El Ateismo De Los Cristianos

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louls evely

EL ATEÍSMO DE LOS CRISTIANOS

LOUIS EVELY

El ateísmo de los cristianos SIGNOS DE LOS TIEMPOS

SEGUNDA EDICIÓN

EDITORIAL VERBO DIVINO ESTELLA (Navarra)

1974

CONTENIDO

I-

FE Y ATEÍSMO

9

1. Dios, ¿para qué?

11

2.

La muerte de Dios77.~

17

3.

¿Qué tenemos nosotros más que los demás?

25

4.

Dialogo con los no-creyentes

31

5.

La herejía moderna

63

6. «Ateísmo, energía espiritual hasta cierto

7.

punto»

69

Fe y ateísmo

75

8. Hay que reihventar el credo II.

125

HUMANISMO Y EDUCACIÓN

145

9. La felicidad Tradujo: Luis LEGAZ . Censor: JUAN APECECHEA . Imprímase:

ARTURO TABERA, cardenal arzobispo de Pamplona, 3 de diciembre de 1970. Es propiedad . Printed in Spain . © L. Evely Ediciones Dinor - © Editorial Verbo Divino . Industrias Gráficas Visedo. Hortaleza, 1. Salamanca. ISBN 84 7151 tíO 9 Deposito Legal: S. 630-1973

10.

Creer en el progreso

11.

El porvenir es de la

12.

La crisis de la juventud

147 189 filosofía

195 201

13. Los jóvenes, profetas de un mundo y de una iglesia nuevos..; 205 14. Libertad y obligación en la educación religiosa 211

III.

15. ¿Cómo enseñar a rezar a nuestros hijos?

217

16. La piedad sensible

225

IGLESIA POBRE Y UBRE

231

17. Autoridad-servicio

233

18. Legalismo y libertad en la iglesia

243

19. Nunca se llegará a la unidad de las iglesias en la doctrina 249 20. Los tres problemas del sínodo y de la iglesia. 259

I FE Y ATEÍSMO

1 DIOS ¿PARA QUE?

¿Para qué sirve creer en Dios? Esta pregunta, hace veinte o treinta años, hubiera resultado escandalosa y la respuesta hubiera sido evidente. Dios explicaba el origen, el sentido, la finalidad de nuestra existencia. Dios era el omnipresente y el omnihacedor: creaba, vivificaba, perdonaba, juzgaba, castigaba, recompensaba. Toda la vida humana estaba suspendida de la existencia de otro mundo, infinitamente más real y más duradero que éste. La redención consistía en hacer pasar al mayor número posible de hombres de este mundo al otro (y algunos añadirían: «¡lo antes posible!»), pero esto sólo podía realizarse mediante una gracia de Dios, comunicada por sus representantes de aquí abajo: la Iglesia. II

Pero desde hace algunos años esta concepción se ha modificado por completo. Para el hombre de hoy, incluso para el hombre religioso, no hay más que un solo mundo, este mundo terreno que conocemos. Es el único que nos interesa; vale la pena que le consagremos todos nuestros esfuerzos y toda nuestra fe, y no tenemos más obligación que la de transformarlo en un mundo mejor. No esperamos ningún otro mundo, sino que trabajamos con todas nuestras fuerzas para hacer que este mundo sea otro. Y, al obrar así, no hacemos más que imitar a Dios, que ha amado tanto al mundo que ha enviado a su propio hijo para salvarlo, a Dios que creó este mundo y se encarnó en él para siempre, a Dios que se revela y nos habla a través de este mundo y de su historia. * Para el hombre actual no hay más que una sola vida, esta vida que ahora vivimos; y aun cuando, por ser cristiano, crea en la vida eterna, esa vida eterna no es otra vida, sino esta misma vida eternizada. El creyente moderno rechaza con toda energía la mistificación de la vida futura, una vida en la que hay que «creer», una vida que solamente se pueda esperar, una vida contraría a la que él conoce: ¡cuanto más desgraciados seáis aquí abajo, más felices seréis allí!... Pero, en ese caso, tendríamos que atormentarnos ahora para gozar más tarde; tendríamos que abandonar a los desgraciados en su miseria, para no privarlos luego de su bienaventuranza. 12

No, Dios no sirve para compensar las injusticias y las insuficiencias de esta vida con la promesa de un paraíso postumo. Dios nos invita a vivir cuanto antes una vida de amor, de justicia y de lucidez, que pueda ser eternizada. No puede existir una vida eterna, si no ha comenzado ya. ¡Es evidente que una vida eterna no puede ser una vida futura! El cristiano no cree en una vida futura: proclama en el credo su fe en la vida perdurable. Y las consecuencias de esta distinción son capitales. El interés se desplaza del porvenir al presente. La vida futura, sólo podemos esperarla; pero la vida eterna, tenemos que empezarla en seguida. ¡Cuántos se resignan a soportar su vida..., y la de los demás, con la idea de que sólo les quedan unos años que purgar en este valle de lágrimas! Pero Cristo nos manda que establezcamos inmediatamente entre nosotros y los demás unas relaciones de amor que puedan ser eternizadas. Hemos de convertirnos cuanto antes en aquellas personas que nos gustaría ser eternamente. No viviréis nunca más que de lo que hayáis comenzado a vivir en esta vida; no conoceréis otra vida distinta de esta vida que os aplasta u os dilata actualmente. Pero, me objetaréis, no somos solamente nosotros los que hacemos nuestra existencia; también depende de los demás. Si los demás nos aplastan, ¿se eternizará esa opresión? Mi respuesta es que hay que distinguir entre lo que se vive y aquello de que se vive. Se puede llevar una existencia dolorosa y perseguida, y conocer ya, a pesar de eso, la bienaventuranza: «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de 13

ellos es el reino de los cielos»; esto es, porque viven ya desde ahora del,amor y de la justicia, y lo que se eternizará no serán sus persecuciones, sino sus aspiraciones. La persecución mata y muere, pero el amor vive y hace vivir. Durante muchos siglos se ha hecho de las bienaventuranzas una trasposición: «Bienaventurados los pobres, porque será suyo el reino de Dios»; pero esto sería un engaño, porque significaría que no serían felices aquí abajo ni serían pobres allá arriba: y entonces sería una burla afirmar: «¡Bienaventurados los pobres!» No, para Cristo el pobre es feliz desde ahora, porque es abierto, receptivo, libre, fraternal, porque comparte los gustos de Dios, porque entra ya en la revelación del gozo divino, porque empieza a ser aquí abajo tan feliz como será para siempre.

Sólo conoceremos al Padre a través del Hijo («el que me ve, ve al Padre»); sólo conoceremos al Hijo a través de la Iglesia, y a la Iglesia a través de nuestros hermanos. Si tuviéramos un corazón más cálido, unos ojos más abiertos y una fe más viva, no deberíamos cambiar de paraíso, ya que Dios está con nosotros todos los días, en cada hombre; está esperando que lo descubramos, para manifestarse allí y crecer en él cada vez más. Solamente amaremos a Dios amando a los hermanos; no estaremos nunca más cerca de él que lo que estemos de nuestros vecinos. Dios no es el rival del hombre y considera que lo que hemos hecho por el más pequeño de los suyos, lo hemos hecho por él. ¡Extraño encuentro entre el cristianismo y nuestros contemporáneos que se creen ateos! Las aspiraciones de nuestro tiempo son con frecuencia inspiraciones del Espíritu Santo.

* Finalmente, para el hombre de nuestro tiempo no hay más que el hombre: el hombre es el único responsable de su destino; el hombre tiene que inventar su historia. Pero es curioso: para el cristiano moderno también la revelación y la revolución de Cristo se reduce a eso: lo único sagrado son nuestras relaciones humanas; nuestra fe y nuestro amor a Dios se viven en nuestra fe y nuestro amor a los hombres. Por la encarnación de Cristo, todo lo divino ha quedado encerrado en todo lo humano. 14

15

2 LA MUERTE DE DIOS

Periódicamente, la humanidad se da cuenta de que su representación de Dios lo ha convertido en un ídolo. Se le ha hablado tanto de él, que ya no le dice nada; se le ha enseñado tanta religión y se le ha predicado tanto, que ha llegado a ignorarlo por completo; se le ha tratado con tanta familiaridad, que ha llegado a ser un extraño. Somos ahora nosotros los que realizamos la experiencia de santo Tomás, cuando consideraba toda su obra teológica como si fuera paja y afirmaba: «El mejor conocimiento que podemos tener de Dios es saber que no lo conocemos» (De potentia, q. 7, a. 5, ad 14). 17

Ese movimiento pendular está terminando ahora de realizar su trayectoria negativa (teología apofática, negativa, de la tradición oriental) con los teólogos de «la muerte de Dios». Pero Dios volverá, purificado: porque Dios es a la vez aquel de quien no podemos decir nada sin tener que corregir nuestras expresiones inmediatamente, y aquel de quien no podemos prescindir. Así es como se explica este vaivén del espíritu sobre él. Cuando lo escudriñamos, nos descorazonamos; cuando lo olvidamos, nos obsesiona su presencia.

*

Pero, me diréis, Cristo nos ha traído la luz; nos ha revelado a Dios, y el hombre puede ya acudir insaciablemente a esa fuente, libre de aquella dolorosa contradicción entre su vocación infinita y este mundo mezquino en que está encerrado. ¡No es esto tan sencillo! El cristianismo es también la muerte de Dios, la muerte de un cierto Dios. Cristo ha abolido una imagen de Dios, la imagen más natural y más corriente, la que vuelve a resurgir invenciblemente incluso bajo cierto barniz cristiano, ya que nuestros católicos son más bien deístas que evangelizados. Cristo destruye el templo, el culto a un Dios soberano, justiciero, juez, omnipotente e invulnerable. Dios se revela como manso y humilde de corazón; ama y perdona incondicionalmente; Dios no 18

quiere ser servido por los hombres, sino que se ha puesto a su servicio hasta sufrir por ellos, hasta morir. Hay otra imagen de Dios que Cristo ha puesto en compromiso, en el sentido de que al mismo tiempo que la afirma, nos obliga a superarla: la imagen de Dios Padre, providencia cariñosa y fiel, que alimenta a las aves del cielo y viste a los lirios del campo, que conoce mejor que nosotros lo que necesitamos, que vela por cada uno de los cabellos de nuestra cabeza, que no permitirá que nos falte nada... Ese Dios paternal, paternalista, tiene que ser reinterpretado después de la muerte de Cristo. Hemos de renunciar a refugiarnos bajo sus alas: no nos protegerá. El hombre, como Cristo, tiene que renunciar a una providencia sensible; tiene que vivir hasta el fondo su aventura humana y asumir su propia responsabilidad humana, sin «contar» con que Dios le librará de ella o le socorrerá.

*

¿En qué consiste entonces la revelación cristiana? El mundo religioso anterior a Cristo estaba dividido en dos grandes tendencias: el misticismo, que busca una relación directa, dichosa e intensa con Dios, y el profetismo, que manifiesta el plan de Dios que hay que actuar en el mundo. Cristo los ha reunido a ambos, enseñándonos a encontrar a Dios, a vivir de la vida de Dios en el servicio a nuestros hermanos. El místico cristiano es un gran activo, que se une a 19

Dios en su encarnación permanente: Cristo, la Iglesia y los hermanos. Jesús ha sustituido el culto a Dios, concebido como un «tributo religioso», por el servicio al hombre; las dos celebraciones cristianas más importantes, el reparto del pan y el reparto del perdón, son gestos de Dios a través del hombre hacia el hombre, y no gestos del hombre hacia Dios. El cristianismo no es una devoción, sino una entrega. Lo sagrado está en el hombre, en todo hombre, y el cristiano ha de intentar reconocerlo y hacerlo surgir de ese hombre. La fe no engendra una «teología», un discurso sobre Dios, sino una «teopraxia», esto es, un comportamiento según Dios. El conocimiento de Dios que Cristo nos ha traído no es una especulación o una contemplación, sino una participación de Dios, que nos hace obrar como él y vivir su vida. Esa revelación ha trastornado por completo la «religión»: ha puesto a Dios en el hombre, ha unificado los mandamientos, ha proclamado que sólo puede alcanzarse a Dios en el movimiento que nos lleva a nuestros hermanos, que el amor a solo Dios («¡Señor, Señor!») era una ilusión y una pretensión, ya que Dios es amor y el que ama de verdad, realmente, fraternalmente, «ha nacido de Dios y conoce a Dios».

sentido de la trascendencia de Dios, de sus derechos, de su inalienable singularidad. Lo que les escandalizaba de Jesús era que ponía a la ley de Dios, a la voluntad de Dios, a los derechos de Dios por detrás del servicio al hombre. Jesús traspasa la ley de Dios por amor al prójimo. Los hombres más piadosos, los más religiosos del mundo, condenaron a Cristo, no porque negase el primer mandamiento, sino por la manera con que lo cumplía: ¡al servicio del hombre! (Cf. C H . DUQUOC, Cristologta. Salamanca 1969, 150-152). Si Cristo hubiese sido un hombre religioso en el sentido con que entiende esta palabra la piedad cristiana en la actualidad: adorar a Dios y compadecer a los hermanos, no habría suscitado ninguna oposición. Lo que agitó los espíritus fue su asimilación, su identificación de las dos cosas, su afirmación de que había que destruir el templo, terminar con el culto, abandonar la ley, porque el verdadero templo de Dios es el hombre, el verdadero culto es el servicio al hombre, la verdadera ley ordena que nos amemos los unos a los otros, y el primer mandamiento tiene que cumplirse en el segundo.

* Para los judíos, como para la mayor parte de los cristianos actuales, el primer mandamiento era muy superior al segundo. Tenían en su más alto grado el 20

Es verdad que el instinto religioso del hombre natural era demasiado fuerte para que pudiera aceptar de golpe semejante revolución. Los cristianos se preocuparon en seguida de poner a Dios de nuevo en su sitio, en el primer lugar, de edificar templos, de rein21

ventar cultos, de ponerse apasionadamente al servicio de Dios y de su ley, como el sacerdote y el levita de la parábola..., ¡dejando desdeñosamente al hombre herido en la cuneta!

cificado por pedir un «culto en espíritu y en verdad», se le inciensa; la abdicación de Dios en servicio del hombre no ha hecho más que encadenar más todavía al hombre al servicio de Dios.

Se ha hecho del cristianismo una religión como las demás, siendo así que era la abolición de toda religión.

«Sumergida en su autoridad y en su culto, la Iglesia se presenta como el defensor de un tipo de relación con Dios extraño a Jesucristo» (Duquoc).

La encarnación, en vez de inclinar al hombre ante el hombre hecho Dios, no ha hecho más que empujarnos cada vez más hacia Dios hecho hombre; ése será un título más para su gloria, la fuente de una piedad sensible para con «el más hermoso de los hijos de los hombres», un ser divino que tiene todos los atractivos y cualidades humanas y que es, por consiguiente, el rival victorioso de todos los demás hombres, de todos los demás amores. Y si, a pesar de todo, nos deja insatisfechos, sólo hemos de acusarnos a nosotros mismos y procurar calentarnos un poco más (pensad en los «ejercicios espirituales», en las técnicas psicológicas de los «Ejercicios» de san Ignacio), ponernos en situación ante ese objeto divino que debería colmarnos..., pero que no nos llena, que debería «absorbernos por completo»..., pero que quiere sencillamente que aprendamos a amar a nuestros hermanos. La virginidad será superior al matrimonio; el celibato nos consagrará «íntimamente» a Cristo, y el monje proclamará la trascendencia de Dios sobre todo lo que es humano.

Entonces, no nos extrañemos de que nuestros contemporáneos hablen de la muerte de Dios: es lo más cristiano que les queda en su protesta y que, por tanto, no nos debe escandalizar.

¡Lo que debería haber servido para consagrar al hombre, ha servido para humillarlo! El cristianismo pervertido ha vuelto sobre su punto de partida; la autoridad de Cristo sirve de confirmación a la antigua religión. Después de haberlo cru22

23

¿QUE TENEMOS NOSOTROS MAS QUE LOS DEMÁS?

¿Qué diferencia hay entre un cristiano y un ateo generoso? ¿Qué es lo que le añade el cristianismo a una vida humana desarrollada? ¿Para qué sirve creer en Dios, si se ama ya a los hombres y se trabaja en mejorar su suerte? Esa es la cuestión capital de nuestra época, la que pone en apuros a los creyentes, la que se escucha por todas partes, sin que se encuentre generalmente una respuesta satisfactoria. Por muchos años se ha intentado caracterizar al cristiano reservándole el monopolio de una virtud particular: el amor a los enemigos, el amor universal, el amor hasta el sacrificio de la vida. 25

Pero está claro que es totalmente humano amar y que no se ama de verdad a los hombres si no se ama al hombre incluso en el enemigo; y que todas las causas, incluso las peores, han tenido sus mártires. Se ha afirmado además que el amor cristiano era un amor «sobrenatural», muy superior al simple amor humano, que no sería más que sentimentalidad y filantropía. Pero si el amor humano es un verdadero amor, ¿quién podrá definir qué es lo que le añade lo «sobrenatural»? ¡Hay que juzgar al árbol por los frutos! Y la filantropía puede ser tan sincera que el mismo Dios no ha encontrado nada mejor que practicarla: «O Theos philánthropos», dicen los ortodoxos, «¡Oh Dios, que amas a los hombres!»... Y si amáis de verdad a los hombres, no será el hecho de amar a Dios a través de ellos lo que os haga amarlos más. Por el contrario, se correría entonces el peligro de no amarlos por ellos mismos y de que ellos fueran sólo la ocasión y el trampolín de vuestra caridad. Los teólogos nos dicen que hay que «distinguir cuidadosamente entre el progreso terreno y el crecimiento del reino de Cristo». Pero ¿conocéis un verdadero progreso humano que no sea un progreso en el amor? ¿Y os negaríais entonces a llamarlo un progreso cristiano, un crecimiento del reino de Cristo?

piros o los gritos con que se le invoca («¡Señor, Señor!»), sino por el cumplimiento de su mandamiento: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado». Pero el cristianismo es también una fe, y es esa fe lo que caracteriza al cristiano. El pagano puede amar tan bien como un cristiano, y a veces mejor. Lo que Cristo trae al uno y al otro es una revelación. Nos revela el origen, el sentido, la verdadera naturaleza de esa realidad de amor, de la que el hombre vivía muchas veces sin conocerla. Nos revela que el amor está en nosotros como si no fuera nuestro. Cuanto más adelantamos en el amor, mejor nos damos cuenta de que se nos ha dado, de que no nos pertenece, de que la condición para crecer en él consiste en que nos vayamos borrando. El amor está en nosotros como una comunicación: es a la vez como una fuerza que nos impulsa en lo más íntimo de nosotros mismos, y como una persona que nos inspira superándonos. El cristiano expresa esta experiencia diciendo con san Pablo: «No soy yo el que vivo, sino que Cristo es el que vive en mí».

No, la fe cristiana no añade ninguna cualidad particular de amor o de servicio a un humanismo integral.

La Iglesia no monopoliza ni a Dios, ni a la gracia, ni al amor. Pero es (o debería ser, a través de nosotros, los cristianos) el sacramento, el signo, o sea, la revelación de lo que el espíritu de Jesús suscita sin cesar en cada uno de los hombres.

El cristianismo es ante todo una vida, una vida de amor verdadero, y no hay nada tan humano como amar. El mismo amor de Dios no se mide por los sus-

La verdadera diferencia entre un cristiano y uno que no cree no reside, por tanto, en una diferencia de calidad o de virtud. El cristiano es sencillamente uno

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que se ha encontrado con Cristo, que ha experimentado que Cristo sigue viviendo hoy, que vive en él y en los demás, que cree que el amor es alguien. ¿Qué es lo que les falta a los ateos? Darse cuenta de que tienen mucha más razón de lo que ellos mismos se imaginan, cuando aman y sirven a los demás hombres. Y recurrir conscientemente a una fuente inagotable de razón y de fuerza para amar. Para nosotros, los cristianos, sin esa referencia concreta a Jesucristo, todos los valores morales resultan abstractos: meros ideales, demostraciones, teorías... La mejor definición del cristiano es la siguiente: el cristiano no es un individuo virtuoso, instruido, capaz..., sino uno que está habitado. El cristiano respeta en sí mismo a otro. Vive en diálogo. Y, como se siente favorecido por la gracia de otro, puede ser a su vez gracioso: como ha recibido gratis, tiene que dar también gratis.

Esa revelación y esa experiencia son absolutamente personales; nadie puede transmitirlas a los demás, sino solamente describirlas: pero entonces sucede que también los otros se reconocen en lo que él dice, penetran más en su propia experiencia gracias a la del otro, y le ayudan a su vez a que él avance. Esto es una prueba sólida de que todos hablan de la misma realidad. En el fondo, todos participamos, cristianos y paganos, de la misma experiencia: «Dios ilumina a todo hombre que viene a este mundo», «Dios atrae todo hacia sí», «el que es de la verdad, escucha su voz», «el que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios». Pero se puede conocer a Dios sin reconocerlo, sin tomar conciencia de aquel en quien todos tenemos la vida, el movimiento y el ser. Y éste es precisamente el único privilegio del cristiano.

Que nadie se equivoque por lo que hemos dicho. Sé muy bien que se les acusa a los cristianos de reservarse algunas virtudes que serían exclusivas de ellos, de anexionarse a los ateos virtuosos con la pretensión de que son «cristianos sin saberlo». No ha sido ése nuestro propósito. Para mí, un individuo no es específicamente cristiano al nivel de la virtud, aunque se trate de una virtud eminente. Sólo puede hacerse uno cristiano por una toma de conciencia, por una «revelación» del carácter personal, inspirado, de ese amor de que vivimos. El que no haya realizado esta experiencia, no es cristiano, no puede serlo: no es, por tanto, «un cristiano sin saberlo». 28

29

4 DIALOGO CON LOS NO-CREYENTES

i

El ateísmo contemporáneo es uno de los fenómenos más importantes con los que un cristiano tiene que contar. ¿Por qué hay tantos ateos en la actualidad? ¿Por qué son muchas veces tan abiertos, tan generosos? ¿Y por qué los cristianos están muchas veces tan tristes, tan muertos, tan replegados sobre sí mismos? Los cristianos se ocupan de Dios, pero no del hombre. Las filosofías contemporáneas, el marxismo, el existencialismo, se ocupan del hombre y por eso se han puesto en contra de Dios. Pero esos cristianos y esos ateos ignoran al verdadero Dios, al Dios revelado, al Dios que cree en el hombre, que se ha hecho 31

hombre para ayudar al hombre a hacerse más humano y poderlo salvar. El verdadero cristiano es aquel que cree en la salvación del mundo, pero muchas veces los cristianos no parecen estar muy seguros de que lograrán salvar al mundo. Para conseguir un cristianismo verdadero, habría que unir a los cristianos y a los ateos; también en el plan individual deberíamos tomar conciencia de que todos somos un poco cristianos y un poco ateos. El cristiano es ateo en una buena parte de sí mismo; y el ateo cree en un montón de cosas. Los ateos nos llaman la atención sin cesar. Nos obligan a poner en cuestión la calidad de nuestra fe; desempeñan ante nosotros un papel capital, el papel que desempeñaban antiguamente los profetas en la comunidad judía. Los profetas atacaban una religión establecida, segura de sí misma. Es lo mismo que hizo Cristo con los fariseos. Y este mismo papel era el que desempeñaban los primeros cristianos con los paganos de su tiempo. Cuando los paganos les atacaban y les decían: «No tenéis sacerdotes», ellos respondían con orgullo: «¡Todos somos sacerdotes!» —«No tenéis templos, ni sacrificios»; y ellos decían: «¡Somos adoradores en espíritu y en verdad!» Para poder encontrar la verdadera fe «en espíritu y en verdad», hay que poner en cuestión, volver a pensar, volver a criticar la fe establecida. Pues bien, en la actualidad, son los ateos los que desempeñan este papel. Nos obligan a que no nos contentemos con nosotros mismos, a que nos volvamos a plantear las cuestiones y a que descubramos unas verdades que, sin ellos, se nos habrían pasado sin darnos cuenta. 32

Hay que desbrozar el terreno. Se nos dice: «¡Fuera de la Iglesia no hay salvación! ¿Para qué os empeñáis en dialogar con los que no creen, si opináis que están condenados, si creéis que no son hermanos vuestros?» Hay unas cuantas cuestiones que debemos plantearnos de antemano. ¿Seremos juzgados por nuestro culto o por nuestra caridad? ¿Qué es lo que Cristo exige de nosotros? En cada una de las páginas del evangelio se nos dice que no seremos juzgados por nuestras relaciones con Dios, sino por nuestras relaciones con los hombres. No seremos juzgados por nuestra piedad, sino por nuestra caridad. Dios tiene necesidad de colaboradores, más que de adoradores. La eucaristía es para un momento de la jornada, el resto del tiempo es para trabajar con él (Le 13, 26). No seremos juzgados por nuestras cenas, sino por lo que hayamos producido. Hay que comer para vivir y no vivir para comer. Los cristianos hablan siempre de su alimento religioso, pero seremos juzgados por nuestras relaciones con los hermanos. La fe en Dios tiene que traducirse en la fe en el hombre. Antes se decía que había que bautizarse, que había que creer, que practicar; si no, uno estaba condenado. Pero Cristo dice: «El que ama, ha nacido de Dios y es amado por Dios». Dios tiene hijos por todas partes, pero no se conocen, ni a veces le conocen a él mismo; a él le gustaría que nos uniésemos todos en una comunidad fraterna. En el pasaje evangélico de aquellos que hacían milagros sin ser discípulos de Jesús, Juan tiene una 33

especie de reflejo eclesiástico y condena a aquellos q Ue no están a su lado. Jesús responde: «El que no está contra nosotros, está a nuestro favor». El Espíritu Santo desciende también sobre los paganos. Si no hubiese más pistas de aterrizaje que los católicos, algunos tendrían que estar volando para rato. La historia de Jonás y de los ninivitas es una crítica de aquellos que se imaginaban tener la exclusiva dé la salvación (acordémonos también de los Hechos, cuando la discusión entre Pedro y Pablo a propósito de los paganos deseosos de convertirse). Hay muchos hombres que merecerían el bautismo que merecerían que se les revelase la clase de cristianos que son; hay también muchos cristianos que merecerían que se les revelase la clase de paganos que son. ¿De qué se le juzgará al mundo? Se necesita un principio jurídico tan universal como ese mundo que debe ser juzgado. Por tanto, no será juzgado por su fe en Cristo, ni siquiera por su fe en Dios, sino por su fe en el hombre. Seremos juzgados por nuestra fe en los hombres y por nuestro amor a ellos. Todos los que respetan a su prójimo y obran con justicia para con él, son hombres que actúan ante su prójimo como si fuera Cristo. Cuando el «affaire Dreifus», ¿se necesitaba que un inocente muriese para salvar al pueblo? Muchos lo creyeron así; entre ellos había cristianos y ateos. Otros pensaban lo contrario; también entre ellos había ateos y algunos cristianos. Muchos ateos dicen que hay que respetar al hombre, pero el Dios al que adoramos es un Dios que se 34

ha hecho hombre y esto debería situarnos en una total hermandad con los que no creen. El diálogo con los no creyentes nos obliga a reconocer el carácter humano de nuestro Dios y a reconocer el carácter pagano del Dios de opresión y de tristeza que ellos rechazan y al cual todavía nos referimos nosotros en muchas ocasiones.

2

Tenemos necesidad de los ateos. En mi predicación utilizo dos fuentes: el evangelio y las aspiraciones de nuestros contemporáneos. Las aspiraciones de nuestros contemporáneos son muchas veces inspiraciones del Espíritu Santo: les gusta la simplicidad, la verdad... Cuando leo a los ateos de nuestro tiempo, con frecuencia resuena en mis oídos el eco de los profetas. El ateo es solamente uno que rechaza la idea de Dios que nosotros le presentamos; no hay nadie que no crea en nada: también ellos creen en algo. Los ateos de nuestro tiempo creen en la verdad científica, en la salvación del mundo, en la fraternidad humana. Podéis decirle que no a Dios bajo la forma de una iglesia, de un cura concreto, pero quizá le digáis que sí bajo la forma de la justicia, del amor, de la amistad. Le habéis dicho que sí a Dios sin conocerlo expresamente. Le habéis dicho que sí sin nombrarlo. Dios vive en cada uno de los seres. No hay mundo sin Dios. Está el Cristo conocido y el Cristo incógnito que habla a todo hombre; cuando caminaba al lado 35

de los discípulos de Emaús, les invitaba a que comprendiesen mejor su vida: por eso «su corazón se iba haciendo cada vez más ardiente», ¡y acabaron reconociéndolo! Cuando vayáis al encuentro de uno que no creej no penséis que lleváis a Dios en vuestra maleta: Dios hace ya mucho tiempo que os había precedido. Lo que habéis de hacer, es reconocer en un incrédulo el trabajo que Dios ha hecho en él. Podéis reconocerlo, puesto que se trata del mismo trabajo que él ha hecho en vosotros. Cuando hayas visto al incrédulo en ti mismo, verás claramente el trabajo que Dios ha hecho en el otro y podrás ayudarle mejor a que comprenda: en el fondo se trata de tu mismo trabajo. El único ateísmo es el pecado, es la falta de amor a los demás. Todo el mundo será juzgado por su amor al hombre, porque la fe en el hombre es la fe en Dios: «A mí me lo hicisteis», dijo Cristo a los que no quisieron ayudar a los pobres. La fe no se relaciona necesariamente con Dios de una manera explícita.

Incredulidad de los cristianos Los ateos nos obligan a que seamos más cristianos. Durante muchos años nuestra dependencia de la naturaleza ha sido la representación de nuestra dependencia de Dios. La naturaleza era una especie de guardia personal. Teníamos miedo de ella y la acariciábamos sumisos para que nos diese sus frutos. Cuando le dábamos a Dios su ración: ofrendas, plegarias, sacrificios..., quedábamos en paz con él. ¡Pero ése es el Dios pagano! 36

El hombre moderno ya no respeta a la naturaleza, se ha hecho dueño de ella; no le tiene miedo, la domina; por eso, muchos de nuestros contemporáneos, al seguir asimilando a Dios con la naturaleza, dicen que son ateos. En el Antiguo Testamento, Yavé era simbolizado por el rayo. Escuchaban su estruendo y decían: «Dios está allí». Pero luego, con las explosiones atómicas, el hombre ha hecho mucho más ruido que la tempestad. Para muchos cristianos, Dios sigue siendo el todopoderoso, el terrible, el vengador. ¿Qué diríais si en vuestra presencia un blasfemo cayese aniquilado por el rayo? El pagano tiene miedo de la naturaleza y tiene miedo de Dios porque lo concibe dentro de las categorías de la naturaleza. Y lo teme, lo adora, le sirve, le rinde culto. Pero Cristo ha dicho: «No sabéis de qué espíritu sois; yo no he venido a perder a los hombres, sino a salvarlos». Para el cristiano solamente es sagrado el hombre, el hombre es legítimamente el dueño de todo. Todavía no hemos comenzado a comprender exactamente la revolución que nos ha traído Cristo; pero, en la inmensidad del tiempo, 2.000 años son un espacio demasiado corto, y quizás todavía estemos entre los primeros cristianos. Para Cristo, todo está centrado en el hombre. «Lo que hacéis con ellos, a mí me lo hacéis». Dios no quiere ser servido sino servir. No quiere ser amado sino amar. Quiere estar tan vivo en vosotros, que desea hacer en vosotros lo que a él le gusta: servir a los hombres, amarlos. Se ha dicho que Dios había creado a los hombres para su gloria; pero Dios es padre... 37

¡Y un padre no hace hijos para su gloria! Dios ha creado al hombre para servir al hombre. Cuando yo era joven, ponía como lema en todos los cuadernos: Dios, el primer servido; pero, para un cristiano, esto es una contradicción. Habría que decir: «Dios, el primer servidor»; el primer servidor, para que también tú tengas como ideal servir a los demás. Todos nos vamos haciendo poco a poco semejantes al Dios que nos imaginamos. Y esa es la revolución de Cristo: quiere ser en cada uno de nosotros más amante qué amado. Dios no es el fin de tu amor, sino su motor.

amor, la fidelidad, y nosotros le hemos dado el oro, el incienso, las genuflexiones, las mortificaciones. Ese Dios es Júpiter tonante; los ateos hacen bien en rechazarlo. Es el Dios de la naturaleza; han hecho bien en librarse de él. Pero cuando han hecho eso, no han tomado ninguna posición frente a Cristo.

El paganismo consiste en esto: hacer cosas para Dios porque tenemos miedo de él, y porque queremos servirnos de él. Se le hacen ofrendas para que nos ayude, para que sonría, para calentarlo un poco antes de servirnos de él. Naturalmente hablando, todavía no está a punto: y entonces tenemos que prepararlo.

Dios es el que le ha dado al hombre una vocación creadora y le «ha sometido toda la tierra». Cuando los astronautas conquistaron el cosmos, dijeron que no habían encontrado a Dios por allí arriba; pero el papa hizo bien en felicitarles. Si Dios descansó el tercer día, es porque había encontrado a alguien capaz de terminar su obra. Dios no tiene celos del hombre; es el padre que ama a unos hijos que continuarán su misión. Dios, nuestro Dios, quiere que el hombre crezca. El hombre ya no se postra de rodillas, admirado ante la naturaleza; ha logrado superarla. Pero es Dios el que lo ha creado así.

Pero Cristo dice: «Lo mejor que puedes realizar en tu vida, es hacer presente el don de Dios». «Si conocieses el don de Dios...» Cristo nos enseña que Dios es el que sirve. No eres tú el que te ocupas de Dios, sino Dios el que se ocupa de ti, el que te sirve, el que te lava los pies; y tú dejas que te alimente, dejas que se desplieguen en ti sus energías y de esa manera lo haces presente entre los demás. «Os he dado ejemplo para que hagáis lo misino». Cristo le dijo a Pedro: «Si no lavo tus pies, no tendrás parte conmigo». De ese Dios no hay ateos. Pero nosotros hemos estropeado las cosas. Dios ha venido a revelarnos que los valores divinos eran la pobreza, la mansedumbre, la dependencia, el sufrimiento bien aceptado, el 38

El ateísmo moderno dice: «Es preciso que Dios muera para que el hombre viva». Ha vuelto a descubrir la dignidad humana. Pero esa dignidad, es Dios el que «la ha creado y la ha reparado más maravillosamente todavía».

Además, el hombre moderno está sensibilizado ante el mal del mundo. Se dice ordinariamente: «Hay demasiado mal para que Dips exista». Pero nuestro Dios es un Dios crucificado. ¿Qué vamos a pedirle?: ¿un buen matrimonio? ¿el éxito en un examen? ¿Qué otra cosa podemos pedirle sino: «enséñame a amar como tú, a sufrir como tú»? A veces nos gustaría utilizar el crucifijo como un pararrayos; pero es todo lo contrario: él atrae la tempestad. Cuanto más le ames, más seguro estarás de que tienes que sufrir. 39

El hombre moderno tiene una intensa necesidad de amar, de sufrir, de compadecer. Por eso está maduro para Jesucristo. Los cristianos se han retrasado en dos cosas. En el fondo, todavía están en aquel Dios todopoderoso que manifestaba su poder por medio de milagros: «Baja de la cruz y el mundo creerá en ti». Cristo no bajó, y así demostró que era Dios. Un Dios todopoderoso, celoso del poder creador del hombre..., no es Cristo. Y el mundo moderno no cree en ese Dios, no quiere creer en él. Antiguamente, el hombre tenía la costumbre de pelear: peleaba por su padre, por sus maestros, por sus patronos, por sus curas; pero el hombre moderno no quiere pelear. También Cristo nos lo ha dicho: «Yo soy manso y humilde de corazón»; de ese Cristo tiene necesidad el mundo moderno. Si los cristianos ofreciesen al mundo ese Cristo, el mundo se convertiría.

3

Antes intentamos determinar los límites exactos de la Iglesia; pero los límites naturales de la Iglesia son el mundo entero. No son los hombres los que caminan hacia la Iglesia, sino la Iglesia la que tiene que caminar hacia los hombres. Cada hombre es llamado por Dios, está lleno de Dios. Antiguamente se creía que la Iglesia era la ciudad de los bautizados, pero ahora nuestra idea es que la Iglesia se extiende por todos los sitios en donde está Cristo; y Cristo está en todo hombre. La Iglesia es la 40

levadura, y la levadura está donde está la masa. La Iglesia hay que concebirla poco más o menos como se concibe al partido comunista. Hay poca gente dentro del partido, incluso resulta difícil entrar en él, pero a partir de esa gente tiene que nacer una sociedad socialista. Lo mismo pasa con la Iglesia: no es esencial que todo el mundo sea en seguida cristiano; la esencial es que esos cristianos transformen al mundo/creen una sociedad en donde haya justicia y amor. / No hay que tener mucha prisa por pasar a los sacramentos, a las profesiones de fe. El s'acramento de los infieles son los fieles. Por eso hay que empezar por sacralizar a los fieles. En la actualidad, la mayor parte de los fieles son realmente infieles: se les distribuyen los sacramentos a unos infieles (por ejemplo, el bautismo, el matrimonio, la unción de los enfermos), se sacraliza a la fuerza a unos incrédulos. Habría que sacralizar a los creyentes, para que transformasen el mundo. Lo que hay que hacer son comunidades a las que se pueda sacralizar. Esas comunidades se encontrarán perfectamente a gusto en medio de los incrédulos. «La sal al cocido y la levadura a la masa». Lo que mata a la religión cristiana es que los cristianos son paganos. Actualmente estamos en una situación en que no es posible ser deísta. Somos cristianos o somos ateos. El hombre moderno no tiene más interés que el hombre, está centrado en el hombre. Las religiones paganas dicen que hay que estar centrado en Dios: y entonces el hombre moderno dice que es ateo. Pero hay un encuentro, una convergencia admirable, entre Cristo y el hombre moderno. Porque la revelación de Cristo es que nos centremos en el hombre. 41

Cristo ha sacralizádo al hombre y desacralizado todo lo demás. Para las otras religiones, todo era sagrado menos el hombre. Hace muy pocos días ha habido manifestaciones en la India para defender a las vacas sagradas, a pesar de que los niños se morían de hambre. El hombre muere como una bestia, mientras . que las bestias son sagradas como Dios. Cristo lo ha desacralizado todo. El templo «Destruid este templo y yo lo volveré a edificar en tres días». Dios está en tu corazón: tú eres más sagrado que un templo. El hombre es signo de Dios, mucho más que una iglesia. «Dios quiere adoradores en espíritu y en verdad»; por tanto, adoradores que sean capaces de estar en todas partes. El espíritu sopla donde quiere. Cristo no quería fundar una religión de especialistas: quiso una religión de la tierra, del aire libre, no de sacristía. La religión llega hasta donde llega el amor. Desacralizó el ayuno. Acusaron a Cristo de comer como todo el mundo. Lo que le interesa a Dios no es que tú ayunes, sino que compartas tu pan. Lo que Dios quiere es que tú ames. El sábado La palabra más revolucionaria: «El sábado está hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado». 42

Los sacerdotes El episodio del buen samaritano es el texto más anticlerical que conozco. Los sacerdotes están al servicio de los fieles y los fieles al servicio del mundo. Vosotros sois los sacerdotes de los infieles. De vez en cuando, yo me ocupo también de los infieles; las cosas van mal y entonces es preciso que me meta en ellas; pero normalmente el sacerdote tiene que estar al servicio de los fieles.

