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Spanish; Castilian Pages [160] Year 2002
Sylvie Germain
Etty Hillesum Una vida
Editorial SAL TERRAE Santander
Título del original en francés: Etty Hillesum Traducción: Carolina Ballester Meseguer
© 1999 by Éditions Pygmalion / Gérard Watelet París Para la edición en español: © 2004 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Phone: 942 369 198 Fax: 942 369 201 E-mail: [email protected] www.salterrae.es Con las debidas licencias Impreso en España. P rinted in Spain ISBN: 84-293-1559-4 Dep. Legal: B I-1698-04 D iseño de cubierta: Fernando Peón Fotocomposición: Sal Terrae - Santander Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Basauri (Vizcaya)
índice I.
A propósito de ella ..................................................
II. En la espiral, doble movimiento
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A. Amsterdam ............................................................ A. 1. «En la impaciencia» .................................... A.2. «La ocupación» ............................................ A. 3. Julius Spier ................................................... A.4. «Entre las sombras» ...................................... A. 5. Anne Frank ................................................... A.6. «La determinación de ser» ...........................
19 19 22 26 34 44 52
B. Westerbork ............................................................ B.l. El Consejo judío .......................................... B.2. El campo de Westerbork ............................... B.3. Edith Stein .....................................................
57 57 63 69
C. Auschwitz .............................................................. C.l. La prueba del u m b ra l................................... C.2. «El Señor es mi cámara alta» .................... C.3. «Eternos susurros» ......................................
85 85 92 97
III. Del amor por la escritura a la escritura del amor 101 A. «Algunas palabras sobre un trasfondo de silencio» 103 B. El problema del m a l .............................................. 109 B.l. «El tapiz de Penélope» ................................. 109
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ETTY HILLESUM. UNA VIDA
B.2. «Una alegación invalidante» ...................... 118 B.3. Transmutación .............................................. 123 C. Frente a la muerte ................................................. 127 C.l. Lo im-pensable, loin-compensable ............ 127 C.2. «Grande, sencilla y natural» ...................... 135 IV. La pequeña Reina E s t e r .......................................... 143 A. El Dios escondido ................................................. 145 B. El Dios herido ....................................................... 150 C. La solicitud creativa V. En marcha
Bibliografía
............................................ 156
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A Marc, Elisabeth y Alexandre Philippe, A Nicolás, Olivier y Héléne Germain, A Mathias Bellec.
La autora agradece al ministerio de Asuntos Exteriores su ayuda en el marco de las «misiones Stendhal».
Todas las citas de Etty Hillesum han sido tomadas de sus dos obras publicadas en francés: Journal (I) y Lettres de Westerbork (II), cuyas referencias se encuentran en la Bibliografía
«He tratado de mirar en el fondo de los ojos el sufrimiento de la humanidad, me he debatido con él o, mejor, “algo” en mí se ha debatido con él, y ciertas preguntas desesperadas han reci bido respuesta». Etty H il l e s u m
I A propósito de ella «E s e l desastre oscuro el que trae la lu z» (M aurice B lanchot )
Poco se sabe acerca de ella: unos cuantos datos biográficos, un puñado de fechas que se desgranan entre 1914 y 1943, de un tiempo de feroz matanza a un tiempo de desastre. No se puede hacer de ella ningún retrato preciso ni, mucho menos, exhaustivo. Tan sólo se pueden entrever algunos rasgos de su personalidad: De plata viva con incesantes reflejos torna solados, que centellean al ritmo de sus pensamientos, sus pre guntas, las llamaradas de deseo que surgen en ella y la queman a la vez que la iluminan. «Vivir totalmente por fuera como por dentro, no sacrificar nada de la realidad exterior a la vida inte rior, ni tampoco a la inversa: he ahí una tarea apasionante» (I, p. 39). Y esta tarea la cumplió hasta el final, con tanta constancia como fervor, viviendo su sombrío tiempo con los brazos abier tos. «¿Tengo una actividad demasiado intensa? Es que quiero conocer este siglo por fuera y por dentro. Lo palpo cada día, ten go en la punta de los dedos los contornos de nuestro tiempo. (...) Me sumerjo incesantemente en la realidad. Me confronto con todo lo que se cruza en mi camino. A veces tengo la impresión
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ETTY HILLESUM. UNA VIDA
de desollarme viva. Se diría que me meto de cabeza en todo y antes que nadie, con todas mis fuerzas, para no recoger más que heridas y chichones. Pero imagino que tiene que ser así. A ve ces creo que estoy hundida en un fuego de infierno para ser for jada en él. Pero forjada ¿para convertirme en qué?» (I, p. 59). Conocemos de ella lo esencial. La maduración; luego, la eclosión; finalmente, el inmenso empuje de una fuerza interior, de una fuerza desnuda, cada vez más desnuda y libre, insumisa a las potencias del mal que hacía estragos por entonces. La fuer za de una fe inquebrantable en la vida, en la humanidad, en Dios, a despecho de todo, como un desafío amoroso. La fuerza y la franqueza (en su doble sentido de independencia y de sin ceridad) de una fe desligada de cualquier dogma, arraigada por partes iguales en este mundo y en lo invisible, amando incondi cionalmente el aquí abajo, el pesado sustrato del tiempo, tanto como la eternidad presentida. «Tenemos todo esto en nosotros: Dios, el cielo, el infierno, la tierra, la vida, la muerte y los siglos, muchos siglos. Las cir cunstancias exteriores forman un decorado y una acción cam biantes. Pero lo llevamos todo en nosotros, y las circunstancias no desempeñan nunca un papel determinante. Siempre habrá si tuaciones buenas o malas que tendremos que aceptar como un hecho consumado, lo cual no impide a nadie consagrar su vida a mejorar las malas. Pero es preciso conocer los motivos de la lucha en la que estamos metidos, y empezar por reformamos a nosotros mismos, y volver a empezar cada día» (I, pp. 138-139). Los siglos, tantos siglos, susurran en nosotros, se mueven en nosotros, y éste más que ningún otro. Nos hace ponemos a la es cucha de este rumor ilimitado para intentar comprender de dón de venimos, cuál es nuestra «filiación», y apreciar con la mayor nitidez la sonoridad del presente, que ya reverbera en el siglo venidero. Y para ello necesitamos un diapasón que afine nuestro oído, que reajuste nuestra memoria -a menudo tan débil, tan ol vidadiza, cuando no mentirosa- y que repercuta con finura en nuestra conciencia.
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A PROPÓSITO DE ELLA
Etty Hillesum es uno de esos diapasones que «cree en el oído de los templos»1. ¡H * *
Las páginas que siguen, pues, no serán tanto una biografía cuan to una «bio-resonancia», es decir, un intento de hacer tañer la voz tan singular y excepcional de esta joven que experimentó un segundo nacimiento cuando se acercaba a la muerte. Este acercamiento fue terrorífico, lento y acelerado a la vez, pérfido e implacable, de una minuciosa crueldad, como las fie ras que dan vueltas en tomo a su presa, estrechando cada vez más el cerco. Etty Hillesum murió en Auschwitz el 30 de noviembre de 1943, después de haber sufrido todas las humillaciones y priva ciones infligidas a los judíos, tras haber residido en el campo de tránsito de Westerbork, al nordeste de Holanda. Tenía veinti nueve años, unas ganas enormes de vivir y montones de pro yectos, como el de escribir y el de combatir el mal, la desespe ranza, y dar testimonio en favor de la vida por encima de todo. «Tenemos derecho a sufrir, pero no a sucumbir al sufrimien to. Y si sobrevivimos a esta época indemnes de cuerpo y alma, sobre todo de alma, sin amargura, sin odio, tendremos también una palabra que decir después de la guerra. Puede que yo sea una mujer ambiciosa, pero me gustaría mucho tener mi peque ña palabra que decir» (II, p. 60). Esa «pequeña palabra», que ya no tendría tiempo de añadir, se puede encontrar en los textos que escribió durante la guerra (entre 1941 y 1943), en su Diario y en sus Cartas, porque ya la había formulado de antemano, y con tanto vigor, tanta claridad, tan espléndida insolencia, que suena con una brillantez cada vez más viva y penetrante en nuestros días. Una palabra admirable escrita para atravesar los siglos. 1.
«Allí tú los creaste en el oído de los templos» («aa schufst du ihnen Tempel im Gehor»): R .M . R il k e , Les Sonnets á Orphée, Aubier-Montaigne, París (trad. cast.: Los sonetos a Otfeo, Hiperión, Madrid 2003).
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ETTY HILLESUM. UNA VIDA
Su vida, su destino, sus escritos, han de leerse en el contex to histórico que a ella le tocó vivir: la Holanda sometida al yu go nazi. La voz radiante que se eleva en ella ha de ser escucha da como contrapunto al fondo sonoro de su tiempo, ese enorme estrépito donde la necedad, la arrogancia y el odio bramaban desaforadamente. La voz de una víctima que no se demoró condenando las la cras, maldiciendo a los verdugos, que no se lamentó ni una sola vez de su trágica suerte, que no dejó de confiar en la bondad y la belleza de la vida. La voz de una enamorada, frágil e invenci ble, en el desierto del amor mismo. «Estoy dispuesta a aceptar cualquier cosa, cualquier lugar de la tierra adonde a Dios le plazca enviarme; dispuesta también a dar testimonio en todas las situaciones, hasta en la muerte, de la belleza y el sentido de esta vida. Si se ha convertido en lo que es, la culpa no es de Dios, sino nuestra. Hemos recibido en he rencia todas las posibilidades para desarrollamos, pero aún no hemos aprendido a explotarlas» (I, p. 157). De Etty Hillesum, joven intensamente prendada de la vida, del amor, y locamente pródiga de vida y de amor, queda todo por aprender, por recibir, por meditar.
II
En la espiral, doble movimiento «L os asesin o s son fá ciles de entender. Pero esto: la m uerte, la m uerte total, aun antes d e con ten er la vida tan dulcem en te, y no ser m alo, es indescriptible» R .M . R ilk e , E leg ía s d e D uino, IV.
A. Amsterdam A.l. «En la impaciencia» Son muchos los perseguidos que, a lo largo de la historia, han ido a buscar Tefugio en los Países Bajos. Rebecca Bemstein emi gró allí en 1907, a la edad de veintiséis años, para huir de los pogroms que afligían ritualmente a las comunidades judías en Rusia, su país natal. En 1912 se casó con Louis Hillesum, un profesor de lenguas antiguas procedente de la burguesía judía de Amsterdam. De esta unión nació Ester (Etty) el 15 de enero de 1914 en Middelburg, ciudad situada sobre el canal de Walcheren, en la provincia de Zelanda. Le siguieron otros dos nacimientos, en 1916 y 1920: Jacob (Jaap) y Michaél (Mischa). En 1924, después de varios traslados, la familia se instaló en Deventer. Etty asistió allí al instituto municipal, del que su pa dre era director. En 1932 marchó a Amsterdam a estudiar dere cho -obtuvo su licenciatura en 1939- y lenguas eslavas. Su her mano Jaap se dedicó a la medicina, y el benjamín, Mischa, al piano. Este adquirió muy pronto reputación de virtuoso y se consagró a la carrera de concertista. De su infancia y adolescencia, tras los primeros años en Amsterdam, no se sabe casi nada, ni tampoco de su formación religiosa (que no parece haber sido excesiva). Unicamente se
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puede adivinar, a partir del diario que más tarde escribió, que tu vo que ser una niña despierta y alegre que sentía curiosidad por todo: por las personas, por la naturaleza, por los misterios del cuerpo, por el arte y por los libros. Era, además, una joven des preocupada y, a la vez, asidua en su trabajo y en sus lecturas, jo vial y a menudo atormentada, que en su vida de estudiante se conducía con toda libertad, con una fogosidad lo mismo sensual que intelectual. «Tenía la misma curiosidad erótica que una Lou Salomé, lo cual era muy raro en aquella época, incluso en nues tros ambientes de intelectuales y de izquierdas», dirá de ella Hanneke Starreveld, una de sus amigas de juventud. Seguro que Etty Hillesum habría apreciado esta referencia a Lou AndréasSalomé, esa mujer de personalidad arrolladora, soberana, que introdujo al joven Rilke en la «dicha de la iniciación al amor», según una hermosa expresión de Philippe Jaccottet, y que siguió siendo su amiga más íntima toda la vida. Pero las múltiples «corazonadas» que invadían a Etty tam bién le acarreaban sufrimiento. Como ella recuerda repetida mente en su Diario, tenía «una naturaleza demasiado sensual, de masiado posesiva». No sabía admirar nada ni amar nada sin de sear enseguida poseerlo y «atracarse» de ello, y su voracidad la agotaba. «Cuando me encontraba una bonita flor, habría querido apretarla contra mi corazón, y hasta comérmela. Habría sido más difícil con otras bellezas naturales, pero el sentimiento era el mismo. (...) Lo que me parecía hermoso, lo deseaba de una ma nera excesivamente física, quería tenerlo. Además, siempre esta ba esa penosa sensación de deseo inextinguible...» (I, p. 28). Etty Hillesum conoció la dolorosa experiencia de la belleza, por la cual no concebía sino un deseo desenfrenado, imposible de colmar, y abocado, por tanto, a la desgracia, antes de apren der a acoger la belleza con sencillez y gratitud, con la serenidad del desprendimiento. Fue sometida a la tentación que viene a ocultar, a viciar, la relación con la belleza, tentación a la que Simone Weil se mostró especialmente sensible y atenta: «El gran dolor de la vida humana es que mirar y comer sean dos operaciones diferentes. (...) Quizá los vicios, las depravaciones
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y los crímenes, casi siempre, o incluso siempre, sean en esencia intentos de comer la belleza, comer lo que únicamente hay que mirar. Fue Eva quien empezó»1. ***
El ardor en todas las cosas y un total espíritu de libertad fueron dos características constantes en la personalidad de Etty Hillesum. Esta es, en apariencia, una hermosa asociación de cualidades, pero que a la larga puede también revelarse peligro sa si el ardor se dispersa en innumerables fuegos fatuos, volan do de una pasión a otra, y si el espíritu de libertad no se doble ga con alguna reflexión, con alguna regla de conducta, y no se inviste de una búsqueda de sentido. De sentido y de valor. Etty Hillesum sintió enseguida ese peligro, y con aguda inteligencia concentró y depuró su ardor e imprimió una dirección tan pre cisa como infinita a su intrépido espíritu de libertad. Por otra parte, fue desde esta perspectiva -ordenar, aclarar sus pensamientos, domeñar sus «demonios» internos- desde donde emprendió la redacción de su Diario, y a menudo, bajo el impulso de la escritura, no vaciló en modificarse, en llamarse al orden, en tomarse a broma a sí misma, si era necesario. Por exal tada que fuera, jamás perdió de vista lo esencial. Sabía que de jando a sus ideas volar en todas direcciones, demasiado alto, de masiado deprisa, se exponía al vértigo, y que dejando a su ima ginación dispararse a cada paso, y a su sensualidad inflamarse a la menor ocasión, dilapidaba su energía inútilmente. Eso lo sa be bien su cuerpo, que reacciona siempre con virulencia y le ha cer pagar sus «orgías de vida interior» y sus embriagadoras aventuras con violentos dolores de cabeza, con diversas enfer medades, y sus momentos de euforia se alternan con graves cri sis de abatimiento e incertidumbre. Etty conoce sus puntos dé biles -lo opuesto a sus puntos fuertes- y siente que necesita ur gentemente imponerse una disciplina a fin de dominar su impa ciencia y su intemperancia. «Lo que pongo en el papel debe ser 1.
Simone W eil, Atiente de Dieu, La Colombe, Paris 1950, p. 169.
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porfccto desde el principio, me niego a hacer escalas. Ni siquie ra yo misma estoy convencida de mis dones, ese sentimiento no lia entrado orgánicamente en mí. En momentos cercanos al éx tasis me siento capaz de todo, pero enseguida vuelvo a caer en abismos de incertidumbre. Por todo ello se hace necesario un trabajo cotidiano y regular en relación con aquello para lo que yo me creo más dotada: la escritura» (I, p. 24). Esta dificultad que experimenta para armonizar las fuerzas contradictorias que fulguran en ella, para encontrar un lenguaje a la medida de las intuiciones que la deslumbran, la atormenta rá regularmente, pero al cabo de unos meses ese tormento se es fumará; se despojará de él, así como de todo lo que sembraba pequeños o grandes obstáculos en su camino interior. «En sus esporádicas visitas, la gracia ha de encontrar una técnica muy preparada», anota al principio de su diario. Pero muy pronto llegará para ella un tiempo en que no le preocupe poseer una «técnica» depurada para transcribir los instantes de gracia. Es todo su ser el que va a abrirse a la gracia, y a expan dirla a su alrededor en una luminosa improvisación. «...y tú vivías en la impaciencia, porque sabías que esto no es todo. Vivir no es más que un fragmento... ¿de qué? Vivir no es más que un eco... ¿de qué? Vivir sólo tiene sentido en relación con los numerosos orbes del espacio que se expanden hasta el infinito... vivir no es más que el sueño de un sueño, pero velar es estar en otra parte» (R .M . R il k e , « R e q u ie m » , e n
El libro de las Imágenes). A.2. «La ocupación» Antes de abordar más en detalle los textos de Etty Hillesum, conviene situarlos en el «calendario» de la época.
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El 10 de mayo de 1940 las tropas alemanas invaden los Países Bajos. El ejército holandés se ve obligado a capitular el 14 de mayo. Por entonces, Etty es diplomada en derecho y profundiza en el conocimiento del ruso. Está embarcada en una ferviente lucha amorosa con las palabras de Tolstoi, de Dostoyevski, acorralan do el sentido y la belleza -sentido todavía insospechado, res plandores de belleza por la que dejarse salpicar. Unos tres años más tarde, se va a vivir muy cerca del Concertgebouw, en la casa de un contable, Han Wegerif, que la to ma como empleada para que se ocupe de la intendencia de la ca sa, «compuesta de elementos disparatados», como menciona en su Diario. Además del propietario y su hijo, viven allí una sir vienta alemana y una joven estudiante, así como otra pensionis ta. La relación de Etty con Han Wegerif no se reduce a la de sim ple empleada; es, sobre todo, la de amiga y maestra. Pero Etty no conoce la exclusividad en el amor. Al margen de su relación con Han Wegerif, lleva una vida sentimental bastan te ajetreada. Sin embargo, se resiente de una insatisfacción cada vez mayor por causa de la dispersión del deseo, tan vivo en ella. «En el fondo, todas estas aventuras y relaciones me hicieron muy desgraciada y me desgarraron. Pero yo no hacía ningún esfuerzo consciente por resistir, la curiosidad terminaba siempre apode rándose de mí. Ahora que mis fuerzas se han organizado, empie zan a luchar contra mi deseo de aventuras y mi curiosidad eróti ca, que me hace sentirme atraída por muchos hombres» (I, p. 31). Llega incluso un momento en que se atreve a soñar con una vida acorde con las normas, en que pudiera al fin dar descanso a su corazón de hurón, que corre ávidamente hacia unos y otros y, a la vez, aspira a un amor universal, no posesivo. «Me pre gunto si no me pasaré toda la vida buscando a un hombre único. Y si no se tratará acaso de una limitación propia de la mujer. ¿Es una tradición secular de la que la mujer debería liberarse o, por el contrario, es un elemento tan esencial a su naturaleza femeni na que tendría que hacerse violencia a sí misma para dar su amor a toda la humanidad, no a un solo hombre? (La síntesis de los dos amores no está todavía a mi alcance)» (I, p. 47).
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Etty no sólo realizará esta síntesis, sino que superará de ma nera magistral esta contradicción, que no era más que un señuelo. ***
Mientras Etty Hillesum explora como una equilibrista los espacios tempestuosos y accidentados del amor, otros se las in genian para emparedar al país en un torbellino de odio y de len ta agonía. Desde 1940, A. Seyss-Inquart, que había sido Gobernador Delegado del Reich en Austria desde inmediatamente después del Anschluss (la anexión de Austria por Alemania), y luego re presentante del gobierno nazi de Polonia en Cracovia, es nom brado Comisario del Reich en los Países Bajos. En su misión de predador implacable, fue eficazmente secundado por H.A. Rauter, jefe supremo de las SS y de la policía en Holanda. Seyss-Inquart se arroga un poder absoluto y, no contento con explotar a ultranza el país ocupado (hizo enviar 400.000 obreros holandeses a Alemania para que colaboraran forzosamente co mo trabajadores en el recrudecimiento de la guerra emprendida por el Reich), se empeña en imponer a toda costa la ideología nazi. Con este propósito se crearon numerosas organizaciones nacional-socialistas apoyadas por el partido nazi holandés ( n s b ). Se estableció un proceso de exaltación aria tan brutal como efi caz (apartando a los judíos de todas las funciones administrati vas y de casi todas las profesiones). En octubre de 1940 se im puso por decreto el inventario de todos los bienes judíos, que fueron confiscados, y el control de las transacciones bancarias. En enero de 1941 se promulgó un nuevo decreto relativo a los judíos, por el cual fueron censados de nuevo; después les si guieron los holandeses de «sangre judía» (los Mischlinge). La comunidad judía era muy importante en los Países Bajos: con taba con unas 140.000 personas, la mitad de las cuales vivían en Amsterdam. El número de los Mischlinge se estima que era en tomo a los 20.000. A fin de realizar mejor este censo, se encargó a un Consejo judío (Joodsche Raad), bajo la doble presidencia de Abraham
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Asscher y de David Cohén, que urgiera a todos los judíos a de clararse y hacerse registrar. Ni que decir tiene que dicho órgano estaba desprovisto de medios de acción y de decisión; no era más que un siniestro juego cínicamente manipulado por el po der alemán. Los presidentes de este consejo fantasma no tenían más opción que ejecutar las órdenes recibidas. Como hace notar el historiador Raúl Hilberg, «el pillaje de las propiedades de los judíos en Holanda se realizó con la misma minuciosidad que el exterminio de sus propietarios»2. De los 140. 000 judíos censados en Holanda, 104.000 fueron asesinados. El 9 de febrero de 1941, miembros del partido nazi holan dés, llevados por una crisis de celo antisemita, saquean y pren den fuego a las sinagogas del barrio judío de Amsterdam. Pero la población reacciona: los habitantes del barrio, judíos y no ju díos, responden solidaria y firmemente. Hay muertos. Las auto ridades aprovechan la ocasión para deportar a algunos centena res de varones judíos en señal de represalia y para terminar con el barrio, del que hacen salir a sus habitantes «arios». Se ha ins taurado el gueto. El 25 de febrero, unos obreros, estibadores del puerto de Amsterdam y de unas cuantas ciudades más, desencadenan una huelga general que paraliza los transportes y la industria del país. Manifiestan su oposición a la deportación de sus compa triotas judíos, temiendo también que los obreros de los astilleros navales holandeses sean, a su vez, deportados a Alemania. La represalia nazi es tan feroz como la que siguió al motín del 9 de febrero, y la huelga se desactiva en menos de tres días. Los rehenes del barrio judío son conducidos al campo de Mathausen. Las líneas en las que Raúl Hilberg relata el fin de estos hombres jóvenes, a pesar de su sobriedad, nos producen consternación, porque reflejan el colmo del sufrimiento y la de sesperación: «Allí se les destinó a las canteras de piedra. Su tra bajo consistía en izar grandes bloques de roca a lo alto de una escarpada pendiente. El “trabajo” exigía un precio, y los hom 2.
Raúl H il b e r g , La Destruction des Juifs d ’Europe, 2 vols., Gallimard, París, vol. II, p. 513.
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bres empezaron a perecer uno tras otro, víctimas del agotamien to. Después, un buen día, los judíos se dieron todos la mano y saltaron juntos al vacío, salpicando la cantera con sus huesos, sus cerebros y su sangre»3. A.3. Julius Spier Durante ese mismo mes de febrero de 1941, Etty Hillesum tie ne un encuentro que resultará decisivo en su vida: conoce a Julius Spier, un judío berlinés emigrado a Amsterdam dos años antes. Antiguo director de banca, había abandonado el mundo de las finanzas para dedicarse a la «psicoquirología», por consejo de Cari Gustav Jung, que le psicoanalizó, y de quien recibió en señanzas en Zurich durante dos años. Habiendo descubierto en él un don especial -el de descifrar las líneas de las manos como jeroglíficos del corazón, del espíritu, del alma que hay en cada individuo-, desarrolló una técnica de interpretación en ese cam po. A este don se añade un encanto, un carisma incluso, que pa rece haber sido muy profundo. Como tantas otras, Etty Hillesum se siente seducida por es te hombre insólito y turbador. Pero los sentimientos que le ins pira en los primeros encuentros son tan contradictorios como lo era el propio Spier. «Un ser vivo que lucha, dividido entre sus fuerzas primitivas y su espiritualidad, un hombre de ojos límpi dos y boca sensual» (I, p. 21). A veces confiesa tenerle respeto y admiración; en ocasiones se inflama y lo desea de manera muy camal; otras lo encuentra «descorazonador, repugnante, sensual, un poco cínico», llegando incluso a tacharlo de «odioso» y «pe ligroso». Pero cuando ella se desahoga con él de esa manera, se defiende mejor de la atracción que ejerce sobre ella (escuchar la voz de Spier al teléfono es suficiente para «revolucionar su cuer po»), y después de cada descarga lanzada contra él en su Diario se arrepiente y matiza su juicio excesivamente apresurado. 3.
Ibid., p. 500.
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Acaba por reconocer que no llega a comprenderlo en su totali dad. Julius Spier es demasiado complejo, aparentemente dema siado fluctuante, imprevisible. Poco a poco, ella aprenderá a abarcarlo, a comprenderlo y a amarlo de verdad, es decir, con un amor libre de toda pretensión de fascinar. Así, a la salida de una conferencia que ha pronunciado él y que ella considera «de mucha altura», escribe: «Rostro muy di ferente esta vez; aunque él cambia en cada uno de nuestros en cuentros; sola dentro de mí no puedo representármelo. Reúno como en un puzzle todos los rasgos que me son conocidos, pe ro eso no forma un todo, los contrastes confunden la imagen. A veces, por un instante, ese rostro se me impone claramente, pe ro para esparcirse enseguida en mil fragmentos contradictorios. Un verdadero suplicio» (I, p. 19). El encuentro entre estos dos seres excepcionales no podía producirse sin choques y sin un cierto sufrimiento. Él, que con templaba las manos como «un segundo rostro», que se inclina ba sobre las palmas como sobre espejos que reflejan las sombras y las luces de la conciencia, tuvo que quedar impresionado por la personalidad tan fuerte de la joven y, sobre todo, por sus con tradicciones, sus desgarros internos, tan parecidos a los suyos. «Usted es un reto para mí», le confesó un día. Julius Spier, a su manera, era un maestro (con aire de «ma go») de la psique. La palabra «psique» hay que entenderla aquí en su doble significado: la del gran bloque de hielo móvil que puede contemplarse por entero y bajo diversos ángulos, y la del «alma» como el conjunto de los fenómenos psíquicos que for man el carácter de una persona, dibujando su unidad. «Frente a él, frente a su mirada, frente a sus ojos límpidos y puros, (...) gri sáceos, viejos como el mundo, inteligentes, increíblemente inte ligentes, (...) maravillosamente humanos» (I, pp. 17-18), los se res en desarrollo, extraviados en su caos íntimo, encuentran un poco de fuerza, de equilibrio y de serenidad. Puede ser que, a veces, esta suave alquimia se haya realizado mediante la confu sión de los sentimientos, sobre todo de sus pacientes. Lo que importa es el don que poseía de reavivar la energía soltando los
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nudos comprimidos del fondo de los seres desorientados. Se er guía delante de ellos como un «espejo mágico», sacando a la luz cosas desechadas, enterradas, las fuentes ocultas de sus males, y los volvía a poner en camino hacia ellos mismos y por encima de ellos mismos. Pero el caos en Etty Hillesum era ya tan grave, y tan ardien te el fuego que incubaba en su interior, que la confrontación con un hombre del temple de Julius Spier, al menos al principio, fa talmente debía provocar reacciones violentas. Ella, a quien tanto le gustaban los poemas de Michel- Ange, tal vez hubiera podido reconocerse en estos versos de uno de sus sonetos: «Con este corazón de azufre y esta carne de estopa, con estos huesos que son como leña seca, con un alma que desdeña los frenos y las riendas, con un deseo dispuesto a arder en el acto, con una razón ciega, débil y coja y los cebos, las trampas de las que el mundo está lleno, no hay que sorprenderse si, en un fogonazo, me chamusco con el primer fuego que aparece en mi camino»4. La joven de «corazón de azufre» y «carne de estopa» se que ma al primer contacto con este hombre fuera de lo común. Para mitigar ese fuego se propone someterse a un exigente trabajo de introspección, y desde marzo de 1941 se lanza a la aventura de su diario. Los oscuros resplandores del comienzo iban a trans formarse pronto en una luz cada vez más transparente. *** Seyss-Inquart y sus secuaces estrechan sin cesar la red en la que encierran y aíslan a la comunidad judía en Holanda. En ju lio de 1941 se decreta que las tarjetas de identidad de los judíos deben llevar marcada la letra «J». En el mes de septiembre de 4.
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ic h e l -A n g e ,
Poémes, Poésie/Gallimard, París, p. 81.
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ese año, se les imponen restricciones para desplazarse. En lo su cesivo, cada paso está contado, marcado, vigilado, y el más mí nimo paso en falso o equivocado es castigado de inmediato. Pacientemente, meticulosamente, se reúne al rebaño, se le traba, se le prepara para llevarlo a continuación al matadero. También en este frente, el de los acontecimientos, Etty lu cha. Quisiera elevarse, liberarse de la rabia y el odio contra los verdugos de su pueblo que por momentos se adueñan de ella. «El odio feroz que sentimos contra los alemanes vierte un vene no en nuestros corazones», constata en marzo de 1941. Pero el odio, esa «enfermedad del alma», no está en su naturaleza, co mo confiesa a continuación. Se siente cruelmente desgarrada entre sus «instintos vitales de judía amenazada de exterminio» y su ideal socialista, su humanismo y su preocupación por la equidad... «hasta el día en que, de repente, le viene (...) este pen samiento liberador que ha brotado como una brizna de hierba to davía vacilante en medio de una jungla de dificultades: que aun que no hubiera más que un solo alemán digno de respeto, mere cería ser defendido contra toda la horda de bárbaros, y que su existencia nos arrebataría el derecho a derramar nuestro odio so bre todo ese pueblo» (I, p. 25). Pero a esta endeble «brizna de hierba» le cuesta mucho cre cer; se levantan por ráfagas su furor y su resentimiento. Por más que Etty esté entregada a «la misión de preservar la armonía en el seno de su casa» (es decir, en la casa de Han Wegerif, donde cohabitan personas de orígenes y opiniones diversas, como la sirvienta alemana Káthe, cristiana de origen campesino, a la que ella quiere «como a una segunda madre»), no puede impedir re belarse y dejar que estalle su rabia. «La cosa no deja de plan tear conflictos interiores e innumerables tristezas, heridas mora les recíprocas, nerviosismo y remordimientos. Si la lectura del periódico o una noticia recogida del exterior me llenan de odio, empiezo a soltar de pronto andanadas de injurias contra los ale manes, (...) exhalo mi odio: “¡esa raza asquerosa!”, y al mismo tiempo me muero de vergüenza, soy profundamente desgracia da, no consigo recobrar la serenidad y tengo la impresión de en contrarme en un enorme atolladero» (I, pp. 26-27). Y el único
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que consigue apaciguarla es el mismo que, por otro lado, la pre cipita a grandes turbulencias interiores: Julius Spier (a quien ella se refiere siempre en su Diario con la inicial de su apellido: S.) «¡S. es un oasis en este desierto!». Amigos y conocidos van desapareciendo. Algunos han muer to en el transcurso de los combates de mayo-junio de 1940, otros han huido tras la capitulación y la llegada de los alemanes, otros más han sido deportados, y algunos se suicidan. Etty desgrana sus nombres, los arranca del olvido que se insinúa próximo. «Bonger, muerto; Ter Braak, Du Perron, Marsman, muertos; Pos y Van den Bergh, en un campo de concentración, y con ellos muchos otros» (I, p. 37). W.A. Bonger, a quien evoca en una be llísima página, había sido uno de sus profesores. Se mató de un disparo en la cabeza, vencido por la desesperación. «Bonger no es un caso aislado. Es todo un mundo el que se derrumba. Pero el mundo continuará, y yo con él, hasta nueva orden, llena de coraje y de buena voluntad» (I, p. 38). Ella ve lo que ocurre, sabe que el mundo zozobra, que el naufragio es inminente. Pero la desesperación, como el odio, no está en su naturaleza. Tampoco la pasividad o la resignación. Ella resiste a su manera, sin coraza, con la cabeza bien alta y to dos los sentidos despiertos. «Esto vuelve a empezar: arrestos, terror, campos de concen tración, padres, hermanas, hermanos... arrancados arbitraria mente a los suyos. Buscamos el sentido de esta vida, nos pre guntamos si todavía tiene alguno. Pero eso es algo que hay que decidir a solas con Dios» (I, p. 42). La cuestión del sentido se revela cada vez más ardua. Etty Hillesum tropieza con frecuen cia, se hiere, se pierde en puntos muertos, «se hunde bajo un enorme peso», a solas consigo misma, reducida en esos mo mentos a un nudo de angustias y asaltada por dolores de cabe za, de estómago, de vientre. Es tan camal y sensitiva que en ella todo se traduce en dolores físicos antes de poder llegar a una formulación. Su cuerpo es una desmesurada «caja de resonan cia» para lo bueno y para lo malo. Pero ella se levanta, reem prende su combate interior y avanza a despecho de todo. Y así transcurren los días, cada vez más amenazadores.
