaramillo Uribe). Pero, como ha notado Curry, la separación entre indígenas y vecinos en el temprano siglo xix tenía menos que ver con diferencias culturales o raciales y mucho más con la vinculación a una comunidad, un resguardo, a través del cual su estatus estaba regulado por una serie de normas de origen colonial (45). Con la desaparición de estas normas, las distinciones se hacen borrosas y aumenta la variabilidad en los sistemas de clasificación y la posibilidad de que los grupos intermedios puedan intentar un ascenso en la jerarquía racializada de la nación. Esto explicaría por qué, a pesar de que algunos intelectuales pregonaban el triunfo del mestizaje, otros colombianos y extranjeros, aún a finales del siglo, continuaban describiendo una región andina con una fuerte presencia de indios en las zonas rurales e incluso urbanas de la cordillera oriental de los Andes colombianos (Hettner; Camacho Roldán). Debido a las múltiples formas de pensamiento racial que se ponen en juego a lo largo del siglo xix, la población campesina andina en el lapso de un siglo puede ser descrita alternativamente como blanca, indígena, mestiza o blanco- mestiza, dependiendo de quién sea el narrador. Tal vez estas fluctuaciones en las formas de clasificar la población pueden apreciarse mejor en la información de los censos de 1852 y 1902. En el tiempo transcurrido entre ellos, el porcentaje total de la población colombiana considerada como mestiza se mostró estable, apenas variando de un 47% a un 49%, y continúa siendo mayoritaria. No obstante, lo que más llama la atención es el incremento en los números concernientes a los blancos, cuya población se duplicó, pasando de un 17% a un 34% (Palacios 17; López Rodríguez, La invención de la blancura 86). Es decir, después del avance del mestizaje en los siglos anteriores, durante el xix un nuevo grupo se halla en crecimiento: el de los blancos. Esta duplicación del porcentaje de blancos en un lapso de solo cincuenta años es una evidencia significativa de los cambios en la manera en que se entendía la blancura, ya que, durante este mismo periodo, hay un consenso sobre el fracaso en las estrategias públicas para promover la inmigración europea al país. En paralelo a este crecimiento de los blancos ante los ojos de los letrados y administradores públicos que adelantaron el censo, la población indígena y mulata sufre una caída a casi la mitad. Debido a que sabemos poco sobre quiénes y cómo se hicieron estos censos,
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es difícil tomar su información como una medida real de los cambios demográficos nacionales, pero lo que sí demuestran claramente es un relativo éxito en la política de blanqueamiento, es decir, el triunfo de la idea de que, a través de sucesivas mezclas raciales, la población nacional podía hacerse cada vez más blanca, tal como predicaban intelectuales como José María Samper. Esta misma idea está presente en la Jeografía general física y política de los Estados Unidos de Colombia y geografía particular de la ciudad de Bogotá, preparada por Felipe Pérez a comienzos de la década de 1860, a partir de la información compilada por la Comisión Corográfica. En ella, Pérez afirma: “La raza blanca está representada en Colombia por un 50 por 100, la negra por un 35 y la americana ó indígena por un 15” (171). Más que un cambio demográfico, lo que emerge de estas cifras es un cambio definitivo en las políticas y estrategias de representación sobre la población. Y es ahí justamente donde se concentra este libro. Entre mediados del siglo xix y comienzos del xx, se produjeron cambios en las representaciones sociales y los imaginarios que permitieron el surgimiento de un nuevo lenguaje racializado, enfocado en las diferencias regionales, en las actividades económicas de los individuos y en sus disposiciones morales (Arias Vanegas, Nación y diferencia 88-90). Es justo durante este periodo que la literatura y las artes visuales se convirtieron en escenarios desde los cuales se discutían, difundían y representaban visual y textualmente las ideologías raciales en contienda, mostrando, como afirma Beatriz González Stephan, que la literatura en el siglo xix transcendió el campo de la creatividad artística y se extendió en general a la vida intelectual (González Stephan; D’Allemand, José María Samper 63). Las descripciones de tipos sociales y costumbres regionales producidas en la literatura y las artes visuales ofrecen materialidad a estas nociones raciales. Estas imágenes racializadas permiten pensar el espacio, el cuerpo, la condición moral, la disposición para el trabajo y el aseo como elementos que hacen posible reconocer e identificar la población a través de una noción dual de pertenencia y alteridad: “nosotros” y “los otros” (Pérez Benavides). Si, hacia finales del periodo de dominación colonial, las actitudes de las elites favorecían pensar en la población no indígena de los Andes colombianos como mestiza, en el siglo xix esa misma población fue cada vez más a menudo pensada, descrita, narrada, pintada y contada como blanca y blanca-mestiza. Se puede entonces argumentar que el xix fue el siglo de los blancos, no necesariamente por los cambios demográficos ocurridos a lo largo del tiempo, sino por
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una transformación en la retórica y en la actitud de las elites hacia la población rural de la región andina. De la misma manera que el siglo xvii puede entenderse como el de los mestizos, a pesar de que su crecimiento demográfico habría de consolidarse apenas un siglo después, el siglo xix sería el de los blancos, especialmente en la región andina, ya que es en este momento histórico particular en el cual ser blanco se convierte en componente fundacional de la formación de la nación y de la región.
Cuestionar la pureza Como veremos a lo largo de este libro, no hubo un consenso al respecto de quiénes y en qué circunstancias podían ser considerados como blancos o como mestizos. A diferencia del documento citado sobre los indígenas de Bosa, ensayistas posteriores como Manuel Ancízar o José María Samper prestan abierta atención a los mestizos, especialmente a aquellos que en la región andina consideran como más cercanos al tipo blanco que al indígena. Sus descripciones y opiniones favorecen el mestizaje como estrategia de mejoramiento moral de la población, como base de la democracia y, en general, como parte de un proceso de blanqueamiento que está ocurriendo paulatinamente en los Andes. En el siglo xix colombiano, el mestizaje fue entendido como un proceso de blanqueamiento, en el cual las uniones interraciales generaban descendientes en quienes triunfaban las características de la sangre blanca (Safford; Rojas; D’Allemand, “Quimeras”; Appelbaum, Mapping). El mestizaje así entendido no buscaba producir una nación de mestizos, una forma específica de ideología racial conocida como democracia racial, cuya enunciación solo será posible en el siglo xx bajo un régimen de saber en el cual se ha producido una estabilización del concepto de raza, controlado por un grupo de expertos que desde el Estado intentan el biogobierno de las poblaciones. En su lugar, el mestizaje del siglo xix intentaba crear una población cada vez más blanca, en la cual, los individuos productos de las uniones interraciales se adscribían al grupo de los blancos o al de los zambos, dependiendo de un conjunto de características, entre las cuales el color de la piel era una entre varias. Este es uno de los mayores riesgos al tratar de entender el mestizaje durante periodos históricos diferentes al contemporáneo, ya que debemos suspender nuestro propio pensamiento racial y tratar de entender las construcciones del siglo xix en sus propios términos. Es una empresa difícil, porque en la mayoría de los casos empleamos el
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mismo conjunto de palabras –blancos, indígenas, mestizos, mulatos–, pero se trata de categorías polisémicas, cuyos significados son fruto de largos procesos históricos de sedimentación, ya que, como ha puntualizado Marisol de la Cadena, el término mestizo ha tenido diferentes significados en momentos históricos específicos (Cadena, “Introducción”). De esta manera, los textos con los que trabajamos emplean los mismos vocablos para significar procesos diferentes, haciendo borrosas e inestables las distinciones entre blancos y mestizos en medio de un proceso de blanqueamiento a través de la mezcla interracial. Como consecuencia, la pureza racial no se concibe como una característica necesaria en la definición de la blancura; más aún, mestizo no ha sido siempre una categoría racializada o atravesada por la impureza. De nuevo Marisol de la Cadena nos recuerda que en el mundo colonial los mestizos generaban aprehensión por su capacidad de generar inestabilidad social o política, pero no necesariamente por su impureza de sangre (Cadena, “Are ‘Mestizos’ Hybrids?”). En tanto que individuos en proceso de convertirse en “cada vez más blancos”, los mestizos republicanos descritos por Manuel Ancízar no siempre aparecen individualizados en una categoría discernible de los blancos (como sí ocurre con los mulatos, negros e indios). Es posiblemente la continuación de un proceso conceptual iniciado desde el tardío mundo colonial, como señala Jorge Orlando Melo, reflexionando sobre intelectuales coloniales como Moreno y Escandón: “Moreno quiere la asimilación cultural, y no le importa el mestizaje biológico: lo que busca es volver españoles a los indios, sin que interese mantener una sociedad de razas puras y separadas” (Idea 11). El certero comentario de Melo demuestra una noción de mestizaje que no se basa exclusivamente en la mezcla biológica sino que además incluye cambios culturales y una nueva actitud moral en los individuos. El mestizo, física, cultural y moralmente, se integra al mundo español. Y, cuando ese mejoramiento moral de los indígenas falla, como propone en 1789 Joaquín de Finestrad, el mestizaje producirá zambos y mulatos (Finestrad, citado por Melo Idea 11). A lo largo de este libro, intento mostrar cómo esta integración colonial del mestizo en el mundo de los españoles continuó durante la república, ahora entendida como una asimilación a la categoría de los blancos, en un juego retórico en el cual se traslapan los significados de español y blanco. Por lo anterior, en el siglo xix andino colombiano los mestizos no siempre se representan como una suma biológica heredada de dos grupos anteriores, sino que se les da prioridad a las características
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que los vinculan con los blancos. Por ejemplo, en la pluma de Manuel Ancízar aparecen tan hermosos y bien proporcionados como los blancos. Además, con frecuencia los mestizos no se definen solo por su apariencia, sino por un conjunto de cualidades morales, positivas o negativas, dependiendo de quién los describa, ya se trate de sus defensores o detractores. “Es vigoroso de cuerpo pero inconstante para la lucha; pendenciero, embrollón y chicanero; inclinado á las artes y fanático en religión y política; inteligente, pero inculto”, dice José María Samper sobre el mestizo en su Filosofía en cartera. Una descripción que no dista mucho de “imaginativo, nervioso, pensador, intolerante, rutinero, novelero, caballeroso, fanático en todo, galante, muy celoso, aficionado á pleitear, ambicioso de gloria y de poder” con el cual describe a los blancos apenas unas líneas después (56-57). Estas descripciones arrojan luz sobre prácticas específicas de representación. Por ejemplo, nótese que ninguna de las que hace Samper sobre mulatos y blancos incluyen apenas superficialmente la apariencia, pero en cambio hacen un gran énfasis en detallar la personalidad moral de cada tipo. Más aún, como veremos a lo largo de este libro, en las descripciones visuales y literarias de la población andina existe una cercanía –y en ocasiones superposición– entre las categorías de blancos y mestizos, de manera que no sorprende que otros autores, como aquellos que redactaron el documento de Bosa citado al comienzo de esta introducción, prescindieran del todo de la categoría mestizo y emplearan solo la de blanco. En un proceso paralelo, uno de los intelectuales más prolíficos de los Andes colombianos, Eugenio Díaz Castro, describe a sus personajes andinos dividiéndolos en dos categorías: una mayoría de blancos, señores y campesinos, y una minoría de indios, que están casi desapareciendo ante los ojos del lector. Díaz Castro incluso dedica una novela entera, Bruna, la carbonera (1878), a defender la blancura de los campesinos andinos, que, debido a su pobreza, oficios, forma de hablar y vestidos, son acusados de no ser blancos. En novelas como El rejo de enlazar (1873) o en su famosa Manuela (1858), regresa al tema, describiendo las diferencias entre indios y blancos en términos de color de la piel –bronceada para unos, rosada clara para los otros–, pero también apelando a su belleza general, codificada en el talle, el tamaño del pie y la fisionomía. No hay grandes diferencias entre los mestizos hermosos descritos por Ancízar, los vigorosos mestizos de Samper y los bellos campesinos blancos de Eugenio Díaz Castro. Todos son “vástagos” de los españoles, como los llamara Díaz Castro. Sin embargo, la noción del
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siglo xix de descendiente no implica la pureza que se habrá de evidenciar en el pensamiento racial a partir de la segunda mitad del siglo xix, y que adquiere uno de sus matices más reconocidos en el one drop rule de los Estados Unidos, que convierte en una persona de color a cualquier individuo descendiente de una unión interracial. En contraste, la noción de blancura implicada en el proceso de blanqueamiento del siglo xix colombiano no podía por definición aspirar a semejante idea de pureza, ya que se trataba de un constante proceso de mezcla que debía repetirse hasta que el producto se pareciera más a los blancos que a los indios, como José María Samper describe aquí: [El indio] es rebelde, mientras no cruza su sangre, á la asimilación de una raza superior, caballeresca, literaria y comunicativa, como la española, porque su fisiología, sus tradiciones e ideas son refractarias a la expansión. No hay más recurso en ella que la absorción, por medio del cruzamiento, y eso, después de la tercera ó cuarta generación, siempre con nueva infusión de sangre europea; pues en el primer cruzamiento, el mestizo es generalmente envidioso, maligno, disimulado, pérfido, ingrato; y si una segunda infusión de sangre generosa no la mejora, vuelven á predominar ciertas malas inclinaciones de la indígena. (Filosofía en cartera 192)
Es difícil conceptualizar este constante proceso de “cruzamiento” e “infusión de sangre”, especialmente porque, en una afirmación como la anterior, el autor emplea nociones como “raza” o “sangre”, cuyos significados son inestables y varían históricamente. Por otra parte, condiciones físicas como “su fisiología” se hallan mezcladas con valores morales, una característica del pensamiento racial latinoamericano, que, como apunta Marisol de la Cadena, produce nociones raciales híbridas que no están solamente amarradas al discurso de la ciencia, sino también al régimen de la fe (Cadena, “Are ‘Mestizos’ Hybrids?” 268). Más aún, como dice Vanita Seth, los discursos que intentan producir diferencia social sufren un enorme cambio hacia mediados del siglo xix, cuando el cuerpo empieza a ser conceptualizado como un objeto invariable, que no está sujeto a los cambios de la historia, el clima o la geografía (Seth 217-26). Por tanto, es necesario separar los conceptos críticos a través de los cuales intentamos acercarnos al problema (raza, racialización y diferenciación social) de las distintas nociones empleadas por los escritores decimonónicos para codificar la diversidad y crear diferencias entre las poblaciones (raza, casta, sangre, vigor, entre otras), ya que se trata de términos culturales, producidos en momentos históricos de transición entre diferentes regímenes de verdad.
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Intersecciones entre raza y sangre. Pensamiento racial y producción de la diferencia A lo largo del siglo xix, la palabra raza aparece repetidamente en la literatura colombiana en la producción ensayística, los tratados geográficos, los relatos de viajeros y las novelas y cuadros costumbristas. A pesar de su ubicuidad, su significado es tremendamente polisémico, incluso en autores del mismo periodo y hasta en diferentes escritos del mismo autor. Por ejemplo, en el epígrafe que abre esta introducción, el político y periodista liberal Florentino González emplea esta palabra para referirse a las razas anglosajonas y españolas en un artículo titulado “El sofisma de la raza”, publicado en el periódico El Neogranadino en 1853. En este caso, el autor hace confluir la palabra raza con la nacionalidad y, más aún, su argumento contrarresta la idea de que existen características morales inherentes a cada una de ellas –por ejemplo, que la raza española es “indolente, turbulenta, perezosa, enemiga de novedades”, mientras la anglosajona es “activa emprendedora, ávida de novedades, tolerante” (19-20)–. González la piensa como un concepto que puede variar por la acción de las instituciones políticas y sociales, que tienen la capacidad de hacer que las razas regeneren o degeneren. Es decir, la raza, en este caso, no se halla separada de la nacionalidad, no necesariamente está atada al cuerpo de los individuos y tiene la capacidad de cambiar debido a influencias externas. El uso de Florentino González de la palabra raza constituye un muy buen ejemplo de la distinción entre los conceptos analíticos con que nos aproximamos a la retórica del momento y las palabras usadas por los actores de la época (Arias Vanegas y Restrepo 489; Trouillot 98). En un caso que ofrece grandes contrastes, en el segundo epígrafe que abre este trabajo, el escritor Eugenio Díaz Castro, en Manuela, su novela más conocida, pone en diálogo a dos personajes: uno, letrado y liberal y el otro, campesino. Durante el intercambio, el campesino cuestiona la igualdad social pregonada por el liberal, manifestando una serie de distinciones sociales que crean jerarquías entre los habitantes de la nación. Entre muchos otros aspectos, afirma: “¿Y por qué los blancos le dicen a un novio, que no iguala con la hija, cuando es indio o negro?” (Díaz Castro, Manuela 242). En este caso, los usos de las palabras blanco, indio y negro indican cierta forma de diferenciación social y jerarquía surgida de la experiencia colonial, es decir, hacen referencia al proceso que Appelbaum, Macpherson y Rosemblatt han definido como “racializacion” (2-3), un concepto analítico central en el desarrollo de este trabajo.
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No obstante, en ninguno de los dos ejemplos anteriores podemos aproximarnos a los usos retóricos de Florentino González o de Eugenio Díaz Castro del concepto analítico de raza como se lo define contemporáneamente. Existe cierto consenso entre los investigadores acerca de que dicho concepto solo toma una forma definitiva hacia finales del siglo xix y comienzos del xx, cuando se produce una estabilización de la noción, anclada en la biología, unida inalterablemente al cuerpo de los individuos, a través de políticas de control de las poblaciones (Arias Vanegas y Restrepo). Las ficciones raciales analizadas aquí, es decir, las construcciones retóricas acerca de la diferencia, las representaciones de los cuerpos diferenciados en relaciones de parentesco, lazos de sangre, lugares de origen, clima y geografía, son parte de un proceso de racialización de los cuerpos y las poblaciones, pero no se hallan totalmente contenidas en el concepto de raza como aparecerá hacia finales del siglo xix y más plenamente en el xx. A lo largo del periodo estudiado (entre 1830 y 1878), a pesar de un creciente interés por describir la diferencia a través de vocabularios y tipologías ligadas a los lenguajes de la geografía, y pese a los intentos por explicar estas diferencias a través de discursos científicos, el cuerpo como objeto de conocimiento no es una entidad biológica, los lazos de sangre no son genéticos sino genealógicos y las distinciones no están fijas en los cuerpos, sino que son susceptibles de mudar a lo largo de la vida de un individuo a través de influencias externas como el clima, la alimentación, la educación o la higiene. Se trata de un proceso de conformación de un pensamiento racial que se va dando a través de la sedimentación de prácticas de diferenciación social y de acumulación de significados que no necesariamente borran las prácticas anteriores. Así, a través de la idea de ficciones raciales, este trabajo presta atención a la progresiva racialización de palabras como blanco, que durante los siglos xvi y xvii significaban un color de piel pero no una categoría para representar a un grupo social, como llegaría a ser a partir del siglo xix (Rappaport, Disappearing 22), convirtiéndose en un marcador altamente racializado en un momento particular en el cual se intersectan las prácticas coloniales con las republicanas. Más aún, Vanita Seth ha llamado la atención sobre la distinción entre diversos momentos en la formación de un pensamiento racial. De acuerdo con la autora, entre finales del siglo xvii y el tardío siglo xviii está en vigencia una época clásica del pensamiento racial en la cual el cuerpo es sujeto y portador de conocimiento, pero aún no es un objeto fijo, sino que puede mutar debido a condiciones como el cuidado,
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la disciplina y la educación (175). Durante este periodo, la identidad de un individuo no se reduce completamente al cuerpo, sino que “su fisionomía continuamente se complica, cualifica, desestabiliza, y se modera a través de una economía social y moral que incluye elementos como el linaje, la religión, el género, la riqueza, y una multitud de virtudes y vicios” (189, mi traducción). Más aún, la definición de Seth enlaza este conjunto de elementos con rasgos morales específicos de los individuos, una noción que veremos en juego en las descripciones racializadas de la población andina. A lo largo de este libro examinaremos una serie de prácticas de representación social sobre los campesinos andinos que emplean términos racializados como blanco, indio, mestizo o mulato, a la vez que echan mano de elementos sociales como vestido, comida, oficios, educación y posesión de bienes europeos, que a la vez se presentan asociados con virtudes morales y características de la personalidad. Con frecuencia, las descripciones de los llamados “tipos” se centran más en estos aspectos que en la representación fisionómica de los individuos. Las descripciones de José María Samper en el Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas (1861) son un buen ejemplo al respecto. No obstante, elementos como la apariencia física no están del todo ausentes, por ejemplo, en las representaciones visuales que Carmelo Fernández elaboró para la Comisión Corográfica o en las láminas que para la venta al público produjo el artista bogotano Ramón Torres Méndez. En la intersección entre textualidad y visualidad, entre las prácticas coloniales y las republicanas y entre lo que Seth llama una época clásica del pensamiento racial y una época contemporánea inaugurada a finales del siglo xix, se hallan las ficciones raciales que se discutirán a lo largo de los capítulos de este libro.
Estructura del libro Los primeros dos capítulos exploran cómo la literatura racializa aspectos de la vida cotidiana y material como la comida y el vestido, que son materia de detallada descripción en la caracterización que los escritores hacen de sus personajes. A través de la evolución de las nociones en torno a la relación entre la comida y el cuerpo racializado de los individuos, el primer capítulo muestra cómo, hacia mediados del siglo xix, la raza no es una categoría fija, sino que su comprensión varía enormemente entre diferentes intelectuales. Es una categoría relacional, en la cual la posición de un individuo en el espectro depende
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de su género, su clase social, su espacio de habitación, su oficio y su acceso a ciertos bienes de consumo. Los escritores del siglo xix emplean un amplio conjunto de características para representar las diferencias sociales entre sus personajes. Estas van más allá de la descripción del fenotipo o de las relaciones de parentesco y ascendencia. La posición sociorracial de un individuo se presenta con más eficacia a través de su vestuario, los bienes de consumo que lleva consigo, la comida con que se alimenta, su oficio y su forma de hablar. Aunque no son raciales, estos elementos diferencian y ubican con precisión al personaje en una jerarquía republicana de raza, clase y género. La escenificación pública y privada de este conjunto de características lo definen como un blanco, convirtiendo su cuerpo en el repositorio de la virtud republicana. En un escenario social en contienda por el ascenso social de nuevos grupos intermedios, la blancura se recrea y se muestra como una manera de vincular los nuevos sujetos republicanos con Europa, acentuando esta relación a través de las políticas de representación del cuerpo. De esta manera, las elites conservaron su posición privilegiada en la escala sociorracial republicana mientras, al mismo tiempo, a través de los discursos sobre el blanqueamiento, permitieron el ingreso de nuevos blancos en construcción, que habrían de conformar el pueblo que ellos aspiraban a dirigir. De esta manera, el segundo capítulo explora las diferencias raciales entre los personajes codificadas a través de redes de elementos cuya naturaleza no era exclusivamente racial. Más aún, el detalle en las descripciones del vestuario de los personajes en los relatos o la importancia de la sección de moda en las revistas literarias y de novedades expresan una ansiedad de la elite frente a la posibilidad de que grupos intermedios (blancos pobres o mestizos) puedan cambiar su posición social a través del acceso a bienes de consumo reservados a ellos, en medio de los constantes conflictos sociales y políticos de mediados del siglo. Por ejemplo, en la novela El rejo de enlazar, los sombreros, los adornos de lujo y la cajita de bordado de la estanciera blanca Fulgencia crean malestar y celos entre las señoritas y motivan parte del conflicto de la narración. Debido a que la comprensión de quién es indígena, blanco o mulato varía enormemente entre autores, este capítulo ofrece un detallado examen de las intersecciones entre raza y otros marcadores y prácticas sociales, frecuentemente asociados con la cultura material. Los capítulos 2 y 3 exploran la blancura y a los blancos no como un grupo homogéneo, sino como un espectro diverso de posiciones,
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enunciadas entre dos grupos en tensión: por una parte, la elite descendiente de los europeos, que intentaba probar al mundo su carácter civilizado, reclamando la aprobación de sus pares europeos, aunque en ocasiones rechazaba o criticaba su herencia española (Martínez Nacionalismo); por otra, los grupos intermedios, los blancos pobres, los mestizos y los mulatos claros o aquellos que, aunque acomodados, carecían de la sofisticación de la vida urbana –por ejemplo, los hacendados de las zonas rurales que rodean a Bogotá, conocidos como “los orejones de la Sabana”– es decir, todos aquellos que se hallaban en una situación de liminalidad provocada por el proceso de blanqueamiento impulsado por las elites letradas. Como ha señalado Appelbaum (Mapping the Country of Regions), la Comisión Corográfica proponía reforzar las instituciones democráticas para convertirlos en ciudadanos modelo. Sin embargo, no todos los letrados entendían la población blanca y mestiza de la región andina bajo esta mirada optimista. Como se mencionó atrás, Eugenio Díaz Castro rechazaba que se les negara su carácter de blanco, pues, a pesar de su pobreza, los campesinos andinos eran descendientes puros de los colonizadores españoles, sin mezcla con los indígenas y menos aún con los negros. Sus novelas sobre la Sabana describen la población como blanca en su mayoría, con escasa presencia de unos pocos indígenas. Las novelas de Díaz Castro hacen énfasis en que, a pesar de su falta de refinamiento en el consumo material, los orejones sabaneros son ciudadanos virtuosos de la república debido a su prosperidad material, destreza y vigor. Estas representaciones ponen en evidencia cierta ansiedad respecto de la resistencia física de los descendientes de los colonizadores. A finales de siglo, en una defensa de la mezcla racial de la población nacional con la afrodescendiente, Salvador Camacho Roldán afirma: “Parece incontestable que no se encuentra ya entre las familias de raza blanca esa robustez física, esa constancia indomable, esa superioridad irresistible que los primeros conquistadores mostraron sobre los pueblos indígenas de este continente” (citado por Melo, Idea 21). La blancura, en el centro y en los límites del territorio andino, en las distinciones entre lo rural y lo urbano, entre el consumo de elite y la cultura material popular, se encontraba constantemente asediada por ansiedades y miedos de perder su posición privilegiada en la sociedad republicana. El tercer capítulo examina en detalle las construcciones retóricas que intentan fundir o separar a los mestizos y los blancos, prestando atención a las tensiones y palimpsestos entre visualidad y textualidad en los discursos. Con tal objetivo, intenta sacar a la luz tropos como
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la belleza, hasta ahora pasados por alto en el análisis sobre los procesos de construcción de la diferencia racial y que, sin embargo, ocupan un lugar central en la narrativa. El cuerpo y la apariencia física, codificada no solo en el color, sino también en el tamaño de los pies, de la cadera o el color de las mejillas, ocupan la imaginación de escritores y artistas, construyendo un círculo argumentativo en el que los blancos son más bellos y, por tanto, moralmente superiores, de manera que quien es bello y moral es considerado como blanco. Estos elementos constituyen las marcas de diferencia usadas con más frecuencia para distinguir entre campesinos blancos, indígenas y zambos en las artes visuales y la literatura, como veremos especialmente en Blancura en los límites, que estudia los discursos sobre el mestizaje en la región andina. El capítulo cuarto examina detalladamente las narrativas acerca de las uniones interraciales entre hombres mulatos y mujeres blancas, analizando nuevamente los discursos sobre el mestizaje, pero esta vez desde una perspectiva de género que se enfoca en la construcción de masculinidades blancas, en tensión con aquellas de los emergentes mulatos. La masculinidad blanca republicana se encontraba asediada como consecuencia del empobrecimiento de las elites coloniales y del surgimiento de nuevos actores sociales, políticos y económicos en la región y en el país. Por esta razón, sufre un proceso de remodelación, en el cual se reviste no solo con características como el vigor, la fortaleza o la fuerza, sino también como una forma de virtud moral sobre la cual construir la república, una forma de autocontención que en la práctica refrenaba a los protagonistas masculinos, obligándolos a mantener sus deseos constreñidos a los límites de su propia clase, raza y región. Las uniones interraciales no ofrecen entonces una ficción fundacional unificadora de las tensiones raciales y sociales; por el contrario, las narrativas que exploran este tema se presentan como intentos fallidos (“Federico y Cintia”, Mercedes) o como novelas utópicas (Florencio Conde), en las cuales los personajes mulatos sirven para acentuar las diferencias morales, políticas o de clase entre las masculinidades blancas. Si bien la investigación académica ha emprendido recientemente el análisis de categorías mixtas como la de mestizo,9 hemos tendido a 9 Véase al respecto el minucioso trabajo de Joanne Rappaport para el temprano mundo colonial neogranadino (Disappearing). Un detallado análisis para el mundo andino peruano se encuentra en Marisol de la Cadena (Indigenous Mestizos; “Introducción”).
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operar bajo el entendimiento de que blanco es una categoría que se define por la pureza de un grupo de gente de origen europeo que ha evitado las mezclas raciales con otros grupos. En las páginas siguientes propongo una relectura del significado de la noción de blancura para mostrar cómo, en algunos escenarios narrativos y visuales, esta incluye y excluye a diferentes individuos por razones que van más allá de la apariencia física o el linaje. Puede, por ejemplo, incluir a mestizos claros que habitan los Andes centrales y excluir a mujeres de descendencia europea que han caído en la pobreza. El objeto de este libro no es, sin embargo, únicamente apuntar hacia la inestabilidad de la categoría de blanco, se propone también examinar en qué contextos textuales y narrativos se permite a un individuo pertenecer o ser excluido de este grupo. En algunos casos, como en la novela Bruna, la carbonera (1878), de Eugenio Díaz Castro, no basta la apariencia física para garantizar la blancura de una mujer. Más aún, la apariencia misma puede variar tanto que una mujer de la elite como Mercedes (1869), en la novela del mismo nombre de Soledad Acosta de Samper, resulte irreconocible para sus antiguos pares y amigos (López Rodríguez, “Racial Fictions”). En las descripciones de Manuel Ancízar en su Peregrinación de Alpha por las provincias del Norte (1850-1851), los campesinos andinos avanzan hacia un tipo de civilización que fácilmente puede codificarse como blancura. En este caso, es en la intersección entre apariencia, oficio, higiene, virtudes morales y disposición para el trabajo donde se reconoce y se diferencia a los campesinos blancos. Más aún, en la geografía racializada del país, se podría argumentar que la blancura es un hecho geográfico concerniente a los habitantes de la región andina. No obstante, para que esa región blanca-mestiza pueda operar conceptualmente, debe ocurrir en paralelo un proceso de desaparición simbólica de lo indígena, a través de su muerte romantizada en la narrativa, y de extinción real de los resguardos y tierras comunales. Por otro lado, la presencia africana, conceptualizada como vigorosa pero indomable, debe reducirse, ya sea a través de su exclusión, como en la historia de “Federico y Cintia”, de Eugenio Díaz Castro, ya sea en su mezcla a través de varias generaciones, como en la novela Florencio Conde, de José María Samper. En los últimos años, la investigación académica ha emprendido un notable esfuerzo para desentrañar la producción discursiva que formó la idea del pueblo en las narrativas textuales y visuales del siglo xix (Arias Vanegas, Nación y diferencia; Pérez Benavides). El presente trabajo intenta sacar a la luz las narrativas que produjeron a la elite para
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mostrar cómo la noción de blancura se materializó en textos e imágenes que a la vez reflejaban y reforzaban prácticas alimenticias, formas de comportarse, hábitos sociales y códigos de vestido. Estas formas de representar la blancura ayudaron a posicionarla como el ápice de un sistema jerarquizado en el cual esta y otras ficciones han permanecido incuestionables. Es nuestro deber como académicos interrogarnos sobre los procesos de construcción de la blancura y otras ficciones raciales en los Andes colombianos del siglo xix.
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Capítulo 1 Raza en otras palabras. Los alimentos y la construcción de la diferencia corporal en la literatura del siglo xix “La extensión del cultivo del plátano en América después del descubrimiento es un hecho de la mayor importancia para la conservación y propagación de la especie humana en nuestro continente, y uno de los mayores beneficios de la Providencia, digan lo que quieran los que (sin mostrar ellos mucha actividad, como lo observa el Barón de Humboldt), pretenden que la abundancia de este alimento fomenta el hábito de la ociosidad en el pueblo. Se ha calculado que el mismo espacio de tierra que produce trigo para mantener un solo hombre, daría plátanos con que sustentar veinticinco”. (Coronel José de Acosta, Compendio histórico del descubrimiento y colonización de la Nueva Granada en el siglo decimosexto, 1848) “Las cocineras andinas tienen la facultad innata de destruir el sabor natural de todas las carnes; con sus métodos culinarios hacen hasta del pavo una comida completamente desabrida”. (Isaac F. Holton, Nueva Granada. Veinte meses en los Andes, ca. 1857) “Lo del desaseo no es ponderación; y en prueba de ello diré que habiéndonos alojado nada menos que en una casa de balcón, nos sirvieron al cabo de largo tiempo una comida tal, que al apremio del hambre hubimos de añadir la oscuridad, cerrando las ventanas para consumirla sin reparar en las sustancias intrusas, que abundaban sobre los ex-platos y dentro de los inimitables guisos: bien es verdad que esto quedó compensado con haber amanecido al día siguiente nuestros cuerpos llenos de ronchas, causadas por animales que se me permitirá dejar anónimos”. (Manuel Ancízar, Peregrinación de Alpha, ca. 1853)
A lo largo del siglo xix, el proceso de racialización de los cuerpos se desarrolla en medio de la vida social de la república, enmarcado en el ámbito de la construcción de la nación. Con variados matices, el cuerpo de la nación –es decir, el de sus habitantes– se representa a través
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de un amplio espectro de características físicas atribuidas al cuerpo de una persona (el color de la piel, su tipo de cabello, su apariencia). El proceso de racialización consiste en asociar este conjunto culturalmente elaborado de características con un perfil cognitivo, moral, psicológico e incluso emocional, a través del cual se juzga el valor de un individuo en el proceso de construcción de la nación. Este capítulo explora cómo estas nociones de cuerpo racializado se materializan en la vida cotidiana, específicamente a través de la escritura del siglo xix. En particular, examina cómo se racializaron los cuerpos de los habitantes andinos colombianos del siglo xix y la manera en que los letrados locales imaginaban la influencia de los alimentos en este proceso. La atención recae en la comida porque a través del acto de ingerir los alimentos se quiebra el límite entre los individuos y el medio ambiente, ya que estos ingresan directamente al cuerpo, haciéndolos más vulnerables a la contaminación. Propongo que, en el siglo xix, esta contaminación alimenticia puede pensarse como una contaminación racial. A partir del siglo xix, el cuerpo se piensa a través de discursos raciales que naturalizan y jerarquizan las diferencias individuales. Sin embargo, como señala Vanita Seth, se trata de un momento de transición entre un sistema clásico, en el que la diferencia no se sitúa exclusivamente en el cuerpo, y una nueva ideología racializada que entiende el cuerpo como un objeto inamovible, fijo, cuya naturaleza no puede alterarse por influencias externas. En la intersección entre estos dos sistemas, se produce una superposición de nociones en las que el cuerpo no es una entidad totalmente fija en términos biológicos y, por tanto, aún puede alterarse, mejorarse, deteriorarse e intervenirse a través de prácticas alimenticias. En este contexto, los intelectuales de comienzos de siglo pusieron bajo escrutinio alimentos de origen tropical como el plátano, ya que temían la influencia que su consumo pudiera causar en la población, particularmente en la extensión de defectos morales como la pereza. En un contexto de enunciación diferente, hacia mediados de siglo, las geografías nacionales –más interesadas en nociones como el progreso y la productividad económica– asumieron el plátano como fuente de riqueza y orgullo nacional. Para entonces, no es el alimento mismo el que separa a los individuos, sino que son prácticas como la limpieza en la producción y el consumo de la comida las que distinguen los cuerpos de los viajeros blancos de los campesinos indígenas y mestizos que encuentran en sus recorridos por los Andes colombianos. Sus narrativas racializan los sujetos que describen, así como también las prácticas corporales relacionadas con el aseo en la alimentación, haciendo de la mazamorra o la chicha extensiones racia-
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lizadas del cuerpo de los individuos que las consumen. La geografía racializada de la nación se materializa en los intentos de remplazar alimentos tropicales como el plátano por europeos como el trigo y de difundir el consumo de ciertos alimentos como una forma de actuar sobre los cuerpos y las poblaciones nacionales.
Describir la nación, describir sus habitantes Una nación moderna requiere de cuerpos modernos. La literatura del siglo xix colombiano estaba plenamente comprometida con la construcción de una nación y, por extensión, con la representación de sus habitantes. Esta representación tomó la forma de relatos de viajes, novelas que intentaban alcanzar el estatus de nacionales y cuadros de costumbres que criticaban y moralizaban las prácticas locales. En todos estos géneros, la descripción de la vida social ocupa un lugar central, porque claramente se identifica con la construcción de la nación. Sus habitantes se convierten en objeto de conocimiento a través de la escritura, en la cual convergen agendas de exploración geográfica, científica y artística. La escritura se representa a sí misma como un acto natural que se desprende de la exploración, ya sea de territorios antes no recorridos sistemáticamente, como en el caso de la Comisión Corográfica, ya sea de zonas recientemente integradas a la economía nacional, como en la novela Manuela, de Eugenio Díaz Castro, ya sea de las calles de Bogotá frecuentadas por los habitantes más humildes de la ciudad. Si bien la escritura del siglo xix representa a los habitantes de la nación, lo hace desde el punto de vista de un letrado, generalmente un hombre, que pertenece a la elite. Se escribe no solo para contar lo que se ve, sino para crear representaciones de la diferencia, en un doble juego de crear una nación unida por la historia, la lengua y la religión pero jerarquizada en regiones y habitantes. La existencia misma de esta jerarquía se naturaliza a través de discursos que enfatizan la influencia del clima, la naturaleza y la geografía en estas divisiones (Arias Vanegas, Nación y diferencia; Martínez-Pinzón, Una cultura). En el proceso de escribir, se materializa la representación del pueblo y las elites. Mientras las diferencias se naturalizan, los cuerpos adquieren particular relevancia en la representación: ya se trate de radiantes campesinas sabaneras, dolientes indígenas que caminan hacia el mercado o bravíos jinetes blancos, los sujetos de la descripción son cuerpos cuya individualidad constituye una sinécdoque de todo un grupo social. Los tipos sociales son los tropos discursivos favoritos de
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escritores y artistas visuales. Son cuerpos racialmente diferenciados, pero son más que eso. En su representación confluye un conjunto de características que no se limitan a las relaciones de parentesco y los lazos de sangre. De hecho, lo que distingue a un cuerpo de otro tiene que ver con la apariencia de los individuos, pero va más allá del color de la piel o los rasgos faciales. En la escritura, a medida que se describe a un personaje –una vez enunciada su condición subalterna–, se despliega un grupo de elementos no raciales vinculados con la vida material que ejercen de descriptores de su cuerpo. Es allí donde particularidades como la comida y el vestido se racializan, convirtiéndose en el objeto a conocer, lo que motiva y justifica el acto mismo de explorar y de escribir. Como veremos, se trata de una aproximación a los individuos, diferenciados en intersecciones raciales y de clase, en la cual el cuerpo no es un objeto transparente, inmutable o medible. Por el contrario, su apariencia se modifica con influencias materiales como la comida, el vestido o el clima. En el caso colombiano, las prácticas coloniales de diferenciación siguen teniendo efecto en la vida social republicana, a medida que se desarrolla el proceso de pensar el cuerpo como un objeto fijo y autónomo, a través de un discurso racializado que intenta modernizar la nación, sus pobladores, sus costumbres y sus cuerpos. Como parte de este afán modernizador, el costumbrismo como género de escritura dominante intentaba describir las costumbres nacionales para ofrecer una crítica de aquello que debía reformarse o para defender las tradiciones en peligro de perderse a medida que se construía la nueva república. No obstante, aquellos esfuerzos que hoy podríamos calificar como “modernizantes” no siempre fueron entendidos bajo el rótulo de la modernidad, sino que tuvieron diversos nombres bajo distintos periodos e ideologías (Melo, “La idea de progreso”). El progreso, el bien de la república y la patria granadina fueron las elusivas metas a alcanzar. Y la escritura, ya desde el temprano mundo republicano, se convirtió en una extensión de la política o, al menos, del debate político sobre cómo lograr estas metas nacionales. En este orden de ideas, buena parte de la escritura del siglo xix describe a los habitantes de la nación proponiendo interpretaciones sobre su naturaleza, su carácter y su temperamento. La abundancia y el detalle del retrato pueden resultar abrumadores para los lectores contemporáneos. Relatos de viajes, cuadros de costumbres y también novelas dedican páginas y páginas a describir espacios físicos, montañas, valles, vegetación. Más aún, retratan a los habitantes –especialmente rurales– de la nación en formación. A medida que el lector avanza en la lectura, los elementos que se reiteran en la descripción de los cuerpos
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de los individuos son siempre los mismos: el vestido que los cubre, la comida con que se alimentan y los oficios que desempeñan. En algunas ocasiones, estos aspectos se acompañan con juicios acerca de la belleza de rostros, pies y talles. En otras, quien escribe agrega comentarios sobre el carácter de los individuos, sus cualidades morales, su gusto por el trabajo, su laboriosidad o su falta de ella. A veces, estos habitantes aparecen marcados a través de descriptores racializados: “los indios de la Sabana”, “los mestizos”, “los zambos”. En otras, se usan descriptores provenientes de sus oficios: “los campesinos”, “los leñadores”, “los tabaqueros”, “los cosecheros”, “los carboneros”. A medida que se incrementa la distancia con Bogotá, aparece la distinción entre “reinosos”, la gente de la tierra fría, y “calentanos”, la gente de la tierra caliente. No existe una tipología constante a lo largo del siglo xix, sino que varía en función de los cambios ideológicos de la elite letrada y de una progresiva racialización y regionalización del pensamiento nacional, como bien lo ha estudiado Julio Arias Vanegas en Nación y diferencia en el siglo xix colombiano. Pero, cuanto más nos adentramos en la descripción de los cuerpos, el aspecto que adquiere una forma más notable es precisamente su ausencia, al menos en la forma en que contemporáneamente estamos acostumbrados a pensar y describir el cuerpo de una persona. El color de la piel o del cabello y la estatura pasan casi desapercibidos, apenas mencionados en una línea. A veces, ni siquiera eso. En contraste, el color de la falda, el tipo de textil, el material del que está hecho el sombrero, el tipo de zapatos o la falta de estos parecían interesar mucho más a los viajeros nacionales y extranjeros. Los escritores de ficción reflejan este mismo énfasis en la descripción de la vida material en sus intentos por crear y caracterizar el estatus social y racial de un personaje. Tanto el vestido como los alimentos son importantes por su permanente contacto con el cuerpo y por su capacidad de dar cuenta de la condición social y cultural del individuo. Esta misma proximidad con el cuerpo hace que la descripción de la comida ocupe un lugar tan prominente como el de la ropa, ya se trate de la descripción de los habitantes de una elegante casa en Bogotá o de una pobre posada en un camino andino. Este capítulo examina detalladamente esta obsesión de la escritura con la representación de los habitantes de la nación a través de la comida. Más aún, nos detendremos en los cambiantes discursos sobre las prácticas alimentarias de la región andina y su relación con el cuerpo de los individuos. Al igual que el vestido, que se explorará en el siguiente capítulo, las prácticas alimentarias forman parte de aquellos elementos de la cultura material relacionados con el cuerpo de los individuos y
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que se consideraban capaces de influir sobre este, modificando su capacidad para el progreso. La relación entre la comida y la cultura es un tema de largo aliento en la antropología, la historia y los estudios literarios. La alimentación ha sido estudiada como elemento central en la formación de identidades colectivas, por ejemplo, en trabajos que examinan la relación entre la formación de la nación y los discursos sobre la comida y la bebida en el siglo xix (Gaytán; Toner). En su estudio sobre la formación de una gastronomía nacional en México, Jeffrey Pilcher muestra las dificultades de la elite para aceptar alimentos consumidos por la población indígena. En este caso, la comida mexicana resulta ser el producto de la interacción entre procesos culturales de larga duración y el papel de los gobiernos postrevolucionarios en el forjamiento de un símbolo nacional. En todos estos estudios, la comida es un territorio de negociación entre discursos nacionales y prácticas populares. Partiendo de esta noción, en las siguientes páginas examinaremos las prácticas alimenticias como un elemento fundamental en la representación de los cuerpos racializados, explorando el papel de la comida en la formación de marcadores raciales individuales en las zonas de contacto creadas por las interacciones entre sujetos provenientes de grupos diversos: exploradores y viajeros blancos urbanos en sus encuentros con campesinos andinos. En concreto, en la transición entre la colonia y la república, lo que comía un individuo y la manera cómo lo consumía generaban un tipo de identidad racializada. La historiadora Rebecca Earle analiza esta relación entre alimentos y construcción de la diferencia corporal en el mundo colonial español en The Body of the Conquistador. Food, Race and the Colonial Experience in Spanish America, 1492-1700. Earle examina las formas en que la sociedad colonial española en las Américas interpretó la diferencia entre los cuerpos amerindios y europeos a través de la experiencia de lo que estos comían. La persistencia de esta concepción durante buena parte del siglo xix, como veremos a lo largo de los dos primeros capítulos, se fundamenta en la noción de que aquello que rodea el cuerpo, ya se trate de comida, bebidas, vestidos o adornos, altera su naturaleza. Una versión mucho más estudiada de esta noción puede verse en la contienda intelectual sostenida por los intelectuales criollos neogranadinos de comienzos del siglo xix sobre la influencia del clima en los individuos, un debate que no desaparecerá del todo y que se transformará en otras múltiples discusiones acerca del papel de los alimentos sobre el cuerpo, como discutiremos en la siguiente sección. Para entender la enorme importancia de la comida en los procesos de racialización de
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la población, es necesario profundizar en la cambiante manera de ver la relación entre el cuerpo y las influencias externas. A pesar de que ya desde el temprano siglo xix el cuerpo se pensaba a través de discursos racializantes, este aún no se concebía como una entidad totalmente fija en términos biológicos y, por tanto, aún podía ser alterada, mejorada o deteriorada. En palabras de Vanita Seth, lo que define a los discursos raciales es autonomía de la noción de raza con respecto a las influencias externas: El cuerpo –su ser racial, de género, criminal e individual– se promete a sí mismo como el último bastión de la verdad absoluta […] lo que es distintivo acerca del siglo xix no es necesariamente la invención del discurso racial sino la premisa esencial sobre la cual este discurso depende para su enunciación, a saber, que el cuerpo era un objeto que, a diferencia de los otros índices de diversidad y diferencia, desafía la temporalidad, permitiendo por tanto que las identidades sean definitiva y biológicamente fijas. (Seth 225-226, mi traducción)
Esta inmutabilidad de la raza de un individuo llegará a ser una característica intrínseca del pensamiento racial contemporáneo desde finales del siglo xix. Según esta noción, un hombre blanco, aunque se traslade a un clima tropical, se alimente con comida nativa y se vista con trajes indígenas, continuará siéndolo. Sin embargo, la idea de la raza como una característica fija no está del todo acabada de construir durante el periodo estudiado en este libro. Como veremos, diversos autores en diferentes momentos confían en mayor o menor grado en esta separación entre el cuerpo y su medio. La autonomía del cuerpo con respecto del clima, de la historia y de cualquier otra influencia diferente de la raza pensada biológicamente solo adquirió su forma dominante en el pensamiento racial europeo del siglo xx, que rechazaba incluso la influencia de la educación o la higiene sobre aquel. En contraste, en su estudio sobre el pensamiento eugenésico latinoamericano, Nancy Stepan muestra que, aún durante el siglo xx, en el contexto de América Latina estarán presentes ideas más optimistas sobre las razas, que defienden su capacidad de mejoramiento a través de la educación o la higiene, un modo de pensamiento que la eugenesia europea del siglo xx rechazaba por tratarse de una nueva forma de lamarckismo. El problema que abordamos en este capítulo es entonces el de los cambios en el discurso que pensaba la relación entre el cuerpo y las influencias externas durante la transición entre el mundo colonial y el republicano. La noción clave para entender este proceso es la progre-
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siva racialización en la manera de concebir el cuerpo y las diferencias entre los individuos. Por otra parte, es también un intento por pensar el gradual establecimiento de un discurso que fija un perfil cognitivo y emocional que corresponde con las características físicas de un individuo. Sin embargo, es un proceso en el cual diferentes regímenes de saber y prácticas cotidianas de poder se superponen entre sí. En este contexto, los alimentos y las prácticas asociadas con su consumo se convierten en el territorio de disputa ideológica. En el contacto entre viajeros extranjeros y habitantes colombianos o entre letrados viajeros colombianos y sus compatriotas rurales, la comida que se comparte, lo que produce asco, lo que no se puede comer o lo que resulta delicioso sirve a un propósito que va más allá de describir o caracterizar al otro. La comida es una parte fundamental del conjunto de acciones llevadas a cabo por cada individuo, desde el cual se pone en escena su pertenencia a un grupo dentro de la región y la nación. Los indios comen alimentos nativos y beben chicha; los campesinos andinos, sopas de papas, pucheros y ajiacos, y, cada vez más, los blancos de la elite consumen alimentos europeos como pan y salchichas, mientras beben brandy en paseos campestres, en presencia de una audiencia de otros comensales de su grupo social, pero también de campesinos y sirvientes, ante quienes se despliega esta performance de la blancura. La escena se repite una y otra vez en las novelas y los cuadros de costumbres. La reiteración de las mismas acciones garantiza que se fijen como una segunda naturaleza asociada al grupo representado. Se trata de una naturaleza cuidadosamente desplegada en la literatura, una forma de representación que naturaliza el hecho de pertenecer a la elite, depurada de la contaminación de alimentos racializados, como la chicha indígena. Lo que se pone en escena en estas representaciones es la performance de ser blanco en la literatura y, por extensión, en la nación. En conclusión, a partir del siglo xix, el cuerpo se piensa cada vez más a través de discursos racializados que naturalizan y jerarquizan las diferencias individuales. Sin embargo, se trata de un momento de transición y tensión entre formas diferentes de concebir la relación entre el cuerpo y las influencias externas. En la intersección entre estos sistemas de pensamiento se produce una superposición de nociones en las que el cuerpo no es una entidad fija en términos biológicos y, por tanto, puede alterarse, mejorarse, deteriorarse e intervenirse a través de las prácticas alimenticias. En las siguientes secciones de este capítulo, estudiaremos en detalle la intersección entre cuerpo, alimentación y producción de la diferencia.
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De plátanos y pereza y de trigo y civilización. Espacio y producción de alimentos La forma particular en que se pensaba la influencia de la comida en el cuerpo de los individuos, los intentos de sustituir productos alimenticios locales para reforzar el consumo de alimentos europeos y su presunto efecto sobre las poblaciones pueden ser mejor entendidos si exploramos las discusiones en torno al plátano. Este fue uno de los alimentos que más ocupó la mente de los letrados, acaso por la extensión de su consumo en todos los climas y su asociación con las poblaciones tropicales. Ya en los años finales del virreinato, su cultivo, consumo e influencia sobre el carácter de los individuos y la salud pública estaban en la mente de los ilustrados neogranadinos y fueron materia de debate. Hacia 1792, Pedro Fermín Vargas, en sus Pensamientos políticos sobre la agricultura, comercio y minas del Virreinato de Santafé de Bogotá, ubicaba al plátano en las tierras cálidas, donde, junto con la carne y el maíz, era el principal alimento de los pobladores (Alzate Echeverri 117). Vargas específicamente culpa a la abundancia de alimentos del carácter de los habitantes alrededor del río Magdalena y las costas del mar. “La facilidad con que se mantienen las gentes de las tierras cálidas del Virreinato las hace del todo indolentes y perezosas”, escribe. Tanto la abundancia de comida como su desnudez tienen un enorme impacto sobre los individuos: “De ordinario hombres y mujeres viven desnudos sin rubor” y, como consecuencia, “así se entregan a una ociosidad sin límites” (Vargas 24-25). Al considerar el plátano como un alimento primordial de los climas templados, se pone en juego la racialización de las tierras cálidas, un elemento ampliamente estudiado por la crítica contemporánea (Martínez-Pinzón, Una cultura; Múnera; Arias Vanegas, Nación y diferencia; Rojas). De hecho, la relación entre el plátano y los habitantes de los climas cálidos también fue anotada por el científico neogranadino Francisco José de Caldas. En su prominente ensayo de 1808, “Del influjo del clima sobre los seres organizados”, Caldas describe la combinación del maíz, la yuca, el plátano y la carne como “únicos alimentos que usa” el indio de las costas del sur (163). El ensayo, publicado en el Semanario del Nuevo Reino de Granada, forma parte de una controversia sobre el papel de las temperaturas en el carácter de los individuos y los pueblos. En concreto, la publicación responde a la afirmación de Diego María Tanco según la cual la educación tiene un mayor influjo sobre el carácter moral de los hombres (Arias Vanegas, “Seres” 17). En su réplica, Caldas intenta demostrar cómo el clima influye sobre las poblaciones, afec-
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tando negativamente a la constitución física, el carácter y las virtudes de los individuos sometidos a temperaturas extremadamente calientes o frías. La historia de este debate y sus implicaciones en las prácticas intelectuales y la formación de saberes científicos en medio de la llamada “disputa del Nuevo Mundo” han sido ampliamente estudiadas (Arias Vanegas, “Seres”; Nieto Olarte; Castro-Gómez). No obstante, además del influjo del clima, que ha recibido mayor atención, Caldas considera “el influjo de los alimentos”, definido de la siguiente manera: “Las materias que el hombre saca del reino animal y vegetal, unidas a las bebidas ardientes o deliciosas, la facilidad o lentitud de asimilarlas por la digestión, los buenos o malos humores que producen, en fin, todo lo que puede perfeccionar o degradar, disminuir o aumentar al animal” (138). En Vargas, lo que produce un efecto sobre el carácter de la gente es la abundancia de los alimentos, más que estos en sí mismos. En Caldas, el argumento se hace más complejo, ya que es su ingestión y los cambios fisiológicos que estos producen lo que influye sobre los cuerpos: “La sangre, el fluido nervioso y todos los humores se renuevan y se forman de los alimentos”, probando que “si el clima hace impresiones sobre los seres vivientes, los alimentos las hacen más profundas” (140). Su interés en la comida y su influjo sobre la moralidad y las costumbres tiene sus raíces en la teoría clásica de los humores: “Los alimentos renuevan nuestros humores, encienden o apagan el fuego de las pasiones” (193), reconociendo que “los demás agentes del clima sólo nos tocan, por decirlo así en la corteza; los alimentos llevan sus efectos a lo más íntimo de nuestro cuerpo” (193). La ingestión de la comida quiebra el límite entre el individuo y el ambiente exterior, convirtiéndose en un potente motor de cambio de los humores, que definen las virtudes morales de los individuos. Caldas emplea a la vez un lenguaje científico y un conjunto de términos que los lectores contemporáneos asociamos con el concepto de raza, pero lo hace para probar una manera de concebir la fisiología corporal basada en nociones médicas anteriores a la modernidad. En el núcleo de su argumentación persiste aquella noción mencionada más arriba de la flexibilidad de un cuerpo, que puede ser afectado por factores externos. Analicemos en detalle esta contradicción. A lo largo del ensayo, los habitantes de las tierras frías, cálidas y templadas son nombrados a través de marcadores que podríamos pensar como raciales: los indios de las costas del Pacífico sur, los indios de los Andes, los mulatos. Caldas ofrece detalladas descripciones físicas en las cuales se incluyen la estatura, el cabello, el color de la piel y las proporciones, es decir, aquellos rasgos de la apariencia que más frecuentemente
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asociamos con la raza de los individuos. Estos aspectos, unidos al frecuente uso de un lenguaje científico que registra temperatura, presión atmosférica y posición geográfica, entre otros datos, pueden darnos la impresión de que en Caldas nos enfrentamos a una forma de pensamiento racial más contemporáneo, aquella que liga la raza con la biología. Sin embargo, la teoría hipocrática de los humores es el elemento que se encuentra en el centro de su argumentación sobre la influencia del clima y de uno de sus agentes, los alimentos. Esta característica del pensamiento de Caldas también ha sido anotada por Arias Vanegas, quien, además, nos muestra otro agente aún más poderoso que el clima en el esquema argumentativo del neogranadino: “El clima no influye del todo en la constitución moral de los hombres, porque hay algo más fuerte que la determina: la presencia de Dios” (23). Es decir, el pensamiento de Caldas incorpora una forma de diferenciación social entre los habitantes basada en las distinciones morales, las costumbres y el carácter, propiedades que se ven afectadas por agentes climáticos, entre ellos, la comida. Esta diferenciación moral opera como consecuencia de las maneras en que estos agentes actúan sobre los humores de los individuos. No se trata entonces de una diferenciación exclusivamente racial de los individuos, puesto que no se basa en un discurso moderno sobre la biología de los cuerpos. Concepciones clásicas sobre el cuerpo y el papel de la divinidad operan para explicar esta agencia del clima sobre el individuo. Pero, al mismo tiempo, la diferencia que surge de la acción de estos agentes se expresa a través de marcadores que en el curso del siglo serán cada vez más racializados, enfatizando la relación entre el clima, entendido como el lugar que un individuo ocupa en el territorio, y descriptores como la apariencia física. Cada grupo poblacional luce y es llamado de cierta forma, habita un territorio y un clima particular, se alimenta con ciertas comidas y, como consecuencia, desarrolla unas virtudes y unas características morales. En Caldas, como en muchos otros intelectuales a lo largo del siglo xix, los indios y los mulatos son quienes habitan las regiones cálidas, donde se come plátano, maíz y carne. En esta confluencia entre comida, clima y poblaciones se produce la racialización de ciertos alimentos, en este caso, el vilipendiado plátano. Si, como afirma Pedro Fermín Vargas, la abundancia de plátanos, maíz y carne produce habitantes perezosos y si, como afirma Caldas, estos alimentos que consumen los indios del Pacífico sur afectan a sus humores, ¿cómo reconciliar estas opiniones con el hecho de que el plátano se hallaba profundamente extendido como cultivo a lo largo del territorio del entonces virreinato? Al parecer, la primera respuesta
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de los letrados virreinales habría de coincidir con las actitudes que Felipe Martínez-Pinzón ha estudiado para los siglos xix y xx en Una cultura de invernadero: al igual que las elites de los siglos venideros, también los reformadores virreinales intentaron cambiar radicalmente el espacio tropical a fin de producir una modificación en los habitantes. En Suciedad y orden: reformas sanitarias borbónicas 1760-1810, Adriana Alzate Echeverri muestra el interés de autoridades virreinales y de personalidades como el sabio José Celestino Mutis por disminuir los platanales sembrados en las inmediaciones de ciudades como el Socorro y Medellín, situadas en una posición intermedia entre el ardiente clima de las costas y los valles y las frías temperaturas altoandinas (119-127). Incluso ciudades cálidas como Mariquita, próxima al valle del río Magdalena, intentaron la destrucción de sus platanales urbanos (122). Estas luchas contra los platanales tropicales se basaban en la misma premisa: la humedad producida por este cultivo era nociva para la salud pública. Se trata de lo que Martínez-Pinzón, en su estudio sobre Francisco José de Caldas, ha denominado “fantasías de la deforestación”, en cuanto “deforestar implica cambiar el clima y cambiar el clima implica transformar a los hombres” (Martínez-Pinzón, Una cultura de invernadero 28). No obstante, las tentativas de saneamiento de la arquitectura no pasaron totalmente incontestadas. El síndico procurador de Medellín respondió defendiendo al plátano como fundamental para “la subsistencia de las gentes pobres” (citado por Alzate Echeverri 126). A pesar de la lucha contra el plátano y de su estigmatización como comida de las gentes pobres o de los habitantes de las cada vez más racializadas tierras cálidas, continuó siendo uno de los cultivos más extendidos a lo largo del siglo xix. Como producto tropical, tendrá a lo largo de la república una doble vida en las esperanzas y los miedos de la elite: como posible fuente de prosperidad económica, pero, a la vez, como poderoso responsable de la indisciplina de los campesinos en una contradicción “inherente al liberalismo en el trópico” (MartínezPinzón Una cultura 57). En efecto, una vez ocurrida la independencia de España, los intelectuales republicanos de la nueva nación verían en la capacidad del territorio para producir una abundancia de alimentos una fuente de optimismo y de orgullo nacional. Esta nueva actitud es evidente en textos como el Compendio histórico del descubrimiento y colonización de la Nueva Granada en el siglo decimosexto (1848), del coronel José de Acosta, citado al comienzo de este capítulo y recogido, además, por Felipe Pérez en su Geografía general física y política de los Estados Unidos de Colombia y geografía particular de la ciudad de
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Bogotá (1883). Acosta defiende el plátano de los comentarios que años atrás hiciera Pedro Fermín Vargas y, para hacerlo, recurre a la autoridad de Alexander Von Humboldt, en un ejercicio de argumentación que no escapa de las relaciones coloniales de poder según las cuales la opinión del intelectual europeo tiene más autoridad que la opinión del intelectual local. Pero, más aún, la misma abundancia que molestaba a Vargas es la que le sirve a Acosta para defender al vilipendiado plátano. No se trata solo de la exuberancia de su presencia a lo largo del territorio, sino además de su riqueza nutricional: “Se ha calculado que el mismo espacio de tierra que produce trigo para mantener un solo hombre, daría plátanos con que sustentar veinticinco” afirma Acosta (205). El plátano, uno de los alimentos más tropicales en la imaginación del xix, pues, de acuerdo con el mismo autor, no se conocía hasta que los europeos exploraron la región del Chocó en la costa pacífica, puede alimentar a más personas que el trigo europeo. ¿Por qué Acosta compara estos dos alimentos? ¿Por qué no compararlo con el maíz, por ejemplo, o con la yuca, también extendida en la nación? Justamente lo que reside en esta comparación es la oposición que caracteriza el pensamiento espacial y geográfico del siglo xix, dividiéndolo en dos polos excluyentes: el trópico, como lugar de lo salvaje, y los espacios más frescos sobre la cordillera de los Andes, donde reside y desde donde debe extenderse la civilización (Rojas; Martínez-Pinzón, Una cultura; Appelbaum, Mapping). No se trata solamente del reconocimiento de una diversidad en los espacios, su vegetación y sus habitantes. En realidad, es una distinción explicada y naturalizada por la influencia del clima y la geografía y materializada en una jerarquía de regiones diferenciadas racialmente y en términos de civilización (Appelbaum, Mapping 214). En este contexto, la relación entre el plátano, tropical y americano, y el trigo, de origen europeo y que solo crece en las alturas andinas, está también atravesada por aquellas distinciones concebidas en términos raciales y de civilización que operan en el pensamiento del siglo xix a partir de Caldas. ¿Cómo leer entonces la defensa que hace Acosta del plátano? Se trata de una defensa de lo americano frente a lo europeo. Acaso una más, y algo tardía, en la tradición de la llamada “disputa del Nuevo Mundo” (Gerbi). También Felipe Pérez participa de la discusión: “Las plantas traídas de Europa, de Asia y de África no han degenerado”, escribe (385). Este argumento se hace eco de la defensa de la abundancia americana pregonada por Acosta, contraponiendo una Europa donde la tierra está cansada y es necesario el uso de abonos con la fertilidad de recursos en Colombia, que permite “a veces levantar la mano y
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despojar el árbol del sazonado fruto” (160). Pérez lista la infinidad de alimentos que se producen en todos los climas colombianos: la cebada y el maíz, las frutas que abundan en los bosques y los peces en los ríos y mares. Introduce la abundancia de las maderas, resinas y metales, así como los productos locales que proveen de vestido, sombra y calzado. Describe la Unión Colombiana haciendo una alusión indirecta a la tierra prometida descrita en la Biblia como “tierra que fluye leche y miel” (Éxodo 3:8). Pérez produce su propia versión tropical y americana, en la cual el vino proviene de las palmas; la leche, del coco, y la miel, de las abejas (159). Al mismo tiempo, su argumentación persiste en la representación del territorio como dividido en diferentes pisos térmicos y, por tanto, en el conocido esquema de separación del espacio por climas y regiones. “Los alimentos en la Unión Colombiana no pueden ser de mejor calidad ni más abundantes de lo que son, poseyendo ésta como posee regiones feraces y variadas”, afirma (160). Su Geografía emprende un recorrido por el territorio para demostrar esta abundancia de alimentos por regiones: la caña, el maíz y el plátano producidos en el valle del Cauca, el café de Popayán, las quinas de Pitayó y el cacao del Cauca y del Patía. Estos últimos, productos agrícolas para la exportación que alimentan el deseo de progreso económico, aún vivo en la generación que llevó adelante la Comisión Corográfica, la gran empresa liberal de exploración del territorio nacional y de la cual es heredera la Geografía de Felipe Pérez (Melo, Idea; Appelbaum, Mapping). Su recorrido alimenticio continúa por las tierras altas, productoras de papas y trigo, asociado con los alimentos europeos y, por tanto, con un consumo blanco y civilizado, reforzando la doble vinculación entre los Andes y la producción y consumo de bienes y alimentos que participan de la blancura. Es decir, a pesar de la abundancia y del orgullo que la geografía nacional genera, la distribución de la producción de alimentos por regiones confirma una división del espacio en el cual las tierras más cálidas engendran productos de exportación, muchos de ellos de origen americano, como las quinas y el cacao, mientras los Andes albergan alimentos europeos, como el trigo, o europeizados por el consumo, como las papas, que alimentan a las elites nacionales. A pesar del optimismo de la geografía de Pérez, su manera de concebir el territorio nacional continúa firmemente asentada en la división entre trópicos engendradores de riqueza y alturas andinas reservorios de la cultura europea. Felipe Pérez ofrece un contraste con otros pensadores liberales de su época, como José María Samper, quien consideraba que la abun-
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dancia de la tierra colombiana era a la vez una promesa de riqueza y una amenaza para el mejoramiento de las virtudes morales de la nación (Martínez-Pinzón Una cultura 57). Felipe Pérez se pregunta: “¿Cuál será la influencia de [los alimentos] en el desarrollo de la población?”. Resurge aquí la pregunta que años atrás se planteara Caldas en los años finales de la dominación colonial. Pero la respuesta de Pérez intenta una lectura positiva de la diversidad introducida a la fuerza por la variedad geográfica, condición que permite el crecimiento de la población nacional en todos sus climas: Las largas cadenas de montañas, los ríos caudalosos, los valles profundos, las elevadas planicies, causas son todos que dan a su clima la más completa variedad y lo hacen apto para todas las razas, desde la africana, que necesita de una temperatura ardiente como la de Senegal, hasta la sueca, que mora junto al polo entre nieves eternas. El clima de Colombia no puede contrariar sino favorecer el desarrollo de la población. (161)
A pesar de sus diferencias con respecto a la valoración de la diversidad de climas, el esquema argumentativo de Pérez forma parte de una larga tradición intelectual que piensa el territorio como dividido en climas producidos por la geografía. Más aún, a través de su razonamiento es posible trazar una correspondencia entre los alimentos que crecen en ciertas regiones y climas y las razas que prosperan en ellos, mostrando que tanto las plantas como las poblaciones surgen naturalmente como producto de la geografía. En ese sentido, la distribución de los alimentos y de las razas es una consecuencia natural del territorio. No obstante, aunque el argumento pueda resultar similar a la aproximación de Caldas discutida atrás, no existe en Pérez una evidencia clara de que la moralidad de las costumbres degenere con el clima o que este tenga una influencia negativa sobre las razas: “La raza, parte española y parte indígena, e indígena de la clase mejor puesto que es de la que resistió el azote de la conquista; la raza, decimos, es vigorosa y en su mayoría es inteligente, sobria y trabajadora. La fecundidad de sus mujeres es tal que no es extraño que algunas tengan hasta veinte hijos” (160). Más adelante, Pérez habrá de establecer algunos matices sobre el efecto del clima en los cuerpos: El desarrollo y la longevidad del hombre varían según el clima y el terreno que habita. Los habitantes de nuestros ardorosos valles se desarrollan con precocidad; pero en lo general carecen de vigor y de lozanía, y no llegan a una edad avanzada, especialmente si el clima es húmedo, como
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sucede en la provincia de Casanare y en el cantón de San Martin, en el valle del Patía y en la hoya del Magdalena, de Honda hacia abajo, lugares en donde solamente medra y vive contento el individuo de raza africana. En las tierras altas, por el contrario, el hombre es fuerte y vigoroso, y aunque su desarrollo es lento, goza de salud y vive largos años. (171)
El clima es la fuerza que produce el perfil de las regiones, garantiza la producción de alimentos –que es la base de la prosperidad– y distribuye las razas por el territorio. Este orden espacial nacional, que durante el siglo xix se concibe como derivado del clima, es, sin embargo, producto de una formación colonial que no fue trastornada por el nacimiento de la república. A pesar de la insistencia liberal en un discurso igualitario, los intelectuales mantuvieron su confianza en la necesidad de una jerarquía (Appelbaum, Mapping). En el punto más alto de este orden piramidal se hallaba la ciudad de Bogotá, a la cual Felipe Pérez dedica la parte final de su Geografía. En sus mercados confluían todos los productos nacionales: “La plaza de Bogotá es de las más abundantes del mundo”, afirma. “Se encuentra en ella todo lo que producen las tierras frías, templadas y cálidas, de las cuales está rodeada la ciudad” (403). El mercado de Bogotá pone en evidencia su rotundo dominio sobre el resto del territorio, al hacer coincidir en un mismo lugar productos y cuerpos separados por la geografía y por los discursos racializados que emanan de la comprensión decimonónica del espacio. “Es por eso por lo que junto de las fresas que fructifican silvestres en los cerros altos, se hallan el plátano guineo y el plátano hartón” (404), escribe, antes de proseguir con una extensa y detallada lista, que abarca varios párrafos y que cubre toda la variedad de productos disponibles en Bogotá a través del comercio, que se lleva a cabo en la plaza principal de la ciudad, el epicentro del poder político colonial y republicano. La materialidad de los alimentos conecta cuerpos y geografías, cuya separación es la base del orden nacional. En esta contradicción reside su peligrosidad. Su abundancia sirve como metáfora de la identidad nacional, fragmentada en espacios pensados como irremediablemente separados. La influencia del clima sobre los pobladores, considerado a través del efecto de los alimentos, persistió como un tema recurrente, que permeaba incluso la mirada de los viajeros extranjeros. En 1857, el estadounidense Isaac F. Holton publicará en su país las memorias de su viaje por Colombia, llevado a cabo a comienzos de la misma década. En los primeros capítulos regresa a la vieja controversia sobre el clima, las poblaciones y, por supuesto, los plátanos:
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El clima influye en el carácter nacional, en forma directa por intermedio del traje e indirectamente a través de los productos agrícolas. El más importante de estos es el plátano, mal traducido al inglés con la palabra plantain. El plátano ahorra al hombre más trabajo que el vapor. Le da la mayor cantidad de alimento por área de tierra cultivada y quizá el esfuerzo máximo es el de llevarlo a la boca después de asarlo. Mi vecino Caldas dice que “la Nueva Granada sería algo si acabáramos con el plátano y con la caña de azúcar: esta es la madre de la embriaguez y aquel el padre de la pereza”. (21)10
No es claro si su vecino Caldas es un personaje real o una ficcionalización a través de la cual habla con el fantasma del intelectual de comienzos de siglo, fusilado en 1816 por los españoles. Holton es proclive a las licencias poéticas a lo largo de su texto, como veremos en el siguiente capítulo de este libro. Lo cierto, es que en el Caldas de Holton confluyen las ideas sobre la degeneración moral de la población por la abundancia de comida expresadas por Pedro Fermín Vargas, las nociones del Caldas histórico sobre el influjo del clima en los seres organizados y la defensa del coronel Acosta sobre su valor, que habrían de ser repetidas unos años después por Felipe Pérez. El testimonio de Holton, escrito en inglés para una audiencia norteamericana, recoge en un párrafo el ambiguo camino seguido por los intelectuales de la tardía colonia y la temprana república en su intento por encontrar un lugar para los productos americanos, ya se trate de los plátanos o de los racializados habitantes de los trópicos. Una vez que Holton termina su largo camino desde la costa del Caribe, descendiendo a lo largo del río Magdalena y ascendiendo por la cordillera oriental de los Andes hacia Bogotá, el plátano desaparece de su horizonte narrativo. El viajero, crítico permanente de los alimentos locales, menciona por última vez el plátano como ingrediente principal de un ajiaco, que describe de la siguiente manera: “Es un caldo espeso con pedazos de plátano o de papa y a veces hasta dos o tres bocados de carne, en caso de que la cocinera sea generosa; si ésta además es buena guisandera, el plato es aceptable” (125). Tres mujeres comparten una porción servida en un totumo, que consumen por turnos con una cu10 New Granada: Twenty Months in the Andes fue publicado en inglés en 1857 por Harper and Brothers. En 1967 se publicó también en inglés una versión editada por Harvey Gardiner, que suprimió los primeros capítulos, junto con otras modificaciones en la estructura original del libro. En 1981, el Banco de la República de Colombia produjo la primera edición en español, traducida por Ángela de López, bajo el título La Nueva Granada. Veinte meses en los Andes.