El culto «Quiero misericordia, y no sacrificio». «Vosotros filtráis el mosquito y os tragáis el camello»; pero la misericordia sale fuera para ejercitarse. La sinceridad tiene que aparecer en toda la conducta. Habéis filtrado el mosquito del ayuno eucarístico y os habéis tragado el camello del hambre en el mundo, el de la injusticia social.

Entonces, para Cristo, sólo hay una cosa sagrada: el hombre. Para los contemporáneos, sucede lo mismo. Esta perspectiva resulta a la vez liberadora y sumamente exigente. Liberadora, porque libera al hombre del miedo a un Dios despótico y celoso; pero exigente, porque la religión tiene que abandonar las iglesias para entrar en la vida, porque la vida no está lejos de nosotros, nos sigue por todas partes. «Tus relaciones con Dios son las relaciones con tu vecino, con tu mujer, con tus hijos». 43

Yo creía que era muy religioso, sentía ciertas nostalgias, ciertos impulsos, y ahora tengo que medir la intensidad de mi fe por la calidad de los sentimientos que siento hacia los demás...

El concilio señala el fin de lo que se ha llamado era constantiniana. La Iglesia ha dejado de ser rica, poderosa, anatematizante, representante de un Diosmonarca, a quien se sirve con miedo.

Las religiones paganas dicen: «¿Cómo encontrar gracia delante de Dios, cómo inclinarlo hacia nosotros, cómo hacerlo favorable?»

Pero cuando los hombres modernos protestan contra semejante Dios, no dicen nada en contra de Cristo.

Y el cristianismo dice: «¿Cómo encontrar gracia ante mi vecino, mi mujer, mis hijos?» Mejor todavía, el cristianismo dice: «¿Cómo ser gracioso con ellos?» Como trates a los demás, Dios te tratará a ti. Los otros son él. Si no dejas de esperar con ellos, Dios no dejará de esperar en ti. En el siglo xx el hombre ha alzado su cabeza y Cristo ha dicho: «Yo no he venido para darte miedo, sino para que aprendas a vivir, a sufrir, a morir como yo, lleno de esperanza». Cristo no ha venido a traernos milagros, sino a ofrecernos su amor. ¡Y finalmente el concilio! La Iglesia ha dejado de condenar (Juan XXIII medía la extensión de los textos condenatorios por centímetros: había encontrado nada menos que treinta metros). Pero la Iglesia ha dejado de decir a su hermano: «raca». Es algo insólito, pero es evangélico. El papa se ha marchado de viaje: «¡Antes de celebrar tu culto en Roma, vete a Jerusalén a reconciliarte con tu hermano!» 44

¿En qué Dios creéis? ¿En un Dios poderoso, solitario, invulnerable? ¿O en un Dios amoroso, humilde, vulnerable? Más o menos creéis en los dos. Podríamos plantear la cuestión de cómo es para ti la tarjeta de identidad de Dios: ¿en qué reconoces a Dios? ¿en qué signo puede Dios conseguir que tú lo reconozcas? Para la mayor parte, como para el tonto de la aldea, la respuesta será ésta: yo lo reconozco por el miedo que se le tiene, es el amo ante quien hay que doblar la rodilla. Pero Dios es un padre. Y un padre tiene vergüenza de que sus hijos le tengan miedo. La primera palabra del evangelio es: «No tengáis miedo». Después de la traición, de la cobardía, Cristo les dijo a los apóstoles: «La paz sea con vosotros». El miedo es una falta de fe. «El niño Jesús te castigará». Es el hombre el que castiga, el que condena y el que se condena. Pero Dios no es más que amor. El infierno es la expresión del respeto de Dios a nuestra libertad. Dios no nos obliga. Respetará por toda la eternidad nuestra libertad. Dios ama a los condenados, pero los condenados no le aman. Mi tarjeta de identidad de Dios —una fe total— son esas tres imágenes en las que reconozco a Dios (lo he reconocido, sin querer cambiar): 4?

Es un niño. San Juan bautista esperaba un Dios omnipotente, y es un niño el que nos tiende sus manos, el que no se fija en nuestros pecados y nos dice: «¿me quieres?» ¿Qué relación hay entre un Dios y un niño? Un ser entregado, abandonado, inofensivo; a quien se le puede hacer todo el daño que se quiera, seguro de que él no nos lastimará. Eso es mi Dios, y por eso lo quiero. Es un crucifijo: se trata de lo mismo. Mira a tu Dios, que se avergüenza de tu miedo, y que por eso te ha dicho: «golpéame en el rostro», para que dejes de tenerme miedo. Dios no cambia, espera que tú cambies. Después de esto, podrás servir a tu Dios como un hombre libre, por amor y no por miedo. Ese es mi Dios. Finalmente, es pan: Dios se nos muestra tan entregado, tan bueno como el pan: ¿quieres tú de verdad otra manifestación de Dios?

Recordáis la historia del Carmelo de Hanoi: los Viet-Cong llegan al convento, uno tira contra el sagrario y cae muerto. ¿Qué pensáis: que es la venganza de Dios y que Dios ha tenido razón? No es eso lo que yo pienso. Yo conozco a mi Dios, lo he servido y lo he amado. Y sé que él no se venga, que no se vengó, que ha venido a enseñarnos que era necesario hacer el bien a nuestros perseguidores. ¡Aquel hombre no hizo más que sucumbir ante el miedo que él mismo había tenido de su acción!

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4 Hasta aquí, he intentado hacer la crítica de los creyentes. No conocen verdaderamente a Cristo, sino que anuncian al Dios de la naturaleza: un Dios a quien hacen muy bien los incrédulos en rechazar. ¿Dónde podremos encontrar en los incrédulos un punto de apoyo? No hay que hablarles de Dios, no hay que proceder por el camino de las deducciones. Hay que hablarles del hombre. No hay que hablarles de la vida futura, porque esto no les gusta: hay que bajar del cielo a la tierra. Es eso precisamente lo que hizo Cristo. Hay que acercarse al incrédulo por lo que tiene de positivo, por las cosas en que cree: ¡y cree en un montón de cosas! Después de haber hablado de la falta de fe de los creyentes, vamos a hablar ahora de la fe de los que no creen: su objeto, su naturaleza, sus límites. En todos los terrenos importantes de su vida, el hombre hace un acto de fe. El matrimonio es un acto de fe. Cuando te casas, ¿a qué hogar quieres que se le parezca el tuyo? ¡A ninguno! Cuando un ser humano se casa, se cree que inventa el matrimonio. Dar a luz un hijo es un acto de fe. El acto de fe más maravilloso y el más atrevido: todo puede salir de un ser humano. 47

Hacer una pregunta es un acto de fe: es creer que hay una respuesta. Evidentemente, podría ser que el universo fuera un absurdo, que fuera una danza de átomos ininteligible. Pero ¿qué es un sabio? Es una persona a la que se le hacen preguntas, en cuya respuesta esperamos. Y esto es señal de profundidad: el que busca, encuentra. Actualmente, todo el mundo cree en la ciencia; pero en el terreno religioso el incrédulo no tiene una actitud científica. Piensa «a priori» que no hay ninguna respuesta y se niega a plantear problemas. No es ésa una actitud científica. Nuestra época tiene fe en el terreno científico, pero no en el terreno moral y religioso; no sabe buscarle un sentido a su vida en este terreno; no quiere buscarlo, y precisamente porque acude a la ciencia, deja de tomar en ese punto una actitud científica. Yo busco, yo sé que hay un sentido: esa es la actitud científica; yo creo que hay una religión, esto es, un sentido a tantos sufrimientos. Los sabios sacrifican su vida entera en la investigación. ¿Por qué te niegas a investigar en el terreno religioso con el pretexto de que no hay respuesta? Si no preguntas, desde luego será imposible encontrar respuesta. Yo he pasado mi vida entera buscando un sentido y ayudando a los demás a tomar conciencia de él. Todos los incrédulos creen en algo. Jeanson (Fe de un incrédulo): «Yo creo; nada me prueba lo que creo. Si nada me lo prueba, será una opinión mía; pero si yo vivo de esa opinión, es porque quiero hacer una apuesta». 48

Jean Rostand: «El hombre sabe que sus valores no valen más que para él; pero se empeña obstinadamente en replegarse sobre sí mismo, en aparentar». Guehenno: «Lo que yo creo...» Todo el mundo, cuando habla, cree que sus palabras tienen un sentido. Los ateos contemporáneos creen en el hombre. Los marxistas creen en la humanidad futura; pero yo puedo intentar demostrarles que todavía no creen bastante en ella. Saint-Exupéry dice: «Todos obramos como si hubiera algo que superase en valor la vida humana». Pero yo le respondo: «Si no hay más que la vida, tu obligación suprema es conservarla». La humanidad es una abstracción. La humanidad está hecha de hombres particulares. Si el hombre no vale más que una mosca, un millón de hombres sería un millón de moscas; y un millón de ceros hacen siempre cero; no hay razón para sacrificarse por eso. Se dice: yo sobrevivo en mis descendientes. Pero ¿qué es lo que sobrevive de nosotros en nuestros descendientes? Dice Camus: «La única trascendencia de los hombres sin Dios es el porvenir». Pero la humanidad futura no es más que una porción de la humanidad, no es la totalidad; ¿y por qué una porción de la humanidad tiene que sacrificarse por la otra? Puede ser que creáis que el hombre, todo hombre, es sagrado y eterno; en ese caso, es legítimo sacrificarse por él. O puede ser que lo toméis como un medio para hacer a otros hombres más felices; pero ¿por qué a unos mejor que a otros? 49

De hecho, actuáis continuamente como si el hombre fuera sagrado; pero os empeñáis en decir lo contrario.

Los jóvenes nazis marcharon muchas veces detrás de Hitler por patriotismo y por orgullo: y se convirtieron en guardianes de campos de concentración.

Pensad en el proceso de Lieja. ¿Qué es lo que se puede oponer a la destrucción de unos niños anormales, o de cualquier otro ser que se haya hecho inútil para la sociedad? Creéis en el valor del hombre, sin necesidad de justificarlo. Muchos marxistas respetan al hombre, y hasta se han hecho marxistas precisamente por eso; pero realmente eso está en contradicción con sus principios.

Preguntadle a un cristiano si quiere ir haciéndose cada vez más rico o cada vez más pobre, cada vez más poderoso o cada vez más entregado a los demás. Os dirá que quiere amar, pero adora a un Dios terrible y omnipotente y por eso se va haciendo poco a poco tan odioso como él. Se ha equivocado al elegir a su Dios.

Hay que ayudar a los hombres a pensar un poco más; pero siempre en su propia dirección. Los incrédulos muchas veces tienen una fe a medias. Sirven a un ideal en el que creen. Podríamos plantearle esta bonita pregunta a un marxísta: «¿Qué es lo que más estimas? ¿La felicidad de la sociedad o el respeto a la justicia en cada individuo?» La sociedad futura prevista por Marx es imposible. Marx nos presenta una sociedad sin clases; pero, por otra parte, para él la lucha de clases es el motor de la sociedad: entonces no tiene más remedio que presentarnos una sociedad inmóvil. Marx en el fondo siguió siendo un judío que soñaba en un paraíso intemporal, estático. Lo importante es ayudar a los demás a adquirir verdaderamente conciencia de sus ideas, porque los hombres se engañan en las ideas, pero las ideas no engañan a los hombres; y finalmente llegaréis adonde vuestras ideas os han llevado lógicamente. 50

Entonces, yo les digo a los ateos: ¿en quién creéis? Si creéis que el hombre no tiene valor, acabaréis viviendo de esta idea y haciendo que vivan de ella todos vuestros discípulos. Los jóvenes admiran muchas veces a los incrédulos: los encuentran generosos, abiertos, desinteresados; luego, cuando uno se acerca a ellos, se da cuenta de que estaba equivocado, de que no los había mirado cara a cara, sino en función de la irritación que le causaban los católicos, que se les admiraba por estar en contra, pero que no se les conocía en sí mismos. Los incrédulos sufren, no tienen ninguna razón para obrar. Los incrédulos corren continuamente el peligro de perder los ánimos a causa de sus dudas. Hubiera sido conveniente poder explicarles, para su alegría y la nuestra, que su fe, su amor, su generosidad, podían ser eternizados. Hay que sentirse hermano de los ateos por dos motivos: por sus virtudes auténticas y por la compasión que nos dan sus sufrimientos. Sed conscientes de que tenéis la oportunidad de tener con Cristo una relación infinita de fe, de amor, de esperanza. Cristo se atrevió a creer hasta el fondo que había que salvar a los hombres: murió por ello, y lo logró. Y en ese Cristo es en quien creo,; él es mi Dios.

n

1. Entonces, ¿qué es una fe adulta?

5

La dificultad para el diálogo con los ateos consiste muchas veces en que hay pocos católicos suficientemente formados para dialogar con ellos. Sin embargo, los marxistas podrían dialogar con nosotros sobre dos puntos: 1.

La dimensión de la persona.

2.

La dimensión de la trascendencia.

Los creyentes podrían preguntarles a los marxistas algo que les permitiese profundizar a todos en la misma dirección. Pero los creyentes no están maduros; no están a la par con las dimensiones del mundo; no tienen una fe a la medida del mundo. Por eso quiero describiros hoy cuál es la verdadera fe, la fe adulta, la que hay que tener actualmente cuando ya no puede haber un punto medio entre el ateísmo y el cristianismo auténtico. Los ateos nos han hecho un inmenso servicio al obligarnos a purificar nuestra fe. Ya no se puede creer por la fe de otro: «Yo creo porque mi madre cree en lo que dijo su abuela»...; los abrigos puestos uno encima del otro, pero sin colgador alguno: ¡eso no se puede sostener!

* 52

Es, en primer lugar, una fe que acepta la oscuridad. El niño lo ve todo negro o todo blanco; pero la realidad no es nunca de esa manera. «La fe es tener bastante luz para soportar la oscuridad» (R. Guardini). La fe es siempre una mezcla de luz y de sombras. Están las pruebas de la fe, las razones serias para tener fe; pero están también las razones serias para no tenerla. La verdadera fe ha superado todo esto. Si nunca has tenido dificultades, es que no has pensado. En el momento en que creas que has perdido la fe, en ese mismo momento empezarás a tenerla de verdad, a reflexionar personalmente sobre ella. Será también el momento en que dejes de creer en ti y aceptes confiar en otro. El amor verdadero es una crisis, una dificultad, un obstáculo superado. Una muchacha me preguntaba: «Padre, ¿cuánto dura una luna de miel?» Yo le respondí: «Dura mientras coincidan los dos egoísmos». Pero entonces, ¿cómo es posible saber si el otro me ama de verdad o si se trata solamente de su propio gusto? Cuando se empieza a sufrir y a aceptar las dificultades es cuando se tiene la ocasión de amar por primera vez. Con la Iglesia pasa lo mismo. La Iglesia no es infalible en todo. Una prueba de ello es que cambia y que se hace todo lo posible para que cambie. No hay 53

que aceptarlo todo: Cuando se obedece es que no se está de acuerdo; el espíritu crítico es el fundamento de la virtud de la obediencia. Un niño dice: «Todo está bien o todo está mal». El adulto juzga. En un hogar hay que hacerse mutuamente concesiones, pero esto no impide que cada uno tenga su opinión. La verdadera fe consiste en ser fiel en las tinieblas a aquello que se ha visto en la luz. Ha habido momentos en que uno se ha visto inundado de luz, y luego vendrán los túneles. El niño grita de miedo: «Me había engañado». El adulto reflexiona y dice: «Esto pasará». Conviene saber todo esto para dialogar con los modernos, que muchas veces tienen una idea equivocada de la sinceridad. Les parecerán equivalentes todos los momentos de su vida con tal de que sean vividos sinceramente; pero la sinceridad no consiste en eso: no todo está en el mismo plano. En el amor tendréis muchas veces la impresión de que ya no amáis, y sin embargo seguís amando. Es preciso esperar y lo esencial se irá desprendiendo de lo fugitivo. Cuando estabas en la luz, veías claro. Cuando estás en la oscuridad, tienes que saber que no ves nada y que eso no tiene valor de conocimiento: que eso no te permite negar lo que has visto antes en la luz. ¿Por qué, cuando estás en medio de las tinieblas, vas a decir que es ése el momento en que ves la verdad? 2. Una fe adulta es, por consiguiente, una fe fiel. Siempre tendréis suficiente oscuridad para rechazar la luz, pero también tendréis siempre bastante luz para soportar la oscuridad. No hay que decir: «La fe es un 54

don de Dios», en el sentido de que Dios la dé a unos y la niegue a otros. «Si conocieses el don de Dios», si supieras todos los momentos en que has sido llamado por Dios... Es verdad que siempre habrá razones para abandonar la Iglesia, para perder la fe; pero hay que soportarlas. Si pierdo la fe, siempre encontraré una razón válida para explicar por qué la he perdido. Para un muerto siempre habrá una causa para firmar el certificado de defunción. Pero también habrá siempre razones para creer. Cada uno es responsable de su fe y de la atmósfera en que la tiene, en que puede aumentarla y apagarla. La fe es libre: por eso mismo es fiel. Se necesita una fe desprendida de las estructuras. ¿Creéis en Dios? ¿o creéis en los que os han hablado? Los judíos creían en todo el mundo, pero Dios estuvo en medio de ellos y no lo reconocieron. Tenían unas estructuras religiosas excelentes, pero, en vez de utilizarlas activamente, se sentaron sobre ellas... y se condenaron. Con vosotros pasa lo mismo: tenéis sacerdotes, oficios, iglesias, pero ¿los utilizáis activamente o descansáis sobre ellos? Hay muchos cristianos que descansan en los curas, pero ningún cura es infalible; hay que servirse de ellos, pero sin creer a ciegas en ellos; entonces perderíais la fe por culpa de un cura diferente. Si él se marcha, tu fe se marchará con el. «Quitaos el sombrero cuando entréis en la iglesia, pero, por favor, no os quitéis la cabeza». Hay que servirse de las Escrituras, pero sin descansar en ellas. La sotana, el latín, son estructuras: no hay que depo}5

sitar la fe en esas cosas. La inteligencia tiene que ser capaz de distinguir entre lo esencial y lo accesorio; y en la Iglesia hay mucho accesorio. Tenemos perfecto derecho a tener divergencias personales, a tener ideas propias, pero hemos de ser lo bastante cristianos para pasar por encima de todo esto. Tenemos un principio de unión mucho más fuerte que nuestro principio de división. Me gustaría imponer mis deseos; pero, si no puedo, seguiré estando en la Iglesia. Una fe adulta es, finalmente, una fe comprometida. La fe es una experiencia. Cuando me presentan a alguien, me abstengo de juzgarlo: no lo conozco; con Dios pasa lo mismo. Pero a Dios lo conozco bien, y como lo conozco, confío en él, aunque no lo comprenda. Pero no hay que creer en el vacío, en blanco... «Lo que yo creo, id a preguntárselo a Roma». Muchos cristianos se parecen a una olla vacía: en el interior no tienen ningún gusto, ninguna experiencia de Dios. La fe depende de las razones y testimonios: pero todo esto hay qae comprobarlo. Hay testigos en todas las religiones. Desconfío de ellos. Vosotros no tenéis que ser testigos de Dios, sino hacer que los demás sean testigos suyos. Las gentes no tienen que creer en vuestro testimonio..., tienen que basar su fe en una reflexión y en una experiencia personal. ¿Creéis en la resurrección? Esto no significa nada. Es la fe de Marta: «Sí, Señor, yo creo que mi hermano resucitará en el último día». Pero en el fondo eso no le interesa. ¿Y tú? ¿tienes la experiencia de una resurrección? ¿Alguien ha resucitado para ti? Yo creo, porque tengo la experiencia de una resurrección. Leed el evangelio: Cristo los resucitó, porque los amaba. 56

¿Crees que Dios es palabra? Esto no significa nada. ¿Tienes tú la experiencia de que te habla? ¿Por qué has venido aquí? ¿Por que sigues siendo cristiano? ¿Te deja Dios tranquilo? Si tienes la experiencia de que Dios te habla, entonces puedes tener fe en que te seguirá hablando. Y si él le ha hablado a un pobre individuo como tú, puedes estar seguro de que les hablará a los demás. Si solamente hablase a personas decentes, no hablaría a nadie; pero si te ha hablado a ti, le habla también a todo el mundo. ¿Has visto algún ángel en tu vida? El ángel es un mensajero de Dios. Uno que es portador de una llamada. Va resultando urgente en la enseñanza religiosa desplumar a los ángeles; porque si esperáis a ángeles con plumas, no los veréis jamás. Hoy, los ángeles llevan falda o chaqueta. Siempre habéis visto a personas que os hablan, que os traen un mensaje. Vuestro marido, vuestra mujer, vuestro vecino. Pero como no estaba suficientemente emplumado, no lo habéis sabido reconocer. Todo el mundo ha tenido anunciaciones y transfiguraciones. Pero es necesario saber verlas. Después de resucitar Cristo, nadie le reconocía; luego, poco a poco, lo fueron reconociendo. Es que trataba a todos con tanto amor y paciencia, que solamente podía ser él: y entonces lo reconocían. Pero esto mismo es lo que ha pasado en nuestra vida, día tras día. Y todo lo hemos podido comprobar. Hay que comprobarlo siempre: y solamente entonces nos daremos cuenta de ello. «Nadie puede venir a mí, si mi Padre no lo trae». ¡Y Dios me ha traído! Apuesto cualquier cosa a que Dios me ha llamado, a que me llama, a que me habla. 57

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Ya hemos estudiado las características de una fe adulta: una fe fiel, desprendida de las estructuras, que las utiliza sin subordinarse a ellas (puede ser que os conforméis con todas las estructuras, sin que esto os sirva de nada: estudiad la carta primera de san Pablo a los corintios). Hay que penetrar en el sentido de las estructuras, volverlas a verificar. Esto no significa que hayamos de descuidarlas: son indispensables, pero hay que desconfiar de ellas, no hay que descansar en ellas. Utilizad a vuestros profesores, a vuestros curas; pero no los agitéis demasiado antes de serviros de ellos. Además, se necesita una fe comprometida con la realidad. Dios me habla, me ha hablado siempre: y de esto es de lo que tengo que dar testimonio en el mundo. «Los que son de Dios, escuchan la palabra de Dios» (acordaos del episodio de los policías que no quisieron detener a Cristo; «Jamás ha hablado nadie como este hombre»...; oyeron que les hablaba). Dios está vivo y te habla. Rezar es tomar conciencia de la llamada de Dios en tu vida. Pero estas llamadas no se las comprende en seguida; hay que pensar, aguardar. La Virgen «meditaba todas estas cosas en su corazón»...; y luego pasaba a la acción. A veces se opone la acción a la contemplación. Pero son necesarias las dos. Contemplar es consultar 58

el mapa...; hay que consultar el mapa siempre que se viaja, pero esa consulta no tiene que impedirte viajar. Lo que hay que hacer es detenerse un momento para tomar conciencia de lo que se está haciendo. «Hay que ponerse de vez en cuando en el balcón, para mirar lo que pasa en la calle». Con los discípulos de Emaús, Cristo hizo una revisión de vida a la luz de la Escritura. Dios está en tu vida. El evangelio está en tu vida, en este momento. La aparición de Cristo más hermosa y más convincente fue en la comunidad; si no hay Iglesia, hay que volver a hacer una comunidad. Imaginaos que todos los españoles fueran a misa: no habría cambiado nada. Habría que volver a crear una comunidad que se ocupase de los demás y que trabajando juntamente empezaran a sacralizar su trabajo. En muchas de nuestras iglesias Cristo no está presente, porque no hay nadie reunido. Solamente hay una misa verdadera: la misa en la que todos se aman un poco más al salir. Cristo ha dicho: «Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí presente». La misión de una comunidad es hacer visible al Espíritu Santo. Cuando la gente se ama, el amor es visible; y cuando la gente no se ama, también la falta de amor es visible. De los primeros cristianos se decía: «Ved cómo se aman». ¿Cómo vais a demostrar que Cristo está visible? ¿Cómo queréis que su amor se haga visible? Pues bien, escuchad. Se dice: «Los apóstoles daban valientemente testimonio...», «no había pobres entre ellos». Eso es dar testimonio de Cristo, amar a los 59

demás, ocuparse de ellos, compartir todo con ellos. Cristo tiene que hacerse de nuevo visible por medio de nosotros; en nosotros tiene que tener de nuevo un cuerpo, unos pies para caminar, unas manos para obrar, un corazón para amar. Lo que estropea la confesión es que se ha hecho individualista. Se necesita que haya unos amigos para hacer con ellos la revisión de vida. Lo peor que puede suceder cuando uno es feo, es que no lo sepa; pero no puede saberlo uno solo, sino los demás. Tampoco puede nadie arrepentirse solo, sin los demás. Los protestantes se confiesan ante Dios que está en el cielo. Pero a ese Dios no le hemos hecho nada. En su cuerpo, o sea en los hombres, es donde le hacemos daño. Entonces, es a ellos a quienes hemos de pedirles perdón; allí es donde hay que pedir perdón a Dios. El sacerdote no es más que el testigo de la comunidad; se ha deshumanizado al sacramento, y la confesión se ha convertido en un cuchicheo solitario a través de una rejilla. «Vete a pedirle perdón a tus hermanos». Es verdad que la confesión no es pública; pero pueden ser públicos el examen de conciencia y el perdón, y la alegría que todo esto supone. Es una comunidad la que de esta forma se podrá encargar de ti.

a través de una comunidad de hombres y de mujeres. A los hombres de hoy solamente les convenceréis mostrándoles una verdadera Iglesia: un grupo de hombres y de mujeres que se aman a pesar de todo. El hombre moderno está cansado de oir discursos: le han engañado muchas veces; no quiere que le tomen el pelo; quiere ver. Para probar que existe la electricidad, tomáis las manos de uno y las acercáis a la corriente. Pues bien: se trata de algo semejante: si queréis hacer visible la luz, hay que crear zonas luminosas. Si no creáis comunidades vivas, no haréis a los demás testigos, y vosotros mismos os perderéis. Solamente puede estar presente el Espíritu Santo en un grupo que se ama. Allí es donde se puede decir de veras: «Fuera de la Iglesia no hay salvación». Cristo ha dicho: «Al que tiene, se le dará; al que no tiene, incluso lo que tiene se le quitará». La ausencia de Dios, de que se quejan nuestros contemporáneos, es la ausencia de hermanos. Tenéis que encontrar a Dios en los demás, para que los demás lo encuentren en vosotros.

Cuando estoy en el confesonario, me da la impresión de que soy un apéndice de la Iglesia. Es verdad que hay que tener en cuenta a las personas mayores, que no hay que trastornar sus costumbres; pero también hay que pensar en los jóvenes y preparar una comunidad joven. Al humanizar el sacramento, se diviniza a los hombres. Vuestra fe, la de vuestros hijos, se manifiesta 60

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5 LA HEREJÍA MODERNA

«El porvenir, dice Camus, es la única trascendencia de los hombres sin Dios». El hombre es un animal metafísico; tiene necesidad de trascendencia. El hombre no puede afirmar nada sin suponer la existencia de una verdad absoluta y no puede querer nada sin dirigirlo a un bien supremo, que es el único que pone en movimiento su voluntad. Sobre todo, tiene necesidad de amar, de darse, de sacrificarse por algo más grande que él mismo. Uno no es hombre más que cuando ha encontrado un valor superior a la vida, unas razones para vivir que valen más que la propia vida. 63

Entonces, si no cree en Dios, se ve obligado a buscar otro objeto sobre el que dirigir su impulso, algo que sea capaz de justificar el sentido que no puede darle a su entrega. En todos los tiempos, los hombres han obrado como si hubiera algo que superara en valor la vida humana. Lo único que les ha dividido ha sido la designación de ese valor. Nuestros contemporáneos han creído descubrirlo en el porvenir de la humanidad. Evitaban de esa manera las ambigüedades de la fe en Dios, comprometida durante mucho tiempo con las fuerzas opresoras del hombre, y que le dispensaban de crear su propio destino; obedecían a su desconfianza de la metafísica y de las abstracciones; recuperaban lo mejor que hay en el cristianismo y disponían así de un ideal concreto, de una finalidad a la altura del hombre, de una fe que no aliena al hombre sino que lo centra en sí mismo. Desgraciadamente, la humanidad no es de ningún modo trascendente a los hombres que la componen y el porvenir está hecho de la misma tela que el presente y el pasado. Buscar la razón de vivir en unos seres que no son más que nosotros mismos es una empresa totalmente desesperada. La humanidad no existe; existen solamente hombres. Y el que se sacrifica por el porvenir de la especie, se sacrifica sencillamente a otros hombres que no valen más que él, y a los que por la misma razón se les podría pedir que se sacrificasen por él mismo. La humanidad es una palabra engañosa que parece dar una consistencia a lo que es esencialmente fluyente, una falsa totalidad que no logra recapitular los totales parciales, una etiqueta que se desplaza in64

cesantemente a otros contenidos, ya que los hombres mueren y desaparecen, mientras que la humanidad, ficticiamente, permanece. Concederle a la humanidad un valor sustancial, capaz de justificar el sacrificio y la muerte de los hombres que la componen, es tratar a la especie humana como una especie animal. En una especie animal, el individuo no es nada: está totalmente al servicio de la especie para asegurar la continuidad de la vida. Pero es característico del hombre ser un individuo único e insustituible. Un animal puede suceder a otro, sin que se pierda nada esencial; pero ningún hombre revive en sus descendientes. Porque lo esencial del hombre consiste en tener conciencia de que es un yo. Y esa característica esencial desaparece para siempre cuando esa conciencia se extingue. Es una ilusión hacer entrar a la cantidad (la humanidad) en un terreno en el que cada individuo es único y existe sobre todo para sí mismo; y se trata de una ilusión muy peligrosa, ya que lleva consigo el que una vida pueda ser sacrificada por varias: «Conviene que un inocente muera por el pueblo». El hombre no sería entonces más que un trozo de carbón que se echa en la locomotora de la historia, una materia prima que utilizar según las conveniencias del grupo zoológico humano. ¿Podemos servirnos del hombre o hemos de respetar en él un valor incomparable? Es ésa una cuestión muy oportuna para nuestra época. Puede tomar, 65

indiferentemente, una forma cínica o una forma altruista. Algunas parejas modernas me han dicho: «No vamos a vivir eternamente; no queremos darnos demasiada importancia y exigir una inmortalidad personal: nos basta con sobrevivir en nuestros hijos. Que ellos sean más felices que nosotros, y nuestra existencia quedará justificada». Pero la respuesta es fácil: nada vuestro sobrevivirá en vuestros hijos, ya que lo que os constituye propiamente es la conciencia de que sois vosotros, y lo que de vosotros sobrevivirá en vuestros hijos no tendrá evidentemente la conciencia de que sois vosotros mismos. Es un engaño prometerle al hombre una justificación de su sacrificio en un acabamiento colectivo. El verdadero «opio del pueblo» actual, ¿no será acaso adormecer al individuo con el sueño de esa especie de reviviscencia de que gozará en una humanidad futura de la que no podrá formar parte? Pero, además, hay que denunciar una segunda ilusión: ¿cuál es ese «porvenir» al que nos invitan a que sacrifiquemos el presente? ¿Puede esperar la humanidad un porvenir ilimitado? Evidentemente que no. Se ha querido infinitizar el futuro lo mismo que se ha querido hipostasiar a la humanidad. Pero la humanidad no tiene más promesa de eternidad que el propio individuo. La humanidad es mortal, lo mismo que los hombres que la componen; no hay inmortalidad colectiva, si no hay inmortalidad individual. Es tan ilusorio querer prolongar indefinidamente la vida de la humanidad como la del hombre; esa gran supef66

vivencia colectiva no será más que una larga agonía colectiva. Esta tierra carece de recursos infinitos y algún día se deslizará por el espacio como un astro muerto, igual que los que nunca conocieron la vida. ¿No es también una ilusión imaginarse un progreso indefinido, cuando se rechaza la existencia de un término al que podéis acercaros vosotros mismos? El progreso supone el reconocimiento de un valor que se acepta; si no, no quedaría más que un movimiento indefinido que no puede favorecer a nadie. No, no le carguemos al porvenir un problema que hemos de resolver nosotros mismos. No les carguemos a nuestros descendientes con una búsqueda que nosotros' deberíamos legarles. Si nosotros no tenemos algo por lo que hayamos de vivir y morir, es inútil que lo esperemos recibir del desarrollo del tiempo. Si hoy no hay un valor que justifique nuestra vida, tampoco lo habrá mañana. No se puede conseguir lo absoluto sumando relativos. No se puede obtener lo eterno reuniendo lo fugitivo. No se puede alcanzar un valor juntando novalores. Para poder vivir un momento en la paz, el hombre tiene que saber que vivirá siempre. Para poder luchar con todas sus fuerzas, es preciso que conozca un resultado digno de sus esfuerzos. Para poder amar tal como desea y como necesita amar, el hombre tiene que saber que el amor es una participación inmediata en la realidad suprema que se expresa a través del mundo. 67

«ATEÍSMO, ENERGÍA ESPIRITUAL HASTA CIERTO PUNTO»

Han pasado los tiempos en que el cristiano se creía más virtuoso que el ateo. Ya en el siglo xix conocimos a algunos maestros de la «escuela sin Dios» que profesaban una moral tanto más rigurosa cuanto más «librepensadores» se profesaban. Y muchas de las ideologías modernas pueden comparar con orgullo a sus militantes y a sus mártires con los fieles de nuestras misas dominicales. El cristiano sentiría hoy más bien la tendencia a replegarse dentro de unas posiciones menos expuestas, definiéndose a sí mismo como «uno que se sabe pecador». Si se ha comprendido que él único ateísmo práctico es el pecado, ¿no consistirá quizás la principal diferencia entre el creyente y el 69

incrédulo en el hecho de que el primero peca más conscientemente que el segundo? Hasta el concilio, la separación era clara y radical: los cristianos tenían a Dios, la gracia y la salvación, mientras que los paganos estaban condenados, y el ateísmo era siempre culpable. «¡Fuera de la Iglesia no hay salvación!» La enseñanza conciliar ha trastornado todo esto: el pagano de buena voluntad puede salvarse obedeciendo a su conciencia: «la divina providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios» {Lumen gentium, 16). De este modo, el ateo puede vivir en la gracia de Dios y el cristiano en estado de pecado mortal. En el fondo, Dios habla a todos los hombres, Dios se propone a todos los hombres; la frontera entre los que le acogen y los que le rechazan no pasa por entre los cristianos y los ateos, sino por el corazón de cada hombre. Todos realizan, a sabiendas o sin saberlo, cierta experiencia de Dios; pero la interpretan de manera distinta: el ateo la llama deber o amor, mientras que el cristiano tiene conciencia del carácter personal de esa gracia, de ese amor del que vive, y mantiene una relación viva con Cristo. Esta evolución doctrinal lleva consigo consecuencias muy graves. ¿Para qué las misiones y el apostplado si cada uno puede salvarse, no solamente fuera de la Iglesia, sino incluso sin creer en Dios? ¿Vale la pena ser cristiano si lo único que nos separa de los ateos es un paso de lo implícito a lo explícito? Todos 70

vivimos de la misma vida divina si estamos de buena fe; el cristiano interpreta su existencia a la luz de la revelación, mientras que el pagano la interpreta a la luz de su filosofía. Y como es más importante vivir bien que interpretar correctamente esta vida, el interés se desplaza naturalmente del cristiano al ateo. Lo que importa no es ya la profesión de una fe, sino la vida de amor. El cristianismo parece reducirse a duplicar' la existencia real con una especie de «vida interior», de introspección psicológica, de adhesión consciente a Cristo. El concilio ha afirmado que hay que distinguir cuidadosamente el progreso humano del crecimiento del reino de Cristo: pero si el progreso humano es un verdadero progreso, un progreso en el amor y en el respeto al hombre (la Iglesia reconoce que el progreso humano puede servir a la felicidad de los hombres: cf. Ai gentes, 11), es inevitable que este progreso parezca más importante que el reconocimiento explícito de la calidad cristiana del mismo. De ahí que, para muchos jóvenes, el ateísmo contemporáneo resulte más seductor que el cristianismo. La fe parece complicar las cosas, nos carga con obligaciones suplementarias, con prácticas accesorias, con afirmaciones poco convincentes, mientras que lo esencial es vivir una vida de amor y de servicio al hombre, y los ateos viven esta vida lo mismo que los cristianos. Nos importan muy poco las ideas que tenéis en la cabeza; ¡lo que cuenta es el amor que tenéis en el corazón! Recientemente la televisión hizo una entrevista a los chicos y las chicas que trabajan en el Tercer Mun71

do. Hablaban de la alegría que habían descubierto en esta vida de servicio, por la que habían abandonado su familia y su confort. Les preguntaron si creían en Dios: «No». —«Y esto, ¿no os plantea problemas?» —«No; mi vida queda justificada por lo que hago; eso me basta».

* Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. El hombre es un animal racional y razonante; siente la necesidad de preguntarse, de reflexionar, de poner en duda sus actitudes más naturales; no puede entregarse a sus instintos sin controlarlos. Y la cuestión no tiene más remedio que plantearse: ¿para qué amar? ¿para qué servir? ¿para qué sacrificarse por los demás? Es verdad que el que obra de esa manera, sabe que obra bien; no solamente vive de acuerdo con su conciencia, sino que sobre todo siente que está en la verdad de la vida, que responde a una llamada profunda que le descubre lo más íntimo de su ser. Pero esta certeza inmediata tiene que someterla a veces a una crítica: si no, dejaría de ser hombre. No podemos admitir que la verdad sea definida como algo que corresponde a nuestro gusto, a nuestro temperamento, a nuestra elección; aunque seamos los únicos en reconocerla, creemos que vale para todo el mundo. Saint-Exupéry, que vivía intensamente esta vida de fraternidad y de servicio, no podía menos de dete72

nerse a veces para preguntar: «Todos obramos como si algo superase en valor a la vida humana. Pero ¿qué es eso?» Preguntémosles a nuestros contemporáneos: «El fondo de la realidad, ¿es una especie de Moloc impersonal y cruel que sacrifica a las generaciones, unas tras otras, para lograr en la humanidad una obra maestra, con el egoísmo de un artista; o es más bien una generosidad de amor y de vida que aspira a revelarse comunicándose ? » Tengamos cuidado: los hombres se engañan sobre las ideas, pero las ideas no engañan a los hombres. Es irremediable que nuestra manera de enfocar el sentido último de nuestra vida influya en nuestro comportamiento. Si es indispensable plantearse cuestiones para llegar a una plenitud personal (uno no es hombre si no leílexiona), también es necesatio encovAtar la respuesta exacta, so pena de separarse, al menos en parte, de la realidad en que vive. Si el fondo del ser universal no es un amor incondicional, ¿cómo practicarlo sin desesperar? ¿y cómo negarlo sin contradecir aquello de lo que se vive? Cuando un ateo generoso afirma que su vida está justificada por lo que hace, ¿no confundirá lo que siente con lo que piensa? Una justificación es siempre una reflexión sobre la experiencia. ¿Cómo explicar que el sacrificio de sí mismo sea indispensable para el propio desarrollo, si ese sacrificio anula al «yo», con su posible desarrollo? ¿Cómo jus73

tincar un amor incondicional si el fondo de la realidad no es amor, sino indiferencia y juego? No es algo secundario, ni tampoco una complicación inútil, el saber que Dios es amor, cuando uno hace del amor su vida y su Dios. Pero se comprende fácilmente que los ateos, cansados de nuestras afirmaciones, se contenten con vivir de ellas dejando que nosotros, los cristianos, nos contentemos con seguir hablando.