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Ella lo interioriza todo, primero desordenadamente y sin ningún tipo de defensa; después intenta realizar una selección en su caos, ir dando respuestas a sus «interrogantes desespera dos». Se siente como «un pequeño campo de batalla donde se li quidan las querellas, las cuestiones que se plantean en (su) épo ca» (I, p. 44). Un «pequeño campo cercado» en el que las bata llas son frecuentes, más o menos breves, pero cada vez más vio lentas, y de las que sale agotada. «Soy a veces el escenario de enfrentamientos sangrientos, y lo pago con una inmensa fatiga y con terribles jaquecas». Pero en el corazón -o en un rincón- de este campo de bata lla, a menudo experimenta el deseo de arrodillarse. Desde hace algún tiempo, sueña con escribir una novela que se titularía «Historia de la chica que no sabía arrodillarse». Se siente llena de inspiración creadora, a pesar de las dificultades de todo tipo a las que se enfrenta. Este proyecto madura en ella, que lo interioriza con mucho fervor y precauciones, porque quiere «darle forma con todos los matices» que ella entrevé y que son múltiples y sutiles. No obstante, las primeras veces el «fenómeno» de arrodillarse tiene lugar de forma muy abrupta: le viene inesperadamente, sin la menor preparación ni cuidado del ambiente. «La chica que no sabía arrodillarse ha terminado por aprender a hacerlo encima de la ruda alfombrilla de pita de un cuarto de baño un tanto revuelto» (I, p. 77). De repente, se encuentra de rodillas en el suelo del cuarto de baño o de su ha bitación, «así, sin haberlo querido. Inclinada hacia el suelo por una voluntad más fuerte que la mía» (I, p. 90), anota sobria mente, sin tratar de embellecer los hechos. No hay trampa ni quimera alguna en la experiencia espiritual de Etty Hillesum; la gracia se apodera de ella de improviso, y ella la recibe como una anfitriona sorprendida, como es natural, pero acogedora de in mediato. Mala suerte si el escenario de la «visita» es de lo más prosaico: ella se adapta a él con humor. Por otra parte, Etty emplea el humor constantemente. Lo destila como antídoto contra la angustia, y también cada vez que se abandona con excesiva complacencia a sus fantasías eróticas
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o se deja sumergir en lo que ella llama su «glotonería», tanto en el terreno literario e intelectual como en el espiritual. A la me nor sospecha de vanidad, de laxitud interior, se rebela contra sí misma, se apostrofa con sana ironía, porque necesita ser a la vez su propia maestra y su aprendiza. Ahora bien, la alumna que ella pretende ser es muy fantasiosa y está invadida por sueños tan re pentinos como tumultuosos. Lo cierto es que esta alumna se siente superada, sobre todo, por la potencia de las intuiciones que la atraviesan. «Mis ideas flotan todavía alrededor de mí co mo un vestido demasiado amplio, dentro del cual tengo la mi sión de crecer. Mi espíritu se aplica a seguir a mi intuición. (...) Pero mi espíritu, o mi razón -como se quiera- tiene que hacer terribles esfuerzos para atrapar al vuelo toda clase de presenti mientos» (I, p. 51). Etty necesita correr sin cesar delante de sí misma, llevada por un impulso cuya fuente no puede identificar todavía, llamada hacia los confines del mundo sin conocer el ca mino. Por eso no escribe la «Historia de la chica que no sabía arrodillarse» de un modo precipitado, bajo el impacto de la emoción, sino que espera a que esta emoción se decante y se perfilen las respuestas en el horizonte de su razón, sorprendida de repente y de improviso. Todo sigue flotando levemente a su alrededor. Sus pensa mientos no cesan de adquirir amplitud, altura, y a veces tanta claridad que ese crecimiento de espacio y de luz que tiene lugar en ella la hacen doblegarse, hincarse de rodillas en el suelo. A oleadas sube en ella el amor de Dios, un amor nuevo, fabulosa mente nuevo para ella. El empleo de la palabra «Dios» por Etty Hillesum en su Diario evoluciona con el transcurso de los meses y de las pági nas. Pasa de ser un vocablo bastante vago y como una especie de cuarto trastero, a cargarse de un sentido cada vez más denso e infinito. La influencia de Julius Spier fue verdaderamente ca pital en esta evolución; él la indujo a leer la Biblia, a meditar las Confesiones de San Agustín, y en sus encuentros muchas veces discuten los dos sobre el misterio divino, sobre la fe, sobre la oración. Spier le dice que necesita tener «el valor de pronunciar el nombre de Dios» (I, p. 91), es decir, atreverse a superar la ver
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güenza, el temor al ridículo. Él le había confesado que tardó mu cho tiempo en vencer ese miedo, ese embarazo. Pero se trata de algo más: sus reticencias para pronunciar el nombre de Dios no se debían únicamente a una especie de a pu dibundez social; ambos debieron de presentir mucho tiempo an tes que no se puede hablar a la ligera de ese misterio, y que in vocar ese nombre ya es implicarse en su misterio, aventurarse en él, aunque sea a tientas, y exponerse, por tanto, a áridas expe riencias. Cada uno a su manera, a su propio ritmo, se ha demo rado en el camino. Luego, un buen día, han franqueado el paso; el paso más allá. Y han llegado hasta el final. Por su edad, sus experiencias y su saber, Julius Spier aven taja a Etty Hillesum, pero ésta va a progresar a una velocidad extraordinaria. «A todos aquellos a quienes se sacó de la duda, yo los saludo, bocas de nuevo abiertas que ya sabían lo que significa el silencio» (R .M . R i l k e , L o s
Sonetos a Orfeo,
I, 1 0 ).
*** Algunas líneas escritas la noche del 31 de diciembre de 1941 en su Diario nos dicen mucho acerca del carácter de Etty Hillesum, de su amor loco por la vida y por los seres, y de la fecundidad de su relación con Julius Spier a pesar de los conflictos. «Es el ultimo día de un año que, indudablemente, se ha revelado para mí como el más rico y también el más dichoso de mi vida. Si tu viera que decir con una expresión lo que me ha aportado desde aquel 3 de febrero en que tiré tímidamente de la campanilla del 27 de Courbetstraat, donde un horrible hombrecillo ridicula mente ataviado con una antena sobre la cabeza, me examinó las manos, sería ésta: una enorme toma de conciencia. Toma de conciencia y liberación de las fuerzas profundas que había en mí» (I, p. 96). Ninguna mención se hace, en este breve balance del año transcurrido, de todas las privaciones, vejaciones y pe nas soportadas, de los sufrimientos físicos y morales, de las cri
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sis de duda y angustia. Nada se niega, sin embargo. Etty Hille sum lo vive todo con exceso, como los sucesos de la actualidad, con pasión y curiosidad, quitando gravedad a los hechos, pero yendo directamente a lo que le parece esencial. «De todos mo dos, lo esencial está en otra parte», dice ella después de haber redactado un inventario de naderías (un ramo de tulipanes, un bombón de chocolate, una ensalada de salmón, el té humeante, la estufa que da calor...) que difunden a su alrededor una dicha sencilla y dulce, tanto más placentera cuanto que es también te rriblemente precaria. Lo esencial -«la verdadera vida»- está en otra parte. En Dios, es decir, en lo más íntimo de sí misma. «Hay en mí un po zo muy profundo. Y en ese pozo está Dios», escribe pocos me ses antes. En las últimas horas de un año que ha estado jalonado de crí menes, manchado de sangre y de lágrimas, y en el umbral de un nuevo año que será aún más feroz, Etty se mantiene como una hilandera de paz y de luz, radiante de gratitud y de confianza. Porque se sabe desde entonces «habitada» y se atreve por fin a nombrar esa fuerza extraña, tan tierna e imperiosa, que la hace arrodillarse súbitamente en medio del alboroto de lo cotidiano. «Antes, también yo era de los que de vez en cuando se dicen: “En el fondo, soy creyente”. Y ahora siento a menudo la necesi dad de arrodillarme al pie de mi cama, incluso en las frías no ches de invierno, y ponerme a la escucha de mí misma. Dejarme guiar, no ya por las instigaciones del mundo exterior, sino por una urgencia interior. Y esto no es más que el principio, lo sé. Pero los primeros balbuceos han pasado, los cimientos están puestos» (I, p. 96). A.4. «Entre las sombras» Mientras «se han echado los cimientos de la gracia» en Etty Hillesum, los servidores del Reich han comenzado los prepara tivos para exterminar a los pueblos indeseables: judíos, gitanos, eslavos...
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En enero de 1942 tiene lugar la conferencia de Wannsee, en la que se reúnen los dirigentes del Reich bajo la presidencia de R. Heydrich, adjunto de Himmler y responsable de la policía na zi. Se trata de debatir la «Solución Final» al problema de los ju díos. Se establece un plan global de exterminio, cuyas modali dades están aún por definir. No obstante, el trabajo de «depura ción» ha funcionado bien en Polonia, ya ocupada, y en la u r s s durante la campaña militar emprendida en la primavera de 1941. Cientos de miles de judíos son asesinados en fusilamientos en masa. Pero estas masacres se consideran insuficientes y, sobre todo, se estima más juicioso y eficaz reagrupar al ganado para abatirlo en los campos destinados al efecto, antes que tener que matar en su propio terreno al rebaño disperso por toda Europa. Como ha señalado el historiador Raúl Hilberg, los nazis se habían contentado hasta entonces con explotar -a ultranza, por cierto- los métodos de matanza inspirados en la experiencia pa sada, que era ya considerable. Pero llegó un momento en que esos viejos métodos no daban abasto, y se vieron obligados a hacer innovaciones para poder llevar a término el gran proyecto de aniquilación. «Entonces estos burócratas se volvieron inven tores. Pero, al igual que todos los fundadores, no patentaron sus hazañas, y prefirieron la oscuridad [...]. Inventaron la “Solución Final”. Fue su gran invento, y por eso este proceso fue diferen te de todo lo que le había precedido. Lo que se produjo cuando se adoptó la “Solución Final” o, para ser más precisos, cuando la burocracia hizo su labor, fue un viraje decisivo en la Historia»5. La noche del 11 de enero, la chica que aprendió a arrodillar se escribe en su Diario: «He tenido que recorrer un camino di fícil para encontrar este gesto de intimidad con Dios y para de cir por la noche en la ventana: “Te doy gracias, Señor”. La cal ma y la paz reinan desde ahora en mi interior. Sí, un camino verdaderamente difícil» (I, p. 100). 5.
Raúl H il b e r g , e n Shoah, de Claude Lanzmann, Gallimard, París, pp. 107 y 109.
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En los primeros días de la primavera, la joven que pronun cia amorosamente el nombre de Dios pedalea soñadora por las calles de Amsterdam, aspirando la brisa tibia y «haciendo amis tad» con las estaciones, con la ciudad, con el tiempo. Está ex perimentando plenamente lo que Rilke, en sus Cartas a un jo ven poeta, aconsejaba a su corresponsal, insatisfecho de su vida de oficial: «Si no hay comunión entre los hombres y usted, pro cure estar cerca de las cosas. Ellas nunca le abandonarán. Quedan noches todavía, y aún hay vientos que agitan los árbo les y vagan libremente por los países. En el mundo de las cosas y en el de los animales, todo está lleno de acontecimientos en los que usted puede tomar parte»6. Cada vez hay más lugares que le están prohibidos. El letre ro «Prohibido a los judíos» aparece en casi todas partes: alma cenes, tiendas, parques y jardines. «Queda bastante sitio donde vivir con alegría, hacer música juntos y amarse» (I, p. 109), res ponde Etty, que no se desanima. Su relación con Julius Spier, aunque todavía pasa por algu nos escándalos y enfrentamientos físicos, se depura y se inten sifica poco a poco. Detrás del seductor, del «mago» con aspec to de prestidigitador, Etty ve cada vez más claramente al hom bre de corazón, el que reconforta, el que aporta discernimiento, el que despierta el espíritu. Y su amor por él, despojándose po co a poco de toda «glotonería» y de toda clase de celos, crece sin cesar en finura, en lucidez y en ternura. «Paralelamente al movimiento que nos acerca al uno al otro, se dibuja un movi miento simétrico de desprendimiento» (I, p. 115). La locura de amor que desde siempre invade a Etty Hillesum se transforma, sin menguar por ello. De la pasión erótica, devoradora e impaciente, evoluciona hacia otra dimensión, también ilimitada, pero donde reinan el respeto al otro y la paciencia: la amistad. La amistad en el sentido más elevado, ése del que ha bla Aristóteles en la Ética a Nicómaco, la que goza de forma de 6.
R.M. R i l k e , Lettres á un jeune poete, Grasset, París 1971, pp. 65-66 (trad. cast.: Cartas a un joven poeta, Alianza, Madrid 20 035)-
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sinteresada con la existencia del otro, con que ese otro sea como es, y que no desea más que su dicha y su libre desarrollo, sin consideración egoísta alguna. Del «eros» a la «philia» hay un paso inmenso, aunque am bas vertientes del amor no se excluyan radicalmente la una a la otra. Pero ya se perfila una tercera vertiente del amor, nimbada de una luz que irradia hacia las otros dos: el «agapé», o caridad en sentido evangélico. Etty Hillesum recorrió a fondo esas tres vertientes del amor en el curso de su breve existencia, y en to das ellas brilla por igual. En el mes de mayo, se obliga a los judíos a llevar siempre vi sible sobre su atuendo la estrella amarilla. Después se establece un toque de queda, por el que se les prohibe salir entre las ocho de la noche y las seis de la mañana. Sus noches transcurren en tre rejas, sus días sometidos a una estricta vigilancia, y no se les concede más que dos horas a mediodía para hacer sus compras, en almacenes segregados y, por supuesto, muy mal aprovisiona dos. También se les excluye de los transportes públicos y se les priva del derecho a relacionarse con «arios». Su condición de apestados está tajante e irreversiblemente decretada. Entonces Etty construye paredes translúcidas a su alrededor: altas murallas inmateriales que dejan filtrar la luz sin permitir el paso al odio. «Las amenazas exteriores se agravan sin cesar, y el terror aumenta día a día. Yo elevo a mi alrededor la oración co mo un muro protector lleno de sombra propicia, me retiro a la oración como a la celda de un convento, y salgo de ella más concentrada, más fuerte, más recogida» (I, pp. 112-113). En el profundo silencio que respira entre sus «muros», reci be en secreto la visita de ilustres «no judíos»; Miguel Ángel y Leonardo de Vinci, Dostoyevski, Tolstoi, Rilke, san Agustín y los Evangelistas. «Ellos también han entrado en mi vida, pue blan mi vida», dice; y añade simplemente: «Estoy en excelente compañía» (I, p. 113). Rainer María Rilke merece una mención especial, por ser el autor que Etty menciona con más frecuencia, y cuyos poemas no cesa de releer. Es, sobre todo, al que siente más cercano por su sensibilidad, por la enorme atención que presta a las cosas, a
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las flores, a la tierra, al corazón en sombra del hombre, y por su personal búsqueda de Dios (tratándose de Rilke, habría que de cir más bien «del divino»). «Yo leo las cartas de Rilke sobre Dios, Über Gott, y cada palabra me parece cargada de sentido; yo misma habría podido escribir esas cartas, y si las hubiera es crito, las habría querido exactamente así» (I, p. 222). Al igual que el autor de Elegías de Duino y de los Sonetos a Orfeo, ella sabe con todo su ser que el hombre está inacabado, que está invitado a un proceso continuo de metamorfosis, nece sario para madurar y tomar altura, para aprender a renunciar, de sarraigarse del interior y entrar en la corriente del devenir -co rriente ascendente-, porque el destino del hombre es elevarse a lo Invisible, transmutarse en canto, en «soplo alrededor de Nada. Un vuelo en Dios. Un viento»7. Por eso este texto consa grado a Etty Hillesum está sembrado de numerosas citas de Rilke. Más que ilustrar su pensamiento, lo ilumina de un modo a la vez oblicuo e íntimo, suavemente. En su habitación, a la que se retira para mantener intensos encuentros personales con sus huéspedes llegados del fondo de los siglos, no se considera en absoluto encerrada; sobre todo, no se siente apartada de la realidad. Muy al contrario, mira más que nunca directamente a los ojos al mundo y de la humanidad, por horribles que sean esas miradas. «No me retraigo ante na die, trato de comprender y disecar las peores reacciones, pro curo siempre encontrar la huella del hombre en su desnudez, en su fragilidad, ese hombre al que muchas veces no se puede en contrar, sepultado como está bajo las ruinas monstruosas de sus actos absurdos» (I, p. 114). Y algunas líneas más adelante, de clara: «¡Y, a pesar de todo, Dios mío, yo insisto en alabar tu creación!». «A pesar de todo»: sólo quienes aman con amor loco, aun que no ciego, se atreven a clamar y asumir esta determinación de superar los obstáculos; sólo ellos tienen la audacia de llegar 7.
«Ein Hauch um nichts. Ein When im Gott. Ein Wind»: R .M . R il k e , Les Sonnets á Orphée, I, 3 (trad. cast.: Los sonetos a Orfeo, Hiperión, Madrid 2003).
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hasta el fin, saltando al vacío o arrojándose a las llamas, si es preciso. Así han hablado y actuado siempre los profetas, los san tos y todos los grandes aventureros del corazón y del espíritu.
La primavera está en plena floración. Etty se maravilla delante de cinco capullos de rosa y de los poemas de Rilke. «Tengo tal conciencia de tu ser, rosa completa que mi consentimiento te confunde con mi corazón en fiesta. Te respiro como si fueras rosa, toda la vida, y me siento el amigo perfecto de tal amiga»8. En esta primavera de 1942, Heydrich, Himmler, y Eichmann pueden también regocijarse: el proceso de deportación masiva, sobre el que han discutido tan febrilmente en la conferencia de Wannsee, ya está a punto. En junio, Eichmann ha llegado a un acuerdo con los ferrocarriles del Reich para asegurar el «trans porte» hacia el Este de millares de familias recogidas de toda Europa. Holanda establece un contingente de 40.000 judíos; más adelante, esta cifra será ampliamente rebasada. La Reichsbahn coopera sin el menor escrúpulo, pero tenien do buen cuidado, eso sí, de fijar las tarifas: permite tarifas de gru po (reservadas para las excursiones) para los adultos; para los ni ños menores de diez años es la mitad, y los menores de cuatro años viajan gratis. Pero todos, sin distinción de edad, tienen de recho únicamente al billete de ida. El de vuelta sólo se concede a los guardias, que deben hacer repetidamente el mismo trayec to para escoltar a una carga que se renueva incesantemente. 8.
R.M. R il k e , Poémes en langue francaise, «Les Roses», en Oeuvres poétiques et théátrales, Bibliothéque de la Pléiade, Gallimard, París 1997, p. 1.128.
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«Ahora bien, precisa Raúl Hilberg, si los vagones estaban man chados o deteriorados -lo cual no era infrecuente- por causa de los largos trayectos y porque del 5 al 10% de los prisioneros mo rían en el camino, se facturaba un suplemento por los desperfec tos»9. En cuanto al coste de estos transportes, lo cubría el dinero obtenido con los bienes confiscados a los judíos. El sistema fun ciona como un circuito cerrado, de manera impecable. Los campos de concentración ya han sido equipados: la téc nica del gaseado, probada en el otoño de 1939 con los enfermos mentales y que entonces se cobró 70.000 víctimas, está suficien temente experimentada, aunque todavía hay que perfeccionarla. «Antes de cada “gaseado” las SS tomaban medidas muy es trictas. El crematorio estaba cercado por un cordón de SS, y un gran número de sus hombres ocupaban el patio con perros y ametralladoras. A la derecha arrancaban unas escaleras que conducían al vestuario subterráneo. [...]. Los crematorios IV y V tenían dos cámaras de gas: su capacidad global era de mil ochocientos a dos mil personas, a lo sumo. [...] En los crematorios II y III, quienes a sí mismos de daban el nombre de “desinfectadores SS” introducían los cristales de gas ciclón por el techo, y en los crematorios IV y V por unas aberturas laterales. Con 5 o 6 en vases de gas mataban a dos mil personas [...]. La muerte por gas duraba de 10 a 15 minutos. El momento más espantoso era la apertura de la cámara de gas, y la visión re sultaba insoportable: los cuerpos apretados como si fueran ba salto, bloques compactos de piedra. ¡Cómo se desplomaban fue ra de las cámaras de gas!»10. Pero aún no es suficiente. A los nazis no les basta con el ex terminio en masa de hombres, mujeres y niños, cuyos cuerpos petrificados se funden unos con otros. Necesitan llevar cada vez más lejos el proceso de cosificación, hasta en el lenguaje mis mo. A los judíos encargados de la limpieza de las salas o de los Raúl H il b e r g , en Shoah, cit., pp. 2 0 1 - 2 0 2 . 10. Filip M ü l l e r , superviviente del «comando especial» de Auschwitz, en Shoah, cit., pp. 177-178.
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camiones de gas, o de exhumar los cadáveres amontonados en las fosas, les estaba prohibido, bajo pena de ser molidos a gol pes, emplear palabras como «muertos» y «víctimas», que hacen referencia a seres humanos, porque toda humanidad debía ser aniquilada para siempre. «Era igual que un tarugo de madera [...] de mierda, (...), porque no tenía absolutamente ninguna im portancia, no era nada. [...] Los alemanes nos obligaban a decir, al referirnos a los cuerpos, que se trataba de Figuren, es decir, marionetas, muñecos, o Schmattes, es decir, trapos»". Esas ma rionetas y trapos debían ser reducidos cuanto antes a cenizas pa ra que no quedara de ellos la menor huella, ni en la tierra ni en el lenguaje. Ni el menor rastro en ninguna parte, ni en la me moria ni en la conciencia. Así «no había pasado» nada, no se había cometido ningún crimen. Tan sólo un buen trabajo de «depuración». Etty Hillesum explora el lenguaje, lo sondea, lo escruta con perseverancia, siempre a la búsqueda del estilo de escritura que acabará siendo el suyo cuando, al fin, tenga tiempo de compo ner su obra, que quiere que sea lo más sobria y luminosa posi ble, «la justa dosis entre lo dicho y lo no dicho», capaz de re producir, con una ligereza semejante a las de las estampas japo nesas que tanto admira, todas las tonalidades de la vida, todas las sutilezas de espíritu y, más aún, los distintos acentos del amor. Hay que llamar a cada cosa por su nombre, sin sobrecar garla con apelativos inútiles, ni tampoco debe mutilarse la más mínima de sus cualidades y, sobre todo, no debe ser atenuada ni desvirtuada por giros imprecisos. Es muy sensible al peligro de la generalización y la falta de precisión que nos acecha en cada palabra, en cada línea que escribimos; y, por encima de todo, desconfía del misticismo vago. «Ahora bien, el misticismo debe descansar en una sinceridad de pureza cristalina. Hace falta, an te todo, haber puesto al día la realidad más desnuda de las co sas» (I, p. 126).
11. Motke Z aidl e Itzhak Dubin, supervivientes de las masacres de Vilna, en Shoah, cit., p. 33.
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Cuando algunos aúnan encarnizadamente el crimen y la mentira para producir nada, Etty trabaja sin descanso armoni zando las palabras y el silencio, a fin de estrechar cada vez más íntimamente sus lazos de amistad con la tierra y el cielo, con el tiempo, con la humanidad. Con el trasfondo de su ser, con Dios. Julius Spier, presintiendo que su fin era inminente, redobla su actividad, prodigando a su alrededor energía bienhechora, salvadora. Al término de su agitado recorrido, ocupa sin desma yo ni descanso el lugar que desde siempre ha sido el suyo: el de «mediador entre Dios y los hombres» (I, p. 124). Y son nume rosos los desesperados que acuden a él para buscar un poco de consuelo. Etty, aun considerando con un gran respeto ese des pliegue de bondad, de atención hacia los demás, se siente aban donada y, por última vez, experimenta los celos. Pero viene a ser como el último coletazo de una vieja enfermedad, pues en el fondo sabe perfectamente que ya ha recibido su parte, y que en tre ese hombre y ella la relación es ya indestructible, suceda lo que suceda. Cuerpo y espíritu: Etty Hillesum no se ocupa jamás de uno en detrimento del otro; vive acorde con cada uno con la misma intensidad, e incluso aplica a cada uno las mismas reglas de dis ciplina. Por otra parte, da pruebas en ambos casos de un realis mo notable. Jamás ha confundido la ascesis con la mortifica ción, y para ella el fin, por terrible o sublime que pueda ser, en modo alguno puede justificar el empleo de cualquier medio. El medio debe reajustarse en el plano intelectual y espiritual, con forme a la evolución interior, y en el plano físico adaptándolo a las condiciones exteriores. Estas últimas no dejan de deteriorar se. Ella se muestra cada vez más previsora, y su humildad re sulta conmovedora. Poco a poco, va renunciando a los minús culos placeres que se concedía: algunas golosinas, una tacita de cacao... Tiene la ingenuidad de una niña. Lo que se denomina «el espíritu de la infancia», entendido como fuerza poética, es pontaneidad y limpidez, ha continuado siempre vivo en Etty Hillesum, acompañando de principio a fin su prodigiosa madu ración espiritual, y dándole ese brillo tan especial.
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Sospecha que le llegará el tumo de ser «trasladada hacia el Este» y que la vida allí será dura. Se prepara para lo peor, y a pesar de ello ignora que la realidad puede superar cualquier con cepto que se tenga de lo peor. De ahí que vigile su sueño y su alimentación. Quiere prepararse para la experiencia. «Por eso acoso a mi sensualidad hasta en sus repliegues más escondidos, los menos visibles, y la extirpo. Es preferible. (...) Debemos educar nuestro cuerpo para que no nos reclame más que lo es trictamente necesario, sobre todo en cuestión de alimentos, por que, al parecer, los tiempos van a ser sumamente duros en este sentido» (I, p. 128). Como ya no se le permite ir a pasear al campo -a ninguna parte, en realidad-, concentra su mirada ante tres piñas recogi das algún tiempo atrás en la landa y desarrolla sus sueños en el espacio de esta contemplación. Cuanto más se la encierra entre cuatro paredes, tantos más espacios de claridad, tantas más bre chas de apertura abre en ella. «Sí, vamos a estar mucho tiempo sin ver la landa; de vez en cuando, siento esta imposibilidad co mo una privación abrumadora y frustrante, pero la mayor parte del tiempo tengo esta certeza: aunque no se nos deje para reco rrer más que un callejón exiguo, sobre nosotros siempre estará el cielo entero. Y si hace falta, estas tres piñas irán conmigo has ta Polonia» (I, p. 129). También le han privado de su bicicleta, a ella que tanto le gustaba pedalear recorriendo tranquilamente las calles a lo lar go de los canales. La pena que siente por esta nueva expoliación no la expresa, se refugia tras (o, mejor, «en») el humor que su padre desliza en una carta que le ha enviado: «Hoy hemos en trado en la era sin bicicleta. (...) Ya no hay que temer que nos ro ben la bicicleta. Algo que aliviará nuestros nervios. Antigua mente, en el desierto, nos las arreglábamos muy bien sin bici cletas, y así durante cuarenta años» (I, p. 132). Las amenazas de deportación a Polonia se confirman. Etty encaja el golpe irguiendo aún más la cabeza, muy alto en su cie lo interior. Así acaba ese mes de junio de 1942. En las tinieblas que se agolpan, luce y da su aroma un jazmín, cuya presencia no deja de celebrar Etty. Un jazmín en su ventana. Ha llegado a tal
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grado de afinidad con la vida que la siente en su menor vibra ción, en su menor irradiación en todas las cosas. Todo es pre sencia y todo es canto, todo es misterio y promesa de esplendor, por discreto que se manifieste. Ella, que repetidamente ha afirmado que los ojos de Julius Spier son «viejos como el mundo», y su rostro semejante a «un paisaje tan viejo como la creación», ha acabado alcanzándolo. Ve el presente, como él, sobre un fondo de siglos, de milenios, y contempla lo visible a la luz de lo invisible. Por otra parte, él mismo le decía: «Pero ¿quién le dice que su alma no tiene la misma edad que la mía?» (I, p. 227). La diferencia de edad (Spier tiene el doble que Etty) se ha esfumado, ambos han sobrepasado las apariencias y las falsas evidencias, y ambos han conquistado una libertad interior ilimi tada y una capacidad de intuición, de penetración, sin medida. Tienen almas milenarias («La edad del estado civil no es la del alma. Pienso que, cuando se nace, el alma ya ha alcanzado una cierta edad que no cambia en lo sucesivo. Se puede nacer con un alma de doce años. Pero se puede nacer también con un alma de mil años»: I, p. 227) y, al mismo tiempo, el espíritu infantil si gue a salvo, a salvo y radiante. «Solo quien ha alzado ya la lira hasta entre las sombras podrá presentir y proclamar la alabanza infinita. (...)
En el doble reino, al fin, serán las voces eternas y dulces» (R.M. R ilk e , L os sonetos
a
Orfeo, I, 9).
A.5. Anne Frank En esa primavera de 1942, en la misma ciudad, una jovencita que acaba de salir de la infancia abre, a su vez, un cuaderno pa ra salir también al descubrimiento de sí misma. «Es una sensa
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ción muy extraña, para alguien como yo, escribir un diario. No sólo no he escrito nunca, sino que me parece que, más adelante, ni yo ni nadie tendrá interés en las confidencias de una colegia la de trece años»12, anota Anne Frank en las primeras páginas del cuaderno de cuadros rojos y blancos que acaba de recibir como regalo de cumpleaños. De repente, decide: «Quiero hacer de este diario mi propia amiga, y esta amiga se llamará Kitty». A Anne Frank le repug na el monólogo; necesita una interlocutora, una destinataria. Desea comprender la marcha de las cosas, de la vida, de esta vi da en cuyo umbral se halla con todo el frescor, la impaciencia y la avidez de sus trece años. También con esa emoción de los sen tidos que siente brotar en su cuerpo en plena transformación. Pero el mundo no tarda en cerrarse; menos de tres semanas después de la «solemne inauguración» de su diario, Anne Frank y su familia se ven obligados a huir una mañana temprano, apre suradamente, para refugiarse en un escondite que el padre, Otto Frank, ha acondicionado en la buhardilla de una parte del edifi cio que alberga sus oficinas. En este escondite, Anne Frank pro seguirá la redacción de su diario durante más de dos años, jus tamente hasta el arresto de todos los ocupantes del «Anexo», que es como llama ella a ese lugar. En esta pre-tumba se realizará el cambio que se preparaba en su cuerpo de adolescente, y su espíritu, que siente curiosidad por todo, intentará penetrar los secretos del alma y el corazón hu manos. Anne se inventa a Kitty, la amiga «portavoz», la chica li bre como ese aire y esa luz de los que ella se ve ahora privada. «Me siento como el pájaro cantor al que han arrancado brutal mente las alas y que, en la oscuridad total, se golpea contra los barrotes de su jaula demasiado estrecha. “Salir, respirar y reír”, oigo gritar en mí; no respondo siquiera, voy a tenderme en un diván y me duermo para acortar el tiempo, el silencio y la terri ble angustia, ya que no puedo suprimirlos»13. 12. Anne F r a n k , Journal, Calmann-Lévy, París 1992, p. 14 (trad. cast.: Diario, Círculo de Lectores, Barcelona 1990°). 13. Ibid., p. 138.
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Invita a Kitty, su hermana de ficción, a compartir su esfuer zo por comprender ese mundo de los adultos, tan deseable y de cepcionante al mismo tiempo, tan violento y, a pesar de ello, tan bello y tan lleno de inmensas promesas. Recurre a Kitty como a su propia conciencia, que ella desea, contra viento y marea, «mantener en altísima consideración», como si se tratara de su honor. Pero el encierro se hace demasiado pesado, tanto para el cuerpo, que se debilita, como para el espíritu, que se agria, y es pecialmente para los nervios. «Todos los días tomo valeriana contra la angustia y la depresión, pero ello no me impide estar de un humor aún más lúgubre al día siguiente. Una buena car cajada sería más eficaz que diez comprimidos, pero casi se nos ha olvidado lo que es reír. A veces tengo miedo de que mi ros tro se deforme, y mi boca se caiga a fuerza de estar seria»14. De tanto girar sempiternamente en redondo en la penumbra, el semi-silencio, el miedo y el hambre que aprieta cada vez más a medida que pasan los meses, los pensamientos se ven a me nudo amenazados por obsesiones, y se embotan. «Nuestros pen samientos tienen tan poca variedad como nuestra vida, giran sin cesar como una noria, de los judíos a la comida, y de la comida a la política»15. En este lento y pesado círculo vicioso, Anne se siente muchas veces flaquear, pero se levanta y reemprende la marcha, cueste lo que cueste, en busca de su fuerza interior, de sus sueños para el futuro. «A menudo me he sentido abatida, pe ro jamás desesperada, (...) me he prometido llevar otra vida dis tinta de la de las demás chicas y, más adelante, una vida distin ta de la que suelen llevar las amas de casa. Éste es un buen prin cipio para una vida interesante, y es la razón, la única razón, por la que, aun en los momentos de más peligro, no puedo evitar re írme de lo cómico de la situación»16. Durante poco más de dos años, Anne Frank va a luchar, sin más arma que su estilográfica, para salvaguardar su juventud se 14. Ibid., p. 134. 15. Ibid., p. 82. 16. Ibid., p. 268.
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cuestrada y disponerse a «llevar otra vida», a acceder al fin al magnífico reino desconocido de la verdadera vida, donde le aguarda Kitty, que se le ha adelantado. ***
Etty Hillesum, quince años mayor que ella, ha llegado ya muy lejos en esa aventura hacia el desconocido e ilocalizable reino de la verdadera vida. Hasta entonces, ha escrito su Diario de manera discontinua; a lo largo del mes de julio de 1942, escribirá imparablemente. Las páginas que llena entonces apresuradamente, incluso con urgencia, son de las más bellas e inspiradas que ha escrito; son páginas en las que sus intuiciones espirituales se hacen fulgu rantes y recuerdan, por su intensidad y la extrema desnudez de su fe, algunos textos de santa Teresa de Lisieux. Pero la expe riencia espiritual de Etty Hillesum, desencadenada por su en cuentro con Julius Spier y madurada después en el más negro fango de la Historia, no puede ni debe incluirse en el marco de una confesión religiosa particular. Su libertad con respecto a cualquier clase de dogma es total y absoluta, aun cuando ella ha leído y meditado la Biblia, y más concretamente los Evangelios. Ha habido otras lecturas, sin embargo, que también han sido im portantes para ella: las de Tolstoi y Dostoyevski, la de Jung, de quien fue discípulo Julius Spier, y las de los poetas, y en espe cial Rilke, como ya se ha indicado. «No dejo de citar a Rilke a cada paso», dirá en la última página de su Diario, manifestando así su reconocimiento hacia ese «hombre frágil», ese nómada refinado que construyó su obra al abrigo de las tormentas de su tiempo, «entre los muros de los palacios donde era gustosamen te acogido». Y opina ella que «es señal precisamente de buena economía el que en épocas de paz y en circunstancias favora bles, artistas de gran sensibilidad dispongan del ocio necesario para buscar serenamente la forma más bella y apropiada de ex presar sus intuiciones más profundas, para que quienes viven tiempos más agitados y exigentes puedan confortarse con sus creaciones y encuentren en ellas un refugio perfectamente apto
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para abordar las cuestiones que ellos mismos no saben expresar ni resolver, porque toda su energía la consumen los infortunios de cada día» (I, p. 229). Es importante, en este punto, detenemos en la expresión que ella emplea para ilustrar la diversidad de los destinos: «Es señal precisamente de buena economía». Esta expresión da fe de la amplitud y agudeza de la inteligencia espiritual de Etty Hillesum, así como de su generosidad en este terreno. Ella pre siente que un sutilísimo principio de economía preside los mis terios de este mundo y se despliega bajo el aparente caos de la Historia. Adivina que unos vínculos vitales ligan entre sí a los seres a través del espacio y del tiempo; que a algunos les es da do crear y sembrar para que otros puedan más tarde recoger y hacer fructificar esas semillas, sobre todo en tiempos de infor tunio y de hambre espiritual. Ella siente que una corriente lumi nosa riega el mundo desde dentro, por muy vehemente que sea el mal que tan a menudo inflige su violencia a este mundo. Y pe netra en esa corriente invisible, dejándose llevar por ella con confianza y agradecimiento, aunque no se haga ninguna ilusión acerca del trágico final que le está reservado a corto plazo. «Aunque las lámparas se apaguen, aunque me digan que ya no hay más, aunque del escenario llegue el vacío con la corriente de un aire sombrío, aunque ninguno de mis silenciosos antepasados se siente a mi lado (...) a pesar de todo, me quedaré. Siempre hay algo que ver. ¿No tengo razón?»17 A diario, del escenario asciende un vacío envuelto en un viento cada vez más sombrío y helado. Etty permanece allí don de el destino la ha puesto: en ese oscuro rincón que ella erige en punto de observación permanente, tanto desde el exterior como desde su propia interioridad. Ella siempre encuentra algo que 17. R.M. R il k e , Les Elégies de Duino, IV, Aubier-Montaigne, París (trad. cast.: Elegías de Duino, Hiperión Madrid 1999).
