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ATEÍSMO Y R E L I G I O S I D A D Reflexiones sobre un debate
por G O N Z A L O PUENTE OJEA
SIGLO
DE
VEINTIUNO
ESPAÑA
EDITORES
siglo veintiuno de españa editores, s.a. siglo veintiuno de argentina editores
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Primera edición, febrero de 1997 Segunda edición, corregida, junio de 2001 © SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A.
Príncipe de Vergara, 78. 28006 M a d r i d © G o n z a l o Puente Ojea DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY
Impreso y hecho en España Printed and made in Spain Diseño de la cubierta: Juanjo Barco / A l i n s Ilustración I S B N : 84-323-1071-9 Depósito legal: M . 40.482-2001 Fotocomposición: EFCA, S A. Parque Industrial "Las Monjas", 28850 Torrejón de A r d o z (Madrid) Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos de Jarama (Madrid)
ÍNDICE
NOTA PRELIMINAR
1.
VII
Sobre el origen de la religión: Piezas de un debate... Carta abierta a Alfonso Tresguerres Respuesta a Gustavo Bueno y Alfonso Tresguerres Animismo. Notas para una respuesta a Pablo Huerga
2.
Indigente Apologética. rales
Réplica
a
Enrique
1 1 4 11
Rome63
3.
Ateísmo y religión. P e r f i l h i s t ó r i c o de un debate ..
4.
Historia y religión
256
5.
Reflexión actual sobre el ateísmo
262
6.
Fundamentalismo, laicismo y tolerancia
268
7.
Las encíclicas de Juan Pablo II y el magisterio
357
8.
Sobre la Iglesia y el dinero
361
9.
En nombre de Dios
367
10.
97
De re publica: La escuela pública, un debate ausente La enseñanza pública y las libertades Socialismo y sufragio universal
371 374 378
Formas de gobierno Ética y Política Felipe González Las responsabilidades del rey
399
Addenda 1. 2. 3.
3 84 3 89 393 396
Cristianismo y antijudaísmo Agnósticos y ateos Subterfugios apologéticos
ÍNDICE DE NOMBRES
399 407 411 417
NOTA PRELIMINAR
C o n este libro me propongo ofrecer del modo más didáctico posible a los lectores interesados en la temática religiosa algunos materiales que puedan servirles de apoyo a su propia reflexión personal. A los increyentes, puede aportarles referencias útiles para fundamentar mejor las razones de su increencia. A los creyentes, debería estimularles a asumir su fe, o eventualmente a abandonarla, con conocimiento de causa, es decir, no desde la ignorancia sino desde la información sobre las dificultades intelectivas con que se enfrenta esa fe en una época en la que las ciencias humanas y naturales han arruinado las premisas doctrinales de las dogmáticas religiosas. La breve sección final, De re publica, no responde al tema principal de la obra, pero tiene para mí la v i r t u d de expresar el m o d o de ver ciertos aspectos de la presente situación española que está vinculado al conjunto de mis convicciones. Recomiendo vivamente al lector que inicie la lectura de este libro por el capítulo 4 (págs. 256-261), donde se ofrece una síntesis conceptual de cómo concibe el autor el origen y subsiguiente despliegue de los presupuestos de los cuales han surgido los sentimientos religiosos del ser humano. Esa lectura previa facilitará la comprensión de todo el capítulo 1. M a d r i d , 20 de septiembre de 2001
1.
SOBRE E L O R I G E N D E L A RELIGIÓN
Piezas de un debate
CARTA ABIERTA A A L F O N S O TRESGUERRES*
A c a b o de leer su artículo «Lecturas de El animal divino. Respuesta a G o n z a l o Puente Ojea», publicado en el número 19 (1995) de El Basilisco. Le confieso que una pereza invencible me i m p i d e entrar en debates de escuela sobre una cuestión que creo tener bastante clara. No necesito reiterar mi gran admiración por el talento y la competencia filosófica y científica del profesor Gustavo Bueno, en cuyos libros tanto he aprendido. Sin embargo, su alegato contra mis objeciones sigue sin convencerme del acierto de la tesis central de El animal divino en cuanto explicación de lo que él considera como la verdad nuclear de la religión. Dejo de lado sus impertinentes y gratuitas descalificaciones personales, que no merecen ni el más leve comentario, y paso a hacerle tres o cuatro observaciones sustantivas. Si tomamos el término latino numen, según propone el diccionario, para designar la manifestación de acciones o funciones sobrehumanas o divinas —y supongo que es de esta escueta definición de la que hay que p a r t i r — , entonces no sólo rechazo la idea de que «los animales son realmente númenes», sino también la idea de que «los animales son númenes reales». Estimo que su improvisada distinción — p u n t o neurálgico de su c r í t i c a — es, en definitiva, muy efectista pero nada efectiva. P o r q u e no existen — s i este verbo fuera aquí el adecuado, que no lo e s — más númenes que las supuestas manifestaciones numinosas de aquellos referentes (animados o inanimados) a los cuales el ser humano atribuye la cualidad numénica mediante un proceso proyectivo tan evidente como * Publicada en El Basilisco, núm. 20 (enero-marzo de 1996).
de ardua verificación fenomenológica. En consecuencia, resulta axiomático que ningún numen es real; y el marco natural de este filosofema corresponde a los procesos de proyección psicológica. E l u d i r el momento genético conduce a una petitio principa. Personalmente, no tengo el menor interés en bautizar el enfoque tyloriano de la religión como «circular», y si empleo este término lo hago por respeto a la terminología de la propia tesis del profesor Bueno. Para mí, no hay en absoluto identidad — q u e usted caprichosamente me a d j u d i c a — entre psicología y circularidad. M u y al contrario, pienso que, en las manifestaciones animistas de cualquier tinte, el ser humano apunta intencionalmente hacia objetos terceros, reales o ilusorios pero asumidos como reales, sean ellos cosas, animales o humanos. U n a teoría de la religión nunca recae sobre una relación circular pura, sino, de un m o d o o de otro, sobre una relación «angular» o «radial» — p o r seguir con su terminología—. El aparente circuito psicológico nunca se puede sostener sin intencionalidades extramentales, es decir, si no está abierto a alguna forma de objetividad, aunque sea falsa. L o s numina son propiedades ilusorias, todas ellas, que el ser humano adjudica a algo o a alguien que no se identifica inten-' cionalmente con quien los inventa. En general, poco importa que todos o algunos animales sean centros de consciencia y voluntad en mayor o menor grado, porque es siempre el ser humano quien los animiza o numiniza (si se me permite esta expresión). Mi elíptica frase «finalidad representable ex ante» hubiera quizás aconsejado mayor matización. Pero no me parece correcto aferrarse a su sintética literalidad para interpretarme erróneamente. Usted mismo apunta cómo debe entenderse cuando se aplica al homo sapiens, lo que yo hubiera p o d i d o hacer para evitar tergiversaciones con que no conté, aunque lo habría hecho en un lenguaje distinto del suyo, y más sencillo. Debe usted saber que estoy bastante bien informado de los trabajos pioneros de Wolfgang Kóhler (1925) sobre psicología animal, y sobre las copiosas aportaciones de la etología actual, incluidas las investigaciones, muy difundidas ya y apasionantes, de D. Premack (1970) y de R. A. y B. T. G a r d n e r sobre los chimpancés. A u n en estos simpáticos animales, sus niveles de consciencia y voluntad están, al parecer, estrechamente ligados a su dinámica instintual, y esto
con tal intensidad, y consiguientes limitaciones, que se separan conceptual y prácticamente del homo rationalis. Si a esta estimación le divierte a usted adosarle la etiqueta cartesiana, no seré yo quien vaya a censurarlo, pues cada cual es libre de organizarse sus evasiones lúdicas. Pero lo grave de estos juegos es que le desvían a usted de la cuestión relevante, pues parece no darse cuenta de que sus observaciones sobre el psiquismo animal se sitúan por necesidad en un contexto que no puede afectar verdaderamente a mi línea argumental. En efecto, incluso si llegara a admitirse que existen animales dotados de representaciones mentales plenas y «ex ante», estas capacidades tampoco los convertirían en sujetos provistos de cualidades numénicas, es decir, sobrehumanas, divinas, de ningún género. Estos animales continuarían, en su caso, siendo tributarios de proyecciones animistas humanas. A no ser que usted me propusiera acudir al absurdo supuesto de que dichas cualidades son vividas en cuanto tales como una realidad por los propios animales. Estaríamos, entonces, en el reino literario de la fábula. Ni siquiera los humanos podemos pretender que poseemos semejantes cualidades, salvo que nos entreguemos a la simulación o seamos víctimas de alucinaciones. P o r todo lo dicho, entiendo que hablar — s i se quiere hacerlo con p r o p i e d a d — de un «argumento ontológico-religioso» en relación con los númenes animales es, cuando menos, peligrosamente equívoco, y por consiguiente desorientador. A l g o muy d i ferente es que si se deseara establecer una suerte de gradación en la especifidad ontológica, no de los númenes, sino de los entes ilusoriamente investidos por el ser humano con cualidades numénicas, pueda resultar aceptable, y quizás aun conveniente, colocar en primer plano a los animales, cuya naturaleza ofrece obviamente rasgos diferenciados con respecto a una piedra, un astro o un difunto. Pero todos estos referentes, y otros, pertenecen al m u n d o de objetos o sujetos a los que el ser humano asigna propiedades numinosas de las cuales todos ellos carecen per se. En suma, el concepto de «númenes animales reales» me parece una insostenible arbitrariedad verbal o una expresión desafortunada de algo muy diferente. Reconocer explícitamente que esto es así, obliga a una importante revisión conceptual y terminológica de la tesis central del profesor Bueno.
Habría más puntos que comentar, pues usted, sin d u d a de buena fe, ha desfigurado algunas otras de mis posiciones. Pero deseo concluir señalándole solamente que es ociosa la inquietud que por su cuenta cree adivinar en mí ante la infundada sospecha de que el profesor Bueno pudiera resultar «menos ateo» de lo que yo me creía. No es el caso. No se inquiete infantilmente usted por mi supuesta inquietud, que nunca ha existido. Sin embargo, deseo también decirle que cada cual, superando posibles vasallajes de escuela, debe fundamentar sus juicios en sus propias evidencias. P o r mucho que uno admire la potencia teorética de un pensador, al argumento de autoridad no debe concedérsele más que un valor muy relativo, y por lo tanto cuestionable.
RESPUESTA A G U S T A V O B U E N O Y A L F O N S O TRESGUERRES*
L o s densos y ricos textos de Gustavo Bueno ( G B ) y de A l f o n s o Tresguerres (AT) se inscriben en un sistema conceptual coherente y muy elaborado, tanto para abordar el estudio del hombre como del m u n d o material y cultural. C o m p a r t o muchas de sus perspectivas y de sus resultados, y constituye siempre para mí una copiosa fuente de enseñanzas y de reflexión. No obstante, el tema de esta nota se circunscribe a nuestra divergencia fundamental — q u e acarrea o t r a s — sobre la génesis de la religión y su factor nuclear. El importante y originalísimo libro de Gustavo Bueno, El animal divino, representa una brillante aportación dirigida a replantear el análisis genético de la religión a partir de una tesis radical: el núcleo de la religión es menester situarlo, con todas sus consecuencias, en la existencia de númenes animales reales que pueblan el entorno de los seres humanos desde tiempos prehistóricos. En esta Respuesta — c u y a ocasión se debe a la honrosa consideración personal de ambos filósofos hacia mí y a su ejemplar respeto de las conocidas reglas no escritas del debate intelect u a l — no me propongo oponerles nada del mismo peso e intención, pues me faltan la d i s p o n i b i l i d a d personal necesaria para * Publicada en El Basilisco, núm. 20 (enero-marzo de 1996).
acometer la tarea y posiblemente los adecuados instrumentos teóricos. Me limitaré, entonces, a comentar muy brevemente algunos puntos de la discusión. Tengo la impresión de que tanto los argumentos de mi primera respuesta a A T , como el fondo de la cuestión, giran tácitamente en gran parte en torno a lo que se entienda por el término realidad y sus anfibologías. C u a n d o afirmo que no existen númenes animales reales, soy consciente de que la tesis de la existencia de númenes reales no equivale a l a tesis de que existen realmente númenes. P i d o excusas a AT si cree que yo he p o d i d o sugerir al lector que tengo a esas dos afirmaciones como idénticas. Pero más importante que las excusas es ahora precisar lo que he querido efectivamente decir, a saber, que cuando el ser humano, p r o p i cio desde muy temprano a detectar númenes en múltiples sujetos u objetos, animados o inanimados, se dispone a atribuir cualidades o propiedades numinosas a ciertos animales que le causan temor, atracción o emoción, está ya proyectándoles la creencia —aún confusa, vacilante, progresivamente v i g o r o s a — de que existen númenes o almas en esos sujetos u objetos como una cualidad que les pertenece. Sostengo que esta creencia se funda en la hipótesis animista, que surge de la creciente convicción de que bajo la apariencia material de los entes, o al menos de ciertos entes, se oculta algo mucho más sutil, evanescente pero real. Esta hipótesis debió emerger en el área de la actividad perceptiva y reflexiva del ser humano, en la conciencia del sujeto, probablemente mediante la acumulación de inferencias numerosas pero i n i c i a l mente discontinuas y ocasionales, de orden predominantemente intuitivo, mucho más que discursivo. Esta actividad inferencial se centró necesariamente en el espacio mental del sujeto humano, y se nutrió germinalmente de sus experiencias personales y de las respuestas psíquicas del yo ante dichas experiencias y sus referentes. Pero enseguida o simultáneamente su actividad perceptiva y reflexiva incluyó la conducta de los otros seres humanos de su círculo c o n v i v e n c i a l , constituidos análogamente, de algún modo, como otros yos portadores también de ánimas o principios vitales activos aunque inaprensibles. El entorno de seres numénicos o anímicos incluyó, también de inmediato, a ciertos o a todos los animales, y luego a las cosas. No es posible, ni indispensable,
determinar secuencias cronológicas entre todos ellos. La prioridad es esencialmente de orden lógico, y a ningún sujeto en particular puede conferírsele una anterioridad, pues la hipótesis animista se forjó en el abigarrado crisol de innumerables experiencias individuales y colectivas. Pero no por eso deja de ser previa, en el orden genético y causal, a la atribución de númenes a los animales. No hay identidad estricta entre númenes y almas, pues cabe una plausible distinción conceptual, pero son del mismo género, y no pueden atribuirse cualidades numinosas a un animal si no se presupone implícitamente que están provistos de ánimas o p r i n cipios vitales inaprensibles pero indispensables como centros d i rectores de actividad. La numinización de los animales comporta, dentro de ciertos límites, su humanización, y queda así sometida para el hombre prehistórico a la acción de importantes esquemas de antropomorfismo —y su contragolpe, la interpretación de la conducta humana en términos zoomórficos. Es decir, cuando el ser humano numiniza, y en cierta medida antropomorfiza, a los animales, su creencia en almas, númenes o espíritus ya estaba en marcha. P o r ello, su proyección psicológica sobre los animales fue un proceso natural aunque probablemente tuviera lugar en un contexto fuertemente emotivo de tonalidades mágicas. No se trataba de alucinaciones, cuyo papel sí había sido importante en la forja de la hipótesis animista, sino de la racionalización del comportamiento animal — t a l como lo i n terpretaba el ser h u m a n o — sub specie numinis. Imaginamos que la hipótesis animista se fraguó en el marco de una serie de fenómenos inquietantes para el hombre prehistórico, tales como las fantasías oníricas y la ubicuidad del yo en las mismas; las alucinaciones en estado de vigilia con su corte de apariciones de difuntos o de vivientes lejanos, de trasgos, de seres benéficos o crueles; las intensas emociones en situaciones de peligro, temor o desconcierto, reales o imaginarias; las explicaciones supersticiosas de seudocausalidades en extraños fenómenos de coincidencia, premonición, prolepsis, etc., etc. U n a vez asumida con cierta asiduidad, se fue fortaleciendo con una serie de propiedades en las que subyacían casi siempre esquemas de finalidad, imputación, intención, plan, conjura, inter alia. La atribución de númenes a los ani-
males se produce por las mismas causas y en el mismo contexto psíquico de los seres humanos. Estas fugaces consideraciones — q u e sin duda exigirían m u cha mayor precisión sobre la base del material fenomenológico d i s p o n i b l e — entiendo yo que nos alejan de la plausibilidad de la tesis de la existencia de númenes animales reales, en los términos estrictos en que la proponen GB y A T . En efecto, una cosa es que el hombre prehistórico reconociera naturalmente a los animales como centros de voluntad e iniciativa, lo que apenas cabe discutir. O t r a cosa es que les adjudicase del mismo modo propiedades numinosas, es decir, extraordinarias, superiores, sobrehumanas, metacorporales. Esta segunda imputación exige, en mi modesta opinión, que se contase ya con la noción más o menos formalizada de un alma, numen o espíritu. No puede suponerse ab initio que el ser humano perciba las cualidades numénicas como ya originalmente implicadas en su aprehensión inmediata del animal como entidad natural. Sólo si el animal natural poseyese en prop i o , es decir, ontológicamente, su condición numinosa, podría afirmarse con la necesaria adecuación de lenguaje que los númenes animales son reales. En caso contrario, sigo pensando que esta expresión es equívoca, y por ello inconveniente, pues lleva de la mano a poder pensar, aunque ésa no sea la intención de mis interlocutores, que existen realmente númenes animales. Lo que resulta incuestionable es el hecho de que la proyección atributiva de cualidades numinosas a algunos o todos los animales disponía de un soporte empírico más apto, incluso privilegiado, si se compara con el soporte inerte de un mineral. Aquí radica la innegable fecundidad científica de la tesis central de El animal divino. Pero sin pasar a afirmar que el numen animal es un fenómeno ajeno e independiente de la hipótesis animista. Sigue en pie la pregunta que formulé en Elogio del ateísmo, y que también hizo suya el p r o p i o G B , aunque a mi juicio sin responderla satisfactoriamente: ¿Cuándo y cómo el animal comienza a poseer, para el ser humano, un numen, la condición de animal divino?... En mi opinión, sólo cuando la hipótesis animista estuvo ya disponible para su proyección, pero no antes. La expresión númenes animales reales no sólo me parece equívoca, sino desorientadora si se la aisla d e l fenómeno ani-
mista, donde debe buscar su específico lugar natural. Pero entonces, y por razones similares, me parece equívoco e inconveniente el concepto de argumento ontológico-religioso referido a la «verdad» de la religión. Esta verdad consistiría en su realidad en cuanto que es un fenómeno observable empíricamente de múltiples modos, todos ellos derivados en último término —aunque las conexiones históricamente hayan ido debilitándose o se hayan llegado a c o r t a r — del núcleo original real, el numen animal. Cabe admitir, y debe admitirse, que las religiones qua religiones son todas reales, aunque sólo sean realmente los productos históricos de una ilusión. Pero ni aun en el nivel del núcleo primario — e l numen animal— pueden las religiones sustanciar la menor pretensión de verdad ontológico-metafísica, porque el numen animal real es resultado de la proyección animista, la mayor ilusión quizás de todas las muchas ilusiones generadas por el ser h u mano desde que inició su andadura por la tierra; ilusión que exhibe su falsedad constitutiva, con la que envuelve a toda forma de religión como pretensión de verdad. Sé que mis interlocutores son ateos, y que conocen como yo esa falsedad, pero no es esto lo que aquí interesa, sino el m a r c o t e o r é t i c o d e l ateísmo, y en cuanto a ese marco tenemos nuestras divergencias. Poner de manifiesto la génesis mental de la creencia en almas, númenes o espíritus, en el contexto tanto de la mente como de la realidad extramental (incluidas la objetivación de la propia mente y el reconocimiento de las ajenas) no debe calificarse como tesis idealista, a no ser que se distorsione el sentido de los términos, o que se los cargue arbitrariamente de connotaciones académicas que valen lo que valen, es decir, con frecuencia más bien poco. Suponer que la consideración de la religión como fundada en una ilusión es necesariamente una posición idealista porque recaería sobre algo irreal, equivale a una confusión de términos y de planos. L a hipótesis animista no menoscaba en absoluto la realidad de las religiones como hechos históricos, como productos antropológicos. Resulta elemental tener que decir que algo puede derivarse de una manifiesta ilusión, y sin embargo adquirir inmediatamente espesor fenomenológico creciente, incluso hasta convertirse en inerradicable, como sucede con la contumaz ilusión animista. Es conocido el teorema de Thomas en sociología, según
el cual causas ilusorias p r o d u c e n efectos reales. N a d i e que sea cuerdo puede negar la realidad de las religiones en la vida individual y colectiva; pero puede al mismo tiempo denunciar su falsedad en cuanto pretensión veritativa. ¿Alguien calificaría de idealistas a personajes que coinciden en este juicio pero que son tan diversos como Feuerbach, Tylor, M a r x , Freud...? Si se admite que no existen realmente los númenes, no es posible decir que la religión es verdadera como zoología, por mucho que se insista en que los animales poseen una realidad ontológica de mayor rango que la de la piedra. Y agregar que quien rechace, tomada sin las indispensables cualificaciones, la expresión númenes animales reales, aislándola de la proyección animista, se convierte en un idealista, es un dislate. De ser alguien imputable de idealismo, correspondería esta calificación más bien a los seres humanos que generan y alimentan la hipótesis animista (es decir, desde la perspectiva emic, según la terminología de K. L. Pike), que a quienes intentan explicarla. U n a vez más, tendemos a constituirnos en víctimas de nuestras convenciones lingüísticas. Se trata entonces, sin que por ello medie mala fe, de una fausse querelle, como dicen nuestros vecinos. Al margen de la discusión sobre si la hipótesis animista comporta una teoría circular o radial o angular, o todas conjuntamente —discusión que me parece escasamente útil—, estimo que esa hipótesis permite explicar lo que le sucedió realmente al hombre prehistórico en su esfuerzo ineludible por racionalizar de algún modo, aunque sólo fuese en un nivel modesto y evidentemente engañoso de racionalización, una serie de fenómenos y de experiencias que le exigían una respuesta operable tanto en el plano mental como en el conductual. Esta explicación no cierra el camino hacia el estudio del curso histórico de la religión, sino que constituye su presupuesto fundamental. En mi opinión, la mayor parte de las contribuciones de GB al conocimiento del hecho religioso podrían integrarse armoniosamente en este punto de partida, redefiniendo algunas de sus categorías interpretativas. Estimo que el fenómeno del animismo necesita mucha clarificación teórica y muchos esfuerzos de investigación. Pero estas exigencias no creo que afecten a su validez inicial. Un último punto. He reconocido en mi réplica a AT que en el Elogio había formulado de manera poco afortunada mi convic-
ción de que entre el psiquismo animal y el humano existen diferencias importantes, y maticé adecuadamente aquella formulación en la medida necesaria. Allí me remito. GB afirma que «los animales son sujetos dotados de vis representativa ("entendimiento" o facultad intelectual en su grado límite)». Si por la expresión «grado límite» se entendiera que es el grado alcanzado en su plenitud por la capacidad de representación que posee el ser humano, entonces no estaría totalmente de acuerdo. El sistema perceptivo e intelectivo humano, en cuanto habilitante para el fenómeno de la plena autoconsciencia, para los procesos del pensamiento abstracto y de la generalización, para la construcción conceptual, para la constitución o el reconocimiento de alter egos dotados de conciencia análoga, para toda suerte de proyecciones e imputaciones reflexivas, para toda clase de razonamiento discursivo, y un largo etcétera, permite establecer unas claras diferencias entre los hombres y los animales que sería arbitrario reducir o ignorar. P o r consiguiente, la especificidad nítida del homo sapiens en términos comparativos no queda cuestionada. Pero como indiqué en aquella primera réplica, aun en el imposible supuesto de que los animales pudieran ser equiparables al ser humano, la proyección animista no perdería su pertinencia y sus virtualidades, pues es una operación que hay que entender y conceptualizar desde el lado de su actor, que es precisamente el sujeto humano y no los sujetos u objetos terceros en cuanto investidos por aquél con atributos animistas o numinosos. En relación con nuestro tema, estimo que se hace demasiado ruido con los bienvenidos avances de la etología, pues estos avances no pueden poner en cuestión el fenómeno animista en cuanto ilusión nuclear de la religión. Las investigaciones etológicas han contribuido a difuminar en cierta medida las líneas divisorias entre las etapas de la evolución animal, pero no hasta el punto de que pueda ponerse en cuestión la novedad ontológica de los homínidos y de su paulatina y segura ascensión hacia el homo sapiens. H o y pueden detectarse síntomas del posible riesgo de que la pasión despertada por los hallazgos de la etología produzca recidivas de antropomorfismo. Para concluir, permítanme GB y AT que les diga, sin enfado, que me parece abusivo y fuera de lugar su reiterado empeño en
disfrazarme de cartesiano impenitente, pues no hay realmente nada en mis escritos que autorice las caricaturas con las que algunos podrían c o n f u n d i r m e . No es serio. A l g u i e n podría pensar que se ha querido cargar la mano en estos gratuitos reproches a falta de mejores argumentos en la cuestión principal.
M i admiración por l a potencia teorética d e G B n o h a disminuido ni una milésima por el hecho de nuestras divergencias en algunas de las líneas de la teoría de la religión. La admiración y el afecto personal. También deseo expresar mi reconocimiento de la gran capacidad filosófica de A T , cuya segunda Respuesta testimonia su amistad y estima personal hacia mí, a las que le corresp o n d o sinceramente. No desearía que mis desacuerdos con las tesis centrales de El animal divino, que he reiterado en estas páginas, pudiesen interpretarse como una actitud de caprichosa obstinación o como un punto de amor p r o p i o digno de mejor causa. U n a interpretación así, que a veces asoma levemente en alguna frase de AT (sin duda, sin el menor ánimo de herirme), podría tomarse como signo de dogmatismo, y mis dos interlocutores están, al menos intencionalmente, exentos de ese mal.
ANIMISMO
Notas para una respuesta a Pablo Huerga 1. El número 19 de la revista El Basilisco publicó unas «Notas para una crítica a G o n z a l o Puente Ojea», escritas por el profesor Pablo H u e r g a , comentadas luego en dos cartas que tuvo la amab i l i d a d de enviarme el 16 de abril y 25 de junio de 1996, que respondí en ambas ocasiones. A u n q u e con matices, H u e r g a suscribe la tesis fundamental de Gustavo Bueno sobre los orígenes de la religión, expuesta en su libro El animal divino (1985), y discutida en mi obra Elogio del ateísmo (1995). Mi compromiso didáctico con los lectores —intención que ha inspirado todos mis escri-
t o s — me lleva ahora a presentar la hipótesis animista haciendo hablar con sus propios textos a su iniciador más eminente, el antropólogo británico E d w a r d B. Tylor, en su obra cumbre Primitive culture, publicada en 1871, en su primera edición. Las consecuencias de la hipótesis tyloriana justifican el juicio reciente de A. L. Kroeber, figura sobresaliente en este campo, que considera a Tylor «el primer gran nombre en la antropología —quizás el mayor hasta la fecha—», porque supo asociar armónicamente la indagación fenomenológica al esfuerzo interpretativo. En efecto, él procedía en su investigación a partir de los datos, era siempre pragmático y con sentido común. No construyó recetas teóricas, ni suministró panaceas; dejó éstas a sus rivales y a una larga generación de sucesores. Fundamentó su pensamiento con tanta claridad que, al desarrollarse, se convirtió en la ciencia de la antropología moderna. [Contracubierta]. Infortunadamente, este ejemplar equilibrio entre la investigación fenomenológica y la reflexión hermenéutica es infrecuente, e incluso se elogia a veces el abandono de la elaboración teórica. E l c o n c i s o c o m e n t a r i o d e E r i c J . S h a r p e , e n s u artículo «Anthropology» en la obra dirigida por S. G. F. B r a n d o n , A Dictionary of Comparative Religion (Londres, 1970), denuncia la tendencia a la desertización filosófica de la antropología: En años recientes ha estado de moda desacreditar la obra de hombres como Tylor y Frazer, fundándose en que no tuvieron experiencia de primera mano de los primitivos que iban describiendo con gran detalle. Frazer particularmente fue muy lejos en su tarea de reunir material de fuentes reputadas y rigurosas. Pero surgió una nueva generación que subrayaba tres preocupaciones: (1) era necesario romper decididamente con la obra de los intelectuales Victorianos; (2) era necesario obtener a toda costa experiencia de primera mano de los primitivos; (3) era necesario abandonar la habitual concentración en las creencias y, en su lugar, tornarse hacia lo que podía ser observado y registrado, hacia ritos y rituales. Podría argüirse que ninguna de estas fuentes fue realmente una preocupación nueva: todo puede observarse, aunque embrionariamente, en la obra de antropólogos anteriores [p. 85. Cursivas mías]. La verdad es que estas tres recetas, tomadas conjuntamente, esconden en gran medida un prejuicio ideológico — e n el sentido
riguroso de esta expresión— que mediatiza con frecuencia el r i gor científico que indiscutiblemente debe exigirse, aunque sin las rigideces metodológicas de un positivismo mal entendido. El material fenomenológico es el soporte fáctico sin el cual no es posible identificar las creencias y los contenidos mentales del hombre primitivo —prehistórico o actual—. C o n c e b i r l o como un repertorio caleidoscópico de artefactos o de usos sería ignorar su carácter instrumental para la antropología cultural entendida como el estudio del ser humano. En la esfera de la religión, la investigación antropológica se propone conocer las creencias religiosas de la humanidad primitiva sobre la base del análisis y de la interpretación del material fenomenológico disponible — i n c l u y e n d o en ellas los esquemas conductuales y las expresiones rituales—, con especial atención al problema de su génesis, es decir, el conocimiento de cómo y cuándo los seres humanos manifestaron por primera vez sentimientos que mucho más tarde p u d i e r o n calificarse convencionalmente de religiosos. Ulteriormente, la filosofía de la religión intenta explicar, siempre como tributaria de la antropología filosófica, la esencia de la religión como cuestión de sus pretensiones de verdad. Gustavo Bueno, en la obra que he mencionado —subtitulada Ensayo de filosofía materialista de la religión— y en su libro Etnología y utopía ( M a d r i d , 1987), examinó brillantemente este complejísimo campo de estudio y el utillaje conceptual indispensable. Las ciencias de la religión investigan y reelaboran el material fenomenológico como tarea previa a la cuestión genética y epistemológica de las creencias y sentimientos llamados religiosos. A esta luz, «la filosofía de la religión se reduce a la antropología religiosa. E l l o , debido a que la religión ha de figurar como característica del hombre (característica que no puede atribuirse propiamente a los animales, ni a hipotéticos espíritus sobrehumanos)» {El animal divino, O v i e d o , 1985, p. 76). La interpretación del material fenomenológico, incluso ya en el plano mismo de las ciencias de la religión, depende de esquemas conceptuales que proceden, en último término, de la filosofía de la religión. A su vez, esta última no puede edificarse ignorando los resultados de la investigación fenomenológica, sino en permanente contacto con ésta. Esta estrecha vinculación es especialmente manifiesta cuando se trata de precisar las relaciones de la
psicología de los fenómenos religiosos (que pertenece al ámbito de las ciencias de la religión) c o n la antropología filosófica en cuanto soporte de la filosofía de la religión. C o i n c i d o con Bueno en su afirmación de que la filosofía, tanto cuando se dirige al material específicamente religioso, como al material antropológico general, tendrá que mantener Ideas de Religión y Hombre que no son propiamente empíricas. Y no porque sean formales. Son normativas no ya en el sentido de que pretenden afirmar lo que deba ser en un futuro la religión o el hombre (en lugar de atenerse a lo que es o a lo que ha sido), sino en el sentido de que pretenden afirmar lo que debemos pensar de la Idea del hombre y de la Idea de la Religión, una vez fijadas sus definiciones esenciales [pp. 84-85]. H a y u n p u n t o , sin e m b a r g o , e n que d i f i e r o d e l p r o f e s o r Bueno, en cuanto tiende a devaluar ostensiblemente el peso de la Psicología, no sólo en el ámbito de la filosofía de la religión, sino también en el de la antropología filosófica. Esta tendencia fuertemente antipsicologista repercute en su idea del hombre y en su idea de la religión, y afecta a sus conclusiones sobre la cuestión genética y la cuestión ontológico-epistemológica de la religión. A mi juicio, la función aparentemente ancillar de la psicología en cuanto mera ciencia —y además, en el pensamiento de Bueno, como ciencia que no satisface las exigencias del cierre categorial como requisito de toda ciencia rigurosa—, conduce a una engañosa devaluación de su importancia para construir una idea correcta d e l homo religiosus en su generalidad. E s a devaluación tiene consecuencias negativas, en mi modesta opinión, sobre las tesis de Bueno relativas al origen de la religión y de su condición epistemológica. Tylor situó la hipótesis animista, a mi juicio acertadamente, en el centro mismo de su Idea del hombre y de su Idea de la Religión, de m o d o tal que la explicación esencialmente psicológica de los orígenes y de la naturaleza de la religión convierten a la psicología —pese a todas sus debilidades como cienc i a — en el factor interpretativo del fenómeno religioso que resulta l a clave d e l m i s m o . E l c o m p o r t a m i e n t o d e l psiquismo humano ante los fenómenos del m u n d o natural y social que le parecen enigmáticos o extraordinarios es lo que pone sobre la pista
de los factores genéticos del hecho religioso, y lo que acaba conduciendo con seguridad a conclusiones sobre su valor epistemológico en términos de verdad. C o m o escribe Bueno con autorid a d , no existe ni puede existir comprobación empírica de una Idea filosófica del hombre y de la religión, pero no está excluido a priori que la investigación y el conocimiento de las respuestas posibles o reales del psiquismo humano a ciertas situaciones permitan proponer fundadamente la validez probable de esta Idea. Tylor, en su interpretación de los orígenes del fenómeno religioso, representa un caso convincente de esta descripción.
2.
Tylor expone así la génesis de la creencia animista:
Puede explicarse lo que es la doctrina del alma entre las razas inferiores, estableciendo la teoría animista de su desarrollo. Parece como si los hombres pensantes, todavía en un bajo nivel de cultura, estuvieran profundamente impresionados por dos grupos de problemas biológicos. En primer lugar, ¿cuál es la diferencia entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto? ¿Qué es lo que da origen al despertar, al sueño, al enajenamiento, a la enfermedad, a la muerte? En segundo lugar, ¿qué son las formas humanas que se aparecen en los sueños y en las visiones? [ob. cit., vol. II, La religión en la cultura primitiva, trad. castellana, Madrid, 1981, p. 30]. La solución de las grandes cuestiones depende del acierto de las preguntas, y éstas sólo son fecundas cuando son radicales, es decir, cuando apuntan directamente a las raíces factuales de la cuestión; en este caso, a experiencias que desde que el hombre es hombre, en el mismo punto incipiente de la prehistoria, han ten i d o que presentársele como ineludibles, además de inaplazables. Luego veremos por qué las alegaciones de su presunta irracionalidad — c u a n d o no de su supuesta e s t u p i d e z — obedecen a preconceptos que nada tienen de científicos. Atendiendo a estos dos grupos de fenómenos —prosigue Tylor—, los antiguos filósofos salvajes dieron, probablemente, su primer paso gracias a la deducción obvia de que todo hombre tiene dos cosas que le pertenecen, a saber, una vida y un fantasma. Ambos están, evidente-
mente, en estrecha relación con el cuerpo, la vida permitiéndole sentir y pensar y actuar, y el fantasma constituyendo su imagen o segundo yo; también ambos son percibidos como cosas separables del cuerpo: la vida, porque puede abandonarlo y dejarlo insensible o muerto, y el fantasma, porque puede aparecerse a gentes que se encuentran lejos de él. El segundo paso parecería también fácil de darlo a los salvajes, al ver lo extremadamente difícil que a los hombres civilizados les ha resultado desandarlo. Es, sencillamente, el de combinar la vida y el fantasma. Puesto que ambos pertenecen al cuerpo, ¿por qué no habían de pertenecer también el uno al otro, y ser manifestaciones de una sola y misma alma? Que sean considerados, pues, como unidos, y el resultado es esa bien conocida concepción que puede ser descrita como un alma aparicional, un alma-espectro [ibid.]. Si se quiere ser fiel a esta descripción, y no tomar la hipótesis de Tylor in malam partem, es necesario evitar interpretarla como si el hombre prehistórico hubiera elaborado mentalmente un razonamiento formal de tipo deductivo o un discurso de carácter silogístico, y suponer que su vaga representación de la inferencia de que existe un elemento anímico equivalía a pensarlo en términos de un concepto preciso y b i e n definido de lo que muchísimos milenios después se designó con la palabra anima o alma. Tylor fue víctima de esta monumental tergiversación, quizás porque él mismo no se tomó las debidas cautelas, pero sobre todo por el interés ideológico de las religiones llamadas «superiores» en desmantelar una tesis antropológica que arrasaba hasta los cimientos los presupuestos de la fe —presupuestos más o menos conscientemente asumidos incluso por la mayoría de quienes eran indiferentes ante esta fe. En todo caso, esto corresponde a la auténtica concepción del alma o espíritu personal entre las razas inferiores, que puede ser definida como sigue: es una imagen humana, sutil e inmaterial, constituyendo, por su naturaleza, una especie de vapor, de película, o de sombra; la causa de la vida y del pensamiento en el individuo al que anima; posee independientemente la conciencia y la voluntad personales de su dueño corpóreo, pasado o presente; es capaz de desprenderse del cuerpo, para trasladarse fulgurantemente, como un relámpago, de un lugar a otro; fundamentalmente impalpable e invisible, también muestra sin embargo un poder físico, y, sobre todo, apareciéndose a los hombres despier-
tos o dormidos, como un fantasma separado del cuerpo, cuyo aspecto conserva; continúa existiendo y apareciéndose a los hombres después de la muerte de ese cuerpo; es capaz de introducirse, de poseer y de actuar en los cuerpos de otros hombres, de animales, e incluso de cosas. Aunque esta definición no es, en absoluto, de aplicación universal, tiene el suficiente carácter generalizador para ser tomada como una norma, modificada por una mayor o menor divergencia dentro de un determinado pueblo [...]. Son doctrinas que responden, del modo más concluyente, a la clara evidencia de los sentidos de los hombres, interpretados por una filosofía primitiva, totalmente consistente y racional. En realidad, el animismo primitivo explica tan bien los hechos naturales, que ha conservado su lugar en los niveles superiores de la ilustración [p. 31. Cursivas mías]. Agrega Tylor tres precisiones importantes. La primera subraya que «los términos que se corresponden con los de vida, mente, alma, espíritu, espectro, etc., no se interpretan en el sentido de que describan entidades realmente separadas, sino más bien como las diversas formas y funciones de un solo ser individual» [p. 36. C u r sivas mías). Todas estas funciones son la contraparte inaprensible de un cuerpo identificable. La segunda precisión pone de relieve el valor hermenéutico de la noción de alma como constructum, al advertir que la primitiva teoría animista de la vitalidad, al considerar las funciones de la vida como causadas por el alma, ofrece a la mente salvaje una explicación de las diversas condiciones corporales y mentales, interpretándolas como efectos de una partida del alma o de algunos de sus espíritus constituyentes. Esta teoría mantiene una amplia y sólida posición en la biología salvaje [p. 37]. La tercera precisión matiza el alcance limitado de la naturaleza inmaterial de las almas, pues entre las razas primitivas, la concepción original del alma humana parece haber sido la de su condición etérea o materialidad vaporosa, que ha ocupado desde entonces un lugar tan extenso en el pensamiento humano. En realidad, la última noción metafísica de la inmaterialidad difícilmente podría tener significado alguno para un salvaje [...]. Parece que ha sido en el marco de las sistemáticas escuelas de la filosofía civilizada donde se han obtenido las transcendentales definiciones del alma inmaterial,
mediante la abstracción de la concepción primitiva del alma etéreo-material, para reducirla, de una entidad física, a una entidad metafísica [p. 55. Cursivas mías]. A efectos de la supervivencia, al hombre primitivo le bastaba con un alma persistente que reflejase en cierto grado la fisonomía del cuerpo. Que el alma humana, al aparecerse, mantiene su semejanza con el cuerpo carnal es el principio implícitamente aceptado por todos los que creen que se encuentra presente, real y objetivamente, en los sueños y en las visiones. Mi opinión personal es la de que solamente los sueños y las visiones podían haber suscitado en las mentes de los hombres una idea como la de que las almas son imágenes etéreas de los cuerpos. Así se da por sentado, habitualmente, en la filosofía animista, salvaje o civilizada, que las almas que se han liberado del cuerpo terrenal son reconocidas porque siguen conservando una semejanza con él, ya como sombras errantes sobre la tierra, ya como habitantes del mundo de ultratumba. Este mito del alma eterna traduce el conatus de supervivencia inscrito genéticamente en el ser humano. Esta idea universal, puesta aquí de manifiesto en una multitud de ejemplos procedentes de todos los niveles de cultura, no necesita ninguna recopilación de casos ordinarios para ilustrarla. Pero un extraño y especial grupo de creencias servirá para poner de relieve el carácter general de la concepción del alma como una imagen del cuerpo [p. 49. Cursivas mías]. Sueños y visiones son los dos principales motores del animismo original. «El testimonio de las visiones se corresponde con el testimonio de los sueños en su relación con las primitivas teorías del alma, y las dos clases de fenómenos se justifican y se complementan entre sí.» (pp. 44-45). Pero es en el ámbito de las visiones d o n d e l a c r e e n c i a a n i m i s t a a d q u i e r e c o n s e c u e n c i a s decisivas para la fundamentación de un m u n d o de espíritus i n quietantes que se mueven con autonomía al presentarse ante la mente primitiva como realidades objetivas. La multilocación de
espíritus que aparecen y desaparecen, que se desplazan, etc., no es para la mente primitiva una percepción ilusoria sino incuestionable — c o m o siguen creyendo los millones de coetáneos nuestros que se entregan a la fe en las apariciones de espíritus de u l tratumba, o en teofanías o hierofanías de todas clases—. Son espíritus de vivos o de muertos, de hombres o de animales. Pero la experiencia desoladora de la muerte como suceso ineluctable — n a t u r a l o a z a r o s o — activó dramáticamente la hipótesis animista en cuanto soporte de la esperanza de supervivencia post mortem. «La muerte —escribe T y l o r — es el acontecimiento que, en todas las etapas de la cultura, ha traído la idea [de las apariciones] a influir más intensamente, aunque no siempre más beneficiosamente, en los problemas de la psicología.» Un hilo firme pero imperceptible une al hombre primitivo con el creyente de hoy. «Examinando la posición de la doctrina de las apariciones entre las razas superiores, la encontramos especialmente predominante en tres ámbitos intelectuales: la hagiografía cristiana, la tradición popular y el espiritismo moderno» (p. 47). En mi libro Fe cristiana, Iglesia, poder ( M a d r i d , 1991) examiné la universalidad del terror mortis, y la interpretación que presenta Ernest Becker de todas las culturas como sistemas de tabúes contra la idea de muerte (pp. 234-237). El material fenomenológico testimonia sólidamente la existencia de cultos y ritos funerarios tributados por el hombre prehistórico a sus muertos, lo que permite inferir inequívocamente que presumía la existencia de alguna forma de vida tras la muerte corporal. Recientemente parece haberse encontrado indicios de enterramientos rituales de animales. En tal caso es razonable pensar que los cultos y ritos tributados a los seres humanos muertos se extendieron sucesivamente a ciertos animales supuestamente investidos de cualidades numinosas o totémicas. Pero no parece plausible suponer que el h o m b r e prehistórico hubiera comenzado por tributar estos homenajes o cultos propiciatorios a animales, y que sólo después les fueran extendidos a los espíritus o almas de los seres humanos muertos. Forjada la creencia animista respecto del ser humano, en virtud de los procesos deductivos que explica Tylor, es perfectamente verosímil que ciertos animales percibidos como centros de inteligencia y voluntad fuesen investidos de cualidades numénicas, en
el contexto de la estrecha convivencia originaria de los hombres con los animales. Considero que la hipótesis de Gustavo Bueno sobre el animal divino es fecunda en consecuencias, pero siempre que se inserte adecuadamente en el marco teórico del animismo. Es un error confundir las condiciones propicias y los estímulos concomitantes para la emergencia de la religión, con la idea seminal que surge en la mente del hombre como condición de posibilidad de la creencia religiosa. Esta idea seminal —inicialmente imprecisa, que se busca a sí m i s m a — es una invención del ser humano. La hipótesis del alma, de Tylor, y la propuesta de númenes animales, de Bueno, responden ambas a un planteamiento genético radical que resulta ineludible para explicar el origen de la religión, cuyo ombligo se localiza, de algún m o d o , en esa idea semin a l . El temor a la muerte, a la e n f e r m e d a d , al h a m b r e , a los animales, a las fuerzas naturales, etc., son las condiciones o los estímulos para que esa semilla germine y florezca en las formas religiosas de la conciencia, orientada por el apetito de supervivencia.
3. H a y un tránsito teórico y práctico entre almas y espíritus. Originariamente, parece probable que el h o m b r e prehistórico proyectó, a partir de experiencias y reflexiones personales, la noción de un sujeto anímico o alma como contraparte de su cuerpo, noción automáticamente generalizada a todos los seres humanos. Pero la noción de espíritu da paulatinamente un paso más, desde el momento en que las almas alcanzan una autonomía radical frente a sus cuerpos respectivos. Entonces los espíritus de toda clase pasan a constituir un m u n d o etéreo que circunda el m u n d o de los hombres y de los animales. Esta autonomización del concepto originalmente proyectivo de un alma que el ser humano descubre como parte y p r i n c i p i o vital de sí mismo abre la puerta a la proyección animista sobre cualquier soporte material, primeramente, y a la creencia en espíritus más o menos incorporales o inmateriales, seguidamente. Estos fenómenos significan pasos decisivos hacia la creación de un segundo mundo de espíritus o trasmundo, pasos que van desde el fenómeno animista original —que define el desdoblamiento del sujeto humano en un elemento corporal y un elemento anímico separable y d i s t i n t o — hasta la ex-
plosión animista — q u e instaura un universo animado o vitalista saturado de almas y espíritus—. Es así como la importancia de la experiencia de los sueños cede su primacía a la experiencia de las visiones, apariciones o presencias de esos entes enigmáticos que llamamos espíritus, unas veces de escaso o ningún poder, otras veces dotados de poderes sobrehumanos o extraordinarios, a los que hay que temer, p r o p i c i a r o exorcizar. El camino hacia la creencia en seres sobrenaturales o divinos estaba ya expedito. La creencia en espíritus, almas o númenes, con los apropiados matices, es el punto de arranque de la fabulación religiosa en cuanto cristalización de las proyecciones animistas originales. Cultos, r i tos y mitos irían modelando ese m u n d o de emociones que conforman lo que históricamente se ha denominado el sentimiento religioso y el espacio de lo sagrado. En su preocupación dominante por encontrar el germen de la religión en el contexto del fenómeno del animismo, Tylor ha prop e n d i d o a ignorar la ausencia de la nota de religiosidad en la proyección animista primigenia, al equiparar el animismo c o n «la condición religiosa fundamental de la humanidad» (p. 28). Parece no advertir que mientras las almas solamente constituían los principios vitales de los seres humanos vivos, distintos de sus cuerpos, separables de éstos en vida y perdurables después de la muerte —y por extensión eventualmente también de animales v i vos o muertos—, el ser humano interpretaba la realidad en términos mundanos, naturales, a partir de observaciones empíricas que luego reconstruía ilusoriamente. En este nivel no había aún nada definible como religioso. A h o r a bien, este nivel habría de ser muy pronto sobrepasado desde el momento en que irrumpe la creencia en espíritus — t a l como acabamos de d e s c r i b i r l a — . L o s inefables espíritus se desmandaron y poco a poco los hombres cayeron bajo la persistente esclavitud de las ilusiones religiosas. El animismo fue así el padre legítimo de la religión. Este hecho innegable impulsó a Tylor a pensar la religiosidad como una especie de trascendental antropológico, es decir, como un atributo esencial y universal del ser humano. « E l animismo — d e c l a r a — es, en efecto, la base de la Filosofía de la Religión, desde la de los salvajes hasta la de los hombres civilizados.» Lo cual es cierto, porque sin proyecciones animistas no existirían creencias
religiosas. Pero inmediatamente debe señalarse que la ilusión animista es un fenómeno previo y genérico respecto de la ilusión religiosa, y no la implica conceptualmente. Tylor supone que el animismo, «aunque a primera vista parece que sólo puede proporcionar una simple y pobre definición de un mínimo de religión, en la práctica se encontrará que es suficiente; porque donde hay raíz, generalmente brotan las ramas». En mi opinión, no hay evidencia, ni lógica ni empírica, de que las manifestaciones originales del animismo comporten vivencias religiosas. Lo más que podría decirse es que en el animismo se encuentra incoada la probabilidad de su desarrollo en formas p r i marias d e l sentimiento religioso, y que esta p r o b a b i l i d a d fue confirmada por el proceso evolutivo de la mentalidad primitiva. L a hipótesis animista como tal no era originalmente un hecho religioso, sino una inferencia a la que llegó el hombre prehistórico en la más temprana reflexión sobre sí mismo y el m u n d o que lo rodeaba. Sin duda presintiendo esta objeción, Tylor, después de haber descrito con exquisita y brillante concisión la génesis mental de la explicación animista, se apresura a decir que suele considerarse que la teoría del animismo se divide en dos grandes dogmas, que constituyen las partes de una doctrina única y coherente; el primero, relativo a las almas de las criaturas individuales, susceptibles de una existencia confirmada después de la muerte o destrucción del cuerpo; el segundo, relativo a otros espíritus, en escala ascendente hasta el rango de las divinidades poderosas [p. 29]. De los p r o p i o s textos de T y l o r resulta claro que este «segundo dogma» pertenece a un momento lógica y empíricamente posterior, que no está necesariamente implicado en el primero, lo cual comporta consecuencias de la mayor importancia para establecer el estatuto derivado de la religión respecto del animismo primigenio. En efecto, Tylor reconoce que «el animismo caracteriza a las tribus más bajas de la humanidad, y desde ellas va ascendiendo, profundamente modificado, pero conservando, desde el p r i n c i p i o hasta el fin, una continuidad ininterrumpida, en medio de la alta cultura moderna» (p. 28). El primer dogma tiene pleno sentido sin necesidad del segundo, y no necesita de éste ni
para su definición ni para su propia facticidad p r i m o r d i a l . Pero, una vez en marcha, la creencia animista había de proliferar inmediatamente con naturalidad en ese enjambre de otros espíritus que se asegura que... influyen o controlan los acontecimientos del mundo material, y la vida terrena y ultraterrena del hombre; y, al admitir que mantienen comunicación con los hombres, y que las acciones humanas les causan placer o disgusto, la creencia en su existencia conduce, de un modo natural, y casi podría decirse inevitable, antes o después, a una reverencia y a una propiciación activas [p. 29. Cursivas mías]. Se trata, pues, de un animismo ampliado y desarrollado casi inevitablemente en comportamientos de carácter religioso. Tylor especifica, aunque con cierta ambigüedad conceptual, que «el Animismo, en su pleno desarrollo, incluye la creencia en las almas y en una vida futura, en la intervención de divinidades y espíritus subordinados, siendo estas doctrinas, prácticamente, el resultado, en cierto m o d o , del culto divino» (p. 29). Este desarrollo no desvirtúa la advertencia, muy oportuna, de que para comprender las concepciones populares del alma o del espíritu humano es instructivo observar las palabras que se han encontrado adecuadas para su expresión. El espectro o fantasma visío por el soñador o visionario es una forma inmaterial, como una sombra o un reflejo, y así, el término familiar de la sombra para designar el alma [pp. 31-32]. Este espectro o fantasma está vinculado a un cuerpo, representa un alma corporalmente individualizada, y está siempre l i gado a los latidos, a la respiración, al aliento, al soplo, a la sangre, a la mirada. U n a serie de ilustres vocablos expresan el rasgo originario y esencial del animismo primigenio, el paralelismo y transición de elementos corporales y elementos anímicos concretos: ka, ba, y akh; basar, nephesh, ruach y neshamah; atman y prana; psyche y pneuma; anima, animus, spiritus. P e r o cuando se formaliza la creencia en espíritus autónomos, esos paralelismos y transiciones característicos d e l a n i m i s m o p r i m i g e n i o se van d e b i l i tando en el animismo religioso, y se van limitando al papel de simples prótesis de seres espirituales que ya no las necesitan por-
que vuelan por su cuenta y pueden contemplar a todos los cuerpos, vivos o inertes, desde la altura y la distancia.
4. Al comienzo de su libro, Tylor sostiene que aunque no hay pruebas concluyentes de sociedades no-religiosas en el curso de la vida humana, la discusión de este asunto debe situarse en el contexto del fenómeno animista. A d m i t e que «la afirmación de que se han conocido, en existencia real, tribus primitivas no-religiosas, aunque es posible en teoría, y tal vez verdaderamente cierta, no descansa actualmente sobre una prueba suficiente que, por un excepcional estado de cosas, tenemos derecho a exigir» (p. 21). Planteada así «la cuestión en la universalidad de la religión», Tyl o r critica los intentos de numerosos etnógrafos y viajeros de mostrar sociedades primitivas o exóticas sin religión, pues estima que tales intentos utilizan u n concepto de religión que sólo conviene a un sector peculiar y restringido de la manifestación de lo religioso. En consecuencia, el primer requisito para un estudio sistemático de las religiones de las razas inferiores consiste en establecer una definición rudimentaria de religión. Si para esta definición se exige la creencia en una divinidad suprema o en un juicio después de la muerte, la adoración de ídolos o la práctica de sacrificios u otras doctrinas o ritos parcialmente difundidos, no hay duda de que muchas tribus pueden ser excluidas de la categoría de religiosas. Pero tan estrecha definición tiene el derecho de identificar la religión con determinados procesos, y no con el motivo más profundo que les sirve de base. Parece mejor remontarse inmediatamente a esta fuente esencial, y establecer sencillamente como una definición mínima de Religión, la creencia en Seres Espirituales [...]. No puede afirmarse positivamente que todas las tribus existentes admiten las creencias en seres espirituales, porque la condición nativa de un número considerable es confusa a este respecto y, a causa del rápido cambio o de la extinción que están experimentando, pueden permanecer siempre así. Sin embargo, sería más aventurado afirmar que todas las tribus mencionadas en la historia, o conocidas para nosotros por el descubrimiento de antiguos vestigios, han pasado necesariamente la definición mínima de religión. Más imprudente aún sería declarar que esa rudimentaria creencia natural o instintiva ha existido en todas las tribus humanas de todos los tiempos; porque ningún testimonio justifica la opi-
nión de que el hombre, del que se sabe que es capaz de un desarrollo intelectual tan amplio, no pueda haber emergido de una condición no religiosa, anterior a esa condición religiosa a la que actualmente ha llegado con suficiente claridad, dentro de nuestra esfera de conocimiento. De todos modos, es aconsejable fijar nuestra base de investigación en la observación, y no partir de especulaciones. En esto, a juzgar por lo que yo pueda deducir de la inmensa cantidad de testimonios accesibles, tenemos que admitir que la creencia en seres espirituales aparece en todas las razas inferiores con las que hemos alcanzado una relación estrecha y profunda; por lo tanto, la afirmación de la falta de esa creencia puede aplicarse, o bien a las tribus antiguas, o bien a las modernas imperfectamente conocidas. La exacta influencia de tal estado de cosas sobre el problema del origen de la religión puede, por lo tanto, determinarse brevemente. Si estuviese claramente demostrado que existen o han existido salvajes no religiosos, podría pretenderse por lo menos razonablemente que esos individuos son representantes de la condición del Hombre, antes de que éste llegase a la situación religiosa de la cultura. Sin embargo, no es deseable que se formule este argumento, porque la afirmación de la existencia de las tribus no religiosas en cuestión se basa, como hemos visto, en documentaciones frecuentemente erróneas, y nunca concluyentes. El argumento a favor de la evolución natural de las ideas religiosas en la humanidad no queda invalidado por la exclusión de un aliado actualmente demasiado débil para prestar una ayuda eficaz. En nuestro tiempo no pueden existir tribus no religiosas, pero este hecho no influye en el desarrollo de la religión de un modo más decisivo que la imposibilidad de encontrar un pueblo inglés moderno sin tijeras, o sin l i bros, o sin cerillas, influye en el hecho de que hubo un tiempo en que tales cosas no existían en el mundo [pp. 26-28. Cursivas mías]. Este matizadísimo pasaje deja intacta la tesis medular de que la creencia en seres espirituales tiene su origen en la creencia que el hombre prehistórico dedujo de la hipótesis animista, y de que sin ésta no hubiera sido posible —aunque la explicación animista original no exige necesariamente la subsiguiente doctrina de los espíritus—, pero no altera la opción conceptual de Tylor de incluir en el lexema animismo —diríamos, en pie de i g u a l d a d — los dos dogmas antedichos, de los cuales la creencia en espíritus se convierte en la esencia de la religión: «yo me propongo — d e c l a r a — , bajo el nombre de A n i m i s m o , investigar la profunda doctrina de los Seres Espirituales, que incorpora la verdadera esencia de la f i -
losofía Espiritualista c o m o opuesta a la Materialista» (p. 28). Esta posición me parece f u n d a m e n t a l e irreversible para una concepción atea de la realidad. A s u m i d o el concepto amplio que prefiere Tylor, el animismo es un fenómeno religioso en toda la secuencia de sus evoluciones, es decir, «es, en efecto, la base de la Filosofía de la Religión, desde la de los salvajes hasta la de los h o m b r e s civilizados» (ibid., cursivas mías). En este sentido, puede decirse que el animismo es «una doctrina única y coherente» (p. 28). Sin la proyección animista inicial, no habrían existido formas religiosas de pensar. En este punto de la investigación —concluye Tylor diáfanamente—, llegamos a una plena visión del principio que, durante todo el tiempo, ha estado implícito en el uso de la palabra animismo, en un sentido que sobrepasa su estrecha significación de la doctrina de las almas. Al usarla para expresar la doctrina de los espíritus en general, se afirma prácticamente que la idea de las almas, de los demonios, de las divinidades, y cualquier otra clase de seres espirituales, son concepciones de naturaleza similar, constituyendo las concepciones de las almas las únicas originales de la serie. Desde este punto de vista, lo mejor ha sido comenzar con un cuidadoso estudio de las almas, que son los espíritus propios de los hombres, de los animales y de las cosas, antes de ampliar el examen al mundo de los espíritus hasta su total plenitud. Si se admite que las almas y otros seres espirituales son concebidos como esencialmente semejantes en su naturaleza, puede argüirse razonablemente que la clase de concepciones basadas en la evidencia más directa y accesibles a los hombres antiguos, es la clase primitiva y fundamental. Admitir esto es, en realidad, reconocer que la doctrina de las almas, fundada en las naturales percepciones del hombre primitivo, dio origen a la doctrina de los espíritus, que extiende y modifica su teoría general para aplicarla a nuevos objetivos, pero en procesos de desarrollo menos comprobados y consistentes, más fantásticos y forzados. Parece como si la concepción de un alma humana, una vez alcanzada por el hombre, sirviese de tipo o modelo sobre el que el hombre estructuró, no sólo sus ideas de otras almas de rango inferior, sino también sus ideas de los seres espirituales en general, desde el más sutil elfo que juega entre la alta hierba, hasta el celestial Creador y Ordenador del mundo, el Gran Espíritu [p. 190. Cursivas mías]. El paso desde el animismo original al animismo extensivo y derivado se produce en un contexto intensamente emotivo, en el
cual la vertiente noética de aquel fenómeno estaba fuertemente vinculada a la vertiente oréxica. Originariamente —cabe pensar—, el halo de numinosidad que acompañaba al descubrimiento de las almas humanas todavía no otorgaba a estas ilusorias entidades los extraordinarios poderes que luego atribuyó el ser humano a los espíritus, de tal m o d o que una explicación «racional» se transformase en un sentimiento «religioso». Sólo a partir de esta transformación, el animismo se convierte paulatinamente en religión con todas sus consecuencias, estrechamente asociado a la angustia, el dolor y la muerte. La proyección inicial de un sujeto anímico distinto del cuerpo constituye la alienación animista. Las subsiguientes proyecciones animistas forjadoras de otras almas y de espíritus genera la alienación religiosa, en cuya v i r t u d el ser humano cree encontrar la garantía de una supervivencia venturosa en un más allá.
5. ¿En qué consistían estos espíritus diferentes de las almas individuales que poseían los seres humanos (vivos o muertos)?... ¿Qué eran esos espíritus primeramente residenciados en los animales y en las cosas, y finalmente emancipados de todo soporte material propio?... Tylor ha dedicado considerable reflexión a esta cuestión relevante para su teoría. Para pasar ahora de la consideración de las almas de los hombres a las almas de los animales inferiores —escribe—, tenemos que informarnos, ante todo, acerca de la idea del hombre salvaje respecto a la naturaleza de esos animales inferiores, que es muy distinta de la idea del hombre civilizado. Un notable grupo de prácticas habituales entre las tribus primitivas nos revelaría claramente esta distinción. Los salvajes hablan, perfectamente en serio, a los animales vivos o muertos como lo harían a hombres vivos o muertos, les rinden homenaje, les piden perdón, cuando su penoso deber les obliga a cazarlos y matarlos [p. 64. Cursivas mías]. Se tematiza aquí explícitamente uno de los fulcros de la teoría de Bueno sobre los númenes animales: la relativa confraternidad de los miembros del m u n d o animal y los seres humanos. Es evidente que el hombre prehistórico vivía-en estrecha p r o x i m i d a d con los
animales, y de m o d o cualificado con las especies superiores de la macrofauna. Un texto clave de Tylor perfila incisivamente esta situación: El sentido de una absoluta distinción psíquica entre el hombre y el animal, tan predominante en el mundo civilizado, difícilmente se encontrará entre las razas inferiores. Unos hombres a quienes los gritos de los cuadrúpedos y de los pájaros parecen lenguaje humano, y consideran sus acciones como guiadas por un pensamiento humano también, admiten, con bastante lógica, la existencia de almas en los cuadrúpedos, en los pájaros, en los reptiles, igual que en los hombres. La psicología inferior no puede menos de reconocer en los animales las mismas características que atribuye al alma humana, es decir, los fenómenos de la vida y de la muerte, entendimiento y juicio, y el fantasma percibido en visiones o en sueños [p. 65. Cursivas mías]. El reconocimiento tyloriano de las cualidades numinosas de ciertos animales en cuanto receptores de culto se perfila en otro texto muy significativo: Los tres motivos del culto a los animales..., es decir, el culto directo al animal por sí mismo, el culto indirecto al animal como fetiche regido por una divinidad, y la veneración al animal como tótem o representante de un antepasado de la tribu, explican indudablemente, en no pequeña medida, los fenómenos de zoolatría entre las razas inferiores, debiendo tenerse también en cuenta los efectos de mito y de simbolismo, que pueden facilitarnos frecuentes indicios. A pesar de la oscuridad y de la complejidad del tema, un examen del culto al Animal como conjunto puede justificar, sin embargo, un enfoque etnográfico de su lugar en la historia de la civilización [pp. 300-301]. A mi juicio, estos textos marcan los límites de lo que puede y debe decirse sobre la teoría de los númenes animales que presenta Bueno en su mencionado libro El animal divino. La invención de las almas — i n v e n c i ó n , a la vez, como hallazgo y c o m o f a n t a s í a — es originalmente una operación que tiene lugar en la esfera reflexiva del ser humano, y recae sobre experiencias perceptivas de referentes reales o ilusorios cuya presencia puede eventualmente generar en la conciencia situaciones de perplejidad, inquietud, emoción, temor, etc., que urgen la ne-
cesidad de buscarles a esas experiencias una explicación de o r d e n r a c i o n a l . E s u n f e n ó m e n o p r i v a t i v o d e l homo sapiens —dondequiera que deba situarse la frontera de esta nueva espec i e — , un animal capaz de pensarse a sí mismo, de objetivarse reflexivamente en las imágenes de sí mismo, de distanciarse de sus propias percepciones inmediatas para analizarlas racionalmente en términos de sujeto y objeto más o menos precisos. Esta peculiarísima condición ontológica del ser humano se ha calificado de fisura constitutiva de la conciencia: la conciencia no sólo es siempre intencional — e n el sentido de que sus percepciones y cogitaciones instauran una relación con referentes que se formalizan como objetos que no son ella m i s m a — , sino que también posee la facultad de tomarse ella misma — e n cuanto sujeto—, como un objeto de sí misma. Sin esta posibilidad constitutiva de la conciencia como dualidad, un fenómeno tan temprano como la proyección animista no habría sido posible, ni el hombre prehistórico hubiera p o d i d o manifestar su incipiente predisposición a la especulación filosófica como facultad inscrita en la complejísima estructura de su sistema nervioso central o cerebro. La moderna psicología cognitiva y la neurofisiología son hoy los extremos de un debate que no cesará, tanto p o r sus d i f i c u l t a d e s científicas c o m o p o r las graves implicaciones ideológicas. En todo caso, la originaria proyección animista ha sido una notable hazaña intelectual del hombre prehistórico, y, al mismo tiempo, un suceso que pondría al ser humano sobre una ruta extraviada. U n a vez generada la proyección animista en la conciencia del h o m b r e prehistórico respecto de sí m i s m o , se produciría de m o d o cuasi-natural la proyección antropomórfica de la hipótesis del alma sobre los animales, las plantas y los objetos inertes. En este proceso de antropomorfización expansivo parece más que probable que los animales ocuparon una posición privilegiada a causa de sus afinidades biológicas con el ser humano y de su eminente función en su m u n d o circundante. Las dominantes representaciones zoomórficas de lo numinoso o lo divino en el material prehistórico, histórico más antiguo y primitivo moderno acreditan sobradamente la gran importancia de númenes animales en la configuración ritual y mítica de las primeras formas conocidas de
la religión, aunque el animal jamás tuviese la facultad de idear númenes de clase alguna. ¿Y qué sucedió con las plantas y las cosas que hoy consideramos en la vida cotidiana como objetos inanimados?... E n cuanto a las primeras, indica Tylor que «no deja de ser natural que se atribuya una cierta clase de alma a las plantas, que comparten con los animales los fenómenos de la vida y de la muerte, de la salud y de la enfermedad» (p. 70), agregando que hasta aquí, los detalles de la filosofía animista inferior no son muy extraños para los investigadores modernos. La primitiva concepción de las almas de hombres y animales, en cuanto afirmada o practicada en los niveles inferior o medio de la cultura, pertenece al pensamiento civilizado corriente, hasta el punto de que quienes sostienen que la doctrina es falsa, e inútiles las prácticas basadas en ellas, pueden comprender y justificar, a pesar de ello, a los pueblos inferiores, para los que se trata de cuestiones de la más grave y seria convicción. La noción de un espíritu o alma separable como causa de la vida de las plantas ni siquiera es demasiado incongruente con las ideas usuales para ser fácilmente perceptible [p. 72]. La ilusoria creencia en un p r i n c i p i o anímico diferente y separable del soporte corporal del ser humano no sólo no se detuvo, en su potente difusión, en los animales y las plantas, sino que acabó inundando como una incontenible marea todos los espacios, inmediatos o distantes, que inciden en la vida de los h o m bres. Para la mente moderna, el alma de la planta es ya una noción bastante extravagante, p e r o todavía está d e n t r o de los límites de lo verosímil para las fantasías del bosque animado. Sin embargo, advierte Tylor, la teoría de las almas de la cultura inferior sobrepasa este límite, para incluir una concepción mucho más extraña al pensamiento moderno. Algunas razas salvajes superiores sostienen claramente —y una gran proporción de las otras razas salvajes y bárbaras se acercan a ellas, más o menos estrechamente— una teoría de almas o espíritus separables y supervivientes que pertenecen a los troncos y a las piedras, a las armas, a las embarcaciones, a los alimentos, a las ropas, a los adornos y a otros objetos que, para nosotros, no sólo carecen de alma, sino también de vida.
El universo animista nada deja potencialmente fuera, porque descubierta la existencia de u n principio vital, la naturaleza toda se hace realidad animada, y las mismas causalidades mecánicas, obvias para una mente moderna y utilizadas por la mente p r i m i tiva como simples mediaciones en su vida práctica, pierden su especificidad conceptual para la mirada del hombre prehistórico al quedar radicalmente insertas en un m u n d o vitalista, en el cual lo inerte es sólo momentánea apariencia que oculta el p r i n c i p i o de su animación. No existe una magia que opere con objetos inanimados, c o m o una especie de concepción seudocientífica d e l h o m b r e p r i m i t i v o , al estilo de Frazer —cuyas teorías asumiría inexplicablemente el p r o p i o Tylor, como veremos después—. Señala este último, con acierto, que por extraña que tal noción pueda parecemos a primera vista, si nos colocamos, mediante un esfuerzo, en la posición intelectual de una tribu inculta, y examinamos la teoría de las almas-objeto desde su punto de vista, será difícil que la declaremos irracional. Al discutir el origen del mito ya se ha dado alguna información acerca de la primitiva fase del pensamiento, en la que se atribuían personalidad y vida no sólo a los hombres y a los animales, sino también a las cosas. Se ha demostrado que los que llamamos objetos inanimados —ríos, piedras, árboles, armas, etc.— son tratados como seres vivos e inteligentes, a los que se habla, a los que se propicia, a los que se castiga por el daño que hacen. Hume, cuya Historia natural de la religión es, tal vez, más que ninguna otra obra, la fuente de las ideas modernas respecto al desarrollo de la religión, comenta la influencia de esta fase personificante del pensamiento [p. 72. Cursivas mías]. E n palabras d e H u m e , hay una tendencia universal entre los hombres a concebir todos los seres a su propia semejanza, y a transferir a cada objeto aquellas cualidades con las que ellos están estrechamente familiarizados, y de las que son íntimamente conscientes... Las causas desconocidas [sic], que continuamente ocupan su pensamiento, al aparecer siempre bajo la misma forma, son percibidas todas como de la misma naturaleza o especie. Y no hace mucho tiempo que les asignamos pensamiento y razón, y pasión, y a veces incluso los miembros y figuras de hombres, a fin de acercarlos más a una semejanza con nosotros mismos.
C i t a Tylor un texto de C o m t e sobre una fase de «puro fetichismo» en la que se conciben todos los cuerpos externos «como animados por una vida esencialmente análoga a la nuestra, con simples diferencias de intensidad» (Cours de Philosophie Positive). Evoquemos simplemente las contribuciones de F r e u d sobre la mente infantil, y de Piaget sobre la génesis y evolución de la formalización del espacio y el tiempo en la mente del niño, tan próximos en algunos aspectos al hombre primitivo, procesos en los que la ontogenia parecería — d i c h o con algunas reservas— repetir la filogenia humana, sin que este esquema evolutivo i m p i d a que hoy mismo innumerables individuos sigan gobernados por fijaciones animistas celosamente fomentadas p o r los credos religiosos. Anticipándose a F r e u d y a Piaget, indica Tylor que nuestra comprensión de las fases inferiores de la cultura de la mente depende mucho de la integridad con que podamos apreciar esta concepción primitiva infantil, y en eso nuestro mejor guía puede ser el recuerdo de los días de nuestra propia infancia. El que recuerda los tiempos en que para él aún había personalidad en los postes y en los palos, en las sillas y en los juguetes, comprenderá perfectamente cómo la filosofía infantil de la humanidad pudo extender la idea de vitalidad a lo que la ciencia moderna reconoce solamente como cosas sin vida; así se explica una parte importante de la doctrina animista inferior respecto a las almas de los objetos. La doctrina requiere, para su total concepción de un alma, no sólo vida, sino también un fantasma o espíritu aparicional; este desarrollo, sin embargo, se sigue sin dificultad, pues el testimonio de los sueños y de las visiones se aplica a los espíritus de los objetos de un modo muy semejante al utilizado respecto a los espectros humanos. Cualquiera que haya visto visiones durante los delirios producidos por la fiebre, cualquiera que haya tenido alguna vez un sueño, ha visto los fantasmas de los objetos tan bien como los de las peronas. ¿Cómo podemos, entonces, acusar al salvaje del supuesto absurdo de incluir en su filosofía y en su religión una idea que descansa sobre la evidencia misma de sus sentidos? La noción está implícitamente reconocida en sus relatos de fantasmas, que no se aparecen desnudos sino vestidos e incluso armados; naturalmente, debe haber espíritus de vestidos y de armas, puesto que los espíritus de los hombres se presentan con ellos. Ciertamente, esto situará la filosofía salvaje bajo una luz no desfavorable, si comparamos este extremado desarrollo animista de ella con la idea popular, todavía superviviente en los países civilizados, respecto a los fantasmas y
a la naturaleza del alma humana como relacionada con ellos [p. 73. Cursivas mías]. Según Tylor, la teoría animista de las almas o espíritus de los objetos tiene como motor la proyección animista original. L o s objetos poseen en p r o p i o sus p r i n c i p i o s anímicos i n d i v i d u a l e s , intransferibles. La escisión entre lo inerte y lo viviente, entre lo inanimado y lo animado, genera un concepto de espíritu que está desvinculado de las funciones corporales de la vida, porque la mente primitiva generaliza el animismo por encima de la asociación orgánica del sujeto humano con su alma. Pero esta asociación es el hecho primario y el punto de partida para la animización de lo inerte. La intuición original se basa en experiencias connaturales al ser humano en su primera toma de conciencia. En los niveles más bajos de cultura de que nosotros tenemos conocimiento —escribe Tylor—, la idea de un alma-fantasma que anima al hombre mientras se halla dentro del cuerpo, y que se aparece en sueños y en visiones cuando está fuera de él, se halla profundamente arraigada [...], se encuentra perfectamente justificada entre los salvajes, que parecen fundarla en la evidencia misma de sus sentidos, interpretada según el principio biológico que les parece más razonable [...]. Entre las razas que se hallan dentro del salvajismo, la doctrina general de las almas se encuentra elaborada con notable aliento y consistencia, has almas de los animales son admitidas a consecuencia de una natural ampliación de la teoría de las almas humanas; las almas de los árboles y de las plantas siguen, en parte, un camino un tanto vago; y las almas de los objetos inanimados llevan la categoría general a su límite extremado [pp. 91-92. Cursivas mías].
6. La estrecha vinculación del alma con el cuerpo i n d i v i d u a l es la premisa racional de la inferencia animista originaria, inferencia intuida en un contexto vital de múltiples indicios. Pero ya desde el primer instante, la extensión del concepto comporta una debilitación del vínculo corporal individual, porque, según advierte Tylor, como los visionarios ven frecuentemente los fantasmas de personas vivas, sin ningún acontecimiento notable que coincida con sus alucinaciones,
se admite naturalmente que el fantasma o el «doble» de un hombre puede ser visto sin que se presagie nada en particular [p. 48. Cursivas mías]. De otra parte, el alma de un muerto, fundamentalmente impalpable e invisible, también muestra, sin embargo, un poder físico y sobre todo, apareciéndose a los hombres despiertos o dormidos como un fantasma separado del cuerpo, cuyo aspecto conserva; continúa existiendo y apareciéndose a los hombres, después de la muerte de ese cuerpo; es capaz de introducirse, de poseer y de actuar en los cuerpos de otros hombres, de animales, e incluso de cosas [p. 31]. Las almas de los muertos siguen asediando las tumbas de los cadáveres, y así van perdiendo el lazo original con los cuerpos a medida que van adquiriendo autonomía, peso p r o p i o . Estas visiones conducen ya a los seres espirituales emancipados de la condición física. H a y así una sutil distanciación desde lo biológico hasta lo inmaterial, que se produce sin fronteras cronológicas y en simultaneidades perfectamente asumibles en mentes refractarias a toda clasificación nítida, excluyente y definitoria. Serán los hombres civilizados quienes, al reivindicar la peculiaridad de la naturaleza como sujeta a una legalidad que nada sabe de almas, regresen a la creencia animista en su núcleo genético original. Ciertamente, el animismo parece estar adelantándose hacia sus puestos avanzados y concentrándose sobre su primera y principal posición, la doctrina del alma humana. Esta doctrina ha experimentado una extremada modificación a lo largo del curso de la cultura. Ha sobrevivido a la pérdida casi total de un gran argumento inherente a ella: la realidad objetiva de las almas o fantasmas aparicionales, vistos en sueños y en visiones. El alma ha abandonado su sustancia etérea, y se ha convertido en una entidad inmaterial, en «la sombra de una sombra». Su teoría está apartándose de las investigaciones de la biología y de la ciencia psicológica, que ahora discuten los fenómenos de la vida y del pensamiento, los sentidos y la inteligencia, las emociones y la voluntad, sobre una base de pura experiencia. Ha surgido un producto intelectual cuya sola existencia es del más profundo significado, una «psicología» que ya no tiene nada que ver con el «alma». El lugar del alma en el pensamiento moderno está en la metafísica de la religión, y su misión especial allí consiste en pro-
porcionar una vertiente intelectual a la doctrina religiosa de la vida futura. Estas son las alteraciones que han diferenciado la creencia animista fundamental en su curso a través de los sucesivos períodos de la cultura del mundo. Sin embargo, es evidente que, a pesar de todo este profundo cambio, la concepción del alma humana, respecto a su más esencial naturaleza, se continúa desde la filosofía del pensador salvaje hasta la del moderno profesor de teología. Su definición ha seguido siendo, desde el principio, la de una entidad animadora, separable y superviviente, el vehículo de la existencia personal individual. La teoría del alma es una parte principal del sistema de filosofía religiosa que une, en una ininterrumpida línea de conexión mental, al salvaje adorador de fetiches y al cristiano civilizado. Las escisiones que han dividido las grandes religiones del mundo en sectas intolerantes y hostiles son, en su mayor parte, superficiales en comparación con el más profundo de todos los cismas religiosos, el que separa al Animismo del Materialismo [p. 93. Cursivas mías]. El estado actual de las investigaciones biológicas —bioquímica molecular, genética, sistema nervioso, estructura y funcionamiento del cerebro, etc.—, físicas y cosmológicas ha desmantel a d o i r r e v e r s i b l e m e n t e la creencia animista en sus múltiples manifestaciones, lo cual asombrosamente no impide que desde la teología — p o r ejemplo, entre nosotros, las elucubraciones de A. Torres Q u e i r u g a — o desde las ciencias —las fantasías envueltas en lenguaje matemático, por ejemplo, de Frank J. T i p l e r — se siga, con mayor o menor audacia y coherencia, intentando otorgar verosimilitud a una ficción ancestral perpetuada por los mecanismos inigualables de reproducción ideológica que son las instituciones religiosas de todo tipo. En el ámbito cristiano, pensadores de gran fuste intelectual, como X. Z u b i r i o P. Laín E n tralgo, han seguido coqueteando con el crudo mito de la resurrección de los muertos en su incoherente versión p a u l i n a , c o m o alternativa in extremis a la abandonada fe — p o r ser científicamente insostenible— en la existencia del alma inmaterial, separable e inmortal. A u n q u e la alienación animista original no puede confundirse con la noción teológica del alma inmortal, parece indudable que nació en un contexto intensamente emotivo en el que el conatus vitae impulsaba a una superación mental de la cotidiana inseguridad vital y al terror mortis. E n este sentido, la creencia en divini-
dades de orden sobrenatural y las doctrinas de las almas están —salvo alguna rara e x c e p c i ó n — indisolublemente ligadas y representan los dos soportes de la alienación religiosa. A m b a s confluyen, como señaló Tylor, en «la persuasión de que la muerte l i bera al alma para una existencia independiente y activa» (p. 56), que está en todos los sistemas simbólicos de tabúes contra la muerte, que son no sólo las religiones, sino en general las culturas, como expuso Ernest Becker en su libro The denial of death (Nueva Y o r k , 1973). El anhelo insuprimible de supervivencia en un trasmundo bienaventurado se fue transmutando en una convicción cuasi-invulnerable al calor de la explotación organizada y sistemática desarrollada p o r mediadores de lo divino que han detentado el poder en los ámbitos de lo político y de lo ideológico. C o n los medios disponibles en su tiempo, Tylor ha dicho casi todo lo esencial sobre la génesis de la alienación religiosa. C o m o indicó con énfasis creciente, una vez expuestas, en sentido ascendente, desde los niveles inferiores de la cultura, las opiniones de la humanidad acerca de las almas, los espíritus, los espectros o los fantasmas, considerados como pertenecientes a los hombres, a los animales, a las plantas, a las cosas, nos hallamos preparados para investigar una de las grandes doctrinas religiosas del mundo, la creencia en la continuada existencia del alma en una Vida después de la Muerte. Es decir, la pertinaz creencia en una línea de demarcación entre el más acá y el más allá, entre lo espiritual y lo material. La fe en imaginarios seres espirituales exentos de toda dependencia corporal y que se mueven en invisibles espacios misteriosos de la mano de potencias divinas inconmensurables y enigmáticas es una fe tan absurda como inerradicable allí donde el pensamiento religioso se ha posesionado de la mente, atenazada intermitentemente p o r la vivencia de lo tremendo y lo fascinante. E l ceremonial religioso ha p r o c u r a d o siempre reactivar y conservar esta vivencia en cuanto la más eficaz trinchera en la que el sentimiento religioso se parapeta contra la racionalidad y el conocimiento científico. Desde su infancia como especie, el ser humano buscó obstinadamente la garantía de su supervivencia, y por ello,
la doctrina de una Vida Futura sostenida por las razas inferiores constituye la consecuencia casi necesaria del animismo salvaje. La evidencia de que las razas inferiores creen que las figuras de los muertos vistas en sueños y en visiones son sus almas supervivientes, no sólo permite explicar la relativa universalidad de su creencia continuada del alma después de la muerte del cuerpo, sino que facilita la clave para muchas de sus especulaciones acerca del carácter de esa existencia, especulaciones bastante razonables desde el punto de vista salvaje, aunque puedan parecer enormes absurdos a los modernos, instalados en sus circunstancias intelectuales, tan diferentes [p. 95]. Desde este ángulo, la creencia en la Vida Futura presenta dos divisiones principales. Estrechamente relacionadas e incluso ampliamente'coincidentes entre sí, las dos de alcance mundial en su distribución, las dos remontándose en el tiempo a períodos de antigüedad desconocida, las dos profundamente arraigadas en los más bajos estratos de la vida humana que se ofrecen a nuestra observación, estas dos doctrinas han pasado a encontrarse en circunstancias sorprendentemente distintas en el mundo moderno. Una es la teoría de la Transmigración de las Almas, que, ciertamente, se ha elevado desde sus estratos inferiores hasta instalarse entre las inmensas comunidades religiosas de Asia, grande por su historia, enorme incluso por su volumen actual, pero detenida, y al parecer, en consecuencia, no progresiva en su desarrollo; sin embargo, el mundo más instruido ha rechazado la antigua creencia, que ahora sólo sobrevive en Europa en vestigios degenerados. Muy diferente ha sido la historia de la otra doctrina, la de la existencia independiente del alma personal después de la muerte del cuerpo, en una Vida Futura. Transmitiéndose, a través de cambios y más cambios, a lo largo de la condición de la especie humana, modificada y renovada en su prolongado curso étnico, esta gran creencia puede seguirse desde sus elementales y primitivas manifestaciones entre las razas salvajes hasta su instalación en el corazón de la religión moderna, en la que la fe en una existencia futura constituye, al mismo tiempo, un movimiento hacia la divinidad, una confortadora esperanza en medio de los sufrimientos y más allá del terror de la muerte, y una respuesta al confuso problema de la distribución de la felicidad y de la miseria en este mundo, mediante la expectación de otro mundo en el que esto se ponga en el debido orden [pp. 95-96. Cursivas mías]. A u n q u e no haya sido un tema del libro de Tylor, podría añadirse aquí que, de manera bastante sorprendente, en nuestro caó-
tico fin de siglo el m u n d o «civilizado» ha sufrido una nueva invasión de espíritus de toda laya que nos ha sumido en la algarabía de l o que yo designaría como la fase anárquica del animismo, donde las iglesias y las sectas compiten ferozmente en el marketing de lo irracional, fortaleciendo las viejas culturas del milagro gobernadas p o r sacerdotes, magos y gurús. La Entzauberung — e l desencantamiento, derivado en último término de Zauber, hechicero, m a g o — que había anunciado M a x Weber como gran herencia de la modernidad ha dejado libre paso al reencantamiento del mundo mediante la actualización, abigarrada y multiforme, de la soberanía de los espíritus, y la respuesta al trabajo paciente e imparable de la ciencia en contra de las fabulaciones ha sido la horrenda recaída en ese universo de la fantasía animista con la que la mente p r i m i tiva intentó esconder su temor a la muerte. Tylor representó el desencantamiento radical de la realidad porque desveló la raíz del hec h i z o al i d e n t i f i c a r l a en la hipótesis animista que inventó el hombre prehistórico en su esfuerzo por racionalizar sus propias experiencias. Su refutación antropológica de la concepción esperancista de la vida concitó contra él una ofensiva generalizada en la que participaron muchos antropólogos alejados de sus creencias juveniles pero renuentes ante opciones ideológicas radicales y benevolentes con la visión religiosa del mundo, una actitud relativamente análoga a la de esos sacerdotes que pierden la fe pero que, inconscientemente impulsados por un residuo de mala conciencia, siguen gravitando en la órbita de los intereses religiosos de las instituciones a las que se consagraron durante años. En el volumen primero de su Primitive culture, desarrolló Tylor su importante teoría de las supervivencias del pasado en la evolución de la cultura. Puede decirse que el segundo volumen de esa obra ilustra brillantemente la supervivencia del animismo como el fenómeno más decisivo y pertinaz en la historia de los seres humanos. Conviene subrayar una y otra vez que «el animismo salvaje, tanto por lo que tiene como por lo que le falta, parece representar el sistema inicial en que comenzó el desarrollo secular de la educación del mundo» (p. 402. Cursivas mías). Así, esta teoría de que la concepción del alma humana es la verdadera fons et origo de las concepciones del espíritu y de la d i v i n i d a d en general ha
sido ya corroborada por el hecho de que se ha sostenido que las almas humanas se convierten en los caracteres de los demonios buenos y malos, y se elevan al rango de divinidades. Pero, además, si observamos la naturaleza de los grandes dioses de los pueblos, a los que corresponden las más vastas funciones del universo, resultará también que estas poderosas divinidades están modeladas según las almas humanas [p. 309]. Originariamente, el animismo fue sólo una teoría de la naturaleza en cuanto universo animado, según la cual se aseguraba que el cuerpo del hombre vivía y actuaba en virtud de su propia alma-espíritu residente, de modo que las operaciones del mundo se desarrollaban en virtud de la influencia de otros espíritus. Y así el Animismo, que comenzó como una filosofía de la vida humana, se amplió y se difundió hasta convertirse en una filosofía de la naturaleza en general [p. 256]. Según Tylor, para comprender el animismo en su globalidad se precisan «las dos claves» siguientes: primera, que los seres espirituales están modelados por el hombre según su primaria concepción de su propia alma humana, y, segunda, que su finalidad es la de explicar la naturaleza según la primitiva teoría infantil de que ésta es, verdadera y totalmente, «Naturaleza Animada» [p. 255. Cursivas mías]. Infortunadamente, el tratamiento que Tylor da al fenómeno de la magia no es congruente con su concepción del animismo. En efecto, el fenómeno animista abarca prácticamente toda la real i d a d en cuanto naturaleza animada, y la p r i o r i d a d conceptual del animismo de los seres humanos en sí mismos no implica que la fenomenología del animismo permita establecer fronteras cronológicas abstractas y de las que no existe evidencia empírica. No es posible en realidad —enfatiza T y l o r — trazar una clara separación entre espíritus dedicados a influir, para bien o para mal, en la vida del Hombre, y espíritus especialmente encargados de llevar a cabo las acciones de la Naturaleza. De hecho, estas dos clases de seres espirituales se funden entre sí tan inextricablemente como las doctrinas animistas en que se basan [p. 256. Cursivas mías].
La naturaleza fue para la mente primitiva naturaleza animada, y desde la creencia animista fundadora fluyó con espontaneidad la creencia en otros seres espirituales. P o r consiguiente, las concepciones de almas animadoras y de espíritus rectores como causas eficientes de toda la naturaleza son dos grupos de ideas cuya distinción puede resultarnos difícil, por la sencilla razón de que no son más que manifestaciones diferentes del mismo animismo fundamental [p. 273. Cursivas mías]. Tan pronto como el ser humano comienza a distinguir los factores contrapuestos que configuran el fenómeno animista —cuerpo material y alma incorporal—, se lanza a universalizar la presencia del elemento animista en la totalidad de todo lo existente, otorgando así virtualidad fantasmagórica o metamaterial a todas las particularidades de lo que hay. Esta sutil actitud numinosa, no-materialista, prerreligiosa concede al mundo una ilusoria cualidad connotadora de un incipiente monismo de orientación mística o religiosa. Sin embargo, en las exposiciones de Tylor el paso constante de la noción originaria del animismo a su espontánea extensión práctica produce una cierta ambigüedad conceptual que tiene efectos nocivos para la teoría del origen de la religión, como señalé en el apartado 3 de estas Notas. No obstante, la mencionada conclusión de Tylor, salvada la necesaria matización conceptual, es coherente: «Y así, el animismo, que comenzó como una filosofía de la vida humana, se amplió y se difundió hasta convertirse en una filosofía de la naturaleza en general» (p. 256. Cursivas mías).
7. La interpretación que hizo Tylor del fenómeno de la magia, además de errónea, influyó negativamente en su visión de la relig i o s i d a d prehistórica. Después de haber i d e n t i f i c a d o genialmente el fenómeno animista en su núcleo originario — e l resultado del esfuerzo racionalizador desplegado por el homo sapiens para explicarse las propias experiencias de sí mismo y de su ent o r n o — , Tylor propendió a difuminar los perfiles originales de la hipótesis animista al fundirla en la perspectiva de lo que él calificó como «los dos dogmas» del animismo, amalgamando así ah initio el animismo y la religión. Es altamente probable en térmi-
nos cronológicos, y directamente consecuente en términos lógicos, que la invención de almas humanas individuales se extendiese por un impulso natural primeramente a los congéneres y a los animales, y en seguida a los objetos y fenómenos de la naturaleza en general, formalizándose entonces la infraestructura de la creencia en seres espirituales, que es el rudimento del sentimiento religioso. A m b a s creencias estaban indudablemente vinculadas en la mente del hombre prehistórico desde los albores de su aventura sobre este planeta, sin que ninguno de los vestigios de aquellos tiempos que han llegado hasta nosotros permita establecer prioridades cronológicas entre animismo y rituales mágicos o religiosos, aunque se imponga una nítida distinción conceptual y una evidente secuencia lógica entre ambos fenómenos. En este contexto teórico, Tylor introdujo un factor de grave confusión desde el momento en que excluyó la magia del área de la religión al definir estos fenómenos en términos antitéticos y afirmar que la época de la magia precedió a la época de la religión. Su coetáneo, algo más joven, James G. Frazer, desarrolló esta d i cotomía en su vasta obra The Golden Bough (Londres, 1890), sobre la base de considerar que el hombre prehistórico se enfrenta a la naturaleza con la misma actitud, aunque sobre supuestos falsos, que lo hace un investigador científico de nuestro tiempo. En los diecisiete volúmenes de su tercera edición, Frazer ilustra ad nauseam, con ciclópea erudición, su interpretación de la magia como fenómeno independiente y anterior a la religión. En su obra A Dictionary of Comparative Religión (Londres, 1970), Samuel G. F. Brandon, su editor, afirma —a mi juicio inexplicablemente— que Frazer «se interesó en ilustrar la teoría de H e g e l de que una " E d a d de la M a g i a " precedió a la " E d a d de la Religión"...» (p. 291). El estímulo de su investigación fue Tylor y no H e g e l , filósofo que se movía en un ámbito especulativo que era ajeno a los intereses teóricos de Frazer. En su libro /. G. Frazer. His Ufe and work (Cambridge, 1987), Robert A c k e r m a n refiere que Frazer, en carta a R. R. Marett de junio de 1927, hacía este sardónico obiter dictum relativo a uno de sus profesores en Glasglow: «Acabo de reconciliar mis tres teorías del totemismo en una unidad más alta, como habría dicho E d w a r d C a i r d en su jerga hegeliana, que utilizaba para ponerme malo en Glasgow» (p. 15. Cursivas mías). No
se conoce en su obra ninguna referencia teórica a la filosofía hegeliana de la religión, y en cuanto a su método y su sustancia la frase hegelian jargon es suficientemente derogatoria. H e g e l parte de premisas diferentes y está guiado p o r una perspectiva metafísica que es totalmente extraña a la intención teórica de Frazer, un antropólogo positivista característico de su época, a quien los fundamentos de la filosofía hegeliana de la religión tendrían que sonarle a músicas celestiales. Según H e g e l , el espíritu es todo, en primero y último término. Todo es espíritu, y la naturaleza, como momento del espíritu, es pura externalidad, mera negatividad. En sus Vorlesungen über die Philosophie der Religión (1821-1831), H e g e l decía que la religión es la relación del espíritu con el espíritu; pero esta relación o este concepto existe primeramente en su inmediatez y naturalidad, y el acto del espíritu, el progreso, consiste en superar ahora esta inmediatez. Luego debemos considerar: Primero, la religión natural. En ella la conciencia es sensible, todavía no está desdoblada en sí misma. Lo segundo consiste en que la conciencia se eleve por encima de esta naturalidad —y aquí debemos anotar las diversas formas de esta evaluación, formas que se convierten también en diversas determinaciones de lo divino que corresponden a las diversas pruebas de la existencia de Dios. Esta determinación progresiva de la religión reviste el aspecto histórico por el cual estas determinaciones de la religión son las religiones de los diversos pueblos. Ellas no son nuestra religión, pero en ésta se contienen todas en cuanto momentos [D. F. Strauss: Extractos de un apunte de la filosofía de la religión de Hegel —Lección de 1931—. Cito por la versión castellana de R. Ferrara, Lecciones sobre la filosofía de la religión, 2. La religión determinada, Madrid, 1987, pp. 531-532]. La religión natural es la religión inmediata [...]; ella es unidad de lo espiritual y de lo natural; Dios es el contenido, pero aquí se trata de Dios en la unidad natural de lo espiritual y de lo natural. La modalidad natural es aquello que determina en general esta forma de la religión; a su vez, ella reviste muchas formas [...]; se dice que en ella el espíritu todavía es idéntico a la naturaleza y que, en esa medida, ella es la religión que carece de libertad [Lección de 1824, ibid, pp. 127-128].
El primer grado de la religión natural es la religión de la magia, «que no podemos considerar digna de la palabra "religión"» (Lección de 1827, ibid., p. 382). En ella, el hombre «está privado de toda reflexión, sin conciencia de algo simplemente universal» (ibid.). H e g e l reconoce que no puede conocerse qué sentimientos animaban al hombre de la magia: Es difícil meterse en los sentimientos de las religiones ajenas. Hace falta una sensibilidad canina para ponerse en el lugar de un perro. Conocemos la naturaleza de esos objetos vivientes, pero no es posible eso que se dice «trasladarse dentro», como si pudiéramos sentir esas determinaciones; porque eso significaría llenar completamente la totalidad de la propia subjetividad con esas determinaciones [ibid.]. Indudablemente, esta observación es válida en general, y podría aplicarse a tutti quanti. Pero si H e g e l se la hubiera aplicado tendría que haber reconocido que negar sentimientos de religiosidad al primitivo que practicó la magia sólo se apoya en una especulación a priori exigida p o r las conveniencias del sistema. Según H e g e l , este hombre de la magia «se encuentra todavía en la inmediatez de su deseo, fuerza y acto [...], aún no está dividido respecto de su querer [...]. Es el reposar del espíritu en sí mismo de una manera primeriza y salvaje» (p. 383). Sólo teme la contingencia, «los poderes naturales que se muestran potentes respecto de él». O sea, esta forma muy primeriza de religión —no es lícito denominarla religión— es aquello para lo cual disponemos del nombre de «magia». Consiste en que lo espiritual es la potencia que domina a la naturaleza; pero esto espiritual no se presenta aún como espíritu, en su universalidad, sino que lo espiritual inicialmente no es otra cosa que la autoconciencia singular y contingente del hombre, el cual —a pesar de ser mero deseo— se sabe superior a la naturaleza en su autoconciencia y sabe que ésta es una potencia que domina la naturaleza [p. 384]. Lo peor es que estas elucubraciones, cuando H e g e l se propone documentarlas fenomenológicamente, rozan, pese al genio hegeliano, lo grotesco. No hay más que leer sus páginas sobre los esquimales como su ejemplo favorito de la religión de la magia
en cuanto todavía no religión. Estos «pueblos muy toscos y salvajes», que sólo conocían sus rocas de hielo, «dijeron que no tenían ninguna representación acerca de D i o s , de la inmortalidad y de otras cosas por el estilo», pero «respetan el sol y la luna». Sus magos «no poseen ninguna representación de un ser universal» (p. 387). No poseer representaciones acerca de un ser universal no permite inferir la ausencia de alguna forma de sentimiento religioso, sobre todo si conocemos el significativo dato de que sentían respeto por el Sol y la L u n a . En su jerga metafísica, añade H e g e l que en el círculo de la magia el hombre «se mueve enteramente en dependencia de las cosas exteriores y de metas finitas. Él conoce el espíritu en cuanto potencia que domina estas naturalidades», pero «esta potencia todavía no es esencial; así ella queda inmediatamente dentro del hombre mismo» (Lección de 1831; ibid., p. 533). En esta religión primeriza, la «conciencia de lo supremo» consiste en «la conciencia de un hombre en cuanto poder, potencia y d o m i n i o de la naturaleza»; y «si queremos llamarla religión, es la religión de la magia» (Lección de 1827; ibid., p. 379). El punto de contacto conceptual entre magia y superstición se explícita en este otro texto: la raíz de la superstición [consiste], en general, en hacer que una finitud, una exterioridad, una vulgar realidad inmediata en cuanto tales valgan como una potencia, como una substancia; ella proviene de la opresión del espíritu — u n sentimiento de dependencia en fines de los que ella no puede liberarse y, en lógica consecuencia, aquello negativo de lo que dependen los fines se determina también como absolutamente temporal y finito. Con la superstición se conecta igualmente la magia; ella procede a someter esa potencia a su poder subjetivo y es capaz de hacerlo porque esa potencia es algo limitado y finito [el Manuscrito, ibid., pp. 114-115. Últimas cursivas mías]. H e g e l se muestra incapaz, en estas Lecciones, de comprender que la explicación animista es una hazaña temprana y primigenia del ser humano, casi consustancial a la toma de conciencia de sí mismo, y, p o r consiguiente, un fenómeno constitutivo del homo sapiens en cuanto ser que se sabe a sí mismo de m o d o inmediato, y que desde este saberse opera una proyección animista sobre todos los seres de su convivencia —próxima o lejana—. En térmi-
nos científicos, lo menos que puede decirse de su filosofía de la religión natural es que el material fenomenológico conocido no puede sustanciar el puntillo dialéctico de la fenomenología religiosa que presenta H e g e l como despliegue esforzado de la Idea del Espíritu en cuanto motor del sistema. Al no poder insertar las prácticas mágicas en un contexto animista previo, condena irremisiblemente la magia a las tinieblas exteriores a la religión.
8. El marco teórico que sostiene la interpretación que ofrece Frazer de la magia nada tiene que ver c o n la fenomenología religiosa del idealismo objetivo, sino que se inspira en la perspectiva evolucionista de Tylor. En su forma más pura, la magia asume que en la naturaleza un acontecimiento sigue a otro necesaria e invariablemente, sin intervención de ningún agente personal o espiritual. Así, su concepción fundamental es idéntica a la de la ciencia moderna; subyaciendo en el sistema en su conjunto está la fe, implícita pero firme y real, en el orden y uniformidad de la naturaleza. El mago no duda de que las mismas causas producirán siempre los mismos efectos, que a la realización de la adecuada ceremonia, acompañada del apropiado conjuro, seguirá el resultado deseado... [Es decir], el fallo fatal de la magia no radica en su supuesto general de una secuencia de sucesos determinada por ley, sino en su entendimiento totalmente erróneo de la naturaleza de las particulares leyes que gobiernan esa secuencia [The Golden Bough. A study ¿n magic and religión, Abridgement, Londres, 1959, p. 49. Cursivas mías]. El hombre de la magia sería un científico mal informado. Su debilidad no radicaba, como pretende Wittgenstein, en su actitud objetivante y en su voluntad de manejar el m u n d o en términos de observación empírica, sino en el desconocimiento de las reglas del método científico. Así lo concibió, con patente exceso, Frazer, para quien tanto las magias homeopáticas — i m i t a c i ó n — como las magias contagiosas — c o n t a c t o — son todas ellas manipulaciones ohjetuales exentas de cualquier intención de súplica y de toda idea de intermediación de agencias espirituales. En contraposición, Frazer escribe: «por religión, entiendo una propiciación o conciliación de poderes superiores al hombre que se cree
que dirigen o controlan el curso de la naturaleza y de la vida h u mana» (p. 50). La magia representaría un estadio anterior a la religión. C o m o dice Frazer, «la religión es la hija de la magia». El hombre prehistórico habría intentado primeramente controlar la naturaleza con artificios mágicos, y solamente al verificar su ineficacia recurrió a i m p l o r a r la ayuda de poderes o espíritus sobrehumanos. Tylor fue el padre de esta concepción serial del proceso evolutivo, comprometiendo gravemente así la coherencia conceptual de su teoría del animismo. La dicotomía magia-religión destruye las notas de precocidad radical y de universalidad de la hipótesis animista. En el segundo volumen de Primitive culture no se habla del fenómeno de la magia. H a y que acudir al primer volumen (Los orígenes de la cultura) para conocer lo que pensaba de un fenómeno que él excluía del área de la religiosidad. En el capítulo I V , comienza por decirnos que las artes mágicas, en las que la relación es la de simple analogía o simbolismo, son infinitamente numerosas a lo largo del desarrollo de la civilización. Su teoría común puede ser fácilmente extraída de unos pocos ejemplos típicos y aplicada luego confiadamente a la generalidad. [Tras enumerar algunos de ellos, afirma que] éstos son claros ejemplos de la simbólica mágica de las razas inferiores, y compiten perfectamente con supersticiones que se mantiene todavía en Europa [p. 124. Cursivas mías]. Puntualiza que «una mirada a aquellas artes mágicas que han sido organizadas en seudociencias descubre el mismo p r i n c i p i o subyacente» (p. 125. Cursivas mías). Están presentes en estos textos las claves de una definición de la magia: simbolismo, superstición y seudociencia. La radical separación entre magia y religión, y su ordenación cronológica, detraen valor argumental a la teoría animista tyloriana, y exigen reconstruir la noción de magia. En efecto, el cimiento de la teoría animista de Tylor consiste en la radicalidad de esta pregunta: ¿de dónde le ha venido a la mente humana, desde su mismo momento constitutivo, la creencia de que además de los cuerpos físicos existen principios anímicos de carácter indepen-
diente, separable e invisible?... Y en l a radicalidad de esta respuesta: esa creencia se origina en las propias experiencias personales y la observación de su entorno. Anteponer a esta pregunta y su respuesta una época de la magia en la cual el ser humano ignoraba la existencia de principios anímicos ocultos en los objetos y fenómenos naturales, en la que la conducta mágica del hombre prehistórico nada sabía de la comunicación entre almas o espíritus — i n c l u i d o el suyo p r o p i o — , resulta incongruente. A u n q u e apoyándose en otras premisas, tenía razón E m i l e D u r k h e i m al afirmar que la magia es hija de la religión, porque está saturada de elementos religiosos. Sin la creencia en una comunicabilidad entre los entes, las relaciones que presuponen las manipulaciones mágicas no habrían tenido sentido. Sólo cuando el ser humano asume su condición anímica y la proyecta sobre el m u n d o comienza la magia a ser posible. Desde el instante en que la creencia animista empieza a desplegar sus potencialidades, es decir, cuando se produce lo que podría denominarse la explosión animista, entonces la naturaleza se convierte en un bosque animado donde es inconcebible la d u a l i d a d conceptual — l a nuestra de h o y — entre lo inorgánico e inerte y lo orgánico y viviente. La naturaleza es animada, y sus objetos y sujetos están en comunicación, ha magia descansa sobre una concepción animista del mundo, que posiblemente no era aún religiosa en su origen mismo en la medida en que el animismo conceptualmente tampoco lo es. Parece inverosímil que las ceremonias y rituales mágicos no implicasen, además de la presunción supersticiosa de conexiones seudocausales, la idea de que existen principios anímicos invisibles que ponen en comunicación de algún m o d o a los entes entre sí, y que estos principios pueden ser de diversa presencia y potencia —ordinarios o extraordinarios y enigmáticos—. L o s rituales de encantamiento se han p r o d u c i d o siempre en una atmósfera de emoción, aunque la rutina tendiese eventualmente a enfriar el elemento emotivo; y el éxito o fracaso de las expectativas entrañaba una actitud teñida de súplica o propiciación. La hipótesis de que los manipuladores partían de una implícita interpretación mecanicista de las relaciones entre los entes parece una elaboración gratuita que ni siquiera da cuenta del material fenomenología) de mayor antigüedad.
L o s ataques a esta interpretación de las prácticas mágicas no se hicieron esperar. El sucesor de Tylor en su cátedra de O x f o r d , el antropólogo R. R. Marett, que mantuvo una frecuente correspondencia con Frazer, inició la batalla en su artículo «From spell to prayer» de la revista Folk-Lore, en 1904, y de un m o d o muy significativo en la lección inaugural de su cátedra, bajo el título «The birth of humility», en 1910. Marett tiene razón al rechazar el retrato que Tylor y Frazer hicieron del mago como un científico equivocado, pero fue demasiado lejos al denunciar el intelectualismo y la psicología asociacionista que imputa a ambos antropólogos. Robert H. L o w i e resume con claridad este asunto: Como el Dr. Marett ha mostrado, el error de interpretación de Frazer reside en la falsa psicologización intelectualista. No hay evidencia de que el mago [...] postule normalmente la uniformidad de los fenómenos naturales. Por el contrario, hay todo para sugerir que realiza sus actos «solemnemente, seriamente, en suma, en un espíritu de reverente humildad que es, seguramente, próximo al homenaje», y lo que se aplica a la «magia positiva» en el sentido de Frazer vale igualmente para su «magia negativa» o tabú. [No hay distinción nítida entre magia y religión, pues sólo] finas líneas de separación dividen frecuentemente el conjuro y la plegaria: un ligero cambio en la formulación de las palabras, una personificación posiblemente transitoria, pueden convertir la fórmula mágica en una petición religiosa [Primitive Religión, Londres, 1952, p. 140]. Matizando más, afirma L o w i e que la magia —no sólo como es definida generalmente, sino tratada como lo hace Frazer, bajo las rúbricas de «magia imitativa» y «magia contagiosa»— es con seguridad afín a la religión si se toman en cuenta los factores psicológicos. De otra parte, el hombre primitivo forma indudablemente un vasto número de asociaciones como algo obvio de hecho, y las generalizaciones basadas en éstas constituyen su saber, el equivalente psicológico de nuestra ciencia, prescindiendo de su valor objetivo. Algo de esto —sin duda, una cantidad apreciable de é l — es conocimiento genuino que reposa sobre la observación e inferencia sanas, como la doctora Goldenweiser y Marett mantienen. Pero el resto, que nosotros estamos obligados a rechazar cuando lo ponemos a prueba a la luz de nuestro conocimiento, no pertenece, por esa razón, a una categoría diferente desde un punto de vista psicológico [pp. 147-148].
Marett decía oportunamente que «el salvaje es todo menos un tonto, especialmente en cuanto a lo que de alguna manera atañe directamente a su lucha por la existencia [...]; el sentido común no es monopolio de la civilización» (cit. por L o w i e en su Historia de la Etnología, trad., México, 1946, p. 139). Suscribo lo sustancial de la postura de Marett en el tema de la magia, que L o w i e describe así: De modo específico, Marett distingue bien entre el mundo prosaico del salvaje, caracterizado por experiencias normales, y la fase transcendente de su existencia en la cual un sentido de misterio toma el lugar del sentido común. Marett, quien subraya la importancia de los estados subjetivos de esta última categoría, encuentra que son idénticos, no importa si están ligados o no a nociones animistas, por cuya razón reúne en la categoría más amplia de «sobrenaturalismo» lo que Frazer había dividido en «magia» y «religión». Toma empeño en señalar que el reconocimiento de lo sobrenatural no implica un concepto de «naturaleza» en el sentido de la ciencia moderna. El salvaje «no distingue abstractamente entre un orden de acontecimientos uniformes y otro, superior, de sucesos milagrosos. Lo único que le interesa es tomar esta diferencia en consideración y explicarla cada vez que concretamente se presenta [ibid., pp. 137-138]. A u n q u e el término sobrenaturalismo no es el apropiado — p o r que pertenece a un lenguaje etic, como diría Kenneth L . P i k e — , Marett acierta al establecer que la magia sólo es posible si se inserta en una red de creencias en poderes invisibles que animan el mundo. El p r o p i o Marett sustituiría muy pronto dicho término por el de animatismo. Marett abrió otro frente antityloriano, esta vez no contra la magia, sino contra la teoría animista. P r o p o n e distinguir entre preanimismo o animatismo y animismo. El hecho de que haya sustituido el término preanimismo por animatismo indica que el punto mayor de discrepancia con Tylor se centraba en el origen y el carácter del p r i n c i p i o anímico, que también reconocía como integrante de la visión primitiva del m u n d o . L o w i e escribe, con aprobación, que en la obra The threshold of religión (Londres, 1909) Marett estima que con su teoría animista
Tylor tiende a ver la presuposición de un espíritu en toda personificación de objetos inanimados, o sea, un ser que sigue el modelo del alma humana, lo que sin duda alguna resulta enteramente plausible en muchos casos. Pero Marett hizo ver que no está justificado el considerarlo como su corolario lógico. El que grita a una tempestad, efectivamente la trata como si fuera algo vivo, pero ello no equivale a figurárselo como una esencia sublime que reside en la tempestad a la vez que la dirige. Por lo tanto, tenemos aquí un caso de «animatismo», pero no de animismo, a menos de que haya otra prueba de ello [p. 138]. En la fase animatista, el hombre primitivo intuye, más bien que razona, la presencia de una fuerza impersonal — l l a m a d a mana, wakanda, orenga, e t c . — que nada tendría que ver con una persona. Esta objeción fue acogida con entusiasmo en extensos círculos intelectuales, más p o r motivos ideológicos que científicos, porque permitía de nuevo contemplar la naturaleza en términos de misterio y suponer que una fuerza de algún m o d o divina anima lo inescrutable. Pero es una objeción que muestra dos debilidades, por lo menos. La primera es que no hace justicia al significado de la noción de alma en la obra de Tylor, aunque su lenguaje no presente a veces el r i g o r y las cautelas semánticas deseables, pues esa noción, referida a las proyecciones animistas que el hombre primigenio opera por doquier, no supone que estas proyecciones sobre objetos, fenómenos o fuerzas inanimados deban definirse como personificaciones o personalizaciones en el sentido p r o p i o del término. Las proyecciones animistas individualizan o identifican la presencia de almas o espíritus en cuanto principios anímicos de tales fuerzas, fenómenos u objetos naturales. D a d a la condición del alma, según Tylor, como un elemento vaporoso, sutil e invisible, que desempeña funciones equivalentes a las que ejerce la inteligencia y la voluntad humanas, encuentra una traducción por analogía en la palabra personal para indicar sus modos de actividad; pero esta caracterización antropomórfica que traslada la hipótesis animista original, nacida de la capacidad reflexiva del homo sapiens, a todos los entes que se presentan en la experiencia no i m p i d e mantener las peculiaridades de cada uno de ellos. No es lo mismo, para el hombre primitivo, un mono, un león, una oruga, una planta, un bosque, una laguna, una tor-
menta, un rayo, etc. Y el atributo animista que le adjudica a cada uno se tiñe indudablemente en su mente de su peculiar fenomenología dentro de la gran orquesta del m u n d o animado, pues el p r o p i o Marett expresó con acierto que el p r i m i t i v o «no es un tonto». En el párrafo transcrito, Marett reconoce que «el que grita a una tempestad, efectivamente la trata como si fuera algo vivo», pero como el hombre prehistórico es seguro que no poseía el concepto abstracto de vida, lo que realmente hacía al tratarlo como si fuera algo vivo no era otra cosa — n o podía s e r l o — que proyectarle o adjudicarle el p r i n c i p i o vital que él mismo había originariamente descubierto en sí mismo — u n alma o espíritu—. Esta especie de personalización — t o m a d a la palabra cum grano salís y a n a l ó g i c a m e n t e — la había ya p e r c i b i d o sagazmente H u m e , como hemos visto, y la entendía, lo mismo que luego Tylor, como un elemento con múltiples manifestaciones y funciones, como una dynamis, o pneuma, identificable en los entes imputados. Después de definir el alma o espíritu personal como categoría central del animismo, es decir, como analogatum primum, se cuida mucho de decir que «aunque esta definición no es, en absoluto, de aplicación universal, tiene el suficiente carácter generalizador para ser tomada como una norma, modificada por una mayor o menor divergencia dentro de un determinado pueblo» (Primitive culture, trad., v o l . 2, p. 31. Cursivas mías). C u a n d o habla de los objetos-fetiche, advierte Tylor que teóricamente, podemos distinguir claramente la noción del objeto que actúa, por así decirlo, mediante la voluntad y la fuerza de su propia alma o de su propio espíritu, de la noción de algún espíritu extraño que se introduce en su ser o actúa sobre él desde el exterior, utilizándolo como un cuerpo o instrumento [Esta distinción, que muestra la flexibilidad conceptual de su teoría, abarca] concepciones [que] se funden inextricablemente [...] conjuntos de ideas como evoluciones similares de la misma idea original —la del alma humana—, de modo que bien pueden oscurecerse imperceptiblemente la una a la otra [p. 228. Cursivas mías]. C u a n cerca está de la hipótesis animatista de M a r e t t , pero con una visión más rigurosa, se percibe en Tylor en un texto que dice así:
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yo me atrevería a afirmar que las concepciones científicas, corrientes entre los muchachos de la escuela de mi tiempo, del calor y de la electricidad como fluidos invisibles que entran y salen de los cuerpos sólidos, son ideas que reproducen con fidelidad extrema la peculiar doctrina del fetichismo [p. 234. Cursivas mías], que hunde sus raíces en la creencia animista referida a fuerzas i n visibles identificadas en objetos o fenómenos naturales de toda clase. La «tormenta» de Marett, en cuanto algo vivo, se aparece necesariamente, para el p r i m i t i v o , como un ser v i v o , animado, sujeto de un alma a la que puede gritarse o hablarse, conjurándola o propiciándola. Hay, de nuevo, que preguntarles a Marett y sus epígonos —y aquí radica la segunda d e b i l i d a d de su objeción—: ¿De dónde le vino al hombre prehistórico la idea de que más allá de la mera ocurrencia visible de ciertos objetos, fuerzas o fenómenos naturales, existía supuestamente algo en ellos diferente, invisible pero manifiestamente activo, impalpable pero eficaz o incluso poderoso, algo como una sustancia dinámica y apenas escrutable, a la que puede hablarse y con la que es posible relacionarse?... Solamente la hipótesis animista, en el sentido que le otorgó Tylor, es una respuesta satisfactoria. El hombre prehistórico no podía atribuir condición vital a una tormenta —siguiendo con el ejemplo de M a r e t t — , es decir, constituirlo en un sujeto de interlocución, si, por analogía consigo mismo, no la tuviera previamente en un alma o un espíritu que lo cualificase como un ser vivo y activo que operaba en su entorno para perjudicarle o beneficiarle. Si se descarta esta respuesta impecablemente congruente, lo que ofrece Marett no es sino una petitio principa. El animatismo hace llover del cielo sobre la cabeza del ser humano una idea que sería como un meteorito procedente de un m u n d o que no era el suyo. El ser humano necesita, para hacer suposiciones o forjar creencias — e n cualquier época y l u g a r — , contar con un aparato mental provisto, aunque sea muy rudimentariamente, de intuiciones o representaciones que pertenecen al orden cognitivo. E x p l i c a r en términos noéticos las primeras representaciones del homo sapiens relativas a sí mismo y a su m u n d o circundante, como lo hace Tylor, no es i n c u r r i r en un censurable intelectualismo, sino esforzarse p o r reconocer la genuina naturaleza racional que define
nuestra especie desde que el hombre fue hombre. A partir de ahí, puede y debe el investigador cualificar esta racionalidad con todos los factores y matices propios de las peculiaridades que atribuimos a los primitivos representantes de la especie. P o r ignorar esta elemental premisa, la hipótesis animatista de Marett me parece fallida, además de simplificar y trivializar injustamente la rigurosa hipótesis animista de Tylor.