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FE Y ATEÍSMO

El tema va a ser el siguiente: «Una religión para nuestro tiempo», una religión que responda a las aspiraciones de nuestros contemporáneos, una religión viva, alegre, estimulante, una religión que sea una revelación. Habrá tres puntos. Y el primero de ellos será el ateísmo. Cada uno de los cristianos tiene que pasar por cierto ateísmo. Todo cristiano ganará exponiéndose a la crítica de los ateos, escuchando sus objeciones, respondiendo a sus exigencias. Muchas veces, el ateo es uno que tiene 74

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de Dios una idea mejor que nosotros, que critica nuestra idea en nombre de la suya a la que no define por miedo a desfigurarla. Adora a un Dios desconocido. Esa crítica preocupa y urge a los cristianos actúales. Paupert acaba de escribir: «¿Es posible actualmente ser cristiano?» Karl Rahner: «¿Es posible tener hoy fe?» Son títulos un poco blandos. Prefiero el del obispo anglicano Robinson: «Una persona verdaderamente contemporánea, ¿puede no ser atea?» Y quizás algún día escriba yo un libro. «¿No habrá que perder la fe para poder encontrarla?» El evangelio está lleno de paradojas; pero la paradoja por excelencia, que nunca meditaremos bastante, es ésta: cuando el mesías anunciado, esperado hacía siglos, se presentó a su pueblo, no solamente no lo acogieron, sino que todas las autoridades legítimas y los especialistas de la época le rechazaron y condenaron. ¿No sucederá lo mismo en la actualidad? Cristo buscó inútilmente la fe, donde debería haberla encontrado: en los sacerdotes (yo entono mi «mea culpa»), en los devotos, en las personas más religiosas, en los más fervorosos de la época: los fariseos, los escribas, los teólogos, el sanedrín... Pero la descubrió abundantemente donde nadie lo habría sospechado: en los pescadores (en los pecadores), en los publícanos, en las mujeres de mala vida, en los extranjeros, en los paganos. ¿No resulta esto tremendamente inquietante para nuestros cristianos tradicionales tan estirados y ufanos de su herencia? Si 76

el evangelio es una luz para nuestra vida, lo primero que el evangelio ilumina y revela es nuestra falta de fe. Cristo buscó inútilmente la fe en los profesionales de la religión; solamente la encontró en algunos amateurs. ¿Qué eres en la religión: profesional o amateur? ¿Cuál es tu categoría? ¿Sientes gusto, interés, curiosidad? ¿Has hecho algún descubrimiento, has tenido revelaciones, o te vas arrastrando más o menos por los raíles en que te ha colocado tu familia? ¿Te contentas, como decía Romain Rolland, con rumiar en el establo en donde te han metido? Los primeros cristianos se llamaban ateos con orgullo: «¡Hay tantos dioses falsos!; nosotros somos ateos en el noventa y nueve por ciento». Y Pascal decía: «Ateísmo, energía espiritual hasta cierto punto». El primer objetivo va a ser llegar hasta ese cierto punto, haceros sentir esa energía espiritual que da un ateísmo inteligente, criticar esas ideas religiosas infantiles que os han imbuido. Muchos cristianos son cristianos exactamente por las mismas razones por las que habrían sido perseguidores en tiempos de Cristo. Son cristianos por hábito, por educación, a causa de su familia, de su región o de su patria; pero la religión de Cristo no era la de la familia, no era la religión del hábito, no era la religión de los curas de entonces. Si sois cristianos porque es cristiana vuestra familia, no habríais sido cristianos en tiempos de Cristo: 77

«¿Creéis que he venido a traer la paz a la tierra? No, sino la disensión. Efectivamente, desde ahora, en una casa de cinco individuos, habrá una separación: tres contra dos, y dos contra tres, el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre...» (Le 12, 51).

gía espiritual que nos dará un ateísmo comprendido y entendido sanamente? Quizá sea conveniente que me explique unos momentos en esta introducción. Para mí hay dos clases de malos estómagos:

En tiempos de Cristo, había que abandonar la familia para hacerse cristiano. ¿Creéis que hoy basta con permanecer en ella?

1. Los que guardan todo cuanto se les ha hecho tragar, los que aceptan pasivamente todo aquello con que se les carga.

Si sois cristianos porque creéis en los curas, seguramente habríais perseguido entonces a Cristo, que no tuvo ningún levita entre sus discípulos. Y si sois cristianos porque sois ciudadanos, seguramente habríais estado contra Cristo, que hablaba de cosas nuevas y obligaba a reflexionar. Cristo exigía una elección personal, un compromiso de todo el ser.

2. Los que lo vomitan todo, los que lo arrojan todo, los que sienten asco de todo. ¿Habrá alguno de ésos entre vosotros? Entre esas dos clases, están los buenos estómagos: los que trituran, los que asimilan, los que atacan con ácidos los alimentos que se les da, para escoger lo que es asimilable y rechazar el resto.

Yo creo que lo mismo sucede hoy. Hay muchísimos cristianos que no son cristianos. Pertenecen a una religión sociológica, determinada por el lugar donde nacieron, por la familia a la que pertenecieron, por la educación que recibieron, por las influencias que soportaron, pero en el fondo de su corazón son ateos porque no se han encontrado con el Dios al que pretenden servir. Su vocación religiosa ha servido para dispensarlos de realizar un encuentro personal; todo estaba hecho, ellos no tuvieron más que instalarse en una religión establecida: era eso exactamente lo que Cristo no ha querido.

La señal de una asimilación personal es la crisis. Cuando se os vacuna, si no reaccionáis, hay que volver a empezar; cuando se os inocula una «revelación» y lo encontráis todo perfectamente natural, es que no ha llegado hasta vosotros ese «veneno»; si no sentís fiebre, una reacción, es señal de que no ha prendido. Habéis quedado indemnes; no os ha mordido. ¿Y vosotros?, ¿habéis sentido la fría mordedura de la religión?

¿Qué es el ateísmo moderno? ¿Cómo llega uno a ser ateo en el mundo moderno? ¿Cuál será la ener-

Pero, fijaos bien. Yo coloco en el mismo lugar a los que lo guardan todo (los pasivos, los conservadores), y a los que lo rechazan todo. Lo más triste que he visto en las personas que se creen ateas es que se

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¿Habéis hecho vosotros en vuestra religión ese esfuerzo enorme y esa asimilación personal?

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han quedado inconscientemente en la representación infantil de Dios que les enseñaron en su juventud. Y todavía hay algo más lamentable, suelen volver a aquella pésima religión de su infancia. No han progresado, no han reflexionado, no han mejorado su concepto de Dios. El medio para desembarazarse de la mala religión, no consiste en rechazarlo todo, sino en superarlo. «Fe o ateísmo no son actitudes tolerables más que cuando incluyen una búsqueda incesante» (Le Duc).

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—El miedo a Dios es creer que Dios os puede hacer daño, que os castiga, que os condena, que os manda al infierno, que se venga: «el niño Jesús te castigará...; si haces un pecado, te cogerá un coche e irás al infierno»: ¡ésta es la religión más perniciosa que conozco! La gran queja, el mayor reproche que Cristo les hace a los apóstoles en el evangelio, es el miedo: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?; no temáis,'soy yo; ¿porque tenéis miedo?» Es que el miedo es la señal de falta de fe. Y yq,. con todos mis contemporáneos (aunque quizás no sea del todo verdad para vuestra generación), hemos sido educados en el miedo a Dios. Dios era invulnerable; no se podía hacerle daño. Bienaventurado, impasible, insensible, inoxidable, inimitable, feliz, refugiado en el cielo. Pero él sí que nos podía hacer daño: nos castigaría, nos juzgaría, nos condenaría...

El ateísmo El hombre moderno es un tipo orgulloso. Se ha definido al ateísmo moderno como «el redescubrimiento de la verdad humana».

Y el temor de Dios es que Dios es tan cariñoso, tan amante, tan ofrecido, tan vulnerable, tan sensible, que podéis hacerle mal. La revelación de Dios es que Dios no te hará nunca daño, sino que tú puedes hacérselo a él. ¡Es increíble!

¿Cómo es posible que nosotros los cristianos humillemos al hombre? ¿Cómo es posible que nosotros los cristianos prediquemos un falso Dios amenazador, malvado, temible (un Dios que condena, que castiga, que se venga)? ¿Cómo es que en la actualidad se ha hecho necesario el ateo para descubrir la dignidad humana? ¡Si nuestro Dios es precisamente aquel que ha creado maravillosamente la dignidad de la naturaleza humana, reparándola más maravillosamente todavía!

El Señor nos ha dicho: «'amad a vuestros enemigos; rezad por los que os persiguen; haced el bien a los que os odian»... Pues bien, aunque nadie lo crea, la verdad es que Dios hace lo que dice: ama a sus enemigos, hace el bien a los que le odian.

Os voy a dirigir una pregunta: ¿habéis sido educados en el miedo o en el temor de Dios?

Cuando yo era joven y me pasaba algo malo (un sufrimiento, un enojo, una humillación, un fracaso en

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los exámenes), me decía: «¿Qué es lo que habré hecho yo para que Dios me castigue?» Ahora, después de leer el evangelio, si me sucede algo bueno (el encuentro con un amigo, una buena noticia, un éxito inesperado), me digo: «¿Qué cosa mala habré hecho para que Dios sea tan bueno conmigo?» Dios ama a sus enemigos, hace el bien a los que se han portado mal... Podéis comprender entonces que hay que ser ateo de cierto dios para tener al Dios verdadero. El catecismo empieza con una declaración abominable: «Dios recompensa a los buenos y castiga a los malos». Es totalmente falso. Si Dios castiga a los malos y recompensa a los buenos, Dios es un pagano y un publicano. Leed el evangelio: «Si amas a los que te aman, si saludas a los que te saludan, si les prestas a los que te devuelven, eres un pagano y un publicano. Esto lo hacen los paganos y los publícanos». Si Dios se limitase a ese papel de comerciante y de juez (tú me haces esto, y yo te hago lo otro; tú no me haces esto, y yo te castigaré), sería un pagano y un publicano. Pero Cristo dice: «Vosotros no seáis así; dad dos mil pasos con el que os quiera contratar para mil; prestad a los que no os devolverán»: préstale la estilográfica al que te ha robado el bolígrafo; préstale la máquina de escribir al que te la estropeó, inventa situaciones nuevas, no te dejes encerrar en círculos viciosos lamentables: «tú me has hecho esto, yo te haré aquello; no me hiciste eso, yo te castigaré». Sé creador, sé inventor. Si no haces más que castigar a los malos y premiar a los buenos, no eres más que una mona de imitación, imitas a los que se han portado bien contigo. Deberías ser como el Padre; deberías, crear situaciones 82

nuevas, lo mismo que el Padre, que hace brillar el sol sobre los malos y sobre los buenos y que hace caer la lluvia sobre los justos y sobre los injustos. Dios no se reduce a representar ese papel escandaloso de comerciante, de contable, de juez; para esto bastaría una máquina electrónica; ¡al final de la vida se metería el papel y lo sacaríamos perforado...! ¡Dios es totalmente distinto de eso! Dios no juzga, justifica; Dios no castiga a los malos, los transforma en buenos; Dios ama hasta tal punto que descubre en todos posibilidades infinitas de amor y de generosidad. Mi Dios es creador; no es un juez. Dios es uno que ama. No penséis que Dios os castigará; no penséis que os premiará. ¿Por qué? Porque las leyes divinas no son como las leyes humanas. En las leyes humanas, como es lógico, es necesario que el guardia vaya detrás del ladrón, para impedirle gozar del fruto de su rapiña. Pero las leyes divinas son las leyes de nuestra felicidad: —«Si obras bien, serás feliz; si obras mal, serás desgraciado; si te pones al sol, sentirás calor; si te pones a la sombra, te enfriarás; si te metes al agua, te mojarás». Y los cristianos imbéciles se imaginan que Dios viene de vez en cuando a empujar la cabeza de los infelices que están en el agua para hacerles beber un trago y decirles: «ya te lo había dicho...» ¿Creéis que es necesario que intervenga Dios para hacer más desgraciados a los pecadores que son ya bastante desgraciados? ¿Creéis que la misión de Dios consiste en ha83

cer más infelices a los que ya son infelices? Dios no hace desgraciados a los pecadores, Dios tiene una piedad infinita de ellos. Antes me habían enseñado: «A los condenados les gustaría ir al cielo, pero Dios los rechaza al infierno». Y ahora he comprendido esto: Dios ama a los condenados; son los condenados los que no aman a Dios. Antes me habían enseñado: Dios es invulnerable, bienaventurado, inmutable, está allá en el cielo y nos puede hacer daño; pero el evangelio me ha dicho: Dios no nos hará nunca daño, somos nosotros los que se lo podemos hacer, porque nos ama. Escoged a vuestro Dios. ¿De qué dios sois ateos? El hombre se hace ateo cuando es mejor que el dios a quien sirve. No conozco ninguna frase tan profunda como ésta: «El hombre se hace ateo, cuando es mejor que el dios a quien sirve». Si creéis en un dios que premia a los buenos y que castiga a los malos, deberíais ser ateos, porque me imagino que vosotros sois mejores que él. Y vuestro peor castigo sería el convertiros en seres semejantes a ese dios, en quien creéis. Si creéis en un dios que premia a los buenos y que castiga a los malos, os convertiréis en un beato indecente que se imagina que hace un acto religioso, aportando su piedra a la lapidación de los culpables, a la lapidación de la mujer adúltera: «Yo, señor cura, soy como Dios: yo premio a los buenos y castigo a los malos»... ¿De verdad os gustaría ser así? Lo único de que es capaz el que ama es de sentir piedad para con los pecadores, para con los malvados, para con los que se hacen a. sí mismos daño al obrar mal. Dios no juzga a nadie. E s t á escrito en el evan84

gelio: «El Padre no juzga a nadie». Hay que ser ateo de un dios, de un padre que juzga. Ateísmo, energía espiritual hasta cierto punto. Cristo era ateo de todos los falsos dioses que habían enseñado antes que él. Por eso fue crucificado, acusado de blasfemia, acusado de ateísmo. Si les hubiese dado gusto a todos, no le habrían condenado; fueron las altas autoridades religiosas las que lo hicieron. El dijo: «El Padre no juzga a nadie». El es padre, y ¿queréis que un padre castigue, juzgue, condene eternamente a sus hijos? «El padre no juzga a nadie. Ha puesto el juicio en manos de su hijo». Pero añade: «Y el Hijo tampoco juzga a nadie, porque no ha venido al mundo para juzgar al mundo sino para salvarlo». Entonces, ¿cómo seremos juzgados? También nos lo dice Cristo: «El que oye mis palabras y las rechaza, no soy yo quien lo condena, no soy yo quien lo juzga, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo; pero el que no escucha mi palabra, ya tiene quien lo juzgará. La palabra que yo he dicho, será la que lo condenará en el último día». Cada uno de nosotros se juzga a sí mismo perpetuamente, por su reacción ante la palabra de Dios: se abre o se cierra a ella. Y el evangelio dice también: «El juicio ya ha tenido lugar: la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no la aceptaron». El juicio es perpetuo. Dios os propone, y sois vosotros los que elegís.

Cristo dice en el Apocalipsis: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien me abre, entraré en su casa, y tomaré con él la comida de la tarde». ¡Qué hermoso!: no sois vosotros los que servís a Dios, sino Dios el que os sirve. No sois vosotros los que llamáis 85

a Dios, es él el que os llama. No sois vosotros los que buscáis a Dios, es él quien os busca a vosotros. No sois vosotros los que amáis a Dios, es Dios el que os ama. No sois vosotros los que alimentáis a Dios, es Dios el que os alimenta. No sois vosotros los que le pedís perdón a Dios, es él el que os pide que aceptéis su perdón. Ese es el Dios que entusiasmaría al mundo, si se le predicase de esa manera: un Dios que sería tan nuevo en 1980 como lo fue en el año 33. Sería una revelación, un Dios del cual no ha oído hablar nadie. Se ha hecho dios a un ser al que nadie le gustaría parecerse, un dios temible, opresor, severo, triste; de forma que todos los que sienten la alegría de la dignidad humana, del hombre en pie, tienen que alejarse de él... Dios no os premiará, Dios no os castigará: Dios os eternizará, y Dios os dará eternamente lo que vosotros mismos hayáis elegido. Dios respetará eternamente vuestra libertad. Dios se os propondrá durante toda vuestra vida y durante toda la eternidad; solamente vosotros sois los que decidiréis de vuestra suerte. Incluso en el infierno, la luz brilla en las tinieblas: son las tinieblas las que no quieren acogerla. Si se predicase a ese Dios, ya no habría tantos ateos. Pero un dios que juzga, que condena, que castiga, que se venga, que nos hace daño, mientras que él sigue siendo invulnerable, si no os hace ateos, es porque no tenéis nada en el corazón. El ateo que rechaza a un dios del miedo, de la opresión, del castigo, es cristiano en el fondo de su corazón mucho más que los que se contentan con él, más que los cristianos que creen en un dios que castiga a los malos, que condena eternamente a unos hombres a quienes les 86

gustaría ir con él, que se venga, que hace daño, que envía la enfermedad y la muerte. Por eso, lo que a veces dicen las esquelas mortuorias: «Tuvo a bien llamar a su servidor», es una blasfemia. ¿Creéis que a Dios le gusta matar a uno, separar a un padre de sus hijos, a un marido de su mujer? Deberíais ser ateos, si tuvieseis un poco de coraje; deberíais negaros a pareceros a ese dios: ¡tenéis que ser mejores que él! Pero el Dios cristiano es el Dios que no quiere el mal, que no permite el mal. No se puede decir que Dios permite el mal. Si Dios permite el sufrimiento de un solo niño, pudiendo impedirlo, yo soy ateo porque soy mejor que ese dios. La verdad es que Dios sufre por nuestro mal, que no puede soportarlo; Dios ha venido a sufrir con nosotros. Dios no permite el mal, lucha con todas sus fuerzas contra el mal; Dios inspira a todos los que luchan contra el mal, a los que procuran aliviar el mal, a los que intentan liberar a la humanidad de ese mal. Dios inspira a todos los revolucionarios de la verdad. Dios inspira a todos los hombres inteligentes que inventan nuevas formas sociales, más justas, más verdaderas, más amorosas. Y ése es el Diqs al que yo amo, ése es mi Dios, ése es Jesucristo que muere gritando contra el mal. Lo mejor que he escuchado recientemente sobre Cristo es lo siguiente: «La muerte de Cristo es, en resumen, un trágico accidente de trabajo». Es maravilloso. Cristo no quiso morir nunca. No buscó nunca la muerte. ¿Creéis que un obrero busca el accidente de trabajo? Sería absurdo. No, Cristo cumple con su misión. Sirve a la verdad. Trabaja por la justicia. Sostiene a los débiles, protege a la pecadora contra los que quieren apedrearla. Y cuando hace ese trabajo de verdad y de 87

justicia, se encuentra con un accidente de trabajo. Pensad en Regis Debray, pensad en Camilo Torres, pensad en los cristianos americanos, en Martín Lutero King encarcelado por estar en contra de la guerra del Vietnam. Cuando uno desempeña su misión de cristiano, ¡tiene que encontrarse a veces con «accidentes de trabajo»! ¿Y vosotros? ¿Estáis por ese Dios o por el Dios que está a favor del orden? ¡Atención! Habría que saber cuál es el ateísmo que uno defiende, qué es lo que uno cree; y los ateos que rechazan a un dios de opresión, de miedo, de tristeza, de cobardía, son más cristianos en el fondo de su corazón que los cristianos que aceptan a semejante dios.

diría: «Dios lo ha castigado; está bien hecho». «Tengo miedo; Dios está aquí». Todavía hay gente que cuando oye un terremoto, cuando ve un rayo, hace la señal de la cruz, como señal supersticiosa. ¿Y vosotros? ¿Reconocéis a vuestro Dios en el miedo? ¡Qué humillación para Dios! Un padre, una madre, cuando ven que su hijo tiene miedo de ellos, se ven humillados. Imaginaos que vais al encuentro de vuestra madre ocultándoos el rostro, por miedo a que os abofetee.

Pero voy a concluir mi primera parte: os voy a plantear una cuestión: «¿Cuál es para ti el carnet de identidad de Dios? ¿En qué reconoces a tu Dios? ¿Cómo quieres que te manifieste su identidad?»

La mayor parte de los cristianos creen que Dios se reconoce en el orden de la omnipotencia, de la fuerza, del bíceps. ¿En quién pensáis cuando decís: «Dios Padre todopoderoso»? El noventa por ciento de las veces, lo que la gente tiene en su cabeza es esto: «Sí, Dios es padre; sí, Dios sonríe; sí, Dios tiene cara de ser amable; sí, Dios en Jesucristo es manso y humilde de corazón. Pero sigue siendo todopoderoso. Y entonces, intenta sonreír, intenta ilusionarnos, pero detrás de las espaldas tiene el bastón de su omnipotencia para que, cuando resistamos a su encanto, se ejerza sobre nosotros su poder». «Dios es padre, pero es todopoderoso». ¡Y sin embargo, adoráis a un Dios crucificado!

Voy a empezar ofreciendo la respuesta del tonto del lugar: todos los tontos tienen muchos hermanos y hermanas por todas partes. Y la respuesta del tonto del lugar es la siguiente: «Reconozco a Dios porque me da miedo». Si viese un terremoto, un rayo, una sacudida, un poco de humo; si el orador después de sus blasfemias quedase electrocutado, todo el mundo

Uno empieza a ser cristiano en el momento en que comprende que no hay que separar al padre del todopoderoso. Hay que unir y comprender que Dios tiene una omnipotencia paternal, una omnipotencia de amor, una omnipotencia de entrega. Creer en Dios padre todopoderoso quiere decir creer que es capaz de suscitar en cada uno de nosotros un padre, una

Debería seguir dándoos un baño de ateísmo, porque cuando uno se pone a pensar, resulta maravilloso ver cómo las exigencias de los ateos nos obligan a descubrir el evangelio, a leerlo con mayor profundidad, a descubrirlo de una forma insospechada. Ese es el servicio que nos hacen los ateos.

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madre que se le asemeje. Que con nosotros, en cada uno de nosotros, por muy vulgar que sea, por muy débil que sea, por muy pecador que sea, es capaz de suscitar un hijo, una hija que se le parezca. Entonces, creeréis en la omnipotencia de Dios. ¿Creéis que la omnipotencia de Dios es un poder de fuerza o un poder de amor? ¡Ahí está la diferencia! ¿Creéis que la omnipotencia de Dios es un poder de miedo, o un poder de fidelidad y de ternura? En la cruz, Dios se ha revelado como débil de fuerza y omnipotente de amor, pero los cristianos han restablecido las dignidades, pues han vuelto a poner a Dios en su sitio y han dicho: «Parece débil, pero sigue siendo omnipotente». Cuando Cristo se encarnó, cuando Dios se reveló, tuvo que escoger entre cierto número de valores humanos para aparecerse a los hombres, y abandonó precisamente los valores humanos que nosotros le hemos devuelto; abandonó la riqueza, la fuerza, la autoridad, el poder, la violencia. Y ¿qué ha escogido? La mansedumbre, la humildad, la pobreza, el perdón, la fraternidad, el servicio y el sufrimiento. Y nosotros, los cristianos, le hemos dicho a Jesucristo: «Durante treinta y tres años, Señor, te has mostrado humilde, pobre, sencillo, amoroso, débil; seguramente te has cansado, has tenido que hacer un gran esfuerzo. Afortunadamente, todo ha terminado: ahora te vamos a colocar en tu sitio, te vamos a poner en un trono, te vamos a dar todo lo que nosotros estimamos. Para eso te cubriremos de oro y de plata, adornaremos tus custodias, tus cálices, tus estatuas, tus iglesias. Te daremos el poder, la autoridad, el 90

prestigio, la gloria». Y hemos cubierto al pobre Jesucristo con todos los valores que él había rechazado, diciéndole: «Señor, nosotros conocemos los verdaderos valores; y no creemos que sea valor la pobreza, ni la humildad, ni la mansedumbre, ni el perdón, ni el sufrimiento, sino todo lo contrario...» En el concilio, la Iglesia ha dicho que quería volver a ser esclava y pobre: o sea, que antes era a veces rica y opresiva. Cuando Cristo envió a sus apóstoles, les dijo: «No toméis con vosotros ni báculo ni dinero», esto es: ni el miedo ni el interés. No deis temor a nadie y no compréis a nadie. Pero la Iglesia, durante varios siglos, se ha impuesto a veces por el temor y por el autoritarismo. Lo que ha provocado el anticlericalismo ha sido el clericalismo. Recientemente leía los Hechos de los apóstoles, y me encontré con este pasaje maravilloso: san Pedro, a la puerta del templo, se encuentra con un judío que le pide limosna y le tiende la mano, esperando que Pedro le dé alguna cosa. Y Pedro, el primer papa, le dijo: «No tengo oro ni plata; pero lo que tengo, te lo doy; en nombre de nuestro Señor Jesucristo: levántate y anda». Fijaos bien. Cuando la Iglesia carece de oro y de plata pone a la humanidad en pie, tiene un soplo revolucionario; pero cuando la Iglesia posee oro y plata, aplasta al hombre y le dice: «Ponte de rodillas, échate en tierra, prostérnate, obedece, humíllate». ¿Cuándo podrá decirle la Iglesia al hombre moderno: «Levántate y anda, sé un hombre en pie»? Cuando no tenga ni oro, ni plata, ni bastón. 91

En el concilio ha habido declaraciones muy hermosas; pero con el cardenal Léger, que acaba de partir al África junto a los leprosos, el mundo espera que se la haga un gesto: ¿cuándo se van a liquidar las riquezas de la Iglesia? Es muy bonito hacer declaraciones sobre los países subdesarroUados. ¿Cuándo se van a vender los tesoros de la Iglesia? A nuestro Señor Jesucristo no le gustó nunca más que las pajas de la cuna y el leño de la cruz; ¡y lo cubrimos de oro y de diamantes! ¿Creéis que un padre o un amigo puede sentirse feliz en medio de las riquezas, cuando sus hijos o sus amigos mueren de hambre? ¿creéis que Dios desea que le edifiquemos iglesias, o más bien casas para sus hijos sin habitación? Y esto es cuestión de todos los cristianos, y no solamente de la jerarquía. Todos somos responsables. Una buena pregunta para cada uno de vosotros: ¿Qué vais a hacer el día que os caséis? ¿una ceremonia muy pomposa? ¿o reuniréis a unos cuantos amigos cristianos para que recen con vosotros, para que inventen una liturgia, unas oraciones, unos cantos? Todos estamos a favor de la pompa. Y esto es lo que nos condena. Carnet de identidad de Dios: no es el miedo. ¿Cuál es para mí el carnet de identidad de Dios? ¿en qué reconoceré a mi Dios? No en el poder ni en la fuerza. Creo que Dios es lo más débil que hay en el mundo. Cuando creó la libertad humana, quiso seres capaces de resistirle; todos somos fuertes delante de Dios. Dios se ha hecho débil en el mundo. Y lucha solamente con su amor contra la fuerza, el dinero, la violencia, la injusticia y el poder. Dios es lo más débil que hay en el mundo; pero no hay ninguna fuerza 92

mayor que ser débil como él. Es necesario que cambiemos totalmente nuestras ideas sobre Dios, que dejemos de pensar en términos de poder, para que pensemos en términos de amor. ¿Por qué sois cristianos? — Porque Dios se nos ha mostrado como un niño. ¿Por qué no se ha podido manifestar más que bajo la forma de un niño? Dios es alguien tan ofrecido, tan entregado, tan vulnerable como un niño. ¿Qué es un niño? Un ser a quien se le puede hacer todo el mal que se quiera, pero que nunca nos hará daño. Entonces te pregunto: «¿Conoces alguna revelación de Dios que sea más necesaria y más urgente para ti, más capaz de hundir la imagen ideal que te has hecho de Dios, de un dios que puede hacerte daño, pero al que tú no puedes alcanzar? ¿Puedes aconsejarle a Dios una manifestación mejor que la de manifestarse como un niño?» — El crucificado. La crucifixión significa exactamente la misma impotencia que la de un niño. Un crucificado es uno que tiene las manos clavadas, para que no temáis sus bofetadas, para que no vayáis a sacarle dinero, éxito en el examen, un matrimonio feliz, una curación...; es uno que se ha dejado clavar los pies para que no temáis una patada. El crucificado es uno a quien puedes ir a hacerle todo el mal que quieras, y que nunca te hará daño. Podemos decir más todavía: si tienes necesidad de pisotear a tu Dios para comprobar que no te quiere mal, si tienes necesidad de abofetear a tu Dios para vencer ese sucio miedo de Dios que te atenaza, piso93

téalo, abofetéalo. Líbrate de tu miedo a Dios y descubre que es tu amigo, que puedes seguir amándolo. Históricamente ha sido necesario que la humanidad pisotease a su Dios, abofetease a su Dios, crucificase a su Dios, para que se librase del miedo a Dios, y para que los cristianos se atreviesen a amar a Dios de pie y se sintieran orgullosos de él. — La tercera imagen de Dios es ese trozo de pan que el sacerdote os muestra en la misa. ¿Es posible que Dios sea tan bueno como el pan, que se ofrezca como el pan, que se entregue como el pan, que sea tan servicial como el pan? ¿No te dice esto nada? ¿No crees que Dios puede revelarse, a ti, en medio de vosotros, como el último de todos, el servidor de todos? ¿Prefieres otras contestaciones de Dios más espectaculares? ¿Qué es un trozo de pan, sino algo que se ofrece y entrega? Puedes hacer con él lo que quieras. Puedes tirarlo, puedes pisotearlo, pero puedes también alimentarte de él. ¿Es- posible que nuestro Dios sea algo tan servicial, tan humilde, tan amoroso, tan manso, tan alimenticio, capaz de llenar tu soledad, de robustecer tu debilidad, capaz de ponerse para siempre a tu servicio? Ese es mi Dios; por él soy yo cristiano y sacerdote, pero no por Júpiter tonante. A Júpiter yo le resistiría; y si me aplicase sus tarifas y sus rayos, tendría que tragarlo, porque tiene el derecho del más fuerte; pero lo aguantaría a desgana, y no sentiría por él ninguna simpatía. Pero mi Dios no es así. Jesucristo es increíblemente inventor, imaginativo, creador; ama a sus enemigos, hace el bien a los que le odian, es capaz de hacer de cada uno de nosotros un ser que se le parezca.

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Todos tenéis que pasar por el ateísmo. Tenéis que rehusar al Dios «justo». No es verdad que Dios sea justo: Dios no premia a los buenos ni castiga a los malos; es mucho más que justo, justifica a los malvados y los hace justos. Ese es un trabajo digno de Dios, el de hacer a un malvado bueno, a un pecador santo. ¿Os gustaría un Dios que se limitase a declarar: «Los buenos son buenos, y los malos son malos»? Dios no es ni justo ni omnipotente, tal como creíais vosotros. Desde que creó al hombre libre e hizo las leyes de la naturaleza, los respeta. Dios no es el que causa el mal del mundo. Ni tampoco se ha quedado sin respuesta ante ese mal; ha venido a sufrir, a luchar, a amar y a inspirar a cada uno de nosotros para que luche contra el mal. Dios no es «poderoso»: no es más que amor... Cristo crucificado es la celebración de Dios. Pero nadie cree en él. Todos corregimos a Jesucristo en función de nuestra filosofía, y decimos: «Dios es un motor inmóvil, el señor todopoderoso»; pero no. Dios es el amor que nos ha liberado. No es el dios de los sabios y de los filósofos, sino el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

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Queréis que os hable de «una religión para nuestro tiempo». Una religión que haya pasado por el ateísmo. Una religión en la que los cristianos colaboren con los ateos, al servicio del hombre, en la liberación del hombre. 5>5

El hombre moderno no ama a Dios, no piensa mucho en Dios, no se'ocupa mucho de Dios. Pero el hombre moderno, como podéis ver, se muestra sensible al bien del hombre, al servicio del hombre, a la dignidad del hombre. Todos los movimientos modernos, el existencialismo, el marxismo, el socialismo, están volcados sobre el hombre. Todos los ateísmos modernos son doctrinas de salvación: ¿Qué puede hacerse por el hombre? ¿Cómo justificar el trabajo, la sociedad, el porvenir del hombre? Y creen que son ateos porque se imaginan que la religión está centrada en Dios, en el culto a Dios. Pero, por una maravilla, de la que sé que estáis informados, el cristianismo es, por el contrario, la religión que se centra en el hombre. Cristo es el Copérnico de la religión. Antes de Cristo, la religión giraba en torno al culto de Dios: ¿cómo encontrar gracia delante de Dios, cómo agradar a Dios, cómo reconciliarse con Dios? Y la respuesta de Cristo es fantástica, desconcertante, revolucionaria: ¿Quieres encontrar gracia delante de Dios?, pues encuentra gracia ante tu hermano, sé gracioso con tu hermano. Todo lo que hagas por tu hermano, lo haces por Dios; Dios te pagará una recompensa eterna por el vaso de agua que des a uno de sus pequeños: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues... en tus hermanos». ¡Dios se ha encarnado! ¡Es la gran nueva que los cristianos no han aprendido todavía! Tus relaciones con los hermanos son la revelación de tus relaciones con Dios. «Si alguno cree que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, es un mentiroso». La religión es el lugar de todas las hipocre96

sías. Es fácil entenderse con un dios al que no se ve. La única prueba de que te entiendes con Dios al que no ves, es que te entiendes con tu hermano, al que ves. ¡Qué revolución! Por eso precisamente ha sido crucificado. ¡El no tenía la religión de todo el mundo! ¡El no hablaba como los demás! La gran revolución cristiana: tu conducta para con el prójimo es lo esencial de tus deberes religiosos. Nunca te juzgarán por tu culto. Nunca te preguntarán sólo si has ido a misa los domingos; nunca te preguntarán sólo si has dicho las oraciones; nunca te preguntarán sólo si te has confesado. Se te preguntará esto: ¿todo eso te ha conducido a amar a tu prójimo? ¿has alimentado a los que tenían hambre, en todo el sentido de la palabra, sobre todo hambre de amistad, de consideración? Hace poco fueron los exámenes de composición francesa: cuarenta alumnos; tema libre; de los cuarenta alumnos, treinta y siete escogieron ¿adivináis qué tema? ¡La soledad! Se explicaron bien sobre su soledad. Eran muchachos que tenían necesidad de amor, de amistad, de respeto, de sentir que valían algo para alguien. «Lo que hagas por el menor de los míos, por mí lo haces»... He aquí la relación cristiana. Los cristianos todavía no se lo han tragado; profesan la mitad del cristianismo, admitiendo que Cristo es Dios; pero rechazan la otra mitad: Cristo es hombre. Ya los profetas atacaban un sacerdocio establecido, instalado, una religión que caía bien, porque no les volvía locos, ni les hurgaba en la conciencia. Los pro97

fetas decían: «¿Creéis que a Dios le gustan estos sacrificios? ¿Creéis que a Dios le gustan vuestro incienso, vuestros ayunos, vuestros cánticos? Que el derecho y la justicia corran como el agua; repartid el pan con los que no tienen, dad un manto a los que carecen de vestido, sacudid el yugo de los que están sometidos, ayudad a los que se ahogan en su trabajo», a los que tropiezan en los estudios; y en vez de gloriarte de haber aprobado el bachillerato, siéntete orgulloso de haber ayudado a los demás a aprobarlo. Entonces alabarás a Dios, entonces Dios te considerará como a un Hijo. Pero Cristo ha ligado indivisiblemente el amor de Dios al del hombre, porque Dios se ha hecho hombre y solamente lo podemos encontrar allí; porque todo lo que se le hace a un hombre, se le hace a Dios. Si los cristianos pudieran aprender esto... Repasad la historia de Moisés. Sabéis muy bien que Moisés fue educado en el palacio del faraón, por la hija del faraón. Se vio mimado, acariciado, protegido, como los jóvenes católicos modernos. Entonces, la primera frase interesante sobre Moisés: «Cuando Moisés se hizo adulto, salió al encuentro de sus hermanos». Dejó el palacio del faraón y se fue con los israelitas que estaban en el tajo. Sabéis que los egipcios los oprimían; los proletarios israelitas tenían que fabricar ladrillos. Cuando Moisés se hizo adulto, salió al encuentro de sus hermanos y conoció la miseria del mundo. Segunda frase: cuando vio cómo un egipcio trataba brutalmente a un israelita, «sus ríñones se conmovieron», no pudo resistir y tomó partido por él. ¡Magnífico! Se comprometió en la lucha revolucionaria; era 98

lo último que podía hacer por aquel pueblo al que tanto amaba. Tercera frase magnífica sobre Moisés: Dios le dijo: «En esto reconocerás que soy Yavé. Cuando hayas libertado a tu pueblo, vendrás a ofrecerme un sacrificio en la montaña...» ¡Vete primero a libertar a tu pueblo! Me imagino que también os sonarán aquellas otras palabras: «Cuando vayas a presentar tu don al altar, si te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti...», que no es feliz, que no está bien alimentado, deja allí tu don, abandona el altar, «y vete primero a tu hermano», vete primero a ese Dios verdadero que es tu hermano, y luego ve a terminar tu ceremonia. ¿Es éste un lenguaje revolucionario o un lenguaje cristiano?: es la pregunta que os planteo... Y cuando Moisés huyó (porque todos nos cansamos), ¿qué es lo que le dijo Dios?: «Ve al encuentro del faraón»: o sea, enfréntate con el monstruo al que tienes miedo..., vete al encuentro de tu profesor de instituto, vete a encontrar a tu cura, vete a encontrar a las autoridades de la ciudad y pídeles que la juventud pueda organizarse, manifestarse como es... «Ve al encuentro del faraón». ¿Qué quiere decir esto para ti? Haz eso que tanto temes, ten iniciativa, acepta tu responsabilidad para con tus hermanos, organiza un club, haz alguna cosa..., porque tus relaciones con tu hermano son tus verdaderas relaciones con Dios. No agradas a Dios sólo por ir a misa, sino porque, al salir, amas un poco más a los demás. Este es el segundo punto: el punto en que coincidimos con los ateos: el amor al hombre o el respeto del hombre. Pero es Cristo el que nos ha llevado a él. 99