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mirar, algo que admirar: unos tulipanes en un jarrón, el jazmín detrás de la ventana, una manzana, un grabado, un rostro ama do y, a falta de poder regresar allí, el recuerdo de los árboles de la landa por donde tanto le gustaba pasearse. «Sol en este mirador y una suave brisa en el jazmín. Mira: ha comenzado un nuevo día, uno más; ¿cuánto ha pasado desde las siete de la mañana? [...] Qué curioso, ese jazmín tan tierno y tan radiante en medio de todo esa grisalla y esa borrosa penum bra. No comprendo en absoluto a ese jazmín. Pero tampoco tie nes por qué comprender. En este siglo veinte, aún se puede cre er en milagros. Y yo creo en Dios, aunque dentro de nada tenga que ser devorada en Polonia por los piojos» (I, p. 135). Para dialogar consigo misma, la pequeña Anne Frank tiene todavía necesidad de desdoblarse, de proyectarse al exterior, a ese afuera que le está prohibido. Anne acaba de salir de la in fancia y está a punto de nacer a sí misma; pero ¿cómo nacer ple namente a uno mismo y al mundo cuando el mundo te niega hasta el más mínimo placer y te condena a muerte sin remedio? Kitty se ofrece como confidente capaz de escuchar todas las pre guntas que ella se hace y que le es indispensable formular en ne gro sobre blanco para poder resolverlas. Kitty es la amiga más segura, a la que ella confiesa sus debilidades y su angustia, pe ro también sus sueños y sus esperanzas. Kitty es el fantasma acogedor que le prodiga un cierto consuelo en este mundo re pleto de enemigos y en el que, en su propia ciudad, los verdu gos campean por las calles. Desde hace mucho tiempo, Etty Hillesum ha establecido un diálogo consigo misma, y ya no le resulta útil inventarse una interlocutora. No sólo se ha consumado su «nacimiento» a sí mis ma -ha tenido tiempo de gozar y de sufrir con la misma inten sidad los encantos y atractivos del mundo-, sino que ha realiza do, a costa de dolorosas luchas, un auténtico renacimiento. Y es te segundo nacimiento -ni más ni menos que a sí misma- no ce sa de completarlo, despertándose cada día más a nuevos pensa mientos e intuiciones. Ha recorrido el árido camino que condu
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ce a «la gran soledad» de la que habla Rilke, la que sólo se al canza «aceptando crecer según (su propia) ley, gravemente, se renamente», esforzándose «en amar (sus) problemas mismos, como si cada uno de ellos fuera una habitación que se (nos) hu biera cerrado, un libro escrito en una lengua extranjera», sin for zar ni anticipar las respuestas18. Aunque continúa dirigiéndose a sí misma, ya no se maltrata como lo hacía en las primeras páginas de su Diario. Su tono ha cambiado, se ha sosegado. Se habla a sí misma en voz baja e ín tima. «Mira: ha comenzado un nuevo día...», y ese día es innu merable, como los pétalos de una peonía: tanta profundidad y tantas sorpresas encierra cada momento, a poca atención que se preste al misterio del tiempo, a sus más mínimos estremeci mientos y a sus múltiples reflejos. Aunque se ve más requerida que nunca por las urgencias del quehacer diario, lleno de ago biantes obligaciones, Etty se inclina sobre este misterio y ve flo recer y vibrar un enjambre de días entre la mañana y la noche, sintiendo cuán suavemente late la eternidad en el pulso acelera do del tiempo. «Tampoco tienes por qué comprender», se dice a sí misma delante del jazmín, que se contenta con contemplar sin experi mentar ya el deseo febril de poseer y asimilar que antes la ate nazaba. Se ha liberado de esa sensualidad que la provocaba «do lor en el corazón», de esa avidez por comprenderlo todo, inge rirlo y retraducirlo en textos deslumbrantes. «Ahora desconfío de esa profusión descontrolada de pensamientos; prefiero estar de vez en cuando “en barbecho” y a la espera», observa con mo destia el 3 de julio de 1942 (I, p. 139). La persona a la que tutea de ese modo, con voz tranquila pe ro firme, ya no es la que prodigaba sus energías dando vueltas entre las hogueras de sus emociones, de sus deseos, de sus pen samientos volcánicos y los rompientes de sus angustias, sino la que, al fin, ha aprendido a arrodillarse y atreverse a pronunciar el nombre de Dios. 18. R.M. R il k e , Lettres á un je m e poete, p p . 23 y 43.
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Su tuteo interior suena claro como el suspiro de un niño to talmente entregado a una larga meditación y a la confusión del asombro, y que permite que tal confusión se diluya lentamente por sí sola y se transforme en claridad y en sonrisa, a base de pa ciencia. «Voy a quedarme todo el día en un rincón de esa enor me sala de silencio que hay en mí. (...) Permanezco inmóvil, li geramente cansada, en un rincón de mi silencio, sentada y con las piernas cruzadas como un Buda, y con la misma sonrisa, una sonrisa interior, por supuesto» (I, p. 147). Ella aprende a renunciar a todo aquello a lo que antes se afe rraba y de lo que sabe que no tardará en verse privada o separa da. Llega incluso a aceptar la idea de verse quizá alejada de Julius Spier, su «oasis» en la tormenta, y también de que dejen de suministrarle «papel y lápiz para analizar la situación de vez en cuando», que constituye para ella «una absoluta necesidad, porque, si no, a la larga, algo acabará estallando» en ella y «la aniquilará desde dentro». Ella asume este riesgo, sondeando el abismo que encierra y el enorme desafío que habrá de suponer le. Se adelanta a la radical pobreza que va a serle impuesta, haciendo de ello un experimento, un destino, una aceptación. «Cuando se empieza a renunciar a las propias exigencias y dese os, se puede renunciar a todo. Me he dado cuenta en el espacio de unos cuantos días. [...] A diario digo adiós. De ese modo, el verdadero adiós no será más que una pequeña confirmación ex terior de lo que irá produciéndose en mí día tras día» (I, p. 151). Semejante renuncia no es negación ni derrotismo, no engen dra indiferencia, y menos aún resignación; es una forma muy exigente de ejercitarse en soltar la presa y aligerar el lastre, y que requiere a la vez una gran lucidez. «Nuestro final, nuestro final probablemente fatídico, que va perfilándose ya desde aho ra mismo en las pequeñas cosas de la vida corriente, lo he mira do a la cara y le he reservado un lugar en mi sentimiento de la vida, sin que por ello haya perdido nada de su dureza. No estoy amargada ni indignada; he triunfado sobre mi abatimiento y no sé qué es la sumisión» (I, p. 139). La «paria» en que se ha convertido, desterrada tanto de los espacios públicos como de la naturaleza, despojada de sus de
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rechos más elementales, se ha hecho discretamente a la mar y rema con una enorme paz interior, la mirada fija en un hori zonte ilimitado que en adelante nada ni nadie podrá reducir u oscurecer. A. 6. «La determinación de ser» En una de sus Cartas a un joven poeta, Rilke, insistiendo una vez más en la necesidad de acoger en sí «la gran soledad», evoca la del niño que ve en tomo a sí como van y vienen «las personas mayores», siempre tan atareadas en distintas cosas que a él le pa recen sumamente importantes y serias, porque se le ocultan en gran parte, si no del todo, el sentido y la razón de los quehaceres y preocupaciones de los adultos. Pero llega un día en que descu bre la inanidad de su ajetreo, la indigencia de sus preocupacio nes, la insipidez y la miseria de su vida, que suena a hueco, por muy agitada y reluciente que sea en apariencia. Y Rilke se pre gunta: «¿Cómo no seguir, pues, mirándolos como lo hace el ni ño, como algo extraño, desde la profundidad de su propio mun do, de su enorme soledad, que es también trabajo, dignidad y ofi cio? ¿Por qué pretender cambiar la sabia incomprensión del ni ño frente a la lucha y el desprecio, puesto que el no comprender significa estar solo, y la lucha y el desprecio son maneras de to mar parte en las mismas cosas que se intenta ignorar?»19. Justamente así es como vive Etty Hillesum el segundo año de ocupación de su país: con «la sabia incomprensión» de una niña; una niña de mirada cándida (en el sentido originario del término, que significa «resplandeciente», así como «honrada, buena, benévola») y, al mismo tiempo, «vieja como el mundo». El segundo nacimiento que acaba de tener lugar en es, en efec to, el de una niña «con un alma de mil años». La eternidad ha entrado en su tiempo efímeral, porque ella es y, sobre todo, se sabe efímera (la prórroga que le conceden los exterminadores es 19. Ibid., pp. 61-62.
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de breve duración). De la eternidad no tiene nada que decir; le basta con sentirla, con hacer que cohabite con su temporalidad. «Hay que olvidar palabras como Dios, la Muerte, el Sufrimien to, la Eternidad... Hay que volverse tan sencillo y tan mudo co mo el trigo que crece o la lluvia que cae. Hay que contentarse con ser» (I, p. 158). Ser: simplemente, sin discurso superñuo de ningún tipo. Ser, sin recurso ni apoyo alguno por parte del verbo haber. Ser, en lo absoluto de la indigencia, del no poder, del no saber. Ser tan li gero como una endeble espiga de trigo, como una fina llovizna, tan inmensa como el cielo, como el océano. Ser: verbo a conju gar en el punto de tangencia del presente y la eternidad. Y aven turarse en el espacio en expansión de este verbo, el más exigen te y difícil de todos los verbos, junto al verbo «amar»; lo cual implica soltar realmente las amarras, empezando por las pasio nes que alienan, los miedos que hunden y humillan, la cólera y el espíritu de venganza, de revancha, que consumen inútilmente las fuerzas de que disponemos; el desprecio y la indiferencia, que no son más que disfraces de la pereza; y, finalmente, el odio, que gangrena el corazón y el espíritu, los mancilla y acaba con virtiéndolos en dura piedra. Ser: simplemente, pero sin medida ni concesiones. «Evita el error de creer que hay privaciones para el que ha tomado la determinación de ser. Hilo de seda, tú entras en la trama»20. Para entrar en la trama invisible del mundo hay que desli zarse sobre el espeso lecho de mugre, de pus y de sangre con que los violentos de la época han recubierto su superficie. Son pocos los que emprenden semejante travesía. La mayoría se de jan arrastrar o sacudir por los remolinos más o menos virulentos que agitan su tiempo y, en las horas más funestas, practican el arte del sálvese-quien-pueda. Y entre los pocos intrépidos que 20. R.M. Rilke, Les Sonnets á Orphée, II, 21.
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intentan sumergirse en el espesor viscoso del mal, son raros los que consiguen llegar hasta «la trama» sin agotarse en el camino, sin hundirse en la desesperación, o sin dejarse siquiera contami nar de una u otra manera por la epidemia del mal. Porque esta travesía está plagada de trampas, de escollos, de cloacas, de vo races agujeros negros. Es preciso hacerse minúsculo como una brizna de hierba, transparente como una gota de lluvia, veloz co mo el viento, para abrirse paso a través del cieno acumulado en cima de la trama. Hay, pues, que llevar al extremo la ardua tarea de la renuncia y el despojo. Así lo hizo Etty Hillesum. «Por lo que a mí respecta, sé que debemos deshacemos incluso de la inquietud que sentimos por nuestros seres queridas. Quiero decir que toda la fuerza, el amor y la confianza en Dios que poseemos (y que están creciendo tan sorprendentemente en mí en estos últimos tiempos) hemos de mantenerlos en reserva para todos cuantos se crucen en nuestro camino y tengan necesidad de ellos» (I, p. 153). No basta todavía con renunciar, con desasirse poco a poco de cuanto se consideraba valioso y atractivo, con permitir que nos separen de los seres a quienes amamos. Para que tal renun cia no desemboque en la impotencia, en la nada, conviene reo rientar el impulso así desviado de sus fines primeros, reinvertir la energía del deseo privada de sus «objetos» privilegiados. Son legión los despojados, los extraviados, los afligidos que tienen necesidad de recibir una parte de esta energía. Etty Hillesum comprendió que era urgente efectuar una reorientación de la fuerza interior, que ella posee en abundancia desde que conoció a Julius Spier; que ha llegado el tiempo de distribuirla lo más ampliamente posible a su alrededor, por muy vivas que sean su preocupación por éste y la angustia de tener que sufrir una in minente separación. «Mi amor por él [Spier] debe ser una reser va de fuerza y de amor para dar a todos cuantos lo necesiten; y, a la inversa, el amor y la solicitud que él me inspira no deben consumirme al extremo de privarme de todas mis fuerzas. Porque eso sería egoísmo. E incluso del sufrimiento se pueden sacar fuerzas» (I, p. 153). Esta dolorosa prueba consistente en distanciarse de los apegos más camales tendrá que sufrirla de
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nuevo cuando, internada en el campo de Westerbork, sus padres y su joven hermano Mischa se reúnan con ella, y ella tenga que ayudarles en su infortunio, porque ellos se encuentran mucho más desamparados ante la desgracia que Julius Spier. Ahora bien, hasta el último momento Etty ha querido ayudar a todos y no limitarse exclusivamente a sus seres más queridos. La víspera de la noche en que escribió las últimas líneas que hemos citado, anota también: «Todo mi ser está a punto de metamorfosearse en una gran oración por él [Spier]. ¿Y por qué úni camente por él? ¿Por qué no por todos los demás?» (I, p. 150). Bajo el doble fuego conjugado del amor y la angustia, la jo ven «que no sabía arrodillarse» se ha transfigurado en oración. Una oración a la vez centrada en sí y vertida hacia fuera, perso nalizada y universal. El amor que ella profesa a los suyos se ha hecho cristalino, y la oración que realiza a partir de esos seres concretos se difracta e irradia en tomo a ella. La alquimia de la renuncia efectuada en ella en el crisol del desastre ambiente, le jos de reducir su capacidad de amar, incluso de aboliría, la ha multiplicado. Por lo demás, ella alude en repetidas ocasiones a este proceso de transfiguración que se produce en ella y que pa sa por fases de «desfiguración»; «A veces es como si una capa de cenizas se hubiera extendido sobre mi corazón. Y a veces me parece que, bajo mi propia mirada, mi rostro se marchita y se consume, y mis rasgos difusos son la línea de huida de los siglos que se precipitan. Todo se desagrega entonces ante mis ojos, y mi corazón se desprende de todo. Son instantes fugaces; luego todo se recompone, mis ideas se aclaran de nuevo, y me siento capaz de cargar con ese bloque de Historia sin sucumbir bajo su peso» (I, p. 168). El espacio interior de Etty Hillesum no tiene verdaderamen te nada de «mera evasión», de huida fuera del tiempo ni de ne gación de la realidad; al contrario: se trata de una evasión terri ble y desgarradora, de un cuerpo a cuerpo con su propio tiempo y su realidad, de un cara a cara con el horror de la historia pre sente... hasta hacer que se resquebraje esa horrenda máscara con que se ha disfrazado su época, a fin de divisar lo que se extien
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de detrás. Y los siglos y milenios se estrellan delante de ella, arrojando sobre su rostro y su corazón un viento que los defor ma y luego los remodela, disueltos en una luz que asciende del fondo de los tiempos. «Hilo de seda, tú entras en la trama. Sea cual sea la imagen a la que interiormente estás unido (siquiera sea en un instante fugaz en una vida atormentada), siente cómo está en juego todo el tapiz, el Tapiz glorioso» (R.M. R ilke , Los sonetos a Orfeo, II, 21).
B. Westerbork B.l. El Consejo judío El 15 de julio de 1942 Etty Hillesum entra en el Consejo judío, donde es destinada al departamento de «Asuntos culturales». Fueron muchas las reticencias que mostró para aceptar un em pleo en el seno de esta organización, que funcionaba, más que nunca, como un teatro de marionetas enteramente manipuladas por los servidores del Reich; títeres cada día más embrutecidos y desarticulados, porque se les obligaba a suministrar, a un rit mo cada vez más acelerado, los «lotes» de judíos de judíos que había que enviar a Polonia, a los llamados campos «de trabajo». Si, a pesar de la repugnancia que le produce trabajar en esas oficinas (que ella califica de «infernales» y «lugares de mier da») y, sobre todo, beneficiarse del estatuto de «protegida» por el hecho de estar allí empleada como funcionaría, Etty jugar ese juego, es porque piensa poder aportar a los demás -a todos los «sin protección» y sin esperanza- la mayor ayuda posible. «Tendré que hacer mucho bien a mi alrededor para compensar todos esos atropellos» (I, p. 173), dice ella la misma tarde en que empieza a desempeñar su tarea. Lo cierto es que no se en gaña en lo referente al propósito de tan humillante mascarada y presiente con toda frialdad la suerte que les está reservada a to dos, incluidos los «privilegiados». Y, efectivamente, los emple ados del Consejo judío serán deportados como los demás, sólo que un poco más tarde. «A los miembros del Consejo les llega
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rá su tumo después de los demás. Tal vez haya quien diga que para entonces ya habrán desembarcado los ingleses. Eso creen quienes todavía abrigan alguna esperanza política. Pero a mí me parece que debemos abandonar toda esperanza basada en el mundo exterior; es inútil entregarse a hábiles cálculos acerca de lo que puede durar la situación» (I, p. 165). De las oficinas del Consejo judío, donde el trabajo es abru mador y la atmósfera deletérea, pues se respira un clima de an gustia y de pánico, Etty vuelve a casa agotada, porque además tiene que hacer todo el trayecto a pie, dado que está prohibido el transporte público y el uso de la bicicleta. Pero por la noche, o bien a primera hora de la mañana, todavía saca tiempo para es cribir su Diario, donde prosigue minuciosamente con su bús queda de sentido y extirpa sus pensamientos del cenagal en el que está sumergida cada día y en el que lo grotesco, lo trágico y lo absurdo hacen verdaderos estragos. Entonces deja que resue nen en ella los fragmentos de los poemas y otros textos que ha conseguido reunir en medio del ajetreo de la jomada, leyendo algunos minutos aquí o allá, de cuclillas en un rincón o sentada en el duro suelo. Y con una dicha siempre nueva, es frecuente mente en los poemas y las cartas de Rilke donde encuentra ali vio y ayuda. «Pero para nosotros la existencia sigue estando encantada en cien lugares sigue siendo el origen. Un juego de fuerzas puras que nadie toca si no se arrodilla y admira...»1 Ya no basa su esperanza en el mundo exterior; la enorme máquina de fabricar muerte en serie ya está demasiado lanzada, demasiado bien engrasada como para poder detenerla a corto plazo. La esperanza va a buscarla, no en un futuro incierto, sino río arriba del presente, en lo más secreto de sí misma, ponién dose a la escucha de voces que se alzaron en el pasado, pero cu 1.
R.M. R il k e , Les Sonnets á Orphée, II, 10 (trad. cast.: Los sonetos a Orfeo, Hiperión, Madrid 2003).
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yo aliento ha seguido vivo, inflexiones de una belleza apacible, y a la escucha también «una parte [de sí misma] que habla cada vez más alto» (I, p. 162). Esas voces y cantos de ayer, de una ac tualidad inagotable, no aportan respuestas concretas a las deses peradas cuestiones que plantea su época, porque ninguna res puesta puede satisfacer la necesidad de coherencia y de justicia a que todo ser dotado de razón tiene derecho en aquel contexto saturado de locura destructora. Lo que proponen esas voces, esos vientos llegados desde lejos, es la posibilidad de pensar de otro modo, de ver el mundo, el tiempo y el destino desde unas perspectivas hasta entonces olvidadas e incluso insospechadas. La esperanza, la fuerza para resistir, está tan cercana a las flores que Etty la descubre en ellas. Un día es el jazmín, otro día son las rosas. «Mis rosas rojas y amarillas están todas abiertas. Mientras yo me encontraba abajo, en el infierno, han seguido floreciendo dulcemente. Muchos me dicen: ¿Cómo puedes to davía pensar en las flores? [...] están ahí, no son menos reales que toda la angustia de la que soy testigo en cada jomada. Hay lugar en mi vida para muchas cosas» (I, p. 177). Unas rosas en un jarrón florecen en silencio; unas frases y unos versos se murmuran en voz baja mientras mil tareas, ocupa ciones e incidentes reclaman su atención, y ella se esfuerza en afrontarlos. Dos realidades, dos temporalidades totalmente dis tintas y, no obstante, conciliables, al menos para Etty Hillesum, que no cesa de ensanchar su horizonte interior, de aguzar «una vi sión sintética de las cosas y una intuición de su lógica» (I, p. 179). * * *
«¿Cómo puedes todavía pensar en las flores?» se sorprenden sus compañeros de infortunio, disgustados o impacientados por al gunos. Sí, ¿cómo puede seguir preocupándose por unas rosas a punto de florecer lentamente en una habitación donde ella ni si quiera se encuentra, mientras las puertas del infierno se abren cada vez más, rechinando sobre sus goznes, y cuando en cual quier momento pueden todos caer en el abismo que se abre de trás de ellos?
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Pues bien, ella sí puede. Para comprenderlo no hay más que releer estos admirables versos de Johannes Scheffller, conocido como Angelus Silesius, el autor de Pélerin chérubinique: «La rosa no tiene un porqué; florece porque sí, No se preocupa de sí misma, no busca ser vista»2. Este dístico se hizo célebre por la hermosísima reflexión que Martin Heidegger le dedicó. En su comentario, Heidegger pone de relieve el aspecto paradójico y la oscuridad de estos versos: el poeta, en el espacio de una frase de diez palabras, declara a la rosa falta de un «porqué», pero no de un «porque». La locución conjuntiva «porque» designa una causa -afirma su existencia por inducción-, mientras que esa causa precisamente acaba de ser negada con el adverbio «no», anulando toda pretensión de la palabra «porqué» de encontrar una explicación. Pero la contradicción sólo es aparente, pues, según Heidegger, «El “porqué” y el “porque” designan cosas diferen tes. El “porqué” sirve para preguntar la razón; el “porque” res ponde e indica cuál es esa razón. El porqué busca la razón; el porque la proporciona. La forma en que se representa la relación con la razón es, por tanto, distinta. En el porqué, la relación con la razón es de búsqueda; en el porque, es de aportación. Sólo aquello hacia lo que tienden ambas relaciones diferentes, la ra zón, sigue siendo lo mismo, al parecer»3. Es, pues, la manera de aprehender la razón de ser de todas las cosas -en este caso, la rosa- lo que aquí está en juego: Existe la manera suave y lenta, toda gracia y distracción (en el sentido de olvido de sí, de abandono confiado al tiempo): la de la rosa, la de cualquier flor, que «no se preocupa de sí mis ma, no busca ser vista», y se entrega con toda ligereza y liber 2. Angelus S il e s iu s , Le Pélerin chérubinique, Ed. Arfullen, 1988, pp. 28-29; (trad. cast.: El peregrino querubínico, Ed. José J. de Olañeta, Palma de Mallorca 1985). «Die Ros ’ ist ohn ’ Warum, sie blühet, weil sie blühet, Sie ach’t nicht ihrer selbst, fragt nicht, ob man sie sieht» (I, 289). 3. Martin H e id e g g e r , Le principe de raison, Gallimard, Paris, p. 105.
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tad al proceso de floración, sin inquietarse por las leyes que ri gen dicho proceso. Tan sólo le importa la floración -el «mila gro» de la floración-, A la rosa le basta con ser rosa, cuerpo frá gil y fugaz donde se despliega el misterio de la belleza. Misterio consentido, amado como tal, y belleza tanto más deslumbrante y regocijante cuanto que preserva su misterio y no desea que le sea devuelta la imagen que ella da de sí misma. Porque lo que ella da es absoluta gratuidad, pura prodigalidad. La rosa es el anti-narciso. Y existe lo contrario, la manera ansiosa y cuestionadora, toda ella en tensión y reflexión (en el sentido de un retomo constante, asiduo, del pensamiento sobre sí mismo para com prender cada vez mejor las razones de todas las cosas, empe zando por uno mismo): la del hombre que, enorme y pesada mente preocupado de sí mismo, a menudo «con el rabillo del ojo sigue ávidamente los resultados de su acción en su mundo y ob serva lo que éste piensa y espera de él»4. El hombre no puede contentarse simplemente con ser hom bre: se sabe abocado a la muerte, y este misterio le obsesiona mucho más aún que todos los demás misterios que le rodean y desafían su razón. De la imagen que da de sí mismo espera una respuesta, un reflejo, una reverberación; de las palabras que pro fiere espera un eco. Desea respuestas a las preguntas que hace. Si, pues, «para florecer no necesita la rosa que le den las ra zones de su floración», el hombre, en cambio, para seguir sien do el ser que es, necesita examinar, interrogar al mundo que «le forma y le informa» y escrutarse a sí mismo. Pero después de haber establecido claramente esta diferen cia entre la rosa y el ser humano, Heidegger añade: «A decir verdad, bien pobre sería nuestro pensamiento, si admitiéramos que la sentencia de Angelus Silesius no tiene otro sentido que el de indicar la diferencia de las maneras en que la rosa y el hom bre son lo que son. Lo que la sentencia no dice -y que es lo re almente esencial- es, más bien, que en el fondo más secreto de 4.
Ibid., p. 107.
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su ser el hombre no es verdaderamente si como la rosa, pero a su manera, carece de un porqué»5. Esta última frase apunta a lo esencial. El pensamiento de Angelus Silesius, en efecto, brilla en lo no-dicho y que se ocul ta en esos dos versos tan concisos como precisos, y este pensa miento sobreentendido es una invitación a comportarse como la rosa: olvidándose de sí y dándose con la sabiduría del «no com prender», la cual no dispensa de permanecer en estado de aler ta, de escucha, de reflexión y de meditación, en un proceso de floración continua. Y es a esto a lo que ha llegado Etty Hillesum: a ser, a amar, a irradiar a la manera de las rosas; a difundir la alegría profun da que la habita contra viento y marea, a difundir su belleza de ser, su bondad, al igual que la rosa hace con su perfume, con su breve esplendor. Sin medida, sin reserva mental, con luminosa despreocupación. Ciertamente, ella no lo ha expresado tan poéticamente como Angelus Silesius o como Rilke, y menos aún como Heidegger. Ella vertió apresuradamente, casi desordenadamente, sus intui ciones en su Diario y en sus Cartas, puntuándolas a menudo con consideraciones muy «pegadas a la tierra», sin elaborar teoría al guna ni esbozar ningún sistema. Pero sus intuiciones, dignas de los más grandes visionarios de la mística renana y flamenca, las ha vivió incandescentemente hasta el final en su carne y en su corazón, sin jamás flaquear, engañar ni faltar a la solidaridad con sus contemporáneos. «Nos sobrevaloramos en exceso cuan do creemos ser demasiado valiosos como para compartir con los demás un “destino de masa”» (I, p. 165), decía ella. Ni sobrevaloración ni subestima; a ella no se le ha concedi do más ni menos valor que a los demás. La rosa no se preocupa de sí misma, florece tanto en compañía de otras flores como ro deada de malas hierbas, zarzas y gramas. La rosa no busca ser vista, ni para ser admirada ni para ser cortada. Su única preocu pación es florecer, abrirse sobre la cresta del tiempo, en el pun to de intersección del tiempo con la eternidad. 5.
Ibid., p.
108.
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«La rosa que contemplan aquí tus ojos de carne Ha florecido así en Dios en la eternidad»6, dice otro dístico de Angelus Silesius. Cuando Etty Hillesum, hundida en el «infierno» del Consejo judío, pensaba en las rosas rojas y amarillas que descansaban allá en su habitación, lejos de ella, las contemplaba a mitad de camino entre lo visible y lo invisible, en el punto de tangencia -tan inestable y trémulo- entre el presente y la eternidad. Y la belleza tan humilde como soberana de esas rosas, contempladas en lo más secreto de su ser, abría claros en su corazón, espacios de un silencio cada vez más vasto y más límpido, en los que to dos y todas cuantos con ella se relacionaban, oprimidos por la angustia, podían encontrar unos instantes de paz. B.2. El campo de Westerbork No tardaría Etty Hillesum en penetrar en nuevos círculos infer nales. A comienzos del mes de agosto de 1942 recibe la citación para presentarse en Westerbork. Westerbork era «un campo de paso» situado en Drenthe, al nordeste del país, cerca de la frontera alemana. Drenthe es la provincia menos poblada y urbanizada de los Países Bajos; se trata de una región ingrata, de suelo de turba, llena de lagunas, entre las que se extienden landas cubiertas de aulagas, brezos y enebros, y donde soplan vientos procedentes del mar. Etty no conocía esta región, aunque sabía que «había en ella muchos dólmenes». Serán vidas humanas -«vidas humanas a monto nes»- lo que allí encontrará (II, p. 28). Aquel campo había sido creado en 1939 -antes de la guerra, pues- por el gobierno holandés, con el propósito de agrupar en él a los refugiados judíos procedentes sobre todo de Alemania, pero también de otros países donde sus vidas estaban amenaza 6.
Angelus S il e s iu s , op. cit., pp.18-19. «Die Rose, welche hier dein aussres Auge sieht, Die hat von Ewigkeit in Gott also geblüht» (I, 108).
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das, a fin de prepararlos para una nueva emigración, porque no se deseaba en modo alguno que se instalaran en el país. Una gran parte de los actuales bosques de la región fueron plantados por aquellos primeros refugiados judíos alemanes. Y se habían construido además otros campos, como los de Vught y Amersfoort, para cumplir las mismas funciones. Al producirse la ocu pación, los alemanes recuperarían aquellas estructuras de «aco gida» sin transformarlas demasiado en principio. Pero a partir del verano de 1942, Westerbork, que hasta entonces había per manecido bajo la tutela del gobierno holandés, pasó a depender del mando alemán; dado que ya estaba a punto la enorme ma quinaria de la «Solución final», aquellos lugares se convirtieron en «campos de tránsito policial» donde se encerró a millares de judíos apresados a millares en las redadas efectuadas por todo el país, antes de enviarlos al Este. Casi todos los judíos holandeses o residentes en el país pasaron por Westerbork. El primer tren con destino a los campos de exterminio par tió el 15 de julio de 1942; a éste seguirían otros 92 trenes, cada uno con un millar de personas por lo menos. El último convoy abandonó el campo el 13 de septiembre de 1944, y en uno de sus furgones se encontraban Anne Frank y su familia. Etty Hillesum no fue deportada, sino que se presentó allí co mo voluntaria, dentro del marco de sus funciones en el seno del Consejo judío. Ella sentía que sería más útil «sobre el terreno» que en Amsterdam. El Consejo judío aceptó su petición de ser destinada al «servicio de ayuda social» del campo. Compar tiendo enteramente la miserable vida de los prisioneros de aquel campo de supervivientes, se beneficiaba de un estatuto especial que le permitía regresar a la capital de vez en cuando. En el transcurso de su segundo regreso a Amsterdam, en ve rano de 1942, asiste a la agonía de Julius Spier. Tras enfermar repentinamente, su estado se agravó en el mes de julio, falle ciendo el 15 de septiembre. Las personas cercanas a Etty cono cían la pasión que ella sentía por aquel hombre y temían que ca yera en la desesperación. Pero nada de ello sucedió. A pesar de su inmenso dolor, lo aceptó con una tranquilidad desconcertan
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te. «Necesito mucha paciencia, mucha paciencia y reflexión, y no será nada fácil. En adelante, tendré que afrontar todo esto yo sola» (I, p. 188), anota sobriamente la mañana misma de la muerte de Spier. No expresa su pena, su dolor; lo único que hace es desaho garse manifestando su agradecimiento hacia aquel hombre que la ha ayudado a revelarse a sí misma. «Eres tú quien ha libera do en mí estas fuerzas de que dispongo. Tú me has enseñado a pronunciar sin avergonzarme el nombre de Dios. Tú has hecho de mediador entre Dios y yo, pero ahora tú, el mediador, te has retirado, y mi camino conduce ya directamente a Dios, y siento que está bien así. Yo misma haré de mediadora para todos aque llos a quienes pueda atender» (I, p. 190). Sigue dirigiéndose a él con naturalidad y dulzura, como si la muerte no le hubiese arrebatado al confidente, al amigo bien hechor que había sido para ella Spier. Esta cualidad de confi dente y amigo permanece. La escritura, el pensamiento y la ora ción, no forman más que una única corriente, un único acto in terior en ella, que se dirige al difunto igual que contempla el ra mo de rosas a punto de florecer lejos del alcance de su vista: en la eternidad. «Un día escribí que quería leer tu vida hasta la última pági na. Y así ha sido: la he leído hasta el final. Me siento invadida de una profunda alegría: todo lo que ha sucedido ha sido cierta mente bueno; si no, no dispondría yo de esta fuerza, de esta ale gría, de esta certeza» (I, p. 190). Ya no queda ni el menor rastro de los conflictos y quejas que habían enturbiado su relación al principio, ni tampoco de los fuegos, a veces sombríos, de su pa sión carnal, celosa. El fuego se ha condensado en una llama úni ca que hace retroceder cada vez más a las sombras. La llama de una lamparilla tan discreta como indestructible. Sin embargo, ella no ha olvidado nada y no trata de embellecer ese pasado ni de engrandecer al difunto; lo ve tal como fue: «Todo lo que se puede encontrar de malo y de bueno en un hombre se encontra ba en ti. Todos los demonios, todas las pasiones, toda la bondad, toda la caridad estaban en ti, gran descifrador y descubridor de Dios» (I, p. 192). No hay nada de hagiográfico en estas líneas
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escritas al día siguiente del fallecimiento, pero el homenaje que le rinde con absoluta lucidez no deja de ser tan espléndido co mo justo: «Mira, yo soy el que busca El que detrás de sus manos se va escondido, como un pastor; (ojalá puedas apartar de él la mirada ajena que le desorienta). El que sueña con realizarte y, además, con realizarse él mismo»7. Muerte de Julius Spier y trabajo en el campo de Westerbork: ambos acontecimientos dramáticos no sólo no consiguen agotar la resistencia de Etty Hillesum, sino que han intensificado su ex traordinaria alegría de vivir y han centuplicado su fuerza inte rior. Ahora más que nunca, tiene que vivir para los demás. Ella se siente depositaría de la parte más luminosa de Spier, y quiere hacer fructificar ese «bien» que ha recibido de él. Se trata de un bien cuya gestión responde a una «economía loca»: no es cuestión de escatimarlo, porque eso significaría ahogarlo, y en este punto han de ser rechazados los cálculos, la prudencia y la previsión. No hay más que un modo de hacer que crezca y prolifere: dispensarlo sin cuento a todos cuantos la rodean, dis tribuirlo cada día, en cada instante, asumiendo todos los riesgos. A este bien incalculable, inestimable, que es el amor a la vi da (y a la vez a todos los seres y a Dios) no le conviene más que una sola «economía»: la del «potlach», esa forma de don des medido de carácter sagrado -que llega, si es preciso, a la des trucción de todos los objetos de valor ofrecidos- que se practi ca en el seno de ciertas sociedades tribales y por el cual el do nante desafía al donatario a que, a su vez, haga un don igual mente colosal. Dicho esto, y por muy notable que pueda ser este ritual dis pendioso en exceso, no significa que no esté sumamente intere 7.
R .M . R il k e ,
p. 98.
Le Livre de la vie monastique, Oeuvres, II, Poésie, Seuil, París,
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sado por cuanto tiende a establecer una supremacía por medio de las riquezas sacrificadas y, por tanto, del prestigio acreditado, como subraya el sociólogo y etnólogo Marcel Mauss, quien ha analizado esta costumbre8. Los seres dotados del temple que poseía Etty Hillesum prac tican una forma particular y extrema del potlach: la donación de sí es total, pero con ello no se busca ningún poder, no se ansia ningún prestigio personal; lo que se espera es que el otro, inci tado por la incansable generosidad de ser del donante, acabe sin tiendo cómo vacilan sus convicciones y certezas, muchas veces construidas atolondradamente, y renuncie al sistema de defensa de que se había dotado como reacción contra la injusticia y el sufrimiento prolongados, en la medida en que la mayoría de las veces ese sistema de defensa se reduce a replegarse sobre sí mismo y a endurecerse entre el abandono y el resentimiento, o a desarrollar dentro de sí el furor y el odio. Si hay algo contra lo que Etty Hillesum ha luchado, es con tra el odio. El odio, cuyo sabor acre y ácido llegó a conocer en un determinado momento. «Yo iría a la guerra en contra de este odio» (I, p. 200), declara cuando percibe la dimensión de ese mal tan solapado y virulento que corre libremente por el mun do, desatado por los verdugos, y que es inmediatamente padeci do por las víctimas que ellos mismos han gangrenado. Etty quie re proponer, a las víctimas precisamente, otra solución distinta de la del odio, otra perspectiva distinta de la de la venganza. Otra oportunidad. Con esta intención se ha presentado a trabajar como volun taria en el campo de Westerbork, del que se ha convertido en su «corazón pensante». «El corazón pensante del barracón» (I, p. 190): esta expre sión es de Etty Hillesum, que la ha escrito y subrayado en su Diario con fecha de 15 de septiembre de 1942, el día de la muer te de Spier. Una pequeña frase aislada en relación con el resto 8.
