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En nuestro país, los e s c é p t i c o s , a g n ó s t i c o s o ateos apenas expresan p ú b l i c a m e n t e su increencia, contribuyendo por o m i s i ó n a mantener la inercia de los poderes que administran la fe recibida a p o y á n d o s e en su abrumador predominio en los grandes medios de c o m u n i c a c i ó n . Las iglesias, favorecidas por las instancias públicas, siguen a r r o g á n d o s e —en particular la católica— una f u n c i ó n de tutelaje moral, prolongando su tradicional d o m i n a c i ó n ideológica. Pero el amor, el sentimiento, la esperanza, la e m o c i ó n y la solidaridad deben emanciparse de las formas alienatorias de la religión, y de sus actuales subrogados, a fin de alcanzar un genuino fundamento racional y laico anclado en una visión del mundo y del ser humano que desaloje las ilusiones transmitidas por el legado mítico. La racionalidad potencia y dirige los impulsos del c o r a z ó n hacia metas liberadoras que conduzcan a una sociedad mejor. En este libro, el autor amplía las perspectivas de las obras publicadas por esta Editora —Ideología e Historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico (6. ed., 1993), Fe cristiana, Iglesia, poder (2. ed., 1992), y El Evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia (2. ed., 1994)—, y ofrece un conjunto coherente de escritos que ilustran algunas de las formas y figuras que reviste la alienación religiosa, contribuyendo así a fortalecer las razones que muchos ciudadanos ya tienen para no creer, o a estimular a otros a cuestionarse sus supuestas razones para creer. a
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Gonzalo Puente Ojea, miembro de la Carrera Diplomática, fue Subsecretario de Asuntos Exteriores y es Embajador de España, habiendo representado a nuestro país ante la Santa Sede entre los años 1985 y 1987.
E L O G I O D E L ATEÍSMO Los espejos de una ilusión
por GONZALO PUENTE OJEA
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ventuno editores MEXICO ESPAÑA
siglo veintiuno editores, sa CERRO DEL AGUA, 248 04310 MEXICO, D.F.
siglo veintiuno de españa editores, sa
O PLAZA. 5 28043 MADRID ESPAÑA
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Primera edición, abril de 1995 Segunda edición, corregida y aumentada, julio de 1995 © SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A. Calle Plaza, 5. 28043 Madrid © Gonzalo Puente Ojea DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY Impreso y hecho en España Printed and made in Spain Diseño de la cubierta: Pedro Arjona ISBN: 84-323-0876-5 Depósito legal: M . 24.641-1995 Fotocomposición: Fernández Ciudad, S. L. Catalina Suárez, 19. 28007 Madrid Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos de Jarama (Madrid)
ÍNDICE
A modo de prólogo 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23.
Preguntas y respuestas Sobre la religión. A propósito de un libro de Alfredo Fierro Racionalizaciones y racionalidades ¿Tiene sentido el universo? La verdad de la religión. A propósito de un libro de Gustavo Bueno Las paradojas del incumplimiento. Fe y Profecías ... Sectas e Iglesias La pugna interconfesional La evolución ideológica dentro del Nuevo Testamento Fundamentalismos, Integrismos Las ilusiones de la fe Un diagnóstico fallido Las razones del perseguidor La política del Papa Negro Sobre el gobierno tiránico del Papa In partibus infidelium Las "verdades" de la Iglesia Teología de la liberación Dios en América Ética y política Ser agnóstico El proyecto de la modernidad y la Iglesia católica El tercer hombre
9 11 32 59 79 84 188 217 221 226 242 246 249 255 258 261 264 267 285 289 295 299 306 316
24. 25. 26.
Anticlericalismo y sexo El nacionalcatolicismo Del confesionalismo al cripto-confesionalismo. Una nueva forma de hegemonía de la Iglesia en España
325 328 330
Addendum: Apuntes para una autobiografía
393
Epílogo a la segunda edición
434
índice de nombres
438
Este terror, pues, y estas tinieblas del espíritu, necesario es que las disipen, no los rayos del sol ni los lúcidos dardos del día, sino la contemplación de la naturaleza y la ciencia. Su primer principio lo formularemos así: jamás cosa alguna se engendró de la nada, por obra divina. TITO LUCRECIO CARO, De rerum natura, I, 150
La causa principal de la pobreza cognoscitiva es la riqueza imaginaria. El principal objetivo del conocimiento no consiste en abrir la puerta de la sabiduría infinita, sino en poner coto al error infinito. BERTOLT BRECHT
A M O D O D E PRÓLOGO
La relativa penuria en nuestro país de reflexiones públicas sobre la religión desde el ángulo de la increencia, me ha impulsado a reunir en este v o l u m e n una serie de escritos dispersos —algunos, inéditos— que me atrevo a pensar que pueden contribuir a fortalecer las razones que muchos españoles ya tienen para no creer. Quizás puedan también estimular a muchos otros a cuestionarse seriamente sus razones para creer. Estos escritos de re religiosa ofrecen c o m o nota común algo que figura en primera línea entre las preocupaciones de su autor: la de expresar con r o t u n d i d a d lo que otros sólo d i c e n o insinúan c o n ambigüedad, bien por timidez congénita, b i e n por cauta y sedicente prudencia. H a c e pocos meses, d o n Javier D a i m i e l —a quien me gustaría conocer personalmente— envió a un diario madrileño una carta abierta, p u b l i c a d a bajo el título En apoyo de Puente Ojea, que decía literalmente lo siguiente: «Ni estoy divorciado ni he sido embajador en la Santa Sede. Y suscribo todo cuanto viene d i c i e n d o el señor Puente Ojea en los medios de comunicación. Me parece, pues, errónea la carta publicada en su periódico el 18 de abril. T e n i e n d o en cuenta que el señor Ojea es casi el único que se atreve a denunciar a una de las organizaciones más corruptas que haya existido jamás, debemos mimarlo. C o m o portavoz de los millones de españoles que rechazamos "la confesión nacional", me parece insuperable. H a y pildoras que no se pueden endulzar». Esta escueta estimación he de confesar que ha sido uno de los principales acicates para procurar d i f u n d i r las ideas que se recogen en este opus minus, situado en el contexto de otros l i bros míos de empeño algo mayor. C u a n d o airados militantes de la fe católica, tanto entre los fieles de la iglesia docente co-
mo de la iglesia discente, me cargan de improperios y descalificaciones personales, me reconforta saber que hay muchas personas con la misma sensibilidad y resuelta sinceridad como las que manifiesta el señor Daimiel de modo tan percutiente y claro. Estas personas han captado la significación de mi modesto esfuerzo de dilucidación y de denuncia de un legado religioso de tan nocivos efectos sobre la configuración moral de los españoles a lo largo de la historia y todavía en el presente. La consigna de quienes piensan como el autor de estos escritos consiste en la voluntad de introducir, en nuestras mentes y nuestras conductas, pautas de conocimiento y de racionalidad que nos liberen de perniciosas y absurdas creencias o supersticiones. Los escritos reunidos en esta obra ilustran algunas de las formas y figuras que ha adoptado la alienación religiosa. Unas pertenecen a niveles fundantes de esta alienación, otras a niveles que se sitúan históricamente en lo que es más o menos coyuntural y anecdótico. Su conjunto, sin embargo, funciona como un poliédrico espejo sobre el que se refleja la mayor ilusión con la que el ser humano intenta compensar sus frustraciones y negar su naturaleza mortal. GONZALO PUENTE OJEA
Madrid, enero de 1995
1.
P R E G U N T A S Y RESPUESTAS
¿ C R E E U S T E D E N DIOS?
La fe religiosa ni se adquiere ni se abandona simplemente construyendo silogismos. Suele adquirirse, en los pueblos con tradiciones religiosas, mediante los conocidos mecanismos de reproducción ideológica que funcionan en toda sociedad. Es, pues, el resultado de las primeras fases del aprendizaje social, cuyas agencias básicas son el hogar doméstico y la escuela. Si la fe en los credos y dogmas religiosos le fuera propuesta al ser humano no antes del tránsito de la adolescencia a la edad adulta, o ya alcanzada esta última, cabría afirmar sin exceso que el profuso repertorio de mitos y leyendas —incluidas sus reelaboraciones teológicas— que forman el contenido de una fe religiosa —por ejemplo, la cristiana— no tendría probabilidad significativa alguna de recibir adhesión de fe por mentes normalmente constituidas, con la excepción de personas de peculiarísima idiosincrasia. La inverosimilitud racional de ese repertorio, y sus contradicciones lógicas, conducirían a su rechazo en la inmensa mayoría de los casos. La fe se adquiere en el seno de una tradición y en la infancia de la vida, cuando el sujeto está bajo la presión —y a la vez la protección y el cuidad o — de un superego potentísimo que moldea y permite simultáneamente la maduración del ego. La fe suele abandonarse a través de personales y variadas experiencias, en el cauce de procesos vitales complejos, generalmente intensos y extensos, Texto publicado en el libro compilado por J o s é María Gironella, Nuevos cien españoles y Dios (Barcelona, Planeta, 1994).
que exigen una considerable inversión de energía psíquica, tanto en el plano emotivo c o m o en el intelectivo. En la crisis de fe se pone a prueba la fuerza y el e q u i l i b r i o d e l ego c o m o núcleo de la personalidad. A u n q u e los factores afectivos o emocionales juegan un papel relevante, un cierto nivel de formalización intelectual de la crisis resulta indispensable —y suele ser determinante— para el abandono de la fe. Las iglesias saben esto muy bien, y por ello obstaculizan por todos sus medios la información y el debate intelectual sobre el origen y las pretensiones epistemológicas de sus credos. U n a fe religiosa privada de los atrincheramientos que le brinda el mimetismo de la tradición es una causa perdida. Sensibilidad, inteligencia e información — q u e sólo suministra un cierto nivel de cultur a — , más una voluntad de discernimiento veritativo por encima de los prejuicios y preconceptos heredados, son el motor capaz de liberarnos de las ataduras de la fe. Las teologías de las religiones reveladas suelen atribuir la fe al privilegio personal de un don o gracia. No es extraño. L o s credos contienen tal número de fantasías y de ilusiones infantiles, que cabe pensar que la aceptación de la pretensión de inerrancia que recaban esas revelaciones sólo puede explicarse p o r un privilegio intransferible de credulidad. Aquí la teología es esclava de la psicología. La tesis del d o n o la gracia es la racionalización de la falacia conativa que encubre toda religión: Dios existe porque lo deseo, y lo deseo porque lo necesito. Luego, tiene que existir. Su gracia me descubre esta evidencia. Es el habitual razonamiento en círculo de la teología. El niño admite con complacencia una fe tan gratificante que no suele estar dispuesto a perderla en todo el resto de sus días. Las ceremonias mágicas aprendidas en su infancia le aseguran una teofanía que no cabe discutir. El adulto que desconoce la tradición, juzga esa fe como un desiderátum pueril, si no como una broma pesada. Si nos trasladamos del plano de la catequesis popular al de la apologética "ilustrada", observamos que los teólogos con algún p u d o r intelectual ya han abandonado la pretensión de demostrar racionalmente la existencia de D i o s . Incluso el P r i m e r
C o n c i l i o Vaticano sustituyó finalmente el verbo demostrari, que figuraba en el borrador de la Constitución sobre la fe católica (1870), por la expresión algo menos audaz certo cognosci —es decir, el hombre puede conocer c o n certeza a D i o s con la luz de su simple razón—. Pero la noción de Dios, en las religiones monoteístas — u n D i o s personal y creador—, es la mera extrapolación hasta lo infinito del conjunto de atributos finitos y contingentes del ser humano. Esta adjudicación sub specie infinitatis atque aeternitatis de los atributos humanos estalla inevitablemente en una m u l t i t u d de antinomias lógicas que arruinan la noción de D i o s porque prueban su radical imposibilidad. El inacabable debate sobre la teodicea y la extenuadora polémica de auxiliis, tan dramáticos c o m o grotescos, bastan para sustanciar el hecho de este colapso del Dios infinito. A u n q u e se haya d e c i d i d o eximir a la D i v i n i d a d de la figura sensible antropomórfica —las barbas, etc.—, la mismísima noción de este D i o s exhala la proyección antropomórfica por todos sus poros. Estrechamos de nuevo la mano de tan precoces guías como Jenófanes de Colofón, Protágoras, Cridas... y sus modernos epígonos. El creyente, emplazado a asumir el onus probandi de su afirmación de D i o s , termina eludiendo el reto; pero al mismo tiempo suele gritar jubiloso que el increyente tampoco puede demostrar su negación. Sin embargo, no existe paralelismo entre ambas posiciones. P o r q u e el creyente propone una noción de D i o s que sólo es una arbitraria especulación sin referente existencial, y por ello mismo no la puede probar. La inherente vaguedad denotativa y connotativa, propia de las definiciones metafísicas, o simplemente metafóricas, impide identificar ningún correlato empírico para ese D i o s . Si se actúa de buena fe, nadie debe afirmar algo que él sabe que es inidentificable, para solicitar seguidamente de su oponente que pruebe que no existe. Actualmente, los científicos y. los filósofos de la ciencia discuten sobre la realidad de los modelos de explicación en las ciencias fisicomatemáticas, o si todo modelo es sólo una hipótesis teórica válida mientras no surja una observación que el modelo no puede explicar. P o r consiguiente, el verificacionismo postulado hace aún pocas décadas ha sido abandonado c o m o
paradigma de verdad. Pero no es menos cierto que existe un amplio consenso favorable al axioma según el cual no tiene pertinencia existencial intersubjetiva, conforme a la lógica de la ciencia y a la lógica del sentido común, toda afirmación de existencia respecto de la que no cabe imaginar una situación empírica que la desmienta. D i c h o de otro modo, un enunciado sólo es refutable cuando recae sobre algo respecto de lo cual resulta en principio posible su negación mediante la constatación de hechos intersubjetivamente observables. Ni la noción de D i o s ni la de sus atributos infinitos son susceptibles de refutación en términos de realidad. Sabemos que no existen mundos de hadas, pero nos es imposible probarlo, porque las definiciones de tales mundos son especulaciones que no pueden, por p r i n c i p i o , someterse a alguna situación empírica imaginable de refutabilidad. D i o s , las hadas, etc., carecen por igual de toda virtualidad cognoscitiva real, porque pertenecen a un universo mental del que puede decirse lo que se quiera, ya que nada puede refutarse. Añadamos que incluso en el terreno de lo empírico, los juicios universales negativos de existencia son por definición indemostrables. Es regla metodológica del conocimiento que los juicios afirmativos son falsos mientras no se prueben, y los juicios negativos de existencia son verdaderos si no se demuestra lo contrario. T o d o esto nos conduce a una presunción de ateísmo derivada del principio de inmanencia, expresado ya c o n nitidez por Estratón de Lampsaco: el mundo es todo lo que existe y nada más que lo que existe; y todo lo que puede explicarse, tiene que explicarse por referencia a lo que hay en el mundo. Lo último es el conjunto de todo lo que hay, y sus principios de explicación están en lo que hay. H o y , el acento de la apologética se ha desplazado al terreno subjetivista de la experiencia religiosa. Simplificando, distingamos la experiencia ordinaria y la experiencia mística o extática. La primera nos sitúa en el ámbito de lo afectivo, lo emocional, lo vivencial. Es decir, en el ámbito de la inseguridad psicológica, del temor, de la superstición, de la nostalgia de lo soñado, lo anhelado o lo heredado. Son experiencias sin el menor valor demostrativo, y sin pertinencia en el plano de la intersubjetividad. Son proyecciones del ego en su búsqueda de gratificado-
nes inmediatas, sobre las cuales no pueden fundamentarse jamás pretensiones epistemológicas de validez veritativa, y que se mueven habitualmente en la órbita vivencial de una fe transmitida. La experiencia mística o extática manifiesta mayores pretensiones de certeza porque invoca la supuesta inmediatez del contacto de la conciencia c o n instancias trascendentes, una inmediatez en la que sujeto y objeto se d i l u y e n en el océano infinito de la unió mystica o de la contemplación extática. L o s rasgos fascinantes de la fenomenología del rapto o arrobo extáticos cobran, en los i n d i v i d u o s que padecen esta especie de experiencia, unas tonalidades extraordinarias de gran impacto psicológico, capitalizadas c o n suma habilidad tanto por las religiones monoteístas c o m o por las sabidurías o religiones orientales en sus estrategias proselitistas o clientelistas. Pero sus reclamados títulos epistemológicos se apoyan en una falacia: la de dar por sentado que en la experiencia mística se borran automáticamente los límites de la conciencia y se accede a la percepción directa de lo trascendente, lo transpersonal o lo divino. En uno de mis libros desarrollé un argumento que aquí sólo puedo apuntar: la experiencia, para ser tal, requiere la concienciación de lo aprehendido, requiere percepciones que solamente son posibles mediante imágenes sensibles o representaciones mentales. U n a mera sensación todavía no es, por sí misma, una experiencia. Sólo hay experiencia de algo cuando existen imágenes o representaciones mentales c o m o formalizaciones indispensables para una concienciación. A h o r a bien, una representación mental trabaja con alguna forma de objetivación conceptual, es decir, c o n un lenguaje — a u n q u e sea silencioso—. P o r consiguiente, desaparece la pretensión de inmediatez tan celebrada por los místicos c o m o prenda incuestionable de la verdad de la trascendencia inefable, pues en las imágenes o representaciones mentales se esconden el imaginario colectivo y el lenguaje común. Es decir, lo aprendido en el espesor cultural que constituye a radice nuestro entorno social. La presunta inmediatez del místico o del extático está ya saturada de todas las mediaciones de la cultura en que se nace o se vive, incluso cuando uno cree haber llevado el esfuerzo psicosomático de concentración a la supresión de toda
mediación mental. El éxtasis místico es un estado psíquico de naturaleza alucinatoria o hipnótica que lleva la alienación de la conciencia personal a su nivel límite: la anulación del sujeto en aras de una presunta conciencia de la totalidad, la cual, en rigor, se cancelaría a sí misma en una imaginaria totalidad como conciencia. Bajo todo el lenguaje inefable de los místicos subyace la ilusión idealista; una especie de inversión de la metafísica de Fichte mediante su desyoización radical, si este c o n o c i d o ejemplo del idealismo subjetivo nos ayuda a entender. Las virtualidades ataráxicas de las técnicas del yoga, y similares, pueden brindar excelentes resultados prácticos. Pero cuando comenzamos a hablar de meditación trascendental o de experiencia transpersonal, nos situamos ya en las anfibologías del lenguaje de la ontologización de signo religioso. Será siempre una mala apologética la que recurre in extremis a estados anómalos de la conciencia para homologar creencias religiosas, apelando a explicaciones que al común de los mortales han de parecerles sueños de una noche de verano. En cualquier caso, para estos creyentes su fe vendría a apoyarse en una creencia en segunda potencia: creer que algunos creen haber tenido la experiencia extraordinaria de lo d i v i n o . Se trataría de una nueva versión d e l argumento de autoridad. Entonces, es más económico acudir directamente a la categoría de mysterium ininteligible pero caucionado y administrado por las iglesias, cuando la reductio ad absurdum de los credos ya no permite otra salida. A esta apologética experiencial, se ha agregado recientemente una nueva estrategia para dotar a los mitos bíblicos de verosimilitud para una mente de nuestro tiempo. Se recurre, una vez más, a conocidas técnicas de simbolización que permitan comprender las figuras y sucesos de la historia sagrada. L o s campeones de la nueva hermenéutica, hijos, en diversas proporciones, de H e g e l y de Heidegger, se p r o p o n e n recuperar el sentido racional de los mitos bíblicos legados por la tradición, mediante una exégesis existencial que discurre por un incesante juego de vaivén entre la comprensión que tuvieron de la Revelación sus destinatarios originales y la que deben tener sus desti-
natarios actuales. L o s Gadamer, los R i c o e u r y muchos teólogos posbultmanianos nos b r i n d a n las categorías conceptuales necesarias para tender puentes entre esas posiciones alejadas en el tiempo histórico. La instancia mediadora en este incesante vaivén sería siempre la trascendencia divina, cuya verticalidad respecto de cada i n d i v i d u o humano convierte la tradición, el pasado, en una realidad siempre presente. D i o s , sobrevolando la historia, revalida y presencializa constantemente el contenido simbólico de los mitos, y actualiza, conforme al lenguaje y a la comprensión de cada tiempo, las verdades eternas del mensaje d i v i n o de salvación. L a estructura del juego — e n verdad, h a b i l i d o s o — se resume en el denominado círculo hermenéutico: no hay interpretación exenta de prejuicios, preconceptos y presupuestos. T o d a comprensión encubre una precomprensión que hunde sus raíces en un sujeto que es la bisagra entre tradición histórica y actualidad existencial. En este círculo de hierro, las categorías de autoridad y tradición son insuprimibles, y las únicas que hacen posible la historicidad del existente humano que no quiera renunciar a la nota fundante de su humanidad. El juicio de autoridad del maestro es el p r i n c i p i o legitimante del prejuicio del discípulo. De la tradición no puede uno liberarse, porque es lo que posibilita el m u n d o que "está a h f , en el que vivimos. P o r ello, somos seres permanentemente interpelados por la tradición y sus mitos. El pasado permanece activo en el presente, y nuestra experiencia del presente permite comprender la tradición del pasado. Su última palabra es ésta: el problema no consiste en eliminar los prejuicios, sino en discernir su sentido para actualizarlos en un nuevo plano de comprensión. La objeción decisiva a esta sutil apologética del pasado es que después de todo esfuerzo intelectual para comprender, es indispensable pasar al plano superior de la explicación; es decir, conocer lo particular por sus causas, las cuales, por definición, no se confunden c o n sus efectos — e n un análisis lógico-genético—. La explicación de algo que nos presenta la experiencia no puede lograrse desde sí mismo, sino desde la red de causas exteriores que lo hacen posible, sin salirse nunca, naturalmente, de la totalidad de lo que existe, que es para sí misma, en cuanto totali-
dad, lo último, c o m o he i n d i c a d o al hablar del p r i n c i p i o de i n manencia. Explicar mitos no es lo m i s m o que comprenderlos. C o m p r e n d e r puede hacerse desde una filología integral, sin salirse de sí misma. E x p l i c a r es tarea de la filosofía y de la ciencia, a partir de evidencias empíricas. La nueva hermenéutica, al encerrarse en su torre de marfil, acaba mutilando la razón y entronizando de nuevo el oscurantismo religioso y las ilusiones de la fe.
¿CREE USTED Q U E H A Y E N NOSOTROS A L G O Q U E SOBREVIVE A LA M U E R T E CORPORAL?
El estado actual de las ciencias resulta incompatible c o n la creencia en almas o espíritus c o m o entidades objetivas, separables de los cuerpos, inmortales. L a hipótesis de una dualidad alma-cuerpo, o espíritu-materia, es la pertinaz supervivencia de una de las invenciones más arcaicas y de mayores consecuencias en la historia humana. El hombre prehistórico, en un lento proceso de reflexión sobre una rica gama de experiencias subjetivas —las propias imágenes oníricas, las visiones alucinatorias de congéneres vivos o muertos, las inferencias supersticiosas de seudocausalidades entre sucesos simultáneos o no, etc.— ideó la hipótesis animista-finalista, que escindía la realidad — v i v a o inorgánica— en un principio corporal o material y un principio vital animado o volátil, a la vez que proyectaba sobre este último la estructura finalista o teleológica de los actos humanos. Sin perjuicio de las causalidades naturales que él percibía o actuaba, todo lo que sucedía de enigmático o extraordinario obedecía necesariamente, en opinión de nuestros antepasados, a la voluntad de un espíritu o ánima, sutil e invisible; nada sucedía por azar. Esta falsa explicación satisfacía las modestas exigencias de racionalidad del hombre prehistórico. Es probable que las primeras proyecciones animistas-finalistas recayeran sobre los ancestros muertos —cultos funerarios— y sobre ciertos animales poderosos c o m o centros de voluntad —pinturas rupestres pre-
históricas—, y luego o simultáneamente, por extensión, sobre fuerzas o fenómenos naturales —ríos, montañas, bosques, h u racanes, tormentas, etc.—, sin necesidad de presuponer una etapa preanimista cronológicamente previa. Estas creencias se enraizaban en un m u n d o de angustiosas inseguridades vitales y fuertes emociones vinculadas al terror mortis, y se orientaban a la propiciación o a la manipulación de los espíritus. C r e a d o este universo irreal de almas o númenes, por el trabajo incesante de imaginación, fabulación y especulación, extrapolando la proyección animista, los seres humanos fueron forjando complejas cosmogonías, exuberantes mitologías politeístas y, finalmente, sistemas de deidades supremas locales o generales, confluyentes, en último término, en dioses universales únicos (monoteísmos). La fantástica doctrina de la transmigración de las almas — y el principio retributivo d e l karma— se inscribe también, a su modo, en el marco del más pueril animismo. Introducida la confortadora hipótesis de un plan teleológico en el seno íntimo de la Naturaleza, el animismo-finalismo no sólo continuó siendo la plataforma sustentadora de toda religión, sino que, adecuadamente conformada, pasó a constituir el nervio secularizado de las concepciones supuestamente cientifistas del m u n do hasta nuestro p r o p i o siglo xx. A u n q u e la incesante investigación científica sobre las estructuras cerebrales y los sistemas neuronales del ser humano, y sobre la cosmología de base fisicomatemática, ha c o n d u c i d o a la explicación radicalmente i n manentista y materialista — e n el sentido actual de este términ o — de la realidad (explicación rigurosamente incompatible c o n la arcaica creencia en un mundo poblado de espíritus o entes sobrenaturales), las especulaciones teológicas de las revelaciones religiosas siguen moviéndose en el espacio acotado p o r esa falsa dualidad alma-cuerpo, espíritu-materia — a s i m i l a n d o lo material a lo opuesto a la cultura, a la creatividad intelectual o literaria, a la creación estética, a la solidaridad humana o a la justicia soc i a l — . Tanto la charlatanería espiritista o esotérica c o m o la verborrea clerical están unidas por hilos invisibles de tácitas complicidades, si bien en posiciones de recíproca tensión en su lucha por monopolizar o controlar la capacidad fabuladora
de una cultura del milagro que ambas comparten y explotan sobre el terreno bien abonado por la Iglesia católica durante muchos siglos de dominación. Curas y gurúes se disputan las extensas clientelas de una h u m a n i d a d que sigue dejándose esquilar c o m o rebaño dócil. A d m i n i s t r a n d o con cautas y a veces sutiles técnicas los despojos de la milenaria hipótesis animista-finalista, ofrecen ilusorias consolaciones que la inseguridad de un m u n d o cruel y el pavor ante el hecho de la muerte i m pulsan a las gentes a abrazar obsesivamente, considerando a quienes las cuestionan con sólidas y frías razones c o m o enemigos que hay que aniquilar. La creencia en la existencia del alma incorruptible e inmortal recibe, incluso en sujetos psíquicamente equilibrados en su conducta cotidiana, una adhesión de corte paranoide cuyas más graves consecuencias para la convivencia c i v i l son el fanatismo y la intolerancia. Sobre ambas consecuencias se edifica el poder de las iglesias y de los credos institucionalizados. La creencia en una v i d a —celeste o i n f e r n a l — en un ilusorio más allá, hace la mente disponible para la sumisión a los muy reales poderes del más acá. H o y sabemos ya que no está lejana la fecha en la que la investigación científica desvele y explique satisfactoriamente el fenómeno de la consciencia h u m a n a y sus eventuales anomalías, sin salirse jamás de las propias estructuras materiales del complejísimo sistema nervioso, haciéndose capaz de integrar en una psicología empírica unitaria toda la fenomenología de la v i d a psíquica y la conducta d e l ser humano, incluidas aquellas esferas que un ancho sector de la llamada parapsicología continúa refiriendo, en último análisis, a la falsa d u a l i d a d alma-cuerpo. No existen ni almas ni espíritus que se muevan misteriosamente o sigilosamente en una realidad trascendente. Sólo hay seres humanos sin escisiones ontológicas, que nacen y mueren en el único m u n d o que existe, el m u n d o de aquí; aunque este aquí incluya, al menos por hoy, realidades no v i sualizares.