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chara de madera. La descripción por sí sola no deja lugar a dudas sobre su condición humilde. No obstante, Holton enfatiza su pobreza con este comentario: “Quizá la menos pobre de las tres estaba compartiendo con sus vecinas lo poco que tenía”. Una vez más, el plátano se inscribe en el texto como la comida de los pobres, como dijera a finales del periodo colonial el síndico procurador de Medellín, el producto que alimenta a la mitad de la población nacional, como escribiera el coronel Acosta en 1848. Pero, luego de la escena del ajiaco, es algo más lo que verdaderamente despierta la curiosidad del naturalista de los Estados Unidos: “Me llamó la atención una florecita que me habría interesado todavía más si en ese momento hubiera sabido que se da en los sitios que pasan de cierta altura, y que se puede considerar como la señal que marca el umbral de la tierra fría” (131). En los capítulos siguientes, a medida que se adentra en la Sabana de Bogotá, una amplia planicie de más de cuatro mil metros cuadrados que se extiende en lo alto de los Andes, el plátano desaparece, para dar lugar a los campos de trigo mencionados por los geógrafos y ensayistas. No obstante, el viajero extranjero no parece realmente impresionado y enuncia su distancia con respecto de los juicios expresados por los habitantes locales: Para los bogotanos la Sabana es lo más maravilloso del mundo y poco les importa que lo único que en ella se produce sea el trigo, la cebada, pastos y unas pocas raíces. El clima es tan frío que en cualquier época del año puede haber escarcha y en cualquier mes una serie de días nublados y noches claras termina por congelar toda la superficie de la Sabana. (132)
El frío de los Andes, tan caro en el discurso de Caldas porque contrarrestaba los efectos del trópico sobre los seres organizados, probando que la civilización sí era posible en América –al menos, en ciertas regiones favorecidas (Nieto Olarte; Martínez-Pinzón, Una cultura)–, resulta un terrible obstáculo para la productividad de la región. Pero esto poco importaba a los habitantes de la Sabana, nos dice Holton. Lo que posiblemente no podía entender el viajero extranjero era la verdadera naturaleza de aquello que proporcionaba el frío andino: un lugar en el mundo civilizado, y allí estaba el trigo para probarlo. Tal vez por eso, uno de los puntos de mayor altura en el ascenso desde Honda hasta la Sabana es el Alto del Trigo, como anota Holton: “Es posible que aquí se produzca el trigo, porque de acuerdo con Mosquera, la mayor autoridad en este camino, el Alto del Trigo está a una altura de 6.139 pies” (122). Tiempo después, durante una excursión por las montañas que rodean la ciudad de Bogotá, Holton expresa su
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asombro por la manera en que viven los habitantes de los páramos: “Estos pobres diablos tienen que vivir donde les quede fácil ir a Bogotá cada dos o tres días”, explica el viajero, porque no resistirían vivir alejados de la ciudad. “Claro está que preferirían vivir en la Sabana, pero allí la tierra pertenece toda a grandes terratenientes que se enriquecen cultivando trigo y criando ganado, pero que nada ganarían criando un animal tan barato y tan inútil como es el hombre” (231). La imagen que describe el viajero muestra la Sabana como un espacio en el cual el trigo y el ganado, ambos introducidos siglos atrás por los colonizadores europeos, no dejan espacio a los pobladores. En efecto, la Sabana de Bogotá “es el granero de la Nueva Granada” (139), pero, en contraste, en la ciudad el pan es escaso y solo se vende “en pequeñas porciones”. Holton informa que no ha visto panaderías en la ciudad, ya que no parecería ser un negocio sostenible, “pues el pan es artículo que se consume poco por estar fuera del alcance de los pobres” (148). En contraste con el plátano, comida de los pobres y que alimenta a la mitad de la población nacional, el trigo surge como un producto profundamente elitista. Su cultivo solo se da en la Sabana, pero, explica el viajero, la exclusividad del paisaje andino se debe más a lo rudimentario de las técnicas locales de cultivo que al clima mismo: “Aunque en todas las tierras frías se da el trigo, solo en estos antiguos lechos de lagos de montaña la tierra es lo suficientemente plana como para que se puedan practicar las formas rudimentarias de cultivo que se conocen en el país” (139). En la narración de Holton, la geografía de los Andes está ligada al cultivo del trigo no solo por el frío, sino por la precariedad tecnológica. En abierta contravía a los pensadores locales, es más una indicación de la falta de modernización que de civilización. En un momento en que la nación mira con ansiedad hacia la tecnología como un camino hacia el progreso y la modernización, lo rudimentario de los cultivos andinos, especialmente el del trigo, recorre el territorio como un peligroso fantasma. En su trabajo sobre la Comisión Corográfica, Nancy Appelbaum señala cómo “la prosperidad capitalista, la modernización tecnológica, el mejoramiento de la raza, la primacía de Bogotá y la descentralización federalista” forman parte de un conjunto de metas compartidas por la elite andina hacia mediados de siglo (Mapping 33, mi traducción). Para el grupo de individuos blancos y letrados que integraban la Comisión, no hay una separación clara entre estos objetivos: la prosperidad puede conducir al mejoramiento de la raza, el blanqueamiento y a la modernización. Debido a la asociación entre la Sabana de Bogotá, el trigo y la blancura, es fácil ver cómo la rusticidad en su cultivo y procesamiento son una amenaza en el edifi-
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cio del orden espacial y racial nacional por su incapacidad de cumplir con la promesa de modernización implícita en la blancura. Afuera de la Sabana, Holton declara no haber visto nunca un arado, y aquellos que vio lo llevan a escribir: “El arado que se utiliza aquí es totalmente primitivo y sirve más para rasguñar que para remover la tierra” (139). La mirada de Holton es, no obstante, la de un viajero extranjero. No es fácil precisar cuánto de su discurso transcendió como crítica entre los letrados nacionales. Su texto nos ofrece pistas sobre la red intelectual local de la que participó y de sus relaciones con la elite letrada de la ciudad y de la nación. En el prólogo de su libro, agradece a Rafael Pombo su ayuda y lamenta su ausencia de la ciudad porque no pudo corregir las expresiones en español. A lo largo de los capítulos, Holton frecuenta el hogar de Agustín Codazzi, director de la Comisión Corográfica, y sale de excursión con José Jerónimo Triana, botánico de la misma. Las láminas que ilustran su texto fueron elaboradas por Ramón Torres Méndez, aunque nunca lo mencione en el libro (Sánchez, Ramón Torres Méndez 177). Es posible que sus comentarios hayan trascendido a la sociedad bogotana que frecuentaba tan ampliamente. Es también probable que las críticas de Holton al rústico sistema de cultivo y aprovechamiento del trigo hayan sido compartidas por los letrados nacionales. Ciertamente, este es un tema que se repite con frecuencia en la literatura. Por ejemplo, en el cuadro de costumbres La siembra de trigo, de Alejandro Briceño Briceño, el autor narra su visita a un pueblo de Santander que tiene por actividad principal el cultivo del trigo (En Borda, Cuadros 91-94). Describe el proceso de la trilla como una festividad local en la cual toda la comunidad participa. Sin embargo, el relato no se centra en la crítica a la rusticidad del procedimiento, sino en los valores sociales positivos que se desprenden de la siembra: laboriosidad y cohesión social. Por su parte, el escritor andino Eugenio Díaz Castro dedica al tema del trigo una considerable atención, haciendo de su procesamiento una parte central de la vida rural andina. En la novela El rejo de enlazar dedica al asunto un capítulo completo en que se detallan los procedimientos de la trilla del trigo, en la que se separaba el grano de la paja. La operación se llevaba a cabo en dos pasos: en el primero, se empleaban bestias de carga que corrían por encima de las pilas de trigo y en el segundo, este se soplaba al viento. Los matices sociales y culturales envueltos en el asunto reaparecen en dos de sus cuadros de costumbres. En El trilladero de la Hacienda Chingatá, don Florencio, un cachaco –es decir, bogotano– que ha pasado varios años en los Estados Unidos, al regresar a su país visita la hacienda Chingatá, donde
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su condiscípulo don Gil adelanta la trilla usando ochenta bestias de cabalgar. Florencio ignora las costumbres de su propio país y descubre con sorpresa la rusticidad de los métodos locales, que dependen de los animales y de la acción del viento para separar el grano de la paja. En este caso, el personaje urbano parece hacerse eco de las impresiones del estadounidense Holton en sus memorias. En otro de sus cuadros de costumbres, El trilladero del Vínculo, Eugenio Díaz Castro hace una sátira en la que critica al país por haber mostrado más interés en importar la imprenta que la trilladora de trigo. Antonio, un mayordomo sabanero, enterado de que en la hacienda del Vínculo se ha instalado una máquina trilladora que funciona solo con dos caballos y trilla catorce cargas por día, escribe una carta al dueño para agradecerle por ser el libertador de las yeguas y caballos sabaneros: Yo sé todas las aflicciones de las yeguas y las grandes esclavitudes en que viven en un tiempo en que se han libertado los negros, y los indios, y los padres de los conventos, y los cosecheros del tabaco, y por esto se me hacía muy duro que las madres yeguas no se libertaran, pero su merced se ha hecho el libertador y ha plantado la imprenta de trillar en las tierras del amo don Raimundo Santamaría. (387)
La crítica de Eugenio Díaz Castro es bastante compleja. A través de un mayordomo poco educado de la Sabana, se burla de los valores pregonados por los liberales (libertad de cultos, libertad de intercambio, libertad para los esclavos y distribución de los resguardos indígenas). Al mismo tiempo, el pasaje anterior muestra la servidumbre en que se hallan los trabajadores sabaneros, ya que durante la última trilla una de las bestias de la señora de la hacienda resultó herida, haciendo que el mayordomo Antonio sienta temor de una reprimenda. Más aún, este cuadro de costumbres bromea con los fundamentos de lo que el crítico literario Ángel Rama ha llamado “la ciudad letrada”, la prevalencia de las estructuras del poder letrado como control y como cohesión de la sociedad colonial, pero que persistieron adaptándose al orden republicano. Los campesinos sabaneros llaman a la máquina trilladora “imprenta” porque no conocen otra máquina y la describen como una “cosas de los ingleses”. El mayordomo Antonio ha sido obligado a aprender a leer y escribir por sus patrones, pero es una actividad que no disfruta porque “el tiempo de escribir y de leer todavía no ha llegado a la Nueva Granada”. La devastadora crítica de Díaz Castro al proyecto liberal, a su pretendido igualitarismo, se deja entrever en este cuadro y en mucho de su producción, haciendo que
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buena parte de la crítica desde el siglo xix lo haya clasificado como un autor conservador. El trabajo de Flor María Rodríguez-Arenas sitúa el pensamiento de Eugenio Díaz Castro en coordenadas mucho más complejas que las de las luchas partidistas de mediados del siglo xix, haciendo del escritor un crítico radical de su sociedad (RodríguezArenas, Eugenio Díaz Castro). Sus relatos ponen al descubierto las fracturas en el edificio de la geografía racializada nacional. El frío andino que ampara el cultivo del trigo europeo no es suficiente para garantizar la blancura de la región. Una verdadera modernización de las costumbres de la región parece estar aún pendiente y puede modificar profundamente los cuerpos de sus habitantes.
Chocolate, ajiaco, mantequilla y huevos revueltos. Diferencia y disgusto en la comida en las zonas de contacto La comida es una poderosa metáfora, empleada con frecuencia como forma de crítica cultural y como símbolo del estatus social de los individuos y del progreso y la abundancia de las sociedades. Más aún, en la naciente literatura nacional, a través de la comida se recrea el pasado de la nación y se establecen distinciones sociales entre sus habitantes, enfatizando diferencias culturales y de clase. En el contexto republicano, estas diferencias se imaginan cada vez más como distinciones en el gusto, privilegiando los sabores y las prácticas alimenticias europeas. Los tempranos viajeros extranjeros con frecuencia afirmaban que no existían grandes diferencias en la alimentación de las elites y del pueblo. En contraste, la literatura nacional –costumbrista y de viajes– intenta localizarla en un aspecto central: el de la limpieza. Esta sección examina el aseo –o la falta de este– en las prácticas relacionadas con el consumo y preparación de los alimentos, enfatizando el control sobre el tacto y el gusto, como un recurso a través del cual los cuerpos blancos intentan proteger su blancura cuando se ven expuestos al peligro de contaminación por el contacto con aquellos otros cuerpos de la nación, racializados como diferentes. A través de los cuadros de costumbres sobre el chocolate y de los recuentos de los viajes de Manuel Ancízar por las provincias del norte de los Andes, el asco hacia la comida y las prácticas de los otros se presenta como un poderoso mecanismo que restaura la separación de los cuerpos, perdida en el momento en que entran en contacto en los recorridos de los viajeros blancos letrados por las provincias andinas colombianas del siglo xix. Obligados a un contacto no deseado con la comida y los cuerpos de
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los otros, los viajeros blancos muestran su disgusto y lo convierten en materia de su escritura, para seguir exhibiéndolo ante las audiencias letradas de sus lugares de origen. Así, las separaciones raciales y la forma en que se construye la noción misma de raza toman lugar a través de sentidos diferentes al de la vista, cuyo análisis ha sido privilegiado por la crítica. La naciente idea de raza se materializa igualmente a través de otros sentidos, especialmente el tacto, el olfato y el gusto, como ha sido ampliamente estudiado por el historiador Mark Smith en Sensing the Past: Seeing, Hearing, Smelling, Tasting, and Touching in History. Empecemos por analizar cómo a través de la taza de chocolate, por ejemplo, se materializa en la escritura una noción abstracta: la de aquello que puede y debe ser considerado como tradicional en la cultura nacional. En efecto, así ocurre con la manera en que se representan las costumbres bogotanas y tunjanas coloniales en artículos como “Las tres tazas”, del escritor conservador José María Vergara, y “Una taza de chocolate”, de Juan Francisco Ortiz. Sobre estos dos artículos, Martínez-Pinzón acertadamente afirma que en estos cuadros de costumbres “se consume la historia de la nación a través de productos tropicales” (Costumbrismo cosmopolita 246). En ellos, la vida social de la elite se despliega alrededor de la bebida y la comida y los dos autores se aproximan al cambio social a través de una perspectiva histórica. El acto de beber chocolate se enmarca en el interior de las casas, en visitas sociales donde la abundancia de la comida y la atención de los sirvientes realzan la posición social de quienes se reúnen alrededor de esta bebida. El artículo de Francisco Ortiz enfatiza el lazo entre la memoria y el acto de consumir el chocolate, que evoca diferentes momentos históricos vividos por el narrador y que coinciden con la historia nacional: el pasado colonial, la independencia, la vida republicana y la formación de un grupo de letrados. Los personajes que acompañan al autor mientras consume su chocolate son representaciones de los cambios sociales vividos por la elite. Por ejemplo, virreyes, frailes y oidores son mencionados al describir el consumo de la primera taza. En la segunda, bebida en Tunja, el autor, su tía, una sobrina y un fraile narran los eventos de la independencia, mientras Simón Bolívar se presenta como un personaje de trasfondo a través de las conversaciones. En la tercera taza, bebida en la década de 1840, el compañero de chocolate es un letrado, de mediana edad, que ha pasado su vida en Cuba y Caracas y que recientemente ha regresado al país –de nombre Manuel–, probablemente Ancízar, influyente intelectual nacional, cuya biografía coincide con la del personaje ficcional. La última taza, con la cual el autor consuela y ayuda a recuperarse a una dama enferma, aca-
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so representa el incesante cortejo al cual parecen dedicarse los solteros de la elite o tal vez pueda ser una metáfora de la nación enferma que regresa a sus tradiciones para reconfortarse. Sin embargo, al cierre del breve artículo de costumbres, el autor va más allá del acto del consumo para ubicarnos en el circuito de producción de la planta de cacao: “El de Caracas se ufana con su nombradía. En nuestro país, el de los valles de Cúcuta, el de los llanos de Neiva, el del Cauca y el del Magdalena obtienen la preferencia” (104). Tal como nos alerta Martínez-Pinzón, a pesar de su pretensión de retratar los ámbitos locales, los artículos de costumbres están entretejidos en circuitos globales y regionales de producción y comercio. Es decir, incluso en una mirada que intenta reforzar lo tradicional, los nuevos circuitos comerciales irrumpen, en este caso, como marcadores de las diferencias en calidad y gusto. De la misma manera en que el artículo de costumbres fija los límites y la historia de las tradiciones nacionales, también está inserto en una dinámica de creación de la diferencia social a través de nociones como el buen gusto o el aseo. Este proceso ocurre incluso en las experiencias más domésticas, por ejemplo, la preparación del chocolate: “Hablo de aquel que es molido con aseo, y al que se le ha puesto su proporcionada cantidad de azúcar bien blanco, y su poco de canela, clavos, vainilla o nuez moscada; hay una purga malísima que se usurpa el mismo nombre, y es una bebida insípida y mal sana” (104). Este grupo de ingredientes que separan un chocolate bueno de uno malo podrían pasar casi desapercibidos en la narración. Sin embargo, marcan poderosas diferencias sociales porque denotan la capacidad del individuo para acceder a productos como el azúcar o la nuez moscada. No obstante, el principal ingrediente aquí es probablemente el aseo. Este, en particular, no es un tema neutral, sino que tiene una larga duración a lo largo del siglo xix como elemento civilizador y de progreso social. El chocolate digno de aparecer en un cuadro de costumbres, la bebida a la vez tradicional y nacional, debe prepararse con aseo, porque la limpieza es lo que separa a las elites de los grupos subalternos. Así, por ejemplo, esto es evidente en las jornadas que Manuel Ancízar y Agustín Codazzi compartieron entre 1850 y 1851, en la exploración de las provincias del noreste de los Andes durante los trabajos de la Comisión Corográfica. Estas aparecen relatadas en Peregrinación de Alpha, un texto en el cual la descripción y los comentarios sobre el aseo de los espacios públicos, las casas y los individuos ocupa un lugar privilegiado en la retórica a través de la cual se representa a los pobladores andinos. En el pueblo de San Gil, Ancízar presenta el aseo como “signo de la cultura de los moradores” (223), mientras que en Uvita comenta que
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“el aseo del traje y gravedad de la persona” evidencian su condición: “Son hombres de caudal, ennoblecidos por el trabajo y la economía” (250). Como ha notado Nancy Appelbaum en su trabajo sobre la Comisión Corográfica, el aseo es central en las recetas para el disciplinamiento de los pobladores (Mapping 72). Brooke Larson ha señalado la tendencia de los liberales colombianos a valorar el perfil racial de los habitantes de la nación de acuerdo con su potencial para lograr la prosperidad económica, medido a través de virtudes burguesas como el trabajo duro y el ahorro. Pero incluso los intelectuales más convencidos de la influencia de la raza sobre la personalidad de los individuos, como Manuel Ancízar y José María Samper, por ejemplo, confiaban en la posibilidad de introducir cambios culturales que mejoraran la disposición de los individuos para lograr el progreso (Larson 76-77). El aseo era uno de estos potenciadores culturales que podían visibilizar los recientemente adquiridos valores modernos de los habitantes. A pesar del aseo de las viviendas y los vestidos que encuentra en pueblos especiales como Firavitova, San Gil, Barichara, Zapatoca o Simancas, el tono general del relato de Ancízar enfatiza que la mayoría de los lugares visitados a lo largo de la cordillera andina sufren de un extendido desaseo. Cada pueblo que Ancízar alaba sirve como contraste a los demás del distrito o del cantón, que el liberal censura por su desaseo. Más aún, presenta la falta de aseo de las casas y los habitantes como una norma heredada del pasado colonial, como explícitamente afirma al hablar de la ciudad de Pamplona: “La ciudad tiene el aspecto de los pueblos españoles de otro tiempo. Casas desairadas y pesadamente construidas con gruesos balcones sin orden ni aseo exterior” (564). Si el pasado colonial tiene un peso abrumador sobre las costumbres, Ancízar nota otro obstáculo igualmente insalvable: la condición humilde de las personas que trabajan. En Vélez comenta sobre “el aspecto desaseado de los que subsisten del trabajo cotidiano”, que se explica porque viven en cuartos bajos que en reducido espacio contienen la familia, las múcuras de chicha, el tren del amasijo, los perros y gatos, y muchedumbre de trastos más o menos inamovibles que impiden el aseo; género de habitaciones cuyo influjo en la salud de los que las ocupan y en la salubridad del poblado es pernicioso en sumo grado. (123)
Hay en este comentario de Ancízar una contradicción con la ética liberal que valora el trabajo duro como posibilidad de redención moral, económica e incluso racial de los habitantes. Esta contradicción se
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explica porque en el pensamiento de Ancízar el intercambio mercantil, más que el trabajo físico, es el motor del progreso y el potenciador de las virtudes individuales que lo acompañan y que mejoran a los habitantes. En el pueblo andino de Firavitova, comentando sobre el aseo doméstico de una casa, Ancízar escribe: “Confieso que me sorprendieron estos primores domésticos y tan esmerado aseo en la casa de un estanciero, y en un pueblo de agricultores situado lejos del tráfico mercantil” (331). Para Ancízar, como para la gran mayoría de los hombres y mujeres del siglo xix, el aseo es una virtud más común entre las elites que en los más humildes. En Tunja critica a los habitantes más pobres que continúan con los usos coloniales, mientras alaba el “gusto y aseo” que como contrapeso muestran las gentes acomodadas (350). En últimas, para Ancízar el desaseo es la condición generalizada de los pueblos del nordeste andino, principalmente de aquellos situados en climas más fríos, heredada del pasado colonial y extendida en especial entre los pobladores más humildes que dependen de su trabajo. No obstante, no se trata de una condición fija o insalvable, sino que puede modificarse, especialmente a través del comercio. Más importante aún, a través de las prácticas mercantiles y del aseo se puede cambiar el cuerpo de los individuos y, por ende, sus virtudes. Pero la obsesión del letrado con la limpieza va más allá del discurso liberal sobre el progreso de los habitantes de la nación. El desaseo de las posadas, las personas y la comida crea una molestia personal en el letrado e implícitamente separa el cuerpo del viajero con respecto de los cuerpos de los habitantes locales. Apenas saliendo de Bogotá, en la primera posada en el camino, Ancízar y Codazzi pasan su primera noche en una venta que debió inspirar algunas quejas en el letrado, que sin embargo no recibieron eco en Codazzi, antiguo militar y más experimentado viajero: “En habiendo techo para los aguaceros y paredes para resguardarse del viento helado, nadie debe quejarse de la posada”, decía mi compañero filosóficamente: “Los muebles y el aseo son accesorios inútiles, puesto que mientras se duerme todos los gatos son pardos”. No siendo, pues, lícito, estar despierto en tales posadas, me apresuré a gastar el resto del día en visitar el “Puente del Común”. (5)
El aseo, que habíamos presentado hasta ahora como un tema abstracto, como una virtud modernizante en el discurso liberal, es también una experiencia concreta en el viaje de Ancízar. Y, si hemos de juzgarlo por la extensión de sus quejas, la falta de aseo es lo que más le
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afecta personalmente a lo largo del viaje, en especial cuando el desaseo entra en contacto directo con su cuerpo, como en la posada del Puente del Común. En el pueblo del Cocuy se queja de la falta de hospitalidad de los habitantes: “Las casas donde acudimos a pedir alojamiento, inclusa la del jefe político, nos cerraron sus puertas, de lo cual casi nos alegrábamos, porque el desaseo interior era imponderable y de antemano quitaba el apetito y el sueño” (257). Como menciona William Ian Miller, el disgusto no es un sentimiento abstracto, sino que se siente en respuesta a algo concreto (8). Es una reacción a un objeto que nos produce respuestas corporales, en este caso la pérdida del apetito y del sueño. En este sentido, el disgusto es también una reacción al contacto entre el cuerpo de Ancízar y el mundo cotidiano de los habitantes andinos rurales, un contacto desigual que toma lugar en medio de relaciones de poder que los distinguen jerárquicamente. A pesar de su posición privilegiada en el espectro sociorracial granadino, el letrado no puede escapar del contacto con los subalternos, una proximidad al cuerpo que Sara Ahmed define como “ofensiva” en los encuentros marcados por relaciones coloniales y postcoloniales de poder (85). Ahmed nos recuerda que los objetos que han estado en contacto con algo repugnante se convierten ellos mismos en repugnantes (86). Por tanto, la experiencia de buscar comida en las posadas se vuelve un reto para el letrado Ancízar, no solo por la escasez de alimentos, sino por la distancia que necesita marcar con aquello que entra en su cuerpo (la comida), que ha estado próximo a aquello que le disgusta, los cuerpos y objetos desaseados de los habitantes andinos. La comida y la manera de ingerirla quiebran la separación entre el cuerpo del viajero y aquello que lo rodea. En una venta a dos leguas del Socorro, Ancízar encuentra la manera de escapar a dicha proximidad usando dos palitos como cubiertos: Pedir de comer habría sido anticiparse a la época presente, por cuanto no está en uso todavía guisar en nuestras ventas-posadas, excepto lo que llaman ajiaco, especie de potaje de papas, del cual regalan una escudilla a los transeúntes de alpargata con tal de que beban y paguen un cuartillo de chicha. Inventamos un sencillo almuerzo, que nos sirvieron sin más aditamento que el salero, dentro del cual pusieron dos palitos de sauce con su corteza, para suplir la falta de cubiertos, que en realidad no la hacen cuando se aprende a manejar aquellos instrumentos cuya principal recomendación es el aseo, puesto que para cada servicio los fabrican nuevos. Con esto, y dos vasos de agua, que en lo cristalina y ligera pudiera brillar al lado de la deliciosa de Torca, proseguimos nuestro camino en demanda del Socorro. (140)
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Tanto en el pueblo de El Cocuy como en la venta cerca del Socorro, no hay lugar para un viajero de la elite como Ancízar: “No hay en el Cocuy posada para los viajeros, pues estando reducida la concurrencia de forasteros a los tratantes en frutos, ellos encuentran albergue en las chicherías o en casa de sus compadres y relacionados” (257). Su viaje es extraordinario, porque pone en contacto a los letrados de Bogotá con los espacios y los habitantes de los territorios más allá de los límites de la ciudad, los “transeúntes de alpargata” y los consumidores de chicha. Este contacto tiene lugar a diferentes niveles. En un nivel más abstracto, vincula a los lectores de la ciudad con los campesinos andinos a través de la escritura, ya que los relatos de Ancízar aparecían semanalmente publicados en el periódico El Neogranadino, pero también, más concretamente, ponían a Ancízar en contacto con la cotidianidad de los pueblos del norte de los Andes, en espacios físicos donde no existían lugares asignados para los miembros de la elite. No hay posadas porque los mercaderes del pueblo suelen dormir en las chicherías. No hay alimentos porque las ventas proveen un ajiaco gratis a los viajeros que van a consumir chicha. En estos espacios donde no hay segregación, es mayor el riesgo de contaminación del cuerpo blanco. Como Ahmed anota: La sobrevivencia nos hace vulnerables porque requiere que dejemos entrar aquello que no es nosotros; para sobrevivir nos abrimos a nosotros mismos y mantenemos los orificios del cuerpo abiertos. Que el nativo toque la comida del hombre blanco es un signo del peligro de que el nativo será puesto adentro del cuerpo del hombre blanco, contaminando con su suciedad el cuerpo del hombre blanco. (83, mi traducción)
El disgusto y el asco que siente por el ajiaco y por la chicha garantizan que Ancízar comerá algo diferente, reduciendo así el riesgo de contaminación social con los grupos de mercaderes pobres y tratantes de frutas que encuentra a su paso. Así, emociones como el disgusto o el asco son culturalmente producidas y funcionan para establecer distancias entre objetos y cuerpos que entran en contacto a través de los alimentos. Pero, como bien argumenta Ahmed, el disgusto es también un acto performativo que se expresa a través del habla, en el cual el individuo produce testigos de su rechazo (95). La emoción del asco nos separa físicamente del objeto que lo produce, pero el acto performativo que genera el disgusto solo se expresa completamente a través de las palabras. Eso es justamente lo que hace la escritura de viajeros como Ancízar. A través de la narra-
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ción semanal de sus experiencias, el autor convierte a los lectores en testigos de la diferencia que lo separa –y a su cuerpo– de las prácticas y los cuerpos andinos que describe. Al mismo tiempo, convierte a los lectores en parte de ese colectivo que rechaza el desaseo de las casas y que no consumiría ajiaco ni chicha. De hecho, el acto performativo del asco por la comida produce la diferencia. Es decir, la diferencia no necesariamente antecede al acto mismo del contacto, sino que se produce en el momento mismo en que aparece el disgusto como mediación entre los cuerpos y los objetos que entran en contacto. A pesar de que existe un discurso que naturaliza el aseo como una virtud propia de las elites letradas, urbanas y blancas, que antecede incluso a su contacto con los grupos subalternos, en los textos que analizamos aquí estas prácticas corporales se presentan solo para ofrecer un contraste con los cuerpos y los alimentos campesinos e indígenas de los Andes. Así, la limpieza es más bien un lugar común empleado por los viajeros blancos cuando entran en contacto con otros a quienes consideran menos blancos. La limpieza y el aseo se convierten en la herramienta para crear un otro racializado. Este procedimiento de asociar la comida y el cuerpo de los otros con el desaseo y el asco fue también empleado por los viajeros extranjeros en su contacto con las elites locales, incluso las bogotanas. Así, por ejemplo, en la misma década y apenas un par de años después de que Ancízar escribiera su relato, otro viajero, el estadounidense Isaac Holton, se queja de la señora Tomasa, dueña de la posada donde se habrá de hospedar en Bogotá, ya no se trata de una posada situada a las orillas de un camino perdido en los Andes. En la misma capital de la nación, Holton comenta de su anfitriona: “Lo más característico en ella es el pelo negro y desgreñado, parecido a un nido de ratas, no siendo mucho mejor el resto de su apariencia. Sin embargo, como lo peor de Doña Tomasa es la apariencia externa, y a un hombre de buen estómago y principios firmes poco le importan los detalles externos” (144, mi énfasis). Es de anotar que, en el espacio doméstico de la casa, es la señora y, por extensión, sus criadas indígenas quienes atienden las necesidades del viajero y, por tanto, están más próximas a su cuerpo. Por eso, es significativo que el contacto con ella requiera de “buen estómago”. El aseo de los espacios domésticos relacionados con la comida merece las más acérrimas críticas de Holton: una despensa sucia y una cocina aún peor. Por supuesto, aún más censurable que los espacios es la comida en sí misma. Holton se queja de tener que comer el mismo ajiaco que Ancízar reprobara en sus viajes: “En otro plato estaba lo que por anatomía comparativa se habría podido llamar pollo, pero que
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para el paladar era puro lagarto”, dice. El color de la comida le causa disgusto y pide que no se use más en su cocción el achiote, al que llama “tapamugre” (147). Renuncia a la mantequilla porque no puede quitarle toda la mugre que tiene pegada. En todas estas quejas reitera el desaseo, la suciedad del nativo que se pega en la comida, como figuras literarias para simbolizar la diferencia sociorracial. No se trata solo de comer cosas extrañas o diferentes, aunque también afirme: “No me atrevo a enumerar todas las cosas raras que comí o que traté de comer durante ese tiempo” (148), peor aún, se trata de que incluso aquello que es familiar, como la mantequilla, no resiste el escrutinio de la limpieza. De esta manera, Holton convierte en nativos a los habitantes blancos de Bogotá, en un procedimiento similar al que empleaba Ancízar para distanciarse de los andinos. La escritura de Ancízar creaba la diferencia entre un nosotros, conformado por él y sus lectores y un ellos relativamente indefinido, delimitado por el desaseo y el consumo de chicha y ajiaco. Igualmente, Holton creaba el mismo colectivo con sus lectores estadounidenses, que desde la distancia podían imaginarse un ellos definido por unas costumbres domésticas radicalmente diferentes, marcadas por el desaseo y el consumo de alimentos extraños. La distancia con la cual Ancízar describe “lo que llaman ajiaco, especie de potaje de papas”, nos haría presumir que nunca antes había visto uno, que se trataba de una comida extraña y no tan común en las cocinas bogotanas como habría de sugerir el relato de Holton. El relato del viaje de Ancízar ubica los encuentros con los otros en espacios fuera de la ciudad o de la Sabana que la rodea. En contraste, los relatos de los viajeros extranjeros ubican al otro en el corazón mismo de la ciudad y de la casa bogotana. Holton representa como indígenas a las mujeres que le sirven, critica el aseo de la cocina y de la comida y, además, describe en detalle la chichería que funciona en una de las tiendas de la casa. Nos recuerda que la elite letrada no solo estaba construyendo la nación y la región, sino también sus espacios domésticos y que, a mediados del siglo xix, la separación entre los de la elite y los del pueblo no se había consolidado totalmente. Se trataba de un proceso de diferenciación que requería unas reglas de distinción diferentes de las que estuvieron en uso durante el periodo de dominación español. La nueva elite republicana, heredera de la antigua elite colonial, no quería, sin embargo, permanecer aislada de la creciente influencia inglesa, francesa y norteamericana. Más aún, no podía permanecer indiferente a las opiniones de viajeros extranjeros que tempranamente empezaron a censurar sus maneras. En efecto, los primeros viajeros extranjeros, como el francés Jean-Baptiste Boussingault, no
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podían establecer claras diferencias entre las costumbres alimenticias de la elite y los demás grupos. En sus Memorias, recogidas en los primeros años de la década de 1820, describía la cocina de una casa de la elite bogotana en una anécdota destinada a dejar una impresión en los sentidos de sus lectores: Establecí la distinción entre los huevos revueltos y los fritos a causa de un accidente bastante desagradable, al principio de mi estancia y al que me acostumbré: en las mejores casas no había entonces cocinas propiamente dichas; no era necesario tener una cocina como a las que estamos acostumbrados en Francia: en una pieza se colocaban a nivel del suelo tres grandes piedras que hacían el oficio de trípode y entonces venía lo que Bergman llamaba las inmundicias de la atmósfera, o sea el polvo en el aire, teniendo en cuenta que la escoba era un instrumento muy poco conocido y los cabellos abundaban en esa mugre, porque las damas y sus esclavos se peinaban en la cocina. Sobre los huevos en cacerola, los cabellos conservaban su flexibilidad y por el color se podía adivinar su procedencia. Al masticar sentía yo terrible repugnancia; antes de comer retiraba tantos cabellos como me era posible, tal como lo habría hecho con las espinas de un pescado. (237)
El viajero francés, que luego se tornaría en científico, ilustraba a través de la comida las pobres condiciones materiales que rodeaban a los neogranadinos, incluso a los miembros de la elite bogotana. Su relato presta singular atención a las texturas y las cualidades de los objetos que generan el disgusto, en este caso los cabellos. A través de este recurso, el asco se convierte en la emoción central en la narración, que logra transmitir claramente en sus lectores al detallar minuciosamente los cabellos y la suciedad que se mezcla en la comida. No se trata simplemente de una falta de sofisticación en la relación con la comida o la bebida, su descripción produce un muy buen calculado asco entre los lectores. No por casualidad los desechos corporales que le causan repulsión provienen de los cuerpos de las mujeres de la casa y de sus esclavos, son ellos quienes contaminan la comida que el viajero lleva a su boca, y solo a través de la cocción encuentra un mecanismo parcial para separarlos como espinas de pescados. A pesar de sus esfuerzos, el cuerpo blanco no puede evitar la contaminación con los cuerpos subalternos de las mujeres y los esclavos. Pero, treinta años después, en la segunda mitad del siglo xix, época en la cual Francisco Ortiz reinscribe los momentos claves de la historia nacional a través de una aseada taza de chocolate, la elite consume cómodamente los productos europeos, como veremos en inconta-
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bles ocasiones en novelas y artículos de costumbres. Más aún, vive de acuerdo con condiciones de aseo que la separan de los demás grupos sociales de la región. De esta manera, los lectores nacionales de Manuel Ancízar, al enterarse de sus percances y desgracias consumiendo los alimentos locales en sus recorridos andinos, tal vez tendrían una reacción más cercana a la combinación de asco y diversión experimentados por los lectores europeos de Boussingault al leer su descripción de los huevos de décadas atrás en una cocina bogotana. Es por esta razón que el autor del cuadro de costumbre que elogia el chocolate como una bebida cuyo consumo atraviesa diferentes grupos sociales cierra su artículo con la entusiasta declaración de “¡Feliz el pueblo donde hay una chocolatería bien establecida!” (108). La bebida es una metáfora del proceso de homogeneización regional, en cuanto se trata de una práctica compartida por las elites y la gente común. No obstante, mediante su preparación, especialmente del aseo, se distingue y separa a los consumidores a través de fronteras sociales que van más allá de la clase social. Una aseada taza de chocolate separa a la elite de la contaminación con el pueblo, que la rodea en sus espacios domésticos, en la ciudad y en la región. La limpieza permite que los extranjeros distingan entre las prácticas de las elites urbanas y de los campesinos andinos. Este largo proceso de diferenciación a través de los alimentos requiere, como el buen chocolate, de un segundo hervor, que consideraremos a continuación.
Paseos campestres y comida campesina: brandy, dulces y quesos en defensa de la blancura de los hacendados andinos Los alimentos que comemos, cómo los cocinamos y cómo y con quién los compartimos son parte de un conjunto de prácticas culturales que tienen un doble carácter: son públicas, políticas y colectivas, a pesar de que a la vez conservan su naturaleza privada, íntima y familiar. Aunque en el interior de los hogares están reguladas por las normas cotidianas, son también parte del escenario público en cuanto resultan de las redes comerciales y de intercambio de productos y de las políticas públicas y los regímenes culturales que permiten a un colectivo acceder a cierto tipo de alimentos mientras restringen otros. Pensemos, por ejemplo, en el consumo de carne durante la Cuaresma o las campañas contra el consumo de la chicha a finales del siglo xviii y nuevamente durante el siglo xx (Alzate Echeverri 171-196; Llano Restrepo y Campuzano Ci-
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fuentes). Esta reflexión sobre la comida es particularmente pertinente cuando examinamos las tensiones entre dos grupos en conflicto en el mundo republicano: las elites urbanas, que asumieron como suyas las prácticas alimentarias europeas, y las más ricas elites rurales, frecuentemente cuestionadas por su cercanía física y cultural con la comida y los cuerpos de indígenas y mestizos rurales, con quienes compartían el espacio andino. La literatura del siglo xix colombiano prestaba gran atención a la comida como metáfora de la historia y la naciente economía nacional, como recurso básico para transformar a las poblaciones y como fuente de riqueza y prosperidad, pero, a la vez, como causa de contaminación. Hemos visto cómo las prácticas de limpieza asociadas a la preparación y el consumo de alimentos creaban distinciones entre grupos sociales e individuos que entraban en contacto en espacios en los cuales los dominantes no podían evitar la proximidad corporal con los cuerpos subalternos. En esta sección, exploraremos el consumo mismo de la comida como atributo para construir poblaciones separadas por sus prácticas alimenticias en los espacios rurales andinos. En efecto, de acuerdo con tempranos viajeros europeos, la independencia de España no había modificado las costumbres gastronómicas de las elites criollas, que no se diferenciaban sustancialmente de las de los demás habitantes de la nueva nación. En este sentido, Jean-Baptiste Boussigault afirma que, durante la época en que visitó la ciudad de Bogotá, no había muchas diferencias entre la comida de las elites y la de los demás grupos en la ciudad. Bogotá, en opinión del viajero francés, poco distaba de la España medieval, ya que, al igual que todo el virreinato, había permanecido aislada del contacto con el resto de Europa hasta la invasión de ingleses y, en menor medida, de franceses que vino luego de la independencia. Además de los huevos mencionados en la sección anterior, Boussigault reporta haber comido en las casas de la elite bogotana papas fritas, bananos azucarados y “la famosa olla podrida de los españoles”, compuesta de “un pedazo de buey hervido en medio de papas, manzanas, albaricoques verdes sin semilla, garbanzos, arroz, repollo y tocino” (237). El chocolate en agua, que se preparaba mezclando el cacao con maíz, solía ser la bebida del desayuno para ricos y pobres. La cantidad de los alimentos y la posibilidad de pagar por ellos parece ser la mayor diferencia entre unos y otros. En vez de cacao, “para los sirvientes el maíz era abundantísimo” en la preparación del chocolate, afirmaba Boussigault. Además, los ricos podían comer huevos con su chocolate. En su descripción, el viajero divide la sociedad en tres grupos,
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con fronteras muy porosas entre ellos: las clases altas, las medias y “las inferiores”, que comparten similares prácticas alimenticias, ya que “en las clases inferiores, porque entonces no había y aún no hay clase media en la sociedad, los alimentos no eran diferentes a los que acabo de describir” (238). Menciona el consumo de carne y elogia el ajiaco como una comida común en este grupo. Si la comida no establecía fuertes barreras sociales, la distinción, las maneras en la mesa, los hábitos y consumos no se hallaban tampoco por demás desarrolladas. De acuerdo con el francés, las vajillas de las clases altas eran de plata y las de las clases medias de barro; todos usaban copas de plata, más económicas que las de vidrio, y todos por igual hacían un limitado uso de cuchillos y tenedores, de manera que “se tenía que proceder a una lavada general después de cada comida” (236). Le causa sorpresa la predilección de los habitantes rurales –incluso entre los ricos hacendados– por beber chicha, la bebida alcohólica a base de maíz originaria de los Andes. En contraste, el consumo del vino francés no parece muy extendido, a juzgar por una anécdota según la cual durante la guerra de independencia un oficial francés ofrece a su invitado, un hacendado neogranadino, un vino de Burdeos que este desprecia: “Apenas se llevó el vaso a los labios, se levantó bruscamente, rojo de cólera y botando el vino dijo: ’Es una chanza de mal gusto que no se debía hacer a un hombre de mi edad y de mi calidad; lo que me está ofreciendo es tinta; ¿me quiere envenenar?’” (239). Esta falta de sofisticación de los hacendados blancos se extiende también a los artesanos y campesinos mestizos, “mezcla de sangre india y blanca” (239), ya que, en las áreas rurales de la Sabana de Bogotá, el trigo se remplazaba por galletas de maíz, yuca y papa. Las diferencias alimenticias entre pobladores urbanos y rurales, sin embargo, no resultaban tan definitivas como para separarlos, creando una continuidad cultural entre ellos. En su opinión, el único grupo que se podía distinguir claramente de los demás era el de los indios: El indio vive más o menos como vivía tres siglos atrás: se alimenta de papas cocidas en agua o asadas bajo cenizas; raíces de arracacha, de legumbres secas y de galletas de maíz; consume poca carne, a menos que sea de curí o de salchichería, además, es un gran bebedor de chicha, con su familia, no muy numerosa, cultiva una “chacra” y cría gallinas. (239)
En su esfuerzo por caracterizarlos, también menciona sus viviendas circulares, sus características físicas –“su estatura es baja y de fuerte musculatura”–, su predilección por oficios que no requieran esfuer-
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zo y, por supuesto, sus características morales, siempre asociadas con su falta de aseo: “El indio de Bogotá es un pillo: mentiroso, sucio y cubierto de piojos y mugre y además beodo, como lo eran sus padres” (239). La continuidad cultural que acerca a blancos y mestizos, y que se evidencia, por ejemplo, en la comida, sirve también como frontera para separarlos de los indios. Incluso, si como afirma Boussigault los mestizos tienen sangre india, son culturalmente blancos. No hay una división que separe culturalmente a blancos de mestizos, y, en su lugar, las diferencias se expresan en función de otros marcadores, por ejemplo, ser habitante de la ciudad o de las áreas rurales de la Sabana o pertenecer a las clases altas, medias o inferiores. Intencionalmente, el viajero francés presenta las distinciones en sus prácticas alimenticias como una frontera porosa. Al mismo tiempo, nos informa de que los indios son diferentes, trazando por contraste una distinción sólida entre ellos y los demás habitantes: “Son ellos una categoría aparte”. Comen papas, legumbres secas y galletas de maíz, nos dice (239). Sin embargo, involuntariamente, el borde que separa entre sí a los habitantes rurales de la Sabana de Bogotá empieza a tornarse fluido en otras instancias de su narración, por ejemplo, cuando nos enteramos de que todos los habitantes se alimentan de los mismos productos: “En los campos de la Sabana se come poco pan de trigo; se le reemplaza por galletas de maíz o raíces de yuca y por papa” (239). De hecho, los principales cultivos de la Sabana “continúan como en la época de los muiscas: maíz, quenopodio y papas” (236). La única diferencia introducida por los españoles es el cultivo del trigo, nos dice. No obstante, este, el producto europeo por excelencia, no se consume en la Sabana, en donde el maíz continúa gobernando las dietas locales de blancos y mestizos, ricos y pobres. La preponderancia del maíz, que no ha logrado imponerse sobre el trigo, se ve confirmada en el consumo generalizado de la chicha que beben los indios en abundancia, pero que también forma parte de la dieta de los blancos. Estas continuidades culturales adquieren una nueva dimensión si se recuerda que, como hemos argumentado a lo largo de este capítulo, el cuerpo aún no ha adquirido esa autonomía con respecto al medio ambiente y la cultura y, por tanto, las distinciones raciales no operan como separaciones inamovibles. La raza habría de tomar forma como un concepto estable en el momento en que los europeos y sus descendientes empiezan a pensar las características físicas como propiedades fijas en el cuerpo de los individuos. Pero, como muy acertadamente ha propuesto Rebecca Earle, el problema con esta aproximación “es que no está claro que tal creencia haya alguna vez sido verdaderamente he-
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gemónica, incluso a la altura del racismo científico del siglo xix” (The Body 214, mi traducción). Esta ambigüedad entre las categorías que crean diferencias a partir de las características físicas y aquellas que las crean a partir de la clase, los hábitos y las prácticas sociales está presente en la narrativa de viajes de Boussigault, que enfatiza claramente la separación entre los indígenas y los demás habitantes de Bogotá y sus alrededores, pero que, al mismo tiempo, no logra definir en qué consiste esta diferencia. No obstante, consigue anclarla al cuerpo de los individuos a través de su apariencia y de sus prácticas culturales, al mismo tiempo que liga esta condición con características morales específicas: el indio es pillo, es de mediana estatura, bebe chicha y come papas hervidas en agua. A pesar de que los demás habitantes también beban chicha y coman papas, aún existe algo que los separa de los indios, y ese algo va más allá de las prácticas culturales. En ese algo, existe un principio de diferenciación racial que, sin embargo, no puede separarse totalmente de los demás aspectos que construyen la diferencia: clase social, habitar en la ciudad o en el campo o tener acceso al capital cultural. Como afirma Earle, al hacer más fluidas las fronteras entre estos elementos, adquirimos una mejor visión de cómo se crean y funcionan las jerarquías de poder (The Body 214-215). El reto se halla, como dice la misma autora, en no perder de vista que, a lo largo de su genealogía, el pensamiento racial siempre ha tratado de características físicas o culturales incorporadas en el cuerpo (215). Es decir, lo que hace al indio una entidad racializada es que el conjunto de sus características (el ser un pillo, desaseado y lleno de piojos, bebedor de chicha y comedor de papas) está unido a la posesión de un cuerpo de “estatura baja y fuerte musculatura”. Más aún, a medida que el discurso racialista toma consistencia, ninguna de esas características físicas, morales y de comportamiento puede separarse de las otras. Incluso si se modifican, una cambia a las demás porque están entretejidas en un continuo que tiene lugar en el cuerpo de los individuos. Es difícil saber si, en el amanecer de la nueva nación, en efecto las elites y los grupos populares rurales compartían el conjunto de características que les atribuía un viajero extranjero como Boussigault. Lo cierto es que, a lo largo del siglo xix, las elites neogranadinas, especialmente las urbanas, prestaron gran atención a la opinión que sobre ellas tuvieran los europeos, como ha mostrado el trabajo del historiador Frédéric Martínez. En El nacionalismo cosmopolita, este autor argumenta que las elites siguen validando su dominio sobre los demás grupos sociales a través de su identidad europea: los criollos siguen sintiéndose europeos americanos (531). Martínez sostiene que
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la referencia europea es uno de los principales factores de legitimación usados por las elites en el poder, aunque esta varía a lo largo del siglo. Por lo tanto, las opiniones de los viajeros europeos que señalaban la precariedad de las costumbres materiales de la elite rural debieron de generar un gran impacto sobre esta. Por esta necesidad de acomodarse a los gustos europeos, la ciudad de Bogotá que emerge justo después de la independencia de España, en la cual los alimentos y las maneras de la elite no se diferenciaban radicalmente de los de otros sectores, habría de variar en el curso de unas décadas para introducir toda una suerte de alimentos y prácticas a la hora de comer. El aumento en la circulación de bienes materiales a través de la apertura al comercio internacional y las facilidades en el transporte por el río Magdalena, que redujo el tiempo de viaje entre la costa y los Andes hacia mediados del siglo, permitieron a las elites bogotanas acceder a un importante número de bienes de consumo, muchos de ellos relacionados con la comida. Como ha señalado el historiador Thomas Fischer siguiendo el concepto de distinción propuesto por Pierre Bourdieu, a partir de la década de 1830 la elite blanca bogotana empezó un proceso de diferenciación social a través del refinamiento en los gustos y la manipulación de su aspecto físico, que revisaremos en detalle en el siguiente capítulo. El consumo de productos extranjeros desempeñó un papel central en la consolidación de la idea de “gente decente”, que además sirvió como “barrera para detener el ascenso interétnico y social” (Fischer 39). Como estrategia de diferenciación, va mucho más allá del consumo de bienes materiales e implica también la puesta en escena de una serie de prácticas: la ornamentación de los espacios en las casas dedicados a la cocina, el aseo personal de los comensales y cocineros, las normas de etiqueta y la ingestión misma de los alimentos. Este aspecto en particular recibió una enorme atención en la literatura, a veces como protagonista de artículos de costumbres como “La taza de chocolate”, de Francisco Ortiz, que comentamos antes, y como forma de crítica a los procesos de modernización de las rutinas domésticas de la elite, como en el caso de “Las tres tazas”, del autor conservador José María Vergara. No obstante, si bien las elites de la ciudad logran consolidar esta forma de diferenciación social, sus pares rurales continuarán viviendo en un estatus ambiguo, en el cual las dietas compartidas siguen retando el estatus de los hacendados. En la literatura que describe los Andes, el uso más común de la comida ocurre tal vez en los márgenes, como elemento que establece la posición sociorracial de los personajes. Así, por ejemplo, el consumo de mazamorra –sopa de maíz– sirve
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para caracterizar las costumbres de los personajes indígenas. En la novela El rejo de enlazar, de Eugenio Díaz Castro, escrita durante la década de los sesenta y publicada en 1873, se describe una cuadrilla de obreros indígenas que viene a trabajar en el trigal de la hacienda de la familia protagonista, mencionando que a la hora de almuerzo “fueron levantando platos del suelo y retirándose a formar pequeños corrillos, teniendo la yerba por único mantel. El almuerzo no era otra cosa que mazamorra con carne y papas y dos platos eran la ración de cada jornalero” (94). Los indígenas comen en el suelo una sopa hecha de maíz –que aún en la Colombia del siglo xxi sigue siendo un alimento popular entre los campesinos mestizos andinos–, mostrando la continuidad de las prácticas alimenticias de dos grupos que, sin embargo, se presentaban como culturalmente separados. Las tensiones y los deslizamientos reaparecen en las narraciones, a pesar de los intentos repetidos de la elite por distanciarse de los demás grupos sociales. La misma literatura que intenta mostrar la creciente diferenciación entre pobres y ricos, habitantes rurales y urbanos e indios y mestizos pone en evidencia la porosidad de las prácticas alimenticias. Cuando, hacia el final de la novela, Fernando, el joven hacendado protagonista, entra en el hogar de una familia india, esta le ofrece mazamorra y papas, como es de esperar de personajes indígenas. El joven blanco no rechaza la comida porque “su afable carácter hacia los pobres no le permitían despreciar esta clase de convites” (132). Este comentario intenta probablemente ofrecer más información acerca del carácter de Fernando que sobre la dieta de los indígenas de la Sabana de Bogotá, pero, a la vez, deja en claro que “esta clase de convites” ya no forman parte de la dieta de un protagonista blanco de la elite, que solo acepta comerlas por su bondadoso temperamento. En la representación y probablemente también en las prácticas, las elites rurales han logrado distanciarse de los hábitos alimenticios de los humildes habitantes del campo, algo inconcebible apenas unas décadas antes, cuando el francés Boussigault recorría las cocinas horrorizado por el general desaseo y la falta de sofisticación alimenticia. No obstante, no se puede perder de vista que la comida continúa siendo un mecanismo para representar el estatus social de cada uno: ya sea el joven blanco o el jornalero indio. Pero, si la mazamorra es la comida por excelencia de los indios, que no pueden comer nada más, otros grupos sociorraciales rurales también comparten este alimento. Debido a su universalidad entre los habitantes andinos, incluso las elites, en la novela El rejo de enlazar se lleva a cabo una desracialización de la mazamorra y una resignifica-
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ción de su consumo como símbolo de la paz idílica en que conviven los habitantes de las zonas rurales andinas. Para lograrlo, se pone el énfasis en las prácticas que acompañan el acto de comer más que en el tipo de alimento en sí. A lo largo de la novela, diferentes personajes de la hacienda consumen mazamorra en las múltiples escenas secundarias en las cuales la vida social se escenifica a través de la comida. Durante una celebración en la hacienda, el autor describe el tipo de alimentos que cada grupo disfruta, empezando por los dueños blancos y siguiendo por los diferentes tipos de trabajadores. Si bien todos comen a la vez, cada uno ocupa un espacio separado y estratificado físicamente. La familia y los blancos comen en el comedor de la casa; la clase descalza, es decir, los trabajadores del campo, comen en el patio bajo, y el grupo intermedio de concertadas come en las escaleras, un espacio liminal que permite el tránsito entre los dos espacios anteriores, que las mujeres atraviesan para servir a los patrones blancos. Susana, “una de las criadas de más categoría”, se acerca a las mujeres sentadas en las escaleras con “una fuente de los potajes más exquisitos y con una botella de Oporto”, enfatizando así la movilidad de las nuevas prácticas de consumo, que podían fácilmente ser adquiridas por los grupos intermedios. Una vez más, el texto emplea la comida para subrayar las virtudes morales de sus protagonistas, agregando: “Aquello mostraba, o mucha amistad de las arrendatarias con las criadas, o mucha deferencia de los patrones por las proletarias de sus haciendas” (80). En particular, esta novela de Eugenio Díaz Castro es una defensa de la vida apacible de las haciendas sabaneras antes de la revolución de 1854. En ella existe armonía social entre los grupos, a pesar de la rigurosa estratificación social. De esta manera, la escenificación de la bondad de los patrones y la felicidad de los sirvientes desempeña un papel central en la estructura de la narración y es atestiguada por el intercambio de comida entre los grupos. Esta convivencia armoniosa está sustentada en la supuesta homogeneidad racial de la región, vista por Eugenio Díaz Castro como un espacio mayoritariamente blanco. En la tesis del autor, hay una comunidad cultural y racial entre ricos y pobres, patrones y sirvientes, propietarios y arrendatarios. “En cuanto a razas estaban los blancos en mayoría” (35), nos informa desde el comienzo. Los indígenas son una minoría y no hay trazas significativas de presencia africana. Tal vez por esta razón, la comida y los actos asociados con ella aparecen constantemente representados como una prueba más de la homogeneidad cultural y racial de los habitantes andinos. Aunque estratificados socialmente y distribuidos en espacios diferentes en la estructura de la hacienda, la comida fluye y las arrendatarias disfrutan
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del oporto de los patrones. Pero, aún más importante, los patrones pueden apropiarse de la mazamorra, que aparece aquí despojada de su asociación con los indígenas y vinculada más bien con la herencia cultural colonial: La comida era una boda. Nada faltaba de lo que pudiera presentarse en un convite de la capital y fuera de eso doña Josefa, un poco amiga de las antiguas tradiciones de sus mayores, había agregado una famosa fuente de papas con queso, la mazamorra hereditaria y los bollos de mazorca, que no fueron mal mirados ni aun por los dos bogotanos, que serían los menos adictos a los hábitos de la colonia. Los vinos que se sirvieron eran exquisitos y don Canuto no tardó en dirigir un brindis a las señoras. (79)
En el discurso de Eugenio Díaz Castro, la homogeneidad racial de los habitantes andinos no está en disputa: todos son blancos. Por eso no hay ansiedad en mostrar una separación entre lo que comen unos y otros. Si la frontera culinaria es porosa, el aseo debe remplazar a los alimentos como el objeto que distingue racialmente a los grupos. Blancos, pobres y ricos deben compartir el aseo, último límite que preserva al cuerpo del contacto. Por eso Díaz Castro presta un especial énfasis a la limpieza: “Se sentaron veinte personas a la mesa, en la cual sirvieron Martín y José María, bien lavados, arremangados y muy placenteros, dando a conocer que estaban diestros en el servicio” (79). De hecho, si los blancos, ya sea por tradición, como doña Josefa, o ya sea por condescendencia, como Fernando, comen mazamorra y productos derivados del maíz, se podría argumentar que no todos los que ingieren estos alimentos son indígenas, desracializando así su consumo. De manera que el autor no duda en describir así el banquete de los trabajadores: “Los potajes principales fueron la mazamorra y las papas cocidas, y de su vino, la chicha que corría a par del huso y la piedra de moler y a despecho de los buenos discursos de los apóstoles del progreso de la Nueva Granada” (80). La cultura material que se despliega aquí puede tener un origen indígena o tal vez es simplemente fruto de las antiguas tradiciones que aún el progreso no ha logrado remplazar, pero, sin lugar a dudas, para la generación de Eugenio Díaz Castro, hay una diferencia entre consumo cultural (chicha, huso, piedra de moler) y clasificación racial. En su novela, los habitantes andinos son blancos, ya sean estos pertenecientes a la clase más alta o trabajadores de la hacienda. Todos son blancos. Aunque consuman los mismos alimentos que los indígenas, son blancos. Claramente, a lo largo del siglo xix se ha operado un cambio en la
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manera en que se entiende la relación entre el cuerpo y el consumo de los alimentos. Como ha mencionado Rebecca Earle, a medida que avanza el siglo xix, la teoría de los humores pierde cada vez más vigencia como manera de entender las diferencias corporales. El consumo cultural opera como diferenciador entre blancos urbanos y rurales, como revela la cita anterior, cuando se refiere a la aprehensión de los bogotanos ante el consumo de la mazamorra. La novela El rejo de enlazar intenta probar que los blancos rurales son tan sofisticados como los blancos urbanos, son consumidores de oporto, aunque conserven prácticas tradicionales como la de consumir productos derivados del maíz. Su planteamiento es posible porque, hacia la década de los sesenta, se hallaba más consolidada la noción de autonomía entre el cuerpo y el medio ambiente que lo rodea. Sin embargo, no todos en la ciudad letrada estaban de acuerdo sobre este aspecto. En el cuadro de costumbres “Los percances de un estudiante”, de Hermógenes Saravia, un estudiante de la ciudad, pobre y enamorado, sigue a la muchacha objeto de su amor a una excursión en la Sabana de Bogotá. Al llegar a la casa sabanera, nota que su compañía carecía de la sofisticación de las costumbres urbanas, especialmente cuando se sienta a la mesa: “Era esta un océano de totumas rebosando, de rostros de cordero asados y papas cocinadas con sobrepelliz de queso. De agua no habría allí ni una gota: esta gente se lleva la máxima de que, no por buena la bendicen” (88). La abundancia de comida y bebida muestra el holgado estatus económico de los anfitriones y hace que quede claro que no es la clase social lo que separa y distingue a los comensales de esta mesa y al estudiante bogotano, sino un conjunto de prácticas de refinamiento asociadas con el consumo. En los Andes colombianos, el licor que se acostumbra a beber en las totumas es la chicha y, en caso de que hubiera alguna duda, el autor señala rotundamente que aquello que beben los comensales no es precisamente agua. A través de los alimentos que consumen, el lector puede percibir las sutiles diferencias que separan a los personajes que se sientan a la mesa. El hecho de que coman sus alimentos sentados ya los separa de los indígenas. Sin embargo, la ansiedad por escenificar la distinción social a través de la comida emerge constantemente en la literatura. En el artículo de costumbres “La carrera de mi sobrino”, escrito por el futuro presidente José Manuel Marroquín (1827-1908), luego de fracasar en diferentes profesiones, un joven letrado decide convertirse en hacendado, abandonando la ciudad. Su inexperiencia en el manejo de la hacienda y su deseo de impresionar a los invitados con un consumo de lujo acaban con su empresa. La necesidad de atender a
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sus visitantes de la ciudad arruina la hacienda La California debido al gasto constante por mantener el tipo de consumo que se esperaba de su condición: “Forzoso era procurar, no solamente que la comida fuese regular y abundante, sino también que no faltasen en la casa unas botellas de buen brandy, y aún alguna caja de vino generoso para las ocasiones solemnes” (168). Si, unas décadas atrás, los hacendados no distinguían entre el vino y la tinta, a mediados de siglo, el vino y el brandy eran indispensables marcadores de la posición social. Más aún, no solo los alimentos, sino los objetos materiales asociados con el consumo se hacen imprescindibles. Cuando Guadalupe, la dama de sus amores, viene de visita, la cocinera de la casa del tío en la ciudad debió partir hacia la hacienda “precedida de las dos terceras partes de su batería de cocina, de algunas docenas de platos de porcelana y de cajas de fideos, jamones y chorizos, que no parecía sino que se trataba de abastecer una plaza fuerte para un largo sitio” (169). El gasto de su sobrino resulta insostenible y el tío lo califica como una plaga, peor que las que afectaban a las haciendas andinas: “Otra plaga más temible que el polvillo, el muque y los hielos” (168). En medio del divertido sarcasmo de la narración, aparece incontestable el poderoso límite que separa a las elites urbanas de las rurales. Mientras las primeras lograron modificar sus hábitos de consumo, sus maneras a la mesa y los productos que ingerían, sus pares en el campo continuaron con una peligrosa cercanía a los alimentos y los cuerpos de los campesinos mestizos e indígenas. El asco que siente un viajero urbano como Manuel Ancízar al visitar las poblaciones rurales andinas, que separaba su cuerpo con relación a los otros, permitió establecer una barrera de separación social y racial entre los cuerpos, puestos en contacto cada vez con más frecuencia en un mundo republicano en formación. El trabajo de los historiadores ha demostrado que el consumo de objetos europeos se extendió en la ciudad de Bogotá como un mecanismo de distinción social y diferenciación (Fischer; Otero-Cleves). En este capítulo hemos prestado especial atención a la forma en que la elite del siglo xix colombiano percibía el consumo de los alimentos y su relación con el cuerpo. Debido a su capacidad de trasgredir la frontera entre el interior y el exterior del mismo, los alimentos constituyen un escenario privilegiado para pensar los modelos de construcción de la diferencia corporal. Al comer, ponemos dentro de nosotros aquello que nos rodea, incrementando el riesgo de contaminación. Los límites entre lo que está afuera y adentro y el peligro del contacto crean la ansiedad por el aseo, que rápidamente aparece en los relatos sobre la comida. Si en un inicio los alimentos eran parte de los elementos a tra-
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vés de los cuales el clima afectaba al cuerpo de los individuos, a medida que el siglo avanzaba, la elite letrada pensaba los alimentos como mecanismos de diferenciación social, como metáforas de la historia y la economía del país y como argumentos para probar la homogeneidad racial y cultural de la región andina. Sin embargo, las contradicciones habrían de persistir, ya que nunca existió una sola manera de pensar la relación entre el cuerpo, los alimentos y las prácticas asociadas con su consumo. El aspecto común que unifica la percepción sobre los alimentos es una paulatina transformación del cuerpo desde una entidad que puede ser influenciada por la historia, el clima y los alimentos hacia una materia fija, en la cual los campesinos andinos pueden ser pensados como blancos, a pesar de que conserven prácticas culturales coloniales de origen indígena. En la intersección entre el deseo de diferenciación, el riesgo de contaminación por el contacto y la necesidad de controlar el influjo del medio ambiente sobre el cuerpo, los alimentos aparecen una y otra vez como metáfora de la blancura, ya se trate de los campos de trigo de la sabana, del brandy, de los paseos por la sabana, de la taza de chocolate que perennemente representa a la elite a lo largo de la historia o del aseo, que sirve como frontera del cuerpo blanco frente al riesgo de contaminación por el contacto generado por la irrupción de los blancos en los espacios no segregados de los Andes noroccidentales. Sin embargo, la blancura es más que el consumo de alimentos, es una performance compleja que implica la intersección entre ciertas características físicas y la gestión del cuerpo a través del vestido, las maneras sociales y la distinción. En una sociedad donde la mezcla racial ocupa un lugar tan importante, ¿cómo se gestiona la blancura? ¿Quiénes son los blancos? ¿Cómo se diferencian de los otros grupos? ¿Cómo gestionan su blancura los blancos pobres, los campesinos y los mestizos? ¿Cómo se planteaba la blancura en los márgenes y en el centro de este continuo de prácticas que llamamos “blancura”? El siguiente capítulo intenta ofrecer una respuesta a estas preguntas.