Cf. Marcel M a u s s , Essai sur le don - Forme et raison de l ’échange dans les sociétés archa'iques, P u f , P a rís.
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del texto que ella misma ha escrito, como si hubiese surgido de las profundidades de su ser, donde ella peregrina sin cesar, y con la cual se define en su vocación: amar la vida, a los demás y a Dios incondicionalmente; compartir la angustia de las víctimas amontonadas en los barracones junto a las vías del tren que con duce a los «morideras» del Este y proporcionarles hasta el final un poco de humanidad. Pero «incondicional» no significa «cie go», ni la compasión es un fin en sí misma, ni ella tiene la pre tensión de proponer un sentido, una explicación al sufrimiento. No hay nada que pueda justificarlo. Y la compasión es de otro orden: del orden del compartir, de la paciencia infinita, de la so licitud y de la comunión. Y todo ello es lo que sugiere este frag mento de frase escapado de la estilográfica de Etty Hillesum y que ella retomará unas semanas más tarde, escribiendo esta vez: «Quisiera ser el corazón pensante de todo un campo de concen tración» (I, p. 222) (para acudir en ayuda de sus compañeros de miseria que, precisamente, se niegan a pensar, con el fin de in tentar, en vano, atenuar su angustia): un corazón pensante es al go más que un corazón simplemente amante; es un amor en ve la, en alarma y en acción constante. Un amor despojado de sen siblería, que hace frente a la realidad en toda su crudeza, que de safía al mal con tenacidad y espíritu de lucha. Un corazón pen sante no se exime de ningún esfuerzo, sobre todo del esfuerzo de pensar lo impensable, lo inadmisible, lo indignante por exce lencia: la tortura física y moral de los inocentes. Un corazón pensante es un corazón que sale en ayuda de la razón severamente atacada por el cinismo del mal, escarnecida e impotente frente al escándalo del sufrimiento; es un espíritu que se niega a retirarse ante el absurdo, el horror y la crueldad rampantes y que trata de superar la náusea infligida a la razón por el abismo de que está rodeada. Un corazón pensante: alianza vital que puede permitir esca par a la doble tentación de la desesperanza y el odio vengativo. «La ausencia de odio no implica necesariamente la ausencia de una elemental indignación moral. Yo sé que quienes odian tienen buenas razones para ello. Pero ¿por qué vamos a escoger
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siempre el camino más fácil y más trillado? En el campo he sen tido con todo mi ser que el más pequeño átomo de odio que se añada a este mundo lo hace aún más inhóspito» (II, p. 43), es cribe Etty después de varios meses transcurridos en Westerbork. Pero las cuestiones que plantea la decisión de Etty Hillesum de declararle la guerra al odio, con todo lo que semejante actitud provoca, son tan importantes y delicadas que será ulteriormente revisadas tomando en consideración otros puntos de vista. B.3. Edith Stein En las antípodas de la fina capacidad de escucha de este «cora zón pensante» se yergue monumental, vehemente, el odio de los nazis hacia los judíos. Un odio tan obsesivo que no distingue en tre quienes se han convertido y quienes no lo han hecho. Ya se an piadosos o agnósticos, ya se hayan asimilado totalmente o hayan abrazado el cristianismo, todos los judíos, por el mero he cho de haber nacido tales, eran automáticamente condenados a muerte. Lo que querían los nazis, y en gran parte lo consiguie ron, era la erradicación total de ese pueblo. Una lengua, una cultura y una prodigiosa geografía mental fueron eliminadas del mapa de Europa: las del «Yiddischland». [Del mismo modo que en España existieron la cultura y la lengua sefardíes, el Yiddischland -de yiddish - lengua- representó en el bajo ale mán la lengua, la música y la cultura de la minoría hebreo-alemana. N. de la Trad. ]. El 11 de julio de 1942, las Iglesias cristianas de Holanda, en reacción ante la intensidad con que se propagaba el furor anti semita de los ocupantes, enviaron un telegrama confidencial a Seyss-Inquart para manifestar su repulsa: «Las comunidades cristianas holandesas que suscriben, pro fundamente impresionadas por las medidas adoptadas en contra de los judíos en los Países Bajos, tendentes a excluirlos de la vi da ciudadana normal, han tenido noticia, con indignación, de las nuevas medidas en virtud de las cuales familias enteras -hom-
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bres, mujeres y niños- serán deportados al territorio alemán del Reich. El dolor que de ese modo va a golpear a decenas de mi les de seres humanos, y el sentimiento de que tales medidas son contrarias al sentido moral profundo del pueblo holandés y, so bre todo, se oponen a los mandamientos de Dios en relación con la justicia y la misericordia, obligan a las comunidades cristia nas a dirigiros el ruego insistente de que no se pongan en prác tica semejantes medidas». El Vaticano, por su parte, no prestó ningún apoyo oficial a esta protesta. En un primer momento, los nazis, deseosos de que este asunto no se divulgara, respondieron que se comprometían a no deportar a los judíos que se hubieran convertido a la religión cristiana antes del 1 de enero de 1941. El clero dirigió entonces un nuevo mensaje de protesta, que esta vez sí hizo público. Los nazis exigieron que se suprimiera de este segundo mensaje la mención que se hacía del primero, enviado con anterioridad. La Iglesia católica no sólo se negó a semejante componenda, sino que hizo que se leyera el texto en todas sus parroquias en la mi sa del domingo. Las autoridades nazis recurrieron de inmediato a la represalia, decidiendo que todos los judíos católicos fueran detenidos. Esta medida de venganza entró en vigor a partir del 2 de agosto. Aquel día, unos 300 judíos católicos fueron arrestados en todo el país y enviados a Westerbork, antes de ser trasladados a Auschwitz, donde serían conducidos a las cámaras de gas. Años más tarde, la filósofa Hannah Arendt, en un artículo dedicado a la obra de Rudolf Hochhuth, El Vicario, donde éste denuncia la actitud culpablemente pasiva, insultantemente «pru dente» del papa Pío x i i frente al genocidio de los judíos, escri birá: «No puedo dejar de pensar en que durante los años de la Solución final hubo un grupo de individuos más abandonados aún por toda la humanidad que los propios judíos, a saber, el grupo de los católicos “no arios” que habían abandonado el ju daismo y que eran considerados como una categoría aparte por los más altos dignatarios de la Iglesia. No sabemos qué era lo que pensaban cuando se dirigían a las cámaras de gas, pues no
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creo que haya sobrevivido alguno para contarlo; pero es difícil contradecir la observación de Hochhuth: “Habían sido abando nados por todos, incluso por el representante de Cristo”. Tal era la situación en Europa entre 1941 y 1944»9. Entre esos religiosos «no arios» se encontraban Edith Stein y su hermana Rosa. *
*
Edith Stein nació el 12 de octubre de 1891 en Breslau, un día de Yom Kippur, en el seno de una familia judía de comerciantes en madera que tenía once hijos. Ella era la última. Su madre, muy piadosa, profesó un cariño especial a su benjamina, venida al mundo el día más importante del calendario litúrgico, aquel en el que todo judío respetuoso de los mandatos bíblicos expresa desde el fondo de su corazón su arrepentimiento por todas las faltas que ha cometido durante el año, y las expía delante de Dios. Este ritual de expiación, que consiste en un ayuno riguro so y unas oraciones penitenciales, exige también que cada cual vaya a pedir perdón a toda persona a la que haya perjudicado u ofendido, y que se esfuerce por obtener la reconciliación. En ese día santo, el pecador debe intentar liberarse de las redes del mal (unas redes cuya trama se reteje a la velocidad con que lo hace la araña) y hacerse acreedor al perdón. Edith Stein nació seguramente bajo una muy buena estrella, cuya luz es tan intensa que se transforma en «oscuridad»: «La fe es una “luz oscura”; -escribirá en su gran ensayo titulado Ser finito y Ser eterno- nos da a comprender algo, pero justamente para indicamos algo que permanece incomprensible para noso tros. Porque el fondo último de todo ser es un abismo insonda ble; todo cuanto se nos muestra acaba abismándose en la luz os cura de la fe y del misterio»10. 9.
Hannah A r e n d t , «Le Vicaire, un silence coupable?», en Auschwitz et Jérusalem, Deux Temps Tierce, París 1991, p. 230. 10. Edith S t e in , La puissance de la Croix (Anthologie de textes), Nouvelle Cité, París 1982, p. 64.
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Toda su infancia y su juventud transcurrieron en Breslau, en la región de Silesia, a orillas del Oder. Breslau, antiguamente llamada Wratislavia, perteneció suce sivamente al reino de Bohemia, al imperio austríaco, a Prusia y, finalmente, al Reich. La ciudad sólo volvió a ser polaca, con el nombre de Wroclaw, tras la firma de los acuerdos de Postdam en 1945. Angelus Silesius nació allí en 1624, en el seno de una fa milia luterana, y después de una larga estancia en el extranjero -concretamente en Leyde, Holanda-, regresó a su ciudad natal, donde falleció y fue enterrado. Su cuerpo reposa en la iglesia de San Mateo, en la que se había convertido al catolicismo en 1653. Edith Stein estudió filosofía, se apasionó por la fenomeno logía y, después de haber sido discípula de Husserl, se convirtió en su ayudante. Su camino hacia la fe le exigió una serie de largos rodeos: no pasó directamente del judaismo al catolicismo ni, más tarde, del bautismo a la vida monástica. En su adolescencia, el fervor religioso que le había inculcado su madre empezó a decaer y a extinguirse lentamente. Tras pasar progresivamente del hastío a la indiferencia, Edith Stein acabó derivando en el ateísmo, aun que siempre siguió buscando y esperando, y poco a poco su di námica interior se invirtió, haciendo que su ateísmo se volviera cada vez más débil gracias a las lecturas, los encuentros y las amistades con importantes personajes que a un gran rigor inte lectual unían una espiritualidad profunda, como es el caso de los filósofos Max Scheler, Adolf Reinach y su esposa Anna, Hedwig Conrad-Martius... «La luz oscura» de la fe iba incubándose en ella, hasta que surgió la chispa que hizo que se encendiera deslumbrante aque lla luz tanto tiempo enterrada y vacilante. Un día, durante el ve rano de 1921, mientras pasaba unos días en la casa de su amiga Hedwig Conrad-Martius (convertida al protestantismo), tomó de la biblioteca la vida de santa Teresa de Jesús (autobiografía espiritual que la autora había titulado El libro de las Misericor dias de Dios). Cautivada por esta lectura, se sumergió en ella durante toda la noche. Cuando, a la mañana siguiente, cerró el libro, sus últimas resistencias se habían disipado. La verdad que
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buscaba con tanta pasión y perseverancia desde su juventud, y que la filosofía no le había aportado, acababa finalmente de re velársele. Atravesando los siglos, la santa de Ávila la liberaba de su larga lucha interior y le mostraba el horizonte hacia el cual debía tender en adelante: el del Carmelo, que ella sentía que era su patria espiritual. Pero aún tuvo que hacer acopio de paciencia antes de entrar en el convento. Bautizada el 1 de enero de 1922, no franquearía las puertas del Carmelo (en Koln-Lidenthal) como postulante hasta octubre de 1933. Como nombre religioso escogió el de sor Teresa Benedicta de la Cruz. Durante casi doce años, permanecerá en los umbrales de la vida monástica, consagrando su tiempo a sus estudios y a la en señanza (primero en la escuela de las dominicas de Spire, y más tarde en el Instituto de pedagogía científica de Münster), reve lándose como una excelente pedagoga y conferenciante. A pesar de la altísima calidad de la tesis de Estado que defendió en 1916 bajo la dirección de su maestro Edmund Husserl (que le valió la calificación más alta), y a pesar de sus innegable competencia, no logró el certificado que le permitiera enseñar en la universi dad, la cual en aquella época seguía siendo abiertamente hostil frente a las mujeres; se les permitía estudiar, sí, pero no acceder a cátedra de ningún tipo. Tanto en Góttingen como en Kiel o en Hamburgo, los responsables administrativos de las universida des no dieron curso a las solicitudes de candidatura presentadas por Edith Stein, que tenía la desgracia de ser mujer y, por si fue ra poco, de origen judío. Es así como al presentarse en 1931 en Freiburg in Breisgau, cuya universidad es una de las más prestigiosas de Alemania y en la cual Husserl había sido titular de la cátedra de filosofía du rante varios años (antes de jubilarse en 1928), conoció a Martin Heidegger, sucesor de Husserl. Pero Heidegger no apoyó en ab soluto su candidatura; su complacencia con el nacional-socialis mo, entonces en pleno auge, le dictaba la pusilánime prudencia de no dar apoyar la candidatura de ningún estudiante judío.
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Aunque en el terreno de la metafísica Heidegger ha erigido uno de los monumentos más grandiosos de nuestro siglo, tam bién suscita una irremediable sensación de malestar y hasta de repugnancia como individuo. Porque, no contento con haberse adherido oficialmente al partido nazi en sus comienzos, jamás expresó con los años el menor remordimiento por su compro miso, no dignándose siquiera explicarlo. El filósofo Hans Gadamer, que fue su discípulo, resumió este «mal casamiento» inte rior con una fórmula lapidaria que, aunque no aclare ni justifi que nada en absoluto, no por ello es menos elocuente: «Martin Heidegger era el más grande de los pensadores y el más peque ño de los hombres». Hannah Arendt, también ella discípula de Heidegger -con quien mantuvo en su juventud una relación amorosa, y que rea nudó el contacto con él después de la guerra-, no le juzgó tan severamente, contentándose con decir que «su entusiasmo por el tercer Reich sólo puede compararse a su asombrosa ignorancia acerca de aquello sobre lo que hablaba»11. Tratándose de un pen sador tan grande, semejante ignorancia es un ultraje al pensa miento que no es posible excusar en modo alguno. El caso Heidegger no es único en su época, ni es tampoco el primero ni será el último en la Historia, pero pone de relieve con especial agudeza -por el hecho mismo de su genio filosófico- el problema de la ruptura que puede darse en una persona entre una auténtica profundidad de pensamiento, o un formidable po der creativo, y un comportamiento rastrero. George Steiner, que mantuvo una ardiente admiración por el filósofo Heidegger, de claró en una entrevista radiofónica12: «El pensamiento profundo es siempre peligroso. ¡No es posible pensar sin pagar un tributo al error y hasta a lo inhumano! Kierkegaard, uno de los prime ros maestros del joven Heidegger, dijo: “Yo le pregunto a una idea cuál ha sido el precio del pensamiento, de pensar esa idea”.
11. Hannah A r e n d t , op. cit., p. 157. 12. George Steiner, programa de Antoine Spire emitido en «France-Culture» en enero 1997. El texto de esta entrevista se publicó, con el título Barbarie de l ’ignorance, en Éditions Le Bord de l’Eau, Latresne 1998, p. 62.
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Pues bien, el precio del pensamiento de Heidegger ha sido (en algunos aspectos) excesivo». Evidentemente, todo pensamiento que se aventura más allá de los límites de lo conocido, de lo ya pensado, que fuerza lo evidente y lo ya adquirido para sondear lo insondable, se incli na sobre verdaderos precipicios y corre riesgos innegables: el riesgo del error -que puede ser realmente trágico-, el riesgo de permanecer indefinidamente errante, o incluso el de sumirse en la locura y el espanto, al apoderarse del espíritu el vértigo del precipicio. Heidegger no erró ni zozobró, pero sí pagó un pesa do tributo al error. Ensañarse con él denigrándolo sería inútil -la constatación de la gravedad de su extravío ya es bastante amar ga-, pero la «lección» que, sin ser consciente de ello, dio con su error debe permanecer actual, candente, porque ¿acaso somos cada uno de nosotros modelos de acuerdo y coherencia entre las «solemnes geografías» de los pensamientos que hemos elabora do, de los valores que nos hemos procurado, y las abruptas geo grafías de la realidad social y política? ¿Estamos seguros de abrigar, emboscado en un oscuro rincón de nuestro espíritu, a al gún «genio maligno» que juega con nosotros, a algún demonio solapado -el de la pereza, el del orgullo, el del egoísmo, el de la envidia, el del poder...- que desbarata nuestros planes, tanto in telectuales como morales, políticos y espirituales, y que defor ma y a veces vicia nuestros propios ideales? En cada uno de nosotros yace un fondo de barbarie, dormi ta un magma de violencia y de locura, y merodean además el miedo (incluso el pánico) y la cobardía; pero ¿quién tiene real mente el valor de mirarse a los ojos, de deslizarse por detrás del decorado y hundirse entre los bastidores de sus pensamientos y descender aún más abajo, hasta lo más recóndito de su ser? ¿Quién se atreve a desalojar con plena conciencia la parte de in humanidad inscrita en sí mismo y enfrentarse a ella cara a cara? ¿Quién puede pretender haber luchado cuerpo a cuerpo con su propia barbarie, haberse aclarado con ella y haberla desarmado? Etty Hillesum no tardó en tomar conciencia de la necesidad de comenzar por mirarse a sí misma sin la menor complacencia
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y de no ponerse frente a los «cerdos» como si fueran individuos con los que no tendríamos absolutamente nada en común, sino más bien como espejos que reflejan, aumentados, nuestros pro pios vicios ocultos y latentes. «La porquería de los demás tam bién está en nosotros. Y yo no veo otra solución, realmente nin guna, que entrar dentro de ti mismo y extirpar de tu alma toda esa podredumbre. Yo no creo que vayamos a ser capaces de co rregir nada en el mundo exterior que no hayamos corregido pre viamente en nosotros. La única lección de esta guerra es que he mos aprendido a buscar en nosotros mismos y no en los demás» (I, p. 102). No, no hay que buscar en los demás, siguiendo el ca mino fácil de un maniqueísmo reductor: los buenos a un lado, los cerdos al otro. La desgracia no nos exime de hacer un salu dable trabajo de autocrítica; incluso nos urge a desbrozar las zo nas tenebrosas, incultas, salvajes incluso, que hay en el fondo de nosotros mismos y de cuya extensión y desalentadora vitalidad nunca nos haremos una idea aproximada. Etty Hillesum percibía de inmediato sus fallos en cuanto se sorprendía a sí misma en flagrante delito de incoherencia o de incumplimiento de los deberes que ella misma se había impues to. «Cuando se quiere influir moralmente en los demás, hay que combatir seriamente la propia moral personal. Yo vivo constan temente en familiaridad con Dios como si fuera la cosa más sen cilla del mundo, pero es preciso ordenar la propia vida de una manera consecuente. Yo aún no lo he logrado, por supuesto, y sin embargo a veces me comporto como si ya hubiera alcanza do mi objetivo. Yo estoy alegre, disfruto de mis comodidades, a menudo percibo las cosas más como una artista que como una mujer responsable, y además me gusta lo extravagante, lo capri choso y lo que signifique aventura. Pero sentada ante esta mesa, en la noche que avanza, siento en mí la fuerza apremiante y di rectriz de una gravedad cada vez más presente, cada vez más profunda [...] que me obliga a anotar con toda franqueza: he fa llado en mi misión en todos los aspectos, mi verdadero trabajo no ha hecho más que comenzar. En el fondo, lo que hacía hasta ahora era divertirme» (I, p. 209-210).
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Éstas son las cuestiones que haríamos bien en plantearnos cuando nos indignamos (por muy justificada que sea nuestra in dignación) ante las faltas, deslices y errores de todo tipo por par te de los demás. *** A pesar de haber optado por ingresar en una orden religiosa muy poco dada a la especulación intelectual, Edith Stein se adaptó a ella con flexibilidad, sin renunciar, no obstante, a sus intereses filosóficos. La gracia no la dispensaba de llevar adelante un tra bajo madurado durante más de veinte años. «La fe está más cer ca de la sabiduría divina que toda la ciencia filosófica y aun teo lógica. Pero como tenemos dificultad para avanzar en la oscuri dad, cualquier rayo de luz que, prefigurando la claridad futura, ilumine nuestra noche nos sirve de ayuda inestimable para no extraviamos»13. Tampoco renunció jamás a su filiación espiritual, y seguirá siendo judía hasta el final, sintiéndose plenamente solidaria con su pueblo. La religión de su infancia, tan magníficamente en camada por su madre, mujer admirable a la que ella estuvo uni da toda su vida, la perdió por el camino, pero para encontrarla de nuevo bajo otra forma, iluminada por «la luz oscura» que desde entonces irradiaba para ella la Cruz. Es inevitable que es ta transfiguración de su fe, después de atravesar el vacío, haya suscitado (y siga suscitando) reservas y hasta críticas por parte de los suyos. Edith Stein, por lo demás, era demasiado pruden te y sentía demasiado interés por sus prójimos como para no te ner en cuenta las dificultades de comprensión y, sobre todo, los auténticos tormentos (en su madre, ante todo) que provocaba su conversión. Pero ella no podía sustraerse a la llamada que había sentido, no podía mentirse a ella misma sin mentir a los demás. Ingresó en el Carmelo en el mismo año en que Hitler accedía al poder. No se trataba de una huida, sino de la conclusión de su larga peregrinación, con el fin de darle a ésta un nuevo impulso 13. E d ith S t e i n ,
op. cit., p . 6 5 .
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y una mayor amplitud, porque la clausura monástica, con sus li mitaciones espaciales y sus estrictísimas reglas, es lugar de aco gida y reverberación del infinito, fuente inagotable de libertad. Desde el comienzo mismo de la subida al poder por parte del nazismo, Edith comprendió cuán terrible era la amenaza que en trañaba esta ideología, pues había leído Mein Kampf ese texto que, como un cáncer, devoró la razón de tanta gente. Los únicos medios de que disponía para tratar de despertar las conciencias embotadas -primera fase previa a la ulceración- los empleó con determinación: en sus numerosos escritos y en sus conferencias no cesó jamás de alertar contra los funestos cantos de sirena del nazismo. Y lo hizo recurriendo a la espiritualidad cristiana y a la moral que de ella se desprende. «Si Dios está en nosotros, y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o a cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extra ños”, “no nos conciernen”... Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nues tro prójimo; y da lo mismo esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejamos de amarlo, que sea o no “moral mente digno” de nuestra ayuda»14. El llamado amor natural, ya lo sea en virtud de los «lazos de sangre» o en virtud de una elección, no sería suficiente -cosa que Etty Hillesum manifestó en repetidas ocasiones y puso en práctica con tanta radicalidad como Edith Stein. «Muchos aquí (en Westerbork) sienten cómo se extingue su amor al prójimo porque no lo alimentan desde fuera. La gente aquí no te da oca 14. Edith Stein, extraído de Wege zur inneren Stille, traducido y citado en la obra de Joachim B o u f l e t , Edith Stein, philosophe crucijiée, Presses de la Renaissance, París 1998, pp. 191-192; (trad. cast.: Edith Stein, fdósofa cru cificada, Sal Terrae, Santander 2000).
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sión de amarla, dicen. “La masa es un monstruo horrible, y los individuos son dignos de lástima”, ha afirmado alguien. Pero, por mi parte, no dejo de experimentar interiormente que no exis te vínculo alguno de causalidad entre el comportamiento de las personas y el amor que uno experimenta por ellas. El amor al prójimo es como una oración elemental que nos ayuda a vivir. La persona misma de ese “prójimo” no tiene gran cosa que ver al respecto» (I, p. 79). Tal actitud, dificilísima de concebir y so bre todo de vivir (tan «contra natura» parece), se hace más inso portable aún en tiempos de crisis, de guerra; en tiempos de «sál vese quien pueda», lo cual se traduce generalmente por «salvar se ante todo uno mismo; en cuanto a los prójimos y, si es posi ble, los demás, los “lejanos”, no ocupan sino el último lugar». Para Edith Stein y Etty Hillesum, este orden está trastocado de arriba abajo: el otro, quienquiera que sea, se presenta como mi prójimo, y a él, de entrada, le debo respeto, atención y ayu da. Sobre este tema capital no podemos dejar de remitir a la ma gistral obra del filósofo Emmanuel Lévinas, que también se cuenta entre los más grandes pensadores de este siglo... sin ver se afectado por ese problemático «mal casamiento» interior que mancilla a algunos de sus contemporáneos. En 1933 Edith Stein proyecta ir a Roma para ser recibida en audiencia privada por el papa Pío xi, al que desea pedirle que promulgue una encíclica acerca del drama del pueblo judío, ca da día más perseguido. Se trata de la vida de su pueblo; se trata del amor al prójimo; se trata de una Palabra que hay que mante ner y honrar; se trata del Amor de Dios, y es urgente. Pero no le fue concedida la audiencia, sino tan sólo la limosna de una ben dición para ella y para su familia. Dicha bendición, lógicamen te, no influyó en modo alguno en su destino, ni logró aplacar la ferocidad de los nazis, ni hacer descarrilar a los trenes que con ducían a Auschwitz. Ante la imposibilidad de exponer de viva voz su análisis de la situación, Edith Stein dirigió una carta a Pío xi, la cual le fue entregada en propias manos. Unos años más tarde, en marzo de 1937 (vergonzosamente más tarde, vista la magnitud de la tra
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gedia que estaba a punto de producirse), Pío xi publica la famo sa encíclica Mit brennender Sorge, en la que califica de «apostasía» la ideología nazi. [Dicha encíclica no se publicó en latín, sino en alemán, y sólo se tradujo el título al inglés, cuyo signi ficado en español sería «Con ardiente preocupación». N. de la Trad. ]. No es superfluo observar que, si bien la encíclica Mit bren nender Sorge condenaba con firmeza el paganismo del Tercer Reich y denunciaba la perversidad de la ideología racista de los nazis, no mencionaba explícitamente el problema, tan central, de su encarnizado y criminal antisemitismo. La «ardiente preo cupación» se refería, sobre todo, a los católicos (arios) y a su clero. Por importante que fuera esta encíclica, no deja de mos trar, pues, una serie de penosas carencias. En septiembre de 1938, Pío xi reiteró su condena, recordan do que los cristianos son «espiritualmente semitas». Y no puede dejar de oírse en estas palabras un eco de la voz de Edith Stein, la centinela lúcida erigida en conciencia viva del mensaje evan gélico del que se había hecho heredera, aun permaneciendo hi ja y hermana del pueblo judío. «No puede usted imaginar lo que significa para mí ser hija del pueblo elegido: significa pertene cer a Cristo no sólo por el espíritu, sino también por la sangre», escribió en una carta a un religioso15. En diciembre de 1938, siete meses después de haber pro nunciado sus votos perpetuos, tuvo que dejar el Carmelo de Koln-Lidenthal; «la noche de los cristales» [los propios nazis la llamaron así por la enorme cantidad de cristales rotos en sina gogas y tiendas, como consecuencia de los actos vandálicos y los asesinatos de aquella noche contra los judíos. N. de la Trad.] había tenido lugar un mes antes, dejando a Edith Stein «transi da de dolor», como refiere una de sus amigas. Encontró refugio en Holanda, en el carmelo de Echt, donde una de sus hermanas, Rosa, que también se había convertido, fue a reunirse con ella.
15. E d ith S t e i n , c ita d o e n
ibid., p . 2 6 4 .
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Fue en dicho Carmelo de Echt donde, el 2 de agosto de 1942, irrumpieron dos oficiales de las SS para detener a Edith y a Rosa Stein e internarlas en el campo de Westerbork, donde permane cerían muy pocos días. Tal vez Etty Hillesum, que por entonces trabajaba en el «ser vicio de ayuda social» del campo, se cruzara con ellas. En una de sus cartas, fechada en diciembre de 1942, evocando lo ocu rrido durante el verano de aquel mismo año, menciona, entre otras cosas, la llegada masiva de los judíos católicos arrestados en la redada del 2 de agosto: «Hemos vivido una jomada extra ña, en la que un transporte nos trajo católicos judíos o judíos ca tólicos -como se prefiera-, monjas y frailes que llevaban la es trella amarilla sobre su hábito conventual» (II, p. 35). Y habla de un religioso, todavía joven, que en quince años no había salido una sola vez de su convento y que miraba tranquilamente el in fierno del campo al que acababa de ser arrojado. Etty lo obser va y le pregunta qué es lo que piensa del «mundo» que ha vuel to a encontrar después de tantos años en el convento. «Pero la mirada del hombre de sayal marrón permaneció firme, a la vez que amable y sin reflejar emoción alguna, como si en todo lo que le rodeaba volviera a encontrar, después de mucho tiempo, algo que le era conocido y familiar. Más tarde, alguien me con tó que esa misma noche había visto avanzar a un grupo de reli giosos en la penumbra, entre dos barracones oscuros, rezando su rosario, tan imperturbables como si estuvieran desfilando por el claustro de su abadía» (II, p. 36). E inmediatamente, con su libertad de mujer tocada por la gracia y no perteneciente a ninguna confesión, añade: «¿No es verdad que se puede rezar en todas partes: tanto en el suelo de un barracón como en un monasterio de piedra y, en general, en cualquier lugar de la tierra donde, en esta agitada época, le plaz ca a Dios poner a sus criaturas?». *** El 7 de agosto, Edith y Rosa Stein formaron parte del convoy con destino a Auschwitz-Birkenau, donde al poco de llegar, el día 9, fueron gaseadas.
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«Hacía ese horrible calor de agosto. La tierra ondulaba -co mo las olas- a causa del gas. [...] El olor era infernal [...] porque el gas fluía sin cesar. Apestaba horriblemente, apestaba a kiló metros... Por todas partes... Según soplara el viento. La peste la llevaba el viento. ¿Comprende usted?»16. Esas líneas, extraídas de Shoah, de Claude Lanzmann, se re fieren al campo de Treblinka, pero «el horrible calor de agosto» exacerbaba a un tiempo la hediondez de los montones de cadá veres y de las humaredas de los crematorios en todos los cam pos de exterminio. «Pero ¿no consiste precisamente nuestra misión en mantener nuestras almas perfumadas en medio de los fétidos hedores de nuestros cuerpos?», se preguntaba Etty Hillesum en su Diario cuando empezó el proceso de reagrupamiento masivo de los fu turos deportados. La comparación de ambas citas puede parecer chocante y hasta abusiva; pero ni Etty Hillesum ni Edith Stein escribieron o declararon nada a la ligera, nada que ellas no hubieran experi mentado de manera radical. Tanto en el caso de una como de la otra, la concordancia entre sus intuiciones, sus pensamientos, sus escritos y su vida fue total. Y tanto la una como la otra con servaron sus «almas perfumadas» incluso en el abyecto hedor del anus mundi de Auschwitz adonde habían sido arrojadas, di fundiendo a su alrededor, en la medida de sus posibilidades, al go de esa fragancia y esa claridad de alma y de corazón que ha bitaban en ellas. «¿Comprende usted?», le pregunta a Claude Lanzmann el viejo Unterscharfürer de las SS F. Suchomel en el curso de su relato de aquel auténtico apocalipsis en el que participó activa mente sin haber sido consciente jamás de su implicación, de su parte de responsabilidad en la ignominia cometida. «¿Compren de usted?», se atreve a preguntar, con toda su incontenible estu 16. F. Suchomel, SS Unterscharführer au camp de Treblinka, en Claude L a n z m a n n , Shoah, Gallimard, París, pp. 85-86; (trad. cast.: Shoah, Arena Libros, Madrid 2003).
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pidez, el que ha participado en la masacre al que se mantiene al lado de las víctimas y conoce desde hace mucho tiempo la in mensidad del horror perpetrado, haciéndonoslo tangible hasta la saciedad en su película-monumento. Un monumento de pala bras -unas cargadas de mala fe, de mentiras y de olvido; las otras, atormentadas por la imposibilidad de expresar su incon solable dolor-; un monumento de voces, de rostros, de miradas. Un monumento que se construye lentamente, «voz a voz», ante la mirada y la escucha del espectador invitado a hacerse deposi tario de todos esos testimonios. «¿Comprende usted?», dice el que no ha comprendido nada, mientras refiere con todo detalle el proceso de exterminio en el que colaboraba servilmente. Y esta actitud, tan vulgar, ilustra la siguiente constatación formulada por Simone Weil: «Tan pronto como se hace el mal, éste aparece como una especie de deber [...]. El verdadero crimen no es sensible. El inocente que sufre sabe la verdad sobre su verdugo; el verdugo, en cambio, no la sabe. El mal que el inocente siente en sí mismo está en su ver dugo, pero éste no es sensible a ello. El inocente sólo puede co nocer el mal como sufrimiento. A lo que el criminal no es sen sible es al crimen. A lo que el inocente no es sensible es a la ino cencia. Es el inocente quien puede sentir el infierno»17. Los tipos como Suchomel son legión. Seres sin ninguna cua lidad especial, que no buscan el mal por vocación, pero que no vacilan un instante en convertirse en dóciles y celosos ejecutores tan pronto como el mal se cruza en su camino. Torturan y masa cran sin el menor escrúpulo (tan sólo unas pequeñas náuseas al principio, hasta que se adaptan a su nueva función), limitándose a obedecer. Son verdugos-funcionarios que hacen su trabajo cueste lo que cueste, y que de principio a fin ignoran -o desean ignorar- que están cometiendo algo irreparable, innombrable. 17. Simone W e il , La pesanteur et la Gráce, Presses-Pocket, Plon, París 1988, p. 85. Edith Stein concuerda con el pensamiento de S. Weil cuando escribe: «Estar limpio de todo pecado y, no obstante, sentir ese dolor, ¿no es acaso la verdadera unión con el Cordero sin mancha que cargó con el pecado del mundo? ¿No es esto acaso Getsemaní y el Gólgota?» (tomado de La Scien ce de la Croix, trad. y cit. en J. B o u f l e t , op. cit., p. 259).
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Verdugos insensibles a sus crímenes, porque están sumidos en una opacidad que les embota el espíritu, el corazón y, final mente, la memoria. En el extremo opuesto se encuentra el ino cente, en quien el mal vibra agudísimamente; y si el inocente ignora su propia inocencia, es porque adolece de un «exceso» de transparencia -«no se preocupa de sí mismo, no busca ser visto»... «¿Comprende usted?», profiere el verdugo de inteligencia reseca mientras chapotea en su cloaca mental. Sólo el inocente que conserva su alma limpia, en las alturas, y su conciencia per petuamente alerta, tiene derecho a responder «sí». Un «sí» que salva de la catástrofe al mundo, aun cuando se encuentre vaci lando al borde mismo de la nada. Un «sí» de puro sufrimiento y de total insumisión. Pero ¿comprendemos nosotros mismos de veras esta absur da paradoja?