9. Al rechazar la hipótesis animista, Marett también cargaba contra el asociacionismo psicológico del cual consideraba dependiente el pensamiento de Tylor. El excelente biógrafo de Frazer, Robert A c k e r m a n , expone el punto de vista de Marett en este asunto al presentarlo como formando parte de un número de scholars que estaban desarrollando una nueva psicología social crítica, no una basada en la vieja asociación de ideas, y aplicándola a la religión primitiva; por consiguiente, decidió hacer de su [lección] inaugural algo como un manifiesto. Otros de esta tendencia incluían a W i l l i a m M c D o u g a l l (1871-1938), L u c i e n L e v y - B r u h l (1857-1939) y Émile Durkheim (1858-1917). Todos rechazaban la psicología intelectualista de la religión de Tylor y Frazer. Rechazaban la noción de que la comunidad primitiva estaba compuesta por una colección de mentes separadas, cada una pensando sus propios pensamientos plenamente formados, que eran dirigidos a la evolución racional de ceremonias mágicas y doctrinas religiosas. En su lugar, se dedicaron a elaborar una psicología social que era esencialmemte un análisis de fenómenos colectivos de masa —mobbish es la palabra jocosa de M a rett—, más bien que individuales, una psicología que entendía la interacción entre individuos y grupos como a la vez compleja y de toda importancia, y que tomaba seriamente los estados no racionales de la mente y del sentimiento, más que descartarlos como superstición o historia. Además, como James Ward (y F. H. Bradley), querían hacer discriminaciones más finas entre los estados mentales, a fin de distinguir más diferentes grados de atención de lo que habían previamente querido reconocer. Desde una perspectiva más amplia, eran una parte importante de una ola de interés por lo irracional, fuera en forma psicoanalítica, colectivista o vitalista, que estaba creciendo a la vuelta de siglo [...]. Para Marett, el fracaso del intelectualismo residía en su incapacidad de reconocer la importancia de la vida emocional del grupo (como
opuesto a sus miembros individuales) y de entender que la emoción se propaga en multitudes porque sus miembros asumen el sentimiento «imitando su expresión externa» [ob. cit., p. 225]. S i n desconocer los méritos del enfoque del fenómeno religioso desde el ángulo de la psicología social, los excesos de este enfoque, y de su frecuente asociado el irracionalismo vitalista, son evidentes. Digamos, 1, que no existe una «conciencia colectiva» que produzca como tal contenidos de explicación, o de creencia, sobre lo que acontece en el mundo, sino que las representaciones mentales y las intuiciones se sitúan en el cerebro del i n d i v i d u o como locus de la creatividad, incluidos sus factores conscientes o inconscientes; 2, que el animismo tyloriano no desaloja los factores emotivos en cuanto potentes catalizadores de los procesos mentales que han llevado al hombre prehistórico a la creencia animista — c o m o , entre otros, puntualizó P a u l R a d i n — ; 3, que el ser humano sólo puede acceder a hipótesis explicativas mediante la actividad intelectual en el contexto de su vida perceptiva y sensitiva, vinculada pero jamás sustituida por la acción del grupo social; 4, que Tylor no tematizó la creencia animista del primitivo mediante una definición precisa de un concepto asumido con claridad cristalina por la mente primitiva, sino como una intuición razonable de que los cuerpos escondían elementos anímicos que daban cuenta, en términos prácticos y no teóricos, de fenómenos —reales o i l u s o r i o s — que ocurrían en su vida y que él necesitaba «explicar» — e n el sentido débil de integrar en el conjunto de su experiencia del m u n d o — ; 5, que la extensión del /^descubrimiento del alma —llamémosle así por atenernos, como hizo Tylor, a los usos del D i c c i o n a r i o — a sus congéneres humanos y demás seres — v i v o s o m u e r t o s — de su entorno le permitía configurar pautas de conducta eficaces para su vida cotidiana y para superar eventuales situaciones de riesgo o coyunturas de crisis emocional — s i n perjuicio de la falsedad de ese «descubrimiento» en términos epistemológicos—. Todo esto no queda i n v a l i d a d o p o r e l uso r e l a t i v o y p u n t u a l d e s u p u e s t o s d e l a psicología asociacionista — m u c h o s de cuyos instrumentos teóricos siguen siendo útiles y utilizados aún h o y — . Un pensador como Claude Lévi-Strauss, cuya metodología estructuralista no le
inclinaba a planteamientos psicologistas, afirmaba, a mi juicio con acierto, refiriéndose no sólo a Tylor y Frazer sino también a D u r k h e i m , que había que reconocerles el mérito de haber comprendido que los problemas de etnología religiosa pertenecen a una psicología intelectualista. [Y coincidiendo con A. M. Hocart, dice que] será de lamentar que la psicología moderna se haya desinteresado demasiado pronto de los fenómenos intelectuales, prefiriéndoles el estudio de la vida afectiva. [Y agrega que] habría sido necesario ampliar los marcos de nuestra lógica para incluir en ellos operaciones mentales diferentes en apariencia a las nuestras, pero que son intelectuales con los mismos títulos. En lugar de esto, se ha intentado reducirlas a sentimientos informes e inefables. Este método, conocido bajo el nombre de fenomenología religiosa, se ha visto que es a menudo estéril y fastidioso [Anthropologie Structurale, París, 1958, pp. 227-228. Cursivas mías]. Lúcidas palabras que siguen siendo de la mayor oportunidad, pues el acento ritualista y simbolizante de la actual apologética de la fe ha influido en favor de la boga de la fenomenología religiosa que denuncia Lévi-Strauss, orientación que ha sido reforzada por el fideísmo wittgensteiniano al que ya se han apuntado tantos creyentes y teólogos ante el naufragio intelectual de los dogmas.
10. L o s manuales modernos de fenomenología religiosa suelen seguir la orientación de Marett o simplemente eludir la cuestión del animismo, cuando no considerarlo como la forma de religión de algunos pueblos africanos en los que perviven tradiciones p r i mitivas. C o n lo cual se ha esfumado el inconfortable problema del origen de la idea de alma y, por consiguiente, de la religión. Tomemos, por ejemplo, el manual de E. W. H o p k i n s , Origin and evolution of religión (Nueva Y o r k , 1969). Su rechazo de la teoría animista se formula así: las principales objeciones a esta teoría son, primeramente, que la mente primitiva más salvaje no posee una idea tan clara del espíritu como la distinción del cuerpo que está aquí implicada; en segundo lugar, que el argumento no explica de modo satisfactorio casos indudables de adora-
ción de fenómenos naturales; en tercer término, que si la teoría fuera verdadera, uno debería esperar que se encontrase un culto universal de espíritus (ghosts), lo cual no es de ningún modo el caso [p. 3]. He aquí una muestra de tergiversación de una teoría como vía espuria para su impugnación. Veamos por qué ninguna de estas tres objeciones es válida. La primera, porque deforma la explicación de Tylor. La segunda, porque precisamente el fenómeno que menciona sólo puede explicarse, sin incurrir en petición de principio, mediante la previa hipótesis animista. La tercera, porque puede mostrarse que —salvo que se pruebe que existen excepc i o n e s — la creencia y, frecuentemente, el culto a alguna forma de entes espirituales o fantasmas es universal, a no ser en las minorías ilustradas que mediante el estudio y la observación hayan superado la edad del mito. La falta de un examen directo de Primitive culture, y el hecho de confiarse a breves referencias de segunda mano, han llevado incluso a escritores muy notables y totalmente liberados de todo prejuicio religioso —consciente o inconsciente— a descartar la explicación animista. Así sucede, en este punto concreto, con James Thrower, autor de un excelente l i b r o , The alternative tradition. A study of unbelief in the Ancient World (La H a y a , 1980). T h r o w e r ofrece un sugestivo panorama de las raíces de la concepción materialista de la realidad — q u e él prefiere designar como naturalismo— en las culturas antiguas, en lucha con la visión mítico-religiosa i n c u b a d a en la mente p r i m i t i v a y continuada en multitud de formas hasta hoy. En su capítulo introductorio, en el que examina esta mentalidad mítica, hace referencia fugaz al legado de Tylor de la mano de uno de sus críticos, H e n r i Frankfort, y afirma que las relaciones del hombre prehistórico o p r i m i tivo con el m u n d o van mucho más allá de la teoría «animista» de la religión, tan popular en el siglo X I X y no desconocida en los escritos de especialistas de hoy. Nada podía, de hecho, estar más alejado de la manera en la que el hombre «primitivo» responde al mundo que esta teoría, que ve al hombre «primitivo» como preguntando y respondiendo al mundo, en su propia manera cautivadora si bien inmadura, a cuestiones similares a las que
ahora nos preocupan a nosotros mismos. Sea lo que se quiera, la mitología no es ciertamente protofilosofía o protociencia. La mitología viva [...] delata una aprehensión enteramente diferente de la realidad respecto de la que caracteriza ahora la aproximación al mundo predominante en Occidente [pp. 17-18]. Salvada esta última aserción, que nadie sensato discutiría, el resto de su presentación de este asunto no puede ser más desafortunada, porque repite los erróneos estereotipos antitylorianos b i e n c o n o c i d o s . T y l o r n o c o n t e m p l a e l h o m b r e prehistórico como alguien ensimismado y que se pregunta: ¿qué factor antropológico puedo yo encontrar, mediante un análisis lógico, que me permita identificar, en v i r t u d de un razonamiento por exclusión, el elemento que hace posible mis sueños, mis visiones de muertos, etc., y que me consta que no puede ser el cuerpo?... Si la prosa de Tylor puede a veces i n d u c i r a esta representación del pensador primitivo, la lectura atenta de su libro no autoriza a endosarle esta caricatura de lo que él nos quiso enseñar sobre el [_ hombre primitivo. Este no inventó el alma a través de un razonamiento formal de carácter deductivo, sino mediante inferencias coyunturales intuidas en el contexto de múltiples experiencias v i tales que generaban en él un estado de perplejidad, cuando no de inquietud o angustia, que ponía en marcha sus facultades explicativas en sus formas mitopoyéticas. A tuerza de querer inmunizarse contra toda tentación de etnocentrismo o de anacronismo, la antropología que intenta recuperar al hombre en su estado primitivo se ha olvidado de que era un ser capaz de pensar, de reflexionar sobre los hechos de su experiencia, y de sacar conclusiones prácticas del acervo de todas sus observaciones empíricas cotidianas o excepcionales. Este proceso explicativo en nada se asemeja a un deporte teorético, sino que era una verdadera necesidad cognitiva, en el sentido amplio de esta expresión, que había que satisfacer en el seno de una vida saturada de riesgos, temores y emociones, de urgencias de todo orden (de alimentarse, reproducirse, subsistir, etc.). Al supuesto intelectualismo tyloriano se le ha opuesto un modelo de explicación antropológica del hombre p r i m i t i v o que mutila arbitrariamente su figura y lo presenta como un ser puramente reactivo e incapaz de especular sobre sí mismo y su m u n d o . Esto
sí es una caricatura, y no el hombre del animismo tal como lo presenta Tylor. Repitamos, con Lévi-Strauss, que el hombre p r i mitivo desarrollaba «operaciones mentales diferentes en apariencia a las nuestras, pero que son intelectuales con los mismos títulos». Me parece evidente que el resultado de la introspección, la reflexión y la observación que ejerció el homo sapiens en la aurora de la cultura consistió en el ominoso invento, entre otros, del alma — d e n o t a n d o convencionalmente nosotros con este término la idea de un principio anímico tal como lo describió T y l o r — . T h r o w e r está condicionado en exceso, en su legítimo afán de caracterizar la visión mítico-religiosa de la realidad, por el p r u rito de descalificar la hipótesis animista en su núcleo originario, reiterando una vez más que sería un error ver al hombre «primitivo» —antiguo o moderno— como argumentando por analogía desde el mundo humano en orden a explicar fenómenos naturales, porque, como anota Frankfort de nuevo, el hombre primitivo simplemente no conoce un mundo inanimado y, por esta razón, no «personifica» fenómenos [p. 18]. En esta afirmación — e n sí misma contraria a la bien registrada tendencia a las proyecciones antropomorfistas de los p r i m i t i v o s — se esconde una posición contradictoria con lo que había afirmado en el párrafo anterior, a saber: Quizás la mayor de las diferencias entre la relación del hombre Occidental con el mundo y la que tiene el hombre «primitivo» —antiguo y contemporáneo— radica en el hecho de que para el hombre moderno el mundo fenoménico es experimentado como impersonal —-como un «Ello» contrapuesto a é l — mientras que para el «primitivo» el mundo es, a veces, experimentado como personal, como un «Tú», que lo confronta como una presencia viva, hasta el punto de que los fenómenos naturales son frecuentemente concebidos por él en términos de sucesos sobrenaturales y cósmicos [p. 17. Cursivas mías]. Si esta diferencia es «quizás la mayor», no se entiende por qué dice que ello ocurre «a veces», «frecuentemente». ¿Percibía ya más o menos vagamente su propia contradicción?... En todo caso, T h r o w e r afirma, con Frankfort, que
el hombre primitivo no conoce un mundo inanimado [y a renglón seguido declara, contra lo que dijera más arriba, que] por esta razón él no «personifica» los fenómenos. [Para mayor confusión agrega que] algunas veces, el mundo «natural» que lo confronta es un mundo que está vivo y él es vivo, y tiene, por consiguiente, sólo un modo de discurso —el personal— [p. 18. Cursivas mías]. ¿En qué quedamos, «personifica» o no?... La respuesta debe ser sin duda positiva. C o m o dije en mi crítica a Marett, de quien Frankfort y compañía no son más que el eco, si se toma la palabra personificación o personalización en un sentido analógico pero operatorio y sustantivo, entonces es válido afirmar que la animación del mundo por el hombre prehistórico tuvo lugar en virtud de sus proyecciones antropomórficas del principio animista que él c o m e n z ó d e s c u b r i e n d o en sí m i s m o , p r o y e c c i o n e s sobre el m u n d o animal, vegetal y natural que convertían a los entes de su entorno en sujetos de interlocución e intercomunicación. L a realidad, en sus elementos componentes, no sólo se animaba, sino que se subjetivizaha también; es decir, se interpretaba connaturalmente como una concurrencia de intencionalidades, finalidades e influencias entre sujetos de las más variadas especies, pero con la nota común de haber sido inconscientemente investidos por el ser humano del atributo anímico —alma o como se desee l l a m a r l o — . La proyección animista conducía necesariamente a personificar de algún m o d o a sus receptores, y en esta notabilísima operación el ser humano interpretaba la presencia y el comportamiento de éstos en términos de finalidad, con lo cual no hacía otra cosa que transferirle, ilusoriamente o no, su propia estructura psíquica enraizada en su sistema nervioso central. Este m u n d o animado no presentaba, para el hombre p r i m i t i v o , las habituales escisiones conceptuales entre lo natural y lo sobrenatural, lo causal y lo casual, lo necesario y lo azaroso, sino que era asumido como una red inextricable de entes y sucesos que procuraba controlar en la medida de sus posibilidades, unas veces actuando conexiones reales, otras veces fabulando conexiones ilusorias. Pero unas y otras, razonablemente integradas en una visión mítico-mágico-religiosa del m u n d o que se regía p o r modestas pretensiones de racionalidad, aunque algunos de sus referentes fundamentales fuesen falsos o
ilusorios en términos epistemológicos. Pretender, como lo intenta L u d w i g Wittgenstein en su escrito Bemerkungen über Frazers The Golden Bough publicado postumamente, que las visiones mágicas y religiosas no pueden tomarse nunca como erróneas — c o m o hicieron Frazer, Tylor, etc.— porque las acciones rituales no i m p l i can creencias o teorías, me parece que equivale a introducir una gran confusión conceptual. P o r mucho virtuosismo simbolizante que se ponga en la tarea, Wittgenstein jamás podrá probar que las conductas mágicas, o las religiosas en general, no esconden implicaciones noemáticas de algún tipo, aunque no se expresen siempre como creencias o no se formulen como teorías. Incluso la conducta más irracional tiene un sentido porque su agente persigue una finalidad. Y toda relación medios-fines postula siempre un elemento de racionalidad. Cualquier acto humano, p r o d u c i d o en un contexto cultural, en el que siempre está inserto el ser humano, arrastra siempre un sentido (Sinn) además de una significación o referente (Bedeutung), por muy tácitos o eludidos que resulten. Y desde la altura de nuestros criterios epistemológicos de hombres civilizados —basados en la observación empírica y el método científico—, siempre estaremos legitimados para emitir juicios de verdad o de falsedad sobre los supuestos noemáticos que funcionaban en las mentes primitivas. A u n q u e en m i opinión Tylor y Frazer explicaron erróneamente el fenómeno de la magia, sus calificaciones epistemológicas sobre el m i s m o eran perfectamente legítimas. La magia es real y verdadera en cuanto fenómeno y falsa en cuanto a sus supuestos. A f i r m a r que la filosofía no debe proponerse explicar porque no es ciencia, sino describir, es una muy problemática concepción de las relaciones entre filosofía y ciencia, concepción que no comparto pero que comprendo que haga las delicias de los promotores, no sólo de lo religioso, sino de lo irracional en general. U n a de las felices excepciones a la batería antityloriana se encuentra en el pensamiento de M a r v i n H a r r i s respecto de los orígenes de la religión. Estima H a r r i s , a mi juicio muy controvertidamente, que la diferencia entre una creencia religiosa y una creencia científica no viene marcada por el grado de verificación científica a que se somete
una teoría [...]. L o que diferencia la religión de la ciencia no es la calidad de la creencia; ocurre más bien, como sir Edward Tylor fue el primero en plantear, quejtodo lo que hay de netamente religioso en la mente humana tiene su base en el animismo, la creencia de que los hombres comparten el mundo con una población de seres extraordinarios, extracorpóreos, en su mayoría invisibles, que comprende desde las almas y los espíritus hasta los santos y las hadas, los ángeles y los querubines, los demonios, genios, diablos y dioses [...]. Dondequiera que la gente crea en la existencia de uno o más de estos seres, habrá religión. Según Tylor, las creencias animistas están generalizadas en todas las sociedades; después de un siglo de investigación etnológica está todavía por descubrir una sola excepción a esta teoría [Our kind, trad., Madrid, 1991, p. 384. Cursivas mías]. H a r r i s se interroga, ¿por qué es universal el animismo? Tylor estudió la cuestión con detenimiento y pensaba que una creencia que volvía a aparecer una y otra vez en momentos y lugares diferentes no podía ser el producto de la fantasía. Por el contrario, debía fundamentarse en hechos y experiencias de carácter igualmente recurrente y universal. ¿Cuáles eran dichas experiencias? Tylor señalaba los sueños y trances, las visiones y sombras, los reflejos y la muerte. Durante los sueños el cuerpo permanece en la cama y, sin embargo, otra parte de nosotros se levanta, habla con la gente y viaja a tierras lejanas. Los trances y visiones provocados por las drogas constituyen, asimismo, una prueba clara de la existencia de otro yo, distinto y separado del cuerpo. Las sombras y las imágenes reflejadas en el agua tranquila apuntan a la misma conclusión, incluso en plena vigilia. La idea de un ser interior, un alma, da sentido a todo lo anterior. Es el alma la que se aleja mientras dormimos, permanece en las sombras y nos devuelve la mirada desde el fondo del estanque [ob. cit., pp. 385-386. Cursivas mías]. Así de sencillo y, a la vez, de enigmático. «Los cambios que se han p r o d u c i d o en las creencias animistas desde el Neolítico —añade H a r r i s — atañen a cuestiones de énfasis o de complejidad» (p. 387). No obstante, Harris no dejó de señalar una debilidad de la teoría animista tyloriana: su carencia de un marco institucional que asumiera con rigor la dimensión sociológica del animismo. Es un
reproche justificado. En su obra The rise of anthropological theory (Nueva Y o r k , 1968) indica Harris que pese a su vasta erudición, sus altos niveles de evidencia, y su señorial andadura, Primitive culture es curiosamente un libro unilateral. Si Ancient society [de H. Morgan] sufre de descuidar la ideología, Primitive culture sufre aún más de su descuido de la organización social y la economía [...]. Incluso como un tratamiento de la religión [...], tiene sus manifiestas limitaciones, pues se consagra casi exclusivamente a lo cognitivo como distinto de los componentes institucionales de la religión. [Pero la acusación de mentalismo se refiere, no a la explicación tyloriana de la génesis de la religión, sino específicamente a] la explicación causal de la evolución de las creencias animistas [aspecto que para Tylor parece centrarse, de modo bastante vago, en el hecho de que] la mente humana tiene capacidad de perfeccionarse a sí misma pensando más claramente. [Agrega Harris que] la explicación por la cual Tylor conecta la ideología con la estructura social corresponde exactamente a la de Lubbock (y Solomon): los hombres modelan sus panteones de acuerdo con sus propios gobiernos [pp. 202-203. Cursivas mías]. En efecto, esto es decir poco, aunque no deje de ser algo, y orientado en el buen sentido. Para un buen conocedor del materialismo histórico como H a r r i s — q u e se sitúa en esta línea aunque con importantes matices—, la obra de Tylor se escora hacia una tematización demasiado subjetivista del hecho religioso. Sin embargo, no debe olvidarse que a un pensador hay que valorarlo por lo que quiso decir, por los contenidos positivos de su contribución, más que por lo que no se propuso investigar, aunque esta ausencia de aspectos importantes de la evolución religiosa exige su inserción en un marco metodológico que permita reintegrar, conceptual y empíricamente, dichos aspectos, que son de relevancia decisiva para comprender las funciones sociales de la religión. En suma, puede decirse que H a r r i s ha reconocido en sus justos términos la inmensa aportación de Tylor a la comprensión de las raíces últimas del fenómeno animista como umbral del hecho religioso, aunque haya ciertamente descuidado los contextos familiares y tribales de ese fenómeno — e n cuanto a su origen—, y los marcos económicos, sociales y políticos de la religión — e n cuanto a su evolución—.
2.
I N D I G E N T E APOLOGÉTICA
Réplica a Enrique Romerales*
En la revista Razón y Fe (enero de 1996), el profesor E n r i q u e Romerales (ER) ha publicado un artículo titulado «¿Elogio del ateísmo?» para criticar un libro mío del mismo título pero sin las interrogaciones, del que un amigo me entregó una fotocopia el 22 de marzo. Celebro que por primera vez una revista católica se haya ocupado de mis escritos. Hasta ahora, la estrategia del silencio ha sido la norma. El articulista, probablemente por encargo, se propuso no tanto refutar como desacreditar. Puede agruparse su argumentación en dos secciones: argumentos ad hominem y argumentos ad rem.
A R G U M E N T O S AD HOMINEM 1.1. Estos argumentos van siempre dirigidos a la persona del autor de una idea o una conducta, y suelen responder al deseo, explícito o implícito, de desautorizarlo o desacreditarlo presentándolo como no calificado o legitimado para adoptar tal conducta o proponer tal idea, bien por razones de deshonestidad moral, bien por razones de incompetencia intelectual. Si una crítica que comience argumentando ad hominem logra impresionar al lector, entonces tiene ya mucho camino andado para revestir de un halo de superioridad los argumentos ad rem que vaya a presentar. Suele ser una argumentación poco noble, cuando no innoble. Pero * Esta réplica fue remitida a Razón y Fe el 12 de abril de 1996, apenas quince días después de haber leído el artículo del señor Romerales, pero no pudo ser publicada por razones editoriales.
así inicia ER su crítica. En letras negritas grandes denuncia mi «ignorancia bibliográfica básica». Ni más ni menos. Lo cual estima que «está fuera de lugar si se trata de un libro con algún rigor académico». El mayor dislate que puede cometer un crítico es no saber situar el objeto de su crítica en el marco natural al que pertenece. Esto puede deberse a estupidez o a mala fe, o a ambas cosas a la vez. C r e o sinceramente que este último es el caso de E R . Porque, en efecto, el sesgo de su belicosa crítica incurre en una torpe confusión de géneros literarios, al tomar el capítulo primero de mi l i b r o («Preguntas y respuestas»), en el que centra principalmente su magra artillería, por lo que no es ni p u d o ser. Ese capítulo rep r o d u c e literalmente el texto de mis contestaciones a una encuesta de J. M. G i r o n e l l a titulada Nuevos cien españoles y Dios (Barcelona, 1995). ¿Cómo puede imaginar alguien que en tal coyuntura debía yo insertar en mis respuestas cualquier referencia bibliográfica?... Ni a mí se me habría ocurrido, ni el encuestador me lo hubiera permitido por improcedente pedantería. ER me recuerda a D o n Quijote lanceando con ardor molinos de viento. Pero lo que agrava el asunto se debe al hecho de que ER había leído en el «Addendum» a mi ensayo — p o r q u e las c i t a — las palabras con las que informo de que, después de mis primeros contactos, hace muchos años, con la filosofía analítica sobre temas de religión, «he procurado mantenerme aproximadamente al día del status quaestionis en la filosofía occidental, sobre todo en la órbita anglosajona». No cabe, pues, presumir que ER actúe de buena fe al afirmar gratuitamente que yo ignoro la bibliografía básica. H a y animus iniuriandi, cuando se tiene por mentira lo que otro testimonia sobre sus lecturas. Esta actitud pueril y perversa se acompaña de la jactancia del niño que quiere demostrar que él sí se sabe bien la asignatura: «para que el estar al día del señor Puente Ojea — e s c r i b e — resulte algo menos "aproximativ o " me permito recomendarle tres obras: The miracle of theism ( O x f o r d , 1982), de J o h n M a c k i e . . . ; Experience, explanation and faith (Londres, 1984), de A n t h o n y O ' H e a r ; y especialmente On the nature and existence of God (Cambridge, 1991), de R i c h a r d G a l e [...]». Pues bien, los tres figuran en mi biblioteca, y de mi lectura quedaron marcados y anotados en numerosos pasajes. Pero
seguramente, ¡para creerme ER necesitaría testimonio notarial!... Inaudito.
1.2. El otro argumento ad hominen de ER es de otro tenor y menos insólito, porque se deriva indirectamente de la materia en discusión. Consiste en el cargo de que yo practico un «positivismo fenecido», que figura igualmente en grandes letras negritas. H o r r i b l e pecado para los creyentes en milagros, y que prueba mi atraso intelectual. La doctrina sobre la demarcación entre ciencia y no-ciencia sigue siendo suscrita por innumerables teóricos de la ciencia e i n vestigadores científicos en su práctica cotidiana. C o m o es sabido, fue formulada primeramente por K. Popper, en The logic of the scientific discovery (Londres, 1959, Parte i) y en Conjectures and refutations (Londres, 1963, capítulo 3), y sostiene que una hipótesis debe ser falsable (refutable) si aspira a formar parte de la ciencia, y solamente es falsable si existe o cabe imaginar algún enunciado observacional (empírico) que sea incompatible c o n ella. El presupuesto de la demarcación es el p r i n c i p i o del empirismo, que P o p p e r define así: «Sólo la experiencia puede ayudarnos a decidir sobre la verdad o falsedad de los enunciados Lácticos» (Objective knowledge, L o n d r e s , 1972; p. 25 de la t r a d . esp.). «Llamo problema de la demarcación —escribe P o p p e r — al de encontrar un criterio que nos permita distinguir entre las ciencias empíricas, de un lado, y los sistemas "metafísicos", d e l otro» {The logic..., trad. esp., p. 34). Y en este sentido, «el criterio de demarcación que hemos de adoptar no es el de verificabilidad, sino el de falsabilidad de los sistemas [...]: ha de ser posible refutar p o r la e x p e r i e n c i a un sistema científico e m p í r i c o » {ibid., p. 40). H a y enunciados falsables que no han sido falsados, pero pueden en p r i n c i p i o serlo. Otros que, siendo falsables, han sido luego falsados o satisfactoriamente confirmados. P o r ejemplo, la h i pótesis de U. Le Verrier sobre la probable existencia de un nuevo planeta (el futuro N e p t u n o ) era falsable, y fue c o n f i r m a d a en 1846 por J . G . G a l l e . L a historia del descubrimiento d e N e p t u n o es un caso particular, en su momento, de corroboración de una
teoría falsable —las leyes newtonianas de la gravitación—. La h i pótesis matemática de la existencia de un planeta desconocido como explicación de desviaciones orbitales registradas fue confirmada empíricamente algunos años después de formulada la h i pótesis. El filósofo I. Laicatos ha interpretado erróneamente esta historia como presunta prueba contra el criterio popperiano de falsabilidad, s u p o n i e n d o que importantes teorías, como la de N e w t o n , son realmente infalsables porque incluyen la cláusula coeteris paribus — q u e elimina cualquier factor que no esté previamente asumido por la teoría—. C o n razón, K. Popper, en su réplica Lakatos on the equal status oj Newton 's and Freud's theories (en P. A . Schilpp, ed., The phüosophy of Karl Popper, L a Salle, 1974), señala que «en tanto que es cierto, por supuesto, que existen casos como el que Lakatos discute, también es cierto que un vasto número de órbitas observables no podrían tratarse mediante tales hipótesis auxiliares [...] Así, tenemos muchos, m u chos, falsificadores potenciales, y la historia de Lakatos no es, en este sentido, "característica"» (p. 1007). La teoría de N e w t o n no sólo es falsable, sino que ya ha sido falsada (experimento M i c h e l son-Morley, teoría de la relatividad, cohete a la luna, etcétera). Lakatos comete otro error cuando pide a P o p p e r que explique qué requisitos harían a su vez falsable su teoría de la falsabil i d a d . Este último responde que su teoría «no es empírica, sino metodológica y filosófica, y por consiguiente no necesita ser falsable. La falsabilidad es un criterio de demarcación, no de significado» (p. 1010). El intento de invalidar el criterio de falsabilid a d i n v o c a n d o la historia d e l desarrollo real de las teorías (Lakatos) o de los cambios de paradigmas científicos (Kuhn) resulta un esfuerzo baldío porque se funda en una confusión conceptual, pues el criterio de falsabilidad es un método lógico que pertenece al campo de la filosofía de la ciencia, y en cuanto tal no identifica falsabilidad con abandono de las teorías falsadas. Cuando dicho criterio se aplica con éxito a una teoría científica, ésta «es eliminada como pretensión de verdad —es decir, refutada, pero no necesariamente abandonada—» (p. 1009). U n a compleja red de motivos prácticos puede hacer que los marcos de referencia o los paradigmas de la investigación en que funciona esta teoría conserven temporalmente su vigencia. La falsabilidad es un
criterio indispensable, y el p r o p i o Einstein «señaló repetidamente qué clase de resultados consideraría él como refutaciones cruciales de sus teorías» (p. 1008). P o r el contrario, la creencia en el dios mitológico N e p t u n o jamás puede someterse a métodos de falsabilidad o confirmabilidad. Análogamente, la existencia de D i o s , o del alma inmaterial e inmortal, o de las Ideas platónicas, etc., no son enunciados falsables, ni intersubjetivamente pertinentes porque son inidentificables. Ser falsable (lo que implica identificabilidad intersubjetiva) es el criterio decisivo para la pertinencia de un enunciado en términos de cognoscibilidad real. El criterio popperiano no está totalmente exento de dificultades metodológicas, y el lector puede informarse sobre ellas de m o d o sencillo en la exposición de los problemas de la base empírica y de los grados de testabilidad que ofrece A . F. Chalmers, ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? (trad., M a d r i d , 1984, caps. 4, 5 y 6). Sin abandonar nunca su criterio de demarcación, Popper, en el contexto de su relativa adhesión al realismo metafísico entendido estrictamente como conocimiento objetivo de la realidad, ha admitido después que «las teorías metafísicas no contrastables (i.e., irrefutables) pueden ser defendidas racionalmente» (Objective knowledge, trad. esp., p. 47, nota 9). Esta concesión no podría interpretarse como un aval a la especulación metafísica o teológica en términos de conocimiento objetivo. A estos efectos, defino como enunciado metafísico o teológico el que recae sobre objetos cuya existencia empírica no puede mostrarse mediante criterios intersubjetivamente contrastables según las exigencias de la falsabilidad. Esta definición me parece válida al margen de la discusión sobre si tal enunciado carece de significado (como propugnaba el positivismo extremo), o si posee significado pero no es falsable, o si es falsable y además puede probarse que es falso. Un enunciado no falsable puede tener el significado gramatical que le asignen las reglas establecidas dentro de un lenguaje determinado (por ejemplo, un lenguaje metafísico o religioso), pero este significado no garantiza la realidad factual de sus referentes, a no ser que se asumiera la inadmisible pretensión de que el referente o significado (Bedeutung) de un término o enunciado es su p r o p i o sentido {Sinn), usando la terminología de G. Frege, bien conocida. La hipótesis de un dios
como p r i m e r a causa eficiente, eterna, universal, omnipotente, omnisciente, suprema en grandeza y b o n d a d , es un enunciado metafísico-religioso sin ninguna virtualidad cognitiva. Si a esa idea se asocia — l o que, indebidamente, no suelen hacer los filósofos analíticos— el atributo de providente (un ser que dirige e interviene en el curso de la historia), su inverosimilitud, en términos de coherencia conceptual, todavía se incrementa, porque el panorama real de la sociedad humana desmiente cotidianamente su bondadosa providencia. La mente humana carece de medios cognoscitivos para registrar objetivamente hechos o entes situados fuera del reino de la experiencia. En la historia de la filosofía hay un momento a partir del cual la metafísica quedó deslegitimada en cuanto conocimiento objetivo, y ese momento tiene un nombre p r o p i o , el de I. Kant. L o s filósofos de Viena, Cambridge y O x f o r d trabajaron sobre sus cimientos, y no parece que estos hitos irreversibles puedan darse por fenecidos. Mientras tanto, la investigación científica en todos los campos se mueve con éxito deslumbrante en el plano de las objetividades empíricas. H o y , algún físico especulativo se ha p r o p u e s t o legitimar «científicamente» las ancestrales creencias de la fe mediante el uso paralogístico de razonamientos matemáticos construidos a partir de hipótesis derivadas de algunos supuestos de la física actual. Es el caso, por ejemplo, de Frank J. Tipler en su sensacionalista l i b r o The physics of immortality. Modern cosmology. God and the resurrection of the dead (1994) — q u e ahora puede conocerse en traducción castellana ( M a d r i d , 1996)—, l i b r o precedido de una serie de notas y ensayos publicados entre 1981 y 1992, que intentan extrapolar al ámbito de la cosmología filosófica los elementos de la teoría general de la relatividad y de la física cuántica. No parece que haga falta ser experto en alta matemática, sino sólo leer atentamente guiados por las reglas de la metodología y el sentido común, para percatarse de los arbitrarios saltos que ejecuta Tipler desde el nivel de sus elucubraciones matemáticas hasta su pretensión ideológica de convalidar las implicaciones metafísicas y teológicas del teísmo. En este tipo de funambulescos ejercicios, se pierde toda posibilidad de respetar el sano criterio popperiano de demarcación como piedra de toque de la racionalidad científica, y se da pábulo a la utilización proselitista de
simples especulaciones presentadas con el sello de la ciencia por aquellos que trafican en credulidad, lo que resulta sumamente pernicioso para el recto uso de la razón.
1.3. Eminentes filósofos lógico-positivistas han asumido el criterio de demarcación y lo han aplicado con manifiesta eficacia al debate sobre la teología y la religión. Ocupémonos concisamente de A. Flew y K. Nielsen, a quienes ER desea arrojar al basurero de la historia. El punto inicial de su reflexión podría decirse que se sitúa en la crasa incoherencia fáctica del concepto de un D i o s sumamente bueno y a la vez que todo lo puede y todo lo sabe, y del concepto de una criatura que se define como causa libre de sus actos pero que nada podría hacer sin el concurso de la causa p r i mera divina. E n el marco de este doble concepto, ¿qué responsabilidad recae sobre cada uno de sus sujetos?... En un libro que hizo época, y cuyos interrogantes no sólo no han fenecido — c o m o querría E R — , sino que siguen vivos y lacerantes, los New essays in philosophical theology (Londres, 1955), editados por A. Flew y A. M a c l n t y r e conjuntamente, el primero de ambos publicó su brillante ensayo Theology and falsification, cuyas líneas fundamentales serían luego desarrolladas en otros tres libros: God andphilosophy (Londres, 1966), The presumption of atheism (Londres, 1976) y, en colaboración con T. M i e t h e , Does God exist? A believer and an atheist debate (Londres, 1991). La posición liminar de Flew es clara y apenas discutible: si alguien afirma algo, un m o d o inequívoco de entender lo que dice «es intentar encontrar qué consideraría él como contrario a, o incompatible con, su verdad. Porque si la expresión es efectivamente una aserción, ello será necesariamente equivalente a una negación de la negación de esa aserción» {The presumption of atheism, p. 73). Es decir, «afirmar que tal y tal es el caso, es necesariamente equivalente a negar que tal y tal no es el caso» (p. 77). A pesar de esta evidencia lógica, los increyentes tienen la impresión de que «no hay ningún acontecimiento, o serie de acontecimientos, cuya ocurrencia fuera admitida por gentes religiosas sofisticadas como una razón suficiente para conceder que " n o hay un D i o s , des-
pues de t o d o " , o que "entonces realmente D i o s no nos ama"». F l e w propone este ejemplo: Alguien nos dice que Dios, como un padre, ama a sus hijos. Esto da seguridad. Pero entonces vemos a un niño muñéndose de un cáncer de garganta inoperable. Su padre terrenal se vuelve loco en sus esfuerzos para ayudarlo, pero su Padre Celestial no muestra signo alguno de cuidado. Se introduce alguna cualificación —quizás el amor de Dios es "un amor no meramente humano"—, y comprendemos que tales sufrimientos son enteramente compatibles con la verdad de la aserción de que «Dios nos ama como un padre (pero, por supuesto,...)». De nuevo recobramos la seguridad. Pero entonces tal vez preguntamos: ¿qué valor tiene esta seguridad del amor de Dios (adecuadamente cualificado), o contra qué garantiza realmente esta aparente garantía? [En consecuencia, Flew plantea la cuestión]; ¿qué tendría que ocurrir, o haber ocurrido, que constituyese para usted una prueba en contrario del amor de, o de la existencia de, Dios? [p. 74]. Si el teísta se atuviese al criterio de falsabilidad, tendría que reconocer que sus aserciones quedaban invalidadas por hechos concretos incuestionables. Sólo le quedaría, como recurso práctico in extremis, refugiarse en una actitud fideísta irracional, salvo que estuviera dispuesto a sacrificar uno de estos dos atributos de D i o s : la omnipotencia o la b o n d a d suma. Pero entonces ya no se trataría de la fe monoteísta de las religiones del L i b r o . Desde ahora parece claro que las afirmaciones teístas tradicionales son infalsables en v i r t u d de dos órdenes de razones: a. P o r la propia incoherencia interna de los atributos divinos entre sí, en el contexto de este mundo real de criaturas humanas que es el nuestro; b. P o r la imposibilidad de reconocer que hechos concretos de experiencia desmienten esas afirmaciones, a consecuencia de las cualificaciones adicionales a las que recurre la teología para intentar superar las mencionadas contradicciones internas. Pero «la acción protectora de la cualificación» obliga a pagar el alto precio de un discurso que desborda sin cesar los límites
del buen sentido, para cobijarse en las anfibologías de un doble lenguaje que salve «la explosiva síntesis de incompatibles a que ha dado lugar la mezcla de las tradiciones judía y griega en la teología cristiana». Esta síntesis «ha identificado al D i o s de Israel, activo, vivo y operante [...], c o n una entidad más abstracta y carente de vida, que procede de una tradición muy diferente: la de la F o r m a o la Idea del Bien y lo Real en La República» (Does God exist?..., cit., p p . 114-115 de la trad. esp.). Este juicio de Flew me recuerda el contraste entre el visionario de Nazaret y su mesianismo escatológico, y el Cristo helenístico y su concepción cósmica dualista del reino invisible y universal de las almas. De todos estos contrastes nacería el híbrido que es la fe cristiana.
1.4. Sin embargo, ER y los teístas se empeñan en afirmar, no sólo que «la idea misma de Dios» es coherente, sino que es abusivo pretender lo contrario. Para seguir informando a mis lectores, me detendré un instante en las reflexiones de K. Nielsen sobre la i m posibilidad de construir un concepto de D i o s que, en último término, no hunda sus raíces en el antropomorfismo, porque el ser humano, aunque analogado inferior, es la única plataforma de referencia para formar la Idea de un ser perfectísimo. No es posible creer o no creer «en alguna proposición putativa», si no con o z c o mínimamente su s i g n i f i c a d o , pues «si no es p o s i b l e mostrar al menos qué experiencias concebibles p u e d e n presentarse en favor o en contra de la pretensión de que D i o s creó los cielos y la tierra, y que ama a sus criaturas, entonces estos enunciados putativos están vacíos de significado factual y cosmológico». Son los atributos del ser humano los únicos que, paradójicamente, otorgan coherencia e incoherencia al ser divino, porque la ontoteología se construye inevitablemente via negationis. La pretensión del teísmo de que estos contenidos pertenecen en propio a la idea de D i o s es ociosa, «si ninguna afirmación basada en la experiencia, ni siquiera afirmaciones que se refieran a lo que es lógicamente posible para la experiencia, cuenta en favor o en contra de su verdad » (God, scepticism and modernity, O t a w a , 1989, p p . 28-29). C o m o señalaba Flew, la afirmación «Dios existe» es compatible con cualquier estado de cosas, y el teísta «tiene
que describir un giro concebible de los acontecimientos que, si tuviera lugar, sería suficiente para garantizar la alegación de que no es el caso que D i o s hubiera creado los cielos y la tierra [...]», etc. De un m o d o o de otro, el concepto de D i o s , tanto para su comprensión como para su justificación, depende siempre de referencias empíricas y antropomórficas. El Desafío de la Falsificación, agrega Flew, «no es una cuestión retórica, sino un auténtico y — c r e o y o — poderoso instrumento de investigación para descubrir lo que realmente se dice en diferentes ocasiones» {The presumption of atheism, p. 79. Cursivas mías). ER me recuerda, cuando me imputa ignorancia bibliográfica, al padre C. B. Daly acusando a F l e w — u n o de los filósofos más al día— ¡de ignoratio elenchü Para un examen reciente sobre el debate de la falsabilidad, remito al libro de Nielsen, Philosophy and atheism (Buffalo, 1985). E R declara que decir que Dios no es un posible objeto de experiencia no implica decir que la experiencia sea irrelevante para el tema de la existencia de Dios [...] Pero precisamente varios hechos cuentan contra el teísmo: el mal físico, lo errático de la historia, el mal moral, las explicaciones psicologistas de la experiencia religiosa, etc. Por ello, no puede afirmarse además que el teísmo carece de significado porque es irrefutable. Este conato de reductio ad absurdum sólo consigue evidenciar la «debilidad lógica» que él me adjudica. En primer lugar, hoy el positivista no niega que el teísmo tenga un significado dentro de su propio lenguaje metafísico (como ya indiqué en 1.2.). En segundo lugar, ER parece olvidar que los teístas, acosados incesantemente por esos «varios hechos» que «cuentan contra el teísmo», recurren, como ya se ha dicho, a la única vía de escape: hacer cuantas cualificaciones se precisen para superar la férrea lógica de los hechos, introduciendo cláusulas adicionales para enmascarar las contradicciones que se generan en sus conceptos de D i o s y la criatura libre, íntimamente articulados e interdependientes. P o r esta vía espuria, el teísmo escapa a todo intento de aplicarle criterios de falsabilidad. EL atributo de ser providente — q u e extrañamente M a c k i e , O ' H e a r , G a l e y otros omiten en sus
análisis— es el camino real de la evasión teísta: la idea de una i n tención oculta de un D i o s que sólo obedece a pautas y planes de justicia cuya lógica se postula como necesariamente incomprensible para los humanos por estar soterrada en el mysterium de la voluntad divina, impide a radice toda ocasión de falsabilidad del concepto de D i o s . Suceda lo que suceda, sabemos a priori que ello satisfará indefectiblemente el curso de los inescrutables designios del Creador, y es bueno y benéfico para estos designios aunque no lo parezca según la óptica mundanal. Así, la reductio de ER se vuelve contra él. Ex definitione, D i o s es el sumo bien, y ningún suceso podría demostrar lo contrario. Su b o n d a d no es falsable ni p o r el mal físico ni por el mal moral. Pero el intratable problema de la teodicea sigue en pie.
ARGUMENTOS ADREM 2.1. E n t r o aquí en el cargo de la «debilidad lógica» que me adjudica E R . E n su libro Atheism. The case against God (Buffalo, 1989), G. H. Smith argumenta, sin réplica posible, que si no se posee una definición previa coherente de D i o s no cabe intentar ninguna demostración de su existencia. Esta definición ontológica, según las ideas del teísmo, consiste, a juicio de Smith, en estas dos notas: ser sobrenatural y ser trascendente, la segunda se deriva de la primera, pero no se confunde con ésta. Este acertado punto de partida va a desvelar la incoherencia del concepto de la d i v i nidad monoteísta y a mostrar, como se verá más adelante, la irrelevancia de la distinción de ER entre «concepto de Dios» y «concepciones de Dios». Hablamos del concepto judeo-cristiano de D i o s tal como ha sido vehiculado por el pensamiento de O c c i dente. Este concepto manifiesta la incoherencia p o r todos sus costados. ER califica de atraso intelectual seguir manteniendo esta afirmación, y menciona a M. M a r t i n como uno de los pocos que aún se atreven a ello en su libro Atheism. A philosophical justification (Filadelphia, 1990). ER pretende que las aporías de la idea de D i o s «son inherentes a una concepción particular de D i o s , la del teísmo medieval». Después de haberse inventado
esta víctima propiciatoria, intenta buscar refugio en una «conc e p c i ó n » de D i o s que no favorezca los atributos abstractos («como Ser, U n o , Simple o Inmutable») y que se oriente «mucho más a los atributos personales de Dios», «que es el camino seguido por R. Swinburne, y por buena parte de los filósofos de la religión actuales (incluidos críticos como R i c h a r d Gale)». ER quiere h u i r de la quema, pero el fuego de hoguera al que quiere condenar la idea de D i o s clásica del pensamiento occidental (no sólo medieval) le persigue también a él y a los suyos implacablemente. Y agrega, curándose en salud: «Sin duda, Puente Ojea acusaría tal concepción de antropomórfica. Pero tal acusación me deja frío. Efectivamente, en cierto sentido, Dios es un hombre perfecto: es una persona perfecta (aunque seguramente es menos desorientador decir que el hombre es una persona imperfecta)» (Primeras cursivas mías). Está visto que a ER todo le deja frío, en su fervor de creyente. Pero esta vez, lo mismo que muchos teístas actuales, ha empezado a quitarse el disfraz. D i o s es un Superhombre. El antropomorfismo queda así más al desnudo, pero sigue estando ahí como lo está en la ontoteología clásica. Si en el ser humano el poder, el conocer y la b o n d a d son atributos limitados p o r sus contrapuntos de impotencia, ignorancia y maldad, tomados en su operación concreta en el m u n d o jamás pueden considerarse lógicamente antinómicos, sino sólo como generadores de un m u n d o imperfecto y contingente. P o r el contrario, si adjudicamos a Dios esos atributos pero en u n grado de máxima perfección, solamente un m u n d o necesariamente perfecto salvaría a esta idea de D i o s de contradicciones. Pero como éste no es el caso, el antropomorfismo oculto en esta idea queda al descubierto. L o s atributos del ser humano de carne y hueso son, como el cliché de una fotografía, el dibujo de D i o s en negativo. El lenguaje metafísico de la ontoteología no modifica la proyección antropomórfica. L a huida hacia nuevas concepciones de D i o s sólo evitaría las amtinomias de la ontoteología si recaen en el panteísmo, que es la más trivial e irrelevante de todas las definiciones de la d i v i n i dad. No es ciertamente la posición de E R . Pero su opción personalista acaba también, en dirección opuesta, en la trivialidad. El debate sobre Dios se centra en el monoteísmo judeo-cristiano y su
sistematización filosófica occidental, e incluye, como oportunamente señala R. M. G a l e , todas las «identidades intencionales que envuelven los sucesivos usos de " D i o s " , desde A b r a h a m e Isaac hasta hoy» (On the nature and existence of God, p. 99). Es inútil intentar desviar la atención del núcleo básico del concepto occidental de monoteísmo, como invita ER en sus sesgos polémicos. Es cierto que el origen histórico de este concepto lo deja abierto a ambiguas indefiniciones, lo cual permite las más oportunistas acomodaciones y «maniobras lingüísticas», en frase de S m i t h , quien cita como muestra de la imaginación teológica el menú de atributos divinos con que nos obsequiaba el National Catholic Almanac (Paterson, 1968): «todopoderoso, eterno, santo, inmortal, inmenso, inmutable, incomprensible, inefable, i n f i nito, invisible, justo, amoroso, misericordioso, altísimo, sapientísimo, omnisciente, omnipresente, paciente, perfecto, providente, supremo, verdadero». C o m o escribe Smith, uno «se maravilla de cómo es posible declarar la incomprensibilidad de D i o s y simultáneamente enumerar veintidós atributos adicionales» (ob. cit., p. 48). En este ancho d o m i n i o se mueve en definitiva R. Swinburne cuando toma la proposición «Dios existe» (y la equivalente proposición «Hay un Dios») como lógicamente equivalente a «existe una persona sin un cuerpo (i.e. un espíritu) que es eterno, es perfectamente libre, omnipotente, perfectamente bueno, y el creador de todas las cosas». Uso «Dios» como el nombre de la persona elegida para esta descripción [The existence of God, Oxford, 1991, rev. ed., p. 8]. ¿Cómo se puede sustanciar, en términos reales, el juicio de existencia de algo tan imaginario y a sensu contrario antropomórfico, si no hay algún p r o c e d i m i e n t o de identificación intersubjetiva}... La teología de lo sublime, aunque se ofrezca sub specie personalitatis, sigue siendo «una mezcla irresoluble de cualidades finitas y un ser infinito, que transforma el D i o s cristiano en un revoltijo conceptual» (Smith, ob. cit., p. 50). Perspicazmente, indica este filósofo que «el fenómeno del "atributo l i m i t a d o " es la contradicción epistemológica central d e l D i o s cristiano» (ibid.).
La pluralidad de concepciones de Dios que sugiere ER no puede funcionar como coartada para eludir las contradicciones del concepto monoteísta de la divinidad. Escribe candidamente E R : el punto clave en toda esta discusión es una distinción —que Puente Ojea no v e — entre concepto y concepción. Un concepto es simplemente lo expresado en una definición. Pero a la hora de desarrollar y explicitar ese concepto in concreto en todas sus manifestaciones puede haber muchas concepciones diferentes, según cual sea nuestra ontología de partida. Así, aunque todos podemos convenir nominalmente en nuestro concepto de Dios (el ser infinito, necesario y eterno, omnisciente, omnipotente y moralmente perfecto, creador del universo y digno de culto) tendremos diversas concepciones de Dios (personal/impersonal, trascendente/inmanente, impasible/pasible, etc.), según nuestras diversas posiciones filosóficas de otros tópicos. A s o m b r a encontrar en un profesor universitario tanta confusión mental. ¿No ha comprendido ER que no puede definirse un concepto de Dios sin una ontología previa, y que los límites de la definición teológica del D i o s judeo-cristiano en la tradición occidental son lo suficientemente estrictos como para circunscribir estrechamente el círculo de interpretaciones posibles?... Optar, como él nos propone como posibilidad, p o r una concepción de un Dios impersonal e inmanente, por ejemplo, nos colocaría automáticamente fuera de la órbita del concepto judeo-cristiano de D i o s . Estaríamos, repito, en la trivialidad panteísta. Las dos notas más relevantes del concepto de Dios en la teología occidental — l a sobrenaturalidad como característica ontológica y la trascendencia como característica epistemológica— restringen drásticamente las alternativas que puedan imaginarse como concepciones de D i o s . En suma, la distinción que propone ER es tan inoperante que tiene todas las apariencias de ser una argucia lingüística vacía para eludir las contradicciones del concepto clásico en torno al cual gira el debate. La esencia de D i o s , como ser sobrenatural y trascendente, genera problemas en rigor insolubles para la ontoteología, al ponerla ante la exigencia de insertar en el tiempo y en la historia a un ser eterno (intemporal) que, por definición, está más allá de la naturaleza, del mundo y del conocimiento humano. Estos graves pro-
blemas comportan otros igualmente graves en cuanto a los atributos de omnipotencia, omnisciencia y máxima b o n d a d — c o m o veremos más adelante—. Para intentar resolverlos, la ontoteología se ha visto obligada a imaginar un cierto repertorio de cualificaciones o limitaciones de tales notas y atributos, en busca de explicaciones sin contradicciones de su recíproco juego en su operación concreta dentro de la historia humana. Este esfuerzo polémico y nunca satisfactorio, dirigido a superar las aporías del concepto de Dios, ha funcionado a veces como catalizador de i n coherencias inicialmente soterradas en el concepto, pero que irrumpen inevitablemente desde el momento de su aplicación in concreto. Si los teístas como ER prefieren usar benévolamente la palabra concepciones, que no se priven, pero que nadie pierda de vista que seguimos hablando de las cualificaciones, reinterpretaciones o limitaciones que cláusulas adicionales ad hoc p r o p o n e n para eludir las incoherencias o las contradicciones que yacen en el concepto de D i o s . Pues no cabe que sólo el embrujo de los nombres pueda resolver por sí mismo las aporías lógicas.
2.3. Es de toda evidencia que lo que he escrito en la p. 119 de mi Elogio del ateísmo se refiere solamente a aquellos atributos (percepción, conocimiento, voluntad...) que se supone que el ser humano comparte limitadamente con D i o s , y que este último disfrutaría como perfecciones. En consecuencia, mi texto no podría referirse a todos los atributos humanos — p o r ejemplo, la corporalidad, la naturaleza mortal, la agresividad, la sexualidad, la codicia, etc., etc., que serían impensables como perfecciones d i v i n a s — . La querella que ER suscita en este punto me parece infundada y superflua. Pienso en el conocimiento, la inteligencia, la b o n d a d , la justicia, la compasión, el amor divinos, cuando sostengo, y sigo haciéndolo, que imputados conjunta y simultáneamente como perfecciones a Dios, el sistema «estalla necesariamente en un caos de contradicciones insuperables en su inescindible operación concreta». El incurable optimismo metafísico de ER insiste en que «hasta donde alcanzamos a ver, no hay incompatibilidad alguna en el grado sumo de perfecciones típicamente atribuidas a D i o s : po-
der, conocimiento y bondad». Esta declaración equivale a decir que, según E R , el problema del mal, por poner un ejemplo mayor, ha sido resuelto filosóficamente. Sin embargo, se limita seguidamente a aducir que «nadie ha demostrado que las perfecciones no sean todas compatibles». Si previamente se introducen a placer las convenientes cualificaciones de los términos del D i c c i o n a r i o , en cada ocasión, nada es demostrable. Así, nadie podría demostrar que D i o s no ama al niño canceroso de la historia que cuenta Flew. Menos mal que, a renglón seguido y con notable inconsecuencia, ER reconoce que, en cuanto a las famosas perfecciones de D i o s , «nadie ha demostrado tampoco que sí sean composibles». Pero si no son composibles, son de hecho incompatibles. ¿Debil i d a d lógica?... El creyente sencillo, aún no pervertido por la teología, descubrió en seguida, por intuición o por reflexión, a partir de la experiencia, las contradicciones inherentes a. la idea de D i o s . ¿Quién es responsable del mal?... Un fugaz prolegómeno sobre el mal, que no existe en cuanto entidad metafísica. Es sólo un término abstracto que tiende a ontologizar una simple generalización lingüística. Tampoco existe su contraparte, el bien. La herencia griega llevó a los escolásticos a considerar la idea de bonum como un atributo trascendental del ente (ens, unum, verum et bonum convertuntur). D i o s , ens realissimum, sería el sumum bonum, y el malum sería simple privación del bien, un non bonum. A u n q u e todo esto pertenece al plano metafísico de los meros conceptos elaborados por el intelecto especulativo, conviene añadir que los conceptos negativos no tienen referente objetivo, son ficciones del lenguaje de las que la ontoteología se ha alimentado en sus delirios metafísicos (por ejemplo, no esto, no aquello, no ser, nada, etc.). Pero lo que existe es el dolor, el sufrimiento, de los seres v i vos. Sin embargo, podemos decir con p r o p i e d a d «me duele», «sufro», «causo dolor a otro», etc., en lugar de «tengo dolor, sufrimiento...», etc., para expresar situaciones de experiencia en principio indeseables para todos. ¿Quién debe responder por el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte? Para el sentido común resulta evidente que a mayor poder y saber, incumbe mayor responsabilidad. Y en el caso de un D i o s omnipotente, las responsabilidad habría de ser máxima. En estas evidencias del
hombre de la calle se enredó y sigue enredada la ontoteología d u rante siglos. Se conoce como el problema del mal o la cuestión de la teodicea. S u imposibilidad de solución se debe a los mismos postulados de la teología. ¿Es culpable D i o s , o la criatura, o ambos en diversas proporciones?... Según E R , no hay tal aporía, porque omnipotencia de D i o s no equivale a omnificencia (empleando este término de M a c k i e ) , es decir, «la omnipotencia de D i o s no significa que D i o s sea la causa de todo, sino que puede causar cualquier cosa». Arriesgada posición de E R , que encubre un enjambre de dificultades filosóficas. Parece no recordar que toda la ontoteología está construida sobre la idea de que D i o s omnipotente es causa primera y universal de todo, aunque en el proceso de la Creación su causal i d a d actúe por una cadena de causas segundas que son causadas en último término por él. D i o s es la primera causa eficiente de todo. En la naturaleza, esta idea no genera mayores problemas conceptuales, pero éstos irrumpen con fuerza cuando se trata de explicar las relaciones causales de D i o s con la criatura libre. La ontoteología afirmó siempre, pues no puede evitarlo, que incluso las causas segundas libres no pueden actuar sin el impulso —llámese praemotio, concursus o auxilium— de la causa p r i m e r a y universal. El m o d o de articulación de la causalidad divina y la causalidad humana ha p r o d u c i d o una asombrosa inversión de energía psíquica para su satisfactoria formulación en el pensamiento occidental: ni los incontables distingos, cualificaciones, subterfugios lingüísticos, hipótesis, etc., han aportado soluciones satisfactorias, porque es una cuestión irresoluble planteada en sus términos básicos. Suma b o n d a d , justicia, amor, omnipotencia, omnisciencia y libertad se entrecruzan en una red inextricable de contradicciones. Todos los artificios teóricos han resultado vanos en sus pretensiones. H a y teólogos dispuestos a admitir que D i o s es bueno pero no omnipotente; o que si fuera omnipotente no sería bueno. La interrogación sigue en pie: ¿Si D i o s conoce el acto malo que va a cometer la criatura, o el mal físico o moral que va a abatirse sobre la humanidad, siendo todopoderoso, por qué lo promueve o consiente?... ¿por qué presta su concurso indispensable a la acción de la criatura?... ¿Por qué no la impide?... El replie-
gue último y desesperado del teísta tiene un nombre: mysterium ineffabile, que i m p l i c a el sacrificium intellectus. ER reconoce una aporía con el atributo de la omnisciencia d i vina, pero inmediatamente nos tranquiliza: es «no irresoluble». N o s dice que hay otras soluciones, pero sólo nos propone la siguiente: Dios no es atemporal, sino sempiterno. Y las proposiciones sobre futuros contingentes carecen de valor de verdad [...] En tal caso, una proposición como «mañana iré al cine» carece de valor de verdad, luego nadie, ni siquiera un Dios omnisciente, puede conocer su inexistente valor de verdad. Y el que Dios ignore si voy a ir o no al cine no supone un defecto de omnisciencia, sino que dimana directamente de la naturaleza omnitemporal (no atemporal) de la naturaleza del conocimiento (de las condiciones bajo las que las proposiciones poseen un valor de verdad) y de la naturaleza del libre albedrío irreductible de los agentes racionales. Y conste que ésta es simplemente una de las soluciones ofrecidas a esa, según Puente Ojea, «aporía insuperable». Tampoco ahora parece que ER perciba los irresueltos problemas que plantean conceptos metafísicos como (¡temporalidad o sempiternidad u omnitemporalidad, referidos al D i o s eterno de la tradición judeo-cristiana. A m o n t o n a r cualificaciones que no suelen pasar de simples arreglos semánticos no equivale a vencer las aporías fundamentales. El significado científico que pueda tener el enunciado «el universo es eterno», o «el cosmos ha tenido un comienzo», o «existe más de un universo», o «el tiempo es físicamente reversible», o «el ser humano puede regresar al pasado», o «el tiempo no existe, sólo existe el espacio», etc., es tan incierto o impreciso como el significado teológico de «Dios creó el m u n do y el tiempo a la vez», o de «Dios no creó el m u n d o desde la eternidad», o de «Dios es eterno, intemporal», etc.; pero se diferencian decisivamente en que los enunciados científicos son falsables por la experiencia, mientras que los enunciados teológicos que propone ER son especulaciones infalsables, interpretaciones que sólo se someten a un criterio: cohonestar conceptos convencionales dentro de los postulados de un lenguaje especial, el lenguaje teísta de la fe, mediante cláusulas adicionales ad hoc. ¿ Q u é puede significar omnitemporalidad en el contexto de la inmutabi-
lidad d i v i n a y de la copresencialidad de t o d o en la mente de Dios?... L a técnica d e l stop gap sólo acaba abriendo nuevos agujeros. Ni en términos modales de posibilidad cabe admitirla, porque sus implicaciones son confusas. Veamos la evasión lingüística, artificio ciertamente notable. La proposición «mañana iré al cine», como futuro contingente, no comporta, como tal, un valor de verdad. Pero esta proposición podría también construirse, sin alterar su sentido, como una disyunción exclusiva: «mañana, o iré al cine o me quedaré en casa». Entonces, no pueden afirmarse a la vez los miembros de la disyunción (p y q). Pero la fórmula p\q posee una tabla de verdad, y un ser omnisciente debería conocer no sólo todos sus valores de verdad, sino también aquel que realmente se imponga, es decir, la alternativa que falsará a la otra. P e r o no deseo poner el énfasis en esta posible alternativa, porque rechazo la interpretación de la omnisciencia en términos lógico-lingüísticos. Justamente lo que habría que demostrar es que el summum ens de la definición teísta, un ser incomprensible que se sitúa más allá y por encima del contexto natural del conocimiento humano y su lenguaje de determinaciones espacio-temporales, tenga que someter su omnisciencia a los valores de verdad de enunciados lingüísticos, y renunciar a la copresencialidad intemporal de los actos de los libres agentes. El libre albedrío y los atributos divinos entran inevitablemente en colisión en razón de los dogmas teístas, y ninguna limitación puede ser más que un expediente semántico espurio. El concepto de omnisciencia divina recae sobre el conocimiento directo de hechos (pasados, presentes o futuros). De lo contrario, sería poco más que un flatus vocis, inadecuado a su definición.
2.4. J. L. M a c k i e toma inicialmente en cuenta el argumento de que no hay verdad alguna sobre lo que un agente libre decidirá hacer, plegándose a una interpretación lingüística de la omnisciencia que desea ignorar que el c o n o c i m i e n t o de D i o s recae también sobre realidades empíricas contempladas desde fuera del tiempo. A u n q u e M a c k i e enseguida va al fondo de la cuestión: si D i o s ha creado agentes libres, t u v o que crearlos sin saber
cómo usarían de su libertad. Pero este argumento tendría éxito sólo «al precio de una muy seria invasión de lo que ha significado comúnmente la omnipotencia adscrita a Dios», pues que D i o s no conozca con anterioridad lo que, por ejemplo, ha sucedido hoy, «comporta una limitación muy seria de su poder» [The miracle of theism, p. 175). Porque, ínter alia, implicaría que cuando creó a Adán y E v a no sabía lo que éstos iban a hacer. Además de las d i ficultades metafísicas para insertar a D i o s en esquemas temporales, como advierte M a c k i e , si el Creador sólo sabía lo que Adán y E v a podrían hacer, pero no lo que hicieron, entonces se habría conducido como un imprudente jugador que arriesga en una partida de dados la posibilidad de que se instalara en la vida humana el dolor y el sufrimiento. Esa conducta acreditaría maldad e irresp o n s a b i l i d a d . ¿Es éste u n D i o s sumamente bueno?... M a c k i e concluye su examen del problema del mal declarando que todavía no ha sido propuesto un concepto de libertad que exija a la vez que las elecciones libres sean aisladas de la naturaleza antecedente (o esencia) del agente y de la posibilidad de la presciencia divina, y que al mismo tiempo muestre que esta libertad sea, o sea lógicamente necesaria, para un bien tan grande que exceda en valor a la certeza de todos los males no absorbidos [i.e., no justificados ni explicados] que ocurren, o al riesgo de todos aquellos que puedan ocurrir. N i . . . hay fundamento alguno para la requerida suposición de que Dios pudo otorgar a los hombres una libertad que los ponga incluso más allá de su gobierno [p. 176]. Su conclusión es terminante: « E n suma, todas las formas de la defensa del libre albedrío fracasan, y puesto que sólo esta defensa daba alguna oportunidad de éxito, no hay teodicea plausible que ofrecer». M a c k i e concede que la flexibilidad doctrinal del teísmo tradicional no permite pruebas concluyentes contra éste. Se refiere, sin duda, a las incesantes cualificaciones. Pero su sentencia final es que, en la teodicea, no se ha presentado ninguna premisa adicional «que supere esa contradicción interna», por lo que «hay una fuerte presunción de que el teísmo no puede hacerse coherente sin un cambio serio en, al menos, una de sus doctrinas centrales» (p. 178). L e i b n i z intentó demostrar, a partir de la omnipo-
tencia y la suprema b o n d a d de D i o s , que el m u n d o que creó es «el mejor de los mundos posibles», y que el supremo valor de la libertad es la justificación de que exista el mal, sin el cual no serían concebibles opciones reales. Frente a esta posición, M a c k i e argumenta acertadamente que «no es lógicamente imposible que los hombres fuesen de tal modo que siempre eligiesen libremente el bien». Si es posible, ¿por qué no los hizo así?... «Dado que el D i o s en cuestión es, por hipótesis, a la vez omnipotente y omnisciente, la creación de cualesquiera naturalezas contingentes estaría dentro de su poder, y él tiene que conocer exactamente qué criaturas está creando». El valor de libertad «no suministra n i n guna explicación de la ocurrencia de males en el universo con un supuesto creador perfecto» (p. 172). A. P l a n t i n g a , cuyo l i b r o The nature of necessity ( O x f o r d , 1974) fue celebrado con alborozo por los teístas, intentó superar las aportas de la teodicea. C o m o sintetiza incisivamente M a c k i e , Alvin Plantinga ha reformulado esta defensa con la ayuda de su aparato técnico de mundos posibles y esencias individuales. Su argumento tiene su centro en una crítica de lo que califica «desliz de Leibniz». Leibniz pensó que si Dios es omnipotente pudo haber creado cualquier mundo posible que le pluguiera, con tal de que fuera un mundo que contuviera a Dios mismo. Del supuesto de que es Dios omnipotente en este sentido, junto con su omnisciencia y completa bondad, Leibniz infirió que el mundo actual tiene que ser el mejor de los muchos posibles. (Hablando estrictamente, se seguiría solamente que ningún mundo posible es mejor que éste: podría haber otros igualmente buenos.) Esto, sin duda, lo dejó expuesto a la sátira de Voltaire en Candide. Pero Plantinga arguye • que Leibniz no necesitaba meterse en este embrollo: hay muchos mundos posibles que incluso un Dios omnipotente no es capaz de crear [ob. cit., p. 173]. Pues en cualquier mundo posible que Dios pudiera crear, habría siempre la posibilidad de que algún ser humano actuase con maldad: sería una esencia i n d i v i d u a l aquejada de «depravación trasmundana». Entonces, agrega Plantinga, si «es posible que cada esencia de cada criatura (i.e. cada esencia que implique es creada por Dios) sufra depravación transmundana», luego «es posible que D i o s no pudiera haber creado un m u n d o que contenga el bien
moral pero ningún mal moral» (cit. por Mackie). El lector encontrará el intrincado desarrollo de este argumento en el cap. IX del mencionado libro de Plantinga. Éste concluye que Dios «habría podido crear mundos en los que el mal moral está muy considerablemente excedido por el bien moral», pero que «bajo estas condiciones Dios pudo haber creado un mundo que contuviera ningún mal moral solamente creando uno sin personas significativamente libres» {The nature of necessity, rev. edit., 1982, p. 189). A n t e estas hipótesis especulativas, M a c k i e replica persuasivamente preguntándose: «¿pero cómo es posible que toda esencia de criatura sufra de depravación transmundana? Esta posibilidad se realizaría sólo si D i o s se enfrentase a un repertorio limitado de esencias de criatura, con un número limitado de gentes posibles entre las que tendría que hacer una selección, si hubiera de crear agentes libres. ¿Cómo tenemos que suponer que contó con ese limitado repertorio?». Reitera M a c k i e que «no es lógicamente imposible que incluso una persona creada actuase siempre rectamente», y que la limitación del repertorio — c o n la irredimible hipoteca de la «depravación t r a s m u n d a n a » — no sería lógicamente necesaria sino contingente, porque D i o s podría ampliarlo a voluntad previamente a la creación y existencia de cualesquiera seres creados con libre albedrío. Resulta o b v i o que si existe un D i o s o m n i p o t e n t e y omnisciente, «quedaría abierta la puerta para crear seres tales que siempre eligieran libremente el bien» (ob. cit., p. 174). La argumentación de Plantinga es manifiestamente circular a partir de una petitio principie, la depravación moral trasmundana. A. O ' H e a r subraya que la réplica de Plantinga a Mackie —este último anularía ex natura la libertad del agente libre al tener que escoger siempre el bien {God, freedom and evil, Londres, 1975)— no es válida, pues «que D i o s haga a los hombres tales que siempre eligen libremente el bien no ha de entenderse como que D i o s está disponiendo, o de algún m o d o forzando, que ellos elijan el bien» (Experience, explanation andfaith, Londres, 1984, p. 216).
2.5. Al comienzo de su obra On the nature and existence of God (Cambridge, 1991), R. M. G a l e examina de nuevo la cuestión de
si hay o no argumentos válidos para creer en la existencia de Dios, «a la luz del sorprendente resurgimiento del teísmo dentro de la filosofía durante los últimos treinta años o así» (p. 2). En cierta medida, este fenómeno se ha dado relativamente en el ámbito filosófico y en algunos sectores de la sociedad, lo que no ha i m p e d i d o el sostenido incremento del número de agnósticos y ateos. Es un fenómeno estrechamente vinculado a la crisis de las costumbres en una sociedad tecnológicamente avanzada pero dotada de una organización social y económica sumamente injusta y propicia a la anomía y la criminalidad. Esta crisis, en la que se manifiesta paradójicamente un alto grado de consenso axiológico y de disidencia social, favorece la vuelta a Dios como ilusoria solución para la conciencia de gentes de muy diversa motivación y origen. Se trata de un fenómeno que debe analizarse como fenómeno ideológico — e n el sentido marxiano de este t é r m i n o — mucho más que como fenómeno estrictamente religioso. L a respuesta religiosa, que es esencialmente respuesta a un reto social, cuenta con especiales ventajas: institucionales, organizativas, políticas, psicológicas. Es en gran parte, además, la reacción a la gran crisis de fe, dentro y fuera de las iglesias, tanto entre pensadores creyentes como entre el común de los fieles con consagración religiosa o sin ella, que emergió en los años cuarenta y siguientes. E r a previsible, aunque pocos lo hubieran previsto, que el teísmo no iba a rendir fácilmente sus banderas de la noche a la mañana. Desde los años setenta son ya evidentes los signos de recuperación. C o m o escribe G a l e , «en el interim, la filosofía analítica ha forjado nuevas armas que han sido desplegadas en favor del teísmo» {ibid.). Pero aunque no lo diga este filósofo británico — y a que tampoco es su tema—, es fundamental no perder de vista el hecho de que casi la totalidad de esta nueva apologética procede de filósofos vinculados a iglesias, universidades o centros docentes religiosos. La compulsión y la consigna sigue siendo convence, y te convencerás. Es perceptible la ansiedad de estos filósofos p o r demostrar la verdad de la religión. Y, por último, debe señalarse, last but not least, que esta literatura prospera en u n clima neoconservador y restauracionista en la vida política, que le es ideológicamente muy favorable. Obsecuente con el deseo de ilustrar a mis lectores, me ocupa-
ré brevemente de la cuestión de Dios en la nueva apologética. N o s dice G a l e que «lo que sorprende a algunos es que los tres líderes de este movimiento, W i l l i a m Alston, A l v i n Plantinga y Richard S w i n b u r n e son ellos mismos filósofos analíticos», y sorprende porque había sido precisamente en este ámbito filosófico donde las creencias religiosas habían sufrido los más devastadores ataques. Gale, aunque «imbuido» por «el escéptico Philon» de los Diálogos de D. H u m e , no descarta que su l i b r o pueda ayudar «a ordenar una concepción de D i o s más adecuada [...], aun si el conjunto de argumentos para creer en su existencia se tambalea» (p. 3). Después de examinar escrupulosamente los modernos argumentos ontológicos, cosmológicos, de experiencia religiosa, y pragmáticos, concluye, al término del examen de cada bloque de argumentos, en que ni los argumentos epistemológicos (en que agrupa a los tres primeros) ni los pragmáticos han logrado imponer como tales sus pretensiones de verdad (cf. p p . 237, 284, 343 y 387). Vale la pena detenerse en el argumento ontológico de P l a n tinga, el de mayor «creatividad y brillantez» en opinión de Gale, porque representa una especie de buque insignia de la armada creyente. El perfil general de la supuesta prueba vendría a ser el siguiente: hay algún m u n d o posible en el cual está ejemplificado un Ser de insuperable grandeza; entonces, también está ejemplificado en todo m u n d o posible; y por consiguiente, también en el m u n d o real. Señala M a c k i e que, en su argumentación, Plantinga hace uso de los desarrollos recientemente elaborados en lógica modal, por los cuales un sistema de mundos posibles pero no reales se toma para conferir la semántica apropiada a enunciados sobre posibilidad y necesidad, estando determinados cualesquiera de estos enunciados por lo que vale en varios mundos posibles [ob. cit., p. 55]. En efecto, en el sofisticado instrumental teórico de Plantinga figuran la noción de modalidad de re (diferente de la modalidad de dicto), la idea de objetos posibles con propiedades esenciales y accidentales, la noción de mundos posibles, la noción de identidad transmundana, las proposiciones existenciales negativas, la
xistencia de objetos no reales en otros mundos posibles, y algún concepto más. En la versión simplificada, Plantinga formula así su argumento (dando p o r supuesto que grandeza insuperable equivale a máxima excelencia en cada mundo posible): (42) (43)
(44)
(45) Pero p.216].
Hay un mundo posible en el cual está ejemplificada la grandeza insuperable. L a proposición una cosa posee grandeza insuperable si y solo si tiene máxima excelencia en todo mundo posible es necesariamente verdadera. La proposición cualquiera que tenga máxima excelencia es omnipotente, omnisciente y moralmente perfecto es necesariamente verdadera. Posee grandeza insuperable está instanciada en todo mundo. si es así, está instanciada en este mundo [The logic of necessity,
C o m o puede apreciarse sin mayor esfuerzo, las afirmaciones en (42) y (45) son todo menos evidentes. Plantinga pretende que hay enunciados de existencia necesarios. Respecto de D i o s , declara, «existencia y necesaria existencia no son en sí mismas perfecciones, sino condiciones necesarias de perfección» (p. 214). C o n leve retoque verbal, es la misma música de Descartes y Anselmo: el primero afirmaba explícitamente que la existencia es una perfección; el segundo, implícitamente. El escollo insalvable de la argumentación de Plantinga consiste en afirmar que hay juicios de existencia necesarios. C o m o subraya Nielsen, «el concepto de un ser lógicamente necesario» es ininteligible también cuando se refiere a D i o s . La posición de H u m e - K a n t sigue siendo inexpugnable. En efecto, cualquier persona lega en filosofía pero dotada de buen sentido tiene como evidente que las notas definitorias de un caballo existente son las mismas que las contenidas en la idea de caballo, y que el hecho de existir realmente no añade al caballo ningún atributo esencial. Desde luego, sabe muy bien que la idea de caballo sería una pura especulación, un producto de la imaginación, si no conociese por experiencia que existen caballos. Pero no podría decir lo mismo de la idea de D i o s , porque intuye con sano entendimiento que la existencia no es un atributo como
los que la teología adjudica a la divinidad, y que esa idea no i n cluye necesariamente el hecho de existir. Argumentos como los de Plantinga y los teístas de hoy se construyen desde la previa actitud de creer, es decir, es el intento de encontrar demostrabilidad discursiva en una convicción ex fide. D e ahí que, en el fondo, delate un cierto i m p u d o r intelectual. Lo notable es que Plantinga, después de tan extenuantes razonamientos, remata así: nuestro veredicto en estas versiones reformuladas del argumento de Anselmo debe ser como sigue. Tal vez no puede decirse de ellas que prueban o establecen su conclusión. Pero puesto que es racional aceptar su premisa central, muestra que es racional aceptar esa conclusión. Y quizás eso es todo lo que puede esperarse de tal argumento [p. 221]. E n verdad, el peso de todo el argumento recae sobre una premisa que no está demostrada, como señala G a l e : «hay un m u n d o posible w en el cual la propiedad de grandeza insuperable está instanciada [ejemplificada]». G a l e no la acepta at face valué, porque estima que el concepto de un gran ser insuperable es muy complejo y problemático, suscitando todos los argumentos ateológicos que fueron discutidos en los capítulos 1-4 relativos a la omnipotencia, omnisciencia, benevolencia y soberanía, especialmente cuando estas propiedades son tomadas esencialmente [ob. cit.]. Su estrategia consiste en encontrar alguna propiedad (i) cuya posibilidad de instanciación parece intuitivamente más verosímil admitir que lo es el tener insuperable grandeza, y (ii) que es fuertemente incompatible con ella, por el hecho de que si una cualquiera de ellas es instanciada en cualquier mundo posible, la otra no es instanciada en ninguno. [Ambas condiciones son satisfechas, por ejemplo, por la propiedad de ser un mal moralmente injustificable, es decir,] un mal que es tal que el Dios del teísmo tradicional no podría ser disculpado moralmente de haberlo permitido. [Por ejemplo,] una supernova que destruyera un planeta que contuviera seres simientes [pp. 227-228].
Así, no es intuitivamente evidente la cláusula (42), y queda sin soporte la conclusión de la cláusula (45).
2.6. Las conclusiones de M a c k i e y de O ' H e a r sobre las modernas versiones de los clásicos argumentos para demostrar la existencia de D i o s y otros postulados religiosos son aún más terminantes que las de G a l e en la f o r m a , aunque sean igualmente negativas. La argumentación de M a c k i e es, a la vez, ardua y congruente. Arranca de advertir que un rasgo crucial del sistema de modalidad y mundos posibles es el reconocimiento de propiedades «indexadas-en-un mundo» (world-indexed). Por ejemplo, si « a » es el nombre usado para el mundo real, y si Sócrates fue realmente chato, entonces no sólo Sócrates tiene en «a» la propiedad de ser chato, sino también, si él existe en algunos otros mundos posibles pero no reales, Sócrates tiene, en cada mundo en el cual él exista, la propiedad indexada de ser-chato-en-a (pp. 62-63). Esto puede parecer una elaboración inocua y sencillamente pedante; pero de hecho juega un papel vital en su argumento [ob. cit., p. 55]. E n efecto, si optamos por jugar de verdad con mundos posibles, adoptemos una visión realista de ellos o no, asumimos normalmente que para cualquier enunciado o conjunto de enunciados lógicamente posible hay al menos un mundo posible que lo realiza. Es decir, normalmente esperamos ser capaces de argumentar desde la no-contradicción hasta la posibilidad, y de ahí a un mundo posible. Lo que ha descartado este modelo de inferencia en el sistema de Plantinga es la introducción de propiedades indexadas-en-un mundo. Porque la admisión de éstas hace que rasgos de un mundo sean dependientes, en parte, de rasgos de todos los otros mundos posibles. Si cada mundo posible fuera independiente de cada uno de los otros, entonces podríamos admitir la existencia de un mundo posible para cada máxima serie de sentencias coherentes, y así podríamos decir que cada posibilidad lógica se realiza en al menos un mundo posible. Pero si los mundos posibles se hacen dependientes unos de otros, la existencia incluso de un mundo posible en el cual se realiza una no-contradicción puede ser incompatible con la existencia
de un mundo posible en el que se realice alguna otra no-contradicción. No podemos retener a la vez el principio de que podemos siempre argüir desde la no-contradicción a un mundo posible y el principio de que pueden introducirse sin restricción propiedades indexadas-en-un mundo [p. 60]. De lo contrario, lo posible se convierte en necesario. M a c k i e formula objeciones sustantivas al modelo de lógica m o d a l empleado p o r P l a n t i n g a , p o r considerarlo inadecuado para mundos posibles con propiedades indexadas-en-un m u n d o . Su lógica modal no permite llevar al sistema «todo lo que pueden ser tenidas por posibilidades lógicas». En efecto, en el modelo de Plantinga todas las modalidades iterativas («es posible que es necesario que es posible que p») «colapsan en el operador final» («es posible que p, y es necesario que p»), y así desaparecen (p. 57). El juego interminable de la iteración de posibilidades y necesidades queda abortado: «lo que es necesario o imposible no varía de un m u n d o a otro» (p. 58). Pero incluso si se omitiesen estas objeciones, retorna el gran escollo de «la premisa no-definitoria clave, la afirmación de que la máxima o insuperable grandeza está posiblemente ejemplificada. ¿Es verdadera? Y cualquiera que no esté ya independientemente persuadido de la verdad del teísmo tradicional, ¿tiene alguna razón para aceptarla?» (p. 58). C o m o vimos, el p r o p i o Plantinga da una respuesta equívoca. M a c k i e , usando el concepto de posibilidad de no-maximalidad, o de grandeza no-insuperable, que también formula Plantinga, escribe: Entonces alguien podría argumentar así: la no-maximalidad está posiblemente ejemplificada; es decir, hay un mundo posible en el cual la no-maximalidad está ejemplificada, y por tanto en el cual la máxima grandeza no está ejemplificada; pero si la máxima grandeza no está ejemplificada en todo mundo posible, no está ejemplificada en ninguno; por consiguiente, no puede haber algún mundo posible en el cual la máxima grandeza está ejemplificada, es decir, la máxima grandeza no es posible. El razonamiento podría formularse a la inversa, pero siempre nos llevaría a la conclusión de que quien no esté «antecedente-
mente persuadido de la verdad del teísmo», no podría aceptar «la premisa de que la máxima o insuperable grandeza está posiblemente ejemplificada. A esto se debe que, como admite P l a n tinga, su argumento no es una pieza de teología natural que tenga éxito» (pp. 59-60). De tal manera, la propuesta «Versión M o d a l Victoriosa» no sólo no demuestra la existencia de D i o s en el m u n d o real, sino que ni siquiera fundamenta la posibilidad de instanciar en algún mundo posible la idea de un ser de insuperable grandeza. En realidad —concluye Mackie—, un sistema plausible de lógica modal y mundos posibles, o bien rechazaría las propiedades indexadas-en-un mundo, o bien aceptaría nidos de series de mundos posibles para resistir así al colapso de modalidades iterativas en sus miembros finales. Con una u otra de estas enmiendas, el argumento de Plantinga no echaría a andar. Pero aun si aceptamos el arbitrario sistema modal que lo hace válido, tenemos buena razón para rechazar más bien que aceptar su premisa clave. Globalmente, pues, el argumento carece de valor como soporte del teísmo [...]. En consecuencia, la opinión, ahora popularmente extendida, de que los recientes avances en lógica modal permiten la construcción de argumentos que turbarían a los filósofos agnósticos o ateos, es simplemente falsa y sin ningún fundamento [p. 62. Cursivas mías]. L o s nuevos apologetas de la fe, de los que ER es un buen specimen, intentan hacer flechas de todas las astillas desprendidas de los debates archiacadémicos, condenados a extinguirse por consunción. Estos apologetas me recuerdan la olímpica sentencia del apologista Justino, en el siglo II: «quaecumque igitur apud omnes praeclara dicta sunt, nostra christianorum sunt» (II Apol, c. 13). A. O ' H e a r , tras examinar el argumento de Plantinga, concluye que «añadir el concepto de existencia al concepto d e l más perfecto ser imaginable, no agrega, pues, nada material al concepto, ni hace necesariamente más verdadero que haya tal ser» (ob. cit., p p . 157-158). Generalizando, escribe: «nuestra exploración de las tres principales versiones de argumento ontológico ha mostrado que todas ellas implican la pretensión de que " D i o s existe" es una verdad necesaria. No hemos encontrado ninguna justificación de esta pretensión [...]». C o n t r a la idea de enunciados de existencia intrínsecamente necesarios, afirma que «la exis-
tencia no puede constituir una característica definitoria de algo, fundándose en que algo que realmente cae bajo una definición o descripción tendría ipso facto existencia» (ibid.). O ' H e a r niega la premisa «hay un m u n d o posible en el que la máxima grandeza está ejemplificada», o sea, «la aceptación de que la máxima grandeza es posible», y critica descarnadamente el hecho de que reiteradamente Plantinga «piensa que una posición puede ser racional, y argumenta en favor de la racionalidad, al mismo tiempo que sigue apoyándose en una premisa sin soporte. He aquí realmente un curioso aire de fideísmo [...]» (pp. 178-179). Su sentencia f i nal sobre todos los ontologistas es de la mayor severidad: «la subyacente motivación en el argumento ontológico c o m p o r t a una negación del pensamiento humano y del discernimiento intelectual» (p. 182).
2.7. En rigor, los tres libros de M a c k i e , O ' H e a r y G a l e que he comentado no aportan argumentos nuevos, como podría hacer pensar la pedante recomendación de E R , a la causa del ateísmo. Pero sí poseen valor para retirar toda fuerza demostrativa a la literatura teísta de los filósofos analíticos. A l g o es algo. Lo que interesa destacar es su común posición negativa sobre las pretensiones de verdad de la religión. En la Introducción a su obra, O ' H e a r nos dice que mi conclusión es que las creencias religiosas, al menos en las formas en las que las he examinado [que son prácticamente todas], no son racionalmente aceptables. E n el capítulo sexto y final, vuelvo al tema de la fe religiosa, e intento mostrar cómo tal fe deriva su innegable fuerza y valor, para los individuos y para los grupos, en gran medida de su instalada (built-in) tendencia al dogmatismo aerifico. Sumado esto a la carencia de justificación racional de las creencias religiosas, es, arguyo yo, la razón justamente por la que los hombres racionales miren más allá de la religión para satisfacer sus necesidades espirituales [ob. cit., p. XIII. Cursivas mías]. P o r su parte, M a c k i e sentencia que en fin, podemos coincidir con lo que Laplace dijo de Dios: no tenemos ninguna necesidad de esa hipótesis. Puede alcanzarse esta conclusión
precisamente mediante el examen de los argumentos avanzados en favor del teísmo, sin ni siquiera aducir lo que ha sido visto como las consideraciones más poderosas de quienes están al otro lado, el problema del mal y las varias historias naturales de la religión. Cuando estas consideraciones se echan en los platillos de la balanza, ésta se inclina aún más contra el teísmo [ob. cit., p. 253. Cursivas mías]. Invito al lector a terminar de leer la página mencionada, con una síntesis de los capítulos 11, 12 y 13, que se remata con estas palabras: «no hay un camino fácil, en cualquier caso, para defender la religión, una vez que se ha admitido que la pretensión literal, factual, de que hay un dios no puede sostenerse» (cursivas mías). La valoración de G a l e ya quedó referida. Resta la huida hacia un fideísmo estricto. A mí me parece que equivale a asumir la ilusión y la esperanza como un agónico esfuerzo por la seguridad, y por consiguiente a hundirse en un subjetivismo radical. Pero aunque el fideísmo carezca de fuerza de convicción racional, muestra al menos un mayor pudor que los intentos discursivos de los filósofos analíticos al servicio del teísmo. Podría finalizar aquí, pero prefiero comentar fugazmente algún que otro esbozo argumental de E R . Después de confesar que siente cierta simpatía por mi crítica de las experiencias religiosas inmediatas — u n a golondrina no hace verano—, indica que «de nuevo hay recientes estudios de gran importancia que pretenden argumentar que la experiencia religiosa ordinaria de los creyentes ordinarios puede ser un fundamento adecuado para la creencia en Dios: especialmente Perceiving God, de W . Alston, [...], y The epistemology ofreligious experience, de K. Y a n d e l l , [...]». C o nozco las pautas de estos estudios, y de otros en una línea similar, y puedo afirmar que ese supuesto «fundamento adecuado» q u i zás pueda servirle a quien ya cree en esa experiencia y sus referentes. H a c e cerca de cuarenta años ya nos advertía C. B. M a r t i n , respecto de todas las experiencias religiosas (ordinarias o místicas), que «su referencia ontológica todavía tiene que ser establecida». C u a n d o se arguye que «Dios es diferente, y que nunca queremos significar que D i o s deba comprobarse p o r p r o c e d i mientos que son relevantes para objetos físicos», es necesario seguir preguntándose «qué clase de controles hay entonces para
quedarnos con más que meras experiencias cuya existencia incluso el ateo no tenga que negar?» (Religious belief, Ithaca y L o n dres, 1959, p p . 92 y 88. Cursivas mías). Las observaciones que hace ER sobre mi posición materialista me parecen irrelevantes respecto de los argumentos que muestran las incoherencias de la idea del D i o s monoteísta de las religiones reveladas. Sus comentarios sobre el animismo, tampoco merecen más comentario. Me reprocha que identifico el «dualismo fácilmente con el animismo y el finalismo». Probablemente no ha leído con la necesaria atención mi análisis del fenómeno animista, de lo contrario tendría que pensar que no entiende lo que lee. A f i r m a que todavía nadie ha explicado la conciencia y la autoconciencia. ¿Quién ha dicho lo contrario? No vamos a discutir si se va a contar con una explicación satisfactoria más pronto o más tarde, pero puede preverse que las investigaciones en biología molecular, en bioquímica, en el origen de la vida y su evolución, en neurofisiología, en psicología fisiológica, en computadores e inteligencia artificial, y un largo etcétera, muestran que se está en el buen camino. ¿Es un plazo lejano cien o doscientos años, comparado con los seis m i l años de historia escrita que conocemos?... El diseño de nuevas hipótesis y potentes métodos de observación acerca el momento en que comience a ser posible, pese a sus múltiples dificultades, una explicación materialista de la mente que sea altamente satisfactoria, con la definitiva eliminación de la creencia en un alma inmaterial e inmortal.
2.8.
En su Conclusión, escribe E R :
Finalmente quiero terminar con una consideración metodológica global. La estrategia del autor a lo largo de todo el libro, y muy señaladamente en el larguísimo capítulo «La verdad de la religión», es ofrecer la explicación genética de una idea como prueba de su falsedad (típico prejuicio de historiador). En nuestro caso, si la idea de Dios procede de Dios, entonces eso prueba que Dios existe, que la idea tiene un referente real (ése es el argumento de Descartes). Pero si la idea de Dios se ha originado por especulación sobre otras ideas [...], la verdad o falsedad de esas creencias es lógicamente independiente de su origen.
Verdaderamente, el acumen apologético de ER es muy corto. Veamos. ¿Cómo podría ER probar que «la idea de D i o s procede de Dios», si nadie ha probado jamás «que D i o s existe»? P u e r i l argumento condenado a la circularidad, como fue el caso de Descartes, quien, sin embargo, pasó a la historia del pensamiento p o r otros servicios que no parece que figuren en el «curriculum» de E R . Evidentemente, nadie con sindéresis podría cuestionar que el qué de una definición no debe confundirse con el cómo o el cuándo tuvo lugar. Es obvio. Pero es una interesada falacia apologética afirmar que el cómo y el cuándo no poseen relevancia para dilucidar la pretensión de verdad del qué: es decir, su gestación epistemológica y su génesis histórica. Si pretendo afirmar seriamente que he visto a un elefante volar, mi interlocutor, si me concediese algún crédito, debería averiguar las circunstancias en que llegué yo a tan inverosímil aseveración. Entonces, su génesis mental permitiría explicar y, al mismo tiempo, desposeer de verdad, m i fantástica visión en cuanto a la realidad de sus referentes. Pues bien, cuando alguien afirma que D i o s existe, que se le ha revelado y le ha transmitido algún mensaje (por ejemplo, que el Nazareno es divino, su hijo consustancial, etc.), el cómo y el cuándo no sólo son pertinentes para establecer la verdad, sino decisivos. O t r o sería el caso si se tratase, por ejemplo, de decidir sobre la verdad del teorema de Pitágoras. La verdad de las revelaciones no se ventila en el ámbito de la metafísica o de la filosofía analítica, sino en el terreno de la historia. Tampoco en el ámbito de la fe. Lo que ER titula con ligereza de «típico prejuicio de historiador» es, en la órbita de las religiones, el fundamento del saber. La investigación histórica de cómo han nacido las religiones positivas es el instrumento p r i n c i p a l para ponderar sus pretensiones. Jamás «la verdad o falsedad de esas creencias es independiente de su o r i gen», sin perjuicio de que su eventual incoherencia lógica añada un nuevo elemento de juicio. Las religiones son productos históricos y, antes que nada, hay que conocer los factores que las han generado. Este conocimiento, sobre todo para las llamadas religiones del Libro — d e las cuales el cristianismo es la más inverosím i l — , es el principal criterio para decidir sobre sus pretensiones de verdad. En mi Elogio del ateísmo advertí que «en un país de fe
católica multisecular como el nuestro, la cuestión de la existencia de D i o s no llega a formularse en su generalidad si antes no se desvela la falsedad constitutiva de los fundamentos de la fe cristiana. El análisis crítico de esta tradición es un prius, en la práctica, respecto del debate sobre la existencia de Dios». A h o r a soy yo quien recomienda a ER la atenta lectura de mis libros sobre la génesis del mito cristiano, a f i n de que conozca el doble corte (epistemológico y teológico) que representa este mito, desde el punto de vista histórico-doctrinal, con relación a la tradición inmediatamente anterior: el saltus, históricamente identificable en sus causas, desde el Jesús de la historia (inmerso en el mesianismo escatológico judío, en su indisociable bidimensional i d a d religioso-política) y el Cristo de la fe (aislado del contexto judío y universalizado, desescatologizado, helenizado y romanizado). El visionario de Nazaret no se reconocería en el retrato que acabó imponiéndose en el corpus neotestamentario. El broche final de la crítica de ER es esta perla: «Con todo, los ateístas bona fide no deben desesperar. Pese a los argumentos del autor, el ateísmo es una doctrina respetable y defendible y, afortunadamente para sus partidarios, cuenta con argumentos mucho más sólidos». Pregunto: ¿qué es u n ateo mala fide}... ¿Es acaso quien hace las preguntas que más incomodan y comprometen a los creyentes absortos en su fe?... El párrafo transcrito delata la honda irritación y el pésimo estilo polémico de E R , además de su insinceridad. C o m o subrayé al comienzo de mi Réplica, se trata sobre todo de desacreditar, y por esto resulta una apologética indigente. El coup de chapeau que dedica ER al ateísmo tiene todos los visos de una farsa, porque es patente que obedece al vano intento de aparentar una imparcialidad que brilla por su ausencia en toda su crítica.
3.
ATEÍSMO Y RELIGIÓN
Perfil histórico de un debate
1.1. El renacimiento de las actitudes religiosas en las sociedades actuales no significa que los contenidos doctrinales de las viejas confesiones religiosas o de los nuevos credos sectarios hayan recuperado o alcanzado verosimilitud o validez veritativa. Este relativo renacimiento de la religiosidad solamente puede analizarse y explicarse en términos de psicología i n d i v i d u a l y social, y en función de la hondísima crisis de legitimación de las estructuras de dominación establecidas, con la consiguiente ruptura del nivel indispensable de consenso social que exige la estabilidad de los elementos conformadores —económicos, sociales, políticos y c u l turales— de la situación histórica. Así como la progresiva secularización de las sociedades industriales comportó la quiebra de la legitimación tradicional d e l poder — q u e descansaba en último término sobre sanciones de o r d e n r e l i g i o s o — y su sustitución por la legitimación racional democrática, la continua insatisfacción de la esperanza puesta en las promesas de garantizar los derechos humanos y una distribución más igualitaria de la riqueza ha c o n d u c i d o a una situación de creciente anomía social como consecuencia del referido colapso del consenso que sostenía las instituciones públicas. En esta grave coyuntura histórica, la llamada habitualmente vuelta a Dios aparece, tanto para los creyentes como para muchos increyentes pragmáticos, como la mejor vía para restaurar, de una parte, controles internalizados de obediencia social, y de otra parte, formas ideológicas que generen en los i n d i v i d u o s sentimientos de seguridad y consuelo. Lo cual equivale al fortalecimiento de la profunda alienación de la subjetividad que producen todos los mecanismos destinados a p r o d u c i r situaciones de dependencia psíquica y social. A u n q u e la religión, sobre t o d o en sus formas institucionalizadas, c u m p l e siempre
funciones legitimadoras de un orden establecido, en coyunturas de intensa anomía esa función puede contribuir vigorosamente a alguna de estas tres posibles alternativas: la lucha por el cambio social, la evasión hacia actitudes de marginalidad consciente, o la reconstrucción bajo nuevas formas del viejo orden dominante. Pero con gran frecuencia —y casi siempre en la praxis de las iglesias cristianas, y a su frente, la católica—, el renacimiento de los credos religiosos procura operar simultáneamente en ese triple plano alternativo, sin importarle la incoherencia ideológica que entraña una conducta de tal ambigüedad. En el caso de la doctrina cristiana, me he esforzado en explicar en mis libros precedentes cómo, p o r sus raíces históricas y por su naturaleza de híbrido ideológico, está singularmente dotada para ejercer eficazmente su función consensual en las situaciones más dispares y contradictorias. Esto ayuda a comprender por qué el Pontífice Romano despliega con éxito su proselitismo religioso interclasista entre gentes a las que nada les une y casi todo les separa. La vuelta a Dios, sin embargo, ya no podrá ocultar que el pensamiento científico y filosófico ha invalidado irreversiblemente las premisas del teísmo en sus diversas versiones teológicas, es especial en las tradiciones religiosas del monoteísmo, de tal m o d o que el perfil histórico del debate sobre Dios puede describirse gráficamente como un gran arco de parábola que nos ha llevado desde una situación cultural en la que el ateísmo fue considerado como una patología del espíritu y un estado de alineación mental, hasta una situación en la cual la presunción de ateísmo representa intelectualmente una actitud de madurez apoyada en una información extensa y segura sobre aquellos avances de las ciencias que han hecho inverosímiles, no sólo los dogmas de las confesiones de fe, sino también los denominados praeambula fidei, que constituyen los postulados de filosofía natural comunes a todas las confesiones monoteístas. La presunción de ateísmo, en cuanto presunción razonada, obliga a quienes no estén ofuscados por tradiciones m i lenarias, que asimilan mecánicamente desde su infancia, a cuestionarse sobre los fundamentos de su fe, y cualquiera que sea su opción, a contemplar el m u n d o sin la hipoteca de una alienatio mentís que les ha convertido en seres humanos irresponsables que viven por procuración, es decir, que han delegado inconscien-
teniente en otros el gobierno final de su propia existencia y transitan por el m u n d o como mentes cautivas que desconocen las exigencias de reflexión ilustrada que ponga en acción las facultades humanas de racionalidad radical. En las extensas minorías que disfrutan de la debida información, la presunción de ateísmo es la situación intelectual más coherente en la actualidad, porque rechaza la actitud fideísta como algo que viola las exigencias de discernimiento de la conciencia e impide que el ser humano tome posesión de sí mismo. En consecuencia, puede decirse que ese gran arco de parábola expresa metafóricamente la gran inversión histórica que se ha p r o d u c i d o en la actitud del hombre de hoy ante las afirmaciones del teísmo. Sin embargo, la impugnación teórica de los postulados de la creencia en la divinidad no es de ahora, sino que se remonta a un tiempo muy pretérito, en el que individuos excepcionalmente dotados de gran carácter y notable inteligencia pusieron en cuestión las tradiciones religiosas de su sociedad y debatieron con estimable rigor las ancestrales creencias en D i o s o en dioses, dejando así una profunda huella en la historia intelectual del ser humano. En este escrito me propongo informar, de m o d o didáctico y asequible para el gran público, sobre los momentos más memorables del paulatino cuestionamiento de la visión mítico-religiosa del mundo en los pueblos antiguos y la elaboración teórica de una interpretación de la realidad que descarta abiertamente la idea de d i v i n i d a d ; y sobre los efectos devastadores para la libertad de pensar que comportó la implantación de la fe cristiana en los dominios del Imperio romano, primeramente, y en los pueblos de Occidente después. En las civilizaciones del Oriente fue emergiendo, aunque trabajosamente, una reflexión crítica sobre las especulaciones religiosas relativas al origen y gobierno del universo natural y social. Esta reflexión crítica revistió diversas tonalidades en función del carácter de cada pueblo, partiendo frecuentemente de preocupaciones morales unas veces, o alimentadas otras veces p o r preocupaciones intelectivas de orden cosmológico. L o s poderes dominantes en estas sociedades antiguas se movían, en términos generales, en una concepción del m u n d o inscrita en el eje de coordenadas que expresan dos ideas que se combinan o entretejen
en la visión mítico-religiosa, a saber, la realeza de los dioses y la divinidad de los reyes, de tal manera que la reflexión crítica de orientación agnóstica o atea se veía sometida a un mayor o menor grado de hostilidad —según los lugares y los t i e m p o s — de esos poderes dominantes. Pero, en ocasiones, éstos eran accesibles a especulaciones morales y cosmológicas que rompían hasta cierto punto la compacidad o coherencia de las tradiciones ideológicas heredadas. En las civilizaciones del Occidente cristiano, por el contrario, los poderes dominantes, especialmente desde el siglo IV, aplastaron sistemáticamente, de m o d o cruento o incruento, todo movimiento intelectual que estuviera en contradicción con la fe cristiana o que pudiera amenazar su hegemonía. C o n energía inclemente, cuando no con brutalidad, el poder de la Iglesia, directamente o sirviéndose del poder civil subordinado a ella, exigió la estricta sumisión y la obediencia al mito cristiano y a sus administradores. E l impresionante fenómeno histórico de la progresiva occidentalización de la h u m a n i d a d a escala planetaria como consecuencia del liderazgo científico y técnico de los pueblos europeos —liderazgo sostenido y continuado por las sociedades ultramarinas nacidas de la emigración al N u e v o M u n d o — hizo que la crisis de la fe cristiana en Occidente incidiese profundamente en las sociedades tocadas por nuestra civilización. En el solar europeo, el ser humano había ido construyendo — e n un complejo proceso de laicización en pugna con el poder r e l i g i o s o — las condiciones necesarias de voluntad de observación, de investigación y de experimentación de la naturaleza (y de su tratamiento en lenguaje matemático, como fundamento del método científico) para ir desalojando del conocimiento de la realidad natural y social los falsos presupuestos de la visión mítico-religiosa del m u n d o . Paradójicamente, aunque no incomprensiblemente, ese proceso sin par de transformación intelectual se fraguó en el ámbito del Occidente cristiano — d o n d e el imperio de la religión monoteísta había revestido la forma más totalitaria de dominación rel i g i o s a — , pero no en virtud del espíritu del cristianismo, sino a pesar de él y en lucha incesante con él. N o obstante, la nunca totalmente relegada tradición grecolatina y la peculiar organización política de las sociedades europeas ofrecieron la ventaja de po-
sibilitar la emergencia de una relativa situación de duopolio del poder, hasta entonces inédita, en v i r t u d de la cual la autoridad religiosa no se confundía conceptualmente con la autoridad civil •—aunque aquélla mediatizase fuertemente a ésta y la instrumentalizase permanentemente en función de sus propios intereses—. La dialéctica jurídico-política concreta de los dos poderes y la d i námica puesta en marcha por el desarrollo de la economía urbana y monetaria, por la recepción de las categorías privatistas y racionalistas del derecho romano, por la expansión de las manufacturas, por los progresos de la técnica, inter alia, fueron habilitando un espacio social progresivamente favorable al despliegue de las libertades cívicas, del pensamiento libre y de las artes industriales. Si bien todo estaba sometido a la vigilancia implacable del poder eclesiástico, la crisis teológica y política ya general en el otoño medieval y el resquebrajamiento del edificio de dominación dieron paso a la resurrección del gran legado intelectual de la Antigüedad clásica — q u e ya había comenzado a renacer en el m u n d o latino a través de los pensadores á r a b e s — en sus formas eminentemente paganas de pensar, c o n el consiguiente colapso de la unidad ideológica de la societas christiana, absolutamente i m perante durante los largos siglos transcurridos desde el declive del Imperio Romano y la oficialización del cristianismo. La azarosa confluencia histórica, en Occidente, del monoteísmo cristiano, la herencia jurídico-política romana, la vocación científica y filosófica legada por los griegos, y la revolución i n dustrial en que desembocaron las dotes de observación y experimentación de los pueblos europeos, proyectaron a éstos hacia empresas de conquista política y de expansión económica de dimensiones universales, con la concomitante penetración de su concepción del m u n d o en todos los pueblos dominados. Esta penetración produjo en estos últimos una honda crisis ideológica que conmovió sus tradiciones, particularmente sus credos religiosos. Occidentalización y secularización son las dos notas expresivas del reto espiritual y material que representaba para las sociedades extraeuropeas la nueva situación, de tal m o d o que, pese a la mayor o menor inercia efectiva de sus tradiciones políticas y religiosas, sus élites intelectuales no podían e l u d i r el planteamiento de las grandes cuestiones que, resueltas ilusoriamente en
su visión mítico-religiosa del m u n d o y en su organización social, no podían escapar, en alguna medida, al proceso de universalización ideológica y de mundialización económica crecientes. El monoteísmo cristiano funcionó como el referente religioso básico de este proceso, aunque resultase tácitamente negado por los fundamentos intelectuales del proceso mismo, pues la fe cristiana había atravesado ya crisis irreversibles tanto de doctrina como de deserción confesional. Esta función referencial se debía al simple hecho de que, a los ojos de los pueblos dominados, el cristianismo era la religión nominal de los dominadores, aunque mediante una inestable pero eficaz amalgama ocultase ante los de fuera su paulatina disolución interna. La visión mítico-religiosa del mundo seguirá operando en muy extensas regiones de los países aún en estado de subdesarrollo — c o m o también sigue ocurriendo en amplios sectores de los países desarrollados—, pero estas recalcitrantes supervivencias mentales del pasado no podrán ocultar, para las gentes lúcidas y bien informadas, que las creencias religiosas han recibido ya golpes decisivos de los que jamás lograrán recuperarse. El insuprimible anhelo de seguridad y de consuelo ante las crueldades de la vida, y la perspectiva de la muerte ineluctable, prolongarán por un tiempo a priori indefinible la fe religiosa; sin embargo, su supervivencia estará en definitiva sujeta a la precariedad de sus inverosímiles postulados. El ser humano dejará abierto un cauce cada vez más ancho a los imperativos de la razón.
2.1. C o m o he explicado en otro lugar, la radical inmersión del ser humano en una visión mítico-religiosa del mundo desde el instante mismo en que necesitó dar cuenta de una serie de enigmáticas experiencias en términos de racionalidad —aunque ésta no se expresase en un discurso explícito y se apoyase en presupuestos falsos—, asociada a prácticas mágicas y conductas supersticiosas de todo tipo, generó una especie de segunda naturaleza que le i m pedía, con la fuerza de los hábitos ancestrales, el acceso intelectivo a la reconsideración de la realidad. El primordium de esa visión fue la interpretación animista de dichas experiencias, inter-
pretación que constituyó el motor de una concepción del m u n d o como una red inextricable de entidades animadas que se mueven en un contexto general de reciprocidades, intencionalidades y finalidades. El animismo representó el u m b r a l de un desarrollo mítico-religioso que llevó al ser humano desde una visión originariamente unitaria del m u n d o como naturaleza animada — e n la que la escisión alma-cuerpo estaba s u p e r a d a — a una visión progresivamente dualista del m u n d o — e n la que el espacio de lo sagrado adquirió un estatuto p r o p i o y separado de lo meramente profano—. De m o d o creciente, ese espacio sagrado pasó a ser de la competencia de individuos expertos en su manipulación ritual: hechiceros, magos, chamanes, sacerdotes. La gran cuestión ahora consiste en responder a esta interrogación: ¿Cómo y cuándo el ser humano comenzó a poner en cuestión la ideología animista y sus implicaciones mítico-religiosas?... Sin d u d a , esto ocurrió en la mente precoz de sujetos especialmente dotados para la observación y la reflexión. Y ocurrió de manera imperceptible, en la noche de los tiempos; y en el m o mento en que pasó a ser una especulación documentable con testimonios históricos habían transcurrido ya muchos miles de años. En su l i b r o magistral Development of religión and thought in Ancient Egypt (Nueva Y o r k , 1921), y refiriéndose a lo que él define como «la emergencia del sentido moral», James H. Breasted nos ofrece un texto que vale la pena transcribir literalmente: En la abundante plenitud de sus energías —dice refiriéndose a los egipcios de la «edad de las Pirámides»—, levantaron una fábrica de civilización material cuyos monumentos parecería que el tiempo jamás podría barrer totalmente. Pero la múltiple sustancia de la vida, penetrada de costumbre y tradición, de rasgos individuales modelados entre fuerzas de gobierno, económicas y sociales, desarrollándose siempre en las operaciones cotidianas y en las funciones de la vida —todo lo que hizo el escenario y el marco en medio de los cuales surge la necesidad de las decisiones morales de cada tiempo—, todo ello constituye una elusiva atmósfera del mundo antiguo más alta, que la albañilería de las tumbas y la orientación de las pirámides no nos han transmitido. Salvo en unas pocas escasas referencias en las inscripciones de la Edad de las Pirámides, se ha desvanecido para siempre [Nueva York, edic. 1959, p. 165. Cursivas mías].
Lo que aquí se dice de las preocupaciones morales de un tiempo indefiniblemente remoto en el que los creadores de la civilización nilota — l a primera gran civilización h u m a n a — comenzaron a expresar por escrito sus inquietudes respecto del valor de las pautas normativas que regían su sociedad, puede aplicarse a muchos otros pueblos protohistóricos de los cuales apenas han quedado huellas —y ninguna escrita—. La incalculable presión social en las agrupaciones o en las aldeas primitivas hace improbable la existencia de individuos que abrigasen reservas mentales sobre la validez de la específica concepción mítica del m u n d o en la que se inscribían sus códigos de valor y de conducta, pero a medida que la evolución de la producción económica y del habitat iban aflojando, al calor de ciertas coyunturas colectivas de la vida, los vínculos comunitarios, se iba abriendo la posibilidad de que ciertos sujetos dotados mejor que los demás empezasen a alimentar en su fuero interno la semilla de reflexiones que, a través de dilatados procesos de intercomunicación y especulación, desembocasen en un más o menos explícito cuestionamiento del sistema de creencias heredado. Indudablemente, la posibilidad de un cuestionamiento público que transcendiese del i n d i v i d u o e incidiese en las representaciones colectivas — c o n sus eventuales consecuencias en las pautas normativas— tropezó durante tiempo inmemorial con múltiples obstáculos, entre los que cabe mencionar: la inhibición espontánea ante cualquier estímulo que pudiese contrib u i r a poner en cuestión las creencias sobre el origen y la naturaleza de las cosas y del ser humano, creencias que constituían el núcleo del consensus sobre el que descansaba la convivencia del grupo y su supervivencia social y física; el sistema de tabúes expresos o implícitos que impedía que los i n d i v i d u o s transgrediesen las normas que protegían el dominio de las res sacrae, y las sanciones sociales y psíquicas a que se arriesgaba quien penetrase sin legitimación institucional en el universo de lo numinoso y lo misterioso; la estrecha dependencia del m u n d o de los vivos respecto de la muerte y de un supuesto más allá, y el omnipresente terror mortis, generaban una adhesión casi indestructible a los r i tuales de veneración de los ancestros y a las estructuras parentales en que se fundaba y perpetuaba el grupo, así sólidamente anclado en la específica visión mítico-religiosa que lo conformaba; la
esencial heteronomía del sistema de deberes y sanciones sociales, sin el cual el grupo corría el riesgo de desaparecer y del que no cabía prescindir, salvo que se decidiese de alguna forma consagrar a nuevos agentes divinos, con lo cual sólo se lograría cambiar unos poderes religiosos por otros del mismo carácter. El creciente peso histórico de la visión mt'tico-religiosa del mundo característica de la fe cristiana, y su vigencia casi incontestada en las sociedades occidentales desde el siglo IV, creó el espejismo, en estas sociedades, de que la verdadera civilización estaba consustancialmente vinculada a la visión teísta del m u n d o , y de que el cristianismo representaba el nivel más alto de verdad al que se había elevado la mente humana. El ateísmo o el agnosticismo habrían emergido tardíamente en la historia, y la disputa sobre Dios y la religión delatarían el estado de disolución moral de las sociedades modernas, víctimas del proceso degenerativo de la conciencia humana. En la última parte de este escrito analizaré con detenimiento la singularísima situación en la que se encontraron los increyentes en las sociedades cristianas a lo largo de siglos i n terminables durante los cuales la dominación ideológica de las iglesias fue prácticamente absoluta. El estimulante libro de James Thrower, The alternative tradition. A study of unbelief in the Ancient World (La H a y a , 1980), ayuda a romper, en el ámbito del gran público, con la inveterada convicción de que solamente las tradiciones religiosas han acompañado al proceso civilizador de la humanidad, y que hay que llegar prácticamente a la E u r o p a del siglo X V I I I para que la ilustración de las mentes hubiera permitido a los hombres acceder a la radical puesta en cuestión de D i o s y de la visión mítico-religiosa de la realidad. Las cabezas algo mejor informadas habían oído hablar del ateísmo de algunos pensadores griegos, pero los estereotipos asimilados en la escuela y el hogar les hacían dar por descontado que en el curso de la historia se habían olvidado feliz y legítimamente las fantasías irreligiosas de tales excéntricos, que incluso en reputados manuales universitarios sólo disfrutaban de una breve cita. El estudio objetivo de la realidad histórica nos b r i n d a el apasionante panorama de la temprana inquietud de los seres humanos más lúcidos por indagar, más allá de los velos de los mitos religiosos, sobre la verdadera naturaleza del universo y
su origen, sobre el ser humano y su destino, y sobre la sociedad. L a especulación teorética sobre estas grandes cuestiones no surgió de una simple curiosidad intelectual, sino que también fue estimulada por las complejas repercusiones psicológicas, cognitivas y morales generadas por transformaciones en la organización económica, social y política en el seno de constelaciones culturales en las que la legitimación de las estructuras de poder —familiar, tribal, territorial, etc.— estaba íntimamente vinculada a las concepciones religiosas del m u n d o que promovían las oligarquías dominantes. Lo político y lo cultual, y sus respectivos administradores, constituían dos vertientes del mismo sistema de creencias y de dominación, de tal m o d o que el cuestionamiento de la visión mítico-religiosa vigente amenazaba igualmente a los detentadores del poder político y a los administradores del poder religioso. C u a n d o la vigencia social del sistema de creencias pierde peso o comienza a ser públicamente cuestionado; es decir, cuando la adhesión sin fisuras a los fundamentos sobrenaturales o divinos de la organización social se debilita, empiezan a manifestarse públicamente interrogantes y dudas sobre la validez ideológica de esos fundamentos, iniciándose una revisión de las representaciones colectivas y de los soportes de la obediencia c i v i l . A continuación presentaré los perfiles más significativos de la reflexión intelectual que fue emergiendo en el desarrollo de las culturas antiguas en torno a los fundamentos teóricos de sus sistemas de creencias. Esta reflexión puso los cimientos de una tradición agnóstica o atea que representaba una alternativa a la visión mítico-religiosa del mundo que alimentó, en sus diversas formas, las estructuras culturales y sociales de dichas sociedades. C o m o no me mueve ningún prurito de originalidad en esta faceta de mi escrito, sino sólo una exclusiva intención didáctica, seguiré asiduamente el sugestivo mosaico que nos presenta T h r o w e r en el libro que he mencionado, si bien matizándolo, ampliándolo y rectificándolo cuando lo estime necesario. Después de esquematizar el pensamiento alternativo que nos ofrecen las antiguas culturas — E g i p t o , Mesopotamia, India, C h i n a , Israel y la Antigüedad grecolatina—, retornaré a la situación del debate sobre Dios a partir de la llamada crisis de la conciencia europea.