3 ¿En qué nos distinguimos de los ateos? ¿Qué es un cristiano? Un cristiano es un hombre que ha tenido una experiencia religiosa, es uno que se ha encontrado con Jesucristo. La diferencia entre un ateo y un cristiano está en que para el cristiano Jesucristo es una persona viva, uno que lo inspira, que lo anima, que habita en él. Recientemente, los beatles han producido en Inglaterra un resurgir espiritual. No se han contentado con su éxito extraordinario, ni siquiera con las sumas enormes que les han proporcionado sus giras, sus filmes y sus discos. Se han lanzado al mundo de la droga, han fumado marihuana, han tomado LSD..., y luego marcharon a la escuela de un yoghi hindú, Laharashi, y le estuvieron siguiendo durante seis meses en la India, porque les prometía experiencias religiosas. Dos de esos beatles son católicos. Les han preguntado: «¿Cómo es que vais a la escuela de un yoghi hindú?» He aquí su respuesta: «El cristianismo nos ofrece una visión del cielo, pero después de una vida que hemos pasado privándonos de los placeres terrenos. Por eso, en nuestra opinión, n o tendrá nunca muchos seguidores». ¡Todo esto está lleno de sentido común! He aquí su resumen del cristianismo, un resumen espantoso, pero que quizás sea muy parecido a la enseñanza que 100

habréis tenido vosotros: el cristianismo es privarse de todo, mortificarse, hacer sacrificios, renunciar, ir envenenándose poco a poco en este mundo..., para que luego tengamos "una visión arriba en el cielo... Pues bien, lo que me gustaría deciros en esta última parte es que Cristo os presenta una experiencia religiosa actual, una visión inmediata. Solamente seréis cristianos, cuando os hayáis encontrado con Cristo. Dios, actualmente, como en el año 33, solamente se revela por medio de un testimonio interior del Espíritu Santo, por un encuentro interior con alguien que os habla como nadie os ha hablado jamás, que os inspira como nunca jamás hayáis sido capaces de hablar o de amar, que os hace felices como nunca lo habíais sido; que hace vuestra vida fecunda, fervorosa, alegre, animosa, audaz, como jamás lo hubierais creído posible. «No soy yo el que vivo, sino Cristo el que vive en mí»: eso es lo que pasa, cuando yo hago cosas semejantes. El cristianismo no es una religión sociológica, una religión transmitida por vuestros padres, por vuestros curas, por vuestros educadores; el verdadero cristianismo no se transmite, no se aprende, no se enseña: hay que descubrirlo cada vez. El cristiano no se define como un ser especialmente virtuoso, instruido, capaz; es uno que se siente habitado, uno que se siente invadido por otro. ¿Os sentís vosotros habitados? ¿O estáis solos? ¿Os quejáis de la soledad? ¿O vivís con una presencia? «Yo estoy con vosotros todos los días; no os dejaré nunca. Volveré a vosotros...; como el Padre, que 101

vive, me ha enviado, y como yo vivo del Padre, también aquel que me come vivirá de mí... Volveré a vosotros: el mundo no me conocerá, pero vosotros me conoceréis, porque yo vivo y vosotros viviréis». ¿Es verdad que lo conocéis? ¿O formáis parte de ese mundo que no conoce a Cristo y que no vive de él? Cristo estaba habitado; decía: «Yo no estoy nunca solo»... «El Padre que está en mí hace de mí mismo sus obras»... «Yo juzgo por lo que oigo, yo no hago nada por mí mismo; lo que yo digo, lo digo como el Padre me lo ha ordenado decir. Quien me ve, ve al Padre». Toda la cuestión cristiana consiste en esto: el que te ve a ti, ¿qué es lo que ve? ¿Un rostro triste, aburrido, disgustado, fatigado; o un rostro seductor, hermoso, radiante? El que te ve, ¿ve a aquel de quien tú vives? No hay más remedio que decir: es imposible que él sea tan abierto, tan atento, tan respetuoso con los demás, tan paciente, tan ilusionado, si no vive de otro. ¿De quién eres tú? ¿De ti o de otro? Ser cristiano es haber descubierto que uno vive de otro. Cuando san Pablo quería dar un argumento apologético, hacer descubrir a sus oyentes si estaban o no en la verdadera religión, ¿sabéis lo que les decía?: «Examinaos a vosotros mismos, para ver si estáis en la fe». Experimentadlo vosotros mismos (era una cuestión de experiencia): ¿no reconocéis que Jesucristo vive en vosotros? Y si a vosotros no os resulta fácil la respuesta, a mí, por lo menos, sí que me lo parece: «no soy yo el que vivo, sino Cristo el que vive en mí» (2 Cor 13, 5). El cristiano es uno que está habitado. El cristiano es uno que está inspirado. 102

¿Qué es lo que quiere esto decir? Tres preguntas: 1. ¿Crees que Dios habla? No que haya hablado hace dos mil años, sino que habla ahora, que Dios te dirige la palabra? No es lo mismo. La verdadera cuestión que te planteo es la siguiente: «¿Tienes tú la experiencia de que te habla? ¿Te ha hablado alguna vez?» Cuando vas a comulgar dices: «No soy digno de recibirte, pero di una palabra y quedaré curado». ¿Es esto una verdad o una mentira? ¿Es una experiencia o una expresión sin sentido? ¿Te ha curado alguna vez, te ha alimentado, te ha hecho bien, te ha iluminado, te ha resucitado alguna palabra de Dios? «Llega la hora en que los muertos oirán la palabra del hijo del hombre... y resucitarán». ¿Se te ha dirigido a ti alguna vez la palabra de Dios? Esa es la cuestión. Como Dios ha hablado, como me ha hablado, tengo pleno derecho a creer que me seguirá hablando. No hay que «creer» en Dios, ¡hay que conocerlo! Os traigo a una persona y os pregunto: «¿creéis en ella?» Si tenéis un poco de sentido común, me diréis: «No, no la conozco». Pero suponed que empezáis a tratarla, que colaboráis juntos, que vivís con ella durante dos o tres años; quizá entonces, algún día, me diréis: «Ahora creo en ella porque la conozco». ¿Qué quiere decir esto? «Por lo que conozco de ella, puedo confiar y creer en lo que todavía no conozco». Y esto es perfectamente legítimo. Por lo que conozco de Dios, yo confío en él en lo que todavía no conozco. Por lo que comprendo de Dios, le doy mi confianza para esas muchas cosas que 103

todavía no comprendo. Como me ha hablado, creo que me seguirá hablando: Dios ha venido a buscarme a todos los rincones en donde me había escondido; no me ha dejado jamás tranquilo. El único testimonio que puedo dar de Dios es que no me ha dejado tranquilo. Me ha hablado, me ha llamado, se ha dirigido a un pobre individuo como yo: creo que le habla también a todo el mundo. Entonces tengo una buena nueva que llevar a todo el mundo. Puedo predicar el evangelio: Dios os habla a todos. Dios ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Puedo descubrir las condiciones en que hay que ponerse para escuchar su palabra. Desde que lo he oído por primera vez, me he dado cuenta de que me ha estado hablando desde siempre. Una señal de que comienzo a escuchar a Dios: de pronto me he dado cuenta de que estaba sordo y me he preguntado cómo he podido estar sordo tanto tiempo. Una señal de que he empezado a ver a Dios: de pronto me he dado cuenta de que estaba ciego y me he preguntado cómo he podido resistir tanto tiempo a la luz. La luz brillaba en las tinieblas, pero las tinieblas la rechazaban. ¿Crees que Dios te habla? ¿Te ha curado ya? ¿Crees que Dios cura a los hombres? ¡Me importa poc.o que creas que Dios los ha curado! La única cosa importante es la de si tienes la experiencia de que te ha curado a ti. ¿Te ha curado? ¿Te ha hecho algún bien? Es terrible: la mayor parte de los cristianos dicen: «Hay qué creer que Dios cura, así lo afirma la Iglesia...» ...Y así se dispensan de tener fe, porque 104

tienen a la Iglesia. Se sienten dispensados de tener una experiencia personal de Dios porque otros la han tenido. Como tienen una religión, no serán nunca religiosos. 2. ¿Creéis en la resurrección? Me da lo mismo. La mayor parte de los cristianos creen en la resurrección lo mismo que Marta: había muerto su hermano, Cristo llega, y le dice: «Tu hermano resucitará». Ella respondió: «Sí, ya sé que resucitará en el último día». A ella le importa poco, no tiene ningún interés, siente aquello como algo muy lejano. Poco más o menos es así como creéis vosotros en la resurrección. Pero Cristo quería hablar de otra resurrección inmediata. Entonces Dios no os pregunta si creéis en la resurrección. Os pregunta: «¿Habéis resucitado ya?» ¿Habéis tenido la experiencia de una resurrección? ¿Os ha amado alguien lo bastante para resucitaros? ¿Te ha perdonado alguien tan generosamente, que tú también has podido conocer, después del perdón, una alegría que jamás habías conocido anteriormente? Una señal de que se ha resucitado: de pronto se da uno cuenta de que estaba muerto: mientras estaba muerto, se encontraba perfectamente, no sentía ningún mal, no sufría... lo mismo pasa con el pecado: uno está muerto. No tiene nada de qué confesarse, está muerto. Pero cuando ha resucitado, de pronto se da cuenta de que estaba muerto, y se pregunta cómo es posible haber vivido así durante tanto tiempo. No amaba nada. No creía en nada. No esperaba nada, no quería nada, y se sentía un buen cristiano... La primera señal de que has resucitado es la siguiente: te has asustado al ver que estabas muerto. Y otra señal: te has abierto a una vida eterna. De reía?

pente has conocido una vida que podría durar para siempre. Porque la eternidad empieza inmediatamente. Cristo dice: «El que oye mi palabra, no verá jamás la muerte. El que crea en mí, aunque esté muerto, vivirá. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Pero el que coma de este pan vivirá eternamente». O sea, en cada uno de vosotros hay dos vidas: una vida triste, monótona, aburrida y pesada; espero que nadie la quiera eternizar. Pero hay otros momentos, una vida de alegría, de hermandad, de audacia, de generosidad, que quizás hayáis conocido en un campomisión, en un retiro, en un servicio realizado en colaboración con los demás muchachos. Y esa vida sabéis muy bien que podría durar para siempre. Que es una vida eternizante, que es el comienzo de una vida eterna. ¿Habéis realizado la experiencia de esa resurrección? 3. ¿Y una multiplicación de los panes? ¿Habéis asistido ya a una multiplicación de los panes? ¿Habéis vivido ya una multiplicación de los panes? No os pregunto si creéis en la multiplicación de los panesMe da lo mismo. ¿Habéis tenido la experiencia de una multiplicación del pan? ¿Habéis advertido qué es lo más admirable en la multiplicación de los panes ? ¡Qué Cristo no creó el pan! ¿Qué es lo que hizo? Fue necesario que un pobre muchacho que tenía cinco panes y unos cuantos peces se arriesgase a entregarlos y se comprometiese en una acción que parecía ridicula, para alimentar a cinco mil personas. Fue necesario que un tipo que tenía una brillante carrera comercial ante sus ojos, uno que podría haber hecho una buena ganancia en el estraperlo con sus cinco panes y sus pe106

ees, en medio de una turba hambrienta, se atreviese a arriesgarlo todo, se comprometiese, entregase sus panes y sus peces. Y, a partir de aquello, empezó la multiplicación, hasta el punto de que se alimentaron cinco mil personas y todavía sobraron cinco cestos. ¿Habéis asistido a algo semejante? Yo os puedo decir que lo he contemplado un montón de veces...: cuando uno se compromete, cuando uno empieza, a veces los demás tardan en decidirse; pero si persevera... Todos los movimientos han empezado así. Dios, actualmente, sigue multiplicando los panes que vosotros podéis darle para la salvación del mundo. Tenéis miedo de vuestra pobreza, tenéis miedo de vuestra mediocridad, tenéis miedo de vuestra debilidad cuando decís: ¿«Qué pueden hacer mis cinco panes y mis dos peces para alimentar el hambre del mundo?» Yo os prometo que conoceréis una multiplicación y que, cuando hayáis realizado la experiencia de esa multiplicación, entonces veréis maravillas. Hasta ahora habéis creído demasiado y habéis experimentado demasiado poco; yo os pido que empecéis a experimentar, y entonces os dispondréis a creer de una manera adulta, eficaz y contagiosa.

COLOQUIO P.—¿Es posible creer cuando no se siente nada? R.—Es una pregunta con meollo. Es algo así como si preguntaseis: ¿se ama todavía cuando ya no se da 107

uno cuenta de que ama? Esto es muy importante para vuestro matrimonio. Entonces, contestaré: para mí, la fe es exactamente lo mismo que el amor. Porque para mí la fe es la fe en una persona viva que es Cristo, y el amor es una relación con una persona que es la persona que os ama. Pues bien, la fe es siempre una duda superada, una dificultad superada, una intermitencia superada. O sea, la fe es siempre una mezcla de luz y de oscuridad. Estamos de acuerdo en esto. Si no hay más que luz, estamos en la visión. Si no hay más que oscuridad, no tenéis derecho a tener fe. La fe es ser fiel en las tinieblas a lo que se ha visto en la luz. Entendámoslo bien: todos tenemos momentos de luz; precisamente por eso, me ha preguntado si era posible tener fe sin sentir nada. Es que ha sentido algo alguna vez. Si no, no tendría fe. La fe es confesar la fidelidad a lo que se ha sentido anteriormente. Voy a intentar explicar lo indispensable. Acordaos de la comparación con el amor y lo comprenderéis. 'Una muchacha me dijo: «Padre, ¿cuánto tiempo dura la luna de miel?» Y yo le respondí: «Dura mientras coinciden los dos egoísmos». No sé si me comprendió. Dura mientras los dos tienen el mismo gusto en estar juntos, mientras sienten la misma satisfacción por estar juntos. Pero entonces seríamos incapaces de decir si se aman el uno al otro o si solamente sienten una sensación de placer. En el momento en que uno no siente el placer de estar con el otro, entonces, por primera vez en la vida, se tiene la ocasión de hacer un acto de amor: amar al otro por encima del propio gusto. Lo mismo pasa con la fe. También allí hay momentos de iluminación; si crees en esos momentos, está 108

bien, pero eso puede ser egoísta, bastante infantil. Creerás de verdad cuando seas fiel en las tinieblas a lo que has visto en la luz. Es perfectamente lógico y razonable obrar así. Hay que insistir en ello, porque los jóvenes creen que tienen que ser sinceros sintiendo en cada uno de los momentos; y cuando no tienen ganas de rezar, no rezan; cuando no sienten a Dios, dicen que Dios no existe; cuando no sienten la fe, tienen ganas de echarlo todo a rodar. Pero esto es una falta de sinceridad. ¿Por qué? Porque es desleal en las tinieblas, cuando se sabe que no se ve, negar lo que se ha visto en la luz, cuando se sabía lo que se veía. Yo estoy en la luz. Yo sí que veo. Cuando estoy en las tinieblas, sé que no veo. ¿Con qué derecho voy a negar, cuando sé que no veo, lo que he visto cuando sabía que veía? Esto es muy importante y voy a dar dos explicaciones. Pensad en vuestros padres. Dios sabe que hay momentos en que nos pesan, en que los mandaríamos al diablo, en que desearíamos no volver a verlos, en que no nos damos cuenta de que los queremos. Pero basta con ausentarse durante unas semanas, durante unos días, y a veces durante unas horas, para sentir que el corazón nos empieza a arrastrar hacia ellos. Es que los amábamos todavía cuando creíamos que no los amábamos. Lo mismo os pasará cuando os caséis. Habrá períodos en que no sabréis si queréis a vuestro marido, a vuestra mujer, ni siquiera os daréis cuenta de que amáis a vuestros hijos. Si en ese momento tenéis la sinceridad infantil que denunciaba hace poco, diréis: «Puesto que no siento amor hacia ellos, tengo que ser lógico conmigo mismo, los abandonaré, e intentaré 109

amar a algún otro». Pero a los tres meses, a las tres semanas, a los tres días sentiréis haberlos abandonado, y diréis en el fondo: «Yo amaba mucho a ese marido, yo amaba mucho a esos hijos»; y os sentiréis fracasados perpetuamente. No hay derecho a pretender que no se ama de verdad cuando uno no siente que ama. Estamos hechos de tal manera que todos conocemos intermitencias de corazón, momentos en que no sabemos lo que queremos, en que no sabemos lo que amamos, en que no sabemos lo que creemos: por eso es importante que sepáis que la fe consiste en ser fiel en las tinieblas a lo que habéis visto y a lo que volveréis a ver algún día en la luz, y cómo es una falta de sinceridad, en los momentos de oscuridad, cuando sabemos bien que no vemos, negar lo que habíamos visto cuando sabíamos bien lo que veíamos. A Dios se le siente. Pascal habla del Dios sensible al corazón. ¡Cuidado! No se trata del sentimentalismo. Pascal dice que los primeros principios de las matemáticas se perciben con el corazón, o sea, con una evidencia inmediata, sin razonamiento, sin discurso. Dios es sentido por el corazón, como los primeros principios matemáticos. Hay momentos en que estamos seguros de estar en presencia de Dios. ¿Sabéis por qué? Porque Dios es el que nos habla en cierta profundidad; y cuando nos vemos llamados en esa profundidad, sabemos que solamente Dios es el que puede hablar, actuar, hacernos profundamente felices en lo más vivo de nuestro ser. Dios crea en nosotros el lugar donde se pueda manifestar; pero no conocemos esa dimensión interior hasta que él nos la revela. Cuando esa dimensión interior se revela en nosotros por 110

primera vez, sabemos que solamente Dios ha podido hacer eso, porque Dios no es una palabra, sino una especie de revelación en nosotros mismos, de una forma que solamente Dios es capaz de llevar a cabo. Incluso el incrédulo, el que no conoce a Dios, cuando se produce esa revelación, reconoce a Dios inmediatamente. Y dice: «Dios está aquí; sólo Dios puede hacer esto». Porque Dios no es una palabra que tenemos en la cabeza, sino una especie de experiencia que se realiza en nuestro corazón. P.—¿Se puede decir que el que no cree en Dios es un desequilibrado? R.—Hay que matizar la respuesta. En primer lugar, hay que saber si cree en algo. Dios es una palabra, y una palabra tan desgastada que, cuando uno me dice que cree en Dios, esto no es para mí ningún prejuicio ni favorable ni desfavorable. Hay que esperar a ver las consecuencias... El año pasado, en la parroquia universitaria católica se adoptó como tema de estudio: «¿En qué Dios creemos?» Yo no le pregunto nunca a nadie: ¿crees en Dios? o ¿no crees en Dios? Esto no significa nada. La verdadera cuestión es la siguiente: ¿en qué clase de dios crees? Por ejemplo: ¿crees en la justicia? ¿luchas por la justicia? ¿estás comprometido en la lucha por la justicia? ¿crees en la pobreza? ¿en la distribución de tus bienes? ¿te empeñas en gozar tú sólo de tus bienes? ¿sientes la alegría de compartir con los demás, la obligación de que tus adquisiciones y productos sirvan a todos los hombres? La creencia en Dios no se sitúa al nivel del vocabulario, sino al nivel de las actitudes fundamentales. ¿Estás tú a favor de la verdad?, ¿de la justicia?, ¿de 111

la pobreza?, ¿del amor?, ¿de la entrega?, ¿de la solidaridad con los débiles y los oprimidos? Si así es, aunque no pronuncies el nombre de Dios, eres un creyente. La frase más hermosa del evangelio es aquel dicho de Cristo: «El que es de la verdad, escucha mi voz». El que lucha por la verdad, el que sufre por la verdad, el que busca la verdad, escucha la voz de Cristo, aunque no conozca su nombre. «Si reconocéis que Dios es justo, reconoced que el que practica la justicia ha nacido de él». Y otra frase: «El que me ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios». El que ama a sus hermanos, el que está animado de un verdadero amor, el que se entrega de verdad, aun cuando no pronuncie el nombre de Dios, ha nacido de Dios y vive de Dios. Porque en nuestro mundo cristiano actual, Dios se ha visto obligado a circular en la clandestinidad. Dios tiene que ocultar su identidad para poder ser admitido, porque nosotros, sacerdotes y católicos todos, le hemos ido formando una ficha judicial tan sospechosa que, cuando enseña su carnet de identidad, todo el mundo lo pone de patitas en la calle. Pero bajo el nombre de justicia, de verdad, de amor, puede seguir circulando en el anonimato. Entonces, esos que creen en la justicia, en el amor, en la verdad, son personas totalmente equilibradas. Se dan cuenta de que están en lo verdadero, en lo bueno, en lo justo: y de que vale la pena sacrificar por ello la vida. Pero los que no creen en la justicia, en la verdad, en el amor, aunque sean católicos de nombre, son unos infelices, unos miserables, unos desequilibrados... 112

Pero añadiré algo más a lo que acabo de decir. Cuando se lucha por la justicia, por el amor, por la verdad, uno se da cuenta de que está en el buen camino, pero se plantea preguntas dolorosas; uno se dice a sí mismo: «Todo esto que estoy viviendo ahora tiene que desaparecer; las personas a las que amo, tendré que perderlas; el trabajo que realizo., algún día quedará destruido». Lo que les resulta más doloroso a los que no creen, es que no pueden aceptar una vida eterna. Y todavía hay algo más doloroso: no pueden gozar de esa presencia afectuosa y reconfortante de Cristo, en la que yo puedo apoyar toda mi existencia. Para mí, sin la existencia de Cristo, todos los valores morales son meras abstracciones, puros razonamientos. El cristiano tiene esa oportunidad maravillosa de tener una persona que es para él una referencia continua, a la que puede recurrir para alimentarse, para inspirarse y para poder llegar mucho más lejos de lo que llegaría él solo. La fe que tiene en Jesús es capaz de hacerle levantar montañas. Sabe que tiene en él a uno sin el cual no podría hacer nada; pero que todo lo puede en aquel que lo conforta. Si habéis realizado esa doble experiencia, de que vosotros solos no podéis casi nada, y de que cuando os habéis alimentado de Jesucristo tenéis una fe capaz de trasladar las montañas, entonces podréis revelarles a los ateos que ellos tienen mucha más razón de lo que se imaginan, cuando son generosos, amantes y justos; que no se trata sólo de un razonamiento abstracto, de un impulso frío hacia la verdad, el amor o la justicia, sino que es una persona la que los inspira. 113

Esa es la experiencia cristiana. Si habéis leído a Jean Rostand o a Anne Philippe (Le temps a"un soupir), si habéis leído la confesión de algún incrédulo o ateo, habréis visto que son con frecuencia unos hombres heroicos, pero sin esperanza. Recordad de nuevo a Saint-Exupéry: «Todos actuamos como si hubiera algo que superara en valor a la vida humana». Cuando uno es ateo, sólo dispone de esta vida, y ella debería ser para él el valor supremo. Sin embargo, todos obran como si hubiera algo que valiera más que la vida humana. «¿Qué es eso?», pregunto. Acordaos de Camus: hay un periodista encerrado en una ciudad donde se ha declarado la peste; podría salir de allí; le está esperando su amada; pero él dice: «Es absurdo renunciar a la felicidad, pero soy incapaz de ser feliz yo solo»; entonces, se queda encerrado en la ciudad apestada, aunque reconoce que es absurdo. La misión del cristiano consiste en explicarle que no es absurdo, que se trata de una inspiración, que él ama infinitamente más y mejor al obrar de ese modo, que tiene mucha más razón de lo que se cree cuando realiza ese acto que le parece absurdo, ya que vivirá de él para siempre. Sartre lucha por la justicia y la paz, organiza el tribunal que ha condenado a los americanos por la guerra del Vietnam; pero para él la vida es absurda y el hombre es una pasión inútil; resulta duro obrar de esa manera, y sólo unos hombres escogidos pueden creer que su deber consiste en obrar, sin que eso sirva para nada. La verdad cristiana es que semejantes personas son eternizadas en lo mejor que tienen. 114

P.—¿Cómo explica usted que en el cristianismo acepte Dios a las carmelitas que, al parecer, no sirven a los demás? R.—Pues bien, os aseguro que si una mujer se hace carmelita para conseguir exclusivamente su salvación, se condenará. Si se hace carmelita para algo que no sea amar y servir a la Iglesia, se condenará. El único motivo por el que se hace carmelita es para amar, para irradiar el amor sobre la Iglesia. Fijaos en santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones. Pero también es verdad que, en las formas actuales del Carmelo, todos lamentamos que su irradiación sea tan limitada. Me parece que no hay nada tan pagano como cierta clausura. Cristo dijo: «Padre, te ruego no que los separes del mundo, sino que los apartes del mal». No deberían separarse del mundo los mejores cristianos. Basta con que se separen del mal. Es verdad que todos deberíamos tener una pequeña clausura para nuestro uso personal: un poco de oración, un poco de silencio, un poco de reflexión, un poco de lectura seria, un poco de retiro, pero no para mandar al diablo a los compañeros, a los amigos o a los parientes, sino para poder luego encontrar una mejor comunicación y una relación más profunda con ellos. Las carmelitas parece que se aislan, pero es para encontrar una manera de amar y de comunicar más profunda que la que se encuentra en las relaciones superficiales. Yo viví en una trapa durante dos años y pude ver que los contemplativos cristianos no son más que personas que se aman los unos a los otros. Son personas que se han hecho tan contemplativas y tan perspicaces que saben ver a Dios donde Dios está de verdad: en cada uno de sus prójimos. Así es como 115

deberíamos ser todos contemplativos: ser tan sensibles a Dios, tan influenciables por Dios, tan recogidos, tan inspirados por Dios, que amásemos de verdad a los hermanos. P.—¿No está llamada a desaparecer la religión católica? R.—Sí; cierta religión, como también cierto dios. Recientemente, en la televisión, hubo una entrevista con el P. Duplessis, cura de Issy-les-Moulineaux; hizo unas declaraciones por el estilo de las que acabáis de oir. Entonces, el periodista, que no estaba tan acostumbrado como vosotros a una buena enseñanza religiosa, asombrado de oir a un cura hablando de esa manera, le dijo: «Entonces, padre, ¿no cree usted en Dios?» Y el cura de Issy-les-Molineaux le respondió: «Evidentemente, yo no creo en aquel dios que me enseñaron en mi infancia. El Dios que yo acepto con todo mí fervor y m¿ entusiasma es totalmente distinto del que me hablaron cuando era joven». Pues bien, cierta religión cristiana tiene que desaparecer: cierta religión de aseguramiento, de prácticas, de fórmulas vacías. Los dogmas a veces nos dispensan de tener fe. 1. Las fórmulas de "fe nos dispensan de tener fe. Si os digo: '«Haced un acto de fe», os ponéis a rezar: «Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra...» Pero, amigos míos, eso no es un acto de fe, sino una fórmula de fe. Id a un restaurante, leed el menú; ensalada, merluza a la vasca, ternasco, fruta variada, helado... ¿Ha-

béis comido ya? Desde luego que no. Habéis leído una fórmula alimenticia, ¡pero no habéis comido! Cuando dices: «Creo en Dios Padre todopoderoso...», ¿haces un acto de fe? No, lees una fórmula de fe. ¡Pero un acto de fe es algo muy diferente! Cuando Zaqueo les dio a los pobres la mitad de sus bienes, después de restituir el cuadruplo de lo que había robado, Cristo dijo: «¡Ese hombre ha hecho un acto de fe!» Pero a nosotros las fórmulas de fe nos dispensan de los actos de fe. 2. Los ritos nos dispensan de las realidades. Comulgamos, repartimos el pan de Cristo, pero no repartimos nunca el nuestro... Imaginaos que aquí, en esta iglesia, el domingo pasado, había uno que no sabía dónde ir a comer; soy extranjero, soy viejo, soy italiano, español, portugués, uno de esos que han entrado fraudulentamente al servicio de unos nuevos ricos para hacer los trabajos que ellos no quieren hacer. No sé dónde ir a comer hoy. Resulta triste comer solo un domingo; y todavía es más triste no tener absolutamente nada que comer. Iré a la catedral; quizás, a la salida de misa, uno de esos con los que he compartido el pan de Cristo, me invite a compartir el suyo. ¿Creéis que sucede eso en vuestra ciudad? No, se realizan las ceremonias, se reparte la eucaristía, pero no hay un verdadero acto de comunión entre todos... Los ritos nos dispensan de la realidad. La gente se reúne, pero no se conoce, no se saluda; los hombres no se hablan entre sí, no se invitan, no se ayudan... Las cosas religiosas nos dispensan de ser religiosos. Y esa clase de religión tiene que desaparecer, desliz

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de luego, para dejar paso a una religión en espíritu y en verdad. Pero se necesita una sacudida sonada, una transformación palpable... Y eso llevará tiempo. Todavía podríamos decir más cosas. Dentro de diez años, ya no se dirá quizá misa en las iglesias. Cristo empleó tres años en formar una comunidad, un equipo, una hermandad; y celebró una sola misa en toda su vida, cuando, después de tres años, tras haber creado un grupo de amigos, les dijo: «Podríamos eternizar nuestra amistad, podríamos consagrarla y podríamos volver a encontrarnos con ella, con esta cordialidad, con este cariño, con esta colaboración en el reino de Dios. He deseado con un gran deseo comer esta pascua con vosotros, porque os digo que ya no beberemos juntos, ni comeremos juntos, ni gustaremos del fruto de la vid, hasta que lo bebamos de nuevo en el reino de Dios». Y así hizo la pascua, el paso: hizo pasar su amistad y su cordialidad de este mundo al otro, del tiempo a la eternidad. Tres años para crear una comunidad: luego celebró una misa. ¡Y yo, pobre sacerdote, digo 365 misas al año con ausencia total de una comunidad! ¿Qué es preferible, una comunidad sin misa, o una misa sin comunidad? ¿Quién de vosotros ha creado una comunidad sobre la que valdría la pena celebrar una misa? Dentro de 10 años ya no se dirá quizá misa en las iglesias. Pero algunos de vosotros formaréis un club, un equipo, un grupo de personas para mejorar la enseñanza, la política, el sindicalismo, la administración, la vivienda, las diversiones, e iréis a pedirle a un sacerdote: «¿Quiere venir a decirnos la misa en nuestra 118

casa; somos un grupo de amigos; buenas personas. Venga a explicarnos, con la palabra de Dios, que esta amistad llega más lejos de lo que nos creemos y que podríamos volver a encontrarnos con ella algún día. ¿Quiere venir a consagrar, a santificar, a iluminar, a vivificar eso que constituye nuestra vida?» Y entonces iremos a decir la misa a vuestras casas: ¡y valdrá la pena, porque habréis creado una comunidad! Pero ahora decimos las misas en blanco, haciendo como si dijéramos misa ante un grupo de gentes que hacen como si estuvieran reunidos... Todo eso tiene que renovarse. Y no hablemos de la confesión... P.—Si Dios no castiga, ¿cómo es que Cristo habla de juicio en el evangelio? R.—Es una buena pregunta. Me permitirá explicar algo que todavía no he dicho. Recordemos lo que antes decía. Dios no juzga a nadie; cada uno se juzga a sí mismo. La luz se presenta ante todas las tinieblas y hay tinieblas que se abren a la luz, mientras que otras le resisten. El juicio ya ha tenido lugar para cada uno de vosotros. ¿Cuál ha sido vuestra reacción a la palabra de Dios, que, de vez en cuando, acaba siempre resonando a vuestros oídos? En el evangelio hay muchas narraciones de tipo popular donde se dice: «El dueño, irritado, lo entregó a los verdugos y hubo gemidos y rechinar de dientes...» Lo que entonces hemos de entender es esto: ¿creéis que ese juicio de Dios es ejecutivo o declarativo? ¿Creéis que cuando Dios dice: «entregadlo a los 119

verdugos, echadlo a las tinieblas exteriores», etc., no hace más que declarar, revelar, manifestar el estado verdadero de esa alma, o creéis que se trata de un juicio ejecutivo, que Dios hace más desgraciados a los desgraciados, más angustiados a los pecadores?... Para mí es evidente que se trata de un juicio declarativo y no de un juicio ejecutivo. No es Dios el que hace desgraciados a los malvados, sino que declara y manifiesta cuan desgraciado es el malvado. Acordaos de la parábola del siervo que no quiso perdonar. Un dueño tiene un sirviente que le debe sesenta millones de pesetas, diez mil talentos. Entonces, por piedad, le perdona la deuda. Pero, al salir, el sirviente se encuentra con un compañero que le debía cien pesetas. Le estrangula, le quiere meter en la cárcel y le exige el pago de la deuda. Entonces, el dueño irritado le dice: «Mal sirviente, te había perdonado sesenta millones; tú no has sabido perdonar cien pesetas». Y lo entrega a los verdugos, hasta que pagara su deuda. ¿Se trata para vosotros de un juicio declarativo o ejecutivo? Me explicaré: ¿de qué se trata? Dios perdona. Dios ama. Sólo hay una cosa que Dios no puede perdonar: el que no amemos; si lo perdonara, nos permitiría estar en un estado horroroso, en un estado de no-amor. Entonces, cuando Dios comprueba que, a pesar de todos sus perdones, todavía no hemos aprendido a amar, se ve obligado a reconocer que estamos fuera del perdón y del amor. Es un juicio declarativo. No es él el que nos retira su amor, sino que comprueba que no amamos, que estamos fuera del amor. No es él el que nos retira su perdón, sino que constata que 120

su perdón no ha prendido en nosotros, como una vacuna que no ha mordido. Sólo hay una señal de que estás perdonado: que tú eres capaz de perdonar a los demás. No has recibido el perdón, si no eres capaz de darlo. No has quedado penetrado del amor de Dios, si no sabes amar. Entonces Dios comprueba todo esto en el último día y no tiene más remedio que decir: «Amigo mío, mi perdón no te ha servido de nada, mi amor no te ha servido de nada, porque no has aprendido a amar ni a perdonar». Pero esto no es un juicio ejecutivo, no es una venganza de Dios, un castigo de Dios... Es un juicio declarativo, una triste constatación de Dios... ¿Comprendéis entonces el evangelio? Cristo nos advierte de las consecuencias catastróficas de nuestras opciones. No es él el que las hace catastróficas, sino el que nos previene de que lo son, de que será algo terrible pasar toda la eternidad en un estado en que no se ama a nadie, en que no se quiere nada, ni se espera nada, ni se interesa uno por nada... ¡Pero no es él el que lo hace terrible, sino que nos avisa de que es terrible! P.—¿Se puede tener un ideal sin religión? R.—Ciertamente, todo el mundo tiene un ideal. Incluso el hombre peor del mundo tiene cierto ideal: gozar, acumular dinero, tener poder. Todo el mundo tiene alguna fe. No soy yo solo el que lo digo; Jeanson ha escrito La fe de un incrédulo; es su último libro. Pero hay una diferencia enorme entre un ideal y el cristianismo. El ideal es una idea; el ideal es un ra121

zonamiento, un fin que perseguir; pero ser cristiano es tener una persona a la que consultar, gozar de una presencia interior que nos alienta y nos inspira. Cuando, bajo esta influencia, decís alguna cosa buena, no sois vosotros sino él el que os la ha inspirado. Cuando hacéis algo bueno, sabéis que lo habéis hecho, porque alguien os ha llevado por encima de vosotros mismos. La experiencia de esta presencia modifica toda la vida. La religión no es jamás un ideal. La religión es alguien, una persona. Todo el mundo tiene un ideal, pero es mucho más pobre y más seco que una presencia personal. Es exactamente lo mismo que si me dijerais: «Yo quiero ser amable, simpático; quiero ser generoso: ése es mi ideal». Pero si por ventura empezáis a amar a un chico o a una chica, en seguida adivináis cómo puede transformar vuestra vida esta relación personal. Es una revelación. Antes, teníais un ideal: ser buenos; luego, tenéis una revelación, una vida de la que os sentís poseídos. Pues bien, Cristo es eso. En eso consiste la diferencia entre un ideal y una religión. Los que no tienen religión, tienen un ideal; pero podríamos decir: «¡qué triste es no tener más que un ideal! ¡qué poco es eso!» ¡Hay que tener un amor, y un amor es una relación personal!

Me gustaría que esto quedara bien claro. Una frase verdadera sobre la religión es la que pronunció Voltaire: «Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza; el hombre se lo ha pagado con la misma moneda». O sea: Cristo nos ha revelado que Dios era pobre, humilde, amoroso, débil, vulnerable, paciente, perdonador, misericordioso... Y el hombre, continuamente, corrige la revelación a medida de su filosofía, según su instinto, y se imagina a un Dios rico, fuerte, poderoso. La frase más reveladora de la teología moderna ha sido pronunciada por un protestante, D. Bonhoeffer: «El hombre, en su miseria, se imagina siempre a un Dios contrario a él, que sirva para compensar sus debilidades; como es pobre, se imagina a un Dios rico; como es débil, se imagina a un Dios fuerte; como es limitado, se imagina a un Dios independiente, suficiente; como sufre, se imagina a un Dios invulnerable, perdido en el cielo, refugiado en su torre de marfil».

*

Pero, a partir de esto, y se trata de la idea que la mayor parte de los cristianos tienen de Dios, el hombre se ve encadenado, esclavo de sus más tristes ambiciones, de sus más sucios deseos. Cree que, para hacerse Dios, tiene que hacerse rico, tiene que hacerse fuerte, poderoso, invulnerable,-autónomo, independiente, suficiente.

Lo más importante que os he dicho ha sido esta noción de Dios. Cristo ha transformado y dado una vuelta a la noción de Dios. Cristo es ateo de todos los malos dioses que había habido antes de él.

Y Cristo ha liberado al hombre, revelándole que para hacerse Dios no tiene que hacerse rico, ni tiene que hacerse fuerte, ni tiene que aplastar a los demás, ni tiene que tener prestigio ni independencia. Hay que hacerse más servicial, más fraternal, más solidario de los demás, y entonces podréis convertiros inmediata-

Voy a concluir.

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mente en Dios; que Dios se ha revelado como el ser más humano, más necesitado, más vulnerable. Dios nos da miedo. Si Dios no es más que un hombre, me diréis, ¡eso es magnífico! ¿Podemos tener miedo de que Dios sea un hombre? Pero Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza; el hombre es la imagen más bella de Dios. Y cuando Dios se quiso manifestar, se hizo hombre.

8 HAY QUE REINVENTAR EL CREDO

¿Cuándo comprenderéis que Dios es el único ser humano? El hombre no es humano. Dios es el único que es humano, porque es amor: y no hay nada tan humano como amar ¡aunque sea tan raro! ¿Es acaso vuestro ideal aprender a amar como él, ser fieles hasta la cruz en vuestro amor, salvar a los que os crucifican? Entonces comprenderéis que también vosotros podéis convertiros en Dios, y que esto es lo más hermoso que hay en el mundo. Cuando explico estas cosas, siempre me diceri: «Usted habla de la inmanencia de Dios. ¡Hable de su trascendencia! ¡Cómo nos supera Dios!» Y yo respondo: para mí Cristo es trascendente porque ha trascendido todas nuestras torpes maneras de trascendernos; a nosotros nos gustaría siempre trascendernos siendo ricos, trascendernos siendo invulnerables, trascendernos siendo independientes; pero Cristo nos ha revelado que hay una sola trascendencia: hacerse más cariñoso, más servicial, más responsable de los demás. ¡Esa es la única trascendencia que Dios ha querido! Esto es duro de aceptar. ¡Es difícil ser cristiano!