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Capítulo 2 La blancura en el centro: cómo se performa lo europeo en los Andes colombianos “¿I qué dirán en Europa de nuestro modo de viajar a mediados de este siglo tan vaporoso, tan civilizado y tan romántico?” (José Caicedo Rojas, Antiguo modo de viajar por la montaña del Quindío, 1851) “¿Será una debilidad, será una virtud este amor profundo, indeliberado, que los naturales de la cordillera profesan al lugar nativo, haciendo palpitar el corazón lo mismo bajo la ruana del indio agricultor que bajo la casaca del hombre blanco de las ciudades?” (Manuel Ancízar, Peregrinación de Alpha, 1853) “El grabado de la página anterior enseña la mejor muestra de las costumbres y de los trajes europeos que he visto hasta ahora, pero parece inverosímil que todos los seis personajes, vestidos con ropa exclusivamente importada, se hayan encontrado el mismo día en Choachí. Es tanto el cuidado que han puesto para eliminar cualquier detalle autóctono en el vestido, que no es difícil pensar que también los importaron a ellos empacados en aserrín”. (Isaac J. Holton, New Granada. Twenty Months in the Andes, 1857)11
Este capítulo explora cómo la noción de blancura se materializa en la vida social cotidiana, indagando específicamente por la manera como esta se representa en la naciente literatura nacional del siglo xix. En particular, analiza cómo en los textos se construye una blancura performativa, que toma lugar en los encuentros entre los miembros de las elites, los grupos intermedios urbanos y los campesinos andinos. En estos intercambios, el acceso a la cultura material europea se convierte 11 “On the opposite page is exhibited the most successful imitation of European costumes and customs that I have ever heard of. That all these six figures, clad in imported articles exclusively, could have ever been met in one day, exceeds my belief. With such care has everything national been banished, that I am tempted to think that they themselves have been imported to order packed in saw dust” (245-246, mi traducción).
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en una extensión del cuerpo blanco, que permite a algunos sectores elaborar actos performativos frente a las audiencias menos blancas, campesinas o de las clases medias urbanas. En estas performances, entran en juego objetos como libros, vestidos y zapatos que indican a las audiencias el estatus social y racial y el grado de moralidad y virtud de los personajes. En el contexto de estos encuentros postcoloniales, este conjunto de características define el valor de un individuo en un juego de posiciones en el cual la blancura se entiende como un lugar ventajoso, que oscila entre dos polos: lo europeo y lo indígena. De esta manera, los individuos blancos –particularmente, en los grupos intermedios– no se definen por su pureza racial, sino por su cercanía o lejanía con respecto a estos dos polos. Como consecuencia de esta forma de representación, nociones como la limpieza y la belleza resultan también racializadas y naturalizadas como características de la blancura. Si bien en el capítulo anterior exploramos cómo el contacto con los cuerpos campesinos andinos a través de la comida creaba entre los viajeros blancos una forma de miedo a la contaminación racial, en este capítulo volcamos la mirada hacia las aproximaciones a través de las cuales la blancura se escenifica como un contacto con lo europeo. Allí, se ponen en juego nociones como la de roce, un término que aparece con frecuencia en los textos para definir el grado de cercanía entre un individuo y la cultura material, los saberes letrados y la cultura europea. Este roce con lo europeo permite a individuos situados en las intersecciones entre clase y género agenciar una forma de autorrepresentación de su blancura.
Una novela bogotana y una nación en formación En diciembre de 1858, los lectores bogotanos vieron por primera vez impresas las páginas de Manuela, novela bogotana, orijinal de Eujenio Díaz, publicadas en el periódico El Mosaico. Durante generaciones, los críticos literarios han considerado esta novela como la más importante de su época en Colombia, al menos hasta la aparición de María, de Jorge Isaacs, en 1867. En efecto, la publicación de Manuela en la ciudad de Bogotá marca un punto central en la creación de una literatura nacional, ya que evidencia muchas de las tensiones en la formación de un campo letrado, autónomo del ejercicio de la política partidista nacional. De hecho, el primer capítulo de la novela se dio a conocer en un periódico específicamente creado para promover la literatura nacional, más allá de las divisiones políticas que enmarca-
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ban la escena pública y que también tomaban lugar en la imprenta a través de efímeras publicaciones de orientación partidista. El Mosaico tenía el propósito de superar estas tensiones en un ejercicio letrado comprometido con la difusión de la literatura nacional. Por otro lado, la novela misma se proponía retratar escenas de la vida colombiana, ejemplificando las profundas divisiones sociales que fragmentaban a la nación, a pesar del auge del discurso igualitario introducido en la retórica política por los intelectuales liberales de mediados del siglo. De esta manera, en Manuela, don Demóstenes, un joven liberal, letrado y bogotano, emprende un viaje a una parroquia de tierra caliente, situada a un día de camino de la ciudad de Bogotá, con el fin de conquistar votos para su candidato. A lo largo de la novela, el joven descubre un entramado de prácticas sociales y políticas que irremediablemente separaban a los habitantes en dos categorías: los que pueden ejercer el poder a través del dinero, el estatus social, el acceso al letramiento, y el conocimiento de las prácticas legales, por un lado, y aquellas inmensas mayorías que se hallaban excluidas y marginalizadas de la nación, por el otro. A lo largo de treintaiún capítulos, don Demóstenes se sumerge en la vida de la parroquia, que se le revela a través de sus diálogos con los campesinos, estancieros, comerciantes locales y, especialmente, con las jóvenes campesinas locales Manuela y Rosa. A la vez que el protagonista va adquiriendo un mejor conocimiento de la vida social nacional desde el punto de vista de sus habitantes, él mismo se implica como víctima de las persecuciones de don Tadeo, un letrado local, cuyo poder emerge como una fuerza casi incontestable en la vida diaria de la parroquia. El frívolo don Demóstenes, quien en los primeros capítulos demuestra tener un mejor conocimiento de los caminos, las costumbres y las posadas de los Estados Unidos que de aquellos de su nativa república de la Nueva Granada, se transforma a través del conocimiento de primera mano de la realidad de su propio país, más allá de los límites de la ciudad de Bogotá. Para lograr esta evolución de su personaje central, la novela lo pone en contacto con una serie de situaciones enmarcadas dentro del costumbrismo, una forma de escritura que el autor Eugenio Díaz Castro abraza con entusiasmo como pintura de la realidad nacional. Pero, a pesar de ser una novela que tiene un objetivo específico, la narración no cae en el maniqueísmo ni tampoco en las descripciones superficiales de la vida cotidiana, sino que ofrece escenas llenas de matices en las cuales las divisiones entre los habitantes de la parroquia se representan en redes de situaciones complejas, en las cuales se intersectan lo que hoy llamaríamos distinciones de clase, raza y género y la posición de un individuo se define
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por un conjunto de relaciones y de prácticas cotidianas en las cuales la comida, el vestido, la posesión de objetos materiales, las maneras de hablar y el conocimiento letrado construyen diferencias y separan a los ciudadanos en jerarquías de poder. De hecho, no es casual que Manuela aborde como su tema central las diferencias entre los habitantes de la nación y la forma en que estas se traducen en desigualdades en el ejercicio del poder. Durante el siglo xix, los países latinoamericanos intentaron construir unidades nacionales a través de elementos culturales y simbólicos que vinculaban entre sí a sus habitantes, en un proceso en el cual la prensa y la literatura jugaron un rol central, tejiendo redes de relaciones imaginadas que, en últimas, constituyen la nación (Anderson). Este proceso de creación de la homogeneidad nacional, sin embargo, no puede entenderse sin tener en cuenta la producción paralela de categorías que dividían jerárquicamente a los habitantes. En el caso colombiano, el antropólogo Julio Arias Vanegas ha estudiado en detalle la creación de un orden nacional a través del cual “se plantean y definen las diferencias raciales, regionales, culturales y sociales en torno a esta unidad” (Nación xiii). Es decir, la producción paralela de la unidad nacional y de la diferencia entre los habitantes es parte de un mismo proceso en el cual la república emerge como un campo de relaciones de poder marcadas por la desigualdad. Arias Vanegas muestra cómo el surgimiento de una elite nacional está acompañado del de un pueblo, con el cual comparte un pasado histórico, una lengua y una religión, pero del que se distancia de múltiples maneras, especialmente a través del heterogéneo campo de las costumbres. Esta diferencia entre las elites y el pueblo es la formación discursiva a través de la cual se justifica la estructura jerárquica de la nación a lo largo del siglo xix. Arias Vanegas traza la genealogía de esta diferencia en los términos propios de dicho siglo, estudiando las divisiones tal como se expresan en la literatura, la política y la producción visual. Allí emergen las diferencias, por ejemplo, entre las tierras frías y las calientes y entre la civilización y la barbarie. Pero su trabajo va más allá, para explorar las clasificaciones que diferencian a los pobladores en tipos con un marcado acento económico. Su análisis sienta las bases para entender un orden nacional que depende de la producción de la diferencia como elemento articulador, mientras que al mismo tiempo muestra cómo este proceso se intersecta con prácticas discursivas racializantes que naturalizan la diferencia. Esta naturalización de la diferencia en sí misma es parte de un complejo proceso de representación de la vida cotidiana que va más allá del juicio sobre la fisionomía de los individuos para, de hecho, involucrar
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también actos performativos, en los cuales tanto la actuación de los individuos como las respuestas de las audiencias cumplen un papel en poner en escena la blancura. Es decir, en estos intercambios escénicos que ocurren en la vida social cotidiana, los sujetos son blancos porque lucen (se visten con indumentaria europea, llevan zapatos, tienen la piel más clara que otros individuos) y también porque se comportan como tales (hablan con un vocabulario y una dicción particular, actúan de acuerdo con reglas que establecen la preponderancia del gusto, el aseo y las maneras europeas). Por supuesto, un acercamiento a la blancura como una condición performativa no puede desconocer la importancia de la pigmentocracia –la diferenciación en capital simbólico y económico de los individuos articulada en base al color de la piel– en la formación de estas jerarquías racializadas en sociedades postcoloniales. A lo largo del siglo xix, diversos intelectuales emplean taxonomías como blanco, indio o negro para referirse a la apariencia de los individuos y, por supuesto, al referirse a estos elementos también están implicando su percepción sobre el color de la piel. Sin embargo, a lo largo de este capítulo analizaremos cómo la apariencia –en la intersección entre la colonia y la república– se refiere a un conjunto más amplio de características, que incluyen, por ejemplo, el vestido o las maneras y que, en el caso de la blancura, forman parte de una performance de lo europeo, tal como lo imaginan las elites y los grupos intermedios en los Andes colombianos del siglo xix. No se trata solamente de una definición culturalista de la raza, sino de una condición mucho más compleja. Aún más allá de la mitad del siglo, el cuerpo –aunque racializado– no es un ente que funciona con independencia de la influencia de factores externos como el clima, la comida y el vestido mismo. Como nos alerta Vanita Seth acerca de las clasificaciones elaboradas por europeos como François Bernier, el conde de Buffon y Carl Linneo, que –aunque heredadas del siglo xviii– aún seguían parcialmente en uso, no se trata de una comprensión poco rigurosa científicamente ni tampoco de elaboraciones raciales inmaduras: “La teoría prevalente en este momento, atestiguada en estas clasificaciones, era que el color de la piel, y en general la fisiología, eran variantes poco confiables e inestables, precisamente porque eran maleables a la acción del clima, la geografía y la comida” (206, mi traducción). Tal vez porque esta imbricación entre el cuerpo racializado y los elementos que lo rodean y lo modifican continuaba desempeñando un papel en la manera en que los intelectuales del siglo xix pensaban la diferencia, los viajeros nacionales y extranjeros ofrecían a través de la literatura pormenorizadas descripciones de la indumentaria, la comida
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y los oficios cuando presentaban sus tipologías para caracterizar a la población como blancos, mestizos e indios, alrededor de la Sabana o a lo largo de los Andes orientales. Así lo vimos, por ejemplo, en los relatos del francés Jean-Baptiste Boussigault en los años veinte y en los posteriores del estadounidense Isaac F. Holton y del neogranadino Manuel Ancízar –los dos en la década de los cincuenta– que analizamos en el capítulo pasado con referencia a la comida. Una vez que la representación de los otros se empieza a expresar también visualmente, el énfasis en mostrar el vestido y los oficios como caracterizadores de la población se habrá de mantener en las láminas de la Comisión Corográfica elaboradas por Carmelo Fernández y también en las del artista bogotano Ramón Torres Méndez. Más aún, la indumentaria, las maneras de hablar y el consumo de bienes materiales ocupan un lugar destacado en la construcción de las tramas en las novelas de Eugenio Díaz Castro, así como en los cuadros de costumbres que integrarán en 1867 el Museo de cuadros de costumbres. Debido a la importancia de los elementos no raciales en esta forma racializada de describir a las poblaciones, es necesario prestar atención a la manera en que este conjunto de relaciones sociales y prácticas cotidianas crean distinciones sociales en la literatura, enfatizando cómo la descripción de la diferencia se codifica en figuras literarias de largo aliento, cuyo empleo abarca géneros tan variados como la escritura de los viajeros extranjeros de la década de 1820, la escritura costumbrista de las décadas de 1850 y 1860 y la naciente novela nacional. No obstante, para entender cómo la naturalización de la diferencia se despliega en redes de elementos codificados en la apariencia (la fisionomía, pero también el vestido, por ejemplo), el consumo (de bienes materiales, de alimentos) y los actos performativos (la manera de hablar, la forma de comportarse), resulta útil regresar al primer capítulo de Manuela, una novela bogotana.
Performando la blancura en la Posada de Mal Abrigo En la escritura del siglo xix, los encuentros entre personajes de la elite bogotana y personajes subalternos se representan como sucesos directos, sencillos, que no requieren de mayor contexto o justificación acerca de por qué ocurre el viaje o cómo estos sujetos entran en contacto. Esta forma de narrar el encuentro devela la relación desigual de poder que persiste en los ámbitos postcoloniales de la nueva nación. En estos cruces, los habitantes y el espacio de los territorios visitados solo
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empiezan a existir en la imaginación colectiva una vez que entran en contacto con el letrado blanco. Por tanto, la movilidad de los blancos por el territorio, su papel en la formación de la nación, la expansión de las relaciones comerciales y la búsqueda de conocimiento son nociones que se dan por hecho y, por tanto, la presencia de don Demóstenes en la Posada de Mal Abrigo, con la cual se abre la novela Manuela, no requiere ninguna explicación más allá de que está terminando el día y se acerca el crepúsculo. Don Demóstenes aparece en escena a caballo, acompañado por un perro terranova, atendido por un criado y rodeado de pesados baúles conducidos por un arriero. Cada uno de estos elementos es un símbolo de su posición social, extensiones de su propio cuerpo, que no necesita hacer ningún esfuerzo físico para cargar su equipaje –para eso está el arriero– ni tampoco cuidar de su propia persona –para eso está José Fitatá, su criado indígena–. Incluso el perro de don Demóstenes alegoriza su estatus. El viajero estadounidense Isaac F. Holton relata que los cachorros de terranova se vendían a altísimos precios en Bogotá debido a la dificultad de criarlos en estas latitudes (146). En la novela, el perro terranova Ayacucho se muestra completamente indiferente a los ladridos del perro local, “un espectro de perro flaco y abatido sobre sus patas” (Díaz Castro, Manuela 1) que no pone en peligro su estatus de dominancia, incluso sobre un territorio que no es el suyo. Pero, a pesar de la multitud de objetos materiales que don Demóstenes carga consigo en sus baúles, cuando entra en la posada que atiende la campesina Rosa, no lleva consigo una vela, un simple objeto que le permitiría penetrar en la oscura choza donde pretende hospedarse. El simbolismo es evidente. El viajero en búsqueda de conocimiento no puede penetrar en la vida cotidiana del pueblo, el objeto que persigue, porque está equipado con los artículos equivocados. “¿Por qué no entra?”, le pregunta Rosa. “Muchas gracias… ¡está su casa tan oscura!” (2), responde el mal preparado viajero. Las cajas de don Demóstenes contienen libros y ropa, pero no hay en ellas una simple vela. No lleva tampoco alimentos para que Rosa le prepare su cena. La escena pone de relieve la falta de preparación material de don Demóstenes para emprender su empresa, un aspecto que contrasta con el exceso en su equipaje y con las burlas de Rosa, quien termina iluminando la choza quemando un bagazo, un residuo vegetal de la caña de azúcar, al que el narrador llama “la vela de los pobres” (2). Mientras los criados del caballero preparan un improvisado lugar para su descanso, este se recuesta a fumar su cigarrillo y a quejarse de las condiciones de los caminos nacionales, comparados con los de Estados Unidos. El viajero espera en vano que la anfitriona le traiga su
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cena, mientras lee el segundo tomo de Los misterios de París, de Eugene Sue. Ante la ausencia de comida, interroga a su sorprendida anfitriona, quien, “con la más franca admiración”, le pregunta: “¿Luego usted cena?” (4). Cuando Rosa le explica que en los caminos del país los viajeros deben llevar consigo los alimentos, don Demóstenes, con sus baúles llenos de libros y ropa, su perro Terranova y sus dos criados, responde: “¡Yo no acostumbro a cargar nada de comida, mi hija!” (4). La desigualdad del encuentro se hace aún más evidente en el hecho de que el letrado blanco dé por descontado que recibirá atención, comida y servicio a su paso por los caminos. No se trata solamente de una crítica a las condiciones que deben afrontar los viajeros neogranadinos, es una puesta en escena de la percepción de superioridad por parte del viajero, que precede su encuentro con los habitantes de la nación. La novela constantemente regresa a este tema: la desigualdad de conocimiento entre el letrado y los campesinos, pero, a diferencia de otros textos de la época, ofrece una visión alternativa en la cual el blanco, a pesar de su capital económico, simbólico e intelectual, es incapaz de entender la vida cotidiana de los campesinos y la gente del pueblo, sin que este hecho altere su autopercepción como superior, letrado y más civilizado. Refiriéndose al encuentro entre un letrado blanco y un zambo que trabaja como boga en el transporte de pasajeros a lo largo del río Magdalena en el cuadro de costumbres “El boga del Magdalena”, de Manuel María Madiedo, Felipe Martínez-Pinzón resalta el desigual capital simbólico, ya que el remero no posee más que su trabajo; en contraste, el blanco “exhibe su capital cultural como una marca que precede a la relación comercial, no se compra ni se vende, es inmanente. Es su color de piel. Sin embargo, ese capital cultural de la ‘blancura’ es también una marca de distinción meticulosamente construida e historizable” (Una cultura 56). La blancura es una marca de distinción que abarca mucho más que el color de la piel, aunque este sea el primer elemento de un complejo entramado de prácticas de consumo y socialización y de enunciados a través de los cuales esta blancura se pone en juego durante los encuentros en las zonas de contacto. Por esta razón, aunque don Demóstenes no lleve consigo los elementos básicos que aseguren su subsistencia, su equipaje y su acompañamiento contienen lo necesario para poner en escena su posición social y su blancura: las pesadas maletas contienen libros, cigarros y sus vestidos. Enfrentado a las condiciones de las posadas neogranadinas, sus recuerdos regresan a las que ha visitado en los Estados Unidos. Su conocimiento pertenece a otro lugar y, cuando pretende averiguar de dónde proviene la carne
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que Rosa prepara para su cena, esta le advierte: “¿Para qué quiere saber?” (7). Si todo encuentro expresa las desiguales relaciones de poder entre los personajes, el intercambio entre Rosa y don Demóstenes se convierte en un aprendizaje para el viajero cuando este decide cerrar sus libros y hablar con la campesina. A lo largo del libro, don Demóstenes conocerá más de la vida cotidiana de los campesinos de las estribaciones de las cordilleras andinas a través de situaciones en las cuales los objetos materiales que le rodean y que extienden su blancura más allá de su cuerpo entran en contacto –y en riesgo de contaminación– con los de las clases populares neogranadinas. Después de cenar mazamorra, la misma que Holton y Ancízar discutieron en sus relatos de viajes, don Demóstenes se va a su cama para despertar apenas un poco después debido a un ataque de pequeños insectos, “los chiribicos”, que han invadido su cama. Para librarse de ellos debe despojarse de todo aquello que rodea su cuerpo y trasladarse a una hamaca: “Pero no vaya a llevar a la hamaca ni una cobija, ni una pieza de ropa de las que tiene puestas, porque entonces se queda en las mismas” (10). El cuerpo desnudo de don Demóstenes, despojado de toda su parafernalia europea, sin vestidos, libros, cojines o sábanas, clama por agua. Pero no la hay apta para su consumo en la humilde casa de Rosa, solo el licor de caña local: “Guarapo” (10). Al amanecer, el cuerpo blanco de don Demóstenes es el mismo que llegó apenas unas horas atrás; sin embargo, un cambio simbólico se ha operado en él, acaso uno que lo prepara para asumir su viaje a la parroquia. Su cuerpo ha entrado profundamente en contacto con la corporeidad no blanca de los campesinos. Sus alimentos han ingresado en su cuerpo, que ha descansado en los mismos lugares donde sus criados duermen. Al amanecer, el cuerpo blanco vuelve a calzarse sus botas y a vestir sus ropas occidentales y su reloj de oro. Por una noche ha salido y entrado de nuevo de la blancura, un procedimiento que solamente los blancos letrados, descendientes de europeos, pueden hacer sin perder su posición en lo alto de la jerarquía sociorracial. A diferencia de don Demóstenes, para los sectores intermedios, los mestizos y los habitantes rurales de la región, la blancura es una obligación performativa de la cual no pueden escapar ni siquiera por un instante, a riesgo de perder su estatus o ser clasificados como indios, como mestizos, como gente del pueblo. Para entender cómo estos elementos materiales (libros, objetos, vestidos) ayudan a configurar una performance de lo europeo, que asegura la blancura de aquellos situados en las posiciones liminales, es preciso regresar a la ciudad y acercarse en detalle a los objetos y su consumo por parte de las elites urbanas en la intersección entre clase
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y raza que posibilita la distinción y que ubica la blancura al centro. Empecemos con los libros.
Libros, lectura y distinción A pesar del importante peso simbólico de las letras y la literatura en la conformación de un sentido de clase y en la consolidación de la blancura como marcas de distinción, los libros europeos disponibles en Bogotá eran muy pocos y su comercio y circulación eran todavía incipientes a mediados del siglo (Martínez, Nacionalismo 111; Rodríguez-Arenas, Eugenio Díaz Castro). Existía al menos un gabinete de lectura y unas pocas bibliotecas públicas, de las cuales probablemente la más completa era la Biblioteca Pública, hoy Biblioteca Nacional, formada a partir de las antiguas colecciones incautadas a los jesuitas después de su expulsión; acrecentada con las colecciones de José Celestino Mutis, la Expedición Botánica y las de Antonio Nariño, y nuevamente aumentada durante el periodo republicano por el Gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera, que dispuso la compra en Europa de 1384 libros.12 En este contexto, a mediados del siglo la imprenta de Manuel Ancízar y el periódico El Neogranadino emprendieron el proyecto editorial de traducir y ofrecer por entregas, o a través de la Semana Literaria, las obras de la literatura europea consideradas como relevantes para su proyecto de nación. Se trataba de consolidar un horizonte de lecturas y de lectores que reforzara el vínculo con Europa y a la vez hiciera posible el surgimiento de una literatura nacional que sirviera como espacio para explorar los problemas de la naciente república, como divulgadora de valores morales y como formadora de ciudadanos (Poblete; López Rodríguez, De la prensa). A pesar de la centralidad de la lectura en la formación de las elites, como práctica, esta desbordaba los límites del libro como objeto físico y se expandía hacia las publicaciones periódicas. En efecto, la escasez de libros en español y su alto costo, hacían que la literatura resultara más accesible a través de publicaciones semanales y por entregas que difundían traducciones literarias al español y producciones poéticas y narrativas de autores nacionales. Acerca del gabinete de lectura, véase Rodríguez-Arenas (Eugenio Díaz Castro 238). Sobre la historia de la Biblioteca Nacional, consultar su web: (23/06/2017). 12
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En El nacionalismo cosmopolita, Frédéric Martínez demuestra el vínculo entre la naciente literatura nacional y la producción letrada europea. En la colección de la Biblioteca Pública, el 33% eran obras publicadas en latín; el 25%, en francés; el 17%, en castellano, y el 4%, en inglés (110). Este dato muestra la creciente importancia de la palabra impresa en francés y de la referencia intelectual a Francia como símbolo de distinción entre la elite neogranadina. La literatura en francés sobrepasa con creces el número de obras en español, matizando la influencia de la literatura española como referente letrado y desplazando al latín colonial como fuente de autoridad y de conocimiento. La importancia de la literatura europea como referente local para las elites se revela con contundencia si se tiene en cuenta que, del 17% de obras en español, solo el 7% son de autores nacionales. No obstante, a pesar del peso del francés en el panorama de los libros de la Biblioteca Pública, subsiste una pregunta: ¿qué porcentaje de miembros de la elite bogotana podían efectivamente leer en francés? Más aún, ¿qué porcentaje de aquellos sectores de blancos intermedios podían en efecto hacerlo? Con base en el importante porcentaje de libros franceses en las librerías y bibliotecas, en los anuncios promocionando métodos de aprendizaje de lenguas extranjeras publicados en los periódicos y denle el incremento de los viajeros que visitaban Europa y de los jóvenes que se educaban allí, Martínez supone que el número de lectores bogotanos del francés pudo haber sido importante (Nacionalismo 116). Dado que la estimación es incierta, y a pesar del incremento en el número de bogotanos capaces de leer en francés, es posible entender la importancia que tuvo para el ascenso social de los sectores blancos urbanos e intermedios la difusión a través de la prensa de traducciones al español de textos en francés y en otras lenguas europeas. Debido a que la principal referencia intelectual de los bogotanos a mediados del siglo xix fue la francesa, la prensa jugó un importante papel en consolidar el canon de lecturas disponibles para aquellos que no leían aún la lengua, que no poseían los medios para viajar a Europa o cuya blancura estaba aún en proceso. Pero existía un segundo aspecto involucrado en el consumo de traducciones publicadas por periódicos locales como El Neogranadino: la literatura francesa se alineaba ideológicamente con un género específico, el de la novela social, y, por asociación, con el naciente pensamiento liberal nacional. En efecto, este género producía sospechas entre los sectores más conservadores, que censuraban las opiniones anticlericales presentes en obras como El judío errante (Le juif errant, 1844), de Eugene Sue, uno de los autores favoritos del liberal don
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Demóstenes en la novela Manuela. En el contexto bogotano, las nacientes divisiones políticas entre liberales y conservadores reflejaban sus posiciones opuestas sobre la relación entre la Iglesia católica y el Estado laico, por tanto, la crítica social contenida en la novela francesa funcionaba como un aglutinador ideológico. Los gustos literarios constituían tomas de posición política, pero, más aún, se trataba de una verdadera educación sentimental de los jóvenes bogotanos. En su autobiografía Historia de un alma, publicada en 1881, el intelectual conservador José María Samper recordaba cómo en su juventud, cuando era liberal, es decir, más o menos a mediados de siglo, la lectura –ya fuera de novelas francesas o de poesía española– constituía una toma de posición ideológica de las audiencias: Dos corrientes literarias, una española y otra francesa obraban sobre los espíritus; por un lado las obras de Víctor Hugo y Alejandro Dumas, de Lamartine y Eugenio Sue, movían los ánimos en el sentido de la novela social, de la poesía grandiosa y atrevida y de los estudios de historia política… por otro lado, los libros de poesías españolas modernas, empapadas de romanticismo, entre los que principalmente llamaban la atención los Espronceda y Zorrilla: obras que despertaron en la juventud un fuerte sentimiento poético, desarreglado y de imitación en mucha parte, pero siempre fecundo para las imaginaciones ricas y los talentos bien dotados. (160-161)
La decisión de difundir a través de la prensa literatura española, por un lado, o francesa, por otro, correspondía con un posicionamiento ideológico y político que desembocaría unos años después en una apuesta por el hispanismo como postura aglutinante del pensamiento conservador (Walde 243-253). La selección y publicación de un corpus específico de obras en la prensa generaba identidades políticas y distinciones sociales y extendía el campo de las relaciones sociales a través de la pluma y de la imprenta. Pero, además de ser un aglutinador ideológico, el consumo de libros y de periódicos ofrece una materialidad al hábito de la lectura. La posesión o ausencia de impresos sirve para juzgar el carácter, la posición social o los valores de una persona o de un personaje en la literatura. Por ejemplo, cuando don Demóstenes examina a la luz del día la choza de Rosa, donde ha pasado la noche, se sorprende de encontrar precisamente allí un libro: Sobre una tablita encontró un libro muy usado, y al hojearlo, gritó: ¡oh Gutenberg! ¡Hasta aquí llega tu sublime descubrimiento! Viendo el título, que decía: “Ramillete de divinas flores, y método para aprender a
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morir cristianamente”, murmuró: método para vivir es lo que debemos aprender, que morir es caso muy fácil. ¿No te parece, José? añadió dirigiéndose a su criado. (Díaz Castro, Manuela 11)
Mientras los miembros de la elite pueden consumir literatura francesa y liberal, los más humildes habitantes, como Rosa, están restringidos por su educación y contexto cultural al consumo de la literatura religiosa. También en la novela El rejo de enlazar, de Eugenio Díaz Castro, las señoras de la hacienda evalúan la vivienda de las campesinas empleando la materialidad de los objetos como un indicador del letramiento, el estatus social y la religiosidad de los habitantes de la casita: El interior de la sala no tenía de curioso sino el altar en el cual aparecía la Virgen de Chiquinquirá en un cajón cuadrado, con sus tablitas de abrir y cerrar y algunos adornos de talco y flores, plumas de pájaros y pequeñas pinturas de santos y generales; el periódico titulado La Bandera Tricolor estaba allí clavado con tachuelas amarillas, pero al revés, lo que indicaba era el poco amor que le tenían a la lectura los arrendatarios de El Olivo. (84)
El hecho de que las señoras de la hacienda puedan explorar libremente los espacios íntimos de las campesinas muestra claramente la desigualdad del encuentro entre estos dos grupos de mujeres, de la misma manera en que es difícil imaginar a Rosa visitando libremente la sala de la casa de don Demóstenes. No obstante, la diferenciación entre unos y otros se ve aún más en los juicios expresados a partir de la posesión de objetos que materializan la lectura, una práctica asociada con la distinción social que vincula a los lectores con Europa y, por extensión, con la blancura. De esta manera, la práctica de la lectura que forma parte de la formación de la nación, la educación sentimental y el desarrollo de una identidad de clase y política para las elites también constituye un aspecto material que expresa la posición social de los individuos que poseen libros, periódicos e imágenes. No es de sorprender entonces que imprentas locales como El Neogranadino también funcionaran como librerías que facilitaban el acceso a los libros, distribuyendo obras publicadas por ellos, así como también otras importadas de Europa, cuya venta se anunciaba a través de los avisos del periódico. En una época en que las librerías no estaban plenamente establecidas, los periódicos servían como instrumentos para ofrecer colecciones de libros por venir, que aún no se habían impreso, en espera de recaudar un número
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importante de subscriptores para los libros nacionales de reciente aparición, ya se tratara de literatura, libros de contabilidad, instrumentos de oficina o métodos de aprendizaje de lenguas. La sección de avisos de cada número, generalmente ubicada en la última página de los periódicos, refleja claramente la materialidad del libro como un objeto de consumo de la elite. Las principales novedades ofrecidas por los comerciantes locales, como tónicos y jarabes, servicios de dentistería y sastrería, anuncios de apertura y cierre de negocios, aparecían al lado de las novedades editoriales presentes o por venir. Por ejemplo, en septiembre de 1848, El Neogranadino avisaba del lanzamiento de El parnaso granadino, un proyecto editorial que reunió la primera colección de poetas nacionales colombianos que intentaba “poner la primera piedra de un hermoso edificio que alzamos a la galería de la Patria”.13 La obra saldría de la imprenta de Ancízar, “en buenos tipos i buen papel”, formando un libro de ochocientas páginas, publicado en dos tomos, cada uno por un valor de 1,40 para los subscriptores y 2 reales para los no subscriptores. La primera entrega fue publicada en efecto, pero salió a la venta por un valor de 4 reales. La segunda entrega nunca se realizó. Con todo, El parnaso granadino se convirtió en el primer intento de establecer un canon nacional de poetas que incluyó los veinticinco nombres publicados en orden alfabético en el anuncio de El Neogranadino.14 El surgimiento de una nueva publicación constituía un evento polisémico, en el cual se agrupaban, yuxtapuestos, diferentes significados: de una parte, se trataba de una acto nacionalista que fundaba los cimientos de lo nacional; de otra parte, una identificación con un tipo de consumo y de saber, el letrado, que afianzaba y unía aún más los vínculos de los consumidores con Europa y que, por tanto, ayudaba a poner en escena la asociación entre letramiento y blancura. En el contexto de la circulación de publicaciones y prensa en la ciudad, un nuevo libro era un objeto de consumo que emparentaba a su poseedor con el gusto europeo. Por eso, en ese mismo número en que se ofrecía la subscripción al El parnaso se anunciaban además un establecimiento que ofrecía los alimentos a aquellos que estuvieran cansados de sus cocineras; la reclamación de los derechos para publicar y vender la El Neogranadino, Bogotá, n. º 6, 9 de septiembre de 1848. Otra de las grandes compilaciones de poesía sería publicada en 1860 por la Editorial El Mosaico, también asociada al periódico El Mosaico, bajo el título La lira granadina, colección de poesías nacionales escojidas i publicadas por José Joaquín Borda i José María Vergara i Vergara. 13 14
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obra Curso de matemáticas para uso de las universidades i colejios de la Nueva Granada; relojes solares calculados al tiempo medio; los diversos tónicos para la salud importados desde Nueva York por Federico Martiner; los libros Manual de juegos de tertulia y El lenguaje de las flores, vendidos por el comerciante Patricio Pardo; el Almanaque para el año de 1849, impreso por Ancízar, así como las publicaciones periódicas La lira granadina, especializada en música nacional colombiana, y Piquillo Aliaga, ofrecida por el mismo comerciante Pardo. Si libros y literatura se ofrecían entre otros bienes de consumo importados de Europa y los Estados Unidos, no es de sorprender que una de las primeras novelas colombianas, El Doctor Temis, se anunciara en el número 195 de El Neogranadino en la misma página en que se ofrecían otras importantes novedades como las ruanas y zapatones de caucho y los magníficos puñales ofrecidos en el establecimiento de J. A. Benet. A diferencia de otros intentos editoriales anteriores mucho más módicos en su precio, la novela bogotana el Doctor Temis se ofrecía por veintidós reales, agregando que “los amantes de la literatura i de las novelas morales i de costumbres patrias deben apresurarse a comprar la de El Dr. Temis antes de que se agote la edición que consta de mui pocos ejemplares”15. La novela era una versión libre de hechos ocurridos unos meses atrás en la ciudad, cuando el abogado José Raimundo Russi fue acusado de dirigir la banda de ladrones del Molino del Cubo y de asesinar a uno de sus miembros. La versión ficcional de la historia desarrollaba una trama local que oponía a un correcto abogado bogotano y a un inescrupuloso tinterillo. Como libro, se convertía en una pieza fundamental en el surgimiento de un campo literario local, mientras que se trataba de un objeto de consumo que daba prestigio a una audiencia restringida, no solo por su nivel de alfabetización, sino también por su precio. En este contexto, las publicaciones periódicas y los libros difundían literatura, aunque existían discrepancias en los valores de uso y simbólicos asignados a diferentes recursos, medios y géneros. Por un lado, mientras las novelas resultaban más largas y, por lo tanto, más costosas para la audiencia, los artículos de costumbres locales eran más accesibles al público. Por otro lado, las novelas estaban sujetas a enormes críticas por parte de diversos sectores que veían en ellas un peligro de corrupción de las mentes más susceptibles, especialmente las de las mujeres (Acosta Peñalosa; Rodríguez-Arenas, Periódicos literarios y Eugenio Díaz Castro). Si las novelas, entonces vinculadas ideológica15
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El Neogranadino, Bogotá, n. º 195, 6 de febrero de 1852.
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mente con el afrancesamiento liberal, resultaban controversiales, los cuadros de costumbres podían volcar su atención sobre las costumbres nacionales, resultando mucho más moralizadores y convirtiéndose con frecuencia en el género preferido por los autores conservadores. Más aún, a través de ellos y de novelas como Manuela, los lectores letrados experimentaban la doble referencialidad del consumo de libros y periódicos: leían las historias de personajes letrados y viajeros como nuestro famoso don Demóstenes, que emprendían la exploración de la nación armados de sus libros europeos, sus cigarros, sus botas y sus vestidos. En este juego de espejos, la literatura ayuda a ver a los otros, al pueblo imaginado, pero también ayuda a las elites a verse e imaginarse a sí mismas, rodeadas de un universo material en el cual, además de los libros, los vestidos cumplen un inmenso rol en la definición del estatus sociorracial de los personajes en escena en estos encuentros.