¿ C R E E U S T E D Q U E C R I S T O E R A (ES) DIOS?
En los tres últimos años he escrito un par de libros — q u e no han tenido la deseable difusión en un país donde incluso los intelectuales suelen ignorar prácticamente todo sobre estos asuntos— destinados a explicar la génesis de la fe cristiana en el curso d e l primer siglo de nuestra era. Inicialmente, con las v i siones de la supuesta Resurrección, más la intensa emoción de la esperanza de un retorno inmediato del mesianista galileo, seguidas de las especulaciones paulinas c o m o plataforma fundacional del mito de Cristo, encontramos en los Evangelios sinópticos todos los rasgos definitorios de una nova religio gestada en u n proceso de hibridación de la escatología judía con la religiosidad mistérica del helenismo. La orquestación final y grandilocuente de esta hibridación viene a ser el Cuarto Evangelio. Si Jesús, pese a su mentalidad mítica, hubiera presenciado esta asombrosa mitopoiesis, probablemente hubiese pensado que por medio de todo ello andaba Satán c o n sus estratagemas de confusión. P o r q u e entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe se interpuso un corte radical —epistemológico y teológico— que sólo p u d o salvarse mediante un gigantesco saltus sólo ejecutable en el delirio de la nueva fe. Al estudiar durante años los testimonios neotestamentarios que documentan este fenómeno de mutación único en la historia de las llamadas religiones superiores, me apoyé en la docena larga de exégetas independientes que fueron marcando, durante dos centurias, hitos irreversibles en los estudios neotestamentarios —que en las últimas décadas de nuestro siglo han recibido aportaciones decisivas para el esclarecimiento de los factores básicos que generaron el cristianismo—. En un país de fe católica multisecular como el nuestro, la cuestión de la existencia de D i o s no llega a formularse en su generalidad si antes no se desvela la falsedad histórico-teológica de los fundamentos de la fe cristiana. El análisis crítico de esta tradición es un prius, en la práctica, respecto del debate sobre la existencia de un Dios. El Jesús histórico fue seguramente un mesianista visionario
que anunció patéticamente la llegada inminente del R e i n o de D i o s en la tierra. Este visionario utópico, inmerso en la esperanza de Israel —reiterada literaria y oralmente, de una u otra manera, por una dilatada tradición profética tan vaga como var i o p i n t a — , creyó ciegamente en el oráculo escatológico-mesiánico c o m o punto de arranque de una reconversión interior, en las mentes y en los corazones, que permitiera la realización plena de la ley mosaica en los términos extremos de una ética de urgencia escatológica para las vísperas de la inminente instauración del Reino. Anunció la venida del Mesías, y probablemente llegó a creerse él mismo ese Mesías judío en las últimas semanas de su magisterio público, exigiendo de su séquito una confianza sin límites y una entrega absoluta a los imperativos de aquella ética. Creyó firmemente en la inmediata instauración de ese R e i n o por la mano de Yahvé y la movilización de sus fieles. Sus expectativas palingenésicas concluyeron en su trágica e inesperada ejecución por la autoridad romana, en Jerusalén, como sedicioso. Jamás fundó Iglesia alguna, ni instituyó sacramentos. Habría considerado sacrilega y blasfema cualquier atribución de cualidades de naturaleza divina a su condición de hombre. Éste es el perfil básico que cabe dibujar c o n alta p r o b a b i l i d a d de certeza mediante la aplicación sistemática de criterios heurísticos adecuados al tratamiento científico de las epístolas paulinas y de los Evangelios canónicos, documentos proteicos, tortuosos y contradictorios en su composición, pero que nos ofrecen el fascinante espectáculo de la fabricación histórica de un gran mito ante nuestros ojos. M i t o a la vez ambicioso en sus pretensiones e indigente y tosco en su inverosimilitud factual y conceptual: el mito del Cristo de la fe. La mejor prueba de la muy plausible existencia histórica de ese agente mesiánico galileo c o n o c i d o con el sobrenombre de N a zareno, no son las referencias escritas de un Flavio Josefo, un P l i n i o , un Suetonio, un Tácito, sino el agónico y fallido esfuerzo de los Evangelios sinópticos por conciliar el pertinaz núcleo testimonial histórico sobre la personalidad de Jesús y el fantasmagórico modelo teológico mediante el cual sus epígonos cristianos inventaron a su héroe d i v i n o . N a d i e se plantea proble-
mas superfluos — q u e no puede resolver— contra sus propios intereses. Pero estos graves problemas emergían c o m o consecuencia de la tradición de ciertos datos de una memoria histórica insuprimible y que estaba ahí presente, con la obstinación de los hechos. El Cristo de la fe transmuta al Nazareno en un ser d i v i n o , consustancial y coeterno con el Padre, engendrado sobrenaturalmente por el Espíritu Santo en el seno de una virgen para pagar con su martirio en la cruz una imaginaria y absurda deuda que la h u m a n i d a d habría contraído con D i o s a causa de un pecado hereditario de desobediencia. Sólo la pasión y muerte de un ser a la vez D i o s y H o m b r e podía, no se sabe por qué, saldar esa deuda ante una d i v i n i d a d implacable y rencorosa. Este mítico hombre-dios, que había fracasado en todo lo que anunciara mientras transitó por esta tierra, habría demostrado su d i v i n i d a d esencial en v i r t u d de una Resurrección milagrosa supuestamente avalada por visiones —todas confusas y no coincidentes—, sin más valor intrínseco que las que se aducen por centenares cada día en la sociedad secularizada de nuestro tiempo. La Ascensión a los cielos, más la promesa de su inmediato retorno para enmendar el fiasco de la profética instauración inminente del R e i n o mesiánico, constituían el epílogo de una soteriología aberrante, sobre la cual la cristiandad ha construido el imponente edificio de su teología y su poder. Para sustanciar esta radical oposición entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, he escrito los libros a que me he referido, y a ellos remito al lector interesado. C o m o era previsible, esta imposible amalgama de dos figuras inconciliables produjo muy pronto encarnizadas polémicas teológicas y una cadena interminable de cismas y herejías que son la marca de origen de la fe cristiana. La permanente característica de la dogmática de esta fe — e n el seno de la Iglesia o al margen de e l l a — es la pretensión de unir los contrarios nacidos de la hibridación originaria, mediante su mera yuxtaposición, para solicitar seguidamente, ante su impotencia argumental, el sello del misterio, es decir, implorar al Espíritu Santo la gracia de creer lo absurdo. C o m o botón de muestra de las escandalosas antinomias
dogmáticas, recordemos sólo un aspecto del célebre misterio de la Encarnación, el eje central de la fe cristiana. Después de agrias polémicas desde el diktat imperial de N i c e a , ornadas de intimidaciones morales y violencias físicas, el C o n c i l i o de C a l cedonia (451) dictaminó definitivamente que h u b o «un solo Cristo en dos naturalezas», dotado de un «alma razonable y semejante en todo a nosotros excepto el pecado», subrayando que «las propiedades de cada naturaleza quedan a salvo y se encuentran en una sola persona». Pero seguía pendiente el espinoso problema de conciliar de m o d o convincente el Jesús evangélico que sentía hambre, tenía sed, comía, bebía, se excitaba, se irritaba coléricamente y padecía, c o n el Cristo celeste, perfecto, imperturbable e insensible c o m o D i o s , exento de todo cambio o movimiento. P a b l o de Tarso, en Filipenses 2.7, avanzó una idea que hizo fortuna, y que luego explotaron varios Padres de la Iglesia: Jesús se anonadó voluntariamente, se despojó a sí mismo (heauton ekenósen) de la divinidad, pero manteniéndola íntegra en sí al mismo tiempo. Se conoce c o m o la doctrina del vaciamiento o kenosis (derivado del verbo griego kenóo, vacío o evacuó), argucia que debía manejarse con pinzas para no caer en la trampa docetista (del verbo griego dokéó, parezco sin serlo) del Jesús espiritual propuesto por el temible heresiarca Marción. Sin embargo, Calcedonia — c o m o siemp r e — no cancelaba la insuprimible contradicción ontológica entre un D i o s que, por definición, no puede sufrir, porque toda pasión comporta cambio o movimiento — i n c o n c e b i b l e en un D i o s de suma perfección e i n v a r i a b i l i d a d — , y un H o m b r e D i o s que se altera, cambia de h u m o r y sufre o se alegra. U n a vez más, en Calcedonia la Iglesia se limitaba a yuxtaponer contrarios. Pero aún quedaba otro escollo que causaba extrema perplejidad: ¿podía una sola persona tener dos voluntades?... Realmente, esto les pareció a algunos excesivo. Ya en el siglo v i l , el patriarca Sergio de Constantinopla logró persuadir al papa H o n o r i o I de que, pese a sus dos naturalezas, en Cristo hubo un solo m o d o de actividad (mía energeia), en el sutil lenguaje helénico. En las dos cartas en las que este Papa aprueba la doctrina de Sergio, utiliza, de manera aún más compromete-
dora, la expresión una voluntad en Cristo. L o s sucesores de H o norio condenaron el monothelismo, y el C o n c i l i o de Constantinopla del año 680 proclamó definitivamente la existencia en el Nazareno de dos voluntades, una divina y otra humana. L o s futuros detractores de la infalibilidad pontificia no dejaron de i n vocar este suceso histórico, que la historiografía apologética nunca p u d o escamotear. Así son de misteriosos los misterios de la fe cristiana. P o r q u e la contradicción sigue en pie, pero esta vez la cuestión se situaba, ya no en un nivel metafísico que el fervor de una fe práctica podía más o menos pasar por alto, sino en un nivel operativo, psicológico, histórico. Pues si hay dos voluntades plenas, autónomas, podrían, al menos en principio, divergir. D i o s , por definición, no puede tener la v o l u n tad de padecer. Jesús, si es D i o s , tampoco, salvo que se trate de voluntades excluyentes respectivamente. En todo caso, el H o m b r e - D i o s no podría querer y no querer simultáneamente. C u a n d o se niega la lógica, el sentido común se toma la revancha, salvo que la mente quede paralizada. Y éste es el drama del creyente que lucha por mantener la honestidad intelectual. Sufrir es cambio, contingencia, imperfección. Si Jesús quiso sufrir, y sufrió, ¿cómo podía ser D i o s ? Y si era D i o s , ¿cómo podía sufrir, y querer sufrir?...
S E AFIRMA Q U E E N L A A C T U A L I D A D LAS RELIGIONES, A E X C E P C I Ó N D E L I S L A M , S U F R E N U N A CRISIS PROGRESIVAMENTE GRAVE. ¿CREE USTED Q U E E L L O ES CIERTO? EN C A S O A F I R M A T I V O , ¿A Q U É ATRIBUIRÍA U S T E D T A L F E N Ó M E N O Q U E CONTRASTARIA C O N LA PROLIFERACIÓN D E LAS SECTAS? ¿PODRÍAN INFLUIR L O S I N C E S A N T E S A V A N C E S DE LA CIENCIA, DE LA TÉCNICA Y DE LA INTERCOMUNICACIÓN DE LOS PUEBLOS?
El Islam es una fe monoteísta que se extiende sobre todo en países o regiones de bajo nivel económico y considerable retraso cultural durante el largo período de la sumisión a potencias
colonialistas. Su crispación fundamentalista hay que atribuirla, en primer lugar, a la frustración generada por un discurso occidentalista y secularista que no iba acompañado de aplicaciones positivas concretas. El retorno al rigor del viejo discurso religioso es sólo una forma irracional de enmascaramiento de las causas reales de un fracaso de las expectativas de progreso económico y social, y la ilusoria alternativa de la adhesión fanática a una fe históricamente fallida en sus pretensiones de asegurar la felicidad. La historia muestra que los movimientos de protesta o de subversión armada provocados por factores sociales muy diversos suelen alcanzar cotas significativas de violencia y eficacia cuando están vehiculados por vectores étnico-religiosos. Podría hablarse, en términos freudianos, de una sobredeterminación para expresar esta potenciación de lo político por lo religioso c o m o estimulación fuertemente emotiva de lo irracional. Si bien las manifestaciones contemporáneas de integrismo islámico son hechos muy complejos que requieren un análisis de carácter multidisciplinar. C u a n d o se trata de fundamentalismos, no debe ignorarse que la gran maestra del fundamentalismo religioso es la Iglesia católica, tanto por su estricta dogmática como por sus prácticas históricas. En otro l u gar he expuesto las notas específicas d e l integrismo sui generis que configura el catolicismo. Es un fundamentalismo del Libro, pero administrado por un monarca absoluto e intérprete infalible, al que sirve un sistema episcopal jerárquico jurídicamente estructurado, que condena el libre examen e impone las fórmulas dogmáticas de la fe. Las sectas, en su proliferación actual, son excrecencias de la marea irracionalista estimulada por el fracaso de los poderes políticos y sociales para aplicar el progreso científico y tecnológico en la mejora del bienestar material y de la educación general, siguiendo pautas de efectiva justicia social y de verdadera tolerancia ideológica. No existe lo que se ha d a d o en calificar de crisis de valores, c o m o claman interesadamente —mediante una lectura tremendista y falseadora— los viejos poderes religiosos y los sectores retrógrados de la sociedad. Jamás ha habido un consenso tan universal sobre el código de va-
lores básicos generados por las tradiciones humanistas, un consenso que han proclamado las Constituciones democráticas, las Declaraciones de Derechos H u m a n o s , las Cartas de las grandes organizaciones internacionales. Este código diseña una ética autónoma que rompe con la moral fundada en esquemas formales de obediencia a autoridades sobrenaturales o a revelaciones divinas, y en el concepto de pecado como transgresión de mandatos sagrados. Esta moral heterónoma sigue parcialmente viva, pero su extinción es sólo cuestión de tiempo, porque la ética laica de valores fundados en la razón práctica es connatural al progreso de las ciencias y a la hegemonía de la razón. La grave carencia de nuestro tiempo radica en la notoria incapacidad para realizar esos valores cuasi unánimemente reconocidos. Las causas de esta incapacidad hay que buscarlas en sistemas de organización social —adversos a la realización práctica de dichos v a l o r e s — que oscilan entre dos grandes lacras: la anulación de las libertades y la explotación de los débiles por minorías privilegiadas en el mercado capitalista. La l u juria del poder y la codicia del dinero son los mayores obstáculos para llevar a la práctica el alto nivel de consenso axiológico alcanzado por la humanidad.
¿EN Q U É SENTIDO C R E E U S T E D Q U E L A CIENCIA, L A TÉCNICA Y LA INTERCOMUNICACIÓN DE LOS PUEBLOS INFLUIRÁN SOBRE EL TRADICIONAL SENTIMIENTO RELIGIOSO ESPAÑOL?
Mi respuesta es positiva, a pesar de las potentes inercias mentales de signo regresivo que se mantienen por la acción tenaz de los viejos poderes de dominación ideológica que saben manipular la fragilidad del ser humano. A la cabeza de estos poderes están las iglesias en general, pero de m o d o eminente la Iglesia católica, c o n sus instituciones educativas, sus actividades proselitistas y sus clientelas sociales. El ínfimo caudal de información solvente y de cultura que poseen extensísimos sectores del pueblo español representa el mayor escollo para el
progreso. Incluso los sectores más abiertos de la Iglesia bloquean de hecho la liberación de las mentes. Advirtamos que los católicos que hoy se tienen por progresistas o renovadores — y o propondría llamarlos neocristianos—, en España y fuera de ella, suelen reducir el contenido de su fe, lo digan o no lo d i gan, a la escueta creencia de que en la persona de Jesús manifestó Dios su presencia, en alguna medida y de alguna manera. En este n i vel de creencia, la dogmática católica se ha esfumado. M u c h o s de estos neocristianos siguen vistiendo prendas sacerdotales, recitando mecánicamente fórmulas caducas en las que no creen. Pero se mantienen dentro de la institución por temor o por interés, o por una combinación de ambos b i e n sazonada de confortables racionalizaciones que les permitan obtener formas de disimulada marginalidad. La Iglesia española sigue bien parapetada en el artículo 16.3 de la Constitución, que introduce, c o n abierto espíritu antidemocrático, relaciones de desigualdad entre los ciudadanos, bajo las apariencias de un lenguaje pluralista e igualitario. L o s redactores de la ponencia constitucional, mayoritariamente clericales, han q u e r i d o desconocer el hecho evidente de que los españoles agnósticos o ateos poseen también convicciones, basadas en peculiares concepciones del m u n d o , y que reclaman legítimamente iguales apoyos y cauces públicos para la expresión de sus ideas que los que disfrutan las iglesias o las confesiones religiosas —y de m o d o aplastante, la Iglesia católica—. Regular constitucionalmente de m o d o separado la libertad religiosa fuera d e l contexto general de la libertad de pensamiento y opinión es seguir una inercia neofranquista que representa una forma disimulada de privilegiar determinadas convicciones, de otorgar a las creencias en lo sagrado una especial protección. P o r añadidura, la manera abusiva en que se ha venido aplicando d i c h o precepto, ha hecho pasar a este país del no-confesionalismo a un criptoconfesionalismo, y en algunas esferas, a un confesionalismo de hecho. El escandaloso uso discriminatorio de los medios públicos de comunicación en favor de la religión católica está alcanzando niveles de anticonstitucionalidad, c o m o también sucede c o n la presencia o intervención públicas de los representantes del
Estado, en todos sus rangos, desde la C o r o n a hasta el último alcalde, en los cultos religiosos de la Iglesia. L o s modos no-religiosos o antirreligiosos de pensar tienen todo el derecho a exigir que las instituciones públicas —civiles y m i l i t a r e s — cesen esta odiosa discriminación y les otorguen todas las facilidades de fomento y difusión de las que son acreedores.
¿HA EXPERIMENTADO USTED ALGUNA VIVENCIA QUE HAYA INFLUIDO SOBRE SU ACTUAL ACTITUD RELIGIOSA? El término vivencia siempre me ha parecido equívoco. De ahí, quizá, que el lenguaje religioso actual le haya dado amplia acogida. Desde joven procuré, c o m o una higiene mental instintiva, aislar mis reflexiones de todo contexto de trascendencia o de mensaje de instancias invisibles. Esta actitud fue fortaleciéndose en mí a medida que la experiencia cotidiana, analizada a la luz de la razón, me fue alejando de la fe recibida. La razón está sujeta a error, pero es la única facultad capaz de autoanalizarse, rectificarse o confirmarse en un proceso sin fin. Sólo ella penetra en el d o m i n i o de lo emocional para desvelar sus motivaciones y sus estructuras, y juzga y da cuenta de las llamadas actualmente —a menudo c o n velada intención apologética— diversas racionalidades. Incluso lo que designamos c o m o lo irracional entra en la órbita de la conciencia y de la reflexión mediante el aparato de la razón. En suma, la razón es el sumo juez, aun en la crítica de sí misma. Lo cual no significa que opere en el vacío. P o r ejemplo, el repulsivo —y frecuente— maridaje de la Iglesia con el Estado, especialmente en la trágica insurrección militar de 1936, y la virulenta recidiva de nacionalcatolicismo que la siguió, fue un estímulo tal vez determinante de mi resolución de estudiar seriamente —y sin orejeras— cómo nació el mito cristiano y cómo creció su gran administradora: la Iglesia, en su naturaleza y en su historia. La
penosa situación en que vivió mi generación me brindó este impulso. F u e para mí el aspecto positivo de aquella tragedia.
¿QUÉ OPINIÓN LE M E R E C E A USTED LA PERSONALIDAD D E J U A N P A B L O II? S E A F I R M A Q U E S U G E S T I Ó N ES POLÉMICA Y CONTRADICTORIA, A V A N Z A D A EN LO SOCIAL, RETRÓGRADA EN EL C A M P O MORALISTA Y DOCTRINAL. ¿ Q U É E X P L I C A C I Ó N P U E D E T E N E R Q U E E N SUS V I A J E S C O N G R E G U E M U L T I T U D E S , L O M I S M O E N L O S PAÍSES DESARROLLADOS QUE EN EL TERCER MUNDO?
C o n s i d e r o que K a r o l W o j t y l a es un fiel intérprete de la dogmática católica y de la institución eclesiástica. Es también un representante típico de lo que significa la Iglesia c o m o poder. T o d a organización que se crea depositaría de la verdad absoluta, universal y eterna segrega automáticamente fanatismo e intolerancia. El P a p a actual es un campeón de la Iglesia, y su fuerza entre su grey reside en su indomable voluntad de cerrar el paso a todo intento de revisionismo, y en su destreza para galvanizar las mentes y los corazones de los fieles, eliminando toda dubitación sobre las verdades heredadas. Es coherente al rechazar todo debate teológico que pueda poner en cuestión una sola letra del dogma. D e c i r que interrumpió el aggiornamento de la Iglesia iniciado por el C o n c i l i o Vaticano II, nace de un grave error. Este concilio, que estuvo animado por hombres de un talante quizá más abierto para asumir ciertos valores conquistados por la cultura humanista en su lucha con la Iglesia, mantuvo intacto el legado dogmático, en toda su inverosimilit u d y sus aberraciones lógicas. Incluso ratificó drásticamente los dogmas recientes y las leyendas pasadas. Sólo introdujo una actualización de ciertas formas litúrgicas y una retórica h u manista prestada e insincera. El Papa polaco nada tuvo, en el fondo, que interrumpir. Pero regresó, eso sí, a los modales prepotentes de sus antecesores preconciliares. Su h o n d o conocimiento del estado actual de la Iglesia, y probablemente sus d u -
das íntimas sobre la fe, le empujan a una actitud de integrismo extremo. Porque la i m p o s i b i l i d a d veritativa de los dogmas es tal, que si se tira de un solo hilo de un tejido tan b u r d o , éste se desintegraría en breve tiempo. W o j t y l a es un terrible simplificador, como creo recordar que dijo M e t t e r n i c h de Napoleón. A finales del siglo xx, sólo los simplificadores pueden conservar la fe.
2.