Nosotros, cristianos del siglo xx, tenemos por delante un trabajo urgente y que puede parecer presuntuoso: reinventar la fe, redecir el evangelio tal como Cristo lo diría hoy, o sea, de una manera muy distinta de la de hace dos mil años y, sin embargo, idéntica en el fondo; decirlo tal como nuestros contemporáneos tienen necesidad de escucharlo, como una buena nueva, como una revelación, como un mensaje «que sea una alegría para todo el pueblo» (Le 2, 10), por ser el anuncio de una liberación. Lo malo es que, en general, nuestra predicación alegra a pocas personas. Para la inmensa mayoría es una enseñanza antigua y quizás caduca, un mensaje

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que no le interesa a nadie, que no impresiona ni tiene la fuerza de una revelación. Para el mundo actual, Dios, nuestro Dios vivo, se parece a los ídolos del Antiguo Testamento, de los que decían los profetas: «Tienen boca, pero no hablan; tienen orejas, pero no oyen». Un Dios mudo, que no nos dice nada, que en otro tiempo habló a otros hombres, pero cuya voz está hoy apagada. Incluso a los cristianos, ¿a cuántos de ellos les habla la palabra de Dios? «Yo he recibido la buena nueva como un telegrama», decía Graham Greene. ¿Qué telegrama podríamos dirigirles a los negros de América, a los pobres de Latinoamérica, a los oprimidos de Checoslovaquia o del Vietnam, a los hambrientos del Tercer Mundo, que les causara un choc de alegría y de revelación? La predicación cristiana no produce ningún choc. ¿Por qué? Ningún cristiano creerá que es por culpa de su contenido: la palabra de Dios sigue siendo para nosotros un fuego capaz de abrasar en un instante a todo el mundo, una espada tan penetrante que llega hasta el fondo de los corazones, una semilla que, esparcida por doce pobres, crece y se multiplica al ciento por uno. No, lo que mata a la Iglesia es la rutina de los que se contentan con repetir lo que habían dicho antes que ellos y con rehacer lo mismo que se había hecho en su lejana juventud. La mera repetición es siempre una infidelidad. Si digo dos veces la misma cosa, ya no digo la misma cosa. Porque la palabra es comunicación entre dos seres, y esos seres han cambiado en ese intervalo. 126

Para que comprendieran la misma cosa, habría que decirla de otra manera. La verdadera fidelidad inventa. Cuando uno dice algo absolutamente verdadero, todos exclaman: «¡Qué novedad! No se ha dicho esto nunca. ¡Lo hemos oído por primera vez!» Para hablarles como tenían necesidad de oir, había que hablarles como no se había hablado nunca a nadie. Si no, ¡no se les hablaría a ellos! Cristo les habló a los hombres de su tiempo en su lenguaje, en su mentalidad, en su cultura. Y los hombres de nuestro tiempo no pueden recibir su revelación más que en nuestro lenguaje, en nuestra mentalidad, con nuestra experiencia y nuestras esperanzas. ¡Y bien sabéis cuan diferentes son de las de hace dos mil años! Sí, hay que reconocerlo: hoy es imposible creer como se creía ayer; es imposible leer el evangelio sin interpretarlo; es imposible confesar un dogma o recitar el credo sin poner allí algo distinto de lo que veían nuestros predecesores. El proponer una nueva interpretación de la Escritura y del dogma es la condición indispensable para hacer la fe posible a nuestros contemporáneos. No nos engañemos: nuestros hijos creen ya de manera muy distinta de como creímos nosotros a su edad. ¿Y qué será con nuestros nietos? ¿Qué significa para nosotros el misterio de la ascensión? ¿Creéis que Cristo se dio un paseo por las nubes? ¿Cómo os atrevéis a celebrar como una fiesta lo que la interpretación literal de los textos presenta como una partida, un alejamiento de Cristo, la viudez de la Iglesia que pierde a su Señor? 127

Se dice que Cristo es nuestro salvador; pero ¿de qué nos salva? ¿de la guerra, del hambre, de la soledad, del pecado? ¿En qué consiste la «redención»? ¿Le pagó Dios un rescate al diablo? ¿aplacó el Hijo la cólera del Padre? ¿El honor de Dios exigía una reparación infinita y, como los culpables eran incapaces de dársela, pagó por todos el inocente? Las interpretaciones de es*e estilo han hecho perder la fe a los hombres de nuestro tiempo. ¿Qué es el pecado original? ¿Cómo os atrevéis a llamar «pecado» a lo que no supone ninguna falta, puesto que no hay allí conciencia ni voluntad? ¿Quién puede pecar «en lugar» de otro? Y si Dios, gratuitamente, decide imputarme el pecado de Adán, de la misma manera, poco más o menos, como decide imputarme los méritos de Cristo, ¡todo eso, que sucede fuera de mí, no me interesa absolutamente nada! ¡y Dios puede continuar indefinidamente su partida solitaria de ajedrez! ¡Así es como razona un hombre sencillo de hoy! ¿Qué será el «fin del mundo»? ¿Aniquilará Dios algún día al mundo, en medio de una terrible catástrofe? ¡Qué sádico! ¿Hará bajar desde arriba, al final de los tiempos, un paraíso prefabricado? ¡Qué paternalista! ¿O nos invitará a construirlo con su ayuda? La vuelta de Cristo ¿será un acontecimiento brusco y terrorífico o una transformación progresiva del mundo y de los hombres, que los irá haciendo cada vez más transparentes a aquel que es su luz? 128

La paradoja contemporánea consiste en que los ateos buscan con todas sus fuerzas darle un sentido a la vida y al trabajo de los hombres y para ello rechazan a un Dios que los aniquilaría; mientras tanto, los cristianos abandonan tranquilamente este mundo a su destrucción, pretendiendo creer en un Dios «que ha amado tanto al mundo»... Los que tienen fe en el hombre y en el mundo, no tienen fe en Dios; y los que profesan su fe en Dios, no creen ni en el mundo ni en el hombre. ¡Es la desgracia de los tiempos, como decía Teilhard de Chardin!

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La mayoría de los cristianos siguen creyendo todavía en una vida futura; consideran a la tierra como un valle de lágrimas, como una sala de espera, y ponen cara de querer marcharse (¡no demasiado aprisa!) para convertirse en ángeles del cielo. Semejantes creencias hacen sonreír a nuestros contemporáneos; para ellos se trata de una mistificación, de un opio del pueblo, de una ilusión peligrosa: «¡Mañana se afeitará gratis!» Desprecian a esos cristianos como desertores, como traidores a su patria terrena, siempre en busca de una evasión. Para el hombre moderno no hay más que una vida, la que ahora vivimos; ni hay más que un mundo, el que ahora conocemos y al que hemos de hacer más justo y más habitable para todos. 129

Esta divergencia levanta una muralla infranqueable entre los creyentes y los ateos. Pero a todos puede reunirlos la verdadera doctrina cristiana. Porque un cristiano no cree en una vida futura; cree en la vida «eterna»; y si es eterna, bastan unos segundos para comprender que ha comenzado ya. No es «otra» vida, de la que no tenemos ninguna experiencia, sino esta misma vida, que se eternizará en lo mejor que tiene. «La vida eterna es conocerte a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo». «La fe y la esperanza pasarán, pero la caridad permanece». Viviremos eternamente del amor del que hemos empezado a vivir desde el presente. Morir es abrirse a aquello de lo que hemos estado viviendo toda la vida. ¿De qué vivís? ¿de dinero? Tendréis dinero: pasaréis vuestra eternidad contando fajos de billetes. ¿De carne? Tendréis carne: innumerables contactos sin amor, titubeos interminables en medio de las tinieblas, una avidez insensata, sin un solo encuentro que os libere de vosotros mismos. ¿De vuestro egoísmo? Seguiréis viviendo de él: os estaréis saboreando sin cesar, experimentando eternamente el gusto y el asco de vosotros mismos. Pero si vivís de amor, de creación, de solidaridad, de descubrimientos, de lucha por la libertad y la justicia, viviréis todo eso eternamente. ¡Apresuraos a ser felices en este mundo para poder serlo allá arriba! Nunca jamás viviréis otra vida y otro amor, más que aquel del que vivís ahora. 130

¡No aguardéis una vida futura! Empezad cuanto antes vuestra vida eterna. Porque el peligro peor de la vida futura es que os empeñéis en esperar un cambio de condición: cuanto más os consumáis en este valle de lágrimas, más méritos y felicidad tendréis después. Que penséis: cada uno de los goces terrenos tendrá que pagarse con un castigo proporcionado; los placeres nos destinan automáticamente para la condenación; hay que sufrir ahora o más tarde: ¡no queda más remedio que elegir! Pero esta teoría compensatoria es una herejía popular. La vida eterna comenzó con nuestro bautismo. Ya estamos en la eternidad. Aquellos que no han sentido nunca en este mundo la presencia y el amor de Dios, no los conocerán en el otro. Todo el sentido de nuestra vida terrena consiste en ir llenándonos de Dios, en acostumbrarnos al gusto de su bienaventuranza. En la tierra no hacemos más que encontrarnos con Dios bajo todos los signos y todos los rostros con que nos llama, y experimentar qué bueno y qué sabroso es amar como él y vivir siempre con él. De esta forma, la fe que a primera vista parece separarnos de esta tierra y de nuestros contemporáneos, nos lleva en realidad a ellos. Entre esta vida y la otra hay una continuidad esencial que nos permite vivir plenamente esta vida, entregarnos apasionadamente a la construcción del mundo e irradiar una alegría que debería ser nuestro mejor medio de apostolado: «He venido para que tengáis en vosotros mi propio gozo, y para que vuestro gozo sea perfecto».

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La representación popular del infierno como un lugar de suplicios en donde Dios tortura a sus adversarios es también una de las razones por las que se pierde la fe. Nuestros antepasados eran lo bastante ingenuos como para asustarse de él. Nuestros contemporáneos sonríen y nos miran con desprecio cuando les hablamos de él. Pero, según la buena doctrina, el infierno es la expresión del respeto que Dios tiene a nuestra libertad. Si no hubiera infierno, el cielo sería un campo de concentración, una prisión, una «residencia obligatoria»... Dios nos ha querido libres, y seremos libres eternamente. Dios no nos salvará a la fuerza, Dios no nos impondrá su presencia, Dios no obligará a nadie a que lo ame. Durante toda la eternidad, cada uno irá a donde le guste ir. «Donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón». Allí estará vuestro cuerpo y vuestra alma. Hay dos clases de seres: los que le dicen a Dios: «Padre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», y acaban haciendo de esta tierra un cielo. Y aquellos otros a los que, tristemente y cansado de resistir, les dice Dios: «Amigo mío, hágase tu voluntad, en el infierno como en la tierra, ¡ahora y para siempre!» Dios no juzga; es el hombre el que se juzga, y el juicio ya ha tenido lugar, tiene lugar continuamente: «¡la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la reciben!» Dios no castiga; es el hombre el que se castiga. Dios no condena; es el hombre el que se condena. 132

Las leyes divinas no son como las leyes humanas, en las que el guardia tiene que correr tras el ladrón para impedirle que goce del fruto de sus rapiñas. Las leyes de Dios son las de nuestra felicidad. Las cosas no son buenas porque Dios las permita, ni malas porque las prohiba: Dios las permite porque son buenas, y las prohibe porque nos hacen daño. Es inútil que convirtamos a Dios en juez, en justiciero, en verdugo. ¡Dios es amor! ¡Dios solamente es cariño! Su justicia es una justicia de amor; les ofrece su amor a todos, eternamente, pero no lo impone jamás. No sufriremos los «castigos de Dios», sino las consecuencias de nuestra elección. En mis años jóvenes me presentaron siempre el juicio final como si Dios condenase, castigase, enviase al infierno a los condenados que querían salir de él. En una palabra, ¡los condenados amarían a Dios, pero Dios los castigaría para siempre! Pero todo lo que nos enseña el evangelio es que Dios ama incluso a los condenados (Dios ama todo lo que ha creado); es el condenado el que no ama a Dios. Si Dios se le impusiese a la fuerza, recibiría mayor daño. Entonces Dios, por piedad, lo deja tranquilo. Incluso allí, en el infierno, la luz brilla en las tinieblas: son las tinieblas las que no la quieren acoger. Ese es el infierno que se puede y se debe predicar a los hombres modernos, no el infierno ridículo o mitológico de Dante y de Virgilio, que es el que hace ateos a muchos contemporáneos: el infierno que se deriva del poder extraordinario de la libertad humana, la importancia eterna de nuestras decisiones, el amor 133

respetuoso con que Dios nos ama, hasta el punto de hacer depender de nosotros, sin imposición alguna, nuestra eternidad. * La confesión se ha convertido en el sacramento más temido, el más triste y el que se frecuenta cada vez menos. Las causas son muchas. Se ha hecho de él un uso estrictamente individual, siendo así que todo sacramento es comunitario y que el hombre es incapaz, sin la ayuda de sus hermanos y el sostén de la comunidad, de ver sus faltas, de arrepentirse y corregirse de ellas. Nuestra mentalidad de malos juristas lo ha transformado en una especie de proceso (¡el «tribunal de la penitencia»!), con una acusación minuciosamente detallada, instrucción llevada a cabo por el sacerdote que le pregunta implacablemente al penitente, pronunciación de la sentencia y ejecución de la sanción. Todo este tinglado judicial, estas formulaciones jurídicas, les repugnan a nuestros contemporáneos, que preferirían encontrar el sabor evangélico del perdón, el choc de un verdadero encuentro con el Señor, el gozo de la penitencia. Cada vez más los católicos se apartan del confesonario y se inclinan a las posiciones protestantes: «No tenemos necesidad de la mediación de un hombre; no queremos una pantalla entre Dios y nosotros; le pedimos perdón a Dios directamente». 134

Será inútil que les sigamos explicando, al estilo clásico, que el sacramento les traería la seguridad de conciencia, la certeza del perdón, que es difícil saber si uno está verdaderamente arrepentido y que la absolución del sacerdote es el signo auténtico del perdón de Dios. Porque nos responderán, y con razón, que Dios es mejor que los hombres y que tienen más confianza en la misericordia divina que en el juicio de un sacerdote. La verdadera respuesta que hay que darles es más bien ésta: «¿Le pedís perdón a Dios, directamente, en el cielo? ¡Pero si Dios no está en el cielo, sino en la tierra, todos los días con nosotros hasta la consumación de los siglos! A ese Dios del cielo no le habéis hecho nada; pero al Dios en la tierra, a Dios en sus miembros, a Dios en vuestros hermanos, a ése sí que lo habéis ignorado, despreciado, maltratado. Tened la lealtad de ir a pedirle perdón donde le habéis ofendido: en su cuerpo, en su Iglesia». El confesor no es más que el representante de la Iglesia, os perdona en nombre de la comunidad cristiana, y el perdón y el amor de vuestros hermanos son para vosotros el sacramento, el signo sensible del amor y del perdón de Dios.

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El centro del credo es la encarnación, porque la resurrección y la encarnación no son más que un único misterio: la resurrección es la encarnación perpetúala

da, dilatada, comunicada, porque Cristo ha resucitado como cuerpo místico, y vive en cada uno de los hombres, esperando que lo adivinemos allí para ir manifestándose y creciendo en todos. Los cristianos experimentan una tendencia irresistible a desencarnar a Cristo, a negar que sea verdaderamente hombre, a hacer de él un Dios bajo apariencia humana que aparenta rezar, sufrir, morir para darnos un buen ejemplo, pero que cuanto antes se convierte de nuevo en el Dios del cielo. La consecuencia es inmediata y terrible: cuanto más adoran a Cristo como Dios en el cielo, más se olvidan de su presencia en la tierra en el más pequeño de los suyos. Cuanto más lo inciensan en el culto, más lo suprimen de la vida real. Pues bien, la encarnación del Verbo en una naturaleza humana particular no ha hecho más que preceder y merecer su encarnación en la humanidad entera. Todavía hoy, Cristo es hombre no sólo porque su naturaleza humana glorificada está sentada a la derecha del Padre, sino porque se incorpora sin cesar a otros hombres que la completan. Los dos mandamientos del amor a Dios y el amor al prójimo ya no son distintos: el amor al prójimo es amor a Dios; la caridad fraterna es teologal; el primer mandamiento se cumple en el segundo. No estás más cerca de Dios que lo estás de tu hermano; tienes las mismas relaciones con Dios que con los hombres. Dios es siempre hombre, y todo lo que se le hace a un hombre, se le hace a Dios.

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En estos años, los cambios de la liturgia han sido tales que uno se pregunta cómo ha sido posible que los católicos, durante siglos enteros, hayan asistido a misa como a un espectáculo incomprensible, donde se les hablaba en una lengua desconocida y donde el sacerdote les mostraba las espaldas, dándose de vez en cuando alguna vuelta para llamarles la atención. Pero el cambio en la liturgia no es nada en comparación con la transformación indispensable de la enseñanza religiosa. Al traducirse todos los textos, se da uno cuenta de que son tan incomprensibles y todavía más intolerables en lengua viva que en latín; ¡que lo que hay que hacer no es traducirlos, sino cambiarlos! La renovación doctrinal debería preceder a la renovación ütúrgica. «Los fieles creen como rezan»: ¡pobre fe que se educa y se expresa en una oración ininteligible y vieja, que ya no le dice nada a nadie! Es increíble la ignorancia religiosa de los católicos; aunque hayan sido educados en colegios religiosos, aunque hayan asistido a misa durante años enteros, aunque hayan oído innumerables e interminables sermones, aunque hayan tenido que aprenderse de memoria las preguntas y respuestas de los catecismos escolares, la verdad es que no retienen más que lo que han saboreado, que no han leído jamás el evangelio, que no se han encontrado nunca con Cristo. La mayor parte se han quedado en la etapa de la religión natural: satisfacen sus necesidades sentimentales y su búsqueda instintiva de lo sagrado dentro del marco del cristianismo; se dedican a devociones secun-

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darías o a supersticiones ridiculas. Les ha faltado el pan de la doctrina viva, una formación religiosa adaptada a su vida y a sus problemas, una exposición de la fe que renueve las viejas fórmulas y las antiguas interpretaciones. Habría que atreverse a ello, pero hace tiempo que el teólogo y el exégeta católico no se atreven a correr el riesgo de engañarse en el descubrimiento de una verdad que no haya estado sellada desde siempre. Las mentalidades tradicionales se asustan de una nueva interpretación de los dogmas. Es verdad que en principio todos estamos de acuerdo. «Una cosa es la sustancia de la doctrina antigua, contenida en el depósito de la fe, y otra la formulación de que está revestida. La Iglesia tiene que mirar al presente, decía Juan XXIII en la apertura del Vaticano II. Y Pablo VI, al inaugurar el año de la fe, afirmaba la necesidad de «sostener el esfuerzo del pensamiento católico en la búsqueda de formulaciones nuevas y originales». El prudente Jean Guitton escribe en «La Croix» (30 septiembre de 1962): «Hemos de preguntarnos si en el lenguaje habitual, usual, tradicional, por el que expresamos verdades eternas, no habrá elementos históricos que chocan inútilmente, que escandalizan lamentablemente, que apartan durante largos años». ¡No, no hay que preguntárselo; ¡hay que proclamarlo! ¡hemos de desembarazarnos de ello cuanto antes! Es verdad que hay que respetar la esencia del dogma; pero el único respeto verdadero es la invención exacta. Hay que crear nuevas fórmulas que proporcio138

nen a nuestros contemporáneos las mismas riquezas de sentido que nuestros antepasados encontraban en las fórmulas tradicionales, y que nosotros no encontramos ya allí. En ese terreno, como en tantos otros, va siendo hora de que la Iglesia medite las palabras de su maestro: «¡El que quiera (demasiado) salvar su vida, la perderá!» Porque hemos de reconocer que un cambio de formulación lleva consigo necesariamente un cambio de concepción. La verdad no se piensa de la misma manera cuando se expresa de otra manera. ¡La idea no está en la fórmula como el vino en la botella! Si se cambia la una, hay que modificar la otra. Los timoratos exigen que se determinen los límites precisos de esta evolución, antes incluso de comenzar. Sería dar el resultado cuando se proclama que andamos en su busca. Les gusta un «cortafuegos», una «línea Maginot teológica». Y no hay más línea que el Espíritu Santo que, a fuerza de repetirnos lo que ha dicho Cristo, nos conducirá a la verdad completa, por medio de su desarrollo sin fin. Algunos se imaginan que han encontrado el remedio, pidiendo que se precise urgentemente lo que es de fe y lo que no lo es, lo que puede cambiar y lo que es inmutable. Esto es imposible: porque hay que recomprender, re-interpretar el objeto de fe. No se sabrá lo que era de fe hasta que el trabajo haya terminado: cuando se haya re-definido en términos actuales lo que se expresaba con términos antiguos. La crisis proviene precisamente de que ya no alcanzamos el objeto de fe en la fórmula antigua; tendremos que descubrir la nueva para tener otra vez a qué adherirnos por medio de la precedente. 139

Y esto sería perjudicial: porque la fe jamás puede expresarse de manera satisfactoria en una sola fórmula, en una sola doctrina, en una sola teología. Hemos de llegar a ella acercándonos indefinidamente por múltiples caminos. Y esto es lo que ha sucedido siempre.

Para aclarar un poco las cosas, cada uno debería decir cómo se representa la relación que hay entre la realidad y lo que de ella percibimos. Sospechamos que los «dogmatistas» identifican sin más ni más las dos cosas.

Muchos cristianos creen equivocadamente que su interpretación del credo está garantizada por la Iglesia, porque es la que les ha enseñado su cura. Pero son raras las definiciones infalibles; y siempre es difícil saber con exactitud el punto al que se dirige la definición. Para la mayor parte de las doctrinas es posible citar cinco, diez, veinte interpretaciones diferentes, ninguna de las cuales ha sido condenada. Y siempre es posible descubrir una nueva.

Para nosotros, la verdad existe (nadie puede pensar sin admitirlo, ya que la función de la inteligencia es buscar la verdad, y si desesperásemos de encontrarla, nos detendríamos en nuestro pensamiento); pero la verdad nunca se posee. Se busca, se pretende, se alcanza, pero jamás podemos adquirirla en los instrumentos que la expresan o en el espíritu que se nutre de ella. La misma fórmula dogmática no es más que una mira, un instrumento intelectual que nos sirve para pensar, pero que no nos dispensa de ello.

Con frecuencia, esos fieles mal instruidos y mal informados creen que pierden la fe cuando conocen otras concepciones que aprueban y profesan otras personas. De hecho, lo único que pierden es su ingenuidad. Creían que habían escuchado a Dios, y solamente les había hablado su cura. ¡Nadie puede creer sólo en un cura! El cura forma parte de la Iglesia discente, no de la docente. Si tenéis fe en un solo cura, perderéis la fe por causa de otro. ¡A ver si encontráis a dos que estén verdaderamente de acuerdo! Hemos de darnos cuenta de que nunca acabaremos de instruirnos; de que en el evangelio y en el mundo hay infinitamente más que lo que ya hemos comprendido; de que la fe no nos tiene encerrados en una fórmula, sino que nos mantiene elevados hacia Dios y hacia una revelación infinita.

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Es ilusorio pensar que se cree en un dogma por el hecho de recitar su fórmula, como es también una ilusión pensar que se conserva la fe imponiendo una fórmula de fe. El que lee el menú, todavía no ha comido: lee una fórmula nutritiva, pero no se ha alimentado de ella. Lo mismo pasa cuando se recita el credo: no por ello se hace un acto de fe. Por otra parte, el fiel no cree «en lo que cree la Iglesia»; no cree nunca más que en lo que cree él mismo, esto es, en lo que ha comprendido de lo que la Iglesia le ha dicho. ¡Y quizás no sea mucho! Me diréis: «Pero usted cae en el subjetivismo completo: ¡una verdad para cada uno!» — Todo pensamiento es evidentemente subjetivo. La realidad es objetiva, pero sólo la alcanzamos a través de nuestra subjetividad. No todo es «nuestro» en lo que captamos, pero tampoco es todo del objeto. 141

La prueba de que hay una verdad objetiva es que nosotros mismos, a veces, estamos seguros de que progresamos hacia ella: cuando comparamos dos estados de nuestro pensamiento, nos damos cuenta de que no hacemos más que compararlos entre sí, confrontarlos con una realidad que sirve para desempatarlos, y de la cual dependen. Jamás poseo la verdad, pero estoy a veces seguro de que me acerco a ella. Puede ser que otras veces esté cierto de que otro está equivocado: cuando reconozco en él una etapa de pensamiento que comprendo muy bien, porque fue en otro tiempo la mía, y que luego superé por unas razones que, evidentemente, mi oponente todavía no ha percibido.

nunca reemplazarnos. Y cuando uno me describe las suyas, me introduce y me hace progresar en las mías, lo cual demuestra que hay una realidad que nos corresponde a nosotros dos. Por eso, todo credo es una confidencia: supone que conocéis ya a aquel de quien se os va a hablar, porque es imposible darlo si no lo conocéis todavía. Pero puede ayudaros a reconocerle para que podáis dar a vuestro alrededor el testimonio de que sigue vivo, en la actualidad, aquel que nos enseña a todos.

Y esto es real en la verdad religiosa más que en cualquier otra. No digáis: «Yo tengo la fe; yo tengo la verdad». Porque la verdad, para los cristianos, no es una cosa, sino alguien. «Yo soy la verdad». Y a una persona no se la posee: se entra en relación viva con ella, y esa relación fluctúa, progresa o se debilita, pero nunca llega a agotarse. Porque una persona es un ser que tiene mucho más porvenir que presente o pasado. Y nunca acabaremos de abarcarla. ¡Y Dios es además una persona infinita! Creer no es prestar el asentimiento a unos hechos o a unas ideas; es entrar en contacto con una realidad divina. Creer en Cristo no es creer que haya existido, actuado o hablado de tal manera, sino que es percibir una realidad espiritual a través de los hechos del pasado como a través de los hechos del presente. Búsqueda personal e indefinida, en la que los demás pueden ayudarnos con sus experiencias, sus reflexiones, sin poder 142

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II HUMANISMO Y EDUCACIÓN

9 LA FELICIDAD

Nos vamos a plantear la siguiente cuestión: el cristiano ¿es un hombre, una mujer feliz? ¿vuestra fe os hace más expansivos, más adaptados, más lúcidos entre vuestros contemporáneos, o por el contrario es para vosotros un peso, un estorbo? Si quisiéramos usar de los métodos científicos, empezaríamos definiendo la felicidad. Podríamos intentarlo; pero esto no tiene mucha importancia, puesto que todo el mundo tiene cierto concepto, o mejor dicho, alguna experiencia de la felicidad. Lo que importa no es la definición teórica, sino el sentimiento que tenemos. Pero, puesto que hay que empezar por ahí, os diré que para mí la felicidad es el estado de aquel 147

que ha encontrado el sentido de su vida y que ha establecido unas relaciones armoniosas con su ambiente, sobre todo con su familia y su trabajo. A mi juicio, el mayor progreso, la evolución decisiva del siglo xx, consiste en haber comprendido, por primera vez quizá en la historia de la humanidad, que nuestras relaciones amorosas son verdaderamente el criterio y la cima de nuestro valor personal. Quiero decir lo siguiente: hasta ahora, los hombres anteriores a vosotros no han tenido más que una finalidad, ganarse la vida, trabajar mucho, entregarse a su profesión, y además tener en casa una mujer y unos hijos, puesto que conviene fundar una familia. El fin de los hombres: el trabajo, la creación. Y vosotras, las mujeres, hasta el presente no habíais tenido más finalidad que la procreación: traer hijos al mundo, educarlos, pasar la vida en el hogar, soportar un marido intermitente y distraído, aguardando siempre su venida para servirlo como a dueño. He dicho: «hasta el presente», hasta la llegada de un mundo nuevo. Porque acaba de producirse algo extraordinario: la humanidad ha comprendido que no podrá alcanzar su valor más elevado ni en sus profesiones ni en sus ocupaciones, sino en sus relaciones amorosas; y por consiguiente, ante todo, en sus relaciones conyugales, paternales y maternales. ¡Se trata de algo nuevo! Y es lo que nos ha demostrado la ultima encuesta del «París-Match». Diez mil respuestas de los jóvenes a esta pregunta: ¿De qué depende vuestra felicidad? «Ante t o d o de nuestro matrimonio». 148

Pues bien, sobre todo para los hombres, es interesante tenerlo en cuenta. Hasta ahora el hombre no ha sido plenamente humano, ni plenamente adulto. Hasta ahora el hombre estaba vuelto hacia el mundo, entregado a su trabajo, enfrentado con la materia, victoriosamente; pero en sus relaciones personales, "en su matrimonio, y especialmente en su paternidad, estaba todavía muy lejos de su verdadera situación. La mujer estaba plenamente comprometida por los vínculos del matrimonio, la mujer aceptaba plenamente sus responsabilidades familiares. El hombre generalmente (y recalco, generalmente) se quedaba al margen, sin comprometerse profundamente. Fuera, en su empleo, con sus camaradas, se sentía a gusto, jovial, expansivo, servicial. Pero en familia parecía un invitado, un observador, un aficionado, ¡casi podíamos decir que un arbitro! El gran progreso moderno consiste en que el hombre ha tomado conciencia de que lo más importante de este mundo son sus relaciones familiares. Por ejemplo, lo que el concilio ha determinado es que la finalidad del matrimonio no consiste sólo en tener hijos, sino también en ion entendimiento entre los esposos: algo que tienen que crear el uno con el otro, el uno en el otro, el uno por medio del otro. Y que el nacimiento de los hijos no es más que una expresión de este entendimiento, de este amor de los esposos. Pues bien: ¡esto es algo nuevo! Sobre todo para los 'hombres. El progreso decisivo para las mujeres consiste en que toda mujer debería tener un oficio, una profesión, una profesión en el sentido más amplio de la palabra: 149

una dedicación al mundo, un interés universal; y entonces los hombres y las mujeres podrán ser verdaderamente iguales, colaboradores y complementarios. Que la mujer no tiene que ser solamente esposa y madre, sino que tiene que serlo, ya que sin ello no hay familia, pero extendiendo su maternidad, su responsabilidad y su amor más allá de su hogar, a todos los hombres y a todos los niños del mundo. Esa es la felicidad en el mundo moderno. Un hogar en donde el hombre no sea el dueño de la mujer, en donde los dos sean iguales y colaboradores, viviendo según las dimensiones del mundo. Cuando os caséis vosotras, muchachas, no os caséis nunca con un adorador. Y cuando os caséis vosotros, muchachos, no os caséis jamás con una adoradora. Al principio esto es muy bonito; pero pronto empieza a parecer monótono. Casaos con un colaborador, con una colaboradora. Con alguien con quien podáis trabajar y construir un hogar, creando de esta manera vuestra felicidad por medio de vuestro entendimiento. Con dos caracteres que sean muy diferentes (a veces uno se pregunta cómo unos caracteres tan distintos pueden llegar a entenderse), con dos caracteres que sean diferentes, se puede construir algo en lo que cada uno de los dos pueda aportar algo propio. Ese es el hogar moderno y, a mi juicio, la felicidad moderna. Pero no pienso hablaros de la felicidad en general; se trata de plantearnos una cuestión cristiana. Yo soy sacerdote...; entonces os preguntaré: —El cristianismo ¿es una ayuda para conseguir esa felicidad? ¿O es acaso un estorbo? 150

1 He de reconocer que para muchos, y durante mucho tiempo, el cristianismo ha sido un obstáculo. Hay en el cristianismo, en cierto cristianismo, un dolorismo, o sea un culto al sufrimiento, una búsqueda de tristeza, desconfianza ante la vida, la carne, la alegría: esto es jansenismo. Por desgracia, el jansenismo es la herejía que más nos ha perjudicado en los últimos siglos. Casi podríamos decir que nuestros padres han sido educados en el jansenismo. Una señal segura de jansenismo: los beatos y los librepensadores están de acuerdo: ambos piensan que todo lo que es religioso resulta también estúpido: y que todo lo que es agradable, no es religioso. Es curioso: los beatos y los librepensadores están totalmente de acuerdo: y entonces, los beatos escogen vivir una vida desagradable que les asegure el cielo —¡por lo menos así se lo imaginan!— y los librepensadores escogen vivir una vida más bien agradable, un «hoy» que vale más que un mañana incierto; y por eso renuncian filosóficamente al cielo. Por otra parte, la perspectiva de encontrarse en el cielo con los beatos hace su pérdida más soportable. Pero hemos de protestar precisamente contra ese principio en el que están paradójicamente de acuerdo los beatos y los librepensadores. No es cierto que la 151

religión resulte estúpida y que las cosas divertidas no puedan ser religiosas. Si así fuera, me imagino que tendríais el suficiente sentido cristiano para dejar de ser cristianos. El cristianismo es esencialmente una buena nueva: conviene que insistamos en estas dos palabras. El evangelio es en primer lugar una nueva: el cristianismo es una novedad. Os aseguro que la mayor parte de nosotros todavía no la conocemos. Hemos sido educados en un deísmo, en un deísmo volteriano: «no hay reloj sin relojero...» Creemos en el Dios de la naturaleza, pero a Jesucristo lo conocemos poco. El evangelio lo conocemos muy poco. Creo que la mayor parte de las personas que tenéis a vuestro alrededor no son cristianos; por eso, el mejor servicio que podéis hacerle a un joven moderno es decirle que el cristianismo no es eso que él ha aprendido, no es eso que él ha vivido, es otra cosa distinta: ¡que es nuevo! ¡que es una buena nueva! ¡una alegre nueva! El cristiano tiene que ser un mensajero de alegría. A pesar de nuestro aspecto tantas veces fúnebre, nuestros curas, somos mensajeros de alegría, testigos de resurrección, portadores de una buena nueva. Cristo nos ha dicho: «He venido para que tengáis en vosotros mi propia alegría y para que vuestra alegría sea perfecta». «Volveré a veros. Y vuestro corazón se alegrará. Y esa alegría nadie os la podrá arrebatar». En esto establecía una distinción entre los paganos y los cristianos. Decía: «Vosotros me veréis, pero el mundo no me verá; porque el mundo no conoce más que lo que ve, lo que oye; pero vosotros me conocéis porque yo vivo y vosotros viviréis». 152

Para mí, el cristiano es uno que vive de Cristo, que está animado por Cristo, que está habitado y vivificado por Cristo. Y esto no es muy frecuente. Fijaos en ese aspecto dolorista del cristianismo: la cuaresma; ¿no sabéis que hay dos cuaresmas?... Sí. Cuaresma quiere decir: cuarenta días. Hay una cuaresma de compasión, de mortificación. ¿Verdad que la conocéis? Lo que no sé es si la celebráis vosotros... Pero hay otra cuaresma distinta, una cuaresma de alegría, una cuaresma de resurrección, de ascensión. Cuarenta días entre la pascua y la ascensión. Y hasta cincuenta entre la pascua y Pentecostés. Pentecostés quiere decir cincuenta días. Pues bien: comparad esas dos cuaresmas en el cristianismo. Solamente oís hablar de la primera. Y fijaos bien: la cuaresma de tristeza, la cuaresma de compasión, de amargura, es una institución puramente humana. Para Cristo la pasión duró tres o cuatro días; pero nosotros hemos puesto cuarenta, porque para exigirnos nunca hay suficiente tiempo. Y la cuaresma de alegría, los cuarenta o cincuenta días de alegría, es de institución totalmente divina; sin embargo, nos hemos olvidado de ella. Ordinariamente, a partir de pascua, la vida de la mayor parte de los cristianos está de vacaciones, de vacaciones de pascua. Puesto que ya no podemos mortificarnos más, ya no podemos hacer nada religioso. Puesto que ya no podemos afligirnos con Cristo, ya no podemos hacer nada por él. El está ya arriba, en el cielo, con su medalla de trabajo y su pensión por V*

servicios prestados. Y nosotros, seguimos viviendo nuestra pobre vida hacia abajo... ¡es un escándalo! ¿Verdad que sabéis que hay un camino de la cruz en el cristianismo? ¡Ya lo creo! Yo solamente tengo una objeción contra el vía-crucis: que termina mal, que Jesús se queda muerto y enterrado. Y allí acaba todo. En los antiguos vía-crucis había quince estaciones: todo termina con la resurrección. Eso es el cristianismo: «la tristeza que se transforma en gozo», la muerte que acaba en resurrección, el pecado que se convierte en feliz pecado. ¿Conocéis acaso un camino de alegría en las iglesias? Porque existe un camino de alegría. Sí, Cristo lo ha instituido. También hay estaciones de Cristo resucitado en las que pacientemente, cariñosamente, intenta que se vayan parando sus apóstoles para librarse de la certidumbre desesperada de que el mundo es malo, de que todo va mal, de que todo termina en fracaso; en las que pacientemente, cariñosamente, va intentando despertarles a su presencia, iluminarlos con su alegría, convencerles de su resurrección. No tenemos ese camino de alegría en nuestras iglesias; ¡y ya lo creo que lo necesitamos! Os voy a plantear una pregunta a cada uno de vosotros: ¿ante qué imagen de Dios rezáis? ¿cuál es el rostro de Cristo que habéis escogido para orar delante de él? Yo he visto muchas habitaciones de jóvenes: todos se esfuerzan en tener algo personal, algo inventado: excepto la imagen de Cristo. Es lo único que han heredado, porque es lo único que no les interesa, un mueble heredado de los padres, que no han escogido ellos; y lo que es peor, la imagen de Dios ante 154

la que rezáis es siempre un crucifijo, ¿no es verdad? Para ti Cristo es un crucifijo. Y entonces os digo: vuestra religión ¿es que no tiene pascua? Es una religión que no ha pasado de la muerte a la vida. No ha pasado de la tristeza a la alegría. ¿Por qué os habéis apegado al calvario? ¿creéis que es por fidelidad a Dios? No; ha sido por fidelidad a vosotros mismos, a vuestras tristes ideas sobre la religión. Nuestra religión es una religión de resurrección. Entonces, procurad encontrar un Cristo resucitado... Es verdad que hay un dolorismo en la religión cristiana, pero ésa no es la verdadera religión. Esa no es la religión de Cristo. Cristo ha dicho: «Cuando os amáis, no tenéis más remedio que sufrir; pero vuestro amor triunfa de todos los sufrimientos. Os sentiréis felices por sufrir. Es mucho más feliz amar sufriendo que no amar y no sufrir por ello». Decidme lo que habéis elegido: ¿no amar y no sufrir o amar y sufrir? El cristianismo consiste en que nos sintamos felices amando, felices aceptando muchos sufrimientos, superando los sufrimientos con el amor que pasa por encima de todo. Y ésta es una religión de alegría. ¿Es ésa vuestra religión? Todos debemos amar y nos creemos capaces de un gran amor. Pero solamente podemos aprender a amar y aprender a sufrir en el correr vulgar de cada día. Porque sabemos que amar es hacernos vulnerables a aquellos a quienes amamos, perder nuestra independencia y abdicar de nuestro egoísmo. 155

Nos hace daño comprobarlo: cuando damos, nos quedamos sin nada...; a todos nos gustaría poder darnos y seguir teniéndonos a la vez... El sufrimiento no es un deber, como se imaginaban los partidarios de la religión dolorista; pero es natural al amor arrastrar sufrimiento. Hay que entrar en el mundo del otro (¡cuántos esposos no han entrado jamás en el universo de su mujer! ¡y cuántas esposas no han entrado en el universo de su marido!); y para ello hay que salir de nuestro propio mundo, queriendo la felicidad del otro, y abandonando la preocupación por nuestras cosas. Hemos de hacernos vulnerables en la parte más sensible de nuestro propio ser, negarnos a defendernos, a aislarnos en nuestro egoísmo. Hemos de preferir sufrir con el otro, por el otro. Y esto es más doloroso que meternos en nuestra soledad. Y creemos que un amor verdadero acaba siempre obteniendo algo, transformando algo, salvando al ser que se ama de esa manera. Pero, en fin, pasemos al segundo punto.