Telares muiscas, faldas de frisa y telas inglesas: vestido y diferenciación social En el cuadro de costumbres “Las criadas de Bogotá”, publicado por primera vez en 1858 en la Biblioteca de Señoritas y luego incluido en la colección Cuadros de costumbres y descripciones locales de Colombia, el escritor José Caicedo Rojas divide a las criadas que sirven en las casas bogotanas en cuatro categorías, “como el tabaco de Ambalema” (248). Rojas emplea elementos como el tipo de vestido, el uso del lenguaje, el aseo y los objetos cotidianos para mostrar las distinciones jerárquicas entre aquellas mujeres que no pertenecen a la elite, pero que comparten sus espacios domésticos. Más aún, esta diferenciación también refleja la relación de proximidad entre los cuerpos de las mujeres que sirven en las casas y los de las señoras a quienes sirven. Las criadas de primera están en contacto cercano con la corporeidad de las dueñas de casa, mientras las de cuarta están distantes, sirviendo en la calle o en el mercado. Esta relación de cercanía con las señoras blancas de la elite y con su universo social se define como “roce” y produce “un aire distinguido y de desenfado” (248) entre las criadas de más alta categoría. El concepto de roce nos remite al sentido del tacto, para señalar una experiencia física y simbólica de contacto con las maneras y los refinamientos sociales europeos. Como es de prever, la criada de primera “es aseada y pulcra y no se distingue de las señoras sino en la falta de ciertas prendas de vestido, como los guantes y la gorra” (248). Como señalan Mina Roces y Louise P. Edwards en The Politics
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of Dress in Asia and the Americas, el vestido fue considerado tempranamente como un marcador del nivel de civilización. Durante el siglo xix, el concepto de modernidad remplazó al de civilización (7). De esta manera, en las sociedades coloniales de la América española, el acceso a la moda europea fue siempre un marcador de diferenciación social que expresaba no solamente la clase, sino también las pertenencias étnicas y las distinciones racializadas. Pero, como apunta Rebecca Earle, el siglo xix produjo un nuevo contexto de enunciación de la diferencia racial, en el cual se hace más difícil para un individuo fluir entre diversas identidades etnorraciales en medio de un sistema de clasificación racial emergente (“Two pairs”). No obstante, el vestido continúa siendo un marcador externo de la condición social del individuo que, en las sociedades postcoloniales americanas, se expresa en la confluencia entre raza, clase y género. En el contexto de la formación de elites y del pueblo en el discurso de las naciones americanas, especialmente en los Andes, el vestido es también un componente performativo de la cercanía de un individuo con respecto a lo europeo y, a la vez, un testimonio visible de su distanciamiento con respecto de lo indígena americano. Por lo anterior, a medida que la descripción desciende en su jerarquía, la manera en que las criadas performan su contacto con lo europeo pierde su solidez y se contamina no solo en el vestido, sino en el conjunto de prácticas que definen el roce, es decir, el contacto físico y simbólico con lo europeo. Al igual que el vestido, las maneras sociales y el lenguaje adquieren una preponderancia en el ejercicio de esta performance de lo europeo, ratificado por ejemplo en la obsesión de la elite política bogotana con el uso de la gramática, estudiado por Malcom Deas en Del poder y la gramática y otros ensayos sobre historia, política y literatura colombianas. La misma necesidad de distinción es evidente en el aumento del consumo de manuales de comportamiento y buenas costumbres, estudiado por Patricia Londoño Vega en su artículo “Cartillas y manuales de urbanidad y del buen tono: catecismos cívicos y prácticos para un amable vivir”. Mientras las elites concentran sus energías en el cultivo de las buenas maneras, la ausencia de estas o su degeneración se convierten en un sinónimo de un origen humilde, rural o indígena. Por ejemplo, el escritor Jorge Rojas Caicedo regresa constantemente al tema de la perversión de las costumbres europeas por parte del pueblo. Por esto, su descripción de las criadas bogotanas reitera el alejamiento de la pureza en las maneras europeas como el factor que evidencia el descenso en la jerarquía. Es así como las criadas de primera hablan correctamente y su “lenguaje tira a cul-
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to”, e incluso pueden ofrecer en sus conversaciones algunas nociones básicas, aunque deformadas sobre Europa: “Animalia” en vez de Alemania, o ir “de París a Francia y de Inglaterra a Londres” (248). Las criadas de segunda categoría distorsionan el vocabulario castellano con frases como “disputar sangre”, en vez de esputar, o estar enfermo “con una ilusión en las corvas” (250), en una frase cuyo sentido original se me escapa en el siglo y medio transcurrido desde su enunciación. A pesar de su mal uso del lenguaje, estas criadas aún participan de la performance de lo europeo a través de los bailes populares, en los cuales “lucen las habilidades que han aprendido de las señoritas de la casa, echando sus manos de polka, redowa, mazurka y otros bailes modernos que han penetrado ya en los suburbios y se han democratizado” (249). Su forma de vestir, sin embargo, las separa totalmente de las señoras de la elite, ya que “son descalzas de pie y pierna” (249). De hecho, los zapatos, o su ausencia, constituyen el principal marcador de la posición sociorracial de una persona de acuerdo con las descripciones de la literatura costumbrista. El tema, de hecho, adquiere una importancia fundamental a lo largo de la novela Manuela, de Eugenio Díaz Castro, que distingue a los habitantes de la nación esencialmente entre dos grupos: los calzados y los descalzos. Cuando don Demóstenes acude a buscar la ayuda del campesino Taita Dimas enarbolando la causa de la igualdad para convencer al viejo, este le responde con un sermón que bien se puede decir que resume la intersección entre clase, raza y performance de lo europeo en las políticas de distinción social en los Andes colombianos: ¿Y por qué no me saluda su persona primero en los caminos y se espera a que yo le salude? ¿Y por qué le digo yo mi amo don Demóstenes y sumercé me dice taita Dimas? ¿Y por qué los dueños de tierras nos mandan como a sus criados? ¿Y por qué los de botas dominan a los descalzos? ¿Y por qué un estanciero no puede demandar a los dueños de tierras? ¿Y por qué no amarran a los de botas que viven en la cabecera del cantón, para reclutas, como me amarraron a yo una ocasión, y como amarraron a mi hijo y se lo llevaron? ¿Y por qué los que saben leer y escribir, y entienden de las leyendas han de tener más priminencias (sic) que los que no sabemos? ¿Y por qué los ricos se salen con lo que quieren, hasta con los delitos a veces, y a los pobres nos meten a la cárcel por una majadería? ¿Y por qué los blancos le dicen a un novio que no iguala con la hija, cuando es indio o negro? (264)
A medida que el contacto con las elites ofrece a los sectores intermedios acceso a las prendas y maneras europeas –imaginadas como
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más civilizadas o más modernas,– el aumento en los intercambios comerciales con Inglaterra facilita el acceso a estos bienes a un costo más accesible, como señala Aida Martínez Carreño en La prisión del vestido. Los zapatos, sin embargo, continúan estableciendo diferencias. El historiador Antonio Montaña afirma que “la gran mayoría de los colombianos, hasta bien entrado el siglo xx, careció de calzado, no lo usó nunca o lo usó muy eventualmente. El calzado de cuero nunca fue popular. Era costoso, duro y basto” (29). Más aún, Montaña señala la incomodidad de llevar zapatos como un elemento que restringía su uso, es decir, muestra algo más que la capacidad de pagar por ellos, pues también pone en evidencia la familiaridad con la práctica de caminar con ellos. Incluso el viajero estadounidense Isaac J. Holton favorece el uso de alpargates sobre el de las botas porque son más cómodas: “Para caminar no hay nada que proteja los pies como el alpargate; no los calienta, se ajusta a sus movimientos y permite un paso más seguro porque se adapta mejor al terreno. Si tuviera que ganarme la vida caminando, lo más probable es que lo hiciera en alpargates” (249). En un artículo de costumbres atravesado por la nostalgia de tiempos mejores, el conservador José María Groot escribe “La tienda de don Antuco”, publicado en el primer tomo del Museo de cuadros de costumbres i variedades. A pesar de los cambios en las modas, don Antuco rehúsa modernizar los artículos que ofrece en su tienda, especialmente “zapatos y botines criollos y extranjeros (de Sogamoso)” (38), que permanecen allí desde los tiempos de la independencia. Su tienda es un testimonio literario sobre la reticencia de ciertos sectores de la elite a abrazar las nuevas modas. El tema es particularmente importante para los conservadores que se oponían a los tratados comerciales defendidos por los liberales librecambistas, que fracturaron la producción local de textiles y otros bienes de consumo. En el relato de Groot, “un hombre alto, huesudo y amarillo” (39), vestido con calzones de manta, sombrero y un calzado hecho de fibras vegetales conocido como alpargatas, llega a la tienda para ofrecer por ocho reales un par de botines de becerro. La descripción del vestido y de la apariencia del zapatero enfatiza su origen –probablemente rural e indígena– a través de marcadores como la ruana, el sombrero de fibras vegetales y, especialmente, la pobreza y el desaseo de su apariencia. Mugroso deja de ser un adjetivo para convertirse en un sustantivo que reemplaza al anónimo zapatero: “Yo venía por aquí onde sumercé (dice el mugroso) a ver si me quería mercar un par de botines de becerro” (40). El relato de Groot no menciona abiertamente marcadores raciales para describir a sus protagonistas, pero los deja entrever a través de las des-
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cripciones físicas y del vestuario de los mismos. Mientras los botines cuestan ocho reales en la narración de Groot, Holton nos informa de que en Bogotá se puede comprar un par de alpargates por apenas quince centavos, un precio mucho menor que el de los zapatos (249). Estas narraciones ponen en evidencia el valor comercial y simbólico del calzado para establecer diferencias sociales entre aquellos como el hombre que vende botines de becerro –pero que no puede usarlos– y aquellos involucrados en el comercio de este artículo de distinción social. Más aún, en el relato de Groot, el asco, elemento discutido en el capítulo anterior con relación a la comida, continúa materializando la distinción entre los cuerpos de los diferentes grupos sociorraciales de la nueva nación. Este aspecto es fundamental en una ciudad como Bogotá, en donde los ritmos demográficos republicanos impusieron un constante influjo de migrantes rurales hacia la ciudad. En este contexto, las elites blancas –descendientes directas de los colonizadores españoles– no enfrentan grandes retos en su proceso de diferenciación con respecto de los demás grupos; sin embargo, para los grupos sociales intermedios –blancos pobres, mestizos claros, artesanos– el proceso de diferenciación con respecto a los indígenas adquiere una mayor importancia. En efecto, debido al incremento en las cifras de mortalidad, que a partir de mediados del siglo xix alcanzan a superar las de natalidad, la población de Bogotá no habría logrado aumentar o mantenerse sin la migración. La población de la ciudad creció por la absorción de la población rural venida del reino, es decir, Boyacá, Cundinamarca y Santander (Mejía Pavony 249-254). El historiador Germán Mejía Pavony señala que esta migración se componía principalmente de indígenas “en menor o mayor grado de mestizaje” (261) y de población indígena flotante que venía a la ciudad en los días de mercado y regresaban a sus poblados en la Sabana. Esta afirmación coincide con las observaciones de viajeros extranjeros como Isaac J. Holton, quien, durante sus recorridos por la Sabana de Bogotá, describe la simbiosis entre la ciudad y los habitantes de los páramos y montañas cercanas. Es de anotar el contraste entre la forma como los letrados locales y los extranjeros leen esta población mestiza que habita la ciudad. Mientras los primeros minimizan su contenido racial, refiriéndose a ella como “la plebe” y “el pueblo”, en los discursos de los segundos, los mismos habitantes se describen como “indios”, mostrando de esta manera la arbitrariedad de las clasificaciones raciales y su penetración con las ideologías sobre la formación de una región homogénea y una nación blanca. Como veremos en el siguiente capítulo, en contextos rurales, la
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misma población mestiza fue entendida por los intelectuales liberales como el fundamento de la población blanca de la región andina. Mientras en las zonas rurales de la región andina, los autores nacionales asociaban a los mestizos con el avance de la blancura, en la ciudad de Bogotá los viajeros extranjeros parecían destacar los rasgos culturales indígenas de la misma población. Esta variación puede explicarse tanto por el diferente sistema de pensamiento racial que distingue a los letrados europeos de sus pares americanos como también por la intersección entre clase y raza en la definición de quién es un indígena. Examinemos el primer elemento. Los extranjeros tienden a leer a los mestizos como indígenas vestidos a la manera occidental. Refiriéndose a la composición social de la ciudad de Bogotá en los años posteriores a la independencia, el historiador Germán Mejía Pavony señala que, para viajeros extranjeros como el francés Gaspar Mollien y el sueco Carl August Gosselman, las diferencias entre criollos y mestizos solo se notaban en el uso de los vestidos, los textiles y los zapatos (256). “Sumamente mestizados, usan los trajes que la civilización irónica les impuso”, escribe el francés Pierre D’Espagnat en sus memorias escritas en los últimos años de la década de 1890 (118). Hacia finales del siglo, la discrepancia entre el vestuario y la complexión física de los individuos cobra más fuerza en los relatos de los viajeros extranjeros, cuando discuten la clasificación racial de los bogotanos. En Viajes por los Andes Colombianos, el geógrafo alemán Alfred Hettner comenta en 1888: “También la gente de la clase media se sentiría sensiblemente ofendida al no tenérsela por blanca, a pesar de correr por sus venas por lo menos tanta sangre india como europea. Por lo general son de estatura más baja y de facciones menos finas que sus conciudadanos de jerarquía más elevada” (89). De esta manera, a los ojos de los viajeros extranjeros, la diferencia racial es fundamentalmente un atributo físico que se manifiesta en el cuerpo del individuo. En el caso de las clases bajas de la ciudad de Bogotá, este no constituye una evidencia suficiente para separar racialmente a los trabajadores más humildes con respecto de los sectores medios urbanos. La distinción reside más probablemente en el vestido, un hecho que a los ojos de los extranjeros acompaña la clasificación racial, pero no la define. En contraste, los letrados bogotanos, especialmente los liberales, construyen un pensamiento racial con tonos diferentes. Enfrentados a la magnitud del mestizaje y al reto de inventar poblaciones nacionales, operan con definiciones de raza que tienen un fuerte elemento culturalista. La blancura se asocia con lo europeo no solamente en un sentido ancestral, sino
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también en uno cultural. Hablar una lengua europea, vestirse a la manera europea y vivir de acuerdo a los usos y maneras de la civilización europea se convierten en el marcador de la diferencia entre un mestizo en proceso de blanqueamiento y un mestizo de indio. La blancura entonces adquiere una materialidad que no se restringe exclusivamente a la apariencia de los individuos, sino que se extiende a los objetos y las prácticas que rodean sus cuerpos. El vestuario y los objetos cotidianos constituyen una puesta en escena que permite a los sujetos situados en categorías intermedias inclinar la balanza de la clasificación racial hacia la blancura y conjurar el peligro de ser tomado por indígena. Hacia mediados del siglo xix, el acceso a bienes materiales europeos se facilita gracias al incremento en los intercambios comerciales con los países de Europa. Justamente, por el peso de la materialidad de la blancura que se extiende más allá del cuerpo, la distinción entre clase social y raza se hace difusa en la ciudad de Bogotá. En Los años del cambio. Historia urbana de Bogotá, 1820-1910, el historiador Germán Mejía Pavony señala que la población indígena de la ciudad aumentó a lo largo del siglo xix, aunque es un hecho difícil de confirmar a través de los censos, ya que esta población “se diluyó progresivamente en lo que los bogotanos de la época llamaban pobres o pueblo urbano” (260). Como evidencia de su afirmación, Mejía Pavony convincentemente presenta los testimonios de viajeros como Ernst Rothlisberger o Miguel Cané, quienes en sus respectivos relatos de viajes mencionan que los bogotanos empleaban la palabra pueblo como sinónimo de raza indígena. En sus relatos, la ciudad se describe como habitada por indios, mestizos y blancos (Mejía Pavony 260). Por ejemplo, a finales de siglo, Rothlisberger afirmaba que la plebe se trataba en realidad de “los indios civilizados” (citado por Mejía Pavoy 261). Como mencionamos atrás, mientras los viajeros extranjeros entendían la diferencia como codificada en jerarquías raciales, los letrados locales empleaban otras clasificaciones que enfatizaban la clase social. No obstante, la intersección entre raza y clase se hace más difusa, como señala el mismo historiador, ya que “los diferentes testimonios coinciden en colocar a la población indígena de la capital en el estrato más bajo y en afirmar el creciente número de pobres o miserables que habitaban en forma permanente o temporal dentro del recinto urbano” (260). Tanto Mejía Pavony como David Sowell señalan una estabilidad de las clases sociales de la ciudad en la cual los sirvientes y peones ocupaban los lugares más desprotegidos, los artesanos y pequeños comerciantes ocupaban los sectores medios y los políticos, burgueses, burócratas y hacendados ocupaban los lu-
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gares más altos de la jerarquía. Sowell además señala cómo las diferencias en el vestido separaban aún más a las clases medias artesanales de los sectores de la elite (Mejía Pavony 260; Sowell 37-38). El contexto social de la ciudad nos ayuda a entender el interés de los escritores nacionales en temas como la clasificación de las criadas de Bogotá. Mientras Rojas Caicedo se empeña en mostrar los diferentes grados de roce social que las distingue, en su novela Bruna, la carbonera, el autor Eugenio Díaz Castro toma una posición más radical, señalando la rotunda blancura de sus personajes populares. No solamente su protagonista, Bruna, es una campesina totalmente blanca, sino que también la criada Angelita es tan blanca que podría tomarse por una aldeana suiza: “Blanca y robusta como era, presentaba la imagen de una linda aldeana suiza, como las vemos pintadas en el papel de algunas de las casas de Bogotá, causando envidia con la gordura de la parte visible de los brazos y de las piernas, revelaciones que son muy comunes en el paseo del Salto entre toda clase de personas” (313-314). La descripción de brazos y piernas, por supuesto, puede generar suspicacias entre los lectores acerca de la moralidad de la criada Angelita, que el autor se apresura en explicar, ya que la muchacha está de paseo en el campo y en esta situación “tales revelaciones” son comunes a todas las personas. En Eugenio Díaz Castro, la blancura es un atributo físico que funciona con cierto grado de independencia con respecto del vestuario, como veremos más adelante en esta sección. Sin embargo, Díaz Castro no escapa a la relación entre vestido y moralidad, un tema recurrente en la literatura del siglo xix. En efecto, la antropóloga Zandra Pedraza Gómez nos recuerda que para Soledad Acosta de Samper el vestido de la mujer “da testimonio de las condiciones morales de la persona” (56) y “no debe despertar dudas sobre la posición social” (54). Debido a la democratización del vestido, las maneras sociales son la última estrategia femenina para marcar su posición privilegiada: Una señorita bien educada jamás levantará la mirada sobre esos jóvenes, ni se dará por entendida de que existen: esta es la única manera de obviar un poco el inconveniente que resulta de nuestra moderna democracia, en que se ven mezcladas todas las jerarquías sociales, vistiendo igualmente los cultos e incultos, los soeces y los bien educados (Acosta de Samper, Consejos 11)
Para evitar una mala interpretación por parte de los demás, especialmente de los hombres, Acosta de Samper recomienda a las mujeres
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un vestido que atienda a principios como la sencillez, la discreción y el recato, evitando el lujo, la frivolidad y el exceso (Pedraza Acosta 56). En últimas, son las maneras sociales las que distinguen a las mujeres de la elite de las criadas “de primera” como Angelita, quien, a pesar de su blancura, sus botines, medias, babuchas y su pañuelo a la cintura, regresa borracha del paseo al Salto, provocando las burlas de las campesinas con quienes se encuentra por el camino (313-319). De esta manera, ni el vestido ni los rasgos fisionómicos constituyen por sí mismos elementos suficientes para escenificar la blancura. La performance de lo europeo puede entenderse mejor como un continuo de prácticas en las cuales el vestido, las maneras sociales, el consumo de bienes materiales y la apariencia física determinan un campo de posiciones relacionales, como aquel descrito por Caicedo Rojas para las criadas de Bogotá. En Aqui ninguém é branco, su estudio sobre la blancura contemporánea en Brasil, Liv Rebecca Sovik describe un escenario similar, en el cual ser blanco se define por un conjunto de características relacionales. En este contexto, la blancura es un lugar de enunciación, una posición que ubica a ciertos individuos en lo más alto de una jerarquía piramidal, validada por la posesión de elementos concretos –en el caso brasileño, el color de la piel, el cabello y los rasgos faciales–. A través de estos elementos, los individuos que se enuncian como blancos describen sus propias características como el modelo de la blancura. De esta manera, mediante el discurso se crea una suerte de círculo argumentativo en el que un individuo se considera a sí mismo blanco porque luce como los blancos de su comunidad, mientras la blancura se entiende en abstracto como el hecho de poseer un cuerpo con las características particulares de ese grupo de individuos que se autopercibe según el modelo ideal. Dado que en el sistema brasilero descrito por Sovik la blancura no excluye que el individuo sea producto de posibles mezclas raciales, la posesión de un cuerpo blanco se define en comparación con otros cuerpos menos blancos, estableciéndose a la vez como una categoría relacional y como la tenencia de un conjunto características que combinadas producen la blancura. Como hemos argumentado a lo largo de este libro, en el siglo xix colombiano, poseer un cuerpo con las características de la blancura va más allá de los aspecto físicos señalados por Sovik: el color de la piel, el cabello y los rasgos faciales. Hasta mediados del siglo xix, la apariencia de un individuo continúa definiéndose y describiéndose en términos de un conjunto de elementos dentro de los cuales la vestimenta desempeña un papel preponderante –como lo había sido en el pasado
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colonial– para establecer diferencias sociales que no se restringen exclusivamente a la clase social, sino que se definen por un continuo de prácticas en las que se intersectan género, clase y racialidad. A pesar de que a lo largo del siglo empieza a tomar forma un endurecimiento de los sistemas de clasificación racial, la fascinación por las descripciones de trajes como marcadores del lugar social de los sujetos persistirá no solamente en la literatura, sino también en las artes visuales, que continúan usando la manera de vestir para caracterizar el estatus sociorracial de los personajes representados. En escenarios atravesados por relaciones jerárquicas de poder colonial, el vestido es un marcador del orden social. Por esta razón, la vestimenta y el consumo material han sido analizados como parte de un proceso de formación de identidades, especialmente de clase, en cuanto se refiere a las elites y su uso de prendas europeas para distanciarse de los demás grupos sociales (Otero-Cleves; Cifuentes; Fischer; Martínez Carreño; Montaña). Estos trabajos académicos muestran en detalle cómo la elite bogotana empleó el consumo como una forma de distinguirse de los demás grupos sociales de la ciudad y del país, en un proceso que analiza el historiador Thomas Fischer siguiendo el concepto de “distinción” propuesto por P. Bourdieu (36-69). Como parte de este proceso, el trabajo de Fischer pone de relieve la emergencia de la idea de gente decente, asociada con la distinción. La elite entiende sus prácticas de consumo material como una evidencia de su decencia, reforzando una asociación entre raza y moralidad, particularmente visible en la descripción del vestuario femenino, como vimos anteriormente en las recomendaciones de Soledad Acosta de Samper. Estas nociones de distinción y decencia, que han sido especialmente empleadas en el análisis de las elites bogotanas, resultan igualmente importantes para entender la representación de los grupos intermedios y populares de la ciudad tanto en la literatura como en las artes visuales. En efecto, el vestuario es el protagonista de la imagen visual, especialmente en las láminas y acuarelas de costumbres del artista bogotano Ramón Torres Méndez. Estas materializan la condición social de sus protagonistas a través de la confluencia entre vestido, calzado, oficios y virtudes morales. Estas últimas toman forma, por ejemplo, en los cuerpos rígidos e inexpresivos de las mujeres de la elite, comparados con aquellos de las mujeres del pueblo, embarcadas en tareas cotidianas como vendedoras de alimentos en la plaza, trabajadoras o bebedoras de chicha. De hecho, Torres Méndez dedica una serie de sus láminas a las reyertas populares, en las que aguateras, niñeras y criadas se enfrascan en peleas entre ellas o con hombres de su mismo
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grupo. Las diferencias entre estas mujeres saltan a la vista del espectador a través de detalles como el vestido, los botines y el peinado de la niñera, comparados con la mantilla, el sombrero de fibra vegetal y los pies descalzos de la aguatera. Las láminas de Torres Méndez coinciden con la descripción de las criadas de Bogotá de Caicedo Rojas en un aspecto: evidenciar las jerarquías en que se dividen las mujeres del pueblo y al tiempo recordarnos que incluso aquellas que por su aspecto se parecen más a las señoras siguen siendo menos decentes que estas, ya que pueden enfrentarse en viles confrontaciones físicas de la misma manera que las más humildes mujeres, confirmando que el vestido despliega diferentes regímenes de representación para hombres y mujeres (Roces y Edwards 11) y que, en el caso de las últimas, estos están atravesados por construcciones sociales acerca de su decencia. En las láminas de Torres Méndez, la condición social de un individuo emerge de su aspecto, que se escenifica cuidadosamente a través del vestuario y de los objetos que rodean su cuerpo. En el caso de los sectores populares, se trata de los asociados con el oficio que desempeñan en la ciudad, por ejemplo, las grandes vasijas de barro que cargan los olleros en sus espaldas, las enormes jaulas de los vendedores de pollos o los bultos de carbón que atraen la mirada del espectador y que crean subjetividades que se pueden identificar con los habitantes del pueblo. A pesar de que las láminas de Torres Méndez dedican buena parte de su atención al vestido y el oficio de sus protagonistas, elementos como la fisionomía, el cabello o el color de la piel resultan mucho más difusos. Esto no significa que las láminas ignoren el papel de las categorías racializadas en la formación de jerarquías sociales; al contrario, implica un reconocimiento implícito de la racialización del vestido y el oficio en la vida social urbana. El oficio que una persona desempeña en la ciudad no es un atributo neutro, sino que desde el mundo colonial está limitado por su posición social. Los cuadros de castas mejicanos ofrecen un excelente ejemplo al respecto, atribuyendo oficios particulares a los sujetos que representan cada una (García Saiz et al.). En las sociedades posteriores a la independencia, los viajeros extranjeros continúan notando la superposición entre raza y oficio. Por ejemplo, en la década de los veinte, Boussingault señala que los indios, cuando están estimulados por el interés, salen de su apatía y sin mostrar jamás la actividad febril del mestizo, desempeñan trabajos duros; son carboneros que fabrican su producto en lo alto de las montañas y
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bajan a la ciudad cargando sobre sus hombros sacos que pesan de 50 a 60 kilogramos, o bien aguateros que portan durante horas enteras ollas de barro que contienen cerca de 60 litros de líquido que recogen en el Alto de San Francisco. Como chasquis o mensajeros, son inimitables: su andar, a buen paso gimnástico, lo pueden sostener durante 5 o 6 horas. (243)
No sorprendería entonces que un espectador de la lámina de Torres Méndez “Carboneros de Choachí”, publicada por primera vez en 1878, pudiera racializar como indio el cuerpo de la mujer representada llevando un enorme bulto de carbón a sus espaldas y conduciendo varios bueyes a la ciudad, a su vez portadores de pesadas cargas. Un trabajo posterior del mismo autor confirma la racialización del oficio de carbonero: “La fe del indio carbonero”, dibujo a lápiz firmado y fechado en 1883, presenta un difuso conjunto de personajes muy semejantes a la litografía anterior. El cuerpo racializado de una mujer carbonera se convierte en territorio de conflicto en la novela Bruna, la carbonera de Eugenio Díaz Castro, escrita hacia 1862 y publicada por entregas entre 1879 y 1880 en el semanario El Bien Social. En ella, el autor intenta demostrar la blancura de su protagonista, ignorada por la sociedad bogotana debido a su oficio de carbonera y a la pobreza que se refleja en su vestido y en la vida material de su familia, más semejante a la de los indígenas que a la de los blancos. Díaz Castro busca separar el cuerpo blanco de Bruna de su humilde condición social, prestando especial atención a sus características físicas, como el color sonrosado de sus mejillas, el pequeño tamaño de su pie y especialmente su belleza, creando un contraste entre las características raciales de la muchacha y su condición cultural y de clase. Por ejemplo, en un baile de campesinos en la casa de Bruna, el autor afirma: Después de Fulgencio y Bruna siguieron otras parejas, haciendo resaltar su belleza algunas que llevaban las enaguas de frisa bien ceñidas a la cintura, y lucían su camisa de bogotana fina y un pañuelo estampado, de colores, cruzado sobre los hombros; al par que otras, y eran las más, no abandonaban la mantilla de bayeta azul, y otras, que no fueron muchas, bailaron con ruana puesta. Aquellas muchachas, blancas y robustas, chapeadas sus mejillas con los colores más vivos, hubieran dado golpe con trajes elegantes y en un salón iluminado por las hermosas bujías de la ciudad. (252)
La descripción del vestuario de los campesinos combina prendas de diferentes orígenes, incluyendo la ruana, extendida entre los cam-
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pesinos andinos y elaborada a partir de textiles confeccionados localmente. Los contrastes entre telas de diferentes calidades, como la más humilde frisa de las faldas y la más fina tela de la camisa, confirma cómo en el vestido “se combinan puntos de contacto entre colonizadores y colonizados, en medio de tensiones de género, étnicas, raciales y de clase” (Roces y Edwards 5, mi traducción). La descripción del vestuario de Bruna y sus compañeras coincide con otras fuentes, por ejemplo, el viajero estadounidense Isaac F. Holton, quien escribe: Para no usar los nombres de la ropa sin antes definirlos, voy a describir el vestido de una campesina común y corriente, y la descripción no es larga. La camisa va del cuello hasta más abajo de la cintura, una o dos pulgadas de manga y una arandela en el escote bordada en azul o rojo; cuando está limpia, es completamente blanca. Las enaguas van de la cintura hasta una altura conveniente del suelo, y como generalmente no llevan nada debajo, la caída accidental de las enaguas sería muy bochornosa hasta para la menos tímida. (152)
Estas coincidencias son la base del vestido regional de los Andes centrales colombianos, como se representa aún hoy en lugares como el Museo de Trajes Regionales de Bogotá, en los reinados de belleza o en publicaciones especializadas como Trece danzas tradicionales de Colombia, sus trajes y su música, de Lucila Jaramillo de Olarte y Mónica Trujillo Jaramillo, y que aún en el siglo xx y xxi continúan teniendo una enorme importancia a la hora de inventar tradiciones comunes que construyan un sentido de comunidad en la fragmentada identidad nacional (Roces y Edwards 16). Con frecuencia, el vestido nacional o regional combina puntos de contacto entre colonizadores y colonizados en medio de tensiones de género, étnicas, raciales y de clase (Roces y Edwards 5). No obstante, en el siglo xix, el vestido era escenario de conflicto entre dos maneras de entender la identidad racial de los sectores más populares. Mientras Holton y otros viajeros mencionados anteriormente tienden a caracterizar a los campesinos y habitantes más humildes de la ciudad como indígenas, Eugenio Díaz Castro intenta probar que hay una distinción entre blancura y clase social, una comprensión de la raza que rompe con el continuo entre el cuerpo y aquello que lo rodea, enfatizando la blancura como un conjunto de características exclusivamente físicas, no contaminadas por la proximidad cultural con las costumbres indígenas, por la pobreza ni, menos aún, por el oficio que los individuos desempeñan en la sociedad.
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En otro lugar hemos caracterizado a Bruna como una novela que intenta crear una comunidad andina regional unida por la blancura, aunque dividida casi irreconciliablemente en clases sociales (López Rodríguez, “La invención” 94; “Blancos” 157-164). En este capítulo exploraremos el papel de las descripciones sobre los vestidos y particularmente las telas en la expresión de las diferencias entre grupos y como parte de la confusión por la cual Bruna, aunque blanca, es frecuentemente categorizada como indígena. A pesar de que su objetivo es resaltar la blancura de Bruna, ¿por qué esta novela presta tanta atención a la descripción de los tejidos y las telas de los vestidos de sus protagonistas? Por ejemplo, la novela abre con una descripción del modesto hogar de Bruna y sus padres y llama la atención en el conjunto la presencia de “un tosco telar de tejer camisetas o ruanas pequeñas, al estilo de los telares de los chibchas” (Díaz Castro, Bruna, la carbonera 218). En “The Fabric of Society. Textiles as an indicator of Social Class in Domestic Noveles”, Carol Degrase sugiere que, más que la moda o los diseños, la tela es el elemento que crea distinción social en la literatura de las Américas durante el siglo xix. Aunque la literatura que examina la autora no es la colombiana, su sugerente argumento ofrece una pista para adentrarse en la compleja descripción de las telas que Eugenio Díaz Castro ofrece en Bruna. Los telares, las calidades de las telas, los grupos sociales que las usan y su valor relativo aparecen minuciosamente insertos entre las descripciones de los amores de los caballeros, las desgracias que vive Bruna y la guerra que –con sus tragedias– habrán de conducir a la joven protagonista a la locura, ya que, como afirma Rebecca Earle, “en el periodo colonial tardío y durante el periodo nacional […] el vestuario frecuentemente comunicaba mucho más acerca de la clase y raza de quien lo vestía que lo que comunicaba acerca de sus orígenes regionales o nacionales” (“Nationalism” 165, mi traducción). No obstante, un traje implica mucho más que su confección, diseño o incluso sus telas. Si regresamos a la descripción de Holton del vestido de una campesina neogranadina, se puede reconocer un mecanismo que autores nacionales y extranjeros empleaban para implicar la cercanía con lo indígena: la suciedad. Cuando describe la camisa, Holton afirma que es blanca “cuando está completamente limpia”, implicando que no siempre se encuentra en ese estado. Recordemos a su vez cómo Groot utiliza la suciedad para caracterizar a su personaje campesino como “el mugroso” en su relato sobre los botines. No se trata solo del tipo de vestuario, sino de las virtudes morales que elementos como la limpieza o la suciedad del traje permiten significar. En
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contraste, Díaz Castro describe a sus campesinos diciendo: “Todos los hombres eran pobres; pero estaban limpios, y lucían sus blancas alpargatas y sus calzones de manta” (Bruna 252). Su intento por probar la blancura de sus campesinos hace necesario que también contradiga las versiones que los describen como sucios. Como veremos en el siguiente capítulo, también Manuel Ancízar empleó la limpieza de los trajes para adjudicar virtudes como el progreso y para aseverar el avance del mestizaje entre los campesinos de las provincias del norte de los Andes colombianos. Un segundo atributo que Eugenio Díaz Castro emplea constantemente para enfatizar la blancura de sus protagonistas –especialmente femeninas– es la belleza. En el relato “María Ticince o los pescadores del Funza”, publicado en 1860 en el periódico El Mosaico, Díaz Castro profundiza en el tema de la belleza como una forma de distinción racial entre mujeres indígenas y blancas en la región andina. Cuando describe a María, su joven protagonista indígena, lo hace de la siguiente manera: No era muy alta de cuerpo la graciosa María, y el color de su especial epidermis era muy parecido al color del café claro; su frente no era grande ni estaba guarnecida con aquellas cejas y pestañas renegridas y crespas que hacen disparatar a los aficionados de los buenos ojos de las razas latina y latinizada, porque tales adornos eran escasos en María; […] los pies de María no eran grandes, para decir verdad, pero no tenían ni el lleno, ni el color rosado, ni la pequeñez de los pies de las estancieras de la raza blanca que habitan toda la Sabana de Bogotá. (270)
Eugenio Díaz Castro hace de su protagonista indígena una mujer atractiva, dentro de los límites que su raza le permite. En cuanto al vestuario, distingue entre María y Ñúa Bautista, su mamá, “una de las pocas indias que usaban el chircate” (269). Esta prenda es un textil indígena que cubría a las mujeres de la cintura hacia abajo y que los viajeros extranjeros y nacionales asociaban con las mujeres descendientes de los muiscas. María ya había abandonado el chircate y se vestía con las faldas de frisa que Holton describe como el traje de las campesinas: “El traje de la joven pescadora constaba de mantilla azul de frisa demasiado tosca y enaguas de la misma tela, porque al jichon de sus antepasados había renunciado desde que tuvo los quince cabales” (Díaz Castro, “María Ticince” 270). Las descripciones de Eugenio Díaz Castro intentan probar que las mujeres indígenas y las blancas pobres comparten el mismo vestuario y, por ende, pueden ser
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confundidas fácilmente. A diferencia de los viajeros extranjeros, en Díaz Castro, esta cercanía social y cultural entre los dos grupos de mujeres enfatiza, a través de la belleza, la blancura de las campesinas, notoriamente más hermosas que las indígenas. En contraste con otros intentos republicanos por borrar lo indígena de la población de la nueva nación, Díaz Castro busca remarcar cierta forma de mestizaje cultural, en el cual los campesinos blancos asumieron las costumbres y prácticas cotidianas de los indígenas, pero conservaron su pureza racial: Por lo que hace al traje de Bruna no era menos interesante. Sus enaguas de frisa eran cortas, como lo exigían las necesidades del camino y del trabajo de los montes; tenía puesta una ruana de pintas azules y celestes, lo cual era muy honroso para la nación de los chibchas, cuyos restos ven todavía en el siglo xix, en una república de cincuenta años, las industrias de sus mayores, porque no había sido sino sobre un telar muisca que ñor Lecio [padre de Bruna] había tejido la ruana. (Bruna 283)
A pesar de sus esfuerzos para desligar el cuerpo blanco de las campesinas como Bruna de los vestidos y las costumbres indígenas, la narrativa de Eugenio Díaz Castro pone en evidencia la fuerza del vestuario y la cultura material en el proceso de mestizaje no solo cultural, sino también racial, que está ocurriendo en la Sabana. Por ejemplo, en el mercado María Ticince sufre las burlas de los soldados y “hasta de algunas de su misma raza, que ya estaban vestidas de otra manera” (Díaz Castro, “María Ticince” 270). Regresando a Bruna –su otra novela–, incluso algunas campesinas que rodean a la blanca en su fiesta deciden vestirse de una manera más europea, comprando prendas de segunda: Había entre los concurrentes dos mujeres que eran del sitio de los Cristales, al oriente de Bogotá, que se daban ciertos aires de tono y de superioridad, nombrando a cada paso los bailes de la ciudad y la música de las tropas, aunque sus sombreros de fieltro y sus enaguas de zaraza desteñidas valían mucho menos que los trajes de frisa y los sombreros de palma de las campesinas, que por lo menos habían sido estrenados por ellas mismas. (251)
Su intento de mostrar un conocimiento de los bailes europeos como una manera de validar su superioridad social recuerda a las criadas de segunda del relato de Rojas Caicedo. Es más, la trama misma de la novela Bruna, la carbonera parece confirmar que, en la ciudad de
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Bogotá y sus alrededores, la blancura está asociada no solamente con un conjunto de características físicas, como pretende Eugenio Díaz Castro, sino con un continuo de prácticas a través de las cuales los sujetos ponen en escena su cercanía con Europa. A pesar de su blancura, Bruna no consigue romper los límites sociales establecidos para las mujeres campesinas como ella. Durante la primera mitad de la novela, desarrolla un tipo de enamoramiento por don Jorge, un blanco letrado de la ciudad, quien siente un afecto paternal por Bruna, pero está enamorado de Blanca, una joven perteneciente a las elites bogotanas. Bruna termina casándose con Fulgencio, un campesino blanco como ella. La novela entonces confirmaría una de las reglas de la ficción colombiana del siglo xix: los matrimonios entre personas de diferentes clases, razas y orígenes no son posibles ni en la literatura ni en la vida social, en abierto contraste con las ficciones fundacionales estudiadas por Doris Sommer en otros países latinoamericanos en su clásico trabajo Foundational Fictions. Pero Eugenio Díaz Castro va más allá. Las guerras civiles –que rigen los ritmos de la vida de los colombianos en el siglo xix– destruirán el nuevo hogar de Bruna. Un grupo de guerreros quema su hogar, provocando la muerte de su pequeño hijo y la locura de Bruna, quien en adelante deambulará por los montes como una salvaje del Meta, una región tropical cercana a la región andina y racializada como un territorio de salvajes en relatos como el de la Comisión Corográfica. El hecho de que, al final de la novela, la blanca Bruna se convierta en una salvaje muestra cómo, a pesar de los esfuerzos de Eugenio Díaz Castro, su narrativa no puede escapar de los límites impuestos por las clasificaciones sociales del siglo xix andino colombiano en las cuales se intersectan raza, clase y género y que se hacen evidentes en los modales, las maneras de hablar y en los vestidos de sus personajes. Tal vez esta manera latinoamericana de pensamiento racial sea parte de una sedimentación de una noción de vieja data en las Américas –que se remonta al mundo colonial– y que se atenuaría, aunque sin desaparecer del todo, en el mundo republicano. Rebecca Earle propone que las legislaciones coloniales que regulaban el uso de prendas de vestir de acuerdo con la clase social de los individuos corresponden con una forma de pensamiento racial según el cual las categorías raciales expresan no solo el color de la piel, sino también la riqueza y la cultura (“Two pairs” 187). De esta manera, el clima, la comida y la cultura producen efectos sobre la raza de un individuo, y, por tanto, el color de la piel es en parte consecuencia del medio ambiente y de la cultura, la cual incluye el vestido (186). La autora propone que, duran-
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te el siglo xix, se produce un endurecimiento de los sistemas de clasificación racial que hace mucho más difícil romper las fronteras entre categorías a través de elementos como el vestido. De esta manera, las leyes que regulaban su uso se hacen obsoletas e innecesarias en el siglo xix, especialmente después de 1820 (191). Más aún, en el contexto de las nuevas naciones, un vestido regional o nacional puede ayudar a consolidar identidades fragmentadas y tradiciones cuidadosamente inventadas. En The Politics of Dress in Asia and the Americas, Mina Roces y Louise Edwards señalan cómo, en diferentes contextos históricos y geográficos, las elites colonizadas intentan reclamar su posición de igualdad con los colonizadores y retener su poder vistiéndose a la europea (9). En el contexto de las elites colombianas del siglo xix, este enunciado adquiere un doble significado: por un lado, vestirse a la europea ayuda a calmar la ansiedad de los descendientes de los colonizadores por conservar su estatus como los líderes de la nueva nación, diferenciándose de las masas e identificándose con sus pares europeos. Por otro, los grupos intermedios encuentran en el vestido a la europea una herramienta en su búsqueda de representarse corporalmente de una manera que los distancie de los demás grupos subordinados de la nación. Como respuesta, las elites movilizan sus propias estrategias para distanciarse de estos actores emergentes, con frecuencia señalando el riesgo de que lo europeo se degenere en las manos del pueblo.
Lo popular como degeneración de lo europeo: la síntesis jerarquizada de lo nacional En 1849, el escritor y editor del periódico El Museo, José Caicedo Rojas, a quien conocimos unas páginas atrás por su artículo sobre las criadas bogotanas, publicaba su cuadro de costumbres “El tiple”, dedicado a un instrumento musical de cuerdas cuyo uso se hallaba extendido entre los habitantes del interior andino de la nación. El artículo hace evidente la tensión entre lo local y lo europeo que anima la escritura de mediados de siglo xix y que caracteriza la formación de un campo literario nacional, pero también muestra la manera como lo visual se imbrica en este contexto de conflicto. Para posicionar el tiple local en el panorama global de los instrumentos occidentales, el autor hace un recuento sobre lo antigua que es la música, una disquisición sobre los talentos musicales de Adán y Eva y una relación de
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los instrumentos en la Antigüedad clásica y de los propios de cada una de las naciones europeas, lo cual le permite aterrizar en la vihuela española, desde la cual salta al tiple. Este recorrido histórico ha consumido la mitad del artículo, dejándole poco espacio para presentar su tesis central sobre el instrumento neogranadino: “Nuestro tiple es una degeneración informe de la vihuela, un vestigio de las antiguas costumbres peninsulares mal aclimatadas en nuestro suelo, vestidas casi siempre con el traje indígena, y caracterizadas con el sello agreste de nuestra América”.16 Degeneración es el concepto que articula la argumentación de Caicedo Rojas, quien usa la misma idea de George Louis Leclerc, conde de Buffon, acerca de la degeneración de los europeos americanos debido a las características climáticas del Nuevo Mundo. Este argumento había empezado a desarticularse gracias a los viajes de Alexander Von Humboldt, siendo objeto de controversia desde comienzos del siglo xix por parte de una generación de americanos entre los cuales se contaban los neogranadinos Diego Martín Tanco y Francisco José de Caldas, héroe nacional debido a su participación y posterior muerte por la causa americana durante la primera independencia.17 Sin embargo, cuarenta años después, otro neogranadino, José Rojas Caicedo, desde su periódico El Museo, recuperaba la tesis de la degeneración de lo europeo una vez implantado en suelo americano, pero haciendo una importante variación: los instrumentos musicales, al igual que los bailes y la lengua española, sufren un deterioro en manos de los campesinos y los sectores populares nacionales: “Nuestras parejas campestres, vestidas grosera y toscamente, dejan a un lado la mochila, la coyabra y los plátanos; y arremangándose la ruana al hombro emprenden al compás de la música sus estúpidas vueltas y sus extravagantes contorsiones, con las cuales más parece que van a darse de mojicones que a bailar”. En esta cita, la ruana, metáfora primordial de la clase social en Colombia aún en el siglo xxi, delimita claramente el carácter popular de las parejas representadas. De la misma manera en que Buffon definía a los habitantes americanos como degenerados, Rojas Caicedo imponía la misma condena, pero no sobre todos ellos: El Museo, Bogotá, n.º 3, 1 de mayo de 1849, pág. 39. Sobre el papel de Humboldt en la desarticulación de las ideas de Buffon, véase el capítulo 3 de Deborah Poole. En el debate desarrollado en el Semanario del Nuevo Reyno de Granada entre Tanco y Caldas en respuesta a Buffon, el primero afirmaba que el clima no tenía un influjo real sobre los seres humanos, mientras que el segundo defendía su, pero circunscribía su efecto nefasto a las tierras más cálidas o más frías, conservando la superioridad climática de los Andes, que no permitían la degeneración de los seres. Al respecto, véase Nieto, Castaño y Ojeda. 16 17
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su censura se restringía a los sectores populares de la nación, mientras las elites blancas continuaban encarnando las tradiciones europeas. En “El tiple”, el narrador usaba su erudición sobre la cultura occidental para ubicarse a sí mismo como heredero de una tradición europea. En contraste, en su relato son los habitantes populares de la nación los que “imitan grotescamente” a Europa. Gracias a este procedimiento de representación, Caicedo Rojas y los demás letrados continúan siendo verdaderos europeos en América, mientras desplazan lo impuro de sí mismos hacia un objeto diferente: lo popular. De este modo, logra situar al tiple, al igual que todas las degeneraciones americanas, en el ámbito de lo popular. Es allí donde ocurre el deterioro y son los campesinos y los artesanos los depositarios de la corrupción de lo europeo. No obstante, la ansiedad y la ambivalencia de la elite letrada neogranadina frente a los grupos subordinados aparecen en escena en los últimos párrafos del artículo, cuando el autor cambia dramáticamente su tono de desprecio por el contenido grotesco de lo popular para dar paso a la melancolía y la nostalgia que se sienten al escuchar los acordes del tiple: “Oído de lejos en una noche despejada y tranquila, cuando el viento duerme o sólo nos trae sus gratos sonidos una aura tímida, nos da la idea perfecta de la grandeza de la soledad, nos transporta, como el canto de la rana, a regiones extrañas y solitarias, nos hace saborear algo tan apacible y tan dulce como un amor puro”. Esas regiones extrañas y solitarias son tanto geográficas como sociales: se trata de las regiones de tierra caliente, que Caicedo Rojas evoca en el texto, y de la extraña y solitaria área gris en la cual los letrados se identifican con lo popular, a pesar de los riesgos de contaminación derivados de esta identidad emocional. En esta área gris se ubica lo nacional, un espacio que las elites comparten con las poblaciones de campesinos y artesanos. No obstante, a pesar de la melancólica admiración, el autor nunca pierde de vista que se trata de un espacio jerarquizado. Esta autoidentificación de las elites letradas con Europa y su proceso de distanciamiento de lo popular fundan las bases de una ideología cada vez más racializada, en la medida en que esa identidad con lo europeo se traduce en términos de blancura y de exclusión de lo popular. Al mismo tiempo, el proceso de reconocimiento del espacio nacional como un ámbito compartido con un pueblo, que apenas puede imitar grotescamente a Europa, es el motor de los proyectos de exploración y descripción de los sectores populares de la sociedad y las regiones marginales de la geografía.
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El artículo que hemos analizado se publicó en el tercer número de El Museo, que apareció con retraso debido a una novedad incluida en su edición. Se trataba de la publicación de una lámina pintada por Ramón Torres Méndez que, de acuerdo con la reseña aparecida en El Neogranadino, “representa tres guaches (pobres) en acción de tocar el tiple, cantar i bailar, según las costumbres populares neogranadinas”.18 La lámina que venía por separado del cuerpo del periódico correspondía con “el artículo de costumbres titulado ‘El Tiple’ que también hallarán nuestros lectores en este número” y que hemos comentado atrás.19 La lámina de Torres Méndez contrasta enormemente con el texto del artículo, que apelaba a un saber erudito para situar la música nacional y el tiple –su instrumento por excelencia– dentro de una historia de la civilización, solamente interrumpida por la turbia presencia de lo popular. Por el contrario, la composición de la imagen de Torres Méndez llama la atención exclusivamente sobre el uso popular del instrumento en el contexto nacional. Mientras dos hombres tocan, otro baila, sin que ninguna referencia particular a Europa aparezca en escena. No hay más que tres neogranadinos vistiendo ruanas y alpargatas, sobre un fondo vacío que no agrega ningún elemento a la imagen (Imagen 1). La representación de Torres Méndez está en tensión con el texto de Rojas Caicedo y, debido a que se trata de dos producciones materialmente separadas, es posible que el artículo sea leído sin la imagen o con ella sin que sus significados se afecten. Solamente los subscriptores de la publicación recibieron ambas producciones y, debido a la polisemia de la imagen, es difícil saber a cuál de las dos aproximaciones al tiple –la culta o la popular– dieron prelación. Sin embargo, el tercer número de El Museo inauguró en el ámbito de las publicaciones bogotanas el uso combinado de descripciones textuales y visuales en la narrativa costumbrista: significativamente, tanto el pintor Ramón Torres Méndez como el escritor José Caicedo Rojas conformarían en breve el canon artístico del siglo xix.
18 El Neogranadino, Bogotá, n.º 40, 5 de mayo de 1849. También citado en el exhaustivo estudio de Efraín Sánchez sobre la obra de Ramón Torres Méndez (Ramón Torres Méndez 126). El término guache incluido en la cita no aparece en ningún diccionario académico del siglo xix, pero en la edición online del diccionario de la Real Academia lo encontramos como una derivación del quechua huaccha, ‘pobre’, y que significa ‘persona ruin y canalla’, acepción que sigue teniendo hoy en día en Bogotá. 19 El Museo, n. º 3, 1 de mayo 1 1849, pág. 33.
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Imagen 1. Ramón Torres Méndez, El tiple (1849). Biblioteca virtual del Banco de la República de Colombia
Entre la imagen y el texto: los blancos arriba Dos años después, José Caicedo Rojas regresará al mismo tema de la degeneración de lo europeo en las costumbres populares. En vísperas de la Navidad de 1851, El Pasatiempo publicó en primera página su relato “Antiguo modo de viajar por la montaña del Quindío”.20 Encima de la columna dedicada a desarrollar el artículo se podía ver una pequeña imagen de un hombre vestido de traje, ruana de rayas, sombrero de copa alta y zapatos, cargado sobre la espalda de otro hombre casi desnudo. La pareja se halla rodeada por una frondosa vegetación que per20
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El Pasatiempo, Bogotá, n.º 19, 20 de diciembre de 1851.
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mite ubicar al lector/espectador en la selva de la cordillera central de los Andes colombianos, en la región del Quindío, separada de Bogotá por el profundo valle interandino del Magdalena, un lugar donde pocos bogotanos se aventurarían y que ciertamente pocas lectoras visitarían. El relato construye un intrincado juego de espejos entre el registro visual y el textual. El protagonista es una voz autorial masculina y letrada que acaba de comprar una lámina litografiada por los hermanos Martínez que representa el Antiguo modo de viajar por el Quindío, con la intención de regalársela a una señorita bogotana. El relato caracteriza a la señorita como una de aquellas que nunca han salido de los límites de la ciudad, “que materialmente no conoce sino la plazuela de San Diego por el norte, la de Las Cruces por el sur, La Peña por el oriente, y esa corraleja o quisicosa (entre paréntesis) que hay al entrar en la Alameda Nueva, frente al edificio del colegio del Espíritu Santo” (1). En efecto, las mujeres de la elite son el repositorio de la virtud republicana, en sus cuerpos reside la moral colectiva y, por tanto, los viajes de las buenas señoritas bogotanas suelen ser “alrededor de su cuarto”, como afirma el narrador. El caballero entrega la lámina a la señorita con galantería y suscita un diálogo que el autor presenta como el encuentro entre un personaje femenino desinformado y sedentario, en permanente actitud de preguntar, y uno masculino, con muchos más conocimientos sobre el mundo, un activo viajero que narra en primera persona su encuentro. Ella observa la imagen y pregunta con fascinación y curiosidad: “Bien, ¿y qué representa esta lámina?”. El ilustrado y galante caballero letrado responde: El modo de viajar por la cordillera. Ese que ve usted casi desnudo, es un fornido ibaguereño que lleva sobre las espaldas a un individuo, sentado en una silleta hecha de guaduas muy livianas, pero de mucha consistencia. El viajero lleva encogidas las piernas, y apoyados los pies en una tablilla. El carguero se apoya en el bordón, que maneja con la derecha, siendo de advertir que los antioqueños no lo usan. La selva primitiva, como usted puede ver, está dibujada con bastante naturalidad y desembarazo. Esos grandes árboles, esos troncos, esas enredaderas que cuelgan formando ricos pabellones de verdura, en fin. (1)
El intercambio está mediado por una profunda desigualdad de género entre los dos personajes, que se hallan separados por un abismo de conocimiento que va más allá de lo letrado y que hace eco de los abismos representados en la lámina; en este relato, lo femenino se caracteriza por su incapacidad para recorrer los espacios de la nación, un
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acto público que corresponde a los varones. Para el público confinado por la virtud republicana al hogar urbano, las láminas son la manera de conocer el territorio nacional. En la narración, estas imágenes de costumbres nacionales de Ramón Torres Méndez adquieren un lugar protagónico y atraen una audiencia femenina, un público cuya única manera de conocer el país es a través de las ilustraciones que cómodamente se pueden consumir desde los recintos privados de la ciudad que las limita. De la misma manera que el texto publicado en el periódico se construye a partir de la interacción de los dos personajes –masculino y femenino– que oponen lo desconocido y lo doméstico, lo público y lo privado, el fragmento de la lámina publicada como contraparte del relato se basa en la oposición entre otra pareja: el desnudo carguero y el hombre vestido de traje y sombrero europeos a quien transporta sobre sus espaldas. La escena reproduce lugares comunes en la representación visual occidental, tales como el contraste entre lo desnudo y el vestido y lo salvaje y lo civilizado, pero la voz autorial muestra más empeño en describir con detalles al carguero que al viajero, quizás porque este último es un miembro más de la elite masculina, blanca y letrada, que no necesita más que mirarse al espejo. “Como un matrimonio desavenido, o como los partidos políticos –espalda con espalda, pero siempre uno dominando al otro–”, los dos personajes de la lámina, a pesar de su proximidad física, están separados por abismos sociales. En el relato, el caballero explica la imagen. Basados en sus propias experiencias, ofrece detalles sobre el viaje e información sobre los viajeros retratados. La señorita, maravillada, pregunta cómo es que el caballero puede saber tanto y se deleita con la belleza del paisaje y con la información que recibe de su amigo, pero se preocupa por la imagen que Europa se hará al ver la lámina: “¿I qué dirán en Europa de nuestro modo de viajar a mediados de este siglo tan vaporoso, tan civilizado y tan romántico?”. El caballero la tranquiliza con su respuesta: “Dirán lo que se les antoje. Cada uno viaja como puede y en la cordillera de los Andes, mientras se establecen los ferrocarriles, lo cual tardará su poquito, debemos dar gracias a Dios si conseguimos un carguero robusto, de anchas espaldas y fornidas piernas, para que nos conduzca” (1). Mientras la conversación entre la señorita y el caballero fluye y hace posible que ella aprenda de la erudición del letrado, el diálogo entre el carguero y el señor parece imposible. El conflicto que opone y distancia a las elites de los sectores populares continúa latente y sin resolverse, como en el relato que acompañaba la lámina de “El tiple”, analizado anteriormente y que no por casualidad pertenece a la
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Imagen 2. Página 1 del número 19 de El Pasatiempo.
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pluma del mismo autor. La imagen proporciona una suerte de síntesis nacional al yuxtaponer al letrado y al campesino en medio de la exuberante naturaleza del territorio. La existencia del carguero en la nación se justifica como un recurso necesario, ya que la naturaleza de los Andes lo hace imprescindible. La imagen y el texto coinciden en ello; sin embargo, ninguno de los dos registros intenta conciliar su inexorable separación, por el contrario, parecen naturalizarla y fundirla con el espacio de los Andes. Aunque el texto alaba los méritos del pintor y su carácter de “nacional”, ni la imagen ni el artículo logran superar la dicotomía de la nación, su división jerarquizada. La nación se halla dividida de diferentes maneras: hay hombres letrados que se autorreferencian como el centro de los relatos visuales y textuales y mujeres, cuyo género las separa del letrado, aunque compartan a la vez los espacios domésticos más íntimos y la performance de una blancura que naturaliza lo europeo en sus cuerpos, pero si las mujeres son percibidas como “otras” en el universo letrado masculino, existen distancias aún más irreductibles, otros, como el carguero o los guaches que tocaban el tiple, que se hallan aún más distantes. Sus cuerpos no pueden performar la blancura, su papel en la nación es servir a los otros. Sin embargo, el acto de crear la nación es un esfuerzo por dibujarla y narrarla de una manera en que todos sus elementos estén presentes, sino en una síntesis, al menos en una yuxtaposición de elementos en la cual el hombre blanco ocupa el papel de dominador, ya sea sentado en la silla del carguero o aleccionando a las vivaces señoritas bogotanas. El encuentro entre la señorita y el caballero continúa cortésmente con un intercambio de versos: elegantes endecasílabos con los que se alaba el talento del pintor y modestos versos populares, provenientes de las regiones cálidas. Al igual que en el relato de “El tiple”, que recorría la historia de la música occidental antes de abordar el instrumento local, el texto publicado por El Pasatiempo da cabida tanto a los registros europeos como a los populares: en un caso, la música y en otro, la poesía. Sin embargo, lo popular y lo europeo ocupan espacios diferentes, su disposición en el relato los jerarquiza, mientras la voz masculina descalifica la producción popular: “Las tradiciones del vulgo son de una extravagancia verdaderamente… romántica, por no decir ridícula” (Caicedo Rojas, “Antiguo modo” 2). Nuevamente, la imagen última que aparece a los ojos del lector/espectador no es la de una síntesis, sino la de una yuxtaposición que enfatiza la desigualdad de los elementos. No es sorprendente que, en la construcción de lo nacional, un letrado como Caicedo Rojas privilegie lo blanco y lo masculino
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en el relato. Lo que resulta interesante es entender los dispositivos a través de los cuales lo hace: la yuxtaposición de elementos populares y de elite en un mismo texto, la jerarquización de estos mismos y su elaboración mediante dos registros que confluyen para crear un efecto de verdad, lo visual y lo textual. Hasta los primeros años de la década de los cincuenta, el proyecto de crear una literatura nacional que ofreciera una síntesis nacional no había producido frutos claros, pero, si aquella síntesis no lograba consolidarse en la literatura, tampoco lo hacía en la vida social. En 1854, una revolución puso brevemente en el poder al general José María Melo con el apoyo de grupos artesanos, muchos de ellos recientemente politizados y alfabetizados. Aunque se extendió solamente entre abril y diciembre de 1854, tuvo como efecto el surgimiento de un miedo entre las elites hacia la insurrección popular. Estos sucesos vividos en Bogotá marcarían un punto de quiebre en la historia del siglo xix. El miedo a lo popular se reflejaría en las décadas siguientes en un cambio en el lenguaje, a través del cual se intentaba expresar esa síntesis nacional de la que hemos hablado. El costumbrismo multifacético y variopinto que se expresaba en la prensa de todos los matices políticos empieza también a mutar lentamente. Se trata de un doble cambio de género, que debemos explorar en detalle. Por una parte, las publicaciones buscarían una audiencia mucho más femenina y, por otra, se intentaría que el costumbrismo como género narrativo sirviera a los intentos de establecer una ideología conservadora que unificara la nación. En este contexto, el escritor Eugenio Díaz Castro regresa a la revolución del 1854 para limpiar la imagen de los hacendados andinos y responder a la pregunta del lugar que los ricos señores blancos rurales ocupan en una performance en la cual el espacio urbano se convierte en el escenario central de la blancura.
Los orejones vindicados: El rejo de enlazar y la performance de la blancura rural En los primeros años de la década de 1850, el viajero estadounidense Isaac J. Holton escribía a su paso por los Andes colombianos: Los ricos propietarios de la Sabana no son tenidos con respeto por la alta sociedad bogotana, de ingenios más afilados, aunque con billeteras menos pesadas. Se los llama orejones, de orejas grandes, no sé por qué razón. Se los tiene por una especie de grandes y fornidos carniceros, bruscos
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y crueles y con un rostro reconocido en todas partes que los identifica como ricos y estúpidos. Pero no quiero ser injusto y tengo la impresión de que si uno los conociera más de cerca les encontraría magníficas cualidades. (Holton, New Granada 132, mi traducción)
En efecto, el deseo de diferenciación social de las elites bogotanas con respecto a los grupos subalternos de la república los llevó a abrazar con entusiasmo la cultura material europea, sus modas, patrones de consumo, alimentación y modales –una performance de su blancura–, produciendo una ruptura con respecto a sus pares rurales, los ricos hacendados sabaneros. Holton refleja perfectamente el desdén de los citadinos bogotanos hacia sus más toscos vecinos, caracterizados por un estilo de vida menos atento a los refinamientos europeos (Imagen 3). Muestra también la disparidad entre la próspera sociedad rural, cuya riqueza se alimenta de la explotación de las haciendas (representada en cabezas de ganado, extensiones de cultivo de trigo y la apropiación de la mano de obra campesina de los estancieros), y la empobrecida sociedad bogotana, carente de actividades productoras de riqueza, cuya condición retrata Miguel Samper en su ensayo de 1867 La miseria en Bogotá. Además del hecho de que las ciudades funcionaban como enclaves comerciales que facilitaban el acceso a productos europeos, la preeminencia de la cultura urbana sobre la rural como fuente de distinción y de identidad entre los grupos dominantes puede explicarse debido a la desconfianza que las elites nacionales del siglo xix sentían con respecto a las poblaciones indígenas, frecuentemente asociadas con los espacios rurales. Como anota Rebecca Earle: “La cultura campesina, la fuente de la cultura ‘nacional’ en muchas partes de Europa, fue vista con desconfianza por las elites nacionalizantes de la América española debido a que estaba asociada con las poblaciones indígenas” (“Nationalism” 165, mi traducción). De esta manera, imaginarios raciales se proyectan sobre los espacios urbanos y rurales, haciendo de los primeros un lugar privilegiado en la performance de lo europeo –y, por tanto, de la blancura– y contaminando a los segundos con el fantasma de una identidad indígena, que desde las sombras acechaba incluso a los ricos hacendados blancos. Por esta razón, el blanqueamiento de la región andina significaba conjurar el fantasma de lo indígena, que aún residía en los márgenes del campo y la ciudad, contaminando la proyectada blancura de las elites. En contraste, en los espacios urbanos, la supervivencia física y cultural de los indígenas no representaba un peligro para las elites, sino más bien para los grupos intermedios (blancos pobres, mestizos, inmigrantes provenientes del campo), quie-
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nes intentaban blanquearse a través de su performance. En el espacio rural, las elites parecían más amenazadas por el fantasma del indígena, que se negaba a desaparecer totalmente. La literatura costumbrista revisitó varias veces el tema del orejón sabanero, con frecuencia en los márgenes, como un ridículo antagonista del protagonista urbano; por ejemplo, en el cuadro de costumbres “Los percances de un estudiante”, de Hermógenes Saravia, incluido en la colección de José María Vergara Museo de cuadros de costumbres i variedades (1866). Allí, el estudiante enamorado, citadino pero pobre, sigue a su amada en un viaje a la Sabana de Bogotá, solo para ser desairado por la muchacha, que prefiere la
Imagen 3. Ramón Torres Méndez, El orejón. Publicado en Holton, New Granada. Twenty Months in the Andes, 132 (1857).