S O B R E LA RELIGIÓN A propósito de un libro de Alfredo Fierro
1. R e l e o el l i b r o Sobre la religión d e A l f r e d o F i e r r o , después de haber t r a n s c u r r i d o casi q u i n c e años desde mi p r i m e ra lectura. D e b o confesar que habían q u e d a d o m u c h o mejor grabados en mi m e m o r i a los numerosos puntos de divergencia que la extensa área de estimulantes coincidencias c o n posiciones d e l autor. Se trata de u n a o b r a m e d u l a r que no vacilo en considerar c o m o fundamental, tanto por la i m p o r t a n c i a de los problemas que plantea c o m o p o r la rigurosa e x p l o r a ción a que los somete, en un asombroso despliegue de información y de saber. H a b r í a que esperar al año 1985, en que G u s t a v o B u e n o p u b l i c a su contribución magistral al m i s m o asunto , para que el ensayo de A. F i e r r o ( A F en adelante) no figurase c o m o u n a solitaria estrella p e r d i d a en un espacio saturado p o r u n a reiterativa literatura apologética incapaz de alcanzar la i n d e p e n d e n c i a ideológica y la o r i g i n a l i d a d necesarias para oxigenar la reflexión intelectual sobre un tema d e l mayor interés. l
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A F se p r o p o n e ofrecernos u n a teoría de los hechos religiosos c o n s t r u i d a c o n rigor científico. P e r o no sólo la definición de " l o religioso", sino el v o c a b l o m i s m o "religión", son problemáticos. E l autor e x p l o r a concisamente pero c o n gran competencia los ensayos definitorios d e l concepto de religión desde Schleiermacher hasta Z u b i r i y Wittgenstein, sin dejar a Texto publicado en el n ú m e r o 161 de la revista Anthropos (1995) dedicado al pensamiento de Alfredo Fierro. Publicado en 1979 por Taurus. El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión, publicado en 1985 por Pentalfa. 1
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casi nadie en el camino . Al término de su andadura, AF declara que «los insalvables obstáculos c o n que tropieza la operación definitoria tornan problemática también la v i a b i l i d a d de una teoría del fenómeno religioso, puesto que difícilmente puede elaborarse la teoría de algo cuyos contornos se es incapaz de precisar . Y añade algo de gran alcance para desacralizar el estudio de los fenómenos designados como religiosos, al subrayar que «la noción de religión o de lo religioso no constituye un concepto en sentido p r o p i o , es decir, un concepto analítico, sino solamente una notación descriptiva, un nombre colectivo, una etiqueta precientífica convencionalmente adosada a un paquete de fenómenos harto heterogéneos», por lo cual resulta muy difícil delimitar «los fenómenos sociales que son religiosos y los que sencillamente no lo son» . 3
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El autor se lanza entonces a una "discusión de estrategias" que puedan expugnar el reducto esencial de lo religioso, y se le hace evidente que, siguiendo una insinuación de P. L. Berger según la cual cada definición puede ser válida en función de una determinada investigación, «se define siempre para unos muy determinados efectos, ligados al proyecto d e l investigador». T o d a definición «comporta una opción estratégica», es decir, un «componente convencional», porque, en definitiva, «las definiciones y conceptos previos son justificaciones de la racionalidad de una elección de objeto, que ha de aparecer de tamaño y de u n i d a d suficientes a efectos del estudio proyectado» . 6
Este enfoque relativista — e n un sentido metodológico— conduce directamente al problema de la elección de objeto como eje decisivo de la investigación que va a emprender el autor, a saber, una teoría social de la religión que permita dar cuenta de los hechos religiosos en su constante y al mismo tiempo siempre inagotable fenomenología. Pero Véanse pp. 19-29. Véase p. 28. Véase p. 29. Cf. mi libro Fe cristiana, Iglesia, poder (Siglo X X I , 2. edic, 1992, pp. 230 ss.). Véase p. 30. 3
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en orden a perfilar una teoría social de la religión o de aportar elementos para su trazado, importa alejarse tanto de una generalización tan vasta que en su amplitud misma descuide la heterogeneidad de las distintas tradiciones religiosas, cuanto de una particularidad tan restringida que su análisis resulte menguadamente relevante para el resto de los hechos y procesos religiosos . 1
¿Cuál será la m e d i d a óptima de la a m p l i t u d d e l objeto investigable?... En esta opción descansa el éxito d e l ensayo, y AF es consciente d e l riesgo que corre al elegir u n a investigación p l u r i d i s c i p l i n a r d e l cristianismo. E s t a decisión metodológica
consiste en proceder a la elaboración de una teoría social de lo religioso a partir de una religión concreta, el cristianismo, y en una sociedad determinada, la de Occidente; y eso tomando en consideración los veinte siglos de historia de la tradición cristiana . 8
1.1. La estrategia metodológica de AF es el p o l o opuesto al p r o c e d i m i e n t o comparatista — e s t u d i o c o m p a r a d o de las relig i o n e s — que h a n seguido tanto los etnólogos y fenomenólogos de la religión c o m o m u c h o s exegetas bíblicos, a quienes pasa repaso nuestro autor, no siempre c o n igual fortuna a la h o r a de valorarlos. La honestidad intelectual obliga a AF a advertir que su estrategia metodológica no excluye otras opciones alternativas que trabajen de diferente manera, a partir de alguna otra religión o también de un conjunto de ellas. Cada modo de proceder es capaz de producir elementos teóricos que probablemente no llegarán a producirse de otro modo \ E s t a puntualización es u n a valiosa cautela, pero no es suficiente. P o r q u e i m p l i c a u n a renuncia a priori a la cuestión fundamental c u a n d o se escribe o se investiga sobre la religión. Est e arbitrario planteamiento q u e d a a l d e s n u d o c u a n d o A F afirma que 7
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V é a n s e pp. 31-32. Véase p. 32. V é a s e p. 34.
si en general el discurso científico puede desentenderse de la realidad de los dioses o poderes sobrenaturales con los que tienen que ver las religiones, esa despreocupación se eleva a la segunda potencia respecto a un Dios de atributos tan metaempíricos y trascendentes como el de la tradición judeo-cristiana . 10
C o m o se ve, las estrategias metodológicas que omiten toda posibilidad de cuestionarse sobre el origen y la verdad de la religión no son inocentes, ni en términos científicos y filosóficos, ni en términos prácticos, porque hurtan ab initio la pertinencia de una discusión sobre lo que más interesa saber respecto de los hechos religiosos. AF puede argüir que él ha tomado una decisión metodológica que, como tal, lo legitima para acotar su objeto. Pero a esto hay que replicar que la delimitación fenomenológica del objeto no puede fundamentarse a sí misma, y que la cuestión epistemológica —cuestión de la verdad— no puede desalojarse ni siquiera de una investigación de los materiales fenomenológicos. Lo grave es que al desplazar la inicial despreocupación por la realidad de los dioses elevándola "a la segunda potencia" en el contexto del Dios judeocristiano, nos alejamos ya definitivamente de la discusión de la verdad de la religión. Aunque se elija como test privilegiado la religión de mayor despliegue histórico, quedarse en una descripción de contenidos y funciones del cristianismo es confinarse en el plano fenomenológico, rehusando pasar al plano ontológico, o más bien, al de la filosofía de la religión, en el cual se explicita, como dice G. Bueno, «el carácter específico de crítica de la religión y de los saberes de la religión» . 11
1.2. Desearía que esta reserva liminar que debe recaer sobre la estrategia metodológica de AF no se tome como una querella marginal o superflua. No puede discutirse sobre religión, en último término, fuera del marco de la filosofía de la religión. Dado el carácter teorético (dogmático, mítico) de todas las religiones conocidas y su trato explícito con la Idea de verdad, así como la oposiVéase p. 37. " Ob. cit., p. 82. 10
ción de las religiones (de sus verdades) entre sí, necesariamente la verdadera filosofía de la religión debe tomar posición, bien sea frente a todas ellas (por ejemplo, si es materialista, frente a todas las religiones que enseñan la realidad de los espíritus o de un Dios inmaterial), o bien sea, al menos, frente a algunas (por ejemplo, si es espiritualista, pero monoteísta, deberá tomar posición frente a las religiones politeístas). Podemos expresar este carácter de la verdadera filosofía de la religión diciendo que ella no puede ser neutral ante la totalidad de su material fenomenológico y que debe juzgar o valorar a las diferentes religiones empíricas según su "contenido de verdad" . 12
Mi adhesión a esta sólida posición metodológica d e l profesor B u e n o no me evita separarme de su tesis del numen animal como núcleo de la religión primaria y c o m o único contenido de verdad de la religión en el curso de su despliegue histórico. En su enciclopédico y magistral ensayo no consigue responder satisfactoriamente a la pregunta clave de su tesis: «¿Cómo puede explicarse la transición de la figura de los animales que rodean al hombre primitivo en la figura de los animales numinosos?» . Bueno no podrá nunca dar cuenta de la atribución de una cualidad numénica a ciertos animales, porque rechaza la explicación animista, propuesta en 1871 por E d w a r d B. Tylor, ya que su rigidez taxonómica en la clasificación de los conocimientos le lleva a excluir, c o m o hipótesis psicologista, del d o m i n i o de la filosofía de la religión precisamente lo que en T y l o r correspondía a su idea del hombre en el marco de la disputa filosófica entre el materialismo y el espiritualismo. l i
1.3. La opción metodológica de AF tiene además como presupuesto su radical devaluación de casi toda la reflexión antropológica en el campo de la religión por parte de los grandes pioneros del siglo XIX. No le interesa la cuestión que representa la clave para una comprensión del hecho religioso: su consideración genético-causal. Es obligado referirse a la aportación de E. B. T y l o r sobre los mecanismos del psiquismo humano desde el primer momento de su existencia. U n a investigau Ibid., pp. 83-84. " Ibid., p. 232.
ción sobre la religión debe concentrarse en el cómo ha surgido lo que m u c h o más tarde se configurarían y designarían c o m o sentimientos religiosos. No tememos ser tildados de arcaístas al afirmar que la creencia p r i m o r d i a l que generaría lo que luego se entendió c o m o religión c o r r e s p o n d e a la hipótesis animista. Este primordium es un f e n ó m e n o que emergió paulatinamente de la observación empírica — i n t e r n a y extern a — en el contexto de complejas experiencias i n d i v i d u a l e s y colectivas. El h o m b r e p r i m i t i v o no es un filósofo capaz de explicitar silogismos o de formalizar razonamientos. No se eleva a la explicación animista mediante silogismos de esta forma: «Si en estado de vigilia m i a c t i v i d a d se produce a través de mi c u e r p o ; y si en el sueño mi a c t i v i d a d tiene lugar fuera de mi c u e r p o ; entonces, el p r i n c i p i o de mi a c t i v i d a d no se identifica c o n mi cuerpo, sino que es distinto de éste». O bien: «Si durante su v i d a m i ancestro actuaba a través de su cuerpo; y, estando ya muerto, lo veo actuar fuera de su cuerpo; entonces, el p r i n c i p i o de su a c t i v i d a d no se identifica c o n su c u e r p o , sino que es distinto de éste». L o s sueños, las visiones y otras experiencias alucinatorias i n d u j e r o n al h o m b r e p r i m i t i v o , ya en el orto de la prehistoria, a la creencia de que el p r i n c i p i o de su a c t i v i d a d vital residía en u n a instancia d i námica designable c o m o ánima o alma. La gran o b j e c i ó n a la hipótesis de T y l o r se f u n d a en un equívoco: la d e n u n c i a de su intelectualismo. « C o m o resulta notablemente de u n a c u i d a dosa lectura de Cultura primitiva, su c o n c e p t o de la razón h u mana incluye todas las formas de la experiencia religiosa» , escribe P. R a d i n , q u i e n transcribe en su Prólogo a d i c h a obra u n párrafo c r u c i a l d e l p r o p i o T y l o r : 14
Incluso en la vida del salvaje primitivo, la creencia religiosa está asociada con una emoción intensa, con una pavorosa veneración, con un terror de agonía, con el arrebato del éxtasis, cuando los sentidos y el pensamiento sobrepasan totalmente el nivel ordinario de la vida cotidiana . 15
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E. B. Tylor, Cultura primitiva (trad., M a d r i d , Ayuso, 1961, vol II, p. 19). Ibid, pp. 14-15.
T y l o r tiene siempre presente, no sólo la vertiente de la noesis —conocimiento, contenidos cognitivos—, sino también la vertiente de la orexis —emociones, sentimientos—, pero poniendo el d e b i d o énfasis en las representaciones mentales, eminentemente cognitivas, que distinguen al ser humano desde su irrupción en el proceso de la evolución. El imperecedero servicio de T y l o r es el de haber puesto en la génesis de toda creencia en espíritus la explicación animista, porque la concepción del alma humana, una vez alcanzada por el hombre, sirvió como un tipo o modelo sobre el cual él estructuró no sólo sus ideas de otras almas de grado inferior, sino también sus ideas de seres espirituales en general, desde el más diminuto duende que juega en la crecida hierba hasta el Creador celeste y Regidor del mundo, el Gran Espíritu . 16
T y l o r se abstuvo de intentar proponer una secuencia rígida, como subrayó oportunamente M . H a r r i s , entre otros. P o r ello la contraposición animatismo/animismo pierde su principal filo polémico, si se considera que el p r o p i o R. R. Marett nunca habló de una fase preanimista en sentido cronológico. El animatismo encuentra fácil acomodo en el marco teórico de T y l o r , como puede apreciarse si se lee su obra sin prejuicios, entre otros el e x h i b i d o por R. L o w i e al reprochar a T y l o r que «denegaba dioses superiores a los pueblos más simples» . T y l o r dice expresamente «que la teología de las razas inferiores [hay que conceder la terminología de la época] ya alcanza su climax en concepciones de uno que es el más alto de los dioses y que 17
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Ibid., p. 196. « P u e d e explicarse lo que la doctrina del alma es entre las razas inferiores —escribe Tylor—, estableciendo la teoría animista de su desarrollo. Parece como si los hombres pensantes, todavía en un bajo nivel de cultura, estuviesen profundamente impresionados por dos grupos de problemas biológicos. En primer lugar, ¿cuál es la diferencia entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto? ¿ Q u é es lo que da origen al despertar, al sueño, al enajenamiento, a la enfermedad, a la muerte? En segundo lugar, ¿qué son las formas humanas que se aparecen en los sueños y en las visiones?» (p. 30). La hipótesis animista resolvía, mediante una ilusión, ambas interrogaciones. M. Harris, The rise of anthropological theory (Harper and Row, 1968, p. 202). R. Lowie, Historia de la etnología (trad., F C E , 1946, pp. 105-106). 16
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estas concepciones en el m u n d o bárbaro y salvaje no son copias troqueladas de un tipo común, sino perfiles que varían ampliamente entre la humanidad» . El marco evolutivo en el que se inserta la reflexión de T y l o r es un punto firme de su metodología y cada vez mejor corroborado por el pensamiento científico. N o s adherimos sin reservas a la llamada de atención de G. Bueno 19
sobre lo infundado de muchas críticas a los esquemas evolucionistas, aplicados al estudio de la religión, cuando les reprochan no ser otra cosa sino transferencias de esquemas originarios de las ciencias naturales (del "darwinismo") a las ciencias de la cultura. Pues la Idea de la evolución, como tal idea, se aplicó acaso antes en el reino de las formas culturales. Y esto lo advirtió ya el propio Tylor en el capítulo introductorio de su Cultura primitiva (1871) [...] . 2 0
1.4. T y l o r nos propuso un "proceder especulativo", es decir, su propia idea del hombre construida sobre la etnografía y la psicología i n d i v i d u a l y social, porque no hay filosofía de la religión sin una idea determinada del ser humano. «Las ciencias positivas, incluso las ciencias naturales, recurren constantemente a hipótesis especulativas — a f i r m a con autoridad B u e n o — cuando tratan de precisar los mecanismos concretos según los cuales se ha p r o d u c i d o algún proceso real [...] . » T y l o r se sitúa en una idea generativa de la Antropología filosófica — e l animismo, c o m o tal, aún no es una creencia religiosa— c o m o presupuesto de una Filosofía de la religión. Animismo y esplritualismo son indisociables, porque 21
a pesar de la infinita diversidad de detalles, los principios generales de esta investigación parecen relativamente fáciles de alcanzar por el estudioso, si utiliza las dos claves que los estudios precedentes ofrecen: primera, que los seres espirituales están modelados por el hombre según su primaria concepción de su propia alma humana, y, segunda, que su finalidad es la de explicar la naturaleza según la primitiva teoría infantil de que ésta es, verdadera y totalmente, "Naturaleza Animada". Si, como dice el 19
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Cit. por M. Harris. Cf. E. B. Tylor, Cultura primitiva, vol. II, p. 384. G. Bueno, ob. cit., pp. 223-234. Ibid.
poeta, «Félix quipotuit rerum cognoscere causas», entonces las tribus primitivas de los hombres de la antigüedad tenían en su seno esa fuente de felicidad, pues ellos podían explicar, a su propia satisfacción, las causas de las cosas. Para ellos, los seres espirituales —elfos y gnomos, espectros y manes, demonios y divinidades— eran las vivas causas personales de la vida universal [...]. Ciertamente..., pues aquellos hombres creían en esa filosofía animista de la naturaleza que aún ahora sobrevive en la mente salvaje. Podían atribuir a espíritus amigos u hostiles todo lo bueno y lo malo de sus propias vidas, y todas las sorprendentes acciones de la naturaleza; vivían en familiar comunicación con las almas vivas y poderosas de sus antepasados muertos, con los espíritus de la corriente y del bosque, de la llanura y de la montaña; conocían bien al vivo y poderoso Sol que derramaba sobre ellos sus rayos de luz y de calor, al vivo y poderoso Mar que lanzaba sus impetuosas olas contra la costa, al gran Cielo personal y a la Tierra protectora y productora de todas las cosas. En cuanto al cuerpo del hombre, se aseguraba que vivía y actuaba en virtud de su propia alma-espíritu residente, de modo que las operaciones del mundo se desarrollaban en virtud de la influencia de otros espíritus. Y así, el Animismo, que comenzó como una filosofía de la vida humana, se amplió y se difundió hasta convertirse en una filosofía de la naturaleza en general . 22
En ese vasto proceso evolutivo de animización de todo lo existente, las concepciones de las almas constituyen, como fundadas en las percepciones naturales del hombre primitivo, «las únicas originarias de las series», son «la clase primitiva y fundamental» . En esta potente hipótesis explicativa, la idea de un alma separable y tendencialmente inmortal se encuadra en el terror mortis que ha acompañado siempre al ser humano desde la cuna prehistórica — m i e d o al hambre, a la intemperie, a los animales, a las fuerzas telúricas y cósmicas, a la opresión social—. El animismo ofrecía esperanzas de supervivencia y mecanismos de propiciación y protección. P o r todo ello, 2 3
la teoría del alma es una parte principal de un sistema de filosofía religiosa que une, en una ininterrumpida línea de conexión mental, al salvaje adorador de fetiches y al cristiano civilizado. Las escisiones que 2 2
2i
O b . cit., pp. 255-256. Las cursivas son mías.
Ibid., p. 190.
han dividido las grandes religiones del mundo en sectas intolerantes y hostiles son, en su mayor parte, superficiales en comparación con el más profundo de todos los cismas religiosos, el que separa el Animismo del Materialismo . 24
La proyección animista configura toda religión c o m o ilusoria y, al m i s m o tiempo, firmemente anclada e n la vertiente desiderativa d e l p s i q u i s m o h u m a n o , fuertemente c o n d i c i o n a d a por la p r o p i a historia d e l h o m b r e en búsqueda de seguridad. 1.5. E n 1970, u n d i s t i n g u i d o científico francés, J . M o n o d , aportaría a la explicación animista un c o m p l e m e n t o relevante de extensa repercusión en las mentes independientes. Sin citar n u n c a a T y l o r , hace suya la idea clave de la naturaleza animada, pero agregándole la explicación finalista: el h o m b r e proyecta sobre cuantos sujetos y objetos le r o d e a n —a comenzar por sí m i s m o — no sólo el p r i n c i p i o vital de ánima, sino el p r i n c i p i o c o n d u c t u a l de finalidad. Así c o m o toda su c o n d u c t a está gobernada p o r un reflexivo para qué, es decir, en función de un proyecto, el h o m b r e p r i m i t i v o consideraba i m p o s i b l e que el amigo o el enemigo, el animal o la piedra, los agentes d e l cielo o d e l suelo, no poseyeran "almas más secretas", que alimentasen «proyectos más vastos y más impenetrables que aquéllos, transparentes, de los h o m b r e s o de los animales». El paso esencial del animismo (tal como lo entiendo definido aquí) consiste en una proyección en la naturaleza inanimada de la conciencia que el hombre tiene del funcionamiento intensamente teleonómico de su propio sistema nervioso central. Es, en otros términos, la hipótesis de que los fenómenos naturales pueden y deben explicarse, en definitiva, de la misma manera, por las mismas "leyes" que la actividad humana subjetiva, consciente y proyectiva. El animismo primitivo formulaba esta hipótesis con toda ingenuidad, franqueza y precisión, poblando así la naturaleza con mitos graciosos y terribles que, durante siglos, han alimentado el arte y la poesía . 2 5
Ibid., pp. 92-93. Las cursivas son mi'as. J. M o n o d , Le hasard et la nécessité. Essai sur la philosophie naturelle de la biologie moderne (Paris, Seuil, 1970, pp. 43-44). 24
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P o r otra vía, pero confluyendo en la misma conclusión, M o n o d subraya que sería un error sonreírse ante esta ingenuidad de "infancia", porque la cultura moderna sigue alimentando la ficción animista para mantener la alianza entre la naturaleza y el hombre. Advierte M o n o d que la historia de las ideas desde el siglo xvn testimonia de los esfuerzos prodigados por los más grandes espíritus para evitar la ruptura, para forjar de nuevo el anillo de la "antigua alianza". Pensemos en tan grandiosas tentativas como la de Leibniz, o en el pesado y enorme monumento levantado por Hegel. Pero el idealismo está lejos de haber sido el único refugio de un animismo cósmico. En el corazón mismo de ciertas ideologías que dicen y se quieren fundadas sobre la ciencia, se vuelve a encontrar, bajo una forma más o menos velada, la proyección animista 2 6 . L o s pensadores que se mueven en un ámbito de creencias —aunque sean los de un deísmo d e s v i t a l i z a d o — rehusan abandonar toda hipótesis de proyecto, sustituyendo, si es necesario, la idea de un D i o s personal por la de una fuerza evolutiva de carácter teleológico, anulando prácticamente el postulado de objetividad zx\ el que se funda el pensamiento científico. La piedra angular del método científico —declara M o n o d — es el postulado de la objetividad de la Naturaleza. Es decir, el rechazo sistemático a considerar toda interpretación de los fenómenos en términos de causas finales, o sea de "proyecto", como susceptible de conducir a un conocimiento "verdadero" 2 1 . Evidentemente, este postulado consustancial a la ciencia es «un postulado puro, por siempre indemostrable, pues es evidentemente imposible probar la no-existencia de un proyecto, de una meta perseguida, donde quiera que sea en la naturaleza» . El principio animista, tanto en su forma exterior o distinto del m u n d o , c o m o en su forma interior e inmanente o idéntico al m u n d o , es igualmente indemostrable, pero destruye la 2 8
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Ibid., p. 44.
Ibid., p. 32. Ibid.
posibilidad de la investigación científica, porque reposa en la "ilusión antropocentrista". M o n o d no se hace él mismo otra clase contrapuesta de ilusiones. El análisis objetivo —dice— nos obliga a ver una ilusión en el dualismo aparente del ser. Ilusión, sin embargo, tan íntimamente vinculada al ser mismo, que sería bien vano esperar jamás disiparla en la aprehensión inmediata de la subjetividad, o aprender a vivir afectivamente, moralmente, sin ella 2 9 . El hombre exige certezas, o al menos seguridades y esperanzas. Si es verdad que la necesidad de una explicación completa es innata, que su ausencia es fuente de profunda angustia; si la única forma de explicación que puede apaciguar la angustia es la de una historia total que revele la significación del Hombre al señalarle un lugar necesario en los planes de la naturaleza; si para que aparezca verdadera, apaciguante, la "explicación" debe fundarse en la larga tradición animista, se comprende entonces por qué fueron necesarios tantos milenios para que aparezca en el reino de las ideas la del conocimiento objetivo como la única fuente de verdad auténtica 3 0 . Exactamente a un siglo de intervalo, T y l o r y M o n o d , unidos por una voluntad común de contemplar el m u n d o c o n los ojos fríos de la razón, estrechan sus manos desde una reflexión lúcida y de irreversibles conclusiones. 2. La decisión metodológica de erigir al cristianismo como paradigma explicativo del hecho religioso aleja definitivamente a AF de toda reflexión sobre su origen y su verdad o falsedad. No debe sorprender su devaluación de las aportaciones de Feuerbach, M a r x y F r e u d a esta cuestión, pues estos pensadores —continuadores salvatis salvandis de un Jenófanes de C o l o fón, de un Critias o un Protágoras— se mueven en la prolongación de una línea que parte, en definitiva, de una crítica de la proyección animista . N o s proponemos juzgar muy somera31
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Ibid., p. 173. Ibid., p. 185. Alienación, falsa conciencia, proyección inconsciente, neurosis colee-
mente la manera c o n que AF instrumenta su estrategia de investigación. Veamos. AF inicia su investigación del hecho cristiano c o n una premisa que merece el mayor elogio. E s t i m a que «el nivel descriptivo no es suficiente. El conocimiento pide no sólo descripción, sino también explicación». No en el sentido clásico de un causalismo estricto y unilateral, sino en el sentido «predominantemente dialéctico y estructural», según el cual explicar y conocer equivale a establecer relaciones y, más exactamente, correlaciones y correspondencias entre fenómenos referidos mutuamente en una red multidireccional de atingencias recíprocas. [Por ello,] las teologías y las fenomenologías, en la medida en que llevan a cabo un propósito de descripción y comprensión, cubren un tramo del entero trayecto de conocimiento. Pero en el punto en que renuncian a la explicación propiamente dicha y en que abandonan el examen de las relaciones que el hecho religioso dice a otros hechos se quedan a mitad de camino en el proceso cognoscitivo . 32
Y aquí pone el dedo sobre una herida de difícil curación en la nueva panacea de la apologética. No es casual —escribe— que las recientes teologías y fenomenologías de la religión hayan coincidido en resaltar el "círculo hermenéutico" que les es propio: el círculo de comprender para creer y creer para comprender; y la consiguiente necesidad de asumir —en la fe del teólogo o en la empatia del fenomenólogo— los supuestos de una creencia religiosa para poder interpretar esa creencia. El carácter tiva, mecanismos de identificación, etc., son conceptos que continúan y especifican a lo largo del proceso histórico las formas de la ilusión religiosa (existencia de un Dios y de un alma inmortal) generada a partir de la ilusión animista. En contraste con la propuesta de G. Bueno de buscar en la Etología la verdad de la religión, seguimos pensando que esta supuesta "verdad" se encuentra en la Antropología. E. B. Tylor en seguida sufrió un feroz y sistemático ataque de los apologetas de toda laya, desde A. Lang y E. O. James en sus propios días, hasta E. E. Evans-Pritchard en los nuestros, quien presenta como gran objeción un argumento similar al empleado por la Iglesia católica para probar su divinidad: «Finalmente, uno puede todavía preguntarse c ó m o , si la religión es el producto de una ilusión tan elemental, ha durado tanto tiempo» (cf. La religión des primitifs á travers les théories des anthropologues, trad., Payot, 1971, p. 33). ¡Mirabile dictum! O b . cit., p. 43. 3 2
circular le es inherente a la teología dogmática y también en cierto modo a la fenomenología. Su criterio hermenéutico común es el de no interpretar el hecho religioso por nada externo a él, sino comprender la religión por la religión misma. La "hermenéutica" resultante, sea teológica, sea filosófica, aparece esencialmente como una autointerpretación. Su punto de llegada es el mismo que el punto de partida, por largos que hayan sido los rodeos y digresiones reflexivas en el intermedio. El hecho religioso queda entonces observado y constituido como espacio cerrado en sí e inteligible por sí, como fenómeno autónomo con leyes y procesos propios, independientemente de otros procesos y fenómenos . 33
Para la exégesis bíblica, esta panacea fue también advertida por G. Bueno, y basta sólo ver el uso que los Gadamer, los R i coeur y, en general, los postbultmannianos hacen de la "nueva hermenéutica", para cerciorarse de ello. AF señala que la comprensión del hecho religioso «sin referencia alguna al exterior, es resultado de una abstracción», tolerable sólo c o m o momento de un proceso de conocimiento de la realidad que ha de ser siempre explicativo . No obstante, esta luminosa premisa queda bastante comprometida, en sus efectos, en los capítulos iv y v de la obra, donde el examen de la práctica simbólica abre una nueva vía, no siempre perceptible, a la nueva hermenéutica. 34
2.1. La descripción del fenómeno cristiano discurre preferentemente por el fecundo aparato conceptual de M. W e b e r y E. Troeltsch, sin descuidar puntualmente otras aportaciones de interés. Las conocidas dicotomías iglesia/secta, religión clerical/ religión popular, establecimiento/mesianismo, así c o m o la bipolaridad y dialéctica de la tradición cristiana, son analizadas con acierto y maestría por A F . Luego inaugura su tratamiento de la creencia c o m o ideología c o n una teoría y explicación de los hechos sociales y religiosos d o n d e serían necesarios bastantes reservas y matices, aunque considero en general suscribible su afirma-
ción de que 33 34
lbid., pp. 43-44. lbid, p. 44.
es un falso dilema el que constriñe a elegir entre una irreducible especificidad de lo religioso (fenomenología y hermenéutica de la religión) y una inespecificidad suya reducible a otros fenómenos (teorías explicativas evolucionistas, causalistas y afines). Todo fenómeno, también el religioso, es, a la vez, reductible e irreductible, específico e inespecífico: depende de la totalidad que se considere . 35
Pero me parecen inválidas e injustas sus palabras contra lo que, in genere, designa c o m o teorías reduccionistas. L o que importa de éstas, no es despacharlas gratuitamente con una etiqueta despectiva, muy en boga, sino analizar y valorar en cuanto a su potencia explicativa a cada una de ellas, según sus propios méritos — c o m o d i c e n los anglosajones—. Probablemente no tienen el mismo peso y validez las teorías de M. Müller, E. B. T y l o r , L. Lévi-Bruhl y G. Bueno, por citar sólo unos cuantos nombres. Pero precisamente son las llamadas teorías reduccionistas las aportaciones al conocimiento de la religión que, explícita o implícitamente, se han tomado en serio la cuestión del origen y de la verdad de las creencias religiosas, cuestión que A F desaloja arbitrariamente de u n libro sobre la religión. Exenta de connotaciones ideológicas o intereses confesionales —o simplemente de vasallajes científicos que pueden ser flor de un día—, la disputa reduccionismo/no-reduccionismo es realmente un asunto terminológico que comienza a cobrar carta de naturaleza en las filas de los adversarios jurados del evolucionismo (Darwin) y del materialismo histórico (Marx). C o n tales antecedentes, deberíamos ser m u c h o más cautos y centrar la discusión en el campo semántico — q u e es el campo convencional del Diccionario—, y no emplear el lexema reduccionismo c o m o arma arrojadiza. Un análisis científico de lo que sea, pero que se precie a sí mismo, no puede prescindir del problema genético, causal y, en suma, epistemológico en el pleno sentido de este término. En cuanto al inestimable valor de la incomparable contribución de T y l o r , ya me he explicado. Para su análisis teórico del cristianismo, AF elige el criterio de «búsqueda racional de totalizaciones progresivas», a fin de » lbid.,p. 121.