C. Auschwitz C.l. La prueba del umbral Todavía tenía Etty Hillesum que pasar un largo año en el campo de Westerbork, entre una muchedumbre cada vez más numero sa de gentes desvalidas y desesperadas. Las redadas se suce dían, y entre ellas la de los días 2 y 3 de octubre de 1942, que, de un golpe, acabó con más de 12.000 personas en aquel peda zo de tierra de medio kilómetro cuadrado ya saturado de gente, rodeado y surcado de alambres de espino, erizado de torres de observación. «Si estos alambres de espino se limitaran a rodear el campo, aún podría ser soportable; pero es que, además, estas alambradas propias del siglo xx se hallan también en el interior, alrededor de los barracones, formando un entramado laberíntico e impenetrable. De vez en cuando, te encuentras con personas que tienen la cara y las manos cubiertas de arañazos» (II, p. 32). En esta torre de Babel septentrional se amontonan judíos originarios de diversos países: refugiados de Alemania, de Rusia, de Polonia... La angustia, la cólera impotente y el dolor se expresan en múltiples idiomas y dialectos. La gente tiene que soportar el hambre, la suciedad, las enfermedades y la asfixian te promiscuidad. «De todas las penurias que se padecen en Westerbork, seguramente la peor es la falta de espacio», obser va Etty Hillesum. Pero, por encima de todo, está la inquietud por el día si guiente la que va minando a los internados, los cuales lo igno
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ran todo con respecto a ese misterioso destino al Este al que han de ser transferidos, y donde millares y millares de los suyos han sido ya conducidos en vagones de ganado o de mercancías, sin que se haya recibido la menor noticia de ellos desde su marcha. Está además la incertidumbre, el largo y lento veneno de la incertidumbre que pone los nervios de punta. No hay más que so ledades, miles de soledades hacinadas en un recinto donde tro piezan entre sí y se irritan unas con otras, en lugar de intentar re confortarse mutuamente. Está también la desesperanza, que se convierte en desesperación y que hace que muchos se suiciden. Y están los niños, a quienes la falta de alimentación, de hi giene y de cuidados debilita hasta el punto de volverlos efíme ros, y que mueren extenuados en brazos de sus padres. Como el tiempo se ha pulverizado, los ancianos se vuelven como niños pequeños. Etty Hillesum fue especialmente sensible al desam paro de estos ancianos y de ios enfermos, apeados de ios vago nes en literas e incluso introducidos de nuevo, al poco tiempo, en otros vagones que parten para Auschwitz o Sobibor, a veces para Bergen-Belsen o Theresienstadt. «De toda la historia de Westerbork, el capítulo más triste será sin duda el que trate acer ca de las personas mayores» (II, p. 38). En su impaciencia exterminadora, los nazis no podían espe rar a que esos ancianos, que habían llegado al umbral mismo de la muerte, franquearan éste «de manera natural». Se había esta blecido por decreto que un judío, al igual que un gitano, no te nía nada propio, ni siquiera su vida o su muerte, y que esta últi ma debía serles infligida con violencia y con crueldad. Los na zis no sólo están en contra de los valores del judeo-cristianismo y de las leyes morales más elementales, sino también en contra de las los datos de la realidad y de las propias leyes de la natu raleza. Se han apoderado del mundo, de la vida, de la humani dad y de Dios contra corriente, de manera sistemática, con una rabia fría y obstinada. Y está, finalmente, el barro, siempre el barro, en cualquier estación, en esta pocilga hollada por miles de secuestrados;
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«tanto barro que se requiere un sol interior encerrado entre las costillas, si se quiere evitar ser una víctima psicológica víctima del mismo» (II, p. 31). Y. además del barro, está la arena, au ténticas tormentas de arena ocasionadas por el viento de la landa, que hieren los ojos. En las pausas, entre trabajo y trabajo, Etty Hillesum se sien ta en un rincón de ese barrizal y por unos instantes se resarce contemplando los campos de altramuces de color amarillo in tenso o violeta que se extienden al otro lado de las alambradas, u observando cómo las gaviotas vuelan entre las nubes grises por encima de las alambradas. Su capacidad de atención está in tacta y siempre tiene varias dimensiones: atención compasiva y activa, dirigida a todos cuantos la rodean; una enorme apertura y curiosidad intelectual (además de las obras de sus autores pre feridos, se ha llevado consigo el Corán y el Talmud); asombro ante las bellezas de la naturaleza, ante los prodigiosos «sin por qué» de fas flores, del ballet de las nubes y ios pájaros, y ese amor siempre virgen y contagioso a la vida, a los seres humanos y a Dios. Hay en ella, además, una libertad inalienable. «Los campos del alma y del espíritu son tan vastos, tan infinitos, que esta pequeña dosis de incomodidades y de sufrimientos físicos apenas tiene importancia; yo no tengo la impresión de haber si do privada de mi libertad, y, en el fondo, nadie puede hacerme daño verdaderamente» (II, p. 57). Esté uno o no de acuerdo con la visión del mundo y la ma nera de ser de Etty Hillesum, no es posible dejar de admirar su sentido y su comprensión de la libertad, que tiene un compo nente innegable de espléndida insolencia. La hermosa y vivaz insolencia de una mujer enamorada de la vida frente a todo y contra todo, que encubre, no un «mapa del Tendre» [de la nove la del siglo xvn Clélie, de Mlle. Scudéry, donde se describen los sentimientos amorosos a modo de mapa de los estados del alma. N. de la Trad.] -ella era demasiado realista y aguerrida como pa ra esbozar siquiera semejante cartografía sentimental en el nivel del espíritu-, sino un «mapa de los campos del alma y del espí ritu», desplegado hasta perderse de vista, sin aliento. Un mapa de lo divino que no lleva ningún tipo de imprimatur.
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Libre como el aire, como el viento de la landa levantado desde los confines del mar, como las nubes y las gaviotas que vuelan danzando por encima de los altramuces y las alambradas de espino, tan ridiculas como atroces. Así se mantenía ella, más alta que los centinelas en armas plantados en lo alto de las torres de observación. En su Diario, una noche de junio de 1942, escribe: «Para hu millar hacen falta dos: el que humilla y aquel a quien se quiere humillar, pero, sobre todo, aquel que quiere dejarse humillar. Si falta éste o, en otras palabras, si la parte pasiva está inmunizada contra toda forma de humillación, las humillaciones se desva necen como el humo. Lo único que queda son medidas vejato rias que trastornan la vida cotidiana, pero no esa humillación o esa opresión que abruma al alma. [...] De vez en cuando tene mos derecho a estar tristes o abatidos por aquello que nos hace sufrir; ello es perfectamente humano y comprensible. Y, sin em bargo, el verdadero expolio nos lo infligimos nosotros mismos. A mí la vida me resulta bella, y me siento libre» (I, p. 127). He ahí uno de sus leimotiv, tanto en su Diario de Amsterdam como en sus Cartas de Westerbork: que la vida es bella y está llena de sentido, y que ella se siente soberanamente libre. Muchas veces quisieron humillarla -abatirla de humilla ción-, pero ella jamás permitió que se salieran con la suya. A ca da andanada lanzada por el enemigo oponía ella, con descon certante desenvoltura, una negativa a dejarse afectar. Los verdu gos podían martirizarla físicamente, pero no moral ni espiritual mente. Su cuerpo estaba al alcance de ellos, pero no tenían ac ceso alguno a su inmensidad interior, cuya existencia, por lo de más, eran absolutamente incapaces de sospechar. Su negativa a dejarse humillar no obedece tanto a una rebel día de su amor propio -aun cuando tal rebeldía sea plenamente legítima- cuanto a un sentido sumamente elevado de la dignidad humana y a una muy exigente concepción de la vida y de la muerte. Precisamente para que la vida siga siendo «bella y lle na de sentido», no hay que ceder lo más mínimo al miedo, a la
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mediocridad de un egoísmo defensivo que no tarda en degene rar en cobardía. «Si de los campos, dondequiera que se encuen tren, no salvamos más que nuestra piel, será demasiado poco. Porque lo que importa, en efecto, no es seguir con vida a toda costa, sino cómo se sigue con vida» (II, p. 37). Puesto que la vi da tiene un precio incalculable, no tenemos ningún derecho a comprarla a precio de saldo. El hecho de que nuestros días es tén contados -y la cuenta atrás en los campos corría demasiado deprisa-no significa que podamos comportarnos como avaros con el poco tiempo que nos queda. Si nos preocupamos en ex ceso por el mañana, lo único que conseguimos es que se vuelva rancio y se petrifique el hoy, que tal vez sea nuestro último día. Etty Hillesum meditaba a menudo sobre un pasaje de los Evangelios que le había leído Julius Spier: aquel en el que Cristo nos invita a abandonamos a la Providencia con la sim pleza de las aves del cielo y los lirios del campo. «No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestimos? [...] Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidu ra. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocu pará de sí mismo. A cada día le basta su afán» (Mt, 6,31.33-34). Esta misma actitud era la de Edith Stein: «Mi vida se renue va cada mañana y termina cada noche; porque yo no alimento proyectos ni trazo planes que vayan más allá del día a día»1. A cada día, a cada instante, le bastaba su afán abrumador. Y para no sucumbir bajo el peso del mismo, Etty Hillesum obtenía fuerzas de su solicitud por los demás, olvidándose por comple to de sí misma. Después de una nueva llegada masiva de judíos al campo, lo cual provocaba siempre una pesada agitación, ob serva: «Es curioso, pero desde que ha llegado este último con tingente ya no tengo ni hambre ni sueño ni nada de nada, y sin embargo me siento perfectamente; una concentra hasta tal pun to su atención en los demás que se olvida de sí misma y se sien te de maravilla» (II; p. 55-56). 1.
Edith S t e in , La puissance de la Croix (Anthologie de textes), Nouvelle Cité, Paris 1982, p. 49.
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La única atención que consiente prestarse a sí misma se orienta exclusivamente al «núcleo de su ser», como ella escribe, ese núcleo paradójico donde confluyen los contrarios: lo finito y lo infinito, la suma intimidad y la suma extrañeidad, el sí mis mo y el Otro, el tiempo (que se enrarece) y la eternidad. Se sien te obligada a velar por ese núcleo, por esa fuente de energía que irriga su ser -cada vez más deteriorado físicamente- y que le proporciona la fuerza necesaria para sostener y ayudar a los de más. La renuncia -ese liberador adiós a su propio «yo»- es la que permite mantener vivas las brasas del hogar, propagar en tomo suyo algo de esa luz interior y, por tanto, realizar lo mejor posible la obra de fraternidad. También en eso coinciden Etty Hillesum y Edith Stein: «Llego incluso a creer que cuanto más “atraído” se siente uno por Dios, tanto más debe, en ese sentido, “salir de sí”, es decir, ofrecerse al mundo para proporcionarle la vida divina»; y «cuanto más lleno está uno del amor divino, tanto más apto es para asegurar por principio el remedio para todos»2. Tanto para una como para otra llegó el momento en que la cuestión del cómo seguir con vida quedó superada, en que toda posibilidad de acción se reveló imposible. «Llega un momento en que ya no se puede actuar, y hay que contentarse con ser y aceptar» (II, p. 70), escribe Etty Hillesum en una carta de 10 de julio de 1943. Tres semanas más tarde, en otra carta, añade: «Creo que para nosotros no se trata ya de vivir, sino más bien de la actitud que debemos adoptar frente a nuestra aniquilación» (II, p. 74). En ese mismo mes de julio, las autoridades nazis de ciden poner fin al estatuto especial de los miembros del Consejo judío «en funciones» en Westerbork; Etty Hillesum se convier te entonces en simple «residente», es decir, una interna privada, en lo sucesivo, de todo derecho a salir fuera del campo. Ella no emite ninguna queja al respecto ni modifica en absoluto sus ac tividades, sino que sigue desempeñando la misión que ella mis ma se ha asignado desde su llegada al campo: ser «el corazón 2.
Ibid., pp. 47 y
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pensante del barracón», de todos los barracones; el corazón atento, a la vez libre de la menor ilusión e insumiso a la deses peranza reinante. Cerca de un año antes, ya había manifestado ella su preocu pación por todos aquellos seres a los que había visto desfilar, re baños apiñados en el barro entre tablones y alambradas y envia dos después hacia los crematorios. Una preocupación sin medida, sin fin. «Un día iré a visitar, uno por uno, a todos los que han pa sado por mis manos allí, en aquel rincón de la landa. Y si no los encuentro a ellos, sí encontraré al menos sus tumbas. Ya no podré quedarme tranquilamente sentada en este despacho. Deseo reco rrer el mundo, cerciorarme por mis propios ojos, por mis propios oídos, de lo que les ha ocurrido a todos cuantos hemos dejado marchar» (I, p. 219). Ella ha permanecido solidaria con ellos has ta el final y los ha reunido a todos en su ausencia de tumba. Al «cómo vivir» en tiempos de desastre sucede entonces el «cómo afrontar la muerte» o, más exactamente, la aniquilación. Edith Stein y Etty Hillesum se habían preparado para ello desde mucho tiempo antes, y dieron como «siervas» el último paso, el paso al más allá. Como siervas inútiles, despojadas de todo, sin duda, pero no por ello resignadas; ellas apresaron con las manos limpias esa nada que les quedaba -la muerte que habían de su frir- e, infundiéndole un amor «contra natura», lo transformaron % en don, en acto último de libertad. «Debemos ser siervos inútiles [Se refiere a Le 17,10: N. de la Trad.] y permanecer en la gracia. No debemos juzgar, sino confiar en la infinita misericordia de Dios. Lo cual, sin embar go, no es una razón para ignorar la gravedad de los últimos acontecimientos. Al término de cada encuentro en que se me ha hecho perceptible la inanidad de una influencia por mi parte, se acentúa para mí la urgencia de una oblación personal»3, había escrito Edith Stein unos años antes de su muerte. 3.
Edith S t e in , extraído de Selbstbildnis in Briefen, I, trad. y cit. en (Joachim B o u f l e t ) Edith Stein, philosophe cruciflée, Presses de la Renaissance, París 1998, p. 170; (trad. cast.: Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).
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Muchas otras víctimas dieron prueba, a la hora de su exter minio, de este valor y de esta suprema dignidad, preservando y clamando incluso en las cámaras de gas su sentido del honor y de la libertad. No tenían los medios físicos para impedir su pro pia «massacre», pero sí disponían de la fuerza anímica necesa ria para desafiar la omnipotencia de sus verdugos, negarles toda superioridad y transfigurar en destino asumido la crueldad de la suerte que les golpeaba inmisericorde. Valgan como ejemplo el de esas familias de judíos checos de las que habla Filip Müller, superviviente de Auschwitz: apenas habían descendido de los camiones estacionados delante de los crematorios, los deporta dos fueron cegados por los proyectores y obligados a correr ba jo una lluvia de golpes hasta los vestuarios de las cámaras de gas; allí, «la violencia culminó cuando [los guardias] quisieron obligarlos a desvestirse. Algunos, unos cuantos solamente, obe decieron; pero la mayoría se negó a ejecutar semejante orden. Y de pronto se alzó un coro. Un coro... Todos empezaron a cantar, y su canto llenó el vestuario entero: se trataba del himno nacio nal checo, después del cual sonó la Hatikva»\ Por muy vehe mente que fuera el deseo de los torturadores de quebrar a sus víctimas, de cosificarlas antes, durante y después de su muerte, no pudieron ni podrán jamás superar ese muro invisible que al gunas víctimas elevaban entre ellas y sus asesinos; ese altísimo muro construido por su conciencia, su voluntad, su concepción de la vida y de la libertad, su fe en el hombre y (o) en Dios. C.2. «El Señor es mi cámara alta» Todos los martes por la mañana salía un tren, «con una regula ridad casi matemática», cargado con más de mil personas. Había que cubrir escrupulosamente el cupo fijado, bajo pena de san ciones mortales. Etty Hillesum presenció decenas de veces aquellos embarques, que comenzaban al amanecer en medio del 4.
Filip M ü l l e r , en (Claude L a n z m a n n ) Shoah, Gallimard, Paris, pp. 234235; (trad. cast.: Shoah, Arena Libros, Madrid 2003).
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pánico, los gritos, las lágrimas y los golpes. En una larga carta escrita a finales del mes de agosto de 1943 (II, pp. 92 a 107), describe en detalle el desarrollo de aquellos preparativos para la marcha que se efectuaban bajo la supervisión del Obersturmfürhrer A.K. Gemmeker, comandante del campo desde octubre de 1942 hasta mayo de 1945. «Dicen [de Gemmeker] que le gusta la música y que es un “gentleman”. Yo no me siento en disposición de juzgarlo, aunque, en mi opinión, ejerce unas fun ciones, cuando menos, bastante impropias de un “gentle man”...» (II, p. 31), dice irónicamente acerca del señor del lugar, imbuido de su poder sobre la vida y la muerte de la población del campo. Aunque por la noche apreciaba la compañía de los artistas, y le gustaba escuchar música en sus horas de ocio, to dos los martes por la mañana se quitaba su máscara de «gentle man». «Su rostro, en esta mañana de cólera, es casi gris acero. Es un rostro que aún estoy lejos de poder descifrar, pero que a veces me hace pensar en una delgada cicatriz donde la rabia, la melancolía y la insinceridad se mezclan indisolublemente. Ade más, hay en su fisonomía algo que recuerda a oficial de pelu quería de punta en blanco y a cliente habitual de un café de ar tistas. Pero son la rabia y la rigidez forzada las que predominan. Marcando el paso, se pasea a lo largo de los vagones de mer cancías rebosantes de cargamento humano y pasa revista a sus «tropas»: enfermos, famélicos, madres jóvenes y hombres con el cráneo rasurado. Cuando traen a los enfermos que necesitan ser transportados en camilla, hace un gesto de impaciencia: la cosa no va lo bastante deprisa» (II, p. 105). Torturadores «cultivados», de gustos refinados, proliferaron en esa época, y no sólo en los territorios del Reich; también los hubo en los «goulags» -léanse, entre otros, los admirables rela tos de Varlam Chalamov sobre los campos de la Kolyma- y en otras muchas partes, incluso en nuestros días, repartidos a lo lar go y ancho del mundo. Todos los martes, pues, partía un convoy de vagones atesta dos de «Figuren» y de «Schmattes» («marionetas» y «andrajos» humanos ).
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El martes 7 de septiembre de 1943, Etty Hillesum y su fa milia también fueron embarcados a su vez, ella en el vagón nú mero 12, y sus padres y su hermano Mischa en el número 1. Gemmeker, el melómano, no vio ningún inconveniente en en viar al infierno al joven Mischa Hillesum, cuya reputación de pianista virtuoso era ya reconocida por todos. Incluso el direc tor de la orquesta del Concertgebouw, W. Mengelberg, que man tenía excelentes relaciones con los ocupantes, había intervenido en su favor para que se le concediera el estatuto de «judío cul tural». Pero Mischa Hillesum había rehusado tal privilegio; al menos, no quería ser el único beneficiario del mismo, sino que exigía que tal protección se extendiera también a sus padres. Es interesante mencionar a este respecto el juicio de Hannah Arendt sobre esas categorías de «judíos eminentes» a los que había que salvar, las cuales habían sido establecidas por los na zis con el único fin de engañar a las poblaciones, empezando por la de Alemania, para no impresionar demasiado brutalmente a los espíritus aparentando un mínimo de escrúpulos. Así, se con sideraba que estaban dispensados de la deportación los judíos instalados en suelo alemán desde varias generaciones, así como los que habían combatido en la guerra anterior, los que habían sido condecorados, los científicos y los artistas de gran reputa ción... Todos ellos podían pretender que «valían más» que el conjunto de los judíos emigrados más recientemente, los arres tados en los países ocupados y la horda de judíos «anónimos». Hannah Arendt deplora que algunos judíos admitieran la instau ración de tales categorías, de tales «excepciones que confirma ban la regla». «Aun admitiendo, pues, que hubiera categorías privilegia das, no era eso lo peor. Aún más desastroso, desde un punto de vista moral, era el hecho de que cualquier persona que exigía pa ra sí un trato de favor estaba reconociendo implícitamente la norma. Pero este aspecto de la cuestión parece habérseles esca pado a esos “hombres buenos”, judíos y cristianos, empeñados en ser uno de tantos “casos especiales” que podían ser objeto de
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una “excepción”. [...] (Esos “hombres buenos”) no eran, pues, conscientes de ser cómplices involuntarios»5. La ignominia del sistema nazi era tal que llegaba a pervertir aun las mejores intenciones, y determinados actos de «salva mento» realizados en ese marco de las selecciones transforma ban hipócritamente a los bienhechores en acólitos de los asesi nos. Y este fenómeno (que parecía fatal en un ambiente de «sál vese quien pueda» tan trágico como el que había sido impuesto por el Tercer Reich) no desapareció con la guerra, al menos en las mentalidades. Como observa Hannah Arendt (en su libro es crito en 1963), «esta noción de judíos “eminentes” sigue siendo hoy muy popular en Alemania. [...]. Más de un alemán, sobre to do entre la elite cultural, lamenta todavía públicamente que Alemania obligara a Einstein a hacer las maletas, pero no reco noce en absoluto que era un crimen mucho mayor el haber ma tado al pequeño Hans Cohn de la esquina, aun cuando el peque ño Cohn no fuera ningún genio»6. Aunque durante algún tiempo se benefició de un estatuto privilegiado en el seno del Consejo judío, Etty Hillesum no se aferró jamás a semejante favor como a una tabla de salvación. Incluso le daba vergüenza aprovecharse de ello (ser «víctima del enchufe», como ella misma anota) y se esforzó abnegadamente en «pagar» del mejor modo posible esa «deuda» que ella creía haber contraído. Jamás perdió de vista que debía aprender a lle var con los demás el peso de un «destino colectivo», y ante los esfuerzos realizados por muchos para intentar salvarse, aunque fuese a costa de la designación de otro en su lugar para ser de portado, se preguntaba: «¿Tan importante es que sea yo u otra persona, éste o el de más allá? Lo nuestro se ha convertido en un destino colectivo, común a todos, y esto debemos saberlo» (I, p. 159). He ahí por qué no desertó de su lugar.
5. 6.
Hannah Arendt, Eichmann á Jérusalem - Rapport sur la banalité du mal, Gallimard, Paris 1991, p. 216. Ibid., pp. 218-219.
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«Y este pequeño fragmento del destino colectivo que a mí me corresponde, lo fijo sobre mi espalda como un hatillo con nudos cada vez más fuertes y apretados, formo una sola cosa con él y lo llevo por las calles» (I, p. 160). Tan íntimamente se hizo cuerpo y alma con ese «hatillo» que lo llevó encima hasta en su muerte; además, escondió también en su mochila la Biblia, una gramática rusa y las obras de Tolstoi, así como el diario que había ido escribiendo a lo largo de su estancia en Westerbork. Dicho diario desapareció con to do el resto, y no tenemos derecho a llorar su pérdida, por in mensa que sea, más que la de todos los «pequeños Hans Cohn de la esquina», de todas las esquinas de Europa. En todos los ca sos, el crimen es de la misma desmesura y jamás prescribe. *** Etty tiene tiempo todavía para garabatear unas líneas en una carta antes de arrojarla fuera del tren que la llevaba hacia Auschwitz; encontrada cerca de los raíles, alguien la echó al co rreo. Esas sus últimas líneas empiezan así: «Abro la Biblia al azar y me encuentro con esto: “El Señor es mi cámara alta”» (II, p. 113). Y refiere cómo ella y los suyos han abandonado el cam po cantando. Sus padres, ya mayores y, sobre todo, agotados por su internamiento en Westerbork, perecieron durante el transporte o fue ron muertos a su llegada a Auschwitz. «La rampa era el destino final de los trenes al llegar a Auschwitz. Llegaban de día o de noche, a veces uno por día, otras veces cinco, de todos los lugares del mundo. [...] Las co sas sucedían así: por ejemplo, se esperaba un tren judío a las dos de la mañana; cuando se acercaba a Auschwitz, se le anunciaba a las SS. Un miembro de las SS nos despertaba y nos escoltaba en plena noche hasta la rampa... Éramos unos 200 hombres. Y todo se iluminaba.
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Además de la rampa, estaban los proyectores, bajo los cua les, perfectamente alineados, se encontraban los de las SS em puñando sus armas Los prisioneros estábamos en medio espe rando el tren, aguardando las órdenes. Cuando todo estaba pre parado, llegaba el convoy. La locomotora, que iba siempre en cabeza, llegaba a la rampa rodando muy lentamente. Yaquello era el final de la línea, el término del viaje»7. Etty Hillesum habría muerto en Auschwitz el 30 de noviem bre de 1943; Mischa, el 31 de marzo de 1944. Jaap, el hermano médico, deportado más tarde a Bergen-Belsen, murió en abril de 1945. Los cinco miembros de la familia Hillesum fueron así aniquilados. «Antes de cada llegada [de un nuevo convoy], la rampa se limpiaba a fondo. No debía quedar huella alguna del transporte anterior. Ni el menor rastro»8. La pequeña Anne Frank, desalojada de su escondite con to dos los suyos el 4 de agosto de 1944, fue enviada a Westerbork, donde tomó el tren con destino a Auschwitz, el cual mantuvo su regularidad de metrónomo hasta el final. En seguida fue trasla dada a Bergen-Belsen, donde falleció en febrero o marzo de 1945. De las ocho personas que habían vivido en clandestinidad bajo la techumbre del «Anexo», tan sólo sobrevivió el padre de Anne, Otto Frank. C.3. «Eternos susurros» «Yo también creo -mejor dicho, lo sé- que después de esta vi da existe otra. Creo incluso que algunas personas son capaces de ver y sentir la presencia de la otra vida en esta misma vida. Se 7. 8.
Rudolf V r b a , superviviente de Auschwitz, en (Claude L a n z m a n n ) Shoah, cit., pp. 67-68. Ibid., p. 73.
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trata de un mundo en que los eternos susurros de la mística se han transformado en realidad viviente, donde los objetos y las palabras de todos los días, a pesar de su trivialidad, han accedi do a un sentido superior. Es muy posible que después de la gue rra los hombres estén más abiertos a esta realidad y que se per suadan colectivamente de la existencia de un orden superior del mundo» (I, pp. 210-211). Estas líneas fueron escritas en otoño de 1942 por Mischa Hillesum en una carta dirigida a su hermana y que ésta cita en su Diario. «Los eternos susurros» de lo invisible -esa «voz como una brisa suave» que hizo prosternarse al profeta Elias en el monte Horeb (1 Re 19)- murmuran desde el origen de la humanidad y recorrerán el mundo hasta que ésta llegue a su final. De genera ción en generación, les es dado a algunos percibir esos ínfimos susurros; percibirlos y después escucharlos con una paciencia y una atención continuas, cada vez más agudas. Escucharlos tan intensamente que terminan integrándolos en las inflexiones de su propio aliento, en los latidos de su corazón, en la claridad de su mirada, incluso en su palabra y su gesto más insignificantes. Siempre han sido escasos estos grandes «escuchadores» dotados de un «oído perfecto», y ninguna época ni religión alguna tiene el monopolio de los mismos. Los hombres, después de la Shoah, no han afinado su oído más que los de antes; los sordos y los de malas entendederas abundan cada vez más; peor aún, los aluci nados auditivos, que toman por «llamadas» de lo alto sus exa bruptos producto de la bilis o de la mala sangre, son cada vez más numerosos y virulentos. A falta de un oído sutil y preciso, nos queda la posibilidad -la suerte- de meditar sobre el testimonio dejado por los verda deros «escuchadores». Ignorar tales testimonios, so pretexto de que exigen un excesivo esfuerzo de comprensión, dado que pa recen insólitos, «contra natura», no es sino pereza; despreciarlos o considerarlos nulos alegando que constituyen un desafío para la razón y que, en apariencia, se ven constantemente desmentí-
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dos por la realidad «tangible», por las tragedias incesantemente repetidas de la Historia, no es más que arrogancia. Simone Weil distinguía entre la inteligencia (de los misterios de la fe) y la atención (a los mismos): la primera no se puede forzar, sólo la segunda puede -y debe- ser trabajada. «La adhe sión de la inteligencia no se le debe jamás a nada, porque nun ca es algo voluntario en ningún nivel. Sólo la atención es vo luntaria. Por eso, sólo ella es objeto de obligación. Si uno quiere provocar en sí, de manera voluntaria, una ad hesión de la inteligencia, lo que se produce no es una adhesión de la inteligencia, sino sugestión. [...] Nada ha contribuido más a debilitar la fe y a propagar la incredulidad que la falsa con cepción de una obligación de la inteligencia. Cualquier otra obligación que no sea la atención, impuesta a su vez a la inteli gencia en el ejercicio de su función, ahoga el alma. Toda el al ma, no sólo la inteligencia»9. Esta distinción se aplica igualmente a la percepción de los «eternos susurros de la mística» de que hablaba Mischa Hille sum: nadie puede obligar a su oído a oírlos si ese don no le ha sido concedido; de lo contrario, se expone al grave peligro, de nunciado por Simone Weil, de «autosugestión», que tiene el pe ligro de degenerar en hipnosis y en delirio. En cambio, cada cual puede esforzarse en prestar atención a las «traducciones» de esos susurros que lindan casi con el silencio, cosa que algunos seres excepcionales han percibido y expresado a través de su vi da, en sus actos y en sus pensamientos. Etty Hillesum es uno de tales seres; por eso conviene ver más de cerca aún su testimonio para tratar de percibir con ma yor profundidad, por muy imperfectamente que sea, los ecos de su voz de «escuchadora».
9.
Simone W e i l , Lettre á un religieux, Gallimard, París 1 9 5 1 , p p . 6 4 -6 5 .
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«Qué pequeño es aquello con lo que luchamos, y qué grande lo que lucha con nosotros. (...) Aquel a quien este ángel ha vencido, -que tantas veces había renunciado al combatesale con la cabeza bien alta y el caminar firme, sale grande de esta dura mano que lo desposó para formarlo. Los triunfos no le tientan. Crecer, para él, es ser profundamente vencido por una fuerza cada vez mayor» R.M. R i l k e , «El contemplativo», en El libro de las imágenes.
III
Del amor por la escritura a la escritura del amor «A decir verdad, no deberían escribirse cartas de amor más que a Dios» Etty H il l e s u m
A. «Algunas palabras sobre un trasfondo de silencio» «¡Bien, vamos allá!» Así empieza el Diario de Etty Hillesum, con una sencilla ex hortación a ponerse manos a la obra. Su encuentro con Julius Spier le ha servido de impulso, y ella empieza «a la buena de Dios», como ella misma dice, sin ningún plan preconcebido, sin presumir de sus fuerzas y sus capacidades. Pero se lanza como quien se arroja al agua. Porque es preciso, pues desde hace mu cho tiempo adolece de lo que ella denomina «una oclusión del alma» (I, p. 20). «¡Levántate, amor mío, hermosa mía, y ven!», exclama el amado del Cantar de los Cantares (Ct 2,10). Aunque con un estilo más prosaico, Etty Hillesum abre su Diario con un impulso parecido y un mismo objetivo: elevarse bien alto y crecer por dentro. Pero para poder hacerlo es preci so antes descender abajo, muy abajo, en ocasiones hasta las ti nieblas y el caos, allí donde yace ese «algo emponzoñado [se mejante a] un ovillo pegajoso» (I, p. 17). La escritura permitirá a Etty emprender ese proceso de desligamiento indispensable; la libertad no se da de golpe, sino que exige previamente una dura prueba de liberación. «¡Qué lento y doloroso proceso es este na cer a una verdadera independencia interior!» (I, p. 70), consta ta. Los patinazos, rodeos y tropezones serán numerosos, el «ovi llo pegajoso» se resiste, y algunos de sus nudos resultan extra ordinariamente coriáceos. Como la amada del Cantar de los
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Cantares, Etty vaga en la noche de la espera, latiendo su cora zón entre el deseo y la inquietud. «En mi lecho, por la noche, busqué al amor de mi alma, lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad, calles y plazas; busqué al amor de mi alma» (Ct 3, 1-2). Durante un tiempo, en cierto sentido al mensajero -Julius Spier-, que la ha incitado a levantarse y ponerse en camino, y al amado, y por eso al principio ama de un modo tan desordenado y conflictivo a quien ella piensa que es el «Amado». En realidad el amado está mucho más arriba que el mensajero, y ese más arri ba está situado en lo más íntimo de ella misma. Tendrá que luchar un momento, cuerpo a cuerpo, con su mensajero, antes de tomar plena conciencia de su error, distinguir radicalmente al Maestro de su servidor y dar a cada uno el amor que le corresponde. Su relación con el lenguaje evoluciona al mismo ritmo que su relación con los demás, tanto los del mundo exterior como los que habitan su universo interior. Dicha relación va calmándose a medida que aprende a ceder. Ella, que no sabía vivir, amar, pensar y sentir si no era en exceso -como si quisiera devorarlo todo- y a quien toda grandeza digna de admiración la hacía su frir, porque ansiaba asimilarla para sí, supo invertir ese movi miento de absorción y de una glotonería enfermiza y adoptar una actitud de serena frugalidad. Dejando, finalmente, de exigir palabras que le permitieran captarlo todo, apropiarse de todo, aprende a adoptar ante ellas una postura humilde, mendigándo les «un refugio». «A veces quisiera refugiarme, junto con todo cuanto vive dentro de mí, en algunas palabras, encontrar para todo un refu gio en unas cuantas palabras. Pero no he encontrado todavía las palabras que quieran servirme de refugio. Eso es todo. Estoy
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buscando un refugio para mí misma, y la casa que^pueda ofre cérmelo debería construirla yo misma piedra por piedra. Es así como cada cual se busca una casa, un refugio. Y yo busco siem pre palabras» (I, p. 70). Esa casa por construir habrá de ser más bien demolida pie dra a piedra. Es, pues, un trabajo de excavación más que de construcción al que ella se entrega, elaborando una arquitectura mediante el vacío. «Tengo la impresión de abrigar en mi interior un gran taller donde se trabaja duro, se martillea, se talla, etc. En otros momentos me parece estar hecha por dentro de granito, una roca de granito golpeada constantemente por fuertes catara tas que la erosionan. Un bloque de granito erosionado sin tre gua, cuyos contornos y formas son cincelados por los elemen tos» (I, p. 121). Y en la continuación de estas líneas precisa que ese enorme trabajo de erosión, de derribo, se realiza sin su «par ticipación activa». Ella asiste como observadora, atenta y en cantada, a la obra en curso. Pero aunque ella no construya efectivamente las paredes ma estras -que evocan casi un fenómeno natural de desmorona miento-, no significa que no haya esbozado en principio las grandes líneas. Porque ella misma ha querido, ha concebido ese vacío. En una bellísima página redactada en la primavera de 1942, indica cómo ha visualizado el estilo depurado hasta el extremo al que ella aspira. Al contemplar unas litografías japonesas, tie ne la revelación de lo que ella buscaba en el terreno de la escri tura. «Me sentí golpeada por una repentina evidencia: así es co mo yo quiero escribir, con tanto espacio alrededor de unas cuan tas palabras. Y es que odio el exceso verbal. (...). En realidad, las palabras deben acentuar el silencio. Como esa litografía con una rama florida en uno de los ángulos inferiores. Unas cuantas pin celadas llenas de delicadeza -aunque sin obviar el más mínimo detalle-, y alrededor un gran espacio, no un vacío; digamos, más bien, un espacio inspirado. [...] Si algún día escribo (¿y qué es cribiré exactamente?), me gustaría trazar unas cuantas palabras con el pincel sobre un trasfondo de silencio [...] Se tratará de en contrar la debida proporción entre lo dicho y lo no dicho, un no-
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dicho más preñado de acción que todas las palabras que puedan urdirse juntas. [...] Cada palabra sería como una piedra miliar o un pequeño cerro a lo largo de caminos infinitamente llanos y extensos, de llanuras infinitamente vastas” (I, pp. 117-118). «Si algún día escribo...»; este deseo de escribir lo ha sentido durante mucho tiempo, y en ella han madurado diversos proyec tos, entre ellos el de la «Historia de la muchacha que no sabía arrodillarse», que menciona a menudo en su Diario. Ella soña ba con colocar a esa muchacha rebelde sobre «un gran fondo de silencio», concretando su evolución a base de pequeños toques. El relato que planeaba se quedó en el tintero, se fue deslizando en la materia de los días, en lo profundo de su carne, y fue en ese «espacio inspirado», que ella acondicionó en sí misma, donde se realizó la obra. Por lo demás, desde que se instaló en Wester bork, no volvió a aludir a este proyecto, al que, sin embargo, se refería como si hubiera sentido que la transmutación de la fic ción en destino acababa de producirse, y que eso bastaba. Se le ocurrieron también otros proyectos: transcribir su épo ca -sus horrores y sus bellezas- con el estilo que ella se había fijado. «Algún día, si sobrevivo a todo esto, escribiré acerca de esta época pequeñas historias que serán como delicadas pince ladas sobre un trasfondo de silencio que significará Dios, la Vida, la Muerte, el Sufrimiento y la Eternidad. (...) Voy a través de la vida como si tuviera en mí una placa fotográfica que re gistrara infaliblemente todo cuanto me rodea, sin omitir el me nor detalle. [...] Es posible que un día lejano revele todos esos clichés» (I, p. 159). De esos clichés ofreció algunas instantáneas, sobre todo en Westerbork, desde «tomas en directo» del sufrimiento hasta «instantáneas de la eternidad» de la belleza, del amor. Pero no tuvo tiempo para elaborarlas, para reunirías en un álbum com pleto y perfectamente organizado, como habría deseado. En una carta escrita hacia el final de su intemamiento en Westerbork -poco antes, por tanto, de su deportación a Auschwitz-, habla del cambio profundo que se ha producido en ella en su relación con la escritura.