2.2. Sin olvidar que bajo la actividad intelectual late siempre oderosamente la configuración económica, social y política de cada momento histórico, debe subrayarse que la estructuración del espacio de lo sagrado se apoyó, en el marco de la visión mítico-religiosa del m u n d o , en las más fantásticas y arbitrarias especu'aciones cosmogónicas y antropológicas estrechamente vinculadas a impulsos desiderativos, exigencias psíquicas e intereses sociales, y dirigidas, en último término, a satisfacer intereses de seguridad personal — e n la esfera del i n d i v i d u o — y de dominación — e n la esfera de la colectividad—. A m b o s órdenes de intereses debían conjugarse y encontrar un punto de equilibrio, y cuando no se alcanzaba un nivel mínimo de armonía entre ambos, irrumpían en el seno del cuerpo social actitudes de contestación ideológica de mayor o menor intensidad según el grado de desequilibrio entre aquéllos. P o r lo general, el cuestionamiento de los principios éticos establecidos y la crítica de los comportamientos morales solían ser las avanzadillas de alteraciones de mayor calado teórico. L o s procesos de transformación ideológica sólo muy lentamente fueron alcanzando rupturas sensibles en el sistema de creencias, y necesitaban de coyunturas históricas muy favorables para i n d u c i r modificaciones perceptibles de los elementos configuradores de la visión mítico-religiosa que sostenía el orden social. En los testimonios históricos del Antiguo Egipto que nos han llegado, la preocupación moral y la crítica social representan los heraldos de ciertas novedades registrables dentro de un bloque de creencias cuya vigencia se prolongó durante varios milenios. La teocracia real-sacerdotal del Antiguo Egipto es un specimen fascinante de la compacta simbiosis política-religiosa de las estructuras de poder, y un ejemplo eminente de lo que K a r l A. Wittfogel caracterizó, con bastante fortuna aunque de destino muy polémico, como despotismo oriental. D a d o que el pensamiento es, en definitiva, una actividad de la mente, toda transformación ideológica de la sociedad se genera a partir de las formulaciones que producen personalidades eminentes capaces de inventar, o simplemente de traducir, nuevas perspectivas teoréticas sobre la realidad. Según escribe Thrower, el Antiguo Egipto no carece, ciertamente, de sus libres espíritus especulativos. Al lado de una tradición conservadora de literatura sapiencial
que se propone transmitir las normas morales de la tradición social antigua, tenemos una tradición más especulativa e intelectual que cuestiona creencias y valores tradicionales, y que al menos juega con la posibilidad de un modo alternativo de existencia [The alternative tradition, cit.,p. 248]. A partir del año 3335 a. C, siguiendo el proceso de descentralización política, como señala Breasted (ob. cit., p p . 70 ss.), se insinúan preocupaciones expresadas sin acento dramático pero con hondura de sentimientos. H e n r i Frankfort estima que no es posible establecer soportes cronológicos para intentar presentar evolutivamente esas preocupaciones. «Las diferencias entre textos anteriores y textos posteriores parecen haber sido causadas ampliamente por accidentes de preservación, mientras que su semejanza consiste, por el contrario, en una significativa uniformidad de tenor» (Ancient Egyptian Religión, N u e v a Y o r k , 1948. E d i c . 1961, p. 59). Sin embargo, no parece plausible suponer que las nuevas tonalidades críticas de los primeros testimonios de los famosos textos de las Pirámides no procedan de una maduración en el tiempo de la sensibilidad moral. Lo importante, más bien, es subrayar que esas nuevas tonalidades aún están muy lejos de la audacia teórica de futuros planteamientos intelectuales orientados abiertamente hacia una interpretación naturalista de la vida, con voluntad de erigir un sistema de representaciones en los que ciertos contenidos míticos tienden a desaparecer, como sucederá con el culto monoteísta del Sol instaurado por Akhenatón — p r o bablemente p r o f u n d i z a n d o en el t r a d i c i o n a l culto supremo a A m ó n - R a — . Pero en la visión mítico-religiosa de los egipcios siempre se mantuvo cierta distancia respecto de una concepción cósmica fundada en un primer principio de orden natural. C o m o señala Thrower, Ma'at, la concepción egipcia de un orden de verdad, justicia y bondad subyacente en el proceso cósmico, jamás llega a ser despersonalizado, como, por ejemplo, acontece con las concepciones de Ría, Tao y Moira entre los antiguos hindúes, chinos y griegos. Esa concepción, a través de la cultura egipcia, fue continuamente pensada como una realidad divina creadora y sostenedora del cosmos y el mundo humano. E l determinismo, tal como emerge en el Egipto Antiguo, está similarmente vin-
culado de continuo, como en otras culturas dominadas por la religión, con la voluntad de un dios o unos dioses [ibid\. No obstante, el mismo autor advierte que el testimonio de los Papiros Ebers, y sobre todo del excepcional Papiro Edwin Smith, sobre la investigación y la práctica de la medicina, manifiestan una intención naturalista de acento científico alejada de la tradicional mentalidad mágico-religiosa, y basada en la paciente observación del enfermo —sus reacciones, su anatomía, la vis curativa de los medios de acción fisiológica—, aunque encuentre acomodo en aquella mentalidad — y a lastrada de incoherencia—. En el plano sapiencial, el colapso de la monarquía del Reino Antiguo, alrededor de la mitad del cuarto milenio a . C , produjo la expresión documentada de muchos que ya por entonces «encontraban sólo las respuestas negativas de la desesperación y el escepticismo a los problemas de la vida» (¿bid.). U n o de los textos registra un debate entre un supuesto suicida y su ka o alma, la cual no es capaz de responder satisfactoriamente a esos problemas y se limita a aconsejar que el hombre olvide sus preocupaciones y busque el goce sensual en el presente inmediato. Sólo tras la muerte puede, en todo caso, encontrarse la liberación. Pero el enigma subsiste, porque, se dice textualmente, «nadie vuelve de allí, de manera que pueda decirnos como están...». La nota hedonista se legitima así: Ya que aquella sabiduría que era tan altamente apreciada en la edad anterior no ha garantizado al sabio una supervivencia visible en tumbas bien cuidadas, y dado que es imposible decir cómo las pasan los muertos en el otro mundo, ¿qué nos queda a nosotros aquí? Nada, excepto arrancar los placeres sensuales del día. Late aquí el primer esbozo de la filosofía del carpe diem. A l comienzo d e l segundo m i l e n i o precristiano, e l llamado Canto del Arpista recomienda: «Pon atención a la alegría, hasta que llegue el día de la peregrinación, cuando nos acerquemos a la tierra que ama el silencio». El grito de evasión de la hierocracia de Amón lanzado por Akhenaton quiso destruir el opresivo politeísmo zoolátrico de la
vieja mitología egipcia. El faraón se enfrentó abiertamente con los sacerdotes. Ignoraba su ominoso poder. Akhenaton sólo adoraba un poder —escribe Frankfort— y rehusaba aceptar una multiplicidad de respuestas y, de nuevo, los egipcios no dieron su aquiescencia. Su celo monoteísta ofendía su reverencia a los fenómenos y a la sabiduría tolerante con la cual habían hecho justicia a la multidimensionalidad de la realidad. La doctrina de Akhenaton fue execrada, y olvidada pocos años después de su muerte [ob. cit., p. 25]. En las culturas mesopotámicas, el pesimismo y el escepticismo se traducen en una incipiente apertura hacia alternativas más incisivas frente a la visión mítico-religiosa dominante. La fugacidad de la vida y la frustración del anhelo de felicidad alcanzan expresión desgarrada en la Epica de Gilgamesh (comienzos del segundo milenio a . C ) : «la vida que buscas, jamás la encontrarás», pues «cuando los dioses crearon al h o m b r e , dejaron que la muerte fuera su lote...». Las cosas cotidianas «solamente son lo que concierne a los hombres ». C u a n d o estas culturas se precipitaban hacia su final, el llamado Diálogo del pesimismo (mediado el primer milenio a C ) , mantenido entre un amo y su esclavo, desvela con crudeza la ilusión de las esperanzas de felicidad alimentadas por la religión. Después de hacer balance, ambos interlocutores concluyen, mediante una especie de reductio ad absurdum, en la i m p o s i b i l i d a d de ser feliz, pues no hay nada digno ni bueno que apetecer. La moraleja antirreligiosa es explícita: « ¡ N o , esclavo, yo no haré una libación a mi dios!». Un cierto número de composiciones babilónicas debaten el problema teológico y ético del sufrimiento del inocente, cuestión crucial para la v e r o s i m i l i t u d del teísmo desde entonces. En la Babylonian Wisdom Literature, editada por W. H. L a m b e r t , en 1960, figura este texto sumerio-babilonio: « H e sido tratado por la vida como quien ha cometido un pecado contra dios», en un contexto general en el que se incluye el verbo minarni, que significa «¿cuál es mi culpa?». Se plantea así por primera vez en un documento histórico — l o que no implica que pudiera hacer largo t i e m p o que algunas mentes estuvieran ya c a v i l a n d o sobre e l l o — la necesidad de argumentar en términos de racionalidad
sobre interrogaciones que las tradiciones religiosas eran incapaces de resolver. H a y documentos del período cassita (1500-1200 a.C.) que examinan de nuevo el magno problema del dolor y la culpa como piedra de toque de la creencia de que existe un D i o s justo y b u e n o . El texto Alabaré al Señor de la sabiduría p i d e cuentas sobre la intolerable injusticia de un dios que decreta o permite el cruel destino del hombre justo. O t r o texto, conocido como La teodicea babilónica, anticipándose unos m i l años al Libro de Job, transmite el lamento desesperado de quien se siente abandonado por su dios. S i n embargo, los administradores de los misterios de la religión respondían ya entonces con dos argumentos que no pasan de evasivas: Sólo los dioses conocen las intenciones —morales o i n m o r a l e s — de los hombres; y sólo los dioses conocen el destino f i nal de las almas. La apologética, colocándose al margen de lo verificable, no resolvía realmente la cuestión, sino que la cancelaba mediante la radical descalificación de las experiencias —observables, fidedignas e inequívocas— de los seres humanos. Esta mísera apologética está ya presente en La teodicea babilónica, como luego sucedería con el Libro de Job: la óptica humana es incapaz de percibir la providencia y la clarividencia divinas.
2.3. L o s hombres siguieron uncidos al yugo de las ilusiones mítico-religiosas porque la esperanza seguía alimentándose de esas ilusiones nacidas de pulsiones psíquicas fáciles de explotar por los magos, gurúes o sacerdotes. E r a evidente que resultaba necesario elevar la reflexión sobre el mundo a un nivel superior que permitiera examinar los fundamentos de la visión mítico-religiosa desde nuevos puntos de vista filosóficos y científicos. P o r el cauce de la teodicea no era posible producir fisuras suficientes para conmover los cimientos de las ancestrales creencias. K a r l Jaspers percibió con perspicacia que h u b o un momento en la historia de la cultura en que el ser humano accedió a un plano de mayor madurez, en su voluntad de reflexionar sobre los fundamentos. Este momento fue denominado tiempo-eje porque expresa el hondo giro que experimentó en él la mirada atenta de los hombres sobre su m u n d o . En su l i b r o Vom Ursprung und Ziel des Geschichte
( M u n i c h , 1949), alzando la vista más allá de la experiencia cristiana occidental, Jaspers advierte que si hubiera un eje de la historia universal, habría que encontrarlo empíricamente (sic) como un hecho que, como tal, valiera para todos los hombres, incluso los cristianos. Este eje estaría allí donde ha germinado lo que desde entonces el hombre puede ser, allí donde ha surgido la fuerza fecunda más potente de transformación y configuración del ser humano, de tal manera que pudiera ser convincente sin el apoyo de una determinada fe, para el Occidente y Asia, y en general para todos los hombres. No se necesitaría que fuera empíricamente concluyente y palpable; bastaría que tuviera por base una intuición empírica en forma que ofreciera un marco común de evidencia histórica para todos los pueblos. Este eje de la historia universal parece situado hacia el año 500 a. de Jesucristo, en el proceso espiritual acontecido entre los años 800 y 200. Allí está el corte más profundo de la historia. Allí tiene su origen el hombre con el que vivimos hasta hoy. A esta época la llamaremos el «tiempo-eje» [trad., Origen y meta de la historia, Madrid, 1950, p. 7. Cursivas mías]. En este tiempo emergen, no sólo las ideologías reügiosas de salvación —generalmente vinculadas a personalidades carismáticas que innovan o redefinen tradiciones venerables, o rompen con ellas—, sino también los primeros cuestionamientos explícitos de la visión mítico-religiosa del mundo en sus formas heredadas. Sin embargo, Jaspers pone preferentemente el acento en la reelaboración intelectual de los mitos religiosos, y no sugiere que las mutaciones de actitud en el tiempo-eje se asocien de modo significativo a la reflexión naturalista de orientación no-religiosa —agnóstica, escéptica o atea—. «Esta total transformación de la existencia humana — e s c r i b e — puede llamarse espiritualización» (p. 9), introduciendo así una categoría de dudosa pertinencia para caracterizar todas las nuevas manifestaciones de este gran giro, que sin duda incluye modos materialistas o naturalistas de pensar que no admiten su inserción en dicha categoría, sino que se contraponen a ella de forma radical. El color idealista del pensamiento de Jaspers tiñe indebidamente un magno fenómeno de cambio histórico que no puede etiquetarse simplemente con el término espi-
ritualización, ni en Occidente ni en Oriente. No hay más que leer su propia descripción. En China viven Confucio y Laotsé, aparecen todas las direcciones de la filosofía china, meditan M o - T i , Chuang-Tse, Lie-Tse y otros muchos. En la India surgen los Upanishadas, vive Buda, se desarrollan, como en China, todas las posibles tendencias filosóficas, desde el escepticismo al materialismo, la sofística y el nihilismo. En el Irán enseña Zaratustra la excitante doctrina que presenta al mundo como el combate entre el bien y el mal. En Palestina aparecen los profetas, desde Elias, siguiendo a Isaías y Jeremías, hasta el Deuteroisaías. En Grecia encontramos a Homero, los filósofos —Parménides, Heráclito, Platón—, los trágicos, Tucídides, Arquímedes. Todo lo que estos hombres no hacen más que indicar se origina en estos cuantos siglos casi al mismo tiempo en China, en la India, en el Occidente, sin que supieran unos de otros [p. 8]. A u n q u e deba presumirse que esta maduración fue precedida de un sordo, ininterrumpido y disperso período de especulación anónima, uno no puede menos que asombrarse de una eclosión de tanta magnitud y densidad intelectual en un espacio tan breve de tiempo, comparado con las decenas de milenios precedentes. Notabilísima aceleración del ritmo de la cultura. Jaspers considera que la novedad de esta época estriba en que en los tres mundos el hombre se eleva a la conciencia de la totalidad del Ser, de sí mismo y de sus límites. Siente la terribilidad del mundo y la propia impotencia. Se formula preguntas radicales. Aspira desde el abismo a la liberación y salvación, y mientras cobra conciencia de sus límites se propone a sí mismo las finalidades más altas. Y, en fin, llega a experimentar lo incondicionado, tanto en la profundidad del propio ser como en la claridad de la trascendencia [ibid]. A la entusiasta exaltación metafísica de este párrafo habría que quitarle demasiado dramatismo cósmico concebido en términos transcendentalistas que delatan las preferencias de su autor. Pero descargado de este sesgo, expresa la importancia de este tránsito a un nivel superior de la mente humana, que ahora inicia, si bien trabajosamente y conservando aún mucha inercia mítica
del pasado, el camino de su emancipación intelectual de los dioses, primeramente, y de D i o s después. No p u e d o suscribir la valoración que hace Jaspers al decir que la Edad Mítica, con su inmovilidad y evidencia, llegaba a su fin. Buda, los filósofos griegos, indios y chinos, en sus decisivas intuiciones, y los profetas, con su idea de Dios, eran a-míticos. Comenzaba el combate contra el mito desde el lado de la racionalidad y de la experiencia iluminada por la razón (el logos contra el mito), el combate por la trascendencia de un Dios único contra los demonios que no existen, y el combate contra las falsas figuras de los dioses por la rebelión ética contra ellas. La divinidad fue elevada a más alto rango al impregnarse de ética la religión. Pero el mito quedó como material de una lengua que con él expresaba cosas distintas de lo que contenía originariamente, convirtiéndolo así en alegoría [p. 9]. Esta valoración delata la limitación crítica que impone la fe de un cristiano ilustrado, como es el caso de Jaspers, cuando se trata de fijar la frontera entre mito y razón. Las grandes religiones nacidas en torno al tiempo-eje intentan racionalizar el mito, elaborarlo en moldes de racionalidad, creando así todas las ambigüedades que permite el mal uso interesado del concepto de razón. En mi Elogio del ateísmo ( M a d r i d , 2. ed., p p . 59-78) he reflexionado sobre este mal uso, y allí remito al lector. Las grandes concepciones religiosas del mundo a que se refiere Jaspers siguen moviéndose en el espacio mítico de la creencia animista, y también le sucede esto a muchas de las principales corrientes especulativas iniciadas en el tiempo-eje, tanto en Oriente como en Occidente. La noción de un Dios único y trascendente, o la idea de un cosmos divino, no curan al ser humano de su propensión a caer en las «explicaciones» míticas, ni siquiera cuando — c o m o le ocurre a Jaspers— estas supuestas explicaciones someten a una purga alegorizante las fabulaciones heredadas. Sólo la ruptura de las corrientes materialistas del pensamiento helénico con las tradiciones míticas emancipaba radicalmente a la razón de la inercia religiosa y de la heteronomía moral. Jaspers matiza relativamente su valoración anterior al hablarnos de a
los mitos transformados, entendidos desde una nueva profundidad en esta fase de transición, que también era, aunque de otra manera, crea-
dora de mitos en el momento en que el mito en general quedaba destruido. E l viejo mundo mítico decayó lentamente, pero perduró el fondo último del conjunto por virtud de la creencia efectiva de las masas populares (y por esto pudo triunfar más tarde de nuevo en amplias zonas) [ibid. Cursivas mías]. Jaspers parece querer endosar las supervivencias del mito a las masas populares, sin reconocer que también los creyentes como él asumen velis nolis lo que llama «el fondo último del conjunto» mítico, es decir, la creencia en la d i v i n i d a d y en las almas. L o s mitos tienen muchas vidas y vestiduras, y el mito religioso sigue embargando también la conciencia de hombres eminentes. La fe de Jaspers en la interpretación religiosa del m u n d o se expresa así: En el pensamiento especulativo, el hombre se eleva al ser mismo, que queda aprehendido, sin dualidad, al desaparecer la escisión del sujeto y el objeto, y en la coincidencia de los contrarios. Lo que en la exaltación más alta es experimentado como ensimismamiento en el ser, o como unión mística con la divinidad, o como un hacerse instrumento de la voluntad de Dios, es enunciado por el pensamiento especulativo y objetivador de manera equívoca y errónea [pp. 9-10]. Pero resulta que desde esta atalaya de la religiosidad, Jaspers pierde de vista lo más valioso de la eclosión del tiempo-eje: el comienzo de la crítica radical de la visión religiosa de la realidad, crítica sujeta a interrupciones o eclipses pero ya nunca suprimida, y progresivamente operante en el intelecto humano. Frente a su i n terpretación del pensamiento especulativo, es justamente la función objetivadora del pensamiento, la distinción sujeto-objeto, apariencia-realidad, símbolo-referente, lo que constituye la premisa necesaria para la destrucción de la concepción mítico-religiosa de la realidad — q u e introduce la imaginaria dualidad espuria de lo inmanente y lo trascendente, y su ilusoria superación—. T h r o w e r dice acertadamente que sobre la distinción entre sujeto y objeto ha basado la ciencia moderna un procedimiento analítico y crítico mediante el cual reduce progresivamente los fenómenos individuales a acontecimientos típicos sometidos a leyes generales, creando así un abismo entre nuestra percepción inmedia-
ta de los fenómenos y el aparato conceptual por medio del cual los hacemos inteligibles. La visión mítico-religiosa del mundo no conoce tal distinción, y por consiguiente no hace distinción alguna entre conocimiento subjetivo —cómo el mundo me parece a mí— y conocimiento objetivo —cómo el mundo es en realidad—. Ambos se confunden [ob. cit., p. 27. Cursivas mías]. Esta confusión genera, paradójicamente, una ilusoria contraposición entre sucesos o entes visibles y poderes invisibles, i m p i diendo así la reflexión sobre la unidad material que subyace en todos los fenómenos — u n i d a d de la que participa la conciencia como forma de la operación de la materia en último t é r m i n o — y que hace posible concebir la totalidad del m u n d o en su unidad ontológica, sin la fantasmagórica dicotomía naturaleza-sobrenaturaleza. Para la comprensión mítico-religiosa también carece de sentido —agrega Thrower— nuestra distinción entre apariencia y realidad, porque todo lo que es capaz de afectar a un hombre —sean sueños, visiones, influencias maléficas, la voluntad de los muertos, la voluntad de los dioses o de dios— tiene la misma realidad sustancial que tienen nuestras percepciones más ordinarias e intrapersonales. Los símbolos son vistos de la misma manera. Un hombre, una parte de una persona, o una figurilla, pueden todos ellos representar y ser contemplados como esencialmente idénticos a la cosa que, para nosotros, simbolizan [...]. Una confusión similar puede verse en la creencia de que los rituales operados sobre la tierra efectúan lo que sucede en la esfera sobrenatural — l o cual nos remite a la noción antigua y «primitiva» de causalidad— [ibid]. T h r o w e r rechaza las fantasías de un hombre prelógico, o i n capaz de obrar o pensar según esquemas racionales, pues «el hombre " p r i m i t i v o " reconoce, por supuesto, la relación causa y efecto, pero siendo su relación con la naturaleza como la hemos descrito, no ve la causa y el efecto como funcionando de un modo sistemático e impersonal. P o r el contrario, para él, confrontado como cree estarlo a voluntades en la naturaleza como en lo propio, pregunta a menudo, no por el " c ó m o " sino por el "quién"» (pp. 27-28). Para el hombre mítico-religioso, si la lluvia no llega, es que «ha rehusado llegar —quizás el dios-lluvia está e n o j a d o —
y él debe, por lo tanto, aplacarlo y persuadirlo con sacrificios para que cumpla la voluntad del hombre» (p. 28). Pues bien, la revolución del tiempo-eje, contra lo que propende a pensar Jaspers, aunque con muchos matices, no eliminó esta mentalidad animista-finalista forjada en la noche de los tiempos y que constituye el último soporte de lo mítico aun en sus más refinadas versiones intelectuales, sino que acabó fortaleciéndola mediante formas de seudo-racionalidad. Excepción hecha, como indiqué, de las corrientes naturalistas que incoaron, cada una a su m o d o y con d i verso grado de radicalidad, una visión científica del m u n d o . Para el antiguo, «primitivo», y, podríamos añadir, para muchos hombres religiosos dentro de nuestra sociedad, las leyes generales explicativas fracasan ante la necesidad de hacer justicia al carácter de ciertos sucesos sentidos como individuales. Un árbol cae sobre un hombre cuando está cazando y lo mata [...], y él y sus amigos saben que los árboles que caen pueden matar [...] —y por qué y cómo—, pero esto no logra hacer justicia al sentido de significado y propósito que siente alguna gente, y por ello proceden a preguntar, «Pero ¿por qué a mí o a esta persona en este preciso momento?» o «¿Quién ha hecho esto?». En la comprensión mítico-religiosa —sea antigua o moderna— los conceptos de causalidad o de coincidencia encuentran poco lugar [ibid. Cursivas mías], porque según ella nada es casual, azaroso, inmotivado, y detrás de cada suceso hay una voluntad invisible, más o menos personalizable, que lo produce. La visión científica de la realidad puede hablar de azar o casualidad, pero como categorías despersonalizadas y en cuanto relaciones cuya determinación no se hace patente para el observador.
2.4. C o n v i e n e hacer aquí un breve inciso sobre la causalidad. Para despejar equívocos, las relaciones de causalidad no deben i n terpretarse hoy como relaciones sujetas al p r i n c i p i o de determinación estricta —según el esquema derivado de una causalidad contrafáctica que establezca que un determinado efecto se produce siempre y sólo siempre (**) que se dé una determinada causa o concausas (J. L. M a c k i e ) — . En su acepción general, no parece lo correcto entender que las relaciones de causalidad solamente
significan que a todo efecto le antecede una causa o concausas determinadas siempre y necesariamente, sino entender que también puede hablarse de relaciones de causalidad cuando una situación de hecho puede p r o d u c i r otra u otras situaciones de hecho, sin que ambas situaciones estén conectadas por el doble condicional contrafáctico, es decir, según una determinación uniforme, necesaria y estricta. Me parece plausible la descripción general que hace M a c k i e de la causación. Aunque las regularidades de una u otra suerte juegan un amplio papel en la causación, tanto en los objetos como según la conocemos, nuestro concepto de causación no es, primeramente, un concepto de la ejemplificación (instantiation) de regularidades: situamos la causación en secuencias singulares de causa-efecto, y asumimos que hay alguna relación distintamente causal, alguna influencia u operación, en cada una de tales secuencias por sí mismas. Pero no es un concepto de algo como necesidad lógica, ni incluso de cognoscibilidad a priori o de inteligibilidad de secuencias. La noción básica se capta del modo mejor mediante varios condicionales contrafácticos. Lo que llamamos una causa es típicamente, y se reconoce que es, solamente una causa parcial; es lo que establece la diferencia en relación con algún supuesto contexto (background) o campo causal. Y cuando tomamos A así, como una causa parcial de B, podemos decir que si A no hubiera ocurrido, B tampoco; una causa se toma, en este sentido contrafáctico, como necesaria, dadas las circunstancias, para B, aunque algunas veces también suficiente en las circunstancias, o quizás sólo suficiente en las circunstancias y no necesaria: tenemos conceptos contrafácticos de causación alternativos. Pero estas relaciones condicionales contrafácticas no agotan nuestro concepto de causación, pues este concepto incluye también la noción de asimetría entre causa y efecto; conceptualmente, esa asimetría parece basarse en un contraste entre lo que está fijado y lo que no lo está (en cualquier tiempo): los efectos llegan a fijarse sólo por vía de sus causas. Nuestro concepto de causación incluye también alguna presunción de un "mecanismo causal", y por ello de las continuidades, espacio-temporales y cualitativas, que he adscrito a la causación en los objetos. Como distingo el análisis del concepto de causación respecto de lo que es el análisis factual de causación en los objetos, no estoy precisado de dar un análisis conceptual cuidadoso (tidy) o completamente determinado; insisto más bien en que nuestro concepto es, de varias maneras, un poco indeterminado: "causa" puede significar cosas ligeramente
diferentes en ocasiones diferentes, y en cuanto a algunos casos problemáticos, por ejemplo, de sobre-determinación, tal vez no estemos seguros de qué decir. Pero es, sin embargo, un concepto claramente (fairly) unitario: no tenemos un concepto para la causación física y otro para las acciones o interacciones humanas (como se vería forzado a decir alguien que tomase nuestro concepto de causación física como el de sucesión regular); podemos afirmar y afirmamos una necesidad contrafáctica similar (y a veces suficiente) respecto de campos de toda clase [The cement of the universe. A study of causation, Oxford, 1980, pp. x-xi]. Habría que integrar esta tersa descripción en las agudas observaciones de Gustavo Bueno en cuanto a las distinciones entre causas y razones, y entre efectos y resultantes (cf, VV A A , La filosofía de Gustavo Bueno, « E n torno a la doctrina filosófica de la causalidad», M a d r i d , 1992, p p . 207-227). La tesis de la universalidad de las relaciones de causalidad — q u e s u s c r i b o — se limita a afirmar que no hay efecto sin causa, o sea, que ningún efecto emerge de la nada, sin relación de consecuencia, sino que tiene su causa en una situación de hecho anterior que no siempre es determinable a priori, ni en sí misma ni para el observador. En esta acepción lato sensu, M. Bunge prefiere hablar de relaciones de determinación, siendo entonces la causalidad una relación causa-efecto stricto sensu; es decir, sólo un tipo riguroso de determinación. L o s resultados de la física cuántica no han cancelado esta interpretación del concepto de causalidad, sino que lo han generalizado a fin de excluir del ámbito de la mecánica cuántica (estructura subatómica de la materia) la aplicación del principio de determinación uniforme que regía en la macrofísica clásica. Lo que se designa como azar o mutación en la dinámica o en la evolución de la materia también tiene su causa, aunque sea indeterminable e impredecible; pero ésta es una concausalidad múltiple y convergente que no es determinable a priori en el contexto de la inabarcable complejidad del proceso de transformaciones de la materia. En su definición mínima, podría decirse que las relaciones de causalidad constituyen el principio de conexión de los hechos. Reanudando nuestra observación de la conducta del homo religiosus, cabe pensar que su proyección de esquemas de finalidad
sobre la naturaleza obedezca a la propia estructura bioquímica del sistema nervioso central del ser humano, estructura perfeccionada y transmitida genéticamente en función de las necesidades de conservación de la especie. Estas necesidades se satisfacían en el plano individual mediante mecanismos instintivos de defensa y la capacidad de interpretar en términos teleológicos los acontecimientos naturales a imagen y semejanza de su propia conducta finalista. Se instauraba así una seudocalculabilidad de estos acontecimientos que permitían al ser h u m a n o d i s c i p l i n a r sus emociones e introducir pautas psíquicas de equilibrio y seguridad personales. Solamente cuando el hombre ha adquirido conocimientos científicos y técnicas de control real de la naturaleza, aquellas proyecciones anímico-finalistas ya no fueron indispensables para su economía psíquica — c o m o sucede con el hombre de hoy—. La práctica cotidiana del hombre mítico-religioso fue consolidando a través de miles de generaciones el esquema conductual teleológico y proyectivo, y consiguió tal grado de éxito en términos de la especie que, incluso cuando el desarrollo de las capacidades cognitivas del ser humano llegó a altos niveles de reflexión y análisis, la hipótesis animista-finalista, en su núcleo fundamental, no sólo no desapareció sino que encontró potentes estímulos de racionalización en las nuevas formas de fabulación religiosa que se p u sieron en marcha en torno al tiempo-eje, prolongándose hasta nuestros días. Continuó el hábito intangible de personalizar las relaciones causales naturales, pero la total renuencia a admitir el azar significó que incluso «en los casos en los que un enfoque naturalista no veía nada más que asociaciones, la respuesta míticoreligiosa encuentra una conexión causal» (Thrower, p. 28). Este fenómeno constituye la esencia de la superstición en general, eterna compañera de la personalización religiosa de los acontecimientos naturales. H e n r i Frankfort, compilador del libro Before Philosophy: The intellectual adventures of ancient man (Londres, 1949), señala que en la mentalidad mítico-religiosa «cada similitud, cada contacto en el espacio y tiempo, establece una conexión entre dos objetos o sucesos que hace posible ver en uno la causa de cambios observados en el otro» (cit. por Thrower, ibid.), pero a la vez resulta imposible imaginar que esas conexiones son ina-
nimadas e impersonalizadas. Frankfort analiza de m o d o sugestivo la concepción que posee el hombre primitivo de la causalidad, en el capítulo primero de dicho libro, Mito y realidad. La lógica del pensamiento creador de mitos, que el lector puede consultar en la versión en castellano (México, 1954, p p . 13-44). La mente mítico-religiosa — l a primitiva y la actual— ve una situación inicial y una situación final, y raramente, si acaso — i n dica Thrower—, investiga el proceso por el cual el uno podría decirse que emerge del otro. Hay una escasa concepción del cambio, en las sociedades "primitivas", más allá de una vaga noción de transformación o metamorfosis. Este es un rasgo más del enfoque mítico-religioso que ha sobrevivido en el presente —pues tan característico es del entendimiento religioso del mundo—, y haríamos bien en tomar nota de él. Podemos discernirlo hoy, por ejemplo, en las charlas sobre la «gracia», la «providencia», el «milagro» y similares. Muy raramente, si ocurre alguna vez, teólogos que usan tal lenguaje nos dicen algo sobre tales actividades de lo Divino que vaya más allá de la escueta aserción de que tal intervención divina ha acaecido o está acaeciendo [pp. 28-29. Cursivas mías]. Todo ello, que tiene su fons et origo en el animismo original, «es entonces el universo mítico-religioso antiguo, contemporáneo " p r i m i t i v o " , y de muchos hombres religiosos modernos» (¿bid.). Inmanuel K a n t , en su célebre Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración? (1784), declaraba llanamente: «Hemos alcanzado la edad adulta». No sospechó que la edad adulta de que presumen los modernos sigue hipotecada p o r las creencias animistas inventadas por el hombre primitivo, creencias que siguen latiendo decisivamente en cualquier tratado actual de teología. Conviene subrayar el impulso del hombre a incorporar en su visión del m u n d o tanto lo que observa empíricamente como 4o que imagina especulativamente, y así el progreso intelectivo desde nuestros antepasados primitivos hasta aún hoy suele quedar siempre lastrado de elementos irracionales que sólo resultan comprensibles como resultado de exigencias psíquicas de seguridad y de cohesión vital en un m u n d o siempre enigmático. En efecto, como advierte Thrower,
el vínculo entre la comprensión mítico-religiosa del mundo y la concepción naturalista reposa sobre una característica fundamental del proceso cognitivo — l a tendencia innata en el hombre a organizar su entorno en pautas coherentes, a encontrar significado en los más diversos fenómenos y, así, a obtener a la vez satisfacción intelectual y emocional—. Los fenómenos que no pueden organizarse así se sienten como amenazantes o incómodos [p. 30. Cursivas mías]. P o r consiguiente, no sólo en las sociedades primitivas se erigen imponentes edificios mitológicos, fundados en analogías reales o imaginarias que se disipan ante el rigor del razonamiento científico aplicado a esa seudorracionalidad. A u n q u e nuestra edad es la del desencantamiento del mundo (Weltenzauberung), en palabras de M a x Weber, la nostalgia del mundo mítico-religioso, con su temperatura emocional y su esperanza de inmortalidad y beatitud, sigue i m p i d i e n d o a innumerables gentes emanciparse definitivamente de las seducciones infantiles de nuestros ancestros. El naturalismo materialista — q u e opera en términos de materia o energía— se rige por el principio de demostrabilidad de las relaciones entre las ideas y la realidad fáctica, y sólo admite un orden construido sobre este principio. En caso contrario, se abstiene de especular gratuitamente sobre la realidad de un orden. La visión mítico-religiosa, por el contrario, cree en la irrenunciable armonía d e l cosmos garantizada p o r poderes divinos que l o gobiernan según esquemas de causalidad y de finalidad inherentes a la creación. Pero esa armonía universal incluye misteriosamente la voluntad omnímoda de la Providencia divina de intervenir ad libitum para alterar el orden natural de las cosas mediante acciones milagrosas sobrenaturales. Este escrito se propone, a continuación, ofrecer un conciso panorama de los intentos de la mente humana dirigidos a introducir, en su contemplación del m u n d o , criterios de racionalidad como fundamentos del conocimiento y la explicación de lo que hay, excluyendo a radice hipótesis de carácter mítico-religioso.
3.1. Se suele ignorar que las civilizaciones asiáticas, ensalzadas hoy ad nauseam por espiritualistas y esotéricos de toda laya, han
conocido una vigorosa tradición alternativa irreligiosa de gran valor intelectual. Seguiré los pasos de James T h r o w e r en este peregrinaje histórico por el Oriente. Comencemos por la India, en cuanto que suele ser presentada como el lugar donde el homo religiosus alcanzó una expresión más honda y más abigarrada. Dentro de la tradición cultural cuatro veces milenaria del subcontinente de la India, la creencia religiosa ha tenido connotaciones más bien diferentes de las que ha tenido en Occidente; pues mientras que la gran divisoria entre una interpretación religiosa y una no-religiosa de la vida en gran parte de la cultura occidental ha sido entre los que veían el mundo como creado y dirigido por un Dios trascendente y los que no lo veían así o que eran agnósticos en esta cuestión, la línea divisoria en la cultura hindú ha sido trazada en términos de aceptación o de rechazo de la autoridad de los Vedas o escrituras sagradas —de lo que en sánscrito, la lengua sagrada del hinduismo, se llama 'sruti— y, como muestra el subsiguiente desarrollo del pensamiento post-védico, los Vedas han sido susceptibles de una interpretación teísta y de otra no-teísta. El ateísmo en el pensamiento hindú no necesitaba ser necesariamente irreligioso. Es perfectamente posible ser un ateo y un hindú ortodoxo. La gran tradición monista de los Vedan ta advaita (o no-dualistas), que fue articulada como una filosofía sistemática de la vida por el pensador medioeval Shankara en los primeros años del siglo IX de la era cristiana, pero que retrotrae sus orígenes al menos a la época de los Upanishads (es decir, al período 800-400 a.C), niega la existencia de un Dios-creador trascendente pero no es por ello menos religiosa. De modo similar, los sistemas heterodoxos del jainismo y del budismo, que rompieron con el hinduismo en el siglo VI a.C. —religiones conforme a cualquier definición de este término—, también negaban la existencia de un Dios trascendente, aunque más tarde el Budismo no-Theravada se ha desarrollado a veces en una dirección teísta [p. 35. En adelante, todas las citas, salvo indicación contraria, son de Thrower]. Este lúcido texto necesita una cualificación esencial. Thrower se ha mostrado sistemáticamente refractario a tematizar el fenómeno animista por razones que he rebatido anteriormente en otro escrito de este libro (pp. 11-62). En mi m o d o de ver el fenómeno religioso en general, la creencia animista forjada p o r el ser humano en la aurora de su existencia define lo que es o no es religioso. El alma en un sentido amplio —como soplo, espíritu, pneuma, nu-
men, e t c . — delimita el ámbito de lo religioso. El panteísmo — e n sus variedades hindúes— es también religioso, pues infunde en la naturaleza o en el cosmos 'un principio vital, orgánico, animado, estando el i n d i v i d u o humano radicalmente inserto en la totalidad y dotado de este mismo principio — c o m o parte de éste en último término—. P o r el contrario, el ateísmo rechaza de plano, en su sentido riguroso, la creencia en almas o espíritus —tanto en almas individuales como en un alma cósmica—. La contraposición teísmo-ateísmo que maneja T h r o w e r en el pasaje transcrito no es una antítesis última en su alcance conceptual; y en consecuencia, el ateísmo debe contraponerse tanto al teísmo como al panteísmo, porque rechaza la aprehensión de la naturaleza como algo espiritual o animado. La línea de demarcación entre ateísmo y religión en general viene dada p o r la creencia o la increencia en un principio animista o espiritual. Un ateo, si es consecuente c o n el monismo materialista que determina su visión de la realidad, no puede aceptar la hipótesis animista. El ateísmo que T h r o w e r adscribe al hinduismo advaita de Shankara no se ajusta a la noción rigurosa, pues el hinduismo monista discurría por el cauce religioso de la animización del cosmos como totalidad. Es decir, no es un ateísmo sino un panteísmo, y por consiguiente es religioso. Sólo el ateísmo es irreligioso. El panteísmo, como vio diáfanamente Feuerbach — q u e sabía mucho de proyecciones animistas, aunque desconociese este término—, es un teísmo cósmico en su intención, pero un teísmo disfrazado de ropajes metafísicos, un teísmo invertido. La confusión conceptual en que incurre T h r o w e r le impide un tratamiento adecuado de la esencia del ateísmo, e incluso del agnosticismo. Este fallo —quizás el más g r a v e — se hace elocuente en su valoración de los escépticos griegos, al afirmar que para éstos la negación de la existencia de Dios no implicaba la negación de la existencia del alma. En los casos en los que ello pudiera atribuírsele a los escépticos por fidelidad filológica a sus escritos, no dejaría de representar una contradicción si se profesa una concepción atea del m u n d o y el rechazo de un más allá. E l problema no se plantea respecto de los escépticos — q u e por definición ni afirman ni niegan n a d a — sino respecto de Thrower mismo, en cuanto que éste separa la cuestión de la religión de la cuestión del materialismo, permaneciendo así, a efectos analíticos, en las aguas tur-
bias de los esquemas animistas de lo real, y p o r lo tanto en una inconfortable confusión conceptual que convierte algunos de sus textos en algo sumamente ambiguo. P o r ejemplo, al completar el pasaje precedente, con la afirmación de que mientras, en su conjunto, el modo hindú de filosofar, sea teísta o ateísta, ha fundamentado un enfoque religioso de la vida, las tensiones escépticas, agnósticas y naturalistas [Thrower entiende que naturalismo equivale a materialismo] no son desconocidas y, de hecho, una gran escuela naturalista — l a de los Carvakas, conocidos también como los Lokayata—, floreció holgadamente más de un milenio, antes de que desapareciera virtualmente hacia el siglo V I I d.C. bajo la creciente ola de idealismo religioso. Sin embargo, todavía era digna de mención tan tardíamente como en el siglo X I V , cuando Madhavacarya escribía sus Sarva-darsana-sangraha, una de nuestras mayores fuentes para conocer el sistema Carvaka [pp. 35-36]. T h r o w e r contrapone aquí correctamente lo que califica como Idealismo religioso a la escuela naturalista (léase materialista) de los Carvakas, pero esta contraposición encaja mal en su marco conceptual, porque no percibe que toda religión es por definición idealista, y que el panteísmo — e l de Shankara, por e j e m p l o — es idealista, a no ser que elimine la idea de espíritu — e n cuyo caso es puro materialismo, y entonces es, por definición, irreligioso—. Toda posición atea es incompatible, igualmente, con la religión. ¿En que consistía la filosofía irreligiosa — a l menos tendencialmente— de ciertas escuelas hindúes?... L o s estratos más antiguos de los Vedas presentan un pensamiento típicamente indoeuropeo que se expresa en la forma de un politeísmo de tonalidad naturalista que se decanta en una creciente personalización mítica de las fuerzas de la naturaleza, de carácter antropomórfico. La nota eminente en el desarrollo de las filosofías de la India — r e l i giosas o irreligiosas— es la noción de Rta u orden cósmico, al que se someten incluso los dioses. Es una noción equivalente a la Moira de los antiguos griegos y al Tao de los antiguos chinos. Probablemente, el monismo panteísta hindú en sus formas clásicas hunde sus raíces en la Rta, pero también la especulación filosófica de orientación atea sobre la sustancia p r i m o r d i a l única de la que luego se derivaría la multiplicidad de las cosas. En el p o l i -
teísmo védico ya se percibe un cierto estremecimiento de escepticismo respecto de la existencia de los dioses. En uno de sus himnos, el estribillo a cada verso se pregunta: «¿Quién es el dios al que debemos ofrecer el sacrificio?». En otro h i m n o se insinúa aún más la inquietud agnóstica sobre la existencia de u n Ser P r i mordial y del A l m a : «¿Quién ha visto nunca al (Ser) P r i m o r d i a l en el momento en que nació?»: «De la tierra son el aliento y la sangre, pero dónde está el alma?»... Estas interrogaciones, y otras similares, concluyen así: «Yo inquiero sobre aquellas cosas que están ocultas [incluso] para los dioses». De m o d o similar a la crítica literaria del O l i m p o griego, en los textos védicos aparece una crítica creciente de la moralidad de los dioses — s u exacerbada adicción a la bebida sagrada (soma), etcétera—. En el Himno de la Creación (Nasadiya), el poeta hindú expone abiertamente sus dudas filosóficas: «El no-ser entonces no existe, ni el ser»; «la muerte entonces no existe, ni la vida inmortal» (deslumbrante vinculación de la creencia en los dioses con la inmortalidad animista); «el universo fue distinto y fluido»; «el deseo, entonces, fue lo que primeramente surgió dentro de él; el deseo, que fue la más temprana semilla del espíritu» (maravillosa intuición de las raíces conativas de la religión); «¿quién lo conoce verdaderamente?, ¿quién puede declararlo aquí?, ¿de dónde ha nacido?, ¿cuándo emergió esta creación?»; «este mundo-creación, de dónde ha surgido?, ¿o ha sido producido o no?»; «sólo él, que lo escruta en el más alto cielo, él solamente lo conoce, o incluso no lo conoce». En otros himnos puede leerse: «¿Cuál de estos dos (cielo o tierra) es anterior, cuál es posterior: cómo fuer o n engendrados; los sabios (declaran) ¿quién conoce esto?»; «quién conoce lo que es verdad, o quién puede aquí declararlo?». C o m o comenta T h r o w e r , estos textos, aunque eventualmente desarrollados en el sentido de un sofisticado teísmo, no dejan de presentar la evidencia de un cuestionamiento especulativo y escéptico que podría desarrollarse en dirección opuesta. M a x Müller designó como adevismo — d u d a s sobre los devas o dioses del panteón v é d i c o — un cuestionamiento que funciona como el p r i n c i p i o vital de toda religión, a saber, el sentimiento de la presencia de un Más Allá, un Infinito, lo D i v i n o , algo indefinido. Pero Müller no nos advierte que es una pulsión biológica de
pervivencia lo que pone en movimiento el deseo de inmortalidad, un conatus que sólo una supuesta instancia divina que nos trasciende puede satisfacer. El deseo genera la fe en la existencia de lo que exige el deseo al servicio del instinto de vida. Las reflexiones del Rig-Veda encuentran audaces desarrollos en los Upanishads —floresta de tratados compuestos entre los siglos VIII y IV a . C . — , que luego fueron incluidos en el canon de las escrituras sagradas. En estos desarrollos desaparecen los h i m nos a los dioses y son reemplazados p o r la búsqueda de la realidad subyacente en la pluralidad del mundo fenoménico. Durante este período son desarrolladas aquellas doctrinas que iban a convertirse en normativas del Hinduismo ortodoxo, doctrinas tales como el samsara, la ronda de nacimientos y reencarnaciones conforme a la ley del karma, y la identificación del Brahmán, que penetra el universo, con el atman o yo del hombre; conocimiento de todo lo cual conduce al moksa o liberación del samsara [p. 46]. Es evidente que la orientación de los Upanishads es religiosa, pero en su sombra iban manifestándose contenidos intelectuales favorables a una visión naturalista del m u n d o y el ser humano. El Upanishad Chandogya ofrece el diálogo entre un padre y un hijo en el que se interroga con crudeza « ¿ c ó m o puede el Ser (sat) producirse desde el No-Ser?», si bien encuentra la solución en la afirmación tautológica de que «en el comienzo, este m u n d o fue justamente Ser, uno solamente, sin un segundo», y que la pluralidad del m u n d o se debe a un proceso emanatista que se inicia con el calor, el agua y el alimento, y culmina en el ser humano. En este texto se dice que «todas las criaturas tienen al Ser como su raíz», y «eso que es su más bella esencia, este m u n d o todo tiene eso como su alma». Un monismo animista cósmico es la conclusión de este relato: « E s o es la realidad (Satya). E s o es atman (alma, soplo)». Walter Rubén indica que esta concepción de la realidad es similar a la de los dieciocho magos del Aliento-Viento que citan los Upanishads más antiguos, los cuales pensaban que el «aliento» es el constituyente más importante del universo — h i pótesis que ponía las fluctuaciones del aliento y el aire en lugar de los dioses—. Según Dale Riepe, el citado relato rompía con la
concepción teogónica y cosmológica tradicional, para proponer una alternativa hylozoísta — i n c l u s o tal vez materialista— de la realidad, para la cual nada procede de nada — n i siquiera en virtud del poder d i v i n o — , sino que todo procede del Ser concebido como materia física. El padre que protagoniza el mencionado diálogo representa ya, según Riepe, una visión naturalista del m u n d o apoyada en cuatro consideraciones: 1) sus insinuaciones de un universo naturalista monista; 2) su sugerencia de que los elementos naturales están hechos de materia física; 3) su teoría protoatomista; y 4) su análisis del significado en términos de lo físicamente observable (The naturalistic tradition in Indian thought, Seattle, 1961). Thrower estima que esta interpretación va demasiado lejos, pues el diálogo concluye con un discurso que prueba que el protagonista no es un materialista sino alguien convencido de que el A l m a del Universo, Ser ella misma, se identifica con el atman o alma del ser humano — e n último término un principio espiritual y no material—. Sin embargo, se detectan en el diálogo rasgos que luego en la doctrina Samkhia, por ejemplo, se desarrollaron en una dirección abiertamente materialista. En otros Upanishads, la especulación cuasi-materialista es ya patente. El Upanishad Svetasvatara contiene esta pregunta: «¿Deberían el tiempo, o la naturaleza, o la necesidad, o el azar, o los elementos, ser considerados como la causa; o lo es el llamado Parusa (la persona)?». La denegación del m u n d o fenoménico (samsara) —y en consecuencia, la necesidad de la liberación (moksa) de é l — aparece en varios Upanishads. El Upanishad Katha informa de que ciertas gentes, los nastikas, abrigaban serias dudas sobre si uno existe o no existe después de la muerte. Interrogada, la Muerte responde que «en este punto, incluso los dioses han dudado primeramente, ello no es fácil de entender [...]», y que prefiere preocuparse de cosas menos complicadas. Al insistir el interrogador, tuvo que conformarse con la respuesta que más tarde pasó a ser la enseñanza hindú ortodoxa sobre la naturaleza del yo y su destino. En efecto, el Upanishad Brhad-aranyaka compara la muerte a un trozo de sal, que se disuelve cuando es arrojado al agua, pero que conserva el sabor de la sal. C u a n d o el ser vivo nos abandona y se
disuelve, «no hay ya conocimiento». El Upanishad Swasanved presenta u n texto que M . N . Roy resume así: No hay encarnación alguna, ningún Dios, ningún cielo, ningún infierno; toda la religión tradicional es obra de locos pretenciosos; la naturaleza el engendrador y el tiempo el destructor son quienes gobiernan las cosas y no toman en cuenta para nada la virtud y el vicio en cuanto al premio de la felicidad o la miseria de los hombres; gentes engañadas por floridos discursos se agarran a los sacerdotes y templos de Dios, cuando en realidad no hay diferencia alguna entre Visnú y un dios [Materialism: an outline of the history of scien tifie thought, Calcuta, 1951, cit. por Thrower]. 3.2. Algún tiempo antes del siglo vi a. C, la perspectiva materialista y hedonista conocida como Lokayata prolongaba las tendencias naturalistas y agnósticas registradas ya en el más antiguo período de la especulación hindú. Pero con la excepción de un tratado tardío del siglo V I I d . C . — e l Tattvopaplavasingha (El león que devora todas las categorías [religiosas]), de Jayarasi Bhatta—, no se poseen fuentes que permitan conocer el origen de estas posiciones doctrinales, que sólo pueden reconstruirse mediante las referencias polémicas de sus oponentes, en especial las relativas a una obra mayor titulada Brhaspati Sutra, ahora perdida. L o s primeros budistas conocieron las doctrinas de estt escuela y las recogieron en sus escritos, y en el Vishnú Purana; el Mahabbarata, el Ramayana, el Sarva-siddhanta-sangraha y el Sarva-samgiha (de Madhavacarya) también contienen algunos materiales sobre ellas. Las Leyes de Manu mencionan a «nihilistas, herejes y denigradores de los Vedas», aunque no es seguro que se refieran a los L o k a yatikas. Distinguidos historiadores no coinciden en cuanto a los orígenes del Lokayata. H. P. Shastri y D. R. Shastri ven una conexión con la antigua secta de los llamados Kapalikas, y piensan que su influencia sigue presente en ciertas sectas oscuras de la India actual. Sus características serían éstas: 1) en su período i n i cial, el Lokayata parece haber sido una rama respetable de las enseñanzas brahmánicas; 2) podría haber t e n i d o relación c o n opiniones llamadas Asura, y con ritos y perspectivas de otras sectas oscuras —algunas aún existentes—; 3) también parecen te-
ner conexiones con la antigua especulación no-védica; 4) aunque rechazaba el ritualismo védico, poseía prácticas rituales propias y ejercía una especie de encantamiento o hechicería (mantra). Este último punto, sobre todo, hace pensar que más que un choque de creencias religiosas era la contraposición de dos culturas, la segunda de carácter popular. En 1862, J. M u i r , anticipándose a Dasgupta, señalaba que en los escritos mencionados se atribuyen a las gentes llamadas Asuras opiniones muy semejantes a las atribuidas a los Lokayatikas por fuentes posteriores. El Vishnú Puraña describe así las opiniones de los Asuras: el gran Embustero, practicando la ilusión, engañó seguidamente a otros Daityas [hindúes heréticos] por medio de muchas otras formas de herejía. En muy poco tiempo, estos Asuras, engañados por el embaucador, abandonaron todo el sistema fundado en las ordenanzas del triple Veda. Algunos denigraban a los Vedas, otros a los dioses, otros al ceremonial del sacrificio, y otros a los brahmanes. Declaraban que esto es una doctrina que no admite discusión; la matanza [de animales de sacrificio] no conduce a méritos religiosos. [Decir que] oblaciones de mantequilla consumida en el fuego produce algún premio futuro es una afirmación propia de un niño. Remata así su displicente crítica de la religión tradicional, y esto vale también para nuestro tiempo: «Las expresiones infalibles, grandes Asuras, no caen de los cielos; solamente son las afirmaciones fundadas en el razonamiento las que son aceptadas por mí, y por otras personas inteligentes como vosotros». En la épica del Mahabharata conocida como el Bhagavad-Gita, Krishna refiere que los diabólicos [asuras] «dicen que "el mundo está vacío de verdad, no tiene fundamento alguno, ninguno que lo gobierne, no ha llegado a ser por ley causal mutua; el deseo solamente lo ha causado, nada más" [en una variante de lectura, " a l azar y sin causa alguna"]». Su retrato de estos diabólicos no puede ser más descalificatorio: «... ellos no aspiran a nada sino a satisfacer sus apetitos, convencidos de que esto es todo». Según Dasgupta, los Asuras identificaban el alma y el cuerpo, concluyendo luego los Lokoyatikas, de esta identidad, que no había supervivencia alguna después de la muerte, ni ningún más allá. Esta doctrina concuerda perfectamente con el hedonismo de los Asuras, tan beatamente despre-
ciados por K h r i s n a . En los mitos de los Upanishads, los L o k a yatikas son vistos como demonios, pero según Chattopadhyaya es muy probable que representasen una sección del antiguo populacho de la India {Lokayata: a study in Ancient Indian materialism, N u e v a D e l h i , 1959, cit. por T h r o w e r ) . La mayoría de las opiniones atribuidas a los Asuras en los Upanishads se refieren a la naturaleza del yo y a los orígenes del universo. Identificaban el yo con el cuerpo, como más tarde hicieron los Lokayatikas. Pero esta doctrina — c o n o c i d a como deha-vada por los b u d i s t a s — no era atribuida por éstos al Lokayata, considerado sólo como una práctica mágico-religiosa. Chattopadyaya estima que el Tantrism o , combinación de la creencia deha-vada con prácticas mágicoreligiosas, se asemejaba al Lokayata temprano, y que el Tantrismo fue originariamente no-védico, materialista y ateo. Según T h r o wer, hay, en todo caso, testimonios considerables de que «desde el siglo VI a.C. aproximadamente, los Lokayatikas emergieron como una definida escuela de filosofía asociada con el nombre de Carvaka» (p. 62). En este mismo siglo VI a.C. florecieron numerosos librepensadores que quizás influyeron en el Lokayata. Al menos tres de ellos ofrecen por sí mismos un gran interés para la historia del ateísmo. Purana Kassapa, un asceta deambulante, atacó la doctrina hindú de la encarnación retributiva (karma), pivote de la especulación religiosa de la India, negando que exista virtud o v i cio, y, por ello, que ninguna acción puede producir retribución alguna: «Para quien actúa [...], o causa que actúe otro, no existe culpa alguna..., de lo cual resulta que no habría ningún mérito, ningún incremento de mérito» (Samanna-Phala-Sutra, o Los frutos de la vida de un recluso). Ajita Kesakambali piensa de m o d o similar. En la misma fuente se le atribuye la opinión de que «no hay eso que se llama limosnas o sacrificios u ofrendas. No hay ni fruto ni resultado de actos buenos o malos. No existe tal cosa como este m u n d o o el futuro». No sólo ataca los Upanishads sino también las personas de los brahamines: no existen «quienes, habiendo entendido y realizado solamente por sí mismos a la vez este m u n d o y el próximo, hicieran conocer a otros esta sabiduría». Su antropología materialista coincide con la atribuida más tarde al Carvaka: «Un ser humano se compone de cuatro elemen-
tos; cuando muere, la tierra en él cae y retorna a la tierra, el fluido al agua, el calor al fuego, el viento al aire, y sus facultades pasan al espacio». Las recompensas tras la muerte son charla inútil: «insensatos y sabios son igualmente cercenados, aniquilados, y tras la muerte no existen». M a k k h a l i Gosada, fundador de los A j i v i kas — u n a secta que pervivió al menos hasta el siglo XIII d . C . — , también rechazó la doctrina del karma, y parece haber apoyado luego una concepción naturalista del ser humano. A f i r m a , en el Sutra-Krtanga-Sutra, que todas las criaturas, incluidas las almas, carecen de fuerza o energía propias: «son impulsadas de ésta a aquella manera por su destino, por la necesaria condición de la clase a la que pertenecen, por su naturaleza individual [...]». Estricto mecanicismo naturalista. H a y referencias a otros heréticos — e n los primeros escritos b u d i s t a s — cuyas doctrinas son totalmente materialistas. En la última fuente mencionada se dice que «mientras hay cuerpo existe el alma, y no hay alma alguna aparte de este cuerpo; cuando el cuerpo está muerto, no hay ningún alma». Así, «cuando el cuerpo es quemado, no se ve alma alguna, y todo lo que se ve no es sino huesos calcinados». Estas ideas coinciden con las atribuidas por otras fuentes no-budistas al Carvaka/Lokayata. En la épica del Ramayana, el brahmin Jabalí —descrito como un logicista (maiyayika)— se dirige a Rama advirtiéndole que «no debe, como una persona ordinaria, abrigar nociones tan inútiles como las despreciables ideas de un asceta», por lo cual «yo me informo de quienes se ajustan a la justicia, y de los otros; pues los justos sufren aquí aflicción, pero cuando mueren, quedan aniquilados»; y prosigue: «comprende, [príncipe] inteligente, que nadie existe después [de la muerte]; no mires a lo que está más allá del alcance de nuestros sentidos, sino sólo a lo que es un objeto de percepción». En consecuencia, su juicio sobre los sacerdotes es crudo e inequívoco como el de Carvaka: «estos libros compuestos por hombres sabios [que contienen preceptos tales como] adorar, otorgar, ofrecer sacrificios, practicar austeridades, abandonar [el m u n d o ] , están hechos meramente con la intención de multiplicar los donativos». Mencionemos finalmente a Sangaya, del clan Belattha, cuando replica a ciertas cuestiones con palabras que T h r o w e r califica de «la suprema prevaricación del agnóstico»,
a saber: «si me preguntas si hay otro m u n d o [...], no digo n i que hay, ni que no hay otro mundo»; y con este mismo talante responde a cuanto se le pide que responda — « a cada una o a cualquiera de sus cuestiones doy la misma respuesta»— (SamannaPhala-Sutra).
3.3. ¿En qué consistió la filosofía Lokayata o Carvaka en su plenitud? Se discute sobre si Carvaka —designación alternativa del término L o k a y a t a , más a n t i g u o — fue un personaje histórico. Carvaka puede significar de dulce lengua, lo que podría equivaler a una designación personal despectiva. En la épica del Mahabharata aparece legendariamente como un personaje real. Pero cualquiera que sea la historicidad de Carvaka —escribe Thrower—, y cualesquiera que sean los tempranos orígenes de Lokayata, lo que es cierto es que desde aproximadamente el siglo VI a.C. surgió en la India la articulación filosófica de opiniones que ahora designaríamos como materialistas [naturalistas en el lenguaje de este autor], y que la tradición posterior denominaría Lokayata o Carvaka; opiniones que desafiaban y proseguían con el reto lanzado a la dominante interpretación religiosa de la vida durante algo así como un milenio [p. 68. Cursivas mías]. Según G. Tucci —después de su extensa investigación de todas las referencias que han sobrevido sobre esta escuela—, la f i losofía Lokayata o Carvaka postula lo siguiente: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.
La literatura sagrada debe rechazarse como falsa. No existe ninguna deidad o algo sobrenatural. No existe ningún alma inmortal, y nada existe tras la muerte del cuerpo. El K a r m a es inoperante y una ilusión. Todo se deriva de elementos materiales. L o s elementos materiales poseen una fuerza inmanente. La inteligencia se deriva de estos elementos. Sólo la percepción directa produce conocimiento verdadero. L o s preceptos religiosos y la clase sacerdotal son inútiles.
10.
El objetivo de la vida es obtener la máxima cantidad de placer.
Este materialismo en epistemología, metafísica y ética equivale al ateísmo en el sentido occidental y moderno, y se corresponde aproximadamente con el estado actual de las ciencias. Su principal soporte teórico se encuentra en su epistemología de signo empirista: «sólo existe lo perceptible; lo no-perceptible no existe, p o r la razón de que nunca ha sido percibido» (Sarva-siddhantasangraha). La percepción puede ser, según el Sarva-dars'ana-sangraha, de Madhavacarya, de dos clases: externa, en cuanto es producida por los cinco sentidos, o interna, en cuanto es p r o d u cida por el sentido interno o mente. De esta epistemología se derivan ciertas conclusiones: la realidad consiste solamente en los cuatro elementos (tierra, aire, fuego y agua); el éter, que se aceptaba generalmente como un quinto elemento, era negado por no ser perceptible; se negaba la validez de la inferencia de proposiciones universales desde las particulares. En nuestra perspectiva actual, es evidente que estas formulaciones no pueden asumirse literalmente, pero sí en cuanto en tanto que representan la actit u d de un ateísmo que, por definición, es materialista e irreligioso. L o s números 1 al 7 son válidos en su misma formulación. L o s números 8 y 10 son válidos sólo con las oportunas cualificaciones, y traduciéndose a un lenguaje filosófico mucho más matizado en el plano conceptual. El número 9 sólo podrían discutirlo los creyentes. Esta ontología materialista rechazaba que el m u n d o y el ser humano hubieran sido creados, o que estuvieran dirigidos por algún agente sobrenatural. El único m u n d o que existe es el que conocemos. No hay cielos ni infierno, ni inmortalidad, o reencarnación, o resurrección. No existe nada tras la muerte. La conciencia emerge de una combinación de elementos del cuerpo y se desintegra con él. El alma es sólo otro nombre del cuerpo, disting u i d o p o r el atributo de la inteligencia. L o s brillantes textos transcritos por Thrower, procedentes de las dos últimas fuentes mencionadas, hacen sentir la emoción de la hazaña intelectual del Carvaka-Lokayata unos siete u ochos siglos antes de nuestra era, inicio ésta de una etapa histórica en la que E u r o p a sería aplasta-
da por la intolerancia y el fanatismo religioso. En la segunda de dichas fuentes se dice, con el temple moral del ateo, que «no hay ningún cielo, ni liberación final, ni alma alguna en otro mundo», sin eludir la denuncia del sacerdocio como un fraude, desmantelando así los cimientos del sistema ético-social, horriblemente opresivo, de las castas y estamentos: «los brahmines se han establecido aquí solamente como un medio de vida»; «los tres autores de los Vedas eran bufones, bribones y demonios». C o m o vimos, en el Carvaka aparece el punto crucial de todas las fabulaciones religiosas: la cuestión del alma. Desde los escritos de los primeros budistas —que tuvieron ciertas cosas en común con los Carvakas, tales como el rechazo del sistema sacrificial y el de las castas, pero que divergían en otras, tal como la negación carvaka de la transmigración—, resulta posible reconstruir —escribe Throw e r — los verdaderos argumentos que los Carvakas opusieron a la noción de un alma sustancial y su transmigración... ¿Por qué, argüían los Carvakas, si el alma ha existido antes que ahora, no recuerda sus existencias previas? ¿Por qué no retorna, si sobrevive a la muerte, de modo que pueda ser observada? Los creyentes mismos muestran por sus actos que su creencia en el renacimiento es absurda, pues, por ejemplo, temen la muerte [pp. 71-72]. El atractivo moral de la doctrina budista del nirvana como cancelación del samsara pierde pureza filosófica con la creencia fantástica en la transmigración de las almas — q u e asocia dos ideas igualmente arbitrarias—. L o s Carvakas impugnaban la idea b u dista según la cual «las series de estados conscientes en cualquier vida (los primeros budistas negaban, por supuesto, un yo sustancial) se deben al último estado de conciencia antes de la muerte en una vida previa», y que «el estado de conciencia en cualquier vida pueda ser la causa de una serie de estados de conciencia en otra vida futura». C o n t r a los budistas, los Carvakas afirmaban que ninguna conciencia que pertenezca a un cuerpo diferente y a una serie diferente puede ser considerada como la causa de una serie diferente de estados de conciencia pertenecientes a un cuerpo diferente; en una palabra, que la conciencia perteneciente a un cuerpo no puede decirse que sea la causa de la conciencia en otro cuerpo. Argumentan además
que ninguna conciencia se traslada a la vida fetal. Un niño debe aprender fuera de sí mismo lo que sabe. Esta objeción vale también para la anamnesis platónica de una vida anterior de ideas diáfanas y sus elucubraciones sobre la transmigración. También de conformidad con su epistemología materialista, los Carvakas argüían que nadie «ha observado jamás la transferencia de conciencia de un cuerpo a otro» (¿bid.). Las repercusiones éticas de esta filosofía materialista son de signo hedonista y opuestas al ascetismo religioso. Según el Sarvadarsana-sangraha, los Carvakas sostenían que «el único fin de los hombres es el goce de los placeres sensuales», pero, anticipándose a E p i c u r o , subrayaban que su filosofía es disfrutar del puro placer tanto como se pueda, y evitar el dolor que inevitablemente lo acompaña [...] No es lo nuestro, por consiguiente, a causa del temor al dolor, rechazar el placer que nuestra naturaleza reconoce instintivamente como algo congénito [..,], Si uno fuera tan tímido como para renunciar a un placer visible, sería tan estúpido como una bestia. El Sarva-siddhanta-sangraha trina Lokayata:
amplía
elocuentemente esta
doc-
El goce del cielo reside en comer viandas deliciosas, estar en compañía de jovencitas, llevar bellos vestidos, perfumes, guirnaldas, pasta de sándalo, etc. El dolor del infierno radica en las desgracias que surgen de los enemigos, las armas, las enfermedades; mientras que la moksa (liberación) es muerte que entraña el cese del aliento vital. El sabio no debe, pues, por lo tanto, tomarse molestias a causa de esa [liberación]; es el insensato el que se agota en penas, ayunos, etc. La castidad y otros tales preceptos son impuestos por débiles listos... El sabio debe gozar de los placeres de este mundo mediante los medios visibles apropiados, como la agricultura, la ganadería, el comercio, la administración política, etc. A n t e esta gran dosis de cordura, el citado texto reconoce con cierta desesperación que los esfuerzos del Carvaka son efectivamente difíciles de erradicar, pues la mayoría de los seres vivientes se atienen al dicho corriente: «Mientras
la vida es tuya, vive gozosamente. Nadie puede escapar al ojo persecutor de la Muerte: una vez queman esta figura nuestra, ¿cómo podrá nunca retornar? Es un hedonismo práctico y humano. L o s agoreros de una vida paradisíaca y celeste como premio a la v i r t u d inducida por el miedo atacaban ferozmente el hedonismo Carvaka. Budistas, Jainistas y Naiyayicas se distinguieron por su ardor. En su comentario sobre el Brahma-Sutra, el hinduista Shankara defendió la existencia del alma sustancial. En su escrito Naisaddha-scarita, el filósofo Sriharsa, comprometido en la misma tarea, nos da, de paso, una exposición del Carvaka que confirma lo dicho. El drama Prahodha-candrodaya (El surgimiento del intelecto de la Luna), de K h r i s n a M i s r a , ofrece un sabroso diálogo que refleja la acogida popular del naturalismo del L o k a yata. Sus protagonistas son el Materialista y la Pasión. Ésta se pregunta: «¿Quién ha visto el alma existiendo en un estado de separación del cuerpo? ¿No es la vida resultado de la configuración última de la materia?...». El Materialista deduce de sus discursos que «los tres Vedas son una estafa». A la pregunta de su discípulo de por qué muchos hombres renuncian a los placeres y se someten a mortificaciones, responde: Estos estúpidos son engañados por los mentirosos Sastras y alimentados por las seducciones de la esperanza. ¿Pero pueden la mendicidad, el ayuno, la penitencia, la exposición al sol ardiente que depaupera el cuerpo, compararse con los arrebatadores abrazos de las mujeres de ojos grandes, cuyos prominentes pechos son apretados por nuestros abrazos? [...] ¡El alumno quedó convencido! No conocemos las causas de la desaparición de los Carvakas. E n términos generales, no resulta difícil comprender que el hedonismo no es una receta realista para un m u n d o en el que la inmensa mayoría está sumida en espantosa miseria. Pero incluso para los agraciados por la vida, la expectativa de la muerte, la realidad del dolor y la frustración, la enfermedad, generan el desconsuelo y el miedo. El éxito de las religiones está asegurado entre
quienes se dejen seducir por las promesas de beatitud en otra vida, que son la mayoría. Las religiones trafican con la esperanza de salvación en un más allá, y su mercancía no se somete a ninguna verificación. T h r o w e r aventura esta hipótesis, que no es incompatible con la que acabo de apuntar. Su rechazo de la autoridad de los Vedas y su denuncia de los brahmines —escribe— pueden haber ayudado, especialmente cuando la ortodoxia cristalizó y consiguió establecerse, pero ésta no parecería una explicación totalmente satisfactoria, dado que tanto los jainistas como los budistas los siguieron en esto. Su rechazo del teísmo es también algo que no sólo compartieron con los budistas y jainistas sino con las escuelas ortodoxas de los Samkhyas y los Mimansakas. Aquí, T h r o w e r incurre de nuevo en el grave error de concepto al no advertir que los Carvakas presentan una visión radicalmente materialista e irreligiosa del m u n d o , mientras que todas las demás escuelas que menciona se mueven en coordenadas eminentemente panteístas o místicas, es decir, espiritualistas y orientadas hacia una contemplación idealista del mundo que se distancia irremediablemente del ateísmo genuino. Se puede ser no-teísta y continuar sumergido en la religión. El nirvana budista, incluso él, es un acosmismo místico que, como cabía esperar, se ha convertido en una religión institucionalizada. Thrower concluye diciendo que todo lo que podemos decir es que [los Carvakas] fueron, o bien suprimidos por la fuerza — l o que parece poco verosímil y de lo que no hay ninguna prueba—, o bien, lo que es más probable, simplemente dejaron de atraer a medida que el pensamiento de la India se movió cada vez más hacia el idealismo monista y al teísmo. Algo de su pensamiento sobrevivió en el muy conocido Katna-Sutra de Vatsyayana, pero éste, al mismo tiempo que recomendaba la deseabilidad del placer, incluido el placer sensual, se mantuvo dentro de las fronteras de la ortodoxia por considerar el dharma, la obediencia a la ley moral, como el supremo fin de la vida, y por decir que la adquisición del placer debía estar en conformidad con el dharma. El hombre ideal del Kama-Sutra cultiva los tres valores de la vida —dharma (ley), artha (moralidad) y kama (placer)—. En esto, no difiere del hombre ideal que Aristóteles presenta para nuestra emulación en su Ética Nicomaquea [pp. 75-76].
3.4. Es un hecho históricamente bien acreditado que la inmemorial vigencia de la mentalidad mítico-religiosa hizo casi i m practicable la emergencia de un cuestionamiento público de sus supuestos fundamentales. C o m o hemos visto, sólo morosamente se manifestó un nuevo m o d o de concebir el m u n d o y la vida. La duda, el escepticismo, el agnosticismo, el ateísmo, son eminentemente polémicos y arriesgados porque son fruto de una dialéctica que pone en tela de juicio la validez de los valores heredados y, por ello, la propia seguridad personal. Sólo en los repliegues, o en las fisuras visibles, de las ancestrales creencias, se van gestando estímulos de la reflexión que irá minándolas. Su desajuste con las necesidades prácticas que impone el cambio social suele ser la grieta por la que el desgaste ideológico puede dejar paso a nuevas perspectivas. P o r consiguiente, las sociedades predominantemente estáticas en su estructura social son m u c h o menos permeables a la acción de nuevas ideas. Pese a la agitada historia política en ciertas coyunturas históricas bien conocidas, éste es el caso de la India en cuanto a las líneas básicas de la concepción del m u n d o . Sin embargo, el famoso tiempo-eje que tematizara Jaspers fue el dilatado cauce de ciertas mutaciones, como la representada por los Carvakas. T h r o w e r — q u e no analiza el contexto socioeconómico— indica, sin embargo, acertadamente que aunque el Carvaka desaparece de la cultura hindú hacia el comienzo de la Edad Media de la India (es decir, desde aproximadamente el 800 d . C ) , las tendencias naturalistas puede constatarse que perviven no sólo en el Jainismo y en el Budismo Hinayana, sino también en las escuelas filosóficas del Samkhya y del Vaisesika [p. 76]. En efecto, el Samkhya es una de las seis escuelas ortodoxas de la filosofía hindú —las otras cinco, como se sabe, son el Yoga, el Nyaya, el Vaisesika, el M i m a n s a y el Vedanta—. Es la más antigua, surgió en el período más creativo de la cultura de la India que vio el ascenso del Idealismo Upanishad a la posición p r o m i nente, pero también la emergencia de los sistemas heterodoxos C a r v a k a , J a i n i s m o y B u d i s m o . S a m k h y a significa «enumeración», tal vez porque enumera las categorías del pensamiento, y está estrechamente vinculado al Yoga, dando así lugar a un siste-
ma práctico de liberación. Originariamente ateo, si no materialista — c o m o lo entendió el Brahma-Supa (200 a.C.)—, se fundamentó en una materia p r i m o r d i a l no-divina. C u a n d o el Samkhya se asoció oficialmente con el Yoga, la categoría sagrada Isvara (Señor Personal) relegó la perspectiva materialista original y la orientación atea primera, que quizás recogieron el Jainismo y el Budismo. N i n i a n Smart define así esta escuela: Samkhya describe el universo como hecho de innumerables almas (parusas), de una parte, y de la naturaleza (prakrti), de la otra. De modo típico, las almas están insertas en la naturaleza y siguen la ronda de acontecimientos hasta que alcancen la liberación. El organismo psicofísico, incluido el intelecto (buddhi), se ve como parte de la naturaleza física, y el funcionamiento consciente del individuo tiene lugar a través de la asociación de un alma con un organismo psicofísico [...]. En el estado de liberación, que se incrementa con la realización de la distinción (viveka) fundamental entre sí misma y la naturaleza, el alma ya no es susceptible del sufrimiento que caracteriza toda existencia material [...] La emergencia del cosmos desde el caos al comienzo de cada ciclo [del universo] se explica mediante una teoría evolucionaría. La naturaleza está compuesta de tres vetas o cualidades (gunas) en tensión... Éstas son sattwa [esencia], rajas [energía] y tamas [masa]... El proceso conjunto queda explicado sin referencia a un Creador personal. [El lector puede informarse con seguridad sobre las seis escuelas del Hinduismo en el manual de N. Smart, The religious experience, Nueva York, 1991, 4. edic, pp. 140-144.] a
C o m o puede verse en esta sucinta descripción, el ateísmo Samkhya original no era íntegramente materialista, pues postulaba — d e m o d o similar a la cosmología de Aristóteles— una p r i mera causa trascendente (Parusa) como iniciadora del movimiento o cambio en el universo. A u n q u e así fue el sistema Samkhya tal como lo expuso Isvara K r i s n a en el Samkhya-Karika, hay considerable evidencia de que el Samkhya fue originariamente no sólo vagamente ateo, sino totalmente materialista, según estima el historiador Chattopadhyaha. L o s antiguos lo llamaban la doctrina del pradhana (la materia primordial, anterior a toda evolución). Este término equivale a prakrti (naturaleza) o, más correctamente, rula-prakrti o vúz-prakrti. El otro elemento primario es
parusa (en su multiplicidad) como p r i n c i p i o de la conciencia o Y o . Sin embargo, parusa es secundario respecto de prakrti, y sólo representa una especie de indiferencia (udasina) ante el proceso cósmico, y no participa en la evolución del mundo fenoménico a artir de la materia primordial. Tal vez parusa fue introducido en el sistema por la influencia ulterior del Vedanta, lo cual delata una incongruencia insalvable, como advirtiera Shankara: «El pradhana —escribe—, siendo no-inteligente, y el parusa, siendo indiferene, y no habiendo ningún tercer p r i n c i p i o para conectarlos, no puede haber conexión entre ambos». Según Thrower, que la doctrina original del Samkhya fue simplemente una doctrina de pradhana y parinama (cambio), o sea, una afirmación de la realidad del mundo, en contraste con la doctrina Vedanta del mundo como maya o ilusión (conocida como vivarta vado), se manifiesta no sólo en el hecho de que la noción vedantista del «Yo» como el último principio (en el Samkhya posterior, como Primera Causa) del mundo no es jamás conciliada en el sistema Samkhya, y siguió siendo totalmente incongruente, sino también en el hecho de que en el Samkhya original parusa no fue pensado en absoluto de este modo, sino simplemente, así en el Jainismo, como una multiplicidad de yoes (parusa bahutwam), no teniendo nada que ver con una causa en el mundo [p. 79]. El panteísmo idealista del Vedanta es i n c o n c i l i a b l e con la concepción naturalista del Samkhya original. «El supuesto que sostiene el argumento Samkhya consiste en que el m u n d o fenoménico, en el cual existen personas diferenciadas [...], es real, y no, como el Vedanta mantenía, irreal en último término» (p. 80). El efecto de la Causa Primera, el mundo en su proceso evolutivo, es un efecto real (parinama vada) según el Samkhya; y un efecto irreal (vivarta vada) según el Vedanta. La cuestión importante, indica Thrower, «afecta, sin embargo, a la participación genuina de parusa en el proceso cósmico». La introducción de parusa como causa del m u n d o en el SamkhyaKarika es el punto en que irrumpe la incongruencia del sistema. Shankara la denunció al poner de relieve que el pradhana, «que es no-inteligente, se despliega él mismo espontáneamente en modificaciones multiformes, a fin de efectuar así los propósitos [es decir, disfrute, liberación, etc.] del alma inteligente». Esta crítica,
sin embargo, desvela que, a pesar de la introducción de la noción idealista del Yo y de una teleología al servicio de éste, el Samkhya sigue siendo incompatible con el Vedanta. Shankara sabía que, en el Samkhya, la conciencia, o el alma, no jugaba ningún papel en la producción del m u n d o . La opinión de que la pradhana inconsciente y material (acetana), y nada más, es la causa suficiente del mundo, tiñe al Samkhya de fuerte color materialista. La inserción del elemento vedantista del Yo no atenúa la convicción de que la pradhana primordial es el principio causal del m u n d o y sus cambios. L o s parusas son elementos coeternos con la causa primordial del proceso cósmico, pero no su causa primera sino atributos animistas del m u n d o —característica de la mentalidad mítica ancestral—. Sin embargo, en el Caraka-Samhita —escrito probablemente más antiguo que el Samkhya-Karika—, el elemento parusa, identificado con la conciencia, se sitúa en pie de igualdad con los cinco elementos conocidos, y es él mismo una forma del elemento material (dhatu). Pero en las más antiguas formulaciones del Samkhya, parusa, o bien se presenta como enteramente material, o bien se omite enteramente. Se plantea ahora la cuestión de saber cómo se producía la realidad cambiante del mundo sin postular una causa inteligente. Thrower piensa que esta cuestión aproxima al Samkhya a lo que en Occidente llamamos «leyes de la naturaleza». Shankara lo sugiere expresamente al señalar que «así, el pradhana también, aunque no-inteligente, puede suponerse que mueve en virtud de su propia naturaleza [...]» — i d e a que a él no le satisface y que rechaza como algo opuesto a su sistema espiritualista—. El comentador Gaudapada (siglo VIII a.C.) reconocía, aunque con cierta renuencia, que esta d o c t r i n a d e l svabhavenaeva (ley natural) es característica del primer sistema Samkhya. Esta información sobre la primera gran escuela ortodoxa del hinduismo permite apreciar su gran afinidad cosmológica con el materialismo Lokayata, igualmente descrito como svabhava vada (naturaleza). El propio Shankara señala que los filósofos Samkhya alegaban la autoridad del Lokayata en defensa de su tesis de que la actividad pertenecía sólo al pradhana. Escribe que «por esta razón, a saber, que la inteligencia es observada sólo donde se percibe un cuerpo, mientras que nunca es vista sin un cuerpo, los L o -
kayatikas consideran que la inteligencia es un mero atributo del cuerpo. De ahí que la actividad pertenece únicamente a lo que es no-inteligente». T h r o w e r concluye que vemos así que, aunque el idealismo Vedanta llegó eventualmente a dominar el escenario filosófico hindú, no solamente en el Lokayata sino en el Samkhya también, se habían puesto ya las semillas de un enfoque muy diferente del mundo, y que los indicios naturalistas del Samkhya iban a permanecer dentro de la corriente principal de la tradición filosófica de la India como un desafío constante a otras perspectivas más negadoras del mundo [p. 84]. Es oportuno señalar que la introducción de la noción de Varusa como eventual concausa del m u n d o no se identifica con un ente causal divino. P o r el contrario, se excluye expresamente esta identificación. Incluso en su fase tardía, el Samkhya sólo admite que el universo no necesita ninguna otra explicación que la acción de un eterno e increado parusa sobre un eterno e increado prakrti. Subraya T h r o w e r que «la existencia de un Señor o Isvara trascendente no sólo se consideraba carente de pruebas sino de i m p o s i b l e demostración». E l Samkhya argumentaba enérgicamente contra tal idea. U n o de sus textos señala que un Dios-Creador no pudo existir, «puesto que si él fuera libre no tendría deseos, etc., que lo instigasen [como motivos compulsivos] para crear; y si él fuera constreñido, estaría bajo la ilusión; él tiene que ser [en una y otra alternativas] desigual a la creación, etc. de este mundo». Q u e d a roto así todo lazo de un supuesta Creador divino con el mundo. Gaudapada repite el núcleo de este argumento: « C ó m o seres compuestos p o r los tres G u n a s [sativa (luminosidad), rajas (fuerza), tamas (masa)] pueden proceder de Isvara (Dios), que está vacío de Gunas? ¿O cómo pueden proceder del alma, igualmente vacía de cualidades? P o r consiguiente, tienen que proceder del Prakrti». Advierte Thrower, con pleno acierto, que este fallo lógico de los sistemas es endémico e incurable. Platón quiso obviarlo con la noción de un demiurgo como simple eslabón, lo cual sólo hace replantear el mismo problema respecto de sí mismo. Rechazada, incluso en esta escuela ortodoxa del hinduismo,
la creencia en un Creador trascendente, el Samkhya no encontraba explicación a las referencias sagradas de los Vedas a un Creador personal. Intentó vencer el escollo mediante a piece of demythologising — c o m o escribe ingeniosamente T h r o w e r — y una concesión a la piedad popular. Según esa escuela, los textos védicos que mencionan el Señor (Isvara) son «o bien glorificaciones del A l m a liberada, o bien homenajes a las reconocidas [deidades del panteón hindú]». C o m o siempre, la huida del ateísmo discurre por el cauce de una retórica simbolizante que es incapaz de salvar la cara ante la razón. Según los aforismos de esta retórica, ni el Alma (parusa) concebida generalmente, ni el alma (parusa) concebida individualmente, ejercen lo que podría llamarse gobernación por decisión. La opinión del Samkhya es que el parusa actúa sobre la naturaleza como una piedra imán actúa sobre el hierro —por proximidad—. Por lo tanto, el total desarrollo de la Naturaleza es impersonal según el sistema Samkhya. Sólo el alma individual, que Samkhya distingue del cuerpo y la mente —ambos son pensados como parte de la naturaleza física—, está libre para realizar su esencial distinción de los procesos naturales, más bien como el yo numénico de I. Kant. Para el Samkhya, sin embargo, el alma es un espectador, no un actor [pp. 86-87], asumiendo así un animismo peculiar sin funciones cósmicas — a l contrario de lo que sucede en el panteísmo personalizante de un Shankara— y de interés meramente antropológico e individualista. El objetivo del sistema original —puntualiza Thrower— parecería ser la liberación a través del conocimiento —conocimiento de la distinción fundamental del alma respecto de la naturaleza; aunque el interés del Samkhya en los procesos naturales va más allá de lo que habría sido necesario para este objetivo y delata un interés en la naturaleza por la naturaleza en sí misma y por sí misma—. En esto, el Samkhya podría compararse al naturalismo antiguo de los griegos. Los intereses éticos sólo son evidentes en los comentarios posteriores [ibid]. Según este sistema, las tres fuentes del conocimiento son la percepción, la inferencia y el criterio de autoridad {s'ruti o revelación). Posteriormente se añadió la percepción yóguica. Se discute si la admisión del s'ruti fue una mera concesión táctica a la ortodo-
x i a védica, o más b i e n el aptavacana (afirmación autoritativa) consistía en una instrucción oral fundada en la percepción o en la inferencia —es decir, no en la autoridad de la persona, sino en la evidencia racional—. Vacaspati (siglo X d.C.) afirma que «aunque no hay nada prescrito, sin embargo lo que es irrazonable no puede aceptarse, pues de lo contrario nos rebajaríamos al nivel de los niños, lunáticos y similares». M u c h o s filósofos Samkhya destacan que ciertas revelaciones de las escrituras (s'ruti) no son válidas p o r carecer de toda racionalidad. Su vía de escape era (¡ya entonces!) la hermenéutica para mantener la ficción —beata o conscientemente—. L o s Vedas permitían una elasticidad insospechada para los fideístas a tout prix. P o r todo lo visto, el Samkhya parecía estar muy próximo epistemológicamente al C a r v a k a , sobre t o d o tras ser retocado p o r Purandara en el siglo V I I a . C , limitando la validez de la inferencia lógica — b i c o c a de todas las teologías—. Pero es claro que el sistema acabó por asumir elementos sobrenaturalistas, c o m o lo prueba la evocación del Parusa en cuanto motor de la naturaleza —pese a que el principio del movimiento ya estaba contenido en el rajas (energía) o r i g i n a r i o — y la noción, crudamente animista, del parusa migrante según la ley del karma —noción enteramente antimaterialista—. Este sistema crecientemente ortodoxo ejerció, como Samkhya-Yoga, una influencia sobre el pensamiento hindú sólo inferior a la del Vedanta. Un proceso similar siguió la escuela Vaisesika, pues la mayoría de los maestros hindúes, aunque «coinciden en considerar que originalmente el sistema Vaisesika era ateísta, y probablemente también naturalista, [...] se movió pronto en una dirección teísta», como subraya Thrower, quien agrega, sin embargo, que en tanto que el Vaisesika postula a Dios como el ser omnisciente que dispone los átomos a fin de producir el mundo tal como lo conocemos, ese Dios es poco más que un demiurgo que trabaja con material preexistente. No crea los átomos, pues éstos, lo mismo que él, son eternos. Actúa para el mundo como una causa eficiente. Argumentando en favor de la existencia de un Dios, el Nyaya-Vaisesika presenta versiones de los dos argumentos teleológico y cosmológico, así como apoyándose en la autoridad de los Vedas [p. 91].
En el sistema Nyaya-Vaisesika, como en el Vedanta, el animismo, en su extrema espiritualización idealista, se manifiesta al enfatizar que sólo el esfuerzo de realizar la naturaleza original (espiritual) del atman asegura la salvación o liberación; es decir, retirándose del m u n d o activo — q u e contiene placer y d o l o r — . E l atman, en su naturaleza original, no sólo está vacío de placer y dolor, sino también de conciencia (que incluye la mente). Al liberarse de todo contacto con la naturaleza, el atman se asemeja a una piedra —vacía de sensaciones y de conciencia—. Quietismo.
3.5. Para concluir este rastreo de las huellas del ateísmo en la sabiduría hindú — q u e se asocia unilateral y con frecuencia erróneamente con la religiosidad—, registremos algunos rasgos esenciales del Jainismo y del B u d i s m o , movimientos que surgen en el siglo VI a.C. pero que tienen raíces mucho más antiguas. A m b a s escuelas son originariamente ateas, pero mientras el jainismo mantuvo su ateísmo, el budismo, al menos en su forma Mahayana, ha desarrollado tendencias teístas y sobrenaturalistas. U n a y otra estuvieron influidas por la especulación no-védica, heterodoxa, que fue corriente desde al menos el siglo VIII a.C. Si b i e n las raíces del Jainismo se remontan a los primeros tiempos védicos, fue Vardhamana — l l a m a d o Jiña (Conquistador de todas las pasiones) y Mahavira ( G r a n H é r o e ) — , un coetáneo de Siddharta Gautama el B u d d h a , si no su fundador, al menos su reinstaurador. L o s escritos jainistas originales se perdieron, y el tratado más reciente que poseemos — e l Tattvarthadhigama-Sutra, de U m a s v a m i m — data aproximadamente del siglo III d. C. El jainismo acepta las doctrinas hindúes del karma y del samsara —leitmotive de las creencias indostánicas—, así como su contraparte, el deseo de liberarse de ambos, es decir, de las ligaduras del mundo. Rechaza la autoridad de los Vedas y la noción de un Dios-Creador trascendente. El cosmos es eterno, increado, y contiene dos clases de entes: almas (/¿va) y materia inorgánica (ajiva). Las almas son infinitas en número y omniscientes, y se encuentran en estado de beatitud cuando no están atadas a la materia. C u a n d o a través del karma están ligadas a la materia, su esfuerzo por romper estos lazos constituye la empresa de su liberación. Así, el animismo radi-
cal se construye sobre un radical materialismo cósmico, cuyos detalles se inscriben en la mentalidad mítica arcaica. Este acento antiteísta no ha impedido que los veinticuatro grandes maestros jainistas (conocidos como los Tirthamkara o Vadeadores, que han mostrado el vado a través de la corriente de reencarnaciones) se convirtieran en centro de un templo cultual, aunque el siglo XVIII presenció la acción de una secta dirigida por un tal Viraji que rechazó tanto la adoración del templo como la iconografía religiosa. No obstante, estos Tirthamkara no eran análogos a los dioses del panteón hindú, pues no podían atender a las plegarias. N i n i a m Smart ha indicado correctamente que «ambos, el b u dismo y el jainismo, trascienden el politeísmo al exaltar por encima de los dioses la idea de una liberación que nada tiene que ver con Dios o dioses. A m b o s , en consecuencia, pueden ser motejados de "ateísmo transpoliteísta"». En efecto, apunta Thrower, «reaccionando a la crítica del hinduismo brahmánico ortodoxo, el jainismo no se limitó a ignorar, como irrelevante, la cuestión de la existencia o no existencia de un Creador del universo, y desarrolló argumentos dirigidos a probar la no-existencia de tal Ser. Se opuso particularmente al magisterio teísta de la filosofía N y a ya», especializada en la argumentación lógica. Es típico el extenso poema Mahapurana (La gran leyenda), escrito en sánscrito p o r Jinasena en el siglo IX d . C . Allí se dice: Algunos tontos declaran que el Creador hizo el mundo. La doctrina de que el mundo fue creado es insensata y debe rechazarse [...] Porque, ¿cómo puede un dios inmaterial crear lo que es material? ¿Cómo pudo Dios haber hecho este mundo sin materia prima alguna? [...] Si Dios creó el mundo por un acto de su propia voluntad sin ninguna materia prima, entonces el mundo es precisamente su voluntad y nada más; ¿quién creerá este estúpido sinsentido? [...] Si él es sin forma, sin acción y omnicomprensivo, ¿cómo pudo haber creado el mundo? [...] Si es perfecto, no se esfuerza por lograr las tres aspiraciones del hombre [justicia (dharma), provecho (artha) y placer (kama)], entonces, ¿qué ventaja obtendría creando el universo? Si tú dices que creó sin ningún propósito, porque estaba en su naturaleza hacerlo así, entonces Dios es superfluo. Si creó en una especie de diversión, fue el entretenimiento de un niño imbécil, que condujo a tantos infortunios [...]. Si hizo el mundo por amor a los seres vivos, y necesitó de ellos, ¿por qué no optó por una
creación totalmente bienaventurada, libre del infortunio? Si fuese trascendente no crearía, pues sería libre: ni implicado en la transmigración, porque entonces no sería todopoderoso. Así, la doctrina de que el mundo fue creado por Dios no tiene ningún sentido. [Por ello,] los hombres buenos deben combatir al creyente en la creación divina, enloquecido por una doctrina maligna. Deben saber que el mundo es increado, como lo es el tiempo mismo, sin comienzo ni fin [...]; increado e indestructible, perdura bajo la compulsión de su propia naturaleza. En un contexto y tradición diferentes, esta reflexión nos recuerda el Cur Deus anselmiano en el centro del M e d i o e v o europeo, aunque en dirección opuesta. El B u d i s m o fue, al menos en su primer período, una filosofía menos especulativa que los sistemas considerados hasta aquí. El propio B u d a se dice que previno contra los riesgos de las especulaciones, porque desvían del Óctuple Sendero que conduce a la liberación del dolor del m u n d o , y porque son en el fondo erróneas. Sin embargo, como apunta Thrower, «aunque el budismo original era esencialmente una filosofía pragmática de la vida, d i señada para ofrecer a los seres humanos un diagnóstico de su condición y una vía práctica de liberación», no por ello la cura contra la reencarnación y la muerte dejaba de insertarse en «el trasfondo de una visión del cosmos y de la naturaleza del ser h u mano». En consecuencia, no sorprende que «el primer peldaño de la escala del Óctuple Sendero que lleva al nirvana sea " l a v i sión correcta"» (p. 96). En nuestra reflexión sobre el ateísmo, la interrogación relevante es ésta: ¿Creía el Buda histórico en la existencia de Dios, o en los dioses del panteón hindú?... Parece muy p r o b a b l e que su actitud fuese la d e l agnóstico teórico y ateo práctico. Pensaba que el ser humano depende de sí mismo para su salvación y no de ningún ente divino. Rechazaba el m u n d o y buscaba la aniquilación sensorial. El m u n d o natural no le interesó, aunque Thrower cree que admitía la existencia de «los cielos, el infierno y una variedad de semi-dioses y demonios». Sin embargo, predomina la impresión de que para él la cuestión sobre Dios es irrelevante, pero que sí le importa desechar los dioses del panteón hindú.
H a y divergencia de criterios en cuanto al presumible ateísmo práctico del Buda. H e l m u t von Glasenapp, por ejemplo, escribe que puesto que Buda mismo no ha dejado escritos, y que sus sentencias son conocidas, no por copias estenográficas o grabaciones gramofónicas, sino sólo por copias tardías de una tradición oral secular, nunca puede llegar a afirmarse con completa seguridad lo que el mismo Buda ha enseñado. Pero si se adjudica alguna autenticidad a los escritos canónicos que nos han llegado, debe tenerse como lo más verosímil que la posición de Buda ante el problema de dios no se ha diferenciado esencialmente de la que domina en toda la literatura posterior [El budismo, una religión sin dios, trad., Barcelona, 1974, p. 49]. Esta literatura muestra que el budismo ha tomado frente a estas cuestiones una posición distinta de la de la mayoría de las otras religiones: cree, en verdad, en la existencia de una gran cantidad de dioses perecederos (devas) y hombres divinos (buddhas), y en un orden cósmico moral (dharma), pero niega con decisión la existencia de un creador y gobernante eterno del mundo [p. 10]. Glasenapp cita a J. Takakusu, preceptor del príncipe Takamatsu, en sus lecciones de 1926 sobre los Principios del Budismo: «El primero de los principios fundamentales del budismo es el ateísmo [...], podrá haber sobre los hombres muchos rangos y reinos de seres intelectuales, los reconoceremos, pero rechazamos enérgicamente el r e c o n o c i m i e n t o de un dios creador en cuanto señor de todas las criaturas». No obstante, G l a s e n a p p afirma, erróneamente — c o m o también le sucede a T h r o w e r — que el budismo es una religión atea en cuanto que las expresiones ateísmo y deísmo «afirman únicamente la posición de un hombre frente a la idea de un D i o s personal, pero no expresan nada sobre sus otras opiniones religiosas o irreligiosas» (p. 11). C o m o he indicado en la sección 3.1., el ateísmo — n o así el d e í s m o — significa, en su sentido radical, asumir una concepción materialista —o naturalista, si se prefiere este t é r m i n o — y monista — e n un sentido amplio y flexible— del mundo, excluyente de un reino espiritual fundado, ontológica y epistemológicamente, en un principio
inmaterial. En su significado riguroso, actualmente el ateísmo y la irreligión son dos caras de la misma moneda. En este marco semántico, el b u d i s m o , al perseguir una beatitud trascendental o transfenoménica, es una concepción religiosa del mundo lastrada de una intencionalidad final de tono panteísta, vinculada en definitiva a una visión mítico-religiosa de la realidad. El antiteísmo de los budistas no alcanza la radicalidad necesaria para inscribirlo en una visión atea de lo existente. El ateísmo incluye la negación de Dios y de todos sus subrogados. A. S. G e d e n , en su artículo «Buddha» en J. Hastings (comp.), Encyclopaedia of Religión andEthics (1909), estima que es probablemente una visión errónea del magisterio original de Gautama Buddha la que explica su actitud como enteramente atea; como si construyera el universo en un sentido materialista, y negando la existencia de un Dios. Que él interpretaba el universo en el sentido indicado es con toda probabilidad cierto; y sus opiniones a este respecto fueron derivadas de la antigua doctrina de la filosofía Samkhya. Este último punto de vista, sin embargo, —que el fundador del budismo se propuso dar expresión a opiniones nítidamente ateas—, parece ser una inferencia equivocada de la respuesta registrada en los libros budistas como dada a las interrogaciones de sus discípulos [...], y del hecho de que rehusase ofrecer alguna instrucción definida sobre lo espiritual o no-visible, o iluminar con algún rayo de luz [...] la incertidumbre y oscuridad del reino desconocido que yace más allá del tacto de los sentidos [...] La posición que se propuso adoptar no era ni atea ni, en el estricto sentido del término, agnóstica. Pero para sus oyentes no tenía importancia que la respuesta fuera afirmativa o negativa; y la especulación sobre el tema fue prohibida o desalentada por temor a que deteriorase o destruyese ese firme espíritu de autoconfianza que fue su objetivo suscitar [...]; él simplemente rehusa comunicar a sus discípulos conocimientos que juzgaba innecesarios para la vida práctica, y cuya consideración sólo serviría para una perniciosa curiosidad ansiosa de especular sobre materias situadas más allá de nuestro alcance [cit. por Thrower. Cursivas mías] G e d e n subraya oportunamente el trasfondo espiritualista del pensamiento del B u d a , a quien únicamente preocupaban las virtualidades estratégicas de un pragmatismo eficaz para alcanzar la impasibilidad nirvánica. T h r o w e r se suma a estas conclusiones, si bien señala, siguien-
do la línea hermenéutica de Glasenapp, que en la literatura b u dista posterior aparece una argumentación antiteísta perfectamente explícita, especialmente en el Buddhacarita, de Asvaghosa (siglo I d. C ) , centrada en el problema del mal: Si el mundo hubiera sido hecho por Dios no habría ningún cambio o destrucción, no habría cosas tales como el disgusto o la calamidad, como la verdad o el error, dado que todas las cosas, puras e impuras, tienen que venir de él [...]. De nuevo, si Dios es el hacedor, actúa con o sin un propósito. Si actúa con un propósito, no puede decirse que es totalmente perfecto, porque un propósito necesariamente implica satisfacción de una necesidad. Si actúa sin un propósito, tiene que ser como el lunático o el bebé lactante. Esta alternativa de un D i o s irresponsable o un D i o s imperfecto es ineludible — y , en otro contexto, ha sido tematizada recientemente por J. L. M a c k i e — . El Buddhacarita concluye que «así, la idea de D i o s se prueba, mediante argumentos racionales, que es falsa [...]». Este tratado budista dice seguir la enseñanza del propio fundador al desechar la hipótesis de un Absoluto, Incondicionado e Incognoscible detrás del mundo de los fenómenos. Dijo el Bendito a Anathanpindika: «Si por el Absoluto se significa algo sin relación con todas las cosas conocidas, su existencia no puede establecerse por razonamiento alguno. ¿Cómo podemos conocer que realmente existe algo sin relación con otras cosas? El universo todo, tal como lo conocemos, es un sistema de relaciones: no sabemos de nada que esté, o pueda estar, no relacionado. ¿Cómo lo que no depende de nada, y no está relacionado con nada, puede producir cosas que están relacionadas unas con otras y que dependen para su existencia unas de otras? Una vez más, el Absoluto es uno o muchos. Si es el único, ¿cómo puede ser la causa de cosas diferentes que se originan, como sabemos, de diferentes causas? Si hay tantos diferentes Absolutos como hay cosas, ¿cómo pueden éstas relacionarse unas con otras? Si el Absoluto penetra todas las cosas y llena todo espacio, entonces no puede también hacerlas, pues no hay nada que hacer. Además, si el Absoluto está vacío de toda cualidad, todas las cosas que emergen de él deben igualmente estar vacías de cualidades. Pero en realidad todas las cosas en el mundo están por todas partes circunscritas por cualidades. De aquí que el Absoluto no puede ser su causa. Si el Absoluto es considerado como dife-
rente de las cualidades, ¿cómo crea continuamente las cosas que poseen tales cualidades y se manifiesta él mismo en ellas? De nuevo, si el Absoluto no es cambiante, todas las cosas deberían ser inmutables, porque el efecto no puede diferir en naturaleza de la causa. Pero todas las cosas en el mundo experimentan cambio y decadencia. ¿Cómo entonces puede el Absoluto ser inalterable? Además, si el Absoluto que penetra todo es la causa de cada cosa, ¿por qué buscamos la liberación? Pues nosotros mismos poseemos esto como Absoluto, y tenemos que sufrir pacientemente el dolor y la tristeza incesantemente creados por el Absoluto. A n t e esta brillante pieza argumental, T h r o w e r comenta que el Buda mismo puede haber simplemente aceptado esta perspectiva como parte de lo que llamaríamos «naturaleza». Pero no importa, porque tal metafísica no juega ningún papel en la preocupación central del budismo temprano, el cual es la búsqueda de la liberación del satnsara y todo lo que entraña de sufrimiento [p. 102]. En todo caso, es manifiesto que el Budismo, desde su fundador Siddharta Gautama — e l B u d d h a (Iluminado, Despierto)—, nacido hacia el año 563 a. C, se diversificó en el curso de su dilatada historia. Buscó él primeramente el sentido y la iluminación de la existencia humana c o m o sufrimiento, d o l o r y muerte, al modo ascético del Yoga. Pero luego, de modo más pasivo, esperando que la iluminación descendiese sobre él, y cuando creyó que la había recibido, predicó durante cuarenta y cinco días su dhamma de las cuatro verdades y los ocho senderos que conducen al nirvana (la realidad última). La vida del B u d a aparece históricamente inmersa en la característica atmósfera de la hagiografía religiosa — c o m o la de Moisés, Jesús, M a h o m a , etc.—, donde lo real se transmuta en inextricables fantasías piadosas asumidas con el fanatismo de la fe como revelaciones intangibles. Las C u a tro Verdades para curar el sufrimiento (dukka) generado por el apego al m u n d o y la existencia empírica son el dolor, la causa del dolor, la cesación del dolor y la senda que lleva a esta superación del dolor. El O c t u p l e Sendero se compone de la Recta Creencia, la Recta Aspiración, la Recta Palabra, la Recta C o n d u c t a , la Recta M a n e r a de V i v i r , el Recto Pensar, la Recta H u m a n i d a d , y la Recta Meditación o éxtasis final. Esta doctrina no dependía de ritos
o de intermediarios sacerdotales, aunque B u d a formó a sus discípulos dentro de una orden semirreligiosa (sangha) de orientación proselitista, cuyas consecuencias marcarían hondamente el movimiento budista en el curso de su institucionalización y de sus d i sensiones doctrinales. Desde el siglo III a . C , fue emergiendo una profunda escisión: el Budismo Mahayana (Gran vehículo) consideró al B u d a histórico, no como un simple hombre que había hallado una vía segura para liberarse del mundo, sino como la encarnación de un ser sobrenatural (Buda eterno) —divinización que mutatis mutandis recuerda la del N a z a r e n o — . Algunos estudiosos —entre ellos T h r o w e r — atribuyen este giro aberrante y mitificador del mensaje original a la influencia del Bhakti Yoga desarrollado en el seno del H i n d u i s m o , y que enseñaba un camino de salvación basado en el amor devoto a un Señor o Dios Personal — c o n c e b i d o como un avatar consistente en la encarnación periódica de D i o s para salvar a la h u m a n i d a d — . P o r el contrario, el B u d i s m o H i n a y a n a (Pequeño Vehículo), como lo calificaron los Mahayana, nada tuvo que ver con esta piedad fetichista. Su magisterio pervive en la escuela Theravada y se apoya en sus propias escrituras — e l C a n o n P a l i — , que reputan como las transmisoras del mensaje del Buda auténtico. C o n algunas reservas, esta pretensión es reconocida como legítima por muchos estudiosos antiguos y modernos — i n c l u s o por algunos Mahayana—. El Budismo Mahayana es sobrenaturalista y exhibe el acento populista de las ancestrales tradiciones mítico-religiosas. El B u dismo Theravada, en contraste, ofrece elementos significativos desde el punto de vista de una concepción no-teísta del mundo. Según esta tradición, el Buda —señala Thrower—, aunque sobrepasando a los hombres corrientes [...] en hechos, no es, en ningún sentido, al menos teóricamente, considerado como divino. Hay ciertamente templos, pero la acción del pueblo ordinario ofrendando flores y quemando incienso ante estatuas del Buda es frecuentemente nada más que la expresión de respeto a un maestro que se fue [p. 97]. Agrega T h r o w e r que, «en vista de esta actitud ante el B u d a histórico en la tradición Theravada, muchos han d u d a d o de si
realmente el budismo de esta variedad debe ser denominada una religión. M u c h o depende aquí de cuan estrictamente definamos la religión». Según nuestro guía, desde un punto de vista occidental, ciertamente el elemento religioso en el Budismo Theravada es mínimo, pero visto en el contexto de la religión en la India, el Theravada es ciertamente una religión, en cuanto que acepta lo que constituye la doctrina básica de toda religión hindú, a saber, la doctrina del samsara y la deseabilidad de emanciparse de éste. T h r o w e r no distingue entre religión y lo que podría designarse como sabiduría. Pero sin entrar ahora en este tema, T h r o w e r sí acierta al subrayar que donde [el Theravada] se separa fundamentalmente del Hinduismo (y del Jainismo) es en su rechazo de la noción de un yo permanente. A este respecto, Buda se aproximó a algunos materialistas coetáneos suyos. El rechazo de un «yo» permanente y subyacente en los estados físicos y psicológicos significa que las personas son asimiladas en un aspecto importante (en la teoría budista) al resto de la naturaleza. E l budismo temprano también enseñó la doctrina del anicca o anitya [impermanencia], en la cual todas las entidades eran analizadas en términos de una sucesión de estados impermanentes. Sólo el nirvana puede decirse que es un estado permanente. E l renacimiento, por ello, no era para Buda la migración de un yo o alma permanente de un organismo a otro. Más bien, fue concebido, de modo algo similar a como lo concibió David Hume, como una nueva serie de acontecimientos psicológicos emergentes. Buda, por ejemplo, rechazaba la opinión materialista de que tras la muerte no permanecía nada de lo que había sido una persona. Esto sólo ocurría cuando se había alcanzado el nirvana. Cómo el nirvana se diferencia del aniquilamiento —que Buda rechazó explícitamente— es, por supuesto, un problema, si no queda ningún yo individual, ni ninguna serie de acontecimientos psicológicos que pudieran ser designados como un individuo; y no debe sorprendernos que muchos comentaristas occidentales se hayan esforzado en rehabilitar, dentro del budismo, una doctrina del yo -—algo que ningún budista ha osado hacer todavía: o al menos en estos términos—. El mismo Buda, mientras condenaba las formas materialistas de aniquilación, colocaba la cuestión, ¿continúa existiendo después de la muerte el budista que ha alcanzado el nirvana?, en la categoría de las cuestiones indeterminadas —y como lo muestran cuestiones análo-
gas, él lo hizo así porque creía que se trataba de una cuestión inadecuada, en cuanto que no admitía respuesta— [pp. 97-98. Cursivas mías]. Si esta posición responde a una exégesis f i e l , p r u e b a que B u d a se debatía íntimamente entre un animismo inconfesado y un rechazo de las escisiones en la naturaleza universal. P e r o su profesión de antimaterialismo radical lo confinaba en una contradicción sin salida en el punto más importante de su doctrina. Fue un espiritualista impenitente, alejado por consiguiente del ateísmo en el sentido pleno y actual de este concepto, que no p u d o superar el dilema entre personalizar el estado nirvánico en términos de felicidad del sujeto que lograba coronar la cima de la desencarnación definitiva —o sea, el hoddhisattva que llegaba al nirvana sobreviviendo a la m u e r t e — , y despersonalizar el estado nirvánico renunciando — a l modo materialista— a toda supervivencia del sujeto en un más allá del samsara. Así, la sabiduría b u dista no queda exenta de un fuerte acento de religiosidad a causa de su orientación espiritualista — u n animismo difuminado y sutil—. T h r o w e r escribe que parece, sin embargo, como si el único punto que interesa al budismo sea escapar al samsara, como lo hicieron los filósofos Carvaka-Lokayata —y aparte de un modo de vida que se espera que minimizará el dolor y el sufrimiento en este mundo, es difícil ver cómo el budismo original difiere del materialismo, que obviamente ha influido tan intensamente—. La doctrina de la impermanencia del yo psíquico debería haber conducido a B u d a directamente a una antropología materialista que eliminase el dualismo alma-cuerpo. Pero tal cosa implicaría aceptar que la muerte es el aniquilamiento total. L o s filósofos Carvaka-Lokayata ni siquiera se plantearon este problema, porque sus mentes no estaban veladas por las ilusiones de la religión. La conclusión que cabe deducir del vasto panorama del pensamiento de la India puede resumirse apropiadamente en esta valoración de Thrower: Hemos visto así que el enfoque dominante de la vida en la cultura hindú ha sido ciertamente religioso; el escepticismo, e incluso el naturalis-
mo radical, no son desconocidos; y que mientras el idealismo religioso, desde aproximadamente el 600 d.C. en adelante, se convierte no sólo en la dominante sino casi exclusiva perspectiva de la vida, el escepticismo, el racionalismo y el humanismo comienzan eventualmente, de hecho, hacia el final del siglo XIX, a reafirmarse una vez más [p. 102].