diseñar «un doble modelo» que permita «aprehender el cristianismo [...] formando parte de una totalidad social, dinámica e histórica, más amplia» . Pero en esta aparentemente sensata e inocente estrategia metodológica se oculta el germen del sociologismo formalista que frustrará su intento de dilucidar la naturaleza del hecho religioso en general. Porque el fenómeno cristiano es un hecho único e irrepetible — n o en el sentido teológico de u n credo superior a todos y revelado definitivamente por Dios como la verdad, como pretenden los creyentes, ni en el sentido de máximo desarrollo y síntesis paradigmática de la religión en sus contenidos y funciones, como propone A F — , en cuanto que es el único caso en el cual uno puede observar cómo va creciendo en su testimonio documental el mito cristiano —o si se prefiere, el misterio cristiano—, paulatinamente, confusamente, pero visible y tangiblemente como resultado de una fractura insanable, primero, y de una flagrante antítesis, después, entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. Este credo tan contradictorio y paradójico, al no tener parangón en ninguna religión monoteísta históricamente documentable — n i en el Antiguo Testamento, ni en el Corán—, y tampoco en la floresta de las mitologías orientalistas, y desde luego tampoco en sabidurías de trasfondo religioso como el budismo, el confucianismo o el shintoísmo, no puede ser un fenómeno generalizable, a no ser que se le convierta en un repertorio abstracto de categorías, útil para una consideración puramente formalista y clasificatoria o taxonómica de orientación sociologista. Pero entonces el fenómeno cristiano se vacía de su concreta entidad histórica y se hace, a la postre, ininteligible como religión surgida en un dónde y en un cuándo identificables y datables, como producto de un verdadero cataclismo teológico e ideológico en sí mismo irrepetible. 36
2.2. AF acoge y suscribe la caracterización que yo hice, en un libro publicado en 1974, del cristianismo como un fenómeno ideológico definible por su ambigüedad constitutiva ; pero no ha 37
lbid.,p. 129. Ideología e historia. co (Siglo X X I , 1974). 36
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La formación
del cristianismo
como fenómeno
ideológi-
captado, o no ha estimado pertinentes, las inmensas consecuencias que esta caracterización comporta para cualquier i n tento de utilizar el hecho histórico cristiano como paradigma explicativo posible. Analicemos el tema brevemente. AF anuncia su descripción del cristianismo en términos prometedores: «es preciso — e s c r i b e — definir el cristianismo en términos empíricos, fijarle unos referentes precisos en la realidad social e histórica que permitan identificarlo, acotarlo, de manera empírica y teóricamente satisfactoria» . P e r o muy pronto se orienta hacia caminos a mi juicio extraviados, que me recuerdan el planteamiento equívoco que siguió E. Troeltsch al diseñar el fenómeno Jesús en el arranque de su magna obra sobre las iglesias y grupos sociales cristianos. ¿Qué significa decir que el criterio operativo debe ser el de «delimitar el cristianismo conforme al criterio positivo de la procedencia de J e s ú s » ? . . . La contusión comienza a manifestarse cuando AF empieza a hablarnos de los «símbolos que proceden de Jesús» y de los «elementos con origen en Jesús», y cuando afirma que el cristianismo, precisamente por «su estructura de evangelio o mensaje [...] pone de manifiesto su carácter originariamente exógeno y heterónomo respecto al pueblo» . Se desliza ya aquí el tratamiento del Evangelio c o m o un referente unitario, aunque después destaque el despliegue sociológico del cristianismo como «una estructura no unitaria, sino bipolar o, más bien, multipolar en la tradición cristiana» . T o d o esto sucedió — l o que n o parece advertir A F — aguas abajo respecto de la ideología popular mesiánica que nutre genuinamente el mensaje nuclear del Jesús real. Su enfoque de la dicotomía establecimiento/mesianismo opera en un plano abstracto, meramente sociológico-formal, porque elude reiteradamente la cuestión cristológica como dilucidación fundamental y previa a fin de alcanzar una «inteligencia teórica del cristianismo» . Pare38
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O b . cit., p. 51. Ibid., p. 54. Ibid, pp. 78 y 81. Ibid, p. 85. Ibid.
ce olvidar una premisa crucial de J. W e l l h a u s e n —«Jesús no fue un cristiano, fue un judío»—, que medio siglo más tarde recordaría R. B u l t m a n n —«Jesús no ha sido un cristiano, sino un judío»—. AF no va al fondo de la cuestión: el fenómeno, desconcertante ya de entrada, de la inserción en el corpus neotestamentario — e n sus escritos más t e m p r a n o s — de dos cristologias antagónicas y excluyentes que categorizan dos visiones inconciliables del mismo personaje, una real (el Jesús de la historia) y otra ficticia (el Cristo de la fe). No cabe alcanzar esa «inteligencia teórica del cristianismo» que parece buscar A F , si no se plantea en términos históricos y, a la vez, teológicos. Esta carencia es causa del malestar que ha de experimentar el lector advertido al recorrer las páginas del libro. Su desenfoque en esta cuestión fundacional acarrea, c o m o gravísima consecuencia, la incapacidad de identificar el mensaje ético dual que enmascaran los textos sinópticos, y su inmediata correlación con la cuestión cristológica. El ensayo de AF vacía de contenido histórico y teológico concretos al fenómeno cristiano, porque despoja de la necesaria radicalidad — e n su sentido genético— el análisis de un movimiento religioso que adquiere su genuino sentido en un marco documental referido a un tiempo y a un lugar geográfico precisos. P o r consiguiente, nos resultan gratuitas afirmaciones como éstas: «lo decisivo [...], en cuanto a identidad y positividad del cristianismo, está en la función a que ha servido», con lo cual la especificidad histórica del cristianismo, en su matriz, se evapora . No seré yo quien desatienda las funciones ideológicas que ha desempeñado el credo cristiano en su despliegue histórico, como acredité sobradamente en mi libro de 1974 al construir el concepto del cristianismo como fenómeno constitutivamente híbrido y ambiguo; pero ello no autoriza a juzgar que la " d u p l i c i d a d " cristiana «sólo puede antojarse periférica e inesencial, sin llegar a constituir problema de bulto, dentro de una visión puramente teológica e incluso fenomenológica de lo 4 3
Ibid, p. 90, donde resulta nítida la abstracción generalizante a que somete la anunciada "inteligibilidad" del fenómeno cristiano. 43
cristiano» . Parece una afirmación sacada de un mediocre manual de apologética. AF inicia ya aquí el lenguaje anfibológico de los símbolos, tan caro a la nueva hermenéutica creyente. En ese salto de lo cristiano a lo religioso en general —salto en que el fenómeno cristiano parece un simple pretexto para la fabricación de una cadena de categorías formalistas—, AF produce declaraciones tan peculiares c o m o ésta: «la religión —a semejanza del arte o de la l i t e r a t u r a — aparece como una matriz formal de alusiones simbólicas que puede ser llenada c o n muy distintos contenidos» . A mitad de camino nos sorprende ya la noche en la que todos los gatos (todas las vacas, decía H e g e l en su Prefacio a la fenomenología del espíritu, criticando a Schelling y otros) son pardos. 44
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Es cierto que, alterando bastante sus alusiones al Evangelio en páginas anteriores, AF hace la atinada observación de que contra el descubrimiento de la ambigüedad del cristianismo histórico, evidenciada en la irreductible disparidad y oposición de sus usos sociales, se puede —y, desde la teología, se suele— apelar a la inequivocidad de su figura originaria y primitiva en el propio Jesús. Por lo que positivamente nos consta acerca de Jesús, su mensaje religioso tuvo un sentido inequívocamente mesiánico y popular, si bien ulteriores determinaciones de ese sentido son objeto de discusión exegética e histórica [...]. Pero resulta evidente —por decirlo en los términos históricamente más sólidos y también más cautos, sólo en negativo— que la religión de Jesús no fue una religión eclesiástica en el sentido aquí adoptado, ni una religión de administradores, ni una religión aliada con los poderes civiles o religiosos del momento . 4 6
Pero el acierto de esta concisa presentación queda desvirtuado al decirnos AF que «si el criterio formalmente definitorio de lo cristiano lo constituye la procedencia de Jesús, está claro, en virtud de la definición misma, que en ninguna parte va a encontrarse tan sin mezcla lo puramente cristiano como en Jesús [...]». La
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Ibid., p. 101. Ibid., p. 102. Ibid., p. 103.
confusión es patente al dar por sentada una definición errónea, pero aumenta desmesuradamente al estimar nuestro autor que declarar que el momento evangélico originario zanja por sí solo la autenticidad del cristianismo no puede hacerse más que en virtud de una creencia dogmática en la divinidad de Jesús o en sus dotes sobrenaturales. Una teoría extrateológica del cristianismo, en cambio, no se halla autorizada a conceder especial privilegio a la religión de Jesús de cara a la posterior religión de los cristianos . 47
Precisamente "lo puramente cristiano", es decir, el mito del Cristo resucitado y coeterno y consustancial con el Padre creador, no se encuentra en el Nazareno, y en consecuencia este m i t o o misterio (!) no es "el momento evangélico originario" Q u e uno ahora crea o no crea en el mito no zanja nada, sino que, p r o p o n i e n d o así la cuestión fundamental, se incurre en lo que A. N. W h i t e h e a d definía c o m o «the fallacy of misplaced concreteness». Para evitar la falacia del planteamiento de A F , éste tendría que asumir, para su ulterior análisis del cristianismo, la fractura irreductible entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe; es decir, d e c i d i r en uno u otro sentido la cuestión cristológica, y no hablar vanamente de lo cristiano c o m o aquello que él supone que procede de Jesús, para concentrarse luego obsesivamente en la dicotomía derivada y secundaria establecimiento/mesianismo. P a i a proceder a una descripción rigurosa —conceptual e históricamente—, la cuestión cristológica es una cuestión previa. V o l v e m o s así a la objeción mayor al intento de AF de elegir al cristianismo c o m o u n a suerte de analogatum summum desde el cual podría conocerse la naturaleza de la religión e n general. U n fenómeno religioso e n cuyos testimonios d o cumentales se hace patente la fisura radical en el m o d o de presentar al supuesto fundador, no sirve para esta empresa de generalización; porque, repetimos, este fenómeno constituye un hecho único y ya irrepetible, que no tiene parangón en las religiones que han fundado sus credos en textos escritos supuestamente sagrados. La antítesis soteriológica y ética que vehicula Ibid., p. 104. Cursivas mías.
el N u e v o Testamento no es "periférica e inesenciaP, sino constitutiva, esencial e insanable. El cristianismo no es un continuum, sino que su génesis se sitúa en un hiatus o saltus entre la figura de un hombre visionario —profeta o pretendiente mesián i c o — que asumió c o n ejemplar y trágica seriedad el oráculo mesiánico de la esperanza de Israel, y aquel que sus seguidores creyeron ver como un ser sobrenatural resucitado y Mesías ascend i d o a los cielos, que habría de retornar en brevísimo lapso de tiempo para instaurar en la N u e v a Jerusalén el R e i n o que él creyó, antes de su pasión y muerte, estar ya al alcance de la mano. Esta infidelidad en la transmisión del mensaje no es una mera trivialidad, como parecería que piensa A F , sino un factor peculiarísimo del fenómeno cristiano que lo invalida para cualquier operación generalizante. No sirve, como escapatoria a algo que se presenta c o m o concluyente, decir que la sustitución de contenidos históricos no confirma la continuidad de lo mismo e idéntico; introduce, por el contrario, una dialéctica de la diferencia y de la ruptura, que acaba por quebrantar los lazos con los orígenes, separándose definitivamente de ellos . 48
Esta frase es la pasarela a otro modelo de explicación del cristianismo, el de las prácticas simbólicas, donde la apologética descubre espaciosas moradas placenteras. 2.3. AF abandona pronto el terreno de las determinaciones ideológicas que gravitan sobre el fenómeno cristiano, para concentrarse en un segundo modelo analítico que le parece más universal y prometedor: «el p r i n c i p i o de la final determinación por la práctica, de todos los productos sociales», en cuya perspectiva «se muestra el cristianismo c o m o una constelación de prácticas principalmente simbólicas, pero también políticas» . Al definir las prácticas en términos preferentemente de prácticas 4 9
Ibid., pp. 247-248. Para una detallada justificación de mi interpretación de la génesis del cristianismo, véanse mis dos últimos libros, Fe cristiana, Iglesia, poder, ya citado, y El Evangelio de Marcos. Del Jesús de la historia al Cristo de la fe (Siglo X X I , 1992). Ibid, p. 132. 4 8
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simbólicas —gestualidad, rituales, conductas, signos—, AF va operando paulatinamente un desplazamiento teórico que le permite, entre otros efectos, generalizar en clave formalista la categoría social trabajo, que es u n a práctica eminentemente productiva, debilitando su carga ideológica. Busca obtener una síntesis válida entre ambos modelos, pero su buen deseo concluye en una caracterización del cristianismo en términos de simbólica religiosa a partir de las conductas y actitudes de los cristianos en su existencia i n d i v i d u a l y colectiva. El resultado de este enfoque desemboca en un fortalecimiento del hecho religioso casi c o m o realidad específica, autónoma y generalizable. AF establece una tesis cuya primera cláusula aparece en tensión con la segunda: «la religión no constituye una estructura esencial y necesaria de la v i d a humana, sino —agrega— una respuesta sólo contingente a necesidades de simbolización y de sentido que ellas sí pueden considerarse inseparables de la v i da humana» . En la última página de su ensayo AF nos desvela el resultado final de su estrategia teórica y las consecuencias prácticas de su interpretación del cristianismo en términos simbólicos: 50
Si de la particularidad de un discurso sobre el cristianismo —o sobre el budismo, el hinduismo, el sinto o cualquier otra tradición— se quiere saltar a una teoría verdaderamente general y antropológica, el término del salto no ha de ser la religión [..], sino la capacidad y actividad simbólica del hombre. La teoría del cristianismo enlaza de modo muy directo con la teoría de los símbolos, y para efectuar tal enlace cabe perfectamente, además, pasarse por alto el posible pero problemático intermedio de una teoría de la religión. [Y añade] La condición antropológica de posibilidad de fenómenos históricos como el cristianismo y otros afines suyos —las llamadas religiones— se halla no en una dudosa facultad o dimensión religiosa consustancial a la especie humana, sino en la función simbólica propia de esta especie. Poco o nada se aclara diciendo que el cristianismo es la religión derivada de Jesús, pues precisamente el hombre y la ciencia occidentales han llegado a acuñar la idea de religión a partir del cristianismo. Algo, en cambio, puede quedar aclarado si se dice que el cristianismo es la tradición simbólica originada en Jesús, pues sobre lo 50
Ibid, p. 248.
simbólico disponemos de referencias que son conceptualmente ajenas a esa tradición y que, por eso mismo, pueden contribuir a enriquecer su aprehensión teórica . 51
El peculiar giro simbólico que instaura AF entraña al menos dos consecuencias. U n a , la neutralización del problema de la verdad de la religión, cuestión fundamentalmente cognitiva. Otra, la neutralización del problema de la verdad del cristianismo —elegido metodológicamente como arquetipo—, un problema también cognitivo y fundamental para el creyente. La cuestión epistemológica queda así disuelta en las aguas fuertes de la simbolización, cuando se toma como operación práctica que renuncia a someterse a toda criteriología que se proponga d i l u c i dar el fundamento racional de las prácticas y la referencia real e ideológica de las mismas. L o s creyentes quedan por definición exentos de presentar las credenciales de veracidad de sus credos. No debe sorprender que el pragmatismo filosófico haya encontrado actualmente una cantera inagotable en el uso de los símbolos, ni que los apóstoles y los teólogos de la fe hayan encontrado insospechado alivio en una hermenéutica simbólica que los descarga de una dogmática definida en términos inasumibles por una mente lúcida y honesta. Remedando la expresión latina, unos y otros pueden exclamar: ¡symbola, symbola, praetereaque nihil! Símbolos, y nada más que símbolos, porque a su sombra se alcanza una confortable equivocidad conceptual. Se suministra así una sólida plataforma al arte de la amalgama. 2.4. En el curso de su libro, AF nos va preparando — s i n duda, inconscientemente— para la equivocidad. La crítica neopositivista de la idea de Dios como vacía de sentido recibiría así una confirmación en el análisis teórico social: la idea de Dios como carente de contenido propio y maleable a voluntad para cualquier uso político. El fundamento ideológico de la creencia en Dios, sin embargo, prohibe concebirla en términos tanto de trascendencia respecto a las ideologías como de final irrelevancia o insignificancia, según dictamina el empirismo lógico, e impone su considera" lbid., pp. 252-253. Las cursivas son mías.
ción a partir de una radical ambivalencia. La creencia en Dios no es ni trascendente, ni vacía, sino equívoca . 52
Este juicio no es exacto. Tanto la teoría neopositivista como la interpretación ideológica de la creencia en la existencia de D i o s toman partido —cada una a su m o d o — retirándole toda justificación epistemológica; no sugieren que la creencia en D i o s sea equívoca, y ni una ni otra admitirían la declaración de AF según la cual la «apelación a un referente metafísico queda fuera del espacio propio de una teoría social de la religión y de un análisis crítico de la ideología religiosa» . 53
La inflexión decisiva del ensayo de AF radica en su énfasis en los símbolos práxicos. «Por símbolo —escribe— se entenderá aquí toda representación de una ausencia», un instrumento de comunicación humana que trata de «presencializar realidades ausentes» . A F , en sucesivas matizaciones que no cabe transcribir aquí, radicaliza la autonomía de los símbolos religiosos hasta un límite que acaba de hecho destruyendo su polaridad constitutiva. Respecto de las creencias, nos dice, los símbolos 54
no representan un simple aspecto [de éstas], sino su totalidad [...]. No existe percepción inmediata u ostensión de la «realidad» simbolizada que sea diferente de la percepción del símbolo mismo. [Por consiguiente] a partir de la suposición de la autonomía del orden simbólico y de su irreducibilidad así al orden económico-político como al de la ideología, procede el análisis ulterior del cristianismo. En tanto que envuelve creencia y voluntad de trato con realidades no sólo invisibles, sino trascendentes al hombre, el cristianismo opera con símbolos y consiste en símbolos. [De ahí que lo que le interesa es] el cristianismo en tanto que conjunto de prácticas simbólicas o símbolos prácticos . 55
Se oculta en todo este discurso, esta vez sí, un equívoco conceptual: la ausencia de lo simbolizado en cuanto referente no preIbid., pp. 157-158. Ibid, p. 164. Ibid., pp. 191-192. Tendríamos que formular importantes reservas a la teoría de AE sobre la praxis y las prácticas simbólicas, pero el espacio nos lo impide. Ibid., pp. 193 y 196. 52
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senté pero empíricamente posible, o c o m o no explícito pero mentalmente representable o explicitable, de un lado; y la ausencia de lo simbolizado en cuanto referente trascendente e irrepresentable, de otro lado, son ausencias m u y diferentes. Mientras que toda operación simbólica en el contexto de lo existente o mentalmente representable se mantiene en permanente e indisociable referencia a lo simbolizado —y gravita hacia el polo fundante de la relación simbólica—, las operaciones simbólicas de carácter religioso suelen tender a eliminar de hecho toda referencia y a identificarse con lo meramente conductual —gesto, rito, comportamiento—. Su legitimación cognitiva, que pertenece al plano de lo racional, va difuminándose a medida que las doctrinas o dogmas comienzan a ser cuestionados, o l v i dados o simplemente omitidos con intención apologética y proselitista. AF construye una teoría de la religión c o m o conjunto de prácticas simbólicas que es arbitrariamente selectiva e intelectualmente perniciosa. En algún momento aflora el problema del referente, pero opta por seguir adelante con su propuesta simbologicista . Desde G. Frege, formulamos c o n elegancia conceptual lo que es obvio: que, en el lenguaje, toda función simbólica comporta una referencia o denotación (Bedeutung) y un sentido, connotación o significado (Sinn). M e diante signos o símbolos expresamos sentidos y denotamos referentes. P e r o en cada nivel o ámbito de la realidad, este vaivén entre sentido y referente tiene sus reglas, su alcance y su especificidad. AF tiende a simplificar la complejidad de los juegos simbólicos d e l lenguaje marginando la cuestión de la racionalidad —o i r r a c i o n a l i d a d — de los referentes cognitivos o ideológicos. Un filósofo tan atento a las funciones simbólicas del lenguaje, c o m o A . N . W h i t e h e a d , advierte reiteradamente sobre los efectos perversos de la actividad simbolizante cuando se pierden los anclajes con los referentes objetivos u objetivables — no siempre necesariamente empíricos—. La proliferación de los tropos lingüísticos (metonimia, sinécdoque, metáfora), unida al pródigo uso de la analogía y a la imaginación alegorizan56
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Ibid, por
ejemplo, p. 199.
te, han sido suculentas oportunidades para el ejercicio de formas simbólicas del pensamiento y de la práctica, y no parece que una indagación dirigida a desvelar la naturaleza de la religión deba privilegiar la vertiente simbólica de los hechos religiosos, y relegar su vertiente epistemológica y su pretensión de verdad. Observa W h i t e h e a d que, a diferencia del conocimiento d i recto, ostensible, «el simbolismo es muy falible, en el sentido de que puede i n d u c i r acciones, sentimientos, emociones y creencias sobre cosas que son meras nociones sin ejemplificaciones en el m u n d o que el simbolismo nos lleva a presuponer» . A u n q u e la simbolización es factor esencial de la conducta humana, nuestros errores encuentran cobijo en ella, y, por ello, «la tarea de la razón es entender y purgar los símbolos de los que depende la humanidad». P o r q u e todo simbolismo, por muy superficial o autónomo que pueda parecer, queda «reducido en último término a series [trains] de esta referencia simbólica fundamental, series que conectan finalmente los perceptos con modos alternativos de reconocimiento directo» . Las fisuras en la referencia simbólica p u e d e n p r o d u c i r "desastres", pues en los procesos iniciales de la simbolización, esas fisuras — e r r o r e s — son los estimulantes «que promueven la libertad de la imaginacióii» y sus «apariencias engañosas» . Precisamente, el riesgo que subyace en las simbolizaciones se debe a la acción de reflejo (reflex action) consistente en que «la respuesta de acción ante el símbolo puede ser tan directa c o m o para cortar cualquier referencia a la cosa última simbolizada» . Y esto, sea cualquiera la naturaleza del referente. Entonces, la conducta queda literalmente confinada en el uso de ciertos signos o palabras, en un simbolismo sin correlatos significantes, en un lenguaje recortado 57
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Symbolism. Its meaning and effect (Londres, 1927; Fordham Univ. Press, 1985, p. 6). Ibid., p. 7. Ibid., p. 19. Ibid, p. 55. Ibid.,p.7J>. 5 7
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—alienado, añadiríamos nosotros—. En estos casos, «hay una cadena de derivaciones de símbolo en símbolo por las cuales las relaciones locales entre el símbolo final y el significado último se pierden enteramente» . En el campo de lo religioso, este mecanismo de acción de reflejo convierte la alienación religiosa en una alienación en segunda potencia, es decir, en una alienación alienada. Está de m o d a — et pour cause— glorificar al hombre c o m o animal symbolicum, creador de mitos y manipulador de fabulaciones. En esta apoteosis, la religión parece arrebatar de nuevo un sitial de respetabilidad. No creemos que AF se sume a este coro. Pero tal vez no ha sido consciente del instrumental apologético que pueden hallar los promotores de la credulidad^ el libro del que es autor. 62
Frente al animal symbolicum, la flecha de la civilización apunta al hombre emancipado de las fabulaciones, al animal rationale. Cerraré estas páginas, demasiado fugaces, c o n este hermoso pasaje de W h i t e h e a d : La actitud de la humanidad respecto del simbolismo exhibe una mezcla inestable de atracción y repulsión. La inteligencia práctica, el deseo teorético de penetrar hasta el hecho último, e irónicos impulsos críticos, han aportado los principales motivos de la repulsión del simbolismo. Los hombres sesudos necesitan hechos y no símbolos. Un intelecto teorético claro, con su generoso entusiasmo por la verdad exacta a todo precio y riesgo, desaloja los símbolos por considerarlos engañosos, que velan y desfiguran ese santuario de la simple verdad que la razón reclama como propio. Los irónicos críticos de las locuras de la humanidad han cumplido notables servicios para arrumbar los viejos trastos de inútiles ceremonias que simbolizan las degradantes fantasías del salvaje pasado. La repulsión del simbolismo destaca como un elemento bien preciso en la historia cultural de la gente civilizada. No cabe duda razonable alguna de que esta continua crítica ha desempeñado un servicio necesario en la promoción de una civilización saludable, a la vez del lado de la eficiencia práctica de la sociedad organizada, y del lado de una robusta dirección del pensamiento . 63
Lo que necesita mostrarse es la no-verdad de la religión. « Ibid., p. 83. « Ibid, pp. 60-61.
3.