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compañía de hombres “cuyas orejas parecían de paño colorado, ostentando inauditas espuelas y monstruosos zamarros” (43). La oposición entre el citadino refinado pero pobre y el tosco campesino rico también ocupa un lugar central en el cuadro de costumbres “La carrera de mi sobrino”, incluido en el segundo tomo del Museo de cuadro de costumbres. Aquí el escritor y futuro presidente de la nación José Manuel Marroquín aborda el tema con humor, al describir las aventuras de su sobrino letrado, quien no puede encontrar un trabajo estable en la ciudad y decide convertirse en un hacendado sabanero. La transformación del joven habitante de la ciudad en jefe de la hacienda La California se inicia con un cambio de aspecto: Dióse el nuevo arrendatario de la California a transformar su persona en la de un verdadero campesino, y lo primero que hizo fue abandonar el traje y los arreos con que había hecho las expediciones preliminares. Dejóse crecer la barba (que a pesar de su poca edad abundaba ya en su rostro), y nadie a primera vista le hubiera podido conocer el día en que, con sombrero alón de funda, chaqueta de dril, ruana parda, zamarros de caucho, zurriaga de guayacán, tapaojos de lomillo, silla orejona bien aderezada y un amarillo y no nada blando rejo de enlazar, montó a caballo en el zaguán de casa, pronto a partir para la California. (163)
La nueva empresa habría de fracasar, como todas las del sobrino, debido a la falta de conocimiento del joven sobre el manejo de una hacienda y las tareas agrícolas, resultando en un nuevo descalabro financiero que el tío, y futuro presidente, debe remediar. Parte del fracaso del joven sobrino se explica porque dedicó todas sus energías a parecer un campesino, al menos como un joven letrado urbano imaginaba: “Todo lo daba por bien empleado con tal que su persona y sus cosas tuviesen un aire de campesinidad bien pronunciado. No perdonó diligencia a fin de que sus manos y sus pies se ennegrecieran y se cubrieran de callos; estudió los más exagerados modos de montar a caballo; mandó hacer espuelas de inconmensurables dimensiones” (166). Se trata de una transformación de su cuerpo, un rito de paso a través del cual renuncia a la ciudad y abraza la vida del campo, acaso para lograr una estabilidad económica, esquiva en la vida urbana. El cambio se extiende desde la apariencia del cuerpo a sus modales y a los espacios domésticos, pues el sobrino se rodea de incontables perros, gallinas y otros animales que mantienen su casa alborotada, lejos del ideal de paz del hogar burgués que la elite urbana había abrazado desde mediados de siglo gracias al aumento en las importaciones de mercancías europeas (Fischer). No obstante, el sobrino no puede re-
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nunciar totalmente a sus costumbres urbanas y emplea buena parte de sus pocos ingresos en festejos para sus amigos citadinos, en los cuales utensilios, licores, e incluso una cocinera de la casa del tío en la ciudad, se movilizan temporalmente al espacio rural, provocando más gastos de los que su menguado patrimonio podía soportar. La conversión de blanco urbano en rural no resuelve el conflicto, pues, a pesar de su intento, el sobrino ha interiorizado de tal manera su performance de lo europeo que no logra modificarlo con la intensidad que la empresa requiere. Es posible que las tensiones entre los blancos urbanos y los rurales se hayan agravado después de la revolución de 1854, en la cual el general José María Melo tomó el poder durante ocho meses con el apoyo de los artesanos y el ala draconiana de los liberales, en un movimiento que provocó una coalición de estos y los conservadores de la elite para retomar el poder. El historiador Jorge Orlando Melo señala que el “tono plebeyo” de la revolución asustó a varios sectores, especialmente letrados, concentrados en espacios urbanos como la universidad y la administración pública. En contraste, el golpista general Melo recibió el apoyo de varios hacendados sabaneros, así como también de aliados provenientes de otras regiones del país (Idea, 17). De esta manera, esta rebelión plebeya de abril de 1854 puede también ser vista como un conflicto entre sectores mucho más letrados y urbanizados a la europea y otros más rurales y tradicionales en sus hábitos y costumbres. De hecho, parte del descontento que produjo la revolución se centraba en la apertura de las fronteras aduaneras a las mercancías europeas, que perjudicaba notablemente a los artesanos nacionales, pero que beneficiaba al nuevo estilo de vida de las elites urbanas. En medio de este conflicto se sitúa la novela El rejo de enlazar, escrita por Eugenio Díaz Castro hacia finales de la década de los cincuenta y los primeros años de los sesenta, cuando las heridas y las recriminaciones sobre lo sucedido durante la revolución de 1854 aún estaban abiertas. Su argumento se centra en la vida cotidiana de las familias de los propietarios de dos haciendas sabaneras, La Pradera y El Olivo. Los primeros once capítulos, de los diecisiete que componen el texto, se dedican exclusivamente a presentar la apacible vida de las haciendas sabaneras, en donde no hay conflictos de ningún tipo, ya que los trabajadores y estancieros viven en total armonía con los señores. Más aún, El rejo de enlazar propone un espacio rural social y racialmente homogéneo, el de la región que rodea la ciudad de Bogotá, habitada por hacendados, campesinos blancos y unos pocos indígenas, unidos por lazos de lealtad y por una cultura rural heredada del pasa-
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do colonial. Se trata de una sociedad en la cual las jerarquías sociales se organizan en torno a las haciendas, donde el conflicto proviene del exterior e ingresa como un actor foráneo a través de la política y las revoluciones. En los márgenes de la hacienda, los indígenas desaparecen melancólica y pacíficamente a causa de las reformas políticas introducidas por la república. No obstante, su antigua civilización ha dejado una impronta en la cultura rural, especialmente en la tecnología y vida material de los campesinos blancos, que continúan empleando los telares, el huso y las ruanas de los indígenas. En este apacible universo, se sitúan los amores de los jóvenes de las haciendas: Fernando e Isabel y Carlos y Margarita, quienes se conocen desde niños y comparten amigablemente sus juegos, incluso con los hijos de los trabajadores: “Había simpatías invencibles entre los chinos y los niños, es decir entre los niños calzados y los niños descalzos” (23), escribe Díaz Castro para enfatizar la armoniosa paz de las haciendas, que solo habrá de romperse a partir del capítulo 12, con el anuncio de que una nueva revolución ha empezado en Bogotá, un hecho totalmente ajeno a la idílica tranquilidad rural. Los ejércitos revolucionarios irrumpen tomando a la fuerza las mejores cabalgaduras, llevándose el ganado y reclutando forzadamente a los trabajadores. En medio de esta situación, los hombres de la hacienda, tanto los señores como los trabajadores, se ven arrastrados por el honor o por la fuerza a tomar partido en el conflicto. A pesar de las heridas físicas y económicas producidas por la revolución, la armonía se restaura al final, cuando las familias deciden dejar atrás sus pasiones políticas y entregarse nuevamente a la apacible vida de las haciendas. Podría argumentarse que el objeto de esta novela es presentar a los hacendados sabaneros como víctimas de la revolución, más que como agentes o participantes activos. Sin embargo, quisiera proponer que va mucho más allá, al ofrecer una contranarrativa a la idea de la superioridad del blanco citadino con respecto del rural. Para ello, posiciona una noción de blancura que no depende culturalmente de la vida material europea, sino de una naciente cultura local popular que combina la herencia colonial española con las costumbres indígenas. No se trata exactamente de una filiación hispanista, ya que la unificación cultural no se da por la superioridad cultural de los colonizadores, sino más bien por una armonía producida por una cultura popular local y por el benevolente trato que los campesinos reciben de los hacendados. A diferencia del espacio de la ciudad –atravesado por las pasiones políticas–, Díaz Castro ofrece un armónico espacio rural, en el cual los señores disfrutan de una vida elegante, pero sin excesos, mientras las
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señoras se visten modestamente y tratan con justicia a sus trabajadores. Semejante armonía puede explicarse por cierta uniformidad racial que Díaz Castro enfatiza a lo largo de la narración, a pesar de las diferencias de clase. Cuando describe un domingo en la parroquia cercana a las haciendas, señala que la mayoría de los pobladores pertenecen a la clase “descalza”, unidos sin embargo por su blancura: Al primer golpe de vista se descubrían grupos de gente descalza, de mantilla de bayeta todas las mujeres, y de ruana todos los hombres. Había tres familias calzadas. He aquí el cuadro de la fotografía social de la parroquia. En cuanto a razas estaban los blancos en mayoría. Las hermosas hijas de las biznietas de los conquistadores y colonizadores, sin echar de menos los zapatos y los camisones, se paseaban por la plaza y las dos únicas bocacalles, y entraban a las tiendas luciendo sus buenas mantillas y más que todo sus buenos colores, sus buenos ojos, sus buenos cuerpos, y sus delicados pies, tan blancos como las manos. (35)
La construcción de la blancura en este pasaje recurre a los mismos elementos que habíamos analizado anteriormente en otra novela de Díaz Castro, Bruna, la carbonera. A pesar de la pobreza y del traje sencillo de los campesinos, su fisonomía los hace blancos. En el caso de las mujeres, esta condición se ve reforzada por su belleza y por la pequeñez de sus pies. Son herederas de los colonizadores europeos y, tal vez por esta razón, Díaz Castro no intenta probar una performace europea para sus campesinas andinas. Muy al contrario, con frecuencia sus personajes campesinos se encuentran luciendo ruanas o hilando algodón, como en esta escena en que la hermosa estanciera Fulgencia recibe las miradas de los hombres de la clase calzada “Estaba hilando un copo de lana color de púrpura, en el cual tenía metida la muñeca de la mano izquierda y con los dos dedos de la derecha hacía bailar el huso, alzando cada rato sus blancos y gordos brazos, con admiración de los dos bogotanos, que se gozaban en observar el huso muisca en manos de las ciudadanas de los contornos de la capital”(75). Los campesinos de Díaz Castro no siguen las costumbres europeas de la gente de la ciudad. Más aún, el autor propone que la imitación de los hábitos de los señores por parte de los trabajadores resulta en una forma de corrupción moral de las costumbres de los campesinos: Los sirvientes o concertados de las haciendas aprenden de estas reuniones ciertas nociones, usos, costumbres que se ignoran en las chozas de las estancias y que mejor sería no aprenderlas jamás. De las clases altas sale la corrupción que pervierte las buenas costumbres de los pobres. Por eso
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los criados y muchachos de los cazadores de venados, son cuadrados, esto es, toreadores, enlazadores, jinetes y, sobre todo, tunantes. (71)
En Bruna, la carbonera, estos cazadores de venados son habitantes letrados de la ciudad que van al espacio rural para divertirse a costa de muchachas como Bruna. Aunque los personajes campesinos de Díaz Castro son humildes e incultos, poseen una bondad e inocencia de la que carecen sus villanos, generalmente urbanos. En El rejo de enlazar, las costumbres campesinas aventajan en modestia y virtud a las de los señores: “Fulgencia, Genara y María no dejaron de criticar las contradanzas y el valse, en cuyos bailes las señoras se dejaban estrechar más de lo que ellas permitían en sus bailes del torbellino y la manta” (82). A lo largo de la novela, los conflictos provienen principalmente de la ciudad. Cuando los dos jóvenes hacendados Fernando y Carlos viajan a Bogotá para emprender sus estudios, reciben las burlas de los bogotanos: “Un día contestó Fernando con aspereza las burlas que le hacía un estudiante, éste lo regaló con varios apodos, entre otro, con el de brusco, orejón, patán” (58). Díaz Castro regresa varias veces al tema para contradecir estas acusaciones, por lo demás comunes en la literatura, como vimos antes. El autor resalta las maneras corteses de los jóvenes, siempre atentos a ayudar a las damas, ya que “este capítulo de la urbanidad rural no lo renunciarían los jóvenes hacendados, aunque supiesen que en el instante de ejercerlo se estaba quemando la montonera” (82). La buena educación que reciben los jóvenes en las haciendas puede sin embargo verse entorpecida por la naturaleza de su carácter y por la influencia de la ciudad. Esto le sucede a Carlos, quien durante sus años como estudiante en Bogotá se hace adicto a las riñas de gallos en la ciudad. Díaz Castro explica la inclinación de Carlos como una característica natural de su carácter apasionado por la guerra, rasgo que ha sido pronosticado por un frenólogo. “Su pasión por la guerra parece que estaba en pugna con sus principios radicales y humanitarios” (71), señala el autor, que intenta examinar “lo que puede la educación y lo que pueden las pasiones secundarias al lado de la pasión predominante indicada en los órganos del individuo” (71). En efecto, la pasión de Carlos por la sangre vertida por los gallos durante las riñas provoca serios incidentes, que solo se resuelven cuando el joven regresa al ambiente rural, a la disciplina de trabajo de la hacienda, incluso modificando su aspecto para abrazar el aire sabanero, como una manera de arrepentirse y expiar sus culpas por su comportamiento en la ciudad:
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Estaba requemado por el sol y su traje era estrambótico: usaba unos zamarros muy anchos, de cuero de oso, una chaqueta color de avellana, de un corte sumamente anticuado; el sombrero era de cosca o a la cosca (de la misma calidad del que usaba ñor Juan Bautista, el concertado mayor y encargado de ordeñar las vacas); sus espuelas de fierro eran tan grandes que a veces le estorbaban el libre uso de las piernas; la zurriaga que manejaba era un tronco grueso de palo de guayacán; las riendas del freno de su caballo no le cabían en la mano; el rejo de enlazar tenía veinte brazadas de largo. (68)
La descripción de la nueva apariencia de Carlos recuerda la del sobrino en el relato de José Manuel Marroquín que discutimos anteriormente, pero, aquí, el cambio de aspecto, aunque “estrambótico”, no implica una burla, sino más bien un acto de expiación moral o de descontaminación de los usos y las maneras urbanos. Más aún, Díaz Castro presenta el conflicto entre citadinos y rurales como uno de masculinidades. La belleza de las jóvenes Isabel y Margarita atrae también a dos pretendientes de la ciudad, con frecuencia más elocuentes que sus pares rurales. Don Canuto y el doctor Euclides pueden brindar en honor de las damas, entretenerlas en largas visitas y disfrutar de los paseos sabaneros, pero no pueden desempeñar las simples tareas masculinas de la vida en las haciendas, como enlazar toros o montar potros. Con frecuencia, Díaz Castro presenta sus visitas a las haciendas como una molestia que los dueños de casa soportan con estoicismo y las señoras, con diversión. Hacia el final de la novela, el médico pretendiente de Isabel atiende al herido Fernando. A pesar de que el joven doctor se comporta con honor, Díaz Castro no deja de presentarlo en una manera que raya el ridículo, disfrazado de francés para que su paciente no lo reconozca y montando en una cabalgadura coja y enferma para visitar la hacienda de su amada Isabel. En todos estos sentidos, El rejo de enlazar propone narrativas que contrastan con la imagen del blanco hacendado sabanero como un sujeto carente de refinamiento. En su lugar, pone énfasis en la virilidad y la fortaleza requerida para desempeñar las tareas del campo, así como también en la complicada red de relaciones que unen a los trabajadores con sus patrones a través de festejos, visitas, almuerzos, juegos y tareas domésticas en que se juntan, cada uno en su lugar jerárquicamente demarcado. La novela no propone romances entre miembros de diferentes clases sociales, algo visto con muy malos ojos por las señoritas de las haciendas. Cuando Margarita sospecha de un romance entre Carlos y la hermosa campesina Fulgencia, comenta con amargura: “Pero siento que Carlos se humille hasta el extremo de visitar
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una triste arrendataria. No me disgusta que sea popular y amigo del pobre; pero no tanto como para visitar con frecuencia a las hijas del pueblo” (97). Por supuesto, todo regresa a la normalidad cuando se descubre que Fulgencia solo cuidaba los gallos de pelea del señor Carlos y la madre de esta revela que los dos jóvenes son medio hermanos, acaso una concesión a la posibilidad de que este tipo de uniones entre miembros de diferentes clases sociales pueda ocurrir, aunque en la clandestinidad. Si la blancura de los campesinos se define con independencia de la performance de lo europeo que propusimos para el espacio urbano de Bogotá, ¿qué es entonces la blancura en esta novela? Es una condición genealógica, en cuanto Eugenio Díaz Castro nos recuerda una y otra vez que los campesinos pertenecen a la raza latina: “Sobre todo, las trenzas de su pelo son el mejor signo de la raza latina a que pertenece [Fulgencia]. La mayor parte de estos peones sabaneros del norte y oriente parecen lombardos o castellanos viejos” (92). Físicamente, la blancura se manifiesta en la belleza de las mujeres, la pequeñez de sus pies y la hermosura de sus ojos. Sin embargo, la blancura de los campesinos no excluye la posibilidad de las mezclas raciales, como afirma la señorita blanca Margarita al observar a los segadores de trigo: “Aunque se nota en algunos la mezcla de indios, y en muy pocos la de negros” (92). Pareciera que la mezcla con los blancos le confiere a este grupo su legitimidad como herederos de la raza latina, mezcla de la que carecen los indígenas, como nuevamente afirma Margarita: “Vean una amarradora, que no tiene mezcla de blanco: india pura ¡y qué bonita!” (92). Más aún, Eugenio Díaz Castro se esfuerza por mostrar que los campesinos andinos carecen de cualquier mezcla biológica o cultural africana: “No se veían en la parroquia vestigios ningunos de la raza africana, raza menos inteligente que la americana, como lo prueban los monumentos de las antigüedades de los cafres comparados con las antigüedades de los mejicanos” (35). Este aspecto es de enorme importancia para Díaz Castro, quien presenta a los hacendados como herederos de la sangre y la cultura españolas y a los campesinos como portadores de la herencia física española y de una cultura local capaz de integrar algunos elementos indígenas sin perder su condición de blancura, ya que “trescientos años de civilización colonial y cincuenta de civilización republicana no han podido dar todavía a los moradores de Cundinamarca los objetos industriales que puedan sustituir las tres piedras del fogón, los telares, el huso, las puertas de talanquera, los lavaderos de piedra y la piedra de moler de las cocinas de los pobres y de los ricos” (84). Si bien la novela reduce el peso de la performance de
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lo europeo entre los campesinos blancos andinos, cuando aborda a los hacendados, más que negarlo o contradecirlo, lo redefine para incluir las prácticas heredadas de sus ancestros españoles. En los banquetes que ofrecen las familias hacendadas se pueden encontrar los mejores vinos y comidas de los banquetes de la ciudad, así como platos tradicionales “que no fueron mal mirados ni aun por los dos bogotanos, que serían los menos adictos a los hábitos de la colonia” (79). De la misma manera, los niños hacendados aprenden una performance que se define como “la obligación de leer y de coser algunas horas del día, y la prohibición de recibir los rayos del sol (a cualquier hora del día), la de ir a coger las manzanas o las mazorcas y meterse en el fondo de los zanjones, en persecución de los nidos” (26). A pesar de que los niños calzados y descalzos comparten sus juegos, pronto aprenden a comportarse como se espera de su grupo. La hermosa campesina Fulgencia despierta las sospechas de las señoritas por sus sombreros adornados con cintas y por poseer una cajita de costura. Su novio, José María, nunca logra pronunciar su nombre correctamente y la llama Lugencia. En resumen, no logran performar aquello que sus señores dominan a la perfección: la distinción y el roce con lo europeo, pero, para Díaz Castro, en el ámbito rural esta performance no es necesaria para asegurar la blancura de los más humildes ni la de los señores. El rejo de enlazar es entonces una defensa de los hacendados rurales frente a las burlas de los letrados de la ciudad. El mismo Eugenio Díaz Castro pertenecía a este grupo de los hacendados sabaneros y, a pesar de ser uno de los escritores más prolíficos e interesantes de su tiempo, no pudo –o no quiso– escapar jamás de la condición de blanco campesino. Si en realidad sucedió, la anécdota más famosa y la más citada acerca de la fundación del semanario literario El Mosaico tuvo lugar en Bogotá la noche del 21 de diciembre de 1858. Todo ocurrió cuando Díaz Castro llegó a la casa del escritor y editor conservador José María Vergara para presentarle los cuadernos originales de la novela Manuela, que traía debajo de su ruana. El relato proviene de la pluma de Vergara, quien lo publicó en 1865, varios años después del acontecimiento, con motivo de la muerte de Eugenio Díaz Castro. La narración de los eventos de esa noche ha sido aceptada como verídica por el público y por buena parte de los críticos literarios. El texto fue publicado como necrología de Díaz Castro en El Mosaico, el 15 de abril de 1865, y más adelante como prólogo de la primera edición de Manuela. De acuerdo con el texto, aquella noche de diciembre, Vergara habría leído asombrado las primeras líneas de la novela de Díaz Castro, que evidenciaban su enorme valor testimonial, a pesar de la incorrec-
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ción en el uso de la lengua y el descuido de la forma. Pero algo aún más desconcertante que la calidad de la novela era la apariencia de su autor, un hombre de edad madura, cabellos canos, piel blanca, finas manos y modales corteses, “que vestía como los hijos del pueblo”, pero cuya “educación” no podía esconderse detrás de su ruana y su traje de campesino.21 La imagen que Vergara construye de Díaz Castro busca enfatizar una contradicción: los hijos del pueblo no pueden ser letrados. Los letrados no se visten así, ya que la ruana es un elemento visual que ayuda a que la audiencia identifique al personaje como un hijo del pueblo. En el proyecto intelectual conservador de Vergara, la condición campesina de Díaz Castro ayuda a probar la autenticidad de sus relatos, enfatizando “lo nacional” de su literatura (López Rodríguez, De la prensa 60). La dominancia de esta idea puede comprobarse en los múltiples prólogos, introducciones y notas biográficas sobre la vida de Eugenio Díaz Castro que regresan al mismo punto: la rica imaginación de Díaz Castro produjo maravillosas historias, escritas en un lenguaje tan pobre que necesitaban de la corrección de un letrado urbano como José María Vergara. Flor María RodríguezArenas es autora del más completo estudio sobre la novela Manuela, su autor, Eugenio Díaz Castro, y la influencia de los prólogos de José María Vergara en la manera en que las audiencias leyeron a este autor (Rodríguez-Arenas, Eugenio Díaz Castro). Basándose en un minucioso trabajo de archivo, desentraña la verdadera biografía de Eugenio Díaz Castro, quien está lejos de ser el escritor rústico, autodidacta y de muy somera educación que Vergara mostró a través de los prólogos a su obra Castro. De alguna manera, estos prólogos nos muestran los límites de la idea de blancura defendida por Eugenio Díaz Castro, evidenciando hasta qué punto una correcta performance de lo europeo era necesaria para acceder completamente al estado de legitimidad y privilegio disfrutado por los blancos de la elite bogotana. Como su personaje de Bruna, en la novela que lleva su nombre, a Eugenio Díaz Castro no le bastaba ser blanco y letrado para ser aceptado como par de los miembros de la elite bogotana.
Pasearse entre rústicos y palurdos En su Ensayo sobre las revoluciones políticas (1861), un joven José María Samper criticaba la arrogancia de los diplomáticos europeos en las 21
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El Mosaico, Bogotá, 15 de abril de 1865.
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ciudades americanas, “que se han paseado por las calles de las capitales, á pié, seguidos de grandes terranovas ó mastines, como si viviesen entre rústicos y palurdos” (204). Podría pensarse que en su queja hay cierto elemento de crítica de la actitud colonialista de los europeos hacia los americanos, que se nota en el desdén con el cual se comportan en los espacios públicos. Como han demostrado Frédéric Martínez y Julio Arias, las elites neogranadinas prestaban enorme cuidado a la posible opinión de los europeos y a sus juicios con respecto a su grado de civilización. Pero, con frecuencia, este desdén colonialista se halla reproducido internamente en la manera en que las elites se comportan con los grupos subordinados nacionales, al menos en la literatura. Don Demóstenes, por ejemplo, camina por la parroquia ingresando en los espacios privados y públicos acompañado de su terranova, de nombre Ayacucho, acaso, como diría Samper, “como si viviesen entre rústicos y palurdos”. En El rejo de enlazar, las señoras entran en los aposentos de la campesina Fulgencia y revisan sus pertenencias sin siquiera pedir permiso. Este desdén es una actitud culturalmente producida y, a la vez, un acto performativo. Don Demóstenes, al igual que los diplomáticos europeos, señala su dominación sobre el entorno, caminando con su perro por espacios públicos y privados que no le merecen la misma consideración que sus equivalentes en Bogotá o en Europa. Sin embargo, existe un conjunto de elementos asociados a su cuerpo y a su persona que le permiten actuar de esta manera, sin obtener más reprensión que la silenciosa mirada de los habitantes de la parroquia. Probablemente su piel sea más clara que la de aquellos que lo rodean. Sus pies están calzados con botas. Viste con textiles y confecciones europeas. Está acostumbrado al vino y al pan, que comparte con sus iguales en mesas y no en el suelo. Es lector y posee el suficiente capital para viajar con un baúl lleno de libros que carga su criado indígena José Fitatá.22 Incluso su idealismo ingenuo contrasta con la practicidad de los pobladores de la parroquia y con su desencanto al respecto del 22 Frédéric Martínez señala que a mediados de siglo funcionaban solo dos librerías, la de la imprenta de Ancízar y la que fundó el francés Jules Simonnot, asentado en la ciudad en 1851 (Nacionalismo cosmopolita 112). Rodríguez-Arenas agrega que, antes de la existencia de estos establecimientos especializados en libros, estos se vendían como parte de otros negocios más generales. Por ejemplo, menciona el establecimiento del Dr. Aguilar, que aparece referenciado en la autobiografía de José María Samper (1881). También aporta información sobre la existencia de una curiosa librería que funcionó inicialmente como un anexo de libros de una botica, hasta que su éxito le permitió a su dueño, Vicente Lombana, convertirla en una librería independiente hacia 1848. Su éxito muestra el claro incremento en el hábito de consumir libros hacia mediados del siglo (Rodríguez-Arenas, Eugenio Díaz Castro 238-247).
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igualitarismo liberal pregonado por el joven bogotano. De esta constelación de elementos emerge su blancura, por contraste con aquellos que lo rodean; es decir, es performativa y relacional. Como hemos argumentado en este capítulo y en otros artículos, el color de la piel por sí mismo no es una condición suficiente para ser blanco en la literatura. En la novela Bruna, la carbonera, la blancura de la protagonista es puesta en entredicho por diferentes personajes, más blancos que ella, no por su color de piel, sino por su cercanía con esta red de prácticas que implican ser blanco. Debemos entonces volver al siglo xix con la misma sofisticación con la cual asumimos las intersecciones contemporáneas entre raza, clase y género, entendiendo que el proceso de naturalización de la diferencia no borró los elementos performativos heredados de las prácticas coloniales, en parte porque el cuerpo era aún una entidad que podía ser modificada por aquello que lo rodeaba. ¿Cómo se representaban entonces en la literatura las distinciones entre blancos pobres y mestizos en los espacios rurales de los Andes?
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Capítulo 3 La blancura en los límites: los mestizos andinos como blancos en proceso de construir la región “La población colombiana se divide tradicionalmente en tres grupos principales: los amerindios que constituyen la población nativa; los españoles y europeos, que son los grupos de colonizadores que desde el siglo xvi hasta el siglo xix viajaron al territorio nacional en busca de prosperidad y los africanos (negros), traídos a América por los españoles y europeos como esclavos durante el siglo xvii al siglo xix. La mezcla de estos grupos generó varios grupos étnicos. Entre estos se encuentra el Mestizo (indígena-blanco), el Mulato (negroblanco) y finalmente el Zambo (indígena-negro) […]. El Mestizo fue la primera mezcla que se presentó en el país entre los conquistadores españoles y los pueblos indígenas colombianos. Como resultado, los mestizos son el grupo humano mayoritario del país actualmente; los zambos es el de menor presencia en Colombia, debido a la situación de sometimiento que ambas razas enfrentaron durante el tiempo de la conquista y la colonia, que se presentó especialmente en donde se concentraron los pueblos africanos al lado de los pueblos amerindios terminando con una cierta fusión cultural”. (Colombia aprende, portal del Ministerio de Educación, República de Colombia, 2004)23 “La sociedad colombiana es un compuesto de razas y de variedades mestizas muy diferentes, que apenas si se hallan en vía de amalgamación. […] Mientras no se hayan combinado en uno sólo todos los elementos etnográficos, nuestra sociedad carecerá en mucha parte de unidad moral é intelectual, de buen gobierno, y de aquella fuerza conservadora que solamente mana de la cohesión en las tradiciones, las aspiraciones y los esfuerzos comunes”. (José María Samper, Filosofía en cartera, 1875)
23 El 24 de mayo de 2004, el Ministerio de Educación Nacional de Colombia puso en funcionamiento el portal de internet Colombia aprende, que, de acuerdo con su página web, es “el punto de acceso y encuentro virtual de la comunidad educativa colombiana, donde se encuentran contenidos y servicios de calidad que contribuyen al fortalecimiento de la equidad y el mejoramiento de la educación del país”. La cita anterior sobre el mestizaje puede verse en: (1/15/2013).
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“Los moradores de la provincia son todos blancos, de raza española pura, cruzada con la indígena, e indígena pura: la primera y la última forman el menor número, y cuando la absorción de la raza indígena por la europea se haya completado, lo que no dilatará mucho, quedará una población homogénea, vigorosa y bien conformada, cuyo carácter será medianero entre lo impetuoso del español y lo calmudo y paciente del indio chibcha, población felizmente adaptable a las tareas de la agricultura y minería, fuentes de gran riqueza para Vélez, y a la fabricación de tejidos y sombreros para el consumo propio, en la cual se emplean hoy mismo con gusto, aunque sin gran provecho, las mujeres”. (Manuel Ancízar, Peregrinación de Alpha por las provincias del norte, 1853)
Colombia es un país dividido por su geografía, fragmentado políticamente, diverso, asediado por una historia de conflicto y guerras civiles, un país multiétnico y pluricultural. Esta es probablemente una de las narrativas acerca de la nación colombiana de más larga duración durante su periodo republicano y que consistentemente se reinscribe en múltiples versiones, que van desde las consideraciones de Francisco José de Caldas sobre el efecto del clima en las poblaciones hasta la Constitución de 1991. Ensayistas del siglo xix como José María Samper, historiadores profesionales del siglo xx, académicos, artistas e intelectuales, todos regresamos al tropo de la división nacional para explicar su conflictiva historia24. Más recientemente, la idea misma de un país heterogéneo ha sido estudiada en los trabajos de Nancy Appelbaum –con un énfasis en la construcción de las regiones– y María del Pilar Melgarejo –enfocándose en el peso de la idea de un país de regiones en la conformación de una ideología política centralista durante el periodo de regeneración–. Durante el siglo xix, la idea de la heterogeneidad nacional fue vista como un obstáculo para la formación de la nación. Para la generación de liberales de mediados de siglo, la consolidación de una población blanca a través del mestizaje era la única manera de asegurar la unidad. Se trataba de un orden jerarquizado racialmente, en el cual una elite blanca debía regir el destino de 24 El influyente libro de Marco Palacios y Frank Safford Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida y la colección Colombia, país de regiones, del CINEP, se hacen eco de este concepto, que ha pasado incluso a la cultura popular en películas como Colombianos, un acto de fe (2004).
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la nación, mientras una laboriosa clase plebeya mestiza, en proceso de blanqueamiento, habría de extenderse por las regiones más aptas para su desarrollo, las noroccidentales y nororientales de los Andes. El énfasis en el mestizaje como homogeneizador de la población y unificador de la nación continúa teniendo un profundo efecto sobre las narrativas contemporáneas de nación, como es evidente en el epígrafe con el que abrimos este capítulo y que pertenece a Colombia aprende, un portal web producido desde 2004 por el Ministerio de Educación Nacional y dedicado a difundir materiales que faciliten el intercambio entre los miembros de la comunidad educativa. Múltiples ecos de las narrativas del siglo xix están aún presentes en las conversaciones contemporáneas sobre la historia y la población, entre ellos la idea de que el mestizaje es un producto natural de la historia y que la mayor parte del proceso ocurrió durante el periodo colonial y como resultado del mismo. En una nación cuyo marco legal la define como multiétnica y pluricultural, es sorprendente el peso de la noción según la cual el mestizaje produjo la mayor parte de la población nacional, ya que debilita políticamente las reivindicaciones de cualquier otro grupo de personas no incluido en este llamado “grupo humano mayoritario del país”. Aún más contradictorio, el portal del Ministerio de Educación Nacional afirma que la mezcla racial en la cual el componente europeo es mínimo, es decir, la del grupo de los zambos, definido como mezcla de indígenas y africanos, es el grupo de menor extensión en el país, que, como veremos, es una manera de reinventar la idea decimonónica de que la población nacional es mayoritariamente blanca o mestiza en proceso de blanqueamiento. Pero, más allá, existe una narrativa nacional según la cual la mezcla racial produce grupos definidos y coherentes, como el de los mestizos y el de los zambos, por ejemplo, que en el interior son homogéneos y tangibles. Se trata de una nueva puesta en escena de un concepto de tipo social, central en las construcciones ideológicas sobre la población puestas en marcha por dos pensadores de mediados de siglo a quienes dedicaremos este capítulo: Manuel Ancízar y José María Samper. Regresar al siglo xix para entender cómo se ha configurado históricamente una manera de representar las diferencias poblacionales en Colombia implica el reto de volver a la categoría de raza, a pesar de que en muchas ocasiones se trate de develar un pensamiento que prescinde de un vocabulario racializado. Como bien lo han señalado Arias Vanegas y Restrepo en su artículo “Historizando raza: propuestas conceptuales y metodológicas”, hasta hace algunos años, en Colombia (especialmente entre los académicos) el uso mismo de la palabra y el
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concepto raza era considerado como una concesión al racismo, una situación que se ha modificado debido a una mayor influencia de la academia norteamericana sobre la colombiana, probablemente porque un mayor número de colombianos se forman en universidades del norte. A pesar de la ausencia de la palabra raza y de su velada superposición con etnia, múltiples narrativas sobre lo racial confluyen y chocan y no se ponen de acuerdo entre sí: por una parte, una narrativa de nación que exalta el mestizaje a través de retóricas como la del epígrafe que abre este capítulo y que claramente posiciona a los mestizos como la mayoría nacional; por otra parte, un silencioso discurso que regionaliza las distinciones raciales y las oculta a través de dicha división, porque en Colombia un individuo no es blanco, sino que es bogotano, antioqueño o santandereano, y no es negro, sino que es chocoano o costeño, debido a que la regionalización del país funciona como una soterrada racialización de las regiones (Wade, Blackness; Múnera). Estas formas soterradas de clasificación racial ponen en evidencia el triunfo hegemónico de una forma de representar las poblaciones nacionales, de justificar la distribución del poder en base a distinciones entre diferentes grupos. Para lograrlo, se los ha caracterizado como separados por procesos históricos, por factores geográficos y por características intrínsecas, casi intangibles, difíciles de materializar en características concretas, como, por ejemplo, el hecho de ser zambo, en vez de mestizo. Este discurso hegemónico representa a Colombia como una nación en que la mayoría de la población es mestiza. Pero, si Colombia es una nación mestiza, ¿qué significa ser mestizo? ¿Quiénes pertenecen a esta categoría y quiénes se hallan excluidos? ¿Existen individuos que se identifiquen a sí mismos como tales? ¿Cómo se construyó históricamente este discurso? ¿Quiénes lo enunciaron y defendieron? ¿Por qué, si casi todos somos mestizos, existen tan pocos estudios históricos o etnográficos sobre el mestizaje en Colombia?25 Curiosamente, a pesar de la centralidad política de este 25 En antropología se destaca People of Aritama. The Cultural Personality of a Colombian Mestizo Village, de Gerardo y Alicia Reichel Dolmatoff (1961). Desde una perspectiva genética, el médico Emilio Yunis Turbay publicó ¿Por qué somos así? ¿Qué pasó en Colombia? Análisis del mestizaje (2009). Desde una aproximación interdisciplinaria que combina el análisis sociológico con el psicoanálisis, la Universidad Nacional de Colombia publicó en 2000 ¿Mestizo yo? Diferencia, identidad e inconsciente. Jornadas sobre mestizaje y cultura en Colombia (Figueroa Muñoz y Pío Sanmiguel). En The Disappearing Mestizo, Joanne Rappaport aborda desde la antropología histórica los mestizos durante el temprano mundo colonial del Nuevo Reino de Granada. Más recientemente, Mestizo Genomics. Race Mixture, Nation, and Science in Latin America se concentra en los laboratorios genéticos y la historia de la antropología física
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discurso, el mestizo como sujeto es casi invisible, aparentemente solo existe con claridad cuando se lo enuncia desde las narrativas políticas sobre la nación, como la del epígrafe con el cual se abre este capítulo. Tomando como punto de partida el entrecruzamiento entre la formación de la nación y el desarrollo de un discurso acerca del mestizaje, este capítulo se enfoca en los discursos sobre el mestizaje durante un momento clave en la formación del Estado-nación: la mitad del siglo xix. Esta es la coyuntura histórica en la cual el liberalismo convirtió al mestizaje en el concepto a través del cual se podía estructurar su narrativa de nación. Pero, para hacerlo, es necesario partir de una distinción entre la palabra mestizo tal y como la usaron los intelectuales liberales del siglo xix y como se entiende contemporáneamente. El concepto contemporáneo de mestizo requeriría un estudio por sí mismo, ya que a veces se desliza entre diferentes significados: por una parte, se usa para designar a una persona que desciende de antepasados indígenas y blancos, tal como se usa en el epígrafe de este capítulo; por otra, se refiere más genéricamente a un descendiente de diferentes razas. Este uso está cargado políticamente por la prevalencia de los mitos del mestizaje cósmico y la democracia racial, que han estructurado la distribución del poder en diferentes naciones latinoamericanas durante el siglo xx. Se trata de narrativas tan poderosas que con frecuencia opacan nuestra comprensión del uso del vocablo mestizo en contextos históricos anteriores al siglo xx. Como han afirmado Arias Vanegas y Restrepo, es común entre los académicos aceptar que cualquier construcción racial es también una construcción social e histórica, pero lo que se hace más difícil es aceptar las consecuencias de esa afirmación en nuestras propias investigaciones. Por esta razón, este capítulo regresa sobre el significado del mestizaje entre los pensadores liberales de mediados de siglo, frecuentemente asumido como equivalente de las versiones que el mismo vocablo tomaría en el siglo xx. Y, al hacerlo, pone en evidencia los sentidos contradictorios y los deslizamientos de la definición de un vocablo cuyo éxito político se debe probablemente a la ambigüedad y plasticidad de sus significados. Estudios recientes han emprendido el reto de abordar históricamente el surgimiento y la consolidación de discursos racializados sobre las poblaciones colombianas y su papel en la conformación de la nación y en la representación del territorio (Safford; Rozo Pabón; Roen Brasil, México y Colombia. Otros trabajos que no se centran en el mestizaje o los mestizos, pero que tocan el tema, aparecerán referenciados a lo largo de este capítulo.
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jas; Appelbaum, Dos plazas; Múnera; Serje; D’Allemand, “Quimeras”; Riaño; Martínez Pinzón, Una cultura). Muchos de ellos han prestado especial atención a la manera como se han representado la subalternidad y la diferencia, ya se trate de poblaciones indígenas y afrodescendientes, como en el caso de los estudios de Safford y D’Allemand, o de territorios subalternizados en la geografía política de la nación, como en los trabajos de Múnera, Serje, Riaño y Martínez Pinzón. Estos estudios han contribuido enormemente a ampliar la comprensión de los discursos raciales y su papel en la conformación de la nación, que hasta entonces habían aparecido como invisibles en Colombia. No obstante, hay pocos trabajos que se enfocan en el mestizo y es necesario estudiar en profundidad la manera como se estableció el mestizaje como un discurso hegemónico asociado con la nación y, más aún, las características específicas de ese discurso en el siglo xix. La urgencia de un estudio de este tipo se hace evidente cuando se piensa que la mayoría de la población, tanto en la representación como en la vida social, habitaba en estas categorías intermedias, de las que no sabemos tanto, particularmente para el siglo xix. Solamente a través de un análisis profundo de estos aspectos será posible emprender comparaciones regionales con otros países latinoamericanos que nos permitan entender las circunstancias históricas que facilitaron que algunas naciones aceptaran el discurso del mestizaje como unificador de la nación, mientras que otras lo vieron a lo largo del siglo xix como un tema en tensión y discusión (Applebaum et al.; Clark, “Raza” y The Redemptive Work; Larson; Cadena, Indigenous Mestizos). Como bien han enfatizado Brooke Larson en Trials of Nation Making. Liberalism, Race and Ethnicity in the Andes, 1810-1910, para los países andinos en general, y D’Allemand en su artículo “Quimeras, contradicciones y ambigüedades. El caso de José María Samper”, que estudia el tema en Colombia en particular, el mestizaje del siglo xix se pensaba como un proceso de blanqueamiento que produciría individuos cada vez más blancos. A diferencia de lo que sucedería en el siglo xx, en que los intelectuales imaginaron un sujeto mestizo, con una identidad separada de la de los blancos, el siglo xix visualizó el mestizaje como un proceso de blanqueamiento paulatino y progresivo, cuyo destino final era la consolidación de una población blanca. Es necesario enfatizar la enorme diferencia entre el mestizaje del siglo xix, pensado como blanqueamiento, y el del siglo xx, en sus diferentes versiones: mientras el primero imaginaba la producción de sujetos progresivamente más blancos, el segundo produciría discursivamente individuos que se ubicaban fuera de lo blanco o en contraste con lo
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blanco; es el caso del mestizo cósmico de José de Vasconcelos, un individuo superior a las demás razas anteriores, o el caso del ciudadano mezclado de las democracias raciales, que no pertenece en propiedad a ninguna clasificación anterior. Siguiendo el camino trazado por investigaciones anteriores y a través de un análisis minucioso del discurso sobre el mestizaje en dos intelectuales colombianos decimonónicos, Manuel Ancízar y José María Samper, este capítulo muestra que el sujeto imaginado que emerge del mestizaje del siglo xix colombiano es un individuo cada vez más blanco, especialmente en la región andina. Pero intentamos ir más allá de proponer que el mestizaje se pensó como blanqueamiento para mostrar que, al menos en Ancízar y en Samper, el mestizo fue entendido como un tipo de blanco nacional, un blanco en proceso. Este es el procedimiento que le permite a las elites pensar la región andina como predominantemente blanca dentro de la nación. Sin embargo, este intento de pensar al mestizo como un sujeto nacional, es decir, como el individuo que por excelencia debería conformar la nación, no estuvo exento de contradicciones y fracturas por parte de los propios intelectuales que enunciaban el mestizaje como el camino hacia la integración nacional (D’Allemand, “Quimeras”). En autores como Manuel Ancízar y José María Samper, el mestizaje es la fuerza más contundente para asegurar el progreso de la nación. Ancízar ve en él la posibilidad de crear una población cada vez más blanca, aseada y productiva a través de la educación y el trabajo. En la versión de José María Samper, el mestizaje es la respuesta a los problemas políticos nacionales, es el fundamento de la democracia y el medio privilegiado de unificación nacional y mejoramiento racial. Tal vez la principal contradicción y fractura en este discurso del blanqueamiento es que el proceso de mestizaje también generaba un enorme grupo marginal, el de los zambos o indios mestizos, ubicado geográficamente en la periferia de la región andina y que fue visto con incomodidad y pesimismo por los mismos defensores del mestizaje como motor de progreso nacional. De hecho, ha sido este grupo el que ha atraído mayor curiosidad de los académicos. Los trabajos de Serje, Riaño y Martínez Pinzón han prestado especial atención a la representación de esta geografía tropical y sus poblaciones como lugar de enunciación de una representación violenta y excluyente que funda una ideología nacional de larga duración en la cual la vegetación tropical limita la capacidad de progreso de la nación. En este sentido, sus investigaciones continúan la senda abierta por los trabajos de Cristina Rojas y Alfonso Múnera, que leyeron a contrapelo la historia del siglo xix para
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mostrar cómo el proceso civilizatorio imaginado por los intelectuales de dicho siglo fundaba un tipo de violencia simbólica que habría de persistir aún en la nación contemporánea. Pero es, de hecho, el trabajo de Múnera el primero en poner en tela de juicio los alcances y la extensión del proceso de mestizaje en la región andina, invitando a una relectura crítica de los discursos que definían quiénes eran mestizos y en qué regiones habitaban. Múnera muestra claramente que el aparente triunfo del mestizaje en la región andina funcionó como una estrategia discursiva para imponer el dominio de sus elites sobre otras regiones racializadas como menos blancas. Analizando el desarrollo de la idea de mestizaje en Colombia, este historiador llama la atención sobre las clasificaciones raciales desplegadas en los documentos históricos de finales del siglo xviii y muestra cómo la denominación libre de todos los colores ha sido equiparada erróneamente por los historiadores colombianos con la noción de mestizo (132-133). Señala que es necesario analizar las transformaciones históricas en las categorías raciales para poner en evidencia las construcciones ideológicas de los intelectuales que participaron en la creación y lectura de estos documentos, desestabilizando así su valor como prueba irrefutable del progresivo blanqueamiento de la región y del país. Es también recientemente que discursos raciales como el de Samper han empezado a analizarse no solamente como una extensión de las ideologías racistas que empezaban a tomar lugar en Europa. Jaramillo Uribe (El pensamiento colombiano) e incluso Safford (23) habían entendido el discurso de Samper como un desarrollo americano de la teoría de la degeneración de las razas propuesta por el francés Arthur de Gobineau (1816-1882). Este capítulo mostrará que, a diferencia de Gobineau, quien en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855) pensaba que la mezcla racial conducía al caos en la sociedad y la economía, el mestizaje fue visto por los liberales colombianos como un hecho positivo en la formación de la nación. Este punto había sido enunciado anteriormente por D’Allemand (“Quimeras”), quien notaba que, para entender el pensamiento racial de José María Samper, era necesario analizar la influencia del colonial y de la temprana república colombiana, así como las posibles influencias de otros autores latinoamericanos contemporáneos como Domingo Faustino Sarmiento. De hecho, el trabajo de Martínez Pinzón profundiza en algunos de estos sentidos, al mostrar las continuidades entre los pensadores colombianos de comienzos del siglo xix que hacían énfasis en el influjo del clima sobre los seres humanos y los desarrollos posteriores no solo de Samper, sino de varias generaciones posteriores
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que podrían extenderse hasta las primeras décadas del siglo xx. Justamente porque “la geografía de las razas”, como la llama Samper, ha sido un aspecto tan bien analizado anteriormente, no creo necesario volver a él. Por el contrario, hay un elemento contradictorio que vincula al más famoso de los pensadores liberales con las construcciones coloniales acerca de la distinción: la importancia que le confiere a las diferencias en el vigor de cada una de las razas y de sus sangres. Es contradictorio justamente por el rechazo liberal de Samper al pasado colonial hispánico, en el cual la pureza de la sangre desempeña un papel crucial como mecanismo colonial de exclusión. Mientras Samper rechaza la exclusión basada en este paradigma, su pensamiento acude a las diferencias de sangre para explicar las variaciones físicas y morales entre indígenas, afrodescendientes y blancos y su papel en el proceso histórico del mestizaje. Como hemos visto en los capítulos anteriores, no siempre se trata de la versión moderna del concepto de raza la que liga a los individuos con una naturaleza biológica incambiable, sino que la sangre creaba un vínculo diferente, que podía modificarse a través de factores exógenos como el clima, el cambio de costumbres o la convivencia con otros grupos. En otras palabras, se trata de un paso intermedio entre un discurso prerracial anterior y la formación de un discurso racializado hacia finales del siglo xix. Otro tipo de continuidades discursivas entre la colonia tardía y la república temprana ya habían sido previamente expresadas por Safford en su estudio sobre las actitudes de las elites acerca del progreso y la integración de la población indígena entre 1750 y 1870. Su trabajo muestra que, a mediados del siglo, los intelectuales preveían la desaparición del indígena a través de un mestizaje que podría ocurrir tanto con blancos como con negros (33). De hecho, las elites vieron esta integración progresiva de los indígenas en nuevos grupos sociorraciales como un hecho positivo. En este contexto, el significado de la palabra mestizo, tanto a finales del periodo colonial como en la temprana república, no se restringía a aquel expresado, por ejemplo, en los cuadros de castas mexicanos, que lo definían como un descendiente de la mezcla entre indígena y español. En la república del siglo xix, el mestizo adquiría un rol ideológicamente más complejo, al ofrecer a las elites una vía de integración social y, más tarde, de enunciación de una nación unificada. En un sentido estricto, mestizaje tiene mucho más que ver con un dispositivo ideológico para imaginar la nación que con un estricto sentido racial. En efecto, hacia mediados del siglo xix el tema del mestizaje como unificador de la nación cobró una fuerza inusitada en los discursos de
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los liberales, si bien el proceso había empezado bajo la administración colonial del siglo xviii, como estudia Safford. Las elites posteriores a la independencia buscaron consolidar el proceso, afincando sus esperanzas de crear una nación en la incorporación de las poblaciones indígenas en el cuerpo de la misma. Uno de los aspectos más interesantes del análisis de Safford es que muestra que se trataba de una integración que iba más allá de los aspectos puramente físicos. Además del cruce entre individuos de diferentes grupos sociorraciales, las elites republicanas concebían el mestizaje como una transformación económica de los individuos. Las elites republicanas dudaban de la capacidad de trabajo de indígenas y afrodescendientes, así que valoraban el mestizaje y la integración de las poblaciones como estrategias para superar este problema. Sin embargo, incluso los más radicales críticos de la capacidad de indios y negros para el trabajo estaban de acuerdo en que se trataba de condiciones que se podían superar a través de la educación, la introducción de nuevas costumbres y el mestizaje (Safford 2). El pensamiento liberal decimonónico entendía el mestizaje como un cambio cultural dirigido a través de la introducción de nuevos hábitos productivos y de la modernización de las pautas de consumo. Las elites desconfiaban de los indígenas y afrodescendientes porque los consideraban incapaces de lograr la civilización, frecuentemente asociada con el consumo de bienes occidentales (Safford 24). Este punto evidencia otra de las grandes contradicciones del discurso decimonónico sobre el mestizaje: por una parte, se fundamenta en una geografía de las razas, que distribuye las capacidades intelectuales y morales de las poblaciones con relación al clima y la geografía en que habitan; sin embargo, por otro lado, confieren un importante papel a la educación y la implementación de políticas públicas como mecanismo de transformación de los individuos. En este sentido, este capítulo pone en evidencia los diferentes significados que el mestizaje adquiría, en ocasiones como un proceso enteramente relacionado con la mezcla física de individuos de diferentes grupos sociorraciales y a veces como un cambio en los patrones de consumo, habitación y conducta. Para avanzar un análisis de los significados específicos del mestizaje entre los intelectuales decimonónicos colombianos, es necesario partir de la revisión de diferentes materiales textuales y visuales y tejer un escenario en el cual el mestizaje, antes que un proyecto unánimemente aceptado, es un resbaloso terreno lleno de contradicciones, un discurso que tardó en convertirse en incontrovertible y que habría de esperar hasta el siglo xx para adquirir su carácter de hegemónico.
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Entre la colonia y la república: límites resbalosos entre mestizos, blancos e indios Diferentes estudios tienden a señalar que desde finales del periodo colonial y durante la transición hacia la Colombia republicana se produjo un notorio aumento de la población mestiza y blanca, acompañado de una disminución porcentual de los indígenas en las áreas rurales y urbanas andinas colombianas (Jaramillo Uribe, Ensayos; González El resguardo; Curry; Herrera Ángel, Poder local; Dueñas; Bonnet Vélez). El trabajo pionero de Jaramillo Uribe retoma la información recogida a finales del siglo xviii por el fiscal de la Real Audiencia Moreno y Escandón, quien, al constatar personalmente la disminución de la población de los resguardos indígenas, promovió una política de extinción de las tierras comunales de los resguardos para favorecer a los vecinos no indígenas. Hasta entonces, la política de administración de las poblaciones coloniales se había basado en un férreo principio de separación entre grupos sociorraciales, al menos en el aspecto legal y administrativo, sino en la vida cotidiana. Sin embargo, el avance del mestizaje y la disminución de la población indígena plantearon otro problema tanto para las autoridades coloniales como para los académicos contemporáneos: cómo establecer los límites entre grupos sociorraciales que en la vida cotidiana eran difusos y difíciles de establecer. Sobre este punto, la historiadora Guiomar Dueñas ha mostrado la tenue frontera que separaba a mestizos y blancos pobres en los barrios humildes de las ciudades, tal como sucedía a comienzos del siglo xix en las Nieves, en Bogotá, tradicionalmente asiento de artesanos y trabajadores. De acuerdo con el censo de 1801, en este barrio el número de blancos superaba con creces al de mestizos, hecho que lleva a conjeturar a la investigadora que, en los espacios populares, las barreras entre mestizos y blancos eran más difusas que, por ejemplo, en barrios ricos como la Catedral, en donde la brecha entre blancos y mestizos era más amplia debido a las diferencias de clase social y acceso a las redes de poder político. En contextos urbanos y populares, los mestizos podrían más fácilmente ser tomados como blancos (Dueñas 85-103). Un problema semejante ocurría en las zonas rurales, en donde las categorías de indio y vecino generaban problemas de identificación tanto para los habitantes como para las autoridades, como estudia la historiadora Martha Herrera Ángel en su libro Poder local, población y ordenamiento territorial en la Nueva Granada. Siglo xviii. La inestabilidad e imprecisión de las categorías de clasificación ya había sido
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señalada por Margarita González, quien muestra convincentemente cómo, ante la reducción de indígenas que pagaran impuestos, las autoridades coloniales buscaron clasificar a los mestizos como indígenas tributarios para, de esta manera, aumentar los ingresos fiscales recibidos por cuenta del recaudo de impuestos sobre las comunidades nativas (109). En su trabajo sobre la desaparición de los resguardos en Cundinamarca, Glenn Curry ya había notado que, desde finales del siglo xviii, la diferencia entre un indio y un vecino en los pueblos del altiplano no era evidente a través de marcadores como la apariencia o la lengua, ya que esta última había dejado de usarse desde comienzos del siglo (40). Curry muestra que el gran elemento diferenciador en este caso era la pertenencia o no a una comunidad indígena y el disfrute de las tierras comunales asociadas a esta. En este sentido, el golpe dado por las reformas borbónicas a las tierras comunales indígenas habría significado un profundo quiebre en los sistemas de clasificación y separación de las poblaciones. Precisamente esta ruptura sería profundizada por las políticas liberales de la república colombiana durante buena parte del siglo xix. En conclusión, a pesar del ascenso numérico de mestizos y blancos, a finales del periodo colonial era difícil precisar quién podía ser efectivamente clasificado en cada una de estas categorías. Más aún, el hecho de que los mestizos nunca hayan sido un grupo corporativo durante la colonia, sino que se tratara más bien de una identidad asignada a individuos específicos en circunstancias determinadas, complica aún más la definición de los límites y alcances de ser un mestizo en la transición entre la colonia y la república, como lo estudia Rappaport en The Dissapearing Mestizo. El problema de establecer límites y clasificaciones raciales se acrecentó con el advenimiento de la república, que oficialmente borró las clasificaciones legales a través de las cuales España controlaba su población americana. En su esfuerzo por eliminar los obstáculos impuestos por el pasado colonial español, las políticas liberales republicanas promovieron la abolición de las distinciones legales entre los diferentes grupos sociorraciales y su uso en la documentación oficial. De esta manera, en los libros parroquiales y en los archivos dejó de distinguirse entre indios, mestizos, libres de todos los colores o blancos. En consonancia, tempranamente, desde el Congreso de Cúcuta en 1821, el Gobierno republicano incentivó el uso del término indígena en lugar de indio a través de la ley “Sobre abolición del tributo i repartimiento”, que consagraba la igualdad de todos los ciudadanos de la república (Castillo 73). El siglo xix intentó una ruptura con el
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sistema clasificatorio sociorracial hasta entonces empleado, a pesar de las idas y venidas de la política republicana, que oscilaba entre el liberalismo modernizador de las instituciones que caracterizó la década de los treinta y los sucesivos periodos más conservadores que frenaron el desmantelamiento de las instituciones heredadas de la Colonia durante la década de los cuarenta. Esto, al menos, en el plano legal. La ausencia de clasificaciones sociorraciales en la documentación oficial dificulta tomar el pulso de lo que estaba sucediendo en la vida social. Los censos y patrones raramente registran alguna clasificación racial de los individuos durante la república. El carácter y contenido de la documentación oficial cambió y, a partir de la década de los treinta, los juicios criminales se concentraron exclusivamente en perseguir a soldados desertores que escapaban de los ejércitos en un país en guerra permanente. La inestabilidad política en aquellos años no permitió generar un sistema de administración que produjera y preservara la documentación necesaria para establecer si el crecimiento de una población de origen mixto que caracterizaba el final de la colonia se mantuvo en la temprana república. A pesar de la escasez de fuentes documentales, no es demasiado arriesgado suponer que este proceso continuara bajo los auspicios de una política liberal que exaltaba el mestizaje y lo consideraba factor de progreso nacional. El intelectual liberal Manuel Ancízar escribiría para alabar el avance del proceso de integración de las poblaciones indígenas en la región andina. Por su parte, José María Samper haría lo propio para proponer el mestizaje como la base de la democracia en las repúblicas americanas. Más aún, el florecimiento ideológico de este estaba acompañado de reformas políticas reales, como la abolición de la esclavitud en 1852 y la supresión de las tierras comunales indígenas, llevada a cabo en la década de los treinta y nuevamente en la de los cincuenta. De esta manera, se intentaba acabar definitivamente con el sistema segregacionista colonial, al menos en la región andina y en el plano legal. Estas medidas buscaban la integración de las antiguas poblaciones indígenas y esclavas en el sistema productivo nacional, y su implementación evidencia la confianza de los reformadores liberales en el desmantelamiento de las instituciones coloniales como medio para generar un cambio que habría de conducir a la nación hacia el progreso material. De hecho, para esta generación de intelectuales liberales no hay un límite claro entre un cambio en la conformación racial de la población y un cambio económico nacional, debido a que ideológicamente se equiparaban la raza de un individuo con su aptitud para el desarrollo económico; por tanto, el perfil racial de la nación
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revelaba su capacidad para lograr el progreso económico. En su estudio sobre raza y liberalismo en los Andes durante el siglo xix, Brooke Larson muestra claramente cómo los intelectuales colombianos consideraban que las instituciones coloniales habían mantenido a las poblaciones segregadas, obstaculizando su adelanto material y espiritual y, por consiguiente, el progreso económico de la nación. Por tanto, la integración racial de indígenas y negros a través del mestizaje se equiparaba con el progreso de los individuos y de la nación. Como veremos más adelante en este capítulo, en múltiples ocasiones el mestizaje se equiparó con el cambio cultural dirigido hacia la individualización de la producción, la limpieza y el cambio en el vestido. El vínculo ideológico entre raza y aptitud para el progreso del país fue una de las razones por las cuales la Comisión Corográfica (1850-1859) prestó tanta atención a la descripción de las poblaciones nacionales. Desde finales de la década de los cuarenta, el Gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera había mostrado su interés en un proyecto científico de exploración nacional que se ocupara de elaborar mapas, describir poblaciones, pintar acuarelas y recoger muestras de los recursos naturales y humanos con los que contaba la nación (Sánchez, Gobierno y Geografía; Restrepo Forero, “Un imaginario”; Appelbaum, Mapping). A comienzos de 1850, el proyecto se concretó en una serie de expediciones a diferentes regiones del país bajo la dirección del geógrafo italiano Agustín Codazzi y con la participación de un grupo de intelectuales y artistas que se encargarían de apoyarlo en el proceso. El director de la Comisión describía así su actividad en 1856: “Anualmente he entregado a la Secretaría de Relaciones Exteriores i después a la de Gobierno, los Mapas de las provincias que he recorrido, i además las descripciones geográficas respectivas, datos estadísticos e itinerarios militares”.26 En 1850 y 1851, Manuel Ancízar participó como secretario y asistente de Codazzi durante la primera expedición. Su trabajo consistía en recoger información histórica, geológica y etnológica sobre la región norte de los Andes colombianos. En carta al secretario de Relaciones Exteriores, remitida junto con una colección de fósiles, Ancízar describía parte de su misión en marzo de 1850: “Me propongo recoger y dirijir los restos de antigüedades; momias, i esqueletos antiguos que encuentre, antes que el tiempo, i la codicia destructora aniquile esas bases de la futura historia de la raza destruida por los conquistadores”.27 El trabajo de la Comisión durante 26 27
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Archivo General de la Nación, Bogotá. Serie Comisión Corográfica, folio 50r. Archivo General de la Nación, Bogotá. Serie Comisión Corográfica, folio 2v.
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sus primeros años recibió enorme publicidad por parte del Gobierno y la sociedad y sus resultados se exhibieron en museos y en prensa. A la par de la comisión, se hizo un esfuerzo propagandístico sobre su trabajo como una actividad patriótica: luego de recibir los fósiles, el secretario responde a Ancízar que se espera que siga “con el mismo patriótico interés enriqueciendo el Museo Nacional con objetos como los que contiene la remesa que ha hecho”.28 Pero, sin duda, el más difundido de los resultados de la Comisión en sus primeros años fue la publicación del recuento del viaje de Ancízar por las provincias del norte. Es en este diario de viaje en donde el escritor, bajo el pseudónimo de Alpha, devela la manera en que veía a la población de la región andina colombiana. Sus observaciones revelan los retos que la diversidad poblacional de esta zona planteaba para una generación de intelectuales liberales y progresistas.
El mestizaje como optimismo racial: Alpha recorre las provincias del norte de los Andes Manuel Ancízar había nacido en 1812, en Fontibón, Colombia, muy cerca de Bogotá, y durante la guerra de independencia había dejado el país en compañía de sus padres españoles,29 cambiando los espacios andinos por La Habana, en donde pasó su infancia. Conflictos políticos y económicos lo llevaron a dejar la isla y residir en Nueva York y posteriormente en Venezuela, en donde se habría convertido en masón. En 1847, con treinta y cinco años, regresó a su país natal, desempeñando desde entonces un importante papel en la formación de la intelectualidad colombiana como periodista y publicista. En 1850 se unió a la Comisión Corográfica como asistente del director, Agustín Codazzi, y como resultado de sus exploraciones en esta empresa escribió su Peregrinación de Alpha por las provincias del norte (1853). Las descripciones de Ancízar aparecían publicadas en la prensa bajo el pseudónimo de Alpha y servían a la audiencia bogotana para repreArchivo General de la Nación, Bogotá. Serie Comisión Corográfica, folio 2r. Gilberto Loaiza analiza el papel de Manuel Ancízar en la conformación de un ambiente intelectual colombiano en el siglo xix. Su biografía de largo aliento Manuel Ancízar y su época (1811-1882). Biografía de un político hispanoamericano del siglo xix es sin duda el trabajo más exhaustivo sobre este abogado, periodista, escritor y reformador liberal, miembro de la Comisión Corográfica y primer rector de la Universidad Nacional de Colombia. La información biográfica sobre Ancízar proviene en su totalidad del trabajo de Loaiza. 28 29
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sentar e integrar en sus imaginarios las poblaciones de los Andes nororientales del país, haciendo de la exploración una empresa nacional. En su estudio sobre Ancízar, Gilberto Loaiza nos ofrece importantes pistas biográficas para entender su papel en la construcción de un campo intelectual políticamente liberal en la Colombia del siglo xix. La temprana infancia de Ancízar se había desarrollado en Cuba, aún bajo el dominio colonial español, en donde se mantenía en vigencia un sistema legal de segregación social basado en la pureza de sangre y la exclusión del poder de los grupos no peninsulares. Su paisaje de la infancia y juventud distaba del de las ciudades andinas y más bien se integraba dentro del circuito intelectual del Caribe. Aunque había viajado varias veces, es indudable que, en sus recorridos por el norte de los Andes colombianos acompañando a la Comisión Corográfica, Ancízar descubría el mundo andino, con el cual no había estado en contacto en Cuba, Venezuela o Nueva York. En los primeros días de enero de 1850, a los treinta y ocho años de edad, después de tres años de su llegada a Colombia, Ancízar emprendió el recorrido que lo conduciría desde Bogotá hasta las provincias fronterizas con Venezuela, en el extremo más norte de los Andes suramericanos. Desde el inicio de su relato deja claro el lugar que Bogotá ocupa simbólicamente en su recorrido: “Detrás de mí dejaba a Bogotá y todo lo que forma la vida del corazón y de la inteligencia: delante de mí se extendían las no medidas comarcas que debía visitar en mi larga peregrinación” (Ancízar 2). Después de un año y medio de exploraciones con la Comisión Corográfica, a finales de julio de 1851, Ancízar cruzó el puente que separaba las provincias de Pamplona y Tundama, dando por terminada su Peregrinación de Alpha por las provincias del norte de los Andes. Luego de cuarenta y tres capítulos, que aparecieron por entregas semanales en el periódico El Neogranadino, concluye su relato con un párrafo contradictorio en el cual reconoce que la región posee todos los climas, todas las magnificencias de la creación intertropical extendidas a los pies de los Andes majestuosos, habitados casi en total por la raza blanca, inteligente y trabajadora, propietaria del suelo felizmente dividido en pequeños predios que afianzan la independencia de los moradores, y se atrae las complacencias del patriota que descubre allí el asiento de la verdadera democracia cimentada en la igualdad de las fortunas. (588)
La paradoja reside en la última frase con la que cierra su libro, en la cual, después de haber reconocido la inmensa diversidad de la región,
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evidente a lo largo de todo el texto, agrega: “El peso y la importancia política de estas provincias resaltan al considerarlas en su conjunto como grupo de población homogénea, que aumenta con rapidez por el desarrollo de sus propios elementos” (588). En su trabajo sobre la Comisión Corográfica, Nancy Appelbaum reflexiona sobre esta contradicción, persistente en las elites políticas del siglo xix: el reconocimiento de un país diverso, dividido por el clima y la geografía, que a la vez se complementa con un esfuerzo por presentar las regiones como objetos homogéneos. Al comparar la edición final de Peregrinación con las notas de campo de Ancízar, Appelbaum observa que esta última frase no estaba en sus apuntes y que el autor probablemente la agregó después de concluidas sus memorias (Mapping, 55). Con esta afirmación, Ancízar redondeaba la agenda política a través de la cual pensaba los Andes como una región tan diversa geográficamente como la misma cordillera, pero unificada gracias a una población racialmente homogénea, una población blanca. ¿Cómo reconciliar la contradicción entre la multitud de mestizos, indígenas y blancos que describe a lo largo del recorrido con esta última frase en la cual nos informa tajantemente de que la población es en su mayoría blanca? ¿Cómo unificar la heterogeneidad y la homogeneidad de Peregrinación de Alpha y del trabajo de la Comisión Corográfica sobre la región andina nororiental? A lo largo del siglo xix, letrados, intelectuales y políticos imaginaron un país diverso, dividido en regiones homogéneas. El alcance y los límites de dichas regiones habría de variar en múltiples ocasiones para ajustarse a los diferentes proyectos políticos, obstáculo que habría de afectar el trabajo de la Comisión Corográfica, cuyos mapas regionales no podían adaptarse a los nuevos e inesperados límites administrativos que surgieron durante sus nueve años de funcionamiento. Al reconocer una geografía diversa y una población homogénea y blanca, Ancízar piensa como un miembro de su generación, como un intelectual liberal para quien la raza de los individuos continúa vinculada con el clima, si bien no a través de la relación determinista concebida por Francisco de Caldas a comienzos del siglo. Al igual que muchos otros intelectuales liberales a lo largo de América Latina, Ancízar confiaba en el influjo del trabajo como la virtud redentora de la población, una idea que habría de tener vigencia aún en el temprano siglo xx, como muestra Kim Clark para el caso de las poblaciones andinas de Ecuador en su libro The Redemptive Work. En el pensamiento liberal colombiano de mediados del siglo xix, la educación de los niños, la influencia de los líderes locales y el aseo de los espacios públicos tenían igual-
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mente un efecto positivo sobre los habitantes de la región Andina. Appelbaum anota que la receta de Ancízar para el mejoramiento de la región consistía en mejores instituciones democráticas y republicanas. Asimismo, la historiadora apunta el contraste entre esta visión positiva acerca de los Andes con el pesimismo de los miembros de la Comisión Corográfica al respecto de las posibilidades de progreso en las regiones bajas del trópico, condenadas al atraso por su clima (Mapping 80). En los Andes, Ancízar encuentra un régimen de pequeña propiedad individual sobre la tierra que valora como la base de la democracia. Más aún, describe una población “inteligente, blanca y trabajadora”, a pesar de que a lo largo de cuarenta y tres capítulos nos ha presentado una serie de quejas sobre la falta de aseo de los pueblos, la pereza de los habitantes, la desidia de las elites locales y de las autoridades, la falta de instrucción de los niños y el peso negativo de la sangre indígena sobre la naciente población granadina. Solo unas páginas atrás se quejaba de “el desaseo en las personas y habitaciones que mancha y degrada la generalidad de nuestros pueblos de la cordillera” (536). Por supuesto, la visión de Ancízar no es unidimensional y está poblada de matices: también ha escrito sobre sacerdotes entregados al servicio de la gente, mujeres decentes, limpias y hacendosas, mestizos atléticos y trabajadores e indígenas explotados por las haciendas cercanas. Su rico relato ofrece una compleja descripción de las experiencias de los habitantes andinos, que, no obstante, se consolidan en una visión homogeneizadora sobre la región. En el centro de todo el aparato conceptual desplegado en Peregrinación de Alpha, reside la firme creencia de Ancízar de que el proceso de mestizaje que conduce al blanqueamiento de la población andina es la base de la república. Su descripción de los habitantes sirve como fundamento del programa político liberal, de manera que mestizaje y republicanismo van de la mano en su discurso. A través del primero, Ancízar logra homogeneizar la diversidad, así que los mestizos se convierten en el tipo poblacional a través del cual se imponen el orden y la unidad en la región.30 En su relato, la población de los Andes se encuentra en tensión entre dos polos: el pasado indígena y colonial, que debe superarse, y el futuro blanco y republicano, que está por venir; por tanto, el mestizaje es el punto de anclaje, el puente entre estos dos extremos. El recorrido de Ancízar es en gran medida un intento de hacer un diagnóstico del Arias Vanegas (Nación 84) y Appelbaum (Mapping 61) anotan que el tipo ofrecía un nuevo marco nacional a través del cual se retrataba lo neogranadino, imponiendo orden y unificando la nación. 30
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avance en el proceso de llegar a ser la nación que los liberales soñaban: blanca, aseada, trabajadora y productiva. En este sentido, es un diagnóstico del desarrollo del mestizaje en la región; un esfuerzo por evaluar el papel que las fuerzas del progreso están cumpliendo: los curas comprometidos con sus comunidades, los líderes locales que se preocupan por mantener los pueblos limpios y aseados y la fundación y manutención de las escuelas, y es también una denuncia de todas aquellas instancias que detienen el progreso de la nación: los tinterillos, los curas corruptos y gamonales déspotas, las supersticiones locales, la pereza para el trabajo, la falta de caminos y los indígenas socarrones y consumidores de chicha. En últimas, la Peregrinación de Alpha concibe la raza como una interacción entre el cuerpo de los individuos, definido por su ascendencia y apariencia (blancos, mestizos, indígenas y africanos) y estas fuerzas externas (trabajo, educación, vestido, aseo e instituciones). El carácter moral de los individuos surge de esta interacción, convirtiéndose en una característica racializada, ya que es frecuente hallar una mejor disposición moral en los blancos que en los indígenas, a quienes representa desfavorablemente (Safford 27). En Santa Rosa describe “su fisonomía socarrona de suyo y humilde cuando saben que los miran” (Ancízar 294). En Sogamoso nos dice que, aunque se pueden encontrar indios puros, es inútil preguntarles nada sobre la conquista, ya que “la esclavitud los degradó hasta el punto de perder la memoria de sí mismos” (313). Son cándidos y su religiosidad permite que sean fácilmente explotados (316). Sus pueblos son generalmente feos y desarreglados, como nos informa en Chita (280). Ancízar, al igual que la mayoría de los letrados latinoamericanos del siglo xix, concibe la población indígena como un obstáculo para el progreso de la nación (Earle, “Nationalism” 165). Con frecuencia los letrados colombianos, especialmente los liberales, achacaron la degradación de los indígenas de los Andes a la acción de la conquista y colonización. En este sentido, consideran su degeneración como fruto de un proceso histórico y no solamente como consecuencia de una inferioridad racial innata. Su apariencia física es probablemente la expresión de esta degradación, que es a la vez moral y cultural. De hecho, para Ancízar, esta amalgama entre los pasados indígena y colonial es la responsable de muchos de los males visibles en los pueblos que visita. El remedio, además de las instituciones republicanas, es el avance del mestizaje, a través del cual la población andina se está haciendo mayoritariamente blanca. Durante sus recorridos por la antigua provincia de Tunja y la región de los Santanderes, Ancízar equipara el pasado colonial con el desaseo
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en los pueblos. De la misma forma en que la apariencia de un individuo evidencia su degradación, Ancízar insiste en anotar el deterioro de los pueblos como evidencia de su condición moral. De esta manera crea una suerte de equivalencia entre pasado colonial, presencia indígena y desaseo y deterioro. Debido a la intensa racialización con la cual describe lo indígena, como una condición que desborda el cuerpo de los individuos y que se expande a sus casas y pueblos, los demás términos de la ecuación sufren una contaminación, convirtiéndose en receptores de este contenido racial que excede el significante indígena. Así, lo colonial, lo indígena, el desaseo e incluso la fealdad acechan sobre la nación como peligros raciales, cuyo antídoto es el mestizaje. Sobre Pamplona afirma tajante: “La ciudad tiene el aspecto de los pueblos españoles de otro tiempo. Casas desairadas y pesadamente construidas con gruesos balcones sin orden ni aseo exterior” (564). No es sorprendente que el pasado colonial tenga tal peso en Peregrinación de Alpha, dada su equivalencia retórica con todo lo que Ancízar rechaza (atraso, desaseo, mayorías indígenas, superstición). De hecho, las provincias de Santafé y Tunja fueron el centro de la vida política, económica y social del antiguo Reino de Nueva Granada, bajo el periodo colonial que había terminado apenas unas décadas atrás, en 1819. Justamente, a los habitantes de las regiones más frías de los Andes, se les llamaba aún en el siglo xix “reinosos”, habitantes del reino, porque la tierra fría era el borde de aquello que se hallaba adentro de los límites simbólicos y políticos de la antigua estructura colonial. En este sentido, explorar se convierte en un acto de separación de la nueva nación con respecto de su pasado colonial y en un esfuerzo de construcción de la república desde un paradigma nacionalista y moderno. El mestizaje, entonces, es un estado intermedio, en el tiempo y en el espacio, entre el antiguo pasado colonial y el futuro republicano, pero también entre su pasado indígena y su futuro blanco. Diversos autores han anotado cómo la generación de intelectuales de mediados del siglo xix veía el mestizaje como un proceso paulatino de blanqueamiento de una población con diferentes grados de mezcla, especialmente en regiones como Antioquia, Bogotá, Tunja y los Santanderes (Safford; D’Allemand “Quimeras”; Appelbaum, Mapping; López Rodríguez, “Blancos”). Para Ancízar, las sucesivas mezclas raciales y el vigor racial europeo convierten a los habitantes andinos en el tipo mestizo más cercano al blanco. Sobre el cantón de Guateque afirma: En este cantón, como en los otros, la raza indígena forma el menor número de los habitantes, siendo admirable la rapidez con que ha sido
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cruzada y absorbida la europea, pues ahora medio siglo la provincia de Tunja presentaba una masa compacta de indios y muy contadas familias españolas. Hoy mismo se nota en la generación nueva el progresivo mejoramiento de las castas: los niños son blancos, rubios, de facciones finas e inteligentes y cuerpos mejor conformados que los de sus mayores. (409)
Este mestizo de blanco, que mejor representa la región, es la base de la raza granadina que se está formando en la nación (Appelbaum, Mapping 66). Con frecuencia, tanto Samper como Ancízar reconocen vigor, fortaleza y atletismo en las mezclas raciales. Ancízar incluso describe a los mestizos como más robustos que los blancos. Mientras las regiones tropicales se hallan constreñidas por el peso del clima y de una mayoría de población no blanca, los Andes, con su clima frío y su población indígena, que está casi desapareciendo, han logrado ser el lugar donde el blanqueamiento a través de las mezclas raciales ha producido los mejores resultados. De esta manera, se concilian dos discursos que parecen excluyentes y contradictorios: el recuento de Ancízar muestra una enorme variedad de habitantes, diversos en apariencias y costumbres y, al mismo tiempo, cuando concluye que la población andina es mayoritariamente blanca, está pensando en los mestizos andinos. No se trata de una definición basada en la pureza racial de la blancura, sino en su preeminencia moral, estética y cultural sobre las demás poblaciones andinas. Solamente a través de una definición flexible de blancura, en la cual se incluyen los blancos en proceso –los mestizos andinos–, se puede entender cómo en el discurso de Ancízar conviven diversidad y homogeneidad. No obstante, a pesar del intento de producir una versión coherente de la región andina, muchas contradicciones residen en Peregrinación de Alpha. Si bien el espacio de los Andes se presenta como ideal para el blanqueamiento, Ancízar no duda en afirmar que los habitantes de las cordilleras viven con menos aseo que los de las regiones más templadas. Acerca de San Gil escribe: “Entre las gentes pobres no se ven trajes sucios ni los harapos miserables tan comunes en las poblaciones de la cordillera, sino cierta pulcritud y preferencia por los vestidos ligeros en armonía con el clima, sobrado caluroso a veces” (223). Otras poblaciones de climas templados provocarán comentarios semejantes acerca del aseo del vestido y la limpieza de sus habitantes. Incluso, en la calurosa ciudad de San José, Ancízar reconoce que “vagos no hay, ni beatas, ni el desaseo en las personas y habitaciones que mancha y degrada la generalidad de nuestros pueblos de la cordillera” (536). Es indudable que, a mediados del siglo, intelectuales como Manuel
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Ancízar aún consideraban el clima, especialmente el cálido, como un factor que influía definitivamente sobre la raza de los individuos (Appelbaum, Mapping 80). Sin embargo, el tropo del frío como condición externa que previene la degeneración de los europeos en las Américas, que sirvió como fundamento de la llamada “defensa americana” a finales del siglo xviii y durante los primeros años del xix, ha sufrido, sino un retroceso, al menos una variación sustantiva. Los climas más templados pueden resultar favorables para el desarrollo de virtudes centrales para el mejoramiento de la población, por ejemplo, el aseo y la pulcritud. En los Andes, donde la población es significativamente más blanca, estas virtudes, unidas a las instituciones republicanas, pueden acelerar el cambio racial, ya que para los intelectuales liberales latinoamericanos este es también un cambio cultural (Larson; Appel baum, Mapping). Para Ancízar, el clima no es el único elemento que define la condición racial, esta es un conjunto de características físicas y morales, todas ellas evidentes en diferentes grados en el cuerpo de los individuos a través de su apariencia, vestido, hábitos y carácter moral. Es un continuo indivisible que se presenta como un agregado de propiedades innatas: los blancos son moralmente superiores lo que se revela en una apariencia más hermosa y en unas virtudes que se hacen visibles en el aseo del vestido y de la vivienda y en un espíritu trabajador y emprendedor. De esta manera, vestimenta y aseo son características físicas asociadas con un grupo poblacional definido a través de una categoría racial. Ancízar es probablemente uno de los primeros intelectuales en desplegar una definición de la región andina nororiental cuya coherencia va más allá del clima. Es la población blanca la que unifica una región que posee “todos los climas”. Sus virtudes intrínsecas son las que permiten su crecimiento como una “población homogénea, que aumenta con rapidez por el desarrollo de sus propios elementos” (588). Por eso, no sorprende que buena parte de la descripción de Peregrinación de Alpha esté dedicada a aquellas virtudes morales que garantizan la extensión de la blancura, especialmente entre los humildes: los blancos pobres y los mestizos casi blancos. Por supuesto, se trata de virtudes racializadas, cuya presencia depende menos del espacio y más de la raza de los habitantes. En el pueblo de Ubaté, distante apenas unas jornadas de Bogotá, Ancízar nota la incongruencia entre las condiciones del paisaje y las virtudes de la población que lo habita. La belleza del valle, las montañas y el paisaje hacen pensar al viajero que encontrará una hermosa villa. “Nunca la esperanza del viajero se ve tan completamente burlada”, se queja Ancízar (16).