A. «ALGUNAS PALABRAS SOBRE UN TRASFONDO DE SILENCIO»
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«Puede que jamás llegue a convertirme en la gran artista que me gustaría ser, porque me encuentro demasiado amparada en Ti, Dios mío. A veces quisiera escribir pequeños aforismos y pe queñas historias vibrantes de emoción, pero la primera palabra que me viene al espíritu es siempre la misma: Dios, que lo con tiene todo y vuelve inútil todo lo demás. Y toda mi energía crea dora se convierte en diálogos interiores contigo...» (II, p. 87). Etty ha encontrado el abrigo que buscaba, no ya en unas cuan tas palabras, sino en una sola que ha aprendido a pronunciar sin reservas: Dios. Una brevísima palabra para un significado infi nito, indefinible por incognoscible. Una palabra sencilla como una rosa «sin porqué» y que florece, tañe y brilla porque le gus ta florecer, tañer y brillar... Si el amor por la escritura abre a la vez en el lenguaje fies tas, danzas y campos de batalla, enciende fuegos y hace que se eleven cantos, gritos y clamores, la escritura del amor, por su parte, abre en el lenguaje claros, eriales abiertos al viento, al va cío, a la claridad del silencio. La escritura del amor acaba re nunciando a las palabras, consumiéndolas hasta transformarlas en llovizna transparente o en ligero martilleo, semejante al de la lluvia que golpea suavemente contra el cristal; la escritura del amor está entregada al fragmento, al balbuceo y a la repetición. A la repetición maravillada del nombre otorgado al amor mis mo, el cual, por más que sea objeto de evocaciones y conjuros, permanece innombrable. La escritura del amor es una experiencia límite del lenguaje; por eso no puede producir una «obra» completa, acabada, sino únicamente admirables esbozos, poemas en filigrana de bruma y de chispas, polvareda de palabras, infinitas promesas, cumplidas a cada instante y nunca agotadas, porque se renuevan sin cesar. El amor por la escritura se concreta en «negro sobre blan co»; la escritura del amor peregrina en blanco sobre blanco: blanco sobre vacío, incluso negro sobre noche en los momentos de gran adversidad. De todos los proyectos que tanto le importaban no quedan más que esbozos, cuando no meros deseos, como el de hablar
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como «poeta de los campos»: «No hay poeta alguna en mí; no hay más que un pedacito de Dios que podría transformarse en creación poética. Es preciso que haya un poeta en un campo pa ra vivir como poeta esta vida (sí, incluso esta vida) y para can tarla» (I, p. 221). No obstante, sigue existiendo ese «casi nada» infinitamente precioso que ella ha construido con la urgencia, el fango y la gracia: un refugio de palabras en forma de estrellas fugaces. Un refugio inmaterial donde se equilibran lo dicho y lo no dicho, la realidad y lo sobrenatural, lo concreto y lo inefable. Un refugio pobre, abierto a todos los vientos y, sobre todo, a todos los afligidos que hayan de cruzarse en su camino; abierto incluso a Dios, el más despojado de todos los seres en esos tiem pos adversos. *** «Busqué al amor de mi alma, Lo busqué y no lo encontré. Me encontraron los guardias que hacen ronda en la ciudad: “¿Habéis visto al amor de mi alma?” Apenas los había pasado, cuando encontré al amor de mi alma. Lo agarré y no lo soltaré Hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió» (Ct 3,2-4). «Al escucharlo se me escapa el alma. Lo busco y no lo encuentro; lo llamo y no responde. Me han encontrado los guardias que rondan la ciudad. Me han golpeado, me han herido. Me han quitado el manto los centinelas de las murallas...» (Ct 5,6-7).
B. El problema del mal «... El Misterio del Mal, ¡el único en el que Dios no nos hace creer, sino pensar!» Marie N oel , Notes intimes.
B.l. «El tapiz de Penélope» Etty Hillesum no ha dejado, propiamente hablando, una obra li teraria; tampoco ha elaborado una doctrina ni ha creado con ceptos. Las páginas que nos han quedando de ella fueron escri tas «deprisa y corriendo» en el escaso tiempo libre de que dis ponía; y lo que ella tenía que expresar era de tal intensidad y, sobre todo, de tal «originalidad» (incluso marginalidad en rela ción con los tipos de discurso más frecuentes en su entorno) que no siempre pudo encontrar las palabras adecuadas para explicitar su pensamiento. Ella observa a menudo esta dificultad: «Todavía no he encontrado el tono adecuado a este sentimiento perfecto y radiante que hay en mí y que incluye todo sufrimien to y toda violencia» (I, p. 158); y teme dar una impresión falsa e insípida de todo cuanto siente y experimenta en lo más pro fundo de su ser. Sin embargo, lejos de irritarse ante esa resis tencia que le opone el lenguaje -y que sabe que no tendrá tiem po de vencer-, concluye: «Mejor haría si aprendiera a callar... y a ser».
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Y es ahí donde radica su obra maestra: en su modo de ser. Y concretamente en su modo de hacer frente, de manera decidida e infalible, al mal. Ella forma parte de esos «inocentes que sufren» y que, debi do a su fuerza y a la transparencia de su alma, han sido los úni cos capaces de percibir «la verdad sobre sus verdugos». Pero antes de volver sobre el papel asumido en las tragedias de la Historia por los «inocentes», papel misterioso y salvífico, conviene detenerse una vez más en el enigma del pensamiento que evocábamos anteriormente a propósito del «caso Heidegger» («¿cómo conciliar la nobleza de la filosofía y lo innoble del nacional-socialismo?»)1. ¿Cómo una inteligencia tan aguda y exi gente, que no dejó de interrogarse acerca de las palabras de los grandes filósofos griegos y de los poetas, que sondeó con perse verancia la cuestión de las posibilidades y el destino del pensa miento, pudo, de hecho, cegarse ante el mal, guardar silencio an te -y después de- el exterminio meticulosamente programado de millones de seres humanos? En una obra titulada precisamente ¿Qué significa pensar?, que reúne los textos de unos cursos im partidos en la Universidad de Freiburg-im-Breisgau en 1951 y 1952, el filósofo alemán escruta y analiza detenidamente el enig ma del pensamiento, que formula con una sorprendente parado ja: «Lo que más da que pensar en este tiempo nuestro que da que pensar, es que todavía no pensamos»2. Evidente-mente, el autor de esta frase, saturada de una mezcla de sombra y claridad, se ha negado obstinadamente a permitir que la Shoah entrara en el te rreno de su reflexión, aun cuando la Shoah es lo impensable por excelencia que debe incitar sin medida y sin tregua a reflexionar y a meditar, por muy gigantesco que sea el obstáculo. Finalmente, hay que seguir preguntándose, en un plano mu cho más general, cómo pueden ir de la mano dos cosas tan in conciliables como la cultura y la barbarie (el «gentleman» 1.
2.
Miguel A b e n s o u r , en un ensayo que es continuación de Quelques réflexions sur la philosophie de Vhitlérisme, de E. Lévinas, Ed. Rivages-Poches, Paris, p. 35. Martin H e id e g g e r , Qu’appelle-t-on penser? Puf, Paris 1 9 7 3 , p. 2 4 .
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Gemmeker no fue más que un espécimen ordinario entre una muchedumbre de otros especímenes). Cualesquiera que sean las respuestas ofrecidas, la cuestión sigue abierta. En la conversa ción radiofónica a que ya hemos hecho referencia (véase p. 89) entre Antoine Spire y George Steiner, el primero pregunta al se gundo a propósito de la Shoah: «“Pero ¿por qué la cultura no lo ha impedido?” - “¿Y por qué, a veces, lo ha alentado? (repuso Steiner a modo de réplica). Arthur Koestler (...) estaba conven cido de que hay dos partes en el cerebro: una pequeña parte, éti ca y racional (muy pequeña aún), y una enorme parte posterior del cerebro, bestial, animal, territorial, llena de temores, de irra cionalidad, de instintos asesinos; y piensa él que harían falta to davía millones de años -¡menuda esperanza!- para que la evo lución moral repare nuestra condición, nuestras técnicas en des trucción y de agresión. Es una teoría. ¿Será también la mía?”»3. Una exploración espeleológica del cerebro podría tal vez in dicar una serie de pistas en orden a un inicio de comprensión; pero ello no nos deja más satisfechos, y el enigma persiste, pues así de violenta es la contradicción. Hannah Arendt se enfrentó a esta importante dificultad que inquieta a la razón en su libro Eichmann á Jérusalem, el cual, ya desde su publicación, provocó virulentas polémicas y sigue sus citando hoy controversias. No se trata aquí de entrar en tan agi tados debates, sino de reflexionar sobre la constatación a que llega la autora como resultado del proceso que ella ha seguido íntegramente: «La lección que nos ha enseñado este largo estu dio sobre la maldad humana es 1terrible, indecible e impensable banalidad del mal»4. Por escandalosa que pueda parecer a algunos esta constata ción (que no minimiza en absoluto la responsabilidad del crimi nal ni desestima tampoco la descomunal gravedad del mal co
3.
4.
A . S p ir e y G. S t e in e r , Barbarie de l ’ignorance, Éditions Le Bord de l’Eau, Latresne 1998, p. 42. Hannah A r e n d t , Eichmann á Jérusalem - Rapport sur la banalité du mal, Gallimard, París 1991, p. 408.
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metido), no por ello deja de suscitar preguntas capitales y su mamente perturbadoras. «Habría sido reconfortante creer que Eichmann era un monstruo. (...) Lo malo de Eichmann es precisamente que había muchos más que se le parecían y que no eran ni perversos ni sá dicos, sino que eran, y siguen siéndolo, espantosamente norma les. Desde el punto de vista de nuestras instituciones y de nues tra ética, tal normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas, porque supone (como repetirán mil veces en Nümberg tanto los acusados como sus abogados) que este nue vo tipo de criminal, por muy «hostis humani generis» que sea, comete crímenes en circunstancias tales que le es imposible sa ber o sentir que ha hecho el mal»5. Evidentemente, habría sido tranquilizador concluir recono ciendo la monstruosidad -la anomalía, por tanto- de este hom bre responsable del genocidio. Nos sentiríamos menos amena zados, no sólo desde fuera, sino desde dentro de nosotros mis mos, de donde, al parecer, todo puede surgir. Nos liberaríamos, al menos en parte, del malestar que produce la insoluble cues tión del mal a ultranza perpetrado por algunos de nuestros se mejantes, los cuales entonces ya no serían tales, sino que se les consideraría como horrorosas excepciones, como desechos del género humano. Eso significaría tranquilizarse cómoda, precipitada y super ficialmente, cosa a la que se negaron tanto Hannah Arendt como Simone Weil y Etty Hillesum, cada una a su manera. «Por lo que a mí respecta, (...) llevo en mí misma el germen de todos o casi todos los crímenes. Me he dado cuenta de ello en el transcurso de un viaje (...). Los crímenes me horrorizaban, pero no me sorprendían; incluso he sentido en mí la posibilidad de cometerlos»6. Etty Hillesum, que tuvo ocasión de observar a más de un verdugo («en germen» o en funciones), ha llegado a conclusio nes parecidas: todo hombre lleva en sí la posibilidad del mal, 5. 6.
Ibid., p. 444. Simone W e i l , Atiente de Dieu, La Colombe, París 1950, p. 53.
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una cierta inclinación a la maldad e incluso a la crueldad, al sa dismo; por eso, más que apresurarse a acusar a los demás -a quienes han llevado a efecto tan repugnante posibilidad-, es pre ferible buscar ante todo en uno mismo ese fondo común, ese mal latente, y combatirlo de frente, denunciarlo a la propia concien cia antes de que entre en erupción y la pille desprevenida. «No veo más solución sino que cada cual se examine retrospectiva mente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve aún más inhóspito de lo que ya es» (I, p. 205). En Un R oí sans divertissement, novela de una rara fuerza, Jean Giono escenificó esta fascinación que ejerce el mal y el lento proceso de maduración hasta llegar a la eclosión o, mejor, a la explosión final de la necesidad de destruir. A lo largo del re lato, dos personajes evolucionan reflejándose el uno en el otro, y este juego del espejo se revela sumamente complejo, lleno de difracciones y «ritomellos» tan lentos como subrepticios. Se tra ta de Langlois, «el justiciero», y un tal M.V., el asesino reinci dente, el sádico ocioso. Poco a poco, «el justiciero» se deja con taminar por la embriaguez del crimen, se deja seducir por la be lleza sanguinolenta del asesinato gratuito: la sangre sobre la nie ve, la sangre de los demás, humanos y animales, vertida sin es pecial odio, sin cólera, gratuitamente..., «por la belleza del ges to». Y cuando Langlois, que se ha vuelto taciturno y distante y ha llegado incluso a romper con su entorno, comprende que el asesino -a quien él, sin embargo, había ejecutado hacía mucho tiempo- ha acabado apoderándose plenamente de él, se suicida para detener la espiral de la violencia, ese turbulento círculo vi cioso del que él no ha podido, no ha sabido (y, sobre todo, no ha querido verdaderamente) salir a tiempo. «Cualquiera que co nozca la necesidad de crueldad que es común a todos los hom bres, al ser hombre él mismo y al ver cómo crece en él esa cruel dad, se suprime a sí mismo para suprimir la crueldad»7. 7.
Jean G io n o , nota citada en la presentación de Un Roi sans divertissement, Gallimard, Bibliothéque de la Pléiade, Oeuvres romanesques completes, to mo III, Paris 1974, p. 1.302.
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Entonces, sucumbiendo por última vez a la seducción de una belleza tan salvaje como mendaz, Langlois se aniquila en un es trépito de fuegos de artificio: «Como de costumbre, abrió la caja de los cigarros y salió a fumar. Sólo que aquella noche no fuma ba un cigarro, sino un cartucho de dinamita. Lo que, como era habitual, divisaron Delphine y Saucisse, la pequeña brasa seme jante a un lejano faro de coche, era el chisporroteo de la mecha. Y en el fondo del jardín se produjo la enorme fragmentación do rada que iluminó la noche durante un segundo. Era la cabeza de Langlois, que adquiría, al fin, las dimensiones del universo»8. Aquí, el fracaso está consumado; el mal, saturado de sí mis mo, ahogado por su propio vacío, «se neutraliza», autodevorándose, y retoma a la nada, de la que no cesa de alimentarse al igual que él la alimenta a ella. * * *
Hannah Arendt no plantea el problema de la relación entre el mal y la culpabilidad en el misteriosísimo plano de la espiritua lidad, como lo hacen Simone Weil o Etty Hillesum, sino en el enigmático plano del funcionamiento y el uso -o, mejor, del mal uso, del no uso- de la inteligencia. Aparentemente dotado de un aspecto normal, Eichmann pa recía haber sido, de hecho, como todos sus semejantes, de una constemadora inercia mental: un «hombrecillo» que no vivía ni quería ni «pensaba» si no era «por poderes», en una ciega (y có moda) sumisión a las leyes, a las órdenes. «Eichmann no era un estúpido. Fue la pura ausencia de pensamiento -lo cual no es exactamente lo mismo- lo que le permitió convertirse en uno de los mayores criminales de su época»9. Podrá parecer que hay en todo ello una paradoja: ya se han señalado con anterioridad los peligros inherentes al acto de pen sar (divagación, «locura», extravío...); ahora es la ausencia de pensamiento lo que se pone en cuestión, lo que se juzga severa 8. 9.
Ibid., pp. 605-606. Hannah A r e n d t , Eichmann á Jérusalem, p.460.
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mente, en la medida en que dicha carencia puede revelarse mor tífera a gran escala y, por si fuera poco, «con absoluta buena conciencia». ¿Qué sucede, pues, con esa indelimitable actividad del espíritu? En El Pensamiento, su obra postuma, escribe Hannah Arendt: «No hay pensamientos peligrosos; es el pensamiento en sí mismo el que es peligroso. Y su aspecto más peligroso, desde el punto de vista del sentido común, es que lo que tenía un sen tido mientras se reflexionaba sobre ello se reduce a humo cuan do se intenta aplicar a la vida diaria. (...) En el plano práctico, pensar significa que cada vez que topamos con una dificultad en la vida, tenemos que partir nuevamente de cero para tomar una decisión»10. Y compara esta interminable actividad sin tregua con el tapiz de Penélope: «Cada mañana deshace lo que ha he cho durante la noche precedente». El pensamiento, pues, se torna peligroso cuando se fosiliza por orgullo o por pereza, cuando funciona con el «piloto auto mático», sin tener ya en cuenta la realidad, que es fantástica mente inestable, llena de imprevistos, de sorpresas y de desa fíos que hay que aceptar. El pensamiento se toma asesino cuan do se hace sordo a los demás, a la palabra del prójimo, a sus lla mamientos, a su desamparo. Hannah Arendt se sintió impresio nada por la incapacidad de Eichmann para pensar desde el pun to de vista de los demás, para salir del entramado de estereoti pos en que se había encerrado voluntariamente, que es la razón por la que, a lo largo de su proceso, no entiende en absoluto las acusaciones pronunciadas en su contra, a las que responde im perturbablemente: «no culpable». La casi totalidad de los incul pados en el proceso de Nümberg no dijeron otra cosa, y la mis ma escena se repite en nuestros días cada vez que un verdugo es juzgado por crímenes contra la humanidad. El pensamiento fracasa cuando olvida establecer los víncu los de causa y efecto entre sus principios y la realidad, cuando 10. Hannah A r e n d t , tomado de La Pensée, citado por Hans Joñas en Entre le néant et l ’éternité, Belin 1996, pp. 98-99.
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se separan las palabras y las obras de sus consecuencias, cuan do se «deja de lado» el mal que se comete, volviéndolo indolo ro para nuestra conciencia. En La Gravedad y la Gracia, Simo ne Weil denuncia la tremenda importancia de este proceso de di sociación: «Se deja de lado sin saberlo, y precisamente ahí está el peligro. O, peor aún, se deja de lado por un acto de voluntad, pero un acto de voluntad furtivo con respecto a uno mismo. Y luego ya no se sabe que se ha dejado de lado. No se quiere sa ber, y a fuerza de no querer saberlo, se llega a ser incapaz de sa berlo. Esta facultad de dejar de lado permite todos los crímenes. [...] Porque no se crea ninguna relación si el pensamiento no la produce. Dos y dos siguen siendo indefinidamente dos y dos si el pensamiento no los suma para que formen cuatro»11. Un ejemplo, entre otros muchos, puede «ilustrar» esta cons tatación de Simone Weil. Se trata de un breve diálogo, tomado de Shoah, entre Claude Lanzmann y W. Stier, que fue miembro del partido nazi y jefe de una oficina de la Reichsbahn (ferrocarriles del Reich), perteneciente a la Dirección general de Tráfico del Este y destinado en Cracovia en 1943, el cual era responsable de los horarios y la coordinación de los «trenes especiales» con los trenes ordinarios. Stier pretende haber ignorado en aquellos días quiénes eran trasladados al Este -«se trataría de judíos, crimina les y demás...», dice evasivamente, aunque la amalgama que es tablece habla por sí sola-. Lo único que conocía eran los desti nos, tan sólo los nombres de esos destinos, no su realidad. «Yo estaba en la última Dirección: sin mí, esos trenes no habrían lle gado a su destino», declara. «¿Sabía usted que Treblinka signifi caba “exterminio”?, le pregunta Lanzmann. «¡Por supuesto que no!». «¿No sabía usted nada?». «¡No, por Dios! ¿Cómo íbamos a saberlo nosotros? Jamás puse los pies en Treblinka. No me mo ví de Cracovia y de Varsovia, siempre fiel a mi despacho». «De modo que era usted...». «Yo era un simple burócrata»12. 11. Simone W e i l , La Pesanteur et la Gráce, Presses-Pocket, Plon, Paris 1988, pp. 156 y 157. 12. En Claude L a n z m a n n , Shoah, Gallimard, Paris, pp. 191-197; (trad. cast.: Shoah, Arena Libros, Madrid 2003).
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Fiel a su despacho, fiel a su función, fiel a su negativa a mi rar la realidad de frente, fiel a sí mismo, a su desprecio y a su odio solapado al otro, fiel a su miedo, a sus mentiras, el «simple burócrata» era y siguió siendo un simple cerdo que hizo una huelga indefinida de su facultad de pensar y establecer relacio nes entre sus actos y el resultado de los mismos. * * *
«No deja de ser curioso y hasta cómico el hecho de que, aun con la mejor voluntad del mundo, no se llegue a descubrir en Eichmann la menor profundidad diabólica o demoníaca. Pero ello no significa que pueda considerarse un fenómeno ordinario. (...) El que pueda uno estar hasta tal punto alejado de la realidad, privado de la facultad de pensar, y el que ello pueda causar más daño que todos los instintos destructores juntos que son tal vez inherentes al hombre...: he ahí una de las lecciones que pueden sacarse del proceso de Jerusalén. Pero aquello no fue más que una lección, y en modo alguno una explicación del fenómeno ni una teoría al respecto»13. Decididamente, no hay explicación alguna ni para los extra víos del pensamiento de alto nivel ni para las ignominias perpe tradas por quienes han renunciado a pensar por sí mismos. De lo cual se extrae una única lección: que el ejercicio del pensa miento es a la vez un derecho y un deber, que tal deber es radi cal, y que no puede uno sustraerse a él sin faltar a su propia hu manidad. Y que, por lo demás, que conviene usar el poder de pensar teniendo la precaución de establecer ciertos «cortafue gos», ciertas señales y balizas: reconocer y aceptar, en caso ne cesario, que no estamos solos en este mundo, que hay multitud de personas a nuestro alrededor, y que la diversidad de las mis mas es ilimitada; que todas y cada una de ellas son tan habitan tes de este mundo como uno mismo y con el mismo derecho a vivir en esta tierra. 13. Hannah A r e n d t , Eichmann á Jérusalem, pp. 460-461.
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El prójimo, el respeto y la solicitud por el prójimo: he ahí el faro que debe acompañar continuamente con su luz al pensa miento y orientarlo en sus problemas. El faro que ha de brillar siempre en los confines de la soledad del pensamiento para re cordarle a cada instante que la comunidad humana es su patria, es su fratría, de la cual es responsable. Es el prójimo el que debe llevamos a formar y reformar sin tregua las relaciones entre nuestros principios, nuestras ideas y los hechos, entre nuestros actos y la realidad; es él quien nos con fronta cada día con las consecuencias de nuestros pensamientos, de nuestros actos, de nuestras palabras y de nuestras omisiones; es él quien nos somete a la gran labor de Penélope. Etty Hillesum actuó siempre en este sentido, fuese cual fuese el precio que a ve ces tuviera que pagar: «Debo sumergirme sin cesar en la reali dad, “explicarme” con todo lo que encuentro en mi camino, aco ger el mundo exterior en mi mundo interior y alimentarlo... y a la inversa. Pero es terriblemente difícil...» (I, p. 50). B.2. «Una alegación invalidante» Para combatir el mal es preciso, pues, esforzarse ante todo por subir (o, más exactamente, descender) hasta su fuente, tratar de «comprenderlo» observándolo, analizándolo. Simone Weil tuvo que confrontarse muy pronto con el mal, en forma de desgracia social. En 1934, siendo una joven catedrática de filosofía, deci de hacerse contratar en la fábrica de la casa Alsthom, con el fin de experimentar las duras condiciones en que vive y trabaja la clase obrera; allí conoció el agotamiento, la opresión, el desa rraigo moral y la incapacidad física de pensar. Cuando el traba jo en la fábrica se vuelve aplastante, ya no queda tiempo ni ener gía, ni siquiera deseo, para una actividad intelectual: el indivi duo se encuentra expulsado fuera de sí mismo, exiliado en un «ninguna-parte» mental. Aunque por otras caminos distintos de los seguidos por Hannah Arendt, llega a una conclusión seme jante: la ausencia (por privación, por mutilación o por negación) de pensamiento es una plaga que deshumaniza al individuo, el
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cual puede entonces ser fácilmente manipulado para los más de sastrosos fines. Etty Hillesum conoció la experiencia del mal en el ambien te del ghetto, y más tarde en el campo de Westerbork, dentro, por tanto, de una comunidad separada del resto de la sociedad, privada de todo derecho, hambrienta y humillada y, sobre todo, amenazada de exterminio. En semejante contexto, todas las máscaras caen y la miseria humana se revela al desnudo, en to da su crudeza. «La extrema desgracia que afecta a los seres hu manos no crea la miseria humana, tan sólo la revela»14. Consciente de no poder detener ni siquiera ralentizar la enlo quecida máquina del exterminio que los ha atrapado a todos y que no tardará en triturarlos, ella conserva su lucidez y su deter minación de ser: «Aparentemente, estábamos condenados a una pasividad absoluta; pero ¿quién podía impedimos movilizar nuestras fuerzas interiores?» (II, p. 38). Según ella, nada ni nadie puede impedírnoslo, a no ser nosotros mismos, debido precisa mente a nuestra falta de preparación interior, a nuestra ineptitud para concentramos y evaluar adecuadamente las urgencias. En una de sus Cartas habla del enorme desconcierto de esos seres a quienes les han sido arrebatadas de repente su posición social, su notoriedad y su fortuna y que vagan sin rumbo entre las alam bradas. «Entre quienes han ido a parar a este árido palmo de lan da de quinientos metros de ancho por seiscientos de largo, tam bién hay figuras de la vida política y cultural de las grandes ciu dades. En tomo a ellos, los decorados de teatro que los protegían han sido repentinamente barridos por un formidable escobazo, y ahí están, todavía temblorosos y desorientados, en este escenario desnudo y abierto a los cuatro vientos que se llama Westerbork. (...) Caminan a lo largo de las alambradas, y sus siluetas vulne rables se recortan a tamaño real contra la inmensa extensión del cielo. Hay que haberlos visto caminar así...» (II, p. 42). Ciertamente, el verse bruscamente arrancado de su mundo, de su ambiente, y reducido a la condición de simple mortal, y todo ello en la más amarga de las soledades, resulta aún más du 14. Simone W eil, La Pesanteur et la Gráce, p. 93.
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ro para quien ha estado mucho tiempo acostumbrado al bienes tar y a la despreocupación, incluso a la riqueza, al poder y a la gloria, que para quien no ha conocido más que una existencia gris y precaria. No les queda «más vestido que la tenue camisa de su humanidad. Se encuentran en un espacio vacío, única mente delimitado por el cielo y la tierra, que ellos mismos ten drán que amueblar con sus propios recursos interiores; no les queda nada más. Hoy nos damos cuenta de que en la vida no basta con ser un político hábil o un artista de talento. Cuando se toca el fondo de la adversidad, la vida exige muchas otras cua lidades. Obviamente, la vara de medir con la que seremos juz gados será la de nuestros supremos valores humanos» (II, p. 43). Si fallan los «recursos interiores», si no puede movilizarse fuerza espiritual alguna, entonces es grande el riesgo de ceder a la tentación del odio, del deseo de venganza o de la desespera ción más radical; el riesgo de transformar el sufrimiento en vio lencia y, por tanto, en reproducir indefinidamente el mal, de en trar en su juego sin darse cuenta. «Por eso, quienes precipitan en la desgracia a hombres no preparados para soportarla, lo que ha cen es matar almas. Por otra parte, en una época como la nues tra (1942), en que la desgracia se cierne sobre todo el mundo, la ayuda que se preste a las almas sólo será eficaz si las prepara realmente para la desgracia»15. Etty Hillesum habría suscrito es tas palabras de Simone Weil, porque tuvo la oportunidad de ser a menudo testigo de este fenómeno de contaminación, de de vastación, que ella observó, pero que no juzgó. Lo que hizo fue tratar de ponerle remedio cuando podía, cuando alguien acepta ba escuchar lo que ella tenía que decir. Al final de una de sus Cartas desde Westerbork, en la que ha hablado por extenso de la miseria del campo, de su indigencia material y moral, admite tener la sensación de haber «fracasado lamentablemente» a la hora de describir la vida en dicho campo en toda su complejidad, reconociendo además que su relato es subjetivo y que es perfectamente posible «hacer otro distinto, 15. Simone W e il , Atiente de Dieu, p. 127.
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más habitado por el odio, la amargura y la rebeldía» (II, p. 43). Ella concibe y comprende esta posibilidad, pero la rechaza por lo que a ella respecta: «Yo sé que quienes odian tienen buenas ra zones para ello. Pero ¿por qué vamos a tener que escoger siem pre el camino más fácil y más trillado?», pregunta simplemente. El odio no es sólo el camino más fácil (en el sentido de una pendiente -la del mal- a lo largo de la cual es casi inevitable deslizarse, sometiendo a la víctima, a través del sufrimiento que impone, a las leyes de su terrible gravedad, en un proceso com parable al de las avalanchas); el odio es también el camino más peligroso, engañoso y sin salida. Allí donde se alza el odio co mo reacción frente a una violencia, a un ultraje, a una injusticia padecida, allí triunfa el mal, porque la víctima, por muy inocen te que sea, se deja afectar en lo más íntimo de su ser, de su es píritu, por la enfermedad del mal y, como reacción, lo devuelve, con lo que el mal se propaga, se multiplica, prospera. Y la vícti ma, aun permaneciendo inocente, en cuanto que está siendo ar bitrariamente perseguida, en cuanto que no ha hecho nada que pueda justificar la desgracia que la golpea, no por ello evita que se ensombrezca y se mancille su inocencia -en el plano espiri tual- por el mero hecho de desear la venganza, de querer hacer daño a su vez; por el mero hecho de que su espíritu se extravíe en pensamientos que colaboran con el mal. En cuanto al hecho de rebelarse, Etty Hillesum permanece dubitativa, en la medida en que su rebeldía se reduce simple mente a devolver el golpe. «La rebeldía que espera para mos trarse el momento en que la desgracia nos afecte personalmen te, no tiene nada de auténtica y jamás dará frutos», anota en la misma carta. Ella deplora en repetidas ocasiones esta reducción de la rebeldía en algunas personas con los que se codea y que, antes de convertirse en víctimas, apenas se preocupaban de la injusticia y la desgracia, por más extendidas que estuvieran a su alrededor. “A decir verdad, muchas personas que se indignan hoy ante las injusticias cometidas sólo lo hacen cuando son ellas las víctimas» (I, p. 154). Ella se compadece de la adversidad de todas esas personas, despojadas de todo por una brutal catástro
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fe, y trata de socorrerlas, pero no comparte su modo de reaccio nar, pues siente que tales actitudes de rebeldía manifiestan no tanto un sentido profundo de la justicia y la solidaridad, cuanto un repliegue angustiado sobre su propio mal. «Todo crimen es una transferencia del mal, por parte de quien actúa, hacia el que sufre»16, dice Simone Weil. Para hacer que fracase esa transfe rencia es preciso, aunque padezca uno el mal, oponerle «una alegación invalidante», es decir, prohibirle todo acceso al cora zón y a los pensamientos. Sólo este rechazo radical permite, por lo demás, una com prensión real de la gravedad del mal. «Sólo se tiene la experien cia del realizándolo. Sólo se tiene la experiencia del mal prohi biéndose a sí mismo realizarlo o, si se ha realizado, arrepintién dose de haberlo hecho. Cuando se realiza el mal, no se lo cono ce, porque el mal huye de la luz»17. Esta acertada intuición de Simone Weil la puso en práctica Etty Hillesum, que creó en su interior tal luz, estableció tal «locura de sabiduría», que el mal no pudo hacer en ella la menor presa, no porque fuese una «san ta», en el sentido en que suele entenderse este término (su total libertad, tanto en la vida amorosa como en su modo de pensar, hacen de ella más bien una francotiradora bastante atípica en el plano espiritual), sino porque se había aventurado en «un cami no que más excelente que todos los demás», según la expresión de san Pablo (1 Cor 12,31): el de un amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente y a Dios. Al finalizar la Carta escrita desde Westerbork de la que aca bamos de ocuparnos, Etty hace referencia, por lo demás, a «ese amor del que ya habló antaño el judío Pablo a los habitantes de Corinto en el capítulo trece de su primera carta»: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ánge les, si no tengo caridad, soy como bronce que resuena o címba lo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y conociera to dos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera tanta fe como 16. S im o n e W e i l , 17. Ibid., p . 8 4 .
La Pesanteur et la Gráce, p . 8 6.
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para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes en limosnas y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, no me sirve de nada. La caridad es paciente, es amable; la caridad no es envidio sa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su in terés; no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Cor 13,1-7). B.3. Transmutación «El falso Dios transforma el sufrimiento en violencia. El verdadero Dios transforma la violencia en sufrimiento» S im o n e W eil , La Gravedad y la Gracia. Etty Hillesum no simplificó el enigma que representa el mal y, lejos de ceder a la tentación maniquea de oponer el bien al mal, separando radicalmente a los buenos de los malos, se preguntó por las oscuras relaciones que el bien y el mal mantienen en ca da ser. Tampoco implicó a todo el pueblo alemán en una conde na en bloque; al igual que Julius Spier, ella pensaba que basta «con un solo hombre digno de tal nombre para poder creer en el ser humano, en la humanidad»; basta con «un solo alemán res petable para que esté prohibido derramar el propio odio sobre todo un pueblo» (I, p. 25). Y si ella rechazó el odio, fue, ante todo, porque comprendió en su justa medida la inadecuación y la desproporción existen tes entre un odio individual y el mal todopoderoso y ebrio de triunfo. «Los acontecimientos han adquirido a mis ojos unas proporciones demasiado enormes, demasiado demoníacas, co mo para permitirse reaccionar ante ellos por un rencor personal o por una hostilidad exacerbada. Tal reacción me parece pueril, totalmente inadecuada al carácter fatal del acontecimiento» (I, p. 164). El odio es demasiado pequeño e irrisorio como para permitirse replicar a un ultraje tan cruel como el perpetrado por
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los nazis contra pueblos y razas enteras, contra la vida, contra el orden de la naturaleza y contra Dios. El odio es demasiado pri vado y carece de envergadura y de eficacia real frente al enemi go, que, por su parte, es colosal, es «Legión», como los demo nios que atormentaban al poseso geraseno (Le 8,26-39; Me 5,120). El odio personal no es más que una escoria producida por corrientes de violencia mucho más grandes y poderosas; un de secho del que se burla estruendosamente el gran fuego destruc tor que sigue desencadenándose. Finalmente, y sobre todo, el odio perjudica principalmente a quien lo experimenta, es funesto para quien lo cultiva, puesto que vicia su inocencia, como acabamos de subrayar. Unos días después de la muerte de Julius Spier, Etty anota en su D ia r io : «Tú solías decir: “E s un p e c a d o c o n tra e l e s p ír i tu, y h a b rá q u e p a g a r lo . T odo p e c a d o co n tra e l e s p ír itu se p a g a ta r d e o te m p r a n o ”. Yo también creo que todo pecado contra la
caridad humana ha de pagarse, tanto en el plano personal como en el colectivo» (I, p. 212). Y es que ciertamente consideraba el odio como un pecado contra el Espíritu, e igualmente contra la caridad, puesto que ambas cosas van unidas. Etty llegó muy lejos, además, en el proceso de transmuta ción de la violencia y del mal: no sólo los transformó en sufri miento, según la expresión de Simone Weil, sino que además convirtió este sufrimiento en conocimiento, en conocimiento in fuso de los abismos y los confines del corazón humano, de las tinieblas y las brechas de luz que lo atraviesan. Ella ensanchó hasta el infinito este conocimiento, llegando a deslumbrantes in tuiciones en relación con los misterios de la vida, de la muerte y de Dios. Y en esas intuiciones encontró su vocación: amar; amar sin cálculos, condiciones ni concesiones de ningún tipo. Finalmente, de esta vocación dedujo su misión: ayudar. «Adop taré como principio el ayudar a Dios en lo posible, y si lo con sigo, pues entonces también estaré disponible para los demás» (I, p. 161), como repite en varias ocasiones, precisando siempre que no se hace ninguna «ilusión heroica» en lo referente a su ca pacidad de ayudar.