RACIONALIZACIONES Y RACIONALIDADES
1. E m p l e o aquí el término "racionalización", no en el sentido hoy habitual en la psicología moderna, de intento de justificar racionalmente acciones o conductas del sujeto que obedecen a motivaciones desiderativas o implícitos intereses subjetivos, sino en el sentido de reconstruir conceptualmente con pretensiones de racionalidad contenidos míticos, jabulaciones religiosas o especulaciones metafísicas —anclados todos ellos en la exuberante actividad de la imaginación. U n o de los fenómenos más inquietantes de nuestros días es la creciente disociación entre el ámbito de la c o m u n i d a d científica, flanqueada por los filósofos e intelectuales que ejercen su función crítica y sistematizadora sobre los datos aportados por los avances de las ciencias, y la gran masa de seres humanos que todavía se alimentan mentalmente de los seudosaberes que detentan e i m p o n e n las iglesias o confesiones religiosas, los círculos espiritistas, los profesionales del esoterismo, y los seudocientíficos de la parapsicología. Las instancias que imponen o p r o p o n e n esos seudosaberes negocian c o n las promesas de salvación, las esperanzas de felicidad o las consolaciones de la creencia en un más allá después de la muerte. Desde hace veinte siglos, las iglesias cristianas instauraron la cultura del milagro y fomentaron el fetichismo y la superstición, fundados en el dualismo cósmico que emerge c o n la ilusión animista que genera la mente del hombre prehistórico ante fenómenos para él de difícil explicación. Las modestas exigencias de racionalidad del hombre primitivo imaginaron la falsa hipótesis animista-racionalista, y el subsiguiente dualismo alma-cuerpo, o espíritumateria, o trascendencia-inmanencia. La religión, el espiritismo, el
esoterismo y la parapsicología siguen aprisionando al ser h u mano en la alienación de la mente en el dualismo inaugurado por la ilusión animista. La creencia en almas o espíritus inmortales, que revolotean en un más allá imaginario o en un proceso kármico de transmigraciones, son formas intelectualizadas del animismo. El m u n d o de la milagrería, de las curaciones sobrenaturales, de las visiones religiosas, de las taumaturgias esotéricas, de las experiencias espiritistas, etc., son otras tantas hipotecas mentales que mantienen al ser humano en la irracionalidad. El enemigo d e l ser humano no es la razón, sino el mal uso de la razón, o la supresión de la razón. Sólo una ética i n d i v i d u a l y colectiva basada en la razón es la garantía de una v i d a digna y solidaria. C o n v i e n e detenerse brevemente en lo que he definido como racionalizaciones. Es otra boga reciente hablar de las racionalidades c o m o de una serie de universos mentales que gravitan sobre propios y exclusivos modos de razonar. Cada u n o a partir de sus presupuestos o sus postulados, c o n la plena autonomía de discursos cerrados sobre sí mismos e igualmente válidos, soberanos y autosuficientes en las esferas de sus respectivas tematizaciones. Estas racionalidades configurarían discursos que no tienen que dar cuenta de sus pretensiones de verdad más que a sí mismos. Se esconde en esta formulación un gravísimo equívoco en el uso d e l término razón. Podría decirse que se trata de la racionalización de las racionalizaciones.
2. El último paradigma, hoy en boga, de esta reflexión que aspira a fundarse en supuestas racionalidades autónomas está representado por u n a corriente de pensamiento, a caballo entre la especulación filosófica existencial y la teología — c o n fuertes aditamentos tomados de la literatura, la lingüística, la antropología, la psicología y la estética— que se conoce c o m o la nueva hermenéutica. Es u n a interpretación de la función de la razón c o n intensas tonalidades hegelianas, heideggerianas y wittgensteinianas, que construye un discurso eminentemente anticientífico — o m i t e la explicación c o m o operación fundamental de la
razón en el plano epistemológico— y declaradamente filológico —se confina en la comprensión c o m o la última palabra en la elucidación de los contenidos subjetivos de las objetividades culturales acumuladas por la tradición y actualizados por una reflexión de corte existencialista—. Es u n a estrategia óptima para la apologética de cualquier discurso, pero en particular constituye una efectista coartada contra la razón bajo la tesis falaz del llamado círculo hermenéutico en la esfera de la religión. Incluso muchos de quienes se han situado personalmente ya al margen de la fe, y no creen en el legado mítico vehiculado por las tradiciones históricas, suelen entregarse, en su trabajo de especialistas, a la mera tarea de comprender, y pretenden que p o r el simple hecho de explicitar los modos específicos de seudoracionalidad en que las iglesias y los credos religiosos han envuelto sus mitos y fabulaciones ya han otorgado estatuto racional a los discursos metafísicos o teológicos. La razón se convertiría así en la convidada a todas las mesas, disfrazada para cada ocasión de vestiduras agenciadas para complacer todas las fantasías de sus anfitriones, y conferir a cada uno de ellos el sello prestigioso de lo racional, lo incuestionable>y lo inmarcesible. Estas racionalidades que las racionalizaciones hermenéuticas de los legados míticos se esfuerzan en rescatar —comprendiéndolas desde sí mismas y sin salirse de sí m i s m a s — tienen el valor que reviste todo intento de desvelar e iluminar los caminos extraviados de la razón al servicio de la imaginación en su incesante actividad para la satisfacción de las exigencias desiderativas del ser humano. La comprensión, ejercidos todos los instrumentos y categorías de un análisis filosófico en perspectiva existencialista, se detiene a las puertas d e l proceso que debe poner en marcha la razón explicativa en cuanto supremo juez, al que compete decidir sobre lo que interesa, en definitiva, saber; es decir, si las pretensiones de verdad de las sedicentes racionalidades poseen legitimación epistemológica y plausibilidad gnoseológica. U n a satisfactoria explicación racional del fenómeno tematizado es la única que permite conferir, siempre provisionalmente, a este fenómeno un fundamento de verdad en términos de realidad objetiva, existente, contrastable según criterios in-
tersubjetivos derivados de la experiencia. Esta explicación racional excluye, en consecuencia, toda p o s i b i l i d a d de que el fundamento de verdad p u e d a situarse en un plano de trascendencia respecto d e l conjunto de lo que existe; es decir, el fundamento de la verdad, en cualquier sector de la realidad, sólo puede buscarse en la inmanencia del m u n d o . P o r el contrario, la comprensión de las creaciones producidas por el ser humano en su v i d a cultural a lo largo del proceso de su devenir, se propone solamente desvelar la lógica interna de esos productos culturales y las vías específicas seguidas por el esfuerzo de racionalización en su propósito de aportar algún m o d o de inteligibilidad racional a los resultados de la imaginación. P e r o esta racionalización sólo puede alcanzar una inteligibilidad lastrada de los factores de irracionalidad que yacen en la raíz de las creaciones culturales —religiosas, metafísicas, éticas, políticas, estéticas—. La llamada razón mítica, por ejemplo, jamás puede encontrar en sí misma la explicación de sí misma. Sólo la razón explicativa puede dar cuenta de las diversas racionalidades que operan en la esfera autónoma de la comprensión. Las razones que alimentan las creaciones culturales deben quedar sometidas a la razón en cuanto instancia capaz de explicarlas y de ordenarlas. La razón explicativa es la razón de las ciencias, a ella corresponde juzgar en términos de verdad las racionalidades que constituyen el modesto patrimonio de la comprensión. Esta razón soberana lo es también cuando se va corrigiendo a sí misma en el ininter r u m p i d o avance de su tarea de explicar lo que era enigmático y lo que aún siga siendo un enigma. E v i t e m o s hablar de misterios, porque este vocablo, en su acepción semántica originaria, significa algo que alguien conoce, pero mantiene secreto. E s u n lenguaje sacro y hierocrático, inadecuado para denotar los fenómenos que deberán explicar las ciencias, cuando éstas los despojen de su carácter de enigmas. El discurso teológico sobre los misterios es una especulación redundante sobre los mitos que mediatiza, y por consiguiente un discurso superfluo, gratuito, sin pertinencia objetiva. Es la anhelada pero fallida racionalización de una irracionalidad. T a n t o el discurso teológico c o m o el discurso metafísico ofrecen modelos d e l universo que aspiran
a erigirse en verdad inmutable y definitiva —aunque sepamos que en el curso de la historia metabolizan insensiblemente elementos extraños a su versión originaria, y transforman su función ideológica legitimadora de los poderes dominantes en cada contexto político y social—. P o r el contrario, el discurso científico se propone explicar los fenómenos en sí mismos y desde fuera de sí mismos, identificando y verificando sus relaciones mediante modelos de explicación insertos en paradigmas fundamentales que no aspiran a ser inmutables y definitivos, sino que se saben provisionales en v i r t u d de su refutabilidad connatural. No es, pues, un discurso superfluo ni redundante, porque incrementa nuestro conocimiento de m o d o paulatino pero ininterrumpido, en el contexto de la experiencia y de la observación empírica. Su tarea consiste en establecer legalidades en forma de regularidades estadísticas en las conexiones causales. El discurso científico es un discurso siempre abierto, siempre enriquecido con la adquisición de nuevos datos, siempre modificándose y rectificándose para poder aumentar su capacidad de explicación y sus posibilidades de predicción científica, dentro de márgenes de indeterminación irreductible. La razón es siempre dueña de sí misma, porque cuando se autocorrige sigue siendo ella misma.
3. C u a n d o examinamos este juego de racionalizaciones y racionalidades, tropezamos c o n una de las constataciones más i n quietantes y ominosas de nuestro tiempo: la persistente y aun creciente disociación entre lo que piensa la c o m u n i d a d científica sobre lo existente — e n los planos de la materia, la energía, la vida, la sociedad, la h i s t o r i a — y lo que cree la inmensa mayoría de la masa humana. Un fenómeno similar tuvo lugar c o n acentos dramáticos durante el gran debate de la Ilustración sobre el valor de la autoridad y el valor de la razón, entre lo tradicional y lo nuevo. Pero entonces el debate fue declarado y general, y la c o m u n i d a d científica —aún adolescente pero ya segura de su razón— se presentó abiertamente, públicamente,
c o m o antagonista del saber metafísico y teológico heredado por tradición, c o n su asfixiante carga de mitos y fantasías ancestrales. F u e el debate de las luces contra el oscurantismo. P o lémica indispensable y de consecuencias imperecederas en la lucha de la mente humana por conocer, por liberarse de los viejos poderes, de la cultura del milagro y de la superstición padecida durante milenios por el ser humano, cuya inercia histórica sigue imperando al calor de la verborrea religiosa y la charlatanería de espiritistas, esotéricos y parapsicólogos. H o y , esa creciente disociación ha a d q u i r i d o una nota específica que la distingue de la originada en el marco del debate de la Ilustración, porque la c o m u n i d a d científica, y los filósofos que la flanquean, la critican y la interpretan, no salen a la palestra de la opinión pública; porque no abren el debate a la vista de todos, no lo generalizan, no se enfrentan c o n las ancestrales instancias de la dominación tradicional. La c o m u n i d a d científica suele ahora ensimismarse, en su labor investigadora y en su propia reflexión, en el seno de los laboratorios, gabinetes y observatorios de la ciencia. A este respecto, sería conveniente elaborar una psicología del científico actual desde este ángulo concreto. Identificar las circunstancias personales y las motivaciones subjetivas, íntimas, de este relativo silencio en medio de una masa ignara que continúa siendo víctima de los mitos religiosos y las fantasías de quienes explotan el inagotable potencial de credulidad de las masas. La explicación racional de lo existente se ha hecho ciertamente más ardua, compleja y probablemente más problemática, aunque jamás se desconfíe de la razón como la vía privilegiada hacia el conocimiento y supremo juez de todo, i n c l u i d a ella misma. El nervio de la explicación racional sigue siendo la relación de causalidad entre los fenómenos, porque la física cuántica — c o n t r a lo que suponen muchos, incluidos algunos de sus iniciadores o p r o m o t o r e s — no anula la categoría de causalidad, sino que se limita a cancelar la fe de la ciencia adolescente en la capacidad de predicciones seguras en la aparición de los hechos. El célebre principio de incertidumbre o indeterminación —es más adecuado hablar de incertidumbre que de indeterminación en la mecánica de los
cuantos de energía, pues se trata de m e d i c i o n e s — no pone en cuestión el concepto de causalidad, porque el azar es simplemente una causalidad imprevisible, lo mismo que la mutación. Azares y mutaciones son el extenso residuo escasamente probable de las regularidades estadísticas de la naturaleza — d o n de sigue sin encontrar cabida la noción y la realidad del milagro {sobrenatural), pese a la charlatanería de algunos creyentes mal informados e incapaces de entender el significado de las ecuaciones matemáticas de p r o b a b i l i d a d (o i m p r o b a b i l i d a d ) — que describen sus fenómenos. E n su libro Miracles ¿n Dispute. A continuing debate (Londres, trad. 1968), Ernst y M a r i e - L u i s e K e l l e r proveen a sus lectores de una breve y lúcida explicación del significado genuino de la mecánica cuántica respecto de la verosimilitud de la presunta existencia de milagros. Un particular suceso milagroso —escriben—, uno que es relativamente fácil de formular en términos de física, puede sugerir cómo hemos de reaccionar ante este supuesto: ¿es posible para un cuerpo escapar a su sujeción a la ley de la gravedad, como se presupone en la idea de que Jesús caminó sobre las aguas? Uno aceptaría averiguar qué grado de probabilidad se asignaría a este milagro. El físico francés Jean P e r r i n , ganador dei P r e m i o N o b e l , elaboró esto sobre la base de un simple ejemplo. B e r n h a r d Bavink nos dice: El [Perrin] calculó el tiempo que un albañil que trabajase en el tercer piso tendría que aguardar hasta que, como resultado de una irregularidad casual en la distribución de los golpes moleculares, un ladrillo diese "por sí mismo" un salto desde el suelo hasta su mano. Encontró que el albañil tendría que esperar un promedio de 10 elevado a 10 y elevado, a su vez, a 10 años. O sea, 10 seguido de mil millones de ceros. Una tan diminuta probabilidad es prácticamente idéntica a una absoluta imposibilidad, y todo operario decidirá, por consiguiente, que los ladrillos sigan siendo transportados del modo habitual, más bien que confiar en una tal posibilidad. C o m o los teólogos encontrarán este ejemplo c o m o extremadamente trivial, B a v i n k lo ha alterado de tal manera que
una teja que cayese de un tejado pudiera ser desviada de la cabeza de un transeúnte, al que de lo contrario habría golpeado, mediante "desigualdades" casuales en la distribución de la presión nuclear. ¿Sería esto un auténtico milagro? Y continúa: Pero si en los sectores teológicos se presenta el argumento de que la posibilidad queda así probada, el resultado no haría sino perjudicar la propia posición de la teología. Porque hemos visto, en primer lugar, que la probabilidad es tan pequeña que puede considerarse como prácticamente idéntica a la imposibilidad. Si una tal teja hubiese caído cada segundo desde el comienzo de la historia de la humanidad, no habría transcurrido, de acuerdo con Perrin, ninguna fracción perceptible del tiempo necesario para que ocurriera el caso. Y, en segundo lugar, incluso si alguna vez se hubiera realmente realizado una posibilidad tan inconmensurablemente pequeña, habría de nuevo una segunda improbabilidad, casi igualmente grande, de que ocurriese exactamente en el mismísimo momento en que el transeúnte, que había de ser "providencialmente" protegido, estuviera debajo de tal tejado en particular» [B. Bavink, Science and God, Londres, trad. 1933]. En vista de todo esto, ¿es todavía necesario calcular cuándo, según la ley de adición de probabilidades, la fuerza de gravedad de una persona podría ser abolida, permitiéndole así pasear sobre la superficie del agua —totalmente aparte de la posibilidad de ascensión a los cielos—? Un físico intrépido podría hacer el intento de elaborar las contingencias estadísticas, pero es seguro que la probabilidad resultaría ser mucho menor que en el caso de la teja desprendida, y que eso es realmente inconcebible para la mente humana. Cualquier cosa de este género es tan absurda para nuestro pensamiento y nuestros conceptos, que es apenas sobrepasada por la suposición de que milagros de esta clase, y otros aún más complicados, hubieran ocurrido solamente el año o dos años de la actividad de Jesús. Podemos ver que si las explicaciones que ofrecen la física y la estadística matemática se toman literalmente, el resultado es un completo fiasco. Nada ha cambiado, excepto que la imposibilidad de tales sucesos en principio ha sido reemplazada por su imposibilidad en la práctica [E. y M. L. Keller, ob. cit., pp. 171-172]. Entre los otros milagros "aún más complicados" que sugieren los Keller, pensemos en los inverosímiles, e incluso inconcebibles, misterios de la encarnación de D i o s en un hombre,
del nacimiento virginal de Jesús engendrado por el Espíritu Santo, o de su resurrección y su deambular durante cuarenta días por su tierra, apareciéndose aquí, desapareciendo allá, al ritmo del h u m o r visionario de mentes exaltadas. La fe cristiana es tal vez el caso de mayor inflación milagrera de la historia, por lo cual no debe sorprender demasiado que pueblos c o m o el nuestro sigan obnubilados por una credulidad indigna de seres racionales. En los últimos tiempos han engrosado las filas de estas masas crédulas los innumerables traficantes del espiritismo, el esoterismo y la parapsicología. Retornando al punto de partida de este excursus, digamos, en suma, que el abandono d e l estricto determinismo natural laplaciano no aporta el menor atisbo de fundamento a las ansias apologéticas de quienes siguen pertinazmente aferrados a la fe en los milagros.
4. S i n las relaciones de causalidad —es decir, las conexiones entre causas y efectos— sería imposible ordenar los datos de la experiencia, y también nuestra vida cotidiana; dejando al margen el debate metafísico inaugurado por el gran D a v i d H u m e . Sin embargo, es patente que el optimismo determinista de los Ilustrados, entre ellos Laplace, es hoy una hipótesis insostenible en los términos en que solía ser formulado. Este severo correctivo que una razón exultante h u b o de sufrir c o m o consecuencia de su propia tarea de incesante investigación y de explicación en condiciones de creciente complejidad, habituó al científico a la cautela y a la circunspección. Pero respetando su justificada prudencia, el científico tiene el deber social de contribuir a disipar los mitos, las fábulas, las creencias de cuya falsedad ya no cabe la menor duda. Sociológicamente, la mencionada disociación produce efectos altamente negativos, porque una sociedad, c o m o la nuestra, tan radicalmente dual en el o r d e n de los conocimientos está expuesta a todos los riesgos de antagonismo i n d i v i d u a l y colectivo —conflictos de clases, insolidaridad, incomprensión— que ine-
vitablemente genera. La envidia, el rencor, la agresividad y la marginalidad que segrega la división por razón de la cultura o de la ignorancia, de la ciencia o de la irracionalidad, no encuentra parangón ni siquiera en la división que produce la opulencia y la miseria. Porque, además, esta última tiene una de sus causas en aquélla. Aparte de la dignidad que confiere al ser humano el conocimiento de la verdad, los efectos perversos de la disociación intelectual y social que sufre la sociedad actual hacen perentorio y urgente superarla para construir, en los límites de lo posible, la comunicación de saberes como plataforma de una sociedad menos cruel y algo más feliz; y, sobre todo, más digna de su p r o p i o estatuto de racionalidad. Esta frecuente deserción d e l científico ante el deber de d i f u sión social de su saber puede llevarnos a reflexionar, por relativa analogía, desde un terreno diferente tanto por las personas implicadas como por sus motivaciones. Me refiero a aquellos estudiosos de la religión en general, o del cristianismo en particular, que parecen haber alcanzado una genuina independencia intelectual respecto de las implicaciones, tanto lógicas como afectivas, de los objetos de su estudio. Sin embargo, aquí y allá, en el curso de sus investigaciones o sus interpretaciones, asoma, a veces sibilinamente, una actitud más o menos elusiva ante el deber de sacar conclusiones, de expresar diáfanamente y con honestidad intelectual lo que atañe a la falsedad de ciertas pretensiones de verdad de los credos religiosos. Pasamos, por esta vía temática, de la esfera de las racionalizaciones definidas al comienzo de este escrito, a la esfera de las racionalizaciones tal c o m o las ha conceptualizado la psicología moderna. Es decir, para mejor ilustración del lector, tal c o m o las define, por ejemplo, James Drever: una racionalización consiste en «el proceso de justificar por razonamiento después del hecho, como, por ejemplo, un acto después de que ha sido realizado»; es «frecuentemente un mecanismo de defensa contra la autoacusación o contra un sentimiento de culpa». Esta actitud elusiva de quienes deben contribuir públicamente y sin ambages a la d i fusión de verdades a medida que se adquieren con un razonable grado de certeza, se encuentra tanto entre quienes pertene-
cen al m u n d o seglar y han p e r d i d o la fe, como entre quienes han abandonado las órdenes sagradas o los votos religiosos. Las reales motivaciones de su actitud elusiva son numerosas e indudablemente complejas, como suele suceder c o n toda racionalización. V a n desde el innoble deseo de asegurar ventajas personales ya adquiridas o por adquirir, hasta una invencible inhibición debida a cobardía social, o al temor a instalar el sentimiento de inseguridad en sus propias vidas. En el caso de quienes han desertado d e l sacerdocio es bastante frecuente la persistencia de un respeto reverencial por la Iglesia y sus ministros, o de una marcada deferencia ante las instituciones y símbolos de lo sagrado, que delatan generalmente un residuo de mala conciencia y el hecho dramático de una decisión personal aún inmadura o insuficientemente resolutiva. No en vano la teología nos dice que los sacramentos —y muy particularmente el de orden— i m p r i m e n carácter. Pero no sólo en la esfera de los carismas objetivados que administra la Iglesia, sino también —y esencialmente— en la esfera de la economía psicológica de la personalidad, donde se descubren con cierta facilidad las pistas afectivas que c o n d u c e n a la explicación de las hipotecas que arrastran quienes deciden insertarse en su nuevo universo laico. H a y dos planos en los que estas pistas se hacen muy visibles. U n o se refiere a la soterrada — i n cluso no a d v e r t i d a — carga emocional que soportan casi siempre —aunque se d e n abundantes excepciones entre quienes perdieron la fe m u c h o antes de colgar los h á b i t o s — los que siguieron la carrera eclesiástica, o bien la iniciaron sin llegar a culminarla c o n la ordenación sacerdotal. Esa carga emocional se formaliza a m e n u d o en una especie de dependencia de gratitud —consciente o inconsciente— hacia la institución que los formó y cobijó durante años, iniciados a veces ya en la primera adolescencia — q u e tanto suele marcar luego la edad a d u l t a — . Esta hipoteca psicológica puede invocar algún título de nobleza porque, éticamente hablando, comporta un sentimiento profundo de gratitud. Pero infortunadamente no deja de ser una hipoteca, es decir, una suerte de regla de comportamiento y consejo — e n el sentido etimológico original del vocablo griego
hypotheké— para la orientación de la propia vida. Lo que podría aparecer inicialmente c o m o una virtus, un impulso positivo, se transmuta, en el orden dianoético, en un lastre, en una resaca del fideísmo de otrora, colada de contrabando en los entresijos del cerebro. El otro plano se sitúa en lo que yo denominaría propensión utilitaria, un síndrome que suele ocultarse obstinadamente en las evaluaciones personales de la propia fe religiosa. La aventura histórica de la Iglesia, c o n su impresionante y bien d o c u mentado cortejo de crímenes y vejaciones de toda clase, no debe hacernos olvidar que, c o m o toda confesión religiosa, ha funcionado como agencia de seguridades anímicas y, para algunos, también de las otras. Esta función ha provisto a muchas almas — d e ricos y de p o b r e s — de inmensa consolación en la vida y, sobre todo, ante la perspectiva de la muerte ineluctable. La miseria física o moral del ser humano quedaba relativamente mitigada, o al menos se hacía soportable, ante la esperanza en un más allá donde la injusticia y la muerte serían suprimidas para siempre. Esta vana ilusión no sólo ha sido el gran resorte del proselitismo religioso, sino también la p r i n c i p a l motivación para que muchos sacerdotes que han perdido la fe, o que la alimentan todavía recurriendo a subterfugios mentales destinados a acallar su mala conciencia, continúen practicando el negocio de la salvación — a l f i n y al cabo, se dicen, la Iglesia también pone en nuestras manos instrumentos que podemos emplear para hacer el b i e n — . P e r o esta motivación sigue aún operando en muchos de los que no sólo han abandonado la fe, sino también todo vínculo institucional c o n la Iglesia. Tengo amigos, inequívocamente increyentes después de su paso por las filas del clero, que adoptan ante la religión que profesaron una actitud de propensión utilitaria, o próxima a ésta. E s t i m a n que hay que tratar a la religión en general, y a la Iglesia en particular, con respeto y con clemencia. En una coyuntura histórica c o m o la nuestra, con su extremado i n d i v i d u a l i s m o hedonista y su insolidaridad egoísta, suelen alegar estos pasivos valedores de la religión que atacar a la Iglesia equivale a contribuir a lo que un amigo mío, inteligente y agnóstico, califica de desertización
de las almas. Aparte de que seguir hablando de almas en boca de agnósticos genuinos no deja de resultar chocante, el término desertización envuelve y oculta un grave equívoco que habría que disipar con una rigurosa argumentación, que no entra en el limitado espacio de estas páginas. Digamos solamente que si reintegrar la dignidad intelectual del ser humano a un n i vel que permita desalojar de su mente la selva de falaces esperanzas y engañosas fantasías que la pueblan, equivale a desertizar, entonces mi amigo está haciendo un uso abusivo y peligroso del lenguaje. P o r q u e vaciar la mente de creencias i l u sorias va siempre necesariamente acompañado de su fortalecimiento, y de la asunción de una visión de la realidad asentada en un nuevo repertorio de percepciones y de ideas que constituyen una inapreciable riqueza de la que carecía. El hombre que piensa con rigor, y que no se deja aprisionar en una interpretación falaz de la tolerancia c o m o v i r t u d , no debe confundir el respeto a las personas c o n el respeto a las ideas. H a y que respetar siempre a las personas, también cuando a nuestro juicio están en el error. Pero no hay que respetar lo que consideramos como ideas falsas. El sujeto de derechos es siempre el ser humano. Las falsas ideas deben combatirse en cuanto tales, procurando persuadir a quienes abrigan y fomentan tales ideas, de su carácter de falsedad; sin la menor coacción externa o intimidación moral, pero c o n resolución y constancia.