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Sus calles son “tortuosas y descuidadas” y apenas sirven para brindar abrigo (16). En palabras del viajero, se trata de “un contraste sobresaliente”, que se explica por la condición racial de los pobladores de Ubaté, que describe a continuación. Arriban en un día mercado y encuentran que las calles estaban obstruidas por bueyes enjalmados, con carga y sin ella, y por muchedumbre de indios y mestizos, más o menos alegrones, a causa de la chicha, los unos disputando a gritos en mitad de la calle, y los otros agrupados en las tiendas y pasándose de mano en mano sendas totumas del licor popular, mientras algún tañedor de tiple rasgaba con entusiasmo las cuerdas, y entonaba el monótono recitado en que expresaba su pena delante de la rechoncha Dulcinea, objeto de sus esfuerzos artísticos. (16)
Los dos viajeros, Ancízar y Codazzi, tienen que abrirse paso en medio de la muchedumbre desordenada que obstruye las calles, tal vez de la misma manera en que las elites letradas veían obstaculizado el progreso de la nación por una multitud de indios y mestizos apegados a hábitos decadentes como el consumo de chicha, que impide el avance de las virtudes necesarias para el progreso, a pesar de la abundancia de recursos y la belleza del paisaje. Los liberales colombianos coinciden con sus pares a lo largo de Latinoamérica en que el obstáculo para la nación es de naturaleza racial. No obstante, en su comprensión de esta dimensión, incluyen elementos culturales sobre los que se puede influir, de manera que se produzca un cambio significativo en la población andina. A diferencia de la construcción discursiva sobre los trópicos, develada por Martínez Pinzón en Una cultura de invernadero, en los Andes el escollo no es el clima ni la vegetación, ya que el espacio es propicio para el progreso. La cercanía entre la población mestiza y la indígena, el consumo de chicha y el descuido del trabajo, evidenciado en las mulas sin carga con las cuales Ancízar abre su descripción de las calles de Ubaté, son los elementos que retienen al pueblo en el pasado. Esta confraternidad de “devotos de la totuma” atraviesa los géneros, incluso los textiles: Allí el chircate de la india y las enaguas de bayeta de la mestiza andaban amigablemente juntos, y el calzón corto y ruanilla parda del chibcha degenerado fraternizaban con el largo pantalón azul y la pintada ruana del labrador blanco, quien, con el sombrero ladeado, plegada una orilla de la ruana sobre el hombro derecho para lucir el forro amarillo, y puesto al desgaire el tabaco en un extremo de la boca, se dignaba escuchar y responder dogmáticamente al indígena su interlocutor. (17)
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El texto no deja dudas del convencimiento del autor acerca de la superioridad del labrador blanco, quien, al escuchar a su interlocutor indígena, se “digna escuchar” a los demás. Esta misma escena aparece también representada en la lámina Tipo indio blanco e indio mestizo. Tundama, elaborada por el pintor Carmelo Fernández para la Comisión Corográfica durante el segundo año de exploraciones. En ella, un grupo de tres hombres del pueblo –hecho del que nos enteramos ya que están vistiendo ruanas– confraternizan mientras uno de ellos toca el tiple. El blanco se encuentra espacialmente por encima del nivel de los otros dos, más oscuros y de facciones menos refinadas. Desde su posición privilegiada, mira con algo de desdén al intérprete del tiple. En estas dos representaciones vinculadas a la Comisión Corográfica, una textual y la otra visual, el blanco sostiene su posición privilegiada a pesar de la proximidad con los indígenas degenerados, de acuerdo con el vocabulario de Ancízar. Si hay aquí algún riesgo de contaminación cultural y racial, la población en peligro es la de los mestizos, el futuro de la raza granadina. Pero no se trata de una contaminación biológica, ya que, al contrario, Ancízar repetidamente denuncia que la sangre indígena está desapareciendo por el cruce con la europea: “Ha desaparecido totalmente la raza indígena pura, absorbida por la blanca, quedando en el cantón pocas familias de sangre mezclada en que todavía se descubren algunos rasgos del indio”, anuncia en Charalá (216). La apariencia física de los mestizos andinos es prueba de su fortaleza y de la prevalencia de la sangre europea: “Un tipo mixto, que no por carecer de la belleza del caucáseo, deja de ser bien conformado y vigoroso” (255). El problema racial aquí es la persistencia de los hábitos indígenas debido a que no hay una separación tajante entre cultura y raza, ya que las costumbres como el aseo y el trabajo influyen sobre las poblaciones, y, como hemos visto anteriormente, probablemente tanto como el clima. En contraste con la desaparición de los rasgos indígenas en la apariencia de los individuos, las prácticas nativas parecen resistir. Sobre el pueblo de Boyacá afirma: “Bien que la raza indígena se haya modificado aquí por su cruzamiento con la europea, todavía subsisten restos de las costumbres chibchas entre los que más se acercan al tipo de esta nación casi extinguida” (384). Esta cercanía física, cultural y moral a los indígenas desafía el proceso de blanqueamiento y por eso genera un tipo de individuo que requiere una categoría especial: la de “indio mestizo”, que define a aquellos individuos que estética, moral y culturalmente están más cerca de los indígenas que del anhelado blanco nacional (López Rodríguez, ”Blancos” 152-154). Si bien la unificación de la nación depende del avance en el mestizaje,
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el proceso implica la generación de diferentes grados de mezclas. El reverso del proceso de construcción de una nación blanca son todas aquellas mezclas que no conducen al deseado tipo nacional, un hombre robusto, viril, atlético, patriarcal, trabajador y aseado. Por contraste, el énfasis en la fealdad de los indígenas o de los mestizos de indio se convierte en el suplemento que acompaña la idea de que la belleza del blanco es una extensión de su moralidad, es decir, la blancura de los mestizos andinos solo es visible por contraste con la fealdad indígena. Por esta razón, es común hallar en un mismo pueblo comparaciones entre fealdad y belleza, casi como una consecuencia natural del avance del proceso de mestizaje y del retroceso del pasado indígena. Por ejemplo, en Santa Rosa Ancízar comenta: El cuadro que se presenta difiere poco de los análogos en las otras provincias andinas: los mismos indios de formas rechonchas, color cobrizo y fisonomía socarrona de suyo y humilde cuando saben que los miran, los mestizos atléticos y los blancos de tez despejada y facciones tan españolas que parecen recién trasplantados de Andalucía o Castilla; tipos de población que, con leves desinencias, se hallan repetidos en Vélez, Tunja y Tundama, y hasta cierto punto en Pamplona. (294)
En “Blancos de todos los colores” desarrollé por extenso los mecanismos retóricos a través de los cuales, en citas como la anterior, Ancízar construye una equivalencia entre mestizo y blanco como una categoría que se opone a indio. De esta manera, en la región andina colombiana no hay tres tipos raciales –blanco, mestizo e indio–, sino dos: blanco, que incluye a la mayoría de los mestizos, e indio, que incluye a los mestizos de indio y a los indígenas en proceso de desaparición (López Rodríguez, “Blancos” 146-154). La cercanía física entre blancos y mestizos se confirma a través del reconocimiento de su parecido estético, de su belleza. No obstante, es de notar que elementos como el color de la piel y de los ojos o el tipo de cabello, aunque están presentes, no se describen con la misma prominencia que otras características como el vigor de los cuerpos, evidente en los rostros y las mejillas rozagantes. Quisiera agregar aquí que el tópico de la belleza no solamente permite trazar el vínculo de la apariencia física entre blancos y mestizos, también el de la moral. En el pueblo del Gámbita afirma: “Todos ellos blancos, de constitución vigorosa y costumbres sencillas amparadas por el hábito del trabajo constante” (127). También en Betulia expresa claramente el continuo entre blancura, vigor y trabajo: “La población es blanca, vigorosa, de costumbres patriarcales
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y enteramente consagrada a las tareas agrícolas, atenta con los forasteros, llena de respetuoso cariño hacia su buen cura” (173). Raza es una categoría social y política cuyo significado se construye en contextos históricos específicos. A pesar de la importancia de la apariencia en la definición de las categorías raciales, la historia latinoamericana está llena de ejemplos en los cuales se define también por virtudes morales que, aunque no anulan, modifican los aspectos físicos de los individuos marcados racialmente (Cadena, Indigenous 7). La moralidad y la decencia han sido tópicos racializados en contextos tan diferentes como la formación de identidades en Puerto Rico entre finales del siglo xix y comienzos del xx, como muestra la historiadora Eileen Suárez Findlay en Imposing Decency, o incluso en la formación de una elite en la Lima del siglo xix explorada por el historiador Pablo Whipple en La gente decente de Lima. Con frecuencia las identidades se moldean en la interacción entre clase, género y raza, de manera que la moralidad de un grupo de individuos sirve para acentuar o validar su superioridad racial o para matizar la subordinación racial de otro. Debido a esta intersección entre prácticas culturales y clasificaciones raciales, en el trabajo de la Comisión Corográfica no hay una separación entre la descripción racializada de la población y la de sus costumbres y virtudes morales. Más aún, al establecer un vínculo narrativo entre la moral, el comportamiento de los individuos y su raza, las descripciones de Ancízar naturalizan asociaciones como la de que los indios son socarrones y humildes, mientras que los blancos y los mestizos son vigorosos y patriarcales. En Pamplona escribe: “Los moradores son blancos, sanos de cuerpo y espíritu, llevando escrita la honradez y franqueza en sus fisonomías varoniles” (572). La unión entre el cuerpo y el alma se materializa en la inseparabilidad de la apariencia física y las virtudes morales. Las dos son producto natural de la raza de los individuos, por eso una línea después agrega sobre los blancos de Pamplona: “Aman el trabajo y son naturalmente industriosos” (572, mi énfasis). El marco a través del cual Ancízar está pensando la población andina es la categoría de tipo, y por eso sus descripciones están atravesadas por el uso constante de construcciones de género que acentúan las virtudes morales racializadas de los sujetos. Como afirman Arias y Appelbaum (Arias Vanegas, Nación y diferencia 84; Appelbaum, Mapping 61-66), el tipo es por excelencia masculino, como hemos visto en las diferentes citas a lo largo de este capítulo: viril, vigoroso, atlético y patriarcal. Justamente por esta razón, cuando el autor habla sobre estos tópicos de una manera que comprenda el total de la población, se ex-
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presa a través de categorías de raza y género que privilegian lo masculino, tales como “los hombres blancos”, “los indios”, “los labradores son blancos”. La descripción de las costumbres, el vestido y la belleza de las mujeres es un tema recurrente que ayuda a construir el perfil moral de las poblaciones retratadas, pero, si, en los hombres, las virtudes físicas y morales que se destacan son la fortaleza y el amor por el trabajo, en las mujeres se trata de su atractivo físico y de su moralidad sexual. Al respecto, Appelbaum muestra cómo Ancízar emplea la modestia sexual para identificar el comportamiento y la apariencia de las mujeres blancas, mientras describe a las mestizas como más coquetas, a pesar de que los dos grupos de mujeres se presentan como atractivas y deseables (Mapping 66). El autor escribe desde una posición de género y de clase privilegiada que le permite hablar de las mujeres del pueblo de esta forma, incluso cuando se trata de blancas. Difícilmente un escritor del siglo xix emplearía este tipo de descripciones para referirse a mujeres de la elite, cuya representación está restringida al tropo de la belleza, el porte, los modales y, en últimas, la decencia. No obstante, su agenda liberal le impone mostrar una población física, cultural y moralmente equivalente a la blancura. Es decir, su valoración final de que la mayoría de la población de la región andina es blanca surge de un convencimiento de que la mayor parte de los mestizos andinos comparten con los blancos la belleza de su apariencia y sus costumbres (vestido, aseo, laboriosidad) y de que estas dos condiciones son una expresión de la superioridad moral e intelectual de los blancos. La blancura andina no depende entonces de la pureza de sangre, sino de una mezcla histórica que empezó en el periodo colonial y que ha transformado a los pobladores andinos de indios coloniales en campesinos republicanos. En este orden de ideas, los mestizos andinos son blancos en proceso, porque están más cerca del blanco que del indígena. A diferencia de la versión característica del siglo xx según la cual los mestizos constituyen una nueva población, “una raza cósmica”, en palabras del mexicano José de Vasconcelos, los mestizos andinos colombianos del siglo xix son, como afirmamos anteriormente, un momento de transición entre el pasado indígena y colonial y el futuro blanco y republicano. El vestido es una continuación de la apariencia de los individuos, por tanto, es una extensión de su moralidad y está racializado, como discutimos en el capítulo anterior, como resultado de la larga duración de prácticas de origen colonial que marcaban los límites de las categorías etnorraciales a través de la vestimenta. Ancízar reconoce en el vestido una manera de evaluar el aseo de los habitantes, siendo esta
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condición uno de los marcadores fundamentales del progreso desde un orden colonial (sucio, desarreglado, pesado) hacia uno republicano (limpio, pulcro, liviano). El cambio en los patrones del vestido es también un importante reflejo del avance del mestizaje. En una cita que discutimos más arriba y que comenta la desaparición de la población indígena del pueblo de Boyacá debido al cruce con la europea, Ancízar da cuenta sobre la resistencia al cambio cultural entre la población que físicamente se acerca más a los indígenas. Para explicar su afirmación, el autor emplea las variaciones en el traje femenino de las mujeres andinas: En las mujeres suele verse el chircate, especie de manta de lana puesta alrededor de la cintura a guisa de enaguas y atada con una faja encarnada que llaman maure, cuyo atavío completaban las indias con otra manta pendiente a la espalda y sujeta por un grueso alfiler que les adorna el pecho: líquira decían a la primera y topo al segundo. Ambas cosas han caído en desuso, sustituyéndolas la desairada mantellina de bayeta y el tosco sombrero de trenza, que frecuentemente ocultan y desfiguran las formas vigorosas y bien proporcionadas, tan comunes en las campesinas de nuestras cordilleras. (384-385)
En la cita anterior, el cambio racial opera también como un cambio en el vestido. Una vez más no es el físico, sino el vestuario, el que manifiesta esta transformación. Más aún, el vestido es un elemento constitutivo de la apariencia de un individuo. En el orden discursivo de Peregrinación de Alpha, Ancízar ofrece amplia evidencia de que “formas vigorosas y bien proporcionadas” son un marcador de cambio racial que permite afirmar que “las campesinas de nuestras cordilleras” son mestizas. El atuendo femenino encarna el proceso de mestizaje, ya que el chircate indígena, la prenda que cubre la parte inferior del cuerpo, parece sobrevivir entre las mujeres, aunque la líquira y el topo, para el torso y la parte superior del mismo, hayan desaparecido remplazados por la mantellina y el sombrero de origen europeo. La lámina del artista bogotano Ramón Torres Méndez Indios pescadores del Funza (1852) da cuenta de esta transformación. La mujer lleva un sombrero de paja y una mantilla de bayeta o lana que cae libremente por sus hombros, sin el tradicional topo. El traje de indias y mestizas está en transformación hacia mediados de siglo, un cambio empujado por la apertura a la importación de textiles ingleses de bajo costo, que debilitó la producción nacional y, en la zona andina, fue un duro golpe a la producción local de textiles, especialmente en la región de Santander. En La prisión del vestido, la historiadora Aída Martínez Carreño
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propone que el declive de los pequeños talleres que manufacturaban textiles para el consumo popular, que ocurrió progresivamente a lo largo del siglo xix, significó una ruptura cultural, ya que durante siglos los sectores populares se habían vestido con ellos (103). El ingreso de telas extranjeras más baratas cambió el aspecto de los campesinos colombianos, acentuando las diferencias entre aquellos que usaban mantas autóctonas y quienes usaban bayetas importadas de Inglaterra. Aunque ambos textiles estaban destinados al consumo de los grupos más humildes, el primero exhibía un sólido vínculo con la cultura indígena, mientras el segundo implicaba un blanqueamiento del cuerpo que se vestía con estas telas. En la intersección entre práctica cultural y categoría racial, el vestido y, especialmente, el tipo de textil modificaban el cuerpo de los individuos al cambiar su apariencia. A medida que avanzaba el siglo xix, la clasificación racial dependía cada vez más del aspecto, pero, lejos de ser un producto directo de las características físicas, este se construye también a través de la forma en que los demás perciben la similitud o la diferencia, la identidad o la alteridad de un individuo con respecto a una comunidad racial imaginada. Por tanto, el cambio en el vestido constituye un cambio en la apariencia y, por extensión, en la condición racial asociada por el colectivo. En este sentido, la publicación de Peregrinación de Alpha se convierte en un paso fundamental en la consolidación de la idea de que la población socialmente inferior de los Andes es blanca. Más aún, crea una identidad regional que se basa en la homogeneidad racial de la población y que depende del espacio como lugar habitado, no solamente como paisaje natural.
José María Samper: “Poner en armonía la constitución política con la etnología colombiana” En 1861 se publicó en París Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición de las repúblicas colombianas (hispano-americanas), escrito por José María Samper, un joven intelectual liberal colombiano, futuro cuñado de Manuel Ancízar.31 Nacido en la calurosa ciudad de Honda, en los ardientes valles interandinos, Samper pertenecía a una próspera familia de empresarios agrícolas. Fue, además, político y escritor, radicalmente liberal en su juventud, aunque decididamente conservador 31 Manuel Ancízar se casaría en 1857 con la hermana de José María, Agripina Samper, conocida en el ámbito literario como Pía Rigán.
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en su madurez. Su viraje político resulta premonitorio de los cambios experimentados por la nación colombiana en el siglo xix, que había de desplazarse desde un proyecto radicalmente liberal y federalista hacia uno cultural y políticamente conservador y centralista luego del triunfo de la regeneración en 1886. Publicado en París en 1861, el Ensayo sobre las revoluciones políticas incluía también un apéndice escrito para la Sociedad Geográfica y Etnológica de París titulado La Confederación Granadina y su población. El Ensayo de Samper intentaba acceder a un tipo específico de audiencia: los lectores europeos, especialmente aquellos que no sabían mucho sobre la historia y la realidad social americanas y que podían albergar dudas acerca de la legitimidad de las revoluciones que habían emancipado a América del dominio europeo (Samper, Ensayo 11). Escrito en español, el ensayo posiblemente encontró su público preferencial entre los lectores españoles y entre los latinoamericanos residentes en Europa, en una época en que era práctica común de las elites latinoamericanas enviar a sus hijos a estudiar en el viejo continente (Martínez, El nacionalismo cosmopolita). Escrito en Europa, el Ensayo ha llegado a ser uno de los trabajos más citados y estudiados de todos cuantos se escribieron durante el siglo xix colombiano (Jaramillo Uribe, Pensamiento; Safford; Gómez Giraldo; Sierra Mejía; D’Allemand, José María Samper). El Ensayo fue originalmente publicado por entregas en diecisiete artículos aparecidos en la revista El Español de dos Mundos, publicación periódica editada en Londres y dirigida por dos españoles y un chileno, que pretendían hacer de ella “el órgano de comunicación fraternal entre los pueblos de raza española de los dos mundos” (Samper, Ensayo 518). La primera edición del libro se comercializó simultáneamente en París, Londres, Lima, Bogotá y San Tomás, y no es de extrañar que Samper, residente por largos periodos en Londres y París y miembro titular de la Sociedad de Geografía y Etnografía de París, tuviera en mente a una audiencia europea. Esto es especialmente evidente en los primeros capítulos, en los que declara sus intenciones de defender a las jóvenes repúblicas americanas de las críticas de los intelectuales europeos, que las acusaban de haber emprendido revoluciones tumultuosas y caóticas. Samper señala que la reacción europea frente a las revoluciones latinoamericanas es fruto de un conocimiento superficial acerca de ellas. En una cita en la que intencionalmente no separa la diversidad de la fauna y la flora de la diversidad cultural y poblacional americanas, Samper afirma: “Las sociedades europeas saben que tenemos volcanes, terremotos, indios salvajes, caimanes, ríos inmensos,
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estupendas montañas, mosquitos, calor y fiebres en las costas y los valles húmedos, boas y mil clases de serpientes, negros y mestizos, y una insurrección ó reacción á mañana y tarde”. (Ensayo 6) Frente a la desproporción de este conocimiento europeo caótico y extravagante que hasta ahora había puesto el énfasis en la naturaleza americana, el proyecto de Samper desplaza ese interés en el Nuevo Mundo como el reino de la naturaleza para poner el acento en las instituciones sociales y políticas, en las letras y en la historia. En el Ensayo, los argumentos históricos, geográficos y etnológicos se entrecruzan constantemente porque en la confluencia de estos tres saberes el autor encuentra la explicación del carácter de las naciones hispanoamericanas y de sus revoluciones. La historia y la etnología son sus nuevas herramientas para explicar y entender a América y sirven como antídoto frente al excesivo uso de la geografía y la botánica por parte de los viajeros europeos. Samper reprocha a los europeos su conocimiento sesgado: Pero ¿conocen acaso nuestra historia colonial, la índole de nuestras revoluciones, los tipos de nuestras razas y castas, la estructura de nuestras instituciones, el genio de nuestras costumbres, las influencias que nos rodean, las condiciones del trato internacional que se nos da, las tendencias que nos animan, y el carácter de nuestra literatura, nuestro periodismo y nuestras relaciones íntimas? (Ensayo 6)
La caótica naturaleza americana descrita en la primera cita se transforma ahora en conocimiento geográfico, etnología, política y arte. Veinte años después de la publicación del Ensayo, una vez convertido en figura prominente del conservatismo, Samper volvería a afirmar en su autobiografía que su intención con los Ensayos había sido la de combatir “el prejuicio europeo de que en la América española todos eran indios o negros” (citado por Languebaek, “La obra” 197). En efecto, la publicación del Ensayo cumplió con el objetivo de su autor, presentando al público europeo interesado en América y a las elites latinoamericanas una nueva imagen etnológica de Colombia, centrada en las condiciones históricas y geográficas que hicieron posible el mestizaje y en el efecto de este proceso sobre la vida social y política. Así se desprende por ejemplo de la elogiosa reseña en francés que le dedicó Eliseé Reclus en 1866 en el Bulletin de la Societé de Géographie de París.32 Traduciendo extensas citas tomadas del original, 32 Carl Langebaek hizo la traducción de la reseña de Reclus del francés al español (Langebaek, “La obra”). Las citas aquí empleadas provienen de dicha traducción.
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Reclus desde el primer párrafo disculpa al autor por no ocuparse de la geografía “propiamente dicha”, ya que “en cambio, es abundante en consideraciones etnológicas de la mayor importancia. El cruce de las razas blanca, roja y negra, la formación de una nueva raza que reúne en ella los diversos rasgos de sus ancestros de América, de África y de Europa” (traducido por Langebaek, “La obra” 201) La reseña de Reclus confirma dos aspectos: en primer lugar, la preponderancia de un discurso centrado en la geografía como paradigma de explicación de la vida social americana (Arias Vanegas, Nación y diferencia; Nieto Olarte; Martínez Pinzón Una cultura), y, en segundo lugar, muestra la centralidad del tema del mestizaje en la estructura argumentativa de Samper en defensa de las nuevas naciones americanas. Abierta y provocativamente liberal, el Ensayo expone el programa político necesario para constituir verdaderas repúblicas, por contraposición a aquellas de “apariencia” formadas después de la independencia (190), culpa al pasado colonial de muchos de los presentes problemas del continente y critica la supervivencia en América de las odiosas instituciones coloniales: “La esclavitud del indio y el negro, los privilegios profesionales, los fueros militar y eclesiástico” (190). Aunque su credo liberal coincida en muchos aspectos con el de otros intelectuales decimonónicos de la región andina, su valoración positiva del proceso de mestizaje lo hace particular y diferente y ofrece un importante contraste con respecto a las demás naciones americanas (Larson). En su intento por ordenar la realidad americana desde un punto de vista liberal, Samper presenta la política de las nuevas naciones como un resultado de su perfil racial y de su historia, caracterizada por una progresiva mezcla entre blancos, indios y africanos. Concibe la historia americana como una fuerza que empuja a las poblaciones hacia la mezcla y la unificación, proceso que fue detenido por el colonialismo español, que intentó segregar y separar a las poblaciones. Su programa político de construcción de un Estado-nación es a la vez un proyecto de integración racial que remedie el segregacionismo del proyecto colonial español (Safford). Al igual que en muchos otros intelectuales de mediados de siglo, liberalismo y democracia se convierten en sinónimos en su discurso, pero Samper va más allá en su intento de probar la ligazón entre raza y política al afirmar categóricamente que la base de la democracia se encuentra en el entrecruzamiento racial (73). El sistema político americano tiene que ser democrático, ya que, debido al sucesivo cruzamiento de sus poblaciones, no les queda otro camino. En su opinión, existen diferencias entre “libertad” y “democracia”: la libertad es una cuali-
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dad política más propia de las razas puras, mientras las mezclas entre diferentes grupos propician el surgimiento de la democracia (75-77). Siguiendo esta afirmación hasta sus últimas consecuencias, la colonización americana habría proporcionado un tipo de cruzamiento a gran escala entre grupos tan diversos que permitió reconstituir “la unidad de la especie humana” (76), una unidad que Samper califica como de “armonía en la diversidad” (76). La libertad es posible en las naciones europeas del norte, donde las razas son puras, pero la realidad racial americana es otra y, por tanto, su vocación política ha sido otra: “La democracia es el gobierno natural de las sociedades mestizas” (77). El énfasis de Samper en el vínculo entre proyecto político y teoría racial ha sido dejado de lado con frecuencia a la hora de analizar el pensamiento político liberal del siglo xix (Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano) y apenas ha empezado a examinarse en trabajos más recientes discutidos al inicio de este capítulo (Safford; Larson; Arias Vanegas, Nación y diferencia; D’Allemand, José María Samper; Martínez Pinzón, Una cultura). El mestizaje y las explicaciones basadas en su concepto de raza articulan la argumentación de Samper y son el principio sobre el que estructura su defensa de las naciones americanas ante el mundo. Por eso no es de extrañar que su visión de la historia del Nuevo Mundo sea en realidad una historia del entrecruzamiento racial, de sus momentos de mayor intensidad, del efecto de la conquista y el sistema colonial en su desarrollo, y, finalmente, del futuro que este entrecruzamiento racial ofrece a las nuevas naciones. Se trata de la historia inexorable del mestizaje, inscrita como el paso desde “el contubernio colonial” hacia la legitimidad republicana. Samper rescribe la historia del Nuevo Mundo desde un punto de vista racial, haciendo un recorrido cronológico desde las sociedades indígenas anteriores a la conquista hacia un futuro republicano en el cual el mestizaje traerá como consecuencia la unificación racial y, por tanto, la democracia, en un modelo semejante al que examinamos en Ancízar (Samper, Ensayo 73). La noción de historia de Samper es teleológica y positiva, su propósito es la unidad y el progreso y los cruzamientos raciales son su motor (76 y 132- 133). Su punto de partida es la enorme diversidad racial de los pueblos americanos anteriores a la conquista. Antes de la llegada de los europeos, el paisaje andino había impedido el cruzamiento entre los diferentes grupos. El mestizaje empezó en el momento mismo de la conquista, una empresa que venció los límites espaciales que contenían y separaban a las razas indígenas (73). El primer efecto de la conquista había sido el de producir a la
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fuerza el movimiento de poblaciones que hasta ahora habían estado separadas; por primera vez fue posible el cruzamiento entre las razas indígenas de los valles, las alturas medias y el altiplano, inexorablemente distanciadas por la geografía andina (73). Samper sigue en este punto el paradigma del siglo xix que concibe las diferencias raciales entre los individuos como respuestas a la influencia del clima y de la geografía (Samper, Ensayo 156; Arias Vanegas, Nación y diferencia; Nieto Olarte; Martínez Pinzón, Una cultura). En este sentido, las poblaciones prehispánicas que habitaban diferentes nichos ecológicos constituían diferentes razas (Samper, Ensayo 71-72). No existía una raza indígena antes de la conquista, sino múltiples, ya que se encontraban separadas geográficamente. La conquista europea tuvo como consecuencia la circulación de las poblaciones y, por tanto, los cruces raciales entre los diferentes grupos indígenas que hasta entonces se habían mantenido separados: “La conquista, suprimiendo la guerra entre esas razas, las puso en contacto, las hizo entrar en una fusión más ó menos intensa y las modificó, dando lugar á variedades nuevas” (73). En la historia racial trazada por Samper, la dominación colonial produjo los dos eventos que marcarían el destino americano: por un lado, la segregación a la cual fueron sometidos los indígenas y, por el otro, la introducción en gran escala de las poblaciones africanas (59-64 y 68). El establecimiento de un sistema colonial basado en la separación de los indígenas del resto de la población a través de encomiendas y resguardos retrasó el cruce racial, manteniendo a la fuerza a las poblaciones en aislamiento. Samper reprocha al sistema colonial haber mantenido por siglos una política segregacionista que excluyó a los indígenas del mestizaje, destino natural seguido por otras poblaciones. Este problema fue más evidente en el altiplano colombiano, donde el clima favorable permitió a los indígenas seguir reproduciéndose sin contratiempos (63-64). La política española sobre las poblaciones indígenas había, además, desestimulado la propiedad privada y, en su intento por preservar las reglas indígenas sobre el acceso a la tierra y la herencia por vía materna, había impedido una vez más el cruzamiento racial. En los albores de la independencia, los indígenas, en especial, los del altiplano, languidecían en los resguardos comunales, alejados del cruzamiento: “Donde quiera, al estallar la guerra de la Independencia, las tribus indígenas aparecieron como inmensas masas estúpidas, extrañas a la nueva sociedad que las rodeaba, imbuidas en las más deplorables supersticiones, incapaces de toda acción espontánea, y aún de recibir la impulsión de las clases algo ilustradas” (64). En el relato liberal de José María Samper, el segundo evento en la historia
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americana del mestizaje fue la introducción forzada de poblaciones africanas. A pesar de su rechazo programático a la esclavitud, Samper no duda en afirmar que la decisión de traer esclavos negros fue, involuntariamente, un acto revolucionario de los colonizadores españoles que permitió la unificación universal. Apenas diez años después de que la esclavitud fuera definitivamente abolida en la Nueva Granada en 1851, Samper explica su papel en la historia americana: la raza negra había fructificado en América gracias a su disposición para trabajar en climas ardientes análogos a los africanos y, más importante aún, por su vocación reproductiva: “Y esa fecundidad, como la de todas las razas bárbaras, se explica fácilmente al considerar que, faltando en el desarrollo del individuo el equilibrio entre las facultades físicas, morales é intelectuales, las primeras ejercen su imperio casi exclusivo, que se traduce en fecundidad, cuando la inteligencia y la moralidad están deprimidas” (70). Durante los siglos de dominio colonial, cada raza se habría multiplicado con un ritmo diferente. Los africanos y sus descendientes, impedidos de utilizar sus facultades intelectuales, concentraban sus energías en multiplicarse con vigor en aquellas regiones ardientes de la geografía. Tal vez este sea el elemento central que articula el concepto de vigorosidad de la raza negra, que ocupará la imaginación de escritores como Samper y cuyas consecuencias veremos en el próximo capítulo. Los europeos coloniales se multiplicaban con lentitud, debido a sus propios prejuicios culturales y religiosos con respecto al cruzamiento racial. Los indígenas se mantenían estacionarios en aquellas regiones frías del altiplano en donde el sistema colonial los había condenado al ostracismo de la vida comunitaria (70). La visión de Samper no podía ser más pesimista con respecto al pasado colonial americano: “En el Nuevo Mundo no había hasta 1810 sino, de un lado, una minoría de explotadores, y del otro, turbas estúpidas y paralíticas” (42). Samper muestra que el lazo indivisible entre política y raza había empezado durante la dominación española, ya que, como consecuencia del segregacionismo colonial, los mestizos fueron considerados inferiores y excluidos políticamente: “Todo mestizo quedó implacablemente excluido de las ventajas de la vida social y de los puestos públicos, aun los más subalternos” (39). Sin embargo, de entre todos los grupos raciales considerados en su análisis, la peor parte se la habrían llevado los indígenas. Los europeos, a pesar de su resistencia al cruzamiento, contaban con la superioridad intelectual de su propia raza. La sangre africana, con su vigor, robustecía a las demás y se cruzaba en las regiones tropicales con los indígenas de los valles, con quienes compartían la condición servil que les im-
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puso el sistema colonial. Debido a estas diferencias en el vigor de cada grupo, las mezclas que se produjeron en las regiones tienen diferentes características. Samper ofrece un panorama de los tipos regionales colombianos y sus disposiciones laborales, morales e intelectuales: Entre los diversos tipos granadinos (prescindiendo de los puros europeos) escogeremos como los más notables los del criollo bogotano, el antioqueño blanco, el indio pastuso, el indio de la Cordillera oriental ó Chibcha, el mulato de las costas ó del bajó Magdalena, el llanero de la hoya del Orinoco, y el zambo batelero llamado en el país boga. Cada uno de esos tipos es la representación de un cruzamiento, ó de una raza ó de una modificación producida por la acción del medio físico y social. (Samper, Ensayo 83)
Al asociar tipos regionales con perfiles raciales, Samper ofrece uno de los primeros intentos sistemáticos de racializar las regiones, una forma de ideología racial de vasta importancia en Colombia, como ha demostrado Peter Wade para el siglo xx en su libro Blackness and Race Mixture. The Dynamics of Racial Identity in Colombia. Resulta novedoso que en Samper esta racialización se alimente de algo más que del paradigma geográfico: proviene no solo de la influencia del clima, sino de la historia de los cruzamientos raciales y de características tan inasibles como “el ardor” de las mezclas que allí se cruzaron: El mulato, mucho más alto en la escala social [que el africano], porque en su tipo se combinan las tendencias generosas del europeo y el ardor de la sangre africana, se muestra valeroso en los combates, se sirve de todas las armas, acepta todos los climas con admirable elasticidad, y es de todos los mestizos el que más se acerca á la comprensión de la revolución. (184)
A pesar de que ideas como el ardor o el vigor de las razas aparezcan tan frecuentemente en los argumentos, es difícil precisar en qué consiste esta referencia. Se trata de una característica que no se describe, pero que poseen los africanos y, en ocasiones, los españoles y de la cual carecen los indígenas. Por supuesto, se trata de diferentes cualidades: el vigor europeo está asociado a sus virtudes intelectuales y el ardor africano a una implacable voluntad reproductiva. Esta asociación entre ardor y sexualidad requiere un análisis detenido por su influencia en la manera en que se concibe el mestizaje y en su proceso paralelo de regionalización de las razas. En Subjects of Crisis. Race and Gender as Disease in Latin America, el crítico literario Benigno Trigo analiza la obra de Samper y de
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su contemporáneo Jorge Isaacs estudiando la ansiedad que las uniones interraciales producían en estos autores por su miedo a perder el control sobre la reproducción. Trigo basa su análisis en una lectura de la teoría de la degeneración de las razas superiores por el contacto y la mezcla con las inferiores, en boga entre los intelectuales europeos hacia mediados del siglo xix. Desde su punto de vista, la escritura de Samper e Isaacs deja ver su temor a la degeneración y a la pérdida de virilidad, factores que comprometían el futuro de la nación (Trigo 47-68). Su sugerente análisis propone que, para contener este riesgo, se hacía necesario controlar la sexualidad, especialmente la femenina, en constante peligro de mezclarse y, por tanto, de degenerar. Si bien el control de la sexualidad femenina es un tema central en la definición de la blancura de las elites, para liberales como Samper y Ancízar, las uniones interraciales garantizan la unidad nacional y la progresiva blancura de las poblaciones. En la lógica de Samper, la mezcla racial no es una amenaza que produzca degeneración, sino una realidad que consolida el proyecto político de la nación y lleva a cabo el destino político de América. ¿Cómo se explica este cambio de énfasis? ¿Cómo una ideología republicana podía superar los miedos y prejuicios coloniales acerca de las mezclas? ¿Cómo podía generar un contradiscurso a favor de las uniones interraciales que desafiara el miedo europeo a la contaminación y la degeneración? Para responder este dilema, debemos pensar las uniones interraciales en términos de género. Como antídoto frente a la ansiedad por controlarlas, la argumentación de Samper a favor del mestizaje prescinde de los cuerpos femeninos y pone su énfasis en los masculinos. En su historia de los cruzamientos raciales, los grandes protagonistas y agentes son hombres y son sus deseos reproductivos los que revitalizan un proceso de otra manera estancado en el sopor colonial. Los cuerpos que se unen son los de los colonizadores masculinos y los de las subalternas femeninas, y no al revés. El deseo subrepticio y prohibido pone la historia en movimiento, pero el sujeto que desea –el agente del proceso– es europeo: “A pesar del desprecio con que los españoles miraban a los indios, los encomenderos solían, en sus ratos perdidos, hacer alianzas de contrabando: la alianza del león, o del señor feudal con la hija del siervo” (Ensayo 47). Ese mismo deseo se convierte en un acto político fundacional que restituye la masculinidad a la historia del mestizaje y la aleja de cualquier ansiedad. Más aún, las uniones interraciales evidencian la virilidad de los blancos y su poder sobre los cuerpos femeninos subalternizados por su condición racial.
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Por eso, a diferencia de la teoría racial europea sobre la degeneración de las razas, en la teoría neogranadina de Samper, el cruzamiento no debilita ni tampoco conduce a la degeneración, por el contrario, “de esos contubernios de nuevo género fue naciendo una casta varonil, inteligente, notablemente blanca, animada por una aspiración vaga, que un día debía llamarse patriotismo y encontrar su símbolo en la revolución democrática. ¡Jamás el opresor engendra impunemente en el seno de la raza oprimida!” (47). Aunque reconozca que el cruzamiento racial es fruto del contubernio, de la cohabitación ilícita, esto no crea grandes ansiedades en Samper, y, si las provoca, el carácter varonil y blanco de la nueva casta despeja cualquier temor. El adjetivo varonil ubica claramente la historia del mestizaje en coordenadas de género, en las cuales son los hombres quienes se reproducen. El proyecto fundacional del Estado-nación requería de la existencia de esta casta, que por su perfil racial no podía tener otra vocación política que la democrática. En la última frase de la cita anterior, Samper parece expresar una venganza hacia el colonizador y su sistema segregacionista. Al enunciarla, el yo narrador de la historia se aleja de la raza del colonizador y se acerca retóricamente al nuevo grupo, que será la semilla de la nación, una semilla masculina y blanca sobre la cual se funda una nación plebeya, de mestizos blancos y en proceso de ser blancos. Una blancura que no se define por la pureza de sangre, sino justo por la presencia de esa semilla blanca, varonil y masculina sobre la cual está fundada. Pero, mientras la nación plebeya prescinde de la pureza, esta misma se convierte en el fundamento de la blancura nacional y es a través de ella que las elites blancas se mantienen en la cima del sistema jerárquico de poder, basado en su incuestionada superioridad racial. El marcado carácter ilegítimo de las uniones interraciales se refleja en el vocabulario mismo que Samper emplea para pensar en ellas, a pesar de se trate de su más firme defensor: “alianzas de contrabando”, “contubernio”. ¿Cómo resolver la tensión entre la centralidad del mestizaje en el proyecto político liberal y su condición de ilegitimidad? Durante su Peregrinación de Alpha, el mismo Manuel Ancízar había prestado mucha atención al tema de la legitimidad de las uniones. El proyecto de biocontrol liberal de las poblaciones ponía su acento en el tema de las uniones legítimas y monógamas y su papel en el desarrollo de la nación. Por eso, uno de los principales intereses de Ancízar en cada pueblo había sido revisar los registros parroquiales para calcular el porcentaje de uniones legalizadas a través del matrimonio, así como el número de colombianos nacidos de uniones legítimas. Este indicador le permitía calcular la bondad de una población: “Para graduar la
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bondad moral de los betulianos bastará saber que en los últimos doce meses (de mayo de 1849 a mayo de 1850) hubo 16 matrimonios y 63 nacimientos, de los cuales solo 5 ilegítimos, es decir, el 7,3 por 100, cifra mínima que ningún otro pueblo del Socorro presenta” (Ancízar 173). Esta preocupación por la legitimidad no era para menos, ya que tanto Ancízar como Samper confiaban en la modificación de las conductas de los habitantes como camino hacia el progreso nacional y, en cierta medida, hacia el blanqueamiento. Su idea de mestizaje tenía que ver con un cambio dirigido desde las costumbres indígenas y africanas hacia las europeas: un cambio en el vestuario, la habitación, la estética y la familia. ¿Cómo conciliar entonces esta búsqueda de legitimidad y moralidad entre los plebeyos con las imágenes del contubernio que describe Samper? Construyendo sobre el argumento de Trigo sobre la ansiedad que producía la pérdida del control sobre la sexualidad inmanente en las uniones interraciales que hacen posible el mestizaje, podemos decir que Samper emplea dos mecanismos para sobreponerse a dicha ansiedad y, de esta manera, desafiar la ilegitimidad del mestizaje: un dispositivo de género y otro cronológico. Por una parte, la narrativa de Samper fija las identidades de género de la pareja que se cruza: el hombre blanco y la mujer colonizada. Como consecuencia, la misma unión interracial es una expresión de la virilidad blanca. Sin embargo, al reconocer que también la sangre africana posee esta vitalidad, Samper crea una ambigüedad y abre la puerta a una tensión: el riesgo de que la vigorosidad de la sangre negra invierta los términos de género del cruce racial. Esta tensión no se resuelve y queda en el aire en el texto. Apenas unos años después de la publicación del Ensayo, Soledad Acosta de Samper, esposa de José María, volverá sobre este punto para presentarnos aquello que su esposo omitió: la posibilidad de un cruce racial que invierta los términos de género y de poder sobre los cuales está inscrito el proceso de mestizaje nacional: una historia en que la blanca sea una mujer, aspecto que exploraremos en el siguiente capítulo. Por otra parte, Samper emplea otro mecanismo para desafiar la ansiedad que produce la ilegitimidad de las uniones interraciales. En su argumento, esta unión se desplaza hacia el pasado colonial de la nación: si bien hubo algo de ilegítimo en aquellas uniones, estas ocurrieron en el pasado. Las guerras de independencia señalan un momento de ruptura, ya que fueron la oportunidad para que los sectores mestizos excluidos durante la colonia ascendieran en la jerarquía social a través de su participación en el ejército. La independencia ofreció la condición
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histórica que hizo posible la democracia al abrir las puertas del ascenso social a través de los méritos individuales. Samper encuentra el mayor ejemplo histórico de la vocación democrática de las nuevas repúblicas americanas en el ejército libertador. Para esto contrapone las figuras de Simón Bolívar y José Antonio Páez como héroes de la independencia. Mientras el primero ingresó en el ejército con grado de coronel de milicias, el segundo tuvo que ascender lentamente, desde los lugares más humildes de la jerarquía, convirtiéndose en el gran ejemplo del mestizo de cuna plebeya y “oscuro llanero” que llegó hasta las más altas posiciones políticas gracias a su mérito personal. Durante las guerras de independencia, la guerra impuso la democracia: “Los ascensos de los hombres de color fueron debidos exclusivamente al heroísmo” (Samper, Ensayo 187). El general Páez es el gran ejemplo del mestizo nacional, enaltecido por sus propias obras en el seno de la democracia. Emocionado, Samper describe a Páez como el nudo definitivo que enlaza raza y política en la construcción de la nación: “Como él millares de indios, mulatos, mestizos y aun negros puros, se levantaron desde la oscuridad del soldado hasta la categoría de coronel, general, almirante, etc., formando una aristocracia militar de la más democrática composición” (187). El argumento de Samper intenta explicar la vocación americana por el republicanismo a través de una realidad sociorracial que vincula los matrimonios interraciales y la independencia como base del éxito del mestizaje colombiano. A juzgar por la reseña ya mencionada de Reclus, aparentemente logró convencer a sus lectores europeos. En ella, el intelectual francés resume como uno de los mayores logros del libro de Samper su éxito para probar lo específico de la conformación racial de las poblaciones colombianas: “El contacto incesante, los matrimonios interraciales, las tradiciones de fraternidad creadas por la guerra de Independencia cimentaron la unión social entre todos los descendientes de vencedores y vencidos, amos y esclavos, cuyos odios feroces han llenado páginas enteras de unas de las más tristes historias modernas”. (Reclus, traducido por Languebaek 202). En la sociedad colombiana vislumbrada por Samper, la realidad racial americana ha hecho de la democracia la forma política por excelencia. No obstante, aunque esta construcción política fusione raza y democracia, está muy lejos de parecerse a la idea de democracia racial defendida un siglo más tarde por los intelectuales brasileros a partir de Gilberto Freyre. El ascenso del mestizaje no borra las desigualdades sociales entre diferentes razas, sino que, por el contrario, las integra en un sistema jerárquico. Para el pensador liberal del siglo xix, la historia y la naturaleza han
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impuesto sobre los individuos profundas diferencias en sus virtudes y talentos, las cuales articula en su idea de raza. Para Samper, la principal división en la sociedad es la racial, creada por la historia y la naturaleza. Sin embargo, esta desigualdad innata no riñe con la democracia. La racionalidad democrática liberal construye un perfil racial para cada individuo y a partir de este articula su acceso a la ciudadanía y a las instituciones democráticas. En sus propias palabras: “Allí donde la naturaleza y el tiempo han creado ciudadanos negros, blancos, amarillos y pardos, destinados a vivir juntos, la república democrática es la única forma racional” (171). El recorrido intelectual de Samper por la historia y la geografía colombianas ha servido para naturalizar ese perfil racial del ciudadano.
Región y raza Los textos de Ancízar (1853) y Samper (1861) ayudaron a construir la imagen de una nación mestiza: Ancízar ratificaba que, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, avanzaba una población mestiza, progresivamente blanca y Samper ofrecía las bases históricas y geográficas que habían hecho posible ese mestizaje. En los dos textos, el foco de atención no está en el individuo mestizo, sino más bien en el mestizaje como proceso triunfante, representado en una serie de tipos regionales: el antioqueño, el bogotano, el santandereano y el pastuso, cada uno con una mayor o menor influencia de las razas blancas, indígenas o africanas.33 Como consecuencia, el mestizo nacional en realidad da paso a una serie de tipos regionales de diferentes apariencias, personalidades y talentos que Samper describe en detalle en algunas secciones del Ensayo y especialmente en su apéndice La Confederación Granadina y su población. Como consecuencia, el mestizo no es un tipo homogéneo, sino que sufre variaciones en cada región. Este principio sienta las bases de la racialización de las regiones y de su papel en la definición de una ideología racial colombiana. Así lo entiende también Reclus cuando afirma: No hay que creer que esta fusión general haya hecho que todos los colombianos tengan el mismo tipo de fisonomía, el mismo color, Uso el plural para enfatizar que Samper concibe la raza como asociada a la geografía y, por tanto, dos razas blancas que habitan diferentes nichos geográficos constituyen dos razas, aunque las dos sean blancas. 33
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las mismas características raciales; por el contrario, no existe otro país en el mundo tan rico en variedades de tipos diferentes por los rasgos, el tono de la piel, la estatura y la actitud. No obstante, a pesar de esta diversidad sin igual, todos esos elementos que se cruzaron en tierra colombiana en proporciones desiguales y variables forman aun así una nación compacta, y el sentimiento de patria es el mismo en la mayoría de esos hombres que difieren por su color y origen. (Reclus, traducido por Languebaek 202)
En total concordancia con el principio decimonónico que liga el mestizaje con el blanqueamiento y a pesar de la diversidad de tipos, esa nación compacta de la que habla Reclus y que propone Samper es principalmente una nación blanca. En su Ensayo ofrece las siguientes estadísticas sobre la composición racial de Colombia y las naciones vecinas para el final de la etapa colonial: Blancos
Indios
Pardos
Negros esclavos
Ecuador
157.000
393.000
42.000
8.000
Nueva Granada
877.000
313.000
140.000
70.000
Venezuela
200.000
207.000
433.000
60.000
1.234.000
913.000
615.000
138.000
Totales
(tomado de Samper, Ensayo 63)
Es interesante notar que en las categorías sociorraciales que Samper emplea para hablar de la nación no se encuentran los mestizos. En una nota a pie de página al frente de “Nueva Granada”, el nombre de Colombia en el siglo xix, Samper aclara: “Conviene hacer notar que bajo la denominación común de blancos no solo se comprendía á los españoles y criollos puros, sino también al gran número de mestizos de español e indio, enteramente blancos” (78). Esta noción de un mestizo que es blanco perdura a lo largo del siglo xix, justificada en las observaciones estéticas de Manuel Ancízar atrás discutidas, y hace de la zona andina una región a la vez mestiza y blanca y, más aún, de Colombia un país a la vez mestizo y blanco en el discurso de Samper. No obstante, los mestizos blancos no son el único resultado posible de los cruzamientos interraciales coloniales: “No debe olvidarse, sin embargo, que los censos coloniales eran muy deficientes respecto
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de los indios y mestizos pardos”, comenta Samper con respecto a las estadísticas que acaba de presentar (78, mi énfasis). Estos otros mestizos, los zambos y los mulatos, fueron la fuente de innumerables piezas literarias, dedicadas a su defensa o condena, especialmente cuando toman cuerpo en los bogas del río Magdalena. Lo que verdaderamente resulta interesante es que toda la literatura del siglo xix los desplazó fuera de los límites de la región andina, hacia las vertientes cálidas de las cordilleras, para vegetar sobre el río, lejos de la civilización de las ciudades. Sobre ellos escribía Rufino Cuervo en 1840: Inherentes a la raza de que trae su orijen i al clima en que vive, son por la mayor parte sus defectos. Supersticioso como el español i camorrista como el africano, de cuya mezcla ha nacido, soporta con pena el trabajo en medio de los ardientes calores de un sol abrazador. Sin educación, sin familia, porque el boga casi nunca conoce a su padre, es un ser aislado, ignorante, imprevisivo y lleno de resabios34.
El procedimiento por el cual los mestizos oscuros resultaban desplazados simbólicamente hacia los márgenes de la geografía andina forma parte de una ideología que vinculó la geografía con la raza y, por tanto, a cada región con cierto tipo racial. A pesar de todos los matices, del infinito número de castas y cruzamientos posibles, para Samper la historia y la geografía produjeron una “geografía inevitable y fatal” que se resume así: “Los blancos ó indios de color pálido bronceado y los mestizos que de su cruzamiento naciesen, quedarían aglomerados en las regiones montañosas y las altiplanicies; mientras que los negros, los indios de color rojizo y bronceado oscuro, y los mestizos procedentes de su cruzamiento, debían poblar las costas y los valles ardientes” (Ensayo 70-71). Probablemente el punto más paradójico al considerar la geografía racial dibujada por José María Samper es su propio nacimiento en Honda, lejos de las regiones andinas, en pleno corazón del trópico, en el calor de los valles interandinos. A pesar de que Samper sintetiza la imagen perfecta del bogotano del siglo xix –blanco, letrado y culto–, él, como muchos otros bogotanos, había nacido y crecido fuera de la ciudad. Estaba a punto de cumplir diez años cuando, en 1838, realizó su primer ascenso desde Honda a Bogotá para hacer estudios secundaEste relato de Rufino Cuervo fue publicado bajo el título “El boga del Magdalena” originalmente en El Observador (16 de febrero de 1840). El Mosaico n.º 33, Bogotá, 1859: 265- 266. 34
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rios en uno de los colegios de la capital. El mismo hombre que en 1861 ponderaba la dulzura del clima de los Andes reconocía en sus memorias que su primera impresión al sentir el frío había sido desagradable: “Si el frío del Aserradero y el Botello nos pareció terrible, el espectáculo de la Sabana del Funza nos desagradó” (Samper, Historia de una alma 118). En el año de 1838, José María y su hermano Rafael pasaron de ser “sencillos provincianos, como éramos, y calentanos como aquí llaman a los de tierras cálidas” (118) a convertirse en “cachifos” (140), es decir, en jóvenes bogotanos, blancos y letrados. A través de su ascenso a la cordillera, Samper reclamó su lugar en la geografía racial colombiana, aquella organización jerárquica que él mismo describía así: “En las tierras altas, los blancos y blanquecinos y los indios más asimilables; en las tierras bajas, los negros y negruzcos ó pardos, las castas zambas y mulatas” (Ensayo 70). La vida republicana y las reformas liberales querían acentuar el mestizaje como proceso, pero no aumentar el número de mestizos, ya que, si se trataba de individuos claros y estéticamente aceptables, empezarían a llamarse blancos, y, si oscuros, se clasificarían dentro del grupo de indios, de pardos o de zambos, este último casi tan impreciso y difuso como su aspecto. En su relato “Seis horas en un champán”, José Joaquín Borda los describe así: “Entre mis remeros había pieles de distintos matices, según el grado de sangre negra, blanca e india que circulaba en sus venas; el amarillo cobrizo, el de aceituna española, es decir, verde pálido, el morado oscuro y el negro de azabache” (286). Mestizos al fin, los mestizos oscuros continuaron llevando sobre sí la carga de la ilegitimidad, del contubernio, aquella de la cual los mestizos más claros se libraron gracias a la pluma de Ancízar, que los hizo moral y estéticamente agradables, y de Samper, que los convirtió en la base de la nación. En las márgenes del Magdalena viven aquellos mestizos oscuros, el indefinido grupo de zambos y pardos, más cercanos a la naturaleza que a la civilización, cuya redención o perdición será materia de la pluma de todo aquel letrado que remonte el río (Riaño; Martínez Pinzón, Una cultura). En su relato, Borda describe un universo más animalesco que humano, en el cual ni siquiera el matrimonio rompe con la representación deshumanizante del mestizo oscuro: Entre mis remeros había uno que llevaba el nombre de Satanás, otro el de Culebra, y por ese orden todos los demás. Tigrillo era un hermoso cuarterón de 26 a 28 años, vigorosamente musculado. Iba a casarse aquella misma noche en una de las poblaciones del Magdalena, y esto me explicó
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el misterio de verlo adornado con una camisa de lino muy prensada y anudada en el cuello con una cinta de color de fuego. ¿Por qué extrañarlo? ¿No tienen también los leones sus amores? (286)
Puestas así las cosas, contamos con varios elementos que definen cómo los ideólogos liberales concebían el mestizaje republicano: como un proceso de blanqueamiento cuyas bases ocurrieron en la Colonia, surgido de uniones interraciales con claras definiciones de género, entre un hombre blanco y una mujer que no lo es. En el caso andino, descrito por Manuel Ancízar, con frecuencia se trataba de uniones entre indígenas y blancos, en las cuales estos últimos resultaban preponderantes. El mestizaje producía una progresiva unificación de la nación, pero su producto era un tipo racial que aún podía ubicarse dentro de lo blanco, y en esto se diferencia claramente de los discursos sobre el mestizaje que alcanzarían una posición hegemónica en el siglo xx. El mestizaje entrañaba riesgos raciales, pero no se trataba de la degeneración, sino del temor a aquellas uniones que, en vez de producir sujetos masculinos cada vez más blancos –aquella “casta varonil” de la que hablara Samper–, produjeran sujetos “mestizos de indio” o “mestizos de indio y africano”, como los llamara Ancízar, o zambos, como los llamaban Samper, Borda o Cuervo. Narrativas nacionales contemporáneas como las de Colombia aprende continúan relegándolos a un lugar marginal en la literatura del siglo xix. Es difícil explorar quiénes eran estos sujetos, pues no se los representa en la literatura más allá de su papel como bogas en el Magdalena. Más aún, en general pocas veces la literatura colombiana vuelve los ojos hacia las uniones interraciales. El siguiente capítulo explora desde una perspectiva que privilegia la formación de masculinidades cómo se representan –ya no en el ensayo y la narrativa de viajes, sino en la novela y en los romances– estas uniones entre sujetos provenientes de diferentes grupos sociorraciales, en las cuales mujeres blancas de la elite se unen a los esquivos mulatos neogranadinos del siglo xix.