4.1. Pasemos a la C h i n a . Su lengua carece de la palabra religión, pero el hecho mítico-religioso ha dejado testimonios desde la dinastía Shang (1765-1112 a.C.) en forma de culto a los ancestros familiares y de prácticas de adivinación orientadas a la comunicación con varias deidades. En este período, pues, el animismo había alcanzado ya un intenso desarrollo de religiosidad, formalizando un politeísmo similar al conocido en el Próximo Oriente y en las primeras culturas de la India. A. C. Bouquet describe así la situación: La religión china desde aproximadamente el 3000-1200 a. C. se asemeja mucho a otros politeísmos de la Edad del Bronce. Hay un Dios elevado, hay festivales de la fertilidad y la naturaleza; y en las armonías de la danza y el canto, y en el emparejamiento de hombres y mujeres, los ritmos de la naturaleza se cree que son expresados e incorporados [...]. El antiguo mundo religioso chino era pluralista. Había espíritus del cielo y de la tierra, espíritus de los ancestros desaparecidos, y demonios de la tormenta y la sequía. Las relaciones entre la Deidad y la humanidad estaban en el nivel del do ut des [Comparative Religión, Londres, 1956. Cit. por Thrower]. A la caída de la dinastía Shang se produjo, durante la dinastía C h o u , una fusión de ideas religiosas asociada al culto de un supremo dios-firmamento, Hao-T'ien, que se fundió con el dios supremo Shang-Ti, de los predecesores Shang — c o n quienes se pensaba que tenía una relación personal—. La combinación de ambas deidades se expandió en el Mandato Divino, del que los C h o u se consideraron herederos, y que fue originalmente pensado de m o d o antropomórfico, y luego como ley moral autoexistente basada en la virtud. El destino — m o r t a l e i n m o r t a l — del ser humano dependía, «no de la existencia de un alma antes o des-
pues de la muerte, n i del capricho de una fuerza espiritual, sino de sus propias buenas palabras y buenos hechos», como lo expresa un historiador chino contemporáneo. Esta idea central iba a constituir el fundamento del ulterior pensamiento chino, eminentemente humanista y moralista. Esta inflexión eticista contrastaba con el sobrenaturalismo fetichista del período Shang, cuando nada podía hacerse sin la aprobación d e supuestos dioses. Advierte oportunamente H . G . Creel que a causa de que la lengua china no distingue el singular del plural, los T'ien vinieron a pensarse como un singular, como una Providencia todopoderosa situada en el firmamento. La misma palabra también llegó a usarse para los cielos materiales. Así fue derivado el concepto de Cielo como una inteligencia más bien impersonal. Cuando los Chou vencieron a los Shang, identificaron su cielo con Ti, la deidad Shang [...] [Confucius and the Chínese Way, Nueva York, 1960, p. 114]. Ritos y cultos propiciaban la voluntad de innumerables seres espirituales respetados y a la vez temidos p o r los hombres. El Cielo no era realmente concebido n i personalizado como u n creador, pues la idea primigenia lo hacía derivar del ente moral autoexistente, siguiendo los ritmos del Yin y el Yang — l o s dos complementarios modos primarios o agentes generativos—. Se ve así que, desde su primer desarrollo, en la religión de los chinos lo natural y lo transnatural o divino estaban íntimamente fundidos en la unidad de lo cósmico. Thrower advierte que «la idea de creación sólo entra realmente en el pensamiento chino durante la d i nastía Ming», es decir, a partir del siglo X I V d . C ; aunque bajo la dinastía C h o u (1028-257 a.C.) la noción de C i e l o (T'ien) comienza a experimentar una relativa personalización. P e r o es en este período cuando irrumpe en C h i n a la primera reflexión filosófica de orientación naturalista y humanista. Efectivamente, en la etapa C h ' u n C h ' i u (722-481 a.C.) — c o nocida como Primavera y O t o ñ o — se manifiestan por vez primera quienes parecen haber perdido sus creencias en seres sobrenaturales y en el llamado «Camino del cielo». El escrito Tso Chuan registra un diálogo situado en el año 679 a . C , que dice así:
El príncipe L i , habiendo escuchado el relato sobre la aparición de las dos serpientes, preguntó a Shen Hsü sobre ellas, diciendo: «¿aún ve la gente apariciones de mal augurio?». Shen Hsü replicó, «cuando un hombre teme algo, su respiración, al escapar, atrae una aparición relativa a eso que él teme. Estas apariciones tienen su principio en los hombres. Cuando los hombres están sin culpa, no se presenta ninguna aparición ominosa. Pero cuando los hombres desechan las reglas de la conducta constante, aparecen. Tal es el modo como son causadas». Esta pieza de sabiduría gnómica constituye una curiosa lección racionalista contra las supersticiones que aún hoy pueblan las mentes de miles de millones de seres humanos. O t r o texto, del año 524 a . C , apunta a un escepticismo respetuoso en la forma pero devastador en el fondo: «El C a m i n o del C i e l o está distante, mientras que el del hombre está cerca. No podemos alcanzar el primero, ¿qué medios tenemos de conocerlo?». Durante este período se intenta explicar todos los fenómenos mediante la teoría del yin y el yang, las dos fuerzas míticas que originalmente representaban el macho y la hembra, la oscuridad y la luz, la inactividad y la acción, pero que ahora adquieren un sabor mucho más naturalista. A h o r a , lo que corresponde al yin y al yang no son ya la causa de la buena o la mala fortuna. «Es de los hombres mismos de donde se produce esa buena o mala fortuna», dice un texto del Kuo-Yu (o Los dichos de los Estados) del año 644 a . C , porque ambos principios expresan las regularidades y ritmos de la Naturaleza. Un gran historiador chino, nuestro coetáneo F u n g Y u - L a n , señala que «el intento de e x p l i c a r los fenómenos del universo mediante la teoría del yin-yang, si bien todavía primitiva, es un paso adelante comparado con la explicación basada en un T ' i e n , un Ti [dios], y una multitud de espíritus. El " c i e l o " descrito es naturalista» (A history of Chínesephilosophy, Princeton, 1952. C i t . por Thrower). Este mismo autor ve en esta teoría un bosquejo que anticipa el enfoque taoísta del cosmos, en cuya línea se interpretan progresivamente las leyes y prescripciones —antes consideradas de institución d i v i n a — como establecidas por seres humanos para su provecho, y por ello mudables. Las dos filosofías que han d o m i n a d o el pensamiento chino por más de m i l quinientos años son la de C o n f u c i o — e l }u-Chia,
Doctrina de los litterati— y la de Lao-Tse — e l Tao-Chia—. C o n fiado, nacido hacia el 551 a. C, se propuso regenerar la sociedad china abriendo una escuela para todos en la que se enseñaba el ceremonial (Li) — d e hecho, la teoría política—. A n t e s de su muerte, en el 479 a . C , ya decepcionado, escribió su magisterio. ¿Cuál fue su actitud ante la religión? ... E l filósofo M o - T z u (siglo V a . C ) , que nacía en el momento en que C o n f u c i o fallecía, lo acusó de pensar que «el C i e l o carecía de inteligencia, y que los espíritus de los muertos quedaban sin conciencia», dos pronunciamientos que socavaban la mentalidad mítico-religiosa de los chinos. Según H . G . Creel, Confucio, con toda claridad, experimentaba un placer casi infantil en los rituales religiosos como tales. Sin embargo, esto nos dice poco respecto a su creencia; muchos intelectuales escépticos se deleitan con el ceremonial de la High Church. Confucio también enfatizó el deber de los niños de emplear tres años en el luto por sus padres. A las mentes occidentales, esto les parece una excesiva medida de devoción; no obstante, no prueba concluyentcmente una creencia en la vida después de la muerte; Confucio pudo haber insistido en ello meramente como un aspecto de la solidaridad familiar. Su obsesión por la estabilidad y la cohesión sociales le llevó indudablemente a valorar la utilidad de la religión como mecanismo incomparable de conservación del orden social. Subraya Creel que tenemos pocas declaraciones de Confucio sobre los espíritus. En realidad, se dice específicamente que «el maestro no hablaba sobre fenómenos extraños [tales que augurios], hazañas de fuerza, desórdenes o espíritus» [Lun Yu o Analectas, compiladas por sus discípulos]. Se le cita, es verdad, como habiendo alabado al mítico gobernante Yü por haber sido «extremadamente filial con los espíritus». Sin embargo, cuando Tzu-Lu le preguntó cómo servir a los espíritus, él replicó, «Tú no eres capaz de servir a los hombres; ¿cómo puedes servir a los espíritus?». Tzu-Lu después le preguntó sobre la muerte, y replicó, «Tú aún no entiendes la vida; ¿cómo puedes entender la muerte?» [...] [p. 115]. A u n q u e personalidades opuestas, ciertos aspectos de la actitud de C o n f u c i o ante el m u n d o de lo sobrenatural recuerdan la
postura elusiva de B u d a sobre ciertos puntos que a cualquier estudioso le parecen fundamentales para identificar el contenido esencial de una fe religiosa. Sin embargo, anota Creel, «parece claro que C o n f u c i o concibió el Cielo como una fuerza ética i m personal, como una contraparte cósmica del sentido ético del hombre, como una garantía de que de algún m o d o existe una simpatía con el sentido humano de justicia en la verdadera naturaleza del universo» (p. 117). Todo lo cual lleva a Creel a señalar que aquí está la clave, pues, de la actitud de Confucio hacia la religión. El creía en ella, manifiestamente, pero no estaba muy interesado en ella. Ésta tenía que ocuparse del reino de las fuerzas que exceden del control humano. Pero Confucio estuvo interesado en transformar un mundo intolerable en un mundo bueno; no le concernía mucho aquello respecto de lo cual nada podía hacerse. Estuvo ocupado con el problema práctico de cómo utilizar lo mejor posible la capacidad que poseemos para actuar eficazmente [p. 122]. Sin objetar al tono general del juicio de Creel, parece traslucirse en el pensamiento confuciano una considerable dosis de agnosticismo teórico que el maestro puso en sordina para privilegiar el camino hacia la vida terrenal feliz. Es un pragmatismo paralelo al de B u d a , aunque las metas del uno y del otro se concibieran de m o d o diametralmente opuesto. La reflexión de C o n f u c i o se desplegó en torno al camino (tao) hacia la pacífica convivencia social y el gobierno justo. T h r o w e r asume una interpretación esencialmente coincidente con la de Creel. La verdad de la cuestión —consigna— es que Confucio no fue primordialmente un pensador religioso, ni siquiera un filósofo, y su interés en cuestiones metafísicas y religiosas fue, por consiguiente, mínimo. Confucio fue en primer lugar un profesor, un transmisor de la cultura [Chou], y por ello inherentemente conservador en casi todo, eludiendo el terreno polémico salvo cuando fuera absolutamente necesario [p. 109]. El gran sinólogo Joseph N e e d h a m , en su monumental obra Science and civilization in China (Cambridge, 1956), indica que
mientras la preocupación de C o n f u c i o estuvo íntegramente concentrada sobre el hombre y la sociedad, vio las necesidades y deseos de los hombres como insertos en toda la latitud de la Naturaleza, de tal manera que la b o n d a d y la virtud social entre los hombres «fueron confluyentes con los más altos poderes en el universo», los cuales habían, «en los tiempos de C o n f u c i o , perdido cualquier personalización que hubieran poseído anteriormente y que fueron designados con el terrorífico nombre de T'ien (Cielo)». El propio C o n f u c i o estaba convencido de que el cielo «conocía» y «aprobaba» sus acciones. En cuanto a los «espíritus», su actitud fue prácticamente de indiferencia, y por lo que se refiere a los ritos religiosos, Thrower puntualiza que «estuvo lejos de sostener una interpretación ex opere operato de su eficacia. Mientras que creía en el valor de los rituales para los participantes, C o n f u c i o y su escuela rechazaron su supuesto poder mágico para afectar tanto a espíritus como a antepasados o deidades locales» (p. 110). E n esta línea racionalista, C o n f u c i o también desacralizó el oficio del gobernante político. « N o sólo no se refirió al gobernante como el " H i j o del C i e l o " — s u título t r a d i c i o n a l — , sino que hizo este oficio totalmente dependiente del carácter, capacidad y educación, sin considerar el nacimiento». Pero en ninguna cuestión pretendió poseer la verdad última: «Uno debe escuchar mucho, dejar a un lado lo que es dudoso, y hablar con la debida circunspección del resto [...]; observa mucho, pero deja de lado aquéllo cuyo significado no es claro, y actúa con cuidado en cuanto a lo demás». Tanto Thrower como Creel citan el autorizado juicio de M a x Weber sobre el confucianismo: En ausencia de toda metafísica y de casi todo residuo de anclaje religioso, el confucianismo es racionalista en tan extensa medida que se sitúa en la extrema frontera de lo que uno podría posiblemente llamar una ética «religiosa». Al mismo tiempo, el confucianismo es más racionalista y sobrio, en el sentido de la ausencia y rechazo de todo patrón no-utilitario, que cualquier otro sistema ético, con la posible excepción de J. Bentham [«The social psychology of the world religions», en H. H. Gerth y C. Wright Mills, From Max Weber: Essays in Sociology, Nueva York, 1946, p. 293].
Creel comenta atinadamente que debe notarse que Weber estaba hablando de Confucianismo, no de Confucio. No obstante, estas observaciones se aplicarían al propio Confucio si advertimos que Weber habla de la ausencia de «casi todo residuo de anclaje religioso». Ya hemos visto que Confucio retiene, en la idea del Cielo, un sentido de una Providencia ética impersonal. Parece haber tenido también un sentido de una armonía cósmica ideal. Este es probablemente el alcance del siguiente pasaje: «Algunos preguntaban sobre el significado del sacrificio ti». El Maestro replicó: «No sé. Aquel que conociese su significado sería capaz de tratar de todas las cosas bajo el cielo tan fácilmente como yo os muestro esto —apuntando a la palma de su mano—». En éste, y en algunos otros pasajes, es posible ver una referencia a un orden universal vagamente concebido que tuviera alguna conexión con la religión. Pero ni siquiera esto se pone de relieve. Está ahí, pero es (para usar el término de Weber) un residuo, una pálida contraparte que sobrevive del antiguo dominio de espíritus todopoderosos [ob. cit., p. 120]. Para valorar más ajustadamente a C o n f u c i o como alguien this worldly social-minded, según la calificación de N e e d h a m , es útil leer la apretada caracterización que hace M a x Weber de la peculiar religiosidad china que puede esconderse tras el confucianismo: Fuese mágica o cúltica en cuanto a su naturaleza, la religión seguía siendo de molde intelectual intramundano. Esta actitud fue mucho más firme y más de principio de lo que es usualmente la regla. La esperanza de una larga vida jugaba un papel mayor en los cultos mismos que, además del culto de Estado a los grandes espíritus, eran los más favoritos. Es posible que el sentido original de cada concepto de «deidad» en China haya reposado sobre la creencia de que los hombres de la mayor perfección han logrado eludir la muerte y vivir por siempre después en un reino de beatitud. En cualquier caso, puede decirse, en general, que los chinos confucianos ortodoxos, pero no los budistas, cumplen su rito en razón de su destino en este mundo —por una larga vida, los hijos, la riqueza, y hasta en un grado muy ligero, por el bien de los antepasados, pero no en razón de su destino en el «más allá»— [...]. Por largo tiempo, la opinión prevaleciente —aunque no oficial— de los confucianistas ilustrados fue que después de la muerte el alma se evaporaba, se evadía en la niebla, o de algún otro modo perecía [The religión of China. Confucianism and Taoism, trad., Glencoe, 1959, p. 144].
4.2. La mentalidad mítico-religiosa se orientó hacia un naturalismo panteísta en la primera doctrina Tao, que contituyó el germen del desarrollo de la ciencia y la tecnología en C h i n a . N e e d ham ha visto dos movimientos originalmente separados que se juntan. De un lado, la filosofía del período de los llamados Estados G u e r r e r o s (c. 480-222 a . C ) , que había instaurado un Tao (Camino) en la Naturaleza, más que en la sociedad. Sus pensadores se retiraban a los bosques para observar sus manifestaciones. De otro lado, los arcaicos ritos tradicionales de hechiceros y chamanes, que gozaban de gran influencia entre el pueblo ordinario y que se entregaban a la manipulación mágica de la naturaleza. P o c o se sabe de Lao-Tse, fundador del taoísmo y tenido por coetáneo de C o n f u c i o . Sin embargo, el historiador F u n g Y u - L a n ha mostrado que el escrito Tao Te Ching, atribuido a Lao-Tse, es un documento del período de los Estados Guerreros. El taoísmo temprano veía el tao en perspectiva naturalista, es decir, como el orden de la Naturaleza en su totalidad, generador y mantenedor de todo lo que existe. La actitud cuasi-religiosa y mística del Tao no desmentía ni su naturalismo ni su espontaneísmo («ningún mandato lo decretó jamás»). Según N e e d h a m , el Tao original fue «un naturalismo panteísta que enfatiza la u n i d a d y espontaneidad de las operaciones de la Naturaleza». Pero este espontaneísmo nada tenía que ver con el reino de lo personal, pues para el taoísta la necesidad lo gobierna todo. No obstante, el taoísta rechaza la especulación sobre el origen y f i n último de la Naturaleza. Le basta con contemplar sus operaciones, encontrando la paz en esta contemplación. En el Chuang Tzu se lee: «las palabras pueden describir [las operaciones de la naturaleza] y el conocimiento puede alcanzarlas, pero no va más allá del límite extremo del m u n d o natural». L o s taoístas enfatizan la eternidad increada del Tao. En el Tao Te Ching se dice que [en el inicio] había algo indiferenciado [hurt] y sin embargo completo [Ch'eng]. Antes de que el Cielo y la Tierra fueran producidos, ¡Silencio y Vacío! [...] No conozco su nombre. «Tao» es el nombre de cortesía que le damos. Si fuera forzado a clasificarlo, le llamaría «Grande» [...], y el Tao llegó a ser por sí mismo [cursivas mías].
N e e d h a m lo equipara al U n o del Rig Veda, o a la Naturaleza de L u c r e c i o , y ve en los textos del Chuang Tzu «una verdadera filosofía orgánica» en la que se manifiesta que el total universo Tao no necesita conciencia alguna para producir sus efectos. N i para el microcosmos, ni para el macrocosmos, no se necesita postular ningún controlador consciente, ni tampoco ningún demiurgo. T h r o w e r señala que la motivación que impulsaba al taoísta no era, sin embargo, sólo de orden intelectivo, porque la contemplación era un camino: Los taoístas también buscaron —como lo hicieron los epicúreos y los estoicos en la Antigüedad Clásica— aquella paz de la mente que viene de la contemplación de las operaciones inexorables de la Naturaleza. Pese al hecho de que en el taoísmo se desarrolló una más activa preocupación por la Naturaleza y los procesos naturales, llevándolo más y más en la dirección de la alquimia y la magia, de la evidencia disponible parecería que tal no fue la motivación original detrás de la contemplación taoísta de la naturaleza, sino que ésta era la búsqueda de la ataraxia o paz de la mente, llamada en chino ching-hsin [pp. 115-116]. El retorno a las raíces, al último vacío, es — e n el mencionado poema didáctico— la Calma, es decir, «el reconocimiento de la Necesidad, de lo que llama Inalterable. [Ahora] conocer lo Incambiante significa Iluminación, no conocerlo significa ir ciegamente al desastre [...]». No cabe duda de que el trasfondo de esta mentalidad todavía intensamente mítico-religiosa enturbia la veta inequívocamente naturalista que late en el Tao, pero su orientación es, en último término, metarreligiosa. D i c e T h r o w e r «que un fuerte sentido religioso penetra la originaria actitud taoísta hacia la N a turaleza y los procesos naturales no necesitan ponerse en duda, pero es importante ver que es no-teísta» (p. 117). El confucianismo, siguiendo su dominante preocupación social y su orientación conservadora —acentuando paulatinamente su religiosidad—, desarrolló su vocación racionalista y humanizadora. M e n c i o (371-289 a.C.) y H s u n T z u (298-238 a . C ) , continuadores del Maestro durante la dinastía H a n , interpretaron su magisterio de modo divergente: el primero dio origen a un confucianismo idealista, el segundo a un confucianismo naturalista.
H s u n T z u formula una concepción del C i e l o (T'ien) que lo equipara simplemente a la Naturaleza, aproximándose así a la noción taoísta del C a m i n o . M i e n t r a s que C o n f u c i o y M e n c i o asignaban al T'ien una intención o propósito —y el control último del destino del ser h u m a n o — , para H s u n T z u el C a m i n o es estrictamente el proceso de la Naturaleza («la Naturaleza opera con regularidad constante»; «si la gente viola el C a m i n o y actúa estúpidamente entonces la Naturaleza no puede darles buena suerte [...]; el Cielo no puede ser culpado por ello; es así como funciona el camino»). H s u n T z u desmitologiza las ceremonias tradicionales, y elimina radicalmente la influencia de las fuerzas sobrenaturales y la creencia popular en la acción de los espíritus como causas de procesos naturales. «Cuando la gente reza para que llueva, llueve. ¿Por qué? Yo digo: no hay necesidad alguna de preguntar por qué. C u a n d o llueve sucede lo mismo que cuando nadie reza para ello». H s u n T z u no p u d o saber que más de dos milenios después las gentes seguirían haciendo rogativas en las calles, encabezados por sus respectivos hechiceros, para que cese la sequía...! El nos dio un buen consejo: « E n lugar de ver qué grande es el C i e l o y admirarlo, ¿por qué no alimentarlo como una cosa y regularlo? [...]. En lugar de admirar cómo se generan las cosas, ¿por qué no hacer algo para llevarlas a su pleno desarrollo?». H s u n T z u insistía en la aplicación de la tecnología, pero no reclamó la investigación de sus bases teóricas. Su escepticismo religioso se extendía a la ética, afirmando que la virtud no es innata o gratuita sino que se adquiere difícilmente. En esta línea naturalista, debe citarse en este período a H a n Fei T z u y a H u a n T ' a n , acerbos críticos de adivinaciones, presagios y ritos. Pero este movimiento de vigoroso escepticismo coincide con el establecimiento del confucianismo como religión de Estado, a comienzos del período Han. A h o r a bien, como advierte Thrower, «debe notarse que el confucianismo que es así institucionalizado no es, ni el confucianismo humanista, social, semiagnóstico del propio C o n f u c i o , ni el confucianismo naturalista y ateo que hemos estado examinando, sino una forma teísta de confucianismo que se había desarrollado en el cuarto y tercer siglo a . C » . D e m o d o similar, «cuando el taoísmo emerge como una religión en el segundo siglo a.C, no es el taoísmo ateo del pe-
ríodo temprano, sino una forma teísta que se desarrolló durante el mismo período y bajo las mismas influencias que el confucianismo teísta, "junto con m i l rasgos supersticiosos de la religión del pueblo"» — c o m o apostilló N e e d h a m — (pp. 120-121. C u r s i vas mías). Pero el espíritu crítico no sólo no decayó sino que encontró un gigante en la figura de W a n g C h ' u n g (27-97 d . C ) , llamado el Tito L u c r e c i o de C h i n a . En una época saturada de superstición, W a n g C h ' u n g , en sus Lun Heng (Discursos puestos en la balanza), hizo brillar —nos dice T h r o w e r — «la pura luz de la razón», que el gran crítico prefería describir como «odio a las ficciones y falsedades». Su materialismo fue inequívoco: el C i e l o no emprende ninguna acción; los acontecimientos naturales, incluidos los prodigios, ocurren espontáneamente; no existe la teleología en la naturaleza; la fortuna y el infortunio son resultado de la casualidad; el hombre no se convierte en un espíritu después de la muerte, sino que se desintegra en la nada. Haciendo poco uso de los términos // o incluso Tao —precisa Thrower—, la actitud de Wang Ch'ung ante los procesos naturales, a la vez que admite el azar, es totalmente determinista. El término que él mismo usa para describir los procesos naturales es ming, que significa hado o destino, pero lo usa de un modo altamente reminiscente del uso de «necesidad» en los escritos filosóficos griegos más antiguos. Como los taoístas, niega al Cielo la conciencia y la motivación, y sostiene una concepción cósmica estrictamente naturalista en la cual la «espontaneidad» es la palabra clave. Los procesos naturales son explicados en la tradicional terminología yin-yang [p. 122]. Su naturalismo excluye la idea de mérito y demérito, que resulta absurda dentro de su esquema determinación-azar. El mundo no encierra ninguna idea de intencionalidad o propósito, y no ha sido la creación de un Diseñador divino. «Labrar, escardar, sembrar son actos motivados, pero si la simiente crece y madura o no, depende del azar y de la acción espontánea. ¿Cómo lo sabemos? Si el C i e l o hubiera p r o d u c i d o sus criaturas a propósito, debía haberles enseñado a amarse unas a otras», escribe luminosamente W a n g C h ' u n g , desmitificando la naturaleza y erradicando todo intento sobrenaturalista de dar sentido al m u n d o en virtud
de los designios de un Creador que actúa para algo, en vista de un fin. Cancela así la supuesta gran oferta que las religiones se jactan de monopolizar: introducir sentido en el universo. H o y sabemos ya que sólo la estructura finalista inherente a las operaciones del sistema nervioso permite a cada ser humano dar sentido — u n sentido subjetivo y contingente— a los acontecimientos en los que seres vivos aparecen implicados, y de modo particular, a sus acciones como agentes. El sentido sobrenatural es una ilusión que falsea la realidad. No fue de menor entidad el ataque de W a n g C h ' u n g contra el antropocentrismo. Continuamente, describe la vida humana como la de los piojos en los repliegues de un vestido. Reconoce la superior inteligencia del ser humano, pero éste es, como un piojo, parte del orden natural. «¡Cuan absurdo es —glosa T h r o w e r — imaginar, pues, que el C i e l o o la Tierra puedan entender las palabras del hombre, o preocuparse de sus deseos!» (ibid). Señala Needham que, una vez ganada esta posición, se proyectaba el peso total del ataque de Wang Ch'ung contra la superstición. El Cielo, siendo incorpóreo, y la Tierra inerte, bajo ningún concepto puede decirse que hablan o actúan; ellos no pueden ser afectados por nada de lo que haga el hombre; no escuchan las plegarias; no responden a las preguntas. Así queda barrida toda base para los sistemas de adivinación. O t r o frente de ataque a la superstición sigue la línea de la argumentación estadística, que prueba lo absurdo de muchas creencias (los miles de deudores en las cárceles, por ejemplo, no pueden haber elegido todos los días nefastos para hacer sus negocios), o la línea de la simple carencia de razonabilidad (por ejemplo, los sacrificios a espíritus o espectros). La felicidad del ser humano está en sus propias manos. Un pasaje de Lun Heng recuerda a C o n f u c i o al razonar prolijamente la insensatez de toda expectativa de acción de los espíritus como respuesta a exorcismos o sacrificios: «Por consiguiente, exorcizar es trabajo perdido, y n i n gún daño causa su omisión». Son las generaciones «decadentes» las que «fomentan —se dice en el mismo e s c r i t o — la creencia en espíritus. H o m b r e s insensatos buscan alivio en el exorcismo».
Wang Ch'ung fue constante adversario de toda forma de sobrenaturalismo y permanente promotor de la explicación científica de los fenómenos, oponiéndose sistemáticamente al confucianismo idealista del período H a n , que sostenía que las irregularidades éticas causaban irregularidades cósmicas —creencia d i f u n d i d a también en las antiguas culturas griega y judía, y que ha sobrevivido incluso a la secularización o c c i d e n t a l — . En C h i n a , Tung C h u u n g - S h u afirmaba, por ejemplo, en su Ch'un Ch'iu Van Lu (Ristra de perlas sobre los Anales de Primavera), que si el Emperador y sus consejeros no practicaban correctamente el ceremonial (li), habría excesivas galernas, no crecerían los árboles, etc. La llamada por Needham «astrología invertida» —creencia de que las perturbaciones de los planetas son inducidas por las irregularidades gubernamentales— llevaba a Y a n H s i u n g a dictaminar que «el astrólogo predice qué efectos tendrán sobre el hombre los fenómenos celestes; el sabio predice qué efectos tendrán sobre los cielos las acciones del hombre». W a n g C h ' u n g arremetió contra esta fantástica reactividad moral de la Naturaleza, que delataba la inercia de un pananimismo hondamente enraizado en la mentalidad mítico-religiosa de todas las épocas, y se lamentaba exclamando «¡qué lejos está esto de la verdad!». En el plano social, afirmaba, «las causas del desorden» no están en el cielo sino en la tierra: el hambre, la miseria, el fraude, la injusticia. «Cuando el hambre y el frío se suman, pocos hay que no violen las leyes; pero cuando disfrutan de calor y comida, pocos hay que no se comporten correctamente». La posición fundamental de W a n g C h ' u n g — s u concepción de un materialismo riguroso determinado por leyes naturales— se expresa en su terminante convicción de que todas las coincidencias observables son debidas al puro azar — e n el sentido de un determinismo que se desconoce—. Ningún ente animado introduce invisibles voluntades en el proceso causal del universo. « L a irrupción de tiempo tórrido o glacial — e s c r i b e — no depende de acción gubernamental alguna, pero el calor y el frío pueden casualmente coincidir con premios y castigos, y es por esta razón p o r la que los fenomenalistas los adscriben falsamente a tales conexiones». La mentalidad mítico-religiosa expulsa automáticamente la noción de azar y de necesidad, para moverse en la ¿lu-
ion de que en el m u n d o todo está sometido a voluntades e intenionalidades incorpóreas o sobrenaturales. W a n g C h ' u n g se situó 'lidamente en una perspectiva antianimista y naturalista. Pero ' l o tardíamente, en el siglo V I I d . C . y por decreto del emperador ang, fue suprimida la supersticiosa práctica de la adivinación en b i n a . El humanismo de W a n g C h ' u n g rechaza la idea de que el estino del ser humano (T'ien ming) depende de un decreto ineorable del C i e l o que lo predeterminó — l a heimarmene de los riegos, el hado inalterable de los romanos (dirá necessitas), la praedestinatio de los cristianos—, y afirma la idea del Ching Shen, egún el cual el destino del ser humano depende solamente de na combinación de temperamento, carácter y azar. Es un concepto natural, no sobrenatural. El Ching Shen no sólo abarca las capacidades psíquicas y mentales sino también los factores físicos inherentes al cuerpo y a la herencia biológica; además, ofrece un sugestivo análisis del azar en términos de tiempo y contingencia, que muestra el alto grado de inmanentismo racionalista de su concepción del m u n d o . Sus escritos ejercieron gran influencia aunque no fundase escuela. El enfoque materialista y la tradición escéptica no se detuvieron. Comentando los análisis de N e e d h a m , señala T h r o w e r que «la ridiculización de los espíritus se convirtió en un lugar común en el confucianismo. Pese al crecimiento del budismo en C h i n a , también h u b o siempre confucianos a mano para oponerse a sus enseñanzas» (p. 128) y prolongar la crítica a la creencia en la inmortalidad y las fantasías del karma. F a n C h e n dijo entonces que «el espíritu es al cuerpo, lo que el filo es al cuchillo. N u n c a hemos oído que después de haber sido destruido un cuchillo, persistiera el filo». L o s ataques confucianos al budismo, particularmente al b u d i s m o p o p u l a r , aparecen registrados para el año 6 3 d . C , cuando e l sabio F u L i polemizó con los taumaturgos budistas. Su coetáneo Lu Ts'ai, que recopiló por orden del Emperador las obras existentes sobre adivinación, no dejó de agregarles prefacios escépticos a cada uno de ellas, con una inspiración muy próxima a W a n g C h ' u n g . A partir del siglo V I I d. C. se incrementa la presencia de relatos contra la superstición. N e e d h a m menciona el Pien I Chih (Notas y cuestiones sobre asuntos dudosos), de Lu Ch'ang-Yuan, escrito hacia el 770 d. C. bajo la dinastía
T ' a n g , donde se habla de un templo en el que se creía que el cuerpo de una monja taoísta había permanecido incorrupto durante siglos. Un grupo de jóvenes irrumpió violentamente en el templo, abrió el féretro ¡y sólo encontró huesos! Durante la dinastía Sung (960-1279 d . C ) , C h ' u n g , en sus Ch'u 1 Shuo Tsuan (Discusiones sobre la disipación de dudas), dio una interpretación subjetivista —según las líneas del efecto placebo— de la efectividad de los encantamientos y talismanes taoístas. Un declarado escéptico, Shih C h i e k (1005-1045), escribió en su Lai Chi: Creo que hay tres cosas ilusorias en este mundo: la inmortalidad, el arte de la alquimia y la budistería. Estas tres cosas desorientan al hombre, y muchos renuncian voluntariamente a sus vidas para obtenerlas. Pero yo creo que nada de eso existe, y tengo buenas razones para decirlo así. Si hubiera en el mundo alguna vez un hombre que las hubiese obtenido, nadie sería más reverenciado que él [...]. H a b l a luego de tres hombres; uno se esforzó por ser inmortal, otro por enriquecerse y un tercero por llegar a ser un buda. El primero murió en un largo viaje, el segundo jamás hizo fortuna y el último sucumbió de inanición. Estas divertidas ilustraciones no son un grito aislado, sino que traducen la actitud escéptica y racionalista de la escuela neoconfuciana durante el período Sung.
4.3. El ímpetu misional del budismo pronto se hizo sentir en el ámbito chino, cuya tradición confuciana y taoísta era poco afín a la vocación acósmica del mensaje original del B u d a . P r o b a b l e mente hacia el comienzo de nuestra era empezó a penetrar en C h i n a la forma más genuina de este mensaje, es decir, el Budismo Hinayana, próximo a ciertas tendencias intensamente quietistas del taoísmo original, pero alejado por su naturalismo mágico de toda idea kármica como esfuerzo para la superación del samsara. Este budismo, en efecto, proponía una concepción de la realidad fundamentalmente opuesta a la concentración de la mente china en los problemas del bienestar humano y la gobernación de la sociedad en el contexto de la piedad filial y el culto a los ante-
pasados. Sin embargo, la prédica causó paradójicamente fuerte impacto en amplios sectores de la conciencia de los chinos, alterando sus hábitos de pensar y sus esquemas de comportamiento. Las recetas budistas entrañaban una reorientación radical de la vida de aquel pueblo, pero habían alcanzado ya en el curso del siglo II d . C . una posición eminente, probablemente favorecidas p o r la crisis de la ideología confuciana p o r efecto de las graves conmociones sociales y políticas — e n especial, las acaecidas en el período H a n tardío, con la fragmentación en tres Estados y las subsiguientes invasiones bárbaras—. U n a gran desesperanza empujó a los chinos hacia el nihilismo y fortaleció las inclinaciones místicas del taoísmo, encontrando así el credo budista una óptima oportunidad para imponer una perspectiva radical y coherente que legitimara el distanciamiento del m u n d o fenoménico, a pesar de que el talante del pueblo chino se inclinase espontáneamente hacia una visión eticista y moderadamente hedonista de la vida —representada magistralmente por C o n f u c i o y su orientación racionalista, pragmatista y conservadora—. Los maestros confucianos —escribe Thrower—, a través de los turbulentos siglos II, III, IV, V y V I , continuaron el estudio de los clásicos confucianos, y cuando finalmente China se transformó una vez más en una nación unida bajo la disnastía T'ang (618-906 d. C ) , los funcionarios del gobierno se reclutaron en sus filas. Esto fue el comienzo de la resurgencia del confucianismo, que iba eventualmente a desalojar la importada religión del budismo [p. 131]. No obstante, el talante intimista y fraternal del B u d i s m o H i nayana — c o n su veneración de los boddhisattva (los que alcanzaban o se esforzaban por la iluminación o boddhi), el retiro monacal, la conducta bienhechora con los débiles y su introversión m e d i t a t i v a — le aseguraba un considerable espacio de presencia en la sociedad china, porque además iba acompañado de la crítica de la opresión social y política en una sociedad egoísta y cruel en la que el confucianismo funcionaba hipócritamente como una simple cobertura ideológica del poder. E n su libro Chínese thought from Confucius to Mao Tse-tung (Chicago, 1953), H. G. C r e e l
imagina lo que probablemente replicaría C o n f u c i o al mensaje de B u d a , si lo hubiera conocido: Lo que tú dices es interesante, y puede ser verdad. Pero tu doctrina de la reencarnación exigiría muchísimas pruebas, que yo no veo cómo podrías aportarlas. Una parte de tu ética es admirable, pero tomada en su conjunto tu programa ofrece poco o nada para remediar los graves problemas económicos, sociales y políticos que oprimen a los hombres. Por el contrario, los haría probablemente aun peores [cit. por Thrower]. Su b u e n sentido, c o m b i n a d o con su escepticismo, daría a C o n f u c i o la razón, pero sin olvidar que el confucianismo, pese a su idealista magisterio ético, no sólo consolidó las injusticias i m perantes sino que llevó a C h i n a al caos político siglos después. P o r ello, el budismo dejó honda huella en la reflexión moral y religiosa de los chinos, y su metafísica especulativa necesitó — c o m o señala T h r o w e r — , un ataque frontal de los neoconfucianos, d u rante la dinastía Sung (960-1279 d . C ) , «intentando inicialmente mostrar que podrían parangonarse con todo lo que ofrecía el budismo a m o d o de cosmología, metafísica y ética, y al mismo tiempo justificar la actividad política y social, y vindicar así la esperanza humana de encontrar la felicidad en los desvelos cotidianos de la vida» (p. 131). Este ataque del Neoconfucianismo se inspiró en amplia medida en el Libro de los cambios (I Ching), un manual de predicciones sobre la suerte y el destino, «completamente ajeno al pensamiento del p r o p i o C o n f u c i o , pese a que pretendía representar su pensamiento» (¿bid.), con lo cual se entregaba a la adicción popular a la superstición y la irracionalidad. C o n C h u H s i (1131-1200 d . C ) , considerado hoy como e l mayor pensador chino en el milenio que precedió al advenimiento de M a o , la situación intelectual cambia manifiestamente: la visión del mundo se torna totalmente naturalista. El universo es presentado como un organismo cuyo proceso operativo radica en el ch'i o sustancia, que funciona conforme al /;' o principio. Es un universo indestructible y sin nacimiento, cuyos elementos activos son componentes del li, que en ocasiones C h u H s i identifica con el Tao. La naturaleza humana posee su li, el mismo en todos los seres humanos, que se diferencian sólo en su ch'i. Durante la dinas-
tía Y u a n (1280-1367), aparece una mente auténticamente científica en la persona de L i u C h i (1311-1375), que explica todos los fenómenos sobre hipótesis materialistas. En la lucha contra la superstición, que se convierte en el i m p e r a t i v o urgente, destaca también su coetáneo H s i e h Y i n g - F a n con su crítica radical de toda religión, y especialmente de las nociones budistas de inmortalidad, infierno, reencarnación, astrología, días fastos y nefastos, geomancia, fisiognómica, etc. C i t a textos de C o n f u c i o que le sirvan de apoyo para su invalidación del budismo y sus pretensiones de certeza. Durante la dinastía M i n g , dos pensadores, Ts'ao Tuan (1376-1434) y W a n g C h ' u a n - S h a n (1619-1692), representan la línea crítica. El segundo se distingue por un materialismo sin concesiones: la realidad consiste en materia en continuo movimiento, pues el // — e l p r i n c i p i o del orden del u n i v e r s o — posee exactamente el mismo estatuto ontológico que el Ch'i — l a mater i a — . El movimiento materialista —«aparte de los fenómenos, no hay ningún Tao»— se manifiesta ahora sin la menor reserva. Su obra Yin Yun Seng Hua Lun (Teoría del poder generativo de la naturaleza) culmina el pensamiento materialista, que en este gran pensador se extiende ya a los fenómenos históricos, considerados en una perspectiva próxima al materialismo histórico marxiano. En este mismo período dinástico, cabe recordar el naturalismo de la «Escuela Yen-Li» (o Retorno a la escuela H a n ) en oposición al neoconfucianismo; y en la dinastía C h ' i n g (1644-1911) florecen el gran maestro Tai C h e n g (1724-1777) y Li K u n g (1659-1733), denunciadores de la impregnación taoísta y budista de los epígonos confucianos. Indica Needham que Tai C h e n formuló un sistema radicalmente expurgado de elementos de carácter idealista, al rechazar la concepción del // (principio o forma) como poder externo a la naturaleza, y dar cuenta de los procesos de la naturaleza, incluido el ser humano, completamente en términos de Ch'i o materia. P o r esta vía, se restauraba la concepción original del Tao como orden de la naturaleza expresado p o r la teoría del Yin-Yang y los cinco elementos, sin compromisos mítico-religiosos. Subraya Thrower que, «mientras bajo la influencia de la metafísica budista (y posiblemente cristiana) el // ha tomado una significación casi sobrenatural, para Tai C h e n g el li era simplemente el orden o pauta observable en la naturaleza — u n a función del Ch'i—, algo que
C h u H s i , como hemos visto, propuso atribuírselo a ésta» (p. 134). Tai C h e n g denunció las estructuras sociales y políticas existentes, legitimadas por la gratuita especulación mítico-religiosa según la cual el microcosmos manifiesta el orden inalterable del macrocosmos, y rechazó la falacia argumental que funda sobre esta fantástica conexión el deber de obediencia a las leyes positivas y de mantener el status quo social. También explicó que los principios operativos de la Naturaleza no se derivan de la intuición o de la meditación, sino de la observación empírica de los fenómenos naturales, o, como lo expresó su coetáneo Fang-Chao Y i n g , «por el extenso estudio, la investigación cuidadosa, el pensamiento exacto, el razonamiento claro y la conducta sincera». Tai Cheng advertía que «la razón no era algo impuesto por el C i e l o a la naturaleza física del hombre; está representada en cada manifestación de su ser, incluso en las llamadas emociones» —tesis que coincide, según Thrower, con la afirmación de D a v i d H u m e de que «la razón es y debe ser la esclava de las pasiones» (Tratado sobre la naturaleza humana)—. El interés de esta postura consiste en su consecuencia de desautorizar la caricatura del materialismo presentada p o r la religión — q u e pretende que los materialistas niegan el ejercicio de las potencias creadoras de la emoción y el deseo—. Tai C h e n g vindica, para su ideal de sociedad, los deseos, los sentimientos, las emociones del ser humano expresados libremente, con la sola excepción del daño a tercero — e l único criterio moral que admitía—. P o r el contrario, «el neoconfucianismo —escribe T h r o w e r — había sido budistizado hasta el punto de que consideraba todas las emociones y deseos del hombre como inherentemente malos, y que debían ser erradicados» (p. 135). La beatería reinante en nuestra sociedad continúa identificando el amor y la filantropía con la creencia en la divinidad, satanizando injuriosamente a los increyentes en una monstruosa negación de amor y de respeto a los seres humanos liberados de las fabulaciones religiosas y del fanatismo confesional. Frente a esta pandémica demonización del materialismo, Tai Cheng entiende que la virtud no es la supresión del deseo, sino su expresión ordenada y su satisfacción. C o m o comenta Needham, «Tai Cheng, si fuera un coetáneo de Rousseau, y casi de Blake, se habría encontrado como en
casa en un m u n d o postfreudiano al menos tanto como ellos» (cit. por Thrower).
5.1. La tradición alternativa a la concepción mítico-religiosa del m u n d o alcanzó un punto culminante en el seno de la cultura helénica. La amplia brecha que la crítica racional de la religión abrió en las tradiciones culturales de los pueblos chino e hindú fue posible por efecto de la reflexión de grandes personalidades, seguidas por élites intelectuales, pero siempre en tensión con poderes dominantes atrincherados en formas despóticas del consenso político y social que excluían toda posibilidad de una regulación autónoma de la convivencia. La ruptura griega de este orden de cosas tuvo lugar en el plano del pensamiento y en el ámbito de la vida pública. Efectivamente, el paso del mythos al logos se cumplió paralelamente al paso de la autocracia a la democracia —reserva hecha de la diversidad de ritmos, tiempos y espacios—. Nadie mejor que Cornelius Castoriades ha instrumentado conceptualmente el sentido de la ruptura griega: Desde su nacimiento, el sujeto humano queda cogido en un campo histórico-social, y es colocado simultáneamente bajo la influencia del imaginario colectivo instituyente, de la sociedad instituida, y de la historia de la que dicha institución es su cumplimiento provisional. La sociedad no puede dejar de producir, en primer lugar, individuos sociales conforme a ella y que la producen a su vez. Incluso si se nace en una sociedad conflictiva, el terreno del conflicto, la puesta en juego y las opciones están predeterminadas; incluso si se va a llegar a ser filósofo, será esta historia de esta filosofía, y no otra, la que constituirá el punto de partida de la reflexión. Esto se encuentra mucho más acá, o más allá, de toda intención, voluntad, maniobra, conspiración, disposición de cualquier institución, ley, grupo o clase determinadas. Al lado, o «por encima», de este infra-poder implícito, siempre ha habido un poder explícito, instituido como tal, con sus dispositivos particulares, con su funcionamiento definido y con las sanciones legítimas que puede aplicar [sanciones legítimas respecto al derecho positivo, no en absoluto]. La necesidad de existencia de tal poder deriva al menos de tres factores:
— el mundo «presocial» en cuanto tal amenaza siempre el sentido instaurado de la sociedad; — la psique de cada ser humano no está ni puede estar nunca completamente socializada ni ser totalmente conforme a lo que las instituciones exigen; — la sociedad contiene siempre, en su institución y en sus significaciones imaginarias, un impulso hacia el porvenir, y el porvenir excluye una codificación (o una mecanización) preliminar y exhaustiva de las decisiones a tomar. De ello deriva la necesidad de instancias explícitamente instituidas sobre la base de la posibilidad de tomar decisiones autorizadas sobre lo que hay que hacer, esto es, sobre la base de la posibilidad de legislar, «llevar a cabo», resolver los litigios y gobernar. Las dos primeras funciones pueden estar ocultas en la estructura consuetudinaria del sistema normativo (y lo han estado, en la mayor parte de las sociedades arcaicas), pero no puede decirse lo mismo de las dos últimas. Por último, y sobre todo, este poder explícito es el garante instituido del monopolio de las significaciones legítimas en la sociedad considerada. Lo político es todo aquello que concierne a este poder explícito (los modos de acceso a él, el modo apropiado de gestionarlo, etc.). Este modo de institución cubre la casi totalidad de la historia humana. Así ocurre en las sociedades heterónomas: crean ciertamente sus propias instituciones y significaciones, pero ocultan esta autocreación, imputándola a una fuente extrasocial—los antepasados, los héroes, los dioses, Dios, las leyes de la historia o las leyes del mercado—, en todo caso una fuente exterior a la efectiva actividad de la colectividad efectivamente existente. En tales sociedades heterónomas, la institución de la sociedad tiene lugar en el cierre del sentido. Todas las preguntas formidables en la sociedad considerada pueden encontrar respuesta en las significaciones imaginarias, mientras que las que no pueden hacerlo son, más que prohibidas, imposibles mental y psíquicamente para los miembros de la sociedad. Esta situación, por lo que sabemos, sólo ha sido rota dos veces en la historia: en la Grecia antigua y en Europa occidental. Y de esta ruptura somos herederos, es ella la que nos permite hablar como hablamos. La ruptura se expresa a través de la creación de la política y de la filosofía (de la reflexión). Política: puesta en cuestión de las instituciones establecidas. Filosofía: puesta en cuestión de los idola tribus, de las representaciones comúnmente aceptadas. En estas sociedades, el cierre del sentido se rompe, o por lo menos tiende a romperse. Esa ruptura —y la actividad de interrogación ince-
sante que la acompaña— implica el rechazo de una fuente de sentido diferente a la actividad viva de los seres humanos. Implica, por tanto, la repulsa de toda «autoridad» que no rinda cuenta y razón, y que no justifique la validez del derecho de sus enunciados. De ello se derivan de forma inmediata: — la obligación de todos de dar cuenta y razón (logon didonai) de los propios actos y de las propias afirmaciones; — la repulsa de las «diferencias» o «alteridades» (jerarquía) preliminares en las posiciones respectivas de los individuos y, consiguientemente, la puesta en cuestión de todo poder que dé lugar a ellas; — la apertura de la pregunta sobre las buenas (o mejores) instituciones, en la medida en que dependen de la actividad consciente y explícita de la colectividad; y, por tanto, también la apertura de la pregunta sobre la justicia. Se nota fácilmente que estas consecuencias conducen a considerar la política como una tarea que afecta a todos los miembros de la colectividad respectiva, una tarea que presupone la igualdad de todos y trata de hacerla efectiva. Una tarea, pues, que también es transformación de las instituciones en el sentido de la democracia. Podemos ahora definir la política como la actividad explícita y lúcida que concierne a la instauración de las instituciones deseables, y la democracia como el régimen de autoinstitución explícita y lúcida, tanto como es posible, de instituciones sociales que dependen de una actividad colectiva y explícita [...]. A este movimiento le llamamos el proyecto de una sociedad autónoma y, llevado a su cumplimiento, debe establecer una sociedad democrática [La democracia como procedimiento y como régimen, trad., Roma, 1995, en Iniciativa Socialista, núm. 38, 1996, pp. 40-42. Numerosas cursivas mías]. P o r consiguiente, la ruptura griega significó el umbral del acceso potencial a una nueva edad del ser humano, el tránsito de la heteronomía a la autonomía, en la reflexión intelectual, en la ética y en la política. U n a hazaña incomparable que, pese a sus avatares históricos, había de sellar irrevocablemente el destino de la civilización occidental como expresión de la racionalidad, la secularidad y la democracia. El humanismo helénico instituyó la libertad de pensar y la libertad de optar por encima de las pretensiones limi-
tantes de autoridades sobrenaturales. L o s pensadores innovadores en las sociedades orientales n o habían logrado traducir su admirable trabajo crítico de reflexión filosófica en una transformación política y social capaz de institucionalizar las libertades que los griegos erigieron en tarea suprema al servicio de la inteligencia y de la convivencia, pues estuvieron siempre gobernadas por alguna de las variedades del despotismo asiático. Sólo los griegos tuvieron la genialidad y la energía indispensables para encuadrar la crítica de la religión, en las instituciones de la sociedad democrática libre y autónoma. Esta inestimable herencia alcanzaría su más alta expresión —después de superar la gran crisis de los siglos oscuros— en la Europa moderna. En su hermoso ensayo The discovery of the mind. The Greek origins of European thought (1953), B r u n o Snell enuncia la característica fundamental de la ruptura griega: El pensamiento europeo comienza con los griegos. Ellos lo han hecho lo que es: nuestro único modo de pensar; su autoridad, en el mundo occidental, es indisputable. Cuando nos ocupamos de las ciencias y la filosofía, utilizamos este pensamiento de manera completamente independiente de sus vínculos históricos, a fin de focalizar lo que es constante e incondicionado: la verdad; y con su ayuda esperamos aprehender los principios inmutables de esta vida [edic. de 1960, p. V ] . No es superfluo recordarlo, en unos momentos en que la boga de un estéril esnobismo intelectual —consciente o inconscientemente saturado de intereses i d e o l ó g i c o s — pretende encontrar en las llamadas sabidurías orientales la clave de la comprensión de la realidad. El paso del mythos (narración, leyenda) al logos (razón, discurso), que W i l h e l m Nestle tematizó en u n l i bro estelar, no fue un tránsito súbito sino un proceso detectable históricamente en su ritmo y sus etapas. Fue un proceso de crecimiento a partir de la desagregación relativamente rápida del tejido inmemorial de la visión mítico-religiosa del animismo ancestral. Señala J o h n Burnet, en un manual ya clásico, que no fue hasta que la visión tradicional del mundo y las reglas consuetudinarias de la vida habían colapsado, cuando los griegos comenzaron a sentir la necesidad que intentan satisfacer las filosofías de la naturaleza
y de la conducta. Ni esta necesidad fue sentida inmediatamente. Las máximas ancestrales de conducta no fueron seriamente cuestionadas hasta que la vieja concepción de la naturaleza había ya desaparecido; y, por esta razón, los más tempranos filósofos se ocuparon principalmente de especular sobre el mundo que les rodeaba. En su momento oportuno, nació la Lógica para satisfacer una nueva necesidad. La tarea de la investigación cosmológica había desvelado una amplia divergencia entre la ciencia y el sentido común, lo cual fue un problema que reclamaba solución, y que exigió de los filósofos el estudio de los medios para defender sus paradojas en contra de los prejuicios de lo acientífico. Todavía después, el interés prevaleciente por los temas de la lógica suscitó la cuestión del origen y validez del conocimiento; mientras tanto, aproximadamente por el mismo tiempo, el colapso de la moralidad tradicional dio nacimiento a la Etica. El período que precede a la emergencia de la Lógica y la Etica tiene así un carácter distintivo propio [...] [Early Greek Philosophy, Nueva York, ed. 1957, p . l ] . En otra línea se sitúa F. M. C o r n f o r d , en su Principium Sapientiae. A study of the origins of Greek philosophical thought (1952). En sus ensayos publicados en 1912 bajo el título From religión to philosophy, C o r n f o r d había sembrado ideas muy interesantes sobre los orígenes prefilosóficos del pensamiento helénico, pero en esta segunda obra, de 1952, señala diáfanamente los dos ejes de la novísima actitud racionalista de los griegos: la observación empírica y el trabajo especulativo de la mente. Sobre ambos ejes discurre la marcha hacia la ruptura con la congelación mítico-religiosa de la cultura arcaica. Hay una continuidad real —escribe— entre las tempranas especulaciones racionales y las representaciones religiosas que se esconden detrás [...]. La filosofía hereda de la religión ciertas grandes concepciones —por ejemplo, las ideas de «Dios», «Alma», «Destino», «Ley»— que continúan circunscribiendo los movimientos de pensamiento racional y determinando sus direcciones principales. La Religión se expresa ella misma en símbolos y en términos de personalidades míticas; la Filosofía prefiere el lenguaje de las áridas abstracciones, y habla de sustancia, causa, materia, etc. Pero la diferencia exterior sólo disfraza una afinidad entre estos dos productos sucesivos de la misma conciencia. Los modos de pensamiento y acción que alcanzan una definición clara y una expre-
sión explícita en la filosofía están ya implícitos en las intuiciones no razonadas de la mitología [Frotn religión to pbilosophy, cit. por Thrower]. Este punto de vista sería en cierta medida superado, en el segundo libro mencionado, en un sentido mucho más rupturista. Bajo las visibles o subterráneas continuidades, se hace cada vez más patente un acento novísimo, revolucionario. T h r o w e r lo describe con elocuencia y nitidez: Sin embargo, concedido que la especulación sobre la naturaleza última de la trama material cósmica (physis) de la que procedió el mundo tal como lo captamos, y del proceso por el cual sucedió esto y sigue sucediendo, tiene sus hondas raíces en la mitología, la tendencia racionalista en el pensamiento griego que se afirma primeramente en Jonia durante el siglo VI a. C. inició un sostenido movimiento en el pensamiento occidental que ha continuado, aunque con interrupciones, hasta nuestros días [p. 138]. E l panteón d e l O l i m p o uránico helénico — s u p e r p u e s t o , como subrayó W. K. C. G u t h r i e en su obra The Greeks and their gods (Londres, 1950), a la religión telúrica de los primitivos griegos posteriormente dominados por los invasores d o r i o s — reposa sobre la concepción de la Moira o Destino (que se asemeja a la Rta de la primitiva India y al Tao de la antigua China) en cuanto ley a la que —según H e s i o d o y H o m e r o — se someten tanto los dioses como los hombres, obedientes unos y otros al ritmo regular del universo, «una concepción —escribe T h r o w e r — que contiene a la vez los gérmenes de un teísmo revisado y de un natural i s m o filosófico» (p. 140). La función del orden natural en el pensamiento helénico constituye simultáneamente la infraestructura de la racionalidad y del mito. Citemos in extenso este insuperable texto de W. Nestle: La concepción helénica de la naturaleza es de la mayor importancia para la comprensión de la religión y del pensamiento de los griegos. No hay en sus concepciones ninguna contradicción entre la naturaleza y lo divino —contradicción que existe en el monoteísmo judeocristiano—, sino que la naturaleza misma es divina. No hay Creación desde la nada, idea imposible para un griego, ni por tanto tampoco sentimiento de criatura
en el hombre. El griego no conoce más que una transición a partir del caos, estado aún desordenado de los elementos, hacia un orden universal, el cosmos. También los dioses son intramundanales y pertenecen a ese mundo ordenado dividido en los tres pisos del Hades, la Tierra y el Cielo. Por ello, y pese a la superior sabiduría y al superior poder de los dioses, a su imperecibilidad y a su eterna juventud, no existe entre ellos y los hombres, ningún abismo insuperable, sino que unos y otros son, según la expresión de Píndaro, hijos de una misma madre (Nem., 6.1.). Lo que une a ambos y les diferencia del animal es el espíritu, el pensamiento y su fuerza, la chispa prometeica por la cual participan los hombres de lo divino [Platón, Protágoras, 322A]. Por ello tampoco conoce el griego más revelación divina que la que encuentra en la naturaleza y en el ser espiritual del hombre mismo. No tiene el griego escritura sagrada, ni dogmas, ni iglesia, ni clase sacerdotal especial que se encuentre más cerca de la divinidad que los demás mortales. Al igual que Kant, Aristóteles explica la «idea de la divinidad» en el hombre por la contemplación de los astros y de los fenómenos anímicos en su interioridad. Por ello el conocimiento de la naturaleza lleva cada vez más adentro en el conocimiento de lo divino, y jamás en el ámbito del espíritu griego podrá pensarse que el pensamiento, la más divina fuerza del hombre, pueda quedar en contradicción con una revelación divina a la que tuviera que someterse. A ello se añade la elasticidad del mito, que nos muestra siempre la narración sobre dioses y héroes en una forma fluida y susceptible de las más diversas interpretaciones. La religión se limita en lo esencial: la santificación de la realidad objetiva. Su contenido ético es escaso y se deposita en las «leyes no escritas» universalmente reconocidas y que determinan la conducta consuetudinariamente, sin necesidad de formulación rigurosa. Por esto mismo queda un ancho campo para la educación familiar y estatal [Griechische Geistesgeschichte. Von Homer bis Lukian, 1944. Cito por la trad. castellana, Barcelona, 1961, pp. 21-22]. La ausencia de escrituras sagradas y de un sacerdocio carismático investido de su interpretación dogmática descargó felizmente a los griegos de las gravosísimas hipotecas intelectuales del monoteísmo judeocristiano. Estas ausencias convertían al politeísmo helénico en una religiosidad sumamente precaria que sólo funcionó estrechamente vinculada al estado-ciudad [polis], es decir, más como un hecho cultural que como u n hecho religioso. A diferencia de la India —firmemente comprometida con la revelación vé-
d i c a — y de la C h i n a —exenta de vasallajes escriturísticos pero tributaria de un régimen imperial cuyo titular era tenido por H i j o del C i e l o — , el sacerdocio pagano en la Hélade «jamás se situó aparte del orden político», y nunca desempeñó funciones de definidor teológico de creencias religiosas de salvación (Mary Beard y J o h n N o r t h , comps., Pagan priests. Religión and Power in the Ancient World, N u e v a Y o r k , p. 1. Véase esp. el cap. I. 3, p p . 73-91). La configuración cívica de la polis y su destino democrático tuvieron una influencia probablemente decisiva para la eclosión racionalista del pensamiento griego, como queda de manifiesto en la crítica precoz de toda veleidad hierocrática o fideísta. El elenco politeísta fue muy pronto objeto de una crítica moral de extrema audacia cargada de satíricas resonancias desconocidas hasta entonces en las culturas antiguas. U n a producción literaria fecunda y de altísimo valor estético acompañó al vigoroso enfoque naturalista del mundo en todas sus esferas, socavando los fundamentos éticos y epistemológicos de la concepción tradicional del m u n d o . Jenófanes de Colofón y Heráclito de Efeso, prosiguiendo la línea crítica de la épica homérica, denunciaron el antropomorfismo — d e imagen y de c o n d u c t a — de los dioses míticos, iniciándose un revisionismo teísta que Werner Jaeger, en un libro memorable {The theology of the early Greek philosophy, L o n d r e s , 1944), bautizó como el nacimiento, no de la irreligión, sino de la teología, pero una teología sin revelaciones sagradas. Para Jenófanes, los mitos religiosos son fenómenos socioculturales: «si los bueyes [...] p u diesen dibujar y pintar, presentarían a los dioses según su propia imagen», y se divulgó la frase «si los bueyes tuvieran dioses, los dioses de los bueyes tendrían cuernos». Cabe preguntar: ¿fueron Jenófanes, Heráclito et alii verdaderos ateos} E n páginas precedentes he ofrecido indicaciones para superar querellas semánticas que han acompañado habitualmente a este tema. Estos pensadores probablemente no eran ateos en el sentido amplio y a la vez preciso que debe atribuirse hoy a esta expresión. En todo caso, A n t o n i o Pinero, en un breve escrito inédito (El ateísmo en la Antigüedad greco-romana, 1996), advierte que en los índices analíticos de obras de ilustres historiadores de la filosofía griega — Z e l l e r , G o m p e r z , M o n d o l f o , Chevalier, G u t h r i e y algunos m á s — no figura la voz ateísmo, y lo mismo sucede con las gran-
des Enciclopedias o Léxicos que compilan el legado cultural del helenismo. Incluso historiadores del ateísmo como F. M a u t h n e r y G. D r a c h m a n n eluden referirse a pensadores de la Antigüedad Clásica. M a u t h n e r dictamina que el ateísmo griego «no es nuestro ateísmo», afirmación demasiado pobre para zanjar el asunto. Parece que el hecho de que el calificativo ateo sólo se aplicase expresamente a quien rechazaba los dioses de la ciudad, o de que los pensadores naturalistas de la antigua Jonia no plantearan su reflexión cosmológica en términos de negación explícita de la existencia de dioses, no autoriza en m o d o alguno a descartar la presencia del ateísmo teórico y práctico del horizonte especulativo de los antiguos griegos. En aras a la pax terminológica, puede admitirse que el ateísmo antiguo es un ateísmo sui generis, como propone Pinero, si se entiende que el ateísmo propiamente dicho — c o m o he s u g e r i d o — incluye hoy la crítica radical que niega toda pretensión de verdad a la religión, a sus dioses y a los conceptos metafísicos en los que se apoya — a l m a , inmortalidad, creación divina, trascendencia de un m u n d o más allá de lo terrenal, etc.—. El agnosticismo griego, respecto del panteón olímpico y de otros dioses, rechazaba la validez teorética o cognitiva de los m i tos y su ejemplaridad para las exigencias de la paideia de los griegos. Es posible que un Jenófanes, un Heráclito, algún atomista o fisicalista jonio, creyeran en un dios cósmico o supremo. Jenófanes, por ejemplo, afirmaba que un dios es el más alto entre los dioses y los hombres; ni en su forma ni en su pensamiento es semejante a los mortales. El ve como un todo, percibe como un todo, oye como un todo, [...] sin esfuerzo hace él que todas las cosas vibren por el pulso de su mente. La que se conoce como escuela itálica en la filología clásica cultivó la vertiente mística de la mente helénica, que tuvo un exponente incomparable en Platón — c o n sus resonancias órficas y pitagóricas—. Tampoco las grandes figuras literarias —Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, etc.— iban más allá, al menos expressis verbis, que lo que exigía la depuración moral de los ideales griegos. La inercia de los mitos, con su belleza poética y su implantación en los estereotipos del lenguaje, le garantizaba
su presencia en la vida griega, aunque su descrédito moral alcanzó en la erística cultivada por los sofistas dimensiones hasta entonces insospechables. Un Gorgias o un Protágoras practican un discurso demoledor cuya divisa podría ser lo dicho por el segundo en su perdido tratado sobre ha Verdad: «el hombre es la medida de todas las cosas, del ser de las que son y del no-ser de las que no son». Al margen de ciertas divergencias de interpretación —es recomendable el excelente estudio de Gustavo Bueno, «Análisis del Protágoras de Platón», O v i e d o , 1980—, cabe decir que el fenomenalismo implícito en este postulado desalojaba cualquier pretensión de introducir la idea de divinidad en el conocimiento de la realidad. ¿Cuál fue la respuesta social a la irreligiosidad manifestada públicamente? La valoración de los llamados procesos penales por ateísmo en la Antigüedad clásica no sólo afecta a la polémica sobre la existencia del ateísmo entre los griegos, sino también al tema de la tolerancia. Son bien conocidos estos procesos por impiedad (asebeia) en el contexto de la religión cívica, íntimamente vinculada a los fundamentos de la comunidad política y la tradición cultural, procesos que no se proponían proteger intereses religiosos —es decir, de fe personal— sino intereses institucionales de la vida pública, como puso de relieve M a r t i n P. N i l s s o n , en sus libros A history of Greek religión ( O x f o r d , 2. ed., 1952) y Greek Piety ( O x f o r d , 1948). Es inequívocamente sintomático que estos juicios públicos aparezcan cuando el tejido de creencias religiosas estaba ya en manifiesta desintegración y no podían constituir un problema de conciencia. a
La misma época que vio caer la antigua religión como víctima de la crítica y perder su poder de control —escribe Nilsson— es también la época de procesos religiosos notorios. Habitualmente tuvieron una base política, bien como un medio de asegurar el poder en contiendas políticas, o bien, ocasionalmente, de defender la amenazada moralidad pública. La noción que nos parece obvia —que fueron intentos de aplastar a los pensadores heterodoxos con la ayuda del poder del Estado, en otras palabras, caza de herejías— equivoca la verdadera situación; en Atenas, la libertad de pensamiento y de expresión era absoluta. Los encartados no eran acusados de falsa doctrina sino de ofensas a las prácticas del culto. Ya se ha señalado que una ofensa al culto era punible porque
atraía la cólera de los dioses no sólo contra el culpable sino sobre todo el pueblo, a menos que este último expiase el pecado castigándolo. Pero tenemos que añadir otro punto menos reconocido; había una lucha contra la adivinación, que constituía un baluarte en todos los asuntos de la vida [Greek Piety, p. 79]. Invito al lector a recorrer las admirables páginas del cap. II.4 de dicha obra para conocer bien los matices de estos pleitos, que tuvieron m u c h o que ver con las inclementes coyunturas de las discordias políticas y muy poco con la intolerancia. El caso de Protágoras, declinante ya el siglo V a. C, es descrito ajustadamente por N i l s s o n : el sentimiento de los atenienses en este tiempo fue descrito poco antes como histérico. Hubiera resultado notable que su enfado no se hubiera dirigido contra los que siempre fueron considerados los autores de la crítica destructiva de la religión, la moralidad, y el Estado, así como del desenfreno de los jóvenes: los sofistas. El viejo Protágoras fue incluido en la condena y desterrado de Atenas, pues no era ciudadano ateniense, siendo Abdera su lugar de nacimiento, y murió en su viaje a Sicilia; sus escritos fueron quemados públicamente en la plaza del mercado de Atenas. Según nuestros relatos, la razón de su destierro fueron las primeras palabras de uno de sus libros: «Respecto de los dioses, no poseo medio alguno para conocer si existen o no, porque hay muchos obstáculos para tal conocimiento, la oscuridad del asunto y la brevedad de la vida humana». Incidentalmente, esta observación está redactada muy cautelosamente; Eurípides, que puso mucho más enfáticas expresiones en las bocas de sus personajes, no fue molestado. Protágoras cayó víctima de la mala voluntad general suscitada por las prácticas racionalistas de los sofistas [pp. 81-82]. L a religión, como casi siempre, era el baluarte del orden establecido y de sus beneficiarios. Pero además, a su sombra, «una vez que los procesos se pusieron en marcha, fue posible que fuesen inspirados por el despecho personal, y eso sucedió en el siglo IV con las causas abiertas contra, por ejemplo, la famosa cortesana Friné y contra Aristóteles [...]» (p. 84). A n t e la opinión cívica, ateo no era propiamente quien no creía en los mitos religiosos de cualquier contenido, sino quien pudiera alterar la paz pública con sus declaraciones. H a s t a la implantación del cristianismo como
religión de Estado, las convicciones religiosas eran asunto personal y privado. El hecho de que una personalidad pública seriamente comprometida en la vida política como Cicerón pudiese publicar una obra como De natura deorum, profundamente escéptica, sin causarle ningún malestar, da la medida de tolerancia y libertad de pensar, sólo aplastadas p o r la intolerancia religiosa y el fanatismo que la Iglesia fue capaz de instaurar en el Imperio desde Constantino. Anteriormente, el culto a los Emperadores fue estrictamente una ceremonia pública anual de reconocimiento civil al Príncipe como garante de la pax romana. Jamás fue un reto a las creencias religiosas privativas de cada ciudadano, ni en su vida personal ni en el entorno social. En rigor, las episódicas persecuciones a los cristianos —magnificadas en términos delirantes— fueron la consecuencia de la actitud de desafío de la única fe religiosa exclusivista en el recinto de un Imperio que sólo exigía acatamiento político, sin interferirse en las conciencias íntimas de sus subditos. El D i o s hecho H o m b r e y el oráculo mesiánico habían trastornado las mentes de un colectivo intolerante y agresivo.
5.2. ¿Qué sucedió con la otra línea crítica de la mentalidad mítica, la línea inaugurada por los presocráticos?... Incluso en estos pensadores, la inercia de las representaciones mitológicas tendía a salvar los moldes aunque no los contenidos. C o m o indica T h r o wer, «el mito iba a ser [...] reinterpretado más que abandonado» (p. 143). Sin embargo, los jonios situaron el pensamiento griego en una nueva edad en la que incluso la mentalidad animista de las arcaicas tradiciones iba a sufrir una mutación naturalista de i n mensas consecuencias. La racionalización de los mitos los convirtió en el ropaje de otra cosa. Desde el siglo VIII a . C , H o m e r o se esfuerza en ordenar el O l i m p o , enumerar los dioses y fijar su genealogía, determinar su jerarquía, sus títulos, sus roles y sus efigies. H e s i o d o (siglo V I I I - V I l ) profundizó en la teogonia en una d i rección que anunciaba el naturalismo de los jonios. Chaos, Gaia y Eros presidían el proceso cósmico en el que la O s c u r i d a d , la N o che, el Fuego y la L u z diurna funcionaban como eslabones de la división del m u n d o en sus partes (Tierra, Cielo, M a r ) . Estas cate-
gorías cosmológicas recibían nombres de dioses (Hades, Zeus, P o seidón). Sobre estas abstracciones de la cosmogonía reinaba la supremacía de la Moira, p r i n c i p i o universal de un orden apenas personalizable que gobernaba a hombres y dioses sometidos a la necesidad, al destino, a la ley, a la justicia. Lo natural y lo moral aparecen fundidos en esta instancia suprema. Entre lo divino y lo humano no había divisoria insalvable y desaparece a medida que la Moira va despersonalizándose cada vez más. En los pensadores jonios de los siglos V I I - V I a . C , l a despersonalización de la naturaleza es completa. La cuestión es para ellos saber qué es la Naturaleza (physis), de qué se componen las cosas, qué es la sustancia original que subyace en todos los cambios del m u n d o que conocemos. No es posible ni tan sólo esquematizar la marcha de la especulación de los presocráticos. La obra de W. K. C. G u t h r i e , History of Greek Philosophy (Londres, 1962-1974, de la que existe una buena traducción al castellano) puede satisfacer en óptimo grado la curiosidad del interesado. Aquí nos importa evaluar solamente el cambio profundísimo de la actitud del ser humano ante el m u n d o que entraña la reflexión intelectual de aquellos griegos dispuestos a romper en todo lo posible con la mentalidad míticoreligiosa tradicional. Q u i s i e r o n saber, entre otras cosas, si hay dioses, si su existencia seguía siendo algo más que meramente protocolaria, si vale la pena ocuparse de ellos. G u t h r i e define la actitud «de tendencia humanista y materialista» de estos filósofos, radicalmente orientados hacia los asuntos de los hombres: «de los dioses no conocemos nada, ni bueno ni malo», escribía uno de sus portavoces, el joven poeta jonio M i m n e r m o . La tradición homérica de la noción de Moira había visto la luz en Jonia, donde Tales, Anaxímenes y Heráclito se vuelcan en la especulación sobre la interpretación, en términos de kosmos y de heimarmene, del orden natural y necesario. L a naturaleza (physis) aún connotaba para ellos una dimensión divina, viva — d e r i v a d a de la mitología—. Su tema obsesivo consistía en la conciliación de lo U n o y lo Múltiple; en saber cómo de la unidad de la materia única emergía la multiplicidad diversa de las cosas. Este mismo planteamiento aún delata una mitología subsistente. Pero como advierte C o r n f o r d , «lo que ha cambiado es, más bien, la actitud del
hombre hacia ella, que de ser activa y emocional, se ha hecho ahora intelectual y especulativa. Su reacción primera, emotiva, dio a luz los símbolos del mito, objetos de fe; su nuevo procedimiento de análisis crítico lo disecciona en conceptos, de los cuales deduce varios tipos de teoría sistemática» (From religión to philosophy, cit. por Thrower). A. H. A r m s t r o n g enfatiza esta sutil línea de deriva hacia lo racional: Sin embargo —escribe—, hay importantes diferencias entre mitología y filosofía milesia. Los milesios no exponen sus relatos sobre el universo como transmitidos desde la inmemorial antigüedad o como dicho por poetas inspirados, sino como sus propias conclusiones. Su primer principio no se presenta misteriosamente, como en Hesiodo, sino que existe eternamente. En lugar de la personalización de los viejos mitos, tenemos descripciones de las varias entidades del proceso cósmico en términos de sentido común, derivadas de la observación cotidiana, y el proceso mismo es concebido impersonalmente y en términos de movimientos necesarios y naturales [Introduction to Ancient Philosophy, Londres, 1965. Cit. por Thrower. Cursivas mías]. Es una actitud no-religiosa, y aunque no propiamente irreligiosa, había de abrir una vía relevante en dirección al ateísmo, en el sentido amplio que he propuesto para la definición de este término. No obstante, Tales, como nos recuerda Aristóteles, todavía creía que el alma lo penetra todo, lo que representa, en frase de Thrower, «los últimos residuos de un animismo mitológico p r i mitivo» (p. 151). El jonio A n a x i m a n d r o , que pertenece a la generación siguiente, da un paso significativo en la despersonalización del pensamiento con su hipótesis del apeiron (lo ilimitado) como principio —término introducido por primera v e z — , que consiste en la naturaleza inicialmente sin forma alguna pero de la que emergen los cielos y el m u n d o , y luego las demás cosas, que después se destruyen en un proceso necesario (ananke) sin f i n . Estos nuevos conceptos de la especulación cosmogónica empujan el pensamiento a una mayor abstracción en la contemplación de la naturaleza en cuanto cambio y conflicto permanentes, cerrando así la puerta a toda personalización del proceso cósmico. To apeiron es un concepto al que ya no se adjudica un nombre p r o p i o de persona, ni una conducta personal, porque genera espontá-
neamente la descualificación de las sustancias específicas al concebir las cosas en términos cuantitativos y extensivos — l o que implicaba efectos devastadores en la estructura mítico-religiosa saturada de animismo—. P o r añadidura, desplaza la preocupación cronológica desde el solo problema del origen (arche) hacia la cuestión del cambio y la transformación. A u n q u e A n a x i m a n d r o califica a lo ilimitado de divino, su panteísmo implícito no desvirtúa su visión radicalmente naturalista del m u n d o . G u t h r i e sintetiza así estas novedades: El «nuevo entendimiento del mundo» consistía en la sustitución de causas mitológicas por causas naturales, o sea, de la compulsión externa por el desarrollo interno. Esto, como dice Pohlenz, queda bien expresado por el uso generalizado de physis, que es algo esencialmente interno e intrínseco al mundo, el principio de su crecimiento y organización presente, identificado en esta temprana etapa con su constituyente material. El primer supuesto no es simplemente que consista en una sola sustancia material, sino que la diversidad de su orden presente no procede de la eternidad, sino que ha evolucionado a partir de algo radicalmente más simple en un particular punto del tiempo [cit. por Thrower]. Esta es la plataforma de una cosmología en la que, en rigor, no queda sitio para ningún dios, a no ser que se recurra a algún subterfugio que permita personalizar la Naturaleza, como sigue sucediendo hoy día. El atomismo sería la culminación coherente del enfoque materialista de milesios y jonios, continuado por Anaxímenes, Anaxágoras y Empédocles. El nous o razón que propone Anaxágoras en una dirección panteísta, o la explicación que Empédocles esboza, en términos cuantitativos, de todas las diferencias cualitativas como meras yuxtaposiciones mecánicas de partículas materiales, representan nuevos estímulos para avanzar hacia un atomismo materialista ya radicalmente incompatible con la vieja mentalidad mítico-religiosa. En todos ellos, expresa o tácitamente, «su contribución al desarrollo de la increencia — c o n cluye T h r o w e r — reside en su postulado de la eternidad de la materia» (p. 156). L e u c i p p o de M i l e t o , cuya obra sólo se conserva fundida i n distintamente en el llamado corpus democriteus, lleva a su plenit u d la concepción mecánico-materialista de la realidad que caracte-
riza la filosofía atomista perfilada y matizada por Demócrito de A b d e r a , E p i c u r o y L u c r e c i o . Según esta filosofía, el ser ni comienza ni termina. Simplemente es, existe. Es cuantitativamente infinito en número y está constituido p o r partículas materiales indivisibles (atoma) e invisibles que se mueven incesantemente en el espacio vacío. Las cosas son agregados de partículas en función de su peso. Así, los cuerpos que percibimos son resultado de colisiones debidas al azar — q u e se somete, en definitiva, a una ley general de necesidad—. El alma, como el mundo, es un compuesto de átomos sumamente finos y sutiles. La sensación, la percepción y el pensamiento son movimientos de átomos entre sujeto y objeto — u n a explicación estrictamente fenomenalista—. Las almas se extienden por todos los cuerpos vivos, si bien la mente se considera que es una concentración de átomos en el pecho. La muerte es la huida de los átomos que forman el alma — u n a huida gradual más que instantánea—. Esta concepción del mundo desaloja toda posibilidad de entidades sobrenaturales o divinas, y excluye su interpretación dualista. Sin embargo, Demócrito, y luego E p i c u r o , conceden cierta atención a la creencia en dioses, que serían como imágenes sensibles que llegan hasta los seres humanos, de ahí que éstos suponen que existen, «aunque — c o m o escribió Sexto Empírico mucho más tarde refiriéndose a la teoría de D e m ó c r i t o — no existe ningún D i o s perdurable aparte de [las imágenes]». C o n evidente incongruencia — c o m o luego le ocurre a E p i c u r o — , Demócrito, según otra información de Sexto Empírico, pensaba que estas imágenes (eidola) no son meras apariencias sin vida con las que los hombres hubieran construido una falsa creencia en seres con suficiente poder para beneficiar o dañar a la humanidad, pues los atomistas no admitían la existencia de experiencias puramente alucinatorias. Si bien no admite que los fenómenos que inspiran terror sean causados sobrenaturalmente, ni que los dioses sean inmortales —pues, como todas las combinaciones atómicas, se disolverán—, Demócrito no solamente reconoce la existencia de dioses, sino que también les otorga — a l menos a sus apariencias— una función en la vida moral de los seres humanos, como, por ejemplo, la revelación del futuro, la acción benefactora, etc. En consecuencia, legitima las plegarias. Concedió, así, más que Anaxímenes, que aunque admitía la exis-
tencia de dioses, los consideraba entes sin poder alguno. ¿Era la huella de las tradiciones animistas que se resistían a desaparecer?, o ¿era temor a la censura social?... Fragmentos que aún se conservan de su obra, hacen pensar que Demócrito no creía en la eficacia de las plegarias a los dioses.
5.3. El siglo V, conocido como el de la Ilustración clásica, consolida la doble vertiente materialista e idealista de la especulación griega, y perfila los fundamentos teóricos de las escuelas filosóficas mayores, cuya influencia fue decisiva para la configuración de la mente occidental. T h r o w e r no vacila al identificar a Sócrates y Platón como filósofos religiosos — a pesar de su crítica de la religión popular de su t i e m p o — y a los sofistas como doctrinarios increyentes directamente interesados en el factor subjetivo del conocimiento, que someten la religión, la moral y la sociedad a una crítica extrema en cuanto productos de la costumbre y la tradición. A. H. A r m s t r o n g caracteriza su actitud como «un agnosticismo humanista». Ya hemos hablado algo de Protagoras anteriormente. Su célebre lema —abreviadamente, «el hombre es la medida de todas las c o s a s » — puede interpretarse como referido a cada i n d i v i d u o como tal, en cuyo caso genera un relativismo radical en cuanto a lo que sea verdadero en general, o como no aplicable al ámbito de la ética, sino solamente a la percepción sensorial — c o m o parece que hace Platón en su diálogo Teeteto, en el contexto del diálogo Protagoras—. La interpretación de T h r o w e r me parece correcta: una interpretación estricta de la declaración de Protagoras de que el hombre es la medida de todas las cosas, implicaría que los valores éticos y las opiniones religiosas no quedaban exentos de las fantasías del juicio individual. E n el Teeteto, tal relatividad sólo se aplica al juicio colectivo de diferentes naciones o Estados, y ciertamente no hay ninguna buena razón por la que Protagoras no pudiera mantener igualmente, y a la vez, la absoluta relatividad de la percepción sensorial y una relatividad modificada respecto al juicio ético. Esta es, en mi opinión, su verdadera posición. La posición que se manifiesta en el Teeteto aparece de la manera siguiente. Protagoras es allí presentado como sosteniendo que «cualesquiera prácticas que parecen justas y laudables en algún Estado
en particular, lo son así para ese Estado mientras éste se atenga a ellas», y que el hombre prudente debe procurar sustituir prácticas insanas [moralmente], por prácticas saludables —lo que no equivale a decir que una opinión ética es verdadera y la otra falsa, sino sólo que una es más saludable que la otra en términos de utilidad. «De este modo» se describe a Protágoras como arguyendo que «es verdad que algunos hombres son más prudentes que otros, y que ninguno piensa erróneamente». Platón también pinta al Sofista, en el Protágoras, como sosteniendo que el aidós [sentido de la vergüenza] y la diké [sentido de la justicia] les han sido otorgados a todos los hombres por los dioses, «porque las ciudades no podrían existir si, como en el caso de otras artes, solamente unos pocos hombres participasen de ellos». Estimo que con esto Protágoras quiere decir que la Ley se funda en ciertas tendencias innatas en los hombres, pero que las variaciones individuales que se encuentran en diferentes Estados son relativas, y que la ley en un Estado, sin ser más verdadera, es tal vez más saludable en el sentido de ser más apropiada [p. 164]. Lo que no significa que Protágoras rebajara el valor de la tradición y de la educación moral — l a paideia practicada en cada polis—, sino que admite que toda ley es reformable por razones de utilidad pública, pues ninguna es más verdadera que otra. En definitiva, su actitud, aunque epistemológicamente es relativista, socialmente es más bien conformista, como lo fueron quienes hacían compatibles prédicas sublimes con la indiferencia práctica ante la injusticia y la desigualdad —estoicos, epicúreos y compañía—. No yerra T h r o w e r al afirmar que «la posición mantenida por Protágoras en el diálogo de Platón de este nombre, lejos de conducir a la revolución, lleva, al contrario, al archiconservadurismo». Esta pasividad cívica no impedía el paulatino alejamiento de la convivencia social respecto de los fundamentos ideológicos derivados de las tradiciones mítico-religiosas ancestrales, que mantenían su inercia en la práctica colectiva aunque resultasen progresivamente socavados por la crítica racional. Las clases dominantes apenas se sentían afectadas en su sistema de dominación, aunque no vieran con buenos ojos la intención disolvente de la erística de los sofistas. Precisamente, el antidogmatismo de las religiones en el helenismo, añadido a la fluidez de sus simbolismos rituales, hacían superflua una actitud irreligiosa militante
como factor indispensable para la crítica intelectual y el i n c o n formismo ideológico. Esta indispensabilidad sólo se hace patente a partir del momento en que el cristianismo —religión ferozmente dogmática por origen y vocación— va impregnando sectores cada vez más extensos de la estructura social g r e c o r r o m a n a como resultado de un ímpetu proselitista históricamente desconocido hasta entonces, que acabó subyugando a las clases rectoras y al p r o p i o Estado romano. Entonces, y sólo desde entonces, el fanatismo religioso y la intolerancia teológica obligan al i n d i v i duo a definirse públicamente en el ámbito de las creencias y convicciones, lo que, por regla general, no sucedió antes en la A n t i güedad clásica. En ésta, cualquier actitud agnóstica o atea era compatible con la presencia de las religiones cívicas y los cultos mistéricos, y todas encontraban protección legal en la tolerante koinonía convivencial de griegos y romanos. El talante griego raramente era intolerante en las creencias, aunque soliera ser pugnaz en la defensa de ideas u opiniones. En el fragmento que cita N i l s s o n , correspondiente al escrito En lo concerniente a los dioses, de Protágoras, puede constatarse este ánimo de tolerancia referida, en p r i m e r lugar, a sí m i s m o : de «muchas cosas», dice Protágoras, «no puedo estar seguro», porque «la oscuridad del asunto» y la «brevedad de la vida» d i f i c u l tan el «conocimiento» de ciertos temas. A u n q u e lo más verosímil, ante su actitud filosófica, es que no creyese en la existencia de los dioses, Protágoras, en ese diálogo, antepone la cautela del agnóstico. Otros, por el contrario, se definían. Su coetáneo Pródico de Ceos parece que, según Platón, rechazaba abiertamente a los dioses y que pensaba que esta creencia surgió por razones de necesidad y conveniencia en la vida cotidiana: el pan se transformó en Démeter, el vino en Diónisos, el agua en Poseidón, etc. Aplicó esta teoría al culto egipcio del río N i l o ; y le añadió una concepción evolucionista de la religión al suponer que a medida que se fueron inventando nuevas artes utilitarias —agricultura, metalurgia, etc.— se divinizaba a sus supuestos inventores. Según Pródico, todo ello hacía superfluas las plegarias a los dioses. En un diálogo seudoplatónico, se le atribuye la opinión de que la muerte es deseable para escapar a las miserias de la vida. E l miedo a la muerte es irracional —sugiere anticipándose a E p i c u r o — , pues
no puede afectar ni al viviente ni al difunto. Numerosos pensadores compartían la interpretación naturalista de la religión, pues la mentalidad mítico-religiosa había entrado en honda crisis. En su drama perdido Sísifo, Critias sostuvo que los dioses se inventaron para contener la quiebra de las leyes, favorecido p o r opiniones como la de Trasímaco al preferir la justicia natural a la ley en cuanto voluntad del más fuerte. Critias ampliaba su tesis al estimar que los dioses fueron inventados para desempeñar el papel de testigos ocultos de los actos hechos en privado por los humanos, y proveer así de una coerción interna favorable al mantenimiento de la moralidad pública, opinión que compartían Antifón y muchos otros, y que Napoleón Bonaparte expresó con otras palabras al comparar al freno de la religión con un policía dentro de la cabeza. Sexto Empírico, en su ensayo Contra los fisicistas, recuerda que Critias concluía que «así, algún hombre persuadió por p r i mera vez a los H o m b r e s de que conociesen que existía una raza de Dioses». «Ésta —escribe T h r o w e r — es nuestra primera formulación conocida de la teoría — d e s a r r o l l a d a p o r P o l i b i o en Roma y revivida en Alemania durante el siglo X V I I I — de que la religión fue una invención política para asegurar la buena conducta. También representa, por supuesto, el reverso de la creciente crítica de la inmoralidad de los dioses» (p. 168). E n el L i b r o X de Las Leyes, Platón examina las diversas formas de impiedad y las leyes que deben reprimirla. Las tres causas de la impiedad son, según Platón, la increencia en la existencia de los dioses, la creencia en dioses indiferentes a los asuntos humanos, y la creencia de que puede comprarse a los dioses con ofrendas (906-907). La requisitoria contra estas tres formas de impiedad consiste en demostrar la existencia de los dioses, su providencia, y la total i m p o s i b i l i d a d de que se dejen sobornar en detrimento de la justicia. Platón, seguidamente, indica cuáles deben ser las leyes que han de castigar estas categorías de culpables, pero distingue dos tipos de impíos, que no deben ser castigados con la misma severidad: a) quienes siendo igualmente incrédulos en cuanto a la existencia de los dioses —es decir, ateos—, «unen a su incred u l i d a d un carácter connaturalmente justo» que les hace odiar a los malvados; b) quienes a «la convicción de que todo está vacío de dioses» unen «la incontinencia respecto de los placeres y las
penas». A u n q u e «la enfermedad del ateísmo es común a las dos especies», sus consecuencias no son las mismas, pues «en perjuicio del resto de los hombres, la enfermedad del uno producirá menores efectos», mientras que «la del otro los producirá más considerables». El primero, como «toma los otros a risa, se corre el riesgo de convertirlos en semejantes a él, mientras no haya recibido el castigo que merece». El segundo, que tiene las mismas creencias que el primero, «está lleno de engaños y tretas» (908). Y Platón concluye así: de estas formas, con seguridad, han debido de producirse un gran número, pero para dos de entre ellas vale la pena que se establezcan leyes al respecto: la forma hipócrita constituye una falta que merece no una sola muerte, ¡ni siquiera dos!, en tanto que la otra necesita que a la amonestación se le añada el encarcelamiento. ¡Muerte al segundo tipo, y cárcel al primero!... Pero Platón admite expresamente que en el primer tipo no hay, «sin embargo, perversidad de sus sentimientos o de su moralidad» (909). ( C i t o p o r la trad., de L. R o b i n , en Oeuvres Completes, París, 1950, v o l . II.) T h r o w e r celebra que Platón niegue que el ateísmo conduzca necesariamente a la inmoralidad, y llega incluso a definir esta actitud como «un humanismo ético». En efecto, Platón no ha incurrido en el dislate de la Iglesia y sus huestes al identificar el ateísmo con la indecencia y la inmoralidad. Sin embargo, el extremo espiritualismo religioso de Platón, rompiendo la tolerancia característica de la paideia griega, anticipa teóricamente la ferocidad totalitaria que la historia reservó para la humanidad supuestamente civilizada en muchos momentos del M e d i o e v o y del m u n d o moderno. Es en el siglo V —escribe Thrower— cuando la crítica de la religión alcanza su madurez. Los filósofos presocráticos, aunque reteniendo su creencia en la divinidad de la naturaleza, habían proclamado concepciones de la religión muy alejadas de las tradicionales creencias de su tiempo. En esto, pueden ser comparados con los pensadores de la época tardía de los Vedas y de los Upanishads en la India, a quienes se asemejaban en tantos aspectos. A medida que crece, la ilustración se manifiesta en Grecia, como lo hizo en Europa después del Renacimiento,
bajo dos aspectos principales [...]. De una parte, hay la resolución de creer solamente lo que es razonable, asumiendo «lo que es razonable» una faz progresivamente positivista y asimilándose a lo que está de acuerdo con las opiniones científicas más avanzadas. De otra parte, hay una creciente preocupación por la moralidad, en la cual la moralidad se hace cada vez más utilitaria, interesada en la mejora de la vida humana en el aquí y ahora. Esto se empareja frecuentemente con el reconocimiento del hecho de que una ética deontológica, arropada por sanciones sobrenaturales, ha conducido en el pasado a la intolerancia y la crueldad [p. 170]. G u t h r i e ha subrayado que el ataque a la religión se vinculó íntimamente, en el siglo V, a la antítesis nomos-physis (ley-naturaleza). Platón se lamenta, en Las leyes, de que haya gentes que piensan que «los dioses son artificios humanos, que no existen en la naturaleza sino sólo en las costumbres y en la ley». C a d a uno a su m o d o , Aristófanes, Eurípides y Plutarco subordinan los dioses a las categorías de tiempo y necesidad. Un decreto de Diopeithes censura el ateísmo y la especulación cósmica, y Plutarco informa ampliamente sobre los juicios por impiedad —a los que ya me he referido—, al mismo tiempo que Platón derrochaba energía para c o m b a t i r las implicaciones religiosas del pensamiento crítico. Eurípides ponía en boca de Bellerofón la convicción de que creer en los dioses es tan estúpido como creer en los cuentos de viejas comadres. Esquilo, refiriéndose a Prometeo, afirma que «es mejor estar encadenado a la roca que estar encadenado al servicio de Zeus». Aristófanes, en Las nubes, presenta una de las más crudas mofas de la mitología religiosa. En contraste, Platón ataca con encono, en el Fedón, a los filósofos de la naturaleza, en quienes él mismo buscaba, en sus años juveniles, «aquella sabiduría que ellos llamaban historia de la naturaleza», que entonces le parecía sublime pero que ahora le resulta mísero materialismo. La realidad del alma inmortal es el lugar del saber, y el cuerpo es un carcelero. Pero la explicación de la naturaleza de esos vituperados filósofos es la única austera y coherente, porque rechaza los mitos y se funda en la observación y la razón, tal como las practicaba la escuela hipocrática para conocer la causalidad natural de las enfermedades, incluida la supuesta «enfermedad sagrada». El
consenso social, no obstante, imponía la idea de que todas las dolencias son a la vez divinas y humanas. La historiografía contribuye también a la explicación racionalista de todo lo que sucede. Su mayor exponente, Tucídides, excluye de sus relatos toda referencia a la intervención de voluntades sobrenaturales. C o m o advirtió A. B. Drachmann, el gran maestro del análisis histórico «no sólo ignoraba sin excepción los presagios y adivinaciones —salvo en tanto en cuanto jugaban un papel como factores puramente psicológicos—, sino que omitía completamente una referencia a dioses [...]. Tal procedimiento no tenía precedentes en su época». Mientras que la filosofía rabiosamente idealista de Platón fue netamente religiosa, el hylemorfismo de Aristóteles es ambiguo, aunque arrastra todavía bastante lastre platonizante. Pero — c o i n cido con T h r o w e r — parece claro que su racionalismo empirista —bastante penetrado de b i o l o g i s m o — fue globalmente adveno a la religión. Lo reconoció el gran medievalista D a v i d K n o w l e s : Aristóteles fue «un filósofo que veía la v i d a humana desde un punto de vista mundanal puramente naturalista». D i o s como estricto acto puro y causa incausada, que sólo se piensa a sí mismo, sin contacto con el m u n d o excepto en el único instante de ponerlo en movimiento, postula una cosmovisión abiertamente arreligiosa de la realidad natural y humana.
5.4. La época helenística o alejandrina presenció el desarraigo ideológico de la polis y la reconstrucción de filosofías centradas en la prioridad del individuo sobre las tradiciones comunitarias de carácter mítico-religioso. Escépticos, cínicos, estoicos y epicúreos ofrecen diversos materiales para taponar las brechas irreparables de las dos filosofías dominantes: platonismo y aristotelismo. El estoicismo se orientó hacia una cosmovisión declaradamente panteísta, y representó la voluntad de ofrecer una legitimación del poder social y político, si bien lo intentó desde ángulos ideológicos cambiantes en función de la situación real de cada período: como evasión, como colaboración, como resignación. Remito a los lectores interesados a mi libro Ideología e historia. El fenómeno estoico en la sociedad antigua ( M a d r i d , 4. e d i c , 1995), donde analizo el fascinante espectáculo intelectual de una escuela de a
pensamiento que, mediante sutiles desplazamientos teóricos, logra ajustarse a las necesidades de legitimación ideológica del sistema de dominación en cada momento, pero sin alterar esencialmente los fundamentos filosóficos básicos. El escepticismo, en su amplia gama, relega la disputa religiosa a un lugar más bien marginal, pues su fenomenalismo desaloja toda pretensión de fundamentar epistemológicamente la religión (véase esp., para el escepticismo grecorromano, R. J. H a n k i n s o n , The sceptics, L o n d o n , 1995). El cínico es un ateo explícito o inconfesado que suele exhibir — p o r razones teóricas o prácticas— una actitud agnóstica pero pugnaz en contra de las convenciones sociales; es decir, el cinismo representó un acratismo ideológico sin proyección política y de vocación marginal, impermeable a las pretensiones de la religión. El epicureismo culmina, por su radicalismo y coherencia, el proceso de descalificación teórica y práctica de la religión como supuesta verdad del m u n d o y como camino hacia la felicidad. A u n q u e puede afirmarse sin hipérbole que el estoicismo representó la ideología básica de la pax romana durante cuatro o cinco siglos, también puede afirmarse que la segunda mitad del siglo IV a.C. en la sociedad helenística estuvo dominada, al menos en importantes élites ilustradas, p o r la figura de E p i c u r o en cuanto gran adversario intelectual de la última gran ideología pagana del orden establecido —es decir, del estoicismo en cuanto filosofía hondamente saturada de religiosidad—. El epicureismo constituye un gran esfuerzo de repensar todas las grandes cuestiones del debate filosófico, desde la física hasta la ética y la religión. Pero su polo magnético, y hacia él se orientaron todas sus singladuras, fue siempre la teoría del buen vivir, en la plena y rica significación de esta empresa. ¿En qué consiste la vida buena, no simplemente la buena vida?... E p i c u r o responde escuetamente: consiste en la ataraxia (paz de la mente, calma, sosiego). El naturalismo epicúreo prosigue en la línea especulativa del atomismo democríteo en física y, con sustanciales m o d i f i caciones, del hedonismo de la Ilustración en ética. T h r o w e r expresa elocuentemente la línea de marcha: Creyendo [Epicuro], como lo hizo, que lo que más milita contra la tranquilidad eran las supersticiones y creencias de la religión —temor a los
dioses y a lo que podrían esperar los hombres después de la muerte—, encontró en el atomismo de Demócrito justamente la filosofía apta para excluir tales fuerzas turbadoras. [En efecto], al abrazar la filosofía de Demócrito —aunque modificándolo en ciertos aspectos importantes—, Epicuro creía que un hombre sabio obtendría paz y confianza en sí mismo de la descripción del mundo avanzada por esta filosofía [pp. 181-182]. La conjunción de naturalismo y eticismo constituirá, en definitiva, el núcleo duro de todo humanismo ateo. Tomando en su literalidad algunos de sus textos, no podría afirmarse que E p i c u ro fuese ateo, pues decía que creía en la existencia de dioses y recomendaba una recta religión; pero esos dioses se despreocupaban totalmente de los asuntos humanos —¡tesis que encolerizaba a Plat ó n ! — . Criticaba la filosofía naturalista de los atomistas en su obsesión fisicista y en su incapacidad para emancipar a los hombres del miedo a los dioses, a la muerte, y al control del m u n d o por la necesidad (ananke). P o r f i r i o atribuye a E p i c u r o la opinión de que «es vana la palabra del filósofo que no cura ningún sufrimiento del hombre». Según Thrower, en el cuádruple remedio de Epicuro para los males de la humanidad se da lugar preferente al hecho de no temer a los dioses, por delante del no temer a la muerte y de la aserción de que es fácil poseer el bien y soportar lo desagradable. La razón para no temer a los dioses es muy simple, pues los dioses no se ocupan para nada de los negocios de los hombres. No mostrando ni disgusto ni favor, los dioses ni castigan ni premian las acciones de los hombres. Si los dioses fueran molestados por la conducta humana, no disfrutarían del reposo imperturbable [p. 183]. Su crítica a los atomistas por su indiferencia ante los problemas de la ética no le impedía deducir la conclusión de que los dioses, aun cuando mortales p o r naturaleza, no se subordinan a los últimos elementos constitutivos del m u n d o — á t o m o s y vacío—. El atomismo epicúreo suprime toda p o s i b i l i d a d racional de que los dioses hayan creado el cosmos, lo cual resulta corroborrado por las deficiencias y calamidades del mismo. P o r ello, E p i c u r o no admite ni la teleología, ni la divina providencia, sino sólo la azarosa combinación de átomos, que nada sabe de retribuciones celestes de hechos humanos. Según el testimonio de Dio-
genes Laercio, E p i c u r o excluía toda acción divina en la operación de las esferas celestes. La irreligiosidad de E p i c u r o es equívoca en su rechazo de las plegarias a los dioses. F i l o d e m o ha preservado u n texto del filósofo que dice que «todo hombre sabio tiene opiniones sagradas y puras sobre lo divino, y ha entendido que esta naturaleza es grande y sagrada». En todo caso, el reconocimiento de dioses, aun en la definición degradada y recortada con que E p i c u r o los presenta, introduce ambigüedad e incoherencia en las pautas desmitificadoras del epicureismo. ¿No sería más racional y verosímil negar la existencia de dioses, si su intención era la de exonerarnos radicalmente de todo temor a su presencia?... ¿Es sincero E p i c u r o , o pagó un tributo vergonzante a la presión del consenso social de la tradición?... ¿Fue víctima, también él, de la inercia de los estereotipos mentales enraizados en el sistema helénico de valores? Puede ponerse en duda su sinceridad más que su coherencia i n telectual, pero ante ciertas declaraciones del filósofo sólo cabe la perplejidad. Recomendaba la veneración de los dioses y la fidelidad a los cultos cívicos. Según F i l o d e m o , en su tratado De la santidad, él [Epicuro] llama a la vida de la divinidad infinitamente grata y dichosa, y estima que es preciso alejar toda impureza de esa noción que se tiene de lo divino, tomando conciencia de las disposiciones de tal género de vida (= el de los dioses), de manera que adaptemos todo cuanto nos acontece al modo de ser que a la divina felicidad conviene. Por tales medios, piensa Epicuro, la santidad se cumple cabalmente, a la vez que solícitamente se guardan las tradiciones comunes. En cambio, ¡a qué impiedad insuperable se lanzan aquellos a quienes se dice «sujetos al terror religioso»! Pues no es impío el que deja a salvo la inmortalidad y la suprema beatitud del dios, con todos los privilegios que a ellas atribuimos; al contrario, es piadoso el que, acerca de la divinidad, sostiene una y otra opinión (= que la divinidad es inmortal y feliz). [Y otro fragmento de Filodemo nos transmite esta otra muestra de sapiencia religiosa]: El sabio dirige plegarias a los dioses, admira su naturaleza y condición, se esfuerza por aproximársele, aspira, por así decirlo, a tocarla, a vivir con ella, y llama a los sabios amigos de los dioses, y a los dioses, amigos de los sabios [Cit. por A. J. Festugiére, Epicure et ses dieux, París, 1946. Trad., Buenos Aires, 1960, pp. 37 y 39].
Sin embargo, N. W. de W i t t advierte que «en ninguna parte, en los escritos que existen de él, E p i c u r o llama inmortales a los dioses» (p. 267 de ob. cit. en p. 226). Ante estos textos, Festugiére se pregunta: ¿«Cabe esperar que, después de eso, aceptara la nueva religión imaginada por los doctos, sus adversarios de la escuela de Platón y de Aristóteles?». Sin duda, E p i c u r o rechazaba los dioses astrales (Epístolas a Heródoto, y a Pítocles), pero creía en los dioses tradicionales, despojados del ropaje mítico y de las hipotecas de la superstición popular. Creía al m o d o de Platón. «Ambos ponen el término del acto religioso en la contemplación de la belleza [...]. Para ellos, como para todos los griegos, el ser divino, cualquiera que sea su esencia, es un ser perfectamente bello, que lleva una vida armoniosa y serena» (Festugiére, p. 38). ¿Era éste el fondo de su pensamiento?... L o s textos de E p i c u r o que he transcrito de los testimonia conservados, sólo apuntan sumariamente a los nudos problemáticos del pensamiento de E p i c u r o sobre la religión. En su obra Epicurus. An introduction (Cambridge, 1972), J. M. Rist concluye con estas palabras su juicio sobre la «recta religión» de E p i c u r o : Cuando leemos el poema de Lucrecio, podemos ser extraviados al suponer que el pensamiento epicúreo sobre los dioses es casi enteramente negativo. Es verdad [...] que hay secciones de su obra en las que Lucrecio habla de la vida bienaventurada de los dioses en los intermundia, pero con mayor frecuencia nos enteramos de los males y las tragedias que las falsas creencias pueden producir y de los cuales puede librarnos la luminosa filosofía de Epicuro. Tal vez esto es porque, como a menudo se ha sostenido, el poema está incompleto, y un último libro, si hubiera sido escrito, habría corregido la falsa impresión. Sea lo que ello fuere, nuestra otra evidencia sobre el Epicureismo, en particular la de Cicerón, Filodemo y el mismo Epicuro, da un cuadro más completo. Para un epicúreo es un hecho importante que hay dioses, y la piedad, sobre la cual se escribieron tratados por Epicuro mismo y por Filodemo, es una importante virtud. Es también un hecho importante que los dioses gozan de perpetua felicidad y proveen a la humanidad de un modelo de felicidad perpetua. Para el hombre bueno, creencias verdaderas acerca de los dioses son tan valiosas como son dañinas las creencias falsas para el malo y tonto. Hay que enfatizar este punto. Los escritos de Filodemo [...] contienen mucha evidencia respecto de los dioses; uno podría imaginarse
que esta información ha exagerado la importancia de los dioses para el propio Epicuro. Hemos intentado argüir que aunque no hay que temer a los dioses, y aunque la profecía es un ejercicio estéril, sin embargo, creencias correctas e incluso prácticas religiosas apropiadamente motivadas ayudan a la vez nuestro disfrute de los placeres presentes y a fortalecer nuestras esperanzas de que tal felicidad continuará [p. 163]. Un excelente y bien documentado estudio — p o r el análisis de las fuentes y el exhaustivo conocimiento de la literatura crítica hasta la fecha—, bajo el título Epicuro ( M a d r i d , 1981), de Carlos García G u a l , se mueve en una línea hermenéutica similar respecto de la religión de E p i c u r o : [...] como ha sucedido otras veces, es una nueva religiosidad lo que los adversarios confunden con una falta de fe. Hoy ya nadie toma en serio esa burda tesis de la irreligiosidad o del ateísmo de Epicuro. Hay unos cuantos estudios que nos han ayudado a delimitar la postura religiosa y la especulación teológica de Epicuro y de su escuela, precisando y aquilatando los testimonios de que disponemos. Se trata, por lo demás, de una postura compleja, que hace frente a dos posiciones diversas: a la piedad popular tradicional, aliada de mitos y supersticiones, y a las teorías religiosas de otras sectas filosóficas, con su religión astral, como la apoyada por el platonismo [p. 166]. Sin embargo, ningún ahondamiento filológico será capaz de reducir la evidente fractura teórica entre el materialismo atomista de E p i c u r o y su apertura sapiencial hacia los dioses — p o r mucho que los descargue del mito y la superstición—. El mismo García G u a l nos sitúa concisamente sobre la pista de la incongruencia: Epicuro niega la providencia, porque encuentra improcedente que la divinidad eterna y feliz, que ni por agradecimientos ni por cóleras se conmueve, esté perturbada y ocupada con el manejo de un mundo que por sí mismo funciona. La mecánica de los átomos explica el universo natural. No hay teleología en el cosmos. Tampoco hay teodicea en un mundo no hecho para el hombre, en una naturaleza hostil y cargada de defectos, si se mide por ese criterio de la existencia humana. Pero no niega la existencia de la divinidad, de los dioses, serenos e inmortales, ejemplos de felicidad inalterable, y por esa misma ejemplaridad benefactores de los sabios, que son, en su condición mortal, afines a ellos [pp. 167-168].
Tras habernos persuadido de la inanidad operativa de los dioses, que en una línea claramente agnóstica los convierte en dioses ociosos, el aditamento teológico desvirtúa el fuerte torso materialista del pensamiento de Epicuro y lo contamina de elementos espiritualistas sobreañadidos que lo hacen retroceder a una cosmovisión mítico-religiosa nutrida de inconsecuencias. La física y la ética, que constituyen los ejes principales del pensamiento de E p i c u r o , se articulan con originalidad, sin que por ello dejen de ofrecer algunas tesis problemáticas. En cualquier caso, el f i n d e l ser humano, su telos, es la vida placentera y feliz, en lo cual no se aparta del eudemonismo aristotélico. La ataraxia es un estado anímico unitario e integrador. El alma es una combinación de átomos indestructibles que se m u e v e n continuamente a la misma velocidad (Carta a Heródoto, 43-44). Pero el hecho de que los átomos choquen y encuentren resistencia i m p i de que se desplacen paralela y verticalmente, y permite que se engarcen en complicadas tramas. Este fenómeno de desviación (parénklisis), es el que L u c r e c i o celebra como un gran avance sobre Demócrito —bautizándolo con el término de clinamen—. La desviación o declinación de los átomos hace posible la espontaneidad interna que garantiza la libertad del individuo, el cual, «como los átomos, escapa así al rígido determinismo natural que amenaza, tanto en el sistema de Demócrito como en el de los estoicos, su actuación y su decisión» (García G u a l , o b . cit., p. 112). Alma y cuerpo son materiales, mortales e indisociables: «Hemos nacido una vez —nos dice E p i c u r o — , y no podemos nacer dos veces, sino que, para todos, la eternidad ya no debe existir» (Sentencias Vaticanas, 14). La Naturaleza es el criterio del bien para el h o m b r e . A h o r a b i e n , si la naturaleza es no-teleológica, está vacía de finalidad, resulta problemática la afirmación de que la naturaleza humana es libre y finalista. Late en E p i c u r o —y en algunos de sus exégetas actuales— una cierta confusión entre necesidad y teleología, siendo propiamente nociones distintas. Puede haber —y de hecho h a y — necesidad sin o con teleología. Su confusión, incluso su identificación, puede obedecer a una interpretación errónea de la noción de azar. Remito al lector a lo que he apuntado en la sección 2.4. E p i c u r o declara que «la N a turaleza no ha de ser coaccionada», (ibid., p. 21), tesis bastante
retórica, salvo que se circunscriba a la naturaleza humana como una excepción a los procesos materiales. Pero tampoco así se eliminarían las ambigüedades conceptuales. T h r o w e r se esfuerza p o r resolver la tensión entre una naturaleza sin finalidad y una naturaleza humana que persigue fines. « L a posición de E p i c u r o , pues — e s c r i b e — , es que esa N a t u r a l e z a no alberga propósito, pero produce una criatura de propósitos que, debido a su razón, puede concebir para sí un fin» (p. 188). El f i n connatural a la vida humana es el placer, que está inscrito en los sentidos, y la huida del dolor y la enfermedad: «la naturaleza humana es v u l nerable al mal, no al bien, porque está preservada por placeres, destruida por dolores» (Sentencias Vaticanas, 37). La felicidad es bienestar, es decir, un estado físico y psicológico. Mientras el estoico sólo busca la apatheia —liberación de las pasiones, una especie de muerte i n s t i n t u a l — , el epicúreo aspira a la ataraxia — c a l m a y fruición c o r p o r a l — . Es un humanismo materialista, un hedonismo integral. Según Diógenes Laercio, el epicúreo «estará más dispuesto a sentir que otros hombres». En los estados anímicos de la felicidad, lo corporal y lo mental son indivisibles. Es la característica de lo humano frente a la meramente animal. De ahí que «la naturaleza humana no ha de ser coaccionada sino persuadida, y nosotros debemos persuadirla de que satisfaga los deseos necesarios si no van a resultar dañinos, pero si van a serlo, de que los destierre sin cesar» (ibid., p. 21). Ataraxia deriva etimológicamente del mar y el estado atmosférico, y significa la calma en oposición a los torbellinos y turbulencias d e l alma, cuya causa p r o f u n d a es el miedo a los dioses y a la muerte. El conocimiento — q u e se funda en las percepciones sensoriales como garantía de v e r d a d — elimina el miedo y asegura la paz interior. La felicidad no se mide por la duración en términos de tiempo. En contraste con los estoicos, dice E p i c u r o que «el tiempo i n f i nito y el tiempo finito se caracterizan por el igual placer, si se m i d e n los límites d e l placer p o r la razón» (Doctrinas Autorizadas, 19). El placer exige el sano criterio de su intensidad limitada, y el hombre razonable debe «medir los límites del p l a cer por la razón», que buscará preservar ante todo la salud sin la obsesión de la muerte, según dicta aquella bella inscripción sobre piedra que nos legó Diógenes de O e n o a n d a , ferviente epicú-
reo del siglo II: «Afrontar el crepúsculo de la vida a causa de mi edad, y al borde de despedirme de la vida con un h i m n o de victoria en razón del goce en la p l e n i t u d de todos los placeres». C o m o refiere Diógenes Laercio, «ya que el verdadero entendimiento del hecho de que la muerte para nosotros no es nada, hace gozosa la mortalidad de la existencia, no añadiendo tiempo infinito, sino eliminando el anhelo de inmortalidad». E p i c u r o da así la puntilla tanto al horror mortis como a la spes immortalitatis, destruyendo el hábito de la religión al suprimir los dos mecanismos que la generan y c o n los que negocian quienes v i v e n del altar. El negocio de la salvación con el que especulan quienes alimentan vanas ilusiones — d e las que ellos mismos se a l i mentan—. En su monumental ensayo L'Aristotele perduto e la formazione filosófica di Epicuro (Florencia, 1936), Ettore Bignone advierte, sin embargo, contra la tentación de interpretar el hedonismo de E p i c u r o como continuador del hedonismo sensorial de la escuela cirenaica. La ética de Epicuro —escribe—, formada [...] a través de la polémica con las teorías de la Academia del primer Aristóteles, debía transformar el hedonismo antiguo en una doctrina de severa ascesis espiritual, aunque en la búsqueda del placer, que viene así tomando en ella un carácter bien diverso del hedonismo cirenaíco. De donde resulta que esta doctrina, a la que se reprochó mayormente que concedía demasiado al placer, sea la más severa respecto del goce, en cierto modo, de todos los sistemas de la Antigüedad, exceptuados la ética de Speusippo, el cinismo y la filosofía estoica. Mientras la moral de Aristóteles en la Ética N¿chomaquea es la codificación de la antigua vida helénica, rica de goces sociables y de pura especulación, consciente de las necesidades de la vida afectiva y animosa, solamente moderada por un íntimo consejo de medida y de orden, la ética de Epicuro es severa, retirada del hervor del mundo donde la vida late con un pulso firme e impetuoso; más bien que proclive, al contrario temerosa de entregarse a goces no escrutados y medidos primeramente con desconfianza en sus efectos lejanos (vol. II, pp. 219-228). Las tradiciones religiosas que desplazaron los ideales de la paideia griega —especialmente el o d i o cristiano a la sarx— con-
virtieron a E p i c u r o en una caricatura de sí mismo, sin comprender la excelencia moral de su doctrina humanista, tan alejada de la beatería religiosa como de la ética del libertino.