5. C o m o insinué antes, el otro argumento que se aduce para apoyar la benevolencia —y un cierto grado de reverencia— en el trato c o n la Iglesia radica en las famosas consolaciones. Las promesas de felicidad futura son las prótesis que desde la primera infancia se ofrecen al ser humano para ayudarlo a caminar por la vida. Nuestra infancia y adolescencia están amuebladas con imágenes míticas y discursos fabulosos, de los cuales van amortizándose algunos por la vía de una experiencia trivial e insoslayable. Pensemos en Papá N o e l o en los Reyes Magos. Pero muchos otros mitos y fábulas quedan hondamente arrai-
gados en la compleja estructura anímica de nuestro ser, y están inmunes, por su propia naturaleza fantasmal, de cualquier mecanismo empírico de refutación incuestionable. Son la falaz plataforma de las esperanzas y consuelos. C o m o pago de ellos, d i cen los pasivos valedores, c o m o contraprestación a una herencia de bienes generados por esas esperanzas y consuelos, debemos abstenernos de cuestionar el poder eclesiástico y sus mitos, debemos silenciar nuestras razones. A m b o s argumentos — e l de la desertización y el de la consolación— apoyan su supuesta validez en una petitio principa, como puede concluirse de las consideraciones que he expuesto. Son argumentos éticamente misérrimos y racionalmente i n d i gentes. P o r lo demás, aunque pudiese establecerse una cuantificación de los bienes y de los males derivados de la fe religiosa, y alcanzásemos un balance positivo entre el debe y el haber — l o que, aparte de imposible, es de un utilitarismo moralmente despreciable—, subsistiría siempre la validez de un principio que, en mi ética personal, me parece seguro: ningún bien puede justificar un mal en cuanto tal. Un crimen cometido contra un solo ser humano, un engaño que lesione el decoro moral de una sola persona, jamás podrán legitimarse en atención a alguna posible consecuencia buena para alguien. En términos éticos, me parece válido el axioma según el cual el fin no justifica los medios. No valen las racionalizaciones de la benevolente actitud —a veces, de la c o m p l i c i d a d — de esos agnósticos que en v i r t u d de una dependencia de gratitud o de una propensión utilitaria desertan del deber social de difundir el grano de verdad de sus posiciones. La deserción se explica por motivaciones en mi opinión espurias, sean conscientes o inconscientes. Las instituciones eclesiásticas, y sus obsecuentes servidores activos o pasivos, han venido practicando desde su nacimiento una doble modalidad apologética: una, silenciar toda argumentación que deje al desnudo la indigencia de las pretensiones de verdad de su fe, o bien deformar o tergiversar esta argumentación; otra, reinterpretar simbólicamente y amalgamar arbitrariamente las expresiones, fórmulas y mitos de esta fe. P o r esta doble
vía, que suele esconder una actitud de mala fe, la fuerza demoledora que la crítica de la religión —y especialmente de la fe cristiana— ha desarrollado durante muchos siglos, puede decirse que ha sido neutralizada en la mente de la inmensa mayoría de los creyentes. Las últimas décadas de nuestro siglo han presenciado, al calor de la involución ideológica dominante en la v i d a política, una reactivación del fideísmo y del integrismo doctrinal, c o n una grave reversión a posiciones que la exégesis neotestamentaria ya había abandonado c o m o indefendibles. A n t e las contradicciones, antinomias e incongruencias que presenta el cuerpo de escritos neotestamentarios en general y, dentro de éste, el conjunto que forman las Epístolas paulinas y los Evangelios canónicos, cabe adoptar dos actitudes: a) Considerar que se trata de la expresión de una revelación divina indefectible —es decir, de un mensaje divinamente inspirado y basado en hechos ciertos e i n d u b i t a b l e s — cuya inerrancia ha de admitirse c o m o dogma fundamental de la fe. Entonces, la labor exegética no puede sino consistir esencialmente en un permanente esfuerzo por superar las que serían sólo aparentes contradicciones, antinomias e incongruencias, mediante su armonización, conciliación o concordancia, buscando para ello toda suerte de mediaciones teológicas, de i n terpretaciones tipológicas, alegóricas o simbólicas. b) A d m i t i r — c o n todas sus consecuencias— que se trata de escritos derivados de experiencias religiosas superpuestas, dispares, antagónicas e inconciliables, que fueron emergiendo en el curso de un proceso mitogenético iniciado c o n la frustración de una esperanza originaria i n c u m p l i d a , que fue reinventada y transmutada a partir de ilusorios hechos milagrosos desde los cuales la frustración de aquella esperanza p u d o ser explicada y asumida en el suceso salvífico de la Crucifixión como supuesto c u m p l i m i e n t o de la esperanza, saltando del Jesús histórico al mito del Cristo de la fe. La actitud adoptada en a), impide tratar los documentos neotestamentarios con los métodos científicos de la investiga-
ción histórica independiente y, por consiguiente, su interpretación queda subordinada a las supuestas verdades de la fe y dependiendo de éstas. Sólo la actitud adoptada en b), permite proceder al estudio de esos documentos mediante una investigación histórica sin hipotecas y c o n una resuelta voluntad de objetividad, exenta de los prejuicios de la fe y ajena al dogma gratuito de la inerrancia. Sólo esta actitud habilita para poner de manifiesto y explicar el carácter híbrido del mensaje y sus insalvables contradicciones. Si regresamos ahora al concepto de racionalización con el que iniciamos este trabajo — e l esfuerzo por introducir en los mitos las categorías de una peculiar racionalidad que sirvan para hacer pasar su naturaleza ilusoria por certezas necesarias para el buen uso de la razón—, entonces puede decirse que las racionalizaciones con las que opera la exégesis neotestamentaria obediente a las exigencias de la fe o de los dogmas eclesiásticos se sitúan al margen de toda pretensión seria de verdad, y sólo pueden cobijarse en una voluntad de creer, es decir, en una resolución fideísta subjetiva que está en manifiesta contradicción c o n los métodos y resultados de la investigación científica. En este sentido, solamente en actitudes fideístas radicales — d e tipo luterano-barthiano o de tipo luterano-bultmannian o — pueden encontrar las iglesias cristianas una barrera psicológica de protección en el debate sobre la religión. El precio de estas actitudes apologéticas equivale al suicidio de la razón y del buen sentido.
6 . F u e G . E . Lessing quien encontró e l expediente —ciertamente ilegítimo— de separar la "cuestión de la facticidad histórica", en cuanto a la formación del cristianismo, de la "cuestión de la verdad de la religión". La falacia de Lessing es insólita, porque tanto él como sus sucesores en esta línea teológica concedían, generalmente, la validez de los resultados devastadores para la fe cristiana a que había llegado H. S. Reimarus —y que gracias a Lessing vieron la luz en 1774-1775 y
fueron conocidos c o m o los Wolfenbüttel Fragmente—. Reimarus, descontado algún error de valoración — p o r ejemplo, el l u gar excesivo que concede al constructo teológico tardío d e l H i j o del H o m b r e como título cristológico— y el uso de una psicología simplista para explicar la empresa de mitificación de Jesús post-mortem, echó las sólidas bases sobre las que hoy podemos identificar con alta p r o b a b i l i d a d de certeza el perfil del Jesús histórico. Sin embargo, Lessing jugó un papel decisivo, cuyos efectos siguen muy presentes, en los artificios apologéticos que intentan crear espacios de conciencia en v i r t u d de los cuales el creyente pueda suponer que es conciliable su fe c o n los hechos históricos que la invalidan. Según un extraño razonamiento, aunque sucesos históricos b i e n documentados se opongan a las presunciones de la fe, Lessing estimaba que «las verdades históricas accidentales jamás pueden llegar a ser pruebas ante las verdades necesarias de la razón». ¡Notable caso de racionalización del mito contra las evidencias de la investigación histórica!... Aquí radica el giro de llave que ha permitido desde entonces fundar la apologética en el razonamiento falaz y en un fideísmo disfrazado de razón. Lo importante para el creyente sería su propia experiencia personal. P o r q u e Lessing viene a decir que lo histórico (de ístoreó) no es algo experimentado por mí, sino sólo transmitido y c o n o c i d o por investigación. Lo que importa en materia de fe es aquello que es parte de mi experiencia. Aquí está ya la clave de toda la apologética contemporánea, en la medida en que haya renunciado a fundar la creencia en la existencia de D i o s en la argumentación tradicional de la theologia naturalis (praeambula fidei). En marcado contraste c o n el coherente racionalismo empiricista de su coetáneo D a v i d H u m e , el ilustrado Lessing privilegia las categorías del sentimiento, la experiencia y el corazón, tiñendo definitivamente el pensamiento alemán del c o l o r i d o romántico e idealista y de la desenfrenada especulación que le conocemos. A d m i t e , como Schleiermacher, Baur o Strauss, la invalidación históricocrítica de elementos fundamentales d e l N u e v o Testamento, pero opta por sumergirse en «el milagro de la religión misma que todavía continúa en sus efectos», porque lo que le interesa es
la fe, que actúa c o m o «el shock benéfico de una corriente eléctrica». Para él, la fe en la Revelación no descansa sobre hechos ni documentos, porque «la tradición transmitida a nosotros tiene que ser explicable por su verdad interior, y ninguna tradición escrita puede otorgarle verdad interior si no contiene alguna». Esa verdad interior es el fruto del despliegue progresivo de la educación del género humano, que acaba convirtiendo a Lessing en paradigma del concordismo teológico, y el más católico de los protestantes germanos. «En suma —escribe—, la letra no es el Espíritu, y la B i b l i a no es la religión». R. Bultmann, desde otro ángulo y c o n su peculiar vocabulario filosófico, representa la culminación de este fideísmo. Para ello, lleva a su punto-límite la deshistorización y la subjetivización de la fe, iniciadas ya con energía por Lessing. Este punto extremo consiste, como es ya bien conocido, en la operación de desmitologización del legado neotestamentario; es decir, su invalidación histórico-crítica en cuanto patrimonio incontestable de la fe garantizada por la Revelación recogida como la palabra literalmente inspirada por D i o s . A h o r a , esta Revelación escrita sería una serie de simples figuras de un diálogo directo e incesante del creyente con su D i o s en la i n t i m i d a d de la conciencia. Esto venía a liquidar de hecho el concepto y el valor tradicionales de la Revelación cristiana. No cabía ir más lejos, salvo la renuncia pura y simple a los documentos heredados en su conten i d o factual. La fe cristiana, en esta versión existencial bultmanniana, perdía, en rigor, su peculiar especificidad. P o r ello, no sólo no se fue más lejos, sino que, de m o d o cauto y paulatino, se retornó parcialmente a la situación anterior a B u l t m a n n . Pero el espíritu de éste sigue gravitando activamente en la llamada nueva hermenéutica. La Iglesia católica, con su integrismo y fundamentalismo sui generis — q u e analicé en otro lugar—, no podía transitar por el cauce abierto por Lessing, pues le era imposible embarcarse en una clamorosa petición de principio: si las supuestas verdades de la fe tienen su origen y su fundamento en una transmisión documental canonizada por la Iglesia, entonces nadie puede experimentar personalmente estas verdades al margen de la tradi-
ción eclesiásticamente vehiculada, pues mis experiencias deberán estar inexorablemente vinculadas — e n cuanto que me muevo dentro de una religión p o s i t i v a — a las formas y teofanías históricas que contiene el legado neotestamentario recibido como infalible en cuanto Palabra de D i o s depositada en la Iglesia. A h o r a bien, si la investigación histórico-crítica de los d o c u mentos neotestamentarios, interpretados en el marco judío del Nazareno, pone al descubierto las contradicciones del contenido factual y doctrinal de las supuestas verdades transmitidas, y la radical tergiversación del fenómeno histórico presuntamente proclamado, nuestras experiencias de esas verdades quedarán inevitablemente afectadas por los resultados críticos de la investigación — q u e invalidan la tradición r e c i b i d a — . La exégesis bíblica católica se ha esforzado en remedar la practicada por sus colegas protestantes, pero siempre en el filo de la navaja y arriesgando el frecuente monitum del jerarca romano c o n sus llamadas al orden. El papa W o j t y l a ha retornado, a este respecto también, a las más prepotentes prácticas de sus predecesores, que son las de la Iglesia de siempre. La crítica radical del mensaje cristiano se centra necesariamente en la p o s i b i l i d a d del milagro. Si esta cuestión se resolviese arbitrariamente en sentido afirmativo, entonces la Iglesia y sus exegetas tendrían en su mano la varita mágica necesaria para superar todas las inverosimilitudes, antinomias lógicas y contradicciones documentales que se registran con seguridad y mínimo esfuerzo en el N u e v o Testamento y en la teología católica. Harían intervenir el hecho milagroso como legitimante del misterio que está más allá de nuestra razón. A u n q u e i m p i d a a radice constituir la teología c o m o ciencia, permitiría, a cambio, explicar lo históricamente inverosímil como algo no sólo posible, sino cierto. Pero aquí se impone una tesis invulnerable: lo mismo que las ciencias de la Naturaleza expulsan radicalmente la categoría de milagro de su discurso racional — c o m o hemos expuesto anteriormente—, las ciencias de la H i s t o r i a , c o n sus evidentes peculiaridades y sus m u c h o más modestas pretensiones, recha-
zan también radicalmente el milagro c o m o posible instancia explicativa en el continuum de su discurso historiográfico. Pongamos un ejemplo mayor: si el historiador recurre a la intervención de fenómenos supuestamente milagrosos para explicar el salto del Jesús de la historia al Cristo de la fe, entonces ya no hace historia sino teología, de un m o d o similar a lo que ocurriría si un astrofísico explicase la existencia de agujeros negros en el cosmos aduciendo intervenciones milagrosas de un D i o s . La historiografía que recurra al milagro en su discurso explicativo se descalifica irremediablemente c o m o ciencia. La teología cristiana, en general, hace imposible todo discurso que se someta a criterios de genuina racionalidad. La dogmática de la fe se funda en dos supuestos fácticamente contradictorios y arbitrarios. Según el primero, D i o s creador es omnipotente, luego todo suceso sólo ocurre si él lo quiere o lo consiente. C o n f o r m e al segundo, D i o s providente es infinita e indefectiblemente bueno, luego todo suceso se justifica éticamente por los planes divinos inescrutables, y redunda siempre en lo mejor (teodicea). Así, esta dogmática — q u e configura una fe que es, intelectualmente, una fe de mala fe—, anula por definición toda posibil i d a d de que algún hecho de la experiencia, juzgado a la luz natural de las evidencias de la razón, pueda refutar la existencia de ese D i o s y la verdad que reclama la religión para sí. Este círculo vicioso constituye la cima y el epítome de la crasa racionalización de la irracionalidad.
4.
¿TIENE S E N T I D O EL U N I V E R S O ?
Me refiero expresamente, para disipar equívocos, al sentido en su acepción metafísico-axiológica, no a su dimensión lógico-lingüística, en la medida en que ambas son deslindables. Se lee y se oye decir hasta la saciedad que solamente un discurso "religioso" puede otorgar sentido al m u n d o . Esta aserción entraña, al menos, dos presupuestos arbitrarios: que el denominado universo es un concepto real, es decir, que posee un referente empírico objetivable y concreto, y no es un mero término convencional para designar el resultado de un proceso de abstracción a partir de todos los objetos y sujetos existentes; y que d i c h o concepto debe, para ser tal, albergar un sentido que trascienda la simple facticidad. Si examinamos brevísimamente las implicaciones de esta cuestión, veremos que las cosas no tienen per se un sentido, además de su mera existencia. Las cosas son lo que hay, sin más. Sólo adquieren un sentido que las trascienda en el seno de la praxis humana. No hay un porqué ni un sentido de las cosas sino el que adquieren en el ámbito de la conducta del ser humano, en cuanto medios o fines dentro de acciones concretas. Así, el sentido de cada ente está siempre dependiendo de los esquemas finalistas propios de toda actividad humana. Identificar este sentido sólo puede alcanzarse en términos de la constitución de las cosas por el hombre como medios o de la institución como fines, en función de sus intereses personales, pero no especulando desde un supuesto horizonte religioso o metafísico que sostuviera a los objetos y sujetos como la gran matriz creadora de un universo. Publicado en el diario El Mundo, el 7 de enero de 1994.
Es el ser humano q u i e n otorga sentidos a las cosas en v i r t u d de su acción teleológica. Las cosas, por sí mismas, pueden desempeñar funciones, pero no poseen sentido. El hígado, por ejemplo, tiene función en el metabolismo, pero sería i m p r o p i o decir que tiene sentido. Si entendemos convencionalmente por el término universo la clase de todo lo que hay, o sea, de todos los existentes que pueden presentarse en la experiencia, no podríamos atribuir a esta noción universal la propiedad primera de todo existente: el hecho de existir. Adviértase que no decimos que no puede predicarse de la clase universo la existencia, pues ésta no es un predicable — c o n t r a lo que supone el postulado escolástico que separa la esencia de la existencia—•; decimos que la clase universal de todos los entes reales no es, a su vez, un ente real. Desde la formulación de la teoría de los tipos lógicos — q u e prohibe emplear nociones de clases, o de clases de clases, c o m o si se tratase de nociones de individuos, aplicándoles las propiedades de é s t o s — sabemos que la clase no es un miembro de sí misma. El universo de todos los existentes no es un existente, no es un objeto de la realidad empírica. A f i r m a r lo contrario es incurrir en un craso realismo n o m i n a l o conceptual. Pero entonces resulta evidente que el universo no es un objeto que funcione c o m o medio o c o m o fin en el seno de una acción humana, porque c o m o tal no es integrable en un esquema práctico finalista. En consecuencia, el hombre no puede conferirle sentido. N a d i e puede tomar la abstracción denotada con el término universo c o m o m e d i o o como fin en el ámbito de la praxis. P o r ello, cuestionarse sobre el sentido de la abstracción universo es un seudoproblema. Buscarle un sentido, sin embargo, es una inveterada inclinación, en parte connatural al ser humano, y en parte rutinizada por la tradición filosófica occidental desde la reflexión ontológica inaugurada por los griegos. Veamos. La indigente condición de los primeros hombres — d o t a dos ya de conciencia y, por tanto, de capacidad reflexiva—, arrojados a la intemperie cósmica —material y social—, condujo al ser humano a interrogarse sobre el carácter de las fuer-
zas abrumadoras que marcaban su cotidiano vivir, y en esta i n terrogación se les proyectaron de m o d o natural los esquemas teleológicos que configuran la acción humana. Se iniciaba así el proceso de animización de esas fuerzas naturales y sociales, temibles e indomeñables desde el nacimiento hasta la muerte. El animismo —concepto fundamental de la antropología cultural, que ha sido devaluado por motivos ideológicos— fue la respuesta espontánea del hombre a los enigmas acuciantes, respuesta que se cifra en el expediente de proyectar sobre d i chas fuerzas los mecanismos psicológicos por los cuales él mismo daba sentido a las cosas en el curso de su actividad finalista; atribuye a esas fuerzas un ánima c o m o motor de su actividad. Es la ilusoria solución antropomórfica de la impotencia para controlar o propiciar lo desconocido. A n i m i s m o y antropomorfismo generan las prácticas mágicas y las primeras formas del sentimiento religioso, paulatinamente modeladas por las fabulaciones míticas que constituyen el núcleo de todas las religiones, siempre operante aún en las pautas espiritualizantes de las llamadas religiones superiores. El hombre primitivo creía alcanzar así un grado tolerable de inteligibilidad de su entorno cósmico, iniciando una tradición que se prolongaría, c o n una fenomenología multiforme, hasta nuestros mismos días. De otra parte, el hombre occidental está gravado por una herencia histórica decisiva en el despliegue cultural de la humanidad. L o s griegos inventaron la ontología en el proceso de su reflexión filosófica. T o d o lo existente debe poseer la nota común de ser. T o d o s los entes son. Esta ontología produce el realismo de los conceptos — e n la versión radical platónica o en la versión mitigada aristotélica—, en cuya v i r t u d las nociones universales, a comenzar por el fundamento de todas ellas, ser, poseen realidad, no son simples nombres o términos convencionales para designar los productos de la abstracción como operación mental a partir de existentes concretos de naturaleza empírica. En lugar de decir «Pedro existe», los griegos comienzan a emplear la forma apofántica —que consta de su-
jeto, verbo y p r e d i c a d o — : «Pedro es un existente», y luego, «el ser es», expresión tautológica vacía, carente de sentido. F u e r o n la morfología y la sintaxis de la lengua griega lo que permitió sustantivar la cópula predicativa "es" y anteponerle el artículo determinado. De este modo, como apunta Émile Benveniste, «ser puede convertirse, gracias al artículo, en una noción pron o m i n a l tratada como una cosa». Así irrumpió "el ser" en las entrañas de la conciencia reflexiva, c o m o algo que trasciende a los entes y los engloba en una totalidad universal. L o u i s R o u gier califica acertadamente esta dirección especulativa, que fecunda la historia intelectual de E u r o p a , como la aristotelización d e l pensamiento, en su memorable libro Le langage et la métaphysique (París, 1960). La teología y la dogmática cristianas otorgarían el sello de lo indiscutible a este m o d o de pensar, añadiéndole el postulado de la distinción real entre la esencia y la existencia. La ciencia fue así impulsada por una ruta falsa, hasta la revolución intelectual iniciada en el Renacimiento y continuada hasta nuestros días. La ciencia moderna ya no se ocupa de esencias, especies o formas, sino de hechos de experiencia y datos empíricos. En suma, la caducidad de las creencias primitivas en los numina y sus poderes, y la evidencia para el hombre civilizado de que la totalidad de lo que hay —llamémosle convencionalmente cosmos— no posee conciencia, muestran que no puede ser un sujeto que se ofrezca como medio o como fin a los seres humanos y se revista así de sentido. De otra parte, la pérdida de las religiones y las metafísicas que especulan con el ser no es sólo un suceso epistemológico, sino también un hecho que afecta a la autocomprensión del hombre. El Ser como supremo ens realissimum se identificó con el D i o s personal y creador omnipotente que hace con el universo creado algo similar a lo que hace el hombre con las cosas: darles sentido. Dios, sujeto exterior al mundo, lo inserta en su acción teleológica, indicándole al hombre el sentido de la creación. Pero cuando el progreso de la actividad científica desmantela el realismo de los universales, la noción de ser, que sostiene todo el edificio especulativo, se d i -
suelve paulatinamente, aunque siga conservando la inercia que
le conocemos dentro de la mente occidental. Incluso el pensamiento existencialista, que declara la guerra a las esencias y no reconoce más que existencias, acabó recayendo, en mayor o menor medida, en la ontología (Heidegger, Sartre etalh). Hablar del sentido del universo es un error sintáctico y semántico en el contexto de la realidad empírica, pues es un lenguaje que emplea términos que no denotan objetos de experiencia y que descansa sobre el ser trascendental sub specie Dei. Evidentemente, ningún hecho de experiencia probará la falsedad del discurso religioso o metafísico, porque éste se compone de enunciados respecto de los cuales no cabe imaginar una situación empírica observable que los contradiga. U n a proposición sólo tiene pertinencia científica si es refutable mediante datos empíricos. D e c i r que D i o s existe y que otorgó al universo un sentido es un discurso teológico sin ningún valor cognitivo para la ciencia. Es una aserción subjetiva. C o m o dije en otra ocasión, de Dios puede decirse todo —ad libitum— porque no se conoce nada. La hipótesis de un D i o s es cada día menos verosímil a la luz de los avances en el conocimiento científico de la naturaleza y de la vida, aunque los hombres de ciencia suelan desentenderse de esta cuestión o sucumbir a la inercia de los consuelos de la fe. El proceso cósmico es resultado de la combinación inmanente de la necesidad — p r i n c i p i o de invariancia— y el azar — p r i n cipio de teleonomía, selectivo de las mutaciones en el curso de la evolución autorreglada—, como esbozara ya Jacques M o n o d en u n libro (Le hasard et la nécessité, París, 1973) que dibuja, con líneas esenciales que siguen siendo válidas, la dinámica evolutiva de la materia — d e la energía si se prefiere—, desde la naturaleza inorgánica hasta la vida y la cultura. En este contexto, es el ser humano el que otorga sentido a lo que hay, en el proceso de su vida i n d i v i d u a l y colectiva, y las reviste de valor, sin necesidad alguna de revelaciones divinas. C u a n d o caemos en una ontologización realista de la totalidad de lo que hay, e introducimos subrepticiamente en ella modelos animistas y antropomórficos de explicación finalista, comenzamos automáticamente a especular sobre el seudoproblema del sentido del universo.
5.
L A V E R D A D D E L A RELIGIÓN A propósito de un libro de Gustavo Bueno
1. El libro de Gustavo B u e n o titulado El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión (Oviedo, 1985) ha sido el ensayo más original y de mayor ambición teórica escrito en nuestro país. La doble vertiente filosófica y científica de su autor, y su asombrosa erudición al servicio de una mente excepcional de rigor intelectual ejemplar, hacen que la lectura de esta obra constituya una muy exigente pero altamente remuneradora experiencia. Desde un planteamiento metodológico intrincado, sutil y sumamente fecundo y clarificador, Gustavo B u e n o ( G B en adelante) introduce — e n la difícil tarea de situar rigurosamente la reflexión filosófica sobre la religión— las categorías y p r i n c i pios clasificatorios, y los elementos taxonómicos, en v i r t u d de los cuales rúbricas académicas habitualmente imprecisas —tales c o m o filosofía de la religión, ciencias de la religión, fenomenología de la religión, y algunas m á s — encuentran su adecuado perfil definitorio y su significado p r o p i o dentro del vasto material antropológico y del dilatado esfuerzo intelectual de interpretación acumulado históricamente por los estudiosos de esta i m portante dimensión de la vida humana. Mi intención, en estas escasas páginas, es sólo la de describir muy concisamente y, si es posible, con fidelidad, el núcleo teórico de la tesis medular que propone GB sobre el fenómeno religioso y su génesis, y sobre la pretensión de verdad de la religión, al mismo tiempo que avanzo un apunte crítico que habrá de ser, dada la gran complejidad de su obra, siempre arriesgado y provisional. Después de haber leído el libro un par de veces con la mayor atención —y de haber aprendido m u c h o por el
c a m i n o — , mi mirada retrospectiva, en función de mi interés principal, se centra, desde mi punto de vista — q u e no siempre coincide con el particular del autor—, en la doble cuestión: gnoseológica — c ó m o se llega a conocer el fenómeno religios o — y epistemológica — q u é conocimiento se adquiere en relación con su pretensión de v e r d a d — . E n una densa declaración, G B sitúa metodológicamente l a cuestión de la verdad de la religión: Si suponemos que la verdad de [los] contenidos preposicionales de la religión forma parte intrínseca del campo de los mismos fenómenos religiosos, y si estas verdades no pueden ser sometidas a prueba en el recinto de las categorías antropológicas (a las cuales, en todo caso, ... habrán de pertenecer las ciencias de la religión) —y puesto que a la antropología científica no le corresponde tratar la cuestión de la existencia y naturaleza de los dioses, que pertenece a la Ontología, ni la cuestión de la naturaleza de la ciencia, que pertenece a la Lógica—, entonces habrá que concluir que las ciencias de la religión no pueden penetrar en la esencia misma de la religión, en tanto que incluye referencia a tales verdades [p. 54]. Pero no solamente pertenece a la filosofía de la religión la validez de las creencias religiosas, la cuestión de la verdad, sino que también «a la filosofía de la religión le concierne la cuestión del origen de la religión» (p. 56). A h o r a bien, «la filosofía de la religión se reduce a la antropología filosófica. E l l o , d e b i d o a que la religión ha de figurar c o m o característica del hombre (característica que no puede atribuirse propiamente a los animales, ni a hipotéticos espíritus sobrehumanos)». Sin embargo, agrega GB a esta proposición — q u e me parece válida— algo que resulta sumamente discutible: la tesis de la inclusión de la filosofía de la religión en la Antropología no ha de confundirse con la concepción antropologista que pretende reducir la religión a condición de una relación interna circular entre los hombres, de esos hombres "que hacen a los dioses a su imagen y semejanza", porque son "la medida de todas las cosas" [p. 76]. GB acompaña este rechazo de la concepción antropologista — q u e él reduce arbitrariamente a «una relación interna circu-
lar entre los hombres», sin reconocer que aquella concepción se refiere expresamente a la relación externa de los hombres con los seres que pueblan su entorno natural y social—, de un planteamiento de la reflexión sobre la religión en un doble plano: el plano fenómeno lógico y el plano ontológico. D i c e literalmente: Cuando nos situamos en el trasfondo real de la oposición entre ciencia y filosofía de la religión, acaso sea lo más importante considerar la dualidad de dos planos en los cuales se desenvuelven los fenómenos religiosos [...]: 1. E l plano fenomenológico, que se resuelve principalmente en el terreno psicológico y sociológico. En este plano, las imágenes religiosas específicas, los númenes, entran en confluencia con los mitos alucinatorios de índole animista o manista, o con la fantasía mitopoyética en general, con los intereses políticos, etc., dando lugar a una amalgama de rituales y conductas que, cuando forma un cuerpo ideológico dotado de cierta consistencia o espesor histórico y social, es susceptible de ser analizado en términos funcionalistas (subrayando su adaptación a los procesos de la producción, de la lucha de clases, etc., etc.). Pues sólo por ese funcionalismo ha podido consolidarse un tal cuerpo ideológico. 2. El plano ontológico. En este plano se inscribirá la influencia que, en la trayectoria del curso de las religiones, pueda tener la gravitación de la verdad objetiva misma de la religión (en nuestro caso, los númenes animales) [p. 76]. P o r lo pronto, deja bastante perplejo leer, en el punto transcrito, que los númenes «entran en confluencia con los m i tos alucinatorios de índole animista o manista». ¿Qué quiere decirse exactamente con la palabra "confluencia", referida a fenómenos animistas?... ¿No será que, en el fondo, se trata de referentes de la misma especie y con el mismo peso ontológico?... Anotemos, por ahora, sólo esta perplejidad. Pero advirtamos que GB toma muy pronto posición contra la explicación psicológica de los fenómenos religiosos. Esta actitud recorre todo su ensayo, y se formula c o n m u c h o vigor en su crítica a M a r v i n H a r r i s . En su opinión, los capítulos que este antropólogo «consagra en su Antropología general a la religión, son un buen ejemplo de lo que puede decirnos de la religión una metodología que quiere ser puramente empírica en este punto:
tiene que suponer dados ya los fenómenos religiosos, c o m o procesos psicológico-alucinatorios» (p. 222). Lo relevante de esta crítica no es tanto el problema circular respecto de quién define como religiosos cierta clase de fenómenos —pues, en esto, el antropólogo siempre puede replicar que él se atiene a las convenciones semánticas consagras y recogidas por el D i c c i o n a r i o — , sino el veto a tratar tales fenómenos c o m o psicológicoalucinatorios. No sólo el veto no aporta ninguna base probatoria, sino que reduce arbitrariamente, en estos fenómenos, lo psicológico a lo exclusivamente alucinatorio. Pero la realidad observable desmiente que esta reducción sea válida en todos los casos. En efecto, la explicación psicológica incluye una variedad de formas: la deducción racionalizante a partir de una serie de experiencias —oníricas, vivenciales, conductuales, en un contexto de asociaciones causales supersticiosas, etc.—. Lo alucinatorio — i n c l u i d a s las visiones, las sugestiones hipnóticas y otras experiencias producidas en una atmósfera de fuerte tensión emoc i o n a l — es indudablemente una esfera de gran importancia para las explicaciones psicológicas, pero la deducción racional (falsa) suele acompañar asiduamente a las visiones, apariciones, sueños, sensaciones somáticas, etc. La deducción racional tiene lugar en un estado de inquietante inseguridad, o incluso de angustia vital. Basta observar lo que sucede, salvatis salvandis, en nuestro m u n d o de brujería, espiritismo, etc. P o r consiguiente, la reducción que efectúa GB entraña un prejuicio descalificatorio inserto en su particular formulación.