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Capítulo 4 El mulato renuente. Género, ficción y utopía en las uniones interraciales de la literatura colombiana del siglo xix “Todos los días se verifican enlaces entre personas blancas de las mejores familias y gentes de color. Donde quiera se ve á los indios, mulatos y mestizos elevarse, por su talento, su saber, su valor ó sus virtudes, á los mas altos puestos en el gobierno, en la magistratura, en los parlamentos, en el ejército, en la diplomacia, en el foro, en el sacerdocio, en el profesorado, etc. La prensa, la tribuna, la escuela, la universidad, las elecciones, la defensa armada, etc., les sirven á todas las razas y castas como medios de elevación en todos sentidos; y jamás el color ó la cuna constituyen la base de una virtud ó de un pecado original. Una sociedad que se desarrolla bajo tales principios ¿no será digna de simpatía y de inspirar confianza en su dichoso porvenir? Creemos que sí”. (José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas, 1861) “[…] si ella no tuviera repugnancia por ser tú negro, cásate con mi hija y hazla feliz”. (José María Samper, Florencio Conde, 1875)
En 1885, un viejo José María Samper escribía desde Ubaque, en la zona alta de los Andes orientales, para regresar al tema que desde hace años había constituido el eje de su pensamiento: “La sociedad colombiana es un compuesto de razas y de variedades mestizas muy diferentes, que apenas si se hallan en vía de amalgamación” (Filosofía en cartera 56). Sin el mestizaje, sin la consolidación de la población a través de los cruces sucesivos, la nación no podrá encontrar una unificación. Su Ensayo sobre las revoluciones políticas, publicado en 1861, constituye una “teorización totalizadora del mestizaje”, como afirma la crítica literaria Patricia D’Allemand (José María Samper 39). En el pensamiento de Samper, “el mestizo es un mal menor” frente al riesgo de una nación desarticulada y fragmentada en razas (D’Allemand, José María Samper 41). Como es frecuente en la pluma de Samper, sus disquisiciones sobre el mestizaje y la nación están acompañadas de descripciones en las que caracteriza cada raza del país, presentando
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sus virtudes y defectos. El blanco tiene el privilegio de encabezar la lista, seguido de los indios y los negros, probablemente porque son los tipos puros. A continuación, describe las clases de mestizos nacionales: el mestizo de español e indio, el mulato, “o mestizo de español y negro” y, finalmente, el zambo, “mestizo de Indio y negro” (56). Sin lugar a dudas, su listado ofrece un principio de organización racial –sino de jerarquía– en el cual se aprecia fácilmente el predominio del hombre blanco como factor que estructura todos los órdenes. La nación tiene un lugar para aquellos mestizos en los cuales la sangre blanca participa de la mezcla; no obstante, para el zambo, el último de la lista, Samper reserva sus palabras más duras: “Es cobarde, bajo, canalla por naturaleza, y sólo puede servir para el oficio de bogador, pero ladrón ratero” (57). A pesar de la posición privilegiada del blanco en esta lista, el conjunto más complejo y extenso de atributos corresponde al mulato, de quien afirma: Feliz imitador de todo y muy inteligente, pero vano y petulante; galanteador y revolucionario en sumo grado; amigo de perfumes, afeites y vestidos elegantes; ambicioso, interesado y pérfido; audaz y altivo, pero versátil en sus ideas y propósitos; locuaz y aficionado a la oratoria, burlón y gritón; muy adicto á la música y la danza; diestro pendolista y muy hábil para el comercio. (56)
Este personaje inteligente, alegre, diestro en la música y vanidoso que emerge de esta descripción no pasaría desapercibido en la escena social y mucho menos en la literaria. Por eso no es sorprende que sean mulatos los personajes de Federico en “Federico y Cintia”, de Eugenio Díaz Castro (1859), Santiago, en la novela Mercedes, de Soledad Acosta de Samper (1869), y Florencio Conde, en la novela del mismo nombre de José María Samper (1875). Los tres relatos ofrecen ejemplos de un tema raramente tratado en la literatura colombiana del siglo xix: las uniones interraciales, especialmente las legítimas. Los romances en la literatura colombiana no rompen los límites impuestos por el origen social, regional, de clase o racial de sus protagonistas. A pesar de los coqueteos de don Demóstenes con las mujeres del pueblo en Manuela, su interés romántico principal seguirá siendo una señorita blanca perteneciente a una familia hacendada de los Andes. En Bruna, la carbonera, el protagonista, don Jorge, se aproxima a Bruna con un amor filial, mientras sus verdaderos intereses románticos residen en una joven blanca de la elite bogotana. Incluso María, de Jorge Isaacs,
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representa una historia de amor entre dos personas que pertenecen no solo a la misma clase social, raza y región, sino incluso a la misma familia. Este panorama de amores en la misma clase, región, raza y el mismo grupo social parece contradecir el marco de las “ficciones fundacionales” estudiadas por Doris Sommer (Ficciones fundacionales) que sirvieron como mecanismos alegóricos de unificación nacional en el siglo xix latinoamericano. Más aún, se oponen abiertamente a la fe de intelectuales como Manuel Ancízar y José María Samper en el mestizaje como mecanismo de unificación de la nación. ¿Dónde están los grandes relatos fundacionales sobre la nación mestiza que representan los amores interraciales que dieron origen a la población mestiza que celebran la Peregrinación de Alpha y el Ensayo sobre las revoluciones políticas? En este último, Samper nos habla del “contubernio colonial” que dio origen al mestizaje y que discutimos en el capítulo anterior. Pero ¿puede una nación fundar su propia narrativa en un acto ilegítimo ocurrido en el pasado? ¿Carece la narrativa colombiana de romances que alegoricen la fundación de la nación? Este capítulo intenta responder a esta contradicción, analizando un grupo de narrativas que específicamente abordan uniones interraciales codificadas en coordenadas raciales y de género específicas: hombres mulatos que intentan o logran casarse con mujeres blancas frente a la oposición de los padres de las mismas. En todos los casos, ellas son descendientes de ancestros españoles, orgullosos de la pureza de su sangre, elemento que les permitió disfrutar de una posición privilegiada en el orden colonial. Se trata de narrativas centradas en amores cercados por la guerra, la pobreza y los conflictos sociales en las que se expresan las pugnas entre los discursos raciales en contienda: uno, centrado en el mestizaje como proyecto nacional y otro, anclado en la pureza de los habitantes andinos, descendientes de los antiguos colonizadores españoles; uno, que privilegia la preservación de la blancura fundada en el pasado hispánico y otro que ve en la mezcla racial el único camino de redención de las inmensas mayorías no blancas. Como ha argumentado Patricia D’Allemand, se trata de una tensión entre la integración racial y el segregacionismo colonial (José María Samper) que prevaleció en el discurso racial del siglo xix y que, como afirma Frank Safford, permeó la mentalidad de las elites criollas en dicho siglo xix. Estas narrativas revelan la forma en que género, clase y política se intersectan en la construcción de las formaciones raciales nacionales. Los discursos sobre el mestizaje se codifican en patrones de género,
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es decir, asignan identidades raciales y de género a los protagonistas que se repiten en los diferentes relatos, a pesar de las diferencias en las tesis, los propósitos y el desarrollo de la narrativa. El trabajo de Doris Sommer en Ficciones fundacionales demostró por primera vez el papel central de estas configuraciones de género en la formación de discursos políticos sobre la nación y sus habitantes. Lo que resulta novedoso en las historias colombianas de amores interraciales es que se trata de una configuración de género diferente de aquella que Sommer analiza en los romances fundacionales latinoamericanos, en los cuales la figura masculina es blanca y la femenina es indígena o afrodescendiente. Al mismo tiempo, se trata de una matriz de representación que difiere de aquella estudiada en el capítulo anterior y que servía a José María Samper para pensar el mestizaje como un cruce interracial ocurrido en el pasado entre colonizadores masculinos y colonizadas femeninas. A lo largo de este capítulo argumentaré que las tramas de estas historias de amor pueden ser leídas como pugnas entre masculinidades, entre los padres de las mujeres, blancos de antiguas familias de origen español, en otro tiempo poderosos y ahora empobrecidos, y los pretendientes mulatos en proceso de ascenso social gracias a las oportunidades creadas por las guerras de independencia y las reformas liberales. Más aún, las uniones interraciales representadas en estas narrativas exploran la construcción de una masculinidad blanca republicana, enfrentándola con masculinidades mulatas emergentes que le sirven como contraposición o con decadentes masculinidades coloniales cuyo privilegio se fundaba en valores ajenos a la lógica de la nación. El romance interracial sirve aquí para explorar las diferencias entre distintos tipos de hombres blancos: el patriota capitán que muere pobre y no duda en entregar la mano de su hija blanca a un negro liberto en Florencio Conde; el joven capitán patriota despreciado por una joven blanca, pero que la ayuda cuando tiene oportunidad en Mercedes, y los viejos padres de origen español que se resisten a que el orden racial colonial sea alterado por las nuevas realidades políticas que emergen de la vida republicana. En efecto, la tensión entre diferentes masculinidades racializadas muestra que en estas representaciones está en juego la construcción de una masculinidad blanca, de la cual se habla por oposición a las negras, zambas o indígenas. Estos relatos exploran los límites y las posibilidades de la noción de blancura, introduciendo como elemento central de la trama el romance a la manera de las ficciones fundacionales de Doris Sommer. Pero, a diferencia de la noción desarrollada por esta, estos textos están
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más comprometidos con las tensiones acerca de la preservación de la blancura que con la promoción de un mito de unificación nacional, un logro que les parecía imposible a los pensadores del xix, como bien lo presenta nuevamente Samper: La diversidad de climas, las guerras civiles y las prácticas de una democracia tumultuosa, han revuelto en Colombia todas esas razas y variedades, sin alcanzar todavía á producir una sólida amalgamación, ni crear en la sociedad un carácter verdaderamente nacional, por mucho que predominen las tradiciones españolas y los instintos republicanos. (Filosofía en cartera 57)
En un ambiente intelectual en el cual el mestizaje se entiende como un paulatino proceso de blanqueamiento de los ciudadanos, la representación de las uniones interraciales, más que ofrecer una alegoría sobre el nuevo ciudadano mezclado, dan la oportunidad de construir masculinidades blancas que intentan asentar su superioridad a partir de su comparación con las representadas como racialmente diferentes e inferiores. En “Federico y Cintia”, la subjetividad blanca que se perfila es la del padre, que intenta afincar su superioridad en su estatus como descendiente de la elite europea que dominó el territorio desde el pasado colonial. En este caso, el autor Eugenio Díaz Castro usa el contraste entre el personaje mulato y el blanco como un mecanismo para señalar los límites del proyecto liberal. En Mercedes, de Soledad Acosta de Samper, el esposo mulato constituye un dispositivo que acentúa la crisis moral del personaje femenino y que sirve de contraste con las otras figuras masculinas en su vida: su padre y su enamorado, españoles blancos. En estas dos narraciones, se trata de un combate por la defensa de la superioridad de los blancos frente al embate igualitario de aquellos que durante el reciente pasado colonial se hallaban en posiciones de subalternidad. Los personajes mulatos masculinos buscan acceder a una unión con una blanca a través de un matrimonio legítimo, creando así un vínculo social de solidaridad y ayuda mutua con la elite blanca, un sector sociorracial del cual se hallaban excluidos. En contraste, Florencio Conde, la novela de José María Samper, promueve la idea de que el mestizaje es la vía para la unificación nacional, a través de sucesivas mezclas raciales que abarcan varias generaciones, ofreciendo posiblemente el único intento de construir una ficción fundacional basada en esta idea. Una revisión de la historia colombiana durante el periodo republicano muestra que la inequidad social colonial nunca llegó a romperse
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en realidad, trayendo como consecuencia una historia de conflictos y divisiones (Palacios y Safford). Sin embargo, a mediados del siglo xix, una sucesión de rebeliones indígenas y afrocolombianas en el Cauca (Rappaport, La política de la memoria; Sanders), así como la artesana en Bogotá de 1854 (Sowell), crearon ansiedad entre las elites sobre su capacidad para controlar a las poblaciones y cierto miedo a la emergencia popular. A su vez, la expansión de un discurso igualitario liberal entre los jóvenes letrados de la ciudad podía acentuar estas tensiones. Eso explicaría por qué buena parte de la literatura de ese periodo esté dedicada a analizar las tensiones sociales entre grupos subalternos y la elite (Escobar Rodríguez). En parte, aquello que se halla en discusión es la superioridad misma de la elite frente al pueblo, y de ello da cuenta la narrativa. Aunque los tres relatos de los que se ocupa este capítulo abordan los mismos personajes –el padre blanco, su joven hija y el mulato pretendiente–, cada uno desarrolla la trama desde diferentes perspectivas. Eugenio Díaz Castro y José María Samper relegan sus personajes femeninos a un papel mínimo, como objeto de amor, como posesión del padre y como mercancía en un intercambio entre masculinidades. En contraste, Soledad Acosta de Samper desarrolla en profundidad la psicología de la mujer, convirtiendo las masculinidades del padre blanco y del esposo mulato en elementos secundarios cuya única finalidad es explicar el desarrollo de la psiquis del personaje principal femenino. José María Samper, el ferviente defensor de la mezcla racial, que sin embargo nos alerta sobre los rasgos menos deseables del mulato, nos presenta un relato centrado justamente en este personaje. En Florencio Conde, el mulato tiene una profundidad histórica que incluye la generación anterior a través de su padre, un hombre negro que –nacido como esclavo– se enriqueció gracias a su propio trabajo y que se había casado con una mujer blanca. Son dos generaciones de hombres de color unidos a mujeres blancas, un ejemplo del blanqueamiento tal y como lo imaginaban los letrados del siglo xix, sin embargo, cada unión habría de producirse en un espacio diferente. La primera ocurre en Honda, la ciudad en los márgenes entre la tierra caliente y los más civilizados Andes. Allí no existe la oposición del padre blanco, quien ya había muerto y que tenía una alta estima por el personaje negro. La segunda constituye el elemento central del conflicto de la novela y se desarrolla en Bogotá, el punto más alto de la geografía racializada de la nación, en donde no puede pasar desapercibida la unión entre un mulato, aunque educado y con dinero, y una mujer de la elite.
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En las tres narraciones, caracterizo al personaje del mulato como renuente, ya que en las dos primeras (Díaz Castro y Acosta de Samper) este aparece solamente como un elemento que ayuda a mostrar las diferencias entre distintos tipos de personajes blancos (mujeres blancas pero empobrecidas, blancos liberales, blancos descendientes de españoles). El mulato permanece oculto, renuente a emerger en la narrativa como unificador nacional. En la narración de Samper, resulta un personaje positivo, casi sin mancha, heredero de un virtuoso padre negro y de una abnegada madre blanca. La oposición del padre blanco de la muchacha sirve para temperar la vanidad y petulancia que Samper le achacara en Filosofía en cartera. La renuencia aparece aquí más como una forma de caracterizar las dificultades de Samper para reconciliar su profunda fe en la mezcla racial como camino hacia la unidad nacional y su mirada poco generosa con respecto a la población no blanca de la nación. Estas historias revelan las contradicciones que se producen en la intersección entre clase, región y raza en el discurso liberal de la joven nación, que intenta conciliar sus tensiones. Los jóvenes mulatos han logrado conquistar una seguridad económica, aunque su posición en la jerarquía carezca de la legitimidad que hasta entonces ha estado restringida a los blancos. Y allí es donde se enfrentan estas dos masculinidades, como puede verse con más claridad si regresamos al viejo José María Samper, describiendo a un mulato en 1885: “En religión, descreído; rico de imaginación, pero sin seriedad en sus ideas; muy adicto á la riqueza para gastársela; capaz de aprenderlo todo, pero ingobernable; y tan inclinado a lisonjear al poderoso como á tiranizar al débil” (Filosofía 56). ¿Acaso no sería el deber de un honorable padre de familia mantener a sus hijas alejadas de los peligros sociales que representan estos hombres inteligentes, perfumados y lisonjeros? Este parece ser el eje de la narrativa de las historias de “Federico y Cintia” y Florencio Conde, que exploraremos a continuación.
Deseos interraciales: “Federico y Cintia” o el padre blanco como villano En mayo de 1859, el número 22 del periódico literario El Mosaico publicó una historia escrita por Eugenio Díaz Castro titulada “Federico y Cintia, o la verdadera cuestión de las razas”. La historia, en una sola entrega, apenas alcanza tres páginas de extensión y es difícil adscribirla a un género narrativo. Como sucede con frecuencia con los relatos
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costumbristas, se halla cargada de símbolos y referencias a otros textos, particularmente a las novelas románticas; sin embargo, su intención está más cerca de la parodia y de la crítica de este género. Aborda la cuestión de las razas, un tema casi siempre reservado a los ensayos, como aquellos discutidos anteriormente, escritos por Ancízar y Samper, tradicionalmente dirigidos a una audiencia masculina. Más aún, al escribir una narración ficcional, asume un género narrativo dedicado a las mujeres, en consonancia con las distinciones entre género (genre) y género (gender), discutidas en el segundo capítulo, que establecían audiencias diferentes para las obras de ficción y las de política. Pero ¿cuál es la verdadera cuestión acerca de las razas que propone Díaz Castro? ¿Y por qué lo hace desde la ficción y no desde el ensayo? Los intelectuales liberales habían elevado el tema del mestizaje a la categoría de solución para el problema de las razas, pero en el siglo xix este no era el de la exclusión o la discriminación, sino el de la manera en que la nación podía superar el hecho de tener una población compuesta por una mayoría de indígenas, afrodescendientes y un gran número de “libres de todos los colores”, denominación extendida en el tardío periodo colonial (Herrera Ángel). El mestizaje como blanqueamiento ofrecía una posible solución, al menos en los discursos de Ancízar y de Samper. Ya hemos visto hasta qué punto el tema de la vitalidad de la sangre blanca y la virilidad se entrelazaban en el del mestizaje, pero, para que este proceso avanzara como blanqueamiento, se requería de matrimonios interraciales legítimos que involucraran a los blancos. En Peregrinación de Alpha, Ancízar confería una gran importancia a las uniones legítimas como mecanismo de construcción del tejido social local, por tanto, era de esperarse que esa nueva “casta viril”, como la llamara Samper, tendría que provenir de matrimonios legales entre individuos provenientes de grupos sociorraciales diferentes. En Díaz Castro, la verdadera cuestión sobre las razas aflora a través de la imposibilidad de establecer uniones estables debido a los prejuicios de los blancos contra los matrimonios interraciales. La historia narrada por este autor subvierte el discurso racial liberal para mostrar sus limitaciones. Díaz Castro escoge una historia que se opone por completo a las versiones liberales que difirieron el mestizaje y la mezcla racial hacia el pasado colonial, aquel “contubernio” que Samper habría de materializar dos años después en su Ensayo sobre las revoluciones. En primer lugar, la unión interracial, como aparece en “Federico y Cintia”, ocurre contemporáneamente y no se remonta al pasado de dominación española. En segundo lugar, se trata de una inversión en los términos
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de género de la unión interracial: Díaz Castro remplaza al anónimo hombre blanco viril que conquista a la aún más anónima mujer colonizada por la historia de Federico, un hombre decente, educado y urbano, de un color de piel con “una lijera tintura de la del barniz africano” (171). Se enamora y su amor es correspondido por Cintia, la hermosa hija de un blanco local cuyos apellidos develan una línea de parentesco con los conquistadores del territorio colombiano: don Vicente Quesada Lugo. Como acertadamente ha notado Julio Arias Vanegas, son los mismos apellidos de los primeros conquistadores que llegaron al territorio de lo que hoy es Colombia.35 Por medio de esta estrategia, Díaz Castro hace énfasis en que los gobernantes de la nueva nación continúan siendo los descendientes de los primeros conquistadores y que estos, como aquellos, siguen basando su dominio en la discriminación fundada en la pureza de su sangre (Arias Vanegas, Nación 28). Esta es la crítica devastadora de Eugenio Díaz Castro al pensamiento racial liberal: a pesar de la retórica optimista acerca del mestizaje como blanqueamiento, la noción de la pureza de sangre continúa siendo el centro simbólico a través del cual se construyen las diferencias raciales y se distribuye el poder político. Para probar su punto, Díaz Castro construye una figura del padre que es a la vez un intelectual liberal en el foro público y un guardián de la pureza de su sangre española en la intimidad de su hogar. En la tensión producida por esta dualidad de roles, el liberalismo público de Vicente Quesada acaba siendo minado por sus intereses privados. Así se expresa en boca de uno de los amigos de Federico, quien le recomienda: “No confíes mucho en Quesada. No hace ni ocho años que estorbó un buen casamiento que le salió a la fea de su hermana, porque dijo que el novio no le igualaba la sangre, i esto cuando se había deshecho en el Congreso de sahumerios a la igualdad”36 (“Federico y Cintia” 172). Así, el padre blanco, don Vicente Quesada y Lugo, llega a ocupar el lugar central en la narración de los amores interraciales entre Cintia y Federico, tanto literal como figuradamente, ya que la historia está compuesta de cinco personajes: Cintia y su mejor amiga, Domi35 Pedro Fernández de Lugo (muerto en 1536), en su calidad de adelantado y gobernador de Santa Marta, ordenó las exploraciones que condujeron al descubrimiento de lo que luego sería el territorio del Nuevo Reino de Granada. Gonzalo Jiménez de Quesada (1506-1579) comandó la expedición de conquista y fundó la ciudad de Bogotá. 36 Las citas provienen del número 22 del periódico El Mosaico, publicado en mayo de 1859.
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tila, don Federico y su mejor amigo, don Perico, y Vicente Quesada y Lugo, padre de Cintia y principal opositor a los amores entre su hija y el joven artesano afrodescendiente. Don Vicente es viudo e intelectual, más concretamente literato. Participa activamente en la vida política de la ciudad y es orador destacado en las tertulias liberales a las que asiste Federico. Sus discursos públicos en favor de la igualdad y en contra de la colonización española despiertan las esperanzas de este, quien cree reconocer en ellos los signos de aprobación de su relación con Cintia, que meses atrás se ha atrevido a pedir. La respuesta de don Vicente fue perentoria: “I le mandé decir a U. que pusiera los ojos en una buena muchacha de su mismo linaje, que U. era un hombre artesano, pero de un colorcillo que no me gustaba” (172). La palabra linaje juega en esta cita un papel definitivo: lo que distancia a Federico de Cintia es el linaje, “la descendencia o línea de cualquier familia”, según el diccionario de la Real Academia Española (1852). Más que una diferencia socioeconómica, se trata de un asunto de color y de ascendencia. La preposición “pero” separa las dos cláusulas que describen a Federico ante los ojos de Vicente Quesada y la frase “era un hombre artesano” no devela en sí misma ninguna crítica. En cambio, todo el peso del disgusto, de la calificación negativa, está expuesto en el segundo enunciado: “de un colorcillo que no me gustaba”. El texto de Díaz Castro se llena de indicaciones acerca de la diferencia racial entre Cintia y Federico. Desde el título, pasando por las meditaciones románticas de la joven, que, ante la desconfianza con que la tratan los pájaros de su jardín a pesar de su cercanía, se pregunta: “¿Qué pudiera yo hacerles? Quererlos i acariciarlos en mi seno. Ai! la raza, la raza! Tampoco se dejan acercar las chisguitas.37 Si será este un aviso que la Providencia me manda para que no ame a Federico? Si tendrá razón papa en hacerme odiosa una raza!” (171). No hay dudas para el lector: esta historia trata de un amor contrariado por la oposición de un padre que basa su rechazo hacia el pretendiente en virtud de su raza. La separación entre la blanca Cintia y el mulato Federico parece aquí tan natural como el miedo de los pájaros hacia la muchacha, que solo trata de alimentarlos. Más aún, la estructura narrativa de este texto ofrece excelentes pistas para entender la crítica de Díaz Castro al concepto liberal del mestizaje. La historia sigue en muchos detalles el esquema de la narración del amor contrariado: empieza con la descripción de una melancólica joven que languidece de dolor por la oposición de su padre a sus 37
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Coloquialmente, ‘pajarito’, en Bogotá.
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amoríos con Federico. En una enorme casa abandonada, “la mansión de la muerte”, Cintia sufre y su amiga Domitila la consuela. La primera descripción de la joven nos la representa sosteniendo un pequeño libro en su mano. Es una clara señal de que se trata de una lectora, lo cual nos hace no olvidar los debates que circulaban en la época acerca del peligroso efecto corruptor de las novelas en las lectoras femeninas, incitadoras de ensueños apasionados. Su amiga Domitila se encarga de traer a escena estas reprensiones cuando le recomienda: “Recurre a la razon en tus penas, a la piedad i devocion. Las creencias relijiosas son un consuelo para toda clase de sufrimientos. Pero desgraciadamente en esta casa no hai culto sino para dos deidades: amor i plata” (171). El texto nos presenta una heroína que se halla bajo el embrujo del amor. Aún después del suceso con los pájaros, cuando se pregunta si su padre tiene razón acerca de la raza, se responde a sí misma diciendo: “¿Cómo me iban a engañar las inspiraciones del amor?”. Así, la casa de los Quesada Lugo se halla dominada por la ilusión del amor que controla la vida de Cintia y por la ilusión del poder y del dinero, que ejerce un dominio equivalente sobre su padre. Al evidenciar esta situación, la voz de Domitila resulta disonante: rompe con el poder del amor, al que califica de “un delirio pasajero” (171), atrae una mirada crítica y transforma el escenario en casi una parodia de la escena romántica clásica, en la cual la hija se ve dividida entre obedecer a su padre o seguir sus deseos. ¿Quién es este Federico que despierta tal amor en Cintia? Díaz Castro lo representa por primera vez sentado en los portales de Arrubla, en la plaza principal de la ciudad, recibiendo y enviando cartas. Se trata entonces de un letrado, un artesano interesado en la política, que asiste a las tertulias bogotanas en las que se discute sobre la igualdad. Allí es donde ha escuchado la retórica republicana y liberal de Vicente Quesada, que le anima a pedir la mano de Cintia basado en el principio de igualdad que este públicamente pregona. En su capítulo dedicado a las Sociedades Democráticas de Artesanos de Memorias, el liberal Salvador Camacho Roldán (1827-1900) señala que desde 1846 existían asociaciones de artesanos cuyos objetivos eran proporcionarse “auxilio recíproco en caso de enfermedad o muerte, establecer escuelas nocturnas en que se enseñaba a leer y escribir y dibujo lineal” (capítulo IX). Lorenzo María Lleras fundó la primera Sociedad Democrática Republicana de Artesanos y Labradores Progresistas en 1838, con el fin de instruir a estos colectivos. El 4 de octubre de 1847 varios artesanos, entre los cuales se encontraba el sastre Ambrosio López, fundaron la Sociedad Democrática de Bogotá, que también tenía
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por objetivo promover la instrucción de sus miembros. Diferentes estudiosos han señalado el papel de las sociedades democráticas en la alfabetización de los artesanos bogotanos38 (Sowell; Gutiérrez Sanín; Escobar Rodríguez 92-94). Federico parece recordar a los artesanos letrados que participaban en la vida pública de la ciudad hasta la rebelión artesana de 1854, que rompió las simpatías partidistas entre estos y los jóvenes liberales de la elite, como José María Samper. El texto de Eugenio Díaz Castro fue publicado en 1859, cuando apenas habían pasado unos años desde entonces, pero en él aún resuenan los ecos de las movilizaciones artesanas en favor de los liberales. Cuando llega su amigo Perico, don Federico, entusiasmado, le revela que tiene buenas noticias. Perico se pregunta si se trata del regreso de la legitimidad al estado de Santander, una provincia de claras mayorías liberales. Los dos jóvenes demuestran estar muy al tanto de lo que pasa en el acontecer político, aunque temporalmente Federico se halle obsesionado por “la única cuestión de que él se ocupaba ‘la cuestión Cintia’” (171). Algo verdaderamente interesante de la forma en que Díaz Castro nos presenta el personaje de Federico es que hasta este momento no ha introducido su descripción física. Sabemos que la cuestión que estructura la narración es el problema de la raza, pero nos presenta a un hombre instruido políticamente y letrado que atiende sus asuntos mientras está sentado en la plaza principal de la nación. Se trata de una brillante inversión de términos con respecto al hombre de descendencia africana que puebla las descripciones costumbristas. Por ejemplo, en el relato “El boga del Magdalena”, de Manuel María Madiedo, se representa a los bogas como zambos casi salvajes, de enorme fortaleza corporal, que fácilmente sucumben a sus pasiones y no solo iletrados sino casi incapaces de hablar el español correctamente.39 Recordemos a Samper en su Ensayo, cuando afirmaba que los africanos, impedidos El proceso de alfabetización entre los artesanos puede constatarse, por ejemplo, en la famosa causa criminal por asesinato contra el doctor Russi, en la cual Germán Ferro, herrero y miembro de una banda de ladrones, no solo sabía firmar, sino que fue el autor probado de un anónimo enviado a un tendero español. Por otra parte, en los casos revisados durante el curso de esta investigación, la mayoría de los artesanos que sirvieron como testigos en la ciudad de Bogotá firmaban. 39 Más adelante, en este mismo capítulo regresaremos sobre este relato y sus relaciones con la construcción de masculinidades negras en tensión con las blancas. Al respecto de la representación sobre el boga del Magdalena, es preciso consultar la tesis de maestría en Historia de María del Pilar Riaño Los bogas del Magdalena en la literatura decimonónica. Relaciones de poder en el texto y en el contexto (2011) y el trabajo de Felipe Martínez Pinzón (Una cultura). 38
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de desarrollar sus talentos intelectuales, habían concentrado todas sus energías en la fortaleza física (70). El personaje de Federico, urbano, letrado y político, rompe con estos lugares comunes de la representación, pero, más allá, se enfrenta a la episteme geográfica dominante acerca de la raza, que confinaba a las poblaciones afrodescendientes a las regiones tropicales, como ha sido estudiado por Alfonso Múnera en Fronteras imaginadas. La construcción de las razas y de la geografía en el siglo xix colombiano. Incluso más adelante, cuando Federico habla a su amigo sobre el infinito amor de Cintia, afirma que ella “dice que entre los palmares de África, en una choza de palos vivirá contenta si es ese el único modo de ser mía” (Díaz Castro, “Federico y Cintia” 172). ¿No es esta una concesión a la asociación entre la ascendencia africana y el salvajismo? Entonces, ¿cómo pueden saber los lectores que el personaje representado en el texto es afrodescendiente si este no despliega ninguna de las características a las cuales estos están acostumbrados? ¿Cómo reconocerlo como tal? En este punto, la descripción física se hace imperativa en el texto: “Es don Federico un joven de agradables facciones, aunque asome en ellas una lijera tintura de la del barniz del africano, en tal dosis que no es menester refregarle el busto para conocerle la liga. Por lo que es a su honradez, su capacidad i su bello trato no hai que decir nada” (171). Las cualidades positivas que el texto quiere desplegar sobre la figura de Federico se acentúan a medida que se desarrolla la narración. Perico le propone una fuga con Cintia como forma de venganza contra el padre, pero rehúsa sin siquiera considerarlo: “Sería una acción negra, mui detestable, mui fea”40 (172). Además, Federico cifra sus esperanzas en el discurso liberal del padre de su amada y en una posible coherencia entre este y el manejo de sus asuntos privados. Con esta confianza, se presenta en casa de don Vicente para pedir la mano de su hija. Este, desconcertado, no entiende las razones que motivan esta petición, que él mismo ya había negado antes. El diálogo entre los dos personajes ocurre entre cortesías y amabilidad, pero deja en claro la posición de cada uno en la escala sociorracial republicana: –Vengo lleno de esperanzas porque lo oí a U. ayer en una visita echar contra la pureza i la hidalguía de la raza española. –¿Cómo es eso? Curiosamente, el uso del vocablo negra se cuela en el texto dos veces: una, para describir esta acción y otra, cuando Domitila llama cariñosamente a Cintia “mi negra”, mientras la consuela en su aflicción. 40
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–No dijo U. que la raza española era una raza adulterada, despreciada i degradada? –Tal vez, pero esto qué quiere decir? –Que yo salté de alegría pensando en la señorita Cintia, i me formé para mi consuelo este lijero cálculo: de un vástago de la raza adulterada española, al vástago de la raza adulterada africana, cero. (472)
Dado que se trata de un joven artesano formado en el liberalismo, no es sorprendente que Federico se vea a sí mismo como un mestizo, aunque con una connotación negativa: “Vástago de una raza adulterada”. En cambio, el punto que complica radicalmente este texto es que incluso don Vicente Quesada, descendiente de español, caiga en la misma categoría. Si el blanco español es en sí mismo un tipo de mestizo, “un vástago de una raza adulterada”, entonces toda la estructura jerárquica en la cual se basa la distribución de poder en la república temprana tambalea, al menos en el texto de Díaz Castro. En este punto es conveniente recordar el argumento del investigador Frédéric Martínez en su análisis sobre la creciente ansiedad de los neogranadinos de la elite, que en sus viajes a Europa no recibían un reconocimiento como descendientes de europeos, sino más bien como cercanos a los salvajes americanos. Como afirma sobre la elite neogranadina: Más allá de reducirlos a la triste condición de exóticos bárbaros o rastacueros, Europa tampoco reconoce su preminencia social, su rango, su papel de elites ilustradas: identificándolos indistintamente con la mayoría indígena o con cualquier otra clase subalterna de la sociedad, los “proletariza”. Así, la fuerza que cobra la toma de conciencia nacional se debe en gran medida a un reflejo de defensa del status social. (El nacionalismo 291)
En el caso de “Federico y Cintia”, la reivindicación de don Vicente Quesada y Lugo no es tanto nacional como sociorracial y no está motivada por los comentarios de los europeos, sino por las palabras de un miembro de la clase subalterna. Es una defensa de su primacía social: Es que en este Bogotá no entienden las cosas! Han querido hacer una cuestión donde no puede haberla, i de aquí se han soñado que ya no hai sangre española que sirva; pero que me diga a mí alguno que soy mulato o indio, i que no desciendo en línea recta de uno de los conquistadores; que aquí están mis pistolas que lo sabrán descender. (172)
“Federico y Cintia” pone en evidencia las contradicciones de una retórica igualitaria cuando quien la enuncia es un miembro del grupo
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que está en el poder desde los tiempos coloniales y que ha mantenido esa posición a través de una red de exclusiones sociales que lo distribuyen según la pertenencia a ciertos grupos sociorraciales. A pesar de las políticas públicas liberales que buscaban extender la igualdad de los ciudadanos, aboliendo la esclavitud desde 1851 y disolviendo las tierras colectivas indígenas y repartiéndolas como propiedad individual entre los miembros de los resguardos, el texto de Díaz Castro muestra que las distinciones entre individuos están aún vivas en el mundo republicano: Que le digan a un peón de trapiche que sus padres eran esclavos; que le digan indio a un dueño de tierras, aunque le hubiesen repartido tierra; que le digan que ha pasado tela de indio o mulato a uno de esos blancos sabaneros; que le digan a un prójimo español, que no es bien español o que ese español no era cosa en su tierra, i míreles U. la cara, i en particular las manos i las cejas. (173)
La última línea de la cita anterior resulta ambigua: ¿qué es lo que se debe “mirar” en las manos y en las cejas de los individuos de quienes se sospecha que tengan un origen indígena, esclavo o simplemente pobre? ¿Qué es aquello que se ve en sus manos y cejas? Es justamente el triunfo del dispositivo de discriminación racial que adscribe el estatus de un individuo, y, por tanto, su acceso al poder, a características específicas basadas en su apariencia. En la última línea de la declaración de don Vicente Lugo aparece aquello que la doctrina igualitaria a la vez proclama y niega: que las diferencias de los individuos subsisten y que los cuerpos son los marcadores que las hacen evidentes y visuales. Pero, más interesante aún, en estas diferencias que toman lugar en el cuerpo pueden confluir tanto las distinciones raciales como las de clase. En efecto, esta línea puede hacer evidente el prejuicio contra el trabajo manual, refiriéndose a las toscas manos del artesano que trabaja con ellas. El personaje de don Vicente Quesada y Lugo, descendiente de españoles y habitante de la ciudad letrada republicana bien puede parecer una continuación del pasado colonial aún vigente en la nueva república; sin embargo, no se trata de un personaje conservador, religioso y prohispanista, sino de un activo intelectual liberal: Pues bien, quiero la contribución directa; quiero que se conserve intacta la lei de la elección directa i secreta, quiero que no haya tantos conventos; quiero el ensanche de la libertad individual, aunque sea con la res-
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tricción de algunos derechos ajenos, quiero que se vayan los jesuitas, &a, &a (sic). Pues bien: observo de donde viene el rechazo de estos mis deseos, i encuentro que ellos suelen tropezar en la pereza, preocupación, apatía i nociones relijiosas, en suma, en los hábitos coloniales. (172-173)
“Federico y Cintia” trae a escena las complejidades ideológicas de mediados del siglo xix. Mientras el rechazo al pasado colonial es un elemento programático de los intelectuales liberales, su posición de poder en la vida pública está fundada en la defensa de los valores coloniales en la vida privada, entre ellos el de la pureza de sangre. “Más valdría que los anglo-sajones habitaran este suelo, que estos colonos de una raza adulterada i envilecida” (173), afirma don Vicente en el diálogo final con Federico. El artesano mulato halla en esta afirmación una contradicción evidente con el credo político de su interlocutor: “Pero no los Yankees, señor D. Vicente, porque me han dicho que en cuanto a esclavitud i en cuanto a razas, suelen tener costumbres mui coloniales!” (173). Acaso el tema de fondo de la cuestión de las razas en el texto de Eugenio Díaz Castro es precisamente la incoherencia discursiva de los intelectuales colombianos. Aquello que pierden en congruencia ideológica lo recuperan una vez ejercen su poder. Don Vicente afirma que le gustan los yankees, pero reconoce que no quiere dar su hija en matrimonio “a uno que no sea de la raza española” (173). Mientras en Peregrinación de Alpha Manuel Ancízar alababa el avance del mestizaje y juzgaba la solidez moral de un pueblo por el número de matrimonios celebrados, en “Federico y Cintia” la unión interracial no puede ser legítima, mostrando la brecha entre el discurso público y el privado de don Vicente. El tema de la prédica liberal acerca de la conveniencia del matrimonio legítimo asoma al final de la conversación, cuando Federico, infructuosamente, intenta traerlo a la arena ante el padre de su amada: Le comprendo perfectamente Señor mío. Pero cuando da uno de nuestros hermanos en hablarnos a mañana i tarde de una niña mui linda, que haría la dicha i gloria de la casa, i que lo pondría todo en orden, i que mientras esa no venga, no habrá nada bueno en la despensa; entonces lo que nos figuramos los de la familia es un casamiento cuando la ocasión lo permita. (173)
Derrotado, Federico se retira sin más argumentos. No se fuga con su amada y no se casa con ella. La historia termina con una Cintia des-
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mayada que no puede soportar el desenlace de los hechos. Al menos en esta historia, la unión interracial entre un hombre afrodescendiente y una mujer blanca es imposible. De hecho, a pesar de que en toda Latinoamérica las uniones interraciales sean una poderosa alegoría de la unificación de la nación, es difícil encontrar casos en los cuales mujeres blancas consoliden uniones felices y legítimas con hombres afrodescendientes. Acaso se trata de un tabú, algo sobre lo que no se puede escribir y, más aún, que resulta impensable. Si las pretensiones de Díaz Castro pasaban por develar las falacias de la retórica liberal sobre la raza, ¿por qué escogió un personaje afrodescendiente? ¿Por qué no un mestizo producto de la unión entre un indígena y un blanco? ¿Por qué no un indígena puro como pretendiente de Cintia? ¿Buscaba acaso “Federico y Cintia” hacerse eco de Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, publicada en 1841? Aunque este vínculo no sea fácil de probar, hay ciertas similitudes entre los dos textos: al igual que en Sab, el personaje mulato masculino se sacrifica a sí mismo por su amor hacia el personaje blanco femenino. Pero, si Sab es esclavo, Federico es libre y el sacrificio de su amor no lo conduce a la muerte, solo a la pérdida de su amada: “Usted vale más que todo. Sea feliz sin Federico” (173), son sus últimas palabras. No obstante, es posible que la elección de un personaje afrodescendiente esté encadenada a otras motivaciones, además de las intertextuales: el discurso racial del siglo xix concebía el mestizaje como un proceso encaminado hacia la blancura, pero los personajes implicados en estas uniones interraciales son siempre cercanos en términos de clase. En Peregrinación de Alpha, son vecinos campesinos de condiciones sociales similares. El límite para establecer relaciones interraciales cruza, de hecho, los prejuicios raciales con los de clase. Además, en el caso colombiano, las elites concebían a los mestizos de la región andina, muchos de ellos con algún grado de ascendencia indígena, como blancos o casi blancos. Por tanto, un descendiente de un indígena no plantearía tan claramente el problema de la raza como un personaje afrodescendiente. Más aún, a través del tema del vigor de la sangre se presentaba una conexión estrecha entre identidad racial y de género: la vigorosidad de la sangre blanca triunfaba frente a la indígena en el discurso de Samper. ¿Triunfaría igualmente frente a la vigorosidad de la sangre negra? Si se quería realmente traer a escena el problema de las razas y de las uniones interraciales, era necesario mostrar una masculinidad negra que sirviera como amenaza y oposición a la blanca. Como afirma el crítico literario estadounidense Walter Benn Michaels, “los hombres negros son solamente la tecnología a través de
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la cual se establece la diferencia entre hombres blancos” (143, mi traducción). En estos relatos, la presencia de hombres afrodescendientes es incidental, sirve para desenvolver un argumento cuyo tema central es la construcción de una identidad blanca. Este elemento se verá con más claridad en el siguiente texto, en el cual la unión interracial entre un hombre afrodescendiente y una mujer blanca llega a concretarse en un matrimonio que produce un descendiente masculino.
Florencio Conde: la utopía que no fundó la nación En su lecho de muerte, el honorable coronel Samudio, héroe de la guerra de independencia, exclamaba su último deseo. A su lado estaban su hermosa hija Camila y Segundo, un negro liberto, quien muchos años atrás le había ayudado a escapar de la persecución de los españoles realistas. En toda su vida, el coronel Samudio y el antiguo esclavo Segundo Conde solo se habían visto un par de veces. La primera, cuando, siendo aún esclavo en Antioquia, Segundo escuchó conmovido que un grupo de patriotas blancos luchaban por la libertad de todos, incluso de los negros esclavos como él. Agradecido, ofreció al coronel sus conocimientos del terreno para escapar por el río, su ración de comida, si no le daba repugnancia al coronel, y todo el dinero que había ahorrado para comprar su propia libertad. El coronel aceptó gustoso la comida y la ayuda de Segundo, pero no el dinero, del cual solo conservó una moneda como recuerdo de aquel conmovedor momento. Los dos hombres continuaron sus respectivas luchas: Samudio, uniéndose al libertador Bolívar en Jamaica y Segundo, trabajando en las minas de su amo, Clemente Conde, con ingenio, recursividad y laboriosidad, hasta finalmente acumular el suficiente dinero para comprar la libertad de su madre, sus hermanas y la suya propia. Aquellos dos hombres representaban lo mejor de la república que estaba por nacer: por una parte, el joven criollo blanco que arriesga su familia y hasta la vida misma por los ideales de libertad y justicia para todos que encarnaba la nueva nación; por otra parte, el incansable trabajador que con enorme fortaleza física, esfuerzo, nobleza y astucia logra construir un futuro para sí mismo y para su familia, lejos de las cadenas de la esclavitud. Se podría pensar que el valiente coronel es una alegoría de las elites llamadas a dirigir la nueva nación, mientras que el humilde liberto constituye el ideal del pueblo que habría de construirla con su trabajo. No hay ninguna mácula que enturbie estas dos masculinidades, radiantes, ejemplares de los valores de su propia raza. Estos dos hombres pare-
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cen llamados a construir la nueva república, y porque, finalmente, esta es un asunto de hombres, en el lecho de muerte del coronel, ambos se reencuentran en la ciudad de Honda, a orillas del río Magdalena, a los pies de la cordillera de los Andes, ahora que aquella república soñada años atrás era una realidad política. En efecto, durante el lapso entre los dos encuentros del coronel Samudio y Segundo, se ha declarado la independencia. No obstante, la nación no ha podido cumplir aún con las expectativas generadas años atrás en el corazón de los dos hombres: la esclavitud no ha sido abolida todavía y héroes de la independencia como Samudio mueren sin otro reconocimiento que la caridad de los vecinos que los asisten en su pobreza. Momentos antes de morir, el coronel, temiendo por el futuro de su hija Camila, le pide al antiguo esclavo: “Si ella no tuviera repugnancia por ser tú negro, cásate con mi hija y hazla feliz” (Samper, Florencio Conde 85). En esta novela de José María Samper, la unión interracial que producirá los ciudadanos mestizos de la nueva nación surge de la interacción entre dos masculinidades: el padre ofrece a su hija a un hombre joven, que a través de su trabajo ha probado su capacidad de triunfar en las nuevas condiciones sociales generadas por la proclamación de la república y el fin del régimen colonial. Es indudable que el marco narrativo de la novela se ajusta al tipo de ficciones fundacionales estudiadas por Doris Sommer años atrás. En ellas, las tensiones regionales, raciales y de clase encuentran un punto de resolución a través de romances que alegorizan la fundación de la nación. Se trata de amores heterosexuales que reafirman la estructura patriarcal de la sociedad. En efecto, la unión entre Camila, “tan blanca y graciosa, tan guapa y tan modesta” (78), y Segundo ofrece la síntesis que puede resolver las fricciones políticas y sociales que dividen la nación y que se expresan en las incontables guerras civiles a lo largo del siglo xix. El problema de la historia de Segundo y Camila reside en la ausencia del romance en esta relación, ya que hasta el instante de la muerte del coronel, los futuros esposos no se habían visto jamás. La oferta de matrimonio antecede al amor y procede del padre, no de los novios. Durante la primera parte del libro, la relación que toma importancia y que se construye a través de la narrativa es la de los dos hombres, basada en la admiración, el agradecimiento y el aprecio mutuo. Los lectores llegamos a compartir estos sentimientos mientras seguimos los trabajos y la tenacidad de Segundo, que le permiten con ingenio y esfuerzo comprar la libertad de su familia a través de un pacto con su antiguo amo, Clemente Conde. La narración se desenvuelve en torno al esclavo que se libera gracias a su esfuerzo individual y que des-
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cubre su propio valor: “Hoy soy un hombre, no una cosa” (17), exclama emocionado cuando se descubre propietario de su propia fuerza de trabajo. Segundo y su familia, ahora libres gracias a sí mismos, trabajan la mina y ofrecen a su dueño un rendimiento mucho mayor que el de la cuadrilla de esclavos que están a las órdenes del capataz. Tras la muerte del antiguo amo Clemente, el trato termina, obligando a Segundo Conde a recorrer la nación desde las minas de Antioquia al Valle del Cauca, donde “estaban tan hondamente arraigadas […] las preocupaciones aristocráticas, funestas sobre todo para ‘los hombres de color’” (64), y finalmente hacia la región de Ibagué y Mariquita, donde descubre que las personas lo tratan con condescendencia, pero no con respeto: Estoy aquí como mosca en leche, cada vez que en algún día de concurrencia numerosa, como en los mercados de los domingos, discurría por medio de la gente en calidad de tratante de caballos; y el contraste era notable, porque aquella gente era absolutamente blanca y en lo general de formas graciosas, bellas facciones, lozana carnadura, cutis fresca y rosada, hermoso pelo lacio y abundante, garboso andar y maneras francas y afables. (66)
A través de Segundo Conde, Samper construye al ciudadano ideal ponderado por los liberales: mediante su trabajo descubre su propio valor y la injusticia de la esclavitud. A pesar de ser un “negro inteligente, pero absolutamente ignorante” (16), hijo de una cocinera “casi bozal pero nacida en Antioquia” (12), su esfuerzo individual le permite convertirse en un honrado ciudadano. En un tumultuoso tiempo de revoluciones, Segundo se mantiene ajeno, trabajando y ahorrando. Completa “el rescate de su alma” cuando aprende a leer con la ayuda de un médico local (58). A partir de este momento, el interés primordial de Segundo es escapar de la red ideológica colonial, que –de acuerdo con Samper– continúa actuando con especial vitalidad en Antioquia y el Cauca. Segundo no puede escapar de la discriminación social que le impone su color: “A dónde irás que no seas siempre negro” (54), se pregunta, y la respuesta parece estar en Honda, el puerto comercial sobre el río Magdalena, la ciudad natal de José María Samper, presentada aquí como un refugio de tolerancia contra las actitudes racistas de otras regiones. El relato entreteje cuidadosamente todos los elementos para hacer de Segundo Conde un hombre admirable, de manera que, cuando se produce su reencuentro con el coronel Samudio, parece casi natural que este le ofrezca a su hija en matrimonio. La ausencia de romance en esta historia enfatiza el papel de las mujeres como objetos de intercam-
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bio político y alianza entre hombres, un proceso que había empezado tiempo atrás en el relato. En su primer encuentro, siendo aún esclavo, Segundo ofrece su comida y sus conocimientos a Samudio, es decir, todas sus posesiones. En su segundo encuentro, es Samudio quien le da todo lo que tiene a Segundo: su hija. El texto marca la desproporción del intercambio entre los dos hombres cuando Segundo se hace cargo de Camila, pero la deja bajo el cuidado de una familia blanca, sin esperar que se cumpla la solicitud de matrimonio. De hecho, Patricia D’Allemand ha señalado cómo esto valió el comentario del crítico Laverde Amaya por la inexactitud de la novela en la descripción de un matrimonio entre un personaje de color y una mujer blanca, a no ser que se tratase del caso excepcional en que los padres de la muchacha estén casi en la miseria (D’Allemand, José María Samper 98). No obstante, dentro del marco de las ficciones fundacionales, la desigualdad entre los personajes no constituye un obstáculo, ya que la pretensión principal es la de superar las tensiones, en este caso raciales y regionales. Pero, si se trata de un romance, ¿cuáles son los sentimientos en que se basaría este matrimonio? ¿Qué podría sentir Camila por Segundo? La importancia de los sentimientos en la construcción de valores republicanos a través de la narrativa ha sido explorada también por Ana Peluffo en Lágrimas andinas, su estudio sobre Clorinda Matto de Turner. Este papel de la narrativa en la educación sentimental de la nación aparece constantemente en los debates entre intelectuales del siglo xix: como los romances ofrecen un tipo de educación sentimental, las novelas resultaban instrumentos peligrosos para las lectoras. Autores conservadores como José María Vergara recomendaban a las mujeres mantenerse alejadas de ciertos tipos de novelas, especialmente aquellas sociales francesas que mencionamos en capítulos anteriores. Como resultado, las nacientes literaturas nacionales pretendían también ser edificantes para sus lectores. Samper participa de esta preocupación por construir historias ejemplares en las cuales los sentimientos no causen la destrucción de los protagonistas. Más aún, Florencio Conde escenifica el corpus de sus ideas políticas anteriormente expresadas en el Ensayo sobre las revoluciones políticas. Se trata de una novela con una dimensión utópica, como ha señalado D’Allemand (José María Samper 61), por esta razón, los sentimientos expresados por sus personajes son siempre el patrón moral que sirve de ejemplo a los lectores de su grupo social: Segundo es el ciudadano afrodescendiente ideal, al igual que el coronel Samudio es el padre blanco ideal y Camila es la hija blanca ideal. De allí la importancia de sus sentimientos en la educación sentimental de la nación.
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A través de la petición del padre, “Si ella no tuviera repugnancia por ser tú negro”, el texto marca el posible sentimiento de la futura novia hacia el novio. Una repugnancia entendida como aversión, que se origina en la pureza de su propia casta, argumento que se repetirá en labios de otros personajes blancos en la novela. Sin embargo, la ejemplar Camila alberga otros sentimientos por Segundo, que son más compatibles con el ideal de la virtud republicana. El día en que Segundo viene a visitarla para comunicarle que un joven blanco ha pedido su mano en matrimonio, se produce la única escena emocional entre los dos personajes: “Ella al verle se puso de pie y le tendió la mano, saludándole con dulzura y respeto y mostrando en todas sus maneras la expresión de una gratitud profunda y un cariño candoroso (91)”. El afecto de Camila hacia Segundo debe ser “candoroso”, es decir, sincero, pero también de blancura extrema, como anotan los diccionarios de la Real Academia de 1817 y 1884.41 Sus sentimientos no pasan por los sentidos ni por la corporeidad, no se siente atraída por su voz, por su presencia, por el contacto o la cercanía del amante: sus sentimientos son castos. Segundo, por su parte, parece notar por primera vez la belleza de Camila en este encuentro: Bien que las nociones de belleza que tenía Segundo eran vagas y confusas, por haberse criado entre gentes de diversas razas y muy diferentes tipos y colores, su natural inclinación al bien le hacía sensible a la influencia de toda fisionomía que expresara la dulzura y bondad del alma y la armonía de los sentimientos nobles, que son los rasgos más característicos de la belleza. (92)
Conmovido por la belleza de Camila, Segundo se halla “interiormente agitado” (92). La reacción de los dos personajes enfatiza el triunfo de la virtud sobre las pasiones. Por su parte, la decisión de Camila confirma que no siente la repugnancia que su padre hubiera temido, carece de pasiones y se origina en sentimientos contralados y virtuosos. Es un ejemplo de la virtud republicana, capaz de superar los prejuicios coloniales: […] Sepa que he meditado mucho en lo que debo hacer; no tengo ninguna preocupación de nacimiento ni repugnancia de casta, y sé que debo estimar a los hombres por sus cualidades y virtudes y no por su color. Tampoco olvido un momento que mi padre, cuya voluntad venero y cuyos sentimientos supe apreciar, expresó al morir el deseo… (95) 41
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Camila acepta su papel en el intercambio entre los dos hombres: el honrado héroe de la independencia y el ejemplar hombre negro que ha conquistado la libertad por sí mismo. Este romance fundacional engendra al nuevo ciudadano de la nación a través de un trueque entre masculinidades, en el cual el rol de las mujeres virtuosas consiste en aceptar la voluntad de los padres sin dar cabida a sentimientos aristócratas, basados en el antiguo orden colonial. Así termina la primera de las tres partes de la novela Florencio Conde. Florencio Conde, el hijo mulato surgido de la unión entre Segundo y Camila, es el producto de la virtud republicana que enlazó a su padre negro y a su abuelo blanco a través de Camila. Su matrimonio prospera gracias a la laboriosidad de los dos cónyuges, que se dedican al comercio: ella, atendiendo a los clientes blancos y él, a los demás. Camila ocupa el lugar de la esposa en el ideario liberal, aquella que ayuda a su esposo a prosperar materialmente: “Por su índole, su modestia y su hacendosa laboriosidad, contribuyó mucho a hacer prosperar los negocios de su marido” (104). Al final, la bonanza material es la recompensa de las virtudes republicanas. El carácter utópico y ejemplarizante de Florencio Conde se hace aún más evidente cuando comparamos este texto de Samper de 1875 con Mercedes, escrito por su esposa, la escritora Soledad Acosta de Samper, y publicado en 1869 como parte de Escenas y cuadros de la vida suramericana. Las dos novelas coinciden en presentar el tema de un matrimonio interracial entre una mujer blanca y un hombre afrodescendiente, envuelven la historia nacional dentro de los acontecimientos que marcan la vida de sus protagonistas y se desarrollan en el mismo marco temporal: los años inmediatamente anteriores a la independencia y las primeras décadas de vida republicana. Más aún, sus protagonistas se desplazan a través de la nación como una forma de ajustar sus nuevas circunstancias a las condiciones creadas por la república: Mercedes, desde Bogotá hacia las provincias y Segundo, escapando de los regímenes aristocráticos coloniales, basados en la pureza de sangre. Pero, mientras Mercedes usa su personaje afrodescendiente para escenificar la pobreza y desesperación de su protagonista, obligada por la pobreza a casarse con un mulato jamaiquino enriquecido durante la república, Florencio Conde escoge centrar la narración en los dos personajes afrodescendientes, el negro Segundo Conde y su hijo, el mulato Florencio. En “Racial Fictions: Constructing Whiteness in Nineteenth Century Colombian Literature” desarrollé extensamente la manera en que Mercedes no pretende ser una narrativa fundacional, sino, por el contrario, una exploración de los límites de la blancura de
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su personaje principal, una orgullosa y altiva mujer blanca, descendiente de españoles realistas que rehúsan aceptar la independencia y el nuevo orden social creado por la vida republicana. La inhabilidad de la familia de Mercedes para adaptarse a la república y el orgullo personal de la protagonista desencadenan su tragedia. Empobrecida, deforme por un accidente, excluida de la vida social de la elite y viviendo en los márgenes de los Andes, no tiene otra alternativa que aceptar la propuesta de matrimonio del mulato Santiago. Para evitar la vergüenza a su padre, espera hasta su muerte para casarse, un acto sacrificial que salvaría de la pobreza a su madre enferma y a su hambrienta hermana. La vida matrimonial consiste en humillaciones infligidas por un esposo desconsiderado, abusador y jugador que se ha casado con ella solo para vengarse de los desplantes sociales que ha recibido por ser mulato. El producto de la unión interracial entre Santiago y Mercedes es Francisco, único consuelo en la vida de su madre, hasta que –siendo aún un adolescente– encuentra la muerte en una de las múltiples guerras civiles, en la cual había sido forzosamente reclutado para participar. La ausencia de amor en esta unión, la falta de desarrollo en el personaje de Santiago y la muerte de Francisco son evidencias del carácter antifundacional de esta narrativa. En contraste, el hijo de Segundo y Camila en Florencio Conde logra conquistar las más altas posiciones sociales y políticas en la nueva república. La segunda y la tercera parte de la narración desplazan la acción desde Honda hacia Bogotá, lugar donde Florencio y su hermana Antoñita se han mudado para recibir una educación. Los negocios de Segundo le han permitido alcanzar una posición económica privilegiada, que contrasta con la pobreza de los personajes blancos no solo en Florencio Conde, sino también en Mercedes. Por eso, Segundo no tiene reparos en emplear su dinero en la costosa educación de sus hijos: “Este dinero será bien gastado”, afirma, “mi Antoñita será con el tiempo una señorita bien educada, y la educación, a más de la fortuna, le borrará para muchos el defecto de ser mulata” (Samper, Florencio Conde 108). En efecto, Antoñita se casará con un hombre blanco de provincias. Por su parte, Florencio terminará exitosamente sus estudios como abogado, abrasará una carrera política entregada a la abolición de la esclavitud, se hará amigo de los hijos de las familias blancas de Bogotá e incluso recorrerá Europa durante dos años. Patricia D’Allemand ha notado cómo los protagonistas de las novelas de Samper funcionan como sus propios alter ego: en este caso, el mulato Florencio, al igual que Samper, proviene de una familia con una excelente posición económica y se desplaza de Honda a Bogotá para
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realizar sus estudios, involucrarse en la política y convertirse en una prominente figura pública en la capital de la república. Por supuesto, el rubio José María Samper jamás tuvo que enfrentarse a la discriminación vivida por su personaje mulato. A pesar de su inteligencia, educación y fortuna, Florencio sufre el desprecio de la mujer de quien se ha enamorado. De manera muy similar a la historia de Federico y Cintia, creada por Eugenio Díaz Castro, Florencio se enamora de una mujer blanca, Rosa Fuenmayor, hija de Pedro Fuenmayor, hombre de sesenta y cinco años y recalcitrante defensor del antiguo régimen colonial. Se trata de un furibundo conservador, cuya agenda política sintetiza todos los puntos atacados por los liberales: Decía que esta tierra no podía servir para nada sin la alcabala, el tributo de los indios y la servidumbre de los negros; se indignaba con la idea de que se mantuviesen escuelas públicas para instruir y educar a los hijos de los artesanos y “plebeyos”; ponderaba mucho los beneficios que se debían a los conventos; se montaba en cólera cuando algún indio liberto u otro “hombre de baja condición” no le saludaba llamándole “mi amo”; tuteaba con altivez a toda persona que no fuese lo que él llamaba gente decente, y consideraba toda elección popular y todo acto político del país como una especia de bacanal de salvajes. (117)
Su hija, aunque hermosa, es el complemento femenino de esta agenda: extremadamente devota, casi rayando en la superstición: “Rosa era, pues, una alegre devota; pero se cuidaba mucho, eso sí, de rozarse con gentes que no fueran de “su clase y condición”, pues sus padres la habían educado conforme a sus añejas ideas, infundiéndola un invencible desprecio por todo individuo de color y todo “plebeyo””. (114). Es indudable que los personajes de Pedro Fuenmayor y Rosa sirven como opuesto y contraste a los del coronel Samudio y Camila en la primera parte de la historia. Samudio sacrifica todo lo que tiene por la independencia, mientras Pedro Fuenmayor rehúsa a aceptar el advenimiento de la república. Camila acepta su destino sin pensar en “su nacimiento ni repugnancia de casta”, mientras que Rosa no se roza con los que no sean “de su clase y condición”. Pero tanto Camila como Rosa no actúan por sí mismas, sino como una extensión de la ideología de sus padres. Camila es un ejemplo de virtud republicana, como su padre. Los caprichos de Rosa emanan de la soberbia de su padre y su desprecio por Florencio se basa en los antiguos privilegios de la pureza de sangre. Pero, mientras Segundo ha trabajado para conseguir su fortuna, don Pedro rechaza el trabajo, llegando a una situación de extrema pobreza que apenas puede disimular vendiendo los objetos que ha heredado
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de su antigua posición privilegiada. De esta manera, don Pedro es la representación de un tipo social deplorado por Samper. A pesar de los esfuerzos de Florencio por conquistar sus simpatías con generosidad y nobleza y pese a haber sido bien acogido por diferentes sectores de la elite bogotana, Pedro Fuenmayor habrá de aceptarlo solo en su lecho de muerte, unos instantes antes de expirar. Así, el padre blanco es el último bastión a conquistar por parte de un mulato en proceso de blanqueamiento, de modo que la tercera parte de la historia se centra en el enfrentamiento entre las voluntades de los dos hombres. Finalmente, Florencio conquista el amor de Rosa, la aprobación de su familia e incluso del moribundo padre blanco, que exclama: “Un español noble, contestó el anciano tendiéndole las manos, puede sin desdoro, aceptar por hijo al más noble de los hombres, siquiera sea un mestizo” (210, subrayados en el original). José María Samper termina su novela con estas líneas, acaso una confirmación de que el punto culminante de la historia es la alianza entre los dos hombres, sellada a través del intercambio entre la posición económica y la posición social, materializada en el matrimonio. El mestizo de Samper triunfa a través de sucesivas mezclas que posibilitan su blanqueamiento. El costo es enorme, no obstante: Florencio ha tenido que dejar atrás a su familia en Honda y casi esconder a su padre, a quien ama, ya que tiene bien claro que las humillaciones que recibe en Bogotá provienen de su lado paterno. Segundo acepta gustosamente esta exclusión del entorno de su hijo como el precio a pagar por su integración en las elites políticas de la nación. A pesar de tratarse del tipo ideal de mulato, Florencio Conde aún exhibe algunos de los rasgos que Samper atribuye a los mulatos en Filosofía en cartera. Por ejemplo, ante las humillaciones recibidas de Rosa, “[…] a las veces se dejaba arrastrar por ciertos ímpetus de vanidad, de impaciencia y de espíritu de imitación, propios de casi todos los mestizos de su linaje, se reprimía a tiempo y se hacía querer por su carácter generoso y leal y su tendencia a la equidad a todo” (110). Es decir, el blanqueamiento es posible solo a través de un profundo autocontrol de los ímpetus propios de su raza, lo cual es también válido para el orgulloso Pedro Fuenmayor, que parece construido en base al tipo del blanco, descrito también en Filosofía en cartera: El blanco puro de origen español es imaginativo nervioso, pensador, intolerante, rutinero, novelero, caballeroso, fanático en todo, galante, muy celoso, aficionado á pleitear, ambicioso de gloria y de poder, rencoroso con sus enemigos, quijotesco y no poco imperioso en el mando y jactancioso de su origen, con muchos puntos de aristócrata. (56-57)
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De esta manera, Florencio Conde es tanto una narrativa sobre el triunfo del mestizaje como inescapable destino republicano como una historia ejemplar sobre la virtud republicana y el control de los rasgos más nocivos de la personalidad racial. Florencio Conde merece un lugar en la república por ser la síntesis de la virtud de su abuelo, su madre y su padre. Sin embargo, Patricia D’Allemand anota uno de los componentes fundamentales de esta narración: ofrece a las elites un vehículo para integrar a las poblaciones afrodescendientes nacionales en permanente riesgo de inestabilidad política y social. El trabajo, la educación y el blanqueamiento son un antídoto contra las revoluciones. Por esta razón, el texto debe concluir con el triunfo del mulato, con su blanqueamiento a través de la educación y el matrimonio. La alternativa solo conduce a la revolución. Los hechos de la novela terminan antes de la abolición de la esclavitud en 1851 y de la revolución artesana de 1854. En “Federico y Cintia”, el artesano mulato se aleja desdeñado por el padre de la novia, un liberal que no ha logrado hacer compatible su virtud republicana con su prédica política. Probablemente se unirá en la rebelión de 1854 a los sectores populares, cuyas reivindicaciones provocaron la unión de las elites liberales y conservadoras. Es mucho más difícil imaginar a Florencio Conde, un respetado miembro de la selecta sociedad bogotana, tomando parte de los disturbios. A través de Florencio Conde, entonces, Samper lleva a la ficción los mismos argumentos ya explorados en el Ensayo: el mestizaje es el camino de las repúblicas americanas para superar el conflicto de su propia diversidad racial, pero no es el amor interracial entre personajes femeninos y masculinos, sino el pacto caballeresco entre hombres blancos y afrodescendientes sellado a través del matrimonio, el camino para la estabilidad política y social de la nación. En últimas, los matrimonios interraciales son en la literatura colombiana del siglo xix un asunto de masculinidades.