5.5. El escepticismo filosófico entre los griegos comportó el ataque sistemático a todas las categorías del pensamiento religioso desde una actitud reflexiva de amplio espectro pero de similares efectos devastadores. El escepticismo antiguo se centró en la impugnación de los fundamentos epistemológicos del conocimiento, pero antes de constituir una escuela de pensamiento, los escépticos se contaban ya entre los primeros críticos de la mentalidad mítico-religiosa. El jonio Jenófanes sabemos que pensaba que «nada hay dondequiera que sea excepto conjeturas», y que «no hay hombre alguno que conozca la verdad acerca de los dioses y de todas las cosas de las que hablo, ni lo habrá». Empédocles dice que incluso cuando se habla de la propia vida, «estas cosas quedan tan fuera del alcance de los hombres que no están para ser vistas por el ojo, u oídas por el oído, o comprendidas por la mente». Pero el siglo IV a.C. no sólo presenció la irrupción de una mente criticista tan demoledora como la de E p i c u r o , sino también la de un ingenio tan sagaz en su disección lógica de los saberes como Pirrón de Elis — c u y a obra sólo nos es conocida por lo que ha transmitido su discípulo Timón de Flius, lo que impide identificar el pensamiento del maestro dentro de la herencia del pirronismo—. Al parecer, Pirrón se planteó tres preguntas: «¿Qué son las cosas en sí mismas?, ¿qué actitud debemos adoptar ante ellas?, ¿cuáles son las consecuencias de esta actitud?». Sus respuestas fueron inquietantes: las cosas no difieren unas de otras, y son igualmente inciertas e indiscernibles. Nuestras sensaciones y nuestros juicios no pueden producir ni verdad ni falsedad. Ni los sentidos ni la razón son fiables. Hay que esforzarse por abstenerse de toda opinión, y de afirmar o negar. Sólo no comprometerse nos trae la paz interior, la ataraxia — e n esto quizás, E p i c u r o se inspiró en Pirrón a través de su discípulo Nausífanes—. T h r o w e r cita un texto de R a l p h Me Innerny que señala un punto que, sin conocer yo a este autor, he desarrollado en mi ensayo sobre el estoicismo:
en tiempo de increíble turbulencia política —escribe—, cuando había tal proliferación de doctrinas filosóficas representadas por escuelas beligerantes, Pirrón, que había visto la tiranía de primera mano, así como también la variedad de culturas y costumbres, y que quizás había quedado impresionado por la impasibilidad de hombres sagrados hindúes, decidió buscar la felicidad abandonando la esperanza en la filosofía, siendo considerada la una tan buena como la otra y con total indiferencia ante las vicisitudes de la vida. Descartada la falsa suposición de la ejemplaridad hindú, este juicio apunta oportunamente al trasfondo conservatista de las ideologías de la evasión o de la impasibilidad, que c o n s o l i d a n la crueldad política y social. Pirrón recomendaba ajustarse a las costumbres del tiempo y lugar. C o m o un Zenón de C i t i u m o un E p i c teto, Pirrón optaba por cultivar su propia vida interior, su jardín intelectual, evadiéndose de la confrontación. Desde un radical agnosticismo religioso, preferían respetar los hábitos religiosos de la ciudad. La llamada A c a d e m i a Platónica M e d i a desplegó una crítica aún más devastadora y militante. Su áspera crítica del estoicismo en cuanto ideología dominante —estos escépticos llamaban a los estoicos «los dogmáticos»— desplegó una impresionante panoplia argumental para todos los usos. Arcesilao. a comienzos del siglo II a . C , introdujo las doctrinas escépticas en la AcademiaPlatónica (Segunda Academia), sosteniendo que no hay criterio alguno de verdad, y por consiguiente ninguna certeza sobre nada. La mayor aspiración es conocer la probabilidad (ta euloga), o lo que es razonable. Su sucesor, Carnéades de Cyrene (c. 215-129 a . C ) , hacia el mismo tiempo, expresa abiertamente su escepticismo radical sobre la religión —aunque en sus años juveniles había admirado el D i o s estoico de Crísipo—. C o m o indica Thrower, «anticipa una discusión acerca del concepto de " D i o s " que todavía sigue muy viva en la crítica contemporánea del teísmo» (p. 197). Esta pertinencia para el debate actual se debe a las altas dosis de estoicismo que perviven en el pensamiento cristiano. No exagera Thrower al afirmar que «la teología estoica era, en muchos aspectos, similar a la teología cristiana —a la que indudablemente influenc i ó — . Esencial a ambas es una comprensión teleológica del uni-
verso fundada en la creencia en un Dios providente y benéfico. Fue esta creencia — e n su formulación estoica, por supuesto— la que Carnéades criticó» (p. 198). A juzgar p o r la información que suministran Cicerón y Sexto Empírico, comienza Carnéades exam i n a n d o las supuestas pruebas de la universalidad del teísmo, especialmente el argumentum e consensu gentium, tan caro a las religiones. Si la creencia en dioses es tan universal, ¿quién querría tomarse la molestia de argumentar en su favor? Si se discute, es porque el famoso argumento consensual es una cuestión abierta. A u n q u e existiese tal consenso — d e l que duda muchísimo—, ¿qué demostraría en cuanto tal? Sólo podría probar el hecho de que los hombres han creído en los dioses. Habría que seguir argumentando para demostrar la verdad de esa creencia, es decir, que realmente han existido y existen dioses. H o y está de moda, en el ámbito de la antropología, considerar que la religiosidad es un universal cultural antropológico — u n a especie de atributo trascendental del ser h u m a n o — . Lo cual equivale a hacer pasar por ciencia lo que sólo es charlatanería apologética teísta. Carnéades argumentaba irrefutablemente que la cuestión de D i o s no puede decidirse por plebiscito. En este sentido, resulta incongruente y chocante que los estoicos defendiesen el argumento consensual, si tienen por estúpidos a la inmensa mayoría de los humanos, y sólo exceptúan a los sophoi. Parece que Carnéades pensaba que la creencia en los dioses surgió de la deificación de fenómenos naturales causantes de terror. En cualquier caso, estimaba que la noción de cómo ha surgido esa creencia según el estoicismo no sólo es falsa sino carente de significado, pues es contradictoria e internamente inconsistente. R. D. H i c k s señala acertadamente que la crítica de Carnéades al D i o s estoico también alcanzaba a otras cláusulas del teísmo, pues «puso al descubierto las dificultades fundamentales de cualquier concepción de D i o s , sea concebido como personal o como i m personal, finito o infinito, o velado bajo alguna abstracción como lo absoluto o lo incontaminado» (Stoic and Epicurean, Londres, 1910. C i t . p o r T h r o w e r ) . De lo que nos transmiten Cicerón y Sexto Empírico puede inferirse que Carnéades sostenía que no pueden adscribirse a Dios atributos personales sin limitar su naturaleza, lo cual desmantelaba la noción de un D i o s creador, per-
sonal, providente, bueno, omnipotente e i n f i n i t o , tal como lo proponían los judíos y cristianos —más tarde también los musulmanes—. Por ejemplo —escribe Thrower—, los estoicos pretendían que Dios era un ser racional dotado con todas las excelencias. La virtud, sin embargo, es incompatible con esto, argüía Carnéades, pues la virtud presupone que se ha vencido la imperfección. Para ser valeroso, uno tiene que haber sido resistido. ¿Cómo puede entonces Dios, tal como es definido por los estoicos, exhibir virtud?, ¿cómo puede un ser que se pretende que es omnipotente, enfrentarse con el peligro, y Uno que no sufre pasiones, resistir al placer?, ¿carece entonces Dios de las virtudes de la fortaleza y la templanza? Si carece de ellas, entonces no puede ser descrito como todovirtuoso. De modo similar, Carnéades atacó las nociones de infinitud y de racionalidad. El ataque a la noción estoica de la Divina Providencia también puede construirse como un ataque al argumento del plan, conocido como el argumento teleológico; y en los argumentos que dirige contra éste anticipa en gran medida los argumentos que David Hume [...] presentó contra el argumento del plan en sus Diálogos sobre la religión natural. Carnéades consideró como inconcluyentes las pruebas aducidas a favor de la existencia de un designio en el mundo. También apunta a aquellos rasgos del mundo que parecen oponerse a la idea de ser el producto de una Mente planificadora —serpientes venenosas, agentes destructores en la tierra y en los mares, enfermedades, etc—. Los estoicos decían que el mayor don de Dios al hombre era su razón. Pero ¿por qué, pregunta Carnéades, si Dios es providencial, ha sido distribuido este don tan desigualmente? ¿Es Dios culpable de parcialidad en su trato con los hombres? [p. 198], La técnica favorita de la argumentación de Carnéades es la f i gura lógica llamada sorites — d e soros, un montón—, consistente en mostrar la dificultad que entraña indicar características diferenciales precisas. A p l i c a d a a la crítica de la religión, esta técnica evidencia la imposibilidad de trazar una divisoria firme entre lo que se considera que es divino y lo que no. En De natura deorum, Cicerón ofrece este ejemplo: «Si D i o s existe, ¿son dioses las n i n fas? Si lo son, ¿son también dioses los panes y los sátiros? C o n toda seguridad, no. Sin embargo, tienen templos públicos dedicados y consagrados a ellos. Así, tal vez otros seres a los que se les han dedicado templos pueden no ser tampoco dioses».
Si un oponente —señala Thrower— declina aceptar algún eslabón de la cadena, entonces el escéptico pregunta qué hay, digamos, en las Ninfas que las distingue de los Panes y los Sátiros, dado que ambos poseen templos dedicados a ellos. Cicerón nos dice que Carnéades usaba estos argumentos, no para derribar las religiones como tales, sino sólo para mostrar la carencia de convencibilidad del politeísmo, pero Sexto no hizo esta cualificación [p. 200]. El eclecticismo ciceroniano tuvo algo que ver en este intento de trivializar las convicciones irreligiosas del gran escéptico académico, dejando la puerta abierta de la opción. Pero en su acerado criticismo, Carnéades no sólo empleaba a fondo la reductio ad absurdum para descubrir las contradicciones internas de cada doctrina, sino también el hecho paradójico de que las grandes doctrinas con algunas premisas comunes, deducían de éstas conclusiones opuestas o divergentes. E p i c u r o , por ejemplo, estimaba que la imperfección del m u n d o prueba que los dioses no se ocupan de él. L o s estoicos concluían, al contrario, que la providencia divina es implicada por la imperfección del m u n d o . En consecuencia, Carnéades concluía que lo más prudente es suspender el juicio, pero ajusfando la conducta pública a las convenciones religiosas del país en el que se vive. En el tránsito del siglo III al II a . C , el griego Evhemero formula una interesante teoría sobre la génesis de los dioses que logró extensa aceptación en el m u n d o antiguo, y aún después bajo el nombre de evemerismo. Según su autor, los dioses son simplemente héroes divinizados, es decir, grandes figuras del pasado deificados por la tradición. Hecateo había enunciado algunas décadas antes esta misma teoría, aunque fue E v h e m e r o quien le hizo alcanzar una gran audiencia, en el terreno bien abonado de la interpretación naturalista de los fenómenos religiosos que había tenido ya una larga historia.
5.6. La religión en R o m a , como sucedió en la Hélade, nunca presentó carácter dogmático o intolerante. El poder de lo sagrado —numen— apenas estuvo personalizado, sino vinculado, como siempre funcionó originalmente, a la vida familiar y al bienestar
de la civitas. Pobre en mitología, poseyó en cambio un vigoroso ritual mágico cuyo p r i n c i p a l oficiante fue el pater-familias, que encabezaba el culto a los manes del hogar doméstico. L a influencia etrusca y griega constituyó el impulso básico para la formación del panteón romano. L o s ritos cúlticos se orientaban a propiciar la benevolencia de los númenes en favor de la ciudad y los ciudadanos. La adivinación de la voluntad de los poderes divinos reclamó una minuciosa atención a los indicios o señales (omina) de esta voluntad, tarea que estaba a cargo de los augures y arúspices. A esta religión cívica patriarcal se añadieron en el período republicano los cultos helénicos y orientales de religiosidad mistérica, orientados a las necesidades personales que no satisfacían adecuadamente las viejas creencias. Esta orientación individualista no fue interferida sino conciliada y complementada por la instauración del culto imperial, que acentuó la dimensión política de la religión mediante una hábil y eficaz versión de los antiguos dioses de la civitas. Octaviano, en el año 42 a. C, cuando César fue honrado como dios, él se convertía en divi filius. Luego, como primer imperator Caesar, vio, en el año 27 a . C , su nombre agregado a los de los dioses en los himnos oficiales de R o m a ; y a su muerte, el Senado dispuso que su genius — a l m a o espíritu— recibiera culto asociado a los lares familiares. A la muerte de Lépid o , en el 12 a . C , fue reconocido, p o r decreto, como Pontifex Maximus, acumulándose así en la persona del E m p e r a d o r todos los títulos de la supremacía política y religiosa. Esta capacidad de los latinos para conjugar las exigencias de los individuos de múltiples lugares y procedencias con las de un Imperio multiétnico fue una de las claves de la pax romana y de su durabilidad. Pero es conveniente eliminar errores en cuanto a la vertiente cúltica del poder imperial romano. El culto imperial no exigía ninguna profesión de fe en la naturaleza divina de la persona del E m perador de turno. Lo prueba el hecho de que Graciano, en su día, renunciase a los honores de ese culto. Obsérvese la ambigüedad que representa la doble condición de deus y pontifex. L a función de este último es la mediación entre los humanos y los dioses. El Pontifex Maximus, en cuanto cabeza del collegium pontificum, era el puente máximo entre la tierra y los cielos, lo cual implica que la figura pontifical no es divina — c o m o tampoco lo es, mutatis mu-
tandis, el Papa de los católicos—. L o s romanos no eran necios y los emperadores tampoco. En la masiva absorción de nociones y categorías del orden político romano por parte de la Iglesia cristiana, el título de pontifex tuvo notoria fortuna. La figura del Papa como Sumo Pontífice y mediador eminente, como Vicarius Christi, para la atribución de los méritos de la Redención, se prevalía del terreno fértil que para esta fabulación religiosa suministró el precedente imperial. Pero el culto imperial, en cuanto ceremonia pública de homenaje y reverencia al Emperador en su condición institucional, no reclama la creencia en ninguna revelación divina como contenido doctrinal de una fe religiosa personal. En la perspectiva de las tradiciones religiosas de los romanos no cabía la idea de que incumbiese al cuerpo político — l a civitas o el imperio— imponer a las conciencias especiales contenidos de fe personal. L o s homenajes al Emperador constituían la expresión comunitaria de la pietas tradicional y la señal pública de obediencia al gestor de la pax romana. Se trataba, pues, de un homenaje que dejaba intacto el fuero de la conciencia y la libertad para asumir y practicar cualquier fe religiosa. El sentido utilitario de la ideología religiosa en la vida pública de los romanos hacía incluso superflua la creencia en la existencia de dioses, como quedó lapidariamente expresado en los conocidos versos de O v i d i o : expedit esse déos, et ut expedit esse putemus (conviene que existan dioses, y, como conviene, que creamos que existen). Y como se ha señalado, Cicerón, en el período republicano, se ceñía al ceremonial religioso de las instituciones públicas al mismo tiempo que asumía una actitud de escepticismo en materia religiosa. P o r todo ello, es claro que los cristianos pudieron ejercer y ejercieron su fe religiosa públicamente, sin la menor traba, como lo hicieron los judíos, los mystai de los cultos orientales y cualesquiera otros adictos a otras creencias. L a religión en su vertiente privada, personal, ni siquiera podía ser cuestionada en el marco ideológico de las instituciones del poder civil. P o r el contrario, el cristianismo traía en sus venas el exclusivismo monoteísta de la tradición judía más radical — l a de los zelotas—; exacerbadamente antigentil y nacionalista. Las famosas persecuciones de los cristianos en el solar del Imperio —que H. Grégoire (Les persécutions dans l'Empire Romain, Bruselas, 1951) y J . Moreau (La persécution du christianisme dans l'Empire romain, París, 1956) se en-
cargaron de reducir aproximadamente a sus justas proporciones— fueron la secuela, no de un reto lanzado contra la fe cristiana por una supuesta intolerancia dogmática de las instituciones religiosas romanas —intolerancia que jamás existió hasta que el cristianismo fue instituido religio officialis— contra el misterio cristiano, sino el primer síntoma público del dogmatismo fanático inherente a esta nova religio exclusivista, que sólo esperaba el momento propicio para dominar el Estado e imponerse coercitivamente como la sola religio pretendidamente poseedora de la única verdad sobre el mundo y el hombre en cuanto destinataria de la revelación divina. U n a falsa visión cristiana de la historia, incuestionada hasta tiempos recientes, ha tergiversado el sentido y la práctica del deber cívico del culto imperial como signo visible de la lealtad a Roma. Negarse equivalía a desafiar la estabilidad política del orden establecido, lo cual no era admisible para sus administradores. Ningún otro culto, ninguna otra fe religiosa, encontraron dificultades para convivir en la tolerante pluralidad de creencias protegida por el sistema político romano, y tampoco ninguno de ellos exhibió una actitud de desafío a este sistema, ni invocó un monopolio de verdad. La Iglesia cristiana acabó designando con el despectivo término paganus a quien no reconociera la única verdad, es decir, la palabra del D i o s cristiano, y la honrara tanto en su conciencia como en su conducta. L o s decretos imperiales de Teodosio I, en los años 391 y 399, significaron la solemne supresión del pluralismo religioso y abrieron las vías institucionales de la pax romana a la implantación institucional de un mensaje que debía iluminar las conciencias, hasta el último rincón de la tierra ( M e 13. 10 y 16. 15; Mt 28. 19-20; Le 24. 47). E r a evidente que tales pretensiones habían de chocar frontalmente, antes del giro constantiniano, con las pautas antidogmáticas de la Antigüedad clásica, y que constituían los pródromos del fanatismo y la intolerancia, cuyas secuelas siguen pesando sobre numerosos pueblos en nuestros días. Thrower expone vigorosamente la decisiva coyuntura histórica, para una justa comprensión de la mentalidad romana, de la instauración del culto imperial: así, no había la menor contradicción cuando Julio César —pontifex maximus, cabeza de la religión estatal romana y por ello responsable de va-
rias ceremonias diseñadas para asegurar la beatitud de los muertos— expresaba públicamente la opinión, registrada por Salustio, de que «la muerte es un alivio de calamidades, no un castigo; que ella pone término a todos los males mortales y no deja lugar para la tristeza o para la alegría».
5.7. R o m a contó con ilustres representantes de la irreligión, o del agnosticismo religioso, cuyos ecos eminentes, con sus propios matices, se encuentran en Cicerón, P l i n i o el Viejo y Lucrecio. M a r c o Tulio Cicerón, saturado de cultura helénica, nos legó su obra De natura deorum (c. 45 a. C ) , insustituible cantera i n formativa de la religión y sus críticos; fue escrita en el período más fecundo de su producción literaria sobre temas religiosos, que jugó un importante papel en su vida personal en el último tramo de su carrera política. H. A. K. H u n t (The humanism of Cicero, Carlton, 1953) estimó correctamente que el propósito ciceroniano era refutar los errores filosóficos que pudieran menoscabar la moralidad. Consciente de la i m p o s i b i l i d a d de alcanzar certezas sobre la ética, la religión y la naturaleza, quiso dar a los ciudadanos algunos criterios de conducta a través de su prolífica producción escrita sobre innumerables cuestiones. Disputationes Tusculanae, De natura deorum y Divinatio et fatum ofrecen prolijas investigaciones sobre los temas mayores vinculados con la religión. Las primeras se ocupan de la creencia en la inmortalidad del alma, concluyendo que es probable que el alma sobreviva a la muerte del cuerpo. Las otras dos examinan las relaciones entre los dioses y el m u n d o . Se pregunta; ¿puede un hombre racional y razonable creer en la religión establecida?...; ¿es posible, como creen los estoicos, que la providencia divina intervenga en los asuntos personales de los hombres?... Según él, esta última es la cuestión teológica de mayores consecuencias para la ética. C o m o adicto a la metodología de la Academia M e d i a , Cicerón estudia las diversas opiniones emitidas sobre los temas y valora sus fundamentos, indicando finalmente la suya. Todo se expone en forma de diálogo, pero a diferencia de los diálogos platónicos, ofrece una completa presentación del pensamiento de cada pensador antes de criticarlo. L o s interlocutores son Velleius — e p i -
cúreo—, Balbus — e s t o i c o — y Cotta —académico—. En su i n troducción a la versión inglesa de la obra, J. M. Ross estima que la actitud de Cicerón equivale a un escepticismo escéptico. Cotta —pontifex desde el año 77 a . C . — declara candidamente que está «persuadido de esta creencia [en la existencia de los dioses] p o r su tradicional autoridad», pero a la vez confiesa que no han dado «ninguna razón que le convenza». Este conservador escéptico, en línea con el platonismo medio, explica la racionalidad de su posición: yo soy Cotta, y sacerdote. Supongo que tú entiendes por esto que yo debo defender las creencias que hemos heredado de nuestros ancestros sobre los dioses inmortales, con todas sus ceremonias y sagrados ritos concomitantes. Y siempre las defenderé, como las he defendido en el pasado. Nadie, sea culto o inculto, me privará con argumentos de lo que he recibido de mis antepasados sobre la adoración de los dioses. Aquí tocamos la médula del talante abierto y tolerante de los romanos, pero también del peso de las tradiciones. Cotta presta una escéptica lealtad a las creencias heredadas, al mismo tiempo que aparece demoliendo inequívocamente la teología natural de los estoicos, con apoyo del arsenal argumental procedente de Carnéades. El argumento estoico de que la armonía evidente del cosmos exigía un gobierno divino es descartado por Cotta sin atenuantes: le parece un cuento de niños. Respecto a la adivinación, Cotta la admite, pero la juzga como un misterio, algo sin explicación racional posible: No es que yo no crea estas cosas [...], sino que cómo podrían llegar a entenderse los augurios es algo que tengo que aprender de los filósofos, especialmente porque las predicciones de los adivinos quedan a menudo desautorizadas por los acontecimientos. Pero, dices tú, los médicos se equivocan frecuentemente. En mi opinión, sin embargo, no cabe comparar la medicina, que aplica razonamientos que yo puedo entender, con el poder de adivinación, cuyo origen es para mí un misterio. Balbus presentaba los cuatro argumentos que el estoico Cleantes dio para explicar las ideas de dios en nuestras mentes: pre-
monición de acontecimientos, temor ante las tormentas y otras perturbaciones naturales, utilidad y abundancia de las cosas de que disfrutamos y, finalmente, orden de los astros y armonía del firmamento. Ya sabemos cómo Cotta despachó el primer argumento. En cuanto al segundo, comienza con esta afirmación: no es lo mismo saber si existen dioses, que saber si un cierto número de hombres cree realmente en su existencia. Aquí subraya la gran dificultad para el ser humano de pensar de otro m o d o que no sea mediante imágenes sensibles. Respecto del tercer argumento, i n troduce esta reflexión de alcance general: si el estoico afirma que nada es más sabio y excelente que D i o s , y por consiguiente Dios es el orden mismo del universo, ya que nada observamos que sea más excelente que este orden de cosas, entonces hay que objetar a la sabiduría del universo, porque no nos consta que éste posea inteligencia. Si decimos, por ejemplo, que nada sobre la tierra supera la belleza de Roma, no por ello afirmamos que esta ciudad piense o razone como un ser inteligente. U n a hormiga es superior, en este aspecto, a R o m a . De este m o d o , tanto el tercero como el cuarto argumento quedaban muy debilitados. Zenón de C i t i u m había presentado este silogismo: «cualquier ser que razone es superior a cualquier ser que no pueda hacerlo. Pero nada es superior al universo como un todo. Luego el universo es un ser raciocinante». Cotta replicaba con buen sentido: si aceptas este argumento, entonces tendrás un universo que es proficiente en el arte de leer libros. Pues si sigues los pasos de Zenón, tendrás que desarrollar el argumento así: «Un ser que puede leer, es superior a un ser que no puede. Pero nada es superior al universo como un todo. Por consiguiente, el universo como un todo puede leer». Entonces tendrás que proseguir diciendo que el universo es un sabio, un matemático, un músico, un maestro de todas las artes y ciencias. Tendrás que concluir, así, convirtiendo el universo mismo en un filósofo. T h r o w e r recuerda que K a n t detectó la raíz de las llamadas antinomias de la razón pura generadas al aplicar al universo como totalidad, o a lo que está más allá de él, un lenguaje, el h u mano, diseñado solamente para hablar de las cosas que existen en el m u n d o . Sacar este lenguaje de su contexto natural m u n d a -
no produce anfibologías irresolubles que invalidan todo discurso sobre un m u n d o transfenoménico. M u c h o más tarde, W i t t genstein mostraría que el lenguaje religioso no permite estructurar un discurso coherente con referentes precisos y de validez general. En este sentido, decía, en la conclusión de su Tractatus lógico-philosophicus, que «de lo que no p u e d e hablarse, u n o debe callarse». Respecto del cuarto argumento de Cleantes — l a armonía de las esferas—, Cotta estima que es más razonable atribuir esta armonía a causas naturales, como se hace con las enfermedades, que adscribirlas a una acción d i v i n a : «no tenemos que buscar una causa inteligible para todos estos fenómenos. En el momento en que [la gente religiosa] falla en su intento, corre al encuentro de un dios, como un suplicante ante un altar». El ser humano no suele soportar el enigma, y su ansiedad ante lo desconocido —o lo que cree que es desconocido, cuando en realidad es simplemente inexistente— le produce un sentimiento de inseguridad que pretende sofocar acudiendo a las ficciones de la imaginación desiderativa, es decir, fabulando respuestas al margen de la razón. En esta inadecuación entre la búsqueda austera de lo razonable y la huida irracional hacia lo fantástico se sitúa la raíz del conflicto entre la razón y la religión. Frente a las imaginarias pruebas de Balbus acerca de la existencia de dioses, Cotta se decantaba hacia la búsqueda de explicaciones naturales. Hay una explicación natural para todas estas cosas —le replicaba a Balbus—, pero no debe buscarse en una naturaleza «que se mueve como un artesano» [tal como la describe Zenón], sino en una naturaleza que agita y pone en movimiento todas las cosas por sus propios impulsos cambiantes. Por esta razón, me complace lo que dices sobre la armonía e interrelación de la naturaleza que tú describes como trabajando conjuntamente en constante armonía. Pero no suscribo tu opinión de que esto no podría suceder a menos que la totalidad de la naturaleza fuera penetrada por un espíritu divino. La naturaleza persiste y se armoniza por su propio poder, sin ayuda alguna de los dioses. Es, en efecto, inherente a ella una especie de armonía o «simpatía», como dicen los griegos. Pero cuanto más ella existe por su propio derecho, tanto menos necesita ser vista como la obra de algún poder divino [Cursivas mías].
Este texto —apostilla T h r o w e r — p u d o haber sido escrito por Hume. Se aducen los conocidos argumentos de Carnéades contra la inmortalidad del alma, cuestión íntimamente v i n c u l a d a c o n la discusión sobre la existencia de los dioses. Señala T h r o w e r que «no hay contradicción alguna entre sostener la inmortalidad del alma y no obstante negar la existencia de D i o s o dioses» (pp. 214-215). Conceptualmente así es, pero la verosimilitud de ambas nociones se refuerza mutuamente, pues pertenecen las dos al círculo mental de las creencias animistas: además de los cuerpos físicos, existen almas o espíritus que configuran un trasmundo invisible que gobierna los fenómenos. Sobre este suelo de la fantasía humana se yerguen los espíritus divinos y nuestras propias almas que, despojadas de los cuerpos, se reunirán con los dioses. Almas y dioses conjuran de consuno el terror mortis, el motor principal de la religión. Estacio, recogiendo una experiencia i n memorial, escribía que primus in orbe déos fecit timor (el temor fue lo primero que engendró a los dioses). M u c h o s siglos después, Feuerbach afirmaba que «la muerte es la cuna de los dioses». A u n q u e los tres grandes monoteísmos actuales p o n e n el acento en la «resurrección» como u m b r a l de la supervivencia post mortem —ante la evidencia científica de que la noción de «alma inmortal» es insostenible en términos de verdad—, la creencia en un alma inmaterial e indestructible sigue gravitando en sus doctrinas sobre un más allá en el que las almas buenas gozarán de la visión de D i o s . En términos científicos, la noción de resurrección de los muertos no tiene cabida alguna en las mentes bien informadas. Las ficciones conceptuales de cuerpo glorioso o túnica corporal incorruptible, al estilo paulino (1 C o r 15. 35-55), son pueriles juegos de palabras — s i n referente r e a l — de quienes se sienten apresados en contradicciones insolubles o aporías insuperables. Pese al carácter manifiestamente vacuo de estas fabulaciones lingüísticas, todavía en nuestros días existen pensadores eminentes, como X. Z u b i r i , que las acogen en su desesperado esfuerzo por mantenerse psicológicamente dentro de las fronteras de la fe. No resulta fácil sintetizar la argumentación de Cicerón para defender sus propias opiniones sobre la religión. A pesar de los
poderosos argumentos de Cotta y de Velleius, se inclina hacia la doctrina estoica representada por Balbus. El eclecticismo filosófico ciceroniano lleva a T h r o w e r a escribir: «¿hasta dónde Cicerón es aquí sincero?, ha sido una materia de disputa. Lactancio, escritor del siglo I V , pensaba ciertamente que la opinión real de C i cerón fue la de un agnóstico, si no un ateo declarado» (p. 216). Este furibundo apologeta de la iglesia escribió que Cicerón fue perfectamente consciente de que los objetos de la adoración humana eran falsos, porque después de decir un cierto número de cosas tendentes a subvertir la religión, agrega que «estos asuntos no deben discutirse en público, pues tal discusión podría destruir la religión establecida». Lo que no dice es que la propia adoración cristiana queda sin fundamentos si se le aplican los criterios ciceronianos. La polémica sobre las creencias de Cicerón no ha cesado. Thrower estima que, salvo prueba en contrario, tenemos que creerle. En tal sentido, transcribe esta valoración de M i c h a e l G r a n t : Cicerón, al mismo tiempo que no está preparado para ofrecer aserciones dogmáticas sobre la naturaleza de los dioses, creía firmemente que el universo está gobernado por un plan divino, y que esta creencia se refleja en El sueño de Escipión [...]. Cuando echa una mirada en torno a las maravillas del cosmos, sólo puede concluir, adaptando el «argumento del plan», que tienen que ser de origen divino [Se refiere aquí a las Diputas Tusculanas 1, 29, 70]. Se sintió feliz al adoptar esta forma de religión, purificada e iluminada por el conocimiento de la naturaleza [una referencia, aquí, a Sobre la adivinación 11, 72, 148, etc.], porque ello justificaba su confianza en los seres humanos, que se basaba [...] en la convicción de que el alma de cada persona individual es un reflejo, efectivamente una parte, de la mente divina [ M . Grant, comp., Cicero: On the good Ufe, Londres, 1971]. El humanismo de Cicerón está saturado de moral estoica y, por consiguiente, de conservadurismo. Ciertamente, el humanitarismo de los estoicos se ceñía a una concepción idealista del orden social -—como argumenté en mi citado libro sobre este fenómeno ideológico—, que exigía, en última instancia, que cada uno
se atuviese a su suerte en la vida, a fin de no romper las armonías de la disposición natural de las cosas. E l ideal estoico del sabio (sophós) viene a ser, en la práctica, una sutil coartada para proteger la dominación de las oligarquías. La prónoia del D i o s providente de los estoicos legitimaba de hecho la explotación y la injusticia. Cicerón asumió así una doctrina que galvanizaba una retórica moral altruista y que, a la vez, consolidaba los mecanismos económicos, sociales y políticos que generan la desigualdad y la miseria. Imputar a D i o s esta disposición natural de las cosas tranquilizaba la conciencia de gentes como Cicerón, eminente espécimen de una clase social cultivada y dominante cuyo destino aparecía estrechamente vinculado a la hegemonía de R o m a en el espacio de la gran cultura clásica. D o s o tres siglos después, la doctrina cristiana tomaría el relevo de la ética estoica en su función indispensable de legitimar ideológicamente el orden de dominación vigente.
5.8. Si trasladamos la atención desde Cicerón a L u c r e c i o , cambiamos de atmósfera moral e intelectual. En Tito L u c r e c i o Caro (c. 98-55 a . C ) , la lucidez y radicalidad son garantía de compromiso y sinceridad. El epicureismo alcanza en su extenso poema De rerum natura una coherencia filosófica y una belleza expresiva inigualadas. La idea nuclear es que todas las cosas operan, el hombre incluido, de acuerdo con sus propias leyes. Todo es naturaleza, no existen fuerzas sobrenaturales o extranaturales. El atomismo — e l m u n d o se compone en último término de atoma— que L u crecio toma, con alguna matización, de Demócrito y E p i c u r o , es la única cosmovisión que puede asegurar a los seres humanos su felicidad: «un cuerpo libre de dolor, una mente liberada del malestar y del miedo, para disfrutar de las sensaciones placenteras». Sólo la contemplación de la naturaleza y sus leyes constituye la premisa de la felicidad. Esta fruición intelectual no dispara a la mente fuera de sí misma hacia imaginarios poderes divinos, sino que afirma la autonomía de la naturaleza y la libertad humana —físicamente explicada por la declinación de los átomos (clinamen)—. «¿Puedes dudar entonces de que este poder descansa sólo en la razón?».
En los tiempos de Lucrecio, la tradición religiosa romana iba languideciendo hasta convertirse en una reliquia cultural. Augusto intentaría reanimarla con la orla retórica de las empresas del Imperio. T h r o w e r cita un texto elocuente del bello l i b r o de T. R. Glover, The conflict ofreligions ín the Early Román Empire ( L o n dres, 1909) — u n a de las lecturas primeras que despertó mi ansia por informarme, en la España de la censura y el nacionalcatolicism o — , que indica cuan estéril es a la postre el designio restaurador de instituciones de guardarropía: «un interés de anticuario por el ritual no es incongruente con la indiferencia hacia la religión [...]; hasta donde podemos juzgar por la literatura del último siglo a.C. y las historias que corrían sobre los dirigentes de Roma, es difícil suponer que haya existido alguna vez una época menos interesada en la religión». Rematando su diagnóstico, añade G l o v e r que «ninguna sociedad p u d o ser más indiferente a lo que llamamos la vida religiosa. En la teoría y en la práctica, en el carácter y en el instinto, eran enteramente seculares». Este secularismo se percibe en la correspondencia de Cicerón mismo con sus amigos cuando se entrega a sus momentos de sinceridad, o en H o r a c i o , cuyas Odas sólo ocasionalmente cantan la restauración oficial de la religión, pero que expresan sus verdaderos sentimientos cuando glosa las excelencias del sano hedonismo epicúreo. «Nadie urgió nunca más complacidamente la teoría epicúrea del carpe diem — d i c e Glover de él—; nadie tuvo jamás más enraizada en sí mismo la creencia de que Mors ultima linea rerum est.» Sin embargo, subsistía paradójicamente un deseo de sensaciones que podrían adjetivarse como religiosas entre las masas populares: gusto por los cultos mistéricos, la mayoría de origen oriental. Lo irracional tentaba a estas masas carentes del bienestar o de los incentivos intelectuales necesarios para regirse por los criterios de la razón. En el espacio de las religiones mistéricas encontraría el cristianismo el caldo de cultivo para su propagación, ayudado por su propia extravagancia e inverosimilitud. P l i n i o el Viejo (23 a.C.-79) es un buen ejemplo de quienes deseaban adoptar aires de creencia por conveniencias políticas o estéticas. Pero asimila hasta tal punto D i o s a la Naturaleza, que su verdadera figura es la de un ateo práctico. N o lo disimula en este pasaje de su Historia natural: «Considero, pues, un signo de h u -
mana d e b i l i d a d interrogarse sobre la f o r m a o figura de D i o s . Quienquiera que sea D i o s , si existe verdaderamente algún otro D i o s [que el universo], y en cualquier lugar del m u n d o en que esté, él es toda percepción, toda vida, todo oído, toda alma, toda razón, todo yo». Panteísmo naturalista alejado de la religión popular. P l i n i o rechaza la idea de Providencia divina, y concluye que para la imperfecta naturaleza humana es un especial consuelo que Dios tampoco sea omnipotente [ni puede condenarse él mismo a muerte, si bien ha dado al hombre ese poder, que es el don más selecto en este castigo que es la vida; ni puede él dar inmortalidad a mortales o resucitar a los muertos; ni puede hacer que ocurra que aquellos que han vivido no hayan vivido, o que el que ha tenido cargos honorables no los tuviera]; y que él no tiene ningún otro poder sobre el pasado que el de olvidarlo; y que [a fin de que podamos también dar una prueba divertida de nuestra sociedad con Dios] él no puede hacer que dos veces diez no sean veinte, y más cosas del mismo estilo —por todo lo cual el poder de la Naturaleza está claramente revelado, y que es esto lo que llamamos Dios. El panteísmo estoico — a l margen de ciertas resonancias personalizantes— suministraba un ancho espectro teológico en que acomodar posiciones ideológicas favorables a la continuidad del sistema jerárquico de la sociedad, desde la exaltación beata de Cleantes o de Balbus, hasta los melancólicos lamentos de M a r c o A u r e l i o , pasando por las histriónicas y retóricas consolaciones de Séneca y las crudas reflexiones de P l i n i o . El cristianismo prestaría los mismos servicios políticos a los potentiores, continuando en gran medida la línea de sensiblería melodramática de los estoicos: hay que acatar lo que la Naturaleza ha puesto, o lo que la D i vina Providencia ha dispuesto. Seguía siendo la misma «posición alcanzada por la vasta mayoría de los romanos educados bajo la influencia de la filosofía helenística al comienzo de la era cristiana», como puntualiza G l o v e r (citado por Thrower). En este orden de algún m o d o sagrado, todos tenían su sitio: los humiliores, esforzándose por merecer la ayuda de la Providencia; los potentiores, esforzándose en persuadir a los desafortunados de que deben trabajar y obedecer. En G l o v e r se lee: «Si los dioses, como señala Séneca, prestan una mano [...], el que asciende tiene que
hacer su p r o p i o camino con templanza y fortaleza. El "santo espíritu dentro de nosotros" apenas es distinguible, después de todo, de la conciencia, el intelecto, la voluntad. D i o s , dice E p i c teto, ordena que si tú deseas el bien, debes obtenerlo tú mismo». En este totum revolutum ideológico todo perdía su verdadero perfil: cada cual debía identificar su sufrimiento o su bienestar con la omnisciente voluntad de D i o s , y en consecuencia resignarse a disfrutar su buena fortuna o a soportar su desgracia — s i n deber cargar sobre las espaldas de la divinidad su propia pereza, su infortunio o su mala conciencia—. De hecho, Dios se lavaba las manos. T h r o w e r escribe que «el estoicismo cae, así, entre dos sillas. De un lado, no podía prestar apoyo a la religión popular tradicional; y del otro, no tuvo la resolución de prescindir de ella. Vacilaba. Su mayor representante, el emperador M a r c o A u r e l i o . . . ejemplifica el agnosticismo y el ateísmo práctico de la época en alto grado» (p. 223). G l o v e r es más exacto cuando dice de este emperador que «es un hombre que ni cree ni deja de creer — " o dios o átomos" parece ser la antítesis necesaria, y hay tanto que decir en favor o en contra de cada una de estas alternativas que es imposible la decisión—». El talante agnóstico es general en esta época. E n o m a o , en su drama Los estafadores desenmascarados, ataca con violencia los oráculos como un fraude de los sacerdotes. L u c i a n o hace de la religión un cualificado objetivo de sus sátiras demoledoras, y en su diálogo Hermotimus presenta una brillante apología del escepticismo filosófico. Sería, sin embargo, el rigor ácido de Sexto Empírico (f.c. 200 a.C.) el mayor legado de la reflexión irreligiosa de aquellos siglos. Sus Perfiles de pirronismo y el ensayo « E n lo que concierte a los dioses», i n c l u i d o en el L i b r o IX de su obra Adversus Mathematicos, representan lo esencial del debate sobre la existencia de Dios en la cultura grecorromana. Su planteamiento es nítido: La doctrina concerniente a los dioses les parece ser ciertamente lo más necesario a los filósofos dogmáticos. De ahí que afirmen que «la filosofía es la práctica de la sabiduría, y la sabiduría es el conocimiento de las cosas divinas y humanas». Conforme a esto, si establecemos lo muy dudosa que es la investigación sobre los dioses, habremos virtualmente de-
mostrado que ni la sabiduría es el conocimiento de las cosas divinas y humanas, ni la filosofía es la práctica de la sabiduría. Entonces procede examinar la teoría naturalista del origen de la religión — C r i t i a s , E v h e m e r o , Pródico de Ceos, Demócrito, Aristóteles, E p i c u r o — ; pero Sexto Empírico la considera inadecuada, porque quienes la p r o p o n e n no explican cómo los que presentaron nociones de los dioses alcanzaron tales nociones, si no tenían una tradición previa a la que seguir. Así, este filósofo se acerca a su refutación por la vía de la petitio principa. La cuestión de la existencia de dioses debe partir del axioma de que «no todo lo que es concebido participa también de la existencia, pues es posible que una cosa sea concebida y no exista». Su posición de escéptico le lleva a la conclusión de que «por fortuna, el Escéptico, comparado con filósofos de otras opiniones, se encontrará en una posición más segura, ya que, de acuerdo con sus ancestrales leyes y costumbres, declara que existen los dioses, y cumple con todo lo que contribuye a su adoración veneración, pero, en lo que se refiere a la investigación filosófica, declina comprometerse temerariamente». Sexto Empírico declara aquí, como si fuera una obviedad, lo que para una mente de nuestro tiempo resulta obsceno: adorar dioses cuya existencia se pone en cuarentena. Pero precisamente lo que hoy parece asombroso, no lo era en la sociedad antigua, donde la religión se insertaba en el marco del orden político y social establecido, y como tal no comprometía el fuero de la conciencia. Nuestro filósofo analiza ordenadamente las posiciones de los que afirman y de los que niegan la existencia de dioses. Pasa revista, con un tono áspero y despectivo, a las negaciones ateístas. Reduce luego a cuatro los argumentos de los teístas (o más bien los politeístas): el consenso universal de la humanidad, la disposición ordenada del universo, las absurdas consecuencias derivadas de la negación de la divinidad y la crítica de los argumentos esgrimidos contra el ateísmo. Contra el primero aduce cuan absurdo sería decidir sobre la verdad mediante un plebiscito. Al segundo, que expone de forma análoga al argumento cosmológico de Tomás de A q u i n o — c o m o se sabe, en términos de causalidad eficiente—, le niega validez persuasiva. Respecto al tercero, pone de relieve el
contrasentido que implican sofismas como los de Zenón de Elea, de los cuales cree que es un buen ejemplo el siguiente: «si D i o s no existe, entonces la piedad es no-existente, ya que la piedad es la ciencia de servir a los dioses, y no puede haber servicio alguno de lo que es no-existente. Pero la piedad existe, luego tenemos que declarar que dios existe». En cuanto al cuarto, Sexto Empírico ofrece interesantes objeciones a varios argumentos antiteístas (véase H a n k i n s o n , ob. cit., p p . 237-242). Conclusión general: la única actitud razonable es suspender el juicio, que es lo que hace el Escéptico. A juicio de Thrower, la argumentación de Sexto E m pírico tiene menos fuerza que el discurso de Cotta en la obra ciceroniana. P o r el contrario, en Perfiles del pirronismo presenta una sólida argumentación centrada en los atributos divinos. D i c e : Quien afirma que existe Dios, declara que tiene, o no tiene, presciencia de las cosas del universo; en el primer caso, que tal presciencia es de todas las cosas o sólo de algunas. Pero si hubiera tenido conocimiento anticipado de todo no habría habido nada malo y ninguna maldad en el mundo; sin embargo, todas las cosas dicen que están llenas de maldad; por lo tanto, no debe decirse que Dios prevé todas las cosas. Si, otra vez, prevé algunas, ¿por qué prevé estas cosas y no aquéllas? Porque, o bien tiene a la vez la voluntad y el poder de conocer anticipadamente todas las cosas, o bien, al contrario, tiene la voluntad pero no el poder, o el poder pero no la voluntad, o ni la voluntad ni el poder. Pero si hubiera tenido ambos, la voluntad y el poder, habría tenido presciencia de todas las cosas; pero por las razones expuestas antes, no las prevé todas; por consiguiente, no tiene la voluntad y el poder de preverlas todas. Y si tiene la voluntad y no el poder, es menos poderoso que la causa que lo hace incapaz de prever lo que no prevé: pero es contrario a nuestra noción de Dios que él fuera más débil que algo. Y si, otra vez, tiene el poder pero no la voluntad de haber conocido por anticipado, habrá que considerarlo maligno; mientras que si no tiene ni la voluntad ni el poder, es a la vez maligno y débil —algo que es impío decir de Dios—. Por ello, Dios no tiene presciencia de todas las cosas en el universo. Esta argumentación de Sexto Empírico suena como un eco del llamado dilema de Epicuro, aunque la formulación de este último, tal como nos la transmite Lactancio, en De ira Dei, resulta más concisa. Se trata de un silogismo disyuntivo diáfano y contundente:
El ser divino, o bien querría abolir el mal y no puede, o bien puede y no quiere, o bien ni quiere ni puede, o bien quiere y puede a la vez. Si quiso y no puede, es débil, lo cual no puede ocurrirle a un dios. Si puede y no quiere, se resiste a hacerlo, lo que es igualmente extraño a lo divino. Si ni quiere ni es capaz, se resiste y es débil a la vez, consecuentemente no es un dios. Si a la vez quiere y es capaz, que corresponde sólo a un dios, ¿de dónde proceden los males?, o ¿por qué no los suprime? N o r m a n W. de Witt comenta que el hecho de que «filósofos rivales fuesen malamente contrariados p o r esta argumentación, como lo admite Lactancio, puede quedar prontamente acreditado, porque es difícil encontrar un caso de razonamiento disyuntivo más idóneo. La refutación ofrecida por Lactancio, de que sin mal no podría haber ni sabiduría ni virtud, es lógicamente pertinente, pero no cura completamente el picotazo del silogismo» (Epicurus and bis philosophy, Minneapolis, 1954, p. 276). E p i c u r o negaba que en los dioses hubiera maldad, atribuyendo la opinión contraria a la maldad de quienes así los enjuiciaban. Estimaba, como hemos visto, que los dioses eran inmunes a las emociones turbadoras — apasionamiento, disgusto, cólera, etc.—, y por ello también indiferentes ante la maldad humana. Pero entonces, si el mal era desconocido para los dioses, no podría haber ni sabiduría (prudencia) ni virtudes, pues la sabiduría se manifiesta eligiendo entre lo bueno y lo malo. Carnéades hemos visto que, en su refutación de los dioses, subrayaba la contradicción entre dioses excelentes y dioses virtuosos, argumentando que la virtud exigía vencer resistencias — i m perfección, maldad, vicio, etc.— para su ejercicio, al modo de la objeción de Lactancio a E p i c u r o . Pero entonces los dioses no podían ser excelentes y tenían que estar gravados con alguna especie de imperfección o defecto, conclusión que indudablemente dejaría disgustado y perplejo al cristiano Lactancio. A h o r a que, de nuevo, las aportas de la divina providencia y su teodicea vuelven al primer plano de la filosofía religiosa, la apologética se encuentra tan acorralada que en algunos sectores teológicos se oyen voces que no excluyen la posibilidad de un Dios indefectiblemente bueno y justo, pero no omnipotente, lo que representaría la incontenible ruina de la creencia en el Dios de los tres monoteísmos..., y finalmente la desintegración de la idea misma del Dios del teísmo.
6.1. Este esquemático panorama de la tradición histórica alternativa frente a la concepción mítico-religiosa de la realidad —y las doctrinas religiosas que fueron sus productos culturales— destruye la errónea convicción de que la religiosidad es connatural e indisociable de la conciencia humana. El insuprimible hilo de la duda corre paralelo a la emergencia de las creencias religiosas, y va adquiriendo creciente firmeza en la dirección de una radical desacralización del mundo. La duda razonada, la reflexión serena y sincera, han ido diluyendo las falsas conjeturas que llevaron a los seres humanos a las ilusiones del animismo, en su fecunda proliferación de almas y espíritus, como umbral de la aparición de creencias religiosas en el sentido p r o p i o del término. El ateísmo, el agnosticismo, el escepticismo son otras tantas expresiones para designar una actitud que despoja estas creencias de los fundamentos epistemológicos de sus pretensiones de verdad. En cualquiera de las tres formas de esta actitud crítica desaparece la fe religiosa y se asume una práctica que prescinde de toda referencia a entes divinos. Se trata de una actitud que debe suponerse con orígenes remotísimos en el tiempo, no desconocida en el seno de sociedades ágrafas muy alejadas cronológicamente de las primeras culturas históricas, tanto, probablemente, como los primeros testigos materiales de una cierta preocupación religiosa: los enterramientos y ritos funerarios de seres humanos — ¿ y también de animal e s ? — datables como mínimo en setenta m i l años a. C, y tal vez muchos milenios antes. La lenta ascensión del hombre desde la intemperie cósmica hasta un altísimo d o m i n i o tecnológico de la naturaleza fue también marcando el camino — e n las mentes capaces de liberarse de las hipotecas del animismo h e r e d a d o — de la emancipación de las formas espiritualistas y sobrenaturalistas de pensar. En las últimas décadas, el avance de los conocimientos científicos ha desvelado la fragilidad de las religiones, de todas ellas, pero de un m o d o muy notorio las fundadas en supuestas revelaciones divinas —directas o a través de emisarios o profetas—. Nuestros días, en nuestra cultura occidental, están presenciando el colapso del compacto sistema de dominación ideológica impuesto desde el siglo ¡V por las iglesias cristianas, o al menos su manifiesta desintegración, con diverso grado de intensidad según las tradiciones
históricas de las respectivas sociedades —y dentro de éstas, de la extensión de minorías con la necesaria información científica y madurez intelectual—. Las iglesias en general, y otras formas institucionales entre las que destaca el aparato jerárquico y los dispositivos pastorales y misionales que posee la Iglesia católica, oponen una obstinada barrera defensiva contra los procesos secularizantes de pérdida de la fe, con desigual fortuna pero en una línea imparable de regresión religiosa y paganización social, pese a los asombrosos esfuerzos de adaptación y a los inagotables expedientes teológicos para reducir o reinterpretar la carga dogmática vehiculada por la tradición confesional. U n a reciente obra editada por los cristianos J o h n H i c k y P a u l F. Knitter, The myth ofChristian uniqueness (Londres, 1987) — q u e ha hecho tanto ruido como el suscitado hace una década por el titulado The myth of God incarnate, editado por el mismo H i c k — , reitera la vieja pretensión de exclusividad o unicidad del mito cristiano, aunque ahora se comienza por calificar esta pretensión como un mito. C o m o sucede siempre con los teólogos — d e modo muy particular con los cristianos—, la inicial h u m i l d a d encubre una latente arrogancia: En tanto en cuanto pudiera ser desorientador, el título de este libro indica su propósito. Llamamos Christian uniqueness un «mito», no porque pensemos que hablar de la unicidad del cristianismo es pura y simplemente falso, y así algo que hay que descartar. Más bien, sentimos que hablar de ello, como en todo lenguaje mítico, tiene que ser entendido cuidadosamente; tiene que ser interpretado; su «verdad» reside, no en su faz literal, sino dentro de su significado personal e histórico siempre cambiante. Este libro, pues, más que proponerse negar la unicidad cristiana, quiere interpretarla de nuevo. Realmente sugerimos, desde varias perspectivas, que el mito de la unicidad cristiana exige una interpretación genuinamente nueva —tan diferente que tal vez dirán algunos que la palabra «unicidad» ya no es apropiada. El cristianismo, por supuesto, es único en el sentido literal y preciso según el cual cada tradición religiosa es única —a saber, que sólo hay una como tal que sea así, y que no hay, por consiguiente, ninguna otra exactamente como ella. Pero en muchos discursos cristianos «la unicidad del cristianismo» ha tomado un sentido más mitológico. Ha venido a significar que el cristianismo es el único definitivo, absoluto, normativo, superior, en comparación con
otras religiones del mundo. Este sentido mitológico de la frase, con todo lo que comporta, es lo que nosotros criticamos en este libro [p. v i l . Cursivas mías]. Pero líneas después leemos su verdadero designio: cerrar filas para que el teísmo se reconstituya en «teología pluralista de las religiones», consiguiendo así sobrevivir, e incluso prevalecer, en una sociedad predominantemente descreída. Se quiere hacer pasar lo que es un inconfesado relativismo religioso por un simple cambio de paradigma (paradigma shift) que liberaría la mente de los creyentes de los impresentables mitologemas que nutrieron la fe en sus pluricentenarias confesiones religiosas, para hacerlas confluir en unos mínima theologica a cubierto de las incontenibles operaciones de desmitologización general. El enigmático pluralismo consistiría en un proceso de destilación cuyo precipitado final sería la escueta fe en un Dios personal, creador, omnipotente y sumamente bueno, condescendiente con todos los ropajes que le adjudicasen los creyentes en sus irrefrenables propensiones lúdicas. Esta fe teísta, convertida en una suerte de drogadicción químicamente pura, satisfaría a todos los creyentes necesitados de alguna certeza superior que les garantice seguridad en esta v i d a y supervivencia gozosa en un más allá. La receta es hábil porque exonera a las confesiones religiosas de su inverosímil ganga dogmática, y unifica y potencia en grados hasta ahora insospechados el inmenso rebaño de los dispuestos a seguir creyendo a todo trance. Estamos asistiendo precisamente a la impresionante estrategia de la internacional de la religión, cuyo resultado será consagrar de nuevo las situaciones de dependencia mental de los seres humanos, bajo el engañoso manto de su emancipación espiritual. Esta última etapa de la fabulación religiosa nuclear, exenta de toda guardarropía histórica, es hoy el gran designio de unos teólogos realistas, en pérdida creciente de fe, pero comprometidos, p o r múltiples y complejas motivaciones psicológicas y materiales, en salvar el casco de la nave echando al mar el m o b i l i a r i o y la obra muerta. La fabulación religiosa, también hoy en la austera versión de un teísmo esencial y mínimo, puede seguir aliviando el infortunio personal indefinidamente en el próximo siglo, porque seguirá ejerciendo un efecto placebo que es análogo al de tantos
fármacos inocuos — n o cura la dolencia, pero anestesia la mente sin suprimir las causas del m a l — . Todos juntos, repetirán los teólogos con O v i d i o : expedit esse déos, et ut expedit esse putemus. Es útil creer en los dioses. Para ello, el nuevo teísmo ha decidido poner a la fe sobre dos ruedas, dos y solamente dos, porque todo lo demás le es adventicio: la experiencia religiosa subjetiva — c u y o paradigma es la experiencia mística, asequible sólo a muy pocos, pero usufructuada por procuración p o r m u c h o s — y la idea de misterio, mediante la cual la ignorancia y la suma irracionalidad se convierten en garantías de las certezas de la fe. Frente al ateo o al agnóstico, todo lo que le cabe hoy hacer al creyente —y lo hace bobaliconamente, aleccionado por sus mentores— es invocar la experiencia —etiqueta bajo la que se esconden todas las falacias de la mente b e a t a — y el misterio —categoría teológica indigente y vacía, en la que se cobijan quienes han resuelto prescindir de la razón, nota diferencial de la dignidad del ser h u m a n o — , como si fuese una necesidad intrínseca de los dioses hacerse tan ininteligibles como sea posible. Si se recorren las páginas de la obra The myth of Christian uniqueness con diligente atención y espíritu crítico, resulta patente que el paradigma shift que se les propone a los creyentes, y a los demás, representa la última trinchera de una fe sitiada por el implacable avance de la razón, apoyada en las ciencias, contra el viejo baluarte de la fabulación religiosa que amuebla la mens captiva que define la situación del creyente en los albores del siglo X X I .
6.2. El imponente aparato burocrático-religioso que generó la Iglesia católica no es producto de un azar inexplicable. Es un fenómeno sin duda azaroso en la medida en que se insertó en un espacio cultural escasamente p r o p i c i o , pero resulta manifiestamente plausible si se estudia la matriz hebrea que lo gestó: su exclusivismo religioso, su agresividad mesiánica, y su proselitismo congénito guiado por la convicción de estar investido de una m i sión universal decretada por D i o s . A u n q u e en el sistema religioso cristiano confluyen elementos fundamentales que no proceden de la tradición judía —y que están en radical oposición a ésta—, resulta evidente que, tanto por lo que es como por lo que sus
propios doctores dicen que es, la G r a n Iglesia cristiana sería i n comprensible sin conocer sus orígenes hebraicos. Israel representó, aunque absorbiendo y repitiendo numerosos contenidos y figuras doctrinales de otras tradiciones religiosas, un hecho considerablemente nuevo en el panorama histórico de la mentalidad mítico-religioso. El antiguo judaismo se presenta como una religión de salvación revelada por D i o s a profetas coyunturalmente cualificados, orientada hacia un estricto monoteísmo, y vinculada a la suerte de un pueblo elegido e investido de un mensaje de validez universal. A u n q u e su historia no fue rectilínea y estuvo sembrada de confusión y dudas, su polo magnético fue siempre la creencia en un Dios personal, creador, inefable e innombrable, pero que, a su modo, se había revelado definitivamente a su pueblo elegido. La salvación comportaba dos vertientes: la individual — q u i e n obedeciera los mandamientos de D i o s obtendría el premio de un bienestar t e r r e n a l — y la colectiva — e l pueblo elegido no sería dominado por ningún otro y sería el favorito de D i o s — . James Thrower, en el l i b r o que vengo siguiendo como guía solvente en términos generales, sintetiza con acierto los rasgos peculiarísimos de la concepción de m u n d o de los antiguos judíos: Israel [...] figura como algo un poco aparte [...], en cuanto que nada hay en la cultura hebrea que sea comparable con aquellas tendencias naturalistas que hemos encontrado en la antigua India, China, Grecia y Roma. El interés de Israel por la naturaleza y los procesos naturales parece haber sido mínimo, y su rechazo de la respuesta mitológica más antigua al mundo estuvo [...] basado en muy diferentes razones que las del rechazo que hemos tratado hasta aquí [p. 231]. Este juicio es válido bajo la reserva de identificar «la respuesta mitológica más antigua» con la mitología helénica o con las orientales, pues la respuesta hebrea seguía siendo profundamente mítica. P e r o la intención de este juicio es válida en lo esencial: la concepción cosmológica de los hebreos tendió, desde sus orígenes, a desacralizar la Naturaleza y sus fenómenos. U n a interpretación hiperbólica de este rasgo se encuentra en el l i b r o de H a r v e y C o x , The secular city (Londres, 1968), donde se habla
de «las fuentes bíblicas de la secularización». Este o p t i m i s m o apologético no está justificado, porque el pensamiento bíblico se caracteriza p o r lo contrario, a saber, el sobrenaturalismo providencialista que engloba toda la realidad. Este providencialismo, que comparten judíos y cristianos, impidió tenazmente, durante siglos interminables, la secularización del pensamiento y de la vida, e instauró una cultura del milagro de la que continúan siendo tributarios inmensos sectores de nuestro mundo. Pese a la desacralización de la Naturaleza, el legado judeocristiano dificultó la difusión de la mentalidad científica naturalista de los griegos, retrasando más de una docena de siglos la libre investigación de los fenómenos naturales. No obstante, este rasgo representó un nuevo desarrollo del pensamiento, pero que sólo se produjo como potencial cancelación de la hipoteca sacralista, y no como una efectiva conversión de la mente al estudio de un espacio desvinculado de la interpretación religiosa del mundo. C o n estas cautelas, cabe suscribir esta valoración de Thrower: Quizás —escribe—, la mejor manera de percibir la diferencia entre la cultura hebraica y las culturas hasta ahora consideradas, consiste en comparar las explicaciones de la creación del mundo que encontramos en los más antiguos capítulos del Génesis con los hallados entre los vecinos de Israel —explicaciones que presentan notable similaridad con los encontrados en la temprana India y en la temprana Antigüedad Clásica—. Lo que se evidencia en esa comparación es que, mientras que elementos que sugieren el hecho de que en una etapa anterior de la cultura hebrea ésta no era muy diferente de los restos que quedan de la cultura de los pueblos de su entorno, a comienzos del primer milenio a.C. está ya en marcha una Weltsanschauung muy diferente. También aquí podemos detectar un rechazo de la respuesta mitológica al mundo más antigua, pero un rechazo diferente del que hemos hallado en otros lugares. En tanto que en las culturas que hemos considerado hasta aquí el rechazo de la perspectiva mitológica en la que el hombre se veía a sí mismo, el mundo y los dioses como partes de un solo sistema cosmológico [...] se hacía con más frecuencia en nombre de un naturalismo que prescindía completamente de los dioses, la cultura hebrea rechazó la anterior mitología separando radicalmente la naturaleza, a la vez, del dios trascendente que lo creó, y del hombre, que era visto simplemente como mayordomo de dios para su creación [p. 232].
Es cierto que la especulación hebrea jamás se centró en los fenómenos de la naturaleza, admitidos como realidad obvia de la vida cotidiana. El sol, la luna, las estrellas, la lluvia, el rayo... son para el hebreo creaciones divinas, en último término sometidas a su voluntad, pero no poseen cualidad divina alguna. A esta contraposición entre lo hebreo y lo no-hebreo hay que añadirle la concepción peculiar del tiempo. Si la mitología grecorromana, china o india antiguas es espacial —centrada en una visión cíclica del cosmos— la mitología hebrea se centra en la concepción peculiar del tiempo que emerge de lo que se creyó tempranamente que era, bajo Yahvé, el destino histórico del pueblo hebreo. Yahvé había sacado a su pueblo de Egipto, había hecho con ellos un pacto en el Sinaí, les había dado una tierra que pertenecía previamente a otros, y les había impuesto su misión histórica —una misión, sin embargo, nunca plenamente articulada— [p. 233]. Se trataba, pues, de una concepción lineal y progresiva del tiempo. Además de la desacralización de la Naturaleza y de la temporalidad irreversible hacia el futuro, el elemento sobresaliente de la cosmovisión mítico-religiosa de los hebreos fue la más fuerte personalización de la trascendencia sobrenatural de¡ Dios único, que había hablado decisivamente y dictado la suerte de su p u e b l o mediante la palabra y la historia, es decir, mediante sucesos datables y localizables. Desde el éxodo de Egipto en adelante —e i n cluso, según los historiadores, desde la orden a A b r a h a m de que abandonase Sumeria y se encaminase con su ganado a nuevos pastizales—, el Señor de la Historia, no sólo de la Creación, venía interviniendo en la vida de su pueblo con un propósito aparentemente fluctuante pero realmente bien definido. Según la interpretación profética de la historia, que ya se inicia en el reinado de D a v i d (c. 1000 a . C ) , todo lo que acaece tiene relación con la suerte de Israel, asumido como eje del proceso histórico. Yahvé eleva y relega los grandes poderes — E g i p t o , Asiría, Persia, G r e cia, R o m a — , a fin de premiar o castigar a Israel. Esta interacción de lo divino y lo humano en la historia y, eventualmente, en la naturaleza, es una exacerbación, no un debilitamiento, de la mentali-
dad mítica, y representa un supernaturalismo extremo en el que tenía que naufragar todo intento de visión secular de la vida. Es la visión de la historia que Israel, pueblo elegido, legó a la Iglesia cristiana, Nueva Israel y Pueblo de Dios. Finalmente, un último factor tiñe de m o d o penetrante e insólito el monoteísmo judío: la crítica política, social y económica del pueblo elegido como consecuencia de su infidelidad a los mandatos de Yahvé como juez y arbitro. La voz de los profetas alcanzó acentos apocalípticos cuando la ruptura de las pautas de justicia y equidad amenazaba con desatar la cólera aterradora de un D i o s iracundo e implacable. De nuevo erróneamente, T h r o w e r adscribe esta nota, diferencial por su radicalismo, al supuesto i m pulso secularizador del pueblo judío, olvidando que la perspectiva mítico-religioso de la elección y el pacto vinculaba estrechamente la actitud reivindicativa de los sectores sociales oprimidos y explotados a una fe que sacralizaba radicalmente el ideal de convivencia fraternal y la exigencia de legitimación religiosa del poder político. El rasgo diferencial, en este contexto, nada tenía que ver con tendencia alguna a la secularización, sino con el hecho de situar el motor de la vida colectiva, no ya en la sacralización de la natura naturans — d e la que también formaban parte los seres h u m a n o s — , sino en la sacralidad de la historia, en el destino providencial del pueblo elegido p o r u n D i o s personal saturado de perfiles antropomórficos. En este contexto, la libertad y la igualdad eran exigencias dirigidas hacia adentro —emancipación de los individuos de las instancias internas de dominación— y hacia afuera —emancipación del pueblo de Israel de los opresores extranjeros—. Ambas exigencias se vinculaban igualmente a la absoluta soberanía de Yahvé y su proyecto histórico. E s , en cambio, ilustrativo el comentario de T h r o w e r al señalar que la nación misma comienza con un acto de insurrección, de desobediencia civil, contra el rey sagrado de Egipto, cuya relación con el dios-sol Re constituía su pretensión de soberanía política, y como tal puede decirse que marca la ruptura, dentro de las tradiciones políticas de la humanidad, con la concepción política-sacral del orden social establecido; aunque [...] la posición de Confucio respecto al «mandato del cielo» heredado por el Emperador chino, juntamente con ciertos desarrollos
dentro de la teoría política griega, marcan también una ruptura con esta antigua concepción [p. 234]. Sin embargo, la teocracia de Israel se nutrió de un cambio de mentalidad que, aunque intensamente teñido de mitología, representaba algo bastante diferente de la sacralidad regia tal como la concebían los egipcios, los chinos y los demás pueblos antiguos. Las reivindicaciones populistas expresadas sobre todo p o r la voz de los profetas israelitas —antes, durante y después de la cautividad babilónica— quedaban relativamente neutralizadas, pese a sus acentos de radicalidad, por el hecho de que el providencialismo y la total sumisión a la voluntad de Yahvé, que penetraban la ideología del pueblo hebreo, ponían límites a la rebeldía contra los signos de esa voluntad y un cierto diapasón a la exteriorización del rencor contra las oligarquías opresoras, atacadas sibilinamente por su supuesta condición de instancias idolátricas —idolatría de las riquezas, de los placeres y del p o d e r — . Siendo así el fondo de la cuestión, resulta exagerado, además de bastante anacrónico, afirmar, como lo hace Thrower, que «para muchos en Israel, y para m u chos desde entonces [...], la constitución de Israel como nación aliada a Yahvé en cuanto su solo gobernante, se tomó como significante de la emancipación del hombre del orden socio-político en la historia y en el cambio social» (ibid.). Es inverosímil que el hebreo de entonces tuviese ni siquiera una vaga conciencia de que estuviera protagonizando semejante cosa, ni que tal cosa, en los términos en que lo expresa Thrower, estuviera teniendo lugar. M u c h o más cierto sería decir esto del ciudadano de la polis griega en tiempos de Pericles. L o s judíos lucharon con obstinación y constancia contra los opresores foráneos, de los que casi nunca su D i o s consiguió librarlos, y lo hicieron alimentados sin duda p o r una mitología religiosa original, desconocida hasta entonces. Tal vez quepa decir, con muchos matices y reservas, que el juego recíproco, dentro de la tradición cristiana desde la época del emperador Teodosio en el siglo IV, entre la perspectiva mitológica que ve la estructura social como espejo del orden del macrocosmos —por muy diversamente que esto haya sido entendido— y la que no la ve así,
se ha resuelto finalmente en las constituciones democráticas de nuestros propios días [p. 235]. Realmente, la posible deuda histórica contraída con el espíritu reivindicativo de los judíos por quienes luchan o han luchado por la igualdad social y las libertades públicas en la historia universal está lamentablemente contrapesada p o r el terrible legado de un teocratismo fundado en un monoteísmo intolerante y agresivo cuya paulatina cristalización en la concepción mesiánica de la historia sería recogida con su peculiar manera por la Iglesia cristiana para su instauración en la sociedad romana tardía, y seguidamente en los pueblos asentados en el Occidente europeo. El Dios excluyente y exclusivo de este feroz monoteísmo se convertiría, en estos pueblos, en el baluarte del fanatismo y la intolerancia, rompiendo así la tradición de tolerancia y democracia del helenismo clásico. Incluso cuando Occidente hubo desarrollado formas laicas de convivencia política que han ido reduciendo trabajosamente el estado mental de dependencia religiosa, la semilla mesianista ha florecido bajo nuevas formas, y la dependencia religiosa de los monoteísmos conoce hoy renovadas expresiones de intolerancia y fanatismo. A t r i b u i r al pensamiento bíblico el germen salutífero de la actual «relativización de todos los valores», como lo hace p o r ejemplo el mencionado Harvey C o x , es una fantasía apologética y un dislate histórico, hacia el que a veces parece deslizarse inexplicablemente un analista como Thrower, nada sospechoso de reminiscencias teológicas. La mentalidad judeocristiana, aún imperante en importantes zonas del planeta, es quizás el más triste ejemplo de la sacralización dogmática de muy determinados valores con exclusión de los demás. El excéntrico C o x menciona como una prueba de su peregrina tesis, la p r o h i bición hebrea de fabricar «imágenes» de lo sagrado en su máxima personalización, D i o s . En su caprichosa interpretación, esta prohibición simboliza el rechazo de adorar todo lo que haya sido «construido» por la mano del hombre. C o x desea ignorar que la idea del monoteísmo judío es la construcción humana más ominosa de todo lo inventado por el hombre, a causa de sus destructivas consecuencias para su conciencia y dignidad. T h r o w e r reconoce, al menos, que las que considera promisorias perspectivas de la
mentalidad hebrea se quedaron en germen, pero reitera su valoración positiva: Israel [...] nunca alcanzó esta etapa de desarrollo. ¡El inefable santo Dios estuvo siempre en el fondo del cuadro; un juicio sobre todas y cada una de las empresas humanas para ejemplificar su voluntad en la historia y en la sociedad, y donde fuera necesario, para adelantarse muy rápidamente desde ese trasfondo hasta la primera línea a fin de hacer su juicio más efectivo! Pero el trascendentalismo de tal Dios fue una etapa necesaria en el proceso de secularización. Sin ella, es dudosa que nosotros hubiésemos tenido la ciencia y la perspectiva naturalista, o las instituciones políticas, sociales y seculares que, en grado diverso, hoy disfrutamos muchos [pp. 235-236]. ¡Juicio contrafáctico tan poco convincente como atrevido!... Para la ciencia, el legado religioso de Israel fue negativo. C o m o punto de detalle, es oportuno recordar que el segundo mandamiento del código mosaico (Ex 20.4-5, Deut 5.8-9) — n o nombrar a Dios, no fabricar imágenes de D i o s — , tan celebrado p o r C o x , ha sido sigilosamente amputado p o r la G r a n Iglesia, que ha llevado al paroxismo el culto a las imágenes. Incluso la teología, con sus verbalistas distingos de tres variedades cúlticas —latría (reservada para Dios), hiperdulía (a la Virgen María), dulía (a los santos)—, no logra evitar que aparezca como un politeísmo fáctico o una conducta religiosa idolátrica. Más grave todavía fue introducir una tardía definición trinitaria de Dios, en la cual la segunda persona no sólo tiene nombre p r o p i o , sino que también posee naturaleza humana —además de d i v i n a — . Para el hombre de la Biblia, la idea de Encarnación y la idea de Dios como trinidad habrían constituido la más sacrilega negación de la divinidad y la más idolátrica ofensa al monoteísmo. El Cristo (Mesías universal), como híbrido divino-humano, es un escollo conceptual y práctico —a causa de la específica escatología mesiánica que le está constitutivamente i n c o r p o r a d a — en el camino de una radical secularización cultural y política. La desacralización de la naturaleza, a partir de una religiosidad que divinizaba el orden natural en su totalidad y unidad, tuvo l u gar, en su forma racional y fecunda, en las élites intelectuales de G r e c i a , de la India y de la C h i n a , como se ha p o d i d o ver en el
curso de este ensayo. Esta desacralización, estrechamente asociada a una estricta consideración física de la materia, creció en el espacio intelectual del ateísmo y del agnosticismo, y no, como sugiere T h r o w e r , en el espacio del monoteísmo providencialista hebreo —y sus epígonos cristianos—. Una rigurosa desacralización del mundo natural es inconciliable con la intervención de instancias sobrenaturales o divinas en los procesos materiales o humanos. El método científico rechaza, p o r definición, la idea de causalidad sobrenatural en el cosmos, a cualquier escala. La mente hebrea, lo mismo que la mente cristiana, se mueve siempre, en última instancia, en términos de misterio y de milagro, y acaba así, de un m o d o o de otro, resacralizando el m u n d o . La lógica interna de los actuales tres monoteísmos del Libro —hijos de una misma matriz semítica—, y sus fórmulas doctrinales, solamente pueden dejar un lugar reservado a la investigación científica propiamente dicha mediante el expediente de adjudicarle metodológicamente un espacio natural hipotéticamente escindido de su matriz divina —en la que ha de encontrar finalmente inserción con sometimiento al plan sobrenatural—. El científico vive así en precario en cuanto a su propia profesión, pues los resultados de su estudio de la naturaleza deberían finalmente integrarse en un orden divino totalizador creado sin cesar por la Providencia Divina. L a ciencia ha crecido en O c c i d e n t e , no por la concepción bíblica del mundo, sino siempre a pesar de ella, y frecuentemente contra ella. La Iglesia cristiana, al oponer los más onerosos obstáculos a la libertad de conciencia, de raciocinio y de investigación, ejerció como tal una función de contención o de supresión del progreso científico, aunque muchos de sus fieles en los que las exigencias de la razón no quedaron totalmente sofocadas hayan contribuido a ese progreso —pagando el precio de vivir generalmente en una situación de marginalidad intelectual o social—. El lector que desee conocer la triste historia de la represión ideológica de la Iglesia y sus graves estragos causados a la ciencia, puede consultar la Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (trad., Barcelona, 1987), de J. W. Draper, y A history of science and its reíations with philosophy and religión (Cambridge, 1929), de W. C. D a m pier.
7.1. La Iglesia cristiana nació de un irrepetible y asombroso proceso de hibridación de la tradición judía y la cultura helénica. M i s libros precedentes, publicados en esta misma Editorial —Ideología e historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico (6. e d . , 1993), Fe cristiana, Iglesia, poder (2. e d . , 1992), El Evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia (2. ed., 1994), Elogio del ateísmo (2. ed., 1995)—, se p r o p o n e n dar cuenta de este proceso y, así, identificar los elementos que generaron la fe cristiana. C u a n d o la impregnación de la sociedad grecorromana por esta novísima fe alcanzó el necesario punto crítico de maduración, se puso punto final a la vigencia de los valores fundamentales del helenismo, a comenzar por su elemento matricial: la progresiva sustitución del mythos por el logos como eje de marcha hacia la explicación racional del mundo. El delirio religioso contaminó el espíritu de aquella sociedad hasta el punto de anular las libertades indispensables para el crecimiento intelectual y moral de los seres humanos. El ateísmo, el agnosticismo, el escepticismo, fueron posiciones condenadas y reprimidas con el furor insuperable que ha caracterizado a la Iglesia. James T h r o w e r termina su sugestivo ensayo con este pasaje: a
a
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El cierre de las escuelas filosóficas paganas por el emperador cristiano Justiniano en el 529 d.C. puede tomarse como lo que marca el final del período especulativo, y frecuentemente de libre-pensamiento, del pensamiento occidental. Durante casi un milenio, el pensar de Occidente estará dominado por la comprensión cristiana de la realidad. Nada que se asemeje a la inteligencia especulativa de Grecia volverá a ocurrir hasta que surjan los pensadores islámicos heterodoxos. La contribución de Grecia y Roma al renacimiento y desarrollo de la especulación occidental acerca de la religión desde el siglo X I I en adelante es, sin embargo, tal que necesita el tipo de estudio con el que hemos estado comprometidos [p. 230. Cursivas mías]. Pero esta nueva singladura didáctica no forma parte de mi escrito, que sólo se ha interesado en acreditar históricamente la noble, tradición milenaria del pensamiento alternativo a la mentalidad mítico-religiosa (que se mantiene extensamente en el mundo de hoy). Los tímidos intentos medievales de refutar las «verdades» de la fe, y sus desarrollos en la cultura renacentista y protomo-
derna, suelen figurar, aunque sólo fuera en forma sumaria, en el acervo informativo de las gentes instruidas de nuestra sociedad. En caso contrario, esta información es asequible, en cierta medida, en los manuales escolares de nuestras instituciones docentes. Estas páginas finales se limitarán a presentar el grado de supresión que sufrieron hasta los últimos lustros del siglo X V I I I , en Europa, las tentativas de plantear públicamente la cuestión de la existencia de Dios y de la naturaleza de la religión, c i r c u n s t a n c i a solamente comprensible desde el absoluto monopolio ideológico de las iglesias cristianas en los pueblos de la cultura occidental. La Iglesia católica se distinguió, dentro de un panorama general de intolerancia y fanatismo religioso, p o r su legislación y sus prácticas represivas, que llegaban desde la coacción psicológica y social, hasta la intimidación moral, la tortura y la muerte. Toda alteración ideológica que pudiera poner en peligro las jerarquías sociales, el sistema de distribución injusta de la riqueza, el reparto de poder político y la concepción mítico-religiosa del mundo, tenían en la Iglesia la máxima instancia de represión y la garantía de la continuidad del estado de cosas. Solamente los movimientos heréticos de denuncia de la corrupción institucional y m o r a l de la Iglesia —movimientos animados por un utopismo evangélico admirable, pero que tampoco coincidía con la realidad histórica de la empresa mesiánica del N a z a r e n o , de la que ignoraban casi t o d o — ponían en cuestión el orden establecido, ya que estos movimientos contestatarios hundían sus raíces en las masas populares explotadas, en gran parte por la propia institución eclesiástica, la mayor latifundista de la historia europea. El Renacimiento filosófico y científico, primeramente, y las nuevas ideas que fueron gestándose en el curso de los siglos X V I y X V I I hasta culminar en la crisis de la conciencia europea, fueron d i fundiendo un nuevo discurso ideológico que intentaba recuperar la perspectiva naturalista y matemática del pensamiento griego. Simultáneamente, la monolítica interpretación católica de la B i blia quedó rota, no sólo por la Reforma sino, sobre todo, por la aplicación de métodos de exegesis racionalista a los textos sagrados, y paulatinamente fue configurándose un nuevo discurso religioso de sustitución que redujo drásticamente su contenido doct r i n a l y se orientó resueltamente hacia un teísmo a m i t a d de
camino entre la divinización de la Naturaleza y el causalismo aristotélico de un primer p r i n c i p i o del cosmos, un teísmo sin revelaciones históricas y sin soteriologías míticas. En efecto, el deísmo propuso la creencia en un ser personal trascendente y creador al que se le adjudicaba una función que oscilaba entre la de primer motor inmóvil o relojero del universo, y la de un padre p r o v i d e n t e y justiciero que restaura, ocasionalmente en este m u n d o y definitivamente en el otro, la armonía de la creación original. El deísmo seguía inmerso en las ideas míticas del más allá, de la inmortalidad del alma y de la retribución moral de las conductas según sus méritos, además del análisis tradicional de los atributos de la esencia divina. Este teísmo escuálido, fundado en la crítica racionalista de todas las confesiones religiosas, fue indudablemente una gran victoria del librepensamiento sobre los poderes dogmáticos, pero pronto la conciencia libre se apercibió de que la concepción deísta del mundo representaba la última trinchera de la conciencia religiosa, y que constituía un enemigo tan tenaz del ateísmo o el agnosticismo como las viejas iglesias. El deísmo, pasada la euforia de su inicial eclosión, apareció como lo que realmente era: el último escrúpulo de un teísmo que se resiste a morir, y que legitima la esperanza que satisface toda forma religiosa de la conciencia humana — l a superación del h o r r o r ante la muerte, y el anhelo de una felicidad en un m u n d o que cancele las frustraciones en éste—. N a c i d o al parecer en Italia, el deísmo se afincaría con firmeza en Francia y en Inglaterra, para adquirir luego expresiones más ambiguas en Alemania y el norte de Europa. E l debate público sobre la cuestión de Dios y de la religión tardaría al menos un par de siglos en adquirir un planteamiento diáfano. Durante mucho tiempo, la conciencia libre rehusaba afrontar expresamente la hegemonía de la fe recibida. Incluso pensadores que hoy nos parecen ejemplos de un ateísmo o un agnosticismo inequívocos, se inhibieron de la abierta declaración del abandono de la fe. La historiografía conoce actualmente la existencia de opúsculos y manuscritos anónimos inéditos que circulaban clandestinamente en círculos minúsculos y siempre bajo el temor de ser identificados por el implacable e incesante escrutinio de los d i versos tribunales inquisitoriales. La inmensa mayoría de los apóstatas lo eran in pectore y se cuidaban mucho de no mostrar a la
luz pública el fuero íntimo de su conciencia — l o que aún sucede en nuestros días, en razón de conveniencias prácticas evidentes—. Tres ejemplos concretos nos permiten acreditar esta general actitud elusiva de tantos agnósticos o ateos. El hispano Francisco Sánchez el Escéptico (1551-1623) se aventuraba a afirmar que «nada se sabe» (quod nihil scitur) y a rechazar tajantemente el argumento de autoridad como un criterio de verdad, pero que yo sepa no se atrevió a cuestionar, al menos explícitamente, las doctrinas de la fe cristiana. Su empirismo, nominalismo y agnosticismo se detenían a las puertas de la Iglesia. El galo M i c h e l de Montaigne (1533-1592) se interrogaba, en sus célebres Essais (1595, edición postuma), sobre «qué podía creerse» (que sais-je?), y acabó dudando de todo. Pero tampoco él se atrevió a abjurar de las inverosímiles certezas de la fe. A p r o x i m a damente un siglo más tarde, Pierre Bayle (1647-1706) iría más lejos, adentrándose con coraje en dominios hasta entonces reservados a las creencias cristianas. En su famoso Dictionnaire historique et critique (1696-1697) observaba que «no hay mentira, por absurda que sea, que no pase de libro en libro y de siglo en siglo». Y en su acerada Réponse d'un Provincial (1704) concluía que es imposible saber algo con certeza. Sin embargo, él tampoco hace profesión pública de ateísmo, lo cual evitó a este «maestro de incredulidad», c o m o lo bautizó P a u l H a z a r d , sufrir mayor sanción —benigna para entonces— que la destitución en 1693 de la cátedra que ocupaba, acusado de impiedad. En éstos y demás casos, el límite de la tolerancia relativa —siempre bajo el precio de vejaciones y discriminaciones—- lo marcaba un escepticismo filosófico que no desembocase explícitamente en el ateísmo confeso. En suma, en aquellos primeros tramos del itinerario del pensamiento m o d e r n o podía pensarse que no existían ateos, pero simplemente vivían una existencia subterránea. Desde el siglo X V I I , se fortalece la convicción —ante los crecientes signos de i n c r e d u l i d a d — de que no pueden existir ateos, y se afirma la distinción radical entre el ateísmo especulativo, racional o teórico y el ateísmo práctico, irreflexivo, irracional — q u e sería sólo un i n diferentismo respecto de los criterios morales del comportamient o — . El primer tipo de ateísmo se niega incluso como posibilidad en los seres humanos normalmente constituidos. Sólo es posible
el segundo tipo, que no es realmente ateísmo, pues el ateo práctico sigue creyendo en el fondo de su corazón, aunque esta creencia no influya habitualmente en el gobierno de su vida. El punto de arranque apologético de tal distinción podría situarse en aquella sentencia del salmo 14 de la Biblia: Dixit insipiens in corde suo non est Deus. El adjetivo insipiens connota aquí, no simplemente ignorancia, sino estupidez, en el sentido de sufrir un cierto grado de anomalía psíquica. En sus hábitos de fanatismo religioso, el creyente estimaba que la religiosidad constituía una dimensión definitoria del ser humano, un atributo esencial de su integridad i n telectual y ética. P o r consiguiente, tenía que considerar el ateísmo como una anomalía del pensamiento que sólo podía deberse a una grave carencia de sindéresis o facultad de juicio. Es decir, una huida patogénica de las leyes del discernimiento. En griego, syntereo significa guardar o conservar, y deriva a su vez de tereo, vigilar atentamente. Carecer de sindéresis es así haber perdido la «chispa de la conciencia» (scintilla conscientiae), cuya función es, según San Jerónimo, corregir los errores de la razón y dominar los apetitos de los sentidos. Esta deficiencia intelectiva genera una insania moral. De tal m o d o , la stultitia atheismi — c o m o reza el título de la traducción latina de una obra de Richard Bentley, de 1692— consiste, en definitiva, en un error congénito del entendimiento y una perversión permanente del juicio moral. ¡El ateo entra así en la categoría general de quienes han perdido el recto uso de la razón!.. Esta definición legitimaba la afirmación general de que no podían existir verdaderos ateos dentro de los límites de la normalidad ontológica de los seres humanos. E l corolario de esta arbitraria definición era la negación de que fuera racionalmente posible rechazar la existencia de Dios, y la afirmación de que el ateísmo impedía el pleno despliegue de las potencias intelectivas y éticas de los seres humanos. Se consumaba así la más absoluta y humillante censura que pueda recaer sobre una Weltsanchauung: una censura por intrínseca imposibilidad. Ser ateo es algo contra natura, que ni siquiera podría ser imaginado.
7.2. La actitud elusiva que imputamos a los escépticos de los siglos X V I y X V I I se mantuvo de hecho hasta muy entrada la segunda
mitad del siglo X V I I I . Parecería que cuanto más se disolvían los cimientos intelectuales de la fe, más arreciaba la reacción institucional de iglesias y de príncipes contra los intentos de desmitificación y de racionalidad. A b u n d a b a n los cripto-ateos —entre otros, Spinoza, H o b b e s , H u m e — , pero nadie osaba declararse públicamente o por escrito confeso de ateísmo. L a legislación penal — c i v i l y canónica— y la opinión pública oponían a tal decisión intimidaciones concluyentes. H u b o que esperar hasta el año 1770 en el Continente, y 1782 en las Islas Británicas, para presenciar —según la apasionante indagación de D a v i d Betman ofrecida en su l i bro A history of atheism in Britain: from Hobbes to Russell (Londres, 1988)— las primeras declaraciones impresas de ateísmo. En Francia, P a u l - H e n r y Thiry, Barón d ' H o l b a c h , produce su obra Le systéme de la nature, ou des lois du monde physique et du monde moral, editada en Amsterdam, en dos volúmenes, en 1770. En Inglaterra, se publica impreso el panfleto anónimo An answer to Dr. Priestley's letter to a philosophical unbeliever ( L o n d r e s , 1782), prologado, al parecer, por W i l l i a m H a m m o n d , y escrito por este mismo y por Mathew Turner. C o m o se ve, los autores de estas declaraciones impresas de ateísmo se toman sus cautelas. El Barón d ' H o l b a c h publica su obra bajo seudónimo, aunque muy pronto se supo el verdadero nombre de su autor, que apareció ya en la edición de 1821. W i l l i a m H a m m o n d , en carta que dirigió a J. Priestley el 23 de octubre de 1781 — q u e se incluye en el Poscript a la Answer—, solicita de éste, se supone que entre bromas y veras, su protección ante posibles persecuciones. «De usted — l e escribe— puedo ciertamente esperar que usará de su influencia, tanto cerca de los abogados como de los eclesiásticos, para no suscitar una persecución contra un pobre ateo, en el caso de que se encontrase uno en el Reino, cuya gente en general no admitiría que fuera posible». En cuanto a M a t h e w Turner, su nombre no aparece en parte alguna del panfleto, debido probablemente al habitual recelo, hasta el punto de que sólo ahora se ha llegado a la conclusión de su autoría conjunta con H a m m o n d . De éste es la Advertencia editorial, el Prefacio y el Postscript (incluida la Carta). D e l segundo es el cuerpo del panfleto. El Systéme de la nature, cuyo interés teórico es todavía hoy mayor del que suele concedérsele, produjo el efecto de una bom-
ba explosiva inesperada. Su sólida y bien articulada argumentación haría en adelante sospechosa y de mala fe toda denegación de la existencia de ateos especulativos. Su publicación y difusión resultó tan escandalosa que el Parlamento de París la condenó inmediatamente a la hoguera. En el v o l . II, cap. X I , el autor presentaba sus razones y fustigaba la fe de los creyentes: Todo lo que acaba de decirse en el curso de esta obra debería bastar para desengañar, a los hombres capaces de razonar, de los prejuicios a los que atribuyen tanta importancia. Pero las verdades más claras tienen que naufragar ante el ardor, la costumbre y el terror; nada más difícil que destruir el error, cuando una larga prescripción lo ha puesto en posesión del espíritu humano. Es inatacable cuando está apoyado por el consentimiento general, propagado por la educación, inveterado por la costumbre, fortificado por el ejemplo, mantenido por la autoridad, y alimentado sin cesar por la esperanza y los temores de los pueblos, que ven sus mismos errores como remedios de sus males. Tales son las fuerzas que sostienen el imperio de los dioses en este mundo, y que parecen deber hacer allí su trono inconmovible. Este lúcido diagnóstico, en su sencillez, no ha sido superado, y en su día fue para muchos la exacta traducción de sentimientos que hasta entonces no habían encontrado la voz solvente que los expresara. La situación personal de quien tenía razones para abandonar la fe queda bien descrita: «ante el solo nombre de un A t e o , el supersticioso se estremece, el deísta mismo se alarma, el sacerdote se enfurece, la tiranía prepara sus hogueras, el vulgo aplaude los castigos que leyes insensatas decretan contra el verdadero amigo del género humano». Sin embargo, antes y después de publicarse esta vigorosa y certera requisitoria, los adalides de la fe, salvo honrosas excepciones, seguían negando la p o s i b i l i d a d de que existiesen verdaderos ateos. Lo asombroso, escribe d ' H o l b a c h , es que «varios teólogos, pese a las invectivas con que abruman a los ateos, parecen haber d u d a d o con frecuencia de la existencia de ateos en el m u n d o , de que haya gentes que puedan negar de buena fe la existencia de Dios». Tan desconcertante actitud se debe, añade, a que esos apologetas no conocen realmente el pensamiento de los ateos: «si por ateos se entiende gentes que no saben lo que es un espíritu, y que no ven la
necesidad de espiritualizar o hacer incomprensibles las causas corpóreas, sensibles y naturales que sólo ven actuar», entonces nadie bien informado podría negar la existencia de ateos, ni los miraría «ni como insensatos ni como locos furiosos» (Cursivas mías). Esta terminante negación de espíritus (almas, etc.) completa, junto a la negación de Dios, el Gran Espíritu, la posición íntegra del ateo. En fórmula feliz, que apunta al corazón lógico y epistemológico del ateísmo, el Barón d ' H o l b a c h define así el ateísmo: «un ateo es un hombre que no cree en la existencia de un ser que no conoce y que se dice que reúne cualidades incompatibles». Disputando con numerosos teólogos de los siglos X V I I y X V I I I que negaban que en la Antigüedad hubieran existido verdaderos ateos — M a r t i n Fotherby, Thomas Curteis, Thomas Wise, Richard Blackmore, H e n r y M o r e y algunos más—, d ' H o l b a c h tiene por evidente que sí los hubo, y advierte que «las mismas gentes que encuentran que el ateísmo es, hoy día, un sistema tan extraño, confiesan que ha p o d i d o haber ateos en el pasado». Y exclama, «¡entonces qué!, ¿es que la naturaleza nos ha hecho menos dotados de razón que los hombres del pasado? [...]». La cosa quedaba juzgada. L o s que afirman la imposibilidad de que existan ateos racionales, especulativos, se embarcan, contra toda lógica, en arduas argumentaciones para refutar el ateísmo y probar la existencia de Dios. En su mencionado l i b r o , Berman se interroga: ¿Para qué argumentar contra estos ateos, si se niega que realmente sean posibles?... Su respuesta a esta clamorosa incongruencia le lleva a analizar la rica y compleja gama de motivaciones psicológicas y teológicas que se esconden en esta actitud. En su fondo, late una insinceridad velada por el fanatismo de la fe, y un deseo inconfesable de suprimir o reprimir al adversario radical, el ateo. El principal punto de partida del análisis de Berman es el célebre Ensayo anónimo publicado en 1734 por el Universal Spectator, y en seguida también por el hondón Magazine or gentleman's monthly inlligencer. Tanto en este ensayo anónimo, como en el también anónimo artículo «Atheism» de la Encyclopedia Britannica (1771), y en la Bibliotheca historico-sacra, de Thomas Broughton (1737), no es el ateísmo como tal lo que es negado o dudado —escribe Berman—, sino una cierta especie de ateísmo, el ateísmo que es «razona-
do» (Broughton), «serio» (Enclyclopedia), o el «resultado del pensamiento» (Ensayista). Aquellos que se adhieren a tal ateísmo serían «hombres que piensan» (Broughton) o «ateos contemplativos» (Ensayista). El nombre corriente dado a estos hombres o a su doctrina era el de «ateos especulativos» o «ateísmo especulativo» [pp. 1-2]. La Encyclopedia estima que «es justamente cuestionable si h o m b r e alguno puede seriamente adoptar tal p r i n c i p i o . Estas pretensiones, por consiguiente, deben fundarse en el orgullo o la afectación». El autor del Essay escribe: «Un Ateo contemplativo es lo que pienso yo que es imposible; la mayoría de quienes se pensaría que son ateos, l o son p o r indolencia, porque no se dan tiempo para razonar [...] Es más bien por desenfreno de su corazón que como resultado de sus pensamientos». L o s ateos sólo lo son en la práctica, en depravada o irreflexible conducta. Es un ateísmo no-pensante. Es fácil captar que esta distinción era un expediente apologético, tan pueril como malintencionado, pues la negación del ateísmo como hecho existencial —tanto si revestía carácter conceptual como descriptivo— se proponía suprimir o reprimir todo reconocimiento del ateísmo serio, racional y sincero. Ayer, como hoy al Papa Wojtyla y al C o n c i l i o Vaticano II, lo que inquieta al teólogo son los ateos sistemáticos, formales, que «afirman que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin en sí mismo, el único artífice y creador de su p r o p i a historia» (Constitución Gaudium et Spes, 20, del Vaticano II). A h o r a se reconoce que existen y que son los mayores adversarios, en número creciente, de la fe. Antaño, el fanatismo rehusaba incluso admitir su existencia. Pero antes como ahora, los simplemente inmorales o malvados, se dijeran ateos o no, apenas inquietaban: eran parte de la disposición divina, exponentes de un mundo de pecado, de la civitas diaboli in térra, que diría Agustín de H i p p o n a . Berman indica que los apologetas siguieron, desde el siglo X V I I I especialmente, dos estrategias emparentadas pero no enteramente coincidentes: la supresión y la represión. La supresión consiste en «el deseo consciente de inhibir o eliminar el ateísmo negando su existencia», en tanto que la represión radica en «la expulsión de la conciencia de ideas o experiencias que son desagradables o amenaza-
doras para el ego». Esta segunda estrategia es manifiestamente, aunque no lo diga así, una variedad de las censuras freudianas. Berman prefiere definirla como «la no-creencia consciente en la existencia del ateísmo y el deseo o la tendencia inconsciente a inhibir el ateísmo por medio de la no-creencia consciente y su expresión verbal» (p. 5). Es decir, la negación represiva está «inconscientemente dirigida a expulsar de la mente pública (que incluye la mente del negador) una idea o creencia; o del repertorio de ideas o creencias que se toman con seriedad por la mente pública» (ibid.). Sin restar méritos a esta sutil distinción, que ilustra con los textos de numerosos pensadores, debe mostrarse la dificultad de deslindar nítidamente, en la mayor parte de los discursos, entre una y otra estrategia. Suelen presentarse superpuestas o amalgamadas. Berman propone como una clave de su deslinde el grado de urgencia en que se esté en rebatir el ateísmo: «Cuanto más patente es el peligro de ateísmo, tanto más puede esperarse la supresión más bien que la represión» (p. 37. Cursivas mías). Estima que «donde hay una negación y una afirmación, la negación puede tomarse como sintomática de la represión», y que «si el lenguaje abusivo se hace demasiado violento, y si hay un reconocimiento demasiado claro de que afirmar la cosa sólo puede estimularla, entonces podemos estar tentados a ver una negación como supresiva» (pp. 23-24). C o m o ejemplo de supresión, Berman menciona este pasaje de E d m u n d Burke, en sus Reflexiones sobre la revolución en Francia (1791): Sabemos, y es nuestro orgullo saberlo, que el hombre es por constitución un animal religioso; que el ateísmo está no sólo en contra de nuestra razón sino también de nuestros instintos; y que no puede triunfar. Pero si, en el momento del tumulto, y en el ebrio delirio del candente espíritu extraído del alambique del infierno que está ahora hirviendo furiosamente en Francia, dejásemos a la vista nuestra desnudez arrojando la religión cristiana [...], tememos (siendo muy conscientes de que la mente no soporta un vacío) que alguna superstición tosca, perniciosa y degradante podría ocupar su lugar. No cabe duda de que el retórico alegato de Burke — q u e supone implícita y gratuitamente que la fe cristiana no es una su-
perstición— constituye una actitud y un lenguaje supresivos, pero no deja de esconder connotaciones represivas. Lo que sí es cierto es que en los numerosísimos textos que se citan como ejemplos de la represión se juega generalmente con sutiles cualificaciones, acerca de la existencia del ateísmo especulativo, unas veces expresas y otras solamente sugeridas, lo cual delata una inseguridad implícita, reprimida, respecto de la supuesta convicción de que no puede existir este tipo de ateísmo. H i l o s invisibles unen así dos planos de represión — d e l ateísmo en cuanto imposibilidad y de la p r o p i a inseguridad en cuanto a su existencia real—. L o s textos represivos no parecen, sin embargo, menos contundentes que el de Burke. L o s «ateos especulativos absolutos» (Thomas Wise) o «ateos puros» (Martin Fotherby) son exorcizados estruendosamente con frases así — q u e se califican por Berman como lenguaje represivo—: «la locura y el absurdo del ateísm o » {Essay, de 1734), «tal monstruosa contradicción de toda evidencia y de todos los poderes del entendimiento y de los dictados del sentido común» (John Balguy, en 1749). Es difícil exonerar estos textos de connotaciones abiertamente supresivas. En definitiva, para ninguna de las dos estrategias era posible admitir, ya de entrada, verdaderos ateos serios, especulativos, racionales. Solamente existían ateos prácticos, hombres inmorales. C o m o señala B e r m a n , la inmoralidad «podía ser, o bien una causa del ateísmo no-pensante, o bien una expresión del ateísmo práctico»; sin perjuicio de que el ateísmo práctico pudiera ser considerado como «el efecto del ateísmo especulativo» (pp. 1-2). Pero el quid de la negación represiva del ateísmo radica en lo que Berman describe como un choque (crucial clash) entre la negación de la existencia de ateos reales y el celo argumental para demostrar la existencia de D i o s . Esta manifiesta incongruencia se debe a que — c o m o es patente en el anónimo Essay de 1734— «la negación estaba dirigida a i n h i b i r el ateísmo, no consciente sino inconscientemente». El designio de la negación era autorrealizador (self-fulfilling) en su intención elusiva: generar o mantener la idea de la no-existencia de ateos en cuanto hecho, pero reafirmando contra ellos la existencia de D i o s . «El hecho de que el conflicto crucial esté en la superficie indica —agrega B e r m a n — [...] que el propósito no era profundamente inconsciente» (p. 6).
Porque «si fuese realmente imposible para cualquiera ser un ateo especulativo, entonces apenas tendría sentido su calurosa disuasión de la gente respecto a esa increencia. Pero como intenta d i suadir y convencer, parece probable que (de algún modo) cree que esos ateos especulativos existen o son al menos posibles» (p. 3).
7.3. La patente contradicción que late en la negación represiva funcionó, sin embargo, durante mucho tiempo como «una poderosa medicina preventiva» (p. 42), y sigue funcionando hoy, bajo múltiples formas, en la actitud de gran parte de los cristianos. Berman ofrece una muestra asombrosa de esta pervivencia al recordar lo que escribió el escritor Thomas Stearns Eliot en 1927 al aparecer, en ese mismo año, el libro de Bertrand Russell, Why I am not a Christian: el Sr. Russell supone que no es cristiano porque es ateo [...]. Cuando nos familiarizamos con el ateísmo reconocemos que es frecuentemente una mera variedad del cristianismo. En realidad, varias variedades. Porque sólo se cesa de ser cristiano para ser algo otro definido — u n budista, un mahometano, un brahmin—. El señor Russell es esencialmente un low churchman [leáse, una especie de cristiano protestante liberal e inconformista], y solamente por capricho puede uno llamarse Ateo [...], ¡no podemos tomar en serio el ateísmo del señor Russell! [p. 232]. ¡Un hombre indudablemente de talento poético, E l i o t , ni siquiera puede imaginar que existan ateos..! N a d i e puede evadirse, según él, del círculo férreo de los teísmos confesionales. Las fronteras del teísmo marcarían también las fronteras del intelecto. Sin embargo, en nuestros propios días de final de un siglo en que las ciencias han logrado un ritmo de progreso exponencial, extensos sectores de cristianos de todas las clases sociales manifiestan abierta reluctancia a admitir que existan ateos humanamente cabales. P o r m i propia experiencia personal, puedo decir que este fenómeno enorme le deja a uno perplejo y en cierto modo desarmado. C u a n d o declaro mi ateísmo, me he encontrado en ocasiones con esta respuesta: «Usted cree ser ateo, pero de verdad no lo es. Porque, en rigor, no puede haber ateos. Creerse
ateo es un lamentable error, pero un error subsanable para una persona sensata y de buena fe. C o m o sé que usted busca la verdad, es seguro que no ha perdido realmente, en el fondo de su mente y de su corazón, la fe». En las entretelas de esta actitud estremecedora sigue latiendo el espíritu del Salmo 14 de la B i b l i a : sólo los estúpidos o insensatos pueden creerse ateos. Actitud represiva y supresiva. En España, concretamente, nadar contra corriente, salirse públicamente de lo que pueda estimarse que es la communis opinio, no significa sólo disentir, sino sentirse excluido. N a d a r contra corriente en cuestiones que se consideren fundamentales —y es de m o d o eminente el caso cuando se trata de religión— no equivale a entrar en debate, a contrastar ideas o convicciones, sino a condenarse al aislamiento, la marginación o el olvido. No suscita el diálogo sino el silencio, la muerte civil, la supresión simbólica. Aquí, para mantenerse en el agora, hay que asumir considerables cuotas del consenso ideológico que legitima el status quo. La mayor parte de los críticos que se sientan en las tertulias radiofónicas o televisivas, y que en los asuntos anecdóticos o menores se dan aires de terribles, se sitúan automáticamente dentro del sistema cuando se tocan asuntos sensibles para su supervivencia — l a suya personal en términos de intereses, y la del orden establecid o — . Un país en el cual la inmensa mayoría de los llamados intelectuales se inhibe ante las cuestiones básicas del pensamiento y de la vida, en el momento en que es necesario testimoniar públicamente de las propias convicciones, es un pobre país. C u a n d o el asunto debatible es la religión, a la habitual pasividad ideológica se une el miedo a las actitudes represivas de los cristianos — c o n las excepciones honrosas que quepa señalar— y a esa difusa pero constante presión social asentada en la inercia confesional que sigue reinando en nuestro país. Sin embargo, el número de indiferentes, agnósticos o ateos declarados sigue creciendo — e n torno al 2 6 % en 1990, según una encuesta eclesiástica bastante fiable, pero con un ritmo de progreso impresionante en los últimos años precedentes—, y son los apologetas de la fe quienes tienen ahora que exhibir los títulos que acrediten su pretensión de poseer la verdad. Puede decirse que durante los largos siglos de dominación incontestada de la
Iglesia cristiana en Occidente, se tuvo p o r algo obvio que el onus probandi de la existencia de D i o s y del alma inmortal corría a cargo de quienes la negasen, invirtiéndose así las reglas metodológicas fundamentales para adquirir el conocimiento de la realidad: quien afirma debe probar. E l significado de los argumentos elaborados por la teología cristiana hasta el siglo XVIII sería mal interpretado si se tomaran como otra cosa que ejercicios escolásticos necesarios para neutralizar epistemológicamente las tradiciones escépticas, agnósticas o ateas legadas por la Antigüedad clásica, y para cimentar decorosamente el edificio de la concepción cristiana del m u n d o . Las grandes polémicas teológicas del M e dioevo europeo se centraron en dos frentes: ad intra, en las cuestiones de la hermenéutica ortodoxa del legado neotestamentario frente a las supuestas tergiversaciones heréticas —algunas de las cuales indudablemente reivindicaban contenidos genuinos de ese legado, que fueron relegados o abandonados por la Iglesia—; ad extra, en las disputas interconfesionales en el contexto proselitista y misional de la Iglesia —específicamente frente al judaismo y al islamismo, que compartían, no obstante, con el cristianismo la fe en el monoteísmo de origen abrahámico—. ha existencia de Dios y de un más allá se daba por supuesta y asumida por todos en el orbe civilizado. En el alba de la Europa moderna i r r u m p e una nueva mentalidad alternativa, que se va afirmando lentamente pero con paso seguro, pese a los avasalladores obstáculos que la intolerancia i n terponía en su c a m i n o . La Iglesia e x p e r i m e n t a un estado de creciente inquietud ante el avance, en los ámbitos cultivados, de filosofías criptoateas o próximas a una concepción atea del m u n do. Estas tendencias adquieren verdadero peso y relevancia en el marco de la progresiva sistematización de la descripción científica del cosmos — e n la línea ascendente C o p é r n i c o - G a l i l e o - N e w t o n — , de una parte, y de la paulatina pero incesante demolición de la fe en las supuestas certezas bíblicas, a manos de la exégesis filológica y doctrinal histórico-crítica, cada día más emancipada de los grilletes dogmáticos. La reacción eclesiástica ante el avance de todas las ciencias consistió, como ha p o d i d o verse diáfanamente en las páginas anteriores, en el cierre de filas y la exacerbación de la conducta represiva contra el pensamiento agnóstico o ateo —y
sus consecuencias antropológicas—, pensamiento que se tuvo por orientación perversa de la mente y del comportamiento, extramuros de la sindéresis, y situado en el umbral de la insania. En el curso del siglo X V I I I empieza a debilitarse la eficacia de la represión religiosa, y el debate sobre Dios y la religión se hizo general y público. La labor crítica puede simbolizarse en la aparición de la Encyclopédie en cuanto propósito de someter universalmente a la crítica racional todos los contenidos del acervo cultural de la h u manidad. El siglo X I X presenció la ruptura ya irreversible del consensus ideológico y social que sostenía la christianitas, así como la formulación de las grandes filosofías que rechazan la idea de Dios, o al menos la idea del Dios personal y creador del monoteísmo. La perspectiva evolucionista — i m p u l s a d a decisivamente por la obra de D a r w i n — infligió un golpe definitivo a la visión teísta del hombre y de la vida, y desde entonces el magisterio eclesiástico sólo p u d o afrontar este reto mediante inocuas y reiteradas reafirmaciones de sus estereotipos teológicos, sin contacto con las ciencias fundadas en la observación, la medición y la experimentación. Esta actitud misoneísta comportó, de hecho, el abandono de un verdadero debate sobre Dios que se situase a la altura de los tiempos, y un encastillamiento ideológico que equivalía a una negación de las consecuencias filosóficas de los nuevos c o n o c i m i e n t o s científicos. Paulatinamente, el onus probandi se desplazó hacia quienes afirmaban las pretensiones del teísmo en general, y del teísmo cristiano en particular. Puede tomarse como elocuente símbolo de ese abandono del campo de batalla la indirecta pero clara renuncia del C o n c i l i o Vaticano I, que figura en la redacción definitiva de la Constitución sobre la fe católica (1870), a seguir hablando de demostrar la afirmación central del teísmo. Esta ausencia del debate sobre D i o s y sus implicaciones sólo se ha roto, en parte, con la irrupción, en las últimas décadas de nuestro siglo, de un grupo de exponentes, laicos pero creyentes, de la llamada filosofía analítica — e n su sentido a m p l i o — . Estos filósofos, procedentes casi todos de la corriente del análisis lógico del lenguaje, relevaron en su tarea a los teólogos convencionales y se lanzaron a un estéril intento de remodelar o reformular los viejos ejercicios escolásticos que nutrían los praeambula fidei de la cosmovisión cristiana. L o s nuevos epígonos han insistido a su
manera en los clásicos argumentos ontológicos y cosmológicos, los cuales han cedido en importancia a nuevos argumentos centrados en la experiencia religiosa y en el fideísmo filosófico-teológico — d e inspiración predominantemente wittgensteiniana y de su teoría de los juegos de lenguaje—. Estos esfuerzos han resultado improductivos en cuanto a su pretensión demostrativa, y en sí mismos representan un debilitamiento de la vieja estructura racional de la dogmática cristiana aún vigente. De todo ello resulta evidente el c u m p l i m i e n t o del arco de parábola que ha seguido el desplazamiento del onus probandi. Cada día con mayor evidencia y seguridad, la investigación científica y la reflexión filosófica permiten establecer una serie coherente de certezas negativas que invalidan las aserciones esenciales del teísmo y del creacionismo. Estas certezas negativas configuran el núcleo epistemológico del ateísmo, y constituyen la plataforma que legitima la denegación intelectual de las pretensiones de verdad de las religiones en general, y de los monoteísmos del L i b r o en particular. Tampoco el deísmo, que nació de la visión naturalista de la realidad que instauraron los avances de las ciencias en los siglos X V I I y X V I I I , representa hoy una posición de repliegue c o n suficiente solidez, pues aunque se haya despojado de las fabulaciones de los credos religiosos, ofrece flancos igualmente vulnerables en la tarea de asumir con rigor y éxito el onus probandi. El deísmo, en cuanto teísmo escuálido y sumario, está sujeto a las mismas deficiencias arguméntales que este último. Incluso las iglesias han renunciado a demostrar que existe un Ser Supremo. Esta indigente situación epistemológica del deísmo puede ser una de las razones que e x p l i q u e n que quienes desean mantener a toda costa una concepción religiosa del mundo se hayan deslizado hacia formas más o menos vagas de panteísmo, abiertas a la búsqueda de excitantes experiencias de carácter místico, para lo cual parecen haber encontrado una panacea en las filosofías orientales, eminentemente espiritualistas y esotéricas. Las prácticas del yoga, de la meditación trascendental, del transpersonalismo, del zen, etc., se presentan como sucedáneos para fundamentar vivencialmente una interpretación religiosa del m u n d o en términos indefinidos de energía cósmica como referente de la unidad universal del Ser, creyendo al mismo tiempo que por esta vía conectan con la eos-
mología científica actual. Pero estas gentes parecen no percibir que la mera palabra energía —y el difuso referente que pretende c o n c e p t u a l i z a r — resulta inservible para cualquier f u n d a m e n tación religiosa, si no es interpretada, de algún modo, como sujeto, como persona. Un m u n d o más allá en el que continúen nuestras vidas — e n la forma que se q u i e r a — sólo tiene el sentido que un espíritu religioso necesariamente habrá de darle si la supervivencia después de la muerte corporal es algo más que una energía genérica, vaporosa, volátil, vagando por los espacios estelares, es decir, algo que no se fundirá en un todo despersonalizado. O t r o tanto sucede con ilusorios conceptos de procedencia oriental (hoy muy en boga), tal como prana (energía vital universal). Este fantasmagórico m o d o de pensar equivale a un animismo sin sujeto, es decir, bastante menos racional que el animismo forjado por el homo sapiens en los albores de la especie. Frente a tales extravíos, solamente cabe recordar que la única energía que existe es la que se investiga en los laboratorios de Física.
4.
HISTORIA Y RELIGIÓN*
L a religión es su propia historia. N o es algo que frewe historia pero que es distinto de la historia. D i c h o de otro m o d o , la religión no posee referentes objetivos, intersubjetivamente observables. N o hay un conocimiento religioso que historiar, sino sólo conductas de los seres humanos acerca de referentes inexistentes. L o s presuntos referentes religiosos son incognoscibles en el sentido riguroso de este término, es decir, en cuanto que no son observables por varios sujetos simultánea o coordinadamente. La botánica, o la mineralogía, por ejemplo, pueden ser referentes reales de una historia, porque existen como entes naturales al margen de su historia. En el curso del tiempo, su conocimiento fue extendiéndose, ampliándose y perfeccionándose por las contribuciones historiables de investigadores sucesivos. Al contrario que las plantas y los minerales, por ejemplo, los referentes religiosos no tienen potencia real, existencia in se, porque son el producto de la imaginación, son creados por la mente humana en el ámbito de la conciencia subjetiva, y por ello resultan constitutivamente inaccesibles a cualquier tentativa de conocimiento que se ajuste a las reglas indispensables de la observación intersubjetiva controlada por la razón. En consecuencia, una historia de la religión no puede ser nada más que la descripción diacrónica de los precipitados mentales de la especulación milenaria a partir de una ilusión. Así, sólo puede escribirse con rigor — e n términos epistemológicos, no solamente é t i c o s — una historia impía de las religiones; es decir, una historia crítica radical de las especulaciones religiosas de la humanidad que presente en sus respectivos contextos las formas de esa ilusión. * Prólogo a la Historia impía de la Religión, de Fernando de Orbaneja.