2. En el desarrollo de la propuesta formulada al final del citado punto 2 — l o s númenes animales c o m o la única verdad objetiva de la religión—, GB señala que ante todo es necesario «delimitar un contenido interno, fenómeno lógico, del material religioso», y decide seleccionar como categoría específica de la vida religiosa aquello que se designa por medio de la palabra latina numen [...] Esto significa que todo aquello que pueda considerarse como dado dentro
del marco de las relaciones entre los hombres y los númenes (así como en el marco de las relaciones recíprocas de los númenes con los hombres) ha de llevar, sin ninguna duda, el sello de la religiosidad» [p. 141]. Aquí habría que preguntar a G B , como él lo hace con M a r v i n H a r r i s , quién tiene títulos legítimos para definir lo que es religiosidad, para determinar qué fenómenos son o no son religiosos. Pero debemos proseguir con la exposición del autor. El numen —puntualiza— es un "centro de voluntad y de inteligencia" capaz de mantener unas relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar "lingüística" (en sus revelaciones o manifestaciones) del mismo modo que el hombre puede mantenerlas con él (por ejemplo, en la oración). Esta caracterización del numen, decisiva para la tesis que defiende G B , es escasamente convincente. Si se toma, como parece ser el caso, como definición el animal en cuanto «centro de voluntad e inteligencia» —pues de lo contrario el numen no sería real—, me parece una definición excesiva, porque implicaría que en los animales, al menos en algunos, se dan comportamientos finalistas conscientes —hacer esto para obtener este efecto c o m o finalidad representable ex ante—. No hay pruebas de que el psiquismo animal funcione así, pues entonces estaríamos en presencia de seres racionales sapientes. P o r consiguiente, parece lícito pensar que se trata de una caracterización típicamente antropomórfica, pues la conducta del animal, aun el más desarrollado, parece pertenecer a lo que solamente son respuestas instintuales a ciertos estímulos, incluso cuando estas respuestas puedan ser relativamente complejas. Si esto es así, entonces mal podrían los animales funcionar como verdaderos númenes reales. Cabe suponer, entonces, que cuando se habla de númenes animales, en el léxico de G B , se trata simplemente de una proyección de carácter animista —alucinatoria o de otros t i p o s — en virtud de la cual el ser humano proyecta o atribuye sus propios esquemas conscientes de finalidad a la conducta animal. Volveré sobre es-
te punto crucial. A h o r a sólo deseo apuntar que el hecho de que en los animales se d e n acciones orientadas a la obtención de efectos o resultados prácticos no autoriza a considerarlas como actos volitivos en el sentido p r o p i o de esta expresión. El estado actual de la Etología aún no permite decidir dónde se sitúa la frontera precisa entre lo que son respuestas instintuales progresivamente selectivas en un proceso de aprendizaje animal del tipo trial and error, de una parte, y lo que son voliciones propiamente dichas —es decir, de intención teleológica—, de otra. Es posible que un cierto nivel de volición se haya alcanzado ya en el homo habilis muy evolucionado, c o m o ancestro inmediato d e l homo sapiens primigenio. Pero d e l animal no sapiente — i n cluso de los primates o antropoides superiores— no parece totalmente fundado que pueda decirse que sea capaz de voliciones en su sentido propio. D i c e GB que los númenes, benéficos o malignos, «están [...] ahí presentes, y no es cosa de teorizar teológicamente sobre ellos, cuanto de tratarlos "conductualmente" — d e engañarlos, de ocultarnos de su mirada, de adularlos, eventualmente de adorarlos, sobrecogidos por su presencia misteriosa». A u n q u e es «una categoría eminentemente religiosa» —y en esta afirmación no vemos el rigor, que exige a otros, de separar el definiens del definiendum—, lo n u m i n o s o «no es necesariamente d i vino», si bien, «eso sí, lo d i v i n o sea también numinoso, y los dioses sean númenes» (p. 142). L o s númenes «hacen siempre referencia a una v o l u n t a d o deseo "personal", a unas "personas" que, de algún modo, son muy diferentes de las personas humanas ordinarias. Numen connota un cierto poder y majestad o, por lo menos, un misterioso halo enigmático que es siempre praeterhumano [...]» (p. 143). O m i t i e n d o aquí la interesante clasificación de los númenes que propone G B , resulta en cambio perentorio transcribir su segundo paso o trámite analítico: el de «seleccionar, entre toda esta variada tipología fenomenológica, aquellos númenes que puedan ser confirmados c o m o reales (según los criterios de realidad ontológica que cada cual presuponga)» (las cursivas son mías). Es decir, esta atribución de realidad ontológica viene a ser subjetiva, pues el investigador, por m u c h o
material arqueológico o paleontológico que pueda aducir, jamás podrá probar que los númenes son reales, a no ser que se remita a sus propios criterios de realidad ontológica, de los que no tenga que dar cuenta a nadie. GB declara que toda ontoteología parte siempre de supuestos indemostrables que equivalen a los praeambula fidei de la teología cristiana. Sería fácil replicar que cualquier afirmación metafísica responde a unas reglas de lenguaje y un léxico que no pueden, en cuanto tales, aportar la menor garantía de existencia real de sus referentes. Si los ateos o agnósticos actuales argüímos en contra de la ontoteología de los monoteísmos vigentes justamente en función del carácter especulativo e inidentificable de sus referentes, resulta difícilmente comprensible que un increyente, como creo que es el caso de G B , pueda fundamentar en sus personales praeambula fidei la tesis, tan singular y atrevida, de la existencia de númenes animales reales. Según nos dice, ese paso
está promovido por el "argumento ontológico religioso" {argumentum ex actibus religiosis), en cuanto es un argumento que se aplica precisame los númenes. En efecto, la tesis fenomenológica según la cual las vivencias religiosas son "sentimientos de realidad", de presencia, pueden ser interpretados precisamente de este modo: los númenes se manifiestan ante el horizonte humano como entidades reales, enfrentadas a los hombres mismos. Pues son vividos como voluntades independientes de las voluntades humanas, a las cuales protegen o amenazan, temen o dominan, acechan o huyen [p. 147]. • Al decir, en esta última cláusula, que los númenes reales «son vividos como», cabría pensar que esa realidad les sería atribuida sólo por las vivencias humanas, pero la rotunda tesis que concluye todo el párrafo elimina toda ambigüedad al respecto, y redondea la afirmación medular de la tesis del animal divino: La expresión "verdad de la religión" la haríamos equivalente a la verdad de esta proposición: "existen los númenes". Es decir, no todos los númenes son meros contenidos de conciencia (individual o social), simples "episodios mentales" de tipo alucinatorio, seudopercepciones. Y si los númenes existen, la religación dejará de ser una categoría meramente psicológica o social, para convertirse en una categoría ontológico-an-
tropológlca, en una relación real entre los hombres reales y los númenes reales. Y añade que «si la vivencia del numen es vivencia de un numen real (existente), cuando esa realidad se eclipsa, la propia vivencia (gramaticalmente, su significado) se destruye: es necio hablar de D i o s negando su existencia, dice San A n s e l m o (refiriéndose al Numen de los númenes), porque entonces ya no estaríamos hablando de Dios». Este razonamiento se ajusta a las reglas del cálculo proposicional, pero su verdad dependerá de que la condicional haya sido demostrada, lo que no es el caso. Habría que probar que no es posible tener vivencias (término, por lo demás, ambiguo si los hay) de correlatos irreales (vivencias alucinatorias, hipnóticas, etc.), y éste es el n u d o de la cuestión. Sentir terror o reverencia ante ciertos animales, no i m plica tener vivencias de númenes, y m u c h o menos vivencias de númenes reales. G B se aferra al llamado argumento ontológico religioso — m u y caro a fenomenólogos de talante religioso, como M a x Scheler—, e indica que lo que San Anselmo dice del Dios cristiano es lo que la filosofía de la religión, a nuestro juicio, tiene que decir de los númenes en general. Y como los númenes no son siempre dioses, tampoco la filosofía de la religión puede confundirse con la Teología. El argumento ontológico, que es muy débil en el plano teológico metafísico, y en este plano no resiste un análisis lógico riguroso, es muy fuerte, en cambio, en el plano de la filosofía de la religión, cuando se aplica a los númenes que hemos llamado "análogos" [p. 147]. Nuestro autor entiende por númenes análogos la clase de los númenes humanos (héroes, genios, chamanes, profetas, locos, espectros, santos, manes y ánimas de difuntos, etc.) y la clase de los númenes zoomorfos (animales totémicos, animales sagrados..., etc.), puntualizando que «nosotros suponemos aquí que si estas figuras son numinosas se debe a que contienen ya, de algún m o d o , la equiparación a la figura de algún animal (a que son casos de antropomorfismo o de zoomorfismo), o que están contaminadas por el contacto de un numen» (p. 146). Aclaración
de gran relevancia, porque diluye prácticamente los númenes humanos en los zoomorfos, que vienen a ser los númenes simpliciter.
3. El argumento ontológico religioso tiene poca relación c o n el argumento ontológico clásico. «La esencia del argumento ontológico-religioso —escribe G B — la hacemos consistir en el hecho de que sea exigible la existencia de toda perfección o " v i sión" de una persona, de un numen concreto y, por tanto, finito y contingente». Es notable observar que lo que se esconde bajo esta novedosa expresión es la aprehensión de la religión en cuanto una forma de experiencia, es decir, c o m o un m o d o de sentir que se ha resuelto calificar c o m o religioso, y a cuyo correlato intencional o experiencial se ha d e c i d i d o otorgarle el estatuto ontológico de ens realis. C o m o dijo antes nuestro autor, «la vivencia del numen es vivencia de un numen real», porque previamente se ha d e c i d i d o que «existen los númenes». El razonamiento es perfectamente circular: existen los númenes, porque la vivencia del numen es vivencia de un numen real, y viceversa. Esta petición de principio se enmascara c o n la afirmación axiomática, también mencionada anteriormente, de que es necesario respetar «los criterios de realidad ontológica que cada cual proponga», pues estos criterios pertenecen, en cualquier caso, a los praeambula fidei. D i c h o en román paladino, a las premisas /¿deístas de cada uno. El material fenomenológico suministrado por las ciencias de la religión puede aducirse, aunque no sea convincente, para intentar fundar la tesis d e l numen animal real; pero ya sabemos de antemano que el resultado de su interpretación está asegurado por opciones ontológicas a priori. Sorprende encontrar a una filosofía materialista de la religión en tan buena compañía con los apologetas de la fe instalados en su última y confortable trinchera: la experiencia personal de Dios. El tan denostado psicologismo regresa, bajo las más respetables categorías de la fenomenología religiosa, por la puerta de atrás,
pero ahora ya no para explicar la falsedad de la religión, sino su
supuesta verdad. Y no vale decir que un fideísmo vale más que otro. El argumento ontológico religioso también tiene el efecto de asumir, de uno u otro m o d o , el lenguaje de los sentimientos religiosos, c o m o si tanto esta expresión c o m o sus subjetivos contenidos fuesen algo incontestable en sus pretensiones ontoteológicas; es decir, algo más que un lenguaje convencional de límites imprecisos impuesto por las tradiciones de la fe. Sentimiento religioso es una expresión sumamente ambigua en su generalidad aparentemente inocente, una expresión de amplísimo espectro semántico, de cuyos numerosos sentidos y contenidos habría que distinguir e identificar los que merecieran —también, en definitiva, en v i r t u d de una convención lingüística— el calificativo de religiosos, y cuáles no. En todo caso, el término religión, y su derivado, religioso, son vocablos históricamente tardíos y cultos que h u n d e n sus raíces en la cultura occidental. P o r todo ello, la categoría sentimientos religiosos como un universal cultural me parece más que discutible. GB percibe algo de esto último, pero ni profundiza ni saca las consecuencias pertinentes (véase p. 233). Lo fundamental y problemático en la tesis de G B , y que éste parece no advertir, o bien da por resuelto, radica en la cuestión de cómo sea posible la identificación de un ser concreto (animal o humano) que funcione c o m o "persona" en cuanto numen real. N o obstante, la incuestionable honestidad intelectual del autor le lleva a interrogarse, en lo que puede considerarse c o m o una articulación decisiva de su propuesta teórica, en qué momento el animal aparece como numen. Veamos la aproximación de GB a esta interrogación. A f i r m a el autor que la nueva versión que él presenta del concepto filosófico de religión natural, cuyo estadio inicial consiste en una proto-religión, es decir, «la religión (que no es todavía positiva) de un hombre (el "buen salvaje") que no es hombre todavía» — l a religión natural del hombre del Paleolítico superior—, constituye «un horizonte necesario para que pueda aparecer como problema el concepto de religión positiva, que es la religión simpliciter» (p. 232). Este horizonte es el de la
«larguísima época prehistórica —centenares de milenios—, en
la que se prepara el primer período de la religión». Esta larguísima preparación prehistórica es la época «de la proto-religión o de la religión natural» (p. 228). Pues bien, es desde este horizonte, en el que a nosotros se nos aparecen los precursores del hombre primitivo, es decir, los hombres cazadores, rodeados de animales que no son todavía numinosos, [desde el que] el problema filosófico de la génesis de la religión podría ser planteado en estos términos precisos: ¿Cómo puede explicarse la transición de la figura de los animales que rodean al hombre primitivo, en la figura de los animales numinosos? [Ibid. Sólo las primeras cursivas son mías]. De una parte, como se ve, está la cuestión del cuándo; de otra parte, está la cuestión del cómo. A m b a s cuestiones están ligadas entre sí, y constituyen conjuntamente el problema de la génesis. Este problema «presupone una teoría sobre la estructura de la religión nuclear: " L o s númenes son animales". Pero, aquí, es la estructura lo que nos conduce a la cuestión genética, c o m o cuestión inversa: ¿cómo los animales llegan a ser númenes} Es decir: ¿cómo se constituye la fase de la religión primaria?». Esta aporía impide, mientras no se resuelva satisfactoriamente, hablar c o n fundamento de númenes animales reales. GB responde a este interrogante solamente así: «Sin duda, la respuesta a esta pregunta depende de la consideración de múltiples factores intermediarios que, hoy por hoy, es imposible dominar en su conjunto» (p. 232. Ultimas cursivas mías). Me temo que la naturaleza misma del problema no permitirá jamás ninguna solución acumulando nuevo material fenomenológico (arqueológico, etnológico, etc.), porque es un problema impostado a priori, como el propio GB ha venido a reconocer en los textos que hemos transcrito más arriba. Hagamos ahora una breve digresión para situar y entender mejor este aunto. GB parte de su teoría angular de la religión. U n a verdadera filosofía de la religión (lo que no significa para él filosofía verdadera), desde un punto de vista materialista, habrá de inclinarse por una de estas dos opciones [...]: i. La opción que ponga la verdad nuclear de los númenes fenomenológicos en sus
referencias humanas reales. Llamaremos a las filosofías que se acogen a esta opción [...], filosofías "circulares" de la religión. 11. La opción que ponga la verdad nuclear de los númenes fenomenológicos en sus referencias animales reales. Llamaremos [...] a esta opción filosófica, teoría 'angular"de la religión [p.. 157]. Se trata, según su autor, de una clasificación completa. En consecuencia, deja fuera las llamadas teorías radiales (o cósmicas), «las que ponen c o m o referencia de lo numinoso a los fenómenos impersonales de la naturaleza» (ibid.). C o m o veremos más adelante, a mi juicio el eje radial tiene tan poco fundamento como el eje angular, porque los animales son entes naturales para el hombre, y su percepción c o m o espíritus o númenes se genera por los mismos mecanismos mentales que la percepción equivalente —es decir, como almas, espíritus o n ú m e n e s — de los seres naturales inanimados. La teoría angular que defiende GB concibe la religión, no c o m o un concepto definible, al m o d o porfiriano, en función de un género próximo y una diferencia específica, sino c o m o una categoría que se define como «una esencia procesual dialéctica». Desde esta posición metodológica, la pregunta por la esencia de la religión irá dirigida a la determinación, en primer lugar, del núcleo de la religión; en segundo lugar, a la exposición del desarrollo de ese núcleo en un cuerpo de determinaciones esenciales a toda religión; y, en tercer lugar, a la exposición del despliegue del curso de la religión, en sus fases internas o especies propias [p. 138]. Desde u n punto de vista formal, este esquema procesual me parece en general plausible, al margen de las tesis personales de GB que estoy comentando. También me parece plausible su afirmación de que el programa definitorio de la religión «no puede juzgarse c o n la escala de los criterios cientíñco-categoriales» (p. 138), pues es una cuestión filosófica, aunque «hay que subrayar también que, si bien el paso de la escala científica a la escala filosófica no está justificado en términos científicos, ello no quiere decir que la escala filosófica carezca de toda signifi-
cación, recíprocamente, para el científico», pues esta escala le ofrece «una significación crítica» en cuanto «Idea de religión» que posibilita una determinación de campo relativa al estudio científico de las religiones (p. 138). Sin embargo, la Psicología, aunque no satisfaga las exigencias del «cierre categorial» enunciadas por GB para que una disciplina pueda constituirse en ciencia, adquiere, en el marco general de la Antropología, una destacada pregnancia para una elucidación de la génesis de los fenómenos religiosos — l o que G B rehusa a d m i t i r — . L o s pasos que él juzga indispensables para una determinación del núcleo esencial de la religión son dos: 1. «delimitar un contenido interno, fenomenológico, del material religioso», es decir, que exista «un respaldo fenomenológico irrefutable», que para él son los númenes animales (los númenes análogos de la clase númenes zoomorfos), si bien advierte que no «todo lo que llamamos "religión" deba reducirse al trato inmediato con los númenes», como ya se indicó; lo cual no obsta para que, aunque en fases posteriores del curso de la religión los númenes animales queden algo relegados e incluso desaparezcan, «la religión, en su acepción de religación, podría redefinirse, precisamente en función de los númenes, c o m o religación de los hombres con los númenes» (p. 142); el segundo paso, 2. «seleccionar [...] aquellos númenes que puedan ser confirmados como reales [...]» (p. 147). L a conclusión medular d e G B , formulada terminantemente así, es la de que «son los animales los núcleos numinosos de la propia Idea ulterior de divinidad» (p. 169, cursivas mías), por lo cual tendrá sentido afirmar que «la religión es verdadera» porque existen determinados númenes animales —ciertas especies, géneros u ó r d e n e s — «que no son fenómenos ilusorios propios de la mentalidad prelógica, de la percepción salvaje»; y termina este pasaje con una matización bastante incomprensible en el contexto de su teoría: «las ilusiones — e s c r i b e — se p r o d u c i rían por referencia a este plano ontológico [...]». H a y en esta formulación una referencia a la teoría animista que resulta abusiva, porque su principal creador, E. B. T y l o r , no necesitó presuponer la existencia prelógica en el hombre primitivo — a l
estilo del primer L . L e v y - B r u h l — . C o m o luego veremos, el animismo implica una especie de inferencia lógica ingenua que pertenece a la filosofía natural de ese hombre, aunque sea una explicación ilusoria. Pero al margen de este error de interpretación, la tesis de GB se clausura, por decirlo así, con otro par de aserciones cuya evidencia no aparece por ningún lado. Según una de ellas, «la concepción zoomórfica del núcleo de la religión significa, en resolución, no ya que los animales puedan desempeñar realmente funciones numinosas sino, sobre todo, significa que ellos son la fuente o manantial de toda numinosidad ulterior» (p. 170). Si llegados a este punto uno vuelve a preguntarse c o n qué evidencias trabaja G B , se encontrará de nuevo aprisionado en el círculo mágico de su Idea del núcleo de la religión. En efecto, la otra aserción es ésta: Queremos decir que la existencia de los númenes es una condición (no decimos una perfección) de los propios númenes, según su concepto, por tanto una condición necesaria para poder hablar de "experiencia religiosa" ante los númenes, y ello en razón de ser éstos personales (númenes "análogos"), no en razón de que sean infinitos o necesarios [...] Un numen sólo es personal si es existente, si la existencia es condición de la realidad "extramental" de otras personas (el "tú" no puede ser contenido de conciencia del "ego") [pp. 147-148]. Al huir legítimamente del argumento ontológico clásico, GB se enreda de nuevo en las peticiones de principio de todo razonamiento circular. La clave de la falacia se esconde en la cláusula final entre paréntesis del párrafo transcrito: es obvio que el otro (sea cosa, animal o persona) no es, en cuanto realidad, un mero contenido de mi conciencia; pero la idea o representación que yo me forme de ese otro, sí que puede ser un mero contenido de mi conciencia; y eventualmente puede ser también ilusorio o gratuito, sin ningún correlato, como tal, en la realidad. E l hombre primitivo que contempla un animal real, existente, puede atribuirle o imputarle un numen c o m o tal inexistente, puramente ilusorio. La realidad del animal no es una realidad extramental, pero las cualidades numénicas que el ser humano le atribuye ilusoriamente son sólo un contenido mental forjado en su conciencia.
La precariedad argumental del núcleo animal numénico arruina, a nuestro juicio, toda la teoría angular de la religión, y gran parte de sus minuciosos desarrollos, elaborados con admirable virtuosismo y erudición. La hipótesis del animal divino me parece inviahle, y deja sin base adecuada la descripción que nos ofrece G B del curso de la religión y sus tres fases esenciales (véanse pp. 216-280). El sentido de este curso queda determinado por la teoría del núcleo de la religión en cuanto reconocimiento del numen animal.
El núcleo es, pues —enfatiza G B — , sólo una parte de la esencia, algo así como su germen. Pero tan esencial a la religión, tomada globalmente, en su desenvolvimiento histórico, es el trato con los animales numinosos, como la transformación dialéctica de ese trato en una serie de conductas simbólicas que parecen ordenarse ortogenéticamente en el sentido de un progresivo alejamiento respecto del núcleo originario. Un alejamiento que llevará, es cierto, en su límite, a la desaparición casi total del núcleo. Y con ello también, evidentemente —si queremos m tener la coherencia de nuestra Idea de religión—, a la desaparición de la vivencia misma de lo numinoso [pp. 217-218]. Añade, en una apretada síntesis, que
en el contexto dialéctico global, todas las religiones positivas podrían ser llamadas antropológicamente verdaderas. Sin embargo, como verdadera religión positiva, en un sentido directo e inmediato, habremos de considerar a la religión primaria o nuclear. La época de las religiones falsas —de las religiones mitológicas— será la época de las religiones secundarias (tribales, bárbaras). Porque, aunque en su religiosidad siguen nutriéndose de las múltiples veces milenarias experiencias constitutivas de la religión primaria, sin embargo, no quieren reconocer la verdadera fuente de la numinosidad y vienen a constituir la etapa de la "verdadera falsa conciencia" religiosa, el período mitológico del error y la superstición, colindante con la demencia colectiva. Esta valoración de las religiones secundarias (las religiones positivas, en su período de plenitud), nos permite, a su vez, formular lo que podría considerarse como raíz filosófica de la verdad propia de las religiones terciarias, a saber: que ellas constituyen una etapa esencialmente crítica, la crítica monista de las religiones secundarias o mitológicas, así co mo la crítica mutua de los monoteísmos que su misma pluralidad comporta [p. 227].
Digamos, por nuestra cuenta, y en contraste con la tesis de G B , que lo que no desaparece, sino que sólo va revistiendo nuevas formas, son las proyecciones animistas.