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Es la parte principal. En la parte anterior decíamos que hay una cierta concepción del cristianismo que lo opone a la felicidad. Desconfiad de una religión del dolorismo, de la 156

tristeza, del miedo... Hay dos cosas que Jesucristo les reprochó a sus apóstoles: el miedo y la tristeza. «¿Por qué tenéis miedo». «No tengáis miedo». «Hombres de poca fe, ¿por qué tenéis miedo?» «¿Por qué lloras?» «¿En qué pensabais por el camino que estabais tan tristes?» «Y el muchacho se marchó lleno de tristeza». «Yo he venido para que conozcáis la alegría». ¿Por qué? Porque el miedo y la tristeza son la señal de una falta de fe. Tu tristeza es la medida de tu apego a ti mismo. Y tu alegría es la medida de tu fe en Dios. Tomad medidas, queridos amigos. ¿Cuál es la medida de tu alegría? Apego a Dios. ¿Cuál es la medida de tu tristeza? Apego a ti mismo. Un mal cristianismo os empequeñecería. La peor herejía cristiana es creer que la religión se hace por medio del sufrimiento. Todavía hay muchos que lo creen así. Me lo dijeron hace muy pocos días; hablaba de una doctrina de alegría y me contestaron: «Y entonces ¿qué pensar del sufrimiento, señor cura?; ¿qué va a quedar del sufrimiento?; ¿no es acaso el sufrimiento el instrumento de la redención?» ¡Es escandaloso! Solamente hay un instrumento de redención: el amor. ¿Creéis que era el sufrimiento lo que le faltaba a la humanidad cuando Cristo vino a salvarla? ¡Lo que le faltaba era el amor! Todo lo que Cristo ha venido a enseñarnos se resume en amar. En amar fielmente, en amar a pesar del sufrimiento, en seguir amando siempre. Y estad seguros de que salvaréis a todos los que améis bastante. Esa es la cruz: estar seguros de salvar incluso a los que nos crucifican. Para una mujer, para un marido, esto tiene una significación muy profunda. Para un padre, para una madre, esto tiene un sentido. Que la mujer esté segura de 157

salvar a su marido, aunque le haga sufrir. Que el marido esté seguro de que salvará a su mujer, aun cuando le haga sufrir. Que los padres estén seguros de que salvarán a sus hijos, queridos amigos, aunque de momento les hagan sufrir. Pero pasemos a la segunda parte, para ver cómo la religión está perfectamente de acuerdo con la felicidad del hombre. No hay nada tan humano y tan feliz como amar. ¿Estamos de acuerdo en este punto de partida? Pues bien, toda la religión cristiana es una religión de amor. Lo dije al principio: vuestra felicidad más profunda, más auténtica, estará determinada por vuestras relaciones personales. ¿Tenéis una relación de amor con los que os rodean? Pues bien, la religión cristiana es una religión de amor. Al menos estaréis de acuerdo en esto: «Amaos los unos a los otros...» «Que ellos sean uno...» «En esta señal se conocerá que sois mis discípulos...» «Si os amáis...» «Fijaos cómo se aman...» ¿Estáis de acuerdo en este punto de partida? Pensad unos momentos: Dios es el único ser humano. El hombre no es humano. Ni la mujer... (los hombres no saben amar. No son fieles. No tienen perseverancia. Los hombres y las mujeres tienen ganas de amar; pero en seguida se desaniman). El príncipe de Ligne, un libertino, decía estas terribles palabras: «En el amor solamente son deliciosos los comienzos. Por eso, yo siempre vuelvo a comenzar». El hombre no sabe amar. Tiene que aprender lo que es amar. Lo que Cristo ha venido a enseñarle a la 158

humanidad no es a sufrir: ya sufría antes de que él viniera. Ha venido a enseñarnos a amar, a amar fielmente. Lo que tenemos necesidad de .aprender, no es a desencarnarnos, a deshumanizarnos, sino a hacernos más humanos. Dios nos lo ha enseñado haciéndose hombre: Dios es el ser más humano del mundo, porque es amor y no hay nada tan humano como amar. Lo que Dios nos ha venido a enseñar es a amar de verdad, a realizar esa experiencia extraordinaria de comprometernos totalmente con un ser, lo mismo que él se comprometió totalmente con el mundo. Eso es lo- que significa nuestra religión. Entonces, tu porvenir religioso consistirá en hacerte más humano. Amar: establecer unas relaciones más fraternales, más amigables, más solidarias con los que nos rodean. No elevarnos por las nubes, ni ponernos a volar por el cielo, sino hacer que el cielo llegue hasta el mundo, de modo que tengamos para con todos un amor activo, eficaz, fiel hasta el sacrificio. Hay personas que me dicen: «¡Ah, señor cura, yo soy demasiado humano para ser cristiano!», y entonces le digo: «¿Es usted demasiado leal, demasiado generoso, demasiado entregado, demasiado inteligente para ser cristiano?» —«No, no es eso lo que quiero decir». ¿Crees tú de verdad que, al hacerse uno humano, deja de ser cristiano? No hay más que un medio para convertirse a Dios: hacerse hombre como él. Dios se ha manifestado en el hombre, Dios es muy humano. Sabe amar, y nos convida a amar perfectamente como 159

él, Dios nos invita a humanizarnos. Para mí, humanizarse y divinizarse es exactamente lo mismo, porque no hay nada tan divino como amar, y no hay nada tan humano como amar. De esta forma yo he realizado una unificación total entre mi porvenir humano y mi porvenir religioso. Yo creo que cuanto más avance hasta los hombres y más cerca esté de los hombres, más cerca estaré de Dios. ¿Y vosotros? ¿Habéis realizado esta unificación en vuestra vida? Lo que le dais a un hombre no se lo quitaréis jamás a Dios. «Lo que hagáis con el más pequeño de los míos, a mí me lo hacéis». La religión cristiana es eso: el amor de Dios y el amor del hombre formando un mismo mandamiento. Es lo mismo. Esos dos mandamientos son iguales, desde que Dios se ha hecho hombre. Esto no quiere decir qué hayan de desaparecer las vocaciones religiosas. Esto quiere decir solamente que hay que consagrarse a todos los hombres y a todas las mujeres en vez de consagrarse a unos cuantos. Este es el significado de la vocación religiosa: una disponibilidad total. Pero no hay una disponibilidad total a Dios, si no hay una disponibilidad total a todos los hombres, a todas las mujeres y a todos los hijos. Dios no se reserva nada para sí: Dios da todo lo que tiene. Los que se consagran a él, él los consagra a la humanidad. Porque Dios es un Dios que ha amado tanto al mundo que envía a su Hijo (a ti, que también eres su hijo) a su hija, a todas vosotras, al mundo jara salvar al mundo. Y no hay otra religión. Un cristiano tiene que sentirse a gusto en el mundo. Amará tanto más al mundo cuanto más ame a Dios. Desgraciadamente, la paradoja moderna, al haber enseñado y al haber vivido mal la lección cristiana, UO

consiste en que los ateísmos modernos, el marxismo, el existencialismo, son muchas veces doctrinas de salvación. El marxismo intenta ser un humanismo. «¿El existencialismo es un humanismo?» Y esos existencialistas, esos marxistas, que se han consagrado al hombre, que tienen fe en el hombre, dicen que no tienen fe en Dios. Pero, ¿por qué? Porque muchos cristianos que tienen fe en Dios, no tienen fe en el hombre. Creen en un Dios que los salva y se desinteresan del mundo, huyen del mundo, se evaden del mundo. Esos malos cristianos, como los marxistas, ignoran al único Dios verdadero. ¿Cuál es el Dios verdadero? He dicho, paradoja moderna, que los que tienen fe en el hombre no tienen fe en Dios; y que los que tienen fe en Dios no parecen tener mucha fe en el hombre. Ambos ignoran al verdadero Dios, al Dios que ha amado tanto al mundo, que ha enviado a su Hijo al mundo para salvar al mundo (esto quiere decir: Dios nos ha dado lo mejor de sí mismo, Dios se ha solidarizado totalmente con nosotros, con nuestro sufrimiento y nuestra debilidad: Dios nos ama). Para nosotros, los cristianos, amar a Dios es amar al mundo. Creer en Dios es creer en el mundo de hoy. Estar enamorado de Dios es estar enamorado de nuestra época. Esperar en Dios es esperar en la salvación del mundo, hacer de este mundo un mundo en el que habite la justicia y en el que nos amemos los unos a los otros... ¿Creéis en esto vosotros?, ¿lo esperáis? En esto p r e cisamente seréis cristianos. Entonces, os pareceréis a vuestro Dios. Y yo os digo que Dios, en su religión, 161

tiene que sentirse terriblemente solitario porque no hay muchos hombres que piensen como él.

son de la verdad, los que están a favor de la justicia, los que aman con un verdadero y fiel amor».

Los cristianos son aburguesados, conservadores; han cambiado el Padrenuestro: en vez de decir: «Señor, venga a nosotros tu reino» (se trata del deseo más revolucionario del mundo: «que venga»..., esto es, que cambien todas las estructuras), dicen: «Que tu reino tan bonito se siga manteniendo en nuestra nación: así nos quedaremos tan contentos».

Pues bien, nuestro Dios tiene seguidores por todas partes. Cuando yo quiero ser una de esas personas que aman la verdad, la justicia, que aman «en verdad», estoy seguro de que encontraré la felicidad.

Hay otra oración revolucionaria: los cristianos rezan (sin que nadie crea en ello): «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». ¿Qué quiere decir esto? Que esta tierra se convierta en un cielo, que esta tierra se convierta en un lugar en donde se realice la justicia, donde todos se sientan hermanos, en donde todos se respeten y se amen entre sí. Pues bien, la mayor parte de los cristianos están seguros de que esto no sucederá jamás. Se imaginan que se ganarán el cielo diciendo cosas en las que no creen, como si fuera muy meritorio contarle cuentos al Señor...

En el cristianismo no hay más que un mandamiento, uno sólo: todo ha sido unificado; se trata del mismo mandamiento: ama de verdad a tu hermano y amarás a Dios. Es eso todo el cristianismo; no hay otro. Esas palabras del evangelio iluminan todo lo demás, iluminan a todo hombre que vive en este mundo. El hombre, cualquier hombre, ha sido llamado por Cristo. «Todo hombre que practica la justicia ha nacido de él». «Está a favor de la verdad, escucha mi voz». «El que ama, es amado por Dios y conoce a Dios». «Son de Dios y son de Cristo todos los que 162

En el fondo, ¿de qué sirve la religión? Hay dos errores opuestos entre los que hay que navegar y en medio de los cuales se encontrará al verdadero cristianismo. Error de izquierda: no hay más que la vida presente, no hay otra vida, no hay inmortalidad de las almas, no hay resurrección de la carne, no hay más que este mundo. Pues bien, si esto fuera verdad, todos deberíamos desesperarnos: ¿para qué empezar a amar si todo se va a interrumpir tan pronto?; ¿para qué crear algo y trabajar por la felicidad de la humanidad si la humanidad son unos hombres que han de morir conmigo? Algún día la tierra se hundirá vacía y muerta, un astro muerto; como decía el biólogo Jean Rostand:.«¿qué importancia tiene frente a las galaxias el que los hombres hayan vivido y hayan dejado de vivir, el que hayan sido felices o desgraciados, el que hayan vivido mucho o largo tiempo, si todo ha de pasar en el universo dentro de unos millones de siglos lo mismo que si no hubiese pasado nada?» Este es un pensamiento de ateo, un pensamiento desesperado. Seguramente habréis leído el libro El tiempo de un suspiro de Anne Philippe, la mujer de Gérard Philippe; Gérard y Anne eran ateos, pero se amaban de verdad. Gérard tenía cáncer, y Anne se lo ocultaba; 163

murió a los tres meses, y ella escribió su diario, el diario de los meses aquellos en que ella sabía que su marido iba a morir y los primeros tiempos después de la muerte de su marido. Aquel instinto natural de pensar que el amor tenía que subsistir, de que él vivía todavía, de que ella no podía vivir sola, de que ella no podía creer que él había muerto. Y aquella respuesta descorazonadora del ateísmo: sí, ha muerto, se está pudriendo bajo la tierra... Mirad a ver si podéis creer eso, si podéis creerlo y seguir siendo felices... Me gustaría veros al mismo tiempo ateos y felices. Me gustaría veros asegurando que es el cristianismo lo que os impide ser felices. Por un lado está el ateísmo; no hay más que la vida presente. Y por el otro lado está el falso cristianismo: yo espero una vida futura, «mañana se afeitará gratis»..., seamos desgraciados aquí abajo y seremos felices allí arriba. Si el que cree esto fuese lógico, podría decir: cuanto más nos fastidiemos aquí abajo, más méritos tendremos allí arriba. Y si fuese totalmente lógico: fastidiemos a los demás..., y así les prepararemos una excelente bienaventuranza... Eso es lo que hacemos, amigos míos. Pero no es eso precisamente lo que nos manda el evangelio. El evangelio dice: «Amémonos los unos a los otros, hagámonos felices los unos a los otros». Entonces estamos entre dos errores: — Por un lado, no hay más que una vida presente; — Por otro lado, «cuando vaya al cielo... al cielo, al cielo, al cielo, sí... un día... iré...» 164

Ojalá no haya ninguno de vosotros que quiera ir a ese cielo. *

El cristiano no cree en la vida futura. Haced el favor de entenderme bien. El cristiano cree en una vida eterna, que es algo totalmente distinto. La vida eterna no es una vida futura; la vida eterna ha comenzado ya. Vosotros estáis en la vida eterna, habéis comenzado vuestra vida eterna. Entonces planteamos esta cuestión: ¿Tenemos en nuestra vida algo lo suficientemente bueno que queramos eternizar? ¿Habéis experimentado la vida eterna? La mayor parte de los cristianos creen en la vida eterna lo mismo que Marta cuando decía: «Sí, mi hermano resucitará el último día». El último día no me interesa; lo que le interesa a un hombre moderno es vivir ahora, la vida presente, actual. Y sin embargo los cristianos creen en una vida eterna, que está ya aquí. Entonces me pregunto: ¿Tienes ganas de eternizar tu vida? ¿Conoces en tu vida algunos momentos tan dichosos que tengas ganas de vivirlos para siempre? ¿Amas lo bastante a alguien para desearle la inmortalidad? ¿Amas a alguien hasta el punto de querer pasar la eternidad con él? ¿Lo has encontrado ya? Estás en la tierra para encontrar con qué amueblar tu eternidad... 165

En el infierno también se espera una vida futura, el infierno está enlosado de «buenas intenciones» para el mañana...; en el infierno se sigue esperando cambiar de profesores, de clases, de estudios; se espera cambiar de padres, se espera que cambie la mujer, que cambie el marido; se espera cambiar de mujer o cambiar de marido...; los solteros esperan casarse. Y los recién casados esperan... quedarse viudos. ¡En el cielo se espera que todo esto dure! ¿Y tú? ¿Estás en el infierno? ¿Esperas que las cosas cambien? ¿O estás en el cielo? ¿Esperas que esto dure, porque has encontrado algo que pueda durar? Cuando les hablo a personas casadas, les digo: «Señoras, señores, no tenéis que imaginaros que el cielo sea una larga vacación conyugal, no: ¡estaréis siempre unidos! ¡estaréis siempre así!» ¡Y hay que ver las caías que ponen!... Se imaginan que han sufrido bastante ya en este mundo y que merecen verse libres allá arriba. Y les digo: «No, habéis empezado ya vuestra vida eterna; entonces, intentad hacer las paces en seguida para que vuestra vida no sea un infierno...» Morir es abrirse a aquello de lo que hemos vivido en la tierra. Y tú, ¿de qué vives? ¿Vives del dinero? ¡Tendrás dinero..., pasarás la eternidad en la caja fuerte de un banco! ¡será bonito! ¿Vives de la carne?, ¡tendrás carne, tendrás contactos innumerables sin amor, innumerables titubeos en medio de las tinieblas sin encontrarte nunca con alguien a quien ames lo bastante para que te libere de ti: una buena muchacha, un 166

buen chico, alguien que te libere de ti mismo y con el que puedas ser feliz, para siempre! ¿Vives de ti mismo? ¡entonces te tendrás a ti mismo, te saborearás a ti mismo durante toda la eternidad! ¡ya verás qué bonito! Sartre lo describe muy bien cuando dice: «yo creo que esto es beber sin sed un vaso de cerveza caliente, hasta tragarlo del todo. Es mi propio sabor, no es muy bueno, pero es el mío...; mi olor..., un mal olor, pero es el mío...» Y así durante toda la eternidad. ¿Vives de amor, de cordialidad, de creación, de interés, instruyéndote continuamente? Fíjate por ejemplo en tus estudios, ¡qué oportunidad! ¿Es eso lo que vas a hacer durante toda la eternidad?... ¡Sería el colmo!; mi único deseo es aprender algo. Ese es el porvenir de un ser humano: superar lo que se ha aprendido, avanzar siempre. Acabo de llegar del Canadá y allí me he encontrado con algo maravilloso: un pueblo que se abre a la cultura. Todos van a la universidad. Hay allí muchos más adultos que jóvenes; hay muchos más alumnos en los cursos vespertinos que durante el día. Al conductor de un taxi le dije: «Qué, ¿cómo va eso? ¿qué hace.usted?» —«Voy bien; estoy en el tercer año de universidad. Dentro de otros siete años habré hecho el licenciado». ¡Era un hombre con una ventana abierta al mundo! Dime: ¿dejarás alguna vez de aprender? Lo más terrible que hay en tus estudios es que son unos estudios impuestos; eres esclavo de tus estudios y entonces no tienes más remedio que manejar el freno. Pero, 7¿7

cuando seas libre, espero que estudiarás por gusto, por curiosidad, por elección propia, alegremente. No hay nada más hermoso: aprender algo que no se sabía. .. San Pablo dice: «la fe, la esperanza, pasarán; la caridad permanece». Hay algo tuyo que eternizar: tu manera de amar. Eternizará todo lo que ames bastante. Entonces, pregúntate: si murieras esta tarde, ¿qué te llevarías contigo? ¿a qué estás tan apegado que quieras necesitarlo eternamente? Sé muy bien que a vuestra edad la respuesta es terrible: ¡pocas cosas! Os aseguro: toda vuestra juventud, toda vuestra vida consistirá en buscar algo con qué amueblar vuestra eternidad. Yo creo que en la eternidad haremos todo lo que nos guste hacer, a lo que nos hayamos aficionado, todo lo que hayamos descubierto, todo lo que busquemos, todo lo que ambicionemos. Espero que os convirtáis en hombres universales. Necesitáis todos los deportes, todas las ciencias, todas las artes y todos los amigos. Espero que seáis hombres universales, mujeres universales; entonces tendréis con qué amueblar y ocupar vuestra eternidad. Solamente conozco una moral cristiana: haz lo que quieras, pero haz algo tan bueno que puedas hacerlo siempre. ¡Qué complicado! ¿verdad? Cuando digo: haz lo que quieras, ¿qué es lo que quieres hacer? ¿qué harías si pudieses hacerlo todo? Pero añado: haz algo tan bueno que puedas hacerlo eternamente. Lo que tienes que eternizar es tu amor. Tu capacidad de redención es tu capacidad de amor: 168

¿lo has comprendido? Te llevarás contigo todo aquello a lo que te hayas aficionado bastante... Cuando yo era joven, se predicaba una moral de desprendimiento: había que desprenderse de los amigos. ¡Pero ya estamos bastante despegados! También estáis maravillosamente despegados de las matemáticas... del latín..., de las ciencias...; sois un modelo de personas despegadas. Podíamos besaros los pies. Tenéis la santidad del desprendimiento. Lo malo es que también empezáis a despegaros de vuestros padres..., etc. Entonces, el verdadero problema consiste en que os apeguéis. ¿Estáis bastante apegados? Porque solamente podréis eternizar aquello a lo que estéis bien apegados. Me acuerdo de aquella chica: tendría veintitantos años; estaba a punto de morir y su confesor la animaba con todas las frases clásicas: «Hija mía, renuncia a todo. Hija mía, piensa en el cielo; el Señor te está esperando. Hija mía, renuncia a todos tus afectos terrenales...»; ella estaba allí, inmóvil, y luego en un momento determinado salió de su coma y dijo: «No se moleste usted; no tengo nada, ni a nadie». Entonces el cura tuvo, por aquella vez, una reacción sincera; la miró y se dijo: «Es escandaloso; a los veintiséis años esta chica no tiene ningún afecto; no ha encontrado nada que amar, no ha encontrado a nadie a quien darse, no ha encontrado nada por lo que interesarse en el mundo y se va a presentar delante del creador diciendo: "Señor, puedes quedarte tú con tu creación..."». Por eso, aquella muchacha no murió, no era digna de morir, no era capaz de morir, no tenía nada que eternizar. Y todavía sigue viviendo... 169

No hay que prepararse para morir, amigos míos; es algo muy fácil. A veces la solución de los jóvenes es la siguiente: «Me pego un tiro. Prefiero desaparecer». Vuestra edad es la edad del suicidio, es la edad en que uno no está tan apegado a la vida, porque todavía no ha encontrado nada a qué apegarse en ella. Poco a poco nos vamos apegando a la vida, no por lo que la vida nos da, sino por lo que le damos. ¿Habéis comprendido? Y vosotros todavía no habéis dado mucho. Por eso os digo: no hay que prepararse a morir. Hay que prepararse, es mucho más difícil, a vivir siempre... Cada uno de vosotros está lanzado a una vida eterna. La vida para nosotros no es más que una apariencia. ¿Tienes con qué vivir para siempre?-¿Podrás ser feliz para siempre? Contéstame a dos preguntas: ¿amas tu trabajo? ¿amas tu existencia? No tienes más amor a Dios que el que tienes a tu existencia; no amas a Dios, no respetas bastante a Dios, si no amas ni respetas tu trabajo. Porque no tienes más amor ni más respeto a Dios que el que tienes a tu voluntad sobre ti, que el que tienes a la misión que Dios te ha confiado. Y solamente tienes esa misión: convertirte en un individuo que valga, convertirte en una mujer capaz de ejercer una misión en la sociedad y en la familia. Ese es el único medio que se te ha dado. ¿Es eso lo que haces?... Eres responsable de tu eternidad. Lo único que te pido es que vivas como si tuvieses que vivir siempre. Empieza tu vida eterna. Puebla tu vida. Puebla tu universo. Cultiva todos tus gustos. Ábrete ampliamente a este mundo. 170

Nosotros, los cristianos, creemos en la resurrección de la carne; y ya sabéis lo que esto quiere decir: que la felicidad celestial será una felicidad humana. Que continuaréis allí arriba lo que hayáis empezado a hacer aquí. Lo esencial es lo que dice san Juan: «La vida eterna consiste en conocerte a ti, el único Dios verdadero y a aquel a quien has enviado, Jesucristo, el hombre-Dios, que está presente en cada uno de los que nos rodean». A ese Dios es al que tenéis que respetar, al que tenéis la misión de hacer que aparezca, ya que en todos los que están a vuestro alrededor él está esperando a que lo adivinéis para crecer en ellos. Si tratáis a vuestros padres y amigos con bastante amor, con bastante fe, con bastante respeto, asistiréis a muchas apariciones, a revelaciones extraordinarias. Dios está entre nosotros; y si la vida eterna consiste en conocer al único Dios verdadero, y a aquel que ha enviado, al hombre-Dios, aquellos que tengan este conocimiento y este amor sin haber recibido ningún gozo en este mundo, tampoco lo tendrán allá arriba. Si admitieran a los condenados en el cielo, serían tan desgraciados como las piedras: se pasearían como vacas en la iglesia, sin tener en qué pacer; serían como sordos en un concierto mirando a todos los demás: «¿por qué están tan extasiados, mientras que yo no oigo nada? ¿cómo pueden ser felices esos individuos?» No están preparados para estar en ese mundo. Morir es abrirse a aquello de lo que hemos vivido en la tierra. Tu vida eterna ha empezado; tienes que ser feliz inmediatamente o no lo serás nunca. Ya tienes lo esencial: a Dios. Dios vive, Dios está contigo, puedes conocerlo, puedes vivir de amor ahora, y entonces vivirás siempre de amor. Y si no vives ahora de ese 171

amor, no podrás vivir jamás. Sí no eres feliz ahora, no lo serás jamás. Lo esencial ha comenzado: ya estás en la vida eterna; estás encargado de amueblarla, de llenarla, de iluminarla. Tu misión consiste en hacer algo tan bueno que pueda durar para siempre...

COLOQUIO

P.—Es imposible amar a los que están a nuestro alrededor, amar a todo el mundo, ¿entonces? R.—Amar a un ser es esperar en él siempre. No se ama nunca a un ser tal como es, porque todos están llenos de defectos. Amar a un ser es esperar en lo que es capaz de convertirse, cuando sea amado. La definición más hermosa que conozco de una persona es la siguiente: una persona es alguien que tiene mucho más porvenir que pasado. Pero ese porvenir no se revela más que cuando se ama. Amar a un ser es crearlo, es ayudarlo a que sea lo que tiene que ser. Si habéis crecido, es porque se os ha amado. Vuestros padres os han amado, desde el principio, pero no porque fuerais «buenos». Un niño sabe tragar, gritar y moverse. Pero hasta llegar a ser gente simpática y admirable como sois, os tienen que haber amado mucho. A veces, hacia los quince o los dieciséis años, los hijos dejan de amar a los padres; es la edad en que ellos creen que los conocen. Cuando uno cree que conoce a un ser, ya no lo ama. Cuando un marido cree que conoce a su mujer, cuando una mujer se atreve a juzgar a su marido, a clasificarlo, ya no lo ama. ¿Por qué? Cuando unos padres creen que conocen a sus hijos: 172

«Ya sé lo que vales; eres un holgazán; me acordaré siempre de lo que has dicho; jamás me olvidaré de lo que has hecho», en ese momento los padres dejan de amar a los hijos; porque, cuando se cree conocer a una persona, se la trata como a una cosa. A una cosa se la puede conocer; una cosa puede ser catalogada. Pero una persona es tan distinta de lo que ha sido hasta ahora, que siempre tiene mucho más porvenir que pasado. Amar a un ser es creer en él, creer que es capaz de cambiar; por eso, hacia los quince o dieciséis años, muchas veces, un chico o una chica se confían a un profesor, a un amigo, a cualquiera que crea en él y que le permita crecer. Solamente puede uno crecer cuando alguien cree en él; nunca se crece bastante para los que nos aman. Quizá, por eso, la mayor parte de vosotros, ante algún forastero resultáis admirables y vuestros padres reciben felicitaciones por vosotros en las familias de vuestros amigos: «¡Qué cariñosa es vuestra hija! ¡Qué simpático es vuestro hijo! ¡Cómo le gusta ayudaros! ¡Qué estudioso! ¡Es extraordinario!» Es que, en las familias de los demás, todavía creen en vosotros, todavía esperan, y entonces vale la pena crecer. Y todo el cristianismo es precisamente eso: hay que amar a un ser, no porque sea bueno sino porque tiene necesidad de nosotros para hacerse bueno. Cuando amáis a un ser, realizáis el acto más creador y más verdadero del mundo. Os basáis no en lo que es ahora, sino en lo que es capaz de llegar a ser. Tiene necesidad de ser amado para serlo. Y el único medio es ése, amar a todo el mundo. ¿Verdad que sí? Cada uno de vosotros, cuando no sois amados, cuando estáis en un ambiente donde no se os ama, tenéis un carácter agrio, no hacéis nada. 173

Pero cuando estáis en un ambiente en donde se cree en vosotros, en donde os sentís amados, estimados, sois capaces de todo. Pues bien. Los demás son lo mismo. En este sentido podemos decir que hay que amar a todo el mundo, porque esperamos en ellos.

P.—Cuando usted ha dicho que la vida eterna es la continuación de la vida terrena, ¿hablaba verdaderamente en serio? ¿Cree usted de verdad que continuaremos lo esencial de nuestra vida terrena? R.—Yo he dicho: morir es abrirse a aquello de lo que hemos vivido. Habrá una apertura; habrá por tanto un cambio, pero secundario; lo esencial permanece. Y lo esencial es tu manera de amar a los que has amado. Tú serás feliz por tu capacidad de redención; y esa capacidad es tu capacidad de amor. Incluso podría deciros el aspecto que tendréis en la eternidad: tendréis el rostro de vuestro amor. Ahora vuestro rostro es más hermoso o más feo que vuestro corazón.. Pero allí será exactamente el de vuestro amor. La prueba la tenéis en el evangelio, en Cristo resucitado, Al principio, la Magdalena lo tomó por el jardinero; los discípulos de Emaús por un caminante; los apóstoles, en la pesca milagrosa, por un extranjero, por un desconocido en la orilla. Pero luego, poco a poco, al ver qué fraternal, qué amigable, qué alegre, qué indulgente, qué servicial, qué profundo era para con todos, se fueron diciendo: ¡es él! ¡no puede ser más que él! «Y no se atrevían a preguntarle quién era, porque sabían que era el Señor». 174

Pues bien, con vosotros todos los que os hayan conocido y amado dirán al principio: ¿quién es ése? ¿quién es esa chica tan simpática? ¿ese muchacho tan bien plantado? No os reconocerán en seguida. Pero luego dirán: sí, ya me encontré con uno que me habló como ése, con uno que era tan simpático, tan fraternal, tan servicial. Ya me encontré con uno que era tan bueno... ¡tiene que ser él! ¡No puede ser más que ella! ¡Es todavía más él que nunca! ¡Se ha convertido en más ella que nunca! P.—¿Cree usted que desaparecerán los defectos que ahora tenemos? R.—Sí, es eso precisamente lo que pienso del purgatorio. Es que ninguno de nosotros es actualmente capaz de ser uno mismo. O sea: todos vosotros queréis ser alguna cosa; pero eso todavía no ha penetrado en todo vuestro ser, en todas las provincias de vuestra persona. Hay una falta de unificación en cada uno de vosotros. Pues bien, eso es lo que se producirá en la muerte. Pero esencialmente quedaréis unificados, o bien en el sentido de vuestro amor, o bien en el sentido de vuestro desamor: en ese último caso, sería la condenación. P.—¿Y la cuestión de la existencia del mal? Usted habla de felicidad; pero ¿cómo explica que una madre de diez hijos pueda morir dejando a todos sus pequeños abandonados? R.—Es una cuestión que habría que tratar a fondo, ver la posibilidad de compaginar el sufrimiento con Dios. En breves palabras os diré lo siguiente: 175

Dios ha querido un mundo en donde pueden producirse cosas que él abomina. Dios ha querido que el hombre sea lo bastante libre para poder introducir en el mundo cosas que él no quiere. Dios ha querido crear un ser capaz de resistirle, de oponerse a él: el hombre. Y la muerte ha entrado en el mundo por el hombre, por la voluntad del hombre. Dios no ha creado la muerte. Leed el libro de la Sabiduría: la muerte es la consecuencia del pecado del hombre. La muerte, el pecado, el sufrimiento, han entrado en el mundo por la voluntad del hombre, contra la voluntad de Dios. Pero no hay que decir que Dios lo permita, quedándose como un espectador pasivo. Dios lucha contra el sufrimiento, Dios lucha contra la muerte, e inspira a todos los que sois enfermeros, médicos, biólogos, a los que algún día serán sacerdotes, profesores, ingenieros, para luchar contra el sufrimiento, para luchar contra la muerte. Dios ha soportado tan mal la visión de la muerte y del sufrimiento de los hombres, que ha venido a sufrir y a morir para permitirnos resucitar. No es él el que hace morir a los hombres, sino el que los resucita. Leed el evangelio: Cristo no mata a nadie. Pero hay algunos cristianos infelices, equivocados, aunque bien intencionados, que escriben en sus esquelas mortuorias: «Quiso Dios llamar a su servidor». Y se imaginan que dicen algo cristiano. ¡Como si a Dios le gustase eso...! Leed el evangelio: Cristo llora por la muerte de Lázaro; Cristo grita contra su muerte; Cristo es el que «con grandes gritos y lágrimas ofreció sus súplicas a aquel que podía salvarnos de la muerte». Y Cristo sufre por nuestras separaciones y por nuestros llantos hasta el punto de que ha venido a prometernos que algún día nos volveremos 176

a unir. Cristo no es el que mata; es el que resucita. Habría que poner en las esquelas mortuorias: «Cristo nos reunirá algún día con fulano de tal que acaba de morir por falta de amor, por culpa de los suyos, por la falta de organización de los hombres». Si se consagrase tanto dinero a la investigación contra el cáncer, contra la leucemia, como se consagra a la bomba atómica... Estamos a punto de encontrar el remedio contra el cáncer, el remedio contra la leucemia... ¡Pero faltan créditos! Somos nosotros los responsables del mal. Y somos los que tenemos que poner remedio al mal, inspirados en la caridad de Cristo que quiere una redención contra el sufrimiento y contra la muerte. La muerte será el último enemigo que será vencido, dice san Pablo. Somos nosotros los responsables de la humanidad. Dios nos trata como a hombres. Pero Dios no quiere la muerte. Dios devuelve el hijo a su madre, la hija a su padre, el hermano a sus hermanas. Dios muere para poderos resucitar. ¿Por qué decís entonces: «Quiso Dios llamar...»? La culpa de que haya ateos la tienen los malos cristianos. Esas fórmulas están favoreciendo el ateísmo. Si Dios fuese así, yo sería ateo. Pero yo conozco a Dios y por eso creo en él: Dios ha venido a morir para resucitarnos. Dios no mata a nadie. P.—Hace un momento acaba de decir que la muerte es una apertura; entonces, ¿por qué rezamos por los muertos? R.—Ninguno de nosotros morirá exactamente en el estado en que le gustaría estar. Rezamos por los 177

muertos que están en el purgatorio. Os voy a explicar el purgatorio de dos maneras: La primera es su presentación popular. La segunda manera, su presentación un poco más profunda y religiosa. Primero: presentación popular del purgatorio. El purgatorio es un lugar en donde uno es feliz, está seguro de que es feliz, está seguro de que irá al cielo. El purgatorio es un lugar al que se va porque uno quiere. Uno no va al purgatorio, al cielo, al infierno, lo mismo que va un saco de patatas a una despensa. Cada uno de nosotros estará donde quiera estar. Cada uno está al lado de su propio dinamismo. Suponed que os vestís para ir de fiesta: el señor se pone su smoking, la señora su vestido blanco; y he aquí que, al bajar del coche, a la puerta de la casa adonde vais invitados, caéis en el barro; vuestro amigo está allí esperándoos y os dice: «Aprisa, ven, que te voy a presentar a todo el mundo». —«Espera un momento; ¿dónde puedo retirarme? ¿no hay un poco de agua para poder limpiarme?» Entonces, por piedad, por misericordia, vuestro amigo os permite que no os enfrentéis con los demás invitados y que vayáis a adecentaros un poco. Luego, cuando ya estáis preparados, os presenta de buen grado a los concurrentes. Eso es el purgatorio. Una gracia, una oportunidad, que ninguno de nosotros podemos rechazar, puesto que raramente somos aquello que nos gustaría ser. Otra formulación: cuando estés en presencia de tu Señor, ante la mirada de Cristo, a quien verás por primera vez, te darás cuenta de repente de que Cristo te conoce y te ama en una profundidad a la que tú 178

jamás has tenido acceso. Y entonces se produce lo siguiente: esas enormes zonas de ti mismo en las que tú te complacías, de suficiencia, de vanidad, de pretensión, se desinflan irremediablemente ante esa mirada; por el contrario, esas grandes zonas de ti mismo que ignorabas, que habías ocultado en un rincón, florecen maravillosamente bajo esa mirada amorosa, porque todos crecemos ante los seres que nos aman. Y esa transformación será dolorosa. ¿Cuánto tiempo durará? No lo sé. Pero eso es el purgatorio. Es que ninguno de nosotros, probablemente, se ha convertido nunca en lo que le gustaría ser. Los muertos conocen una transformación intermedia, y por eso rezamos. Porque en todo momento, cuando uno está enfermo, cuando sufre, lo importante es que se vea rodeado por los que le aman. Y una oración es eso precisamente: un acto de amor, una presencia de amor ante aquellos que están en dificultades. Se nos pide que no dejemos solos a los muertos en el momento en que se están transformando. No rezamos por los que están ya en el cielo, sino por los que están'padeciendo una transformación dolorosa y feliz. Que se vean ayudados, rodeados. Es como una operación: la operación es algo doloroso y feliz. ¿No os parece? En aquel momento le gusta a uno verse rodeado por los que le aman.