Las formas de la ilusión religiosa giran siempre, en el fondo, en torno a dos ejes: la existencia de almas y la existencia de dioses. Probablemente, ya en el alba de la humanidad, el homo sapiens, recién instalado en su habitáculo terráqueo, puso en marcha un lento proceso de reflexión sobre experiencias de todo tipo que le llevó a inventar el alma: la creencia de que, además del cuerpo, existe un principio vital separable, invisible y volátil que no sigue la misma suerte del cuerpo ni en la vida ni en la muerte. Lo que hoy continúa pareciéndole a una extensísima parte de la humanidad algo evidente y obvio, representó la invención más pertinaz y ominosa en la historia del ser humano. P o r la vía de esta invención, el m u n d o comenzó a poblarse de almas o espíritus, y esta noción engendrada por la imaginación se expandió hasta p r o d u c i r la convicción de que a cada ser material le correspondía una contraparte anímica — s o p l o , aliento, alma, espíritu, n u m e n — que podría existir al margen del cuerpo, o sin quedar necesariamente residenciada en éste. Es la invención animista, que satisfacía plausiblemente las modestas exigencias de racionalidad del hombre prehistórico, aunque fuera objetivamente falsa, y que conducía a actitudes que serían la antesala de la religión en cuanto que esas almas o espíritus se le presentaban, en el crisol de su imaginación, como poderes sigilosos u ocultos que intervenían o interferían — c o n voluntad p r o p i a — en la conducta y el destino de los seres humanos. R. R. Marett sostenía erróneamente que la religión rudimentaria fue «una cosa más amplia... y más vaga que " l a creencia en seres espirituales"» (cf. E. O. James, Comparative Religión, 1961, p. 38). Según Marett, el hombre no comenzó a especular sobre sueños y visiones, y a formular ideas de fantasmas, sino que parece que fue movido por hondas emociones suscitadas p o r inexplicables fenómenos que causaban pánico. Llamó animatismo a esta vaga hipótesis de una fuerza mística impersonal conectada a situaciones, objetos o personajes misteriosos, que se expresaba en conductas religiosas pertenecientes al orden de lo sagrado. Se trata de una hipótesis incoherente, pues el definiens (lo sagrado) entra en el definiendum (lo religioso), ya que no se define previamente qué es lo sagrado. Flagrante petitio principia... L o s llamados vivencias o sentimientos religiosos nacen en v i r t u d de la asociación de la hipótesis animista — e n g e n d r a d a en la
mente, pero concienciada inicialmente por el hombre prehistórico de manera vaga e i n t u i t i v a — con prácticas colectivas dirigidas a propiciar la benevolencia de los espíritus o a neutralizar su malevolencia. E r a n prácticas que combinaban la súplica c o n el exorcismo y la magia, y que pronto cristalizaron en cultos y rituales que expresaban conjuntamente reverencia y temor, a la vez que cumplían eficaces funciones de cohesión social del grupo. Las almas o espíritus a los que se atribuían poderes extraordinarios o excepcionales se supuso que estaban adornados de cualidades numinosas que configuraban un espacio misterioso, sagrado, que los situaba p o r encima de los demás. Así emergieron los dioses, inicialmente incontables, indefinibles e imprevisibles, pero poco a poco modelados e integrados, mediante el trabajo imaginativo, según esquemas de cierto orden y jerarquía — e n paralelo con las estructuras políticas y sociales del clan o de la t r i b u — . Relativamente pronto debió de surgir la idea de unos pocos dioses superiores, v i n c u l a d o s especulativamente a importantes funciones simbólicas en la vida individual y colectiva, y a los que se adjudicaba la posesión de potencias terroríficas en determinadas circunstancias más o menos incalculables. A medida que se refalaban y crecían las capacidades de fabulación religiosa, los dioses se incardinaron en complejos panteones politeístas, y fueron m i n u ciosamente sectorializados, funcionalizados y jerarquizados, generalmente encabezados por grandes deidades, y finalmente, a veces, por una sola deidad suprema. L o s panteones, y el status de cada miembro de los mismos, solían seguir las fluctuaciones económicas, sociales, culturales y políticas de las sociedades a las que servían. En el curso histórico de las grandes culturas con escritura, la recurrente e ininterrumpida especulación mítica —estimulada por la necesidad de sistematizar el dominio de lo sagrado y por el deseo de estabilizarlo en más extensos ámbitos de vigenc i a — se orientó, cuando se dieron circunstancias muy propicias, hacia la elaboración de formas monoteístas más o menos rigurosas, en las cuales el animismo basilar renunció a la exuberante algarabía de los espíritus y se encauzó por sendas de mayor austeridad mitopoyética, orden y coherencia. La selva selvática de las religiones, que nos ofrece tanto la fenomenología cultural como la historia, ha sido presentada por los
apologetas de la «verdad» como la prueba concluyente de la existencia real de lo divino, como manifestación universal de la v i vencia de lo sacro, ingredientes inequívocamente comunes a la conciencia íntima de todos los hombres de todos los tiempos. L a religiosidad vendría así a constituir un atributo esencial del ser humano, y la religión un universal antropológico-cultural. Pero esta falaz pretensión no es más que lo que es. Esta lectura interesadamente distorsionante configura la infraestructura hermenéutica de la explicación de las formas evolutivas de la religión como expresiones progresivamente adecuadas de la idea de D i o s o de la trascendencia de lo divino a lo largo de un trabajoso camino recorrido por los hombres en el proceso histórico de la educación del género humano —según p r o p u s o L e s s i n g , en un contexto u n i v e r s a l — o de la praeparatio evangélica —según piensa Eusebio de Cesárea, en un contexto cristiano—. En ambas tentativas, se trata de reconducir arbitrariamente el exuberante e inverosím i l muestrario de la fantasía religiosa — c o n sus gratuitos supuestos, sus crudas contradicciones y sus aberrantes conclusiones— a un imaginario proceso ascendente p o r el que los seres humanos se irían acercando a D i o s y su verdad absoluta y definitiva. Sin embargo, la historia de las religiones representa un testimonio irrefragable de su autoría humana mediante los extravíos de la razón cuando prescinde de sus reglas de funcionamiento y de sus criterios de verdad. Sobre la plataforma de la invención animista, los hombres han erigido un monumento a la irracionalidad y al error que todavía sigue aplastándolos en anchos espacios del planeta en nuestro final de siglo. Sus soportes siguen siendo el temor, el deseo y l a esperanza, síndrome eficazmente estimulado p o r las iglesias, diestras en el negocio de capitalizar la debilidad humana. A fin de abordar fructíferamente la cuestión del origen de la religión, que es la cuestión fundamental, se necesita distinguir pulcramente entre los estímulos y condiciones concomitantes que favorecen decisivamente la emergencia del fenómeno religioso — l a menesterosidad del ser humano arrojado a las inclemencias de la intemperie natural y social en la que vive, el cortejo de terrores ante el hambre, la enfermedad y la muerte que esa situación genera en su á n i m o — y la idea seminal que de algún m o d o suscita los sentimientos religiosos. Es esta idea seminal, que ha teorizado
magistralmente el gran antropólogo E d w a r d B. T y l o r bajo el nombre de la invención animista, lo que permite dar cuenta satisfactoriamente del origen de la religión. Sin alguna idea o hipótesis interpretativa de sus complejas experiencias, la cuestión de la génesis del fenómeno religioso quedaría siempre sin respuesta. A pesar de sus divergencias, el filósofo Gustavo Bueno asume, desde sus propios supuestos, un planteamiento similar al identificar la creencia seminal en los númenes animales. En mi modesta opinión, la hipótesis animista, y su subsiguiente comitiva de espíritus o dioses, ofrece un principio suficiente de explicación que se reduce a lo siguiente: el ser humano, en el curso de su constitución específica —¿hace cientos de miles de años?—, llegó a tener capacidad cognitiva, racional, reflexiva. No le vino la idea del alma, y luego de dioses, como llovida sobre su cabeza desde las nubes, ni p o r ninguna forma de revelación celeste, sino como producto de su pensamiento movido por la imperiosa necesidad de dar cuenta del significado de sus experiencias, de ordenar su vida, de entender su entorno, de trazar las pautas de su conducta. La hipótesis animista no sólo tuvo la fortuna de funcionar con eficiencia en el m u n d o de sus inventores prehistóricos, sino también de ir consolidando un puesto de la mayor relevancia en la posterior historia de los seres humanos, porque, como en sus orígenes, siguió estando propulsada por sus temores y por sus apetitos. Puede pensarse que las creencias animistas han sido las respuestas del sistema nervioso central del h o m b r e a los riesgos incesantes de la vida y de la muerte. A medida que los seres humanos han ido aprendiendo a dominar racionalmente la naturaleza y la sociedad, y a desarrollar el conocimiento científico de la realidad, nuestra especie ha estado potencialmente en condiciones de superar la necesidad de la estimulación instintiva de las fabulaciones religiosas para poder subsistir y progresar. Es de lamentar que extensas masas de seres humanos aún no se hayan l i berado de tales fabulaciones, vinculadas hoy indudablemente a un estado de insuficiente independencia intelectual y social. Sin la invención de las almas y los espíritus no habría existido la religión. Esta invención ha sido el ombligo de la actividad mitogenética del ser humano, es decir, de todo ese m u n d o abigarrado, pero esencialmente reiterativo, de figuras y arquetipos religiosos,
de todos los cuales la invención del alma ha sido el primordium. A h o r a bien, la creencia animista es una ilusión, pero no fueron ilusorias las fuerzas e instancias que amenazan peligrosamente la v i d a del ser humano desde su cuna — l o s demás hombres, los animales, las plantas, las fuerzas de la naturaleza...—. P o r el contrario, estas instancias eran realísimas, con frecuencia indomeñables y aterradoras, pero que los hombres no lograban controlar por medios naturales. Entonces, a lo que no alcanzaba el ejercicio de la inteligencia, la paciente observación, la fabricación o el uso de herramientas y utensilios, los hombres comenzaron a imaginar que podían lograrlo, de un modo vicario y ficticio, mediante las especulaciones de la mente. El animismo comportó la producción idealista de los fenómenos religiosos, pero la explicación del origen de éstos mediante la hipótesis animista no entraña ningún idealismo en la interpretación de la religión, pues parte de la existencia real y operante de sobrecogedores poderes naturales que asediaban la seguridad vital de los seres humanos, y que los i n d u jeron a evadirse de su impotencia recurriendo a formas ilusorias de pensar que, paulatinamente, llegarían a adquirir tanto peso cultural, social e institucional que se afirmarían y fortalecerían con incomparable persistencia en la vida humana. El muy meritorio trabajo de síntesis realizado por Fernando de Orbaneja en esta obra, nos brinda un puntual y asequible repertorio fenomenológico-histórico de las principales formas que produjo la fantasía de la conciencia religiosa en las culturas sucesivas. En su exposición, el autor no descuida el contexto político y social en que han surgido y se han mantenido, de manera que las religiones sean comprendidas en su f u n c i o n a l i d a d histórica real, a saber: en su función legitimante del poder y en su función de ejercicio del propio poder. Dioses y Soberanos siempre se manifestaron en íntima simbiosis, pues unos y otros simbolizaban y usufructuaban conjuntamente el ámbito de lo sagrado. La realeza de los dioses y la divinidad de los reyes son las dos vertientes de un mismo fenómeno a caballo entre el cielo y la tierra, porque hunde sus raíces en el urgente deseo de poder y de seguridad que sienten los seres humanos individual y colectivamente.
5.
REFLEXIÓN A C T U A L SOBRE EL ATEÍSMO*
En el número de enero-febrero (19%), de Heterodoxia, leo el i n teresante artículo «¿Ateísmo o indiferencia?», del sociólogo A l berto M o n e a d a , y no he p o d i d o evitar mi perplejidad ante la unilateralidad de su enfoque y las limitaciones de su planteamiento. El punto de partida del mencionado artículo contiene una valoración del significado del ateísmo doblemente tergiversadora: « E l ateísmo como actitud intelectual es básicamente un subproducto de la Ilustración europea, una forma de erguirse el racionalismo laico contra la prepotencia de la Iglesia católica». A l g u i e n podría pensar, de una lectura ad litteram de este juicio sumario, que la disputa sobre D i o s no ocupó en la cultura ilustrada un lugar central sino solamente secundario, y que su dignidad teorética sólo alcanzó un carácter residual en la lucha antieclesiástica. Además de los precedentes ilustres del ateísmo en la Antigüedad clásica —y aún m u c h o antes en otros espacios culturales—, cualquier frecuentador de la literatura crítica de los siglos X V I I y X V I I I sabe que la cuestión de Dios, desde lo que ha sido acertadamente bautizado como crisis de la conciencia europea, fue un tema intelectual mayor per se, y aunque en estado larvado o simplemente subyacente debido al consenso social cristiano y su abrumadora presión social, pugnaba por adquirir presencia pública en el marco de la crítica a la que la Ilustración sometió, con su espíritu enciclopédico, todos los saberes de la tradición cristiana. Así, sobreponiéndose con coraje a todos los riesgos personales de una disidencia explícita, y desafiando bajo la forma del anonimato a la implacable censura y sus crueles castigos, los primeros escritos abiertamente ateos se publicaron en 1770 en el continente euro-
* Publicado en Cuadernos de Getsemaní(mayo-agosto de 1996).
peo, y en 1782 en las islas británicas. A tal f i n , el ateísmo, en cuanto motor de la contestación del m u n d o de categorías religiosas, se constituía públicamente en la cuestión fundamental del debate filosófico en sus propios términos, y por consiguiente de ningún m o d o como una mera actitud reactiva o como un subproducto. Este último concepto podría acaso aplicarse — a u n q u e también inadecuadamente— al deísmo, en cuanto alternativa menos drástica y de repliegue ante el doloroso abandono de la fe cristiana. Pretender que el ateísmo fue el precipitado residual del anticlericalismo representa un error y descubre, ya de entrada, que nuestro autor parecería no haber captado la importancia actual del ateísmo y las inmensas consecuencias que comporta en la vida humana de este fin de siglo. El error se hace muy grave, cuando se declara que «en la cultura occidental contemporánea no hay mucho sitio para la dialéctica atea». ¿Qué quiere decirse con la expresión «dialéctica atea»? ¿Se trata del debate sobre Dios? Si así presumiblemente es, el dislate revelaría un deplorable desconocimiento de la historia del pensamiento del siglo X X , en la cual este debate fue y sigue siendo uno de los ejes cruciales para estructurar con coherencia una concepción del m u n d o y del hombre, aunque el frente común de las confesiones religiosas se obstine p o r oscurecer este magno asunto en los foros públicos, en su denonada lucha por ocultarlo a las masas de creyentes. El principal objetivo de esta lucha consiste en mantener incontaminada, recurriendo a todos los medios para ello, la concepción religiosa del m u n d o que comparten, en último término, todas las confesiones religiosas. Es decir, se trata de subsistir frente a los incesantes y más comprometedores avances del conocimiento científico en los campos de la cosmología, la biología y la antropología, por citar sólo los más relevantes en este contexto. La información al parecer exigua de M o n e a d a sobre los debates filosóficos actuales le impide conocer y valorar con solvencia el presente status quaestionis en la literatura relativa al teísmo-ateísmo, que sigue ocupando el lugar central de la filosofía de la religión en cuanto disciplina de amplísimo radio que examina los fundamentos tanto de la religión como de su negación intelectual. El autor repite sus tesis: «La militancia atea está siendo susti-
tuida por el anticlericalismo». Se trata de un reduccionismo falso, tanto en la teoría como en la práctica. P u d o haber tiempos, por ejemplo en la España decimonónica, en los que, efectivamente, el problema religioso se circunscribiese, de m o d o alicorto y bastante provinciano, al problema del clericalismo en cuanto expresión del d o m i n i o avasallador de la Iglesia. Sin duda, hoy subsiste este fenómeno de tan graves consecuencias, frecuentemente sólo enmascarado por habilísimas estrategias y engañosas retóricas, pero resulta inadmisible explicar el ateísmo a partir del clericalismo y considerarlo como subproducto del anticlericalismo. El pensamiento ateo exige, ciertamente, la implantación efectiva del principio del laicismo — o t r o tema estúpidamente relegado por los exponentes de la filosofía light— como el único capaz de garantizar en la vida pública una tolerancia genuino que sitúe todas las ideologías en efectivo pie de igualdad en una sociedad democrática secularizada, y, p o r ello, la liquidación de toda forma de hegemonía clerical. Pero la cuestión de Dios desborda ampliamente, en cuanto tal, los problemas políticos del reparto del poder, aunque sean las estructuras de poder las que suelen impedir el debate sobre esa cuestión de modo público y sin trabas. Tal vez en parte por una cierta deformación profesional, los sociólogos suelen reducir el debate religioso en la actualidad a un análisis de la fragmentación confesional en iglesias, sectas, congregaciones, mensajes carismáticos, etc., y su repercusión sobre la dinámica de grupos, con la consiguiente tendencia a confundir la sustancia religiosa del debate ideológico con la morfología del mercado mundial de las ideas en cuanto mercancías en concurrencia. Es muy cierto, y bien conocido, el hecho de que el sistema de comunicación de masas, y los propios imperativos de la expansión capitalista como incesante generadora de nuevas necesidades y de las respectivas mercancías que las satisfagan —o crece o muere—, ha comercializado las ofertas ideológicas en una sociedad sin anclajes dogmáticos y siempre ávida de novedades. Sin embargo, imaginar que el fenómeno religioso se reduce a una cuestión de competencia, en un mercado de productos ideológicos y de credos religiosos «á la carte», resulta una simplificación inaceptable que apenas araña la superficie del asunto. Es una frivolidad que vacía el meollo del tema de Dios.
Si hay en nuestros días un debate fundamental y de alcance universal es el que versa sobre la cuestión de Dios y la cuestión del alma inmortal, como elementos esenciales para decidir la propia concepción del m u n d o y del ser humano. Son cuestiones que han cobrado la máxima relevancia crítica en un m u n d o que busca su propia comprensión más allá de las viejas explicaciones del teísmo. El ateísmo y el agnosticismo prescinden, a su manera, de la hipótesis de D i o s y del alma inmaterial personal e inmortal. Las confesiones religiosas lo saben, y también saben que crece sin pausa el número de quienes se declaran públicamente ateos o agnósticos —aunque muchísimos no se atrevan a verse a sí mismos tal como son, o se refugien en una privacidad sin riesgos, o simplemente prefieran tenerse por indiferentes—. Entonces, las instituciones religiosas, relegando en su práctica, y frecuentemente también en su discurso, los elementos diferenciadores de sus credos, han juntado sus manos para luchar solidariamente contra el ateísmo y el agnosticismo, es decir, contra los verdaderos adversarios de la concepción teísta del m u n d o y de la humanidad, que son los que ya desde el siglo X V I I I comenzaron a designarse p o r la Iglesia ateos especulativos, y que el C o n c i l i o Vaticano II, y luego K a r o l Wojtyla, llaman ateos sistemáticos o formales. E s sobre todo a éstos a quienes hay que temer, porque no se limitan a alejarse de la religión, no son meros ateos prácticos o indiferentes, sino que cuestionan a radice las dos afirmaciones fundamentales del teísm o , a saber: existe un Dios personal, omnipotente y creador; y existe un alma personal inmaterial e inmortal que vivirá en un más allá. C u a n d o la cristiandad, o cualquier otra sociedad teocéntrica, eran bloques compactos y prácticamente invulnerables, el indiferentismo era el vicio que había que combatir por razones de ejemplo y de poder. L o s indiferentes no cuestionaban realmente la fe; simplemente no la practicaban o no la sentían, por lo que sus vidas no eran edificantes o podían ser licenciosas. Pero hoy, contra lo que algunos piensan, los indiferentes inquietan mucho menos que antaño. H o y el enemigo es el ateo o el agnóstico, es decir, el adversario intelectual. A n t e él, y contra él, las religiones oscurecen sus diferencias y deponen sus rivalidades. Las recientes manifestaciones de unión y concordia de las confesiones mo-
noteístas, e incluso de líderes de religiones orientales, ofrecen imágenes vivas del frente interconfesional. En radical oposición a la concepción teísta del mundo, el ateísmo podría definirse hoy como un conjunto de certezas negativas respecto de los elementos nucleares del teísmo, en primer término respecto del b i n o m i o existencia de Dios-existencia del alma inmortal. Estas certezas negativas abren el paso a una nueva concepción inmanentista y materialista del mundo y de la humanidad, cuyos perfiles permiten abarcar variados modos de comprensión y de sensibilidad. E l auténtico debate de nuestros días se instala sobre la línea divisoria entre teísmo y ateísmo. La decisión sobre las alternativas de este debate constituye la cuestión crucial para construir una concepción coherente del m u n d o . Es cierto que la cuestión sobre D i o s y el alma no da lugar a un debate que se ventile entre las masas. Pero este hecho no representa ni una novedad, ni un rasgo característico de las sociedades actuales. Se trata de una difícil cuestión de fondo que solamente se ha discutido y se discute entre minorías — m u y minoritarias, si vale la redund a n c i a — capaces de elevarse al plano de la reflexión filosófica y de la información científica, aunque los resultados del debate acabarán alcanzando a las masas. L o s poderes políticos, sociales y económicos — i n c l u i d a s las iglesias— conocen la inmensa eficacia de las creencias religiosas como fuentes de legitimación, como disciplinas sociales y como factores potentísimos de obediencia y resignación. Así, todos ellos, hoy quizás más que nunca, en una sociedad en la que se están disolviendo los cimientos del consenso, se asocian y solidarizan en la defensa de intereses comunes. Precisamente, la flexibilización de los credos y la fragmentación confesional facilitan la constitución de nuevas formas de alienación religiosa más difusas y permeables que los viejos rigores dogmáticos, fortaleciendo la integración de las conciencias en el tejido social y su manipulación por los líderes religiosos. La universal ola de irracionalidad potencia la eficacia de todas las fes, desde las fantasías del esoterismo, la pacotilla orientalista, las simulaciones de cierta parapsicología, hasta las grandes religiones, como la culminación de modos animistas de pensar que pueblan las incontables manifestaciones del mercado del espiritismo. El ateísmo, frente a todas las expre-
sones de la imaginación fabuladora, representa el más noble esfuerzo de la razón, sometida a las pautas de la austeridad y el r i gor, en busca de un m u n d o habitable para el ser humano capaz e asumir su destino como ser mortal que procede de la tierra y ha de retornar a ella. Remito a los lectores interesados a mi libro Elogio del ateísmo ( M a d r i d , Siglo X X I , 1995). La experiencia religiosa es la inútil empresa de querer transformar el conocimiento de lo real en emoción, el miedo a la muerte en creencia en la inmortalidad, y el deseo de un más allá en esperanza de beatitud.
6.
FUNDAMENTALISMO, LAICISMO Y TOLERANCIA
1.1. En la actual coyuntura de nuestro país, el laicismo no debe vincularse a una exclusiva filosofía o a una específica ideología política, y debe centrarse en la voluntad de rechazar, en el espacio de la vida pública, toda interferencia de instituciones religiosas para obtener situaciones de ventaja o privilegio que perturben o d e b i l i t e n la aplicación de la regla f u n d a m e n t a l de un Estado democrático de Derecho, es decir, la protección del pluralismo ideológico en pie de igualdad, mediante el establecimiento de un marco jurídico adecuado y efectivo para crear las condiciones de equilibrio necesarias que permitan impedir tales interferencias. El fundamento del laicismo en la praxis radica en la actitud general de los ciudadanos que, sin renunciar a sus convicciones personales, se presentan en los foros públicos dispuestos a admitir la posibilidad de estar equivocados en cuanto al valor de verdad de esas convicciones y, por consiguiente, se abstienen de proclamarlas como la verdad incontestable para todo ser humano. Se trata de una actitud de reconocimiento ético de todos los concurrentes ideológicos, y de apertura psicológica a sus mensajes, que se funda en una tolerancia que se abre propedéuticamente a una consideración relativista de los credos, ideas o programas que los ciudadanos deseen promover en el espacio de la vida pública. El principio del laicismo está connaturalmente vinculado a la secularización del cuerpo político y social, eliminando así drásticamente toda pretensión de querer imponer en la vida colectiva los postulados de una ideología que se arrogue la legitimación heterónoma de una autoridad sagrada o sobrehumana. En consecuencia, el laicismo postula la autonomía de la voluntad en el contexto de un orden de convivencia que fomente y garantice la libertad de
conciencia, de pensamiento y de expresión en régimen de igualdad no sólo formal sino también real. La discusión sobre el laicismo y sus exigencias se complica extraordinariamente porque en ella inciden factores generales de carácter doctrinal y, al mismo tiempo, factores contingentes de aplicación práctica, pues la inserción de ambos órdenes de factores define el concepto mismo de praxis en su sentido pleno. En el contexto histórico en el que emerge el m o v i m i e n t o laicista, el plano de la praxis, tanto individual como colectiva, se encontraba sustancialmente configurado por la presencia de las iglesias, y de m o d o eminente de la Iglesia católica, como poderosas instancias de poder en el seno de la sociedad, y como vigorosos elementos de modelación de dicha praxis. En efecto, las iglesias no sólo son sistemas ideológicos, en el plano doctrinal, sino también sistemas de poder, en el plano práctico. La primera y p r i n c i p a l consecuencia del p r i n c i p i o laicista es la exigencia enérgica de la separación legal y efectiva del Estado y las iglesias, por emplear una fórmula que conserva toda su validez y todo su significado histórico en las sociedades actuales en las cuales una tradición de predominio religioso prolonga, en figuras cambiantes o multiformes, su dominación ideológica con la protección legal y el apoyo de los poderes públicos. Algunos — h o y ya bastantes— exponentes del llamado postmodernismo o de la filosofía light contemplan despectivamente las exigencias del laicismo, o bien por estimarlas como residuos anacrónicos del pensamiento ilustrado, o bien por juzgar —ilusoriamente— que el laicismo ya ha c u m p l i d o totalmente su función secularizadora en el proceso histórico de Occidente. H a y que padecer de aguda miopía para llegar a ser incapaz de percibir el retorno pugnaz, con voluntad avasalladora, de algunas iglesias, especialmente de la Iglesia de R o m a . En términos generales, puede decirse que las religiones funcionan ideológicamente como potentes factores de estabilización y conservación del sistema social, en cuanto que legitiman los mecanismos de dominación, a saber: la cohesión de las estructuras familiares, la autoridad política, el cumplimiento de los roles y deberes sociales, los rituales y símbolos del poder, la división del trabajo y la distribución injusta de la riqueza. P o r lo que sabemos
con estimable seguridad, las prácticas religiosas prehistóricas estaban íntimamente insertas en el tejido de la organización social y económica; y en las religiones históricas más antiguas — E g i p t o , M e s o p o t a m i a — , el poder regio presidía en múltiples formas el panteón politeísta como compendio del orden terreno y ultraterreno. En el área geográfica y cultural ocupada por los tres grandes monoteísmos del L i b r o , en virtud de una específica revelación, la religión es indisociable del poder en todas sus manifestaciones y constituye la configuración fundamental de la sociedad. El peculiar movimiento profético del Antiguo Israel, notable excepción al esencial conservadurismo del m u n d o religioso, se explica por el destino histórico del «pueblo elegido» y su dinámica económica, social y política, bien conocida; y desempeñó una función revolucionaria frente al status quo dominante en el doble plano social —reivindicación de los pobres contra los r i c o s — y político —rebelión contra la idolatría de los poderes internos y contra las potencias paganas que sojuzgan al pueblo de Israel—. El subsiguiente mesianismo judío fue la manifestación religioso-política de la voluntad de realizar eficazmente el mensaje profético de la justicia y la soberanía de Yahvé en el corazón de sus gentes. Este fenómeno profético de indisociable signo religioso-político, que se inscribe en el marco típicamente hebreo de una antropología radicalmente unitaria, constituirá mucho más tarde un ominoso precedente para el mundo occidental cristiano; y funcionará eventualmente c o m o un vigoroso factor deslegitimador de los poderes dominantes, que llegó a ser episódicamente activo pero siempre latente bajo la forma de sueños quiliásticos. En la órbita de los pueblos islámicos, la religión ha funcionado como el elemento modelador de la c o m u n i d a d de fieles en todos los planos de la vida —económico, social, político y cultural—. Pero el rasgo más característico de la religión islámica en el proceso histórico lo constituye el hecho de haber operado como potente factor de cambio respecto de sociedades o potencias no-islámicas a las que combatieron por la fuerza o con voluntad de conquista al servicio de la fe del Profeta. El actual movimiento fundamentalista islámico representa una específica variante, en la presente coyuntura m u n d i a l , del mencionado aliento revolucionario en el que lo religioso y lo político se funden íntimamente en una afirmación nacionalista que
se enfrenta a la dominación de las clases burguesas más o menos occidentalizadas en el plano interno, y a la explotación colonial o ex-colonial en el plano externo. Históricamente, el islamismo siempre ha sido radicalmente refractario a las ideas secularizadoras y, en el m u n d o moderno, hostil a los intentos de instaurar o de extender los principios laicistas. El cristianismo ha mostrado también en el curso de la historia una intensa vocación conquistadora, plasmada unas veces mediante formas pacíficas, otras veces mediante formas de violencia — i n c l u i d a la fuerza m i l i t a r — . Las misiones en el Tercer M u n d o de hoy ejemplifican los procedimientos pacíficos, aunque no siempre exentos de coerción. La evangelización en las Indias Occidentales realizada por los españoles ejemplifica el procedimiento violento, que no consistía sólo en el uso de la fuerza militar sino que incluía también otras modalidades de la coacción. Sin embargo, la eclosión de la fe cristiana en el seno de un organismo político pagano de la magnitud del Imperio Romano selló el destino temporal de las connaturales aspiraciones teocráticas del cristianismo —común a las tres grandes religiones del L i b r o , cada una con sus peculiares circunstancias h i s t ó r i c a s — en una dirección privativa de Occidente, que abría posibilidades nuevas y divergentes del teocratismo hebreo e islámico. L a dialéctica del poder político y el poder religioso, aunque inscrita en una teología del poder de intención fuertemente unitaria, que la Iglesia solamente relegó por los imperativos de la práctica, cobró en las sociedades occidentales formas que habían de posibilitar procesos de secularización y laicización desconocidas en los otros dos universos monoteístas. C a d a uno de los tres monoteísmos del Libro, que se reparten en diversa medida la hegemonía religiosa en el m u n d o de nuestros días, defiende una doctrina esencialmente equivalente en lo que se refiere a la específica pretensión de detentar la auténtica revelación de la verdad universal, estimando que, pese a provenir d e l tronco abrahámico común, cualquiera de las otras dos ha mixtificado o contaminado la pureza de la verdad de Dios, y que solamente su p r o p i o L i b r o atesora en su plenitud e integridad la única revelación genuina. Pero mientras que ni el judaismo ni el islamismo poseen un órgano formal supremo e infalible instituido por Dios sobre la tierra, y mucho menos un definidor unipersonal
de la recta doctrina, el cristianismo en su versión católico-romana considera como artículo fundamental de la revelación neotestamentaria, aduciendo una adición eclesiástica tardía (Mt. 16.18), que el Soberano Pontífice, en cuanto Vicarius Christi sobre la tierra y depositario personal de la revelación divina, tiene la capacidad de decir la última palabra en materia de doctrina de la fe y de gobierno de la Iglesia supuestamente instituida por Cristo (Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 2). Esta peculiaridad, totalmente extraña a los otros dos monoteísmos, comporta decisivas consecuencias para el m o d o con que la Iglesia católica ejerce sus funciones como poder espiritual sobre la comunidad universal de fieles y como modeladora de la ortodoxia. El fundamentalismo católico es un fundamentalismo formal y funcional cuya nota esencial y permanente está representada por los poderes vicariales del Soberano Pontífice en cuanto administrador divinamente instituido de la verdad como caput ecclesiae. No es, por consiguiente, un fundamentalismo simplemente literalista, que se atiene sólo y estrictamente a la letra de la revelación escrita —aunque la literalidad de los textos haya sido declarada como el primero de los criterios exegéticos de la Iglesia—, a diferencia de los fundamentalismos judío o islámico, cuyas teologías consisten esencialmente en comentarios rigoristas regidos por el primado de la obediencia a la letra de la Ley como exigencia fundamental de la fe. Pero no por la existencia de esta sustancial diferencia resulta el catolicismo menos fundamentalista en cuanto poder y doctrina que lo es el judaismo o el islamismo. Si bien en estos últimos también han florecido las heterodoxias y las sectas, el consenso sobre lo que es la recta doctrina emerge de la comprensión manifestada cotidianamente por la propia comunidad de fieles en su lectura del libro, aunque esta lectura pueda estar asistida por el esfuerzo exegético de rabinos o ulemas. El Libro es el centro mismo, y el único, del espacio sagrado donde la comunidad se congrega (sinagoga, mezquita), y la única verdadera liturgia es la de la Palabra contenida en el L i b r o . Nadie ha sido instituido por Dios para decir ninguna última palabra, pues ésta ya ha sido pronunciada por éste. P o r contraste, el fundamentalismo católico gira en torno al intérprete divinamente cualificado para decidir y definir (atar y desatar), y se supone que la inteligencia adecuada de
la Revelación depende de los pronunciamientos del Papa asistido por la gracia del Espíritu Santo. En el seno del judaismo y del islamismo, una figura armada teológicamente de las funciones definitorias que posee el Vicarius Christi sería sencillamente idolátrica y rompería la rígida y estricta concepción monoteísta de la divinidad. Tanto el judaismo como el islamismo han surgido en contextos históricos muy diferentes del marco político y social en que se constituyó y desarrolló la fe cristiana. C o m o sucedía con la fe judeocristiana original de la comunidad apostólica de Jerusalén —es decir, anterior a la guerra judía y a la consolidación del m i to p a u l i n o — , las doctrinas d e l judaismo y d e l islamismo son intencionalmente teocráticas en el sentido fuerte de este término, a saber, la comunidad de fieles es a la vez e indisociablemente religiosa y política, y no conoce la dicotomía de lo religioso aparte de lo político, que el cristianismo eclesiástico introdujo errónea e interesadamente en su interpretación del magisterio y el ministerio de Jesús, hecho que constituye un obstáculo decisivo para la comprensión de la aventura del Nazareno. El judaismo bíblico se centró originalmente en el modelo teocrático de un orden sacerdotal constituido en torno al Tabernáculo o Templo, y su transformación en el judaismo talmúdico o normativo, a partir especialmente del siglo II, está animada por lar funciones cúlticas, rituales y piadosas de la Sinagoga. Desde la G r a n Diáspora, el espíritu teocrático de la sinagoga se inserta, como algo obvio, en el marco institucional de un poder político pagano al que la comunidad de fieles se somete en todo lo que se refiere a las disciplinas externas de la sociedad c i v i l . Sólo la esperanza mesiánica, para quienes aún la alimentan, introduce el tenue sentimiento de provisionalidad histórica en la situación descrita. Sin embargo, la fundación reciente del Estado de Israel, considerado por los integristas como idolátrico y espurio en cuanto que sus instauradores no han querido esperar a la ansiada visita mesiánica como inicio del Reino de D i o s terrestre y celeste en la tierra de Israel, ha alterado relativamente las tradicionales perspectivas de la singular teocracia judía. El islamismo, por su parte, ha rechazado siempre la separación doctrinal del poder político y el poder religioso, reconociendo solamente la unidad religioso-política de
la umma o c o m u n i d a d de los creyentes, si bien la multiforme práctica histórica ha conocido ciertas formas de dualidad de funciones en la vida colectiva. C o m o he señalado, las doctrinas que configuran el fundamentalismo católico han surgido en circunstancias históricas resueltamente adversas a la confusión del poder religioso y el poder político, aunque este último buscase, en múltiples formas, algún grado de legitimación ideológica, o al menos ceremonial, en instancias religiosas. La fe cristiana nace en el espacio imperial romano y externamente sometida a las exigencias de la pax romana. En consecuencia, la intrínseca vocación teocrática del cristianismo en cuanto retoño de la fe judía no encontró inicialmente ninguna posibilidad de realización. En libros anteriores he intentado explicar la densa problemática histórica que caracterizó la afanosa l u cha de la Iglesia por abrir en la compacta teoría imperial del poder romano vías de acceso a una creciente infiltración doctrinal y práctica de sus estructuras. Progresivamente, un Imperio en declive y una Iglesia en ascenso irían confluyendo hacia formas de sinergia ideológica mediante las cuales el uno prestaba a la otra aquello que podía ofrecer, y viceversa, de tal m o d o que el poder político se hizo cada vez más eclesiástico y la Iglesia cada vez más política y romana, instrumentalizándose mutuamente, pero adulterándose en lo propio del uno y de la otra: la religión cristiana se alejó cada día más de lo que todavía deseaba conservar del visionario de Nazaret, y el Estado romano se fue vaciando aceleradamente de los fundamentos equilibradores y pluralistas de la tolerancia y las libertades civiles. La Iglesia, que en los albores de la forja paulina del mito de Cristo definiera ya una doctrina intensamente conservadora de la autonomía d e l p o d e r c i v i l (Rom. 13.1-7), proclamó desde los primeros días de su asentamiento en la sociedad romana una teoría de la unidad teológica del poder y de la dualidad práctica de funciones que afirmaba y completaba el mencionado texto de P a b l o en una coyuntura m u cho más favorable para promover las pretensiones de primacía de lo espiritual sobre lo temporal para la causa supererogatoria de la salvación en el más allá, porque toda potestad procede de D i o s . La visión unitaria conducía a una permanente tensión entre poderes que nunca se resolvía en términos taxativos, sino que se-
guía las contingencias de la capacidad efectiva en cada momento para imponerse, capacidad que se revestía ideológicamente con la esis eclesiástica de que al sacerdote le incumbía la pesada e irrenunciable tarea de guiar los pasos del gobernante, y de que podía reprenderlo e incluso censurarlo públicamente ratione peccati. Tesis a la que se agregaba aquella otra, aún más terminante, formulada por el papa Gelasio, según la cual «los emperadores cristianos deben someter sus resoluciones a los representantes eclesiásticos, no ponerlas p o r delante». Pero los rigores de la realidad política se imponían por sí mismos y limitaban drásticamente las arrogaciones de una Iglesia ávida de ejercer todo el poder, es decir, la plenitudo potestatis de que se consideraba investida p o r D i o s . La pretensión de que el poder político ejerciese el uso de la espada sólo con el consentimiento (ad nutum), expreso o tácito, de la Iglesia, no pasó de ser, salvo coyunturas excepcionales e i n termitentes, un desiderátum sólo operante en lo simbólico, y mientras la sociedad cristiana vivió sometida a los terrores alimentados por la hegemonía de lo sacro. Paulatinamente, la consolidación en el Occidente cristiano de la contraposición efectiva de los dos poderes tuvo como una de sus más benéficas y cruciales consecuencias el crecimiento de un espacio secular en la vida política, social y económica, que acabaría rompiendo el m o n o p o l i o ideológico de la Iglesia y preparando el necesario substrato de una visión laica del m u n d o y, con el tiempo, de la reivindicación laicista para instaurar una sociedad libre de las ligaduras del poder eclesiástico. En este proceso de secularización del pensamiento, la doctrina eclesiástica del poder fue ciñéndose a la situación real mediante las oportunas reformulaciones, matizaciones o modificaciones que brindaba la imaginación teológica en su incesante e inagotable función de mantener las apariencias de la continuidad ideológica en virtud del enmascaramiento de sus profundas metamorfosis. Lo más notable de los avatares históricos de los monoteísmos, en relación con el fenómeno del fundamentalismo religioso, consiste en el hecho de que mientras que los fundamentalismos hebreo o islámico son, sobre todo en nuestros días, o bien un fenómeno político de insurgencia violenta contra el d o m i n i o y la explotación capitalistas ejercidos p o r los centros económicos de los países
avanzados sobre los pueblos islámicos ex-coloniales, o bien un fenómeno político de nacionalismo religioso en el cuerpo político judío, o ambas cosas a la vez, el fundamentalismo católico fortalece fácticamente —pese a su retórica de una justicia social que es, en su trasfondo, sensiblemente paternalista— el sistema capitalista de dominación. Pero al mismo tiempo que cumple esta importante función de legitimación ideológica global, puede aparecer paradójicamente, a los ojos de millones de ciudadanos del Primer M u n d o , como una inocente doctrina irenista y pacificadora al servicio de los débiles, una doctrina nada fundamentalista ¡y que no se mete en política...! Quienes conocen las causas de la paradoja, la entretienen y la alimentan, estén dentro o fuera de la Iglesia, porque son beneficiarios de la tergiversación. Así, la Iglesia funciona realmente como un gran poder dentro del concierto mundial de los poderes hegemónicos, usufructuando sus ventajas y prestando a la vez inestimables servicios al equilibrio psicológico de los seres humanos insertos en ese sistema de dominación, tanto del lado de los explotados como del lado de los explotadores.
1.2. La Iglesia católica ha mantenido férreamente la estabilidad dogmática a pesar de las graves dificultades que comportaba para ella la naturaleza híbrida del legado neotestamentario, como lo prueba el incesante esfuerzo desplegado desde la cuna para reprim i r la abigarrada floración en su seno de numerosos movimientos heréticos y cismáticos que invocaban elementos esenciales de la fe cuya incongruencia sólo podía alcanzar una aparente conciliación mediante arbitrarios desarrollos y oportunistas reformulaciones, siempre orientados a obtener la adhesión del mayor número posible de cristianos. Precisamente por su incoherencia intrínseca, la dogmática eclesiástica sólo podía evitar su desmantelamiento doctrinal si descansaba sobre una fuerte estructura jerárquica capaz de imponer en último término una regla de fe, cuya estricta obediencia marcase una nítida frontera más allá de la cual los fieles dejaban de serlo y se situaban fuera de la Iglesia. Así, desde los comienzos de su formalización episcopal, la comunidad cristiana fue elaborando una peculiar criteriología para la interpretación de los textos sagrados y para la definición de las verdades
supuestamente reveladas. Entiendo que el sentido de esta criteriología consiste en un fundamentalismo formal o de función que representa una notable peculiaridad dentro de la gama de opciones exegéticas acuñadas por los monoteísmos del L i b r o . Ilustremos esta peculiaridad de la dogmática de la Iglesia católica en el contexto de la erupción del fundamentalismo religioso que padecen, con execrables consecuencias, extensísimas zonas de las sociedades actuales. En su importante análisis del fundamentalismo protestante —sería más correcto decir del protestantismo fundamentalista—, James Barr ha señalado que en el catolicismo romano hay una buena cantidad de paradoja, pues la posición romano-católica ha tenido durante un largo período de tiempo notables similitudes con la posición fundamentalista. El «liberalismo» no pudo haber sido condenado por el más ardiente fundamentalismo con una desaprobación más indignada que la que recibió de una serie de Papas, y la Comisión Bíblica Pontificia y autoridades similares lanzaron durante un cierto número de años una serie de documentos que declaraban con el mayor énfasis que la totalidad del libro de Isaías fue escrito por este profeta, que el cuarto evangelio fue enteramente escrito por Juan el hijo de Zebedeo, que la raza humana descendió de la sola pareja original Adán y Eva, y otros tales decretos, todos los cuales pudieron entusiasmar solamente los corazones de los evangélicos conservadores, de todos los lugares. En efecto, respecto de la literatura bíblica y la crítica bíblica, los católicos romanos estuvieron vinculados, hasta tiempos recientes, a una posición estrictamente fundamentalista, y sólo con alguna dificultad sus especialistas han sido capaces, en años más recientes, de zafarse de ella. P o r consiguiente, sólo la insostenible posición exegética del magisterio romano durante casi un par de milenios, a la luz de resultados insoslayables de la exégesis crítica (aun si se someten a la criba más conservadora), está obligando a dicho magisterio a retirarse a cuarteles de invierno después de haber librado batallas que estaban perdidas de antemano. Sin embargo, los rigores dogmáticos desde una creencia en su infalibilidad siguen manteniendo la ficción fundamentalista de la fe, porque la Iglesia romana continúa suscribiendo «el entero aparato de la creencia fundamentalista en lo que concierne a la inspiración, a la inerrancia, a las
cuestiones críticas bíblicas, etc.», aunque sus teólogos más audaces se entreguen a los más inverosímiles artificios apologéticos. Barr indica correctamente que la inserción del aparato de la criteriología fundamentalista «en la vida y el pensamiento católicoromanos es completamente diferente de su inserción en los [protestantes] evangélicos», y que «la Iglesia romana tiene un complicado aparato de tradición que parece no tener contrapartida alguna del lado evangélico» {Fundamentalism, Londres, 2. ed., 1981, p. 105). Sin embargo, Barr no acierta a identificar adecuadamente las peculiaridades hermenéuticas del fundamentalismo católico-romano en contraste con las posiciones del conservative evangelicalism, al no poner todo el énfasis necesario en el hecho de que este último se mueve en el postulado de la lectura personal de la B i b l i a , libre de toda imposición externa de una interpretación autoritaria y dogmática, mientras que el fundamentalismo católico-romano impone la estricta obediencia a esta interpretación. El único control que puede garantizar la unidad de la doctrina en el seno del evangelismo protestante consiste en el respeto a la letra de las Escrituras, en tanto que en el catolicismo romano este control se ejerce p o r la jerarquía magisterial de la Iglesia. Así, para el fundamentalismo protestante el literalismo es el criterio vital e indispensable de la unidad de la fe, sin el cual el texto bíblico está expuesto a cualquier exegesis simbolizante que acaba destruyendo la identidad de los contenidos de la Revelación. P o r el contrario, en el catolicismo romano —tanto en la Iglesia antigua como en los posteriores desarrollos doctrinales hasta h o y — , el literalismo se inserta en una criteriología exegética mucho más flexible pero siempre estrechamente sometida a las decisiones de la cúpula del poder eclesiástico. P o r esta vía, la dogmática fundamentalista del catolicismo romano p u d o adaptarse a todas las necesidades doctrinales de cada momento histórico y explicitarse en función de estas necesidades. Se trata, pues, de un fundamentalismo formal cuya clave radica en su subordinación a la voluntad de la Iglesia como última instancia que otorga sentido a los textos y confiere a este sentido su carácter oficial. Sólo es verdadera la interpretación que disfruta de la forma que garantiza el reconocimiento infalible de la Iglesia en su poder de atar y desatar. Si los Papas, los Concilios y la tradición de los Padres hubiea
ran tenido que ceñirse ineludiblemente al criterio estricto de la letra de los textos bíblicos, el imponente e incoherente edificio de la dogmática eclesiástica habría sido una empresa imposible, y el oportunismo de la Iglesia habría resultado impracticable en su función de aglutinante de un legado doctrinal híbrido y contradictorio. Barr acierta, sin duda, cuando señala que el magisterio romano [...] no ha subrayado la infalibilidad o inerrancia de la Biblia, ni ha enfatizado la falsedad de la crítica bíblica y la necesidad de aceptar las adscripciones tradicionales de libros como el de Moisés, de Isaías, de Juan el hijo del Zebedeo, etc. Más bien ha tendido a rebajar la autoridad de la Escritura, [insistiendo en que ésta] no puede significar nada sin la autoridad de la Iglesia, que un hombre leyendo simplemente la Biblia e interpretándola por sí mismo no puede sacar nada en limpio de ella [...], y que la única autoridad real en la Iglesia es el magisterium romano [...]. También es relativamente cierto que la Iglesia católico-romana mantuvo demasiado tiempo sin necesidad — y a que la B i b l i a es su patrimonio y no el de cada conciencia i n d i v i d u a l — su oposición a la crítica bíblica del siglo X I X y primera mitad del X X , y que la permanente función creativa de la tradición histórica eclesiástica hubiera podido conceder una libertad sustancial a la crítica bíblica sin alterar sustancialmente la estructura dogmática total de la Iglesia, y que tal alteración de esa estructura según tuvo lugar pudo haber sido entendida como desarrollo necesario y legítimo. Que esto no se haya hecho tiene que atribuirse a simple conservadurismo, al sentimiento de que todo lo que es posible tiene que ser tomado como es, de tal modo que la Iglesia tiene que imponer a sus miembros decisiones autorizadas sobre cuestiones tales como la autoría de los libros [pp. 106-107]. C o m o he advertido, este juicio rotundo y optimista del biblista británico, que no puede disimular dónde están sus preferencias teológicas, es sólo relativamente correcto, a saber, sólo en lo que se refiere al hecho de que la propia economía del fundamentalismo funcional del catolicismo romano permite todas las refor-
mulaciones o acomodaciones con el único requisito formal de su homologación eclesiástica. P e r o es incorrecto si se interpreta como que los sucesivos sedimentos doctrinales no condicionan estrechamente el contenido de nuevos desarrollos teológicos refrendados o auspiciados por la Iglesia. A u n q u e ésta siempre ha manifestado suma habilidad para producir en los creyentes la creencia de que no ha caído en renuncios o contradicciones, quienes no se dejan engañar saben muy bien — d e n t r o y fuera de la f e — que el magisterio eclesiástico ha sido fecundo en alteraciones y m o d i f i caciones de todo tipo en la interpretación y definición de su propio legado. Para probarlo cumplidamente sólo basta con repasar los textos incluidos en el Enchiridion Symbolorum de E. D e n z i n ger, a partir del C o n c i l i o de Trento hasta Pío X I I , y compararlos unos con otros, aunque eviten deliberadamente invalidar o desautorizar el acervo dogmático ya definido. También el actual Catecismo de la Iglesia católica (1992) ofrece un interesante repertorio concordista. La crítica bíblica moderna independiente de la autoridad eclesiástica ha alcanzado resultados incompatibles con la dogmática romano-católica, y que ésta no puede en m o d o alguno asumir sin desmentirse públicamente a sí misma. P o r lo visto, Barr — p o r ejemplarizar en él lo que les sucede a otros m u c h o s — no parece comprender que el fundamentalismo formal o de función que practica la Iglesia católico-romana es, en definitiva, la versión más oportunista y represiva del género fundamentalismo, porque le ha conferido históricamente la capacidad necesaria para interpretar de acuerdo con sus intereses institucionales, en cuanto poder religioso hegemónico, tanto las piezas individuales como el conjunto del legado bíblico, capacidad que no la liga rígidamente a una inerrancia o infalibilidad basada en un estricto literalismo cuando las circunstancias lo desaconsejen. Lo específico de este tipo de fundamentalismo es su proteica capacidad de definir en función de las conveniencias de cada tiemp o , administrando sabiamente las múltiples hebras de un tejido híbrido. Naturalmente, esta flexibilidad hermenéutica del criterio literal tenía sus límites, y la Iglesia nunca cometió la ingenuidad de devaluarlo expresamente, aunque lo haya sometido sistemáticamente a toda suerte de acomodaciones. El literalismo ha representado siempre el punto de honor de su dogmática, la prenda
de la inerrancia de la revelación bíblica y de la infalibilidad del magisterio, aunque también siempre sujeto a las interpretaciones que le convinieran en el marco de las pugnas teológicas y de los contrapuestos intereses sociales, ha Biblia más la Tradición es la fórmula que expresa la amalgama histórica que forma las entrañas del fundamentalismo católico-romano, y que sigue sustentando la estructura de sus desarrollos dogmáticos. El fundamentalismo inaugurado con la Reforma, y que experimenta nuevos avatares en nuestros días, significó un radical desafío a la pretensión de la Iglesia de ser la única instancia legitimada por D i o s para interpretar la letra de la Revelación. En su acerba crítica de las posiciones exegéticas del fundamentalismo evangelista de hoy, Barr hace una apología ditirámbica del catolicismo romano. En su opinión, el fundamentalismo y la posición romano-católica tradicional tienen a este respecto una estructura similar, pero la posición romana es mucho más abierta y honesta por el hecho de que el lugar de la tradición se hace plenamente explícito en la doctrina, mientras que el evangelicalismo conservador tiende a ocultarla: todo es representado como si viniera solamente y directamente de la Biblia misma. En ambos casos, la interpretación bíblica tiene la tarea de dar soporte a la tradición desde la Biblia; en ambos, esto se hace mediante el uso de variadas técnicas interpretativas, literal en un punto, pero vaga, parabólica o alegórica en el otro; en ambos, las variaciones en técnicas interpretativas en cualquier punto se hacen en interés de la tradición religiosa dada, que es la fuerza final que gobierna [pp. 107-108]. Esta valoración es sólo parcialmente correcta, pues Barr, en su hostilidad al evangelismo fundamentalista y en su benevolencia para el fundamentalismo romano, olvida otros factores diferenciales decisivos: la dimensión esencial de poder de la Iglesia católica, su vocación hegemónica, su arrogación ecuménica y soberana como nervio de la monarquía absoluta del P r i m a d o romano, y el permanente oportunismo político-religioso que late en sus posicionamientos doctrinales, de un lado; del otro lado, el i n negable compromiso de fidelidad sincera del evangelismo protestante a la palabra estricta de D i o s en las Escrituras, su concepción personalista y libre de la relación del creyente con D i o s , su
rechazo genuino de todo poder institucional como intermediario idolátrico de la fe. C o m o increyente y marginal a esta polémica confesional, no dejo yo de percibir el peligro que para una sociedad laica y tolerante entrañan ambas posiciones religiosas. Pero tampoco o l v i d o el riesgo suplementario que representan para una sociedad así las pretensiones de soberanía como sujeto internacional de la Sede romana y su práctica concordataria en sus relaciones con los Estados, según veremos más adelante en este escrito. En un posterior ensayo titulado Beyond Fundamentalism (Filadelfia, 1984), Barr pone todavía mayor énfasis en su valoración altamente positiva del precipitado doctrinal que ha generado lo que yo designo como fundamentalismo funcional. Las líneas católicas de pensar —sentencia nuestro experto en el tema— son no sólo interpretaciones viables y posibles de la Escritura desde un tiempo ulterior. En particular, la idea católica del origen y naturaleza de la Escritura encaja mucho mejor con los hechos de su crecimiento y su historia que la tradicional ortodoxia protestante sobre la materia [p. 166]. Pero lo que Barr no explica es cómo y por qué ese crecimiento y esa historia han sido factibles, no se molesta en analizar el carácter crudamente contingente, oportunista y con frecuencia escandalosamente incoherente cuando no abiertamente contradictorio, tanto de la supuesta revelación que se presume que contiene la B i b l i a como de la explicitación que de ella ha hecho el catolicismo romano — i n c l u i d o el aparato dogmático p r o d u c i d o por la Iglesia—. Es cierto que declara que es, por supuesto, perfectamente posible que la tradición católica haya interpretado mal mucho del material bíblico que ha utilizado. No es mi propósito argumentar que la comprensión católica de todas estas materias es correcta. Meramente digo que es un intento serio y responsable de establecer tratos con la realidad bíblica, un intento que toma un punto de partida dentro de la Biblia misma. Además, muchas de las grandes doctrinas del cristianismo tradicional, tales como las doctrinas de la trinidad y la encarnación, o de la gracia, fueron elaboradas dentro de la antigua tradición católica [pp. 166-167].
Barr parecería sugerir que, hechas las cuentas, el balance es positivo, y que muchas entradas en la hoja del haber constituyen doctrinas dogmáticas que son asumidas en común por protestantes y católicos —las que él cita y muchas otras—. Este último punto es válido en su polémica con el evangelismo fundamentalista, pues parece evidente que si la fe esencial de la Reforma y sus corrientes confesionales echase por la borda los dogmas básicos de la fe cristiana forjados en el seno de la gran Iglesia común antes de la quiebra de su unidad, entonces esa fe reformada se vaciaría de contenidos teológicos fundamentales que son parte de sus señas de identidad. En efecto, si el fundamentalismo del área protestante insistiera sinceramente en rechazar todos los contenidos de la fe heredada que no se ajustan a una interpretación literalista de los textos sagrados, entonces esta exigencia extrema dinamitaría el cuerpo de las creencias definitorias de toda fe cristiana. L o s fundamentalistas evangélicos, hermanos de sangre de los católicos, siguen sin comprender, tampoco ellos, que entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe se produjo un corte epistemológico y teológico de tal magnitud que no hubiera sido posible fuera de la intensísima efervescencia del sentimiento de que el retorno del Mesías crucificado y resucitado era, esta vez sí, i n minente y glorioso. Pero esta efervescencia mental y emocional en el seno de la comunidad primitiva fue el ombligo de una actividad de invención teológica que hubiera sido imposible sin los catalizadores eclesiásticos: organización, d i s c i p l i n a , espíritu de compromiso, expansionismo, proselitismo, etc. Fue poco a poco emergiendo la gran Iglesia que acuñaría las fórmulas de misterios y credos todavía in statu nascendi, ciertamente una nova fides que es esencialmente, hoy día, el p a t r i m o n i o común de todos cuantos se reclaman del cristianismo en su pluralidad confesional. Pero aunque unos y otros acabasen reconociendo la validez de este esquema de la génesis de su fe, y admitiesen que son todos hijos de una misma mater ecclesia, esta génesis no adquiría mejores títulos de respeto en ninguno de los intentos de cada versión del fundamentalismo en sus particulares pretensiones de ser más auténtica, más genuina, más fiel a la palabra divina; porque ésta, tal como se supone que está recogida literalmente en el A n t i g u o y en el N u e v o Testamento, no es sino la memoria escrita de épocas
en las que la fantasía mitogénica de la mente humana fue estimulada por situaciones de exaltación, de frustración, de esperanza, que fueron dejando caóticamente sus huellas en la historia del ser humano. La actitud de simpatía de Barr ante la hazaña doctrinal del catolicismo romano no sale fortalecida con esta estimación de los orígenes de esta fe, sino más bien al contrario. También él es tributario de una fe cuyos fundamentos son cada día más frágiles tanto filosófica como históricamente. Si los prejuicios consagrados por la fe religiosa no perturbasen la contemplación objetiva de sus documentos fundacionales, todo analista del legado bíblico tendría que admitir que resulta imposible introducir criterios racionales de interpretación en unos textos mitológicos tan incoherentes y proteicos —nacidos al calor de coyunturas y necesidades cambiantes— que ni el fundamentalismo literalista evangélico ni el fundamentalismo funcional católico-romano pueden aportar ninguna garantía de fidelidad a una supuesta revelación que se presenta como el producto de una imaginación fabuladora sin ningún control efectivo de racionalidad. La lucha por asegurarse una i n terpretación auténtica es un enfrentamiento estéril que ningún juez independiente es capaz de sentenciar porque carece de los instrumentos de una decisión racional sobre una materia cuya naturaleza es la pura irracionalidad.
1.3. El catolicismo, como fe religiosa, como moral y como política, posee sus propias claves interpretativas. De los tres monoteísmos del L i b r o es el más espurio, el menos verosímil, porque el mito de Cristo es un híbrido de semitismo y helenismo que inevitablemente ha generado toda suerte de contradicciones, incoherencias y ambigüedades tanto doctrinales como prácticas. C o m o he explicado en otros escritos, y es necesario reiterarlo continuamente porque es la clave interpretativa fundamental, el cristianismo se caracteriza por una ambigüedad constitutiva que le permite realizar incesantes ajustes teológicos y acomodaciones prácticas en cada contexto histórico concreto. La Iglesia católica como poder administra con maestría y sin escrúpulos ese legado doctrinal híbrido siempre en la dirección que le inspira su ilimitada vocación hegemónica y su indomable voluntad de dominación. M i e n -
tras le fue factible, empleó toda su gravitación ideológica, prácticamente sin rival desde el siglo V, para estructurar la vida cultural, política, social y económica de Occidente desde la identificación del corpus civium c o n el corpus fidelium, de tal m o d o que el régimen de cristiandad, que tuvo vigencia hasta la crisis definitiva del ancien régime en la E u r o p a moderna, hacía literalmente i m posible un sistema político de p l u r a l i s m o ideológico. A u n q u e desde las convulsiones del Bajo M e d i o e v o entró la Iglesia en un manifiesto declive histórico, la pérdida de su supremacía ha sido un proceso lento, moroso, en ciertos momentos apenas perceptible, con altibajos. Su sólida y multisecular instalación en la conciencia de los individuos y en los mores sociales le otorgaba una inigualada capacidad de resistencia y una asombrosa fecundidad de estrategias para perdurar, una sorprendente destreza en el arte del compromiso. Para todo ello, la Iglesia ha poseído y posee dos elementos de la mayor eficacia en las contiendas ideológicas: la monarquía absoluta universal de que disfruta el Soberano Pontífice y la implantación institucional en el nivel primario de las agrupaciones vecinales mediante una tupida red de parroquias y conventos que c u a d r i c u l a n apretadamente a la población. E n t r e ambos niveles de su poder ideológico, al que casi nadie escapaba, se despliega la pluralidad de planos del mando y la jerarquía de ese colosal aparato de poder que es la Iglesia católica. Desde la quiebra de las últimas supervivencias históricas del régimen de cristiandad, las pretensiones de poder de la Iglesia han ido modulándose en estricta consonancia con la situación real de la dialéctica de poderes en el palenque político, pero sin ceder en cada caso más que lo inevitable y disponiéndose siempre a recuperar al menos lo perdido en cuanto se presentaba la ocasión. Esta consustancial disposición de ánimo de la Iglesia para conservar lo ya adquirido y para extender su proselitismo a escala planetaria la ha convertido en el gran adversario del principio del laicismo, supuesto fundamental del pluralismo ideológico y de la auténtica tolerancia como elementos esenciales de una sociedad democrática. En el ambiguo juego conceptual por el que la Iglesia se autodefine como en el mundo, pero no del mundo, actúan como motores de su praxis dos principios rectores: su pretensión de poseer plenamente la verdad, y su caracterización ins-
titucional como sociedad perfecta, soberana y universal fundada por Dios. El Catecismo de la Iglesia católica (1992) reitera la doctrina conocida: sólo la Iglesia detenta toda la verdad, porque la recibió íntegra por revelación directa de D i o s y la transmite en su pureza original. La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo [...] Dios, único Creador del cielo y de la tierra [...], es el único que puede dar conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él (par. 216). Esta verdad se encuentra en la Sagrada Escritura, que es obra de Dios, pues «la revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo». La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que escritos por inspiración del Espíritu Santo (lo 20, 31; 2 Tim. 3, 16; 2 Petr. I, 19-21; 3, 15-16), tienen a Dios por autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia, como se reitera solemnemente en la Constitución dogmática Dei verbum (par. 11), del C o n c i l i o Vaticano II, agregando que sus autores «pusieron por escrito todo y sólo lo que D i o s quería». Son frases de extrema crudeza en su significado dogmático, que no cabe debilitar mediante subterfugios exegéticos, aunque en otros textos el p r o p i o C o n c i l i o recaiga en las ambigüedades oportunistas habituales, pero que quedan rígidamente constreñidas al decretar que todo lo relativo a la interpretación de la Escritura está «sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de D i o s el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios» (par. 12). En lo que es, una vez más, la autoglorificación de la Iglesia, el Catecismo concluye citando la conocida sentencia fideísta de Agustín de H i p p o n a : «Ego vero Evangelio non crederem nisi me catholicae Ecclesiae commoveret auctoritas (fund. 5, 6 ) » (par. 119). El espíritu de proselitismo ecuménico de la Iglesia se expresa teológicamente al proclamar que la revelación llama a todos los hombres sin excepción, y así «todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a D i o s y a su Iglesia, y una vez conocida a abrazarla y practicarla» (Declara-
ción Diagnitatis humanae, del Vaticano II, 1). Bajo la equívoca obligación de todos de buscar la verdad, que nadie se imagine que esta expresión se refiere a una verdad aún no encontrada, a un esfuerzo incesante por ampliar nuestro conocimiento, sino que lo que se proclama es el deber exigible de reconocer la verdad que posee en propio la Iglesia. E n su calculada apertura estratégica a otras religiones que también proclaman la existencia de D i o s , la Declaración conciliar Nostra Aetate afirma que la Iglesia nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que aunque discrepen en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (lo. 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas. Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras religiones, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen [par. 2]. Es éste un texto paradigmático, no sólo de la arrogante actitud de la Iglesia, sino también del paternalismo de sus falsas concesiones, que delata la doblez moral que anima su modo de conceb i r el diálogo y la colaboración como estrategias para llevar a la verdad a los extraviados. L a verdad pertenece de suyo a la Iglesia, y se reitera, siempre que se presenta la ocasión, la petulante formulación de Pío X I I , parafraseando al apologista Justino en el siglo II: «Toda verdad que la mente humana, investigando sinceramente, pueda encontrar, no puede ciertamente oponerse a la verdad ya a d q u i r i d a , puesto que D i o s , Verdad Suma, creó y rige el entendimiento h u mano [...]» (Humani generis, encíclica de 1950, DZ 2321). Justino lo expresaba de m o d o no menos provocativo: «quaecumque igitur apud omnes praeclara dicta sunt, nostra christianorum sunt» (II A p o l . , c. 13). Pero este oneroso monopolio de la verdad para quienes no la comparten, obliga a difundirla en términos perentorios por los creyentes en todo el orbe:
los cristianos, comportándose sabiamente con aquellos que no tienen fe, esfuércense por difundir en el Espíritu Santo, en caridad no fingida, en palabras de verdad (2 Cor 6, 6-7), la luz de la vida con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta el derramamiento de sangre {Diagnitatis humánete, 14]. Notable combinación de superioridad y mansedumbre que no acierta a desvanecer el inequívoco talante conquistador de los ya elegidos, basado en una doble actitud de exclusivismo-inclusivismo, continuando el proverbial juego eclesiástico de las paradojas. Exclusivismo, pues se rechaza a priori toda otra pretensión de verdad universal y plena que no sea la católica. Inclusivismo, porque son cristianos sin saberlo aquellos que mediatizan algún f u l gor o chispa de verdad en sus mentes o conductas. Toda verdad es parte de la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace partícipe al hombre de esta su ley, de tal manera que el hombre, por suave disposición de la Providencia Divina, pueda conocer cada vez más la verdad inmutable [ibid., p. 3]. Entonces, al cristiano, que posee esta verdad definitiva, Cristo le acucia «para que trate con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe» {ibid., 14). En una prosa beata que desprende un intenso t u f i l l o de devocionario, los no-cristianos son tratados como niños o como reprobos, según su disposición personal a ser o no seducidos por la catequesis. Amor, prudencia y paciencia, recetario paidético que n i siquiera se propone disimular la segura superioridad del paterfamilias que corrige o subsana los deslices o travesuras infantiles. U n a familia sin fronteras, pues la Iglesia, mater et magistra, abarca potencialmente a toda la humanidad, porque es el Pueblo de D i o s del cual «todos los hombres son llamados a formar parte», pues «el único P u e b l o de D i o s está presente en todas las razas de la tierra, porque de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial», y es esta ecumenicidad lo que lo distingue (Lumen gentium, 13). El texto indiscuti-
blemente apócrifo de M e . 16.15 sostiene así la carpintería de esta Constitución conciliar. Pero la inclusión señala una barrera infranqueable para quienes persisten en el error, pues se supone gratuitamente — i n c o n fesable odium theologicum— que quienes rechazan la revelación teísta son gentes de mala fe, enemigos impenitentes de Dios, que tienen no sólo dañada su mente sino también corrompido su corazón. P o r consiguiente, los ateos formales «no podrían salvarse», es decir, «aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por D i o s a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo se negasen a entrar o a permanecer en ella». La falacia argumental es manifiesta: si alguien conociese realmente que la Iglesia fue instituida por D i o s y que D i o s existe, ¿es concebible que rehusase reconocerlo?... Sólo una insania mental y moral podría explicar, en términos de patología, que alguien rechazase lo que conoce. La argumentación eclesiástica es una falacia mala fide de vieja tradición en la apologética cristiana: nadie normalmente constituido puede rechazar de buena fe la existencia de D i o s y su revelación. En consecuencia, los ateos formales, sistemáticos o intelectuales son arrojados a las tinieblas exteriores. U n o , asombrado, se interroga, ¿es que la Iglesia no es capaz de comprender que u n ateo que está sinceramente convencido, p o r estudios serios o por simple intuición, de que la revelación es una fábula, plagada además de contradicciones, obedece a los dictados de su entendimiento y de su conciencia moral?... Pues simula que no lo comprende, ya que el fanatismo que nubla la vista de la mayoría no es posible que anule el juicio de los inteligentes y mejor informados. Sin embargo, toda su aparente magnanimidad se reduce a esta beata sentencia: «la D i v i n a Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de D i o s y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de D i o s . C u a n to hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio...» (Lumen gentium, 16). ¿ Q u é entiende la Iglesia por culpa en materia intelectiva?... Este texto, que recapitula uno de los fundamentos de la fe vista desde la arbitraria y acomodaticia apologética de la praeparatio evangélica, es uno de los más misérrimos y escandalosos de la doctrina ya
clásica en la Iglesia, porque humilla la condición humana e invita a los hombres a la simulación mental a cambio de la exoneración de la culpa. También aquí se pregunta el ateo: ¿exoneración de qué culpa?... El celebrado C o n c i l i o del aggiornamento nos ha legado esta perla del fanatismo y el sinsentido. El Papa reinante discurre fielmente por los cauces tradicionales de la Iglesia, confirmados y fortalecidos por el Vaticano II, C o n c i l i o que, aparte de la retórica humanista de los padres conciliares, y de recomposiciones cosméticas en la liturgia y en la pastoral, mantuvo intangible el edificio dogmático y doctrinal del cat o l i c i s m o . W o j t y l a , en su encíclica Veritatis splendor (1993), presta su contundente palabra a la arrogación eclesiástica de la verdad con idéntica partitura y algún que otro personal acorde. El núcleo de la encíclica se centra en la verdad moral y la cuestión de la recta conciencia. «Ciertamente, para tener una "conciencia recta" (1 T i m . 1, 5), el hombre debe buscar y debe juzgar según esta misma verdad. C o m o dice el apóstol P a b l o , la conciencia debe estar " i l u m i n a d a p o r el Espíritu S a n t o " (cf. R o m . 9, 1), debe ser " p u r a " (2 T i m . 1, 3), no debe " c o n astucia falsear la palabra de D i o s " , sino "manifestar claramente la v e r d a d " (cf. 2 C o r . 4, 2) (62 b ) » . C o m o puede apreciarse con un mínimo de perspicacia, el Pontífice no habla aquí, realmente, de la recta conciencia como tal, sino de la conciencia obediente a la verdad definida por la Iglesia, y todo su discurso se construye así sobre un equivoco que, aunque a veces parece intentarlo, no logra disimular. De nuevo, como en otros documentos citados anteriormente, el verbo buscar no expresa en rigor lo que habitualmente sugiere: la inteligencia del individuo en su libre búsqueda de verdades, que por su limitación y provisionalidad jamás podrán ser la verdad; es decir, una búsqueda de conocimientos sin garantías seguras de certeza, aunque constituyan una serie de aproximaciones a la realidad en sus infinitos niveles. N a d i e , a no ser un desequilibrado, se pone una buena mañana a buscar la verdad. La doctrina eclesiástica tergiversa descaradamente e incurre en una petitio principa, porque si alguien, en este caso la santa madre Iglesia, ya conoce la verdad, la búsqueda pierde su sentido en cuanto esfuerzo fatigoso de la conciencia para encontrar la verdad y constituirse en recta. Sería solamente cuestión de buscar el número de la Parroquia en
la guía telefónica y desplazarse para recibirla plena, completa y empaquetada de manos del cura. U n a verdad así disponible, con una garantía divina de certeza, no se corresponde con el esfuerzo personal de la conciencia libre en su búsqueda de verdades. Si se supone que la conciencia sólo es recta en función de que se adhiera a la Verdad de la Iglesia, entonces hemos dinamitado la esencia de la conciencia y su grandeza moral. La petición de principio, i n cluso dentro de la doctrina eclesiástica, resulta patente: la Iglesia posee la Verdad porque lo afirma ella, y lo hace de m o d o tan radical y estentóreo que las gentes quedan sobrecogidas. Pero ¿qué pruebas aduce para ello?... N i n g u n a válida. Entonces, una conciencia con intención de rectitud debe examinar desde el fondo de su razón, sin prejuicios, y con los instrumentos epistemológicos que la historia del pensamiento humano ha ido poniendo a su alcance, las pretensiones de verdad de cualquier credo o ideología, y juzgar libremente en consecuencia. Pero cuando el texto citado habla de la conciencia «iluminada por el Espíritu Santo», que para ser pura no debe «con astucia falsear la palabra de Dios», resulta muy claro que hemos saltado de la filosofía moral a la catcquesis de las fábulas eclesiásticas. Para la Iglesia sólo es verdaderamente «recta» la conciencia que acoge la Verdad depositada p o r D i o s en ella. C o m o sólo ésa es la verdad, resulta imposible que una conciencia que no la recibe sinceramente pueda ser una conciencia recta. El paralogismo es evidente. Si se intenta romperlo invocando la traditio Ecclesiae como garantía de que se posee la revelación genuina de D i o s , además de no avanzar ni un solo paso en el orden lógico, se concitan los macabros fantasmas que siguen agitándose en una historia escandalosa cuando no criminal, sobre la que los creyentes ilustrados pasan como sobre ascuas. Wojtyla prosigue, en su encíclica, con el inconfesado empeño de conciliar las contradicciones derivadas de esa errónea definición de la recta conciencia. A f i r m a que ésta «no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia invencible, de una ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la que no puede salir por sí mismo» (62 c). De nuevo, se vincula el carácter moral de la conciencia al hecho de conocer la Verdad, c o n l o cual se convierte una cuestión estrictamente de conciencia en una cuestión de conocí-
miento, y ésta, a su vez, en una cuestión de verdad eclesiástica. La Iglesia, en su autocomplacencia, parece no percibir que por esta vía la auténtica cualidad de la conciencia moral queda desmantelada y reducida a una cuestión de ignorancia o error. Aquí yace una de las raíces de la anemia moral de la mayoría de los católicos, que se creen legitimados p o r el mero hecho de estar en la verdad que la Iglesia les garantiza. P o r lo general, todas las confesiones religiosas, en mayor o menor medida, se deslizan por el plano inclinado del vaciamiento moral de la conciencia individual. O t r a vez, la obsesiva cuestión de la culpa moral, del pecado, invención psicopatológica consustancial a toda visión religiosa del m u n d o , con su doble vertiente de condenación y salvación. En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos recuerda el Concilio—, la conciencia no pierde su dignidad, porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar sinceramente [62 d]. L a Iglesia no admite que la verdad sobre el bien sea, o pueda ser en innumerables ocasiones, inquietantemente problemática, debatible, cuestionable. La conciencia sólo pierde su dignidad moral, no cuando su ignorancia de la verdad sea vencible y culpable —como propone la Iglesia siempre obstinadamente con el ojo puesto, no en la rectitud de la conciencia, sino en su propia dogmática—, sino solamente cuando viola, por miedo o por intereses particulares, su propio juicio moral, su dictamen autónomo y libre sobre las normas que estima que deben regir su conducta moral. La moral heterónoma, aunque fuese objetivamente plausible, no puede asegurar jamás por sí misma la dignidad moral de la persona si antes la conciencia no convalida íntimamente su validez mediante un juicio autónomo. Lo que equivale a decir que sólo la autonomía de la conciencia puede otorgar valor moral a la conducta personal. P o r todo ello, me parece una fórmula inadecuada y equívoca la que remata el discurso moral de la encíclica: De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva
acogida por el hombre; en el caso de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero [63 a]. Bajo su evidencia aparente, sigue gravitando sobre estas palabras la obsesión por la verdad. A u n q u e se hace el máximo esfuerzo para salvar la dignidad moral de la conciencia supuestamente errónea, se recurre al concepto de una verdad que, al ser errónea, equivocada, sólo puede ser subjetiva. A h o r a bien, la conciencia es siempre, p o r definición, subjetiva, porque es u n fenómeno psicológico intransferible. El juicio, como p r o d u c t o de una conciencia, es personal, subjetivo. No la pretensión de verdad, sino la rectitud de intención, es lo que determina la dignidad de la conciencia; y la rectitud de conciencia es la v o l u n t a d de aplicar, expresa o implícitamente, la regla de oro, cuya génesis social se pierde en la noche de los tiempos. No depende de verdades, ni de no-verdades. No es recta si acoge la supuesta verdad y errónea si no la acoge, sino que como conciencia siempre es recta si se ajusta a su convicción íntima de estar actuando el bien, y sólo en esta lealtad a sí misma reside su dignidad moral. Y en este sentido, la dignidad de la conciencia pertenece al ser humano por el hecho de serlo, y solamente puede perderse si daña con su c o n d u c t a la dignidad de otros seres humanos en cuanto tales. Planteada así la cuestión de la moralidad, el discurso de la Iglesia aparece diáfanamente como una visión alienatoria del ser humano, en beneficio de instancias transcendentes de cuya verdad no sabemos más que las arrogantes pretensiones de los sedicentes mensajeros del cielo.
1.4. L a pretensión de poseer plenamente la verdad que declara la Iglesia sin cesar, como he documentado con sus propios textos, la sitúa en una peculiarísima posición ante las exigencias conceptuales y prácticas de la genuina tolerancia, en el contexto de una sociedad democrática regida por el p r i n c i p i o del laicismo. La conciencia moral ha ido refinándose a lo largo del milenario proceso de la cultura, produciendo sucesivos códigos de valores favorables al respeto de la vida, al conocimiento, a la libertad, a la
solidaridad, a la igualdad. Esta promoción paulatina de valores tuvo por protagonista al ser humano, en el plano individual y colectivo, porque sólo él es creador de valores, y sólo él confiere sentido a las cosas en su permanente actividad teleológica, en todos los ámbitos de su existencia. Su creatividad cultural revistió las más variadas formas: tecnológicas, económicas, sociales, políticas, especulativas. Su estado de perplejidad y de temor ante sucesos que reputaba como extraordinarios, fueran reales o imaginarios, le llevó a idear esquemas explicativos a p a r t i r de las categorías, aún no tematizadas reflexivamente en su mente, de causalidad y de finalidad. Forjó así un doble m u n d o : uno, dirigido por la observación práctica de los fenómenos naturales, que le impulsaría hacia la técnica y la ciencia; otro, dirigido por la imaginación y la fantasía, que lo proyectaría hacia la esfera de vivencias y sentimientos que más tarde se designarían como religiosos. El primer m u n d o había de ser su verdadero m u n d o , aquel por el cual se apropió de la naturaleza y se hizo plenamente consciente de sí mismo. El segundo m u n d o sería aquel en que se extravió su conciencia en formas alienatorias de sí misma, en las que el ser humano inventó el cielo y los dioses. De este m o d o creó a la vez dos mundos, el uno real y el otro ilusorio, pero mezclados cuando no confundidos y mistificados. Las religiones nada deben a supuestas revelaciones trascendentes, sino que son estrictamente productos de la fahulación humana. N i n g u n a religión puede reivindicar legítimamente la posesión de una revelación divina que la haya provisto de la verdad plena, universal y eterna. El hecho de que la conciencia humana tienda connaturalmente a ampliar su conocimiento de la realidad, y que encuentre su propia y personal dignidad en ese esfuerzo subjetivo, no significa que alguien pueda erigirse arbitrariamente en portador de normas universales y obligatorias para todos, incluso si renuncia a imponerlas por la fuerza física. La humanidad, en el curso de su existencia colectiva, ha i d o produciendo y compartiendo pautas de conocimiento y reglas de conducta que permitieron la edificación de sistemas de convivencia social, sistemas siempre provisionales y aquejados de relatividad axiológica. La discusión intelectual y la disputa por la dominación serían los motores de los avatares del progreso
moral y social que, con innumerables altibajos, irían elevando el nivel de humanización del m u n d o . La Iglesia católica, perpetuando unos mitos que aún conservan una considerable inercia en nuestra edad de la razón, sigue reclamando un monopolio esencial de la verdad que resulta, en rigor, inconciliable con una sincera actitud de tolerancia. Es muy notable observar que la palabra tolerancia no figura en los índices analíticos, y por consiguiente tampoco en los textos, de las principales compilaciones dogmáticas de la Iglesia, a saber, el Enchiridion symbolorum (reimpresión española de 1970) de H. J. Denzinger, los Documentos del Vaticano II ( M a d r i d , 1990), y el Catecismo de la Iglesia católica (Barcelona, 1993). No es, sin la menor duda, una omisión casual. P o r el contrario, se trata de una omisión consonante con la mentalidad y el lenguaje eclesiásticos. Deseo ahora completar mi análisis de los documentos mencionados en el apartado anterior, mediante el examen de la posición de la Iglesia en el debate sobre la tolerancia tal como aparece reflejada — a m i juicio, fielmente, sin que quede afectada por su fecha, o por lo que piensen algunos audaces teólogos sin el asentimiento de la jerarq u í a — en la o b r a del jesuíta A l b e r t H a r t m a n n , Toleranz und Christliche Glaube (Francfort, 1955). El resultado de esta sólida investigación es concluyente: la Iglesia rechaza la idea de tolerancia acuñada por la Ilustración, la idea moderna de tolerancia. U n a lectura apresurada de los documentos conciliares del V a ticano II —y nada digamos de los neocristianos que especulan en el filo de la navaja— podría inducir a pensar que la Iglesia asumía un humanismo de nuestro tiempo. Sería un espejismo causado por una retórica de ocasión, característica de la Iglesia en su estrategia de bautizar cuantos movimientos alcanzan el favor de las masas, pero neutralizando su sustancia innovadora y sumergiéndolos en el océano insondable de las acomodaciones teológicas bajo el lema de que toda verdad es propiedad de la Iglesia. Pensemos en los nuevos apóstoles eclesiásticos del feminismo, del ecologismo, del pacifismo, de los derechos del hombre, etc. El clientelismo justifica las supercherías, porque el fin justifica los medios. H a r t m a n n perfila incisivamente, en polémica con los exponentes contemporáneos de la idea de tolerancia, el sustrato doc-
trinal y el verdadero sentir de la Iglesia en este magno asunto de la vida pública. El momento más relevante de esta polémica, por su valor ejemplar, se sitúa en su confrontación con el pensamiento religioso de K a r l Jaspers, inspirador de no pocos católicos. El teísmo del gran filósofo de O l d e n b u r g o se inscribe enérgicamente en un profundo y sincero respeto de la libertad ideológica del ser humano, huyendo resueltamente de toda pretensión de poseer la verdad sobre el m u n d o y la vida. E n las dos obras que abordan específicamente la cuestión religiosa — V o n der Wahrheit (1947) y Der philosophische Glaube (1948)—, Jaspers enuncia nítidamente la concepción antidogmática de la tolerancia, al definirla como la actitud del ser humano que consiste en poder «desarrollar su propia verdad, reconociendo a la vez la verdad de otro» (Wahrheit, p. 974. C i t o siguiendo las referencias de H a r t m a n n , en la traducción francesa de su libro bajo el título, muy expresivo, Vraie et fausse tolérance, París, 1958, p. 69). Porque «la verdadera tolerancia escucha y da, se compromete en el proceso infinito de la comunicación que elimina toda violencia, y así el hombre adquiere, a partir de su enraizamiento, el crecimiento que le es posible» (ibid.). Se trata de la verdad subjetiva, incoada en la conciencia íntima, nunca dogmatizable ni definitiva, que avanza siguiendo símbolos y cifras, nunca totalmente descodificables o formalizables. Frente a esta concepción de la fe, la Katholizitát — d i c e Jaspers, extrapolando el paradigma dogmático de la Iglesia— sucumbe a la tentación de sobrepasar los símbolos y las cifras de lo sagrado mediante fórmulas universales y exclusivas de verdad. Así, esta actitud conduce directamente a la intolerancia y al fanatismo, desenlace inevitable de t o d o exclusivismo d o c t r i n a l . Comoquiera, advierte Jaspers, que el carácter absurdo de la dogmática católica necesita de alguna forma de violencia para imponerse, la Iglesia «está sin cesar a punto de volver a encender las hogueras», aunque se atreva a renegar de la Inquisición e intente desmentirse en su historia, porque corresponde «a la naturaleza de las cosas» (Wahrheit und Unwarheit der Bultmannschen Entmythologisierung, 1953, cit. en p. 67). Es perfectamente diáfano, pese a los oportunistas velos del lenguaje de muchos neocristianos que siguen cobijados en el palio de la Iglesia, que ésta no acepta la posición tolerante del filósofo alemán, que abriga una
fe sincera de cristiano, pero que relatività las enseñanzas del catolicismo. El pensamiento de Jaspers, a pesar de sus vigorosas raíces luteranas, se inscribe en la idea relativista de la tolerancia, como no deja de advertir H a r t m a n n . Haciéndose eco de la voz de su Iglesia, el jesuíta escribe, sin ambigüedades, que «la fe cristiana no puede entender su v e r d a d más que c o m o universal. Debe rehusar la idea relativista de tolerancia, incluso bajo la forma más sutil que reviste en el pensamiento de Jaspers» (p. 69). Similar rechazo le merecen a la Iglesia posiciones como la de Gustav M e n s c h n i n g , en el Congreso de Ciencias de las Religiones ( M a r b u r g o , 1953), distinguiendo entre la tolerancia formal —simplemente no atentar contra las creencias de o t r o — y la tolerancia integral —acoger la religión de otro, viendo en ella una p o s i b i l i d a d auténtica y válida de encuentro con lo sagrado—, pues aunque admite que este encuentro es posible en el marco de otras religiones, no está dispuesta a ponerse en pie de igualdad con todas ellas como una más, es decir, como posibilidades diferentes pero válidas y genuinas del diálogo con D i o s . La actitud tolerante de M e n s c h n i n g se fundaba en el estudio científico de las religiones, en tanto que la actitud de la Iglesia reclama su i n declinable posesión absoluta de la verdad revelada por D i o s en el A n t i g u o y en el N u e v o Testamento. L o s actuales exponentes de las religiones orientales, que no se apoyan en revelaciones escritas dictadas por un D i o s personal, asumen la tolerancia integral tal como la formuló Ramakrisna (1834-1886) al proponer la síntesis de la sabiduría de Oriente en cuanto afirmación de todas las religiones como verdaderas y como aproximaciones a lo A b s o l u to. B u d a , K r i s n a , C r i s t o , etc., son «encarnaciones equivalentes del M u y Alto». Esta postura de relativismo religioso, que legitima a todos los credos que predican la verdad de D i o s , el amor y la justicia, recibe hoy la adhesión, más o menos confesada, de los teístas procedentes de diversas confesiones pero que han renunciado a los viejos dogmas. Sarvapalli Radhakrishnan, presidente de la Unesco y vicepresidente de la India en su día, fue el apóstol ejemplar de una religión universal que trasciende todas las confesiones: «Tolerante b o n d a d [...], tal es el homenaje que el espíritu finito rinde al abismo sin fondo de lo infinito». La Iglesia romana no ha renunciado a su exclusiva pretensión de detentar la única
verdad plena y universal que le habría sido encomendada a ella por D i o s , pero ante la creciente ola de increencia y ateísmo junta sus manos con otros creyentes en una especie de frente mundial de las religiones, aunque procure obsesivamente mantener y aun aumentar su propia clientela. Para un agnóstico o un ateo, la profesión de un teísmo o de un panteísmo de alcance ecuménico resulta notablemente extravagante, e incluso temible cuando manifiesta su hostilidad a la increencia. Sin embargo, ante el rigor dogmático de la Katholizitat romana, no puede dejar de respirar con cierto alivio al observar que multitud de gentes de todos los meridianos terráqueos han abdicado de toda pretensión de revelaciones privilegiadas y han resuelto dotar a sus creencias teístas de una buena dosis de sentido común.
1.5. La lengua alemana distingue entre Duldung (de dulden, soportar con paciencia, aguantar) y Toleranz (la tolerancia consciente, motivada filosóficamente, receptiva a las convicciones ajenas). La tolerancia que practica la Iglesia católica, con palabras de la declaración del Vaticano II, Dignitatis humanae, sólo solicita del cristiano que «trate con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia» (par. 14). No les pide a sus fieles que se abran a las luces posibles de otros, a sus convicciones sinceras y a sus argumentos, porque sólo la Iglesia, p o r un supuesto decreto d i v i n o , posee la verdad. U n a vez más, el famoso C o n c i l i o «humanista» evita cuidadosamente la palabra tolerancia, precisamente donde parecería indispensable según una óptica genuinamente pluralista. Esta omisión reviste un profundo significado teológico porque delata que el catolicismo romano solamente puede otorgar a los demás una resignada Duldung, pero no una auténtica Toleranz; una paciencia prudente siempre al acecho de oportunidades de proselitismo. H a r t m a n n ofrece la fundamentación teológica que caracteriza con exactitud la arrogación eclesiástica romana. El eminente teólogo se interroga: ¿Es tolerante la fe cristiana?... ha fe cristiana rechaza la tolerancia entendida en su sentido moderno, es decir, pleno y relativista. P e r o , simultáneamente, H a r t m a n n se yergue contra la acusación de intolerancia que tanto la doctrina como la
historia permiten sustanciar de m o d o concluyente. C o n una técnica muy jesuítica, H a r t m a n n se esfuerza en neutralizar la noción moderna de tolerancia arguyendo que es equívoca. Su argumento reproduce la inveterada petitio principa en la que se atrinchera desde siempre la Iglesia: dos creencias contradictorias no pueden ser compatibles e igualmente verdaderas. Sólo una detenta la verdad. Q u i e n la posee no puede admitir la tolerancia de los modernos. La Iglesia da por resuelta la cuestión previa de la verdad. La Ilustración postula — c o n fundamentos epistemológicos que el desarrollo intelectual y científico ha c o n s o l i d a d o — la imposibilidad de alcanzar definiciones completas, últimas y universales de la verdad del m u n d o y del hombre, tanto en el orden natural como en el o r d e n m o r a l . La tolerancia moderna niega radicalmente todo dogmatismo, toda arrogación de verdades con garantía divina. L o s límites del conocimiento fueron acotados por Kant, eminente representante del pensamiento ilustrado y liquidador definitivo de los paralogismos de la razón metafísica de los que se nutre la teología. La práctica de la tolerancia genuina descarta toda pretensión de poseer apodícticamente la verdad en virtud de una revelación transcendente de una autoridad divina. Toda idea de tolerancia que no se inscriba prácticamente en el postulado relativista del conocimiento genera automáticamente una actitud moral y psicológica de intolerancia más o menos inconfesada. La tolerancia ideológica exige un talante laicista en el plano de la práctica, talante que se a p r o x i m a a un moderado escepticismo metodológico en el uso de la razón dialogante como instrumento de la libertad en condiciones de igualdad. A h o r a bien, el postulado convivencial del relativismo epistemológico no comporta el escepticismo filosófico como actitud de abandono de la búsqueda de un mejor conocimiento de la realidad mediante la observación y la investigación científicas, ni tampoco la renuncia a la reflexión racional sobre el ser humano y su posición en el m u n d o . El relativismo que postula la tolerancia en el plano de la praxis no exige el sacrificio de las propias convicciones y de la voluntad de realizarlas, sino solamente la exclusión a priori de toda pretensión de promoverlas en los foros públicos como verdades superiores avaladas por una autoridad transmundana. Tener razones, no puede equivaler a la pretensión de tener la razón.
La Iglesia católica rechaza el postulado práctico del relativismo en términos de tolerancia porque lo considera una inadmisible devaluación radical de la exigencia de verdad y de veracidad que legitima una convicción religiosa digna de tal nombre, y porque la fe cristiana es la única que atesora la verdad definitiva que D i o s mismo ha depositado en ella. C o m o escribe H a r t m a n n , la certeza de la revelación cristiana se corresponde estrictamente con la realidad, y p o r consiguiente es verdadera. El cristiano conoce con certeza lo que las cosas y el hombre son, sabe la verdad de su fe, porque la Iglesia guarda el sello inalienable de la Revelación. Aceptar la tolerancia moderna es para ella tanto como abandonar la fe, y sólo puede soportarla con paciencia, y con tal actitud «no hace nada que p u e d a ser declarado c o m o tolerante o intolerante». C o m o puede fácilmente percibirse en esta apología de la Iglesia, es H a r t m a n n quien se hunde en el equívoco que atribuye a la idea moderna de tolerancia. A partir del dogmatismo no cabe formular un concepto de tolerancia genuina, es decir, aquella que se abre al debate público sin pretensiones previas de estar en posesión indiscutible de la verdad, dando por zanjadas las conclusiones del debate antes de comenzar. C u a n d o su hegemonía doctrinal y práctica era incontestada, la Iglesia imponía — e n último término, por medios coercitivos— su verdad. A h o r a , dice que solamente la propone, pero no está dispuesta a ponerla en cuestión, y prosigue en la práctica su obstinado designio de imponerla por todos los medios a la sociedad en su conjunto, incluso a quienes no comparten sus pretensiones ideológicas. Identificando con arrogancia su moral con la moral, la Iglesia intenta atropellar continuamente y sin rubor la libertad de conciencia y la conducta de los ciudadanos que no comparten sus criterios sobre la convivencia pública. El equívoco que fomenta la Iglesia consiste en hacer creer que el laicismo pide que el cristiano deje de creer, deje de ser cristiano, de v i v i r en su fe personal. Esta lectura adultera abiertamente el sentido moderno de la tolerancia. N a d i e le pide al cristiano que reniegue de su fe, sino solamente que, en el foro público y en la práctica convivencial, admita que las demás convicciones ideológicas pueden presentar iguales títulos de legitimidad, y que renuncie a imponer las suyas mediante una legislación
que destruya la efectiva libertad de opción de cada ciudadano conforme a sus criterios y sentimientos. Esta auténtica actitud de tolerancia queda radicalmente comprometida en su misma raíz desde el momento en que alguien viva en la convicción exclusivista de que él y su Iglesia son los únicos y privilegiados depositarios de una verdad revelada por D i o s . K a r l Jaspers ponía el dedo en la llaga cuando denunciaba la permanente tentación de intolerancia de toda Katholizitát, en el plano de la vida pública. En consecuencia, si el cristiano quiere ejercer sinceramente la tolerancia en una sociedad ideológicamente plural, debe actuar en el ámbito de la convivencia como si las certezas de su fe no se fundasen en las garantías formales otorgadas por la institución eclesiástica, sino que estuvieran alimentadas por la convicción íntima de creer estar en contacto con instancias transcendentes, sin más garantías que las que pueda suministrar la rectitud de intención y de juicio de su conciencia personal. D e b e abandonar toda pretensión de poseer certezas investidas de la dignidad superior que le otorgaría el mero hecho de participar en la tradición de un organismo histórico. Cualquier propuesta religiosa, incluida la católica, debe presentarse ante la sociedad diciendo «nosotros creemos o pensamos que [...]», pero nunca declarando dogmáticamente «nosotros tenemos la divina certeza de que nuestra fe es la única verdadera, y quien no acepte nuestra verdad definitiva y universal está sumido en el error o en la ignorancia». Solamente la tolerancia asumida a partir del reconocimiento de la igualdad formal de las pretensiones de verdad de todos los credos en el plano de la práctica permite construir una sociedad genuinamente plural y tolerante en la cual nadie pueda reclamar privilegios de hecho o de derecho, y en la que todas las minorías estén igualmente protegidas y dotadas de los mismos medios de presencia pública. El corolario efectivo de esta tolerancia moderna exige la renuncia sincera a obtener ventajas institucionales de cualquier naturaleza en el cuerpo político y social, o a conseguir una legislación que favorezca, por vías directas o indirectas, a su credo religioso, r o m piendo las indispensables condiciones de igualdad entre todas las instancias ideológicas que concurran al debate público. La Iglesia nunca ha admitido el planteamiento metodológicamente relativista que acabo de esbozar, porque, como luego se
verá, rechaza a radice el p r i n c i p i o convivencial del laicismo. Según la Iglesia, en la pluma de H a r t m a n n , el vocabulario de la tolerancia moderna desnaturaliza la sana posición del problema: quien no cree en la revelación llama «tolerancia», dando a la palabra un matiz de ideal positivo, a la ausencia de fe cristiana; en nombre de esta tolerancia exige del creyente a su vez que renuncie a su fe, o al menos que desaloje su seriedad; como tropieza evidentemente con una negativa, lo estigmatiza con la palabra intolerancia, que queda entonces cargada de un matiz peyorativo. Los cristianos tienen verdaderamente todas las razones para no favorecer una tal confusión de lenguaje [pp. 73-741. ¿Confusión de lenguaje?... H a r t m a n n tergiversa el sentido de la tolerancia moderna y crea una confusión que sólo existe en su mente saturada de los prejuicios de una fe milenaria que es incapaz de ponerse en la posición de quienes no ven la menor razón para endosar pretensiones de una dogmática cuyas contradicciones y metamorfosis la hacen inverosímil. La tolerancia como paciencia es la actitud paternalista de quien no tolera que se cuestionen los fundamentos de su supuesta v e r d a d . La tolerancia como reconocimiento es la actitud de quien no descarta la posibil i d a d de que otros puedan estar en lo cierto. Pero la Iglesia sabe que la auténtica tolerancia la despoja de invulnerabilidad y abre el camino de la confrontación racional y, eventualmente, de la i n creencia o el ateísmo. Entonces, solamente el fanatismo fundado en la irracionalidad suministra el escudo de un dogmatismo que no admite la discusión y el discernimiento racional, porque gratuitamente se proclama que «la libre adhesión a la palabra de D i o s en el acto de fe está precedida de la constatación de que Dios realmente ha hablado, y que este hecho es demostrativo en el sentido estricto de la palabra» (p. 74. Cursivas mías). ¿Qué constatación, qué hechos?... ¿Cómo puede fundamentarse epistemológicamente la pretensión de estar en la verdad objetiva, si sólo se aduce un acto de fe en una revelación transmitida por las contingencias de la historia? Agustín creía porque su Iglesia lo certificaba. De una contingencia histórica derivaba una verdad d i v i n a , sin más fundamento que una fiducia subjetiva. ¿ C ó m o una fe
subjetiva con bases tan arbitrarias y frágiles puede requerir de nadie una adhesión dogmática? U n a fe subjetiva no puede presentarse decentemente en el foro público como una verdad objetiva universal y única. La intolerancia de la Iglesia en el discernimiento de la verdad humilla el entendimiento humano y vulnera la dignidad de la persona. Toda verdad pasa por la intersubjetividad. Ningún contenido de verdad puede proponerse universalmente a todo ser humano como algo evidente por sí mismo si tiene c o m o f u n d a m e n t o epistemológico un simple argumento de autoridad o la inercia de una tradición. Siendo esto así, lo que al creyente puede parecerle una razón para creer, al increyente ha de resultarle necesariamente una insensata pretensión de verdad carente de los títulos más elementales para ser propuesta como la verdad plena y definitiva. Esta monumental desproporción entre pretensión y fundamento hace del catolicismo un caso de megalomanía inigualable en el curso de la historia, sobre todo si se conocen con solvencia intelectual sus orígenes y cómo se produjer o n los d o c u m e n t o s que se a d u c e n c o m o sus testimonios veritativos. En el plano del pluralismo ideológico, la supuesta verdad católica acude al foro público con escasos instrumentos epistemológicos y con exorbitantes pretensiones. L o s teólogos se entusiasman con su retórica efectista y vacía, y se hacen la ilusión de que sus discursos de militante idealismo, de les que se alimenta ingenuamente la grey, comportan en su pura expresión formal la evidencia de la verdad. Botón de muestra y mera reiteración genérica: «a partir del momento en que el espíritu da su adhesión en toda libertad —escribe H a r t m a n n — , él reconoce la verdad», pues «él no puede hacer suya una verdad que él no ha " p e r c i b i d o " como objetivamente válida. La afirmación a la cual él se adhiere apunta a un dato objetivo» (p. 75). Este arte teológico de saltar de lo subjetivo a lo objetivo, y de la literatura a la filosofía, y viceversa, se propone a todos los seres humanos sin excepción como los criterios de control de la verdad. El círculo lógico es la noria en la que gira una teología que se arroga la posesión de certezas concluyentes: la revelación garantiza la verdad, y la verdad garantiza la revelación. Durante toda su historia, la intolerancia eclesiástica se fundó en el postulado según el cual sólo la verdad posee derechos, y
que el error no podía invocar ninguno. Toda vez que únicamente ella detentaba toda la verdad, sólo ella era la titular eminente de todo derecho. El derecho a buscar la verdad se reducía en rigor al derecho a asumir la verdad eclesiástica. La intolerancia traducía fielmente el ejercicio de un derecho. H a c e r sitio al error equivalía a despojar a D i o s y a su Iglesia de sus derechos inalienables. El deber indeclinable y el derecho irrenunciable de la Iglesia consistía en evitar a toda costa la contaminación de la verdad por el error. C o m o puntualiza H a r t m a n n , «desde que una aserción se reconoce como verdadera, su negación ya no puede serlo, e i n cluso si se trata de una verdad existencial [...]. De otro m o d o , el hombre no está en la verdad sino en el error» (p. 76). Estar en el error es negar la realidad, situarse fuera de ella. Para reintegrarse a la realidad, el ser humano debe iniciar el camino que conduce a la revelación cristiana. «Ahora bien, en la fe cristiana, el hombre no se entrega a sus propias luces. Cree porque D i o s ha hablado» (pp. 79-80). Tiene sólo entonces la «certeza del hecho de la revelación». L a Ilustración propone las luces de la razón como instrumento superior y universal de conocimiento. E l sapere aude kantiano es la voz del humanista que decide reintegrar al ser humano en su dignidad. H a r t m a n n se asombra de que el colosal dogmatismo católico pueda ser tenido por intolerante. Un increyente no puede menos que quedar perplejo ante este asombro, porque marca la línea de máximo nivel de una mente irremediablemente alienada que ha perdido los controles de la razón. El asombro de los teólogos ante la imputación de intolerancia, no les coarta para afirmar, p o r la pluma de nuestro jesuíta, que «este exclusivismo cristiano es una exigencia profunda del cristianismo» (p. 82), lo cual, agrega, no ha i m p e d i d o a D i o s dejar que los humanos produjesen multitud de religiones, algunas muy alejadas de ese monoteísmo cristiano p r o m o v i d o a única religión verdadera, si bien «no reconoce por ello sus errores y sus contradicciones» (p. 87). Es muy fácil percibir que los teólogos, aunque simulen lo contrario, no saben qué hacer con ese abigarrado y exuberante material fenomenológico que documenta esa inagotable fantasía religiosa del ser humano que ni siquiera cesa en nuestro m u n d o de la tecnología. Las ideas de la progresiva educación de la humanidad (Lessing) o de la praeparatio evangélica (Eusebio de Cesárea) son
piadosos expedientes apologéticos para legitimar la evidente evolución cultural del hecho religioso en cuanto producto de la mente humana: D i o s habría ido desgranando las perlas de su revelación paulatinamente, y preparando así al hombre para una verdad que, p o r lo visto, habría sido letal si fuera administrada en grandes dosis... Preguntemos: ¿desde cuándo comenzó esa inverosímil cronometría del mensaje divino?...; ¿desde hace treinta o cuarenta m i l años, datación admitida para el hombre de C r o - M a g n o n ? . . . La famosa verdad eclesiástica, según la dogmática católica, ha concluido el proceso de la revelación con los escritos neotestamentarios. L o s importantísimos desarrollos dogmáticos posteriores —generadores de tantos cismas y herejías— no serían, según el magisterio católico, sino explicitaciones o inferencias de lo ya contenido en la revelación escrita depositada en el palio de la Iglesia. C o n esta clase de coartadas exegéticas puede explicarse lo que arbitrariamente se desee —contradicciones, interpolaciones, adiciones, reformulaciones, etc.— mediante los convenientes arreglos ad hoc. De nuevo preguntamos: ¿Es razonable y serio solicitar para las supuestas verdades urdidas por estos procedimientos una adhesión universal y definitiva? ¿Puede una institución religiosa así presentarse en los foros públicos reclamando el monopolio de la verdad plena e indiscutible al que todo ser humano está obligado a adherirse con acatamiento y obediencia? ¿Tiene títulos para recortar el campo de una tolerancia genuina y sincera en el seno de la convivencia cívica? Ciertamente, no. L o s neocristianos intentan eludir los escollos que representan las pretensiones eclesiásticas para una coexistencia realmente p l u r a l y tolerante, poniendo en sordina los rigores dogmáticos, cuando no abandonándolos más o menos abiertamente como algo secundario; o acudiendo a las conocidas técnicas de interpretación simbólica que vacían de contenidos identificables intersubjetivamente cualquier presunto enunciado de verdad. La Iglesia no es compatible con esta relativización disimulada de sus afirmaciones doctrinales, ni está dispuesta —et pour cause— a reducir el supuesto depositum fidei, que cree detentar, a una evanescente fe en un sujeto humano Jesús que predicó el arrepentimiento y la conversión en nombre de D i o s . A los neocristianos, investidos o no del sacerdocio, no les queda, en verdad, otra alternativa que plegarse — s i n -
cera o simuladamente— al magisterio de su Iglesia, o asumir todas las consecuencias de su haeresis personal. Su proclamación cristiana ya no sería entonces la vehiculada por la tradición de la Iglesia, sino una fe neo-cristiana sensiblemente diferente.
1.6. En su arrogante acogida paternalista de los granos de verdad que eventualmente podrían cobijar otras religiones, entre los repliegues de sus propios mitos, la Iglesia establece una rígida frontera: la exclusión de los ateos que conocen el mensaje divino pero lo rechazan consciente y deliberadamente. Para éstos, aunque actúen de conformidad con la rectitud de su conciencia, no habría salvación. D o c t r i n a absurda y cruel que traslada al terreno de la soteriología el lema romano dura lex sed lex. La Iglesia, siempre y también ahora, ha manifestado su hostilidad hacia los que califica de ateos especulativos, formales o sistemáticos, llegando incluso a negar, durante casi toda su historia, la posibilidad de que tales sujetos, si están en sus cabales, puedan existir. He comentado esta notable y asombrosa actitud en otro de mis escritos. A quienes no han p o d i d o acceder a la verdad del Evangelio y viven en una ignorancia no culpable, la Iglesia, en n o m b r e de Dios, les imputa una fides implícita si han observado la ley natural —interpretada, claro está, según los particulares criterios católicos—. Esta fe implícita constituye la via extraordinaria salutis, la salvación bona fide de quienes reverencian a Dios en su corazón, una especie de Deus ignotus pero operante en la recta conciencia de los infieles por ignorancia. Este artificial y rebuscado expediente soteriológico representa un calculado mecanismo teológico de inclusión de extensas zonas de la humanidad en el i m perio espiritual de la Iglesia. Sin hacer pagar ningún peaje, el Dios católico se presenta así como una divinidad magnánima que sabe transitar por las rutas de la tolerancia y que puede alegar títulos de ecumenicidad. Se trata de una gratuita novedad que contrasta con la actitud de la Iglesia en los largos siglos en los que proclamaba con dureza la férrea tesis según la cual extra ecclesiam nulla salus. E r a n los tiempos de d o m i n i o incontestado de la institución eclesiástica en todos los órdenes de la vida, cuando la christiani-
tas todavía no había recibido las brisas benéficas del humanismo m o d e r n o , rechazado y perseguido tenazmente p o r la Iglesia, y sólo parcialmente y renuentemente asumido por ella en el curso de nuestro siglo X X , cuando la sociedad se habia ya instalado en un sistema de valores laicos incompatibles con las pretensiones dogmáticas del catolicismo romano. Se inauguraba por esta vía concordista la estrategia sin escrúpulos, que sigue hoy la Iglesia, de apuntarse a todos los movimientos reivindicativos nacidos de las entrañas del humanismo laico —desde el movimiento obrerista y sindical hasta el feminismo y el ecologismo—, vaciándolos frecuentemente de su significado original y acomodándolos, mal que bien, a la vieja dogmática. En los rigores eclesiásticos de la exclusión, los indiferentes acompañan a los ateos cuando desoyen conscientemente el mensaje de la fe cristiana, porque se supone que quien no quiere responder escucha, pero que quien ignora resulta inasequible a toda predicación. H a r t m a n n se hace eco de la voz de la Iglesia al escribir que «lo peor es el indiferentismo» (ob. cit., p. 127). Sin embargo, es patente que actualmente todos los teísmos, incluido el monoteísmo cristiano, temen mucho más el ateísmo formal o sistemático que el indiferentismo o el ateísmo práctico, porque estos últimos limitan indudablemente el alcance del imperio religioso, pero aquél amenaza con la radical destrucción de sus cimientos mismos. Razón superior por la que todas las iglesias y todos los credos religiosos se confabulan, de una u otra forma, para alimentar una cruzada mundial contra los ateos. El discurso de la Iglesia sobre el error y la ignorancia experimentó recientemente, por el inevitable influjo del iusnaturalismo laico moderno, una matización. Pío X I I , en su celebrado Discurso del V . " Congreso N a c i o n a l de la Unión de Juristas Católicos Italianos (6 de diciembre de 1953), reiteraba que «lo que no es conforme a la verdad y a la ley moral no tiene, efectivamente, ningún derecho a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción». Pero reconocía que sólo las personas son titulares de derechos, y no propiamente entidades abstractas como la verdad o el error. «El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, pues, norma última de acción. D e b e estar subordinado a normas superiores y más generales» que excluyen impedir por la coacción que otros obren mal en tales materias o promuevan el error.
D i o s permite el mal moral y el error religioso, y no existe ningún precepto absoluto y universal para reprimirlos por la fuerza, «ni en la convicción común de los hombres, ni en la conciencia cristiana, ni en las fuentes de la revelación, ni en la práctica de la Iglesia». Estas declaraciones perfilan el punto límite de las concesiones de la Iglesia al p r i n c i p i o de tolerancia: no impedir por la coacción externa que los ciudadanos puedan manifestar sus convicciones, no reprimir por la fuerza la difusión del error. Pero esta concesión está fuertemente imantada por la doctrina católica de la verdad en cuanto propiedad de la Iglesia, de tal m o d o que la tolerancia del h u m a n i s m o m o d e r n o que he descrito en páginas precedentes queda descartada. Incluso en la declaración pontificia late una pretensión sin fundamento, al afirmar que la «práctica de la Iglesia» siempre rechazó la fuerza o la coacción para impedir la propagación del error. ¿Cómo p u d o resultar tan escandalosamente frágil la memoria de Pío X I I ? La sociedad cristiana, bajo la batuta de la Iglesia, practicó, durante interminables siglos, la violencia moral y física sobre las conciencias para reprimir la increencia o la herejía. Solamente fue modificando lentamente —siempre con frecuentes recaídas— su conducta a medida que el cuerpo social y político se fue impregnando del sentido verdaderamente humanista de la cultura moderna. Recordemos, como ilustración relativamente reciente, las implícitas consecuencias prácticas de las condenas del Syllabus errorum del eminente Pontífice Pío I X , de infausta memoria, y piedra de escándalo incluso para bastantes cristianos. La amnesia eclesiástica sólo es comparable a su práctica falta de escrúpulos. Su siniestra historia doctrinal y política no la cohibe para seguir proclamando su arrogante pretensión de poseer, sólo ella, toda la verdad y nada más que la verdad. La doctrina de la Iglesia concentra su artillería en el liberalismo como síntesis de la rebelión del ser humano contra los prejuicios tradicionales. A u n q u e el lenguaje ha cambiado desde los días de los papas decimonónicos, el núcleo de la actitud eclesiástica ante esta rebelión persiste porque está íntimamente vinculado a la antropología cristiana. Las libertades encuentran su límite natural en los deberes del ser humano respecto de Dios. L a Iglesia ha i d o asumiendo trabajosamente la ideología moderna de los derechos humanos, pero manteniendo in pectore una honda des-
confianza ante la libertad de la conciencia y recortando in litteris espacios esenciales de esta libertad. H a b l o de la Iglesia, no de la retórica humanista de muchos de sus miembros, que a nada le compromete a ella, aunque se suponga que también pertenecen al pueblo de Dios —expresión con la que se regocijan vanamente quienes se imaginan que esta fórmula retórica ha democratizado la eclesiología inspirada en el principio de la monarquía universal absoluta del Vicario de C r i s t o — . Pero lo más notable del antiliberalismo católico consiste en su carácter selectivo. C o n t r a lo que cabría esperar, el blanco privilegiado de sus ataques no es el liberalismo económico, la visión manchesteriana de la sociedad, sino el liberalismo filosófico —-desusado término que sigue apuntando certeramente al corazón de la tolerancia m o d e r n a — y el liberalismo político. El liberalismo manchesteriano, que acentuó la injusta distribución de la riqueza y que generó la protesta social más importante de la historia, no suscitó ninguna réplica pontificia, y ni siquiera las encíclicas de León X I I I lo pusieron en cuestión — c o n t r a lo que desean hacernos creer los apologistas del «papa social»—. Pese al inocuo verbalismo de las encíclicas Pacem in tenis (Juan X X I I I ) , Laborem exercens, Sollicitudo rei socialis y Centesimus annus (Juan P a b l o II, para celebrar el centenario de la Rerum novarum), la doctrina de la Iglesia sigue careciendo de una crítica teórica radical del capitalismo y de una toma de posición inequívoca en la práctica contra la explotación económica. Desde los lamentos pauperistas de algunos Padres de la Antigüedad tardía, los portavoces de la institución eclesiástica — c o n la excepción de los iniciadores del movimiento mendicante, muy pronto enérgicamente reprimidos por la jerarquía— han contemplado imperturbables durante siglos el despojo económico de los débiles, y solamente la insurgencia ideológica del movimiento socialista decimonónico inició tímidamente la reflexión cristiana sobre la llamada cuestión social, m u c h o más p o r motivaciones de proselitismo religioso que p o r escrúpulos de justicia — l a Iglesia estaba perdiendo la clase obrer a — . H o y la Iglesia católica sigue conviviendo plácidamente con el neoliberalismo salvaje, sin perjuicio de que propicie empresas de caridad social en las que muchos cristianos sensibles a las situaciones concretas de miseria y marginalidad encuentran alivio
a la mala conciencia generada por una organización social y económica constitutivamente inicua. Pero la Iglesia Como instancia de dominación continúa estando cómodamente instalada en el concierto m u n d i a l de poderes, y su peculiar versión del fundamentalismo religioso contribuye, directa e indirectamente, a la estabilidad del «orden» social y a la legitimación de los poderes dominantes. En diferente coyuntura histórica y con otros ropajes, el pacifismo eclesiástico de nuestro tiempo actualiza, sin confesarlo, la doctrina paulina del poder (Rom. 13.1-7), y el mandato de que «cada uno permanezca en el estado en que fue llamado [...] Hermanos: persevere cada uno ante D i o s en la condición en que por Él fue llamado» (1 Cor. 7.20-24); y de que «los siervos que están bajo el yugo de la servidumbre tengan a sus amos por acreedores a todo honor, para que no sea deshonrado el nombre de D i o s y su doctrina» (1 T i m . 6.1), obedeciendo «con temor y temblor» (Efes. 6.5). La ideología del orden establecido está en las entrañas mismas de la visión cristiana del m u n d o desde el nacimiento de la Iglesia, pero la masa de los fieles la ignoran y los escrupulosos cierran piadosamente los ojos. L o s jerarcas, sin embargo, saben muy bien a qué intereses sirven y cuáles son los fundamentos doctrinales del conservadurismo eclesiástico. El liberalismo que sinceramente preocupa a la Iglesia es el l i beralismo filosófico y político, o para expresarlo con mayor exactitud, el individualismo liberal moral, ese que aplicado a la fe religiosa —como escribe Hartmann— reivindica el derecho de la conciencia individual a tener por justo lo que le parece bien a cada uno, sin que haya ninguna ley objetiva que se imponga obligatoriamente al hombre [...]. Al límite, una total libertad de conciencia sería la negación total de toda verdad, de todo orden objetivo, sería «la soberanía absoluta de la razón humana, rehusando obediencia a la razón divina y eterna» [...] [p. 205]. Este texto resume admirablemente la arrogación eclesiástica de la verdad: la soberanía absoluta de la razón humana equivale al desorden, y sólo una sociedad bajo el yugo moral de la Iglesia es una sociedad ordenada. La «libertad de conciencia» sería, p o r consiguiente, una «fórmula equívoca de la cual se ha abusado de-
masiado para designar la absoluta independencia de la conciencia» (p. 206). D e ahí que los Pontífices rehuyan hablar de la absoluta libertad de la conciencia, porque la conciencia moral no puede ser l i b r e frente a la v e r d a d cristiana. Así, Pío XI prefirió hablar de «libertad de las conciencias» y del «derecho de tender hacia su último fin en la ruta que D i o s le ha trazado», como escribía en 1937 en su encíclica Divini redemptoris. Lo que le interesa de m o d o primordial y supererogatorio al catolicismo romano es, como en los tiempos oscuros del M e d i o e v o , la libertas Ecclesiae, el derecho a que prevalezca su verdad; porque, en rigor, como expresa H a r t m a n n , «respecto de este orden de la moralidad, de esta voluntad de D i o s que crea el mundo y que habla en la revelación, no hay libertad de conciencia alguna que se sostenga», pues aunque «la conciencia de un hombre es, de hecho, algo último», no p o r ello deja de estar ligada «por la exigencia de Dios», por «un orden objetivo que lo obliga» (pp. 207-208). La conciencia sólo es realmente soberana cuando se somete a la voluntad del D i o s católico, el que proclama la Iglesia. Respecto de este orden de la moralidad, de esta voluntad de Dios que crea el mundo y que habla en la revelación, no hay ninguna libertad de conciencia; el hombre se enfrente aquí a una obligación interior, percibe el carácter imperativo de la exigencia que expresa el juicio de su conciencia, al cual no puede sustraerse totalmente, incluso si lo quisiera. La libertad de la cual disfruta aquí consiste en abrirse a la exigencia objetiva, que está, de otra parte, en armonía con su propia naturaleza, y asumirla esforzándose por captar la realidad, siempre cada vez con más rigor y claridad, actuando de conformidad la más perfecta con esta realidad [p. 208]. U n a vez más, es patente el reiterado quid pro quo de la doctrina m o r a l de la Iglesia, que supone gratuitamente que la recta conciencia tiene que reconocer necesariamente la verdad católica, y que en cuanto la reconozca su única libertad es obedecerla. Esta exorbitante y absurda doctrina constituye un obstáculo insuperable para que la Iglesia se inserte con sinceridad en un sistema de tolerancia auténtica que reconozca la posibilidad de que otros tengan razón aunque no coincidan con su doctrina dogmática. El Pontífice reinante, en su encíclica Dominum et vivifican-
tem, de 1986, subraya con el mayor rigor la doctrina permanente de la Iglesia sobre la exigencia objetiva: la conciencia [...] no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa en el comportamiento humano [...] [43 a]. En su encíclica Centesimus annus, de 1991, se insiste en la necesidad de «reconocer íntegramente los derechos de la conciencia humana, vinculada solamente a la verdad natural y revelada» (29 a). Se subraya en este texto lo menos significativo y no se destaca la clásica vinculación teocéntrica. En la encíclica Veritatis splendor, de 1993, se condena resueltamente la noción de «una interpretación "creativa" de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su magisterio» (54 b), y se arremete contra «la legitimidad de las llamadas soluciones "pastorales" contrarias a las enseñanzas del Magisterio» para «justificar una hermenéutica "creativa" según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo» (56 a); con lo cual se traza una impenetrable frontera entre lo que está dentro y lo que está fuera de la Iglesia — l o que deberían no olvidar los neocristianos—. La conciencia moral está ontológicamente uncida a la verdad sobre el bien y el mal, y esta verdad «está indicada p o r la "ley divina", norma universal y objetiva de la moralidad» (60), tal como la define la Iglesia. La crisis en torno a la verdad, dictamina Juan P a b l o II, se debe al abandono de «la idea de una verdad universal sobre el bien» y a la pretensión de «conceder a la conciencia del i n d i v i d u o el privilegio de fijar, de m o d o autónomo, los criterios del bien y del mal» (32 b). La verdadera libertad de la conciencia «depende fundamentalmente de la verdad». Pero uno debe preguntarse, ¿de qué verdad?... La Iglesia responde dogmáticamente con las palabras de Jesús en el cuarto evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn. 14.6); y «si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará l i bres» (8.31-32). La verdad es de la Iglesia, que transmite íntegra
la palabra divina, y, como escribe el Papa comentando Génesis 2.17, «la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios» (35 b). Ni los papas ni los concilios — i n c l u i d o el Vaticano I I — han recogido la audaz doctrina del Aquinatense según la cual ningún orden objetivo vincula a la conciencia contra su p r o p i o juicio, aunque sea erróneo (Summa Theologica, II, I, 19, 15), hasta tal punto que si alguien tuviera por malo hacerse cristiano, pecaría si lo hiciera. Un hombre que recibiera del poder eclesiástico una orden contraria a su conciencia libre, debería m o r i r antes que obedecerla (IV Sententiae, dist. 38 a. 4), lo que equivale a afirmar que la heteronomía de la ley m o r a l no debe interpretarse c o m o u n a restricción a la autonomía moral de la conciencia en su libre ejercicio. La doctrina de la Iglesia sigue declarando que la obligación de acatar la ley divina requiere el asentimiento de la recta conciencia, pero da p o r supuesto que una conciencia sólo es recta si acata la norma moral universal revelada por Dios, distanciándose así de toda interpretación autonomista de la conciencia moral. H a r t m a n n traduce fielmente el sentido del magisterio eclesiástico cuando escribe que «el derecho real a la libertad de conciencia reposa así sobre la relación de la conciencia con la realidad. Pero puede ocurrir que el veredicto de la conciencia caiga fuera de la realidad», y entonces la conciencia es ontológicamente falsa, y aunque debe quedar exenta de la coacción externa, no posee verdaderos derechos en cuanto conciencia errónea. Es decir, en lo que se refiere al derecho de obrar positivamente según su conciencia errónea [...], sigue siendo dudoso que pueda hablarse, en esta perspectiva, de un derecho estricto de la conciencia errónea, o sea, de una conciencia que se encuentra en contradicción con el orden moral [...]. Por lo demás, la solución del problema general no es talmente importante, puesto que una cosa es clara, y es que el derecho de una conciencia errónea debe, en todos los casos, ceder ante el derecho de los demás que es conforme con el orden objetivo [pp. 216-217]. Esta distinción entre el obrar en sentido negativo y en sentido positivo es sumamente útil, no sólo para precisar la doctrina cató-
lica sobre los derechos de la conciencia y su carácter restrictivo, sino también para calibrar el verdadero alcance de la posición de Tomás de A q u i n o al poner al desnudo que su defensa aparentemente atrevida de la autonomía —-al rechazar toda coacción moral y física— sólo opera realmente en el plano de la negación, del rechazo, pero no en el plano del hacer, de la práctica positiva, allí donde debe imponerse el supuesto orden objetivo. Esta restricción, implícita en el pensamiento del Aquinatense, primando el orden de la práctica social, acaba reintegrándolo inequívocamente a la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la relación de la ley d i vina con la conciencia humana. Pero la concepción laicista de la autonomía moral de la conciencia no admite tales restricciones, pues, como precisa correctamente Hartmann, «basta que una cosa se presente como una convicción de conciencia, para que caiga bajo el derecho a la libertad de conciencia» (p. 212). Desde el instante en que rechaza la interpretación moderna del liberalismo filosófico, H a r t m a n n , siguiendo a su Iglesia, mutila gravemente la autonomía de la conciencia, por mucho que se afirme que el sujeto debe obedecer a su conciencia errónea y que «ninguna otra puede superponerse a ella» (p. 213) siempre que sea una conciencia bona fide, es decir, no culpable del error (p. 219). Porque una conciencia que se declara que está circunscrita esencialmente al fuero interno, y a la que se le recorta la libertad de proyectarse positivamente en los foros públicos y en la praxis social, se convierte en una conciencia fantasmagórica y fácticamente reprimida. P o r consiguiente, el católico puede concluir sin mayores complejos que «se debe reconocer que el orden de la vida social [...] impone una limitación objetiva a la libertad de quien está en el error», y que «este orden erige la intolerancia en deber» (p. 222). Después de mucho marear la perdiz para simular el lenguaje del humanismo de la modernidad, la doctrina eclesiástica muestra el color de sus entretelas. Pero debe quedar claro que no es suficiente que la Iglesia declare que no se debe reprimir mediante la coacción a quienes deseen actuar lo que ella entiende por mal moral, si a renglón seguido se les niega el derecho a obrar privada y públicamente de acuerdo con sus convicciones. C u a n d o se habla de orden objetivo, de verdad, es necesario saber quién tiene derecho a definirlos. Si es una autoridad externa a
las conciencias, entonces la doctrina católica de la conciencia l i bre se convierte en una ficción verbal, máxime si esa autoridad es la propia Iglesia; y se destruye inevitablemente el principio laicista de la autonomía moral de la conciencia como fundamento de la auténtica tolerancia humanista de la modernidad.