4. C o m o ha p o d i d o apreciarse, la pregunta que GB se formuló a sí mismo en la página 232 de su obra, no ha encontrado respuesta satisfactoria. En mi opinión, el material fenomenológico que ofrece la antropología — i n c l u i d a , en lugar destacado, la psicología— nos conduce a pensar que la "transición" mediante la cual los animales llegan a ser númenes se opera en virtud de un proceso de proyección mental, es decir, de u n desdoblamiento de la conciencia — d e carácter alienante— que permite proyectar sobre objetos naturales —primeramente tal vez animales, en seguida objetos i n a n i m a d o s — percepciones, representaciones o ideas generadas en el psiquismo humano, c o n frecuencia en un estado de tensión emocional o de perplejidad. El término proyección designa, en psicología, la operación por la cual un estado de conciencia es desplazado y localizado en el exterior, sea pasando del centro a la periferia, sea del sujeto al objeto. Este término admite bastantes matizaciones semánticas. C o m o puntualizan J. Laplanche y J. B. Pontalis, la proyección, en su sentido propiamente psicoanalítico, es una «operación por la cual el sujeto expulsa de sí y localiza en el otro, persona o cosa, cualidades, sentimientos, deseos, incluso "objetos"» (Vocabulaire de la Psychanalyse, París, 1973, p. 343). Pero hemos de advertir que, incluso en este sentido específico, el concepto no pertenece necesariamente a la esfera de la psicopatología, sino que cubre todo el campo de las inferencias deductivas (o inductivas) que, de modo más o menos consciente y explícito, alcanza la mente en su función racionalizadora. L a s exigencias de racionalidad d e l ser humano ponen en marcha un trabajo de explicación intelectual que puede generar procesos de proyección mental. El hombre prehistórico, ante fenómenos que desbordaban el marco de las experiencias ordinarias de la v i d a cotidiana, hallaba en los procesos de proyección, acuciado por la ten-
sión emocional o p o r un estado de gran perplejidad, una ilusoria explicación de tales fenómenos. Esta presentación de la religión c o m o una operación alienatoria — e n el sentido amplio de este t é r m i n o — se inscribe resueltamente en las teorías circulares de la génesis de los fenómenos religiosos, según la cual las almas, los espíritus o los númenes son, según el lenguaje de G B , mentefacta. L o s númenes animales no existen en cuanto tales, son simplemente, donde se hayan generado, proyecciones mentales d e l hombre primitivo — o n o primitivo, en términos cronológicos—, y por consiguiente no tienen realidad, son meros ficta de la conciencia ingenua. Es decir, son fenómenos de conciencia, contenidos de conciencia proyectados sobre objetos o sujetos exteriores. Aquí radica la respuesta efectiva al misterioso "tránsito" que GB no puede explicar en su teoría angular de la religión. Desde dentro de las llamadas experiencias religiosas, es decir, fenomenológicamente hablando — o , d i c h o en u n lenguaje caro a G B , en perspectiva emic (reglas lingüísticas y convenciones semánticas vigentes en la cultura de quien actúa o habla)—, es claro que el creyente —tanto el h o m bre prehistórico como, mutatis mutandis, el hombre histórico— piensa congruentemente que en su creencia no hay nada de ilusorio, pues sus experiencias religiosas las vive como presencia real de almas, espíritus, númenes o dioses. Pero desde fuera de la creencia, es decir, críticamente — e n perspectiva etic (cultura y observación de quien somete a examen y evaluación la perspectiva emic)—, el increyente ve con evidencia que í/hay ilusión, falsa conciencia, sugestión, superstición o alucinación, generadas en procesos proyectivos de contenidos mentales sobre objetos sujetos externos o externalizados, procesos que pueden pertenecer al campo de la psicología normal o al de la psicopatología. Es incuestionable que ciertos animales pueden realmente ser, por su actividad, dañinos o benéficos para el hombre, amenazantes o dóciles, pero esta realidad existencial no implica de ningún m o d o que ellos mismos posean en propio misteriosas cualidades numénicas. Y lo mismo sucede c o n las fuerzas de la na-
turaleza —el cielo, los astros, el viento, las tormentas, las mon-
\j¡ verdad de la religión
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tañas, los ríos, las plantas, etc.—. La teoría animista-finalista, formulada en 1871 por el gran antropólogo y pensador E d w a r d B. T y l o r , en su obra Primitive Culture, y complementada por el biólogo Jacques M o n o d un siglo después, en su l i b r o Le basará et la nécessité (1970), es, a mi juicio, la clave de la génesis de la religión en el contexto de la teoría circular —relaciones entre los hombres, y del hombre consigo mismo—. El lector encontrará una breve exposición del animismo en el capítulo 2, apartados 1.2-5 del presente libro, a fin de no repetirme. Está en lo cierto G B , y pisa terreno firme, cuando enfatiza la importancia de ciertos animales en el proceso evolutivo d e l sentimiento religioso, y en este aspecto su contribución es de gran relevancia. Subraya sobre bases sólidas la dominante presencia de representaciones zoomórficas en las religiones primaria y secundaria, lo que autoriza a suponer que determinados animales reputados como sagrados desempeñaron destacadas funciones en la imaginación religiosa del hombre. Parece plausible la hipótesis de que las proyecciones animistas que ejerció el ser humano sobre los animales fluyeron de forma más connatural en dirección al m u n d o de los seres vivos que hacia los entes naturales per se inanimados, aunque resultaría aventurado establecer prioridades cronológicas estrictas y generalizables entre clases de referentes que son destinatarios de operaciones psicológicas de proyección animista de índole esencialmente idéntica. En todo caso, estimo que esta proliferación de representaciones zoomórficas en la religiosidad primaria y secundaria nada puede en sí misma demostrar respecto de la existencia de supuestos animales divinos en cuanto númenes reales verdaderos. Contrariamente a la conclusión a que llega GB según la cual la verdad de la religión reside en el animal divino, es decir, en la Etología, sigue pareciéndome m u c h o más certera y fecunda la tesis, ya clásica, de que la ilusoria "verdad" de la religión hay que buscarla en la Antropología (es decir, como ya se ha d i c h o , en el seno de las relaciones de los seres humanos entre sí y con su entorno natural y social, y en el seno del ser humano en sí mismo).
5. H a y un rechazo radical de GB a introducir en su investigación toda categorización de la religión en términos de Psicología c o m o eje de la Antropología religiosa. Lo que él califica de psicologismo — u n o de los términos de máximo agravio que han soportado los filósofos más atentos a la relevancia fundamental de los procesos psicológicos en el pensamiento human o — , «puede ser contestado por otras filosofías alternativas, aquellas que partiendo de la referencia de la religión a ciertas entidades reales, de naturaleza no psicológica (dioses, númenes), no pueden aceptar el subjetivismo» (p. 60). P o r otra parte, en su reproche al enfoque que hace T y l o r para el estudio de los orígenes de la religión, escribe GB que «no se sabe bien si las teorías de T y l o r , Spencer, D u r k h e i m , Schmidt, L o w i e o F r e u d son teorías científicas, si son teorías filosóficas o, en fin, si son ambas cosas a la vez» (p. 73). Sorprende bastante este m o d o de formular su reproche, porque si bien las coordenadas metodológicas de GB excluyen desde luego que la antropología cultural, o la psicología, puedan merecer la calificación de ciencias c o n arreglo a la exigencia de cierre categorial (elaborada con gran rigor por él), según su p r o p i o enfoque de la Filosofía de la Religión, la filosofía, tanto cuando se dirige al material específicamente religioso, como al material antropológico general, tendrá que mantener Ideas de Religión y Hombre que no son propiamente empíricas. Y no porque sean formales. Son normativas, no ya en el sentido de que pretenden afirmar lo que deba ser en un futuro la religión o el hombre (en lugar de atenerse a lo que es o a lo que ha sido), sino en el sentido de que pretenden afirmar lo que debemos pensar de la Idea del hombre y de la Idea de religión, una vez fijadas sus definiciones esenciales [...] La cuestión en filosofía no estriba en cambiar el método axiomático constructivo —agrega GB refiriéndose al axiomatismo geométrico— por el método empírico analítico, sino en cambiar unos axiomas (cuando se revelan gratuitos o inadecuados) por otros [pp. 84-85]. Esta convincente caracterización de la Filosofía de la religión no corta los puentes entre la actividad de los antropólogos, los psicólogos, los sociólogos, etc. (científicos en el sentido lato de
esta expresión, en la m e d i d a en que emplean métodos científicos peculiares de o r d e n empírico, aunque no satisfagan criterios estrictos de las ciencias en su plenitud) y los filósofos. E n t r e ambas clases de estudiosos se da una permanente interrelación, pues así c o m o los científicos de las llamadas ciencias humanas necesitan una cierta Idea de su objeto — c o mo señaló G B — , no es menos cierto que los filósofos tienen que referir sus Ideas a los datos y observaciones que ofrecen los científicos. Nuestro autor define acertadamente esta correlación. La filosofía de la religión —puntualiza— posee [...] ciertas peculiaridades gnoseológicas. Y estas peculiaridades habrán de darse combinadas con las características generales de la filosofía. A fin de precisar, en la medida de lo posible, esta situación tan compleja, reduciremos las peculiaridades de referencia al momento del regressus de los fenómenos religiosos a las Ideas, y consideraremos el momento del progressus a la luz de las características más generales de toda filosofía [p. 78]. Este vaivén entre una Idea del hombre y de la religión, de un lado, y una profundización del material fenomenológico a la luz de la psicología, del otro lado, es lo que caracteriza la obra de Tylor. Elaboración filosófica y observación sobre materiales empíricos, acumulados por la etnología, son los fundamentos de su explicación animista de los fenómenos religiosos. No otra es la aproximación operatoria de GB al mismo asunto, aunque su camino y sus conclusiones sean tan diversos a los del antropólogo británico. L a decisión en favor de la teoría angular de G B o de la teoría circular de T y l o r descansará, en último término, en supuestos axiomáticos relativos a la naturaleza del pensamiento h u mano. Sin embargo, el filósofo, c o m o hemos visto, no construye su opción axiomática sino sobre hipótesis interpretativas que resulten coherentes con los resultados de la observación empírica de cómo funciona la mente humana. En este sentido, la interpretación de los hechos religiosos como fenómenos de conciencia me parece muy difícilmente cuestionable. El animis-
mo es el punto arquimédico en el que se apoya la fabulación religiosa del ser humano, es la matriz de los sentimientos convencionalmente designados c o m o religiosos. E n el hombre primitivo, la inmediatez genética de estas formas de conciencia falsa es más evidente, porque las formas primarias de las fantasías de la mente aparecen en su versión ingenua y naturalista, desnudas todavía del ropaje mitológico de las fabulaciones exuberantes de la religiosidad secundaria o del aparato metafísico de las especulaciones teológicas de la religiosidad terciaria, en un contexto civilizatorio de progreso moral. En efecto, la especulación ontoteológica ha i d o levantando en el decurso de la historia un edificio metafísico de tal magnitud que su fundamento originario ha desaparecido en el seno de un lenguaje abstruso y oscuro. Pero el material empírico sobre el cual trabaja en último término la ontoteología de las religiones monoteístas remite a una serie de conceptos ilusorios c o m o los de alma, numen, espíritu, divinidad. En el curso de su desarrollo especulativo, esos conceptos van asumiendo connotaciones sin identificación empírica, y sus ilusorios referentes reciben atributos que son sólo extrapolaciones al límite de atributos contingentes y limitados del ser humano: infinitud, omnipotencia, omnisciencia, perfección moral. Se trata de meros antropomorfismos encubiertos por las especulaciones típicas de la teología negativa, y a la postre indirectamente tributarios de la proyección animista-finalista originaria. L o s modestos y rudimentarios comienzos de aquellos conceptos ilusorios, generados en la sombra de la prehistoria del ser humano, jamás fueron realmente desalojados y sustituidos, sino solamente sometidos a una incesante labor de remodelación o redefinición que culminaría, no c o n la eliminación de los mitos, sino c o n la selección y la sublimación de sus referentes imaginarios, elevándolos a entidades y categorías abstractas que, aunque delatan a cada paso sus raíces antropomórficas e ilusorias —incluso en las especulaciones más empeñadas en su desantropomorfización— ofrecen una apariencia más asumible para las exigencias de racionalidad del hombre de las civilizaciones superiores. No hay más que examinar sin prejuicios el cuerpo dogmático del cristianismo, por
ejemplo, para captar c o n diafanidad la supervivencia de ancestrales mitos inverosímiles y la artificiosidad de la imaginación teológica que animan el depositum fidei. Pero hecha nuestra opción, y habiéndola razonado, conviene indicar que GB tiene el gran acierto —entre muchos otros que nos regala su libro e x c e p c i o n a l — de subrayar la indispensabilidad de insertar el despliegue de las religiones en una perspectiva evolucionista global, que lo asocia, en este punto al menos, con las concepciones antropológicas de Tylor. En esta línea, GB escribe resueltamente que es necesario llamar la atención sobre lo infundado de muchas críticas a los esquemas evolucionistas, aplicados al desarrollo de la religión, cuando les reprochan no ser otra cosa sino transferencias de esquemas originarios de las ciencias naturales (del "darwinismo") a las ciencias de la cultura. Pues la Idea de la evolución, como tal idea, se aplicó acaso antes en el reino de las formas culturales, que en el reino de las formas naturales. Y esto lo advirtió ya el propio Tylor en el capítulo introductorio de su cultura primitiva (1871): «Entre los naturalistas está planteada la cuestión de si la teoría de la evolución de una especie a otra es una descripción de lo que realmente ocurre o un simple esquema ideal, útil para la clasificación de las especies, cuyo origen ha sido realmente independiente. Pero entre los etnógrafos no existe tal cuestión sobre la posibilidad de que las especies de instrumentos, hábitos o creencias hayan evolucionado unos de otros, pues la evolución de la cultura la reconoce nuestro conocimiento más familiar» [pp. 223224]. En definitiva, al concluir la lectura del ensayo de G B , u n o se pregunta por las razones últimas por las que él descarta la explicación psicológica animista-finalista de la génesis de los comportamientos de signo religioso. Parece que estas razones se resumen fundamentalmente en estas dos: 1. La Psicología de la Religión maneja categorías genéricas, que conciernen ciertamente a aspectos esenciales de la religión, pero aspectos no-nucleares, ni específicos, pues sólo «describen ciertas dimensiones de los fenómenos religiosos según las cuales éstos se nos muestran precisamente participando de le-
galidades propias de fenómenos y procesos no religiosos» (p. 59). En primer lugar, cabe objetar que se trata de una definición arbitraria de las categorías genéricas de la Psicología, pues nada se opone a que dichas categorías se refieran a la legalidad de una serie de fenómenos no sólo religiosos, es decir, a mecanismos psicológicos proyectivos en general, incluidos los religiosos. Genéticamente, las proyecciones animistas sólo muy tarde en la historia recibieron la designación de religiosas, en v i r t u d de una convención semántica. En la posición de GB se esconde lo que no es más que un prejuicio favorable a la creencia en númenes reales, c o m o veremos en seguida. No hay por qué escandalizarse, ni científica ni piadosamente, si constatamos que la religiosidad se disuelve en los mecanismos psicológicos que la generaron. ¿Por qué — e n v i r t u d de qué veto metodológico— el círculo originario de la especificidad de la religión no podría iniciarse c o n un proceso psicológico proyectivo de ilusión animista (o numénica)?... ¿No sucederá que una taxonomía extremadamente rígida se transmuta en un veto metodológico, derivado, en último análisis, de un a priori ontológico?... 2. La opción hermenéutica personal de GB según la cual la génesis y la verdad de la religión natural originaria —o protoreligión— no se genera en ninguna suerte de ilusión psicológica de carácter animista, sino en una realidad ontológica irreductible: la existencia de animales divinos enfrentados al ser h u m a n o en cuanto que son númenes reales, existentes. Éstos son el único momento de verdad de la religión, que sólo más tarde se deslizaría hacia las fabulaciones mitopoyéticas exuberantes, primeramente, y hacia la especulación teológica y metafísica, después. De tal manera, la «referencia de la religión a ciertas entidades reales, de naturaleza no psicológica (dioses, númenes)» (p. 60), excluye el subjetivismo, el psicologismo, la i l u sión. Así, un prejuicio metodológico se d o b l a de un prejuicio ontológico, aunque en el fondo es este último el que legitima a aquél. Se trata de una afirmación axiomática sin verdadero respaldo em-
pírico. P e r o como tal, hay que respetarla. Es claro que un animal no es del mismo género que una roca, un mineral, una estrella, un volcán... Pero todos ellos pueden —y solían ser, en la mente p r i m i t i v a — receptores de una proyección numénica. La diferencia de género, e incluso el parentesco filogenético entre el animal y el hombre, no autoriza a dar el salto abismal desde el numen como ficción hasta el numen como realidad ontológica.
6. L u d w i g Feuerbach muy probablemente no leyó la obra de E d w a r d B. T y l o r sobre la cultura primitiva, aunque falleció al año siguiente (1872) de su publicación. La vinculación lógica entre ambos pensadores es patente; es decir, la intuición fundamental d e l animismo teorizado p o r T y l o r y la religión como antropología desvelada por Feuerbach parten de una concepción del hombre esencialmente idéntica, y están regidos por presupuestos axiomáticos fuertemente anclados en el funcionamiento efectivo de la mente humana. En un contexto declaradamente materialista, ambos pensadores elaboran modelos de proyección psicológica que permiten una explicación racionalista de las fabulaciones religiosas de la humanidad, pero siempre inmediatamente ligados a las pulsaciones emocionales, los deseos, las angustias y las exaltaciones anímicas del hombre. L a crítica trivial e interesada según la cual las explicaciones racionalistas son unilaterales y deformantes no es de recibo, porque adultera la compleja naturaleza de estas explicaciones. El animismo descubre el origen mental de las almas, númenes, espíritus y dioses; inicialmente, proyectando las propias potencias psíquicas del hombre en una supuesta entidad diferente del p r o p i o cuerpo, separable, errática y evanescente; en seguida, imaginando que también los seres no humanos —animales y fuerzas de la naturaleza— poseen entidades anímicas similares, dotadas de poderes extraordinarios y misteriosos. Las creencias animistas cobran tal raigambre en la mente del ser humano que se convierten en una segunda naturaleza, pasando lo que era ficción i n consciente a realidad incuestionable. La historia de las formas
religiosas gravita permanentemente, aunque de m o d o oculto o enmascarado, sobre el subsuelo de las ficciones animistas y la correspondiente concepción dualista del m u n d o . En este magno proceso —constantemente reforzado por el trabajo de la especulación teológica y metafísica—, el hombre tuvo su espejo en D i o s —divinización del hombre— y D i o s lo tuvo en el hombre —antropomorfización de Dios—. Feuerbach trabaja ya en el contexto de las llamadas religiones terciarias y las somete a un análisis filosófico —lógico y psicológico— implacable. En un breve ensayo de 1846, titulado La diferencia entre la divinización de los hombres en el paganismo y en el cristianismo, recogido por L u i s M i g u e l A r r o y o en Escritos en torno a "La esencia del cristianismo"(Madrid, 1993), dice el filósofo bávaro, en forma concisa y cristalina, que incluso cuando, de manera irracional, se presenta al hombre sólo como "ropaje" de Dios, no se va más allá de la realidad del hombre, pues yo no puedo revestir con ropaje humano al aire, a la luz, al elefante o a un ser de razón sin forma alguna, sino al ser humano sólo. En resumen: en y tras un Dios, cuya forma, ropaje o imagen es el hombre, no hay en modo alguno otro contenido, otro sentido, otro ser que el humano [p. 101]. En este ángulo teórico estamos en tal p r o x i m i d a d a T y l o r , que Feuerbach parecería estar glosando a este último. El secreto de la religión c o m o antropología significa que el ser humano descubre finalmente que es él mismo quien ha creado a los dioses a través de la enajenación de su conciencia, superando así su desdoblamiento, reapropiándosela y elevándola a la autoconciencia. Sin la ancestral proyección animista en la primera juventud del hombre, ese falso m u n d o de almas, númenes y espíritus, c o m o infraestructura de la creencia en seres divinos, hubiera sido imposible. Feuerbach saca todas las consecuencias del origen antropológico de los dioses, para mostrar el carácter de la religión como falsedad. E l m u n d o de la naturaleza, si no hubiera sido mediado por la conciencia, sólo habría sido el escenario exterior de la v i d a del hombre, una realidad extraña y resistente, pero necesaria y sometida hasta cierto punto a los designios
finalistas del hombre en sus relaciones con el entorno. U n a realidad empírica y enigmática. Pero el hombre primitivo, saturado de esquemas de finalidad, necesitó explicarse el m u n d o de fenómenos inquietantes e incomprensibles, inventándose sujetos invisibles que gobernasen las causas y los efectos en v i r t u d de actos intencionales similares a los suyos; procurando, a la vez, desviar sus propósitos hostiles o concitándose su buena v o l u n tad. Este núcleo genético no explica los parafernalia de las religiones —sus ritos, sus mitos, sus cultos—, pero sin ese ombligo de las creencias, nada de esto habría sido posible. La flecha del progreso de la razón corre desde la falsa racionalidad de las explicaciones animistas hasta la verdadera racionalidad de las explicaciones antropológicas radicales, en las que la conciencia se reasume a sí misma. Entre el punto de partida y el punto de llegada fue desplegándose la permanente actividad mitopoyética de la falsa conciencia. En este larguísimo decurso temporal de centenares de miles de años brilla c o m o la aurora de un próximo nuevo día la hazaña de los griegos al saltar del mythos al logos, pero este salto tardó varios siglos en consolidarse, y extensos sectores de la h u m a n i d a d de hoy aún están parcialmente sumidos en la imaginación mitológica. No se rompería, sin embargo, el h i l o invisible que une a un Jenófanes de Colofón, a un Protágoras o a un Critias, c o n T y l o r , Feuerbach, M a r x o F r e u d . El animismo tyloriano fue deliberadamente relegado, cuando no o l v i d a d o , por motivos eminentemente ideológicos, aduciéndose la inexactitud de elementos de detalle, pero eliminando su valor inigualable para una A n t r o pología cultural que quiera llegar al fondo de los orígenes de la religión. Aparte de las investigaciones guiadas por un interés más o menos abiertamente apologético, las teorías del fenómeno religioso elaboraron modelos de explicación social de la religión c o m o alternativas a las explicaciones tildadas de individualistas y racionalistas. A u n q u e poco ganaba la fe religiosa c o n estas alternativas, sirvieron al menos para conjurar la devastadora hipótesis animista. Si bien estos modelos han aportado valiosos elementos para conocer mejor los fenómenos religiosos, parece ignorarse que tales modelos no pueden eludir el pa-
so previo por la explicación animista-finalista de la religión, aunque rehusen tematizarla expresamente. En efecto, es posible decir que existen representaciones mentales colectivas —abusando ya bastante del lenguaje si no se advierte el sentido metafórico de la expresión—, pero no cabe hablar con rigor de la existencia de una mente colectiva. Solamente el i n d i v i d u o tiene una mente, y sólo él puede ser sujeto activo de proyecciones animistas y representaciones religiosas —las cuales, por lo demás, se integran indudablemente, en mayor o menor medida, en la v i da del grupo social—. El fenómeno animista ha estado, ya en su misma génesis, íntimamente v i n c u l a d o a la angustia vital ante un entorno que dominaba a los hombres y que hacía problemática su capacidad de satisfacer sus más perentorias necesidades; inserto en las fuertes emociones que culminaban en el terror mortis c o m o horizonte indefectible y espeluznante en el que todos los seres humanos estaban insertos; c o n d i c i o n a d o por la inseguridad e indefensión ante fuerzas enigmáticas y extraordinarias, tanto naturales como sociales. En este complejísimo contexto vital, la conciencia del h o m b r e se puso a trabajar y buscó en falsas hipótesis una solución aparentemente "racional" a sus perplejidades y temores, obedeciendo probablemente a una inclinación connatural del psiquismo humano a desdoblar y proyectar fuera de sí sus estados de conciencia sobre ciertos sujetos u objetos de su entorno natural y social — i n c l u i d o él mismo como alter ego, o los demás hombres—. El hecho de que este singularísimo fenómeno haya perdurado hasta nuestros días en extensas masas de la población humana conduce a pensar en la presencia de factores de orden biológico, o de orden sociocultural, o de ambos a la vez. Las hipótesis animistas forjadas por el hombre prehistórico duplicaron el m u n d o : un m u n d o del cuerpo y un m u n d o del alma, un m u n d o visible y un m u n d o invisible, un m u n d o natural y un m u n d o sobrenatural. La herencia de este dualismo fue consolidándose en el curso de las generaciones, y la constante tradición — e n su sentido etimológico de entregar o transmitir— potenciaba esta creencia hasta convertirla — c o n la excepción
de algunos eximios i n d i v i d u o s capaces de romper la corteza de las c o n v e n c i o n e s — en una obviedad, en un marco de referencia incuestionable de todo pensar. T y l o r y Feuerbach fueron plenamente conscientes de que la antítesis espiritualismo-mateñalismo hunde sus raíces en una falsa hipótesis de explicación enraizada en la mente del hombre primitivo. T y l o r investigó el acto i n i cial y creador de esta hipótesis. Feuerbach analizó sus consecuencias en la mente del hombre evolucionado, el hombre histórico que forjó los monoteísmos religiosos. Su respectiva obra, aun con sus insuficiencias, representa una herencia intelectual irrenunciable en el nunca c o n c l u i d o proceso desmitificador de la razón humana. En el texto de este filósofo, si se sustituye la palabra Dios por la palabra espíritu, numen o alma, se seguirá afirmando que detrás no hay nada más que el hombre, materia viva y destructible vocada a la muerte.
7. El punto filosófico culminante de la alienación idealista —consideración del m u n d o c o m o totalización del despliegue del Espíritu A b s o l u t o , que retorna a sí mismo c o m o la plena autoconciencia de D i o s que nada ha dejado fuera de s í — es la filosofía hegeliana. P e r o Hegel no fue un filósofo de la simple Identidad, como Schelling, por ejemplo — s i n entrar en las fases y complejidades de la filosofía de éste—. H e g e l fue un filósofo crítico. En su Contribución a la crítica de la filosofía de Hegel (1839), Feuerbach reivindica la vertiente crítica del pensamiento hegeliano, y a la vez denuncia su limitación. Es una filosofía crítica en cuanto que en ella no todos los gatos son pardos, como sucede en la noche de la Identidad, sino que en su Idea de lo A b s o l u t o se reintegra el elemento del racionalismo, es decir, el entendimiento, como un momento de lo absoluto mismo. La negación, lo diferente, se concibe c o m o algo positivo, c o m o esencial. Ya Spinoza hizo célebre el axioma que afirma que omnis determinatio est negatio. H e g e l dialectiza este axioma, pero lo reafirma. El propio movimiento del C o n c e p t o o Idea, en el interior de sí mismo, produce los contenidos concretos de la
realidad c o m o contenidos dados, aunque bajo las formas específicas de la sensibilidady la representación. Es por lo que la filosofía —escribe Feuerbach— posee desde luego en Hegel una significación crítica, pero no ge«