P.—¿Cuál es la causa principal del suicidio? R.—La causa principal del suicidio es que uno es inteligente. Y reflexiona. Mientras uno vive sin reflexionar, se siente a gusto con la masa, vive en plena armonía con el conjunto, se siente arropado, tiene las mismas ideas que los de175

más. Desde el momento en que empieza uno a reflexionar, se va haciendo cada vez más abstraído, o sea, se retira del rebaño, de la clase, de la familia: se siente solo. Entonces se plantea uno cuestiones terribles: ¿quién me ama? ¿quién me conoce? ¿para qué soy necesario? ¿qué finalidad tiene mi vida? ¿qué es lo que tengo que hacer? ¿quién me necesita? ¿quién sentiría mi desaparición? Os voy a proponer una cuestión que se plantean los suicidas: si el amor de los que os aman más en el mundo fuese creador, vuestros padres, vuestros maestros, vuestros amigos, si su amor crease vuestra personalidad, quedaría poco de vosotros mismos, ellos ignoran lo esencial de vuestra personalidad. ¿No os parece? Pues bien, cuando uno tiene en cuenta todo esto, se dice: ¿me mato, o no me mato? Yo he pasado horas enteras mirando por el balcón y diciéndome, a los quince o los dieciséis años: todo esto ¿para qué? Este es el primer momento de reflexión. Luego, cuando lo habéis superado, os decís: yo quiero servir para algo; hay seres que tienen necesidad de mí. Os aseguro que uno no se apega a la vida por lo que la vida le da, sino por lo que él le da a la vida, a las personas de las que uno se ha hecho responsable. Y cuando hay alguien que' tiene necesidad de uno, entonces acepta seguir viviendo. Esa es la única razón. P.—¿Y el infierno? R.—El infierno es la expresión del respeto que Dios tiene a la libertad. Yo les hablo del infierno a los hombres modernos. Les hablo del derecho que tienen a condenarse. Si no hubiese infierno, el cielo sería un campo de concentración. 180

Pero si el cielo, como os he explicado, es algo que uno hace por sí mismo, porque le gusta, porque se siente feliz de estar allí, es preciso que los que no aman tengan también el derecho de marcharse a otra parte, que los que no quieran amar (las vacas en la iglesia), los que no quieran estar allí, los que no entienden de música, tengan derecho a marcharse adonde no haya concierto. El infierno es la expresión del respeto que Dios tiene a tu libertad. Hay dos clases de gente: los que le dicen a Dios: «Padre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», y aquellos a los que Dios acaba diciendo: «Amigo mío, amiga mía, que tu voluntad se haga en el infierno como en la tierra». El hombre hará siempre su voluntad. Dios respetará siempre la voluntad del hombre; jamás obligará a nadie a amarlo, o sea, ar ir al cielo. Jamás mantendrá a nadie en el infierno, si no quiere estar allí. Cada uno va adonde le place ir. Dios ama a los condenados, lo dice santo Tomás; Dios ama a los condenados, son los condenados los que no aman a Dios. Los condenados son como una casa al sol, un chalet en la montaña, pero que tiene las puertas y las ventanas cerradas, por las que no hay ni posibilidad de que un solo rayo de sol pueda penetrar. Si el sol penetrase a la fuerza, atentaría contra su libertad; entonces Dios, por respeto, no los obliga. Tenéis que escoger. Si creéis que los condenados querrían ir al cielo y que Dios los rechaza manteniéndolos en el infierno, tendréis que ser ateos. Un hombre se hace ateo cuando es mejor que el dios en quien cree. Vosotros no haríais nunca semejante cosa al que quisiera salir del infierno. Muchos hombres son ateos, porque se imaginan mal el infierno. 181

No es verdad que los condenados quisieran ir al cielo y que Dios los rechace. La verdad es que Dios ama a los condenados, que Dios es amor, que ellos no son amor, no aman al amor. Entonces Dios, por respeto, por piedad, los deja tranquilos. ¿Qué queréis que haga Dios por los condenados? ¿que los salve en contra de su voluntad? ¡Serían más desgraciados en el cielo! ¿Que les dé una nueva oportunidad? Yo creo que se las ha dado todas. Murió precisamente por eso. ¿Qué es lo que puede hacer entonces? ¿dejarlos tranquilos? Eso es lo que ha hecho. En efecto, hay una terrible tranquilidad en el infierno: no se ama a nadie, y nadie se siente amado. Es una tranquilidad terrible. Dios los deja tranquilos: ése es el destino del infierno. El hombre no tiene solamente la capacidad de condenarse; le gusta condenarse. ¿Condenarse? Todos vosotros sabéis lo que es: preferir ser desgraciado uno solo antes que ser feliz con Dios y con los demás. ¿Lo habéis probado alguna vez? Todos los placeres sombríos de un corazón melancólico, las novelas negras, el humor negro..., el gusto por la soledad: «Yo soy desgraciado, pero prefiero seguir siendo desgraciado solo, antes que ir con todos esos...» ¿Habéis conocido esto alguna vez? Un niño sí que puede comprender lo que es la condenación: está allí, totalmente solo, en un rincón; le han dicho: «No vuelvas hasta que pidas perdón». La madre se siente a disgusto, suspira, le mira. El padre está molesto, los hermanos le están esperando, pero él sigue allí: «Antes morir que pedir perdón; aunque reviente, no les pediré perdón». Sabe que todos le están aguardando, sabe que él mismo se sentiría más a gusto pidiendo perdón, que 182

hasta le darían el mejor trozo del pastel, que los demás también se sentirían más contentos; pero prefiere ser desgraciado él solo. El infierno consiste en continuar viviendo lo que se ha vivido en la tierra. ¿Está claro? P.—¿Y la resurrección de Lázaro? ¿y la de Jesús? R.—Lázaro es distinto. La de Lázaro no es una verdadera resurrección, sino una reanimación. Lázaro tuvo que morir después; no es así como resucitaremos nosotros. Lázaro no vivía una vida eterna cuando resucitó, puesto que tuvo que morir después. Hay una diferencia enorme entre la resurrección de Lázaro y la de Jesús. Cristo nos ha dicho: desde ahora, los que vivan mi vida, o sea una vida de amor, no verán jamás la muerte. Vivirán por siempre de eso. Lo que vive de Cristo en vosotros no verá jamás la muerte. Vivirá para siempre: ésa es la vida eterna. Pero la vida meramente física morirá; porque carece de importancia. Entonces ¿vives tú bastante de Cristo?; esto es ¿una vida de amor? Tener el gusto de la vida eterna, saber lo que es vivir una vida eterna. Cristo no ha resucitado de entre los muertos más que para hacer signos, signos sensibles, para afirmar que tenía el poder de resucitar verdaderamente de los muertos. Pero los verdaderos muertos que resucitó, no eran cadáveres. ¿Seríais capaces, vosotros, de vivir una vida que tenga que durar para siempre? Reconoceréis seguramente que muchos no sabéis lo 183

que es eso. No sois lo suficientemente felices, no habéis encontrado todavía algo de qué vivir para siempre; pues bien, esa clase de resurrección es la que Cristo os presenta a cada uno de vosotros. No os pregunto si creéis en la resurrección. En el fondo es lo mismo: ¿tenéis la experiencia de una resurrección? ¿habéis resucitado ya?; ¿hay alguien que os ame lo suficiente para resucitaros cuando os creíais perdidos, deshechos, convertidos en polvo, para resucitaros, para reconstruiros, para dar un nuevo sentido a vuestra vida, una fe, unos estudios, un camino, una carrera?; ¿hay alguien que os haya perdonado ya lo bastante para que hayáis podido conocer, después del perdón, una alegría desconocida antes de haber pecado?; ¿cuántas veces habéis rectificado en vuestra vida? Uno se siente feliz cuando sabe que puede vivir así para siempre. ¿Habéis conocido una vida después de vuestra resurrección? La señal de que habéis resucitado es que comprobáis que estabais muertos. Mientras uno está muerto, no se da cuenta de nada: quizá sea éste el caso de algunos de vosotros. Cuando uno está muerto, se siente bien, no siente daño, no sufre, no se da cuenta de nada; molesta quizás a los demás un poco con el olor, pero el propio olor no le molesta a nadie. Cuando uno ha resucitado, se da cuenta de que estaba muerto y dice: ¿cómo he podido vivir así durante dieciocho años? No creía en nada, no amaba a nadie, no esperaba nada, vivía tranquilamente sobreviviendo a mi verdadera dimensión. ¿Cuántas veces habéis resucitado así? Cuando hayáis experimentado una resuirección, empezaréis a creer en ella. Conoceréis la resurrección de los demás y empezaréis a creer en una vida eterna. Cuando uno resucita, conoce una 184

vida que puede llevar para siempre. Esa es la vida que Cristo da. Una vida de resucitado quiere decir una vida eterna. Es lo mismo. P.—¿No cree usted que si nos hubiesen dicho la verdad con toda sencillez cuando éramos niños, no nos hubiésemos extraviado luego? R.—Es verdad. Pero también a mí me enseñaron hace ocho o diez años cosas que han evolucionado completamente. Lo que ha pasado en la Iglesia, en el concilio, ha sido una especie de examen de conciencia, de confesión pública de la Iglesia. Ella no presentaba debidamente a nuestros contemporáneos el verdadero rostro de Cristo; tenía que transformar su rostro. Tenía manchas y arrugas. Para presentar a nuestros contemporáneos un rostro de Cristo vivo, joven, eterno, ha hecho un inmenso esfuerzo, que es el que hemos tenido que hacer nosotros en la enseñanza que os presentamos. Todos tenemos que mejorar nuestra enseñanza religiosa y volver a aprender nuestra religión. Vuestros padres también están seguros de que lo que aprendieron de jóvenes era terrible y triste, y que lo mejor que han aprendido tuvieron que aprenderlo por sí mismos. Entonces, aprended vuestra religión. Leed los libros que van apareciendo. Estad al corriente. Hay una corriente magnífica de vitalidad cristiana, a partir del Vaticano II. Ateneos a esto y dejad las fórmulas caducas. P.—¿Qué utilidad tienen la misa y los sacramentos para la felicidad del hombre? 185

R.—La misa y los sacramentos son algo secundario. Ha sido un tremendo error cristiano el hacer de la práctica frecuente de los sacramentos la prueba y el signo de una vida cristiana. Eso es absolutamente falso. Los sacramentos no son más que medios. ¿Cuál es el fin de la vida cristiana? «Amaos los unos a los otros». ¿Está claro? Entonces, los sacramentos son los medios para alimentar esta vida. Los sacramentos son la comida. Nunca os juzgarán por el número de vuestras comidas, aunque esto es indispensable. Fijaos bien: no os aconsejo que no frecuentéis los sacramentos. Cuando digo que las comidas no son lo esencial de la vida, no quiero decir que no vayáis a comer. Cuando digo que los sacramentos no son lo esencial del cristianismo, no quiero decir que dejéis de comulgar, de confesaros. Pero lo esencial del cristianismo es el amor que aptendemos en los sacramentos. Para mí, la misa es Cristo servicial, humilde, que me da su pan, que me reparte su pan, que hace un gesto que todo el mundo debería aprender: repartir su pan con los que no tienen. En la misa, Cristo me da su pan, me enseña la caridad, la bondad, la humildad, la servicialidad; se pone al servicio de los demás. Y entonces yo me empapo del gesto de Cristo, me lleno de la caridad de Cristo para que, al salir, vaya a repartir mi pan.

los pecados? Reconstruir en nosotros todo lo que el pecado había destruido. Cuando habéis pecado, no podéis tener confianza en vosotros mismos. Entonces, Cristo te da la confianza, haciendo que su confianza se convierta en la tuya. Cuando has pecado, has dejado de tenerte respeto a ti mismo. Entonces Cristo te trata con respeto, para que su respeto se convierta en respeto a ti mismo. Y cuando te has transformado de esta manera, cuando sales, te has hecho capaz de ir a amar y a perdonar a los demás, a lavar sus llagas, a perdonar sus pecados; «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Entonces, para mí, los sacramentos son un aprendizaje. Y el aprendizaje es indispensable. Pero no es lo esencial. Lo esencial es lo que venga después. Cuando sales de la iglesia, entras en otra iglesia, la del mundo, para dar las gracias que has recibido. En la iglesia aprendes a amar, pero amas luego. En la iglesia recibes las gracias, pero tienes que darlas luego. En la iglesia recibes el perdón, para que luego perdones. En la iglesia Cristo te da su pan, para que fuera repartas el tuyo. ¡Eso es lo esencial! Porque si has compartido bien el pan de Cristo, has aprendido a repartir el tuyo. ¡Muchos cristianos se contentan con repartir el pan de Cristo sin aprender nunca a repartir el suyo!

¿Y la confesión? Cristo me lava los pies. Con todo respeto, Cristo va curando mis llagas, suaviza mis heridas, quita mis suciedades, me trata con respeto, con amor, con confianza. ¿Sabéis lo que es el perdón de 186

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CREER EN EL PROGRESO

El hombre vale lo que vale su esperanza, porque ésta mide su dinamismo vital. Un hombre sin porvenir no es hombre. La edad real de un ser se determina por la orientación de sus intereses: el porvenir, el presente, el pasado... ¿Qué sentimiento suscita en vosotros el ofrecimiento de un nuevo año? ¿Una lesión, una nostalgia, un recuerdo, una amenaza de envejecimiento? ¿Qué significa el tiempo para vosotros? ¿Una monotonía, la repetición de lo que ya se ha producido, o más bien una maravillosa promesa de renovación, de desarrollo, de descubrimiento? 189

Para nosotros, los cristianos, el tiempo es la oportunidad de divinización del hombre. Entonces, ¿cómo es que la mayor parte de los creyentes son conservadores, pesimistas y profetas de desdichas ante la búsqueda y las iniciativas de nuestros contemporáneos ? Una de las causas es, sin duda alguna, su representación falsa del pecado original. Un cristiano se siente obligado a creer que el mundo está tarado, en decadencia, que regularmente viene un montón de fuerzas malas a aniquilar sus esfuerzos y a estropear sus empresas. Desde la infancia nos han metido en la cabeza la idea de la mancha original, de una herida incurable, de una culpa universal, de la vanidad de toda esperanza, ya que siempre volveremos a caer, y tanto más bajo cuanto más hayamos querido elevarnos. La mayor parte de los cristianos creen más en el pecado que en la redención y creen que Adán es más fuerte que Cristo, ya que el primero les arrastra consigo, a su pesar, en su caída, mientras que Cristo no los salva a no ser con su colaboración continua. Y si se les dice que, después del bautismo, ya no tienen ningún pecado original, sonríen amargamente y responden que se sienten cargados con todas sus consecuencias. N o se dan cuenta de que esas pretendidas consecuencias del pecado son las características naturales de todo ser que está hecho de carne y de espíritu. Que Dios podría haber creado al hombre en el estado en que se encuentra actualmente. 190

Pero, sobre todo, se olvidan de que el formidable impulso del progreso que ha despertado la evolución no parece, ni mucho menos, que se haya visto frenado por el pecado original. Es verdad que existe una solidaridad en el mal, pero ¿por qué se insiste continuamente en ella, y se ignora la magnífica solidaridad de los hombres en el bien y en el progreso? Mirad cómo ha evolucionado la humanidad desde los primeros hombres hasta nuestros días, y os convenceréis de que habita en ella una fuerza ascensional infinitamente más poderosa que sus tendencias maléficas. Es verdad que el hombre va avanzando con titubeos, con pausas, con retrocesos momentáneos, seguidos de retornos admirables y de llamaradas maravillosas. El progreso sólo se puede descubrir a gran escala: pero entonces resulta indiscutible. Nuestro planeta tiene una historia y es imposible comprender la existencia de un ser cualquiera, si no lo colocamos a la luz que brota de su ambiente. Después que la materia se hubo constituido en moléculas, después de la aparición de la vida por medio de la formación de células y de unos seres pluricelulares cada vez más complejos, después de la humanización de la vida, vemos cómo sigue avanzando la evolución en el destino de la humanidad. El hombre es el único ser en el mundo orientado enteramente hacia el porvenir. En el nivel de la materia podemos comprobar una degradación constante de la energía. 191

En el nivel vegetal y animal aparece un estancamiento extraño después de la profusión extraordinaria de géneros y de especies de las épocas prehistóricas. Nos vemos tentados a pensar que el Espíritu inventó y habitó un día aquellas formas de vida para intentar expresarse a través de ellas, pero que las ha abandonado para continuar su búsqueda a través de la conciencia humana solamente. Las plantas, los animales, los insectos, con sus civilizaciones tan perfectas y fosilizadas, son quizás los testigos y la profecía de lo que le sucedería al hombre si se apartase del porvenir y dejase que el impulso vital fuera perdiendo fuerza en él. Actualmente, el hombre es el único ser que prosigue la evolución. La especie humana está en plena expansión numérica, espacial, espiritual. El hombre es la fuerza mayor que actúa en el universo, que va dominando sobre todas las otras energías. No se ve ningún límite que pueda imponerse a su ambición. Ha sometido a todos sus concurrentes; ha ido mejorando progresivamente las condiciones de su existencia material y sus instrumentos físicos e intelectuales; ha modificado al mundo que lo rodea; se dispone a diseminar la vida por el universo (el astronauta en su cápsula se parece a una simiente, a un polen vagabundo que busca un terreno donde implantarse) y sobre todo ha transformado las relaciones humanas. Gracias a una concentración prodigiosa, la humanidad empieza a tener u n a historia común. Las cuestiones sociales que antaño se planteaban a nivel de la familia, del clan, de la ciudad, de la nación, se extienden hoy al planeta, a toda la especie humana. El hombre va superando irresistiblemente lo individual y lo partícula

lar; en la socialización, la liberalización y la fraternización van manifestando su pasión por lo universal. Se va despertando sordamente una conciencia planetaria y nos va haciendo a todos más sensibles, más atentos a lo que pasa en el Vietnam, en Cuba, en el Brasil, en Biafra, por encima de lo que nos concierne a nosotros solos. El hombre empieza a sentirse solidario y responsable del mundo y de los hombres y, por primera vez en la historia, dispone de los medios necesarios para cumplir sus responsabilidades. ¡Ojalá los artífices más decididos del progreso no sean solamente los hombres despreocupados de las influencias religiosas! ¡Ojalá los hombres de la redención dejen de sentirse obsesionados por el pecado! ¡Que los cristianos se reconozcan y se revelen responsables de todos sus hermanos! ¡Que las imperfecciones del presente no nos quiten nunca las ganas de trabajar por el porvenir! A escala de la evolución, unos cuantos miles de siglos no significan nada. Los hombres todavía tienen millones de años por delante. Nosotros somos los primeros hombres. ¡En 1970!

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11 EL PORVENIR ES DE LA FILOSOl'IA

El período que ha transcurrido en Europa desde 1830 hasta nuestros días podría definirse como una fase económica. Se preocuparon entonces sobre todo de las necesidades vitales de la humanidad media. El materialismo marxista se ha apoderado del mundo y del pensamiento, para lo mejor y para lo peor. Porque hay que reconocer que esas necesidades llamadas «materiales» eran tan evidentes y dolorosas que cualquier otra preocupación quedaba al margen. Incluso los apóstoles y los religiosos han proclamado que la liberación económica de la humanidad tenía que preceder a la evangelización. ¡Un estómago vacío carece de orejas! La primera salvación que hay que pro195

porcionar a uno que se muere de hambre, no consiste en enseñarle el catecismo, sino en darle de comer. * En la actualidad podemos decir que casi se ha alcanzado dicho objetivo. «La historia social del occidente desde 1700 hasta el año 2000, escribe Jfean Fourastié, se resumirá en el paso de una situación, en la que sólo podía subsistir una minoría de privilegiados, a otra situación en la que pudo subsistir económicamente toda la población». Es verdad que todavía no hemos llegado en esto a escala planetaria. Pero podemos decir que ya se han descubierto las técnicas necesarias. No se puede negar que hemos dado un paso decisivo por encima de todas las épocas anteriores: por primera vez, en la historia de la humanidad existe la posibilidad real de que se desarrollen todos los hombres de todo el mundo. Se ha dado un paso capital: somos capaces de asegurarle a cada uno de los hombres el mínimo vital indispensable para que pueda practicar la virtud, y disponemos de los medios para descubrir y combatir los condicionamientos que hasta ahora han impedido a la mayor parte de nuestros semejantes convertirse en seres libres y morales. Lo que se necesita ahora es que cada uno hagamos el uso más razonable de esta libertad. * 196

En esta coyuntura histórica es donde va a reaparecer para imponerse la importancia de la filosofía. Durante un siglo la filosofía se ha visto menospreciada y ridiculizada en provecho de las ciencias «exactas»; un estudiante de filosofía resultaba ridículo; tenía que titularse, por lo menos, en psicología o en sociología... Pero la evolución en curso va a liberarla de este injusto mal trato y va a colocarla de nuevo en el primer lugar, que es el lugar que se merece. Nuestros medios de acción se han desarrollado prodigiosamente. Liberados de la obligación de crearlos, empezamos a preguntarnos si vale la pena servirnos de ellos. El hombre, hasta ahora, ha estado absorbido por la lucha contra el hambre, el frío, el esfuerzo fatigoso. Hoy, al vislumbrar la victoria, se pregunta sobre su validez y también en qué podrá emplear sus energías. Nuestros medios son gigantescos; es el problema de los fines el que se plantea con mayor agudeza. El hombre que carece de zapatos o de pan vive con la esperanza de que todo cambiará, cuando se haya calzado y apagado su hambre. Pero el hombre bien vestido y alimentado es un ser desesperado, si no sabe en qué emplear sus facultades más amplias. Los valores y los intereses económicos han caducado. Esto es indudablemente lo que ha motivado las críticas más acerbas y la rebeldía generalizada en contra de la sociedad de consumo. Los hippies son la señal de que la humanidad está cambiando de orientación: ahora se dirige hacia la contemplación, el arte, la oración y los valores afectivos. Se trata de un progreso enorme. Han quedado resueltos los problemas del nivel de vida, que se plan197

teaban al ras de las necesidades vegetativas del individuo. El gran problema de hoy es el del género de vida, que se sitúa al nivel del carácter específico del ser humano. El hombre, finalmente, va a poder consagrarse, no ya a su supervivencia, sino a su humanización. En el fondo, han sido siempre las ideas las que han dirigido el m u n d o ; pero esas ideas se transmitían sin ser comprobadas, y los que vivían de ellas eran generalmente incapaces de formularlas y de discutirlas. Hoy, gracias al ocio, a la información, a la educación permanente, será posible por fin que cada uno reflexione sobre sus actos, y será necesario que el individuo y la sociedad se pregunten, no tanto sobre sus medios, como sobre la finalidad que han de buscar. Habrá que preguntarse cuál es el sentido de la vida humana, cuál es el tipo de hombre que la educación ha de formar, cuál es el grado de amontonamiento, de ruido, de cerebralización y de tensión nerviosa que puede soportar el hombre sin dejar de ser humano. El hombre se distingue del animal solamente por el hecho de plantearse cuestiones: se hace problema de sí mismo. El animal vive tranquilamente inmerso en el ambiente que lo rodea. El hombre es ese ser extraño que no se siente a gusto en su sitio, que cree que las cosas «no van sin más ni más», que sabe que hay una tremenda distancia entre el mundo y el hombre, entre el hombre tal como es y el hombre tal como debería ser.

a todo lo que nuestros ojos nos presentan. El árbol que crece, va siguiendo un modelo ya prefabricado: va volviendo a lo más profundo de sí mismo, hacia su forma antigua, intentando alcanzarla... Pero no; no son esas flores tan esplendorosas con lo que él soñaba; esas flores caerán; y de nuevo emprenderá con obstinación su sueño primitivo, su oscura búsqueda anterior. Y yo, tan cercano a mí mismo, tan interior, separado apenas de lo que soy, pero inaccesible a mí mismo hasta la muerte: yo veo, yo toco mi alma, ese alma de la que he caído y que sólo muy confusamente soy capaz de imitar... Siempre habrá entre nosotros mismos y nuestra alma una diferencia, una pequeña diferencia quizás, pero siempre descorazonadora. La ocupación más natural del hombre es la de someter a discusión al mundo, la de someterse a sí mismo a discusión. No puede vivir sin justificación y sin fe. Por eso, se abre para la filosofía y para la religión el período más bello de la historia: el período en que el hombre alcanzará su verdadera naturaleza, no ya la del «homo oeconomicus», sino la del animal religioso y el animal razonable.

Jacques Riñere ha escrito: Hay una especie de malestar, ligero pero constante, en cada una de nuestras empresas; no nos agarramos 198

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12 LA CRISIS DE LA JUVENTUD

No hay nada tan devorador como la necesidad de amar y de admirar. Los jóvenes sienten esta necesidad con una intensidad dolorosa, que constituye su verdadera nobleza. No pueden crecer si no encuentran una cosa o una persona hacia la que puedan elevarse. Y si esa aspiración esencial queda insatisfecha o burlada, buscan la venganza en la negación y en la rebeldía, utilizando todas las energías que habrían puesto en la aceptación y en la entrega. Cuando ese impulso vital empieza a decaer, el hombre «maduro» se dedica a ocupar y a decorar su existencia, y considera con extrañeza y reprobación esas grandes pasiones de la juventud que prefiere seguir haciendo estragos al ver que no puede ser útil para nada. 201

Esta crisis se muestra especialmente violenta en la actualidad, debido a diversos factores que diferencian a la juventud de hoy de la de las generaciones anteriores. El primer factor y el más importante me parece a mí que es el fallo de los adultos. Los padres de antaño eran unos hombres firmes, seguros de su autoridad y de sus convicciones; educaban a sus hijos en medio de un ambiente estable. También aquellos hijos, como los nuestros, les criticaban y reaccionaban contra ellos, pero tenían al menos la satisfacción, y me atrevería a decir la seguridad, de que chocaban con una sociedad sólida y de esta forma desarrollaban su originalidad en medio de unos cuadros resistentes. Hoy, basta con que los jóvenes se pongan a armar escándalo, para que los gobiernos caigan... Los padres, poco orgullosos del mundo que han creado, con más ganas de disfrutar de él que de transformarlo, poco seguros de sus creencias, inciertos sobre lo que han de exigir y de enseñar, ya no se atreven a oponerse a nada y dejan a sus hijos sin orientaciones, y sobre todo sin apoyo. Por eso los jóvenes se desligan del mundo de los adultos e intentan encontrar en su comunidad de angustia y de oposición un sostén que no tienen confianza de encontrar en otra parte. Un ejemplo vivo de esta esterilidad de los adultos es el envejecimiento de las ideologías. El comunismo tiene más de cien años y no ha surgido todavía nadie 202

para proponer a la juventud un partido político o una teoría social que movilice sus energías en la construcción de un mundo nuevo. El tiempo va acelerando sin cesar su curso. Pero la creatividad de los pensadores parece ser cada vez más lenta y más débil. Va creciendo incesantemente la distancia entre las situaciones y las necesidades, entre las ideas admitidas y las cuestiones planteadas. Los hechos corren más que las teorías; cuando éstas los alcanzan, ya es demasiado tarde. Desaparece el patriotismo nacional sin que lo haya sustituido todavía un patriotismo europeo o planetario. No se ha inventado una política de recambio entre el capitalismo conservador y un comunismo, más conservador todavía en algunas ocasiones, como se ha visto en Checoslovaquia. El colonialismo ha desaparecido. Pero todavía disminuye más aprisa la ayuda a los países del Tercer Mundo. No han cesado las guerras desde la paz de 1945, y la ONU parece haber renunciado definitivamente a su misión pacificadora y a su autoridad supranacional. La necesidad de reformar la universidad se ha presentado tan de repente, que todos han emprendido la reforma, pero sin preguntarse si no habrá descalificado quizás una larga incuria a los que legislan para poner remedio, y si unos abusos tan inveterados no habrán marcado quizás demasiado profundamente a los que tendrían que aplicar hoy unos métodos radicalmente renovados. 203

También fue ésta la aventura de la Iglesia en el concilio. Se ha intentado echar un poco de vino bueno en los viejos odres, y éstos se han manifestado como incapaces para recibirlo. El personal viejo se dedica a poner trabas a la renovación, en vez de dirigirla. Porque la crisis es grave sobre todo en el terreno religioso. Parece como si se hubiera establecido un cisma sin declarar entre dos porciones del pueblo cristiano, que se anatematizan entre sí y endurecen cada vez más sus posiciones. También aquí, y sobre todo aquí, faltan los jefes y la doctrina nueva. La masa parece ser mucho más consciente de este malestar que la jerarquía. Esta multiplica las advertencias, afirma su autoridad en vez de servirse de ella, concede alguna que otra reforma débil cuando ya no le interesa a nadie, intenta amortiguar los golpes y suavizar los movimientos en vez de desencadenar y de dirigir el gran movimiento de renovación, que es evidentemente necesario. La juventud está a punto de romper con el estado y con la Iglesia. Empieza a emigrar, sin guías, hacia la anarquía o la indiferencia. No la acuséis de orgullo o de corrupción. La juventud no destruye las ideas, ni las instituciones, ni los ídolos de los adultos. Lo único que hace es comprobar su nada.

13 LOS JÓVENES, PROFETAS DE UN MUNDO Y DE UNA IGLESIA NUEVOS No están éstos borrachos, como vosotros suponéis..., sino que es lo que dijo e] profeta: sucederá en los últimos días, dice Dios; derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas (Hech 2, 15-17).

«Cuando la juventud se costipa, decía Bernanos, el mundo entero coge una pulmonía». ¡Alegrémonos! ¡Los jóvenes nos dan calor! En todos los continentes, en todos los países, les hacen la vida difícil a los gobiernos, a las autoridades y a las instituciones, a las rutinas y a los pontífices. ¡Qué sorpresa ver cómo esta especie de movimiento llega a sacudir a unas sociedades cuya enormidad y complejidad organizativa parecían hacerlas invulnerables a la acción de los individuos! ¡Los jóvenes arman escándalo y los gobiernos dudan y a veces caen! ¡Nuestras todopoderosas burocracia y tecnocracia, que

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tanto en el este como en el oeste, manejan a los ciudadanos con una autoridad tanto más inexorable cuanto más impersonal, fracasan ante el esfuerzo de los estudiantes y escolares! ¡Qué alegría da ver cómo la juventud más mimada, la más selecta, la más preservada del mundo (la que no ha conocido ni guerras, ni privaciones: la primera en la historia humana que vive en medio de tanta abundancia de bienes y de posibilidades), ver cómo se levanta, cómo denuncia las doradas cadenas con las que muchos creían que la habían sujetado, cómo reclama la responsabilidad de su destino, la participación de todos en el poder, en el saber y en las riquezas de la nación! Incluso las organizaciones revolucionarias o reformadoras por naturaleza se han visto sacudidas violentamente y acusadas con razón de estar esclero tizad as; los jóvenes proletarios niegan su confianza a los sindicatos, lo mismo que los estudiantes a la universidad. También la Iglesia se ha visto afectada: ¡ella, que se proclamaba inmutable! La Iglesia ha esbozado en el concilio su autocrítica, su destalinización. Se ha abierto a las reformas. Es verdad que todavía no se ven bien las realizaciones prácticas de sus nuevos principios; sigue todavía obrando más por autoridad que por inspiración; y los mismos hombres, que habían intentado perpetuar los abusos, siguen estando en su sitio para diluir y diferir los remedios.

del clero, sino al revés; que todos son sacerdotes y profetas y tienen derecho a participar activamente en la vida y en las decisiones de su Iglesia! Sobre todo, nos hemos dado cuenta de que el rostro de la Iglesia actual no es el del evangelio (por eso repele, mientras que el evangelio atrae); que la manera concreta de vivir el cristianismo, tal como se había propuesto hasta ahora en las Iglesias, no expresaba lo esencial de la fe, mientras que muchos de los que no asisten a misa, ni frecuentan los sacramentos, ni acuden a sermones, viven e irradian esa fe; que la Iglesia, intoxicada de autoridad, de poder y de culto, ya no vive del soplo de revolución, de liberación y de alegría del evangelio; que ha dejado de ser la gran esperanza del pueblo; y que es necesario rechazar la imagen rutinaria, aburrida, opresora, que se nos había presentado hasta ahora. Un inmenso soplo de novedad y de esperanza está recorriendo el mundo. La juventud nos ha enseñado y nos ha demostrado de repente que todo es posible, que no hay que inclinar la cabeza y resignarse, sino que la energía resucitante de Cristo está siempre actuando; que todos esos jóvenes, chicos y chicas, que creíamos muertos bajo la eutanasia de la sociedad de consumo, no hacían más que dormir (Me 5, 39; Jn 11, 11). Parecían hombres pasivos, comodones, indiferentes, solitarios, y he aquí que se emborrachan con el deseo de la participación, de la libertad, de la solidaridad y de la fe.

Pero, ¡cómo ha despertado la conciencia cristiana! ¡Se ha descubierto que la Iglesia no era sólo la jerarquía, sino el pueblo; que los laicos no están al servicio 206

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Pero hemos de señalar aquí los límites de este magnífico resurgir, o por lo menos las condiciones de su éxito. Sería inútil esperar de los jóvenes solamente la renovación social, política, eclesial, que ellos creen indispensable. Los jóvenes se distinguen por la crítica; reaccionan con razón, y a veces con violencia, ante toda confiscación del poder, del saber y del tener por parte de unos en detrimento de los otros. Pero no pueden construir. La experiencia, la formación, la cohesión es algo que ellos no tienen: por eso no pueden resolver los problemas tan difíciles que plantea la creación de un nuevo tipo de sociedad, y hasta de civilización. Su inconformismo en el vestir, en la moral y en la conducta son una protesta contra las ideas recibidas, la expresión de un descontento, mucho más que una verdadera protesta en nombre de unas concepciones nuevas. Muchos de ellos no ven más allá de la urgencia (¡y hasta de la satisfacción!) de «tirar el tinglado», y profesan esa peligrosa utopía de que lo que venga luego, sea lo que fuere, no podrá ser peor que lo que han rechazado. Son tan lúcidos en la denuncia de los males que piden una revolución, como incapaces de imaginar el tipo de sociedad que hay que construir y de entenderse en la forma de construirla. Es curioso cómo el mes de mayo de 1968, cuando los estudiantes sacudieron a Francia y aplastaron al gobierno, se inspiró en los modelos del siglo xix: barricadas (¡en la era de los tanques!), banderas rojas (¡poco después de los sucesos de Checoslovaquia!), bandera negra de la anarquía, 208

deliberación permanente y soviets por todas partes. Como dijo Djilas, «al no haber logrado elaborar nuevos programas que tratasen eficazmente los problemas del mundo actual, adoptaron los objetivos y los ideales revolucionarios del pasado».

*

La revuelta de los jóvenes es la comprobación del fracaso de los adultos. El remedio no consiste en que los jóvenes tomen el poder, sino en que despierten todos los que se sientan responsables, que se esfuercen por comprender a los jóvenes y por colaborar con ellos en el descubrimiento de lo que buscan con una pasión tan ciega. La juventud actual es como Antígona ante Creón (según Anouilh): el viejo tirano puede aplastarla con su experiencia y su policía; puede incluso convencerla con su dialéctica de la inutilidad de su rebeldía; pero no por ello la atraerá a sus ideas y a la clase social que representa: ella quizás no sepa responderle ni demostrar la falsedad de sus ideas, pero preferirá morir antes que vivir en un mundo como el suyo. Quizás sea ése el testimonio profético de Jean Pattlach y de los jóvenes franceses que se inmolaron por el fuego. Cada época tiene los profetas que se merece; y la generosidad desesperada de esos jóvenes es la condenación de los adultos que no han sabido crear un mundo en don.de la juventud pueda desarrollarse. 209

Lo que exige de la Iglesia y de la sociedad el profetismo de los jóvenes es que, con toda su experiencia, su ciencia, sus tradiciones y su dignidad, se dejen finalmente contagiar por esa inspiración creadora. También un día Saúl partió para recuperar sus pollinas perdidas, se encontró con los profetas y «entró en delirio en medio de ellos». Y los testigos, al ver a aquel hombre respetable agitarse en medio de personas borrachas, dijeron en son de burla: «¿Qué le ha pasado al hijo de Quis? ¿Con que también Saúl anda entre los profetas?» (1 Sam 10, 11).

14 LIBERTAD Y OBLIGACIÓN EN LA EDUCACIÓN RELIGIOSA

¡Pero fue Saúl, el contestatario, el que liberó al país!

Los métodos modernos de educación, que se esfuerzan en despertar el interés, el gusto, la participación activa del niño, todavía no han entrado en vigor en la formación religiosa. Sin embargo, aquí son mucho más necesarios que en las materias profanas. Se admite de buena gana que la religión es el terreno de la autoridad, de la sumisión, de la pasividad y de la memorización. Los padres y los profesores se creen obligados a participar de la majestad y de la infalibilidad de ese Dios que ellos enseñan. Pero se olvidan de que el Dios cristiano es manso y humilde de corazón, de que se propone sin imponerse, de que pide siempre el consentimiento de aquellos a quienes se dirige: «Si quieres ser mi discípulo...; si quieres ser perfecto...» 210

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¿Hábitos o convicciones? Muchos padres se tranquilizan y calman su conciencia, imponiéndoles a sus hijos oraciones, misas, confesiones y catecismo. Creen que han cumplido con su deber cuando les han dado a sus hijos esos «hábitos» religiosos. Si más tarde sus hijos, indiferentes o rebeldes, abandonan la Iglesia, será culpa suya y los padres no tendrán nada que reprocharse. ¡Es comprender muy mal lo que es la educación! Nuestra obligación no es la de vigilar para que nuestros hijos «practiquen» mientras están sometidos a nuestra autoridad, sino la de ayudarles a descubrir las razones por las que han de seguir practicando cuando se vean libres de ella. Muchas veces los padres tienen prisa en imponerle a su hijo, desde sus primeros años, todo lo que rechazará cuando se haya hecho independiente. La rebeldía de los adolescentes es la señal más segura de que se ha abusado de la sumisión del hijo. En vez de entusiasmarse por el fervor religioso que se puede obtener de la ingenuidad de un niño, habría que basarlo todo, no ya en la sumisión y la sensibilidad, sino en el despertar de su razón, de su personalidad y de su independencia. En un mundo como el nuestro es totalmente insuficiente dar buenos hábitos. Porque un hábito se pierde con facilidad cuando se cambia de ambiente, de ocupación, de género de vida. Todos sabemos que un campesino, al venir a la ciudad, pierde rápidamente todos los hábitos que había adquirido en su aldea, los hábitos piadosos como los demás, para tomar las formas de vida de las personas de la ciudad. 211

La educación religiosa no es una educación de hábitos, sino una educación de la convicción. Es mucho más difícil, pero es infinitamente más eficaz y duradera. Los educadores de la antigua escuela se adormecían con la ilusión de que, a fuerza de obligar a los niños a callarse, se les haría amar el silencio, e incluso se les enseñaría a no hablar más que a sabiendas de lo que dicen; que, a fuerza de llevarlos a la iglesia, les entraría el gusto por la oración; que se harían estudiosos, si se les obligaba a estar largo tiempo estudiando. La realidad no es tan simple. Un hábito no tiene utilidad más que cuando hace nacer un gusto, un interés, una participación personal. La mera imposición engendra ordinariamente la pasividad, el disimulo o la rebelión. Hay que añadir que, entre nuestros jóvenes contemporáneos, basta con imponer una medida para provocar una resistencia obstinada. Los «viejos» se indignan de que se pisoteen sus hábitos. Pero los verdaderos educadores conocen todo lo que hay de prometedor y de educativo en esa aspiración de los «jóvenes» a la participación, a la responsabilidad, a las innumerables reformas que transformarían los hábitos tomados en una sociedad de estabilidad para adaptarse a una sociedad en movimiento.

Libertad de conciencia Ya no estamos en un régimen de «cristiandad», en donde bastaba hacer lo que todo el mundo para ser cristiano, Nuestros hijos tienen que luchar y oponerse al ambiente para conservar su fe. Se trata de la posibilidad de un inmenso progreso, ya que pertenece a la 213

naturaleza misma de la fe el ser personal, y no un simple conformismo. De este progreso todavía no han podido gozar muchos católicos. Después del concilio, han consentido admitir, «por tolerancia», la libertad religiosa para los que no creen, para los protestantes y los judíos. Pero no se les ha ocurrido todavía la idea de que también podría haber esa libertad para sus hijos. Pues bien, la libertad religiosa no es más que la expresión del carácter personal, libre y sobrenatural de la fe. No hay fe sin libertad. La educación de la fe es una educación de la conciencia; y ésta es inviolable. Es lógico que no se trata de la libertad «salvaje». La libertad se aprende. No nacemos libres, nos hacemos. Hay que ayudar a los niños a liberarse de sus caprichos, de su pereza, de su ignorancia, de su irreflexión. Pero el medio para ello no consiste en sustituir la dictadura de los instintos por la dictadura de los padres. Entre el autoritarismo y la licencia, queda lugar para innumerables medios de influencia. Y ahí está precisamente el secreto de la educación religiosa: crear un marco, suscitar el gusto, la curiosidad, la admiración, predicar con el ejemplo, razonar, explicar y, sobre todo, vivir cada uno de nosotros lo que queremos transmitir a los demás. Todo el arte de un educador consiste en «dar la mano», enseñar al niño a que pueda valerse por sí mismo. Por eso hay que desconfiar de todo lo impuesto, y buscar por el contrario su consentimiento, su participación, su convicción. 214

Fijaos cómo se prepara a un niño a escoger un oficio o a decidir sobre su matrimonio. Ciertamente, no se le abandona a su capricho, se le va preparando, se va influyendo sobre él, se le hace pensar, se le plantean las dificultades o se le anima; pero nunca tenemos derecho a decidir por él. Lo mismo pasa, y con mucha mayor razón, en el caso de esa «vocación», de esa «alianza» que constituye la fe de vuestros hijos.