2.1. Se aborda ahora la otra hoja del díptico que presenté en el segundo párrafo del apartado 1.3 (pp. 285-286) de este ensayo, es decir, la autodefinición de la Iglesia como sociedad perfecta, soberana y universal que tiene el pleno derecho a ser reconocida como tal por el cuerpo político. Esta pretensión, tanto o más que la de poseer la verdad absoluta y definitiva, es incompatible con el principio del laicismo como condición indispensable de la tolerancia genuina. A u n q u e la pretensión de la Iglesia de ser una sociedad perfecta y soberana se funda sobre su doctrina del orden objetivo establecido por Dios en su versión católica, despliega además sus propios argumentos específicos. Para comprender el substrato teológico último de tan peculiar concepción es necesaria una breve reflexión previa sobre el fenómeno religioso como proyección antropomórfica que va estructurándose progresivamente desde los estadios iniciales y oscuros del animismo hasta culminar en los monoteísmos en los que D i o s se revela mediante mensajes orales o escritos dispensados a profetas o salvadores carismáticos en cuanto emisarios o vicarios en la tierra. A partir de cierto nivel de desarrollo, el hecho religioso se va estructurando como una gran metáfora de la vida social, y se va formalizando como un doblete del orden político. Este proceso — i m p u l s a d o por magos y gurús— no genera de inmediato antogonismos abiertos en forma de dualidad de poderes, pues el espacio de lo sagrado es todavía difuso e indeterminado, y solamente va adquiriendo intensas connotaciones personales —realeza de los dioses y divinidad de los reyes— en el curso de la lenta marcha desde las formas politeístas hacia deidades superiores locales y luego universales. No se trata de un proceso rectilíneo según un patrón único, sino de un rumbo multiforme y cronológicamente desigual. A medida que cobran vigor las especializaciones económicas, sociales y políticas, va también definiéndose un espacio de lo sagrado impulsado por agentes es-
penalizados —sacerdocio— que tienden a organizarse de modo autónomo. En el curso de la historia, se ha producido un momento de ruptura de las religiones étnicas o locales por la emergencia de renovadores o fundadores de religión que se presentan generalmente como heraldos de un monoteísmo activo de fuerte acento soteriológico y proselitista. Surgen así las religiones proféticas, i n i cialmente vinculadas a una personalidad carismática y paulatinamente transformadas en revelaciones escritas administradas p o r sacerdotes e intérpretes de las normas, que ya no poseen carismas personales intransferibles, sino que se legitiman por su función como depositarios de carismas institucionalizados, objetivados. La relación directa de un D i o s que habla a su emisario y le encomienda la difusión de un mensaje de salvación se transforma en una relación indirecta con los fieles a través de un Libro. L o s carismas ya no son los de la persona del mensajero, sino los de la comunidad depositaría del L i b r o . L o s carismas se han rutinizado y pasan a ser administrados objetivamente p o r un cuerpo de funcionarios especializados en lo sagrado —sacerdotes de la institución—. La intensa personalización del D i o s único con vocación universal corre parejas con la arrogación de la suprema autoridad por los administradores despersonalizados del L i b r o , al mismo tiempo que se inicia una compleja dialéctica que va formalizando un cierto grado de dualidad de poder político y poder religioso que no siempre alcanzaba su superación en la cumbre. L o s tres grandes monoteísmos del Libro son los exponentes de esta institucionalización de lo sagrado y de la división de la comunidad de fieles entre los que detentan la autoridad — s a c e r d o c i o — y la grey obediente. P o r contraste, las religiones místicas y las religiones sapienciales de O r i e n t e , de marcada inclinación panteísta, siguieron pautas diversas en su relación con el poder, tanto internamente en el seno de la congregación de fieles, como externamente respecto de la autoridad profana. El poder social del brahmin, o del gurú, o de los chamanes del Tao, o de los litterati confucianos, tenía fuentes peculiares y obedecía a su propia dinámica, pero en general encontraba su arraigo en una estructura comunitaria estática totalmente ajena, salvo alguna coyuntura histórica propicia, a la vocación conquistadora y proselitista de los monoteísmos constituidos como iglesias o fes proféticas, especialmente el cris-
tianismo y el islamismo, cada uno con su propia identidad. El judaismo sufrió, p o r causas históricas b i e n conocidas, un destino diferente. El rasgo común y definitorio de los tres monoteísmos del Libro es la fortísima impregnación antropomórfica de un D i o s personal que se supone que por encima de los administradores sacerdotales puede establecer una relación con los fieles que nada tiene que ver con la relación del yogui, por ejemplo, con lo transpersonal. De ahí que las transformaciones esotéricas de la piedad cristiana en formas de mística oriental no sólo no pueden potenciar la fe monoteísta, pese a las apariencias, sino que tienden a vaciarla de significado. M u c h o s neocristianos son proclives a los fuertes estímulos vivenciales del zen o de la meditación trascendental como sucedáneos de la vieja piedad populista de la dulía y la hiperdulía que su sofisticada forma de fe ya no soporta. Es la tentación permanente del panteísmo. Pero uno puede preguntarse, ¿qué significa Dios, si ya no es mi interlocutor personal, sino una energeia infinita?... ¿Qué puede significar mi inmortalidad, si ya no soy más que una nube de ondas o partículas que se funden en un todo energético?... Las reconversiones seudocientíficas de la tradicional creencia en la inmortalidad personal, hoy difícilmente defendible a la luz de los avances de las ciencias, no revisten más utilidad que la de seguir alimentando un mito pertinaz que se resiste a m o r i r y se refugia en las especulaciones animistas en sus variedades orientales, todas ellas formas alienatorias de la conciencia aunque a muchos puedan parecerles vías de salvación.
2.2. Después de estas fugaces reflexiones, retornemos a las estructuras religiosas y a las exigencias de los tres monoteísmos que los enfrentan resueltamente c o n el principio del laicismo como fundamento de la tolerancia. En efecto, es en el área de estos monoteísmos donde la cuestión del laicismo se plantea con crudeza, porque son religiones establecidas según formas institucionales legalmente protegidas a las que se les reconocen competencias privilegiadas para dirigir la vida espiritual de sus fieles y, eventualmente, para ampliar su número a través de su actividad proselitista. Pero el hecho de que el judaismo se configuró en los tiempos bíblicos
como una teocracia sacerdotal — s a l v o períodos relativamente breves de monarquía política en simbiosis con las instancias sacrales— y luego como congregaciones para el cultivo piadoso de los textos talmúdicos (sinagogas); y de que el islamismo nació y se desplegó como unidad radical de lo sagrado y lo profano bajo una sola autoridad político-religiosa — m o d e l o que en el curso de la historia ha i d o i n c o r p o r a n d o algunos elementos teóricos y prácticos en cierta disonancia con el m i s m o — , hacen que el cristianismo — d e m o d o prominente en su versión católica— constituya el ejemplo paradigmático de una peculiar dualidad de poderes que ha ofrecido históricamente una rica gama de figuras y tonalidades. En este marco, la Iglesia católica se configuró precozmente como la autoridad suprema en el seno de la sociedad, en la medida en que las contingencias históricas posibilitaban la implantación fáctica de esa autoridad fundada en la misión divina de salvar las almas. Según su propia definición soteriológica, compete a la Iglesia decidir siempre sobre todo lo que afecte a los destinos de los seres humanos en vista de su salvación. L o s avatares históricos de esta suprema arrogación competencial ha sido reiteradamente estudiada, aunque con desigual fortuna, por los historiadores de la acción de la Iglesia desde sus primeros pasos, y el lector que se interese seriamente por esta cuestión debería procurarse la oportunidad de consultar las investigaciones más solventes al respecto, entre las que me permito recomendar, además de la monumental historia de A. Harnack, y la dirigida y compilada por A. Fliche y V. M a r t i n , los trabajos de J. Bryce, de R. W. y A. J. Carlyle, de O. G i e r k e y de J. Lecler, pero sobre todo los luminosos estudios de W. U l l m a n n y B. Tierney. En mi libro La formación del cristianismo como fenómeno ideológico ( M a d r i d , 6. ed., 1993) presento lo esencial sobre las pretensiones teocráticas cristianas hasta el A l t o M e d i o e v o . El elemento clave que c o n f o r m a el esqueleto de la doctrina eclesiástica del poder radica en que la idea nuclear de la Iglesia, en cuanto titular por derecho divino de la plenitudo potestatis, se articula en el doble concepto de la unidad de poder — t o d o poder procede de D i o s y el Vicario de Cristo es su delegado u n i v e r s a l — y la dualidad de funciones —teoría de las dos espadas, que intenta reclamar confusas palabras de Jesús, sin a
duda manipuladas y mal interpretadas, si no inventadas, para legitimar y estabilizar un reparto de competencias que la Iglesia, moderando relativamente su inspiración mesiánica y apocalíptica, tuvo que conceder ante la fuerza de los hechos—. A u n q u e esta descripción esquemática de la cuestión se impone con evidencia a una reflexión seria y bien documentada sobre la génesis y el despliegue del cristianismo p r i m i t i v o , se debe a la ingente obra histórica de Walter U l l m a n n que haya sido desterrada a los solos dominios de la apologética cristiana la idea de que el propio Jesús — q u i e n , como visionario de un reino utópico religioso-político de D i o s en la tierra, jamás p u d o pensar en los términos con los que se le presenta en el u r d i d o episodio del pago del tributo al Emperador (cf. mi l i b r o El Evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al jesús de la historia, M a d r i d , 2. ed., 1994, p p . 108-116)—, escatologista que jamás pensó en fundar ninguna iglesia, habría él mismo diseñado y decretado un modelo temporal de dualidad de poderes como el que cristalizó históricamente por los imperativos de la realidad política en la sociedad occidental; modelo según el cual ambos serían desde siempre independientes y autónomos, aunque el poder político cediera ante el poder religioso en cuestiones que afectasen directa o indirectamente a la salvación de las almas. Esta idea, que nunca p u d o ser la de un mesianista judío de su tiempo, y que sabemos que no fue la del visionario de Nazaret, sólo fue aceptada por la Iglesia antigua y medieval con renuencia y grandes reservas. Sería el cardenal Bellarmino quien ofrecería la formulación clásica en sus Controversias teológicas (1576-1588), aunque la expresión propter finem spiritualem ya había sido anticipada p o r Francisco de Vitoria en sus Relectiones theologicae. En todo caso, no refleja la noción genuina de la plenitudo potestatis en c o n s o n a n c i a c o n las raíces semíticas de la teocracia tal como habría intentado imponerla la Iglesia si hubiera sido posible, y como lo intentó cuando le pareció que lo era. Pero tuvo que renunciar a la ambiciosa doctrina de la unidad de poder y dualidad de funciones, y acomodarse de hecho a la práctica de la dualidad de poderes —mientras la christianitas no experimentó la crisis irreversible del ancien régime—. Aún antes de esta crisis, como hemos visto, la teología política de la Iglesia, a partir del siglo X V I , asumió una versión mitigada de la dualidad de poderes a
que consiste en reclamar sólo un poder indirecto de la Iglesia sobre la sociedad civil en razón de los fines espirituales de su misión divina, afirmando a la vez la primacía de lo espiritual. Simultáneamente, los canonistas perfilaron la idea de la Iglesia como societas perfecta, fórmula de límites bastante imprecisos y aun contradictorios, si se piensa que la carencia de plena vis coactiva —aparte de las condenas y penas canónicas, y de las intimidaciones morales, que sí las h a y — priva a la Iglesia, pese a sus sutiles distingos y definiciones, de un elemento esencial de una potestad realmente perfecta en las relaciones de mando y obediencia que configuran la praxis de la Iglesia, si quisiera hacer c u m p l i r sus resoluciones. Comoquiera que ello sea, la Iglesia se define a sí misma como sociedad perfecta, universal y soberana que reclama obediencia de sus fieles en todas las materias que afecten de cualquier modo a su salvación eterna, incluso cuando el cuerpo político reclame de los ciudadanos una obediencia cuyos contenidos contradigan lo que exige la disciplina eclesiástica. H o y la Iglesia ya no discute, como escribe Joseph Lecler, el «carácter laico y profano del Estado», pero solamente bajo dos condiciones: todo gobierno secular está obligado a respetar, en su ejercicio, las reglas de la moral y del derecho de gentes; y debe marchar de acuerdo con la Iglesia para que la realización de sus fines temporales no obstaculice los fines espirituales. Es precisamente contra esta doble exigencia contra lo que se levanta el laicismo de Estado [L'Eglise et la souverainetéde l'Etat, París, 1944, p. 188]. Es natural la posición del laicismo frente a una Iglesia que recorta sensiblemente in actu la libertad del Estado, y previsiblemente más in potentía, habida cuenta de su probada avidez por ocupar todo el terreno posible en su d o m i n i o sobre la sociedad. Las pretensiones de la Iglesia, en su doctrina y en su práctica, comportan una hipoteca inadmisible sobre la aplicación del principio laicista de la tolerancia en una sociedad realmente pluralista. C u a n d o hablo de la Iglesia, me refiero a la Sede Romana y también a las iglesias locales y sus comunidades de fieles. En cada contexto, el pragmatismo de la Iglesia sabe moderar sus pretensiones universales en función de su poder fáctico y su influencia
real. Q u i e n conozca las divertidas polémicas doctrinales sobre la thesis y la hypothesis, o sobre el principio de reciprocidad, podrá calibrar el alcance de las maniobras y contramaniobras de la Iglesia católica en la administración oportunista de sus propios postulados. Recordemos que, con ocasión de la mencionada distinción ideada por el obispo D u p a n l o u p para encontrar una escapatoria al intratable rigor del Syllabus, un parisino comentaba sarcásticamente que «la tesis es cuando la Iglesia condena a los judíos; la hipótesis es cuando el n u n c i o p o n t i f i c i o cena con el barón de Rothschild». El jesuíta Lecler subraya — s u p o n g o que sin la connotación irónica que irresistiblemente suscita en lectores como y o — que la doctrina católica es «extremadamente sabia», pues sabe que el problema de las relaciones de la Iglesia con el Estado es, «ante todo, un problema de acuerdo y de equilibrio» (ob. cit., p. 205). Así como la cuestión de la auténtica tolerancia la resuelve la Iglesia negativamente en el terreno de la recta conciencia moral para encastillarse en su arrogación de la verdad, la cuestión de la dualidad de poderes intenta resolverla en el terreno del bien común a fin de imponer drásticas limitaciones a la soberanía del Estado secular. A m b a s cuestiones están íntimamente enlazadas, pues, como subraya H a r t m a n n , el bien común a la Iglesia y al Estado exige que «una tolerancia religiosa no pueda otorgar la l i bertad a aquello que violaría el orden jurídico en el cual se expresan las convicciones que tienen un carácter obligatorio para todos» (ob. cit., p. 223). Sin duda, esta afirmación se inscribe en el contexto de una sociedad de fuerte tradición católica en la que cabe imponer una noción de orden público cristiano según la cual «ninguna libertad de acción puede concederse a convicciones d i sidentes» (p. 224). La Iglesia pretende anclar la legitimidad de este orden público en su asimilación a la lex naturalis interpretada a la luz de sus dogmas, identificando así falazmente el siempre polémico concepto de una ley moral natural con la versión católica de esta ley. Esta identificación debe regir sin discusión cuando la tradición católica constituye un dato histórico, con la consiguiente restricción del alcance de la tolerancia «en un Estado cuya población en conjunto es aún católica» (p. 227). En estas circunstancias, el «derecho de la c o m u n i d a d nacional pasa por
delante del derecho de la conciencia errónea a actuar con toda l i bertad» (pp. 237-238). El nacionalcatolicismo de la dictadura franquista es el ejemplo más reciente de los rigores de esta doctrina, pero el espíritu que la anima sigue haciéndose sinuosamente presente en la actitud reivindicativa de la Iglesia española de hoy. Es en países como el nuestro donde la cuestión del laicismo sigue situando a la Iglesia en una posición inequívocamente intolerante. La Iglesia católica hace tiempo que se ha resignado a un régimen de separación con el Estado, pero bajo la exigencia de distinguir entre separación y laicismo. La separación —precisa Lecler— es un sistema jurídico del cual puede aprovecharse el Estado según su arbitrio para hacer aplicaciones muy diversas. No siendo la Iglesia, bajo este régimen, más que una asociación de derecho" privado, el Estado indiferente y liberal la someterá al derecho común; el Estado hostil y anticlerical la abrumará con vejaciones policiales; el Estado favorable a la idea religiosa le otorgará generosamente gracias y privilegios. Todo es posible, y todas estas soluciones han sido realizadas, como lo atestiguan la historia y la experiencia presente [ob. cit., p. 208]. Es decir, tolerancia, si no puede lograrse una posición de predominio. Pero siempre al acecho de francas prerrogativas, o al menos de gracias y privilegios, en ese astuto juego de tesis e hipótesis que traduce las oportunistas estrategias de una Iglesia cuya arrogación de infalibilidad la exime del juego l i m p i o . El laicismo representa para la Iglesia la condición de una tolerancia que no puede aceptar, porque rechaza la igualdad ante la ley, pese a todas las simulaciones y esfuerzos verbales para hacerse pasar p o r institución que respeta el pluralismo ideológico en una sociedad secular. No le es posible reconocer la concepción del Estado laico como organización de la convivencia política que no está ni a favor ni en contra de ninguna iglesia, pero que sólo reconoce a la Iglesia católica en tanto en cuanto ésta no reclame el reconocimiento de una soberanía que no le corresponde — n i en el plano nacional ni en el internacional—. El concepto de un Estado laico no admite ni la práctica de persecuciones políticas o administrativas
contra iglesia alguna, ni la concesión de gracias o privilegios. El laicismo representa una concepción secularista de la sociedad estrechamente vinculada al liberalismo filosófico y político. Para el liberalismo —escribe correctamente Lecler—, la religión es un asunto privado, individual. Una Iglesia no es una institución pública, sino una simple asociación de creyentes. No puede, pues, hacerse de ella una sociedad perfecta, concurrente y rival de las potencias temporales [...]. Simple agrupación de conciencias religiosas, no depende en nada del poder civil; sólo le pedirá que le deje vivir, solamente con las condiciones requeridas para el mantenimiento del orden público [pp. 208-209. Cursivas mías]. C o m o sentenciaba el conde de Cavour, mediado el siglo X I X , el lema liberal es «la Iglesia libre en el Estado libre». Pero la Iglesia sabe demasiado bien que sin las prótesis políticas y jurídicas que le ha brindado el Estado — a l frente de todas ellas, la hegemonía en la escuela— su fuerza social y su poder sobre las conciencias experimentaría una caída vertiginosa en poco tiempo. C o m o toda representación mítica, su supervivencia depende de las rutinas de la transmisión de la fe y de la inercia de su reproducción ideológica. En una sociedad de tradición católica, el favor del Estado —declarado o e n c u b i e r t o — le es indispensable. C o n feliz o p o r t u n i d a d , nos recuerda L e c l e r la sólida argumentación filosófica laicista del suizo Alexandre Vinet, en su Essai sur la manifestation des convictions (1839), cuyo deliberado olvido simboliza el regreso de las libertades en pie de igualdad a la nueva posición de prepotencia de la Iglesia católica allí donde puede ejercerla. C o n impecable coherencia, Vinet expresaba así el principio del laicismo: la sociedad civil como tal no puede tener religión. Si la sociedad tiene una religión —escribe—, es que tiene conciencia, ¿como prevalecerá la conciencia del individuo contra la de la sociedad? Sólo con su conciencia se enfrenta el hombre a la sociedad [...]. Es imposible oponer soberanía a soberanía, omnipotencia a omnipotencia, imposible suponer que de todas las conciencias individuales y diversas resultaría una conciencia social [...]. N o , si la sociedad tiene una conciencia, lo es a condición de que el individuo no la tenga, y ya que la
conciencia es la sede de la religión, si la sociedad es religiosa, el individuo no lo es. C a b e agregar a este teorema laicista, apenas discutible, que el c r u d o sociologismo que representa la absurda hipótesis de la existencia de una conciencia colectiva — d e la que se han derivado peligrosísimas doctrinas totalitarias— tiende a destruir las bases antropológicas de la genuina tolerancia del pensamiento ilustrado: el punto de partida de un sistema de libertades no puede ser la sociedad sino el i n d i v i d u o , es decir, la conciencia individual, la única que existe si se habla con propiedad de lenguaje y se abandonan las posiciones organicistas a las que la Iglesia es tan proclive en su discurso sobre el bien común. El corolario es la privatización de la religión. La serie de antítesis que f o r m u l a V i n e t no debe tomarse como una demostración, sino como la expresión esquemática de las exigencias conceptuales de la conciencia libre de cada ser h u mano en una sociedad secular ideológicamente plural y abierta a nuevos rumbos en su marcha hacia una mejor comprensión de la realidad natural y social. Vinet enfatiza con rigor el carácter puramente individual de la religión, y en consecuencia también su carácter privado. Es una convicción y un sentimiento que toman radicalmente en serio la esencia genuina de las vivencias religiosas, tal como se experimentan en el fuero íntimo de la conciencia, como locus naturalis en el cual el individuo puede creer encontrar una proyección hacia lo trascendente. N a d a puede sustituir esta conciencia, sin la cual las tradiciones religiosas son un simulacro. C u a n d o las religiones postulan, cada una a su modo, una dimensión social, sólo pueden hacerlo en cuanto búsqueda de una intercomunicación entre las conciencias en el seno de una comunidad de fe, pero en esta sociedad totalmente espiritual —subraya Vinet— la individualidad jamás abdica; pues ella es la condición misma de esta sociedad, que es una sociedad religiosa, una Iglesia, sólo en tanto en cuanto que la adhesión es espontánea, la separación siempre posible, la coerción siempre imposible. [Por consiguiente, indica Lecler concluyendo la argumentación laicista del pensador helvético], el Estado no conoce a
las Iglesias más que para tutelarlas, lo mismo que a otras asociaciones privadas, según las regias del derecho común [ob. cit., p. 221]. Las religiones afirman apodícticamente que la religiosidad es algo así como un atributo trascendental del ser humano, y que una sociedad que no otorgue a las instituciones religiosas un estatuto especial adecuado atenta contra la plena realización de la condición humana y su aspiración connatural a la beatitud. Se trata de una afirmación gratuita. Las religiones son solamente expresiones simbólicas de la perplejidad ante lo enigmático, y pertenecen genéticamente a un estadio antropológico en el cual la reflexión aún no disponía de los instrumentos indispensables para alcanzar explicaciones racionales debidamente fundadas en la metodología científica y la investigación empírica.
2.3. La doctrina católica admite la independencia recíproca de la autoridad temporal y la autoridad espiritual, pero rechaza la separación absoluta como la reclama el laicismo si el Estado ha de respetar el pluralismo ideológico sin situaciones de privilegio. La Iglesia se viste siempre con el manto del irenismo — ¡ o témpora, o mores!— para reclamar la independencia recíproca desde una cooperación sincera. H a r t m a n n , por ejemplo, define con precisión la postura de la Iglesia: Llevar al Estado a los límites que le impone su carácter de derecho natural no es hacerlo un Estado laicista. El «Estado laico» no es un «Estado laicizado», es decir, el Estado que se acantona en su tarea temporal, no espiritual; no es un Estado secularizado, en el sentido peyorativo de la palabra (verweltlicht), anticlerical o ateo. Para el Estado, el hecho de limitarse y de limitar su acción al dominio de las realidades naturales, terrestres, temporales, nada tiene que ver con la separación de la Iglesia y el Estado tal como la han sostenido numerosos liberales en el siglo X I X . El pensamiento inconfesado de los liberales era excluir a la religión cristiana de la vida pública [...]. En esta perspectiva de un Estado laicizado, perfectamente indiferente respecto de la religión [...], separación de Iglesia y Estado no significa la descristianización de toda la vida social y la relegación de la religión a la esfera puramente privada [...] [ob. cit.,pp. 273-274].
En esta arbitraria valoración del principio laicista, que con palabras más o menos elusivas reitera la Iglesia de hoy, se esconden dos equívocos celosamente alimentados por el poder eclesiástico. El primer equívoco consiste en suponer sesgadamente que el Estado laico se ocupa solamente de tareas temporales. Frente a este supuesto, es necesario señalar con énfasis que el Estado, tal como lo entiende el laicismo y como es concebido en la filosofía política moderna, no sólo no es indiferente a las tareas convencionalmente llamadas espirituales — q u e deben designarse culturales, a f i n de eliminar halos de religiosidad que abran la puerta a las arrogaciones confensionales—, sino que las asume como uno de los ámbitos esenciales de su misión promotora y protectora de la educación, creando las condiciones indispensables (jurídicas e institucionales) para formar conciencias ciudadanas vigorosas y libres que puedan disponer de los instrumentos intelectuales adecuados al ejercicio de las libertades de pensamiento, expresión y decisión, fortaleciendo una pedagogía del razonamiento sin prejuicios, expurgando a las mentes de los mitos arcaicos que aún las mantienen en cautividad. El logro más fecundo y encomiable del Estado laico es la implantación y desarrollo de la enseñanza pública, universal y gratuita, fundamentada en una pedagogía de la libertad, de inspiración enciclopédica, y exonerada de las hipotecas intelectuales que gravan las actividades docentes de las iglesias y otras instituciones confesionales. C o n f u n d i r lo espiritual con lo religioso es una pretensión tan absurda como oprobiosa, y reducirlo a lo católico resultaría además sencillamente ridículo. No es el Estado laico el que «se acantona» en lo temporal, sino la Iglesia católica, entre otras, la que desearía acantonarlo en este recortado espacio público, para presentarse a sí misma como la instancia civilizadora. El segundo equívoco radica en la obsesión persecutoria que invade desde siempre el talante de la Iglesia en su inveterado hábito de detectar supuestos enemigos por doquier, estimando que lo son quienes se oponen públicamente a su mitología y su poder hegemónico, es decir, quienes rechazan sus pretensiones monopolísticas sobre la verdad y exigen que su estatuto jurídico se ajuste a los límites y condiciones a que se someten las asociaciones de derecho común constituidas para cultivar y difundir sus específi-
cas creencias o ideologías en estricto pie de igualdad. Al margen del juicio que a cada uno le merezca la fe católica, la Iglesia no posee el menor derecho a seguir disfrutando de los privilegios y gracias que el Estado sigue otorgándole, con evidente menosprecio de los principios democráticos que constituyen su fundamento. Es precisamente la institución eclesiástica la que utiliza sin escrúpulos su p o d e r para marginar de los medios públicos de comunicación a cuantos se oponen con coraje a la situación hegemónica de la Iglesia, cuya longa manus — c o m o me decía u n brillante p e r i o d i s t a — suele llegar hasta la última sala de redacción. Se trata de una persecución aparentemente pasiva, pero siempre muy eficaz. P o r lo demás, es claro que no puede calificarse (de buena fe) como actitud de hostilidad la que reclama que se aplique en toda su latitud el principio de igualdad que inspira la v i gente Constitución española, por citar un ejemplo próximo. La Iglesia, por las exigencias derivadas del incontenible proceso histórico de secularización, ha tenido que renunciar a la tesis del Estado católico. A u n q u e sigue manteniéndolo in pectore, n i la realidad ni sus propios intereses le permiten defenderla expresamente. Para salvar los principios, sus jerarcas y teólogos han trenzado sutiles arabescos en torno al célebre binomio thesis-hypothesis —léase, lo que debe ser, pero lo que no permiten las circunstancias—. A h o r a , invocando la socorrida prioridad del bonum commune — e n cuya defensa se arroga títulos gratuitos—, la Iglesia renuncia de hecho a la tesis del Estado católico, pero sólo para seguir incansablemente combatiendo por su eufemística doctrina de la primada de lo espiritual —léase, hegemonía eclesiástica— como principio irrenunciable y limitante de las perrogativas del Estado. Continúa en pie la confusión de lo espiritual con lo religioso, y, consiguientemente, la exigencia de un estatuto especial para la Iglesia, con la garantía de la soberanía de la Sede romana en todos aquellos casos en los que el Estado lo pacte mediante acuerdos de rango internacional. En los países en los cuales la mayoría de la población, o al menos una parte significativa de la misma, profese la fe católica, la Iglesia reclama que su estatuto especial sea pactado de poder a poder, de soberanía a soberanía, entre el Estado y la Sede romana, mediante concordatos o acuerdos. N i n g u n a otra fe religiosa en el m u n d o disfruta de un privilegio
de esta m a g n i t u d , ni siquiera lejanamente comparable. Reclam a n d o su sedicente condición de sociedad perfecta y universal, aunque realmente apoyándose en una situación histórica de hecho que el proceso de secularización ha dejado subsistir como reliquia del pasado, la Iglesia sigue arrogándose una soberanía jurídico-política que rompe el p r i n c i p i o de igualdad en sociedades en las que, como la nuestra, el proceso político no ha sido capaz de cancelar la inercia católica tenazmente protegida por los bien conocidos poderes fácticos. Este reconocimiento, democráticamente espurio y exorbitante, es lo que la Iglesia califica de cooperación armoniosa. Se trata de una situación anómala y única en el seno de la comunidad internacional, que sólo resulta explicable históricamente — p e r o no justificable— p o r el hecho de haber existido desde el alba del M e d i o e v o un soporte jáctico de soberanía como poder temporal mediante la creación de los Estados Pontificios, con su relevante función, durante muchos siglos, en el marco de las pugnas por la hegemonía política en el espacio de la christianitas; y por el hecho del progresivo reconocimiento de la Santa Sede como sujeto soberano de derecho internacional a partir del momento en que el Papa romano perdió, en el siglo pasado, los extensos territorios sobre los que ejercía en términos absolutistas su soberanía. La tan ensalzada cooperación armoniosa entraña realmente, en virtud de instrumentos jurídicos de obligado cumplimiento mientras no se denuncien por alguna de las partes, una restricción de la soberanía del Estado — m a y o r o menor según la voluntad concesiva del Estado en cada caso—, restricción que la Iglesia interpreta como el justo reconocimiento de un cierto poder temporal indirecto por razones espirituales, y que genera efectivamente un espacio de soberanía de la Iglesia dentro del cuerpo político nacional cuando las concesiones alcanzan, por ejemplo, el alto nivel de prerrogativas otorgadas por el Estado español a la Iglesia en virtud de los Acuerdos negociados preconstitucionalmente por España con la Santa Sede en 1976 y 1979. Estos Acuerdos destruyen la letra y el espíritu del principio de igualdad taxativamente sancionado por el artículo 14 de la Constitución, y convierten en caricatura el punto 3 del artículo 16, sancionado por el pueblo español —es un d e c i r — cuando ya se había hipotecado —a sus
espaldas— una considerable cuota de su poder soberano. Para un análisis detallado de este despojo subrepticio de soberanía — d e sus protagonistas y sus circunstancias políticas— remito al lector a mi ensayo titulado «Del confesionalismo al criptoconfesionalismo. U n a nueva forma de hegemonía de la Iglesia católica», incluido en el libro Elogio del ateísmo ( M a d r i d , 1995). P o r esta vía, la Iglesia logra imponer al Estado que la reconozca, pero no como asociación religiosa sometida en todo al derecho común, sino como un ente de derecho público en el ámbito jurídico nacional y como sujeto plenamente soberano en el ámbito internacional —esta última condición funcionando como soporte y fundamento de la o t r a — . Esta posición excepcional es una supervivencia del pasado y pone en evidencia la vocación de poder que caracteriza a la Iglesia, y la singulariza respecto de todas las demás confesiones religiosas, haciendo así prácticamente imposible su integración sin reservas en un sistema de tolerancia ideológica regido por el p r i n c i p i o del laicismo como plataforma teórica del moderno Estado democrático de Derecho. El hecho de que los Estados y organizaciones que componen la c o m u n i d a d internacional acepten esta arrogación de soberanía de la Iglesia en un m u n d o en el cual la hegemonía del catolicismo ha perdido v i gencia, tanto en sus fundamentos doctrinales como en su protagonismo político, se ha convertido en un gran obstáculo para la igualdad rigurosa de trato que exige un auténtico p l u r a l i s m o ideológico. La respuesta efectiva a esta grave situación resulta algo complejo y problemático. P e r o quizás podría formularse concisamente postulando que los Estados retiren a la Iglesia católica las prerrogativas, directas o indirectas, que le permiten actuar como poder tanto en el contexto nacional como internacional, limitando así su presencia activa en el concierto m u n d i a l de poderes hegemónicos. A raíz de la Revolución francesa, hubo un momento de vacilación sobre el sentido de este trato de favor en un m u n d o crecientemente secularizado, y muchos pensaron que había llegado el tiempo de acabar con la arrogación eclesiástica de soberanía. Pero la Santa A l i a n z a , que representaba el poder social e ideológico de las clases dominantes, confirmó las tradicionales prerrogativas de una Iglesia que constituía la fuente principal de
legitimación del poder de estas clases y, en general, de la empresa restauracionista.
2.4. El conocido filósofo católico Jacques M a r i t a i n , punto de referencia de los portavoces del pensamiento eclesiástico de este siglo resueltos a reformular con acentos modernos el núcleo teórico de las doctrinas de la Iglesia, representa la línea de mayor avance posible de estas doctrinas sin salirse de la ortodoxia. El papa P a b l o V I , adalid durante su vida de la necesaria toilette de fórmulas vetustas, encontró en el pensador galo un relevante manantial de inspiración. Un esquemático recorrido de su filosofía política brindará las claves teóricas del supuesto aggiornamento atribuido al C o n c i l i o Vaticano II en lo que se refiere a lo que debe ser un régimen saludable de separación de la Iglesia y el Estado en las sociedades seculares de hoy. M a r i t a i n dibuja un régimen de contenidos esenciales mínimos ex principiis, siempre susceptibles de adaptación práctica a los imperativos de la realidad política, pues la Iglesia está siempre dispuesta a rebajarlos cuando no le queda otra salida. En su ensayo L'homme et l'Etat (París, 1953), este católico converso se p r o p o n e definir «la cooperación necesaria entre la Iglesia y el cuerpo político o el Estado». Esta cooperación se funda en tres principios. En primer término, «el Reino de D i o s es de una naturaleza mejor y más alta que los reinos y las repúblicas de la tierra». En segundo lugar, «la superioridad de la Iglesia — d i c h o de otro modo, de lo e s p i r i t u a l — sobre el cuerpo político o sobre el Estado». Finalmente, «la cooperación necesaria [...]» (p. 143. Cursivas mías). Este tercer p r i n c i p i o se estructura en tres niveles: «la forma más general y la más indirecta de asistencia mutua entre [el cuerpo político o el Estado] y la Iglesia»; «el reconocimiento público de la existencia de Dios»; y «la ayuda mutua entre la Iglesia y la sociedad» (p. 159). En cuanto al primer nivel, la asistencia que deben prestar los Estados a la Iglesia consiste «en el entero cumplimiento de sus propios deberes en relación con sus propios fines, en su respeto a la ley natural [...]». P o r lo que se refiere al segundo nivel, el
reconocimiento público de la existencia de Dios, [Maritain se muestra muy elíptico, pues no precisa nada sobre qué forma (¿jurídica, constitucional, programática...?) debe revestir este reconocimiento público, pero afirma que] para un pueblo determinado una tal expresión de la fe común asumiría de preferencia las formas de la confesión cristiana [...]. Pero las otras confesiones religiosas institucionalmente reconocidas tomarían parte también en esta expresión pública —como se ve ahora en los Estados U n i d o s — [...]. [A esta exigencia le agrega esta atrevida cláusula]: En cuanto a los ciudadanos que fueran increyentes, tendrían solamente que comprender que el cuerpo político, en tanto que forma un todo, es justamente tan libre de expresar públicamente su fe como ellos mismos, en tanto que individuos, son libres de expresar por su cuenta sus convicciones no-religiosas [pp. 160-161]. M a r i t a i n formula con audacia, y con una buena dosis de cinismo, lo que otros voceros de la Iglesia no se atreven más que a insinuar, sugerir, o decir con sordina, pero que constituye la convicción de todos ellos, porque expresa la idea católica de la com u n i d a d cívica como un corpus que se sitúa por encima de los individuos, lo cual no deja de ser una inquietante e inadmisible extrapolación tácita de la noción de la Iglesia como corpus mysticum a una sociedad ideológicamente pluralista. El sociologismo de la idea eclesiástica de la comunidad de fieles explica la proclividad a formas totalitarias de pensar hoy muy en boga, de las que resulta paradigmática la retórica teológica del pueblo de Dios, eco lejano de la agustiniana civitas Dei in térra, o de la grex catholica. ¡Relentes del famoso humanismo integral tan caro a la Iglesia y que el propio Maritain acuñó en un difundido l i b r o ! En el nivel de la cooperación general o indirecta, o primer nivel, no es sino normal que, aplicando las leyes que conciernen al ejercicio del derecho de asociación, [el Estado] conceda un reconocimiento institucional a ésta o a estas confesiones religiosas [...], a diferencia de otros grupos religiosos o asociaciones profanas que disfrutan de la libertad pero no del reconocimiento institucional [p. 164]. P o r lo que respecta al tercer nivel, «las formas específicas de la cooperación mutua» deben ceñirse a «la misión espiritual de la Iglesia» (p. 161), y se concretan en «el reconocimiento y la garantía
por el Estado de la plena libertad de la Iglesia» (p. 166) en el plano de la «asistencia negativa», y en el «requerimiento» que el Estado debe hacer a la institución eclesiástica para que ésta le ayude en la realización del bien común temporal en el plano de la «asistencia positiva». M a r i t a i n añade de modo descaradamente incongruente, como una especie de gratuito brindis al sol, que «esta forma de asistencia positiva no derogaría de ninguna manera la regla fundamental de la igualdad de las leyes y de los derechos para todos los ciudadanos» (p. 167)... Y subraya que en esta tarea de asegurar el bien común, tanto espiritual como temporal, la asistencia debe ser mutua, es decir, en las dos direcciones: el Estado ayuda a la dominación de la Iglesia en su ámbito espiritual, y la Iglesia ayuda a la dominación del Estado en su ámbito temporal. C o m o siempre desde los tiempos incipientes en los que los Apologistas de la Iglesia, en los tempranos años del siglo II, les hacían guiños de seducción a los Emperadores garantizándoles que no encontrarían subditos más obedientes que los cristianos. C o n la arrogancia característica de los devotos, M a r i t a i n no se cohibe en declarar que, en esta ayuda recíproca, «la Iglesia, que tiene el depósito de la fe —a diferencia de las confesiones religiosas cuyo mensaje es más o menos impuro, y de las filosofías humanas más o menos erróneas— obtendría de hecho mayores ventajas de las posibilidades ofrecidas a todos por la libertad» (p. 168). ¡Sin duda, mientras unos fueran más iguales que otros!... C o m o colofón a su peculiar manera de entender la democracia y la igualdad, el filósofo galo puntualiza que, en el contexto del principio pluralista y del principio del mal menor, la tolerancia de otras religiones o idelogías se fundaría, «no sobre un derecho — y o no sé qué derecho se supondría que corresponde a cualquier sistema de vida m o r a l — respecto de la ley civil, sino sobre las exigencias del bien común político» (p. 158). Maritain inserta este modelo de relaciones Iglesia-Estado, formulado con una fraseología aparentemente moderada, en las tradicionales pretensiones eclesiásticas de poseer la verdad, y p o r consiguiente «la condena del liberalismo teológico jamás será revocada», pues este liberalismo «implicaba la falsa filosofía de la absoluta autonomía metafísica de la razón y de la voluntad» (p. 169). En este permanente e ilusorio vaivén entre la libertad y
el sojuzgamiento, que aqueja el discurso de los pensadores católicos, M a r i t a i n descarta, de una parte, la «intolerancia civil», pero, de otra, rechaza, «en nombre de la tolerancia c i v i l , hacer vivir a la Iglesia y el cuerpo político en un aislamiento total y absoluto» (p. 171); y contra tal aislamiento condenable, menciona el encomiable ejemplo de los EE UU de América, cuya Constitución le parece «un gran documento cristiano laico o secular, aunque coloreado por el racionalismo de la época», que se propone «hacer vivir a los hombres libres under God, bajo la providencia de Dios» (p. 172). A u n q u e sin d u d a M a r i t a i n , si bien no lo dice en esta ocasión, reclama en el conjunto de su ensayo un régimen de asistencia mutua que va m u c h o más lejos que la Constitución americana. H e c h a esta aclaración, es necesario señalar que para un ciudadano verdaderamente cuidadoso de las libertades públicas, la filosofía constitucional americana no puede servir de m o d e l o , porque se p r o n u n c i a indebidamente sobre un punto esencial y orienta al pueblo americano hacia una interpretación religiosa del m u n d o y del h o m b r e que circunscribe limitativamente la conciencia de los ciudadanos en su personalidad como pueblo. La declaración constitucional no tiene sólo un valor retórico sino también práctico, pues se traduce en el código de c o m p o r t a mientos sociales y culturales que tienden a recortar el libre juego de la auténtica tolerancia y a transformarla en una tolerancia represiva. El modelo maritainiano de relaciones de la Iglesia con el Estado encuentra una ejemplificación práctica en la actual situación de nuestro país, aunque en nuestra Constitución no figure ninguna declaración sobre la existencia de Dios, que al parecer tanto agradaría a M a r i t a i n . Pero todos sabemos demasiado bien adonde conduce la doctrina de la cooperación armoniosa y la ayuda mutua en el plano de las libertades públicas, especialmente cuando esa doctrina se promueve mediante concordatos o acuerdos concertados entre entes que se presentan como igualmente soberanos. El Concordato entre la Santa Sede y España de 1953 sancionó el estatuto privilegiado de la Iglesia en términos tan escandalosos que hoy sería imposible repetirlos en los términos extremos de su propia letra. Sin embargo, los cinco Acuerdos negociados durante los dos años anteriores a la sanción de la Constitución el 27 de d i -
ciembre de 1978, y firmados apenas una semana después, consagran sustancialmente las prerrogativas y las situaciones de favor que todos conocemos, añadiendo que la declaración constitucional de aconfesionalidad — m u y ventajosa para la Iglesia actual porque la exonera de corresponsabilidad política f o r m a l — ha sido notablemente "compensada" (!) por la renuncia del Estado español al histórico derecho de patronato (Acuerdo de 1976). C o m o argumento con sólidas razones en el ensayo que he citado páginas arriba, digamos que en España se ha pasado, como cabía esperar de la redacción deliberadamente ambigua del artículo 16.3 del texto constitucional —cuidadosamente calculado para cubrir las concesiones preconstitucionales de 1979—, del aconfesionalismo nominal al criptoconfesionalismo fáctico, a medida que los sucesivos gobiernos han ido desarrollando el contenido de dichos acuerdos y su disposición para fortalecer la presencia de la Iglesia en la vida pública con el apoyo de los medios públicos —presupuestos fiscales, enseñanza, instrumentos de comunicación, conducta simbólica de las instituciones y de los órganos del Estado en todos sus niveles de competencia, etcétera. El punto clave que permite comprender la estructura básica de las relaciones de las religiones con el cuerpo político radica en de terminar en qué ámbito jurídico han de situarse las normas que deban regular estas relaciones. El laicismo, como premisa necesaria de una auténtica tolerancia, exige que este ámbito sea el del derecho privado común. E n consecuencia, todo modelo de relaciones entre las iglesias y los Estados que sitúe su tratamiento jurídico en el ámbito del derecho público, y reconozca a las comunidades religiosas un estatuto superior al que corresponde a las asociaciones o fundaciones constituidas para promover creencias, valores o ideologías de cualquier naturaleza dentro de los requisitos del orden público, es un modelo que viola el principio de igualdad ante la ley y el principio de pluralismo ideológico, al reconocer a las iglesias o comunidades religiosas derechos especiales que introducen, aunque no se diga, una situación de discriminación — i n a d m i s i b l e siempre, sea una discriminación positiva o n e g a t i v a — con respecto a cualesquiera otras asociaciones o fundaciones dedicadas a otros fines, y también con respecto a otras creencias o ideologías de cualesquiera otros ciudadanos que no desean o
no pueden asociarse para cultivar, defender o difundir sus ideas. U n a asociación de creyentes en un credo religioso debe disfrutar de los derechos de libre asociación, pensamiento y expresión que reconoce como principios fundamentales de la convivencia un Estado democrático de Derecho, pero no debe de ningún modo reclamar que el c u e r p o político financie sus necesidades económicas, o que le otorgue especiales medidas de protección o apoyo. Lamentablemente, esta premisa jurídica indispensable está siendo cotidianamente v u l n e r a d a tanto en la legislación como en las prácticas administrativas de Estados que se presentan como democráticos. Tal es el caso español. A h o r a bien, en el caso de la Iglesia católica, su doble pretensión de poseer la verdad absoluta y definitiva, y de ser una sociedad perfecta, universal y soberana — d o b l e pretensión que no está avalada p o r ningún título cuya legitimidad sea admitida por la opinio communis, salvo la de sus adeptos— arruina radicalmente toda p o s i b i l i d a d de aplicar íntegramente los dos mencionados principios sobre los que tiene que descansar una sociedad democrática moderna que sea algo más que una ficción: el principio de igualdad y el principio de pluralidad, p r o m o v i d o con rigor y sin restricciones. P o r una parte, la arrogación de soberanía internacional de la Santa Sede, su posición formal como alter ego del Estado, genera una malsana ambigüedad en las relaciones del gobierno y la administración pública con la Iglesia en países como el nuestro, de tan fuerte implantación católica; ambigüedad que le permite a la Iglesia hacer siempre el doble juego de una Iglesia que es a la vez soberana y sometida al orden jurídico interno que le otorga privilegios. P o r otra parte, la Iglesia l o c a l concluye siempre usurpando así al Estado jirones de soberanía nacional, en tanto que está sostenida y subrogada por la soberanía de un poder extranjero, la Sede romana. Si uno no estuviese acostumbrado desde siempre a esta ilegítima amalgama y suplantación de personalidades, resultaría inconcebible que esta situación moralmente espuria p u d i e r a sostenerse tanto tiempo. En c a m b i o , muchos miembros de la Iglesia ponían el grito en el cielo, hasta hace muy pocos años, porque según ellos los miembros del Partido C o m u nista, siendo españoles, obedecían a una potencia extranjera, la Unión Soviética.
La soberanía de la Santa Sede desnaturaliza inevitablemente, por el solo hecho de que el Estado concierte con ella mediante pactos el estatuto jurídico de la Iglesia española, el derecho inalienable y permanente del pueblo español a establecer o modificar en todo momento, a través de sus órganos representativos, todo lo que concierne a las actividades de las instituciones religiosas en nuestro país, en el marco de rigurosa igualdad con cualesquiera otras instituciones de derecho común. Si la Iglesia tomase en serio este principio de igualdad que simuladamente pregona, su fe sería mucho más respetable por los ciudadanos que protegen el fuero de la conciencia y los derechos humanos. L o s neocristianos, para hacerse respetar y para demostrar su sinceridad, tendrían que unirse al movimiento de privatización asociativa que i m p u l san quienes reclaman tolerancia sin privilegios. Ésta es la piedra de toque de su autenticidad. C u a n d o el Estado firma c o n la Sede romana acuerdos, automáticamente se hipotecan, generalmente para largos períodos de tiempo, los derechos soberanos del pueblo español, porque la doctrina de la cooperación amistosa que comienza reconociendo como poder público a una congregación de creyentes termina instituyendo un régimen de favor para esta congregación en detrimento de la ighaldad jurídica y fáctica de los ciudadanos y del estricto pluralismo ideológico como núcleo del Estado democrático de Derecho. Es necesario que la Iglesia católica renuncie a sus pretensiones de soberanía para pactar con el Estado su estatuto jurídico público, y que el Estado democrático no comprometa ilegítimamente su propia soberanía por más tiempo con tales pactos, y los denuncie formalmente para recuperar, como es su deber, las condiciones prácticas de la libertad de las conciencias que garanticen la integridad de las convicciones personales y su derecho a cultivarlas y fomentarlas en riguroso pie de igualdad. La Iglesia debe ser tratada como una asociación privada constituida para promover sus fines religiosos, sin reclamar un estatuto corporativo específico protegido p o r u n sedicente Derecho eclesiástico como rama del Derecho público, diferenciándose así del estatuto general de las asociaciones o fundaciones de Derecho privado, sean o no sean entes con fines religiosos. El Derecho común debe proteger por igual no sólo a todas las asociaciones o funda-
ciones que persigan la realización de sus propios fines en el marco de las leyes, sino también a todos los individuos que deseen, al margen de toda asociación o fundación, difundir su personal ideario en todos los planos del pensamiento y de la acción, de tal modo que los derechos i n d i v i d u a l e s de las personas no tengan necesariamente que estar mediatizados por entes colectivos que disfruten de derechos específicos. La llamada tolerancia religiosa no es acreedora a ninguna regulación constitucional especial, porque es parte indivisible de la común tolerancia ideológica regida por el p r i n c i p i o pluralista. U n a práctica abusiva, que pervive lamentablemente en la Constitución de 1978, ha instaurado ilegítimamente un espacio religioso jurídicamente protegido en nombre de una libertad religiosa como algo formalmente diferente de la libertad ideológica general, creando así con aparente inocencia un ámbito que resulta siempre privilegiado para las instituciones religiosas tradicionales, de manera eminente para la Iglesia católica. El punto 3 del artículo 16 es absolutamente superfluo en un Estado democrático que se atenga al principio laicista de tolerancia, y en su actual redacción representa una arcaica supervivencia de la dictadura franquista, en la cual, por carecer de un sistema democrático de libertades, resultó políticamente necesario para alcanzar pleno reconocimiento por las democracias occidentales estatuir un régimen l i m i t a d o de l i b e r t a d religiosa, dentro de la confesionalidad católica del Estado. Pero no se piense que esta vergonzante pervivencia está vacía de significado ideológico, pues su función, perfectamente calculada por los ponentes constitucionales en su momento, es la de habilitar un cómodo y amplísimo espacio jurídico y práctico para mantener el tradicional régimen privilegiado de la Iglesia católica, además de cubrir constitucionalmente los acuerdos ya comprometidos con la Santa Sede. Seguir regulando hoy la llamada libertad religiosa, distinguiéndola arbitrariamente de las demás convicciones ideológicas, equivale a otorgar a la religión, de forma solapada, una específica excelencia que merece un tratamiento específicamente protector. El resultado inmediatamente anterior de esta actitud (Acuerdos de 1979) y su posterior desarrollo legislativo y administrativo prueban inequívocamente el sentido del mencionado precepto consti-
tucional, que urge s u p r i m i r porque representa una inadmisible frontera interna dentro de la universalidad del pluralismo ideológico. La prolija y necesaria argumentación de este ensayo avala la tesis de que una sociedad democrática y pluralista que garantice la libertad de conciencia y la genuina tolerancia ideológica tiene que fundarse en el principio del laicismo, que excluye a radice todo privilegio o estatuto jurídico que favorezca de algún modo las convicciones religiosas y sus instituciones, a comenzar por su excepcionalidad corporativa ante el derecho común. Otorgar un espacio normativo reservado a las confesiones religiosas, o regular de modo específico la libertad de profesar y difundir determinadas confesiones y creencias religiosas, generan inmediatamente una discriminación negativa implícita, de orden lógico y práctico, frente a las ideas o convicciones que se sitúan fuera de la órbita de la religión. Las convicciones de los agnósticos o ateos, o simplemente indiferentes ante el hecho religioso, se sienten directa o indirectamente discriminadas frente a la específica protección que el Estado otorgue a la confesión de un credo religioso, cualquiera que éste sea, porque la no-profesión de una fe religiosa aparece inevitablemente, en el contexto de ese régimen de favor, como una carencia o limitación de la conciencia, c o m o la ausencia de una dimensión moral que se trata jurídicamente como un plus, como u n enriquecimieno espiritual. ¡El amor se pretende hacer sinónimo de Diosl... Para eliminar toda manifestación o sospecha de ese trato de favor que viola gravemente el p r i n c i p i o democrático de igualdad, el Estado debe abstenerse de regular las libertades religiosas como un dominio ideológico acreedor de una especial atención, y someterlas a la legislación general sobre las libertad de pensamiento, expresión y comunicación que pertenecen por igual a todos los ciudadanos. La pluralidad confesional no presenta título alguno para recabar una regulación por separado y una especial protección. U n a sociedad democrática y pluralista no puede admitir la salvaguarda constitucional de un área de lo sacro, porque la secularización de la convivencia pública es una dimensión esencial de la democracia moderna. A la auténtica libertad de conciencia le repugna toda pretensión de imponer restricciones, excepciones o discriminaciones al ejercicio de la razón en el plano público. La conciencia religiosa,
tan respetable como cualquier otra pero no más en el plano de los derechos, solamente puede reclamar legítimamente su protección en el plano privado, es decir, en el marco general de la protección normativa que garantiza el ejercicio de la libertad de asociación a todos por igual en el seno de un Estado democrático de Derecho. Y nada más que esto.
2.5. Las arrogaciones eclesiásticas de poseer la verdad y de ser una sociedad perfecta, universal y soberana representan de hecho, por su sola formulación doctrinal, un grave atentado contra las exigencias morales del pluralismo y la tolerancia. Pero la Iglesia católica no es precisamente una asociación religiosa para el cultivo comunitario de un conjunto de creencias, una congregación de conciencias que viven su fe y practican las formas de piedad que les inspiran su credo religioso. Si sólo fuese esto, la convivencia pública no resultaría seriamente alterada por aquellas arrogaciones de verdad absoluta y de soberana perfección erga omnes, y éstas sólo serían escuchadas como una exacerbada teorización de una autocomplacencia extravagante y obsesiva. Lo realmente grave consiste en la extrema vocación de proselitismo que anima a la Iglesia desde su mismísima cuna, y en su convicción de que su supuesto fundador le encomendó su difusión universal hasta el último rincón de la tierra. Ningún mensaje religioso conocido, ni siquiera en las religiones de salvación, se ha formalizado en este horizonte de unicidad y universalismo. De ahí que el fundamentalismo y el fanatismo sean frutos connaturales a la Iglesia católica y a su fe. La historia del catolicismo es la historia de una agresión permanente inspirada por la convicción de poseer una verdad única e incuestionable, y por la creencia de que el mandato de su fundador comprometía a los fieles a no cejar en su empeño proselitista hasta que toda la humanidad sin excepción se postrase a los pies de su D i o s . Éste no podía, al parecer, hacerlo por menos. La cláusula soteriológica que la teología eclesiástica inventó para colmar la brecha producida en el mensaje por el inesperado fiasco mesiánico que acabó con la vida del visionario de Nazaret consistió exactamente en exigir, desde el mandato que aparece en la adición apócrifa del Evangelio de Marcos (16.15-18), que la luz
de la verdad llegue a todas las almas. E l rigor cruelísimo de una salvación o de una condenación eternas es claro que exigía al menos, como condición legitimante, que todos conocieran la buena nueva. Lo que durante siglos fue tomado por los cristianos al pie de la letra, impulsándolos a una militancia proselitista que no reparaba en medios para servir mejor el mandato de Dios, hoy va perdiendo crédito en las conciencias de muchos cristianos lúcidos que han abandonado, sin decírselo a sí mismos, la fe ecuménica en una Iglesia que continúa encastillada en una dogmática incongruente e inverosímil. Pero ni la Iglesia puede arrojarla por la borda, ni los náufragos de la aventura renuncian a seguir agarrándose frenéticamente a los paramentos de la nave. Es así que el proselitismo pugnaz continúa vivo como el primer día, y l a amenaza que sigue representando para una tolerancia efectiva no ha menguado allí donde la Iglesia tiene la fuerza necesaria para imponer sus intereses. El m o d e l o de tolerancia que p r o p u g n a la doctrina católica autorizada y sus más sobresalientes intérpretes cobra eventualmente un alto nivel de realización, como sucede, por ejemplo, en la España de hoy. Se trata, en todos los casos, de una retórica de la tolerancia que se traduce prácticamente en una tolerancia represiva. El concepto de tolerancia represiva fue acuñado por H. M a r cuse, R. P. W o l f f y Barrington M o r e , Jr., en sendos ensayos agrupados en un l i b r o memorable {A critique of puré tolerance, Boston, 1965), en un contexto cultural distinto y en un país que pasa por ser arquetipo de liberalismo. Su relevancia teórica se debe, por consiguiente, no solamente a sus virtualidades teoréticas sino también a su referencia a la democracia norteamericana, que se supone que, como fundada en el iusnaturalismo ilustrado, es la expresión del p r i n c i p i o del laicismo en una sociedad democrática ideológicamente pluralista. La contribución de estos tres pensadores permite profundizar e iluminar temas evocados en el curso de mi ensayo sobre el laicismo y sus exigencias. Herbert Marcuse enuncia con vigor los requisitos reales de un sistema de tolerancia: «la tolerancia es un fin en sí misma solamente cuando es verdaderamente universal, practicada por los gobernantes así como por los gobernados». De no ser así, se transforma en «la desigualdad institucionalizada» (p. 84. Cursivas mías). Esta
definición comporta un hondísimo significado filosófico y permite desalojar cualquier intento de conceptualizar la tolerancia de m o d o sustancialista, es decir, su definición como un medio para descubrir o llegar a la verdad, al m o d o , entre otros, en que la postula la Iglesia católica. La tolerancia, en la concepción moderna de la libertad de conciencia, pensamiento y expresión, no es jamás un simple instrumento cuya ratio essendi se sitúe fuera de sí misma, como algo puramente utilitario para la conciencia moral, sino que es una dimensión formal de esta conciencia, inseparable de ella en cuanto apertura radical al conocimiento, a la especulación intelectual, al discernimiento y a la reflexión sin intermediarios que requieran la adhesión de la conciencia a supuestas verdades reveladas por Dios o dictaminadas por una autoridad humana. La propia conciencia, si es auténtica y llega al fondo de sí misma, se configura a sí misma como radicalmente tolerante, en el sentido de que es de suyo eminentemente dinámica, dialéctica, abierta sin cese al progreso de su actividad, ha conciencia libre exige la tolerancia genuina como una nota de su definición ontológica. A h o r a bien, el ejercicio de la tolerancia en cuanto postulado de la conciencia libre reviste un valor contextual, no meramente enunciativo, pues una sociedad sólo legitima su pretensión de ser tolerante en el seno de una totalidad social histórica concreta. De acuerdo con una proposición dialéctica —escribe Marcuse—, es el todo lo que determina la verdad —no en el sentido de que el todo sea anterior y superior a las partes, sino en el sentido de que su estructura y función determina cada particular condición y relación-—. Así, dentro de una sociedad represiva, incluso movimientos progresistas amenazan en convertirse en sus opuestos, en la medida en que acepten las reglas del juego [p. 83]. Rechazar estas reglas — q u e f u n c i o n a n casi siempre c o m o consagración tácita de una situación de hegemonía— es inmediatamente denunciado por los usufructuarios del «orden» como intolerable intransigencia, de tal manera que la tolerancia llegue a convertirse en represiva de sí misma. La tolerancia genuina es incompatible con cualquier situación real de privilegio o dominación. E n una sociedad ajustada a una
determinada concepción ideológica del m u n d o , se da por supuesto que el postulado de la tolerancia i m p l i c a necesariamente la prohibición de cuestionar los fundamentos de este tipo de sociedad en cuanto horizonte legítimo en el que debe inscribirse el ejercicio de la tolerancia, asumiendo su ética social, su organización económica y sus valores culturales. Según esta versión del postulado de tolerancia, sólo pueden discutirse pautas, modelos o ideas que no pongan en cuestión los fundamentos. Sólo pueden proponerse alternativas que no se salgan del acatamiento del consensus básico establecido. Todo lo que queda extramuros de este consenso carece de legitimidad para reclamar una actitud de tolerancia. Promoverlo equivaldría a una manifestación de intolerancia. C o n t r a esta aberrante posición, Marcuse señala que el rationale de la tolerancia se define por la capacidad del i n d i v i d u o de discutir racionalmente desde el conocimiento y la información. Era éste el rationale de la libre expresión y asociación. La tolerancia universal se hace cuestionable cuando ya no se impone este rationale, cuando la tolerancia es administrada para manipular y adoctrinar individuos que repiten como papagayos, como si fuera propia, la opinión de sus amos, individuos para los cuales la heteronomía se ha transmutado en autonomía [p. 90]. El postulado de la tolerancia sólo adquiere su valor absoluto en el seno de una situación concreta en la cual ninguna creencia o ideología posea ventajas institucionales o privilegios, sean de hecho o de derecho. De lo contrario, se cauciona una tolerancia aparente pero represiva. Todo colectivo que aspire a obtener u n lugar dominante en virtud de tradiciones sacras que invoquen dogmas derivados de supuestos mensajes sobrenaturales de una verdad universal y definitiva, se hace acreedor a una actitud de intolerancia o rechazo. La tolerancia solamente puede edificarse sobre la racionalidad, incluso cuando legitima el derecho del i n d i v i d u o a creer en mitos o a profesar creencias sin fundamento racional. La tolerancia sólo es incompatible, por su propia naturaleza moral, con la arrogación en los foros públicos de la verdad absoluta, y con la pretensión de obtener del cuerpo político un estatuto privilegiado, aunque éste se presente bajo el ropaje del pluralismo re-
ligioso con iguales derechos. La racionalidad en que se asienta el principio de tolerancia adquiere su plenitud a medida que la información científica sobre la naturaleza del m u n d o y del ser humano se convierte en patrimonio común de los ciudadanos, un patrimonio que alimente una conciencia moral exenta de las fabulaciones mitopoyéticas de la imaginación. Progreso del conocimiento científico y difusión efectiva de la información son los presupuestos del fortalecimiento de la conciencia libre como base de la tolerancia. No hace falta entrar en elucubraciones epistemológicas para establecer lo que entiendo aquí p o r ciencia. Me acojo al buen sentido de la formulación que ofrece Barrington M o o r e en el libro que estoy comentando: «La concepción de la ciencia usada aquí será amplia: lo que sea establecido por el sano razonamiento y la evidencia, puede pertenecer a la ciencia [...]. Porque la ciencia [...] es simplemente negarse a creer sobre la base de la esperanza» (p. 55). La tolerancia deja al ser humano en la libertad de construir felicidades ilusorias en un más allá, protege el l i bre arbitrio de la conciencia moral también cuando rehusa someterse al control de la razón; es decir, no se legitima en función de su adecuación a ninguna pretensión externa de verdad. Esto es lo que se niegan a entender las iglesias, particularmente la católica. Pero esta exigencia relativista de la tolerancia no anula el hecho de que una conciencia es más libre si se encuentre en posesión de la información científica que va acumulando el uso de la razón. Porque la base de la tolerancia no consiste en el supuesto conten i d o veritativo de la conciencia, pero en cuanto fin en sí tiene como meta el «ideal de la discusión racional y libre», por decirlo con las mismas palabras de Barrington M o o r e (p. 72). Marcuse puso de relieve quizás mejor que nadie los obstáculos para la tolerancia en la sociedad industrial avanzada, que «fortalece la tiranía de la mayoría en contra de la cual protestan los auténticos liberales». En efecto, «lo que es proclamado y practicado hoy como tolerancia está sirviendo, en muchas de sus manifestaciones más eficaces, la causa de la opresión». En consecuencia, en nuestras sociedades, «la realización d e l objetivo de la tolerancia reclamaría la intolerancia hacia las opiniones, actitudes, políticas predominantes, y la extensión de la tolerancia a las políticas, actitudes y opiniones que están excluidas o suprimidas
por la ley». La misión de la crítica intelectual es quizás más perentoria que nunca, pues se trata de «romper la opresión concreta en orden a abrir el espacio mental en el que esta sociedad pueda ser reconocida en lo que es y en lo que hace» (p. 81). La tolerancia descubre en las sociedades avanzadas su peligrosa multifuncionalidad en la retórica política, de tal m o d o que se convierte con frecuencia en la ideología de la represión enmascarada. El lugar político de la tolerancia —señala sutilmente Marcuse— ha cambiado: mientras que más o menos calladamente es retirada constitucionalmente de la oposición, se ha hecho conducta coercitiva respecto de las políticas institucionalizadas (established). La tolerancia ha pasado de ser un estado activo a ser un estado pasivo, de ser una práctica a ser una no-práctica: laissez-faire a las autoridades constituidas [p. 82]. Las prácticas liberadoras se presentan así como subversivas, y la violencia se estigmatiza como el mal absoluto. Es oportuno i n dicar aquí que la condena radical e incondicionada de la violencia no debe admitirse como un principio moral absoluto. Además de los principios de legítima defensa y del estado de necesidad, una situación política o social gravemente injusta que entrañe una denegación de justicia invencible por medios pacíficos puede legitimar el recurso a formas de violencia en la medida adecuada para hacer valer la reivindicación o restauración de derechos fundamentales. La condena absoluta de la violencia podría instrumentalizarse como ideología espuria para mantener una situación de opresión. C o n t r a la violencia institucional existe una violencia subversiva legítima para proteger las libertades. La tolerancia postula no sólo la libertad, sino también la igualdad, y su efectividad depende de las circunstancias históricas concretas que constituyen su marco social en lo que se refiere a la estructura de clases, a las tradiciones culturales, a las instituciones docentes, a los instrumentos mediáticos, etc. P o r consiguiente, la «tolerancia pura» sólo es concebible en un contexto social que permita realmente «la discusión libre e igual» a partir del supuesto que definió acertadamente J . Stuart M i l l : «la expresión y el desarrollo del pensamiento independiente, libre del adoctrinamiento, de la manipulación de la autoridad externa» (p. 93). La
escuela es así el motor inicial de la tolerancia en libertad, pero sólo si está al servicio de la educación de seres humanos intelectualmente adultos, capaces de discernir conocimientos y de tomar decisiones con una mente libre de los prejuicios heredados. En una sociedad tutelada por instituciones que se presentan como investidas de la verdad, la mente estará siempre en estado de cautividad y lastrada por frenos ideológicos que le impedirán la práctica de una tolerancia genuina. El liberalismo filosófico y político exige la secularización radical de la convivencia pública, eliminando todo espacio reservado a las supuestas res sacrae que no sea el ámbito que compete a la conciencia íntima. El pluralismo ideológico no puede reducirse al simple juego de un cierto número de poderes sociales que ventilan sus ambiciones de poder en la lucha por obtener mayorías electorales. El sufragio universal y el proceso democrático no garantizan por sí solos el ejercicio de la tolerancia. C o m o se ha d i cho, el rationale del pluralismo ideológico y la tolerancia requieren como condición necesaria que «la gente tiene que ser capaz de deliberar y elegir sobre la base del conocimiento, que tiene que tener acceso a la información auténtica, y que, sobre esta base, sus evaluaciones han de ser el resultado del pensamiento autónomo». En este sentido, como subraya Marcuse, «en el período contemporáneo, el argumento democrático en favor de la tolerancia abstracta tiende a quedar invalidado por la invalidación del proceso democrático mismo», ya que queda suprimida «la fuerza l i beradora de la democracia» consistente en «la oportunidad que daba a la disidencia efectiva» (p. 95). Algunas posiciones de Marcuse son cuestionables si se toman a la letra y aisladas del contexto teórico de las exigencias de la tolerancia. La vida política de una sociedad no parte de cero, no se pone en marcha desde una situación de igualdad en la que todos estén comprometidos con el respeto sincero de las reglas de la tolerancia. En las actuales democracias, en mayor o menor grado pero en todas, la atención y el respeto a las minorías no alcanzan el nivel exigible por el postulado de la tolerancia. El sistema de las mayorías electorales como simple mecanismo para decidir quién gobierna y cómo se gobierna, válido in abstracto en el marco de las condiciones que lo legitiman, es inválido in concreto cuando
no se inserta adecuadamente en el respeto a las exigencias del pluralismo ideológico en la igualdad y en la tolerancia.
2.6. Las democracias occidentales suelen buscar el paradigma político de la tolerancia y el pluralismo en el sistema constitucional y en la práctica política de los EE UU de América. Para concluir este breve ensayo sobre el laicismo parece oportuno contrastar el caso americano con los principios defendidos en estas páginas. Este contraste pondrá de manifiesto, a la vez, la distancia entre la teoría y la práctica, y las dificultades para reducir esta distancia. Robert P. W o l f f nos ofrece un análisis insuperado — e n una masa de literatura crítica de v a l o r — porque tematiza simultáneamente el conjunto de principios del modelo y su vertebración práctica. E n realidad —escribe— [...], la aplicación de la teoría pluralista entraña una distorsión ideológica en, al menos, tres vías diferentes. La primera procede de la interpretación del «vector-suma» o «balanza de poder» del pluralismo; la segunda surge de la aplicación de la visión «arbitraje» de la teoría; y la tercera es inherente a la teoría abstracta en sí misma [p. 40]. Esta distorsión encuentra sus raíces, en último término, en el hecho de que la doctrina democrática americana pretende combinar dos teorías distintas del pluralismo, la primera emerge de la teoría tradicional liberal democrática, y la segunda procede de un análisis socio-psicológico de la base grupal de la personalidad y la cultura. Con cada una de ellas está asociada una diferente noción de tolerancia. En el primer caso, la tolerancia se identifica a la aceptación de la idiosincrasia individual y al conflicto interpersonal; en el segundo, la tolerancia es interpretada como la celebración de la diversidad primaria de grupos [p. 23]. Este condicionamiento recíproco manifiesta su dialéctica teórica y práctica en la articulación entre los dos grandes postulados de una sociedad moderna: el liberalismo y la democracia. Es decir, lo
relativo a cómo debe ejercerse el poder —dentro de qué límites y responsabilidades— y lo relativo a quién debe ejercerlo —dentro de un sistema de representación popular—. La operación concreta de ambos postulados tiene hondas repercusiones en la efectividad práctica del pluralismo ideológico y la tolerancia. El caso americano reviste una importancia muy especial por el mero hecho de haber sido la primera sociedad constituida según los principios constitucionalistas, y porque ha llegado a ser la de mayor peso por su dimensión y su desarrollo tecnológico. Su conjugación de ambos postulados muestra la problematicidad intrínseca del demoliberalismo. C o m o indica Wolff, «el pluralismo democrático, según se desarrolló en el contexto de la vida y la política americanas durante el siglo X I X tardío y el temprano siglo X X , pretende haber alcanzado justamente la requerida unión de los principios "liberales" y la sociología "conservadora"» (p. 36), y ofrecer «un retrato de democracia pluralista» que sirva de referencia, siempre criticada y controvertida, para otras sociedades con la misma vocación democrática y un similar nivel de desarrollo material e intelectual, y también para otros pueblos con el mismo proyecto de futuro. América [...] es una compleja articulación de grupos étnicos, religiosos, raciales, regionales y económicos, cuyos miembros persiguen sus diversos intereses a través del médium de asociaciones privadas, que a su vez están coordinadas, reguladas, contenidas, estimuladas y guiadas por un sistema federal de democracia representativa. Los ciudadanos individuales se confrontan con el gobierno central, y unos con otros también, a través de la intermediación de los grupos voluntarios e involuntarios a que pertenecen. De este modo, la democracia pluralista se sitúa en contraste con la democracia clásica del modelo liberal; de hecho, es curiosamente como una sociedad feudal, en la cual cada individuo jugaba un papel político solamente como miembro de un gremio, una ciudad organizada, una iglesia o un estamento, más bien que como un sujeto simpliciter. Como en una sociedad política medieval, así en una democracia pluralista el principio conductor no es «un hombre-un voto», sino más bien «a todo grupo legítimo, su cuota» [p. 14]. A u n q u e el paralelismo es sólo aproximativo, además de discutible, apunta a un fenómeno capital para el análisis de la democracia de aquel país. Es i n d u d a b l e que el p r i n c i p i o liberal-
democrático constitucional garantiza en términos formales «la inviolabilidad de la esfera privada de la existencia del individuo» (p. 25), pero no es menos cierto que los derechos individuales han de hacerse efectivamente valer en el market-place, y en este lugar público de las libertades reina la desigualdad y se impone generalmente la ley del más fuerte. «Así, el pluralismo no es explícitamente una filosofía del privilegio o de la injusticia —es una filosofía de la igualdad y de la justicia cuya aplicación concreta apoya la desigualdad al ignorar la existencia de ciertos grupos sociales legítimos—» (p. 43). P o r esta vía, las posibilidades reales de los individuos para ver reconocidos sus derechos pueden ser nulas. En efecto, «los individuos que caen fuera de algún grupo social mayor —digamos, el n o - r e l i g i o s o — son tratados como excepciones y relegados en la práctica a un status de segunda clase» (p. 41). La legitimidad de ideas o actitudes viene definida implícitamente por un código determinado de valores y mores sin normalización constitucional, en tal medida que «si un interés cae fuera del círculo de lo aceptable, no recibe atención alguna, y sus proponentes son tratados como chiflados, extremistas, o agentes extranjeros» (pp. 43-44). En este contexto social, la crítica racional encuentra cegado todo cauce de difusión si lo que está en juego es una creencia muy arraigada o un postulado concreto que se tenga irracionalmente como indispensable para el «orden» social consagrado; y «los intereses legítimos que han sido ignorados, suprimidos, derrotados, o que aún no han logrado organizarse para la acción eficaz, encontrarán su desventajosa posición perpetuada a través de las decisiones del gobierno» (p. 47). En los casos extremos, los mismos intereses generales se sacrifican sistemáticamente en aras de los intereses particulares. En un modelo como el americano, la sociedad se convierte en «una nación de minorías» en la que las mayorías electorales se construyen sobre la base de unos pocos grupos mayoritarios, dejando prácticamente fuera de la representación democrática a m i llones de individuos que no logran integrarse en colectivos significativos. Las líneas divisorias religiosas y étnicas se encuentran unas a otras a través de los mecanismos pluralistas de asociaciones privadas y de la política ya existentes. Las típicas «tramas
comunitarias» (hyphenated) (italoamericana, polacoamericana, etc.) tenían sus propias iglesias, en las que las prácticas religiosas del viejo país —especiales santos, fiestas sagradas, rituales— se mantenían vivas. H a bía periódicos en la lengua madre, clubs de hombres, sociedades populares, asociaciones de hombres de negocios, bancos sindicales, basados todos en la unidad religiosa y étnica de la comunidad local. [Estos extensos grupos pesaban de manera creciente en la configuración del mapa político y en el entramado económico del poder]. Los grupos étnicos y religiosos entraban en el barrio, la ciudad, o el condado utilizando la masa unificada de sus poblaciones votantes como un peso que arrojar sobre la balanza política. La estructura federal, jerárquica y descentralizada del gobierno americano le convenía perfectamente a la política étnica [pp. 12-13]. Un consenso tácito pero eficaz hace que en la moderna América se da por obvio que debe ser mantenida una igualdad aproximada entre el trabajo y los negocios, o entre católicos, protestantes y judíos. El hecho de que el «trabajo» constituya la abrumadora mayoría de la población, o de que haya diez veces más católicos que judíos, raramente es visto como una razón para repartir la influencia en estas proporciones [p. 14]. No obstante, debe advertirse que con frecuencia existía un común denominador ideológico entre los mayores grupos sociales que desempeñaba un papel de gran significado en la vida colectiva americana en favor de la integración y la estabilidad social, pero en contra de la disconformidad social o la disidencia religiosa. Este común denominador, que sólo podía someterse a discusión en las fronteras de la sociedad —y más como ejercicio crítico que como discordia social—, estaba integrado por los postulados del libre mercado, la ganancia, la propiedad y la religión, ideales protegidos por la Constitución y que conformaban una sociedad socialmente conservadora y tecnológicamente i n n o v a d o r a . El pluralismo de grupos hace que el gobierno confronta, no una masa de ciudadanos inefectivos e indistinguibles, sino un sistema articulado de grupos organizados. La inmediatez, la eficacia, la implicación y así la participación democrática son aseguradas al individuo en sus asociaciones étnicas, religiosas o econó-
micas —en la unión local, la iglesia, el capítulo de la Legión americana—. El control sobre la legislación y la política nacional es, a su vez, asegurado a las asociaciones a través de su capacidad para entregar votos al legislador en una elección [...]. E l ideal democrático de la política ciudadana es preservado porque cada parte interesada puede conocer que, mediante la participación en asociaciones privadas voluntarias, ha hecho sentir sus deseos en alguna pequeña medida en las decisiones de su gobierno [pp. 16-17]. Es un pluralismo grupal y privatista en el seno del cual el modelo teórico del liberalismo individualista clásico resulta en definitiva seriamente recortado y transformado. En las democracias europeas también se produce un deslizamiento de la representación política desde el i n d i v i d u o hacia los grupos confesionales, regionales, económicos, pero sin alcanzar los niveles que distinguen a la democracia americana como sociedad multiétnica de formación relativamente reciente. Marcuse, perspicacísimo observador de la realidad americana, p u d o llegar a declarar con sólidos fundamentos que «hay necesidad de una nueva filosofía de la comunidad, más allá del pluralismo y más allá de la tolerancia». ¿En qué sentido se pone en cuestión la tolerancia^... El punto de partida de la respuesta — q u e continúa, en el plano público, las líneas esenciales del concepto de tolerancia de mi ensayo— radica en la lucidez para distinguir entre la retórica de la tolerancia y la tolerancia genuina y efectiva. La tolerancia vuelve hoy a ser «lo que fue en sus orígenes, al comienzo del período moderno — u n objetivo partidario, una noción y una práctica liberadoras subversivas—» (p. 81). El reiterativo uso actual de la palabra tolerancia precisamente por los poderes que no practican la tolerancia, funciona como una cobertura ideológica de situaciones de dominación. Es un uso hipócrita dirigido simultáneamente a mantener el status quo y a presentarse inocentemente en la plaza pública como un poder que sólo tolera trato igual para todos ante la ley. Frente a esta retórica hipócrita que simula neutralidad ante las pugnas de los partidos, recuerda M a r c u s e que «la tolerancia que amplió el alcance y el contenido de la l i bertad fue siempre partidista —intolerante hacia los protagonistas del status quo represivo—. La cuestión fue sólo el grado y la
a m p l i t u d de la intolerancia» (p. 85). La meta que alcanzar es siempre la convivencia en la tolerancia, pero «esta tolerancia no puede ser indiscriminada e igual respecto de los contenidos expresados, n i de hecho n i de palabra; no puede proteger las palabras falsas y los malos actos que demuestran que contradicen y contrarían las posibilidades de liberación». L o s intolerantes subrepticios no deben invocar la tolerancia, hay que ser intolerantes i con los intolerantes de hecho o de derecho, es decir, con quienes reclaman tolerancia para destruir los derechos legítimos de otros. P o r ejemplo, en un país como la España de hoy, la Iglesia católica no puede exigir tolerancia para el estatuto privilegiado que le ha otorgado ilegítimamente el Estado, pues este estatuto incluye los medios por los cuales la Iglesia impone y difunde una doctrina que se arroga la posesión única de la verdad, devaluando p o r principio las razones con que los demás ciudadanos concurren a los foros públicos. U n a tolerancia impuesta en función de los intereses de los grupos o clases dominantes convierte esta seudotolerancia en «un instrumento para la continuación de la servidumbre» (p. 88). La democracia actual, «con la concentración del poder político y económico, y la integración de los opuestos en una sociedad que usa la tecnología como un instrumento de dominación», en que la tolerancia queda amputada de la discusión sobre los fundamentos de las instituciones, la disidencia efectiva resulta bloqueada allí donde podía emerger libremente: en la formación de la opinión, en la información y la comunicación, en la expresión y la asociación. Bajo el gobierno de los medios de comunicación monopolísticos —meros instrumentos ellos mismos del poder político y económico— se crea una mentalidad para la cual lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, están predefinidos doquiera que afecten a los intereses vitales de la sociedad. Esto es, antes de toda expresión y comunicación una cuestión semántica: el bloqueo de la disensión efectiva, del reconocimiento de lo que no sea el Establishment, que empieza en el lenguaje publicitado y administrado. El significado de la palabra está rígidamente estabilizado. La persuasión racional, persuasión de lo opuesto, es casi imposibilitada. Las vías de acceso al significado de las palabras y las ideas que no sean las establecidas quedan cerradas —establecidas por la publicidad de los poderes que son, y verificadas en sus prácticas—. Pueden decirse
y oírse otras palabras, pueden expresarse otras ideas, pero, a la masiva escala de la mayoría conservadora (fuera de enclaves tales como la intelligentsia), son automáticamente «evaluadas» (es decir, automáticamente entendidas) en términos del lenguaje público — u n lenguaje que determina a priori la dirección en la que se mueve el proceso del pensar—. Así, el proceso de reflexión termina donde comenzó: en las condiciones y relaciones dadas. Autoconvalidándose, el argumento de la discusión expulsa la contradicción, porque la antítesis se redefine en términos de la tesis [pp. 95-96. Cursivas mías]. Esta certera conclusión de Marcuse me recuerda las homilías eclesiásticas hoy en boga, en las que los puntos de disconformidad de algún feligrés más lúcido, o de un increyente atrevido, acaban siendo cuidadosa y sofisticadamente neutralizados mediante manipulaciones retóricas inspiradas por un concordismo universal en el que finalmente brilla de nuevo la fe, la verdad inmarcesible, que atesora todo lo que de bueno y verdadero puede concebir el ser humano. En coyunturas c o m o la descrita, la tolerancia transmuta su función crítica y racionalizadora de propuestas alternativas a las ideas imperantes, para acabar consolidando las ideologías dominantes —siempre las ideologías de los grupos o clases dominantes—, las cuales ya no necesitan entonces instaurar normas de intolerancia expresa para protegerse y perpetuarse, ha propia tolerancia se ha hecho represiva. L a imparcialidad y la igualdad en el tratamiento de la discusión pública, que es una exigencia de la democracia, se convierte en lo contrario dentro de una democracia con organización totalitaria [donde la regla de objetividad] puede cumplir una función muy diferente, a saber, alimentar una actitud mental que tiende a obliterar la diferencia entre verdadero y falso, información y adoctrinamiento, justo e injusto. En realidad, la decisión entre opiniones opuestas ha sido hecha antes de que la presentación y discusión se ponga en marcha —hecha, no por una conspiración o un patrocinador o publicitario, no por una dictadura, sino más bien por el «curso normal de los acontecimientos», que es el curso de sucesos administrados, y por la mentalidad moldeada en este curso—. También aquí, es el todo lo que determina la verdad. Entonces, la decisión se afirma a sí misma, sin ninguna abierta violación de la objetividad, en cosas tales
como la estructura de un periódico (con la fragmentación de información vital en pequeñas porciones dispersas entre material extraño, temas irrelevantes, relegando algunas noticias radicalmente negativas a un lugar obscuro), en la yuxtaposición de vistosos y crudos anuncios de horrores, en la introducción e interrupción de la difusión de hechos mediante la abrumadora publicidad comercial. E l resultado es una neutralización de los opuestos, una neutralización, sin embargo, que tiene lugar sobre los firmes cimientos de una limitación estructural de la tolerancia y dentro de una mentalidadpreformada [pp. 97-98. Últimas cursivas mías]. Se trata, pues, de una imparcialidad simulada y una objetividad espuria. «La tolerancia expresada en tal imparcialidad sirve para minimizar o incluso absolver la intolerancia y la supresión prevalecientes». De esta seudoimparcialidad se benefician todos los poderes dominantes, desde las iglesias hasta las instancias más o menos anónimas que administran jirones del poder tradicional o del poder emergente. La instauración de una tolerancia genuina exige «romper el universo de sentido establecido (y la práctica encerrada en este universo) a fin de capacitar al hombre para averiguar lo que es verdadero y falso» y eliminar «esta imparcialidad engañosa», porque las gentes expuestas a esta imparcialidad no son tabulae rasae, están adoctrinadas por las condiciones bajo las que viven y piensan, y que no transcienden. Para hacerlas capaces de ser autónomas, para encontrar por sí mismas lo que es verdadero y lo que es falso para el hombre en la sociedad existente, tendrían que ser liberadas del adoctrinamiento prevaleciente (que ya no es reconocido como adoctrinamiento). Pero esto significa que la tendencia tendría que ser invertida: tendrían que recibir información en la dirección opuesta [pp. 98-99]. Esta ingente y ardua tarea, que significa la ruptura con el marco común del status quo ideológico, «no puede realizarse dentro del marco establecido de tolerancia abstracta y objetividad espuria, porque son precisamente éstas los factores que precondicionan a la mente contra la ruptura» (p. 99). Subsiste siempre la cuestión de quiénes están facultados para decidir qué grupos o instituciones obstaculizan la aplicación de
los postulados que se derivan de la tolerancia, lo cual comporta una reflexión en el espacio público en el que se discutan las definiciones y distinciones pertinentes. Esta cuestión no puede resolverse por la vía de las tradiciones, de los prejuicios o de los intereses, pero tiene, como señala Marcuse, «una respuesta lógica»: está facultado para contribuir a decisiones sobre los requisitos de la tolerancia «todo aquel que esté "en la madurez de sus facultades" como ser humano, todo aquel que haya aprendido a pensar racionalmente y autónomamente»; porque «el problema no es el de una tiranía educativa, sino el de romper la tiranía de la opinión pública y sus fautores en una sociedad cerrada» (p. 106). Es una sociedad cerrada aquella en la que un consenso tácito entre los grupos políticos, económicos y sociales dominantes imponen sus intereses a los órganos conformadores de la reproducción ideológica del sistema de poder, no necesariamente mediante la supresión dictatorial de las opiniones disidentes, sino más bien a través del control de los aparatos mediáticos y demás instancias de modelación intelectual, a comenzar por la escuela. En una sociedad industrial avanzada no es posible a medio plazo mantener un régimen de dictadura política que socava los fundamentos ideológicos del liberalismo económico y el aparente libre juego del mercado. Solamente un régimen que proteja las libertades formales permite construir una dominación ideológica segura y duradera que encuentre sus anclajes en los propios mecanismos económicos de producción, como el mismo Marcuse explicó brillantemente en su conocido libro El hombre unidimensional. L a educación y las tareas académicas no pueden instalarse en el falso terreno «neutral» de los hechos, porque los «hechos», más que nunca en la sociedad mediática, son construcciones ideológicas orientadas por los grupos dominantes. La «opresión está en los hechos mismos que ella establece; así, llevan un valor negativo como parte y aspecto de su facticidad» (p. 113). Las instituciones educativas alimentadas por los grupos dominantes —entre éstos, las iglesias— construyen una realidad espuria y sólo postulan una tolerancia abstracta que deja intactas las maquinarias efectivas de la represión. Marcuse cierra su ensayo en la apretada síntesis que no me resisto a transcribir como epítome ejemplar del naufragio de la tolerancia genuina en la sociedad actual:
He intentado —escribe— mostrar cómo los cambios en las sociedades democráticas avanzadas, que han socavado las bases económicas y políticas del liberalismo, han alterado también la función liberal de la tolerancia. La tolerancia, que fue el gran logro de la era liberal, es todavía profesada y (con fuertes cualificaciones) practicada, mientras el proceso político y económico está sometido a una ubicua y eficaz administración conforme con los intereses dominantes. El resultado es una contradicción entre la estructura política y económica, de un lado, y la teoría y práctica de la tolerancia, del otro. La estructura social alterada tiende a debilitar la efectividad de la tolerancia de movimientos opositores y disidentes, y a fortalecer las fuerzas conservadoras y reaccionarias. La igualdad en la tolerancia se convierte en abstracta, espuria. Con el real declive de las fuerzas disidentes en la sociedad, la oposición es insularizada en pequeños grupos frecuentemente antagonistas que, incluso donde son tolerados, dentro de los estrechos límites impuestos por la estructura jerárquica de la sociedad, son impotentes mientras permanezcan dentro de estos límites. Pero la tolerancia que se les muestra es engañosa e impulsa la coordinación. Y sobre los firmes cimientos de una sociedad coordinada y casi cerrada a todo cambio cualitativo, la tolerancia misma sirve para detener tal cambio más que para promoverlo [pp. 115-116]. En una sociedad así, creo que hay un «derecho natural» de resistencia para las minorías vencidas y oprimidas, de usar medios extralegales si los legales han probado que son inadecuados. La ley y el orden son siempre y en todas partes la ley y el orden que protegen a la jerarquía establecida; es insensato invocar la autoridad absoluta de esta ley y este orden contra quienes sufren de ello y luchan contra ello —no por ventajas personales y por revancha, sino por su cuota de humanidad—... Si utilizan la violencia, no inician una nueva cadena de violencia, sino que intentan romper la establecida [pp. 116-117]. Estas consideraciones han sobrevivido en su vigencia a los días en las que fueron escritas, pese al incesante uso ideológico del postulado pacifista que hacen los poderes que se parapetan en la legalidad establecida para conservar su dominación.
De las reflexiones de mi escrito sobre el laicismo y la tolerancia puede concluirse lo siguiente: 1. La tolerancia, en su sentido radical de plena apertura de la conciencia a sí misma y a los demás, constituye un f i n en sí misma. 2. El laicismo, en cuanto secularización total del espacio de la convivencia pública, es una exigencia indispensable de la tolerancia. 3. La estricta separación del Estado y cualquier confesión religiosa es un requisito necesario y definitorio del laicismo. 4. El sometimiento de todas las iglesias y organizaciones religiosas al derecho común, sin excepción alguna, y en pie de igualdad con cualesquiera otras asociaciones ciudadanas, excluye la pretensión de la Iglesia católica de pactar como sujeto soberano con el Estado un estatuto de Derecho Público para regular bilateralmente sus relaciones específicas. En España, la cuestión religiosa no encontrará una solución idónea y ajustada a las exigencias de un Estado democrático de Derecho mientras las relaciones de la Iglesia católica con el Estado no se adecúen estrictamente a las reglas derivadas de estos cuatro principios.
7.
LAS ENCICLICAS DE J U A N P A B L O II Y EL M A G I S T E R I O *
Algunas afirmaciones de la última encíclica del Papa —Evangelium vitae— sobre graves cuestiones morales de candente actualidad han disgustado a numerosos sacerdotes y seglares para quienes el apelativo de neocristianos parece muy plausible. H a c e ya tiempo que este disgusto viene cristalizando en una abierta devaluación del magisterio ordinario de la Sede Romana. En consecuencia, parece útil recordar esquemáticamente el significado de este magisterio en la vida de la Iglesia, pues el «magisterio ordinario», aunque no revista la nota de infalibilidad ex cathedra ( D Z 1839), posee un valor fundamental para la fe y las costumbres de los católicos. La caracterización del magisterio ordinario adolecerá siempre de la misma ambigüedad e imprecisión del propio concepto de revelación. Pero su relevancia para la doctrina católica ha sido y es incuestionable. Veamos. En la Bula Exsurge Domine (1520), León X condenaba como herética la opinión según la cual «todavía no es pecado o herejía sentir lo contrario, particularmente en materia no necesaria para la salvación», de lo que «el Papa con gran parte de la Iglesia sintiera de éste o de otro modo, y aunque no errara», y ello «hasta que por un C o n c i l i o universal fuere aprobado lo uno, y reprobado lo otro» ( D Z 768). Modernamente, en el Syllabus (1864) de Pío I X , se condena la opinión de que «la obligación que liga totalmente a los maestros y escritores católicios se limita sólo a aquellos puntos que han sido propuestos por el juicio infalible de la Iglesia c o m o dogmas de fe que todos han de creer» ( D Z
1722).Y en la Carta Tuas Libenter (1863), también de Pío I X , se dice que la obediencia no habría [...] que limitarla a las materias que han sido definidas por decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los Romanos Pontífices y de esta Sede, sino que habría también de extenderse a las que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende, con universal y constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos como pertenecientes a la fe; por lo cual, los sabios católicos «es menester que se sometan a las decisiones que, pertenecientes a la doctrina, emanan de las C o n gregaciones Pontificias», es decir, de los dicasterios de la C u r i a romana ( D Z 1683-1684). El C o n c i l i o Vaticano I (1869-1870) afirmó, en la Constitución dogmática sobre la fe católica, que deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio [DZ 1792]. Y en la Constitución dogmática I sobre la Iglesia de Cristo, decretó que «los Romanos Pontífices [...], ora por la convocación de Concilios universales o explorando el sentir de la Iglesia dispersa por el orbe, ora por sínodos particulares, ora empleando otros medios que la divina Providencia deparaba, definieron que habían de mantenerse aquellas cosas que, con la ayuda de Dios, habían reconocido ser conformes a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas [...] [DZ 1836]. Todos estos documentos acreditan, a la vez que la ambigüedad y la relativa indefinición en que la Iglesia ha dejado al denominado «magisterio ordinario», la gran importancia de la actividad magisterial de los Romanos Pontífices en materia de fe y costumbres, fundándose en la monarquía universal supuestamente conferida a los sucesores de P e d r o p o r el texto apócrifo de M t . 16.18.19. Esta suprema potestas del Papa es vigorosamente ratificada por el Decreto Christus Dominus del C o n c i l i o Vaticano II: «[...] el Romano Pontífice goza, por institución divina, de potes-
tad suprema, plena, inmediata y universal para el cuidado de las almas. E l , por tanto, [...] tiene el primado de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias» (Proemio, 2). Así, «en el ejercicio de su potestad suprema, plena e inmediata, el Romano Pontífice se vale de los dicasterios de la C u r i a romana, los cuales, por lo tanto, c u m p l e n su función en nombre y por autoridad del mismo Pontífice, para bien de las Iglesias y en servicio de los sagrados Pastores» (Cap. I, II.9). En la Constitución Dei Verbum, el C o n c i lio declara que «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de D i o s , oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio v i v o de la Iglesia, el cual ejercita en n o m b r e de J e s u c r i s t o » (Cap. II, 10). En cuanto a este oficio de interpretar, sabemos muy bien por la historia que la naturaleza híbrida y las ambigüedades del legado neotestamentario otorgan a la Iglesia amplio margen para toda suerte de acomodaciones doctrinales y prácticas, pero no es menos cierto que la autoridad para realizarlas corresponde formalmente al magisterio de sus órganos jerárquicos, a cuya cabeza está el Papa. En el Decreto Presbyterorum Ordinis, el C o n c i lio advierte sin ambages que «para responder convenientemente a las cuestiones agitadas por los hombres de esta época, es menester que los presbíteros conozcan bien los documentos del M a gisterio, y señaladamente de los Concilios y de los Romanos P o n tífices, y consulten a los mejores y aprobados escritores de ciencia teológica» (Cap. III, 111.19 Cursivas mías). C o m o se ve, en ésta, como en las demás cuestiones sustanciales, el C o n c i l i o del aggiornamento sigue fielmente las enseñanzas conciliares y pontificias conocidas desde siempre. En suma, el magisterio ordinario, y en su cima el de los Pontífices romanos, es el que debe modelar de iure y de facto el itinerario de la Iglesia. Harían bien los neocristianos, los que se insurgen pública o veladamente contra la tradición pontificial —y hoy en particular contra aspectos relevantes del magisterio de Juan P a blo II—, en reflexionar sobre el sentido de todos los textos eclesiásticos reseñados; en controlar sus elucubraciones desiderativas personales; y en dejar de clamar contra quienes, creyentes o i n creyentes, nos proponemos señalar cuál es la doctrina católica tal como aparece explícitamente formulada por sus instancias jerárquicas magisteriales. Lamento que esta doctrina resulte para cier-
tos neocristianos como un «muñeco de feria» — m i amigo el padre jesuíta P e d r o M. Lamet dixit—. Si este muñeco no les parece respetable, sería más digno que se dieran de baja en la Iglesia a la que dicen pertenecer. U n o se pregunta si estos neocristianos siguen verdaderamente creyendo — e n el fuero íntimo de su conc i e n c i a — en toda la dogmática solemnemente definida p o r la Iglesia.
8.
SOBRE LA IGLESIA Y EL D I N E R O *
1. La implicación de la Iglesia y los eclesiásticos en escándalos financieros o en sucios asuntos de dinero no debe examinarse sólo desde la anécdota. El fondo de la cuestión no se ilumina evocando, entre otros muchos, los oscuros servicios de un G i o v a n n i López — h e b r e o portugués h u i d o de la I n q u i s i c i ó n — a Sixto V (1585-1590), de un Rothschild a Gregorio X V I (1831-1846), de un Giacomo Antonelli a Pío IX (1846-1878), de un Rodolfo Boncompagni a León X I I I (1878-1903), de un Massimo Spada a Pío X I I (1939-1958), o de un M i c h e l e Sindona o un P a u l M a r c i n k u s a P a b l o VI (1963-1978) y a Juan Pablo II. A p l i c a n d o por analogía un lenguaje filosófico, digamos que hay que identificar las condiciones de posibilidad de este fenómeno. Resulta indispensable analizar la d u p l i c i d a d en la que la Iglesia católica se movió desde su cuna. El anuncio escatològico fue la esencia del mensaje de Jesús: la llegada inminente del Reino mesiánico, un reino utópico terrenal y celeste, religioso y político, conforme a la esperanza de Israel. Un m u n d o sin codicia, sin lucro, sin especulación dineraria. Pero el oráculo escatològico del Nazareno falló, y él fue ejecutado por sedición. Este desenlace no deseado e inesperado alteró radicalmente todas las perspectivas de su empresa mesiánica. El Cristo de la fe desalojó al Jesús de la historia. La escatologia se transmutó en durabilidad. La Iglesia sustituyó al Reino. L a cuestión del poder — i n c l u i d a la cuestión del dinero— en el catolicismo se inscribe en la bipolaridad doctrinal y la ambigüedad práctica derivadas del salto ideológico y teológico desde el judío Jesús al Cristo paulino. La fórmula tópica que mejor expresa la naturaleza híbrida del cristianismo ecle-
siástico es bien conocida: la Iglesia de Cristo está en el mundo, pero no es del mundo. Esta es la charnela que articula la ambigüedad constitutiva y la versatilidad operativa de una Iglesia que se fue dotando rápidamente de sus instrumentos de dominación: organización jerárquica (episcopado) y burocrática (sacerdocio profesional y estipendiario), objetivación sacramental estructurada (monopolio de carismas infundidos ex opere operato), normalización jurídica (legislación canónica), aparato político de poder soberano (Sede Romana), misión proselitista. En suma, una institucionalización del mensaje que anulaba su esencia genuina; es decir, algo en lo que jamás p u d o haber pensado el galileo de N a zaret, absorto en la inminencia del Reino escatológico-mesiánico que ya está llegando y para el cual sólo prepara la ética urgente del todo o nada y ahora o nunca.
2. En el primitivo período de expansión, la empresa misional cristiana se adaptó sin dramatismo al uso del dinero en el seno de la economía monetaria de la romanidad. Pero en el paso, durante el Bajo Imperio, a una economía crecientemente agraria y de trueque, más la irrupción de la Iglesia como gran terrateniente, activaron la tradición veterotestamentaria contra la usura entre judíos ( É x o d o 22.25, Levítico 25.35-38, D e u t e r o n o m i o 23.19-21), es decir, contra todo exceso en la devolución de lo prestado. La Iglesia asumió esta condena, pero la realidad —a la que siempre acaba adaptándose— se impuso: la historia de los meandros doctrinales que dibujaron los doctores eclesiásticos para sortear, p r i mero, y neutralizar, finalmente, la prohibición del préstamo con interés constituye un monumento inigualado de la simulación y del doble juego conceptual practicados por una confesión religiosa. Desde sus orígenes, la sociedad cristiana estuvo animada p o r el intercambio mercantil y el uso del dinero, pero mientras predominó la economía agraria el axioma ético de que el dinero no debía por sí solo engendrar dinero representó un punto de honor, inconmovible de iure, aunque eludible de /acto. L a óptica del propietario rural, siempre en penuria de dinero, prevaleció temporalmente porque también favorecía la inmensa riqueza lati-
fundiaria de la Iglesia. Sin embargo, cuando las estructuras socioeconómicas del feudalismo declinaron, la eclosión de la economía urbana —esencialmente, una economía m o n e t a r i a — fue relegando al olvido, en la práctica, las prohibiciones canónicas del préstamo con interés. Ya en el curso de sus siglos iniciales, la doctrina católica de la sociedad civil se fue deslizando desde una consideración de la riqueza y la explotación económicas como consecuencias del desorden i n t r o d u c i d o p o r el pecado original, hasta la normalización teórica y práctica de ese desorden p o r efecto de la recepción eclesiástica de la idea estoica de un ordo naturalis en el que se iría integrando la originaria concepción soteriológica cristiana de la redención. En la plenitud del M e d i o e v o , tanto la Iglesia como los príncipes cristianos sucumbieron a los imperativos monetarios y estimularon las prácticas usurarias, amparándose moralmente en el artilugio de buscar en los especuladores hebreos —maestros en el negocio del d i n e r o — las fuentes de su financiación, toda vez que el Pentateuco no prohibía la usura con los gentiles. Este desplazamiento de la culpabilidad moral es un notable ejemplo de la pericia de la Iglesia en la técnica de crear víctimas propiciatorias de sus propios pecados. A n d a n d o el tiempo, la creciente gravitación de las clases propietarias burguesas sobre la sociedad cristiana, añadida a las necesidades financieras de unos Estados P o n t i ficios configurados según el m o d e l o fiscal del Estado secular, insertaron definitivamente a la Iglesia en la arrolladura dinámica del m u n d o del dinero, y la c o n v i r t i e r o n en el mayor baluarte ideológico de la propiedad privada y en la aliada natural del capitalismo en todas sus formas, pese a ciertas reservas puramente retóricas.
3. La Sede Romana había creado tempranamente los rudimentos organizativos de su poder económico. Aún en el alba del M e dioevo, las tres funciones del arcarius (administrador del patrimonio), el saccellarius (cajero) y el vestararius (custodio del tesoro pontificio) prefiguran su sistema de gestión patrimonial. La autorizada obra de W i l l i a m E . L u n t , Papal revenues in the Middle
Ages (Nueva Y o r k , 1965) documenta cumplidamente los recursos financieros d e l aparato p o n t i f i c i o de poder: propiedades, tributos, censos, impuestos sobre rentas, subsidios, tasas por servicios y visitas, annatas, despojos, procuraciones, tasas de cancillería, oblaciones, donaciones, legados, beneficios de jurisdicción, venta de indulgencias y de oficios — l o s futuros monti—, etc., amén del omnipresente óbolo de San Pedro. Paulatinamente, la gestión de esta poderosa maquinaria fiscal se centró en la Cámara Apostólica — l l a m a d a inicialmente Fiscus en el ocaso de la Antigüedad y diseñada según el modelo imperial r o m a n o — . Un Camarlengo (Camerarius) al frente y un equipo de clérigos de Cámara dirigen la ardua tarea de extraer y de dispensar riqueza en nombre de D i o s . Es claro que los principales beneficiarios son los altos dignatarios, muchas veces sine cura. La Cámara Apostólica fue la gran protagonista de la gestión económica vaticana casi hasta nuestros días. Pero en la intrincada, y frecuentemente azarosa, historia económica de la Santa Sede, León X I I I , el celebrado Papa social, marca un hito relevante. Claudio Rendirá, en su libro II Vaticano. Storia e segreti (Roma, 1986) escribe que «la palabra de orden desde León X I I I en adelante fue: especular». En 1887, fundó la Administración para las O b r a s de la Religión (AOR), una especie de banca que insertaba al Vaticano en la estructura financiera italiana, como punto de arranque de más ambiciosas singladuras en el mar de las finanzas mundiales. C o m o desarrollo de la AOR, en 1942 creó Pío X I I el «inclasificable» Instituto para las Obras de la Religión (lOR), «una de las instituciones financieras más secretas del mundo», en palabras de un i m portante vaticanólogo, P a u l H o f m a n n , en su ensayo Ó Vatican! (Nueva Y o r k , 1984), caracterizada por su sostenida vocación para lanzarse al negocio especulativo bancario sin escrúpulos morales y libre de los límites legales que todo Estado secular impone en su espacio soberano. Junto al capítulo 6 («Mammón en la Sta. Sede») del ensayo de H o f m a n n , y a la picante crónica de los cinco últimos papas, de Benny L a i , Les secrets du Vatican (París, 1983), remito al lector a la obra de C o r r a d o Pallemberg, Le finanze del Vaticano (Milán, 1969), c o m o mínimas referencias a lo que la obligada brevedad de este artículo no me permite ni siquiera esquemáticamente exponer aquí. Esta última es una obra solvente
que presenta los avatares de las finanzas vaticanas en sus rasgos sobresalientes.
4. Recapitulando, lo que interesa retener respecto del poder económico de la Iglesia en general, y de la Santa Sede en especial, consiste en el imprevisible destino que sufrió un mensaje escatológico-mesiánico que anunciaba el inminente final de la dominación pagana sobre Israel («En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no gustarán la muerte hasta que vean venir en poder el Reino de Dios», M e . 9.1), pero que se transmutó, mediante una impresionante tergiversación histórica fraguada seminalmente en el ardor de la fe de unos pocos discípulos en el Maestro, en una imponente institución estructurada para durar y dominar, que se dotó de una fuerte organización temporal asentada, en último término, en la riqueza y el dinero. En su caminar por los siglos, la lógica de la organización se impuso sobre el talante o la personalidad moral de sus gestores. No es una cuestión de psicología sino de sociología. El resultado fue una Iglesia configurada como monarquía universal absoluta que elige los medios, aunque violen sus ilusorios fines. Esta Iglesia, con sus estrictas pautas de secretismo y de opacidad, hace muy ardua la investigación de su conducta. Sólo en 1881 se abrieron parcialmente las puertas del inmenso A r c h i v o Vaticano. Pero los mismos hábitos continúan. En cuanto al dinero, no exagera H o f m a n n al decir que «la tela de araña de los negocios financieros de la Santa Sede sería como para desalentar a una auditoría profesional altamente cualificada y experimentada». Pero es que la naturaleza transnacional de la Iglesia ecuménica multiplica exponencialmente el ocultamiento, porque las i n contables iglesias locales, regionales y nacionales repiten las técnicas de gestión encubierta de la Sede Romana, salvatis salvandis. Agregúese la proliferación de los intereses económicos de los institutos o congregaciones religiosas dispersos por el ancho m u n do. ¿Quién podría, por ejemplo, llegar a conocer el patrimonio global de la Compañía de Jesús, o del O p u s D e i , en sus múltiples niveles?
El lema retórico, en su capciosa antinomia, sigue inalterable: «en el m u n d o , pero no del mundo». Pero el Nazareno — s i no estoy mal i n f o r m a d o — había dicho sin posible equívoco: « N o os preocupéis de vuestra vida, por lo que habéis de comer — d i r i giéndose a sus seguidores—; ni de vuestro cuerpo, por lo que habéis de vestir [...]. M i r a d los lirios cómo crecen [...]. V e n d e d vuestros bienes y dadlos en limosna; haceos bolsos que no se gastan, un tesoro inagotable en los cielos [...]» (Le. 12). El desasimiento de toda riqueza y de todo poder fue su consigna rigurosa y literal. La Iglesia manipula descarada pero inevitablemente este mensaje utópico, imposible en un m u n d o que dura. Pero en lugar de cancelar sinceramente la pretensión de representar los sueños del mesianista de Nazaret, afirma que todo se hace ad maiorem Dei gloriam, y que la D i v i n a P r o v i d e n c i a escribe derecho con renglones torcidos. ¡Qué fertilidad, la de la conciencia, para el autoengaño y la impostura!
9.
EN N O M B R E DE DIOS*
Este segundo volumen de Política de los Papas en el siglo XX. Con Dios y con los fascistas (1939-1995) (Zaragoza, 1995), como el primero —subtitulado Entre Cristo y Maquiavelo—, nos ofrece una extensa y sólida información sobre ese período de la historia de la Iglesia, en su tránsito desde una actitud de marcada condescendencia con los regímenes totalitarios de signo conservador, hasta una postura de necesaria acomodación a los sistemas democráticos de los vencedores occidentales en la segunda guerra mundial. Ese tránsito no presenta — c o m o casi nunca sucede con la I g l e s i a — una línea continua y recta, pues el poder vaticano siempre ha ido modulando sus relaciones con el poder civil según las conveniencias de cada momento o cada coyuntura histórica, y en función de los intereses que le impone su infatigable vocación proselitista, pues la extensión de su masa de fieles marca para ella la medida de su peso como poder en el concierto social y político de poderes. La totalidad de la producción historiográfica de Deschner representa una valiosísima contribución al conocimiento de la acción de la Iglesia, para lectores de nivel cultural medio deseosos de proveerse de los instrumentos indispensables para enjuiciar con independencia y objetividad el pasado y el presente de esta poderosísima organización, cuya influencia alcanza significativamente también a las mentes y a las vidas de quienes no forman en sus filas. N a d i e puede ser neutral ante este inmenso poder, pues su omnipresencia sigue incidiendo pesadamente en las sociedades de hoy. No resulta posible adentrarse aquí en el examen y valoración detallados de esta historia. En la obra va desfilando desde la polí-
tica papal en coyunturas tales como la destrucción de Checoslovaquia, la tragedia de P o l o n i a , la invasión de Rusia, el auge y el hundimiento del fascismo y el nazismo, la guerra fría y la caliente, el nuevo orden internacional; hasta los análisis específicos de los pontificados de Juan X X I I I , Pablo V I , Juan Pablo I y Juan Pablo II. En las grandes cuestiones, la Iglesia sigue siendo fiel a su integrismo dogmático y a su impenitente vocación de intervencionismo en la vida pública, siempre orientada por una triple preocupación: consolidar su p r o p i o poder, en primerísimo término; proteger la fe heredada, luego; y, por consiguiente, mantener el proselitismo pugnaz y arrollador por todos los medios operables en función de la coyuntura. Sirvan algunas breves e ilustrativas indicaciones sobre lo que nos relata Deschner respecto de un asunto de gran actualidad y del cual los españoles poseen una tan menguada como torcida i n formación: la crisis yugoslava, donde la amalgama de intereses religiosos, ideológicos, económicos y políticos borra o enmascara el verdadero perfil de las causas de la tragedia. El excelente capítulo «Fiestas de la matanza en Croacia o " e l reino de D i o s " » comienza así: « L a catolización de los Balcanes constituye, al igual que la acción misionera en Rusia, un antiguo objetivo de Roma. A finales del siglo X I X y a principios del XX se intentó su consecución de m o d o cada vez más enérgico. P r i m e r o con el apoyo de los H a b s b u r g o , después con el apoyo adicional de la Alemania guillermina, y finalmente con la ayuda de M u s s o l i n i y de Hitler». El último valedor, cabe añadir, es el católico K o h l y algunos de sus socios europeos y americanos. La lucha, frecuentemente sangrienta, se desarrolló en el Reino de los serbios, croatas y eslovenos, llamado Reino de Yugoslavia desde 1929. El feroz caudillo A n t e Pavelic iba a representar el punto culminante de una página tan acusatoria e indigna para el catolicismo. H . Neubacher, enviado especial del M i n i s t e r i o d e AA EE alemán, da testimonio de que la receta del líder ustasha «recuerda las guerras de religión de sangrienta memoria: " u n tercio deberá convertirse al catolicismo; otro tercio, abandonar el país. ¡El tercio restante tiene que m o r i r ! " . El último punto del programa se llevó a la práctica... Según los informes llegados a mis manos, evalúo en unos 750 000 el número de los que fueron fusi-
lados indefensos». Éste fue el terrible destino que impuso a los serbios el furor del sanguinario proselitismo de los católicos croatas. P o r entonces anunciaba el fraile franciscano —y gobernador c i v i l — Simic que «matar a todos los serbios en el tiempo más corto posible era el punto básico de la misión de los ustasha». «Pero es muy fácil reconocer la "mano de Dios en esta obra"», rubricaba el primado católico de Croacia, arzobispo Stepinac, mientras desde la Santa Sede, el papa Pío X I I gritaba «¡Vivan los croatas!». Pavelic, líder de los ustasha (= rebeldes), encontró amparo y apoyo primeramente en el D u c e y luego en el Führer, hasta que fue proclamada, en 1941, la C r o a c i a independiente al grito de «¡Dios asista a los croatas! ¡Al servicio de la patria!». Quienes ya teníamos uso de razón en la España de 1936 sabemos qué significan realmente estas palabras. La prensa católica croata manifestaba su entusiasmo por «la atención y cordialidad del papa Pío X I I , quien saludó a Pavelic y a sus forajidos en una audiencia especialmente ceremoniosa — u n a "gran a u d i e n c i a " — y los despidió calurosamente con los mejores augurios para los "ulteriores trabajos" [...]», trabajos que «apuntaban inequívocamente al exterminio cultural, económico y material de los serbios y de la Iglesia ortodoxa serbia. Se trataba, en suma, de una recatolización i m placable que dejaba traslucir un plan cuidadosamente preparado». Allí donde los serbios estaban en minoría, «sus iglesias fueron transformadas y puestas al servicio del catolicismo por orden del episcopado competente»; y allí donde eran la mayoría, «sus iglesias fueron, en general, totalmente destruidas. No menos de 299 templos ortodoxos fueron derruidos —después de ser saqueados—, víctimas de la cruzada católica... Muchas otras iglesias fueron convertidas en almacenes, en mataderos, en retretes públicos y en establos. La Iglesia católica se quedó con la totalidad del patrimonio de la ortodoxa». ¡Se interpretaba así la presunta religión del amor...! Pero ni siquiera frente a paganos o ateos, sino frente a cristianos simplemente «cismáticos». Y todo se hacía, «claro está, después de que una parte de los serbios hubiera sido deportada o liquidada [...]». Incluso los dirigentes musulmanes bosnios censuraron la barbarie croata, expresando sus dudas de que «lo que está o c u r r i e n d o entre nosotros tenga precedentes en la historia de cualquier otro pueblo [...]». Sin em-
bargo, encontraron al menos uno, pues estimaron —literalment e — que «la propaganda en favor del catolicismo se ha hecho tan intensa que recuerda a la inquisición española». Conversión, sin reparar en los medios para imponerla. El obispo A x a m o v i c , de Djakoro, prometía a los serbios que «cuando os hayáis convertido a la fe católica, se os dejará en paz en vuestras casas»... Es oportunísimo, hoy, recordar una de las innumerables páginas negras de la historia del catolicismo. En el caso serbocroata, la santa religión, una vez más, se acreditó como una fuente de fanatismo, intolerancia y crueldad. El revanchismo serbio de esta hora no queda justificado, pero sí explicado si rememoramos las atrocidades croatas que relata Deschner con lujo de detalles. Un genocidio no se justifica a causa de otro. No obstante, impide condenar a uno, que fue cronológicamente posterior, sin condenar al otro, que le precedió.