B. EL PROBLEMA DEL MAL
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Ella lo transformó todo de arriba abajo, transmutando el su frimiento en alegría, transfigurando el mal en bondad, en amor, en esperanza. Era del mismo temple que Janusz Korczak, el judío polaco que consagró su vida a la educación de niños huérfanos o aban donados y que en 1942 acompañó hasta las cámaras de gas del campo de Treblinka a los 200 pequeños hospicianos de su orfa nato cuando los nazis los deportaron. Ambos «dialogaron» con Dios en una doble soledad: la infinita, de Dios, y la de su con ciencia de ser Justos, extraordinariamente aguzada. Y este diá logo se desarrolló para ambos fuera de toda iglesia, de toda si nagoga, de toda institución, sin intermediarios de ningún tipo. La soledad era su intimidad. A solas con Dios es el título de un libro de oraciones escri tas por Korczak en 1922; oraciones que parecen haber sido di chas por el autor mientras caminaba, soñando y pensando a la vez en sus asuntos cotidianos, y que pudieron encontrar un eco fraterno en Etty Hillesum. «Te he vuelto a encontrar, oh Dios, y me alegro de ello como un niño perdido que divisa a lo lejos una silueta amiga y familiar. (...)
¿Quién tiene la culpa de que, deslumbrado por la fiesta del mundo, me haya alejado de Ti? (...)
Pero si me ocurriera lo peor, si perdiera de vista tu Persona luminosa, ¿sería culpa mía o de tus intérpretes mentirosos? He andado mucho tiempo a tientas en la niebla, engañado por sus llamadas. (...)
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Luchando afanosamente contra toda clase de tentaciones, afrontando la embestida de mis sentidos desencadenados y las palabras de tus falsos profetas, he acabado finalmente encontrándote, Dios mío. Por eso llego tan tarde, y por eso, dichoso como un niño por ese reencuentro, no quiero llamarte ni Grande ni Justo ni Bueno, sino simplemente “Mi” Dios. “Mi” Dios, porque confío en Ti»18.
18. Janusz K o r c z a k , Seúl á seul avec Dieu, Points-Seuil, Paris 1995, pp. 53-55.
C. Frente a la muerte «Nosotros, nosotros, infinitamente aventurados, ¡cuánto tiempo tenemos! Y sólo la muerte taciturna sabe lo que somos y que ella gana siempre cuando nos concede un préstamo» R.M. R i l k e , Los sonetos a Orfeo, II, 2 4 .
C.l. Lo im-pensable, lo in-compensable Apenas nacemos, y enseguida nos vemos arrojados a los remo linos del mundo, al fluir del tiempo, «infinitamente aventura dos». Este infinito no es temporal: no sólo somos mortales, si no, sobre todo, enormemente efímeros: a lo más, se nos conce de un puñado de décadas. La vida no es más que un préstamo que nos hace la muerte, un préstamo a corto plazo. Lo infinito de nuestra aventura no tiene, pues, nada de extensivo, sino que es intensivo. Pero muy a menudo esta intensidad se ve encogi da, aniquilada incluso por la desgracia, la cual, cuando es ade más muy intensa y persistente, acaba reduciendo la vida a un instinto de supervivencia tan áspero como desesperado. El prés tamo o, mejor, la prórroga que concede en tal caso la muerte no es sino una falsificación de la vida; todo está escamoteado, arruinado, profanado: tanto la vida como la muerte. Ni la una ni
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la otra responden tienen ya nada que ver con la aventura; se tra ta de una doble calamidad que hay que soportar, un doble nau fragio que hay que sufrir. Auschwitz, nombre de la extrema desgracia, se impone co mo el revés más cruel infligido a toda la aventura humana. En un libro titulado L ’exil de la parole, André Neher observa: «Auschwitz es como un paso fatal entre los arrecifes: la aventu ra milenaria del pensamiento humano ha sufrido allí un fracaso integral; todas las luces apagadas, y sin que el resplandor de nin gún faro indique el camino. Es un retomo al caos, donde hay que tener primero el valor de penetrar si se tiene el deseo de sa lir de allí. Si no, no puede tratarse más que de falsas salidas y de un pensamiento fáctico sin contacto alguno con la realidad»1. De nuevo se plantea en toda su crudeza el drama del pensa miento: si no hay mal más grande (mayor fuente de mal) que «lavarse las manos», lavarse el corazón y el espíritu del deber -el esfuerzo, la prueba- de pensar, no hay tampoco mayor des gracia que ser robado, despojado del poder de pensar. Así es la cadena del mal: en un extremo, los verdugos, haciendo estragos con su «pura ausencia de pensamiento»; en el otro extremo, las víctimas, que se derrumban aquejadas de una absoluta imposi bilidad de pensar, por exceso de sufrimiento, de angustia. Ambas situaciones no pueden ser confundidas, pues son radi calmente inversas, pero en tanto en un caso como en otro la aventura del pensamiento, de la vida y de la muerte ha fracasa do trágicamente. «Porque Auschwitz es un fracaso brutal, el desamparo de hombres sin más, hombres, mujeres, ancianos y niños muertos de una muerte absolutamente mortal, de una muerte que en sus propios límites lleva el signo del fracaso. (...) El refinamiento brutal y planificado de la muerte en los campos de concentra ción inaugura en la historia de la humanidad una categoría iné dita de la muerte. La muerte de Auschwitz no admite compara 1.
André N e h e r , L ’exil de la parole. Du silence biblique au silence d ’Auschwitz, Seuil, París 1970, p. 155; (trad. cast.: El exilio de la palabra: del silencio bíblico al silencio de Auschwitz, Riopiedras, Barcelona 1997).
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ción con ninguna otra forma de muerte conocida hasta ahora desde los orígenes de la historia. Hasta el siglo xx era im-pensable una muerte semejante. Y seguirá siendo indefinidamente in-compensable»2. Im-pensable, dado el modo en que la crueldad escarnece a la razón y descompone el espíritu; in-compensable, porque nada puede colmar el vacío dejado por las víctimas, nada puede com pensar esos millones de vidas destruidas. Ningún sentido puede contrarrestar esta demencia metódicamente aplicada. In-consolable. El escritor austríaco Jean Améry, torturado por la Gestapo por pertenecer a la resistencia y posteriormente deportado a Auschwitz por ser judío, ha intentado explorar este abismo del pensamiento herido hasta la devastación. En un libro escrito en 1996, Par-dela le crime et le chátiment - Essai pour surmonter V insurmontable, escruta lo que él denomina «las fronteras del espíritu»: «He concebido el proyecto de hablar de la confronta ción entre Auschwitz y el espíritu»3, anuncia; es decir, desde su perspectiva, la confrontación entre lo inconcebible en estado bruto y la razón de «intelectuales escépticos y humanistas». La razón de estos últimos, herederos de la Ilustración y modelados por una cultura milenaria, no da la talla frente al asalto de la bar barie; se ha quedado «sin voz», sin apoyo, sin puntos de refe rencia y sin salida. «El espíritu (en Auschwitz) no era de ningu na ayuda, o de casi ninguna, en la medida en que no quería ni podía rivalizar con la fe religiosa o política. Nos dejaba solos. Nos hacía faltar a un compromiso, porque se trataba de esas co sas que han dado en llamarse “últimas”. ¿Cómo reaccionaba, por ejemplo, en Auschwitz el intelectual frente a la muerte?»4.
2. 3.
4.
Ibid., p. 155. Jean A m é r y , Par-delá le crime et le chátiment - Essai pour surmonter l ’insurmontable, Actes Sud, Arles/Paris 1995, p. 21; (trad. cast.: Más allá de la culpa y la expiación: tentativas de superación de una víctima de la violen cia, Pre-Textos, Valencia 2001). Ibid., p. 41.
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Antes de responder a esta pregunta, Jean Améry descarta de entrada toda comparación con otras formas de muerte, por muy terribles que sean, empezando por la del soldado en el campo de batalla. «Sean cuales sean los sufrimientos que el soldado so porta en el frente, su existencia no puede compararse con la del detenido en un campo de concentración; y de la misma manera, la muerte del soldado y la del detenido son dos magnitudes in conmensurables. El soldado moría como héroe o se sacrificaba haciendo donación de su vida; el detenido era abatido como una res»5. Además, insiste Améry, aun cuando esté incesantemente expuesto, cercado por la muerte, el soldado no por ello deja de tener él mismo el poder de matar, el poder, por tanto, de luchar «en pie de igualdad» contra su adversario, y por eso su muerte alcanza el nivel de un auténtico destino. Paradójicamente, un soldado abatido en el frente no lo perdería todo al perder la vi da: todavía quedaría a salvo su dignidad. Su dignidad de hom bre libre, dotado hasta el final de voluntad y de un poder de ac ción, de iniciativa, de respuesta... Pero nada de esto puede decirse del detenido en un campo de concentración, dice Jean Améry, y especialmente del «dete nido intelectual», cuya concepción de la muerte se había ali mentado exclusivamente de una cultura poética y metafísica..., de una estética. «Lo que se producía ante todo era el desmoro namiento total de la representación estética de la muerte. (...) El hombre de espíritu -en este caso el intelectual con un bagaje cultural fundamentalmente alemán- lleva en sí esta visión esté tica de la muerte. Una visión que le viene de muy atrás, pero que se remonta, como mucho, al romanticismo alemán. Se com prenderá mejor lo que dicha visión significa para él citando los nombres de Novalis, Schopenhauer, Wagner o Thomas Mann. En Auschwitz no había lugar para la muerte concebida en su for ma literaria, filosófica y musical. No había punto de contacto entre la muerte en Auschwitz y La Muerte en Venecia. Toda re miniscencia poética de la muerte era inoportuna, ya se tratara de 5.
Ibid., p. 42.
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Mi hermana la Muerte, de Hesse, o de la muerte tal como la canta Rilke: “Oh Señor, concede a todo ser humano el don de su propia muerte”. (...) El detenido intelectual se encontraba, pues, desarmado frente a una muerte de cuya representación es tética no quedaba ni rastro. Si trataba de restablecer con ella una relación espiritual y metafísica, topaba de nuevo con la realidad del campo, que proscribía este género de tentativa, por lo demás desesperada»6. Todos los detenidos en un campo de exterminio, fuesen o no intelectuales, tenían la misma actitud frente a la muerte: una ac titud des-intelectualizada, des-estetizada, des-espiritualizada...: des-humanizada. Su única preocupación se reducía a una cues tión muy concreta: saber cómo iba a ser físicamente para ellos, cuál era el peor de los sufrimientos en la lista de los diversos modos de matanza perpetrados en cada momento en el campo: muerte por gas, por inyección de fenol, por lluvia de golpes, por hambre, por frío, por electrocución contra las alambradas... La muerte no era ya cuestión del pensamiento, del alma, sino tan sólo del cuerpo, del cuerpo animal extenuado por los sufrimien tos y las carencias y temiendo la crueldad de la última tortura fí sica. «Si el hombre libre puede progresar hasta los límites de las posibilidades del pensamiento, es que todavía hay en él un es pacio libre de toda angustia, por reducido que sea. Pero para el detenido la muerte no tenía ya aguijón alguno: ni para causarle daño ni para estimular su pensamiento. Así se explica, tal vez, que el detenido del campo -intelectual o no- conociera la cruel angustia de tener que morir de tal o de cual modo, aunque en realidad no tuviera miedo a la muerte propiamente dicha»7. La muerte ya no era un destino, ya no era la última aventu ra del pensamiento; el hombre desposeído de todo no libraba ya ninguna lucha en su interior. La muerte en el campo había redu cido «las fronteras del espíritu» a las dimensiones de un cerca do, de una jaula de ganado recogido para ser sacrificado en cual quier momento, pero incierto en cuanto al modo en que iba a 6. 7.
Ibid., pp. 43-45. Ibid., p. 45.
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producirse, lo cual, ya de por sí, provocaba auténtico espanto. La muerte como paso, como misterio, ya no era problema. Este es el veredicto pronunciado por Jean Améry, supervi viente de aquel naufragio sin precedentes donde la muerte se impuso como algo a la vez impensable, incomparable, incom pensable. Inconsolable. «Pues cuán extraña y ardua se nos hace esta muerte: que no sea nuestra; muerte que nos toma al fin porque nada en nosotros madura; por eso sopla un huracán que nos despojará» R .M . R i l k e ,
Le Livre de la pauvreté et de la mort. * * *
Jean Améry, se dio muerte en 1978, sin haber sido capaz de ha llar consuelo. En 1977, en el prefacio a una nueva edición de su libro, es cribía: «Han transcurrido trece años desde la redacción de este libro; trece años de infortunio para el mundo. Basta con consul tar los informes de Amnistía Internacional para caer en la cuen ta de que este periodo rivaliza en horrores con las fases más ho rribles de una historia que es tan irrazonable como real. Cualquiera creería que Hitler ha conseguido un triunfo postumo. Invasiones, agresiones, torturas...: la destrucción del hombre en su misma esencia»8. Hitler no ha acabado, en efecto, de cosechar «triunfos pos tumos». El milenio está tocando a su fin, y hasta su último día no deja de sembrar «la destrucción del hombre en su misma esencia»; y ciertamente habrá quien tome el relevo desde el pri mer día del nuevo milenio. El mal no es un problema de calen dario; el mal atraviesa los siglos, actúa en todas las estaciones, en cada hora, en cada instante. De hecho, no es tanto Hitler quien triunfa post mortern a tra vés de las guerras, las invasiones, los atentados terroristas y los 8.
Ibid., p. 13.
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genocidios que siguen haciendo estragos, cuanto un fenomenal engaño con un pellejo más duro que la más dura de las rocas: una determinada idea de la fuerza, del poder, de la «grandeza». Sobre todo de la grandeza, la amante por excelencia que atrae, fascina, y acaba justificando a veces cualesquiera medios que permitan hacerse con ella. Todos los guerreros sueñan con la grandeza, todos los tiranos están ebrios de ella. Simone Weil recuerda que Hitler, en su juventud, quedó muy impresionado por la lectura de un libro sobre Sila, el dictador ro mano; y al señalar este hecho denuncia el peligro de lo que ella denomina una «idolatría de la historia», de la Historia relatada para mayor gloria de los poderosos, que exalta a los grandes con quistadores y los presenta como «seres grandiosos»; también Hitler quiso en su momento autoproclamarse un «ser grandioso». «Se habla de castigar a Hitler, pero no es posible castigarlo. Él sólo deseaba una cosa, y la consiguió: estar en la historia»9. Estas líneas fueron escritas en 1942; Simone Weil, fallecida en agosto de 1943, no asistió a la caída del Tercer Reich, no cono ció el epílogo de la catástrofe y el trágico final del megalómano enterrado en su bunker. Pero esas líneas no dejan de encerrar un sentido que sigue siendo actual: Hitler entró la Historia, figura en los manuales de historia, en un enorme número de obras, en todas las enciclopedias..., mientras que la mayoría de los nom bres de sus innumerables víctimas han caído en el olvido. A mi llones de «pequeños Cohn» que pasaron a engrosar el apartado de beneficios y pérdidas nadie les ha considerado «grandiosos», sino que el anonimato que les acompañó en vida siguió acom pañándoles en la prueba, en la agonía, en la muerte... y más allá de la muerte. Simone Weil invita a hacer una revisión radical del concep to de grandeza (que no es, por otra parte, sino un mito henchido de vanidad). «Lo único que podría significar un castigo para Hitler y hacer que dejara de ser un ejemplo para todos los jovencitos sedientos de grandeza de los siglos venideros, sería una 9.
Simone W e il , L ’Enracinement, Gallimard, París 1990, p. 286; (trad. cast.: Echar raíces, Trotta, Madrid 1996).
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transformación tan radical del sentido de la grandeza que Hitler quedara excluido de ella. Sería una quimera el que, debido a la obcecación de los odios nacionales, se creyera que es posible excluir a Hitler de la grandeza sin una transformación total, en tre los hombres de hoy, del concepto y el sentido de dicha gran deza. Y para contribuir a esta transformación hay que realizarla primero en uno mismo»10. Fue precisamente lo que hizo Etty Hillesum, abandonando todo sueño de gloria personal y, sobre todo, respondiendo in cansablemente al mal con el bien, con la solicitud por los demás. «A cada nueva exacción, a cada nueva crueldad, deberemos oponer un pequeño suplemento de amor y de bondad que hemos de conquistar en nosotros mismos» (II, p. 60). Ella comprendió que la verdadera grandeza no consistía en figurar en la Historia con letras de oro -o de sangre y fuego-, sino más bien en ha cerse minúsculo y ligero, fluido y transparente como un rayo de luz, como un hilo lanzado a lo invisible. «Cuando una araña te je su tela, primero lanza los hilos principales, y luego trepa ella misma por ellos, ¿no es así? La arteria principal de mi vida se extiende ya muy lejos delante de mí y aguarda otro mundo» (II, p. 60). «Otro mundo» que no esté separado de éste, ni siquiera alejado, sino que sea su propio corazón. La verdadera grandeza es silenciosa, infinitamente discreta, y reside en la conquista de la inteligencia y la prudencia del amor, de la paciencia y la generosidad del amor.
10. Ibid., p. 287.
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C.2. «Grande, sencilla y natural» «Del propio recinto de los campos nuevos pensamientos deberán irradiar hacia fuera» (II, P- 37). Etty Hillesum no resistió más que dos meses en el infierno de Auschwitz. Ignoramos, por tanto, lo que habría dicho si hubiera sobrevivido, del mismo modo que ignoramos cómo -concreta e intelectualmente- recibió la muerte. No podemos referirnos si no a lo que nos ha quedado de sus escritos anteriores a la de portación. Sin embargo, podemos suponer que no habría suscri to el juicio de Améry, al menos en su totalidad. Era además lo bastante lúcida como para observar, desde su confinamiento en el ghetto de la comunidad judía de Amsterdam y después en el campo de Westerbork, que las condiciones de vida cada vez más penosas, las crecientes amenazas y la mi seria material y moral provocaban enorme deterioro interior en la mayoría de las víctimas, un desmantelamiento de los valores y un terrible anquilosamiento de la capacidad de pensar. Tanto en su Diario como en sus Cartas, habló de todo ello sin la me nor muestra de desprecio, pero también sin complacencia algu na. Ahora bien, aun siendo consciente de este fenómeno de des moronamiento, no se resignó a él como si se tratara de una fata lidad a la que todos, sin excepción, debían sucumbir. Podemos suponer que Etty Hillesum habría estado más de acuerdo con Jorge Semprún, otro superviviente de un campo de concentración (el de Buchenwald), cuando, en una desgarrado ra y magnífica página de La Escritura o la vida, habla de la ago nía de Maurice Halbwachs, a cuyas clases de sociología en la Sorbona había asistido antes de la guerra. Todos los días se des lizaba «hasta el catre donde se pudrían Halbwachs y Maspero». Y -prosigue- «semana a semana, he visto cómo se levantaba y se dilataba en sus ojos la aurora negra de la muerte. Compar tíamos esto, esta certeza, como si fuera un pedazo de pan. Com partíamos esta muerte, que avanzaba oscureciendo sus ojos, co
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mo un pedazo de pan, signo de fraternidad. Como se comparte la vida que te queda. La muerte, un pedazo de pan, una especie de fraternidad, nos concernía a todos, era la sustancia de nues tras relaciones. Y nosotros no éramos otra cosa, nada más -y na da menos- que esa muerte que avanzaba»11. Y al evocar los últimos instantes de Maurice Halbwachs, ha bla de su extrema miseria, sin excluir por ello su dignidad. «El profesor Maurice Halbwachs había llegado al límite de la resis tencia humana. Se vaciaba lentamente de su sustancia, tras ha ber llegado a la última fase de la disentería, que le hacía despe dir un olor hediondo [...]. [En sus ojos] podía leerse la miseria inmunda, la vergüenza de su cuerpo en decadencia, pero tam bién una llama de dignidad, de humanidad vencida pero intacta. El resplandor inmortal de una mirada que constata la cercanía de la muerte, que sabe a qué atenerse, que está de vuelta de todo, que ha medido cara a cara sus riesgos y sus apuestas, libremen te, soberanamente»12. Entonces, a modo de oración, de Kaddish, Jorge Semprún le recita un poema de Baudelaire que ha quedado en su memoria: «Oh muerte, vieja capitana, es la hora, levemos el ancla...». Este poema no fue para Maurice Halbwachs, a punto de morir de una muerte «in-comparable, in-compensable», una fioritura absurda y fuera de lugar, sino más bien una palabra inmensamente hu mana, un cálido adiós lleno de compasión, de dignidad, de fra ternidad. Y al evocar esta escena relatada por Jorge Semprún, puede apreciarse toda la exactitud de la siguiente observación del poeta Paul Celan: «No veo diferencia alguna entre un apre tón de manos y un poema». Los poemas, las obras de arte, son «apretones de manos» que se prolongan a lo largo del tiempo, indefinidamente. A ve ces, durante toda una vida. Apretones de manos de tal intensi dad que inscriben su calor en lo más profundo de nuestra palma, 11. Jorge S e m p r ú n , L ’Écriture ou la vie, Gallimard, París 1994, p. 27; (trad. cast.: La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona 1997). 12. Ibid., p. 32.
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y el fuego clarísimo que propagan se extiende suavemente por nuestra sangre, hasta llegar a nuestro corazón, donde se instala. Apretones de manos vivos para siempre -por más tiempo que puedan permanecer en el olvido- y que un hecho insignificante basta sacarlos del fondo de nuestra memoria, restituyéndolos en toda su frescura y actualidad. Una mano que vuelve, oportuna mente, a posarse de pronto en nuestro hombro, a acariciarnos furtivamente las sienes o a hacemos un simple gesto. Un pe queño signo de belleza cuando creíamos que ésta ya estaba ani quilada; un pequeño signo de fraternidad cuando parecía que és ta ya estaba perdida. Pequeño en su discreción, infinito en su generosidad. *** En una página de su Diario, fechada el 3 de julio de 1942, Etty Hillesum anota: «Cuando digo que “he saldado mis cuentas con la vida”, quiero decir que la eventualidad de la muerte está inte grada en mi vida; mirar a la muerte de frente y aceptarla como parte integrante de la vida es ensanchar la vida. Y, al revés, sa crificar desde ahora a la muerte un fragmento de esta vida, por miedo a la propia muerte y resistencia a aceptarla, sería el me jor modo de no conservar más que un pequeñísimo fragmento de vida mutilada que apenas merecería el nombre de “vida”. Sé que parece una paradoja: excluyendo la muerte de la vida, nos privamos de una vida plena, mientras que, acogiéndola, la vida se ensancha y se enriquece» (I, pp. 139-140). Es verdad que a continuación precisa que, en esa época ella es de «una virginidad total» con respecto a la muerte; que, por extraño que parezca, en aquel mundo plagado de cadáveres ella todavía no ha visto ninguno. El primer cadáver que verá será el de Julius Spier, dos meses más tarde, lo cual le parece, por lo de más, «un hecho muy significativo e importante». Como si, por última vez, su amigo asumiera para con ella el papel de inicia dor, de mediador. Pero, aunque este fallecimiento fuera repenti no, no fue violento; Spier tuvo «un final natural», y Etty pudo velarlo en la intimidad y el recogimiento de una habitación.
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Pero su primer contacto con la muerte, a pesar de ser tan dolo roso, no estuvo marcado por el sello del horror, como sucedía en los campos de exterminio, donde cada día se llevaban carretas llenas de «Figuren» y «Schmattes» a los hornos o a las fosas co munes. Julius Spier le dio un rostro a la muerte, un rostro hu mano que permaneció intacto en su mezcla de familiaridad y misterio, y ante el cual era posible llorar, meditar y orar. «Oh Señor, dale a cada uno su propia muerte, la muerte surgida de esta vida, donde conoció el amor, un sentido y la miseria. Porque no somos más que la corteza y la hoja. La gran muerte que todo hombre lleva en sí, tal es el fruto en tomo al cual gravita todo»13. Etty Hillesum, grávida de poesía rilkeana, tal vez pensara en estos versos en la habitación donde reposaba Julius Spier. Entonces tenían pleno sentido, y su belleza nimbaba el duelo con una secreta dulzura. Es precisamente a estos versos a los que alude Jean Améry para denunciar los límites de su «eficacia» poética y espiritual frente a la insostenible realidad del campo, contra la que todo acababa estrellándose. La célebre frase de Dostoievski, «la be lleza salvará al mundo», era allí desmentida hasta la negación. Para Jean Améry, la memoria y la evocación de la belleza no eran sólo inútiles, sino inoportunas y hasta indecentes. ¿Qué fue de Etty Hillesum cuando se vio frente a la muerte en serie, rodeada de cadáveres que habían perdido su aspecto humano, sumida permanentemente en el hedor de los catres in fectos, de los montones de cadáveres y del humo de los crema torios? ¿Le parecería inoportuna toda reminiscencia poética de la muerte? ¿Se le antojaría inconsiderado lo que ella misma ha bía escrito un año antes? «De pronto, la muerte está ahí, enorme y sencilla, natural, tras haber entrado en mi vida sin hacer ruido. 13. R.M. R il k e , Le Livre de la pauvreté et de la mort, Seuil, Oeuvres II, Poésie, Paris 1972, p. 115.
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Ya tiene en mi vida su lugar, y sé que es indisociable de ella» (I, p. 140). ¿Cómo podía aún calificar la muerte con adjetivos tan serenos, a pesar de la rotundidad con que a cada instante se veía desmentida? Si tomamos con seriedad y absoluto respeto la excepcional «lógica exagerada» de Etty Hillesum, que pretendió ser «el co razón pensante» de todo el campo de Westerbork, podemos res ponder que sí. Evidentemente, debió de mantener hasta el final su visión, de una amplitud poco común, sobre la vida y la muer te, una muerte que maduraba como un fruto en el seno de la vi da, por muy violentada y escarnecida que fuera ésta. Uno tendería a pensar que todos los textos que ella había leído, meditado y amado no fueron para ella un «bagaje cultu ral» que se revelara inútil en la hora culminante de la prueba, si no que, por el contrario, se convirtieron en «apretones de mano» más calurosos y sentidos que nunca. Al hacer semejantes afirmaciones no se trata de idealizar a Etty Hillesum, sino, simplemente, de seguirla a lo largo del in sólito camino que se había abierto para ella y en el que se había adentrado con toda libertad y lucidez; en el que se había «aven turado infinitamente», hasta la muerte. * * *
Tanto menos se trata de idealizar a Etty Hillesum cuanto que sus actitudes frente al mal, el sufrimiento y la muerte pueden susci tar escepticismo y hasta crítica, a pesar de la admiración que provoca. En un ensayo de enorme densidad, Face á Vextréme, Tzvetan Todorov subraya esta ambivalencia; en un capítulo titu lado «No-violencia y resignación», analiza las palabras de la jo ven Etty con respecto a su radical rechazo del odio y de toda co laboración con la violencia, así como su aceptación del mundo y del destino, sucediera lo que sucediera. «Indiscutiblemente, se trataba de un ser humano extraordinario. Pero yo no creo que el camino que [sus escritos] esbozan sea recomendable para todos. Hay en Etty algo de sobrehumano, y por ello de inhumano, en sus momentos de mayor exaltación; ella no pertenece del todo a
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este mundo. Ciertamente, prefiere las virtudes cotidianas (la so licitud) a las virtudes heroicas (la guerra). Pero va mucho más allá: en lugar de tratar de intentar actuar sobre las causas del mal, se contenta con curar las heridas, con “ser un bálsamo de rramado sobre muchas llagas”. No vive resignada, sino aceptan do gozosamente el mundo y, por lo tanto, también el mal»14. A fuerza de concentrar toda su energía en expulsar fuera de sí el más mínimo impulso de odio, de resentimiento, de violen cia, descuidó el combate que, sin embargo, era indispensable li brar contra la barbarie encamada por el nazismo. «Es como si, para Hillesum, la lucha contra el mal interior sustituyera a la lu cha contra el mal exterior, en vez de ser la una preparación pa ra la otra. (...) ¿No tiene el peligro tal actitud, a fin de cuentas, de facilitar el progreso del mal? ¿Habría bastado la “elemental indignación moral” de que habla Hillesum para frenar el avance del nazismo?»15. La actitud de Etty Hillesum, que roza lo sublime tanto en el plano ético como en el plano espiritual, se revela, por el contra rio, nula y hasta nociva en el plano político. Semejante compor tamiento no sólo es ineficaz frente al desencadenamiento del mal propiciado por los asesinos, sino que la hace «cómplice», sin ella saberlo, de ese mal ella que ha consentido como si se tra tara de una fatalidad. El «amor fati» prevalecería en ella sobre el «amor mundi». Su resistencia es puramente interior, y en nin gún momento contempla ella la posibilidad de pasar a la acción, ni siquiera participando en un movimiento de rebelión o de lu cha, ni tratando de huir y ocultarse, como muchos perseguidos trataron de hacer. Ella se presentó en Westerbork por propia ini ciativa, y en modo alguno trató de eludir la deportación final. ¿Puede semejante comportamiento, en efecto, servir de ejemplo en tiempos de desastre? La respuesta de Todorov es tan ponderada como inequívoca: «La actitud definida por Etty Hillesum no es de resignación, aunque el resultado sea seme jante: su fatalismo y su pasividad conducen finalmente a pres14. Tzvetan T o d o r o v , Face á l ’extréme, Seuil, p. 242. 15. Ibid., p. 237.
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tarse al proyecto criminal de los nazis. Por eso, a pesar de su in discutible nobleza, yo me abstendría de recomendarla a todos los oprimidos de la tierra»16. Todorov tiene razón: el camino elegido por Etty Hillesum no es para ser recomendado ciegamente a todos los perseguidos de la tierra, porque, por una parte, una resistencia activa -y, en úl tima instancia, armada- contra toda forma de barbarie se revela siempre necesaria; por otra parte, para aventurarse en un cami no tan marginal y peligroso como el que siguió Etty es esencial estar preparado interiormente. Una actitud como la suya no «se inventa» ni se impone desde fuera, sino que debe ser el resulta do de un largo proceso de maduración en lo más íntimo del pen samiento y del corazón; debe ser fruto, a la vez, de una «revela ción interior» y de un constante y paciente trabajo de atención, de desprendimiento, de escucha de las «voces del silencio». Por eso, si el parecer de Todorov es acertado, lo es sólo has ta cierto punto: la ineficacia que se deriva de la actitud «pasiva y fatalista» de Etty Hillesum en el plano político sólo lo es en apariencia y a corto plazo; ella se mueve en uno plano comple tamente distinto -el de la espiritualidad-, en el cual se convier te en acción, deseo, voluntad y eficacia real, aunque misteriosa. Y lejos de facilitar el progreso del mal, esta actitud socava el mal, de hecho, desde su misma base, es decir, más allá incluso de los verdugos, que, si bien propagan efectivamente el mal, no son, sin embargo, su fuente primera y exclusiva (no porque el Mal goce de una existencia propia en sí y por sí desde los orí genes, en oposición al Bien, sino porque al hilo inmemorial del tiempo se ha constituido y condensado un «poder del mal» en este mundo). Como un cieno denso y viscoso, el mal se deposi ta a lo largo de los días y de los siglos, entorpeciendo el curso del tiempo, y ese cieno es «fértil», en cuanto que abunda en ejemplos que resultan seductores para muchos y se revela cada vez más grávido de consecuencias (por los deseos de revancha y de venganza que provoca, por todo el sufrimiento que engen dra y que exige reparación y compensación, por la funesta con 16. Ibid., p. 243.
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fusión de la idea de «grandeza» que siembra de generación en generación). Pero no es el mal el único que se propaga y acumula sus alu viones; también el bien prosigue su camino, sin hacer ruido ni producir alboroto, es cierto, y por eso tiende a menudo a pasar inadvertido. Además, el bien no forma sedimentos, sino que las huellas que deja a su paso rozan con la invisibilidad, son dis cretas e imponderables; pero no por ello es su fecundidad me nos inmensa, aunque tenga lugar a largo plazo y, sobre todo, en el insondable misterio de una «comunión» entre los seres abso lutamente prendados de la justicia, la misericordia y la paz. Y es que, al igual que se habla de una «comunión de los santos», también puede hablarse de una comunión de los justos, de los misericordiosos, a través del espacio y del tiempo. Etty Hille sum se inscribe en esta línea -la de los «Transparentes»-, y la eficacia «inevidente» de su actitud frente al mal hay que consi derarla desde su propia perspectiva: la de su diálogo con un Dios tan mudo como indigente (con lo cual culmina entonces la inevidencia...). «Mi vida se ha convertido en un diálogo ininterrumpido con tigo, Dios mío, un largo diálogo. Cuando permanezco inmóvil en un rincón del campo, los pies clavados en tu tierra, los ojos alzados hacia tu cielo, a veces se me inunda el rostro de lágri mas, única manifestación de mi emoción interior y de mi grati tud, (...) y ésa es mi oración» (II, p. 87).
IV
La pequeña Reina Ester «Pienso sin cesar en la reina Ester, que fue escogida precisamente de entre su pueblo para que interceder por éste ante el rey. Yo soy una pequeña reina Ester, sumamente pobre y débil, pero el Rey que me ha es cogido es todopoderoso e infinitamente misericordio so. Ello es para mí un enorme consuelo». E d ith S te in
«¿Qué harás tú, Dios, si yo muero? Yo soy tu cántaro (¿si me rompo?) Yo soy tu bebida (¿si me altero?) Yo soy tu vestido y tu misión, conmigo perderás todo sentido. Después de mí no tendrás morada donde puedan acogerte, cercanas y cálidas, las palabras». R.M. R ilk e
A. El Dios escondido « ¿ Q u ié n e x p ia rá e n n o m b re d e l p u e b lo a le m á n lo q u e e stá su c e d ié n d o le a l p u e b lo ju d ío ? ¿ Q u ié n tran sform ará e sta c u lp a a b o m in a b le e n b e n d ic ió n para a m b o s p u e b lo s ? » E d ith S t e in
El Libro de Ester, que se remonta al siglo n antes de nuestra era, relata, al igual que el Libro de Judith, la liberación del pueblo judío gracias a la intervención de una mujer tan fuerte de carác ter como profunda de corazón y de inteligencia. El edicto promulgado por Asuero, rey de Persia, instigado por Amán, su «hombre de confianza», y por el que condenaba a muerte a todos los judíos de su reino, ilustra no sólo la hostili dad de que eran objeto los judíos en el mundo antiguo por el me ro hecho de la singularidad de su fe y de su manera de vivir, si no también la tenacidad del odio al otro, al diferente, la terrible malignidad ligada a la embriaguez del poder y del orgullo, que se ignora y no se reconoce como tal y que proporciona el atre vimiento de encubrir con un pretendido espíritu de responsabi lidad y benevolencia para con la nación los decretos de exter minio que se promulgan.