Peligro de una «familia cristiana» No todo son ventajas en el hecho de haber nacido en una familia tradicionalmente cristiana. La fe no se transmite, es un don ofrecido personalmente por Dios y aceptado personalmente por el hombre. Cuando unos padres bien intencionados, pero poco expertos, quieren imponer su fe a sus hijos, les dispensan de creer y no les enseñan más que un conformismo. Si los hijos creen porque creen los padres, los hijos no creen en Dios, sino solamente en sus padres. Muchas personas son cristianas por las mismas razones por las que habrían sido perseguidores en tiempos de Cristo. Creen por razones familiares, tradicionales, nacionales, sociológicas. Pero la religión de Cristo no era la religión antigua, y para poder seguirle había que salir de la familia y romper con muchos hábitos y tradiciones. En tiempos de Cristo, los judíos creían en sus padres, en sus sacerdotes, en su religión, pero Dios estaba en medio de ellos y no creían en él. Puede uno ser «católico», sometido a sus padres, a sus sacerdotes, a su religión, y sin embargo no haberse encontrado nunca c o n Dios. 215

Hoy, como entonces, el papel de los padres y el de los educadores religiosos consiste en ayudar y preparar a los niños a encontrarse con Cristo vivo en medio de ellos, en un encuentro personal e indispensable. Los judíos les daban a sus hijos una educación religiosa ciertamente muy esmerada, muy practicante, muy respetuosa de las tradiciones y de los mandamientos; sin embargo, aquella religión fue incapaz de conducirlos al Dios vivo y de hacerles percibir su presencia. Nuestra educación católica obtiene muchas veces esos mismos resultados.

15 ¿COMO ENSEÑAR A REZAR A NUESTROS HIJOS?

Pero la pertenencia a una familia cristiana es un beneficio, si esa familia vive su fe de tal manera que se adivina en ella a Dios, si se respira en ella «el buen olor de Cristo», si se aprende en ella a escuchar y a saborear al Espíritu de amor. Y esto tiene que hacerse en un clima de libertad. He oído decir muchas veces a los educadores religiosos que sería ignorar la seriedad y la gravedad de la fe el dejar que dependiera finalmente de la libertad del niño. Creo, por el contrario, que la mejor lección de fe que pueden dar los padres a sus hijos es hacerles sentir que la religión es un terreno tan sagrado que la autoridad no tiene nada que hacer allí, sin el consentimiento de la persona; que lo más importante que hay en el mundo es también lo más libre; que toda la intervención del educador se reduce en este caso a enseñar al alumno a escuchar como él, en la fidelidad y en el gozo, a uno más grande, que es el único que da la fe. 216

Nunca hay que comenzar enseñando a rezar a los niños. Hay que esperar a que lo pidan ellos mismos. Todo el arte de la educación consiste en suscitar la necesidad y el gusto, no en obligar al que carece de apetito. La mayor equivocación de la enseñanza religiosa ha sido el autoritarismo y la sobrealimentación. Se les impone a los pequeños, en previsión de que ya no los querrán a los dieciocho años, todos los sacramentos y toda la doctrina cristiana. Y eso les quita generalmente el apetito para siempre. Un muchacho, una muchacha, cuando deja nuestros catecismos y sobre todo nuestros colegios, nece217

sita •ordinariamente dos o tres años, y a veces más, para tragarse, como una carpa, el rencor de su reacción (e incluso entonces hemos de evitar darle, prematuramente, la buena religión por encima de la mala, no sea que las rechace a las dos; ¡vale la pena esperar!). Hay algo todavía peor que las preguntas sin respuesta de los que no creen: las respuestas sin pregunta de la enseñanza religiosa. Habría que variar el Padrenuestro para la mayor parte de nuestros alumnos; que en vez de decir: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy», dijeran: «Danos hoy un poco de apetito, un poco de gusto, un poco de curiosidad por Dios». Es inútil que muchos profesores cristianos intenten actualmente disminuir sus exigencias para reconciliarse con sus alumnos: dos misas por semana, una misa por semana, una misa al mes. Siempre será demasiado para unos estómagos rebeldes y asqueados. Las madres inteligentes conocen la causa de la anorexía: cuando un niño no puede comer, es que tiene una madre demasiado nerviosa, demasiado ansiosa por alimentarlo. ¡Cuántos adolescentes sufren de anorexia religiosa! Se ha llegado a hablar de una «tregua de Dios», de una suspensión de toda enseñanza religiosa para que los hombres y las mujeres, algún día, la pidan por sí mismos. Los padres, para tranquilizar su conciencia, y a veces para enternecerse, se apresuran a enseñarles a sus hijos los gestos y las fórmulas de la piedad: les obligan a que recen su propia oración. Es eso precisamente lo que no se debería hacer. 218

El autoritarismo del adulto suscita infaliblemente la rebeldía, la resistencia del niño. No hay acción sin reacción. Más pronto o más tarde acabará oponiéndose a lo que ahora le imponéis. Esa es la explicación de las escenas habituales en la oración familiar, o peor aún, en la oración de los niños: se ponen a enredar, a reir, a encapricharse, a hacer todo lo posible para manifestar su falta de participación en lo que se les manda. Y fijaos bien: que, si ellos se prestan a ello, la docilidad excesiva resulta todavía más sospechosa. ¿No se han dejado condicionar demasiado pronto? Los padres, los predicadores, se extasían ante ciertas posturas «piadosas» de los niños; pero los educadores que les sucedan lo pagarán carp. No nos impongamos a los niños: son capaces de todo para imitarnos y para que los aprobemos. Procuremos, aunque sea en contra de ellos mismos, que sean verdaderos e independientes: darles un poco de rienda suelta, para que caminen a galope. A los padres les gusta hacer el tonto con sus hijos, pero a los hijos no les gusta hacer el tonto con sus padres. Les gustaría llegar a adultos: rezar cuando quieran... y a veces, ¡no rezar nunca! El único medio de enseñarles a los hijos a rezar..., es que los padres recen, Que los padres recen por sí mismos, no para «dar buen ejemplo», sino por convicción y por necesidad. No conozco a un solo niño, a no ser que se haya estropeado prematuramente por opresión o por intoxicación, a quien no le guste ser como su padre o su madre. 219

No conozco a un solo niño (a no ser que se haya cansado de la oración porque se la han impuesto), que no les pida a sus padres que le dejen asociarse a su oración..., si los padres rezan, si se trata de una actividad de personas mayores, y por tanto de una atracción y un favor para los niños.

a sus hijos que eligieran antes de entrar en la iglesia. Invariablemente, el niño iba una o dos veces a jugar; pero acababa siempre acompañando voluntariamente a su familia. Es inútil añadir que se trataba de misas vivas, en las que el niño veía a sus padres cantar, intervenir, rezar, ir en procesión...

Si el padre reza, si la madre reza, si en un momento determinado de la vida familiar los padres se juntan y se recogen para leer juntos la Escritura en una habitación vecina o en un rincón del salón, podéis estar seguros de que los niños acudirán a imitarlos ingenuamente y a participar en esa liturgia familiar.

El cordón umbilical sólo está cortado en apariencia. Un niño reza en el vientre de su madre, en simbiosis con su padre. Todo lo demás amenaza con resultar hipócrita y antipático.

He conocido a algunas madres tan inteligentes, que les decían a sus hijos de 3 ó 4 años, antes de entrar en una iglesia: «Mamá va a entrar a rezar. Será aburrido para ti. Te llevaré primero a casa o a jugar con los amigos». Inevitablemente el niño le pedía que le dejase acompañarla. La madre se dejaba convencer, previniéndole al niño que le avisase cuando quisiera marcharse. En la iglesia, la madre no se ocupaba del niño (hubiera bastado que le hiciese rezar una oración, para que se rompiera el encanto); se ponía a rezar. El niño la observaba, hacía como ella, miraba a su alrededor, daba algunos pasos en silencio, luego volvía. Y a veces aquel microbio enredador y nervioso, después de un cuarto de hora de calma, cuando su madre se levantaba para partir, le decía: «¿Tan pronto? ¡Si se está tan bien!» Conozco a un cura tan inteligente que ha organizado al lado de su iglesia, cada domingo, una guardería infantil para niños desde los seis meses a los doce años, con juegos y monitoras. Los parientes les proponían 220

¿No quiere vuestro hijo rezar en familia? Quizás es que lo habéis hecho rebelde (por fin, ¡qué suerte!) con vuestra tiranía. O quizás es que le da asco vuestra rutina. El remedio consistirá muchas veces en proponerle a él la responsabilidad de la oración familiar. Vosotros sois demasiado adultos para rezar bajo la dirección de vuestros hijos. Pero vuestros hijos no son lo bastante adultos para rezar pasivamente bajo la vuestra. Desde luego, habrá que proporcionarles, con habilidad, documentos, sugerencias, consejos... Pero, gracias a eso, la preparación de la oración resultará todavía más formativa que la misma oración. Supongamos que vuestra hija no quiere rezar; dice que ha perdido la fe. Haced que algún pariente o amigo le pida que se ocupe de la instrucción religiosa de un pequeño enfermo o de un retrasado mental. La mejor manera de aprender es enseñar. Un adolescente tiene tanta necesidad de afirmarse que acaba negando todo lo que se le impone. Su única libertad es la de elegir entre varios medios de valorizarse. 221

La respuesta inteligente a un hijo de 7 a 20 años que chilla en contra de la misa dominical es poco más o menos la siguiente: «No te obligaré jamás a ir a misa. El Señor no quiere ver prisioneros, recalcitrantes, caras desabridas; invita a sus hijos e hijas; se necesita cierto tiempo para comprenderlo y para aficionarse a su encuentro. Yo he tardado mucho más que tú. Pero la misa no es cuestión de caprichos. No quiero que cada semana tengamos una escena a este propósito. Te pido que reflexiones y que charlemos despacio una de estas tardes. Tú me dirás tu decisión, por seis meses; y, si es negativa, te aseguro que Dios puede comprenderte y que te esperará siempre. Pero, en ese caso, te pido que no te separes de lo que nosotros, tus padres, tenemos más dentro del corazón: lee un libro, acepta que te hablemos de vez en cuando, ven con nosotros a escuchar alguna emisión o conferencia religiosa especialmente interesante»... Me diréis: «¿Y el pecado mortal?» — Vosotros sois la Iglesia para vuestros hijos. Sois responsables de que a los 20 años, cuando se os marchen de casa, vuestros hijos vayan libremente a misa. Es una carrera de fondo, no de velocidad: darles arrestos. ¿Es acaso intención de la Iglesia forzarlos hasta que se rebelen? Vuestra obligación es la de alimentarles de convicciones que resistan por encima de las costumbres meramente mecánicas.

pero en cualquier otro terreno distinto del religioso. Este es un terreno demasiado sagrado, concierne demasiado a la conciencia, para que tengamos que intervenir en él autoritariamente. No es posible conseguir nada bueno en materia de fe, sin obtener el consentimiento interior. El concilio ha proclamado la libertad religiosa, el respeto a la conciencia de los que no creen. Va siendo hora de que nos pongamos a respetar la libertad y la conciencia de los jóvenes católicos. Y es una odiosa violación de conciencia el obligarle a hacer, a un niño de doce años, su «comunión solemne» o su «confirmación» o su «profesión de fe». Sí, muchos son sinceros en su obediencia: no se conocen, ni conocen la vida. La deslealtad, Ja hipocresía es cosa de adultos, de sus padres y de sus sacerdotes, que les hacen comprometerse a cosas que ellos mismos saben que son incapaces de cumplir. Pero cuando los padres sean lo bastante cristianos para rechazar esos condicionamientos sociales, tendrán que proceder con tacto: porque un niño necesita un coraje sobrehumano para dejar de imitar a sus compañeros y singularizarse rechazando una ceremonia, una fiesta y unos regalos, con la excusa de que quiere tomar las cosas en serio. Sólo un movimiento de conjunto puede conseguir todo esto.

Pero me diréis: «¡Usted renuncia a toda disciplina! ¡Sí que es usted un educador moderno!»

Nuestro verdadero educador religioso es el Espíritu Santo; su principal misión es darnos, con sus dones, el gusto por las cosas de Dios; «recta sapere» significa: tener el sentido de lo que está bien, no encontrar «insípidas» las actividades religiosas.

-— ¡Cuidado! Yo soy un partidario decidido de la disciplina, de la obligación e incluso de la sanción,

Con la juventud actual no habréis conseguido nada si le habéis impuesto solamente la práctica de los sa-

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cramentos y la observancia de las leyes de la Iglesia. Antiguamente, todavía estábamos bastante disciplinados para someternos en conciencia. Una vez que nos llevaban obligatoriamente a misa, llegábamos a rezar sinceramente; no lo habríamos hecho así si lo hubieran dejado a nuestro gusto. Pero la generación presente se rebela frente a toda imposición. Y no solamente los jóvenes: ¿qué ciudadano respeta a una autoridad, civil, militar o religiosa, por el mero hecho de ser autoridad? Por todas partes se discute de todo. ¿No sería una hipocresía imponer a vuestros hijos lo que no aceptáis por vosotros mismos?

16 LA PIEDAD SENSIBLE

Dejemos de obligar a intervenir, en las cuestiones religiosas, al «brazo secular», aun cuando sea el nuestro. Dios quiere hablar al corazón de vuestros hijos por vuestro ejemplo, por la irradiación de vuestra fe, por el testimonio de vuestra oración. Dios tiene sus medios propios: los medios del amor. Dios se propone sin imponerse jamás. Vuestros hijos le escucharán como vosotros, si vosotros le escucháis. ¿No es ése el método evangélico? ¿Habéis visto cómo Cristo llevó a cabo la educación religiosa de sus apóstoles? No les impuso oraciones, ni rosarios, ni oficios. Pero él rezaba, noches enteras, solo, largo rato. Y una mañana, cuando él volvía de la oración, luminoso, sereno, alegre y radiante, los discípulos se le acercaron y le pidieron: «¡Señor, enséñanos a orar!» Todo el arte de la educación religiosa consiste en darles a nuestros hijos ganas de ser como nosotros, como los que rezan. 224

Desde hace unos treinta años, los maestros de vida espiritual denuncian y condenan con energía el sentimentalismo religioso. Al obrar de esta manera, reaccionan en contra de la piedad romántica que cultivaba las emociones y el fervor. Dios, decían, se reconocía por medio de unas impresiones exquisitas; la primera comunión tenía que ser el día más hermoso de la vida; el encuentro con Jesús sólo podía tener lugar en medio de transportes y de lágrimas de gozo. La misma santa Teresa del Niño Jesús, a pesar de su doctrina admirable sacada directamente del evangelio y que la convierte en una verdadera doctora de la Iglesia, es con su vocabulario 225

insoportable un testigo de esa espiritualidad que ella nos ha ayudado a superar. Pero las reacciones totales no suelen ser mejores que los excesos que combaten. La piedad, que antes era amable, se ha hecho ahora rigorista. Muchos se glorían de no sentir nada. La aridez y la sequedad son ahora los mejores momentos de la vida religiosa. Y se ha inventado que es Dios el que las envía, como si nuestra inercia, nuestra dureza y nuestra sensualidad no bastasen para explicarlas: «Cuando un alma se eleva, Dios la priva de todo consuelo sensible». Pero es Dios el que nos ha dicho: «No os dejaré huérfanos; me manifestaré a vosotros; el mundo no me conocerá, pero vosotros me conoceréis porque yo vivo y vosotros viviréis. Un poco más y me volveréis a ver, y vuestro corazón se alegrará y esa alegría nadie os la podrá arrebatar». Se nos decía que la fe y la caridad no son cuestión de sentimiento, sino de voluntad. Amar es querer. Por desgracia, ¿quién se contentaría con ser amado de ese modo? El prójimo se convertiría en ocasión de mérito, en una especie de trampolín para el cielo. «Creer es querer creer, cerrando los ojos y poniéndonos en manos de nuestros legítimos superiores, que tienen la gracia de estado»... ¡Como si nosotros careciéramos de ella!

a quien se dirige. «Caridad» se ha convertido en una palabra antipática: «No quiero vuestra caridad». Y la fe..., una fe fabricada por la razón y la voluntad, ignora que es sobre todo obra de la gracia. Pues bien, sólo la gracia es lo que nos hace amables; el que no es agraciado es incapaz de ser «gracioso»; y lo que no ha sido recibido gratuitamente, tampoco se dará gratuitamente (Mt 10, 8).

*

Un cristiano ilustrado sabe distinguir muy bien entre sensibilidad y sentimentalismo. Si éste es odioso, aquélla resulta preciosa. El sentimentalismo es una búsqueda y un cultivo de la emoción. Mientras que la regla de moralidad de los sentimientos consiste en proporcionarlos exactamente a su objeto, se busca aquí por el contrario sacar de un objeto todo el rendimiento emocional posible. En último extremo, el objeto ya no interesa y la emoción se basta a sí misma. Grosera o exquisita, acaba siempre replegándose sobre sí misma y gozándose en sí todo lo que puede.

¿No sentís nada? ¡Mucho mejor! Vuestra fe será más pura y vuestra caridad más desinteresada.

La sensibilidad, por el contrario, es la facultad capital del hombre; es el medio principal para captar lo real, la capacidad para conocer la verdad, la belleza y el bien.

Ese voluntarismo se convierte muy pronto en agobiante para el que lo practica y repugnante para aquél

Lejos de buscar la emoción, ejerce una especie de ascesis rigurosa por medio de una aguda atención a lo

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real. Pensad en el esfuerzo necesario para mirar un paisaje, para comprender un cuadro, para escuchar una música. El sentimental se deja llevar por su imaginación; el sensible controla incesantemente sus impresiones sobre ese objeto. Lejos de replegarnos sobre nosotros mismos, la sensibilidad busca un conocimiento cada vez mayor del otro, no ciertamente en la indiferencia y en la abstracción, sino con todo el calor humano necesario para poder comprenderlo y acogerlo. Sin ella, el hombre es ciego ante las cosas, ante los hombres y ante Dios. Porque solamente se puede percibir a Dios por medio de cierta impresión que él nos deja en el corazón. La fe tiene ojos para ver lo que sería invisible sin esa disponibilidad frente a una iluminación. Cuando Pascal habla del «Dios sensible al corazón», no habla ciertamente de sensiblerías. El corazón, para él, es el que percibe los primeros principios matemáticos. Los principios matemáticos son indemostrables, pero son evidentes. A los que no los vean, nadie podrá hacérselos ver por medio de discursos y razonamientos. También la fe es una percepción, una experiencia de Dios, que nada puede suplir. «Dichosos los corazones puros: ellos verán a Dios». «El que es de Dios, escucha la palabra de Dios». «Sus ovejas reconocen su voz, y lo siguen». En ciertas circunstancias, gracias a ciertas disposiciones, Dios se deja sentir en el corazón, como los pri228

meros principios matemáticos, como cuando sabemos con certeza que alguien nos ama, que una obra es bella, que un hombre es sincero. Dios no es una palabra ni una noción filosófica; es alguien que obra y que habla en nosotros a cierta profundidad. Cuando me siento llamado en ese nivel, en esa zona, sé inmediatamente que no hay nada que me haya hablado, curado, hecho feliz como él. Mejor dicho: Dios crea en nosotros el lugar donde se manifiesta y nosotros no conocemos esa dimensión interior hasta que él nos la revela, al revelarse a sí mismo. Sólo aquel que es más interior a nosotros que nosotros mismos, puede darnos de ese modo la clave de nuestro verdadero ser. Incluso el incrédulo, que piensa que no conoce a Dios, puede reconocerlo en seguida. Porque donde Dios nos toma, no hay más lugar que para él. En el fondo, cada uno conoce su geografía interior, sus límites, los diferentes niveles en donde nos alcanzan las cosas y los seres. Y reconocemos el valor de un amor, de un poema, de una música, de una oración, por la zona de nosotros mismos en donde nos introducen. Dios no es una idea, una definición que tengamos en la cabeza. Dios es una presencia que experimentamos en el corazón. Es verdad que el primer acercamiento de Dios es confuso, impuro, mezclado con sentimentalismos, con búsqueda de nosotros mismos, con prejuicios inconscientes. Se necesita una comprobación continua, superar continuamente la idea que nos hacemos de él. Pero ese rigor ante todo lo que pueda alterarla tiene que 229

hacerse también a la luz de una revelación. Una fe verdadera tiene que estar en movimiento continuo. Jamás podrá satisfacernos la expresión con que se nos da ni la manera con que la vivimos. Por muy ciertos que estemos de que él da sentido a nuestra existencia, hemos de ser prudentes en afirmar que conocemos ese sentido, y atentos a descubrirlo de nuevo sin cesar. Pero ¿qué sería toda esta ascesis sin una fuente de vida y de gozo, donde poder beber la fidelidad para cada etapa de nuestro camino?

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III IGLESIA POBRE Y LIBRE

17 AUTORIDAD-SERVICIO

En el plano meramente profano, la palabra «autoridad» encierra ya dos sentidos muy distintos. Puede significar el derecho a mandar, un derecho que, sin embargo, no se ejerce más que por medio de la conciencia del subordinado, que le impondrá la obligación de obedecer. Pero esta palabra posee además un significado más amplio: cuando se dice que uno tiene autoridad, se indica que posee una cualidad espiritual, una fuerza de convicción, una determinación interior que es capaz de comunicarse a los demás para hacerles adoptar un comportamiento. 233

La autoridad no puede ejercerse útilmente más que cuando esos dos elementos se unen en la misma persona. El derecho que se ejerciera independientemente de la capacidad, engendraría un malestar que llevaría a la rebeldía. Y si la capacidad no se ve sancionada por el derecho, corre el peligro de provocar más desavenencias que servicios. Me acuerdo cómo, en tiempos de guerra, la jerarquía militar podía verse atropellada en el combate por las jerarquías naturales. En los momentos graves, el derecho del jefe a ser obedecido desaparecía, muchas veces por su mismo consentimiento tácito, ante la autoridad del más decidido o del más capaz. Y no había nada tan curioso como la manera con que, una vez pasado el peligro, se restablecían las apariencias: el jefe espontáneo volvía a su rincón y la autoridad «legítima» recobraba el poder. Pero en la sociedad civil de hoy se exige cada vez más que la autoridad se justifique por una verdadera competencia y un servicio real. Una medida impuesta únicamente «por autoridad», en el primer sentido de la palabra, se considera como insoportable. La democracia exige un amplio consentimiento popular para que una ley sea obedecida, para que la autoridad «sea una autoridad». Pero, en la Iglesia, la relación entre esos dos elementos es infinitamente más estrecha todavía, porque la autoridad en la Iglesia no es el poder de imponer su voluntad a los demás, y porque la cohesión de la comunidad eclesial es de una naturaleza muy distinta de la disciplina militar o de la organización social. Todos nos damos confusamente cuenta de ello, y la 234

misma jerarquía, dejando de ampararse únicamente en su derecho divino, va evolucionando hacia una concepción nueva de su misión y aceptando las nociones de diálogo, de consulta, de colegialidad y de corresponsabilidad. Pero esas concesiones, lejos de resolver el problema, no hacen más que agudizarlo. Porque, ¿para qué sirve dialogar con un jefe que os escucha si no cambia luego nada en su manera de hablar? ¿Para qué esas consultas, si no influyen nunca en sus decisiones? ¿Dónde está la colegialidad si sólo uno decide en lugar de todos, e incluso contra el parecer de todos? La colegialidad consultiva no puede ocultar indefinidamente el problema de la colegialidad de gobierno. No se trata ya solamente de asociar a los fieles y a los obispos a la «decisión making», sino a la «decisión taking». Para tranquilizar a todo el mundo, muchos se apresuran a afirmar que no se trata de discutir la naturaleza de la autoridad en la Iglesia, sino únicamente la manera como se ejerce. Pero esta distinción tan suavizante es demasiado superficial. En buena filosofía, no se puede separar la naturaleza de un ser de su actividad, ya que la una depende estrechamente de la otra. La manera con que se ejerza en el fondo la autoridad en la Iglesia depende estrechamente de la concepción que se tiene de la misma. La autoridad cristiana ¿es un derecho confiado al papa y a los obispos por su designación, y que ellos 235

ejercen a su gusto sobre su «rebaño», hasta el punto de que los fieles tienen siempre el deber de obedecerles? Algunos así lo afirman, apelando a las ayudas sobrenaturales: gracias de estado, asistencia especial. Pero lo sobrenatural no suprime a la naturaleza, y por tanto no dispensa, ni mucho menos, de la información, de la competencia y de la rectitud. La asistencia divina no es una imposición que infalibilice al papa y a los obispos, sea cual fuere su valía intelectual y moral. Como muy bien dice Mac Kenzie, «el católico no se extraña de descubrir que la autoridad en la Iglesia es humana; se extraña cuando se le dice que la autoridad es realmente sobrehumana, y por tanto libre de obrar de un modo precisamente humano» (La autoridad en la Iglesia). ¿0 es acaso la autoridad un servicio hecho a la comunidad, un servicio que la comunidad tiene que juzgar y poner en cuestión, en casos determinados y respetando ciertas formas? Por nuestra parte, creemos que esa autoridad es de una naturaleza mucho más profundamente distinta y que las formulaciones jurídicas son incapaces de expresar su esencia. El «carisma» de la autoridad en la Iglesia no es, ante todo, el derecho a imponer a los miembros las ideas del jefe, sino el deber y la capacidad de suscitar una comunión. El jefe no es uno que da órdenes, sino uno que crea una atmósfera de fe, de amor y de respeto, una comunidad de ideas y de aspiraciones de tal categoría que la solución de los problemas .se impone por unanimidad moral. 2)6

La jerarquía eclesiástica es el camino normal del espíritu: un camino, pero no una caja fuerte. Por ella es por donde el espíritu de amor, de alegría, de libertad y de cordialidad se extiende normalmente en la Iglesia; pero no de forma exclusiva. Esa eficacia, esa fecundidad evangélica es la que les permite a los fieles reconocer que la autoridad es plena, y la que hace que sus depositarios puedan comprobar si sus normas están verdaderamente inspiradas por Dios. Por tanto, el ejercicio de la autoridad es esencialmente eclesial: a partir de una comunidad real (la del pastor con sus parroquianos, la del obispo con sus sacerdotes y sus laicos, la del papa con los obispos), es como se manifestará lo que puede decirse o lo que puede hacerse: ya que esto se habrá hecho evidente en la fe y en la caridad vivas de los creyentes. La autoridad es la que expresa esta vida; tiene que estar atenta a Dios y a los demás para comprobarla auténticamente. Es verdad que contribuye a crearla animando a la comunidad con su palabra, sus ejemplos y sus servicios, asegurando las condiciones de un diálogo constructivo; pero también es verdad que la recibe del más pequeño de los cristianos que sea sensible al Espíritu. Mientras el que manda se considere y se porte como una especie de profeta o de gobernante, engendrará una tensión insoportable entre el deseo de los cristianos de conservar la unidad y su sentimiento de responsabilidad, de dignidad y de entrega a la verdadera Iglesia. «Cuando la autoridad pone su fe en el poder, abandona realmente su fe en el Espíritu» (Mac Kenzie). 237

El obispo tiene que ser un animador, y no un vigilante; no es él el que «conserva» el evangelio (lo conoce lo bastante bien para que pueda darse cuenta de que tiene que realizarse todavía); se inspira en él para inventar las estructuras adaptadas, las situaciones nuevas y sobre todo las palabras vivas. No es el «guardián» del «depósito», sino el que anuncia el evangelio como una buena nueva, con toda su fuerza vital. El obispo es el responsable de la unidad; pero la unidad no es solamente ni-en primer lugar una conformidad con las ordenanzas y los reglamentos, sino una gracia, una inspiración del Espíritu que hay que descubrir y promover, suscitándola continuamente entre los fieles. A fuerza de «guardar la unidad» por medio de una obediencia pasiva o una autoridad disciplinar, la jerarquía podría destruir la unidad de fe y de esperanza que tiene que reinar entre los cristianos. El espíritu de corporación de los obispos es una reacción natural, pero su colegialidad no es un medio para restablecer la autoridad comprometida de uno de sus colegas. La colegialidad está al servicio del pueblo de Dios para designar dónde se vive con mayor autenticidad el espíritu del evangelio. La Iglesia, ¿conservadora del «depósito» o profeta del Dios vivo? Durante largos siglos se ha considerado al cristianismo como un «depósito» que había que conservar por encima de todo. La fidelidad consistía en no cambiar nada. Y la filosofía escolástica se dedicó a embalsamar aquellos sagrados restos con sus definiciones y sus sistemas. Creer era adherirse a cierto número 238

de verdades formuladas y ordenadas de una vez para siempre. De esta manera, el prodigioso manantial de revelación y de rev#fcjción de Cristo quedó encauzado y amortiguado en los dogmas de la Tradición y en los marcos de la Suma Teológica. Esa concepción fijista ha quedado profundamente trastornada bajo la influencia del marxismo y de su «sentido de la historia». Los apologetas han procurado inmediatamente poner el cristianismo a la moda de los tiempos, descubriendo que era ante todo una historia, la historia del plan de Dios sobre la humanidad. Demostraron que lo que caracterizaba a la religión de la Biblia en comparación con las demás religiones del «eterno retorno» era que atribuía al mundo un comienzo, una evolución, un fin; que Dios se había ido revelando progresivamente en el curso de una historia sagrada y que era menester relativizar muchas nociones religiosas comprobando su evolución en el curso de la historia de la salvación. Pero, en la actualidad, quizás precisamente por la influencia de esa nueva presentación de la fe cristiana, se ha producido una viva reacción: la historia ya no les interesa a nuestros contemporáneos; ya no nos sentimos impresionados por unos sucesos pasados y lejanos; nos repugna remover en las cenizas; el peso de las tradiciones seculares nos da la impresión de ser un exceso de equipaje. A los modernos sólo les apasiona una cosa: vivir en el presente y preparar el porvenir. Las condiciones tic su existencia se han visto transformadas hasta el punto de que no esperan muchas luces de las antiguas sabidurías; creen que es imposible prolongar lo que se 239

hacía antaño y que todavía está por inventar lo esencial del porvenir. Poco importa que Cristo haya vivido o no hace veinte siglos; lo que importa es si sigue vivo todavía y dónde. Es inútil que sigamos discutiendo si Cristo obró milagros o no, si fue él el que instituyó la Iglesia, si creyó en la parusía inminente, si fue Dios o simplemente un hombre; lo único que nos preocupa es si sigue siendo todavía verdad lo que él dijo entonces. No os esforcéis en probar la historicidad de su mensaje. Si ese mensaje no nos trae nada a nosotros, ¿de qué sirve que sea histórico? Y si hoy nos presenta la revelación del sentido verdadero de nuestro destino individual y colectivo, ¿en qué menguarán nuestras dudas sobre su origen su valor de verdad? La Iglesia ¿tiene que ser fiel a las palabras de Cristo o a su inspiración? A esa inspiración, cuyas palabras brotaron en aquel tiempo y que deberían seguir brotando en el nuestro. Este lenguaje brutal expresa con cierta inexactitud una verdad capital y debería transformar no solamente el método de la enseñanza religiosa, sino la misma actitud de la Iglesia, si es que de verdad quiere hablar eficazmente a nuestros jóvenes contemporáneos. Hasta ahora la Iglesia se presentaba ante todo como la depositaría de una revelación pasada, como la guardiana de una tradición sagrada. Los exégetas y los teólogos pasaban el tiempo comentando viejos textos. La formación de los sacerdotes consistía en iniciarlos en los problemas, en las herejías, en los dog240

mas de la historia de la Iglesia. Actualmente si- les pide solamente una cosa: que iluminen los problemas del presente. ¿Qué es lo que hace, qué es lo que dice ahora Cristo, en este mundo del que somos responsables y que tenemos que crear? De este modo nuestros contemporáneos le recuerdan a la Iglesia que no es solamente la propietaria de un libro, sino el heraldo de una buena nueva; que su tarea no es la de repetir o comentar la Escritura, sino la de anunciar un mensaje actual: ¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo está vivo! ¡Cristo sigue obrando! ¡Cristo sigue sufriendo, padeciendo, muriendo y resucitando en el día de hoy! Y las cuestiones a las que tiene la obligación de responder, so pena de que se haga estéril su mensaje y de que sus oyentes se desanimen, son las siguientes: ¿dónde vive? ¿en qué hombres? ¿en qué causas? ¿en qué movimientos? ¿Cuáles son los Cristos de hoy? Dejémonos de condenaciones sabiamente administradas. ¿Por dónde sopla hoy el Espíritu Santo? Dejémonos de distinciones sutiles entre lo temporal y lo espiritual, entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo político y lo- religioso; ¿dónde está el combate cristiano para la liberación de los hombres? La Iglesia se ahoga bajo el peso de su «tener»; va siendo hora de que muestre su «ser». Para los jóvenes modernos la única cualificación de la Iglesia sería que luvicse un sentido de Cristo tan acentuado que supiese distinguirlo en donde nosotros corremos el peliKi'o de no ver más que a unos hombres como nosotros. «¡Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo!» San Pedro 241

fue hecho jefe de la Iglesia solamente porque supo ver a Dios actuando en un hombre al que los demás identificaban con Elias, con Juan bautista o con un profeta. Juan XXIII quiso que la Iglesia estuviese atenta a los signos de los tiempos: sabía bien que el Espíritu sopla donde quiere y que muchas de las aspiraciones de nuestros contemporáneos son inspiraciones del Espíritu Santo. La Iglesia tiene que descubrir que Cristo no se manifiesta ante todo en la Iglesia y que ella no puede concentrarse sobre sí misma como si fuera el centro del universo; Cristo trabaja ante todo en el mundo, y su obra en la Iglesia consiste en hacerla capaz de discernir y de revelar su obra en el mundo. Entonces será cuando la Iglesia se convierta en la voz viva del Señor; dejará de ser una fuerza de conservación, para convertirse en una fuerza de contestación. En vez de seguir vuelta al pasado, anunciará los nuevos tiempos. Manifestará su fe dejando de acariciar sus tesoros y confiando solamente en la inspiración de su Señor. ¡Dichosos los corazones puros, porque ellos ven a Dios!

18 LEGALISMO Y LIBERTAD EN LA IGLESIA

Si el hijo os da la libertad, seréis realmente libres (Jn 8, 36).

La historia del mundo, según la Biblia, es una obra de libertad y de liberación. Dios crea el universo libremente, por amor, y llama al hombre para que lo acabe libremente, en el amor.

Lo que define a la Iglesia es su fe en la actualidad de la resurrección, su capacidad para interpretar el designio de Dios que se realiza a través de la historia humana.

Cristo es el hombre libre, libre frente a la riqueza, el miedo, el poder y el pecado, libre frente a las tradiciones y las ceremonias religiosas, libre frente a la muerte.

Solamente entonces la Iglesia tendrá derecho a celebrar su eucaristía, su liturgia: el día en que se sienta llena de entusiasmo por las maravillas que Dios • realiza hoy en este mundo.

Más aún, su libertad una escuela de liberación. sentido nacer y vivir en después de que la muerte

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es contagiosa y su trato es Los que le han seguido, han ellos esa misma libertad, y de su maestro les hizo pasar 243

por la prueba suprema del miedo, de la desconfianza y de la humillación, han resucitado con él a la libertad definitiva. La ley no tiene ningún poder de liberación; es un poste indicador, útil para que lo consultemos, pero incapaz de hacernos avanzar un solo paso. Sólo la fe y el amor pueden servirnos de motor. La Iglesia debería ser en el mundo como el ambiente, la escuela, el fermento de la verdadera libertad. Su misión en el Nuevo Testamento es hacernos pasar del reino de la ley al de la inspiración. Por desgracia, la Iglesia de la redención y de la liberación se ha convertido a veces en él más formidable instrumento de opresión de las conciencias al hacerse legalista. Lo ha codificado, lo ha mandado o lo ha prohibido todo. El cristiano medio está dispensado de tener una conciencia propia: tiene ya quienes le dicten su conducta. Está dispensado de reflexionar: tiene quienes le administren todas las respuestas, incluso antes de que les haya planteado la pregunta. Y cuando el domingo se reúne con sus hermanos para la eucaristía, esta celebración de nuestra libertad en Cristo, esta fiesta del paso («pascua») de la esclavitud a la liberación, esta acción de gracias por nuestra vida libre, está cuidadosamente regularizada y prescrita. La disciplina de la Iglesia, como su dogma, se niega a admitir excepciones. La Iglesia es una de las pocas potencias internacionales que rechazan la objeción de conciencia. Muchos estados modernos se han ennoblecido atribuyéndoles un estatuto a los objetores de con244

ciencia y considerándolos con respeto como buenos servidores de su país. «Esperamos que la Iglesia haga lo mismo con aquellos hijos suyos que no pueden aceptar algunas de sus leyes y que querrían, sin embargo, vivir de su Espíritu. Actualmente, los que ya no pueden aceptar ser soldados suyos, no tienen más recurso que el de empezar a vivir como enemigos (MARTEL, La foi sauvage). Si un fiel no puede admitir un artículo de fe o una ley eclesiástica, se ve excluido de la comunidad, y un sacerdote se ve privado de sus funciones. ¡Cuántos cristianos se han visto obligados a cometer ciertos actos que repugnaban a su conciencia! El cura que tenía que negar los últimos sacramentos á una pobre cristiana, paralítica durante quince años, abandonada por su primer marido, aceptada por un hombre que la cuidó durante todo ese tiempo con una abnegación admirable. La novia que tenía que exigirle a su futuro marido protestante o ateo unas promesas contrarias a sus convicciones. Los divorciados que luego se casaron y tuvieron hijos, que se ven obligados a separarse o a negarse mutuamente para vivir «como hermano y hermana»... El totalitarismo de la Iglesia la ha conducido a inspirar miedo más que a formar conciencias. Su mayor argumento es el infierno y el pecado mortal. Le preguntaron al cardenal Heenan cuál era, según él, la característica principal de la Iglesia católica; respondió sin vacilar: «¡la autoridad!» Por eso, la mayor virtud es para ella la obediencia; por eso, desconfía de los hombres de carácter que podrían resistirle, siendo así que, en un mundo donde la fe no es ya sociológica, sino personal, serían ellos los únicos que podrían seguir siéndole fieles. 245

Durante varios siglos se ha considerado como normal que la fe se le imponga en bloque a quien quiera ser cristiano. Había que admitirlo todo o rechazarlo todo. Pero el que cree en todo es, en el fondo, lo mismo que el que no cree en nada: no ha penetrado en el objeto de la fe. Es que, finalmente, el creyente no cree nunca «en lo que cree la Iglesia», sino sólo en lo que él mismo ha captado, comprendido, realizado, en todo eso que le ha sido propuesto. No puede haber fe por disciplina ni por sustitución. Querer obligar a los cristianos a creer en todo, inmediatamente, es exponerse a que reciten unas fórmulas sin haber tomado contacto con la realidad que la fórmula representa. La sumisión servil a la verdadera Iglesia tiende a dispensar a los fieles de la verdadera fe. El argumento de autoridad corta el apetito y detiene la asimilación. Porque la verdadera fe no se dirige a unas fórmulas, sino a la realidad designada por las fórmulas. Esperamos que algún día sea posible ser cristiano, reservándose uno el asentimiento a ciertos puntos de doctrina o de disciplina, y pidiendo tiempo para pensar. Un espíritu recto no puede adherirse a todos los dogmas con la misma fe y al mismo tiempo. Es escandaloso excluir de la Iglesia a uno que quiere buscar, siendo así que la búsqueda perpetua es la condición misma de la verdadera fe.

ticismos rebeldes. Cuando se escucha en privado > •