10.
DE RE PUBLICA
L A E S C U E L A PÚBLICA, U N D E B A T E A U S E N T E "
La campaña para las elecciones del 3 de marzo, en su mediocridad política y su superficialidad de argumentos, pasará a la H i s toria, para cualquier observador inteligente, por la ausencia de un debate serio y profundo sobre una de las grandes cuestiones que el tan celebrado modelo español de transición a la democracia no quiso resolver con fidelidad a los principios del pluralismo ideológico que deben inspirar a la conciencia libre en una sociedad secular propia del siglo X X . L a escuela pública universal y laica, igual para todos y garantía de la libertad de conciencia de los ciudadanos en todo el curso de su vida educativa, fue siempre, en los movimientos de la izquierda española, la piedra de toque de la autenticidad de un régimen genuinamente democrático. Esta cuestión se inscribe d i rectamente, por su naturaleza y su protagonismo en la historia nacional, en el marco de la cuestión general de las relaciones de la Iglesia (católica) con el Estado. L o s acuerdos suscritos por España con la Santa Sede en los años 1976 y 1979 hipotecaron ilegítimamente la esperada oportunidad de diseñar de nuevo la laicidad del Estado en términos inequívocos y eficaces. En un reciente ensayo — p u b l i c a d o en mi l i b r o Elogio del ateísmo—, he explicado circunstanciadamente cómo se fraguó esa pesada hipoteca, inicialmente en 1976 de la mano de un m i nistro de Asuntos Exteriores, apoyado sin reservas por su gobierno, obedeciendo ciegamente a las directivas de la Iglesia. Y seguidamente mediante el texto de una Constitución elaborada por una ponencia constitucional de seis miembros elegidos digitalmente, de los cuales cuatro militaban en las filas católicas o
eran adictos a esta fe, y los otros dos dejaron hacer, en el tema que nos ocupa, uno por motivos personales y el otro para servir los intereses coyunturales de su grupo y acelerar el acceso al poder. De esta sigilosa gestación de espaldas a la opinión pública, sin luz y taquígrafos — l a ponencia constitucional ni siquiera levantaba actas de sus trabajos y conclusiones—, nació el engendro del artículo 16.3 de la Constitución de 1978, cuya sustancia ya había sido pactada con otro Estado soberano, la Santa Sede, en ocultas conversaciones que ocuparon los dos años anteriores a su sanción por las Cortes el día 3 de enero de 1979..., apenas a cinco días hábiles de la entrada en vigor del texto constitucional y la inauguración del primer Congreso democrático. Si se hubiese respetado la dignidad de la Constitución aprobada el 27 de diciembre de 1978, sólo a partir de esta fecha hubiera sido legítimo iniciar conversaciones con la Santa Sede, en el muy discutible supuesto de que fuera necesario recaer de nuevo en antidemocráticas prácticas concordatarias —pues no son otra cosa los acuerdos de 1979. El asunto, entonces, debería haber contado con un amplio debate público en los partidos políticos y en los medios de difusión. La hipoteca preconstitucional, por el contrario, se nos entregó a los españoles ya finiquitada y bien empaquetada, como algunas otras cosas, por el gobierno de Suárez, obsecuente vasallo del poder eclesiástico. La aplicación práctica del punto 3 del artículo 16 elevaría la chapuza constitucional a un grado insuperable de arbitrariedad y de complacencia con los intereses de la Iglesia, tanto en el plano simbólico de la conducta pública de las instituciones como en el plano normativo del desarrollo constitucional. De renuncia en renuncia y de concesión en concesión, la situación privilegiada de la Iglesia se ha ido fortaleciendo día a día. El p r o p i o gobierno socialista ayudaría a consumar el gran fraude de la retórica «aconfesionalidad» del Estado, mediante la consolidación de una «confesionalidad enmascarada». Tras una censurable sentencia del Tribunal Supremo plegándose a los deseos eclesiásticos en cuanto al horario de las clases
de religión católica en la enseñanza pública, una serie de medidas entreguistas —entre otras, la persistencia del impuesto religioso, la elección y remuneración pública de los profesores de religión, las capellanías, las cuantiosas subvenciones y exenciones fiscales adicionales, la invasión del proselitismo en los medios de d i fusión, etc.—, han culminado por el momento en una escandalosa normativa — R e a l Decreto 2438/1994, O r d e n M i n i s t e r i a l de 03-08-1995, Resolución de la D. G. de Renovación Pedagógica del mismo m e s — que obliga a los alumnos que se atreven, ellos o sus padres, a rechazar las presiones del rampante criptoconfesionalismo, a plegarse a pautas docentes de «religiosidad» alternativa —monoteísmos, historia religiosa de España, e t c . — que excluye la información expresa y objetiva sobre la cuestión de Dios o sobre una visión agnóstica del m u n d o , en abierta violación del espíritu y la letra del pluralismo ideológico. La cuestión religiosa en el Estado español, y específicamente la de la escuela pública universal y laica, sigue sin solución, paralelamente a la labor de zapa para debilitar la presencia, calidad y dotación de la enseñanza pública, continuando las líneas del modelo de primacía de la enseñanza privada, abrumadoramente católica, inaugurada durante la dictadura por P. Sáinz Rodríguez y generalizada por J. Ibáñez Martín. Lo que hoy asombra y entristece es el silencio de los intelectuales españoles, que ni protestaron en 1978, ni alzan hoy la voz colectiva o individualmente, en momentos en los que la Conferencia E p i s c o p a l se dispone a aprovecharse de la privanza que le va a otorgar con gran probabilidad el próximo G o b i e r n o de la derecha. Ni el PSOE ni IU abordan este debate en sus respectivas campañas electorales. El PSOE, cuidando con esmero su clientela electoral de edad muy madura, además de otros intereses inconfesados. E I U , descuidando la conciencia laica de esa ancha franja de la juventud que parece que va a entregarle sus votos. U n o s y otros renegando de sus cimientos ideológicos. Así, este siglo finaliza en nuestro país con una nueva ola de oscurantismo religioso.
L A ENSEÑANZA PÚBLICA Y L A S L I B E R T A D E S *
En su radical y tenaz política en favor de la enseñanza privada —desde que históricamente perdiera el monopolio real y legal de la enseñanza— y en contra de la enseñanza pública, la Iglesia católica exhibe, con aparente candidez, una gran falacia argumental. La premisa mayor del argumento es arbitraria, a saber, la pretensión según la cual las iniciativas docentes de los actores sociales tienen que ser financiadas por el Estado u otros poderes públicos, de conformidad con su respectiva influencia social. Esta pretensión disimula el hecho de que los agentes sociales y sus aparatos institucionales no concurren ante la opinión pública en condiciones de igualdad. U n a institución como la Iglesia católica, por la inercia de sus tradicionales instancias de poder y por su multisecular trato privilegiado — q u e subsiste hoy en gran medida, tanto de iure como de /acto—, se presenta en el foro público en una situación de ventaja que invalida el interesado postulado de que todas las iniciativas educativas deban ser igualmente f i nanciadas por los poderes públicos con cargo a sus presupuestos fiscales. Esta «inocente» pretensión equivale a consolidar, si no a fortalecer, el abrumador p r e d o m i n i o religioso tradicional en el espacio docente. P o r esta vía, los innumerables ciudadanos que no poseen, dada su connatural dispersión en cuanto individuos carentes de cauces sociales que no sean las instituciones del Estado, la capacidad empresarial y la vocación proselitista que caracterizan a las iglesias, quedan gravemente discriminados por la aplicación de tan simplista postulado. L o s millones de ciudadanos ateos, agnósticos o indiferentes en materia religiosa no tienen, ni por tradición ni por vocación, el espíritu de cruzada que anima al proselitismo de los credos religiosos. H o y sigue siendo rigurosamente válido lo que expresó hace varias décadas un eminente teórico del Estado democrático de
D e r e c h o : la idea de democracia, leitmotiv de nuestro código constitucional, no puede comprenderse si se parte sólo de la idea de libertad, pues, para que pueda originarse la noción de una forma social democrática, la idea de igualdad ha de asociarse a la de libertad, a fin de limitarla e integrarla correctivamente en la realidad social concreta; como también debe hacerse en una economía de libre mercado si se quiere impedir la hegemonía de una minoría de ciudadanos muy fuertes frente a la inmensa mayoría de los menos afortunados. Esta esencial salvaguardia igualitaria se concreta en dos exigencias en el plano ideológico: la neutralidad del Estado en cuanto sistema formal de la convivencia pública, y el efectivo pluralismo de opciones de todos los ciudadanos. C o m o la democracia promueve un tipo de sociedad que, por definición, no reconoce padre alguno —frente a los tipos de sociedades autoritarias—, tampoco puede admitir instancias ideológicas tuteladoras. La secularización de las instituciones públicas fundada en el p r i n c i p i o del laicismo es elemento indispensable de la configuración jurídico-política de toda democracia genuina en el m u n d o actual. En este contexto, toda iglesia y toda confesión religiosa deben ser tratadas como simples asociaciones de creyentes, con pleno derecho a ser respetadas, en cuanto pertenecientes al área de los asuntos privados y personales, y protegidas contra cualquier agresión exterior. Pero los poderes públicos están obligados a establecer la normativa jurídica adecuada y a suministrar los medios humanos y materiales necesarios para evitar cualquier situación legal o real de privilegio o de desigualdad entre sus ciudadanos en el campo de las instituciones educativas, en cuanto que éstas constituyen la infraestructura intelectual básica de un régimen democrático que garantice la libertad y la igualdad en su justa conjugación. Es deber fundamental de un Estado democrático y social de Derecho el establecimiento de una vigorosa enseñanza pública universal, laica y gratuita c o m o organismo social encargado de enseñar a los ciudadanos a pensar, razonar y valorar con libertad desde la posesión de un amplio caudal informativo p l u r a l y objetivo, absteniéndose de i n f u n d i r creencias o de ejercer presiones que limiten u orienten tendenciosamente esa i n formación, o lleguen a coartar el libre desarrollo de la libertad de
conciencia. Corresponde a este organismo la formación de mentes libres, y no cautivas, mediante un modelo educativo que estimule el uso de la razón como gimnasia propedéutica de un arte de la reflexión que prepare a los ciudadanos, ya desde la infancia, al posterior ejercicio de las personales opciones en el marco efectivo del pluralismo ideológico connatural a toda convivencia democrática. Q u i e n califique de «monopolio educativo» este modelo de enseñanza pública corrompe el uso apropiado del lenguaje. Es justamente este modelo el único que, en un país como el nuestro, permite evitar, o al menos contrapesar, las pretensiones monopolísticas de la Iglesia o de otros grupos de presión en sus estrategias proselitistas o partidistas dirigidas a controlar la escuela en cuanto inigualado taller de conformación mental del ciudadano que asegure una sólida plataforma de dominación social que genere su autorreproducción ideológica. El laicismo de la enseñanza pública es lo opuesto al uniformismo confesional o ideológico de las mentes, porque se orienta resueltamente a garantizar la l i bertad de conciencia en la raíz misma de la misión de formar ciudadanos capacitados para asumir las responsabilidades personales de la edad adulta y sus consiguientes opciones ideológicas. El derecho de los padres no debe entenderse como la facultad de predeterminar abusiva y prematuramente la educación de sus h i jos en una dirección exclusiva y excluyente, cuando éstos aún no poseen la capacidad de juzgar. L o s hijos tienen el derecho a ser protegidos en su libertad presente y futura, y los educadores tienen el deber de dotarlos de la información y el conocimiento i n dispensables para el discernimiento racional necesario, cuando vayan alcanzando el estado adulto, para tomar las opciones ideológicas de todo orden — i n c l u i d a eventualmente la r e l i g i o s a — que les dicte su libre conciencia y sus valoraciones personales. En el postulado de la libertad de enseñanza subvencionada, tal como la formula pro domo sua la Iglesia católica, entre otros, se esconde una monumental tergiversación de la auténtica democracia efectiva. La enseñanza privada, obediente a credos o ideologías partidarias, tiene el derecho a disfrutar de protección legal en el ejercicio correcto de su libertad, pero debe financiarse íntegramente con sus propios medios, sin pretender trasladar su car-
ga económica al erario público, esté o no esté guiada por espíritu de lucro. El área de la educación laica y gratuita es para la democracia un espacio intangible, consustancial a sus fundamentos éticos, y ninguna instancia confesional o partidista posee el menor derecho a invadirlo, usurpando las expectativas de libertad de conciencia y de igualdad de todos los ciudadanos. Solamente este modelo de enseñanza pública puede generar una educación p l u ralista para la democracia.
SOCIALISMO Y SUFRAGIO UNIVERSAL*
H a c e unas semanas, el director de este diario presentó una serie de reflexiones muy pertinentes sobre el valor, en términos de democracia, de las recientes elecciones en Nicaragua. C u a n d o en E u r o p a se hunden los regímenes de democracia popular inspirados en doctrinas socialistas, y cuando entusiastas incurables del capitalismo se infatúan con la renacida pretensión de la reconciliación del hombre consigo mismo a través de los sistemas de democracia formal, quizás pueda resultar oportuno refrescar algunas consideraciones sobre la relación del socialismo con la democracia y el sufragio universal. La fundamentación teórica, y por consiguiente la legitimación política, de las democracias modernas no alcanzó jamás un estatuto razonablemente satisfactorio. La justificación doctrinal del sufragio universal ha adolecido siempre de una fragilidad congenita. El derecho de las mayorías políticas nacidas del proceso electoral para gobernar, porque se supone que esas mayorías son representativas en general en virtud de u n mandato irrevocable sólo limitado temporalmente, es todo menos evidente. A u n q u e la decisión del voto, en un sistema de sufragio universal, no recae directamente sobre contenidos intelectuales, sino sobre una delegación de confianza en personas —es decir, no sólo es un proceso cognitivo sino también volitivo—, exige del votante, no sólo un conjunto de elementos informativos esenciales que pertenecen a la esfera del conocimiento, sino, sobre todo, una posición de independencia deliberativa y optativa dentro y fuera de su particular situación personal en el contexto socioeconómico en que vive y convive. El postulado del G o b i e r n o basado en el sufragio universal mayoritario no se demuestra a sí mismo, no tiene la validez de un axioma.
Ley
moral
A u n q u e se trate de un desiderátum inalcanzable en su sentido r i guroso, no cabe duda de que — c o m o escribí en otra o c a s i ó n — si el constitucionalismo político derivado del demoliberalismo quiere dotarse de un fundamento filosófico congruente y adecuado, no tiene otro recurso que instaurar la idea del hombre como ente racional autónomo, capaz de darse su propia ley moral en cuanto norma universal superadora de todo particularismo. Si el principio según el cual la vida política debe regirse siempre por la voluntad de las mayorías resultantes del sufragio universal prescinde de esa idea del hombre, entonces cae en un pragmatismo autodestructor, pues esa voluntad mayoritaria sería un trasunto del mero agregado de intereses particularistas despojados por definición de toda pretensión de racionalidad universal. Si bien tardaron algún tiempo en descubrirlo tras una agitada experiencia que acabó curándolas del terror a los supuestos efectos demoledores del sufragio universal, las clases burguesas aprendieron relativamente pronto que una filosofía construida sobre la mera particularidad de los intereses privados carece de las virtualidades ideológicas indispensables para alterar un orden estable de explotación, pues toda filosofía revolucionaria ha de instalarse en un horizonte utópico legitimante cuyo núcleo esencial está constituido por hipótesis de pretensión ética universal que no poseen la menor posibilidad de imponerse en una sociedad de clases. En el plano práctico —descendiendo así un escalón en este esbozo crítico—, ni siquiera el empírico juego de intereses y la regla de la mayoría encuentran oportunidades reales para subvertir — e n el sentido de transformar— el orden social, porque el cuerpo ciudadano no es homogéneo ni cultural, ni social, ni económicamente hablando. C o m o señalaba K a r l M a r x , «para el hombre en cuanto Bourgeois, la vida en el Estado es sólo una apariencia o una fugaz excepción a lo normal y esencial», y por consiguiente, la libertad política de ese sujeto moral bautizado como ciudadano se transmuta, p o r la dialéctica de la existencia concreta del h o m b r e , en sus
contrarios: la discriminación y la servidumbre. Porque en la sociedad de clases — ¿ p u e d e alguien afirmar decorosamente que han desaparecido?—, la v i d a política, social y económica del pueblo es una vida alienada. No se trata sólo de que el mayor número no tiene necesariamente razón sobre el menor número, en términos de intereses colectivos —o de bien común, si se prefiere seguir empleando esta expresión trágicamente ambigua—. El grave problema es que ni siquiera en términos de intereses particulares la regla mayoritaria garantiza la proyección eficaz de las particularidades reales predominantes en número dentro del cuerpo electoral. El proceso da siempre un resultado selectivo y discriminativo. Al ser el cuerpo cívico eminentemente heterogéneo p o r educación, saber, posición social y riqueza material, un ciudadano no es igual a otro, ni el voto del uno reviste el mismo valor y significado que el voto del otro, porque no se formalizan ni expresan en condiciones iguales de poder. U n o a uno no hay equivalencia real. C o n el sufragio universal y la democracia parlamentaria, la explotación adquirió históricamente una generalidad y una estabilidad que no hubieran resultado factibles en los regímenes dictatoriales clásicos de magistraturas formalmente no-representativas. P o r todo ello, la asignatura básica pendiente de la democracia moderna sigue siendo la de la justicia material, la del poder real del pueblo. Lejos de mí la intención de rebajar la necesidad y las ventajas del sufragio universal en que se sustentan las democracias formales. El sufragio elimina el p r i n c i p i o de la violencia física como método para alcanzar y perpetuar la posesión del gobierno, al mismo tiempo que abre el proceso político a formas de competición y plazos de maduración de la inteligencia cívica mediante pedagogías de participación y de consenso orientadas a la toma de conciencia individual y colectiva de la situación. Pero es imperativo no oscurecer el hecho de que la democracia por sufragio universal limita rígidamente sus pretensiones de p r i n c i p i o , ante el inmenso poder de dominación de las clases hegemónicas en el llamado capitalismo democrático, mediante la posesión del dinero, de la cultura y de la información.
Homogeneización Esta trinidad de potencias asegura la reproducción general y permanente del sistema de explotación económica y de dominación social y política, y sólo mediante intermitentes rupturas revolucionarias, no siempre violentas, se ha progresado en las sociedades avanzadas en la línea de una homogeneización, aún muy tímida, de la estructura del cuerpo cívico. El mecanismo del sufragio universal necesita con urgencia fuertes dosis de instancias equilibradoras y de factores compensatorios de poder p o r nuevas vías de participación popular, a f i n de romper la lógica del status quo e impulsar la profundizarían de la democracia real. En España, el acontecer político viene siguiendo una dirección más bien inquietante. Después de una transición institucional que no merece los cantos ditirámbicos que conocemos, el felipismo ha implantado una visión mutilada, cuando no escandalosamente tergiversadora, del socialismo democrático. El socialismo es mucho más que un partido político, incluso más que un sistema socioeconómico. Es un movimiento social histórico que postula una cultura orientada hacia la emancipación humana integral nacida de esa matriz general de la modernidad que se conoce como la Ilustración. Alejado de esta matriz, el deliberado confusionismo semántico del felipismo entroniza la fascinación tecnocrática ejercida por un lexema que encubre todas las prácticas de suplantación ideológica: l a cantada modernización, erigida en mito trivial de las promesas de cambio y confinada en una estrecha mentalidad productivista al servicio del capitalismo. Este vaciamiento teórico del socialismo en aras del formalismo, reduce la democracia al simple procedimiento del sufragio universal y la ley de las mayorías electorales. Es decir, el nivel más problemático de las democracias lo asume el felipismo, adoptando el giro elitista schumpeteriano como modelo heurístico de la tradición teórica democrática, para ocultar, con el apoyo de sus mentores intelectuales, la falsificación ideológica de su política: la mayoría electoral como título incondicionado para gobernar como le plazca. Deslizándose desde la potencia etimológica plena del término demokratía (demos + krátos), como dominio del pueblo en el go-
bierno de la república, hacia esa falacia semántica que identifica este gobierno del pueblo con el simple mandato irrevocable para representar y administrar que los votos habrían conferido a unos pocos en la contienda electoral, el felipismo interpreta ese título como una delegación ilimitada de confianza para tomar ad libitum toda suerte de decisiones, cuya única desautorización posible tendría que esperar a los próximos comicios. Se supone que los mandatarios encarnan la voluntad general, sin la menor atención a los condicionantes, reservas y cautelas del matizado discurso democrático clásico, y a sus notorias insuficiencias de fundamentación teórica. L o s mentores y ejecutores del felipismo se refugian en la pretensión de que la democracia no es más que un procedimiento de formación de la voluntad estatal girando en el vacío. Q u i e n juega y pierde debe quedar reducido institucionalmente a la impotencia. Este falaz posicionamiento teórico, más o menos expreso, revela mucho sobre la mala conciencia de quienes lo encarnan, aunque no la perciban, y se propone enmascarar el abandono del ideario socialista. En su manera de hacer política con inequívocos relentes neofranquistas, el felipismo ha ido eliminando, entre otros, una serie de elementos del legado socialista como movimiento de la historia, a saber: la sensibilidad republicana —cuyos referentes van mucho más allá de una mera forma de Estado o de gobierno—; el espíritu laicista — q u e se incardina radicalmente en una crítica rigurosa de la tradición político-cultural de la España autoritaria—; la m o r a l popular de las clases trabajadoras — c u y o universo de valores representa las exigencias de una cultura de la desalienación frente al m u n d o capitalista—; la memoria histórica colectiva — c o m o instancia ineludible de una política concreta de erradicación de las lacras sociales y morales que perviven poderosamente en nuestra sociedad—; el imperativo ético — c o m o factor p r i m o r d i a l y preferente de ejemplaridad pública en el gobierno de la nación—; la protección y el incremento de todas las libertades públicas, muy especialmente las de opinión y expresión, y el derecho a la información — s i n lo que resulta i m practicable el ideal socialista de una nueva sociedad donde los i n centivos de ilimitado consumismo material vayan siendo sustituidos p o r la demanda i n d u c i d a de bienes culturales, i n c l u i d o el
disfrute de la naturaleza, bienes indispensables para una auténtica humanización de la vida individual y colectiva—.
Signo
de
identidad
La realización de estos contenidos materiales de la democracia es el signo político de identidad del movimiento socialista. En la profunda crisis mundial de hoy, si el felipismo, o alguno de sus analogados, se convirtiese en modelo para la transformación de las zozobrantes democracias populares, habría que augurar malos tiempos para el futuro de la democracia entendida en el más lúcido y original sentido que le atribuye la herencia intelectual de Occidente.
FORMAS DE GOBIERNO*
Es frecuente c o n f u n d i r las formas de Gobierno con las formas de Estado, incluso entre gentes que hacen de la política su profesión. Las formas de Gobierno tienen por función estatuir el m o d o de distribución del poder político en el seno del cuerpo ciudadano general. A las formas de Estado les corresponde asegurar adecuadamente la articulación de los entes colectivos o los grupos de población que componen la totalidad del Estado, de conformidad con determinados modelos integradores de la pluralidad de factores nacionales, étnicos, lingüísticos u otros que permitan identificar dichos entes o grupos. Son formas de Gobierno, p o r ejemplo, la monarquía (absoluta o parlamentaria), la república (parlamentaria o presidencialista), la dictadura (personal o de partido), etc. Son formas de Estado, p o r ejemplo, la confederación, la federación, el régimen de autonomías, el centralismo unitario, etc. A u n q u e su respectiva función es nítidamente diferenciable, las relaciones teóricas y prácticas entre formas de G o b i e r n o y formas de Estado son siempre complejas y eventualmente problemáticas. La actual situación política española es un expresivo caso de la conflictividad que se esconde en esas relaciones, especialmente en países de historia tan accidentada como la nuestra. En España podría decirse, abusando de la metáfora, que la peculiar anatomía de nuestro cuerpo ciudadano dificulta en ocasiones —e incluso a veces p e r t u r b a — su fisiología política. La publicística académica se ocupa de estudiar estas disfunciones mucho menos de lo que requiere el elevado grado de conflictual i d a d institucional que estamos presenciando. ¿Se ha examinado, en perspectiva teórica y práctica, la diferencia, por ejemplo, que se generaría en el juego político de los partidos, en la dialéctica entre mayorías y minorías, si en un Estado de las autonomías, o en un Estado federal, el jefe del G o b i e r n o no derivase sus poderes de una mayoría parlamentaria contingente cuando no azarosa
y frágil en la cual el peso de un partido autonómico o federal m i noritario fuera reiteradamente determinante, sino que fuese i n vestido de sus funciones en v i r t u d del sufragio universal directo, según el modelo de la república presidencialista? ¿No resultaría más a p r o p i a d o y operativo i m p l a n t a r en España — t o m e m o s ejemplo de muchos países extranjeros— un sistema democrático presidencialista que pudiera reequilibrar mejor las tareas del poder ejecutivo y las del poder legislativo?... Dejo aquí estos espinosos interrogantes, para centrarme en las formas de Gobierno democrático representativo. E l talón de Aquiles de los sistemas de representación democrática reside en considerar el pueblo, en cuanto concepto político, como la mera suma de ciudadanos formalmente iguales ante la ley. Este concepto representa indiscutiblemente un gran avance sobre los regímenes de p r i v i l e g i o — d e órdenes, estamentos u o t r o s — pero su paulatina aplicación práctica ha mostrado que este m o d e l o político ha creado un espejismo en términos de democracia real. E l sufragio universal jamás ha permitido a las grandes masas populares el acceso al poder. Conviene reflexionar de nuevo sobre las consecuencias del formalismo en la política, cuando el colapso de la representación a través de los partidos es un hecho a la vista de todos. El virus de la teoría democrática es perfectamente identificable, aunque su versatilidad ideológica genere la permanente desorientación de la opinión pública, bien manipulada p o r los mass media: consiste, en último término, en la abstracción metodológica en que se mueve deliberadamente la doctrina del Estado demoliberal y que conduce al formalismo teórico y práctico. E l correlato conceptual de los ciudadanos abstractos es el concepto de sociedad como totalidad abstracta —es decir, homogénea e indiferenciada—, del cual queda automáticamente desalojado el análisis y la evaluación de la articulación real del pueblo en la pluralidad de estratos y estructuras en los que se integran los ciudadanos en cuanto individuos social y económicamente desiguales, cuya capacidad efectiva de concurrir concretamente en los foros públicos es tan diferente que, en un altísimo porcentaje, tiende prácticamente a cero. Así, la abstracción formalista del pensamiento político es un habilidoso giro de llave que permite convertir la democracia en su contrario, a saber, el inex-
pugnable baluarte en el que se atrincheran las oligarquías contra la inmensa mayoría del pueblo. Al vaciar la sociedad civil de su sustancia concreta, de la realidad viva de sus tensiones y oposiciones, el formalismo petrifica los factores dinámicos y transformadores que posibilitan el cambio social en términos de poder. A u n q u e no comparto la interpretación hegeliana de la dialéctica, considero que es altamente valioso el análisis de la vida social con perspectiva dialéctica, es decir, como análisis conceptual que desvela cómo lo universal se expresa en lo concreto y lo concreto en lo universal. D i c h o de manera más simple, que el p u e b l o como totalidad expresa la situación real de los individuos de carne y hueso insertos en estructuras que configuran su desigualdad de poder. Si se dictamina que la democracia — q u e debe ser el gob i e r n o del p u e b l o , p o r el p u e b l o y para el p u e b l o — consiste esencialmente en los mecanismos previstos para producir mayorías de votantes formalmente iguales, entonces este noble concepto equivale a una abstracción represiva que entroniza el éxito electoral — o b t e n i d o en escandalosas c o n d i c i o n e s de desigualdad r e a l — como paradigma de lo auténtico. El pueblo es el conjunto de determinaciones reales concretas —económicas, sociales, políticas, c u l t u r a l e s — que conforman la v i d a de los ciudadanos en cuanto hombres, con sus situaciones de clase y sus funciones en el proceso productivo, y no una totalidad abstracta en la cual se esfuman esas determinaciones en un igualitarismo jurídico ilusorio. Un sano positivismo doctrinal rechaza las abstracciones que promueven las ideologías conservadoras, cuyo formalismo encubre una concepción idealista de la política. El método empleado para la crítica marxiana de la economía es un insuperado ejemplo de ese enfoque positivista: partir de lo real concreto para aislar sus determinaciones por un proceso de abstracción, y seguidamente reconstruir lo real concreto mediante la reintegración dialéctica de sus determinaciones. Este movimiento de progressus y regressus — u s a n d o una terminología cara a Gustavo B u e n o — va de lo concreto a lo abstracto, y desde este último de nuevo a lo concreto con toda la riqueza de sus determinaciones. Sólo así se revela el universal concreto o lo real como totalidad. La versión felipista de la democracia ha degradado el proceso democrático al equipararlo al arte de ganar elecciones mediante
todos los conocidos ardides de la manipulación de los mass media y el reparto de prebendas políticas y económicas con manifiesta violación del espíritu y las reglas del Estado democrático de Derecho. El grado al que ha llevado el PSOE la degeneración formalista de la democracia ha tenido una inequívoca ilustración en las proclamas entusiastas de algunos de sus líderes según las cuales los nueve millones de votos obtenidos en las elecciones del 3 de marzo equivalían a la absolución popular de los delitos de Estado que se imputan a Felipe González y a ministros de su G o bierno, cuya causa se encuentra aún sub judice. La concepción genuina de la política en el movimiento socialista representa la antítesis de todo formalismo entregado a un proceso de abstracción creciente: i n d i v i d u o — c i u d a d a n o — e l e c t o r — v o t a n t e , en el espacio político; y valor de uso — v a l o r de uso i n m e d i a t o — herramienta—valor de cambio—mercancía—dinero, en el espacio económico. En estas escalas ascendentes de abstracción, el antisocialismo consagra el votante y el dinero, es decir, las dos categorías políticas despojadas de todas las notas específicas de la existencia política real. Un impulso decisivo para la concepción formalista de la sociedad democrática fue la traslación del postulado de la igualdad jurídica de todos los ciudadanos desde el ámbito de la política al ámbito de la economía. La ecuación de igualdad de los ciudadanos ante las leyes políticas=igualdad de los ciudadanos ante las leyes del mercado, indujo a la fusión de dos nociones solamente equiparables en las abstracciones del pensamiento formalista: las nociones de liberalismo político —sistema de garantías jurídicas contra las interferencias del E s t a d o — y de liberalismo económico — l i b r e juego de la oferta y la demanda en el mercado—. La versión económica del liberalismo descansa sobre la ficción de la previa igualdad económica real de todos, y su versión política se apoya en la ficción de la previa igualdad social y cultural de todos. Se supone como algo axiomático que en el libre mercado se tiende siempre a intercambiar cantidades iguales de valor, y que todos los concurrentes tienen plena libertad para intercambiar o no sus respectivas mercancías — e n t e n d i e n d o que la fuerza de trabajo, de cualquier naturaleza, es también una mercancía como las demás en términos económicos—. La fusión de ambas noció-
nes en su aplicación práctica ha consolidado las falacias derivadas de la ecuación ciudadano=individuo real concreto. E l liberalismo político, asumido en su contexto real y no sólo formal, tiene necesariamente que limitar y corregir el liberalismo económico mediante un ordenamiento jurídico que permita las intervenciones indispensables de los órganos políticos en el mercado, a f i n de contrapesar la desigualdad de los i n d i v i d u o s y redistribuir, p o r los procedimientos adecuados, los frutos de la acumulación capitalista obtenida durante generaciones y reproducida de m o d o ampliado por el incesante incremento de la productividad del trabajo generada por la aplicación tecnológica del avance de las ciencias. Sólo si se superan las falsas abstracciones formalistas será posible construir formas de organización económica, social y política fundadas en los principios de corresponsabilidad y de solidaridad. Las libertades cívicas, si se aislan de los derechos humanos fundamentales, no solamente son incapaces de generar una sociedad realmente democrática, sino que arruinan inevitablemente los cimientos de cualquier Estado democrático. H o y , uno de los primeros imperativos consiste en reformar profundamente los modelos vigentes de representación política, y la estructura y funcionamiento de los partidos políticos, cuya grave crisis es urgente resolver.
ÉTICA Y POLÍTICA*
No me propongo presentar en tres o cuatro folios una disquisición académica, aun esquemática, sobre esta ardua cuestión, una de las que han hecho correr ríos de tinta en la historia de la filosofía política. Mi propósito sólo es señalar algunos hitos y sacar algunas conclusiones. En el curso de la civilización europea, el problema de las relaciones entre ética y política alcanza un grado insólito de urgencia y formalización a lo largo de un proceso que se inicia en el Renacimiento. No se debió, como podría precipitadamente pensarse, a que el ocaso del orden socioeconómico medieval y la crisis de la sociedad hierocrática cristiana dejasen al hombre europeo despojado de normas válidas y capaces de regular su conducta moral. L o s señores, los príncipes, los reyes y los eclesiásticos invocaban pautas estrictas de comportamiento ético, pero sus doctrinas no les impedían practicar a diario la intimidación moral, la coerción física, la tortura o el asesinato «legal», cuando el rigor ideológico o los intereses del poder lo requerían. La sociedad feudal, primero, y la sociedad estamental premoderna, luego, eran crudamente inmorales, pero de un modo peculiar: no concebían la existencia de un espacio ético segregado o desvinculado de los dogmas religiosos. La conciencia moral era ante todo una conciencia religiosa, es decir, era la vertiente práctica del Decálogo en el plano de las relaciones de mando y obediencia. Allí no cabía deslindar la ética de la política, insertas en un horizonte religioso incuestionable. En aquel m u n d o hermético, el pecado y el delito estaban estrechamente asociados, porque el corpus civium se confundía, de hecho, con el corpus fidelium. A u n q u e la perspectiva del paraíso celeste o del tormento infernal acuciaban las esperanzas o los temores de las almas, realmente ni aquéllas ni éstos aportaban la disciplina eficaz para el ejercicio de la rectitud
moral. Su vigor se manifestaba en el sometimiento de las voluntades y en una rica gama de atenazantes sentimientos de culpa. N i n g u n a religión popular ha elevado el nivel moral de la sociedad. No debemos engañarnos sobre la supuesta mayor moralidad de los tiempos pasados respecto de los presentes. Esta falaz pretensión es, en términos generales, el acompañamiento de la manipulación psicológica e ideológica de los poderes establecidos que han sojuzgado la conciencia humana durante siglos. Pero sí es cierto que la irrupción del fenómeno renacentista — e n su complejísima configuración— deslegitimó paulatinamente el orden ético tradicional y lanzó al ciudadano europeo a la singladura azarosa de construir una sociedad laica con u n nuevo código de valores. De un lado, el nacimiento del Estado moderno, la expansión de la economía urbana, la profundización de las relaciones monetarias de cambio, la progresión de las industrias mecánicas, los descubrimientos de nuevos mundos, impulsaron el creciente vaciamiento de la ética económica y política medieval, que protegía la posición hegemónica de los viejos poderes, y su sustitución por las incipientes fuerzas de la modernidad dirigidas a instaurar una sociedad laica fundada sobre el dinero y el afán de lucro. De otro lado, los ideales de libertad y tolerancia, las nuevas doctrinas del iusnaturalismo secular, aparecían como contrafigura ética de las pautas de conducta egoísta en el contexto de las relaciones sociales capitalistas asentadas en la acumulación de riqueza y el uso del dinero. La formulación doctrinal y la práctica del liberalismo político y económico representan un notable —y en definitiva paradójicamente f e c u n d o — híbrido que orienta, de m o d o incoherente pero ineluctable, el destino de las sociedades industriales, de las que la nuestra de hoy es la máxima expresión. Porque el fabuloso progreso tecnológico de nuestros días no ha modificado mutatis mutandis la función de ese híbrido, salvo el hecho de la invasión integral de la vida por el dinero, y el correlato de la absoluta hegemonía de la mercancía y del consumo. No cabe duda de que el tránsito desde una moral heterónoma —-sanción de las normas éticas por la autoridad religiosa como delegada de D i o s — hasta una moral autónoma —sanción de las normas éticas por la conciencia i n d i v i d u a l — comportó el aflojamiento del apretado tejido
hierocrático gestionado p o r eclesiásticos y seglares en estrecha simbiosis. Pero no se trataba de la «quiebra de la moral», sino sólo de la «quiebra de una cierta moral». El ordo medioevalis no era éticamente más saludable que el nuevo orden, solamente era más regimentado y hábilmente manejado desde el temor íntimo de las conciencias y los ilusorios mitos de salvación. El orden moderno se fundaba en normas éticas producidas por la razón autónoma —centro de gravedad de la nueva configuración— a partir del equilibrio siempre difícil de fuerzas —ideales y materiales— en tensión. E r a un m u n d o moralmente más sano porque promovía el ideal de la personalidad ética autorregulada, pero obligado a traducir ese ideal a implacables mecanismos económicos y sociales frente a los cuales no estaba suficientemente pertrechada. El funcionamiento armonioso de las libertades exigía un alto n i vel de consenso ético y una intensa gimnasia de solidaridad social. Demasiado, y demasiado pronto. La realidad histórica muestra que la tarea de la modernidad es prometeica, plausible pero inscrita en un horizonte utópico que el despliegue de las fuerzas materiales no siempre propicia. H a cer el balance de la antinomia entre los postulados de tolerancia, libertad, equidad y solidaridad, de una parte, y las exigencias de los mecanismos productivos de las sociedades capitalistas, de otra parte, sería tanto como levantar acta de los avatares de los últimos tres siglos de la historia de Occidente. El subproducto de esta antinomia —éste es hoy nuestro t e m a — consiste en la muralla ideológica que ha querido levantarse entre la ética pública y la ética privada. Está ahora en muchas bocas: la política no se rige p o r la moral, sus respectivas lógicas son divergentes, el homo politicus debe obedecer a los imperativos del poder; la razón de Estado subordina a la razón ética. Todo vale para los beneficiarios. Este monumental paralogismo fluye con naturalidad de una conciencia perversa que ha eliminado de las motivaciones de la conducta todo lo que sea ajeno a la codicia del lucro personal, porque en el sistema capitalista en estado puro el poder es el dinero, y el mecanismo del mercado la verdadera regla de juego. En esta coyuntura, la toma de conciencia de las raíces económicas, sociales y políticas de la crisis es la premisa ineludible. El esfuerzo de la mente para diseñar los correctivos efectivos y la voluntad para
aplicarlos son la consecuencia imperiosa. Es decir, reformular teóricamente la organización capaz de realizar los ideales del humanismo moderno en el marco de las novísimas capacidades tecnológicas. El ciudadano será siempre la charnela sobre la que tiene que girar el doble plano de la ética individual y la ética colectiva, ambas indisolublemente ligadas. No puede existir el Estado sin normas éticas precisas y efectivas. Un Estado sin normas éticas es — p o r emplear la metáfora agustiniana, pero en un sentido divergente de la feroz ética autoritaria del obispo de H i p o n a — un magnum latrocinium.
F E L I P E GONZÁLEZ*
Tuvo en su mano la llave de todo, pero no quiso emplearla como cabía esperar del líder de un partido que representaba la confluencia de las tradiciones fundamentales de la izquierda española: socialismo, republicanismo, laicismo, eticismo. Un hombre de modesta extracción pequeño-burguesa, sin tradición obrera, formado por mentores católicos, sin tener las lecturas indispensables, y con una innata idiosincrasia conservadora que le haría gravitar siempre, en los momentos decisivos, hacia oposiciones escoradas a la derecha, Felipe González se ha movido en la inconfortable situación de quien, militando en un partido político revolucionario aunque pacifista, no representaba ni su historia ni sus señas de identidad. Así, su vida pública ha estado marcada por la tendencia a la impostura política y la mendacidad. En los dos períodos políticos determinantes del itinerario de nuestro país, González traicionó. Primera frustración: la ominosa insolidaridad del PSOE al negarse a participar en la Junta Democrática creada en 1974, en P a rís, a fin de dotar al frente político antifranquista de una articulación eficaz para su proyecto de lograr pacíficamente la necesaria ruptura institucional con la dictadura, mediante la preparación, dirigida por un gobierno provisional independiente, de la convocatoria electoral a Cortes Constituyentes — p r e v i a la legalización de todas las fuerzas políticas y su igual presencia en los órganos y medios de comunicación—, las cuales resolverían democráticamente por referendum la cuestión de la forma de gobierno como punto de arranque de la subsiguiente elaboración de una nueva Constitución con luz y taquígrafos. Pero González, impulsado por su peculiar mentalidad, el fino instinto de sus personales intereses, y las presiones interiores y exteriores, decidió sabotear la Junta Democrática y entrar en
subterráneos compromisos con las clases dirigentes de la dictadura, conducidas en la sombra — e n una operación de salvamento r e c í p r o c o — por un monarca designado por Franco. C o n una oposición democrática firmemente unida, sin prisas por ocupar posiciones particulares en cuotas de poder, y antes de que se desmovilizase ideológicamente la opinión pública, la ruptura institucional habría sido no sólo posible, sino inevitable, porque la dictadura y sus órganos (a comenzar por la Corona) no podían sucederse a sí mismos. González, en cuanto pieza indispensable del proyecto, anuló esta posibilidad — t o d o menos utópica—, abriendo la gran brecha por la que seguirían paulatinamente los demás. Segunda frustración: contra la esperanza de más de diez m i llones de votantes deseosos de introducir, aunque tardíamente, ciertos elementos de ruptura con inercias franquistas, González, abandonando promesas electorales, al comienzo tímidamente y luego descaradamente, puso su G o b i e r n o al servicio de una política que acabó fortaleciendo las viejas instancias dominantes y consolidando pesadas hipotecas del pasado. La vocación socialista se esfumó en favor de una concepción liberal capitalista de la economía. La vocación laicista dejó paso a la afirmación de las prerrogativas de la Iglesia en la vida oficial, en la enseñanza, en los medios públicos de comunicación. La vocación ética quedó sofocada por la corrupción en todas sus manifestaciones, primero rampante y luego generalizada, y por unas prácticas policiales y contraterroristas de carácter c r i m i nal, y un sistema de escuchas, espionaje y delación radicalmente incompatibles con las libertades constitucionales. La vocación republicana, suprimida sin auténtica consulta popular — a l revés de lo actuado en Italia al término de la dictadura fascista, y en G r e c i a a la caída de la dictadura de los coroneles—, se sacrificó a la instalación en el vértice del Estado de un p r i n c i pio antidemocrático vinculado hereditariamente a los viejos poderes fácticos que determinaron el autoritarismo en nuestra historia (Iglesia, Ejército, oligarquías económicas y sociales...), y que funcionó como puente ideológico hasta una situación en la que quedaban garantizados sus intereses.
A u n q u e pueda no parecerlo — h o y el poder mediático es más eficaz que nunca en crear falsas imágenes—, la vida personal de los españoles está alejándose de las instituciones públicas, y la confianza en la democracia va debilitándose día a día. El actual jefe del gobierno malogró una oportunidad histórica probablemente irrepetible para instaurar en España una genuina democracia surgida de la expresa voluntad popular, sin intermediarios, filtros y pantallas. Y ha acabado siendo el responsable eminente, por acción y omisión, de la grave crisis colectiva de nuestro fin de siglo. Lo positivo que pueda haber quedado de su mandato, se ha hecho con el dinero de los españoles, incluidos el enriquecimiento indeb i d o y el insensato despilfarro. Éste es el fondo de la cuestión. Lo demás es más bien anécdota.
LAS RESPONSABILIDADES D E L REY*
Las responsabilidades del Rey de las que tratan estas líneas se plantean ex hypothesi, es decir, no contemplan situaciones de hecho, sino hipotéticos supuestos improbables pero siempre posibles, que deben ser objeto de sosegada reflexión en cuanto dispútatele quaestiones en el campo del Derecho Público. El consenso oficialista que reina en general en nuestro país sobre ciertas cuestiones sensibles, tanto en las esferas de la vida política y social como en los medios de difusión escrita y audiovisual, públicos y privados, adquiere notoriedad paradójicamente a veces por su silencio, cuando se opina sobre la figura constitucional del M o n a r ca. Son muy pocos quienes se atreven a expresar públicamente su opinión sin la mirada puesta en sus particulares intereses, y muchísimos los que, c o n f u n d i e n d o el temor reverencial con la lealtad a las instituciones, fulminan contra los análisis objetivos de esta relevante cuestión, lamentablemente oscurecida, como algunas otras, por la deficiente definición que presenta la Constitución de 1978. En efecto, el artículo 56.3 de dicho texto dice literalmente lo siguiente: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho referendo, salvo lo dipuesto en el artículo 65.2». El primer párrafo de este precepto está imprudentemente redactado, pues podría hacer pensar que el Rey no se somete a n i n gún tipo de responsabilidad, lo cual representaría una aberración jurídica y moral. A h o r a bien, es de toda evidencia, con arreglo al sentido contextual de este precepto y a los principios fundamentales que inspiran el Estado democrático de Derecho, que el artículo 56.3 regula solamente la responsabilidad del Rey en el ejercicio
de sus funciones constitucionales, o sea, en el área de sus responsabilidades políticas. Q u e d a totalmente fuera de esta exoneración de responsabilidades cualquier otro acto del Rey en la esfera de su condición de persona privada, esfera en la cual su conducta deberá ser juzgada como la de cualquier ciudadano, es decir, sin ningún privilegio de orden civil o penal. El artículo 64 de la Constitución elimina toda posibilidad de equívoco. En su punto 1, se estatuye que «los actos del Rey serán refrendados por el presidente del G o b i e r n o y, en su caso, por los ministros competentes». Se habla de los actos del Rey en sus funciones constitucionales, no de cualesquiera otros actos del Monarca, pues de lo contrario este precepto quedaría vacío de sentido. El punto 2 refuerza, por si alguna vacilación cupiera, el carácter jurídico-político implícito en el artículo 56.3. D i c e así: « D e los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden». ¿Cabría imaginar que el presidente u otros miembros del G o bierno p u d i e r a n refrendar los actos del Rey en la órbita de su vida personal privada? Sin duda, no. P o r consiguiente, debe criticarse la oscura redacción del punto 3 del artículo 56 al declarar que la persona del Rey es inviolable y que no está sujeta a responsabilidad. «Inviolable» es una palabra obsoleta en un lenguaje actual, si no va acompañada de una cualificación restrictiva; y genera una mala impresión en cualquier ciudadano de talante democrático que lea, sin mayor reflexión o adecuados instrumentos hermenéuticos, el precepto constitucional. A l g u i e n podría llegar a pensar que el Rey no es responsable ni siquiera cuando comete atrocidades o atropellos por los que un ciudadano común sería castigado. El artículo 14 de la Constitución formula cristalinamente la regla de oro de una democracia: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». La figura de un Rey legibus solutus es hoy rigurosamente inconcebible, pues corresponde a los viejos tiempos en los que su inviolabilidad se fundaba en un derecho divino que solamente le hacía responsable ante Dios — c o m o fuente directa de todo p o d e r — tanto de sus actos públicos como de su conducta privada. En un Estado democrático
moderno, en el cual la soberanía pertenece al pueblo y emana d i rectamente del pueblo como única fuente legitimante, no cabe imaginar la figura de un rey que, para los actos ejercidos en la órbita de su vida privada, pudiera quedar, en virtud de una disposición constitucional, inmune de responsabilidad por acciones tales como, por ejemplo, un asesinato, o por cualquier delito tipificado en la legislación penal ordinaria. Si se intentase exonerar al Rey de responsabilidad por tales actos, se estaría intentando prolongar el carácter sacro de la monarquía y desmantelar la radical secularización de la comunidad política. E l artículo 14 es explícito y taxativo al excluir cualquier desigualdad ante la ley, y señalar que ni el nacimiento ni cualquier otra condición personal o social pueden restringir la estricta igualdad de todos los ciudadanos. Pero la Constitución no ha querido ocuparse de regular el procedimiento que debe seguirse en los supuestos en que el Rey incurriese en responsabilidad penal, lo que constituye una laguna jurídica, pues es evidente que el portador de la C o r o n a no puede someterse a los tribunales ordinarios de justicia. No existe en su texto precepto alguno que pudiera aplicarse a los mismos casos que contempla el artículo 102.1 para exigir responsabilidad criminal al presidente y demás miembros del G o b i e r n o . Quizás una solución análoga podría aplicarse para la responsabilidad del M o n a r c a , si se aborda esta cuestión en una eventual reforma constitucional.
ADDENDA
1.
C R I S T I A N I S M O Y ANTIJUDAÍSMO *
Ni el cristianismo representa el cumplimiento histórico de los anhelos del pueblo bíblico, ni la fe cristiana significa la realización de la esperanza de Israel. Entre ambos fenómenos religiosos se produjo una ruptura tan profunda que, en la llamada historia sagrada en cuanto supuesto proceso de salvación, se registra sorprendentemente por primera vez un salto abismal en una tradición literaria caracterizada —pese a la multiplicidad de géneros y fuentes que la i n t e g r a n — por dos notas fundamentales, estrictas e intangibles, a saber: el monoteísmo y la condena de la idolatría. E l cristianismo vino a quebrantar de /acto ambos factores constitutivos de la fe bíblica. Ni los arabescos retóricos, ni los distingos dialécticos de las formulaciones de la dogmática o de la teología eclesiásticas han logrado jamás restaurar esas dos notas esenciales a su plena e ineludible función en el seno del hombre bíblico. Si se atiende al contenido nuclear de la fe, el A n t i g n o y el N u e v o Testamentos no designan dos credos religiosos en continuidad, a pesar de su común legado genético y su lastre histórico compartido. Sus nociones de D i o s , de salvación, de culpa, de reino mesiánico, de juicio escatológico, de más allá, de comunidad, etc., están recíprocamente alejadas y son manifiestamente inconciliables. En el dilatado curso de la redacción de los escritos neotestamentarios — c o n j u n t o proteico e incoherente ante una mirada medianamente p e r s p i c a z — las nociones bíblicas apuntadas sufren una transmutación radical, que se agudizaría y consolidaría tras las feroces disputas teológicas que llevaron a las definiciones dogmáticas sancionadas durante la romanidad tardía. Las creencias cristianas se perfilan y culminan durante un proceso históri-
* Prólogo al libro de Raúl González Salinero, El antijudaísmo cristiano occidental (siglos IV y V) (Madrid, 2000), 318 pp.
co-teológico cuyos vectores básicos — h o y ya bien c o n o c i d o s — han sido la helenización, la desjudaización, la desescatologización y la romanización de la herencia religiosa dejada por el pueblo hebreo. Esta muy sucinta presentación que acabo de proponer —y que he desarrollado en mis escritos— irrita paradójicamente por igual tanto a los que pueden calificarse, a nuestra altura de los tiempos, como paleocristianos — p o r q u e siguen siendo más o menos fieles exponentes de la doctrina tradicional de la fe eclesiástica: N u e v o Testamento, Patrística y Tradición pontifical y concil i a r — , como a quienes, más cultivados o más sinceros, deben denominarse neocristianos —aquellos que, confesándose aún creyentes, acuden a toda suerte de subterfugios hermenéuticos para rescatar el mysticus sensus de las Escrituras, que en el fondo no es más que introducir, mediante una arbitraria lectura spiritualiter, la mercancía que fabrican en los seminarios los apologetas atentos a los nuevos gustos de la clientela—. H a c i e n d o un uso masivo del profetismo y del simbolismo, y apoyados en la incontrolable exégesis alegórica y tipológica, los neocristianos actúan como celestes cirujanos capaces de reducir toda clase de fracturas doctrinales... en la imaginación de las gentes que se aferran frenéticamente a los bastimentos después del naufragio. D o s hechos ciertos, suficientemente documentables, están en la génesis de la fe cristiana: la crucifixión del Nazareno por un delito de sedición y la destrucción de Jerusalén y su Templo en el año 70 de nuestra era. El primer hecho, nada chocante en el contexto de la persecución antimesiánica de aquellos días, generó una operación de urgencia: un grupo de fieles de Jesús inició en seguida, quizás inconscientemente, la ruptura teológica con el judaismo y la construcción en la diáspora de un judaismo helenizado caracterizado p o r una soteriologia mistérica que convertiría lo que sólo fue una secta mesiánica judía en una nova religio universalista. La tristemente célebre guerra judia eliminó de la palestra religiosa a la iglesia-madre de Jerusalén y su vocación sectaria de inspiración judeo-cristiana, y despejó la vía para una abierta helenización de la nueva fe siguiendo y afirmando el cauce del paulinismo. Pablo de Tarso forjó el mito de Cristo, que se vacía de su naturaleza judía originaria y se satura de las categorías de las reli-
giones de misterios predominantes en el m u n d o grecorromano tardío. La fe cristiana así gestada es un notable fenómeno de hibridación religiosa entre el hebraísmo y el helenismo, hibridación que genera y explica la ambigüedad constitutiva del misterio cristiano en el plano politico y cultural. A este respecto, me parece impreciso e insuficiente hablar simplemente de aculturacum de la fe cristiana en la sociedad del Imperio. La nova religio significó bastante más que el aposentamiento de la fe judeocristiana en la cultura pagana (in-culturación); fue una fusión en un solo credo religioso de dos concepciones del m u n d o y del hombre de origen y de sentido considerablemente dispares, pero finalmente confluentes en un proyecto de dominación política y espiritual al cual el judaismo aportaba un fanatismo ideológico hasta entonces inaudito y la romanización un voluntarismo del poder asistido de una técnica jurídica y una eficiencia administrativa hasta entonces desconocidas. No es la mera emergencia de nuevas formas de piedad sin alterar su sustancia religiosa, sino la génesis de una v i sión nueva del m u n d o y del hombre que supo apropiarse de un inmenso repertorio simbólico plasmado en una tradición religiosa con una fuerza interior y un calado moral incomparables con todo lo conocido en la Antigüedad. El ensayo de Raúl González Salinero adquiere un singular relieve científico, no porque la polémica antijudía durante los siglos IV y V represente una novedad en el panorama histórico del cristianismo, pues la empresa de desjudaizar la figura y el magisterio de Jesús se sitúa en el ombligo mismo de la tarea teológica de Pablo; es decir, descartar la figura real del Nazareno, anular la importancia del Cristo katá sarka, según la carne, y descifrar el misterio de la Redención de la humanidad pecadora mediante un Dios que se encarna, se sacrifica y resucita por su p r o p i o poder a fin de ofrecerse a sí mismo como una reparación de valor infinito que ningún ser humano podía presentar. Esta soteriologia inverosímil tenía que parecer a cualquier judío un teologema blasfemo y sacrilego que destruía la esencia y la Heilsgeschichte del pueblo elegido. Significaba la destrucción del judaismo. La premisa de la nova religio exigía la desjudaización de la soteriologia bíblica y una transmutación radical del estricto monoteísmo de Israel en un trinitarismo a medio camino en dirección al politeísmo paga-
no. Pero el éxito de la novedad radical del mito de Cristo inventado por el Tarsiota radicaba en hacer pasar lo nuevo por la maduración de lo viejo: como la culminación de las promesas de D i o s a su p u e b l o y su c u m p l i m i e n t o pleno. La literatura paulina i m pregna hasta la raíz la reconstrucción sinóptica del pensamiento y la acción del mesianista galileo, y a partir de entonces irá perfilándose el retrato del judío deicida, cuya maldad superaba la del mismísimo Satán. El autor examina magistralmente, a la luz de una masa impresionante de materiales documentales y críticos, la naturaleza y las varias vertientes de la polémica antijudía, que constituye el eje de rotación del desarrollo de la doctrina eclesiástica de la fe. U n a de las más deslumbrantes manifestaciones de la ambigüedad constitutiva de las doctrinas cristianas es precisamente esta actitud necesariamente ambivalente ante el judaismo: la Biblia es la palabra de Dios, es la revelación de la verdad, pero expurgada de la interpretación judia. El pueblo privilegiado, el que recibió directamente la Palabra, debe quedar expropiado de su tesoro porque ha rehusado reconocer la encarnación de D i o s en un utopista de Nazaret y creer en la fantasmagórica resurrección que sus propios discípulos comenzaron por rechazar porque la reputaron una oscura visión de una mujer enloquecida de dolor, que ni siquiera discierne en esa primera supuesta aparición los rasgos del semblante de Jesús. Pero la Biblia pertenece por derecho a los cristianos porque su sentido ha sido desvelado por el Nazareno, y es en el N u e v o Testamento donde yace la clave del texto sagrado en su totalidad. L a Iglesia sería el Verus Israel. La fe cristiana nace con la pretensión de detentar la verdad definitiva transmitida de los propios labios del D i o s - H o m b r e que con su martirio redimió a la humanidad, y anuncia en el colofón apócrifo del Evangelio de Marcos el mandato divino de predicar esa verdad hasta el último rincón de la tierra. Este absoluto mandato de proselitismo universal convirtió la religión cristiana en el fenómeno ideológico más innovador y represor en la historia de la intolerancia, e hizo de su órgano difusor, la Iglesia, el más eficaz instrumento de poder contra la libertad de pensamiento y de expresión en el curso subsiguiente de la civilización occidental. A u n q u e no es la función del Prólogo de un l i b r o esquematizar brevemente sus contenidos, vale la pena evocar el juicio de con-
junto del autor sobre este fenómeno abrumador tal como aparece en el capítulo 2, que se inaugura con estas palabras: El fenómeno ideológico del antijudaísmo de los siglos IV y V está estrechamente unido a la realidad del cristianismo durante estos siglos y se desarrolla precisamente dentro de los límites marcados por lo que se ha denominado la «cristianización» del Imperio romano. Este concepto, en todas sus formas (creencia, práctica religiosa, arte y arquitectura, organización social y política, derecho), supone, como ha puesto de relieve A. Cameron, un aspecto fundamental de la Antigüedad tardía. Tanto es así que, por ejemplo, en Occidente, a ojos de Lactancio y A m brosio, la conversión del Imperio al cristianismo equivale a un «repudio del pasado». La Iglesia emerge como una comunidad, como un nuevo Templo de Jerusalén, esencialmente excepcional y exclusivista. Pero hay que subrayar que las nuevas formas de la drástica hegemonía cristiana, proyectada in pectore desde los días de los primeros Apologistas, constituyó un giro radical en la historia de la civilización, p o r el que se sustituye el concepto de convivencia y pluralismo del politeísmo en materia religiosa p o r el concepto de dominación y privilegio de una religión sobre las demás. Este giro inanguraba ominosamente una era de largos siglos de avasallamiento ideológico de la cual la humanidad, con gran sufrimiento y lucha, ha i d o saliendo lentamente, aunque habiendo dejado manifiestas secuelas todavía bien visibles. Escribe González Salinero: Según el estudio que B. Biondi realizó sobre el concepto de libertad en el Derecho romano, la Iglesia, en el ámbito de la cristianización del Imperio, transforma definitivamente el antigno concepto de libertad. Si el régimen imperial es reconocido por Dios, el subdito no puede rebelarse, ni reclamar otro ordenamiento político. Así, el emperador refuerza su poder con el apoyo de la religión en detrimento de la propia tolerancia religiosa. La ley cunctos populos del 380 supone el fin definitivo y formal de la antigua «libertad religiosa» de la época pagana. Ahora el Estado asume la «verdadera religión» repudiando el error. No se defiende ya la libertad de profesar públicamente cualquier fe o religión, sino sólo la fe católica, considerando a las demás opciones religiosas como un mal social contra el que el Estado tiene el derecho y el deber de defenderse. Agustín llega a preguntarse de forma retórica: «¿hay
peor muerte del alma que la libertad del error?». Reconocer, pues, la l i bertad religiosa significaba atribuir libertad al error, una libertad merecedora de represión. La «situación de mercado», expresión con la que J. N o r t h definió el pluralismo religioso preconstantiniano, desaparece, y «el nuevo Estado cristiano se configura como una fuerza intolerante que, bajo la influencia de la Iglesia, busca la uniformidad en la identidad religiosa del Imperio». Se instaura la intolerancia. La legislación imperial no sólo se pone al servicio de la Iglesia, sino que debe tomar enérgicas medidas contra herejes, paganos y judíos. El lema proselitista agustiniano, compelle intrare, incluía la violencia física y el uso de la fuerza pública del Imperio. Pero desde la vertebración episcopal, la vocación de poder de la ecclesia cristiana, su afinidad con las formas coactivas de la convivencia civil, fue adquiriendo tonalidades crecientemente represivas tanto en el ámbito de la doctrina como en el ámbito de la gestión. L a obediencia, erigida de m o d o escalofriante en u n valor fundamental en la doctrina paulina del poder (Rom 13), se transforma paulatinamente en la v i r t u d culminante para todo espíritu cristiano; y el poder político recibe su consagración teológica en cuanto que procede de la dispensación divina del orden del m u n do, y en consecuencia debe recibir el pleno acatamiento («con temor y con temblor», se añade en otra epístola de Pablo), incluso cuando actúa el mal. C o n estos y otros precedentes inequívocos, la fórmula acomodaticia e interesadamente acuñada por la apologética cristiana según la cual la pareza moral de la Iglesia comenzó a corromperse por la llamada perversión constantiniana, es una falaz presentación de la realidad histórica. Desde la primera m i tad del siglo II los Apologistas hacen continuos guiños al emperador, a quien desean convencer que sólo anhelan convertirse en los más leales subditos del Imperio y los más puntuales servidores de la pax romana. C u a n d o la ruina del Estado se hizo incontenible, un emperador sagaz y pragmático abrió las puertas del baluarte i m p e r i a l a los jerarcas cristianos, cuya vocación conquistadora y su talante agresivo y fanático habían estado refrenados durante un par de siglos de silenciosa capilarización de todos los niveles sociales de la romanitas. Pero desde el momento
en que Constantino legitima la fe cristiana y la eleva a altas posiciones de poder, sus líderes eclesiásticos no se pervierten — e n el sentido que sugiere la mencionada fórmula—, sino que proyectan sobre una sociedad pluralista en el ámbito ideológico toda la carga de agresividad y fanatismo que la confesión cristiana había heredado del mesianismo judío — c o n su peculiar mezcla de escatologismo apocalíptico y pugnacidad antipagana—. La A p o c a líptica — i n c l u i d o el Apocalipsis neotestamentario— es un género de literatura teológica d o n d e la expresión d e l o d i o , de la violencia y del fanatismo ha llegado a extremos insuperables. Aún hoy calificamos de apocalíptico a alguien o algo que ha superado los límites de la cordura en la voluntad de imponer p o r la palabra y por la fuerza su credo o sus ideas. Habiéndose apoderado del aparato del Imperio, la Iglesia h i z o caer sobre la sociedad situada hasta entonces en la vanguardia de la civilización y del pensamiento la cortina de hierro de la mutilación de la mente y de la libertad. En otro lugar he argumentado contra la tesis de que la Iglesia formuló y promovió desde su origen la dualidad del poder en el seno de los pueblos, y que solamente se deslizó brevemente hacia la u n i d a d del poder en especiales coyunturas de sus enfrentamientos con el Imperio o con los Reinos. La realidad histórica, investigada sin prejuicios, parece mostrar que los pontífices romanos usaron reiteradamente de la perícopa apócrifa de M t 16,18 como fundamento divino de la suprema potestas c o n que fue investido el Vicario de Cristo sobre la Tierra, y que esta investidura instauraba p o r sí misma una unitas potestatis en todos los órdenes de la vida. L a dualitas potestatis fue una noción que algún monarca atrevido intentó imponer a algún P a p a en alguna circunstancia que juzgó favorable. Pero la Sede R o m a n a asumió, por razones de realismo político y de conveniencia práctica, la fórmula unidad de poder y dualidad de funciones, que ha plasmado históricamente en una m u l t i p l i c i d a d de situaciones en las que la realidad del poder adoptó formas de mayor o menor equilibrio en función de la coyuntura política del tiempo y del lugar. En el uso implacable de su hegemonía la Iglesia practicó la intolerancia ideológica contra paganos, herejes y judíos, y lo hizo
con rigor y dureza. Pero fue especialmente cruel con los que aparecían como disidentes en el contexto de la ortodoxia como referencia común exigible en la communitas christianorum. En los siglos IV y V la Iglesia aparece ya de manera expresa e indiscutible como el Verus Israel. C o m o indica el autor en sus Conclusiones: Una vez destruido el Templo, los judíos subsistían en el mundo para prestar continuo testimonio de la verdad cristiana (como testes veritatis). Por medio del Antiguo Testamento, los judíos atestiguaban la antigüedad de la tradición bíblica, así como la autenticidad de los textos sagrados sobre los que se fundaba la propia fe cristiana. Ahora bien, el testimonio que prestaban con su supervivencia y con el castigo de su dispersión debía llevar consigo necesariamente una visible decadencia, mostrando su sometimiento al pueblo cristiano. La condición servil de los judíos debía constituir la prueba del cumplimiento de las profecías contra la propia Israel, porque la presencia de la comunidad judía, en cuanto degradada y miserable, resultaba esencial para el desarrollo interno de la ideología cristiana, como una prueba irrefutable del triunfo final de la propia Iglesia sobre la Sinagoga. La tergiversación histórica del Jesús judío fue la conditio sine qua non para que pudiera emerger la figura mítica del Jesús cristiano.
2.
AGNÓSTICOS Y A T E O S *
La actitud personal ante la cuestión de Dios puede discurrir por dos vías opuestas. La respuesta afirmativa del teísmo estructura explícita o implícitamente la concepción del m u n d o en el sentido de un ordenamiento jerárquico de la realidad, y su desdoblamiento en una esfera de lo sobrenatural y trascendente y una esfera de lo natural e inmanente. El creacionismo, la existencia e inmortalidad del alma, y la retribución en una vida personal más allá de la muerte son las tres cláusulas básicas de la respuesta afirmativa. La respuesta no-afirmativa presenta dos versiones d i ferenciables: el agnosticismo y el ateísmo. La finitud de la existencia humana y el evolucionismo de la materia definen habitualmente el núcleo de esta respuesta en su doble forma, respecto de la cual se mantiene una viva discusión en la que intervienen no sólo los increyentes sino también muchos creyentes movidos por sus intereses religiosos. La posición del agnóstico puede expresarse así: «los argumentos que se exhiben en favor de la existencia de D i o s no me permiten afirmar que existe». L a posición del ateo es más terminante: «los argumentos que se exhiben en contra de la existencia de D i o s me permiten afirmar que no existe». Es decir, ante la h i pótesis teísta, el agnóstico niega modalmente un enunciado afirmativo de existencia, apoyándose en el a x i o m a según el cual quien afirma debe probar; mientras que el ateo afirma modalmente un enunciado negativo de existencia, fundándose en el axioma en v i r t u d del cual los juicios negativos de existencia son verdaderos en tanto en cuanto no se demuestre lo contrario. A h o r a bien, en el orden práxico —es decir, existencial, moral, conductual, profesional, etc.—, el agnóstico y el ateo se comportan de m o d o esencialmente equivalente, pues, como pone de manifiesto el análisis de la función performativa del lenguaje y la * Texto publicado en el diario El Mundo el día 9 de marzo de 1997.
experiencia común, el uno y el otro descartan operativamente la hipótesis teísta. La postura del agnóstico es eminentemente metodológica, porque pone el acento en la naturaleza, según él no-conclusiva, de la argumentación del creyente. Propone, p o r principio, desconocer el referente teísta y suspender cautelarmente el juicio definitivo sobre la posibilidad de saber si D i o s existe o no. Sin mbargo, el p u n t o crítico de la discusión radica en d i l u c i d a r si, una vez planteada la cuestión de D i o s , es posible dejarla en suspenso sine die, aparcarla, y continuar por la senda de la vida sin redimir la hipoteca de esta indefinición personal. En mi opinión, esto es teóricamente posible, pero prácticamente más bien imposible. El point d'honneur del agnóstico frente al creyente es tan formalista y tan teoricista en su actitud de espera — d i c e que necesita pruebas concluyentes para d e c i d i r — que, de hecho, su posición nominal no se corresponde con los esquemas de comportamiento v i tal a los que cada uno de nosotros tiene que atenerse en el m u n d o de la praxis, entendiendo p o r esta categoría no sólo lo que se hace (práctica), sino también la estructura teórica y motivacional de lo que se hace (ideología, discurso comunicativo, i n tereses). Apenas parece discutible que tanto en el plano del saber como en el plano de la vida cotidiana resulta ineludible adoptar, al menos p r o v i c i o n a l m e n t e , un p o s i c i o n a m i e n t o de dirección positiva o negativa sobre la hipótesis teísta, aunque este posicionaminto no alcance una formulación explícita. Naturalmente, simpre y cuando la pregunta se le plantee efectivamente al interesado, pues la cuestión de D i o s no es, contra lo que suele afirmarse, un universal antropológico, ya que multitud de seres humanos jamás se han sentido concernidos por esa pregunta o ni siquiera la conocen —y el número de ellos aumenta a acelerado ritmo en estos tiempos—. Pero si la pregunta cobra para alguien pertinencia existencial, la actitud agnóstica, en su estricta formulación teórica, no pasa de aparecer como más bien académica o vagamente verbal. E s t i m o que esto es lo que quiso decir Bertrand Russell al declararse agnóstico teórico y ateo práctico. La decisión positiva o negativa respecto de la hipótesis teísta estructura necesariamente el conjunto del campo perceptivo, intelectivo y moral del ser humano confrontado al respecto. Cabe que quien
se tome a sí mismo por agnóstico sólo sea un creyente perplejo, en cuyo caso —relativamente frecuente— debe cambiar su autodefinición. Cabe también que la idiosincrasia de muchos agnósticos, tejida por el temperamento, el carácter y la educación, les lleve a inhibirse, ante los demás y ante sí mismos, a la hora de manifestar públicamente su verdadera posición. Declararse ateo en contextos públicos en los que la incercia del consenso recibido y la presión social es fuerte comporta correr graves riesgos y dificultades para los propios intereses, lo cual lleva a muchos i n creyentes a eludir esas declaraciones y a refugiarse en la relativamente más confortable posición del agnóstico, generalmente más pasiva y m u c h o menos peligrosa, con la puerta expresamente abierta a los intentos de quienes deseen proselitizarlo, o simplemente utilizarlo para sus propios fines, en tanto que sean conciliables con los fines e intereses de los que entran en el juego. C u a n d o se rechazan los argumentos en favor de la existencia de D i o s —y sus cláusulas de acompañamiento—, es sumamente incoherente no reconocer que se ha accedido a una situación personal de increencia —situación que jamás puede e x c l u i r a priori el retorno de la fe—. U n a situación de increencia debe concluir, en el orden lógico, en una explícita presunción de ateísmo, la cual obedece metodológicamnte al axioma rector que privilegia inequívocamente la verdad, en p r i n c i p i o , de los juicios negativos de existencia. Remito al Ictor a mis libros Elogio del ateísmo, de 1995, y Ateísmo y religiosidad, que acaba de aparecer, si desea profundizar en esta temática. Un buen amigo mío, agnóstico y experto en teología, ha o p i nado recientemente que el ateo sigue estando «colgado» de la cuestión de D i o s . Se trata de una argumentación falaz. Lo cierto es exactamente lo contrario: quien estima que está en posesión de razones suficientes para negar que exista u n referente real para la idea de D i o s acredita así que se ha «descolgado» de la i n certidumbre. A la inversa, quien resuelve permanecer —pública o p r i v a d a m e n t e — en la d u d a agnóstica es claro que, expressis verbis, continúa «colgado» de la cuestión sobre si D i o s es una quimera o una realidad. A los creyentes les entusiasma presentar al ateo como un fideísta recalcitrante pero al revés, obsesionado por el tema de D i o s , tal vez creyendo que por esta vía espuria
exorcizan la calificación de fanatismo que pesa sobre ellos mismos. Esta actitud de mala fe refuerza la muy mala prensa que siempre ha tenido que soportar el ateísmo. Las ancestrales creencias animistas de los seres humanos, ancladas probablemente en los mecanismos genéticos de supervivencia de la especie, han modelado tan vigorosamente nuestro acervo cultural que la declaración personal de ateísmo exige gran lucidez y mucho carácter, pues desmantela las seguridades y certezas transmitidas por las tradiciones religiosas y absorbidas compulsivamente por las generaciones sucesivas de nuestra especie.
3.
S U B T E R F U G I O S APOLOGÉTICOS *
La vacuidad argumental en que se debate desde hace tiempo la apologética de la fe religiosa ha intentado disimularse, de m o d o grotesco, mediante una falsa especie de reductio ad absurdum: la tesis según la cual sustituir las creencias religiosas por la fe en la razón o en la ciencia equivale a sacralizar la razón. C o n estas últimas palabras se resume la retórica denuncia contenida en el artículo publicado por el profesor de filosofía Eugenio Trías en el número de 10 de septiembre de este mismo diario. El articulista nos previene así del supuesto peligro de que el libérrimo ejercicio de la racionalidad conduzca, en último término, a su propia instauración como la instancia suprema de lo sagrado. Estos apologetas toman pie de la ingenua exultación de los revolucionarios franceses — q u e convirtieron simbólicamente la Razón en la D i o sa por excelencia que gobierna los hombres y las cosas—, para hacer temer a los nostálgicos de D i o s que la apología de la razón se transmute en el ilegítimo y trivial sucedáneo del poder sagrado. «Esa razón — c l a m a Trías, reiterando el leitmotiv de su discurso apologético— ha sido, de forma velada e inconfesada, pero enormemente afectiva, elevada al rango de lo sagrado». He aquí la indefectible cantinela clerical de una religiosidad desarmada. Inventando tigres de papel, estos apologetas adscriben a lo que, con notoria incongruencia, denominan fe en la razón todas las calamidades morales que sufre la humanidad. Incluso declarados increyentes claudican frecuentemente ante las admoniciones de los que administran los intereses de quienes explotan la ilusión de lo sacro, para unir candidamente sus voces a ese delirante paralogismo u r d i d o para eludir la incontenible acción disolvente de la racionalidad sobre todo mito religioso. Pero nada se vislumbra en el horizonte que legitime la vana urgencia de salvar a la razón «de su propia erección al rango de Texto publicado en el diario El Mundo el día 23 de septiembre de 1997.
lo sagrado» (Trías), pues nadie en sus cabales puede confundir los extravíos mentales de la apologética religiosa con lo que es p r o p i o del concepto genuino de razón en cuanto fundamento del conocimiento. La razón se define por su radical e incesante función crítica, y se identifica con esta función. No se propone consagrar verdades eternas, sino que excluye ex definitione la posib i l i d a d de reconocer o de instaurar un salto ontológico a lo sagrado. Suponer lo contrario sólo puede nacer en una mente gravemente alterada para el buen orden de la reflexión, o como resultado de una alienación histórica trasmitida colectivamente por los conocidos mecanismos de reproducción ideológica. El eventual mal uso práctico de la razón y del conocimiento científico de la realidad en nada afecta a su función epistemológica suprema, que nos está permitiendo a los humanos la tarea de archivar definitivamente el legado mítico aún vigente en las mentes de nuestros coetáneos, implacablemente flanqueados y vigilados por los celadores de lo sacro, quienes imputan a la razón sus propios designios de dominación. N a d i e teme la sacralización de la racionalidad salvo quienes son cautivos del sistema sacral de representaciones mentales heredadas, férreamente protegido p o r la psicología popular. El discurso de Trías es tributario de la vieja reflexión metafísico-religiosa, y por ello entusiásticamente saludado y publicitado por los aparatos mediáticos de la cultura oficial y los públicos bienpensantes. U n a reflexión estructurada, sin ninguna novedad reseñable, conforme a los postulados de la idea de misterio, rebautizada verbalísticamente con la idea de límite —manejable comodín para todos los usos—, es instrumentada rutinariamente para una comprensión final de la realidad que consiste en la renuncia a comprender. A la cantinela de la sacralidad se asocia — ¿ c ó m o n o ? — la cantinela del sentido, prenda de religiosidad. Pero el sentido del m u n d o no ha sido dado p o r nadie, pues lo que existe como tal no posee sentido otorgado, sino el que cada ser humano le confiere en cada circunstancia de su vida. En esta personal atribución de sentido, la razón ejerce la función eminente, p o r q u e ontológicamente nada existe opaco a la racionalidad, nada es constitutivamente praeter-rationalis. El imperativo de la humanización radica, en p r i m e r término, en hacer el entorno transparente a la razón,
cuya condición definitoria es la autonomía radical, que la hace garante de la verdad y la libertad. N i n g u n a forma de heteronomía —y en primerísimo lugar, la postulación de un supuesto espacio invulnerable de lo s a c r o — puede convertirse en una receta epistemológica o ética. La extrema menesterosidad intelectual de la apologética predominante queda en evidencia en su desesperado recurso a las experiencias religiosas, y, por encima de las demás, a la mística o el éxtasis. Pero quienes hacen de lo místico el paradigma de la religiosidad optan, quizás sin saberlo, por el m u n d o de las sombras. No por la luz, sino por la oscuridad. La huida mística no sólo no es signo de cordura, sino de la decisión de evadirse de las crudas luces de la racionalidad. Es una vana negación de la realidad del m u n d o tal como es. U n a recomendación retrógrada en términos humanos, que conduce a las exequias de la razón, es la que «repone en su lugar lo sagrado como la referencia a todo aquello que nos rodea y circunda bajo la forma de enigma y misterio, y que sólo admite una forma de experiencia que Wittgenstein conceptuó como " l o místico"», escribe Trías en sintonía con el filósofo fjdeísta; uno y otro parecen ignorar que el impulso místico pertenece al ámbito de lo desiderativo y carece, como tal, de todo r i gor epistemológico. Su acción se limita a hacer pasar como referentes objetivos lo que solamente son reiteraciones de contenidos mentales de nulo valor noemático pero que proceden de representaciones colectivas acarreadas en la tradición cultural, y de estereotipos ideológicos generados en la vida social. Las vivencias místicas o extáticas están desde su origen siempre mediatizadas por los materiales de la inercia mental histórica. El místico, que cree ilusoriamente entrar en contacto con la inmediatez fundante del ser genuino, se limita a colorear o remodelar esos arcaicos materiales haciéndolos pasar por el filtro de su propia subjetividad empírica. La entrega a pulsiones híbridas que amalgaman de modo inextricable lo cultural y lo íntimo puede brindar al místico estados afectivos de arrobo gratificante, cegando así la facultad de discernimiento racional y de juicio objetivo, y generando un estado psíquico de transitoria alienación total vivida como el ingreso en el reino de lo transpersonal y último. Así, toda apologética religiosa fundada en la mística destruye las condiciones de
p o s i b i l i d a d de la razón misma, y por consiguiente también las formas vicarias de esa pseudorracionalidad que ofrecen los praeambula fidei de la teología natural en cuanto expresión de la ineludible necesidad de argumentar razonadamente los contenidos de la fe. La opción por lo místico configura una apologética n i h i lista que, por decirlo con un símil consagrado, arroja al bebé con el agua sucia del baño. Es una forma de suicidio de la relición en aras de su atrincheramiento contra la lucidez de la razón. Lo inefable que cree aprehender el místico equivalente a asumir el silencio y la incomunicación. A l g o tan destructivo para la religión como para la vida. Las legiones de pseudomísticos —religiosos o n o — que pululan hoy bajo incontables disfraces escenifican, en forma de farsa, la misma filosofía malsana. El antirracionalismo y anticientifismo de muchos apologetas de la fe suele presentarse como la defensa del humanismo. L o s saberes clásicos son, indudablemente, parte valiosísima de nuestra herencia cultural, pero jamás deben servir de ilusoria coartada al servicio de la perpetuación de una imagen de la realidad que tiene sus fuentes en la edad mítica de la humanidad. La mayoría de los autocalificados «humanistas» ignoran casi todo de la situación actual de las ciencias, y se mueven en el seno de categorías del pensar que congelan toda p o s i b i l i d a d de sustituir las amortizadas representaciones tradicionales p o r los resultados del inmenso avance del conocimiento de la naturaleza. Se continúa considerando como gente culta a quienes no sólo desconocen la metodología científica y un cierto nivel de lenguaje matemático, sino que ni siquiera se han procurado la indispensable información que ofrecen cualificadas obras de alta divulgación de la nueva imagen del m u n d o y el ser humano. A b u n d a n p r o f u samente entre esa supuesta gente ilustrada quienes son proclives a interpretar en clave religiosa las grandes cuestiones, e incluso son receptivas de las soluciones derivadas de las perspectivas de lo místico, de lo misterioso, de lo esotérico; es decir, la perspectiva de lo irracional. Estos humanistas de hogaño se nos presentan como las verdaderas almas sensibles, abiertas al prójimo, generosas, disponibles para las nupcias espirituales con el gran T o d o , con la energía divina del cosmos, a lo que nunca podrán conducir las vías de la racionalidad y la ciencia rigurosa. Son los
paladines d e l alma espiritual c o m o entidad que sobrevuela la materia por encima de la muerte; entidad misteriosa y por ello inexplicable. C u a l q u i e r persona bien informada y objetiva debe admitir que la actual investigación científica de la naturaleza —física y h u m a n a — ha descartado toda especulación sobre una dualidad alma-cuerpo, o espíritu-materia, como posibles ideas regulativas de su trabajo. La creencia en la existencia de almas o espíritus inmateriales y separables —es decir, inmortales— no tiene sitio en el repertorio de hipótesis orientadas a explicar la realidad. Es una categoría mítico-religiosa forjada por la invención animista ya en la prehistoria del ser humano, y constituye el ombligo y el motor de la religión. Es una falsa creencia anterior y más importante que la idea de D i o s . Esta es un simple derivado de aquélla. El animismo es la conditio sine qua non de toda religión. Sin la fe en un reino post mortem de espíritus, la idea misma de un D i o s providente que pastorea las almas personales y les asigna su destino —o que se funde con ellas al término de un nirvana místic o — carecería de función. La idea de un pastor sin ovejas es una frase vacía. El patrimonio científico de que hoy disponemos — l a física de las partículas, la química, la biología molecular, la astronomía, la electrónica, etc.— desconoce el dualismo espíritu-materia, tanto en el plano ontológico como en el epistemológico. La consolidación del evolucionismo darwinista mediante las contribuciones decisivas de la paleontología, la genética y la embriología, sumado al impresionante acervo de conocimientos acumulados en los últimos treinta años en el campo de las neurociencias, han condenado a toda f o r m a de antropología dualista —cartesiana o n o — a los anaqueles de un museo. La estructuración unitaria de las relaciones mente-cerebro es la gran meta científica de estos años — l a década del '90 ha sido declarada la «década del cereb r o » — , cuyo signo materialista es manifiesto. La revista Nature ha publicado en el pasado abril una encuesta sobre una muestra de un millar de miembros, elegidos al azar, del repertorio H o m bres Americanos de Ciencia: el 7 8 % de los físicos y astrónomos han declarado su carencia de creencias religiosas. La gran significación de esta elevada cifra se realza por el hecho de que el mar-
co ideológico de la sociedad americana, donde la carencia de fe no es una buena tarjeta de visita, no estimula a exteriorizar la convicción de ateísmo o agnosticismo, y representa un acto de cierto coraje frente a la fuerte presión social de la religión, tanto en el aparato mediático como en la vida local. Se realza también por el hecho de que son precisamente los que se dedican a la i n vestigación de la física y de la astronomía quienes f o r m a n la avanzadilla del conocimiento de la naturaleza y de los datos que pueden decidir las grandes cuestiones que todavía siguen abordándose indebidamente en el contexto de creencias mítico-religiosas. Prolongando las reflexiones de mi libro Ateísmo y religiosidad (1997), espero poder ofrecer en breve un ensayo sobre «el mito del alma» que recoja la información actual básica sobre el tema.
ÍNDICE D E N O M B R E S
A b r a h a m , 75, 233 A c k e r m a n , Robert, 41, 53
filosófica di Epicu.ro, L' (Ettore
pírico), 223 Agustín de H i p p o n a , 247, 286, 302 A j i t a kesakambali, 131 A k h e n a t o n , 108-110
Bignone), 205 Aristóteles, 138, 140, 181, 185, 188, 197, 201,205,224 A r m s t r o n g , A . H . , 188,191 Arquimedes, 113 Asvaghosa, 151
Alabaré al Señor de la sabiduría
Ateísmo en la Antigüedad greco-
(anónimo), 111 A l s t o n , W i l l i a m , 86, 93
Atheism. A philosophical justifica-
Adversus Mathematicos (Sexto E m -
romana, El, ( A . Pinero), 182
Alternative tradition, The. A study tion ( M . Martin), 73 of unbelief in the Ancient World Atheism. The case against God (James T h r o w e r ) , 56,105, 107
Análisis del «Prótagoras» de Platón ( G . Bueno), 184 Anaxágoras, 189 A n a x i m a n d r o , 188-189 Anaxímenes, 187, 189-190
( G . H . Smith), 7 3 A u g u s t o , 221 A x a m o v i c , obispo, 370
Babylonian Wisdom Literature
A n d r e o t t i , G i u l i o , 407
(edit. W . H . Lambert), 110 Balbus, 222 Balguy, J o h n , 249 Barr, James, 277-284 Barrington M o r e Jr., 340, 343
Animal divino, El ( G . B u e n o ) , 1,
Basilisco, El, 1, 4,11
Ancient Egyptian Religion ( H . Frankfort), 108
Ancient society ( H . M o r g a n ) , 62
4, 7,11, 13,28 A n s e l m o , 87-88
Bayle, Pierre, 242 Beard, M a r y , 182 Answer to Dr. Priestley's letter to Becker, a Ernest, 19, 36
philosophical unbeliever (anónimo; p r o l . , W . H a m m o n d ) , 244
Anthropologic Structurale (Claude Lévi-Strauss), 55 Antifón, 194 A n t o n e l l i , G i a c o m o , 361 Arcesilao, 207 Aristófanes, 183, 196
Before Philosophic: The intellectual adventures of ancient man ( H . Frankfort, edit.), 120 Bellarmino, 319 Bellerofón, 196
Bemerkungen iiber Frazers The Golden Bough ( L . Wittgenstein),
60 Aristotele perduto e la formazioneBentham, J., 161
Bentley, Richard, 243 Cement of the universe, The. A stuBerman, David, 244, 246-250 dy of causation (J. Mackie), 119 Beyond Fundamentalism, (J. Barr), Centesimus annus (Juan Pablo II), 282
Bhagavad-Gita (Krishna), 130 Bibliotbeca historico-sacra (T. Broughton), 246 Bignonc, Ettore, 205 Biondi, B., 403 Bunge, M , 119 Blackmore, Richard, 246 Blake, 174 Boncompagni, Rodolfo, 361 Bouquet, A . C . , 156 Bradley, F . H . , 53 BrahmasHtra, 137
Brandon, S.G.F., 12,41 Breasted, James FL, 103, 108 Broughton, Thomas, 246 Bryce.J., 318 Buda, 113-114, 146, 148-150, 152155,160, 170, 172, 297
309,312
César, 211, 213 Cicero: On the good life (M. Grant, edit), 219 Cicerón, 186, 201, 208-210, 212, 214-215,218-221
Cleantes, 215,217, 222 Comparative Religion (A. C. Bouquet), 156 Comte, 32 Concilio de Trento, 280 Concilio Vaticano I, 253, 358 Concilio Vaticano II, 247, 265, 272, 286-287,290,295,298,313,330,358
Conflict of religions in the Early Roman Empire, The (T.R. Glover), 221 Confucio, 113, 158-163, 165, 167, 171-173, 234
Buddhacarita (Asvaghosa), 151 Confucius and the Chinese Way Budismo, una religión sin dios ( H . ( H . G . Creel), 157 Conjectures and refutations ( K . von Glasenapp), 149 Popper), 65 Bueno, Gustavo (GB), 1-4, 7, 9-11, Constantino, 186 13-15, 20, 27-28, 119, 184, 259, 386 Contra los fisicistas (Sexto Empírico), 194 Burke, Edmund, 248-249 Controversias (Bellarmino), 319 Burnet, John, 178 Copérnico, 252 Caird, Edward, 41 Cornelius Castoriades, 175 Cameron, A . , 403 Cornford, F . M . , 179,187 Candide (Voltaire), 83 Cours de Philophie Positive (ComCaravakas, 125,132-133, 155 te), 32 Carlyle, R.W. y A.J., 318 Cox, Harvey, 231, 236-237 Carnéades de Cyrene, 207-210, Creel, H . G . , 157, 159-162, 171 Crisipo, 207 215,218, 226 Critias, 194, 224 Carta a Heródoto, (Epicuro), 203 Catecismo de la Iglesia católica Critique of pure tolerance, A ( H . (1992), 280,286, 295 Marcuse; R.P. Wolff y BarringCausalidad, 117-119 ton More, Jr.), 340 Cavour, 323 Curteis, Thomas, 246
Ch'u I SbuoTsuan (Discusiones sobre la disipación de dudas) (Ch'ung), 170
Ch'un Cb'iu Fan Lu (Ristra de perlas sobre los Anales de Primavera) ( T u n g C h u u n g - S h u ) , 168 C h ' u n g , 170 Chalmers, A . F . , 67 Chattopadhyaya, 131, 140 Chevalier, 182
Diogenes Laercio, 199, 204-205 Diopeithes, 196
Discovery of the mind, The. The Greek origins of European thought (Bruno Snell), 178
Disputationes Tusculanae ( C i c e rón), 214, 219
Divinatio et fatum (Cicerón), 214
Divini redemptoris (Pío X I ) , 311 Doctrinas autorizadas ( E p i c u r o ) , 204
Chinese thought from Confucius Documentos del Vaticano II, 295 Does God exist? A believer and an to Mao Tse-tung ( H . G . Creel),
171 C h u H s i , 172, 174 Chuang-Tse, 113 D a l y , C . B . , 72 Dampier, W . C , 238 D a r w i n , 253 Dasgupta, 130 D a v i d , 233 De ira Dei (Lactancio), 225 D e m ó c r i t o d e A b d e r a , 190-191, 199, 203,220, 224
atheist debate ( A . F l e w y T . Miethe), 69, 71
Dominum et vivificantem (Juan Pablo II), 311 Drachmann, A . B . , 197 D r a c h m a n n , G . , 183 Draper, J . W , 238 D u p a n l o u p , obispo, 321 D u r k h e i m , Émile, 47, 53, 55
Early Greek Philosopy (J. Burnet), 179
Denial of death, The (E. Becker),
Eglise et la souverainité de l'Etat,
36 Denzinger, E . , 280, 291 Descartes, 87, 94-95 Deschner, K , 367-369, 370
L'Q. Lecler), 320 Einstein, A l b e r t , 67 Elias, 113 E l i o t , T h . S., 250
Development of religion and
Elogio del ateísmo ( G o n z a l o
thought in Ancient Egypt (James H . Breasted), 103
Diálogo del pesimismo (anónimo), 110
Diálogos sobre la religión natural ( D a v i d H u m e ) , 86, 209
Dictionary of Comparative Religion, A. ( S . G . F . B r a n d o n ) , 12, 41
Puente Ojea), 7, 9, 11, 63, 77, 95, 114, 239, 267, 329,371 Empédocles, 189, 206
Encíclica «Humani generis», (Pío X I I ) , 287
Encíclica « Veritatis splendor » (Juan Pablo II), 290
Encyclopaedia of Religion and Ethics, 150
Dictionnaire historique et critique Encyclopédie, 253 (Pierre Bayle), 242 Diogenes de Oenoanda, 204
Enchiridion Symbolorum (E. D e n zinger), 280, 295
E n o m a o , 223 Fan C h e n , 169 Ensayo (anónimo; 1734), 246, 249 F a n g - C h a o Y i n g , 174 Ensayo de fdosofía materialista de Fe cristiana, Iglesia, poder ( G o n la religión G. Bueno), 13 zalo Puente Ojea), 19, 239 Entre Cristo y Maquiavelo, ( K . Fedon (Platon), 196 Deschner), 367 Fernandez O r d o n e z , F., 404 Epicteto, 207, 222 Ferrara, R., 42 Epicure et ses dieux ( A . J . F e s t u Festugiere, A . J . , 200-201 Feuerbach, L u d w i g , 9,124, 218 gière), 200 F i l o d e m o , 200-201, Epicuro, ( C . Garcia G u a i ) , 202 Filosofia de Gustavo Bueno, La E p i c u r o , 136, 190, 193, 198-206, 210, 220, 224-226 (VVAA), 119 Epicurus and his philosophy ( W . Finanze del Vaticano, Le (Corrado De W i t t ) , 226 Pallemberg), 364 Epicurus. An introduction (J. M. F l e w , A . , 69-72, 78 Fliche, A . , 318 Rist), 201 Epistemology of religious expe- Fotherby, M a r t i n , 246, 249 Franco, F., 394 rience, The ( K . Yandell), 93 Epístolas a Heródoto y a Pitocles F r a n k f o r t , H e n r i , 56, 58-59, 108, (Epicuro), 201 110, 120-121 E s q u i l o , 183,196 F r a z e r , James G . , 12, 31, 41-42, Essai sur la manifestation des con- 45-46, 48-49, 53, 55, 60 victions ( A . Vinet), 323 Frege, G . , 67 Essais (Montaigne), 242 Freud, Sigmund, 9, 32 Estacio, 218 Frine, 185 Estafadores desenmascarados, Los From Max Weber: Essays in Socio(Oenomas), 223 logy ( H . H . G e r t h y C . W r i g h t Etica Nichomaquea (Aristóteles), M i l l s ) , 161 138,205 From religion to philosophy ( F . M . Etnología y utopía (Gustavo B u e C o r n f o r d ) , 179, 188 no), 13 F u L i , 169 Eurípides, 183,185,196 Fundamentalism (James Barr), 278 Eusebio de Cesarea, 259, 304 F u n g Y u - L a n , 158, 163 Evangelio de Marcos, El. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia G a l e , R i c h a r d , 64, 72, 74-75, 84( G o n z a l o Puente Ojea), 239, 319 86, 88-89, 92-93 Evangelium vitae (Juan Pablo II), Galileo, 252 357 G a l l e , J . G . , 65 Evhémero, 210, 224 Garcia G u a l , C a r l o s , 202-203 Existence of God (R. Swinburne), Gardner, R . A . y B.T., 2 75 Gaudapada, 142-143 Experience, explanation and faith Geden, A . S . , 150 ( A n t h o n y O ' H e a r ) , 64, 84 Gelasio, 275
Gerth, H . H , 161 Gierke, 0.,318 Gironella, J . M . , 64 Glasenapp, H e l m u t v o n , 149, 151 G l o v e r , T . R . , 221-223 God and phdosophy ( A . Flew), 69 God, freedom and evd (J. Mackie), 84
Hegel, G . W . F . , 41-45 Heráclito de Efeso, 113, 182-183, 187 Hermotimus (Luciano), 223 H e s i o d o , 180,186, 188 H i c k , John, 228 H i c k s , R . D . , 208 Historia de la Etnología ( R o b e r t H . Lowie), 4 9 God, scepticism and modernity ( K . Nielsen), 71 Historia de los conflictos entre la Golden Bough, The (James G. F r a religión y la ciencia (J.W. D r a per), 238 zer),41,45 Goldenweiser, 48 Historia impía de la Religión (F. G o m p e r z , T h . , 182 de Orbaneja), 256 G o n z a l e z , F e l i p e , 387, 393-394, Historia natural (Plinio el Viejo), 399, 401-402, 406 221 G o n z a l e z , Salinero, R, 399, 401, Historia natural de la religión ( D . 403 H u m e ) , 31 Gorgias, 184 History of atheism in Britain: from Graciano, 211 Hobbes to Russell, A. ( D . B e r Grant, M i c h a e l , 219 man), 244 Greek Piety ( M . P . N i l s s o n ) , 184History of Chinese philosophy, A. 185 (Fung Y u - L a n ) , 158 History of Greek Philosophy Greeks and their gods, The ( W . K . C . Guthrie), 180 ( W . K . C . Guthrie) 187 Grégoire, H . , 212 History of Green religion, A ( M . P. Gregorio X V I , 361 N i l s s o n ) , 184 Griechische Geistesgeschichte. Von History of science and its relations Homer bis Lukian ( W . Nestle), with philosophy and religion, A 181 ( W . C . Dampier), 238 Guthrie, W . K . C . 180, 182,187, 189, H i t l e r , A . , 368 Hobbes, T h . , 244 196 Hocart, A . M . , 5 5 H o f m a n n , Paul, 364-365 H a m m o n d , W i l l i a m , 244 Hombre unidimensional, El ( H . H a n Fei T z u , 165 Harnack, A . , 318 Marcuse), 354 H a r r i s , M a r v i n , 60, 62 H o m e r o , 113,180, 186 H a r t m a n n , A l b e r t , 295-300, 302Homme et l'Etat, L' (J. Maritain), 304, 307, 310-311, 313-314, 321, 330 325 Hopkins, E . W , 55 Hastings, J., (edit.), H o r a c i o , 221 H a z a r d , Paul, 242 H s i e h Y i n g - F a n , 173 Hecateo, 210 H s u n T z u , 164-165
H u a n T'an, 165 Huerga, Pablo, 11 Humanism of Cicero, The ( H . A . K . H u n t ) , 214 H u m e , D a v i d , 31, 51, 86-87, 154, 174, 209,218, 244 Hunt, H.A.K.,214 Ibáñez Martín, J., 373 Ideología e historia. El fenómeno estoico en la sociedad antigua ( G o n z a l o Puente Ojea), 197 Ideología e historia La formación del cristianismo como fenómeno ideológico ( G o n z a l o P u e n t e Ojea), 239,318, 401 Introduction to Ancient Philosophy ( A . H . Armstrong), 188 Isaac, 75 Isaías, 113,277,279 /. G. Frazer. His life and work (Robert A c k e r m a n ) , 41 Jabali, 132 Jaeger, Werner, 182 Jarayasi Batta, 129 Jaspers, K a r l , 111-115, 117, 139, 296-297, 301 J e n ó f a n e s de C o l o f ó n , 182-183, 206 Jeremías, 113 Jesús, 96, 152, 273, 283, 305, 312, 318-319,361,400, 401,402 Jinasena, 147 Juan Pablo I, 368 Juan P a b l o II, 309, 311-312, 357, 359, 361, 368 Juan X X I I I , 309, 368 Juan, apóstol, 277, 279 Justiniano, 239 Justino, 91,287 Kama Sutra, (Vatsyayana), 138
Kant, L, 68, 87, 121, 144, 181, 216, 299 Knitter, Paul F., 228 K n o w l e s , D a v i d , 197 K o h l , H . , 368 Kóhler, W o l f g a n g , 2 Kroeber, A . L . , 12 Kuhn, T h , 66 Lahorem excersens (Juan Pablo II), 309 Lactancio, 219, 225-226 Lai Chi (Shih C h i e k ) , 170 L a i , Benny, 364 Laín Entralgo, P., 35 Lakatos, I., 66 Lamberto, W . H . , 110 Lamet, Pedro M . , 360 Lao-Tsé, 113, 159, 163 Laotsé, véase Lao-Tsé Laplace, P.S. de, 92 L e Verrier, U . , 6 5 Lecciones sobre la filosofía de la religión, 2. La religión determinada (Hegel), 42 L e c l e r J , 318, 320-323 L e i b n i z , G . W . , 82-83 León X, 357 León X I I I , 309, 361,364 Lépido, 211 Lessing, G . E . , 258, 304 Leucippo de M i l e t o , 189 L e v i - B r u h l , Lucien, 53 Lévi-Strauss, Claude, 54-55, 58 Leyes, Las (Platón), 194,196 L i K u n g , 173 Lie-Tse, 113 L i u C h i , 173 Lokayata, 125,143, 155 Lokayata: a study in Ancient Indian materialism ( C h a t t o p a d h yaya), 131
Logic of scientific discovery, The ( A . Plantinga), 87 Logic of the scientific discovery, The ( K . Popper), 65 L o p e z , G i o v a n n i , 361 L o w i e , Robert H . , 48-49 Lu C h ' a n g - Y u a n , 169 Lu Ts'ai, 169 L u b b o c k , J., 62 Luciano de Samosata, 223 Lucrecio, 164, 190, 201, 203, 214,
Mc Innerny, R a l p h , 206 M c D o u g a l l , W i l l i a m , 53, M e n c i o , 164-165 Menschning, Gustav, 297 M i c h e l s o n - M o r l e y , 66 Miethe, T , 6 9 M i m n e r m o , 187
Miracle of theism, The (J. Mackie), 64, 82 M o - T z u , 159 Moisés, 152, 279 Moneada, A l b e r t o , 262-263 220-221 Lun Heng (Discursos puestos en laM o n d o l f o , R.,182 Montaigne, M i c h e l , 242 balanza) (Wang C h ' u n g ) , 166M o r e , H e n r y , 246 167 M o r e a u , J., 212 L u n t , W i l l i a m E . , 363 M o r g a n , H.,62 M u i r , J., 130 M c D o u g a l l , W i l l i a m , 53 M i i l l e r , M a x , 126 Maclntyre, A . , 69 M u s s o l i n i , B., 368 M a c k i e , J o h n , 64, 72, 79, 81-84, 86, Myth of Christian uniqueness, The 89-92, 117-118,151 (J. H i c k y P . F . K n i t t e r ) , 228, Madhavacarya, 125,134 Magister, Sandro, 404 230 Mahapurana (La gran ley endo) (Ji-Myth of God incarnate, The (J. H i c k ) , 228 nasena), 147 Mahavira, 146 M a h o m a , 152 Naisaddha-scarita (Sriharsa), 137 M a k k h a l i Gosada, 132 Napoleón, 194 M a o - T i , 113 National Catholic Almanac, 75 M a r c i n k u s , Paul, 361 Natura deorum, De ( C i c e r ó n ) , 186, 209,214 M a r c o A u r e l i o , 222-223 M a r c u s e , H e r b e r t , 340-345, 350, Naturalistic tradition in Indian 352,354 thought, The (Dale Riepe), 128 Marett, R . R . , 41, 48-53, 55, 59 Nature of necessity, The ( A . P l a n M a r i t a i n , Jacques, 330-333 tinga), 83-84 M a r t i n , C . B . , 93 Nausifanes, 206 Martin, M . , 73 N e e d h a m , J o s e p h , 160, 162-164, M a r t i n , V . , 318 166-169,173,-174 M a r x , K a r l , 9, 379, 406 Nestle, W i l h e l m , 178,180 Materialism an outline of the his- Neubacher, H , 368 tory of scientific thought ( M . N .New essays in philosophical theoR o y ) , 129 logy (edit, por A . Flew y A . M a c Mauthner, F., 183 lntyre), 69
N e w t o n , I., 66, 252 N i e l s e n , K , 69, 71-72, 8 7 N i l s s o n , M a r t i n P . , 184-185, 193 N o r t h , John, 182, 404
Nubes, Las (Aristófanes), 196
Persécution du christianisme dans l'Empire romain, La (J. M o reau), 212
Persécutions dans l'Empire Romain, Les ( H . Grégoire), 212
Nuevos cien españoles y Dios (J. M. Philosophische Glaube, Der ( K . Gironella), 64
Jaspers), 296
Philosophy and atheism ( K . N i e l O ' H e a r , A n t h o n y , 64, 72, 84, 89, '
9
1
-
9
2
Ó Vatican (P. H o f m a n n ) , 364 Objective knowledge ( K . Popper), 65, 67
Octaviano, 211 Odas (Horacio), 221 Oeuvres Completes ( L . R o b i n ) ,
sen), 72
Physics of immortality, The. Modern cosmology. God and resurrection of the dead (F.J. Tipler), 68 Piaget,J., 32
Pien I Cbih (Notas y cuestiones sobre asuntos dudosos) ( L u C h ' a n g -
Yuan), 169 Pike, Kenneth L . , 49 Pfndaro, 181,183 God (Richard Gale), 64, 75, 84 P i f i o l , Josep M a r i a , 408 Orbaneja, F e r n a n d o de, 256, 261 Origen y meta de la historia ( K . Pinero, A n t o n i o , 182-183 Pfo I X , 308, 357-358, 361 Jaspers), 112 P i ' o X I , 311 Origin and evolution of religion P f o X I I , 280, 287, 307-308, 361, ( E . W . H o p k i n s ) , 55 364, 369 Our kind ( M . Harris), 61 P i r r o n de Elis, 206-207 O v i d i o , 212, 230 Pitâgoras, 95 Pablo V I , 330, 361, 368, 400, 402 Plantinga, A l v i n , 83-84, 86-92 Pablo, apóstol, 273-274, 290 Platon, 113,181, 183, 191-197, 199, Pacem in terris (Juan X X I I I ) , 309 201 Pagan priests. Religion and PowerP l i n i o el V i e j o , 2 1 4 , 221-222 in the Ancient World ( M . Beard Plutarco, 196 y J. N o r t h , comps.), 182 Pohlenz, M . , 189 Pallemberg, C o r r a d o , 364 P o l i b i o , 194 195
On the nature and existence of
Papal revenues in the Middle AgesPolitica de los Papas en el siglo XX. (W. E. L u n t ) , 363 Con Dios y con los fascistas Parménides, 113 Pavelic, A n t e , 368-369 Pedro, apóstol, 358
Perceiving God (W. Alston), 93 Perfiles del pirronismo (Sexto E m pírico), 223, 225 Pericles, 235
( K . Deschner), 367 Popper, K . , 65-67 P o r f i r i o , 199
Prabodha-candroyada (El surgimiento del intelecto de la Luna) (Khrisna Misra), 137 Premack, D . , 2
Presumption of atheism, The ( A . Flew), 69, 72 Priestley, J., 244
Primitive culture (E. B. T y l o r ) , 12, 38, 46, 51, 56, 62
Primitive Religion ( R . H . L o w i e ) ,
Rerum natura, De (Lucrecio), 220 Rerum novarum (León X I I I ) , 309
Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (I. Kant), 121 Riepe, Dale, 127-128
Rise of anthropological theory, The
48
( M . Harris), 62 Rist, J . M . , 201 R o b i n , L . , 195 Glasenapp), 149 Principium Spientae. A study of Romerales, E n r i q u e ( E R ) , 63-65, the origins of Greek philosophi- 69,71-80,91-96 cal thought ( F . M . C o r n f o r d ) , Ross, J. M . , 2 1 5 179 R o t h s c h i l d , barón de, 321, 361 Problemática del catolicismo actualRousseau, J. J. 174 R o y , M . N . , 129 (1955) ( G o n z a l o Puente Ojea), R u b e n , Walter, 127 401 Russell, Bertrand, 250 Pródico de Ceos, 193, 224 Protagoras (Platon), 181, 191-192 Protagoras, 184-185, 191-193 Sáinz R o d r i g u e z , P., 373 Puente O j e a , G o n z a l o , 1, 11, 64, Salustio, 214 74, 76, 80, 401-403, 409 Samkbya-Karika (Isvara K r i s n a ) , Purana Kassapa, 131 140, 142 Purandara, 145 San Jerónimo, 243 Sánchez el E s c é p t i c o , F r a n c i s c o , 242 R a d i n , P a u l , 54 Sangaya, 132 Ramakrisna, 297
Principios del Budismo ( H . v o n
Ramayanak, 129, 132 Reflexiones sobre la revolución
Santidad, De la ( F i l o d e m o ) , 200 Sarva-dársana-sangraba (Madha-
en Francia ( E d m u n d B u r k e ) , 248
Sarva-samgiha ( M a d h a v a c a r y a ) ,
Relectiones theologicae (Francisco de Vitoria), 319
Religión en la cultura primitiva, La (E. B. T y l o r ) , 15
Religion of China. Confucionism and Taoism, The ( M a x Weber), 162
vacarya), 125, 134, 136 129 Sarvapalli Radhakrishnan, 297
Science and civilization in China (J. Needham), 160
Secrets du Vaticain, Les ( B e n n y L a i ) , 364
Secular city, The ( H a r v e y C o x ) ,
Religious belief ( C . B . M a r t i n ) , 94
231 Séneca, 222
Smart), 140 Rendirá, C l a u d i o , 364
Sentencias Vaticanas ( E p i c u r o ) ,
Religious experiencie, The ( N . Réponse d'un Provincial (P. B a y le), 242
203, 204 Sexto Empírico, 190, 194, 208, 210, 223-225
Shankara, 123-125, 137, 141-142, 144 Sharpe, E r i c J., 12 Shastri, D . R . , 129 Shastri, H . P , 129 Shih C h i e k , 170 Simic, 369 Sindona, Michele, 361 Sísifo, (Critias), 194 Sisteme de la nature, ou les lois du monde physique et du monde moral, Le (barón d ' H o l b a c h ) , 244 Sixto V, 361 Smart, N i n i a n , 140, 147 Smith, G . H . , 73, 75 Snell, B r u n o , 178 Sobre la adivinación (Cicerón), 219 Sócrates, 89,191 Sófocles, 183 Solana, Javier, 403 S o l o m o n , 62 Sollicitudo rei socialis (Juan P a b l o II), 309 Spada, Máximo, 361 Speusippo, 205 Spinoza, 244 Sriharsa, 137 Stepinac, arzobispo, 369 Stoic and Epicurean ( R . D . H i c k s ) , 208 Strauss, D . F . , 42 Stuart M i l i , J., 344 Suárez, A d o l f o , 372 Sueño de Escipión, El ( C i c e r ó n ) , 219 Summa Theologica ( T o m á s de A q u i n o ) , 313 Swinburne, R., 74-75, 86 Syllabus errorum ( P í o I X ) , 308, 321,357 Tagliaferri, nuncio, 411
T a i C h e n g , 173-174 Takakusu, J., 149 Takamatsu, príncipe, 149 Tales de M i l e t o , 187-188 Tattvartadbigama-Sutra, 146 Tattvopaplavasingha (El león que devora todas las categorías [religiosas]) (anónimo), 129 Teodicea babilónica, La, 111 Teodosio I, 213, 235 Theology and falsification (A. Flew), 69 Theology of the early Greek Philosophy, The ( W . Jaeger), 182 T h i r y , P a u l - H e n r y , barón d ' H o l bach, 244-246 Threshold of religion, The (R. R. Marett), 49 T h r o w e r , James, 56, 58, 105-108, 115-116, 120-121, 123-126, 128, 131-135, 138-139, 141-145, 147150, 152-158, 160-161, 164-167, 169, 171-175, 180, 186, 188-189, 191-192, 194-195, 197-199, 204, 206-210, 213, 216, 218-219, 221, 223, 225, 231-232, 234-236, 238239 Tierney, B , 318 Timón de Flius, 206 Tipler, Frank J., 35, 68 Toleranz und Christliche Glaube ( A . Hartmann), 295 T o m á s de A q u i n o , 224, 313-314 Torres Queiruga, A . , 35 Tract at us logico-p hilos op hicus ( L . Wittgenstein), 217 Trasimico, 194 Tratado sobre la naturaleza humana ( D . H u m e ) , 174 Tresguerres, A l f o n s o ( A T ) , 1, 4-5, 7, 9-11 Trías, Eugenio, 411-412, 413 Ts'ao T u a n , 173
T u c c i , G . , 133 Tucidides, 113, 197 T u n g C h u u n g - S h u , 168 Turner, M a t h e w , 244 T y l o r , E d w a r d B., 9, 12, 14-17, 1928, 30-33, 36, 38-41, 45-46, 4858, 60-62, 259 Tzu-Lu,159 U l l m a n n , W , 318-319 U m a s v a m i m , 146 Upanisbads, 113,123, 127-129, 131, 139,195 Vacaspati, 145 Vardhamana, 146 Vaticano. Storia e segreti, II ( C . Rendira), 364 Vatsyayana, 138 Verdad, La (Protägoras), 184 Veritatis splendor (Juan P a b l o II), 312 Vinet, Alexandre, 323-324 Viraji, 147 Vishnti Purana, 129-130 V i t o r i a , Francisco de, 319 Voltaire, 83 Vom Ursprung und Ziel des Geschiebte ( K . Jaspers), 111 Von der Wahrheit ( K . Jaspers), 296 Vorlesungen über die Philosophie der Religion (Hegel), 42
Vraie et fausse tolérance ( A . H a r t mann), 296 Wahrheit und Unwarbeit der Bultmannschen Entmythologisierung ( K . Jaspers), 296 W a n g Ch'uan-Shan, 173 W a n g C h ' u n g , 166-169 W a r d , James, 53 W e b e r , M a x , 38, 122, 161-162 Why I am not a Christian (B. R u s sell), 250 Wise, Thomas, 246, 249 W i t t , W. de, 226 Wittfogel, K a r l A , 107 Wittgenstein, L . , 45, 60, 217, 413 W o j t y l a , K . , 247, 265, 290-291 W o l f , R., 340, 346-347 W r i g h t M i l l s , C . , 161 Y a n H s i u n g , 168 Y a n d e l l , K . , 93 Yin Yun Seng Hua Lun (Teoría del poder generativo de la naturaleza) ( W a n g C h ' u a n - S h a n ) , 173 Zeller, E . , 182 Zenón de C i t i u m , 207, 216-217 Zenón de Elea, 225 Z u b i r i , X , 35,218