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Así lo hizo Asuero, el cual, después de haberse jactado de su «gran espíritu de moderación» y proclamado su deseo de «otor gar a (sus) súbditos el perpetuo disfrute de una existencia sin so bresaltos y (...) los beneficios de la civilización», así como la li bertad de movimiento a través de todo el territorio, y finalmen te, y sobre todo, la paz, ordena a todos y cada uno de los gober nadores de las provincias de su reino que aniquilen a todos los judíos que residen en sus tierras, «mujeres y niños incluidos, sin piedad ni miramiento alguno...» (Est 3,13a-13g.). La razón por la que Amán incita al rey a masacrar a todos los judíos, desde el primero hasta el último, y a ser posible en un solo día (como para «sublimar» la destrucción en un acto de de-creación), es aparentemente irrisoria: el judío Mardoqueo, tío de Ester, la esposa del rey, se negaba a «doblar la rodilla y prosternarse» delante de Amán, el cual, imbuido de su poder, no tolera semejante falta de sumisión y decide castigar no sólo al insolente Mardoqueo, sino también, de paso, a la totalidad de sus correligionarios. El motivo de la insumisión de Mardoqueo no está precisado, pero sería bien pobre tratar de reducirlo a una simple cuestión de orgullo y vanidad; más bien habría que referirse a la repug nancia que siente un hombre a dar ante otro hombre, por muy poderoso que sea, señales de una exagerada deferencia, incluso de temor y de adoración (pues tal es el sentido del acto de prostemación), que él considera que debe reservar exclusivamente para Dios. Ahora bien, en el texto hebreo del Libro de Ester jamás se hace referencia explícita a Dios, cuyo nombre no se pronuncia en ningún momento. Todo el drama se urde, se intensifica y, fi nalmente, se resuelve e esta «omisión», que no puede dejar de resultar intrigante. André Neher ha subrayado esta paradoja: «El Libro de Ester posee la particularidad, sorprendente en la Biblia, de no registrar ni una sola vez la evocación del Nombre Divino. No sólo no interviene Dios en el relato por medio de su palabra o de cualquier acto, sino que la ausencia de Dios es absoluta, y con razón la tradición rabínica ve una estrecha relación entre la
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etimología del nombre Ester y el tema del Dios escondido, pues to que Ester significa precisamente la escondida»1. Es un Dios, en efecto, prodigiosamente escondido, no sólo mudo sino callado, el que vela sobre su pueblo en el Libro de Ester; apenas se adivina la alusión que se hace a El en el versí culo 14 del capítulo 4, cuando Mardoqueo, trastornado por el anuncio de la matanza inminente, acude a pedirle a Ester, toda vía indecisa, que intervenga ante Asuero en favor de su pueblo: «Si te obstinas en callar en esta ocasión, la salvación y la libe ración habrán de venirles a los Judíos de otra parte...». Dios, el único ante quien Mardoqueo reconoce el derecho y el deber de doblar la rodilla y prosternarse, no es designado con ningún nombre, sino tan sólo con una lejana indicación: «otra parte», una ilocalizable «otra parte» que limita con «ninguna parte». ¿Ante quién se prosterna, pues, Mardoqueo cuando ora? ¿En qué dirección se vuelve, hacia qué inaccesible oriente? Hacia el oriente de su propio corazón, hacia el horizonte de sus pensamientos... más allá incluso de este fugaz horizonte. Y lo mismo hace Ester, que se somete, junto con los suyos, a un ayuno de tres días antes de ir a defender ante Asuero la causa de su pueblo. Tres días de ascesis y de silencio, de intenso recogimiento, como los que transcurren entre el trágico instante en que Dios ordena a Abraham ir al monte Moría para sacrificar a Isaac y el otro instante, milagroso, en que aparece el Angel que detiene el brazo de Abraham, salvando al niño in extremis; o como los que evoca el profeta Oseas cuando dice que, después de haber heri do y castigado a su pueblo infiel, Dios lo hará resurgir al tercer día (Os 6,1-2); o como los que permanecerá Jonás en las entra ñas del monstruo (Jon 2,1). El Libro de Ester se inscribe plena mente en la tradición bíblica, y su protagonista está en la línea de los profetas; en la línea de los Fieles al Dios único cuyo 1.
André N e h e r , L ’exil de la parole. Du silence biblique au silence d ’Auschwitz, Seuil, Paris 1970, p. 27; (trad. cast.: El exilio de la palabra: del silencio bíblico al silencio de Auschwitz, Riopiedras, Barcelona 1997).
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Nombre es impronunciable, el misterio insondable; en la línea de los Justos que llevan en el fondo de su corazón, de su espíri tu, el sentido de la grandeza. Y a esta misma línea pertenecen Edith Stein y Etty Hillesum. *** ¿Qué ha sucedido en los tres días de ayuno y ardiente oración observados por la reina Ester? Nada, absolutamente nada: una inmersión en la ausencia, un exilio interior al desierto, una sali da «fuera de sí», evidentemente mediante el olvido y la oblación de sí. Aunque parezca extraordinario, no ha sucedido nada: un intento de ponerse en sintonía con el Silencio de Dios, y no pa ra desafiar a Dios e incitarle a tomar la palabra, sino para que su Silencio suene imperceptiblemente hasta en las profundidades del corazón del verdugo ebrio de cólera y para que, una vez allí, acalle el escándalo reinante y, finalmente, encienda en él una chispa de conciencia, de pensamiento verdaderamente pensante, de arrepentimiento. Es lo que sucede al final del tercer día del «combate con el Angel» del Silencio librado por Ester: de pron to, el rey, que no consigue conciliar el sueño, se acuerda de que su servidor Mardoqueo le había salvado en cierta ocasión la vi da, y que aquel hombre justo no había sido recompensado como merecía. A partir de este repentino recuerdo y el consiguiente impulso de gratitud, todo va a cambiar, y el complot urdido por Amán se volverá contra él. No ha pasado nada, o, mejor, un ínfimo «casi nada» ha so plado furtivamente desde la «otra parte», rozando secretamente el corazón de Asuero y reanimando su humanidad. Y ello basta para hacer desbaratar las maniobras del mal, para poner en en tredicho las leyes de la gravedad. Si desde el comienzo hasta el final del Libro de Ester, por tanto, el silencio que rodea a Dios es total, no por ello deja de experimentar sutiles inflexiones, cargándose de fuerzas invisibles. Por detrás de las oraciones «monologales» de Mardoqueo y de Ester se urde, se desarrolla y actúa un misterioso diálogo.
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La oración de la reina Ester fue escuchada, y una respuesta salvadora le llegó desde ese lugar desconocido en el que ella ha bía puesto su fe, su esperanza, y su amor más grande. En me moria de esta salvación concedida a su pueblo, los judíos cele bran la fiesta de los Purim en una alegre atmósfera de carnaval. La oración de las «pequeñas reinas Ester» que fueron Edith Stein y Etty Hillesum (entre muchas otras, por supuesto) se que bró en las tinieblas de Auschwitz, esa «No God’s Land» que ha bría llenado de admiración a Amán. En memoria de este geno cidio, los judíos observan el «Yom-ha-Shoah». [La palabra he brea Shoah significa «holocausto»: día en recuerdo del Holo causto, el 27 de Nisan. N. de la Trad.]. Pero la oración que ellas encamaron no ha sido silenciada ni lo será jamás. No se ha perdido en la nada, sino que continúa sondeando el Silencio, irradiando, dando sentido, llamando, ur giendo, aflorando a nuestra conciencia, reanimando nuestra me moria y estimulando nuestra atención, para que prosiga indefi nidamente el inefable diálogo entre la humanidad y Dios. «Pero de pronto, con un gesto oblicuo e inexperto, ella eleva, sin embargo, una constelación de nuestra voz al cielo, que su aliento no turba» R.M. R ilk e ,
L os s o n e to s a O rfeo, I, 8.
B. El Dios herido Pero, en lo que se refiere a Etty Hillesum -la que conoció un día la gracia de la genuflexión para no abandonarla jamás-, ¿de qué oración se trata y, sobre todo, a quién va dirigida? Su oración no formula peticiones, no solicita nada; pertene ce más bien al orden del discurso amoroso: estallidos de alegría, de admiración, de ternura, de deseo, de gratitud, provenientes de una sobreabundancia de amor. Es del orden del «Te Amo», tal como ha hablado de él Roland Barthes: «el proferimiento repe tido del grito de amor», que «carece de matices» y que «supri me las explicaciones, las clasificaciones, los grados, los escrú pulos»; que «no es una frase: no transmite un sentido, sino que se refiere a una situación límite: “aquella en que el sujeto está suspendido en una relación especular con el otro”». Tal proferi miento está «fuera del diccionario», depende más de la música que de una ciencia del lenguaje -se basta a sí misma, no se pre ocupa ni de explicaciones ni de análisis ni de justificaciones-, «a la manera de lo que ocurre con el canto, al proferir te amo, el deseo es (...) simplemente: disfrutado. El disfrute no se dice; pe ro habla y dice: te amo»'. Roland Barthes dice además que «te amo» no está sometido a «ninguna coacción social», que atraviesa todos los registros (de 1. Roland B a r t h e s , Fragments d ’un discours amoureux, Seuil, Paris 1977, pp. 175-176; (trad. cast.: Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo xxi, Madrid 19993).
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lo sublime a lo pornográfico, de lo solemne a lo ligero), que «es una palabra socialmente cambiante». En el plano espiritual es aún más que cambiante: es espiritualmente deambulante, peregrina, funambulesca, danzante. Es la más aventurera de las palabras. En Etty Hillesum la repetición de las palabras «Dios mío» hace las veces de las palabras «Te Amo» y confluye con ellas. Su oración se dirige a una presencia sin nombre (la palabra «Dios» no agota en modo alguno la inmensidad así designada), a una presencia sin cuerpo ni rostro (la trascendencia es absolu ta), sin definición, sin localización (Dios es misterio y libertad). Una presencia eterna que atraviesa «de incógnito» la temporali dad de los vivientes, como un viento, una brisa, una caricia o un abrazo, y que súbitamente hace se pliegue el corazón, el cuerpo entero, bajo un exceso de dulzura. «A veces, en el momento más inesperado, alguien se arrodilla de pronto en un repliegue de mi ser. Yo estoy a punto de salir a la calle, o en plena conversación con un amigo. Y este alguien que se arrodilla soy yo» (I, p.193). Esta experiencia repentina de arrodillarse también la ha co nocido Simone Weil, tal como ella misma lo refiere en una de sus cartas al Padre Perrin. «En 1937 pasé en Asís dos días ma ravillosos. Allí, estando sola en la pequeña capilla románica del siglo x ii de Santa María de los Ángeles, incomparable maravi lla de pureza, donde San Francisco oró muy a menudo, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas»2. Pero Etty Hillesum no era tan apasionada por la pureza co mo Simone Weil, y el doblegamiento de su cuerpo (concomi tante con un despliegue del alma) le sobrevenía tanto sobre la estera de su cuarto de baño como en medio del desorden de su habitación. ***
2. Simone W eil, Atiente de Dieu, La Colombe, Paris 1950, p. 75.
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No sólo es que la oración de Etty Hillesum no reclama nada (a no ser la fuerza necesaria para perseverar y seguir expandiéndo se), sino que acepta todo cuanto es y sucede. «Hay un lugar pa ra cada cosa en la vida. Para la fe en Dios y para una muerte la mentable» (I, p.136). Nunca pide cuentas a Dios, considerando incluso que es al revés, que los miles y millones de crímenes co metidos no son imputables a Dios, sino a los hombres, a la lo cura humana. Y va mucho más lejos aún a la hora de invertir la responsa bilidad del mal: no se contenta con juzgar inocente a Dios, sino que lo considera como la primera víctima del desencadena miento de odio y violencia que reina a su alrededor. Cada vez que un ser es humillado y herido en su carne y en su corazón, cada vez que un ser es asesinado, es a Dios a quien se hiere. Cada vez que un ser se hunde en la desesperación, cede a la re beldía y llega incluso a negar toda posibilidad de existencia de Dios, es Dios quien resulta expulsado de este mundo; porque si Dios es un Dios escondido, es ante todo en lo más secreto de ca da individuo donde se esconde. Etty Hillesum habla de «un po zo muy profundo» dentro de su ser, y en lo más hondo del mis mo está Dios. Dios se encuentra, pues, a la vez herido, sin abrigo y sin ayu da, semejante a ese viajero evocado en la parábola del buen Samaritano, agredido por unos malhechores, «despojado y mo lido a palos», y abandonado luego, medio muerto, al borde del camino. Dios yace en las cunetas de la Historia azotada por la gue rra, «medio muerto» entre las ruinas del amor. Medio muerto por la traición, por las violencia sufridas, así como por el olvi do, la indiferencia y el abandono. La guerra no asóla ni arrasa únicamente las ciudades, los campos, los bosques y las pobla ciones, sino sobre todo a la gente y los corazones de los super vivientes. «¡Qué grande es el desamparo interior de tus criaturas terrenas, Dios mío! Te doy gracias por haber traído hasta mí a tantas personas sumidas en el abandono. Ellas me hablan tran quilamente, sin temor, y de pronto su desamparo atraviesa su
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desnudez. Y tengo ante mí un pequeño despojo humano, deses perado y que no sabe cómo seguir viviendo. Entonces comien zan mis dificultades. No basta con predicarte a ti, Dios mío, pa ra hacerte presente en el corazón de los demás. Hay que dejar expedito en los demás el camino que conduce a ti...» (I, p.195). He ahí lo que supo ver Etty Hillesum, el modo en que perci bió el inaudito infortunio de su tiempo: ella sintió sus conse cuencias hasta en las entrañas del tiempo, del mundo, de la hu manidad. Y entiéndase aquí la palabra «entrañas» en toda su densidad: «intralia: lo que está en el interior», la parte del cuer po que contiene los órganos reproductores de la vida, el hogar de la fecundación y de la gestación y, por extensión, la parte más íntima, más esencial, del ser humano, la sede de sus emociones, de sus sentimientos. Oscuro terreno donde el espíritu y el cora zón hunden sus raíces. Es interesante también observar que en hebreo las palabras «compasión» o «misericordia» derivan de la misma raíz que la palabra «matriz». Tales «entrañas cósmicas» coinciden con la «otra parte» evocada por Mardoqueo, esa lejanía infinita de donde él espera «salvación y liberación». Para Etty Hillesum, esa lejanía es al mismo tiempo una proximidad: Dios es su prójimo y tiene la vulnerabilidad propia del prójimo. Una vulnerabilidad desmesu radamente sometida a prueba, hasta el punto de que la relación se invierte, y Etty opina que, en el desastre entonces reinante, es Dios quien espera de los hombres «salvación y liberación», y que es urgente socorrerlo a través de los otros, precisamente ha ciendo nuevamente fecundas sus entrañas, que han quedado es piritualmente áridas. «Y si Dios deja de ayudarme, seré yo quien tenga que ayu dar a Dios. [...] Asumiré como principio el ayudar a Dios en la medida de lo posible; y si lo consigo, también podré hacerlo con los demás» (I, pp.160-161). Pero ambas acciones no son disociables, porque ese Dios herido yace en el fondo de cada cora zón humano que ha sido devastado. Etty Hillesum no tiene la pretensión de lanzarse a los confines del cielo para socorrer a Dios, sino el deseo de reanimarlo entre los hombres, en el cora
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zón de sus contemporáneos, en esta tierra. Es aquí y ahora don de hay que intervenir. «Voy a ayudarte, Dios mío, a que no te extingas en mí, aun que no puedo garantizar nada de antemano. Sin embargo, una cosa me parece cada vez más clara: no eres tú quien puede ayu damos, sino que somos nosotros quienes podemos ayudarte a ti y, de ese modo, ayudamos a nosotros mismos. Eso es todo lo que podemos salvar en esta época, y es también lo único que cuenta: un poco de ti en nosotros, Dios mío. Quizá podamos contribuir también a hacerte visible en los corazones martiriza dos de los demás. (...) Cada vez me resulta más claro, en cada latido de mi corazón, que tú no puedes ayudamos, sino que so mos nosotros los que tenemos que ayudarte a ti y defender has ta el final la morada que te da abrigo en nosotros» (I, p. 166). Este tema del «abrigo» que hay que dar a Dios, un morada abrigo improvisado que hay que preparar en cada corazón hu mano, está en el centro de la fe y de las preocupaciones de Etty Hillesum. Y este interés aumenta a medida que crecen a su alre dedor la miseria y el desamparo. «Las personas son a veces pa ra mí casas con las puertas abiertas. Entro, ando por los pasillos, por las habitaciones: en cada casa, la distribución es algo dife rente, pero todas se parecen entre sí, y debería poder hacerse de cada una de ellas un santuario para ti, Dios mío. Y yo te prome to, Dios mío, que he buscarte un alojamiento y un techo en el mayor número de casas posible. Es una imagen agradable: me pongo en camino para buscarte un techo. Hay muchas casas des habitadas en las que yo te introduciré como invitado de honor» (I, P- 196). Las imágenes que emplea son siempre concretas, a veces in cluso triviales, tal como ella misma subraya de vez en cuando con humor y modestia. Pero al proceder así, valiéndose de imá genes familiares para tratar de expresar lo inefable, en realidad se inscribe en la tradición de las parábolas, la de los Evangelios, y también la de los relatos y leyendas hasídicas como las que re fiere Martín Buber a propósito de Yehiel, el hijo pequeño de Tsaddik Baroukh, que jugaba al escondite con un compañero y
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que se ocultó en un lugar muy bien escogido. Pero a fuerza de esperar a que le descubriera su amigo, empezó a sentirse in quieto y acabó saliendo del escondite, y fue entonces él quien se puso a buscar a quien debía buscarlo a él. Pero no lo encontró por ninguna parte: su compañero se había ido, desinteresándose completamente del juego, abandonándolo cruel y despreocupa damente. Entonces, desesperado y sollozando por el dolor de es ta traición, el niño corrió hacia su abuelo, el cual, conteniendo a duras penas sus lágrimas después de haber escuchado el llanto del niño, exclamó: «¡Es exactamente lo mismo que dice Dios: “Yo me escondo, y nadie quiere venir a buscarme” !». En las historias referidas por Jesús se habla a menudo de ca sas, tanto de ricos como de pobres, o también de simples posa das, como aquella a la que el Samaritano transporta al herido que había encontrado en el camino: «Pero un Samaritano, que estaba de viaje, se le acercó, lo vio y sintió compasión. Se acer có, curó sus heridas y, echando en ellas aceite y vino, lo cargó después en su propia montura, lo llevó a la posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, di ciendo: “Cuida de él, y lo que hayas gastado de más te lo paga ré a mi vuelta”» (Le 10,33-36)3.
3.
Martin B u b e r , Les récits hassidiques, Éd. du Rocher, Monaco 1 9 7 8 , p p . 1 5 7 1 5 8 ; (trad. cast.: Cuentos jasídicos, 2 vols., Paidós Ibérica, Barcelona 2004).
C. La solicitud creativa Por muy absoluta que fuera la invisibilidad de Dios, por muy grande que fuera su silencio, no por ello dejó Etty Hillesum de vivir en una profunda «intimidad» con él. Intimidad con la au sencia. Dios «habitaba» en ella, que había acogido, recogido, al Dios mendicante. Y aunque deplorara que su huésped tuviera a veces que sufrir «momentos de penuria» en ese abrigo que ella le ofrecía, no se cansó de trabajar por él; y el «conversar» con él lo más a menudo posible por medio de la escritura, así como a través de cada persona con la que se encontraba, era su manera de cuidar de él. «Voy [...] a conversar de vez en cuando conmi go misma en las líneas azules de este cuaderno. Conversar con tigo, Dios mío. ¿Te parece bien? Más allá de las personas, no de seo más que dirigirme a ti. Si amo a los demás con tanto ardor, es porque en cada uno de ellos amo una parcela de ti, Dios mío. Te busco por todas partes en los hombres, y a menudo encuen tro una parte de ti. Trato de descubrir tu presencia en el corazón de los demás, Dios mío» (I, p. 188). Su oración era una conversación, una conversación perma nente con un interlocutor mudo, privado de voz tanto por el sal vajismo que imperante como por el desmesurado dolor de las víctimas. Pero ¿en qué consiste una conversación en sentido único? ¿Se puede considerar un diálogo o no es más que un soliloquio disfrazado?
157 Sigue siendo un diálogo a condición de que cada palabra proferida, escrita, sea una transcripción del Silencio del Otro mantenido «cara a cara» contra viento y marea; a condición de llegar, a fuerza de solicitud, desprendimiento y disponibilidad total, a una pura transparencia acústica. «Continuar amando, es cuchándose a sí mismo, a los demás, a la lógica de esta vida y a ti. Hineinhorchen, “escuchar por dentro”. (...) De hecho, mi vi da no es sino una perpetua escucha “por dentro”; en realidad, es más bien Dios quien escucha. Lo que hay de más esencial y pro fundo en mí escucha la esencia y la profundidad del otro. Dios escucha a Dios» (I, p. 195). Acoger a Dios en uno mismo sería, pues, hacerse portavoz de su Silencio, prestarle el propio aliento cuando el suyo no es más que un suspiro inaudible, extenuado. C. LA SOLICITUD CREATIVA
«Dios escucha a Dios». Simone Weil, por su parte, escribía: «El alma no ama como una criatura, con un amor creado. El amor que hay en ella es divino, increado, porque es el amor de Dios por Dios que pasa a través de ella. Sólo Dios es capaz de amar a Dios»1. Dios no se escucha a sí mismo en una «auto-resonancia»; lo que él escucha es el eco del «canto de sutil silencio» en cada hombre y, por tanto, las inflexiones que éste le da. Tampoco se ama a sí mismo en una especie de circuito cerrado y autosuficiente, sino a través de cada signo de reconocimiento que le es ofrecido. Dios escucha a Dios polifónicamente, y Dios ama a Dios en «éxodo», diseminado, reverberado por toda la superfi cie de la tierra, como un archipiélago. ¿Podría llegar incluso a decirse que Dios llora a Dios allí donde se ve rechazado, escarnecido, violentado? Lo que puede decirse es que Dios mendiga a Dios en cada hombre. «Él viene cuando quiere, dice Simone Weil. Y nosotros podemos consentir en acogerlo o en rechazarlo. Si permanece mos sordos, él vuelve una y otra vez como un mendigo, pero llegará un día en que no vuelva más...»2. 1. 2.
Simone W e i l , Atiente de Dieu, La Colombe, París 1950, p. 139. Ibid., p. 138.
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Es contra este riesgo de que un día Dios no vuelva ya a quie nes se han apartado obstinadamente de él contra lo que ha trata do de luchar Etty Hillesum. Ésa fue su única lucha. Poco im porta que ésta les parezca a algunos ridicula, sin incidencia di recta alguna en los acontecimientos. No por ello deja de ser ad mirable. Pero contentarse con calificar de «admirable» su com portamiento no basta, porque lleva a empobrecer su sentido, al no conferirle más que un valor estético. Hay que tratar, por tan to, de precisar en qué consiste la eficacia de la oración-conversación practicada por Etty Hillesum. Una vez más, la parábola del buen Samaritano puede ayu damos a penetrar de algún modo en este misterio, sobre todo si se relee desde la perspectiva propuesta por Simone Weil: «La caridad para con el prójimo, al estar constituida por la solicitud creativa, es análoga al genio. La solicitud creativa consiste en prestar realmente atención a lo que no existe. La humanidad no existe en la carne anónima que yace inerte al borde del camino. Sin embargo, el samaritano, que se detiene y mira, presta aten ción a esta humanidad ausente, y los actos que realiza a conti nuación confirman que se trata de una solicitud real. La fe, dice San Pablo, es la visión de lo invisible»3. La fe, en cuanto que es un acto eminente de amor y de inte ligencia por parte del hombre, en cuanto que moviliza, aguza y estimula su atención en el más alto grado, no transforma única mente el espíritu, sino también la sensibilidad: es todo el ser del hombre el que es «reelaborado» desde dentro, vivificado en to das sus facultades. Así, cada uno de sus cinco sentidos adquiere una capacidad de percepción sobrenatural, es decir, que se pro duce a la vez una apertura y una profundización ilimitada de los sentidos. Se ve lo invisible; se oye lo silenciado, lo no formulad, lo impalpable; se acaricia lo inmaterial...; los sentidos traspasan sus tenues fronteras, se espiritualizan. Prestar atención a lo que no existe es presentir un aconteci miento que aparentemente no anuncia nada, ni lo más mínimo; 3.
Ibid., p. 154.
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es detectar, por pura intuición, una fuente completamente es condida en el desierto; es percibir cómo se las más pequeñas co sas se esconden secretas maravillas, cómo en cada individuo se encierran cuya presencia, a menudo, ni él mismo sospecha. Prestar atención a lo que no existe es provocar el adveni miento de lo que, en su latencia y su no evidencia, confinaba con la nada. En absoluto, sólo Dios puede hacerlo, como observa Simone Weil: «Dios ha pensado lo que no era y, por el mero he cho de pensarlo, lo ha hecho ser. [...] Sólo Dios tiene este poder de pensar realmente lo que no existe. Sólo Dios presente en no sotros puede realmente pensar la cualidad humana que se es conde en los desgraciados, mirarlos verdaderamente con una mirada distinta de la que se dirige a los objetos, escuchar verda deramente sus voces como se escucha una palabra. Entonces ellos caen en la cuenta de que poseen una voz; de lo contrario, no tendrían ocasión de darse cuenta»4. Puesto que el hombre se dice «creado a imagen y semejan za de Dios», puede, a su vez, proceder de manera parecida. Toda creación artística es fruto de un proceso semejante: la miseri cordia en acción, así como el largo y duro trabajo del perdón. El Samaritano que se detiene y se inclina sobre el descono cido molido a golpes, desfigurado, ve lo que los agresores habí an querido rechazar y lo que quienes han pasado antes que él no han querido ver para no tener que «ensuciarse las manos» asu miendo una responsabilidad un tanto azarosa: la de amar y sal var de la muerte a un ser humano único, sagrado en su misterio, en su dignidad y en su vulnerabilidad; un prójimo desconocido. Etty Hillesum se inclinó de ese modo sobre cada uno de los desesperados, los afligidos, los rebeldes con quienes se encon tró. O, mejor, se inclinó aún más abajo: hasta el despojo de Dios abandonado en los eriales de la desgracia, le hizo levantarse con sus palabras y sus oraciones y lo recostó en su corazón; no lo «alimentó con trigo alguno, sino tan sólo con la posibilidad de ser», como escribe maravillosamente Rilke en un soneto consa4.
Ibid., pp. 154-155.
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grado al Unicornio, «el animal que no existe»5, pero que, a fuer za de amor anticipado y de atención continua, se crea y es. Otros dieron muestras de esa solicitud creativa, de esa fide lidad redentora en lo más recóndito de las tinieblas; por ejem plo, ese judío que se pasó todos los años de la guerra escondido en una cueva en Colonia y que escribe en una de las paredes de su escondite: «Creo en el sol, aunque no brille. Creo en el amor, aunque no me rodee. Creo en Dios, aunque se calle». Quien escribió estas líneas desapareció en la tormenta; no es más que un anónimo entre tantos millones. Un descendiente de Job, un testigo en favor de Dios aun cuando no pueda presen tarse ninguna prueba de su existencia; peor aún, cuando se acu mulan las pruebas en su contra. Un testigo en la noche, en el va cío, en la más absoluta soledad. En eso consiste la «grandeza», y no hay otra: en asumir de cabo a rabo la propia responsabili dad con respecto a lo humano, a la vida, a Dios. Y asumirla sin la menor garantía de una recompensa, de una justificación, de una salvación personal. 5.
R.M. R il k e , Les Sonnets á Orphée, II, 4, (trad. cast.: Los sonetos a Orfeo, Hiperión, Madrid 2003). «Este es el animal que no existe, No lo sabían y, sin embargo, lo amaron... por su forma de andar, su porte, su cuello, incluso por la luz de su serena mirada. Es verdad que no existió. Pero, como lo amaban, nació un animal puro. Dejaban siempre espacio. Y en este espacio, claro y libre, alzó levemente la cabeza y apenas tuvo necesidad de ser. N o lo alimentaron con grano, sino tan sólo con la posibilidad de ser. Y ésta le dio tal fuerza al animal que hizo brotar un cuerno de su frente. Un solo cuerno. Completamente blanco, se acercó a una virgen, y fue en el espejo de plata y fue en ella».
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«En el camino que conduce al Dios único hay una etapa sin Dios. El verdadero monoteísmo debe responder a exigencias le gítimas del ateísmo. Un Dios adulto se manifiesta precisamente en el vacío del cielo infantil. Momento en el que Dios se retira del mundo y se cubre el rostro, (...) lo cual, pensamos, no es una abstracción teológica ni una imagen poética. Es la hora en que el individuo justo no encuentra ningún recurso exterior, en que ninguna institución le protege, en que se niega igualmente el consuelo de la presencia divina dentro del sentimiento religioso infantil, en que el individuo no puede triunfar si no es en su con ciencia, es decir, necesariamente en el sufrimiento. (...) La posi ción de las víctimas en un mundo en desorden, es decir, en un mundo en que el bien no consigue triunfar, es la del sufrimien to, la cual revela a un Dios que, renunciando a toda manifesta ción compasiva, llama a la plena madurez del hombre integral mente responsable »6. Y Emmanuel Lévinas prosigue diciendo que ese Dios «que se cubre la cara y abandona al justo a su jus ticia sin triunfo -ese Dios lejano- viene de dentro». Es un Dios así, vertiginosamente lejano y, no obstante, asen tado en lo más íntimo del alma, del que han dado testimonio tan to el perseguido escondido en el fondo de una cueva como Etty Hillesum. *** En una de sus Cartas a un joven poeta, Rilke escribe al destina tario de sus misivas, que se lamentaba de haber perdido la fe de su infancia y de no poder ya creer en Dios: «¿No será más bien que nunca la has tenido? (...) ¿Por qué no pensar que él es el que vendrá, el que desde toda la eternidad debe venir, que él es el fu turo, el fruto maduro de un árbol del que nosotros no somos más que las hojas? ¿Qué te impide, pues, proyectar su venida en el futuro y vivir tu vida como uno de esos dolorosos y hermosos días de un sublime embarazo? ¿No ves que todo cuanto sucede 6.
Emmanuel L é v in a s , Difficile liberté, Albín Michel, París 1963, p. 172-173.
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es siempre un comienzo? ¿No podría ser éste precisamente Su comienzo? ¡Hay tanta belleza en todo lo que comienza...!»7. La aventura de Dios en este mundo comienza de nuevo con cada ser humano, con cada nacimiento. A menudo, la aventura se malogra, se rutiniza o, peor aún, ni siquiera tiene lugar. Pero gra cias a un puñado de justos, de inspirados, de audaces, esta aven tura se reinicia una y otra vez, retoma el hilo sinuoso del tiempo, reemprende el azaroso camino de la tierra, recupera su tumul tuoso curso en la historia... y la lucha cuerpo a cuerpo con el mal. «A veces me pregunto qué quieres hacer conmigo, Dios mío. Pero ¿es posible que ello dependa precisamente de lo que yo quiera hacer contigo?» (I, p. 207). Etty Hillesum respondió con su vida a la doble pregunta cuestión que ella misma se hacía. Dios hizo de ella su refugio, encontró cobijo en su cuerpo, aco gida en su corazón, en unos tiempos de infortunio; ella hizo de él su huésped, su protegido, su Amigo, cuando él no era más que ausencia y silencio. No sólo no ocupó el lugar de nadie, sino que se negó a de sertar del que le había tocado en suerte en el «destino colecti vo», por muy absurdo y atroz que fuera éste. Más aún, se man tuvo en su puesto para «no dejar vacío [el] lugar de servidor y amigo» que es el que corresponde a Dios en este mundo, según la expresión del hermano Christophe, monje de Tibhirine, rin diendo homenaje, unos meses antes de ser asesinado él mismo, a las dos hermanas muertas en un atentado en Argelia en el oto ño de 19958. El contexto es completamente diferente pero lo que está en juego es idéntico: garantizar a toda costa la aventura di vina en la historia humana, asumiendo incesantemente la ar diente y dolorosa «belleza del comienzo». Y de todo ello no ostenta el monopolio iglesia ni dogma al guno. Los samaritanos eran considerados en su tiempo como he rejes, como legalmente impuros; ahora bien, el «buen Samaritano» es un luminoso ejemplo del Justo, del misericordioso. Un hombre «de grandeza». 7. 8.
M. R il k e , Le Livre de lapauvreté et de la morí, Seuil, Oeuvres II, Poésie, Paris 1972, pp. 66-68. Sept vies pour Dieu et l ’Algérie, Bayard-Le Centurión, Paris 1996, p. 200.
R.
V En marcha «Por la noche tomo el Libro. Otros toman las armas. Y leo: “Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden las cosas escritas en ella, porque el Tiempo está cerca” (Ap 1,3). ¡En marcha, lectores!» Fray Christophe
La noche perdura. Los que toman las armas son cada vez más numerosos, rencorosos y violentos. Otros toman el Libro y se alimentan de él, como Ezequiel o san Juan, y su hambre de jus ticia y de luz crece tanto más cuanto más leen. Es vital alimentarse de este hambre. Hambre de despose sión, de desarraigo, de nomadismo. Por eso hay que mantener se a la escucha y seguir los pasos de quienes se han levantado en la noche y se han puesto en marcha bajo un cielo desierto, ca minantes de un Dios escondido y portadores del alba. Sus testimonios son fuegos de vivac que alumbran en la no che; no basta con pasar junto a ellos y entrar en calor; se trata de cuidarlos, avivarlos y propagarlos. Que ardan allá donde el vien to los conduzca. Si no, «si todo este sufrimiento no conduce a un ensanchamiento del horizonte, a una mayor humanidad, pa ra que caigan todas las mezquindades y pequeñeces de esta vi da, entonces todo habrá sido en vano» (I, p. 180). Si no hacemos el esfuerzo de oponer a cada instante «algo resplandeciente y fuerte que sea la promesa de un comienzo en lugares entera mente nuevos, estaremos perdidos, perdidos de verdad y para siempre» (I, p. 182). Estas palabras no son las de una mujer «sobrehumana» o «in-humana», sino, por el contrario, las de una mujer plena y magníficamente humana; las de una humilde «Samaritana» que partió de viaje por la vida y que, en su camino, se encontró con una muchedumbre de heridos, desesperados, moribundos... y se compadeció de todos y cada uno de ellos. Se compadeció tan profundamente que en cada uno de ellos pudo percibir a Dios agonizante. Lo cargó sobre sus hombros, lo alojó en su alma, «vieja de mil años», y cuidó de él.
EN MARCHA
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«¿Cuál de ellos [...] te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» se pregunta al final de la parábo la del buen Samaritano. El interrogado no puede sino responder: «El que practicó la misericordia con él». Etty Hillesum demostró ser «el prójimo» de sus contempo ráneos y «el prójimo de Dios». ¿Es una herejía afirmar tal cosa? En absoluto. Es ir directamente hacia el albergue itinerante en el que acampa Dios en medio de la humanidad sufriente. Y al demostrar ser el prójimo de sus contemporáneos y de Dios, prójimo de una pieza y apasionado, Etty Hillesum sigue siendo nuestro prójimo, y lo seguirá siendo durante generacio nes. Nuestro prójimo está en marcha perpetuamente. «Cuando se ha comenzado a hacer camino con Dios, no hay más que seguir simplemente su camino; la vida no es más que una larga marcha...», solía decir.
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