En los márgenes del romance: de regreso a María y Efraín, ¿y si Salomé fuera blanca? Si la primera generación de protagonistas en Florencio Conde representa imperfectamente una narrativa fundacional debido a la ausencia de romance entre la mujer blanca y el hombre negro que engendran al mulato Florencio, María, de Jorge Isaacs, alegoriza a través del amor de sus protagonistas el intento de unificación de la nación. Solo que, como la misma Doris Sommer ha anotado, los protagonistas no pro-
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vienen de grupos antagonistas, sino de la misma clase social, región, familia, del mismo origen y hasta de la misma casa. Más aún, la protagonista muere antes de poder engendrar un hijo que funde la nación y su muerte deja a Efraín sumido en la soledad y la melancolía. A diferencia de sus pares latinoamericanos, que miran al futuro y piensan en el camino hacia el progreso, María mira con melancolía hacia el pasado perdido, la hacienda El Paraíso, donde los protagonistas vivieron su romance en medio de las relaciones jerárquicas entre hacendados, arrendatarios y esclavos. En este sentido, la novela nacional colombiana intentaba fijar una identidad nacional basada en la nostalgia por el pasado (Sommer, El mal 449). Pero, a pesar de sus múltiples inconvenientes como narrativa fundacional, la enfermedad de María y su imprecisa identidad judía permiten alegorizar la diferencia irreducible que divide la región del Cauca, en la cual toma lugar la acción, y, más aún, la nación: la diferencia racial. La enfermedad de su protagonista es una “alegoría” de las relaciones raciales en los Andes suroccidentales (457). El origen judío de María y del padre de Efraín precipita la crisis personal y económica de la novela, alegorizada a través de una enfermedad, de la cual el padre logra recuperarse, pero frente a la cual María finalmente sucumbe. Sommer propone que el judaísmo funciona como una alegoría para hablar de los negros, el sujeto racial excluido de las relaciones de poder en la hacienda. En este sentido, María debe morir como expresión de la ideología de los hacendados, que no aceptaban los cruces raciales o de clase y que, de hecho, fueron a la guerra por defender sus privilegios. Por otra parte, el carácter endogámico de la relación entre María y Efraín hace evidente una cierta forma de incesto, que puede interpretarse como un rechazo alegórico al mestizaje promovido por los liberales como forma de unificación nacional. Leída desde cualquier punto de vista ideológico en el amplio espectro político del siglo xix, María no es la compañera adecuada para fundar una familia y por eso muere, condenando a Efraín al celibato o, al menos, a la soltería (Sommer, El mal de María). La lectura de Sommer hace énfasis en el sentido racial de la crisis que se precipita en la narración por la enfermedad de María, convirtiéndola en una novela alegórica sobre la decadencia de la clase hacendada del Cauca. Su aproximación abre las puertas a nuevas preguntas de investigación: ¿por qué una novela regional sobre el Cauca llegó a convertirse en una novela nacional? ¿Cómo llegó a imponerse sobre Manuela, cuyo título original era precisamente Una novela bogotana?42 ¿Por 42
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Con este título se publicó en El Mosaico en 1859.
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qué una novela sobre la crisis de las haciendas recibió un eco tan positivo en la región andina, en donde el sistema de haciendas apenas habrá de consolidarse a finales del siglo xix? ¿Por qué introducir el judaísmo de María como alegoría racial en un país con una población inmigrante tan reducida? ¿Por qué no enfrentar los conflictos raciales en el interior de la hacienda desde un tratamiento directo? ¿Por qué usar el judaísmo para hablar de la población afrodescendiente? De hecho, la novela presenta diferentes personajes afrodescendientes en los márgenes de la hacienda y de la narración. Algunas de sus historias, como la de Salomé y Tiburcio, se resuelven felizmente, sirviendo de amargo contraste con el trágico romance principal. Otras, como las de Nay y Sinair, preludian el final de la pareja principal. Pero ninguna de ellas constituye el motor de la narración, sino que más bien ayudan a construir mejor la identidad de Efraín y su padre como hacendados y, en este sentido, como blancos, ya que en la novela el color es una expresión de la clase, como Sommer reconoce (El mal de María, 465). El personaje de Efraín, a pesar de ser descendiente de un padre judío, es un blanco caucano, y este aspecto crea ambigüedades cuando yuxtaponemos esta información con el argumento de la autora sobre el judaísmo como alegoría de los negros que habitan los márgenes de la hacienda. Aunque el razonamiento de Sommer es poderoso, hay una pregunta importante que aún merece ser discutida: ¿qué significa ser blanco en Colombia en el siglo xix? Para responderla, es necesario seguir el llamado de esta autora a examinar los márgenes de la narración en el caso de María, así como a lo largo de este estudio hemos explorado los del canon literario para examinar otros materiales, en los cuales la unión interracial salta de los márgenes al centro. En María, estas historias periféricas que se sitúan en los límites de la hacienda o se narran como líneas argumentales alternativas permiten delinear con más claridad la identidad de algo sobre lo que no se habla directamente y que no se cuestiona: la identidad del protagonista que está en el centro del siglo xix, el hombre blanco, letrado y acomodado. Las historias de los márgenes ayudan a crear la masculinidad de Efraín a través de un dispositivo en el cual los sujetos no blancos se emplean como tecnologías de representación que contrastan, limitan y definen la blancura de los protagonistas. Quince días antes de partir hacia Europa a estudiar medicina durante cinco años, Efraín se aleja por un día de la hacienda El Paraíso y de su amada María para visitar la casa de su gran amigo Carlos, compañero de estudios en Bogotá, y la humilde familia de Custodio, su esposa y su hija Salomé. Este recorrido por los márgenes y límites de la hacienda hace evidente la tensión que produce en los diferentes
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grupos sociorraciales la necesidad de casarse con alguien de su propio grupo. Carlos, que es blanco, educado y propietario de una hacienda, desea contraer matrimonio con la bogotana Matilde, pero teme que ella nunca llegue a acostumbrarse a la vida rural de las haciendas del Cauca, donde él mismo languidece de tedio. A pesar de los consejos de Efraín, el conflicto entre el Cauca, hacendado y rural, y Bogotá, urbana y burocrática, no habrá de resolverse fácilmente, ni siquiera con una unión entre pares. Lejos estamos del pacto regional propuesto en otros países latinoamericanos a través de novelas como Amalia o Martín Rivas (Sommer, Ficciones fundacionales). La siguiente visita de Efraín a la familia de Custodio es aún mucho más sugerente con respecto a la necesidad de casarse dentro de su propio círculo. Custodio y su familia son afrodescendientes y pequeños propietarios de un pedazo de tierra que no tiene acceso al agua. Existen fuertes lazos entre la familia blanca del protagonista y los personajes situados en los márgenes de la hacienda. El padre de Efraín le ha facilitado tener agua y, además, Efraín y Custodio están vinculados a través del parentesco espiritual del compadrazgo, que sin embargo no borra los límites sociales y raciales entre ellos. Custodio tiene una hermosa hija de nombre Salomé y teme que se haya enamorado del blanco Justiniano, el hermano de Carlos; preferiría a otro pretendiente, Tiburcio, un mulato libre, aunque hijo de una esclava. Hasta hace un tiempo, Tiburcio visitaba con frecuencia a Salomé y ella parecía interesada en él, pero empezaron las visitas de Justiniano, que provocaron la distancia del primero. La preocupación de Custodio por su hija prueba una vez más que en los romances colombianos decimonónicos las uniones entre iguales siempre tendrán preferencia sobre las uniones desiguales, ya sean de clase, raza o región. Más aún, en el relato de Custodio a Efraín, el preocupado padre de familia deja entrever que duda de las intenciones de los jóvenes blancos para con su bella hija y que, dentro de sus sospechas, llegó a desconfiar del joven protagonista. A pesar de que Efraín descarta las sospechas de Custodio diciendo “[…] a los mil encantos de su hija, alma ninguna podía ser más ciega y sorda que la mía” (Isaacs 230), en el relato se produce cierta ambigüedad cuando describe a la joven Salomé mientras la observa agachada, “colocada de manera que de afuera no podían verla” (222), ocupada en el oficio de moler, oculta de la vista de los demás y solo accesible a los ojos de Efraín: Esto decía, sin mirarme de lleno, y entre alegre y vergonzosa, pero dejándome ver, al sonreír su boca de medio lado, aquellos dientes de blancu-
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ra inverosímil, compañeros inseparables de húmedos y amorosos labios: sus mejillas mostraban aquel sonrosado que en las mestizas de cierta tez escapa por su belleza a toda comparación. Al ir y venir de los desnudos y mórbidos brazos sobre la piedra en que apoyaba la cintura, mostraba ésta toda su flexibilidad, le temblaba la suelta cabellera sobre los hombros, y se estiraban los pliegues de su camisa blanca y bordada. (222)
La sensualidad de la descripción de Efraín no ha pasado desapercibida para los numerosos críticos de María (Menton 10; Ramos). De hecho, el joven se entretiene tanto en su conversación con Salomé que se olvida de visitar a su amigo Emigdio. A pesar de su enorme amor por María, Efraín se para a contemplar la sensualidad de Salomé y la belleza de su tez mestiza. Acompañados por el hermano menor de esta, caminan hasta el río, donde Efraín planea tomar un baño. Allí, Salomé le confiesa su interés por el mulato Tiburcio, que no ha vuelto a visitarla porque siente celos de los blancos que frecuentan su casa: Efraín y Justiniano. El joven promete hablar con Tiburcio y encargarse de solucionar el asunto. Su interés por resolver los problemas de Salomé le causa sorpresa a la muchacha, quien parece entretenerse con la idea de que tal vez Efraín albergue por ella otros sentimientos: “Será… ¿será amor?” (228), le pregunta, en un diálogo en el cual la voz femenina utiliza la coquetería para cuestionar los límites establecidos. Si bien todos los hombres en la narración parecen preocupados por mantener los matrimonios dentro de los límites del propio grupo social, por boca de Salomé escuchamos una pregunta, tal vez una duda al respecto: “¿Y qué remedio? ¿Porque quiero a ese creído [Tiburcio]? Si fuera blanca, pero bien blanca; rica pero bien rica… sí que lo querría a usté [Efraín]; ¿no?” (229). Efraín contiene la fuerza de semejante cuestionamiento preguntándole a Salomé por el galán de su misma condición social y racial: “¿Y qué hacíamos con Tiburcio?”. El coqueteo y asedio de la joven no se detienen con un freno tan tradicional y embiste nuevamente con sus preguntas a Efraín: “¿Por qué? ¿No le gustaría que yo lo quisiera?”. El protagonista intenta escaparse trayendo de nuevo a Tiburcio a la conversación, pero Salomé insiste: –¿Me creerá que yo me he soñado que era cierto todo lo que le venía diciendo? –¿Que Tiburcio no te quería ya? –¡Malaya!, que yo era blanca… Cuando desperté, me entró una pesadumbre tan grande, al otro día era domingo y en la parroquia no pensé sino en el sueño mientras duró la misa: sentada lavando ahí donde usté está, cavilé toda la semana con eso mismo y… (229)
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Los gritos del padre de Salomé desde la otra orilla del río interrumpen las confidencias de ambos. Incluso para Efraín es evidente que su conversación íntima ha despertado las sospechas de su padre, que los seguía desde la distancia y que desconfía tanto de los blancos. Al final del día, el protagonista regresa a El Paraíso con su amada María, no sin antes encontrarse con Tiburcio, despejar sus celos y hacerle prometer que regresará a casa de Salomé y le pedirá en matrimonio. Es decir, todo ha vuelto al orden establecido, el mundo donde los iguales se casan entre sí. El fantasma del deseo interracial ha sido conjurado. ¿Cuál es el rol de esta historia marginal en el escenario total de la novela María? Mi propia interpretación de este episodio intenta mostrar que los recorridos de Efraín buscan delinear y construir su propia subjetividad masculina blanca: su virilidad se muestra en la sensual descripción que hace de Salomé, facilitada por tratarse de una joven mulata. Al mismo tiempo, su capacidad para contenerse, evitar el riesgo de una unión interracial, controlar su propia sexualidad y buscar una pareja dentro de su propio círculo sociorracial ayudan a construir la imagen de un hombre blanco superior, un patriarca digno, generoso con sus subalternos, pues no olvidemos que la familia de Efraín ha concedido a la de Salomé el derecho de usar el agua en su propiedad. A partir de su relación con los márgenes, la figura del protagonista se construye como un ser excepcional, que merece estar en el punto más alto de la jerarquía sociorracial republicana. Esta condición del blanco que se resiste a caer en la tentación tiene su opuesto en la idea que sugiere que las mujeres subalternas ambicionan mejorar su estado a través de una relación con un hombre de la elite. De alguna manera, esta parte no puede pasar desapercibida, ya que brinda una excusa para que el mestizaje continúe representándose en coordenadas de género como las discutidas en el capítulo anterior: viriles hombres blancos y subalternas mujeres deseosas de ser dominadas. Esta capacidad de autocontrolarse y de moderar sus pasiones está también presente en el proceso de educación sentimental de don Demóstenes, protagonista de la novela Manuela, de Eugenio Díaz Castro. Este personaje, que es una clara alegoría de los jóvenes liberales bogotanos, llega a la parroquia donde vive Manuela con la intención de hacer proselitismo político para su partido con miras a las próximas elecciones, pero, además de encargarse de esta tarea, despliega su coquetería de caballero con todas las mujeres locales, ya se trate de humildes mujeres como Rosa, de bellezas locales como Manuela y Cecilia o de señoritas como Clotilde. En Bogotá, don Demóstenes tiene una novia, Celia, que pertenece a su propio círculo social, pero a
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quien el joven rechaza debido a su extrema religiosidad católica, algo que él critica, como buen liberal. Al final de la historia y luego de la trágica muerte de Manuela, don Demóstenes llega a interrogarse por la naturaleza de sus propios sentimientos por esta joven. Sin embargo, tras las experiencias adquiridas en la parroquia, regresa fiel a su novia bogotana. Si Manuela es una novela de crítica social, también es, sobre todo, una novela de aprendizaje, un Bildungsroman en el que el personaje puede ver los límites de su posición ideológica, amplía su comprensión de la realidad política de su país y regresa a su ciudad para asumir su papel como dirigente político, líder nacional y fundador de una familia, legítimamente instituida dentro de los límites de su propio grupo social. La narrativa colombiana del siglo xix abunda en ejemplos sobre personajes masculinos que rechazan las tentaciones de las uniones interraciales o, más aún, que ni siquiera son capaces de percibirlas. En Bruna, la carbonera (ca. 1862), también de Eugenio Díaz Castro, la protagonista es una joven blanca muy pobre que vive en los cerros situados en las márgenes de la ciudad de Bogotá. Ella y su familia se dedican a vender carbón en la capital, un oficio que con frecuencia ensucia el rostro de la chica, ocultando su blancura y hermosura. La pobreza de Bruna, su traje humilde, su oficio y su falta de educación la separan de don Jorge, un blanco bogotano aficionado a la geología que la visita con frecuencia. La intención de este es recoger fósiles en los cerros cercanos, jamás se da cuenta de los sentimientos que despierta en la joven Bruna. De hecho, don Jorge está enamorado de Blanca, una joven señorita de la elite bogotana. Entre Bruna (que significa ‘oscura’) y Blanca, don Jorge ignora a la primera y ama a la segunda. Bruna se casa con Fulgencio, un campesino blanco como ella, y don Jorge se casa con Rosa, la hermana gemela de Blanca. Esta extraña substitución final de una novia por su hermana gemela indica claramente que la identidad individual de la muchacha no es tan importante como su pertenencia al mismo círculo social, racial y de clase. Estos elementos sugieren que puede existir una nueva moral republicana en la cual el mestizaje ilegítimo está mal visto, pues el discurso del autocontrol del hombre funciona como freno para que se produzcan uniones interraciales entre personas alejadas por otros factores importantes, como la clase social. Todas estas historias, con su profusión de personajes y de historias de amor paralelas, están más interesadas en definir al hombre blanco que en fundar alianzas entre sectores antagónicos de la sociedad. En ellas no llega a producirse el surgimiento de un mestizo nacional
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porque lo que está en juego es la construcción de una masculinidad blanca, de la cual nunca se habla, pero que se construye por oposición a la negra, zamba o indígena. Efraín no se une a Salomé, aunque esta piense que si fuera blanca tal vez podría ser amada por él y no por Tiburcio, a quien considera racialmente inferior: “¡Caramba!, como si yo fuera alguna negra bozal o alguna manumisa como él”, afirma Salomé en un momento de enojo (226). Don Demóstenes regresa a su novia Celia, en Bogotá, a pesar de todos sus escarceos románticos en la parroquia. Don Jorge se casa con Rosa, sin llegar nunca a darse cuenta de los sentimientos que despertaba en la pobre carbonera Bruna. Tampoco las ficciones en los márgenes ofrecen una oportunidad a las uniones interraciales: el mulato artesano Federico huye de la casa de su amada Cintia ante la oposición de su blanco padre. En medio de una de sus borracheras, el vicioso mulato Santiago desaparece de la vida de la blanca Mercedes, mientras su hijo Francisco, el mestizo producto de esta relación, muere a causa de una de las tantas guerras libradas a lo largo del siglo. La ausencia de historias exitosas de amor entre protagonistas de diferentes grupos raciales prueba que las ficciones interraciales usan a los hombres afrodescendientes para hablar de un hombre blanco, ya se trate del padre o el amante perdido. Estas historias buscan alertar a sus lectores sobre los peligros de las relaciones fuera de su propia región, clase o raza. Se constituyen como una contranarrativa que se opone al liberalismo que exaltaba el mestizaje como el camino al progreso nacional. Estas narrativas muestran que el mestizaje, antes que un proyecto unánimemente aceptado, es un resbaloso terreno, un discurso que tardó en convertirse en incontrovertible y que habría de esperar hasta el siglo xx para adquirir su carácter de hegemónico. Justamente por eso, la novela Florencio Conde ofrece un contraste definitivo en el cual el mulato se casa con la mujer blanca y logran establecer una familia legítima. No sorprende que su autor sea José María Samper, quien –a pesar de su desconfianza hacia las poblaciones no blancas– es el gran defensor del mestizaje como vehículo de unificación nacional. El mulato de las narrativas sigue eludiendo la integración y el blanqueamiento, las elites nacionales se muestran renuentes a aceptarlo. La novela nacional presenta al mulato como indócil, mientras lo excluye de su seno. Así, a pesar del énfasis en el mestizaje, los romances interraciales siguen siendo ficciones utópicas pero, con todo, raciales.
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Epílogo El indio que desaparece de los Andes: indios, indios mestizos y africanos como tecnologías de representación de la blancura “En Colombia tenemos todos (salvo los Indios) espíritu iniciador y creador, pero carecemos generalmente de espíritu conservador”. (José María Samper, Filosofía en cartera, 1875) “The progress of civilization in South America tends, with some exceptions, to associate the Indian villages with the towns and cultivated lands of their more civilized brethren, forming out the whole a state, or rather states, comprising a population shaded off in various tints of civilization”. (Charles Stuart Cochrane, Journal of a Residence and Travels in Colombia, 1825)
Cuando, en diciembre de 1850, el Gobierno colombiano contrató al pintor venezolano Carmelo Fernández para elaborar las acuarelas que debían acompañar las descripciones escritas por Manuel Ancízar para la Comisión Corográfica, le encargó que dibujara paisajes, monumentos, costumbres y “tipos característicos de la población de cada provincia, no pudiendo ser menos de dos” (citado en Restrepo Forero 38). Nunca sabremos el número total de láminas que realizó, pero, si tomamos en cuenta las veintinueve acuarelas de Fernández que se conservan en la Biblioteca Nacional de Colombia, podemos notar que cumplió al pie de la letra con aquello que se le pidió: doce de las láminas representan paisajes y monumentos; seis, a los notables de las ciudades más importantes de las provincias del norte de los Andes; dos, a campesinos desempeñando oficios artesanales, y las nueve restantes, la población, a través de marcadores raciales expresados en el título con el cual el director de la Comisión, Agustín Codazzi, identificó cada acuarela, como se relaciona a continuación: 9. Tundama. Tipo blanco i indio mestizo 35. Tunja. Tipo blanco e indio mestizo 24. Ocaña. Cosecheros de anís-indios mestizos 122. Ocaña. Mujeres blancas 123. Pamplona. Indio i mestizo de Pamplona
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127. Santander. Tipo africano i mestizo 128. Soto. Mineros blancos 136. Soto. Tejedoras y mercaderes de sombreros Nacuma en Bucaramanga 138. Estancieros de las cercanías de Vélez. Tipo Blanco
Las acuarelas pertenecientes a este último grupo reúnen en escenas campestres a conjuntos de personas clasificadas bajo seis tipos: blanco, indio-mestizo, indio, mestizo, africano y zambo, en la mayoría de los casos interactuando entre sí en escenarios que van desde una calle de la ciudad hasta indefinidos paisajes rurales. La frecuencia de representación de cada uno de los tipos en estas láminas se puede resumir así: Blancos 6 Indios-mestizos 3 Mestizos 3 Africano 1 (2) Indio 1 Zambo 1
Este conteo se basa solamente en la información de los títulos que describen y fijan el contenido de las acuarelas y no se refiere al número de los individuos representados, ya que algunos personajes resultan invisibles o son simplemente accesorios en la escena, son una herramienta para realzar la condición social o racial de la figura principal. Por ejemplo, la lámina marcada con el número 122 y titulada “Mujeres blancas” muestra tres mujeres: dos blancas y una de ascendencia africana, quien, sin embargo, no aparece en el título (Imagen 4). La separación sociorracial entre ellas se acentúa a través de diversos mecanismos de representación, como, por ejemplo, las diferencias en el vestido y en la distribución en el espacio, en el cual las dos mujeres blancas dan la espalda y dirigen su mirada exactamente hacia el lugar opuesto de la mujer afrodescendiente. El propósito de incluir una mujer afrodescendiente en esta escena resulta obvio a la luz de nuestra discusión sobre la blancura como una performance, una escenificación de atributos físicos, económicos y materiales que revelan la posición de un sujeto y establecen distinciones con los demás. La lámina, entonces, no representa al tipo africano, en cuyo caso se hubiera incluido en el título. Su figura es necesaria para equilibrar la composición formal de la escena romántica; más importante aún, la mujer negra está allí porque su presencia construye
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Imagen 4. Carmelo Fernández, Ocaña. Mujeres blancas. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852).
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una jerarquía de sujetos femeninos racializados, separados por miradas que nunca se cruzan, apartando así sus esferas sociales, acentuada gracias a que el horizonte de la mirada de las mujeres blancas está por encima del de la mujer negra. En su estudio sobre las intersecciones entre raza, representación y visión en los Andes centrales, Deborah Poole ya había notado estas características en el análisis del mucho más complejo óleo Tapadas en la plaza, de Johan Moritz Rugendas,43 que reproduce una escena similar en el centro de su composición (Poole 100). En el ejemplo que analiza Poole, la presencia de una mujer indígena en la escena sirve como contexto de la obra: “Ella es el opuesto que define el tema real de la pieza –la sexualmente atractiva, misteriosa y (se espera) blanca tapada” (100, mi traducción). De manera similar, la acuarela de Fernández enfatiza la blancura de las mujeres agregando una tercera figura femenina, una mujer negra, cuyo vestido, mucho más humilde que el de las otras dos, produce un contraste que intensifica la conexión de las blancas con Europa. La mujer negra viste un traje que se pierde entre las sombras, pero carga en sus brazos un bello paño europeo, un claro signo de que se trata de una persona del servicio. La mujer blanca en el centro de la composición, que viste además un traje blanco, ocupa una posición dominante de toda la escena. Su altiva postura parece confirmar la dominancia de la elite –que ella representa– sobre los demás grupos sociorraciales de la nueva nación. En esta acuarela, el color de la piel es un claro dispositivo de contraste entre blancas y afrodescendientes y muestra la separación entre la elite blanca y los otros grupos que componen la nación. Sin embargo, las políticas de representación en las acuarelas no siempre pasan por el color de la piel. Más aún, hacen evidente que no todos los blancos son iguales. En la transición del régimen colonial al republicano, la pureza deja de ser el atributo que define la blancura, ahora entendida bajo una forma de optimismo racial que aspira al blanqueamiento de la población: como consecuencia, existen diferentes tipos de blancos. Para algunos, como para las mujeres de Ocaña, su blancura se halla en el centro, es indiscutible. Los recorridos de Manuel Ancízar por las regiones rurales de los Andes, que sirvieron como materia prima de las láminas encargadas, revelan una población trabajadora fluctuante entre dos polos: el indígena y el blanco. Los intelectuales de la Comisión interpretaron Poole no incluye el año de realización de la pintura de Rugendas (1802-1858), que, sin embargo, debe ser anterior a las acuarelas de la Comisión Corográfica, ya que este pintor visitó el Perú entre 1842 y 1845. 43
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la fluidez racial de la región andina de una forma que se convirtió en hegemónica en las lecturas sobre ella: la mayoría de la población avanza hacia la blancura. En la lámina número 138, Estancieros de las cercanías de Vélez. Tipo blanco (Imagen 5), la figura que aparece en primer plano es una mujer blanca campesina. Cuando se compara la imagen 4, Mujeres blancas de Ocaña, con la imagen 5 se aprecia una diferencia muy tenue en el color de la piel de las mujeres, que hace de las primeras ligeramente más claras que la última y que es tan leve que no sirve como separador entre las mujeres de una y otra lámina, reforzando la blancura de las campesinas andinas. La distinción entre ellas proviene de la combinación de otros elementos: la mujer de las cercanías de Vélez usa vestidos locales y no europeos y está rodeada de un paisaje agrario, que representa las cosechas y los frutos de la tierra. Por oposición, el trasfondo ofrecido en la representación de las mujeres blancas de Ocaña es escaso e indefinido. Al comparar las dos láminas, la presencia o ausencia de un escenario, los vestidos, oficios y la postura corporal de las figuras representadas construyen las diferencias entre las dos protagonistas de estas imágenes, a pesar de que todas pertenezcan a la categoría de blancas. La diferencia que salta a la vista es mucho más social que racial. Más aún, la ausencia de sirvientes provenientes de otros grupos sociorraciales acentúa la condición humilde de estos estancieros blancos. El plural en el título de la acuarela nos indica que los dos personajes principales son blancos, tanto la mujer como su acompañante masculino, cuyo rostro, sin embargo, resulta mucho más difuso y menos claro que el de ella. Todos estos elementos destacan la idea de que existen diferentes tipos de blancos, unos son más blancos que los demás, con vínculos mucho más fuertes con Europa que los demás grupos sociorraciales de la nación, pero también muestran una progresiva separación entre las categorías raciales y otros contenidos sociales como el vestido, el oficio, etc. La relación es compleja. La diferencia física entre los individuos había incluido todo aquello que entraba en contacto con el cuerpo. De esta manera, la comida ocupaba un lugar destacado, ya que ingresaba en él y lo modificaba. El vestido exteriorizaba la jerarquía del cuerpo. La educación y las maneras escenificaban la condición moral que estaba asociada con la raza. Recordemos que Samper atribuía una personalidad moral a cada tipo racial. Pero, paulatinamente, el cuerpo va adquiriendo una autonomía con respecto a aquello que lo rodea. Se trata de un cambio gradual y nunca total, ya que aún a finales del siglo xix Salvador Camacho Roldán cuestionaba la influencia del clima tropical en la personalidad de los blancos nacionales. Las políticas de blanqueamiento de la población mestiza ejercieron presión sobre grupos inter-
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medios, especialmente urbanos, que se vieron compelidos a escenificar su blancura para distanciarse de los sujetos emergentes, creando así una zona gris, intermedia entre clase social y raza. Cada vez más, lo rural y lo local se identificaban con lo indígena, que estaba condenado a desaparecer para que surgiera el grupo de los nuevos blancos. En las representaciones visuales y textuales, los personajes indígenas, mestizos de indio o afrodescendientes son un dispositivo para realzar la posición de dominación de un miembro de la elite sociorracial. A pesar del énfasis de la literatura de la época en representar al pueblo y sus costumbres, estos solo se convierten en materia narrativa una vez entran en contacto con un letrado urbano que dialoga con ellos, los describe o los pinta. En estos relatos, con frecuencia las costumbres populares producen extrañeza –real o fingida– en el escritor, más familiarizado con las maneras europeas o urbanas. Un proceso semejante ha sido notado por el crítico literario Walter Benn Michaels en su análisis sobre la producción de la diferencia entre blancos en Absalón, Absalón, de William Faulkner, en donde los personajes esclavos sirven para acentuar la riqueza material de un personaje blanco, más que para representar la vida de los esclavos negros en el sur de los Estados Unidos durante el siglo xix (Michaels). Incluso en un siglo en el cual la producción visual y textual se volcó en la construcción de la nación y la representación de su pueblo, también las láminas de la Comisión Corográfica pintadas por Carmelo Fernández muestran un énfasis en las figuras de los blancos como los miembros naturales de la elite y como el supuesto grupo racial predominante entre los campesinos andinos. En efecto, cuando los sujetos masculinos representados se marcan racialmente como blancos (láminas 24, 35, 136, 137 y 138), se trata casi en su totalidad de blancos pobres, agricultores, estancieros o artesanos. La única excepción es la lámina 136, Soto. Mineros blancos, que representa a un hombre acomodado, lo cual se puede deducir por el uso de zapatos, el traje al estilo europeo y la presencia de varios sirvientes a su alrededor, vistiendo ropa mucho más humilde y desempeñando tareas físicas relacionadas con la minería (Imagen 6). Se trata probablemente de uno de aquellos personajes intermedios, atrapados entre la blancura de elite y la de los grupos emergentes de la república. Es importante anotar que, del total de veintinueve acuarelas que elaboró Fernández, solo nueve contenían marcadores raciales. Un segundo grupo de seis acuarelas representaba a los notables de cada ciudad, pueblo o villa. Estas son también representaciones de tipos sociales, aunque en este caso no aparezcan marcadas racialmente. Se trataba
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de grupos de mujeres y hombres blancos, urbanos y de la elite, vestidos a la manera europea (Imagen 7). Así, sumando el número total de blancos representados bajo marcadores raciales más aquellos representados bajo la serie notables, los blancos constituyen el más grupo más representado por la Comisión Corográfica en su recuento del norte de los Andes colombianos. Al comparar los blancos de la serie notables y aquellos de la serie tipos, emerge una clara distinción de clase entre ellos. Los primeros son blancos que pertenecen a las elites regionales, una subcategoría dentro del grupo de los blancos que sin embargo no aparece racializada en los títulos de las acuarelas. A diferencia de los blancos que aparecen marcados racialmente, la serie notables representa solamente personajes de clase alta, como se puede ver por los vestidos, zapatos, sombreros, sombrillas y bastones. No es posible establecer si se trata de elaboraciones abstractas o tal vez de retratos concretos de personas. En contraste, la mayoría de los personajes señalados como blancos que se representan en las láminas que caracterizan los tipos raciales de la región son campesinos pobres o trabajadores rurales. Está claro que existe una construcción social que distingue y separa a los individuos en uno y otro conjunto de láminas. Se trata de la performance de lo europeo, que remplaza, o acaso alegoriza, a la pureza de sangre como marcador de distinción. Los notables en estas acuarelas no están rodeados de sirvientes ni de paisajes o accesorios aparte de su vestuario. Es posible que sea porque desde el título mismo de la acuarela se sabe que son notables, así que no es necesario agregar ningún elemento para probar esta característica que los diferencia de los otros grupos de la nación: en sí mismos constituyen la elite en el poder y esto se hace evidente en su cuerpo. La serie de acuarelas que representa a la elite busca afirmar una suerte de pureza de clase que sirve de fundamento a su preeminencia en la esfera pública, reflejada en las acuarelas por el uso de vestimenta para la calle y por representaciones que se concentran más en los escenarios públicos que en los domésticos. Por contraste, cuando se representa a los blancos en la serie consagrada a los tipos raciales de la región, existen varias posibilidades: puede tratarse de mineros, de campesinos o de sencillos estancieros, aquellos que Ancízar mencionaba cuando describía el proceso de blanqueamiento de las provincias del norte de los Andes colombianos. La mayoría de estos personajes son pobres y hombres: son la casta viril que habría de celebrar Samper, son los personajes estéticamente favorecidos de los que ya había hablado Ancízar. En los imaginarios y en las representaciones visuales y textuales producidas a mediados del siglo xix, el proceso de blanqueamiento es-
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taba produciendo una nueva población considerablemente más blanca en la región andina. No obstante, existen variados mecanismos que resaltan las distinciones entre aquellos blancos emergentes y los miembros de la elite. En la intersección entre clase y raza, estos últimos emergieron como un grupo lo suficientemente separado de los otros a través de un complejo conjunto de factores: vestido, educación, modales y letramiento. La elite blanca, consumidora de productos europeos, logró a lo largo del siglo diferenciarse de los demás sectores de la nación abrazando patrones de consumo y comportamientos que marcaron una distinción visible a través del cuerpo. Sin embargo, los blancos pobres se encontraban en una posición más inestable y liminal: ¿de quién buscan diferenciarse estos sujetos blancos campesinos, artesanos y mercaderes? ¿De los mestizos e indio-mestizos con quienes comparten una cercanía de clase y espacial? En las representaciones sobre la región andina producidas por la Comisión Corográfica, los blancos pobres no se representan en compañía de tipos puros indios o africanos, excluidos simbólicamente del espacio andino: se representa bien como protagonista único (láminas 123, 136 y 138), bien acompañado del tipo indio-mestizo (láminas 24 y 35), aquel que en la oposición binaria entre lo indígena y lo blanco se halla aún más cercano al primero que al segundo. La blancura del blanco pobre, trabajador y estanciero puede contrastarse mejor con un indio-mestizo, el tipo más oscuro que podía dar el proceso de mestizaje andino (Imagen 5). Las láminas de la Comisión Corográfica representan la blancura incorporándola no solo a través de los cuerpos, sino también a través de una puesta en escena visual que requiere de elementos como el paisaje, el vestido y la presencia de sirvientes no blancos, si se trata de escenificar la posición de clase del sujeto blanco. El énfasis puesto en un proceso de mestizaje que conducía al blanqueamiento hizo que el peso de nociones como la pureza racial se relativizara en el discurso liberal sobre el cual se estaba intentando fundar una identidad regional y nacional que unificara el país. Por contraste, las láminas de la Comisión celebran una suerte de pureza de clase entre la elite que sirve de fundamento a la exclusividad y autonomía del grupo que jerárquicamente se situaba en el punto más alto de la escala sociorracial republicana. Una ideología racial liberal que pusiera acento en el mestizaje amenazaba la idea de pureza racial de origen colonial, pero también ponía presión sobre la pureza de clase de la elite, al permitir que sujetos como Florencio Conde adquirieran los blasones necesarios en esta nueva definición de la aristocracia republicana, provocando enormes tensiones entre sus miembros. Esta contradicción reside en el centro del proyecto liberal de mediados del
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siglo xix y se expresa a través de la literatura que hemos examinado a lo largo de este libro. En la narrativa, las uniones interraciales amenazan la pureza racial y de clase de la elite. En algunos casos, la representación de una unión de este tipo busca hacer evidente esta contradicción en el discurso liberal. Este es el caso del escritor Eugenio Díaz Castro, quien utiliza la historia de amor entre el artesano mulato Federico y la joven blanca Cintia para poner en evidencia los límites del proyecto liberal republicano. No obstante, los liberales y sus críticos coincidían en un aspecto: la población indígena de los Andes estaba desapareciendo, lo que los asediaba con sentimientos tan opuestos como la melancolía por su muerte y el optimismo por el futuro de la nación.
El retorno del indígena suprimido en la Colombia liberal del siglo xix: ¿por qué María Ticince se ahoga en la narrativa de Eugenio Díaz Castro? La nación latinoamericana en el siglo xix se forjó a través de procesos de destrucción y desaparición de paisajes, sociedades, poblaciones e historias. Las nacientes literaturas y artes visuales republicanas se constituyeron en narrativas fundacionales de la nación, según las cuales el mestizaje unificaba las poblaciones, suprimiendo a los indígenas originarios, que poco a poco desaparecerían bajo el peso de la mezcla racial. Inexorablemente, la literatura y las artes visuales reelaboraron esta narrativa maestra, incluyendo matices y variantes nacionales y regionales. Como consecuencia, la idealización o celebración del indio que desaparece es con frecuencia el tema central. Autores como Eugenio Díaz Castro (María Ticince, El rejo de enlazar) y Josefa Acevedo de Gómez (Mis recuerdos de Tibacuy) incluyen personajes indígenas en sus relatos, casi siempre rodeados de pobreza, cercanos a la mendicidad y a la muerte. Sus descripciones, llenas de melancolía e incluso compasión por los indígenas, intentan ofrecer una metáfora para criticar el desarrollo de la república y poner en evidencia las injusticias cometidas por los nuevos gobiernos, en comparación con la antigua administración española. En contraste, autores que defienden el avance del mestizaje, como José María Samper (Ensayo sobre las revoluciones, Filosofía en cartera) y Manuel Ancízar (Peregrinación de Alpha), presentan un panorama positivo sobre la desaparición de los indígenas, especialmente cuando esta ocurre a través del mestizaje. El indígena que desaparece, entonces, es tanto un tropo literario como una figura política en la escena de debate nacional. Más aún, existe una rela-
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ción entre los relatos literarios y la producción de láminas y acuarelas, mostrando la influencia de las representaciones visuales en obras como la del mencionado Eugenio Díaz Castro y del pintor Ramón Torres Méndez. Más aún, es posible pensar que acuarelas y textos hacían parte del mismo conjunto de ideas sobre la raza y la diferenciación social. Importantes estudios anteriores han señalado la centralidad de las novelas históricas del siglo xix con temática indígena que representaban antiguos líderes chibchas o incas durante el tiempo de la conquista (Acosta Peñalosa; Restrepo El estado). Este giro hacia el pasado indígena forma parte de esta nostalgia por el indio que desaparece, pero, al mismo tiempo, establece un pasado glorioso para la nación, un pasado que antecede a la llegada de los españoles. Incluso los ciclos artísticos dedicados a la desaparición de las antiguas sociedades indígenas a manos de los españoles reivindican el papel de los héroes republicanos en la destrucción del régimen español y en la de los antiguos héroes indígenas (Appelbaum, Mapping). No obstante, una parte de la producción artística se enfocó en la representación de sus contemporáneos indígenas en los Andes colombianos. El tema es de particular importancia, ya que durante el siglo xix los liberales promovieron la disolución de las tierras comunales indígenas, produciendo una significativa disminución de la población nativa andina, que, de acuerdo con los censos nacionales, se habría reducido casi a la mitad entre 1850 y 1902, como se mencionó anteriormente (Palacios 17). Aún más relevante, la presencia de indígenas en los Andes colombianos creaba una fisura en el esquema de civilización y barbarie y en las geografías racializadas a través de las cuales se distanciaba a los indígenas, ubicándolos en la historia remota de la nación o confinándolos en los más alejados territorios tropicales. El problema presentaba, entonces, tanto una dimensión espacial como una temporal. Los indígenas deberían ubicarse en las zonas templadas, no en los Andes, el centro de la civilización, y, temporalmente, en el pasado, no en el presente y menos aún en el futuro de la nación. Tenían un lugar como miembros de una civilización extinguida o como salvajes habitantes contemporáneos de las regiones cálidas de la nación. Presentaban un obstáculo a las narrativas nacionales que descansaban sobre la noción de la homogeneidad racial de las regiones, según la cual, los Andes eran fundamentalmente mestizos y blancos. En su análisis sobre las políticas de representación de la nación entre 1880 y 1910, Amada Carolina Pérez Benavides muestra, siguiendo el concepto de Fabian sobre la política del tiempo, cómo “se les negó a los otros la posibilidad de la
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coetaniedad, sacándolos del presente e impidiéndoles de paso la posibilidad de interlocución” (26). Entonces, los habitantes nativos de los Andes constituían un dilema por resolver: herederos de aquellas sociedades imaginadas como civilizaciones indígenas, ¿cómo habían llegado a convertirse ahora en salvajes? Más aún, si buena parte de la población andina avanzaba hacia el blanqueamiento a través del mestizaje, ¿qué lugar ocupaban estos parientes indígenas en la genealogía de la nueva población andina? La inevitable muerte de los personajes indígenas en la literatura ofrecía una respuesta. Ahogados en los ríos de la Sabana o muriendo pobres, viejos y sin hijos, su desaparición va más allá del tropo romántico de la muerte y sirve como metáfora del no lugar del indígena en la región andina. Al mismo tiempo, estos relatos ofrecen una versión estética de su desaparición, adornada con melancólicos lamentos puestos en boca de los personajes blancos de la elite, distanciando así a los lectores de cualquier responsabilidad en el proceso de extinción de los indígenas y de expansión de las haciendas. No sorprende entonces leer en la novela El rejo de enlazar, de Eugenio Díaz Castro, que Fernando, el personaje blanco, heredero de una hacienda sabanera, llore la suerte de sus vecinos indios, desconociendo el papel jugado por la expansión de su propiedad en el proceso que amargamente lamenta. En última instancia, a través del tropo de la desaparición del indio lo que está en juego es la formación de un imaginario sobre la región andina colombiana como blanca-mestiza mediante la exclusión de la población nativa de las representaciones y los imaginarios sociales. La atención prestada a la desaparición de los indígenas andinos en la literatura y la producción visual revela la contradicción de los intelectuales liberales que intentaban impulsar cambios sociales en la nación a través de la eliminación de prácticas coloniales a la vez que deseaban permanecer separados de aquellos grupos sociales surgidos precisamente de la existencia de una jerarquía colonial. En el caso andino colombiano, la producción textual de esta ausencia de indígenas y afrodescendientes está acompañada de políticas efectivas de desmantelamiento de la propiedad comunal sobre la tierra en la región, motivadas por una progresiva y real disminución de la población indígena, así como por un discurso liberal que veía en la propiedad comunal un vector de atraso económico y de restricción de los derechos individuales. Así, desde los años cuarenta, sucesivos embates desmantelaron buena parte de las comunidades indígenas andinas colombianas. Este fenómeno de blanqueamiento como eliminación real y discursiva de lo indígena fue la base sobre la cual se conformó en Colombia una geografía política según la cual la región
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andina, por ser la más blanca, debería situarse a la cabeza de un orden jerárquico racializado, ejerciendo una misión civilizadora desde los Andes hacia las regiones tropicales y selváticas, con una mayor población afrodescendiente e indígena. En abierto contraste con Ecuador, Perú y Bolivia, el espacio andino colombiano republicano se narró como un lugar de blanqueamiento, caracterizado por la ausencia indígena. Sin embargo, se trata de ausencias parciales, ya que las mismas narrativas que describen su ausencia nos hablan de indígenas que habitan los espacios marginales andinos como sombras del pasado, como figuras empobrecidas, casi fantasmagóricas. Esta presencia/ausencia narrativa de los indígenas en la región andina jugaba un doble papel: confirmar y negar las narrativas sobre su desaparición. Las confirmaban porque hacían evidente su condición de excluidos sociales, representándolos en su situación de pobreza, precariedad y exclusión y las negaban porque su sola presencia hacía evidente que las políticas republicanas de desmantelamiento de las tierras comunales y de los derechos colectivos antes protegidos bajo el dominio colonial español no habían bastado para hacerlos desaparecer totalmente en la república. Más aún, el discurso nacional sobre los indígenas se hallaba escindido en dos, como lo analiza el historiador Óscar Guarín Martínez: “Hacia la mitad de siglo xix, y a medida que el desprecio por los descendientes de los muiscas iba en aumento y se manifestaba políticamente en las leyes de disolución de los resguardos y la absoluta marginación política, paradójicamente la idea de un Estado prehispánico muisca cobraba fuerza” (235). La naciente historiografía nacional posicionaba a los indígenas andinos en el pasado prehispánico, mientras el costumbrismo describía a sus descendientes contemporáneos como figuras infrahumanas, seres debilitados por siglos de colonialismo y explotación: “Hijos degenerados de una raza valiente y generosa”, los llamaba Josefa Acevedo en un texto de 1849, mientras, en 1852, Manuel Ancízar escribía: “La conquista no produjo en esta raza desventurada otros resultados que la humillación y el embrutecimiento, matando hasta la raíz todos los gérmenes generosos del espíritu” (16). No sorprende entonces que la vasta producción textual y visual de mediados del siglo xix, inspirada a la vez en el costumbrismo y en el Romanticismo, intentara dar cuenta de las poblaciones y los espacios andinos, a pesar de que rara vez se ocupara de indígenas o afrodescendientes como sujetos protagonistas de la narración. Estos más bien aparecían como sirvientes de los protagonistas blancos, como en el caso de José Fitatá, empleado de don Demóstenes en la novela Manue-
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la, o de los múltiples esclavos que habitan los márgenes de la hacienda donde María y Efraín vivían su romance en la novela de Jorge Isaacs. Este carácter marginal en la representación de los indígenas contrasta con la amplia popularidad de la representación de los tipos del pueblo en las narrativas tanto visuales como textuales sobre los Andes colombianos. Aguadores, campesinos, vendedoras en los mercados, hombres y mujeres mestizos pueblan las representaciones costumbristas en la obra de artistas de mitad de siglo como Ramón Torres Méndez y en escritores costumbristas, como aquellos reunidos en el Museo de cuadros de costumbres publicado en 1866. Por supuesto, en aquellas imágenes del pueblo acecha, como un fantasma, la presencia de los indígenas, excluidos de la representación del mestizo nacional en proceso de blanqueamiento. Por contraste, sobre otras regiones colombianas se desplegaban imágenes de espacios poblados por indígenas y más frecuentemente afrodescendientes, especialmente en la cuenca del río Magdalena, que unía la región andina con los puertos sobre el Caribe. Si hemos de creer a los autores nacionales, el espacio andino colombiano es uno carente de lo indígena. En la primera mitad del siglo, de hecho, son las láminas y acuarelas elaboradas por viajeros extranjeros como Joseph Brown las que ofrecen un espacio para la representación de personajes indígenas, sugiriendo así que tal vez aquella ausencia que caracteriza a la producción artística de mediados de siglo tal vez sea una supresión. Con esta idea en mente, me gustaría cerrar la reflexión de este libro explorando los mecanismos de representación de los indígenas andinos en diferentes escenarios. En primer lugar, la lámina Indios pescadores del Funza, de Ramón Torres Méndez, publicada por primera vez en 1852 y que probablemente sirvió de inspiración al relato María Ticince o los pescadores del Funza, de Eugenio Díaz Castro, publicado en Bogotá en el semanario El Mosaico en noviembre de 1860 y seis años después en versión extensa en la compilación Museo de cuadros de costumbres. En segundo lugar, el relato Mis recuerdos de Tibacuy, de Josefa Acevedo, que apareció en 1849 en el periódico El Museo y de nuevo en 1861 en el libro Cuadros de la vida privada. En tercer lugar, un fragmento de la Peregrinación de Alpha por las provincias del norte, de Manuel Ancízar, producto de sus exploraciones por la parte septentrional de la región andina como miembro de la Comisión Corográfica. A diferencia del tono general del texto, que se concentra en los avances del mestizaje, en su viaje por la región del Cocuy, el viajero se fija en los tunebos, una sociedad indígena que se mantenía al margen de la naciente república.
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Estos escenarios ofrecen un interesante contraste con el resto de la producción decimonónica sobre la región andina al enfocarse específicamente en sujetos indígenas. En los dos primeros casos, se trata de textos breves publicados en la prensa y luego compilados como parte de libros costumbristas, que gozaron de cierta popularidad evidenciada en sus posteriores reimpresiones, un fenómeno común en el ambiente de Bogotá, centro del costumbrismo patriótico, sede de imprentas y exposiciones y lugar de enunciación de las nacientes narrativas nacionales. María Ticince es un relato dividido en dos partes que narra la tragedia de una joven indígena, que muere ahogada mientras acompaña a su padre a pescar a escondidas, de noche, en el frio río Funza, que atraviesa la Sabana de Bogotá. La primera parte describe la humilde vivienda de la muchacha y de su familia, su apariencia, vestimenta y costumbres, así como las circunstancias que los obligan a asumir el riesgo de pescar de noche: el Gobierno liberal vendió sus tierras comunales y ellos han comsumido en licor el dinero producto de esta venta. Sin dinero ni tierras, son agricultores sin terrenos de labranza y pescadores sin acceso a los ríos: los hacendados, beneficiarios de la política liberal, les han prohibido acceder a ellos, ahora rodeados por tierras privadas. A pesar de la supresión e invisibilidad a las que se hallan reducidos, María y su padre continúan pescando y vendiendo el producto en el mercado de la ciudad: “[…] Al trote detrás de su anciano padre, y seguida de su perro llamado Silencio, trayendo los viernes al mercado su maleta de cangrejos, guapuchas y pescados y el rancho más grande de estos pescados en su diestra, mientras que empuñaba con la siniestra una zurriaga muy pequeña” (Díaz Castro, “María Ticince” 270). El tono colorido de la primera parte del relato desaparece en la segunda, que transcurre en la noche, cuando María, su hermanito y su padre se embarcan en secreto en el río para pescar, mientras Silencio, el perro de María, los acompaña desde la orilla. Oscuridad, silencio, sombras y la presencia de lo ominoso relatada por el narrador: “A pesar de que solía mostrarse la luna de cuando en cuando, su mismo aparecimiento le daba a la escena vistas que, por demasiado fantásticas, llenaban a los mismos navegantes de un pavor que nunca habían experimentado” (270). Los perros de las haciendas asesinan a Silencio mientras María escucha la escena desde su balsa sin poder siquiera llorar la pérdida de su amigo por miedo a ser descubierta por los trabajadores de las haciendas. La muchacha se reclina en medio del profundo dolor, pero su cuerpo se hunde en el río arrastrando consigo a su joven hermanito. Su padre logra recuperar al niño de las oscuras aguas, pero no a María,
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quien desaparece en la corriente. Todo ocurre en la oscuridad y el silencio. El novio de María encuentra su cuerpo flotando en la rivera y, en la mitad de la noche y sin ruido, lo transporta hasta su choza para darle sepultura al día siguiente en medio de la pobreza y del duelo de su familia. Está claro que el relato critica las políticas liberales que disolvieron la propiedad comunal y que provocaron la concentración de la tierra en las haciendas, sistema productivo que persiste hasta hoy en la Sabana de Bogotá y que no permite un espacio para los sistemas productivos indígenas. Pero todo intento por suprimir radicalmente una presencia produce el regreso de lo suprimido en medio de imágenes espectrales, como aquellas de la noche fría, las sombras y el silencio que nos ofrece la segunda parte del texto y que llenaban de pavor a sus protagonistas. A pesar del afán de defensa de los indígenas, el relato, al narrar la muerte de María, la erradica permanentemente del espacio presente de la nación, elaborando el duelo por su existencia, ahora suprimida y confinada al pasado. Los lectores que acompañan a la familia en su dolor por la muerte de María a la vez elaboran su propio dolor por la supresión de los indígenas del espacio nacional. Así, el texto es un espacio de elaboración del duelo y de la responsabilidad, que se transfiere del ciudadano común hacia el Gobierno liberal, real culpable de su desaparición. Además de ser una convención del Romanticismo, la muerte de los protagonistas indígenas los suprime del espacio de la nación y los retorna a un tiempo pasado. El mismo desenlace ocurre en Mis recuerdos de Tibacui, de Josefa Acevedo de Gómez, donde la narradora blanca asiste a una celebración de Corpus Christi, un ritual de celebración del triunfo de los cristianos sobre los indígenas a lo largo de los Andes, en un vecindario que describe como de razas perfectamente marcadas; algunos blancos en quienes se descubre desde luego el origen europeo, y el resto indios puros, descendientes de los antiguos poseedores de la América. Todos son labradores; todos pobres, y, casi puedo decir, todos honrados y sencillos, hospitalarios y amables. Allí no ha penetrado la civilización del siglo xix. (53).
En este relato, los indígenas son habitantes del pasado glorioso y de un frágil presente. Cuando escuchan las explosiones de fuegos artificiales, que recuerdan los cañones españoles durante la conquista, los indígenas contemporáneos del pueblo de Tibacuy se ríen:
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Estos hijos degenerados de una raza valiente y numerosa, ignorantes de su origen, de sus derechos y de su propia miseria, celebran una fiesta cristiana contrahaciendo momentáneamente los usos de sus mayores, y se ríen representando el terror de sus padres en aquellos días aciagos en que sus opresores, los aniquilaban para formar colonias europeas sobre los despojos de una grande y poderosa nación. (55)
¿Qué destino les puede esperar en un presente nacional a estos sujetos ya vencidos por el pasado? Los indígenas actuales danzan en una performance dedicada a recordar el terror sufrido por sus antepasados durante la conquista dirigidos por un anciano indígena, que morirá de viejo y de pobre en el relato, seguido de su fiel esposa, que también morirá por pura fidelidad conyugal apenas unas semanas después. Nuevamente, se trata de un relato que intenta acercarse a los indígenas andinos con una mirada compasiva, pero que termina reduciéndolos al único papel que la república decimonónica les reserva: la desaparición. Años después, mientras el viajero Manuel Ancízar recorre las montañas andinas del Cocuy, observa a una mujer “infeliz y oscura” y comenta: “Para las gentes acomodadas tales seres no tienen historia; apenas tienen alma racional” (254). Pero, de hecho, en la narración de su encuentro con los tunebos, estos parecen despertar su admiración solo por su pasado. Unas líneas más adelante, describe un “peñón desmesurado” que lleva por nombre Gloria de los Tunebos, en donde, de acuerdo con la tradición oral, en tiempos de la conquista española, las familias indígenas se lanzaban al vacío para escapar de sus perseguidores. Esta irrupción de la oralidad en el registro escrito prueba las relaciones fluidas entre repertorio y archivo en la construcción de la memoria (Taylor). El viajero narrador agrega: “Comprobación de este relato muestran al pie del peñón gran número de huesos humanos esparcidos a todo viento, carcomidos por el tiempo y siempre rotos como por violento choque” (Ancízar 264). La Gloria de los Tunebos se halla en su muerte memorable, ocurrida siglos atrás. De su heroísmo nos quedan entonces solo los huesos carcomidos, los espectros de un pasado que continúa recorriendo el presente para perseguir y atemorizar a Ancízar y a sus lectores. A diferencia de sus antepasados heroicos, los tunebos actuales permanecen aislados y rehúsan pertenecer a la civilización, negándose a aceptar visitantes blancos, “a quienes miran y llaman todavía españoles” (Ancízar 273). Algunos han aceptado parcialmente el cristianismo: “Estos hablan el castellano muy mal, y se dicen racionales para diferenciarse de sus compatriotas paganos” (274). La imposibilidad de compartir el espacio republicano de la na-
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ción se hace evidente en este diálogo, en el cual son los sujetos indígenas quienes deciden permanecer al margen, negándose a integrarse en el espacio de la nación, manteniéndose, aunque marginados, política y económicamente autónomos: –“Buenos días, taita y hermano. Dios manda dar limosna a tunebo”; y extendía la mano sin humillación, cual si cobrara un tributo debido. –“¿Cómo tunebo, le contestó mi compañero –pagándole el tributo– y hablas castellano?”. –“Sí, yo tunebo: tunebo racional por tronco y hermanos, y agua en la cabeza”. –“¡Ah!, le interrumpí, y entonces, ¿cómo no sales con tus hermanos a vivir acá entre nosotros?”. –“No, hermano: acá no tierra para tunebo: allá tierra bastante. Cuando Dios crió sol y luna crió tunebo y tierra libre”, añadió con cierto movimiento de orgullo, y poniéndose el sombrero dirigió una mirada al taciturno compañero que se había mantenido hacia un lado; dijéronnos adiós y se marcharon sin admitir más conversación, como gentes que no veían provecho en seguir charlando. Nos quedamos un rato […] haciendo reflexiones sobre su despejo y manera de expresarse, de las cuales resultó que mi compañero terminara el diálogo diciendo: –“Es preciso visitar a esta gente, invadiéndolos por Casanare”. (277)
Los tunebos –política y económicamente autónomos– desafían la doctrina liberal de sus interlocutores al pedir limosna en vez trabajar y al permanecer comunales en vez de asentarse en los valores liberales. En su reticencia a vivir en la república, a pesar de estar bautizados, son un irreductible residuo de lo indígena en el civilizado espacio andino. Más aún, los tunebos que describe Ancízar no mueren como María Ticince y los viejos indígenas de Tibacuy, la lógica de la nación dicta que sea necesario invadirlos, suprimir su autonomía, que atemoriza a los viajeros liberales. ¿En qué reside su capacidad de provocar temor? No en su poderío militar, que no es una amenaza para la nación, sino en el hecho de que los indígenas andinos, en la conciencia decimonónica, deben ser sujetos del pasado, presencias oscuras y mansas, dispuestas a morir prontamente y a entregar sus tierras para el progreso de la nación. Pero, a pesar de la supresión que muestran los textos, María continúa llevando pescados al mercado los viernes y los tunebos importunan a los viajeros pidiéndoles dinero, demostrando que todo acto de supresión se responde con actos de resistencia. Y esto aplica también a los textos y a sus fantasmas, que regresan para inquietarnos con su presencia, a pesar de siglos de intentos de hacer que lo indígena desaparezca de una vez y para siempre del espacio civilizado de los Andes.
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Imagen 5. Carmelo Fernández, Estancieros de las cercanías de Vélez. Tipo blanco. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852).
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Imagen 6. Carmelo Fernández, Soto. Mineros blancos. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852).
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Imagen 7. Carmelo Fernández, Notables de Vélez. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852).
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Imagen 8. Carmelo Fernández, Tunja. Tipo blanco i indio mestizo. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)
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Imagen 9. Ramón Torres Méndez, Indios Pescadores del Funza (1852). Colección de Arte del Banco de la República de Colombia
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